223 Corre Cuando Diga Ya - Hillary Waugh
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Hillary Waugh
ePub r2.0
Titivillus 03.11.15
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Título original: Run When I Say Go
Hillary Waugh, 1971
Traducción: Nélida Corvalán de Machain
Selecciones del Séptimo Círculo n.º 223
Portada de José Bonomi, retocada por Piolin
Selecciones del Séptimo Círculo n.º 32
Portada de Alianza-Emecé, retocada por Orhi
Colección creada por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares
Dirigida por Carlos V. Frías
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A Sandy
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SÁBADO 13,30 - 15.00 HORAS
PETER CONGDON descendió de un salto los escalones del polvoriento vagón rojizo del
Pennsylvania Railroad y echó a andar por la plataforma, con paso largo y elástico,
dejando atrás los grupos de pasajeros. Cruzó el hall, ajustándose el abrigo para
defenderse de las gélidas corrientes de aire del mes de noviembre, esquivó una
vagoneta de correspondencia y atravesó las puertas que conducían a la casi desierta
vastedad del salón central de la Washington Union Station.
Eran las trece y treinta del sábado, y sólo había allí un puñado de gente; la
mayoría eran empleados que ordenaban las sillas de la sala de espera. Peter miró a su
alrededor sin detenerse, pasó junto al stand en el que se exhibía un Dodge amarillo
modelo 1968, y siguió avanzando hacia el ángulo en que se encontraban las taquillas.
Dejó su maletín en uno de los casilleros del depósito de equipaje y se sentó ante el
mostrador de uno de los bares vecinos, en donde pidió una hamburguesa y un milk-
shake.
Cualquier observador lo habría tomado por uno de tantos tipos jóvenes y bien
parecidos que se detenían allí a tomar algún tentempié. Un hombre impecablemente
vestido, con su traje gris pizarra, su sobretodo de tweed oscuro y un sobrio sombrero
de ala estrecha. En Nueva York habría pasado por un banquero, algún ejecutivo de la
Morgan Guaranty. En Washington, D.C., parecía un funcionario, quizá el fiscal de
alguna subcomisión del Congreso.
En realidad Peter Congdon estaba empleado en la Agencia de Detectives Brandt,
de Filadelfia, una organización mundial, cuyo director, Charles F. Brandt, exigía a sus
empleados —entre otras cosas— que se vistieran como banqueros neoyorquinos o
como abogados de un subcomité gubernamental. Puede que la apariencia no haga al
hombre, pero sin duda contribuye a cimentar el prestigio de una organización. En
cuanto a la hamburguesa y el milk-shake, estaban destinados a algo más que
satisfacer el apetito. Por un lado, permitían a Peter matar el tiempo, hasta que llegara
el momento de asistir a su cita de las quince horas; por otro lado, le daban la
oportunidad de asegurarse de que nadie se interesaba por un buen mozo bien vestido,
que se detenía a tomar un tentempié.
Pasó unos veinte minutos sentado ante el mostrador del bar y mató el resto del
tiempo haciéndose limpiar los zapatos y recorriendo los títulos de las ediciones
baratas que exhibía un kiosco vecino al bar y opuesto a la sala de espera. Cuando el
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reloj de la estación señaló las catorce y treinta, Peter salió al exterior.
Por encima de los árboles desnudos, la cúpula del Capitolio refulgía con prístina
blancura contra un límpido cielo azul. Peter nunca había estado en el Capitolio. En
realidad sólo había visto la cúpula en otras tres ocasiones, siempre desde el mismo
punto: los arcos de entrada a la Union Station. De cualquier manera sólo le dedicó
una rápida mirada. Se consideraba tan patriota como cualquiera, pero no le
interesaban mucho los monumentos; además conocía el mundo lo suficiente como
para no conservar ideales. Era un mundo cínico y, en él, los presidentes eran
vilipendiados y los senadores censurados.
Una fila de taxis negros y castaños se extendía frente a la estación, y Peter trepó
al primero, dejando una moneda en la mano del portero uniformado que le abrió la
portezuela.
—Kalorama Road, Noroeste, número dos mil doscientos cincuenta —indicó al
conductor, y encendió un cigarrillo.
Cuando el taxi se internó en el tránsito de Massachusetts Avenue, se echó atrás en
su asiento, abrió el cenicero y cruzó las piernas con una actitud de ejecutivo de gran
empresa que se arrellanara en su limousine personal.
—¿Kalorama dos mil doscientos cincuenta? —repitió el conductor mientras
frenaba ante el primer semáforo—. Allí vive el senador Gorman. Cerca de
Georgetown. Bueno, más o menos. ¿Usted es periodista?
—No. ¿Por qué?
—Acabo de llevar a un periodista para allí. Usted es el segundo que va a esa
dirección.
—El senador es un tipo popular.
—No es todo lo popular que debiera, si le interesa mi opinión. Hay un montón de
gente que no lo puede tragar. Y no estoy hablando de los tipos de la mafia, ¿eh?
Hablo de tipos como el periodista ese. Y tipos importantes del gobierno también. Yo
acarreo un montón de cogotudos en esta cafetera y oigo lo que dicen.
—¿De qué se quejaba el periodista?
—Cree que Gorman no es sincero. Piensa que se dedica a investigar la mafia para
promocionarse. Considera que a Gorman no le importa un comino la mafia y que
mete todo ese bochinche para llegar a la presidencia. Presidente de los Estados
Unidos, nada menos. Y el tipo opina que se está preparando el terreno.
—Me parece un poco rebuscado.
—Sée… Pero no es el único periodista que piensa así. Usted se sorprendería.
Hablan de cómo Kefauver llegó a la vicepresidencia y de cómo Joe McCarthy
consiguió ser casi tan poderoso como el propio Eisenhower. Piensan que el senador
ha elegido un tema y está echando leña al fuego para darle interés.
—¿Y qué piensa usted?
—¿Quiere saber lo que pienso? Es un buen tipo que está tratando de cumplir con
su deber. Mi esposa y yo somos hinchas de él desde que nos demostró cómo la mafia
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puede ser la causa de todos nuestros problemas… quiero decir cómo la mafia controla
el crimen y las drogas y la prostitución y un montón de negocios de los gordos y el
partido comunista norteamericano y todo. Y si le mataron el testigo principal, por
algo será… Para mí que el tipo tiene razón. Esa es la clase de cosas que hay que
combatir. Y cualquiera que no hubiera sido Gorman, habría mandado al diablo esa
comisión investigadora después de lo que pasó. Pero él no. Él no es de los que se
achican. No tiene armas para pelear, pero sigue peleando.
Peter golpeó su cigarrillo contra el cenicero.
—¿Así que usted no cree que quiera llegar a la presidencia?
—Bueno… No creo que rechazara el puesto si se lo ofrecen. Si usted se mete en
política ¡cómo no le va a gustar ser presidente! Lo que es yo no tocaría ni con guantes
el lío en que está metido el mundo. Pero ¿Gorman? Sée… Yo creo que aceptaría el
cargo. Y lo haría muy bien, ¿eh? Pero no está utilizando a la mafia para conseguirlo.
