Escenas americanas
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«Es preciso que se sepa en nuestra América, la verdad de los Estados Unidos. Ni se debe exagerar sus faltas de propósito, por el prurito de negarles toda virtud, ni se ha de esconder sus faltas, o pregonarlas como virtudes.»
En Escenas americanasJosé Martí se sorprende una y otra vez ante el dinamismo de la sociedad norteamericana. El capital está asociado con la movilidad de las clases sociales y remueve una y otra vez, con extrema perversidad, los órdenes establecidos.
Escenas americanas es un libro futurista, compuesto de crónicas escritas para la prensa, marcado también por el exilio de Cuba, en el que Martí retrata con ojo crítico, en pleno siglo XIX, las obsesiones del capitalismo contemporáneo.
José Martí retrata a individuos de todos los grupos sociales. Retrata a hombres y mujeres, a personas que conforman la gran masa de emigrados a la nación que se presenta como la casa de pueblos. Se detiene en las esferas del conocimiento:
- las letras y las artes;
- la religión y la filosofía;
- la política y la economía.Aborda acontecimientos de gran interés e importancia como los procesos eleccionarios, las campañas de los partidos demócrata y republicano, las particularidades de cada gobierno, y sus respectivos presidentes, así como los rumbos de la política interna y la política exterior de los Estados Unidos de América.
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Escenas americanas - José Martí y Pérez
Créditos
Título original: Escenas americanas.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-9953-655-2.
ISBN rústica: 978-84-933439-4-1.
ISBN ebook: 978-84-9897-874-2.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 13
La vida 13
La épica popular 13
Las argucias de la política 15
El capital 15
Carta a Bartolomé Mitre y Vedia 17
1881 20
1. Carta de Nueva York 20
2. Noticias de los Estados Unidos. Nueva York, 3, de septiembre de 1881 26
3. Noticias de los Estados Unidos. Movimiento general: estado de Garfield. Su viaje extraordinario: esperanzas y temores. Médicos: vía de plegarias. Bosques incendiados. La luz eléctrica. Mujeres norteamericanas: la muerte de una hermosa. Muerte de Delmónico. Un tiro en la cabeza de Guiteau. Lecturas y lecturistas: verano, otoño e invierno. Teatro en Nueva York. Muerte del general Burnside 29
4. Carta de Nueva York. Hechos, juicios, tributos y noticias varias a propósito de Garfield. Comparaciones, recuerdos, singularidades, accidentes memorables 42
5. Carta de Nueva York. Gran batalla política. Convención republicana y Convención democrática. El «boss». Purificación de la democracia. El brillante Blenia y el prudente Arthur. Campaña en el Senado 49
6. Carta de Nueva York. Medalla de oro. La autobiografía de Guiteau ante el tribunal. Premio al valor. Fuego terrible. La exposición de Atlanta. Escenas de gala. El centenario de Yorktown 56
7. Carta de Nueva York. Historia. Las doce de la noche. La última batalla. Jorge III y Washington. El centenario de Yorktown. La batalla de la paz. Arthur y Blenia. La bandera británica. Triste soledad. Los cautos y los cultos 65
8. Carta de Nueva York. El «boss» y los «halls». Las reformas de Garfield. La sed amenaza a Nueva York. El Croton sin agua. Entre Scila y Caribdis. La caricatura. Stalwartismo. Las elecciones. Rossi y la Patti. La casa de Washington y la casa de Bolívar 74
9. Carta de Nueva York. Pueblos perezosos. Elecciones honradas. Un millonario es vencido por un trabajador. Una campaña electoral. Recursos, hábitos, preparaciones, gastos extraordinarios, día de elecciones. Adelina Patti. Shakespeare: Otelo y Hamlet. Booth y Rossi. El Día de Gracias. ¿A qué matarlo? 80
10. Coney Island 96
11. Carta de Nueva York. Proceso de Guiteau. Varios sucesos. Animada escena: singular drama. La turba; la sala, la sesión; la salida. El hombre. Escenas de extravagancia e irreverencia «¡manos afuera!». Discurso de Guiteau. Elección de los jurados, procesión curiosa 102
12. Carta de Nueva York. Proceso de Guiteau. Discurso del acusador. Juego de esgrima. El buen defensor. Testigos, interrupciones, extrañeza, risas. Un hombre a caballo dispara un balazo a Guiteau. La cárcel de fiesta. ¡Admirable defensa! Testigos favorables. El proceso hasta el día. La humana hiena 114
13. Carta de Nueva York. El proceso de Guiteau. Ser hoffmaniano. Sus hermanos declaran por él. Él cuenta su historia 131
14. Carta de Nueva York. El proceso de Guiteau. Lucha de gato montés. Duelo solemne. Reacción hostil. Espectáculos inauditos. Enorme depravación moral 143
15. Carta de Nueva York. Las pascuas. Pascuas y Christmas. La caja de presentes. El calcetín maravilloso. El buen Santa Claus. La Chanucka. Los hijos de los peregrinos. El caballero Frelinghuysen. Todo, todo, todo. Flores pascuales 160
1882 168
16. Carta de Nueva York. Año nuevo. Jubileo de cortesía. Knickerbockers y yanquis. Casas de ricos y casas de pobres. Vestidos suntuosos. El año nuevo del presidente, el del orador y el del asesino 168
17. Carta de Nueva York. El proceso de Guiteau. El estetismo. Pálido Postlethwaite. El poeta Oscar Wilde. Los inmigrantes. Un grande anciano muerto 173
18. Carta de Nueva York. El proceso de Guiteau. Abogados, público y reo. Los acusadores y defensores. El grave Porter. El astuto Davidge. El defensor nuevo. Defensa legal y defensa ardiente. Se va cerrando el libro de la vida. Librerías nuevas. Boston. Daniel Webster 180
19. Carta de Nueva York. Nieves, gozos y tristezas. Patines y trineos. Las casas de dormir y las tabernas. Grandes bailes del año. Incendio terrible. Míseras obreras. Congreso del sufragio para la mujer. Nuestros pueblos y aquel pueblo. Nueva York condena la persecución de los judíos. El anciano Evarts 190
20 Carta de Nueva York. Una pelea de premio. Los hombres peleadores. El mozo de Boston y el gigante de Troya. Exhibición, preparación, paseo triunfal, condiciones de pelea, y pelea de los pugilistas. La ciudad, el viaje y el circo. Golpeadores famosos. Interés de la nación. Pedro Cooper, amigo de los hombres. Los valientes. Vieja y nueva usanza. El Ramayana en Nueva Orleans 198
