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Escenas latinoamericanas
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Escenas latinoamericanas
Libro electrónico570 páginas8 horas

Escenas latinoamericanas

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Información de este libro electrónico

Most of this text concerns relations between the United States and Latin America in the era of Congress, convened to establish a single currency for the entire continent. The author reveals various aspects of the root problem, that being the difficult relationship between a thriving and expanding America and another America trapped by a lack of industry. He asks for the press not to be naive in regards to what they print. Throughout the piece he demonstrates his own bias.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2014
ISBN9788498978759
Escenas latinoamericanas

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    Vista previa del libro

    Escenas latinoamericanas - José Martí y Pérez

    Créditos

    Título original: Escenas latinoamericanas.

    © 2015, Red ediciones S.L.

    e-mail: info@red-ediciones.com

    Diseño de cubierta: Mario Eskenazi

    ISBN rústica: 978-84-96290-27-3.

    ISBN ebook: 978-84-9897-875-9.

    ISBN cartoné: 978-84-9953-656-9.

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

    El diseño de este libro se inspira en Die neue Typographie, de Jan Tschichold, que ha marcado un hito en la edición moderna.

    Sumario

    Créditos 4

    Presentación 15

    La vida 15

    Las escenas 15

    Nuestra América 17

    Respeto a nuestra América 25

    Mente latina 26

    Las guerras civiles en Sudamérica 28

    El Congreso de Washington 29

    El Congreso de Washington. La excursión en el tren palacio. Batalla preliminar. Actitud de los delegados argentinos. Blaine, presidente. Bastidores y detalles de la elección. La sesión inaugural. Las comidas oficiales. El tren palacio 37

    Congreso internacional de Washington. Su historia, sus elementos y sus tendencias 42

    La conferencia americana. Sucesos varios. Noticias de América. La Argentina en la conferencia. Reconocimiento del Brasil. Crónica de la conferencia 51

    La política internacional de los Estados Unidos. El centenario de la Suprema Corte. La Conferencia Americana. Plan de arbitraje del doctor Sáenz Peña 58

    El ferrocarril interamericano y la conferencia panamericana 61

    La conferencia de Washington. La América Latina en la conferencia. El arbitraje y los tratados de comercio. El discurso del doctor Sáenz Peña sobre el Zollverein 64

    La conferencia de Washington. El Proyecto de Arbitraje. La Argentina abre el debate. Actitud de Chile. Discurso dramático de Blaine. Quintana y Blaine. La Argentina protesta. El Tratado y sus firmas 70

    Congreso de Washington. La última sesión. El doctor Quintana contra la conquista. Sucesos imprevistos y dramáticos. Los Estados Unidos y Chile 87

    Los delegados argentinos en Nueva York. El paseo por el Sur. La opinión y los delegados. Obsequios a los delegados argentinos. Banquete de Vanderbilt al doctor Sáenz Peña 92

    Los asuntos hispanoamericanos en Washington. El Ferrocarril Internacional. Política interior y exterior. Blaine y los Tratados de Reciprocidad 98

    Cartas a Gonzalo de Quesada 103

    Cartas a Gonzalo de Quesada 104

    Cartas a Gonzalo de Quesada 106

    Cartas a Gonzalo de Quesada 108

    Cartas a Gonzalo de Quesada 109

    Cartas a Gonzalo de Quesada 109

    Cartas a Gonzalo de Quesada 112

    Cartas a Gonzalo de Quesada 113

    Cartas a Gonzalo de Quesada 114

    Discurso. Pronunciado en la velada artístico-literaria de la Sociedad literaria hispanoamericana, el 19 de diciembre de 1889, a la que asistieron los delegados a la Conferencia Internacional Americana 114

    Informe. Presentado el 30 de marzo de 1891, por el señor José Martí, delegado por el Uruguay, por encargo de la Comisión nombrada para estudiar las proposiciones de los delegados de los Estados Unidos de Norteamérica, en la Comisión Monetaria Internacional Americana, celebrada en Washington 123

    La conferencia monetaria de las repúblicas de América 129

    Carta a James G. Blaine 140

    Carta a James G. Blaine 141

    A Su Excelencia el señor secretario del Departamento de Estado James G. Blaine. Washington 141