¡No señor! Yo creo que las cosas son como él dice. Hay un cáncer en esta sociedad y
él ha puesto el dedo en la llaga. Vea… ¡qué diablos!, si lo que él busca es ser
presidente, no se habría metido con la mafia. ¿No le parece? ¿A usted le parece que le
puede favorecer eso de andar señalando a los jefes de la mafia con el dedo? ¿Y para
qué? Para que los otros se presenten con un montón de abogados y no hagan más que
acogerse al Quinto[1]. Y cuando consigue un solo testigo de veras, ese tipo de la mafia
que estaba dispuesto a cantar… se lo liquidan y lo dejan en el aire. Y aunque el
testigo hubiera hablado ¿qué habría ganado Gorman con eso? Mire lo que pasó con
Valachi. Cantó como un pájaro, pero con eso no terminó el delito en el país. Y su
declaración tampoco llevó a nadie a la Casa Blanca. ¡Con decirle que ni siquiera me
acuerdo de quién era el presidente de la comisión investigadora!
—Pero todo el mundo sabe que Gorman preside ésta.
—¿Quiere saber mi opinión? Es porque es un patriota número uno. Puede ser que
un montón de cogotudos y de intelectuales no lo traguen; pero hay mucha más gente,
de esa gente que no se hace oír, para la que el senador Gorman es justamente lo que
necesita el país. Y esa gente desearía tener unos cuantos tipos más como él. Y yo soy
uno de los que creen eso.
Kalorama, Noroeste, era una calle tranquila, a unos veinte minutos de automóvil
del centro de Washington. La calzada era estrecha y en uno de sus bordes se
alineaban los automóviles estacionados, sin solución de continuidad. La casa del
senador estaba en la esquina de la calle 23, frente a la Real Embajada de Thailandia.
Era un amplio y elegante edificio de estilo georgiano, con ladrillo a la vista, grandes
ventanales y una escalinata de entrada, flanqueada por pilares. La entrada de
automóviles conducía a una zona de estacionamiento, visible en el fondo, y a un
garaje—también de ladrillo a la vista— con capacidad para tres coches.
—Bueno, aquí es —dijo el conductor, deteniéndose cerca del policía y frente a la
entrada de automóviles—. Parece que es una reunión de padre y señor nuestro. ¿No
me va a decir qué está pasando ahí dentro?
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—Yo tampoco sé qué está pasando —respondió Peter mientras descendía.
—El periodista aquel tampoco sabía nada —comentó el conductor con tristeza—.
Son noventa centavos.
Peter pagó y le dejó una propina. Cruzó la calzada y buscó un paso a través de la
hilera de automóviles estacionados. Luego recorrió el sendero que conducía a la
escalinata. El maderamen de la casa estaba pintado con un color crema de tonalidades
oliváceas que le otorgaba un aspecto delicadamente vetusto, más grato que el habitual
blanco. La puerta de entrada, verde oscura con herrajes de bronce, estaba entornada.
Del pomo pendía una simple tarjeta blanca que decía: «Entre sin llamar». Peter siguió
las instrucciones.
El hall de entrada teñía suelo de tablazón ancha y una amplia escalera. Una
plétora de gente bebía, charlaba y reía por todas partes. La mayoría eran hombres.
Las paredes de aquel ambiente estaban cubiertas con un papel a rayas en que
predominaba el blanco. Había algunos cuadros, un espejo redondo con marco dorado,
una mesa con una bandeja de plata, dos jarrones con flores y unas cuantas sillas. A la
derecha e izquierda había amplias puertas corredizas pintadas de blanco. Las de la
derecha permanecían cerradas, las de la izquierda estaban abiertas y, a través de ellas,
entraban y salían los señores de la prensa con vasos de punch y sandwichs, mientras
cruzaban bromas y comentarios, sin sentido para cualquiera ajeno a ellos.
—Los sombreros y los abrigos bajo la escalera —informó a Peter un tipo
rechoncho, con un vaso de whisky en la mano—. O entrégueselos a Sam.
—Gracias.
Peter se abrió paso entre la gente, procurando evitar que le abollaran el sombrero
que llevaba en una mano, mientras con la otra impedía que alguien entrara en
contacto con la cartuchera que llevaba bajo la chaqueta, colgada del hombro.
El perchero ubicado bajo la escalera estaba atestado de abrigos. Había más
sobretodos en el suelo; unos doblados, otros no. Un sombrero de fieltro mostraba los
efectos de los pisotones.
Peter se quitó el abrigo, lo dobló y lo dejó, junto con su sombrero, en el mejor
lugar que pudo encontrar. Un hombre relataba a otro lo que un tercero le había
informado sobre las mujeres de Saigón. Peter pasó trabajosamente junto a ellos y
continuó abriéndose paso hasta las puertas de la izquierda. En el vano se habían
detenido tres periodistas que discutían el propósito de aquella reunión.
—Sea lo que sea —decía uno—, Gorman no podrá seguir hostigando por mucho
tiempo a un caballo muerto.
En el amplio salón que se extendía más allá de las puertas abiertas, dos criados
negros con inmaculadas chaquetillas blancas servían punch o bebidas más fuertes,
junto a una larga mesa arrimada a los dos ventanales de la fachada. Otra larga mesa,
arrimada a la pared opuesta, exhibía un surtido de sandwichs que habría bastado para
mantener a una familia de cinco miembros por espacio de una semana. Pero tanto los
sandwichs como el alcohol desaparecían rápidamente ante el ataque de los cuarenta o
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cincuenta periodistas reunidos para la ocasión.
Peter se puso en fila para recibir su vaso de punch.
—¿Dónde puedo encontrar al senador? —preguntó al criado que lo atendió.
El hombre sonrió, mostrando una dentadura casi tan blanca como su chaquetilla,
y le respondió:
—No sé, señó. En su etudio, selá. Él va a vení cuando eté lito.
Peter aceptó el vaso de punch.
—¿Y cuál es su estudio? —quiso saber.
—El no quiele que lo moleten, señó. ¿Po qué no se silve lo que hay acá y se pone
cómolo? Él ya va a vení.
Peter asintió, sin comentarios.
—Usted debe ser nuevo en estas lides —comentó un periodista a sus espaldas—.
A Gorman sólo se lo entrevista cuando él lo desea, no cuando uno quiere.
Peter respondió que sí, que había comprendido, y cruzó el salón en dirección a los
pocos sandwichs que quedaban. Por lo visto aquella no era urna reunión para
ablandar a la prensa de Washington; era una conferencia de prensa, al estilo Gorman,
y el senador esperaba el momento propicio para hacer su entrada. Y bien, a él no le
correspondía tomar la iniciativa.
Trató de adoptar aire de periodista, y se instaló en un rincón con su vaso de
punch, dispuesto a esperar.