21. Carta de Nueva York. Los bárbaros caminadores. Carreras de hombres. Atletas griegos y atletas modernos. Rowell y Atlanta. El aniversario de Washington. Los banquetes, las banderas, los discípulos de Pedro Cooper. Blaine pronuncia ante el Congreso el elogio de Garfield. El hombre externo y el hombre invisible. Poeta en acciones 207
22. Carta de Nueva York. El Mississippi desbordado. Guerra social. Numerosísimas nuevas. Un monumento roto. «¡No han de alzarse monumentos a traidores!» La historia del mayor André y del traidor Arnold. Colonos aduladores. Corre sangre en Omaha. Graves huelgas. San Francisco contra los chinos. Los Estados Unidos cierran sus puertas a los chinos. Washington, Chicago, Boston. El caballo de Sheridan 215
23. Carta de Nueva York. Abogados mujeres. La mujer en los asilos, en los hospitales, en las cárceles, en las escuelas. La mujer en las universidades. En Inglaterra y en los Estados Unidos. Derecho de desembarque que han de pagar los inmigrantes. Fauce enorme 222
Longfellow. Longfellow ha muerto. Su muerte, sus versos, su vida. Urnas sonoras 226
24. Carta de Nueva York. «Ostera» y las Pascuas. Antaño y hogaño. Los huevos de Pascuas. Costumbres de Nueva York. El pájaro de Holanda. Jesse James, gran bandido. Sus proezas, su fama y su muerte. Los cazadores de búfalos. Los indios de Norteamérica. Crows rebeldes y prósperos cheyenes. «A ver crecer el maíz.» El presidente opone su veto al acuerdo de la casa de representantes que cierra los Estados Unidos a chinos 229
Emerson. Muerte de Emerson. El gran filosófo americano ha muerto. Emerson filósofo y poeta. Su vida pura. Su aspecto. Su mente, su ternura y su cólera. Su casa en Concord. Éxtasis. Suma de méritos. Su método. Su filosofía. Su libro extraordinario: Naturaleza. ¿Qué es la vida? ¿Qué son las ciencias? ¿Qué enseña la naturaleza? Filosofía de lo sobrehumano y lo humano. La virtud, objeto final del universo: su modo de escribir. Sus maravillosos versos 235
25. Carta de Nueva York. Política. Catástrofe. Guiteau. Un libro. Muertos en el Polo. El secretario de Estado. El ministro poeta. Conkling. Bancroft y su extraordinario libro. Cómo se hizo la Constitución de los Estados Unidos. Escena memorable. Sesión tumultuosa. Los Estados Unidos cierran sus puertas a los chinos. Guiteau, en la celda de la muerte. Grandioso festival: música de Berlioz, de Haendel, de Wagner 249
26. Carta de los Estados Unidos. Muerte de Guiteau. Lances singulares. Los periódicos, el público, el reverendo, los hermanos. El reo. La oración y el canto del patíbulo. Capitalistas y obreros. Grandes huelgas. Últimos debates del Congreso. Descomposición del Partido republicano. Campamentos religiosos. Escuela de filósofos cristianos. Congreso de educadores 260
1883 270
Oscar Wilde 270
27. Cartas de Martí. Galas del año nuevo. Gente de pro y gente llana. Ancianos de otro tiempo. Luto en la Casa Blanca. El ministro Allen. Gobernadores austeros y pomposos. Boston; sus hijos ilustres, su gobernador nuevo y sus ceremonias. Benjamín Butler. Hermoso episodio de la historia del sufragio. Preliminares necesarios para entender sucesos venideros. Significación del advenimiento de los demócratas. Deslinde de los campos políticos. La batalla pasada y la venidera. Suma de historia política. Mesa del universo. Trineos blancos 279
28. Cartas de Martí. Las inundaciones del Ohio. Indiferencia neoyorquina. Cuadro del desastre. Cuadro de los socorros. La batalla de los aranceles. La corrupción política. Abusos del Partido republicano. Tentativas y promesas de reforma. Los magnates del hierro y los magnates del azúcar. Situación de los demócratas. Idéntica inmoralidad de todos los partidos. Primeros anuncios de formación de un nuevo partido. Una caricatura 297
29. Cartas de Martí. El tratado de comercio entre México y Estados Unidos. Don Matías Romero. El general Grant. Parte oculta del tratado. Las reclamaciones de Estados Unidos en México. Los aranceles de aduana y el proteccionismo. Evarts y Pedro Cooper. La gran biblioteca para artesanos. Asamblea proteccionista presidida por Cooper. William Dodge, su vida y su propaganda por el reposo dominical. Los «self-made men». Muerte de Morgan. John Swinton y su raza, su vida y su oratoria. El presidente del Banco de New Jersey. El calidoscopio de la vida norteamericana. La República Argentina. Don Carlos Carranza 304
30. La cuestión arancelaria. La importantísima cuestión sobre aranceles está aún pendiente 313
31. En comercio, proteger es destruir. Un caso concreto esclarece más una cuestión dudosa que complicados razonamientos 316
32. Carta de Martí. Suma de sucesos. Los trabajadores: sus fuerzas, sus objetos, sus caudillos, europeos y americanos. Honores a Karl Marx, que ha muerto. Baile de trabajadores. De lo que se habla en el mentidero neoyorquino. El romántico Butler. Esgrima de cuaresma; homilías y contrahomilías; fray Luis de León y Jorge Sand. Condición y puesto legítimo de la mujer en el mundo moderno; las universidades y las mujeres. Un baile famosísimo. Tentativa, no aplaudida, de creación de una aristocracia. Convencionales en la tiniebla 318
33. Carta de Martí. Primavera. El centenario de Washington Irving. La obra de Irving. Cosas de hace cien años. Un centenario histórico. Newburgh en regocijo. Washington. La agitación irlandesa. Los irlandeses en los Estados Unidos. Parlamento irlandés. En Filadelfia. Sensatos e insensatos. La guerra de explosión. Suma de historia actual. Pánico en Londres. Indignación en Nueva York. Caso internacional. Nueva Liga irlandesa. La madre de Parnell 329
34. Cartas de Martí. La nueva Liga irlandesa. Primavera. Partida de actores. Los chinos y el opio. El morfinismo de las elegantes. Los policías voluntarios y los periodistas. Irlandeses contra chinos. La vida yanqui. Sucesos del mes. Rápida enumeración. La nueva Ley de empleos. El puente de Brooklyn 337
35. El puente de Brooklyn 345
36. Cartas de Martí. Gozos de colegiales. Harvard. Ben Butler. Guerra contra indios. Simulacros de la milicia. Campamentos de verano. Un periódico del día. Edison 355