    Consulado General de la República Oriental del Uruguay 141

    Traducción: To the Honorable William F. Wharton. Assistant Secretary of the Department of State 143

    Gonzalo 144

    Gonzalo 147

    A Su Excelencia el señor ministro de Relaciones Exteriores de la República Oriental del Uruguay, doctor don Manuel Herrero y Espinosa 148

    A Su Excelencia el señor ministro de Relaciones Exteriores de la República Oriental del Uruguay, doctor don Manuel Herrero y Espinosa 149

    5 de mayo. Estudiantes. Memoria rara. Fiestas de Tlalpan 151

    El Liceo Hidalgo. Monumento. Vuelta a las es cuelas. Empresa patriótica. Teatro mexicano 153

    Monumento a Hidalgo. El C. Francisco Rodríguez. Colegio de las vizcaínas. El Congreso y la corte 156

    La Cámara. La discusión de presupuestos. Restos de los héroes. El señor Urquidi. Proyecto de colonización 158

    El Congreso erigido en jurado. La acusación del presidente. La conducta de la comisión. Apertura de las clases orales en el colegio de abogados. White en México. Concierto del domingo 161

    Colegio de abogados. El señor Lerdo. El señor Martínez de la Torre. El señor Méndez. Justo Sierra. Delgado. Ituarte 164

    Oposición informe. Su conducta errada. El discurso del señor Gómez del Palacio. Consejo no oposición 168

    Apatzingán y Paracho. Gavillas e instigadores. Periódicos católicos. Avergüenza verse defendido por bandidos 171

    Asuntos para boletín. Espectáculo dramático. Aumento de inteligencia. La fiesta de White. El público del conservatorio. Los temores del Monitor. Acontecimiento bufo 173

    Cosas de teatro: Consideraciones generales. La patria viva sucede a la doctrina muerta. Teatro mexicano. Literatura propia 176

    Beneficio de los sombrereros en huelga. Función en el Teatro Nacional. Ausencia de los obreros. La huelga inaugura el ejercicio de un derecho. Ayuda y protección 179

    Nada nuevo. Rumor falso. Camino de la oposición. Administración actual. Junta en casa del señor Sánchez Solís. Artes nacionales 182

    Clases orales. Ciencia y derecho. Lecturas. Discursos hablados. La forma accidentada excita la atención 185

    Escasez de noticias. Juvenal y Nathaniel. Rafael Arias. La Iberia y el Colegio de abogados 188

    Oposición actual. La palabra, la Cámara y la prensa. No usó los caminos de que disponía. Prensa oposicionista 193

    Las elecciones del domingo. La oposición no fue a votar. Casillas tristes y alameda animada. Crítico novel. Honrado artículo 197

    Rumores falsos. Intereses de los conservadores. Movimiento de Chiapas. El general Díaz. El opúsculo del señor Barcena. Ciencia prehistórica 201

    Elecciones. Fuerza federal. El Colegio de San Gregorio. El Colegio de abogados. La alameda y la lluvia. La bandera de catedral 205

    Elecciones. Jalisco y Monterrey. Deberes de la prensa. Conflicto grave en Nuevo León 210

    Función de los meseros. Transformación de los artesanos: Población indígena 212

    Escasez de noticias electorales. Diputados noveles. Comercio e industria. Inteligencia de creación y de aplicación. Teófilo Gautier 215

    Meseros. Entrantes y salientes. Operarios de la revista. Falsos rumores. Espíritu de corporación. Derechos y faltas 219

    Familias y pueblos. Cuestiones graves. Justicia y lisonja 223

    Los sucesos de Toluca. El artículo 50 la relación del Heraldo. El telegrama del 21. Concesiones funestas 225

    Escasez de trabajo. Raza indígena. Hay mal accidental y esencial. La prisión de Cortina. Porvenir de México 230

    La Sociedad de historia natural. Fiesta solemne. La memoria de Barcena. El señor Jiménez. La planta de quina 232

    El proyecto de Guasp. Teatro y literatura. Medio de aplicación. Teatro mexicano 237

    La República de Guanajuato. Gobernador y creyente. La función del teatro nacional 240

    La Magdalena. San Ángel. Padierna. Las fábricas. La escuela. Las palabras de Lerdo. La cañada 242