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SÁBADO 15,30 - 15,50 HORAS
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pupilas quedaban ocultas. Su risa era una especie de tosecilla falsa e insegura; pero
muy pocas veces se la oía. Pocas veces bromeaba y, si lo hacía, no era precisamente
ante la prensa. El senador Robert Gorman no se daba mucho a los periodistas. Nunca
había sido muy amable con ellos y, después de descubrir la conspiración de la mafia,
habían adoptado una actitud más distante aún. Se mantenía en un plano aparte, un
profeta al estilo Casandra, que prevenía, pero no era escuchado.
Estaba llegando a la mitad de su segundo período senatorial y hasta hacía poco
había sido un desconocido para el gran público. Ahora, sin embargo —aun cuando no
lograra crear en torno de su persona la expectación que creaban las figuras de primera
línea—, era casi tan conocido como éstas. Presidía la subcomisión del senado que,
bajo su égida, había emprendido una investigación sobre las actividades de la mafia.
Ahora hablaba desde un nivel superior y la arrogancia de su tono había ascendido en
igual medida. Ahora ordenaba en lugar de rogar; comunicaba en lugar de informar.
Ahora era la antimafia personificada y su vida estaba consagrada a la destrucción de
aquella organización delictiva.
Para sus enemigos era un notorio oportunista y un peligro potencial para el país.
Para sus seguidores su actitud combativa contra el mal lo convertía, por definición, en
un defensor de la virtud, el santo patrono de su país. Para la prensa era una noticia
jugosa.
Los asientos se ocuparon con bastante rapidez para tratarse de periodistas, los
seres humanos más irreverentes que existen; pero muchos prefirieron permanecer de
pie, contra las paredes, o sentarse en los antepechos de las ventanas. Peter se ubicó
cerca de la gran puerta de entrada y oyó que un periodista le susurraba a otro:
—Apostaría que eligió este momento para hacernos perder el partido de fútbol.
Los reporteros prepararon sus libretas, lápices y plumas. El senador Gorman,
mientras tanto, los ignoró y se dedicó a ordenar sus papeles y a cruzar algunas
observaciones con el ayudante que estaba instalando un grabador.
Luego, cuando todos los visitantes se acomodaron y cuando se creó el debido
clima de expectativa, el senador—haciendo alarde de un notable sentido de la
oportunidad— levantó la vista y consideró la situación. Su joven secretario, que aún
conservaba el fajo de hojas impresas, estaba de pie en el vano de la puerta, con
piernas abiertas, en la actitud de un miembro de la SS, aunque sin uniforme.
Gorman abarcó toda la escena de una ojeada. Se inclinó hacia delante, apoyó la
punta de los dedos sobre la mesa y dirigió a su público una mirada firme. Una vez
más mostró su agudo sentido de la oportunidad: habló en el preciso instante en que la
expectación había alcanzado su grado máximo.
—En este país y en este mundo —comenzó con voz sonora— hay una maligna
conspiración. Sus tentáculos sutiles surgen de las tenebrosas regiones del pecado y la
subversión y buscan dañar las zonas luminosas de la verdad y del honor. Su
influencia corruptora se pone de manifiesto en todos los órdenes de la vida moderna,
al punto de que ni las cámaras del Congreso están a salvo de ellas. No necesito
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nombrar esa organización. Ustedes la conocen. Degrada y despoja. Cuando no puede
corromper, amenaza; y cuando no puede presionar con la amenaza, mata.
La mirada del senador se posó, por una fracción de segundo, en los papeles que
tenía sobre la mesa, y luego volvió a recorrer las filas de periodistas.
—¿Y qué puede hacerse contra esa conspiración? ¿Cuál es el arma más temida
por la mafia? Lo que más teme la mafia es que se arroje luz sobre sus actividades. Lo
que más teme la mafia es que se den nombres. Teme al dedo acusador. A eso es a lo
que teme la mafia. A este comité. Eso es lo que teme la mafia. La publicidad, la luz,
que nuestro comité arroja sobre la mafia y sus tenebrosas maquinaciones. Eso es lo
que la organización teme. Por eso se aproximan temblorosos a nosotros, se acercan
ocultos tras sus bien cotizados abogados, ocultos tras la honesta intención del
Artículo Quinto de las Enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos. Por eso
nos envían notas amenazadoras a los miembros del comité. Porque temen que los
dejemos en descubierto. Y por eso mataron a Joe Bono.
»Bien —prosiguió con tono casi indiferente—. Creyeron que al matar a Joe Bono
nos dejaban sin testigo dispuesto a revelar los secretos de la mafia».
El senador hizo una pausa, y cuando volvió a hablar lo hizo en tono pomposo.
—Pero la investigación continúa. Las amenazas no nos detendrán. El asesinato no
nos intimida. Perseguiremos al dragón. Mataremos al dragón. Expondremos sus
maquinaciones a los ojos del mundo. Y cuando hablo de exponer esas maquinaciones,
es porque documentaremos el caso, piedra sobre piedra, paso por paso, nombre por
nombre. Creyeron que Joe Bono era nuestro único testigo. Están equivocados. Están
muy, muy equivocados.
Se detuvo para dar tiempo a que una débil ola de agitación recorriera la
concurrencia. Cuando lo consideró oportuno, la detuvo y prosiguió.
—Joe Bono no es la única persona del mundo que puede señalar ese sucio
estigma en el rostro de la humanidad. No es el único testigo capaz de dar nombres,
fechas, lugares. La mafia creyó haber ganado al matar a Joe Bono. Pues bien, la mafia
temblará esta noche y de ahora en adelante. Porque tenemos otro testigo. Y cuando
ese testigo declare, la mafia se estremecerá hasta sus cimientos.
Gorman se detuvo y paseó una mirada sombría sobre sus oyentes; pero había una
chispa de placer en sus ojos. Había logrado impresionar a los periodistas. Los había
impresionado realmente… Y en ese instante avanzó el secretario. Entregó a Peter uno
de los papeles que tenía en la mano y comenzó a recorrer las filas repartiendo las
hojas entre los asistentes. Peter echó una ojeada al breve texto y comprobó que era
una versión casi literal de la declaración que acababan de escuchar de labios del
senador.
Hubo un breve silencio en la sala y luego habló un periodista:
—¿Puede damos el nombre del testigo, senador?
Gorman esbozó apenas una sonrisa. Eso era lo que le gustaba: una prensa ansiosa
que imploraba migajas. No había vuelto a vivir un instante así desde la muerte de
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Bono.
—Por nada del mundo —respondió—. Es ultrasecreto.
—¿El hombre en cuestión es miembro de la mafia? —preguntó otro.
Gorman se permitió una de sus características risitas con algo de tos contenida.
—¿Acaso dije que se trataba de un hombre?
—¿Así que es una mujer?
—¿Acaso dije que se trataba de una mujer?
—Senador —intervino otro—, ¿está usted tratando de decimos que el sexo
también es ultrasecreto?
Gorman sonrió ante la pregunta y pareció ablandarse un poco.