37. Cartas de Martí. La vida neoyorquina. Pompas de estío. Galas del mes de junio. Voluntarios neoyorquinos. Los colegios y fiestas. Enseñanza clásica y enseñanza científica. Luz eléctrica. El cónsul argentino y la luz. Edison. Recuerdo de Catamarca en el Sun 360
38. Libertad, ala de la industria 364
39. Cartas de Martí. Crucifixiones. Demencia religiosa. Tiempos medios y nuevos. Cómo se caza ahora la zorra. Caballeros de bolsa. La bolsa. El verano sagrado. Sus fiestas, sus inspiraciones. Coney Island: la isla de gozos, corridas, músicas, ferias, baños. Se mueren los niños. Caza de búfalos en la ciudad. Selva y locomotora. Congreso a la sombra de los árboles. La convención de la fe. La convención de los librepensadores: su credo, sus sacerdotes, sus oradores, sus métodos, sus demandas 366
40. Escena neoyorquina 378
41. ¿Cuál es el objeto de la torre? 379
42. Las asociaciones de obreros 382
43. Cartas de Martí. Grandes fiestas y grandes problemas. De Washington, hace cien años, a Carlisle, presidente de la Cámara democrática. Broadway en fiesta: el último centenario de la guerra. La estatua nueva de Washington. Ben Butler, vencido. Almas populares. Querellas de otros tiempos y de éstos. Politicastros ruines. Honrada elección del presidente de la Cámara. Los tres campeones: Cox, Randall y Carlisle. Lo que significa cada uno. Librecambismo, proteccionismo y sistema preparatorio. El gravísimo problema económico. Sus causas, su alcance, su remedio, sus consecuencias, su aspecto. El padre Jacinto en Nueva York. Un cardenal y un poeta inglés. La Patti 385
Libros a la carta 397
Brevísima presentación
La vida
José Martí (La Habana, 1853-Dos Ríos, 1898), Cuba.
Era hijo de Mariano Martí Navarro, valenciano, y Leonor Pérez Cabrera, de Santa Cruz de Tenerife.
Martí empezó su formación en El Colegio de San Anacleto, y luego estudió en la Escuela Municipal de Varones. En 1868 empezó a colaborar en un periódico independentista, lo que provocó su ingreso en prisión y más tarde su destierro a España. Vivió en Madrid y en 1871 publicó El presidio político en Cuba, su primer libro en prosa.
En 1873 se fue a Zaragoza y se licenció en derecho, y en filosofía y letras. Al año siguiente viajó a París, donde conoció a personajes como Víctor Hugo y Augusto Bacquerie.
Tras su estancia en Europa vivió dos años en México. Por esa época se casó con Carmen Zayas Bazán, aunque estaba enamorado de María García Granados, fuente de inspiración en sus poemas.
En 1878 regresó a La Habana y tuvo un hijo con Carmen. Un año después fue deportado otra vez a España (1879). Hacia 1880 vivió en Nueva York y organizó la Guerra de Independencia de su país. Fue cónsul de Argentina, Uruguay y Paraguay en esa ciudad norteamericana; dio discursos, escribió artículos y versos, conspiró, fundó el Partido Revolucionario Cubano y redactó sus Bases. En 1895, al iniciarse la Guerra de Independencia, se fue a Cuba y murió en combate.
La épica popular
Van y vienen vapores, pitan, humean, salen y entran trenes; vacían sobre la playa su seno de serpiente, henchido de familias; alquilan las mujeres sus trajes de franela azul, y sus sombreros de paja burda que se atan bajo la barba; los hombres, en traje mucho más sencillo, llevándolas de la mano, entran al mar; los niños, en tanto con los pies descalzos, esperan en la margen a que la ola mugiente se los moje, y escapan cuando llega, disimulando con carcajadas su terror, y vuelven en bandadas, como para desafiar mejor al enemigo, a un juego de que los inocentes, postrados una hora antes por el recio calor, no se fatigan jamás; o salen y entran, como mariposas marinas, en la fresca rompiente, y como cada uno va provisto de un cubito y una pala, se entretienen en llenarse mutuamente sus cubitos con la arena quemante de la playa; o luego que se han bañado —imitando en esto la conducta de más graves personas de ambos sexos, que se cuidan poco de las censuras y los asombros de los que piensan como por estas tierras pensamos—, se echan en la arena, y se dejan cubrir, y golpear, y amasar, y envolver con la arena encendida, porque esto es tenido por ejercicio saludable y porque ofrece singulares facilidades para esa intimidad superficial, vulgar y vocinglera a que parecen aquellas prósperas gentes tan aficionadas.
Martí observa este desfile vital y avallasador con una desazón íntima y el sentimiento de no poder encontrarle sentido alguno. Ante el espectáculo de las multitudes en Coney Island, siente su condición de exiliado. Sin embargo, se ve obligado a preguntarse cuáles son los principios, incomprensibles para él, de la sociedad norteamericana y se refiere a un «mundo espiritual superior», que tal vez nunca sea pisoteado por las multitudes de la sociedad industrial:
Otros pueblos —y nosotros entre ellos— vivimos devorados por un sublime demonio interior, que nos empuja a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria; y cuando asimos, con el placer con que se ase un águila, el grado del ideal que perseguíamos, nuevo afán nos inquieta, nueva ambición nos espolea, nueva aspiración nos lanza a nuevo vehemente anhelo, y sale del águila presa una rebelde mariposa libre, como desafiándonos a seguirla y encadenándonos a su revuelto vuelo.
No así aquellos espíritus tranquilos, turbados solo por el ansia de la posesión de una fortuna. Se tienden los ojos por aquellas playas reverberantes; se entra y sale por aquellos corredores, vastos como pampas; se asciende a los picos de aquellas colosales casas, altas como montes; sentados en silla cómoda, al borde de la mar, llenan los paseantes sus pulmones de aquel aire potente y benigno; mas es fama que una melancólica tristeza se apodera de los hombres de nuestros pueblos hispanoamericanos que allá viven, que se buscan en vano y no se hallan; que por mucho que las primeras impresiones hayan halagado sus sentidos, enamorado sus ojos, deslumbrado y ofuscado su razón, la angustia de la soledad les posee al fin, la nostalgia de un mundo espiritual superior los invade y aflige; se sienten como corderos sin madre y sin pastor, extraviados de su manada; y, salgan o no a los ojos, rompe el espíritu espantado en raudal amarguísimo de lágrimas, porque aquella gran tierra está vacía de espíritu.