    La ley de la veneración. La juventud descuidada. El liceo Hidalgo. Prieto y Ramírez 248

    Graves cuestiones. Indiferencia culpable. Agricultura, industria, comercio y minería. Economía propia 252

    Francisco de Paula Vigil. El cristiano y la curia. José de la Luz y Caballero 256

    El libro de Lescano. Sentimiento y forma. Rudezas y ternuras. Recuerdos de Horacio. Romances buenos 259

    El ayuntamiento. Sus deberes especiales. Los barrios pobres. Buenavista 263

    El proyecto de Guasp. Literatura dramática, filosofía y literatura. Derechos de los traductores 266

    Los indios. La lonja. Los dos franceses. Los traductores. Boletín del Eco. Juan de Dios Rodríguez 269

    El artículo de Gostkowski. La juventud buena y la torpe. Páginas de filosofía 272

    La polémica económica. A conflictos propios, soluciones propias. La cuestión de los rebozos. Cuestiones que encierra 276

    México, antaño y hogaño. Libertad para el fundamento; trabajo para la conservación. Juventud activa. Algunos jóvenes 279

    El ferrocarril de León. El contrato terminado. Querétaro, San Juan del Río y León 281

    El proletario de Castillo Velasco. El papel barato. La utilidad del sistema prohibitivo. Las cuestiones graves no se resuelven con teorías preconcebidas. La conciliación es garantía 283

    Progreso de Córdoba. Agricultura, industria y comercio 286

    El proyecto de instrucción pública. Los artículos de la fe. La enseñanza obligatoria 289

    La escuela de sordomudos. Los exámenes. El niño Labastida. Ponciano Arriaga. Buen profesor 291

    Alea Jacta Est 294

    Extranjero 295

    La poesía. A Heriberto Rodríguez 298

    Manuel Acuña 300

    Versos de Pedro Castera 303

    Luis Victoriano Betancourt 307

    Felipe Gutiérrez 308

    El pintor Carbó 309

    Una visita a la exposición de bellas artes 311

    Una visita a la exposición de bellas artes II 316

    Una visita a la exposición de bellas artes III 320

    Una visita a la exposición de bellas artes IV 323

    La Academia de San Carlos 330

    Francisco Dumaine 331

    Eloísa Agüero de Ossorio 333

    Pilar Belaval 337

    Hasta el cielo. Por José Peón Contreras 339

    La hija del rey. Por José Peón Contreras 344

    Luchas de honra y amor. De José Peón Contreras 350

    Juan de Villalpando. De José Peón Contreras 354

    Impulsos del corazón. Drama de Peón Contreras 361

    Los Maurel 364

    La cadena de hierro. Drama de Agustín Cuenca 369

    El tratado comercial entre los Estados Unidos y México 374

    Libros a la carta 381

    Presentación

    La vida

    José Martí (La Habana, 1853-Dos Ríos, 1898). Cuba.

    Era hijo de Mariano Martí Navarro, valenciano, y Leonor Pérez Cabrera, de Santa Cruz de Tenerife.

    Martí empezó su formación en el Colegio de San Anacleto, y luego estudió en la Escuela Municipal de Varones. En 1868 empezó a colaborar en un periódico independentista, lo que provocó su ingreso en prisión y más tarde su destierro a España. Vivió en Madrid y en 1871 publicó El presidio político en Cuba, su primer libro en prosa.

    En 1873 se fue a Zaragoza y se licenció en derecho, y en filosofía y letras. Al año siguiente viajó a París, donde conoció a personajes como Víctor Hugo y Augusto Bacquerie.

    Tras su estancia en Europa vivió dos años en México. Por esa época se casó con Carmen Zayas Bazán, aunque estaba enamorado de María García Granados, fuente de inspiración de sus poemas.

    En 1878 regresó a La Habana y tuvo un hijo con Carmen. Un año después fue deportado otra vez a España (1879) y hacia 1880 vivió en Nueva York y organizó la Guerra de independencia de su país, siendo cónsul de Argentina, Uruguay y Paraguay en esa ciudad.