—Pienso que el sexo del testigo no tiene por qué entrar en discusión. Pero si tanto
les interesa, les revelaré un pequeño secreto. Se trata de una testigo.
Una ola de agitación volvió a recorrer la sala. Se abrieron libretas, se corrieron
sillas, se oyeron cuchicheos. La revelación del sexo del testigo era, por lo menos, tan
excitante como la noticia de su existencia.
—¿Sabe la mafia que esa mujer está dispuesta a hablar?
Gorman emitió otra risita.
—Si la mafia no lo sabía, ahora lo sabe.
—¿Debemos suponer que la mafia ya lo sabe? —preguntó una voz seria—.
Teniendo en cuenta lo que ocurrió con Bono, senador, ¿es lógico suponer que usted
no daría publicidad a este hecho si la mafia no supiera ya que el testigo existe?
Gorman esbozó una sonrisa.
—Pienso que sí, que es lógico suponer eso.
—¿Sabe la mafia quién es el testigo? —preguntó alguien desde el fondo del
salón.
La sonrisa de Gorman se hizo casi malévola.
—Espero que no.
—¿Es la esposa de alguno de los miembros de la mafia?
—Lo único que puedo decirles es que se trata de una mujer.
—¿Es la esposa de Bono?
—Me amparo en el Artículo Quinto de las Enmiendas.
Todos rieron, y en la voz que formuló la próxima pregunta aún había rastros de
hilaridad.
—¿Está dispuesto a afirmar que no se trata de la esposa de Bono?
Gorman también reía cuando respondió:
—No estoy dispuesto a decir nada más sobre el asunto.
—¿Podemos publicar que usted afirmó, senador, que la mafia conoce la
existencia de un testigo y que sabe que se trata de una mujer?
—No. No pueden decir que haya afirmado nada de eso. La mafia no me hace
confidencias sobre lo que sabe y lo que no sabe.
Hubo más risas, pero fue una reacción superficial. Las preguntas y respuestas
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eran muy serias.
—Usted está bastante seguro de que ellos saben que tiene una testigo, ¿no es
verdad?
—No tengo nada que responder a eso.
—Senador, usted dijo antes que ellos sabían.
—Acabo de decirles que no soy adivino. La mafia no me dice nada, y yo no le
diga nada a la mafia. Pero afirmo, en cambio (y la mafia puede hacer lo que quiera
con ese dato), que tengo un testigo capaz de mover los cimientos de toda la
organización y que ese testigo es una mujer. Quién es ella, dónde está y cuándo va a
aparecer son cosas de las que ustedes no se enterarán y de las que la mafia no se
enterará hasta que yo presente a mi testigo.
Se formularon más preguntas, pero sólo fueron triquiñuelas y lazos para arrancar
más información al senador. Pero Gorman era un experto en esas lides y no se dejó
enredar. Había dado a los periodistas la información que quería darles, y lo que siguió
fue un juego. Todos sabían que ese juego terminaría en un empate, pero todos se
divertían practicándolo.
Aquella no era la especialidad de Peter Congdon, de modo que la reunión perdió
interés para él. Se deslizó fuera del salón y se dirigió a la habitación en que se habían
servido las bebidas; pero ya no estaban allí ni los bowls de punch, ni las botellas, ni
los vasos, ni los hors d’oeuvres. Hasta las mesas habían sido retiradas.
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SÁBADO 16,00 - 16,25 HORAS
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—Creo que usted quería verme a mí, senador. Soy de la Agencia de Detectives
Charles F. Brandt.
Gorman le dirigió otra rápida mirada, y sus ojos se achicaron.
—¡Ah, sí! El hombre de Brandt. ¿Cómo se llama?
—Congdon, Peter Congdon.
—Conque Congdon, ¿eh? Muy bien, Mr. Congdon, ¿trae algún documento de
identidad… alguna credencial? Pero no… aquí no.
Saludó con la cabeza al último hombre que abandonaba la sala.
—Buscáremos un lugar más privado.
Se volvió y guió a Peter a través de la puerta del fondo. Atravesaron una pequeña
sala de música con paredes revestidas de madera y un hall interior, y subieron una
estrecha escalera. Al llegar al primer piso, atravesaron un corredor alfombrado en
verde y, por fin, entraron en el escritorio del senador, situado en un ángulo posterior
de la casa. Era una habitación amplia, cuyas ventanas se abrían, hacia un lado, sobre
la embajada de Thailandia y, hacia el otro, sobre el garaje y el jardín posterior. El lote
de 45 por 45 incluía una parra, algunos árboles frutales, una mesa de piedra y un
estanque, todo rodeado por un muro semioculto tras las enredaderas. Era una
residencia privada, extremadamente privada.
El estudio tenía las paredes revestidas en caoba, una alfombra color bordeaux
cubría el suelo y los confortables sillones estaban tapizados en cuero. Había un gran
escritorio de caoba, librerías —cuyas estanterías estaban parcialmente ocupadas por
libros— y tres hileras de ficheros, detrás de la puerta. Los rayos del sol poniente, que
atravesaban las ventanas del fondo, pintaban relucientes rectángulos anaranjados
sobre la boiserie.
El senador encendió la luz central, corrió las pesadas cortinas, encendió la
lámpara del escritorio y dejó los papeles sobre la carpeta de papel secante.
—Muy bien, Mr. Congdon —dijo extendiendo una mano.
Peter le entregó la ficha de identificación de la agencia, en la que figuraba su
fotografía, su firma, sus datos personales y, al dorso, la impresión de su pulgar
derecho. Luego le alargó una carta de presentación de Brandt.
El senador estudió la tarjeta y leyó:
—Edad: treinta y uno; cabello: castaño; sexo: masculino; ojos: castaños; estatura:
un metro ochenta.
Estudió a Peter.
—Creo que los datos coinciden —comentó, y le devolvió la tarjeta.
Luego leyó la carta y la dejó caer sobre el escritorio.
—Muy bien. Por lo visto usted es quien dice ser. ¿Llegó a tiempo para servirse
algo? ¿Le ofrecieron una copa?
—Sí. Además asistí a la conferencia de prensa.
—Muy bien. Entonces ya tiene una noción general del asunto. Tome asiento, Mr.
Congdon.
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El senador indicó una silla de cuero verde y abrió un cajón del que extrajo una
botella de bourbon Old Crow y dos vasos.
—¿Quiere un trago?
Peter, que ya había tomado asiento, hizo un gesto negativo.
—No bebo mientras estoy de servicio, señor.
—Ahá. Eso está bien. Bueno, si cambia de idea…
Se sirvió tres dedos del líquido ambarino y se sentó en su sillón giratorio.
Observó a Peter con aire pensativo durante algunos instantes, bebió mi pequeño sorbo
y apoyó el vaso sobre el escritorio, sin soltarlo.
—¿Qué le ha dicho Brandt acerca de esta tarea?