Las argucias de la política
Martí, que es un político nato, describe las prácticas de los partidos tradicionales de Estados Unidos y lo hace con extrema precisión, sin juicios de valor; analizando las tácticas dirigidas a ocupar el espacio del otro y deshacer su programa político.
Vocero y estandarte de los «mejores» es el presidente Arthur, y su mensaje de año nuevo fue, sin embargo, suma de toda la virtuosa sabiduría de los reformadores de «media raza». Los republicanos hurtan a los demócratas todo su programa; de modo que haya el año próximo razón de reelegirlos, por haber escuchado a tiempo el mandato popular, e innecesidad de elegir a los demócratas por cuanto los republicanos realizaron en leyes, todas sus demandas de mejoras.
El país, alarmado de la concentración del servicio público y aterrado de ver que el poder se le escapaba de las manos —porque el que no trabaja abjura— y el que no cuida su bien, no lo merece —se muestra decidido a poner su servicio en manos nuevas—: y como las manos de los demócratas están tendidas, parece querer dejar caer el servicio público en manos de los demócratas. Éstos, para lograr vida, han menester de servir fidelísimamente al pueblo que se vuelve a ellos. Solo por prometer reformas, están en vísperas de triunfar. Pero como ya el país teme de prometedores, solo por cumplirlas triunfarán. Y de este modo quedan. La nación, que entiende que los demócratas necesitan cumplir sus promesas para mantener el poder, se mueve hacia ellos, interesados en ser virtuosos. Tal va ya estando la virtud, que es necesario ponerla del lado del interés para que venza.
El capital
Entre tantas visiones de América, de su opulencia y materialismo aparece otro vislumbre moderno: el capital está asociado con la movilidad de las clases sociales y remueve una y otra vez, con extrema perversidad, los órdenes establecidos.
Seducen estas vidas milagrosas. Mueren en palacios reales hombres que nacen en cabañas, o bajo aleros de tejados. Una loba crió a Remo. ¡Mejor nodriza es la dificultad, que cría a estos hombres! En ellos no es la vida reflejo de libros, que hace pálido el rostro, inflama el cerebro y falsea la existencia: ni tradición de familia, que echa al hombre a vivir cargado de cadenas: ni copia de obra ajena, que trueca al vivo en queso redondo vaciado en molde de quesos.
Escenas americanas es un libro con un visión futurista en el que Martí retrata en pleno siglo XIX las obsesiones del capitalismo contemporáneo.
Carta a Bartolomé Mitre y Vedia
Nueva York, 19 de diciembre de 1882
Señor y amigo:
Contesto ahora, en medio de verdaderas premuras su carta, solo en lo cuerda igual a lo generosa, de 26 de septiembre último. Me pareció un rayo de mi propio Sol, y palabra del alma; ni me parece ahora que escribo a amistad nueva, sino a amigo antiguo, de corazón caliente y mente alta. No hay bien como el de estimar, y acaso sea éste hoy mi único placer. Queda, pues, dicho que leí con verdadero gozo sus observaciones acerca de la naturaleza de las cartas en que su buena voluntad permite que me empeñe, y que el gozo fue tanto porque vi mis pensamientos en los suyos, cuanto porque penetró usted en los míos. No hay cosa que yo abomine tanto como la pasión. Cierto que no me parece que sea buena raíz de pueblo, este amor exclusivo, vehemente y desasosegado de la fortuna material que malogra aquí, o —pule solo de un lado, las gentes—, y les da a la par aire de colosos y de niños. Cierto que en un cúmulo de pensadores avariciosos hierven ansias que no son para agradar, ni tranquilizar, a las tierras más jóvenes, y más generosamente inquietas de nuestra América. Cierto que me parecería cosa dolorosísima ver morir una tórtola a manos de un ogro. Pero ni la naturaleza humana es de ley tan ruin que la oscurezcan y encobren malas ligas meramente accidentales; ni lo que piense un cenáculo de ultraaguilistas es el pensar de todo un pueblo heterogéneo, trabajador, conservador, —entretenido en sí, y por sus mismas fuerzas varias, equilibrado; ni cabe de unas cuantas plumadas pretenciosas dar juicio cabal de una nación en que se han dado cita, al reclamo de la libertad, como todos los hombres, todos los problemas. Ni ante espectáculos magníficos, y contrapeso saludable de influencias libres, y resurrecciones del derecho humano—, aquí mismo a veces aletargado, cumple a un veedor fiel cerrar los ojos, ni a un decidor leal decir menos de las maravillas que está viendo. Hoy, sobre todo, en que en ciertas comarcas de nuestra América, en que arraigó España más hondamente que en otras, se capitanea, bajo bandera literaria y amor poético de la tradición, una mala empresa de vuelta a los estancados tiempos viejos, urge sacar a luz con todas sus magnificencias, y poner en relieve con todas sus fuerzas, esta espléndida lidia de los hombres.
Siendo esa mi manera de pensar, bien hizo usted, pues, en mermar de mi primera carta, por cuya publicación y afectuoso anuncio le quedo agradecido, lo que pudiera darle, por ser primera e ir descosida de otras, aire de prevenida y acometedora. Es mal mío no poder concebir nada en retazos, y querer cargar de esencia los pequeños moldes, y hacer los artículos de diario como si fueran libros, por lo cual no escribo con sosiego, ni con mi verdadero modo de escribir, sino cuando siento que escribo para gentes que han de amarme, y cuando puedo, en pequeñas obras sucesivas, ir contorneando insensiblemente en lo exterior la obra previa hecha ya en mí. Y esto creo que se lo dije en carta, al enviarle mi correspondencia, a nuestro amigo benevolentísimo el señor Carranza, y le rogué que pidiera a usted perdón por ello. Ahora ya sé que ando entre gentes de alma noble, y que me siento a buen festín, y no tengo sino dejar salir el alma, en la que tengo fe. Y fío en que la he de hacer sentir, por cariñosa y por humilde. No me parecen definitivas sino las conquistas de la mansedumbre.