    Las escenas

    Este libro contiene principalmente textos sobre las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamerica en la época del Congreso de Washington, convocado para intentar establecer una moneda única para todo el continente. Las crónicas de Martí acerca de este acontecimiento revelan las diferentes aristas de un mismo problema, el de las difíciles relaciones entre una América pujante y expansiva y otra atrapada por la carencia de industria nacional. Interesa también la agudeza martiana a la hora de desentrañar los entresijos de este proyecto grandioso y frustrado.

    Martí cita a la prensa de su tiempo y comenta quiénes son los propietarios de esos periódicos, qué tendencia política siguen y cómo para conseguir esa moneda única es preciso no incurrir en ingenuidades. Por otra parte, cabe añadir que para Martí las relaciones entre las dos Américas pasaban también por un vínculo equilibrado y estrecho con Europa, otro de los mercados de referencia para el continente.

    La segunda parte de las Escenas latinoamericanas comprende artículos de juventud en que Martí relata vida social del continente y en específico de México.

    Nuestra América

    Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo en la cabeza, sino con las armas en la almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.

    No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.

    A los sietemesinos solo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos «increíbles» del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!

    Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyès no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.

    Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras esta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

    En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se administra en acuerdos con las necesidades patentes del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.

    Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, venimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan en México la república, en hombros de los indios. Un canónigo español, a la sombra de su capa, instruye la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centroamérica contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que habían izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota y potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.

    Con los oprimidos había que hacer una causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros —de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen—, por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.

    Pero «estos países se salvarán», como anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide «a que le hagan emperador al rubio». Estos países se salvarán porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.

    Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza, coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego de triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa e inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. «¿Cómo somos?» se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura del sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república. El tigre de adentro se echa por al hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando, por las venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.

    De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una pompa de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y solo aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del Norte, o en que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia ostentosa o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada solo con sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.

    No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!

    Publicado por primera vez en:

    La Revista Ilustrada de Nueva York, 10 de enero de 1891.

    Respeto a nuestra América

    Nótase, con gozo, por cuantos estudian la prensa norteamericana, el creciente respeto que, solo con haber empezado a revelar su intención de vivir en acuerdo con las grandezas del tiempo, consiguen ya inspirar a este pueblo los hechos y tamaños de países que, acaso, no le servían ha poco más que para ocasión de mostrar desdenes y burlas.

    Ya no se halla muy frecuentemente en los diarios aquella alusión impertinente, y solo en apariencia merecida, a nuestros cambios súbitos de gobierno y guerras, que era antes lugar común de todo artículo sobre nuestros países; sino noticias de contratos, entusiastas relaciones de nuestras riquezas, tributos de respeto a nuestros hacendistas y estadistas, y un tono general y afectuoso, mezclado aún de sorpresa y descreimiento. No bien desocupada apenas la América Latina de las contiendas que libran en su seno el espíritu joven y el antiguo, ya porque aquél entienda que vale más esperar a que el Sol nuevo funda y pulverice las venenosas ruinas, que gastar las fuerzas neciamente en lo que, al cabo, ha de hacer el Sol, ya que cedan los enconados hombres de antaño, amigos de casas solariegas y privilegios patriarcales, al noble decoro y generosa influencia que trae consigo el ejercicio reposado de la libertad, se ve adelantar, como cortejo de gente joven que saliese adolorida y sonriente de enfermedad grave, al séquito de pueblos que nacieron armados del pomo de la espada de Bolívar.

    Vense en todos ellos señales comunes. Es una de ellas el espontáneo reconocimiento de los méritos sólidos y silenciosos de los hombres de la paz, empresarios osados, hacendados innovadores, creadores de ferrocarriles, ajustadores de tratados, movedores de fuerzas, constructores, creadores. Los hombres de armas van a menos, y los de agricultura, comercio y hacienda, a más. En tierras donde antes no esperaban los brillantes y desocupados mozos sino matrimonio rico o revolución vencedora que los pusiera, como a estatua sobre pedestal, sobre la vida, ahora se ve a los mozos ideando empresas, sirviendo comercios, zurciendo cambios, abogando por intereses de vías férreas, trabajando, contentos y orgullosos, por campos y por minas. Los que antes pesaban sobre su país, dormidos sobre él, ahora llevan a su país en sus hombros.