—Absolutamente nada, salvo que tenía que estar aquí hoy a las quince, para
entrevistarme con usted. Dijo que usted me diría lo que necesito saber.
—Está bien —murmuró el senador y se irguió en su sillón—. ¿Está usted
enterado de la labor que cumple mi subcomisión? ¿La ha seguido a través de los
diarios?
—Sé que investigan las actividades de la mafia.
—¿Eso es todo lo que sabe?
Peter cruzó las piernas, pero no se apoyó en el respaldo.
A Brandt no le gustaba que sus agentes bebieran, pero tampoco le gustaba que
perdieran demasiado tiempo en las charlas preliminares.
—Creo que uno de sus testigos fue asesinado antes de que pudiera declarar. Fue
un asunto bastante sonado.
—La prensa se ocupó mucho del tema. Pues bien, nuestro testigo fue asesinado.
Joe Bono. Uno de los hombres claves de la mafia. Y estaba dispuesto a hablar. Y ellos
lo hicieron callar. ¿Sabe algo acerca de Bono?
—Tengo entendido qué estaba en la mafia.
—Así es. Estaba en la mafia, pero no era de la mafia. No sé si me entiende.
—No.
Gorman bebió otro sorbito de su bourbon puro, lo paladeó por un instante y
prosiguió:
—Entonces tendré que instruirlo. Sin entrar en detalles sobre la historia de la
organización, le diré que originariamente estuvo constituida por un grupo de familias
sicilianas, cuyos descendientes integran la mafia de hoy. Son los descendientes de los
cabecillas. Ellos manejan la mafia. Ellos organizan, controlan, manejan las
operaciones. Y sólo ellos pueden ser jerarcas dentro de la organización. Los
integrantes de sus bandas son simples asalariados y sólo Dios sabe cuántos de esos
secuaces hay dispersos por el mundo. Dios y quizá Bono, a quien ellos mataron. Esos
secuaces son de todo tipo…, los hay astutos, los hay toritos, asesinos profesionales,
abogados…, cualquier cosa. Pero ninguno de ellos puede llegar a ser jerarca de la
mafia. En realidad nadie que no haya nacido dentro de ella puede ocupar un puesto de
importancia. ¿Me sigue?
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—Sí. Es un asunto de familia —dijo Peter.
—Eso es. Exactamente eso. Un negocio familiar. Y como todo negocio familiar,
Mr. Congdon, tiene sus excepciones. De tanto en tanto aparece un tipo excepcional
entre los segundones. Fue el caso de Al Capone. No era siciliano. Era napolitano.
Pero era un genio. Un genio en el terreno de la organización y el desarrollo. Era tan
bueno que la mafia acataba casi siempre lo que él disponía. No pudo convertirse en
jerarca de la organización porque, como le dije, no había nacido dentro de ella; pero
su opinión era decisiva en la elección del capo.
Gorman bebió otro sorbo de bourbon y dejó el vaso.
—Joseph Bono fue un caso similar al de Capone. Hasta era napolitano, como
Capone. Y era capaz. No tan capaz como Capone; pero era bueno. Bono fue lo
bastante capaz como para progresar muchísimo más que cualquiera de los
colaboradores externos de la organización. Lo malo es que Bono consideró que no
había progresado todo lo que merecía. Le dolió no poder penetrar en los círculos más
íntimos.
Gorman echó su silla hacia atrás y cruzó las manos detrás de la nuca.
—Ahora escuche esto: una de las razones por las cuales la mafia ha creado un
sistema tan cerrado, es la preparación de sus miembros. La mafia soluciona sus
propios conflictos. Administra su propia justicia. Nunca habrá oído que la mafia
acuda a la policía en demanda de ayuda. Ocurra lo que ocurra, sea cual sea la
gravedad de las querellas internas, caiga quien caiga, la mafia y sus esposas no abren
la boca. Si usted ha seguido las actividades de mi comité verá que eso es obvio.
Todos ellos se amparan en el Artículo Quinto de las Enmiendas.
El senador hizo otra mueca y bebió otro sorbo.
—Como comprenderá —prosiguió— esa es una de las razones por las cuales
nadie de fuera puede ocupar los puestos directivos de la mafia. Ellos sólo confían en
los suyos. Capone, por ejemplo, no tenía la estabilidad emocional que ellos exigen.
Bono dejaba que desear en cuanto a discreción.
Y mientras más resentido estaba, más ganas tenía de hablar.
Y había llegado lo bastante alto como para decir cosas importantes.
Gorman volvió a echar hacia atrás su silla y otra vez entrelazó las manos detrás de
la nuca.
—Por supuesto que nosotros nos enteramos de eso. Cuando iniciamos la
investigación y comenzamos a interrogar y a sondear, alguien nos dijo que sería fácil
convencerlo de que hablara.
»Si se despachaba tenía que ser en grande y ¡qué mejor oportunidad que la que le
proporcionábamos nosotros! De modo que iniciamos las tentativas a través de
nuestros intermediarios y logramos que viera las cosas a nuestra manera. Ya teníamos
todo arreglado; pero, por supuesto, a la mafia no le gustó la idea. No querían que
hablara.
La expresión de Gorman se hizo amarga.
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—Lamentablemente… para la gente honesta de este país… la mafia llegó antes
que nosotros. E hicieron un buen trabajo. Supongo que lo habrá leído. Lo dejaron en
el portaequipajes de un automóvil robado; atado de pies y manos. Le habían volado
media cabeza y tenía otros cuatro balazos y cincuenta heridas provocadas por un
punzón para hielo, en el resto de su humanidad.
Peter asintió.
—Me enteré.
—Sí —dijo Gorman con amargura—. Los diarios informaron con todo detalle. Le
dedicaron más espacio que a todo lo que había hecho la comisión hasta entonces.
O.K. ¿Se va dando una idea?
—Sí.
Gorman bebió otro sorbo y se echó hacia atrás en su asiento.
—Creo que es una historia simple. Y bien, usted ya ha oído mis declaraciones a
los periodistas. Ahora tenemos otro testigo. Esta vez es una mujer. Y supongo que ya
habrá adivinado para qué está aquí.
Peter hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, señor. No lo he adivinado.
—Vamos, Congdon. Se supone que es un detective inteligente, ¿no? ¡No me diga
que no se lo imagina!
—No veo la necesidad de adivinarlo. Prefiero que me lo diga.
Gorman puso un pie sobre el escritorio y una comisura de la boca se le contrajo.
—Está bien, Congdon. Se lo diré en pocas y dulces palabras. Su tarea consiste en
traer a la muchacha aquí, sana y salva.
—Comprendo.
—Ahora no me diga que no era capaz de adivinar lo que le iba a decir.
—No, señor, no tenía la menor idea de lo que pretendía de mí.
—Me sorprende usted, Congdon.
—Usted me sorprende, senador. O quizá no esté familiarizado con la forma en
que operan las subcomisiones del senado. Supuse que la muchacha estaría bajo la
protección de agentes del gobierno.