Me dice usted que me deja en libertad para censurar lo que, al escribir sobre las cosas de esta tierra, halle la pluma digno de censuras. Y esta es para mí la faena más penosa. Para mí la crítica no ha sido nunca más que el mero ejercicio del criterio. Cuando escribía juicios de dramas, callar sobre los malos era mi única manera de decir que lo eran. Puesto que el aplauso es la forma de la aprobación, me parece que el silencio es forma de desaprobación sobrada. No tema usted la abundancia de mis censuras que se desvanecen delante de mi pluma, como los diablos delante de la cruz. Yo sé que es flaqueza mía; pero no puedo remediarlo. Suelo ser caluroso en la alabanza, y no hay cosa que me guste como tener que alabar, pero en las censuras, de puro sobrio, peco por nulo. Cuando haya cosas censurables, ellas se censurarán por sí mismas; que yo no haré en mis cartas —pues va dicho sin decirlo que acepto el honor de escribirlas para La Nación—, sino presentar las cosas como sean, que es sistema cuerdo de quien por no ser de la tierra, tiene miedo de pensar desacertadamente, o amar demasiado, o demasiado poco. Mi método para las cartas de Nueva York que durante un año he venido escribiendo, hasta tres meses hace que cesé en ellas, ha sido poner los ojos limpios de prejuicios en todos los campos, y el oído a los diversos vientos, y luego de bien henchido el juicio de pareceres distintos e impresiones, dejarlos hervir, y dar de sí la esencia, cuidando no adelantar juicio enemigo sin que haya sido antes pronunciado por boca de la tierra, porque no parezca mi boca temeraria; y de no adelantar suposición que los diarios, debates del Congreso y conversaciones corrientes, no hayan de antemano adelantado. De mí, no pongo más que mi amor a la expansión y mi horror al encarcelamiento del espíritu humano. Sobre este eje, todo aquello gira. ¿No le place esta manera de zurcir mis cartas? Ya las verá sinceras —con lo que usted, que lo es tanto— no me las tendrá a mal.
Dicho ya, tan a la ligera que va a parecerle acaso violento y confuso, mi modo general de ver; y puesta por delante mi alegría de hallar a tanta distancia un corazón vecino, le pediré perdón por no haber aprovechado el correo anterior para responder su carta, y por no comenzar con mi correspondencia hoy la serie definitiva de las mías para el periódico. Pero después de dos años de no ver a mi mujer e hijo, me han venido en estos mismos días, en medio de este crudísimo diciembre, a alegrar mi casita recién hecha, que es toda de usted. Y primero las ansias de aguardarlos, y los miedos de que no viniesen, y luego las faenas del establecimiento, y las enfermedades de aclimatación, me han quitado el sosiego de espíritu y claridad de mente necesarios para escribir con honradez y serenidad cosas que han de leer gentes sensatas. No lo achaque, por Dios, a informalidades de gentes letradas, que en esto no fui nunca, ni quiero yo ser, gente de letras. Sino a calor del espíritu, que me deja sin fuerzas para obras menores cuando me lo solicita y concentra toda obra mayor. Ahora mismo le escribo, sin papel apenas en que dejar caer estos renglones, y muy entrada ya la noche fría, fatigado de un día muy laborioso, de todo lo cual le pido excusa. Pero ya con buena parte de los míos a mi lado, y calmado el afán de verlos venir, me doy sin tardanza a mi nueva sabrosa tarea. Y cada mes, como ustedes bondadosamente me lo piden, comenzando por el próximo enero, y por el vapor directo, o el primero que en el mes salga, le enviaré en mi carta noticia, que procuraré hacer varia, honda y animada, de cuán importante por su carácter general, o especialmente interesante para su país, suceda en éste. Lo pintoresco aligerará lo grave; y lo literario alegrará lo político. Cuando hablo de literatura, no hablo de alardear de imaginación, ni de literatura mía, sino de dar cuenta fiel de los productos de la ajena. Aunque ya han muerto Emerson y Longfellow, y Whittier y Holmes están para morir. De prosistas, hay muchedumbre, pero ninguno hereda a Motley. Hay un joven novelista que se afrancesa, Henry James. Pero queda un grandísimo poeta rebelde y pujante, Walt Whitman, y apunta un crítico bueno, Clarence Stedman. Esta noticia se me ha salido de la pluma, como a un buen gustador se va derechamente, y como por instinto, una golosina.
Réstame solo, por ser contra mi voluntad, tiempo de poner punto a esta carta, darme los parabienes de haber hallado en mi camino a un caballero bueno de las letras, que de fijo lo es bueno en todas las cosas de la vida. Escribiré para La Nación fuera de todos los respetos y discreciones necesarias en quien sale al público —como si escribiera a mi propia familia—. No hay tormento mayor que escribir contra el alma, o sin ella. Por lo generosa —y bien sé cuán valiosa es la hospitalidad que en La Nación venerable me brinda—, tengo las manos llenas de gracias. La estimo vivamente, y haré por pagarla. Ojalá sienta usted en esta carta el cariño y efusión con que se la escribe su amigo y servidor afectuoso.