    No hubiera más que esta razón, que con júbilo notamos a una en casi todas nuestras tierras, y ya serían dignas del creciente respeto de que hoy tomamos nota. Y esto es justo. Lo que acontece en la América española no puede verse como un hecho aislado, sino como una enérgica, madura y casi simultánea decisión de entrar de una vez con brío en este magnífico concierto de pueblos triunfantes y trabajadores, en que empieza a parecer menos velado el Cielo y viles los ociosos. Se está en un alba, y como en los umbrales de una vida luminosa. Se esparce tal claridad por sobre la Tierra, que parece que van todos los hombres coronados de astros.

    Y astros los coronan: la estima de sí propios, el dominio de su razón, el goce de sus derechos, el conocimiento de la tierra de que viven. Ciencia y libertad son llaves maestras que han abierto las puertas por donde entran los hombres a torrentes, enamorados del mundo venidero. Diríase que al venir a tierra tantas coronas de cabezas de reyes, las cogieron los hombres en sus manos y se han ceñido a las sienes sus fragmentos.

    La América, Nueva York, agosto de 1883

    Mente latina

    Entre los muchos libros que han venido a favorecer en lo que va de mes La América, uno hay que regocija, y no es más que el catálogo de un colegio. No nos place el catálogo porque nos dé asunto para huecas y fáciles celebraciones a las conquistas nuevas, que con trabajos arduos se celebran mejor que con palabras sin meollo, que de puro repetidas van quitando ya prestigio y energía a las ideas que envuelven; sino porque en las páginas del pequeño libro resalta gloriosa, en una prueba humilde y elocuente, la inteligencia latina.

    No nos dio la Naturaleza en vano las palmas para nuestros bosques, y Amazonas y Orinocos para regar nuestras comarcas; de estos ríos la abundancia, y de aquellos palmares la eminencia, tiene la mente hispanoamericana, por lo que conserva el indio, cuerda; por lo que le viene de la tierra, fastuosa y volcánica; por lo que de árabe le trajo el español, perezosa y artística. ¡Oh! El día en que empiece a brillar, brillará cerca del Sol; el día en que demos por finada nuestra actual existencia de aldea. Academias de indios; expediciones de cultivadores a los países agrícolas; viajes periódicos y constantes con propósitos serios a las tierras más adelantadas; ímpetu y ciencia en las siembras; oportuna presentación de nuestros frutos a los pueblos extranjeros; copiosa red de vías de conducción dentro de cada país, y de cada país a otros; absoluta e indispensable consagración del respeto al pensamiento ajeno; he ahí lo que ya viene, aunque en algunas tierras solo se ve de lejos; he ahí puesto ya en forma el espíritu nuevo.

    Bríos no nos faltan. Véase el catálogo del colegio. Es un colegio norteamericano, donde apenas una sexta parte de los educandos es de raza española. Pero en premios no: allí la parte crece, y si por cada alumno hispanoparlante hay seis que hablan inglés, por cada seis americanos del Norte premiados hay otros seis americanos del Sur.

    En esa mera lista de clases y nombres, por la que el ojo vulgar pasa con descuido, La América dilata sus miradas. En esta inmensa suma de analogías que componen el sistema universal, en cada hecho pequeño está un resumen, ya futuro o pasado; un hecho grande.

    ¿No ha de ponernos alegres ver que donde entra a lidiar un niño de nuestras tierras, pobre de carnes y de sangre acuosa, contra carnudos y sanguíneos rivales, vence?

    En este colegio de que hablamos, apenas van los alumnos de raza española a más clases que a las de las elementales y a las de comercio. Pues en el elenco de las clases de comercio, de cada tres alumnos favorecidos dos son de nuestras tierras. El mejor tenedor de libros es un Vicente de la Hoz. El que más supo de leyes comerciales es un Esteban Viña. El que acaparó todos los premios de su clase, sin dejar migaja para los formidables yanquizuelos, es un Luciano Malabet; ¡y los tres premios de composición en inglés no son para un Smith, un O’Brien y un Sullivan, sino para un Guzmán, un Arellano y un Villa!