—Bueno, cuando llegue a territorio estadounidense tendremos montones de
agentes del gobierno que la protejan. Pero ocurre que ahora no está en el país.
—Pero tenemos agentes federales en otros países.
—¿Quiénes? ¿Qué? ¿Se refiere a la CIA? Eso es espionaje. Este no es asunto de
ellos.
—¿Y qué hay de la gente del Tesoro? El contrabando de drogas es asunto de
ellos, y tengo entendido que la mafia controla eso.
—Eso es cierto. Sólo que nosotros no tenemos autoridad sobre la gente del
Tesoro.
Gorman bajó el pie y se inclinó para tomar otro sorbo de bourbon. Ahora sólo
quedaba un dedo de líquido en el vaso.
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—Eso está bajo la jurisdicción del bendito Poder Ejecutivo y, como usted habrá
notado, Congdon, esta investigación no goza de mucha popularidad en un montón de
sectores.
El senador miró a Peter, y sus ojos se contrajeron.
—¿Pudo observar a la prensa hoy? Conseguí tenerlos quietos, tomando notas.
Quizá hasta vuelva a figurar en primera plana en los diarios de mañana, con mi
historia de la nueva testigo. Pero estos malditos reporteros están tan ocupados
llenando páginas con artículos sobre Vietnam o sobre hippies o sobre el poder negro,
que no tienen tiempo para ver dónde están las noticias realmente interesantes. Pero ya
llegará el día, Congdon.
El senador levantó un índice y prosiguió:
—Algún día se darán cuenta de dónde está el verdadero poder. Verán quién
sostiene el látigo. Y entonces vendrán mansitos. De eso puede estar seguro.
Meneó la cabeza.
—Sí, Congdon. La mafia es la raíz de todo mal y es el mal que extirparemos de
raíz. Usted y yo y esa mujer que va a traer. Y entonces se verá.
Gorman frunció el entrecejo y se acodó sobre el escritorio, dentro del cono de luz
de la lámpara.
—¿Usted conoce las astucias de los columnistas? No, supongo que no. Su nombre
no figura tanto en los diarios como para que haya llegado a conocerlas. Su reputación
no está a merced de un tipo cualquiera, que se sienta tras una máquina de escribir,
convencido de haber adivinado las intenciones de los demás. Y esos tipos me atacan
por la espalda. Más vale que tratemos el tema con franqueza, porque si usted no está
enterado, ya se enterará, y prefiero que conozca los hechos por mi boca y no por los
rumores que lanzan algunos de esos individuos, a quienes sólo les interesa atraer
lectores haciendo trizas a algún personaje.
»Algunos columnistas han llegado á sugerir que toda esta investigación es una
farsa. Tengo enemigos, Congdon. Cuando uno está en la vida pública y trata de
cumplir una tarea y está dispuesto a la controversia, siempre se gana enemigos. Y yo
tengo los míos. Y una de las cosas que mis enemigos dicen de mí es que el propósito
de esta comisión investigadora no es investigar la mafia, sino promoverme a mí y a
los miembros de la subcomisión.
Se irguió en su asiento y miró a Peter a los ojos, con mirada dura.
—Es una canallada, créame que es una canallada —afirmó inclinándose sobre la
mesa y levantando un dedo acusador—. Le voy a decir una cosa, si quisiera
promocionarme lo lograría mucho mejor con grandes discursos sobre nuestra
conducta en la guerra en Vietnam. Atacándola o defendiéndola, eso es lo de menos.
Figuraría más en los titulares hablando de la agitación racial del verano pasado o
proponiendo una nueva ley que declarara delito federal la posesión o uso de LSD.
Eso haría si sólo persiguiera los grandes titulares.
»Pero ¿a dónde iría con eso? La guerra en Vietnam terminará algún día… bien o
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mal, pero terminará. No pasará mucho antes de que Stokely Carmichael sea un tema
tan olvidado como Malcolm X. Pero el cáncer que provoca las guerras, los problemas
que incuban a un Malcolm X o a un Stokely Carmichael, seguirán con nosotros.
»Recorra las calles de Harlem alguna noche. Nueva York no es mi Estado, gracias
a Dios; pero la investigación es mi tarea y me ha llevado allí. A Harlem. Verá a los
drogadictos en plena calle. Todo el que encuentra es un drogadicto. Van en busca de
la dosis o de dinero para comprarse la dosis. ¿Y de dónde sale la dosis? De la mafia.
¿Y quién proporciona el dinero? La mafia. ¿Su hermana se entrega a la prostitución?
La mafia está detrás. ¿Usted pierde hasta la camisa en el juego? La mafia. La mafia
controla y promueve los cánceres de nuestra sociedad. Ellos manejan el tráfico de
drogas, el juego, la prostitución, las máquinas tragamonedas, los jukeboxes…
Nómbreme cualquier cosa y, si es dañina, la mano negra está metida en ella hasta el
codo. No es de sorprender que haya motines en este país. No es de sorprender que
haya crímenes en las calles. La gente dice que yo veo un hombre de la mafia bajo
todas las camas. Creen que exagero. No, no exagero. Sólo veo lo que existe, lo que
otra gente no ve, porque sólo mira en la superficie. Ven la enfermedad que padece la
sociedad, y no ven sus causas.
Gorman se aflojó un poco, bebió otro sorbo de bourbon y se echó hacia atrás en
su silla.
—Usted comprende, ¿no es cierto? Bueno, un montón de gente en este país no
comprende. Y por eso no recurrimos a los agentes del Tesoro. La comisión que
presido no tiene autoridad sobre el Departamento del Tesoro. No puedo ordenar a
esos hombres que hagan un trabajo para el senado.
Y quienes tienen autoridad sobre los agentes del Tesoro no entienden las
necesidades de mi comité. Por eso nos vemos obligados a contratar personal propio,
para que hagan nuestro trabajo, y aquí es donde entran en escena usted y la Agencia
Brandt. Usted y yo traeremos un nuevo testigo para que declare en el caso y, cuando
lo hagamos, Vietnam pasará a segundo plano y la labor de mi comisión será el tema
más discutido en Washington. Pasaremos al primer término.
Y entonces recordaré quién ha sido mi amigo y quién ha sido mi enemigo.
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SÁBADO 16,25 - 16,45 HORAS
EL SENADOR GORMAN dedicó una sonrisa a Peter, y sus ojos resplandecieron de placer
anticipado.
—¿Qué le parece eso, Congdon? ¿No le gusta intervenir en algo grande?
—Yo quiero cumplir la tarea para la cual me ha contratado… Sea lo que sea —
respondió Peter con voz serena.
—Sea lo que sea, ¿eh? Y bien, le diré lo que es. Su misión consiste en ser escolta
y guardaespaldas de nuestra Miss X. Usted irá a buscarla a Europa y la traerá.
La expresión de Gorman era grave, ahora; la cejas negras se habían unido sobre
los ojos rasgados.