José Martí
1881
1. Carta de Nueva York
Mejoría de Garfield. Ansiedad pública. Periódicos y médicos. El presidente y el vicepresidente. Los dos rivales. Nuevo atentado de Guiteau. Complicidades misteriosas. El general Hancock. La candidatura de Tilden. Hartmann, su extradición, su carácter
Nueva York, 20 de agosto de 1881
Señor director de La Opinión Nacional:
Tal es el acontecimiento que absorbe aquí toda la atención, y tales pudieran ser las consecuencias que de él se derivasen, que ni la presencia del famoso nihilista Leo Hartmann en Nueva York, ni la energía con que el Partido democrático se prepara para las próximas elecciones, ni el movimiento anticipado del comercio de otoño que ha comenzado ya desde el verano, ni las peculiaridades curiosas de este pueblo en la terrible estación que atravesamos, son bastante a distraer los ánimos del capital asunto que les interesa, preocupa y alarma a todos: la vida del presidente, de ese hombre fuerte y cristiano, tan diestro para combatir a los envilecedores del sistema republicano, como valeroso para sufrir la cruenta tortura a que le expone su terrible herida. El tiempo que ha pasado desde que la recibió no ha hecho más que aumentar la simpatía que el noble enfermo inspira, «el enfermo de la nación» como lo llama el Herald. Es el saludo de todos, de ricos y de pobres, de potentados y de mendigos, de apasionados y desentendidos: ¿Cómo está el presidente? Pero son muy ambiguos los datos, que hora tras hora publica el cuerpo médico encargado de su cura, y sería en verdad tan grave toda aserción equivocada acerca del estado del enfermo, que se conciben sin esfuerzo la vaguedad y prudencia que envuelven estos ansiados boletines. Tres días hace, creyóse que moría; la ansiedad pública creció tan súbita y marcadamente, que bien se ve qué estrago haría en este pueblo la muerte de su hidalgo jefe. Pero recobró las fuerzas que parecían abandonarle por completo, desaparecieron los síntomas de infección purulenta de que se le creía amagado; cejó la tenaz fiebre que lo viene consumiendo, y hoy salió ya de labios del médico de cabecera esta frase consoladora: «¡Oh, va espléndidamente!». Ciertamente, es de esperar que, puesto que retiene mayor suma de alimento, desciende su fiebre, y desaparecen los síntomas de infección, salga al fin vencedor el resignado enfermo de los graves trances que siguen a su herida. Mas la bala aún no ha sido extraída, y continúa amenazando a todas luces, desde su aposento misterioso, algún órgano importante. Ni se extrañen estos detalles, ni parezcan minuciosos. Sábese aquí a cada minuto la menor alteración del pulso del presidente, que se repite de boca en boca, en el correr de las calles de acera a acera, en medio de los más arduos negocios, como una palabra de pésame, o de felicitación. Se sabe la menor frase que el herido murmura, el cambio más sencillo de su fisonomía, el lado de que está acostado, la clase de alimento que toma, por quién pregunta, a quién sonríe, quién está cerca de él. Cuatro o cinco columnas dedica diariamente el Herald a estos detalles, a recontar pláticas de la casa, a censurarlas, a acusar de error a los guardianes, a registrar los más agrios comentarios de los médicos; a informar en ediciones sueltas al país, del menor cambio que ofrezca la salud del presidente. ¡Cuánto plan! ¡Cuánta envidia de los doctores! ¡Cuánta extravagancia! Médico ha habido que afirma que Garfield ha tenido dos asesinos: el malvado que disparó contra él, y el médico que dirige la cura. Disgusta esta falta de respeto al gran dolor público y a sí propios. En tanto, una sonrisa de bondad ilumina perennemente el rostro demacrado del enfermo; su mano generosa estrecha con gratitud las de los que lo asisten; como que se quiere hacer perdonar el que hayan de ocuparse tanto de él; y cuando tiene fuerzas para hablar, dice palabras de amor o reconocimiento. ¿Quién enfrenaría la cólera de esta nación, quién ampararía de su ira y de la ceguedad de su dolor al vulgar asesino, si este hombre magnánimo muriese?
El asesino, en tanto, con los pies desnudos, nervioso y azorado, esperando confusamente en una salvación de que a poco desconfía, rumiando ideas siniestras, que se copian en el fulgor vago y visible de sus ojos, gira como una hiena en torno a las paredes de su calabozo, atrae la atención de sus celadores con movimientos inusitados, y cuando uno de éstos entra al fin en la celda a investigar la causa de aquella especial agitación, salta al cuello del empleado, esgrime contra él un trozo de acero, que se usa aquí dentro de la suela de los zapatos, afilado y cortante, echa al celador en tierra, procura arrebatarle su pistola, rueda con él por sobre el suelo contra los muros, contra la tarima, en un desesperado duelo a muerte, hasta que otros celadores que acuden al disparo casual de la pistola, caída en tierra en la lucha, salvan a su compañero amenazado de aquel ataque bárbaro y extraño. ¿Qué miedo de no salvarse puso espanto en el espíritu de este hombre? ¿Qué plan súbito de fuga concibió? ¿Imaginó acaso, cometiendo en un hombre ignorado un nuevo crimen, llegar a ser tenido por maníaco de homicidio? Solo responde con una frase vacía a las preguntas que se le hacen. «No he querido lastimar a nadie.» Sus guardianes le temen por la rapidez de su penetración, de que da constantes muestras. Ocúpase de su comodidad personal, y de pequeños deseos de comida y de bebida, con tranquilidad y minuciosidad repugnantes. He ahí una gran ambición injustificada, que ha llevado al crimen.
Mas ¿quién sabe cuántos empujan la mano que al fin cae sobre la víctima? ¿quién sabe qué misteriosos y grandes cómplices tendrá este hombre, de cuya complicidad ni él mismo sospecha? ¿Qué lazo singular ha venido a unir, a un mismo tiempo, el resultado de los insanos y desmesurados apetitos del asesino, y el interés de un partido político, que con la vida y actos de Garfield no tenía ya esperanza alguna de existencia? ¿Qué sutil veneno no se habrá tal vez vertido por hábiles manos en el espíritu de este criminal, conocido y servidor de todos aquellos en quienes caería irremediablemente la herencia del poder, si muere Garfield? A tales abismos desciende el interés humano, y había postrado en tierra la inusitada y brillante energía del nuevo presidente tantos intereses; había arremetido, con tan noble vehemencia, contra los que, en su provecho y el de su gloria, estaban en camino de deshonrar a su partido y a su patria; había levantado tan alta valla a ambiciones desmedidas, ilimitadas, criminales; había hecho saltar, como acero mal templado, planes e intrigas tan trascendentales y sombríos, que si el ánimo generoso se aflige de dar cabida a una sospecha injusta, las lecciones históricas, los intereses en lucha, y el carácter y momento del suceso la hacen surgir y la autorizan. En la sombra, y en posición desgarbada, a que lo reduce su reconocida y vehemente enemistad contra Garfield, espera el vicepresidente Arthur, y con él el soberbio, elocuente y hábil jefe del Partido republicano de Nueva York, Roscoe Conkling, la solución de este atentado, que ha de darles el poder que ansiaban, o alejarlos de él para siempre. De frente están aún los dos enemigos fieros que encabezan los dos grandes bandos republicanos —Blaine, el jefe del gabinete de Garfield, y su auxiliar impaciente y brioso—; y Conkling, el mantenedor infatigable de los proyectos grantistas, vastos e impenetrables, pero de seguro tan culpables como ignorados y tenebrosos. Blaine, en quien brilla luz de genio, quiere nación libre, tesoro puro, derecho asegurado; quiere la grandeza americana por las libertades que han hecho la fortuna de este pueblo, y la gloria de sus fundadores. Conkling, abogado altanero de un gobierno aristocrático y fuerte, no ofrece más programa definido que la reelección de Grant, ni manifiesta su actividad pasmosa, y sus especiales dotes políticas, sino en la desesperada defensa de su preponderancia en el Estado, y la del partido de su Estado en el partido que gobierna a la nación: todo esto, proyectos sombríos de Grant, ambiciones y altiveces de Conkling, colosales fortunas adscritas a ellas, vanidades y riquezas poderosas, habían venido, a tierra a los primeros embates de la limpia lanza que movían Garfield y Blaine. Y todo esto vuelve a flote, y Blaine, de este grupo tan odiado, muerde el polvo, si el presidente muere. Este es el gran combate.