    ¡Oh! ¡si a estas inteligencias nuestras se las pusiese a nivel de su tiempo; si no se las educase para golillas y doctos de birrete de los tiempos de audiencias y gobernadores; si no se les dejase, en su anhelo de saber, nutrirse de vaga y galvánica literatura de pueblos extranjeros medio muertos; si se hiciese el consorcio venturoso de la inteligencia que ha de aplicarse a un país y el país a que ha de aplicarse; si se preparase a los sudamericanos, no para vivir en Francia, cuando no son franceses, ni en los Estados Unidos, que es la más fecunda de estas modas malas, cuando no son norteamericanos, ni en los tiempos coloniales, cuando están viviendo ya fuera de la colonia, en competencia con pueblos activos, creadores, vivos, libres, sino para vivir en la América del Sur!... Mata a su hijo en la América del Sur el que le da mera educación universitaria.

    Se abren campañas por la libertad política debieran abrirse con mayor vigor por la libertad espiritual; por la acomodación del hombre a la tierra en que ha de vivir.

    La América, Nueva York, noviembre de 1884

    Las guerras civiles en Sudamérica

    De nuestra América se sabe menos de lo que urge saber, aun por aquellos que fungen de opinadores en las cosas públicas y celebran a los Estados Unidos con tanta pasión cono la que ponen en denigrar a los demás pueblos de América, sin conocer de éstos ni aquéllos más que la engañosa superficie. Ignórase, generalmente, que ya hay en nuestra América pueblos que, en relación a su área útil y a sus habitantes, rinden tanto fruto al comercio humano como los Estados Unidos, y pagan más por la instrucción pública que ellos; que, en relación estricta a sus diversos antecedentes, los países de nuestra América ascienden a la libertad segura y generosa en la misma proporción en que los Estados Unidos descienden de ella; que las revueltas, siempre exageradas por censores ignorantes, de los pueblos hispanoamericanos, son el procedimiento forzoso de ajuste, igual en el mismo grado de desarrollo de todos los pueblos del orbe, entre las comarcas aisladas y rivales de las repúblicas nacientes y las reformas decisivas a que se opone, primero, la teocracia arraigada en las masas indias y el núcleo soberbio de la clase principal, y luego la vehemencia de los reformadores, inevitable ante la resistencia astuta y sorda, y el hábito, fatalmente nacido en los vaivenes de la lucha, de proveer a la vida con los frutos del gobierno. De nuestra sociología se sabe poco, y de esas leyes, tan precisas como esta otra: los pueblos de América son más libres y prósperos a medida que más se apartan de los Estados Unidos. Sobre el punto principal de las guerras civiles de nuestra América publicó un artículo, ya muy celebrado, en la North American Review, de Nueva York, el ministro de la República Argentina en Washington, el señor Estanislao Zeballos, y Patria traduce, con su idea y su fin, el trabajo, categórico y altivo, como los hijos de aquel país robusto, de un americano que, como Zeballos, une a la épica sencillez con que ha escrito la trilogía india de Painé el desembarazado poder de análisis y clarividencia de estadista que distinguen en su patria a los hombres de la magnífica generación de que es él tipo brillante y acabado.

    Patria, Nueva York, 22 de septiembre de 1894

    El Congreso de Washington

    Llegada de los delegados argentinos. Preliminares. Notas e insinuaciones. Los miembros del Congreso. Banquete a los delegados argentinos y uruguayos

    Nueva York, 28 de septiembre de 1889

    Señor director de La Nación:

    Estos días han sido de recepciones y visitas para los hispanoamericanos. Unos venían de Europa a presentar sus credenciales al Congreso que llaman aquí de Panamérica, aunque ya no será de toda, porque Haití, como que el gobierno de Washington exige que le den en dominio la península estratégica de San Nicolás, no muestra deseos de enviar sus negros elocuentes a la conferencia de naciones; ni Santo Domingo ha aceptado el convite, porque dice que no puede venir a sentarse a la mesa de los que le piden a mano armada su bahía de Samaná, y en castigo de su resistencia le imponen derechos subidos a la caoba.

    Del Paraguay nadie ha llegado, aunque se publicó que venía con poderes de él Alberto Nin, el caballero juicioso que mandan de Montevideo. En los hoteles hay va y viene, y muchos cumplidos a la hora de pasar por las puertas, que es cosa que denuncia por estos pueblos la gente castellana. En el teatro del Casino,

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