—No necesito decirle que si la mafia se entera de lo que usted va a hacer y puede
detenerlo, lo hará. Ya sabe lo que le hicieron a Joe Bono. Bueno, tratarán de hacérselo
a cualquiera que esté dispuesto a delatarlos. Su trabajo va a ser peligroso; es más, va
a ser muy peligroso.
El senador apoyó los codos sobre el escritorio y apuntó a Peter con un índice
punzante.
—Ahora bien, hemos recurrido a su agencia para esta tarea porque se trata de una
organización de envergadura que tiene contactos y material humano como para
encarar un caso de la importancia de éste. Mr. Brandt conoce la naturaleza de la tarea
que se les encomienda, y lo escogió a usted. Le señalé que debía ser un hombre sin
mujer e hijos. La mafia no se detendrá ante nada para evitar que la testigo declare, y
no es de extrañar que tome represalias en mujeres y niños inocentes; no quiero que se
encargue de esta misión un hombre dispuesto a arrojar nuestra testigo a los leones
ante alguna amenaza a sus seres queridos. Se supone que usted es soltero. ¿Es
realmente soltero?
—Sí.
—¿Y está dispuesto a correr riesgos? No quiero que se haga, cargo de esta misión
alguien que piense, antes que nada, en su propio pellejo. Si no está absolutamente
seguro de sí mismo en una circunstancia como ésta, quiero que renuncie ahora, antes
de que le proporcione ninguna información secreta. Tengo que confiar plenamente en
el hombre que se haga cargo de esta misión. Esa confianza no puede ser violada.
—Me dijeron que iba a ser peligroso —dijo Peter—. Comprendo todo lo que me
dice.
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—¿Y está dispuesto a seguir hacia delante con esto?
Peter sonrió apenas.
—Mr. Brandt no habría gastado un billete de tren en mí si pensara que voy a
echarme atrás.
Gorman hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Muy bien, eso es lo que quería oír. Porque, escúchelo bien, cuando usted parta
en esta misión llevará el futuro de nuestro país consigo. Esa mujer es nuestra segunda
oportunidad para dejar a la mafia al descubierto y destruir su organización. Pero si
algo le ocurre, será el final de la investigación. No habrá otro testigo.
Gorman se irguió en su asiento y bebió un buen trago de su bourbon.
—Muy bien —dijo, y se sirvió otros dos dedos de bebida—. Usted es nuestro
hombre. ¿Tiene alguna pregunta que hacer?
—Tengo un montón de preguntas, senador.
—Y bien, despáchese.
—Primera pregunta: ¿Exactamente qué saben los de la mafia?
Gorman inclinó su silla hacia atrás.
—Saben que hay una mujer dispuesta a hablar.
—¿No saben quién es ni dónde está?
—Quizá sepan qué es. Quizá hasta sepan quién es. Lo que no saben es dónde está.
—¿Y qué es ella?
—Una de las amigas de Joe Bono.
Peter miró fijamente al senador.
—¿Quiere decir que Joe Bono contaba todo a sus amigas?
—No cometa el error de creer que ésta es una amiga más, Congdon. Esta era una
amante muy especial. Alguien muy especial para él.
—¿Más especial que su esposa?
—Mucho más especial. Mantenía a esta mujer en una lujosa villa en las afueras
de una gran capital europea.
Una comisura de la boca de Gorman se contrajo.
—¿Quiere ver una prueba? —preguntó.
—Si la tiene…
Gorman extrajo su llavero y utilizó una minúscula llave para abrir un cajón de la
izquierda de su escritorio. De allí sacó un pequeño estuche de joyas.
—Mire esto—dijo, abriéndolo y alargándoselo a Peter.
Sobre una pequeña almohadilla de terciopelo rojo se veía un disco de oro del
tamaño de una moneda, con diamantes engarzados que formaban las letras JB. En el
anverso del disco había dos minúsculos eslabones de oro, una pieza en forma de
estribo y un delicado gancho de oro, sujeto en un lado del estribo y destinado a
atravesar el lóbulo de la oreja de una mujer, para luego abrocharse al otro lado del
estribo. Era un arete vistoso, pero pesado y masculino.
Peter lo levantó para examinarlo mejor. En el dorso había unas pequeñas marcas
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rayadas en el metal, pero se necesitaba una lupa de joyero, mejor vista o mejor luz de
lo que tenía Peter. El detective dejó el refulgente objeto en su caja y se la devolvió al
senador
—Supongo que esto prueba algo.
—Prueba mucho.
Gorman levantó el arete y lo contempló con afecto antes de volverlo a dejar en la
caja y de encerrarlo en el cajón.
—¿Qué es esto, a su juicio? —preguntó.
—Ahora es un arete, pero le han cortado algo detrás —contestó Congdon—. No
fue un arete originariamente.
—Exactamente —aprobó Gorman—. Después de todo, usted es un detective. Esta
alhaja (tengo papeles que lo documentan) y otra igual fueron hechas originalmente
como gemelos por Martín Feinwick, conocido orfebre de Chicago. Fueron
encargados por Frank «Midge» Rennie. Sabe quién es ¿no?
—No.
—Eso demuestra lo mal informado que está el público respecto a las actividades
de mi comisión. Todo el país debería conocer ese nombre porque Frank Rennie es
uno de los jerarcas de la mafia. ¿Qué me dice?
—Supongo que estoy impresionado.
—Y debería estarlo, caramba. Porque esos gemelos fueron un regalo que recibió
Bono en una fiesta organizada en su honor el día en que cumplió cuarenta y cuatro
años, en mil novecientos sesenta y uno. Estos gemelos fueron una pequeña prueba de
reconocimiento y afecto. Valen alrededor de once mil dólares.
—Y él, más tarde, se los regaló a…
—Así es. Más tarde los convirtió en aretes para su mantenida. Ella me envió éste
para avalar la historia…, su historia. Y, como le decía, es una prueba real porque
tenemos una declaración firmada por el propio Feinwick avalando la autenticidad de
la pieza. Pero, como usted verá, esa alhaja no sólo nos confirma que esa mujer es
quien dice ser, sino que refrenda lo que nos va a decir. Usted preguntó si Joe Bono
podía contar todo a una mujer. El arete dice que sí. Ese arete nos dice que no es una
mujer cualquiera. Era tan especial que él le regaló… le hizo adaptar… algo que tiene
que haber sido uno de sus mayores tesoros. ¡La mujer que conserva el arete gemelo
de éste puede acabar con la mafia!
—Puede…, pero ¿por qué habría de hacerlo?
Gorman exhibió su sonrisa cruel y ladeada.
—Por venganza, Congdon. Por venganza. Ellos mataron a Joe Bono para que no
hablara. Bono murió a manos de esa gente, sobre la que ella está muy bien informada;
gente que ella recibió en esa villa, gente a la que ella escuchó, con la que ella
conversó, sobre la cual Bono le dijo muchas cosas: quiénes eran, qué hacían, y cómo
lo hacían. Ellos lo mataron y ella se lo va a hacer pagar. Y usted y yo, Congdon, nos
encargaremos de que ella se salga con la suya.