Una cuestión grave, que han hecho tratar a la prensa, porque a ellos les impide el decoro tratarla, preocupa ahora a los conklinistas. Verdad es que por la especial situación de la política; por la enemistad pública del presidente y el vicepresidente; por el trastorno radical que causaría en el país, y por las sospechas de ambición irreverente que caerían sobre Arthur, éste no podría intentar el ejercicio del derecho que la constitución parece concederle, sin que se asemejase este acto a un atentado. Su sola tentativa cubriría de merecido descrédito al general Arthur, para quien se convierten en silenciosas censuras y desaprobaciones tácitas las simpatías que inspira el presidente. La cuestión, aunque grave, es simple. La constitución establece que cuando entre otros casos, el presidente esté en inhabilidad de ejercer las funciones de su cargo, debe entrar a reemplazarlo el vicepresidente. No hay ampliación: no hay atenuación: no hay interpretación posible: la frase es neta y seca. Y el presidente está en verdad en inhabilidad para ejercer las funciones de su cargo. Mas honor, y prudencia, y bien parecer prohíben al general Arthur solicitar la realización de un derecho que la constitución le concede, ni ocupar en vida de su enemigo el puesto que deja vacante un adversario, de cuya desgracia le viene a él tanto provecho. Pone la honra vallas que ningún código salva. He aquí la ley suprema, legislador de legisladores, y juez de jueces: la conciencia humana.
En tanto que así se batalla en el campo republicano, desbandado y lleno de iras, los demócratas se agrupan y reorganizan, y se escuchan de nuevo dos nombres a quienes la fama no escatima elogio; el del general Hancock, vencido por traiciones de los suyos, y por intereses de orden vil, en las últimas elecciones, y el del estadista Tilden, el anciano paciente, vencido en las elecciones anteriores por la astucia y deslealtad del Partido republicano, que dio la presidencia a Hayes. De Hancock se habla para celebrar un caballeresco rasgo suyo: en respeto a su vencedor, el general demócrata no ha asistido a ninguna de las diversiones públicas y privadas que el verano ofrece, y en tanto que el presidente que lo venció se debilita en el que puede ser su último lecho sobre la tierra, él no abandona el recinto austero de su casa de gobernador. De Tilden se habla para presentar su candidatura a la presidencia en las elecciones próximas, y volverlo por un nuevo voto, indudable e invencible, a la dignidad que le fue arrebatada. El sabio político cree oportuno el momento de la nueva campaña, mantiene que el Partido demócrata fue vencido en las elecciones de 1880 por haber dudado de la eficacia de su nombre, y sustituido con el de Hancock, y se muestra seguro del éxito de ellas. Reina animación desusada en las filas de los discípulos de Jefferson: parece, en suma, como que cansados de tanta política mezquina, corre un aire puro por las asambleas políticas de este país, señor en apariencia de todos los pueblos de la tierra, y en realidad esclavo de todas las pasiones de orden bajo que perturban y pervierten a los demás pueblos. Y es ésta la nación única que tiene el deber absoluto de ser grande. En buena hora que los pueblos que heredamos tormentas, vivamos en ellas. Este pueblo heredó calma y grandeza: en ellas ha de vivir.
Un hombre pequeño y delgado, de bigote y perilla castaños, de grandes ojos azules, astuto y móvil, precavido y parlero, inquieta hoy a Nueva York. Ese es Leo Hartmann, el nihilista acusado de tentativa de asesinato contra el zar, tentativa inútil, que causó la muerte de numerosos seres infelices. Jovialidad, serenidad, actividad y desembarazo distinguen al nihilista. Su caso apasiona a los americanos, como apasionó a franceses y a ingleses. No bien llegó, surgió la cuestión que en Inglaterra y Francia había surgido: la de su entrega a Rusia, en el caso de que Rusia, amiga de los Estados, Unidos, solicitara aquí como solicitó allá, su extradición. Los abogados le dieron respuesta favorable, mas como el vicesecretario de Estado indicó confidencialmente que sería entregado, Hartmann se refugió en el Canadá. La opinión, en tanto, se esclareció en la prensa: Wendell Phillips, el gran orador humanitario, rechazó con indignación, como Víctor Hugo en Francia, la idea de la entrega. La prensa americana ha decidido que sería una ignominia para la nación la entrega de un refugiado que si es un criminal, es un criminal político. Cítanse a esto grandes autoridades de derecho; y Hartmann tranquilo y alegre vuelve del Canadá, prepara la publicación de su libro sobre Rusia, habla en ruso a los reporteros que le hablan en inglés; se señalan sus respuestas por su habilidad en esquivar las preguntas importunas, mas en vano se buscarían en las minuciosas denuncias de espías rusos, y cartas referentes a su caso que dirige a los periódicos, un concepto grandioso, un pensamiento desusado, una consagración apostólica, una fe sobrehumana, una idea alada. Es una naturaleza de combate, inquieta y persistente: es un roedor y un derribador. Su fe política no exculpa su crimen frío e innoble: vale más continuar en indeterminada esclavitud, que deber la libertad a un crimen. Curiosidad inspira: no afecto público. Es un caso, una novedad, un escándalo, una atracción. Pero, cualesquiera que sean las simpatías que la causa del pueblo infortunado de Rusia inspire a los corazones generosos, hay un vacío, un irreparable vacío entre este hombre y los hombres.
Uniendo mi plegaria cariñosa a la ferviente oración que por la vida de su abnegado enfermo alza al cielo este pueblo, conmovido, suspendo aquí esta carta por no enojar a usted con ella, y saludo a usted afectuosamente.
M. de Z.
Últimas noticias (a la salida del Claudius).
Agosto 20
El presidente continúa mejor. Retiene más alimento. No progresa la inflamación de la parótida, que se creyó síntoma de piohemia. El patriarca de Armenia le ha dirigido desde Constantinopla una tierna felicitación. La reina Victoria telegrafía frecuentemente a la esposa de Garfield.
M. de Z.
La Opinión Nacional. Caracas, 5 de septiembre de 1881
2. Noticias de los Estados Unidos. Nueva York, 3, de septiembre de 1881
Señor director de La Opinión Nacional:
Aún vive el esforzado presidente de la América del Norte, el cristiano enfermo, el reformador atrevido, el venerado jefe de la sección honrada del Partido republicano. Ni un instante han cesado el interés público, las plegarias religiosas, las alabanzas unánimes a la fortaleza heroica del enfermo, los testimonios de adhesión de cortes y repúblicas, y las múltiples y cariñosas formas con que este pueblo expresa su ansiedad. Ni un instante han cesado la publicación de boletines extraordinarios, las muchedumbres agitadas frente a las estaciones de telégrafos, el gentío que se reúne de noche en los hoteles en busca de noticias, y el gemido de alarma y la sonrisa de alegría con que este pueblo, indiferente para otras cosas muy nobles, despierta al fin, para premiar con un afecto vehemente y candoroso el martirio de uno de sus mejores servidores.
Las fluctuaciones entre la esperanza y el desaliento mantienen viva la curiosidad que hubiera podido de otra manera fatigarse. En medio de las funciones de teatros, se leen en alta voz, todas las noches telegramas dirigidos a un empresario vestido de correo del zar de Rusia, o teñido de negro y vestido de harapos como los antiguos esclavos del Sur, por algún coronel amigo o senador bien informado que da cuenta de la situación del presidente. Excelentes retratos de Garfield, a mínimos precios, andan en todas las manos. Noches pasadas en una fiesta de fuegos artificiales, imponente y grandiosa como una fiesta de circo romano, en Coney Island, a una figura representando un elefante vivo, con trompa, piernas y cola en movimiento, lo cual arrancaba exclamaciones de supremo goce al gentío inmenso, sucedió un hermosísimo cuadro coronado por los genios de la fama, en que brillaban de un lado, en colosales líneas de luz, el retrato del caudillo moribundo y del otro el de la noble reina de Inglaterra que hora tras hora envía mensajes ferventísimos a la santa señora que sonríe y vela a la cabecera del enfermo.
¡Ah! no es esa mujer, abnegada y amante, como esas abominables figurillas que a modo de maniquíes escapados de los aparadores de las tiendas, deslumbran por estas calles ricas a extranjeros incautos y a jóvenes voraces; no es esta mujer como esas criaturas frívolas y huecas, vivas solo para la desenfrenada satisfacción de los sentidos, que afligen y espantan el espíritu sereno con su vulgar y culpable concepto de los objetos más nobles de la vida: es una compañera excelentísima apegada a su sufriente compañero, como las raíces a la tierra, y que sobre su lecho de muerte, lo enlaza y lo calienta, como esas yedras, amorosas y emparrados verdes que oscurecen la entrada de los cementerios de Greenwood.
La sola virtud de la noble señora ha dado origen a uno que pudiera llamarse renacimiento de pensamientos puros, y en realidad, a una gala justa de orgullo nacional: bastan para honra de un pueblo prendas tales. No hay periódico que no celebre, con palabras trémulas y agradecidas, la ingenua e inagotable solicitud, la suave y apasionada delicadeza, la enérgica y fortalecedora resignación de esta ejemplar esposa. No es mucho decir que como Washington y Lafayette y Lincoln, el casto matrimonio de Ohio tendrá, de hoy más, sus retratos colgados en las paredes de todos los hogares, y su memoria conservada en todos los corazones norteamericanos.
Mas no solo vive aún el presidente: he aquí el último telegrama que media hora antes de zarpar el vapor Caracas leo en el Herald:
«A Lowell, ministro en Londres.
El presidente ha tenido un día muy satisfactorio y en el juicio de sus médicos todos sus síntomas eran favorables anoche. Considerando el día en conjunto ha tenido menos fiebre y mejor apetito que en muchos días pasados. Blaine, secretario.»
El pulso en el herido que llegó a alcanzar 140 grados, mantiénese hoy entre 90 y 100: toma con moderación y deleite los alimentos que le ofrece su tierna compañera, que fue tan enérgica en los días fatales y lúgubres de la última semana y animó de tal modo al enfermo y riñó tan cariñosamente a los desconsolados médicos y, sacó de su amor tales esfuerzos de vida, que parece como que desde aquel día, rasgó con su mano y guarda en ella los crespones de muerte que enlutaban la alcoba de su esposo. En tan buena condición le juzgan los médicos ahora, que ya se trata de transportarle a Québec, ciudad celebrada por la pureza de su aire y de sus aguas y la extraña fortaleza que allí ofrecen a las naturalezas desmayadas los sanos y frondosos alrededores. Allá van, a las alturas del viejo Itacona, a recobrar su fuerza perdida los inválidos del Sur, y allá iban en los tiempos agitados de la guerra civil los heridos graves y los enfermos macilentos del ejército federal. Allá se proyecta llevar al presidente en este instante, y ya los médicos inspeccionan cuidadosamente el vapor Tallapoosa, que con la máquina encendida y las velas dispuestas aguarda a su venerando pasajero.
No exagero si digo que con el deseo de enviar a usted las últimas noticias, estoy escribiendo esta correspondencia en la escalera del vapor. ¿Qué hará ahora el gobierno en tanto que el presidente se recobra? Llamará sin duda al vicepresidente Arthur que alejado de Washington porque la nación que le ha visto hostil a Garfield, no podría suponer sinceros sus cuidados, espera en Nueva York a que el presidente o sus ministros le señalen el instante en que ha de comenzar a autorizar con su firma las decisiones del Poder ejecutivo. Mas esta sustitución temporal y meramente de fórmula no alterará la briosa política original y salvadora que ocasionó la tentativa de asesinato del presidente. Los hombres honrados serán mantenidos en sus puestos y los dilapidadores expulsados de ellos. La política volverá a ser el arte de conservar en paz y grandeza a la patria, mas no el vil arte de elaborar una fortuna a sus expensas.
De la presencia de un nihilista ruso, distinción que es preciso hacer porque en todas partes va habiendo nihilistas, hablé a usted en mi carta anterior, y lo cierto es que en este fatigante y denso verano en que la vida parece como que huye espantada a refugiarse en las orillas de la mar y en los rincones de los bosques, todo parece como aletargado y en suspenso, y fuera del interés que inspira el restablecimiento del presidente, su fortaleza de ánimo y el vigor mental y moral de su esposa, apenas hay noticia que interese, de no ser las querellas de los partidos interiores, las palabras ásperas y condenatorias que en algún periódico se leen sobre Grant, el lujo de fuerza pecuniaria que este país despliega en sus relaciones industriales