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La sonrisa maliciosa de Gorman se amplió; pero Peter no estaba satisfecho.
—Usted dice que la mafia sabe que la testigo es una amante de Bono y que ella
los ha recibido… Entonces tienen que saber su nombre. La conocen.
Gorman se encogió de hombros.
—Quizá. Bono tenía otras amigas, y eso puede desorientarlos; pero más vale
pensar que la mafia sabe a qué atenerse. Trabajamos bajo la suposición de que saben
quién es la amante en cuestión. Pero la cuestión es que sepan dónde está. Y eso no lo
saben. Me importa un comino todo lo que sepan acerca de la testigo, mientras no
conozcan su paradero.
—¿Y por qué habrían de ignorarlo?
—Supongo que la suya es una pregunta retórica y que conoce la respuesta tan
bien como yo. La respuesta es que esa mujer no tiene intenciones de correr la misma
suerte que su amante. Se encargó de cambiar su nombre y dirección antes de ponerse
en contacto con mi comisión.
—Ahora usted está entrando en detalles insustanciales. Eso no tiene nada que ver
con el asunto en cuestión.
El senador bebió otro trago de su bourbon.
—Alguna otra pregunta —añadió.
Peter se permitió una risita.
—Acabo de empezar. Si esa muchacha está en Europa ¿porque no se vino antes
de que la mafia se enterara de que pensaba hacerlo? De esta manera…
Gorman lo interrumpió con un gesto.
—Ahora usted está entrando en detalles insustanciales. Eso no tiene nada que ver
con el asunto en cuestión.
—Creo que a mí me corresponde ser juez de eso, senador —señaló Peter, con
toda cortesía—. Es un asunto peligroso, como usted mismo ha señalado, y…
—Sí que es peligroso, pero soy yo quien sabe cuáles son esos peligros. Yo sé…
Peter volvió a hablar con voz tranquila, pero insistente, e interrumpió al senador.
—Conocí a un piloto en la Segunda Guerra Mundial que, después de la guerra,
fue contratado por un país sudamericano como instructor de vuelo, piloto de prueba y
cosas así —dijo—. Y siempre recuerdo una anécdota que me contó. El país por el
cual había sido contratado adquirió unos viejos PBY en los Estados Unidos. Cuatro
mecánicos trabajaron durante dos días en uno de los aparatos para ponerlo a punto. Al
cabo de dos días anunciaron que estaba listo. «Muy bien, les dijo, entonces busquen
sus paracaídas y suban». «¿Nosotros?», preguntaron los mecánicos atónitos. Y
entonces el piloto les informó de que todo mecánico que trabajaba en cualquiera de
los aviones que él debía probar, lo acompañaba siempre en el vuelo. El resultado fue
que los mecánicos pusieron nuevamente manos a la obra y dedicaron cuatro días más
al aparato.
Gorman lanzó su risita falsa.
—He, he. Muy bueno. Está muy bien esa anécdota.
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—Sí. Y nunca la he podido olvidar. Ese piloto murió. Pero murió en la cama. No
murió en el avión. Ese es un hecho que siempre tengo presente. En este momento,
senador, usted está en el papel de los mecánicos y yo en el del piloto. Sólo que no
puedo hacerlo volar conmigo. Yo tengo que hacer este viaje solo. Pero, ya que tiene
que ser así, seré quien decida los elementos que necesito manejar para que el viaje
sea seguro.
—Bueno. Está bien. Nadie puede discutirle eso.
—Y bien, quiero saber por qué esa mujer no vino a los Estados Unidos antes de
permitir que la mafia conociera sus planes.
—Mm… Bueno, como le dije antes, eso nada tiene que ver con la tarea de
encontrarla y traerla.
—Esa es su opinión, pero quiero saber el porqué. Y es mi cabeza la que está en
juego, ¿no, senador?
Los ojos de Gorman se empequeñecieron más aún.
—Ya sé que es su cabeza —dijo con mal disimulada hostilidad—. ¿De modo que
quiere saber eso? ¿De modo que no confía en mí? Está bien. Tendremos que
colaborar, aunque no confíe en mí. Pero yo confío en usted. Quiero que eso quede
bien claro. Al margen de lo que usted piense de mí, yo confío en usted.
—Lo único que quiero saber es… ¿O acaso es secreto?
—No. No es secreto. Quiere saber más de esa mujer. Es muy simple: pidió asilo
en Estados Unidos. ¿Me pregunta por qué no vino antes? Pues porque hay problemas
de inmigración, por si usted no lo recuerda. Ella puso ciertas condiciones. Pensó que
estábamos en condiciones de proporcionarle lo que necesita. En efecto, podemos
hacerlo. No fue fácil, pero lo conseguimos.
—¿Qué quería?
—¡Bueno, hombre! Usted ya se imagina. Quería entrar en Estados Unidos, como
inmigrante, para adoptar la ciudadanía. Y quería dinero. Y, por supuesto, protección.
La mafia tiene buena memoria y, si los deja en descubierto, no lo van a olvidar. La
mujer sabe hacer negocios. Sacó lo que valía ese arete. No se preocupé. Nos dará lo
que queremos, pero tenga por seguro que también sabrá obtener lo que busca. Tendrá
dinero, protección y la ciudadanía norteamericana.
—Por lo visto perseguía algo más que la venganza.
—¡Ah, sí! Es astuta. No es mercadería barata, se lo aseguro. Tiene algo para
vender y va a hacer que se lo paguen bien. Quiere asegurarse el futuro. Pero no olvide
esto: me importa un comino sus motivos; lo único que me preocupa es su
información. Si es capaz de crucificar a la mafia, que use papel higiénico de oro en su
baño. Yo se lo pagaré. Pero eso no importa. Usted y yo sólo tenemos un objetivo:
asegurarnos de que nos diga… a nosotros y al mundo… todo lo que tiene que decir.
Gorman frunció el ceño.
—¿Alguna otra pregunta?
Peter no había terminado.
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—Sí. ¿Cómo se enteró la mafia de los planes de esa mujer?
Gorman sonrió.
—Usted está como esos periodistas; por lo visto cree que me invitan a sus
reuniones secretas.
—Está bien. Ahí va otra pregunta. Los periodistas se la hicieron allí abajo y usted
la eludió, pero yo quiero una respuesta: ¿cómo sabe que la mafia está enterada?
Gorman miró al detective, con el ceño fruncido. Luego miró la carpeta de papel
secante. Por fin levantó la vis la al cielo raso, con los párpados entornados, se llevó el
vaso a los labios y bebió la mitad de su contenido.
—Usted me está pidiendo información confidencial. Si se la doy, no debe salir de
esta habitación. ¿Entendido?
Peter fue rápido en su respuesta.
—Tendré que pasársela a mi jefe. A Mr. Brandt no le gusta que sus agentes le
oculten secretos.
—Muy bien, su jefe puede saberlo. Acepto. Pero ¡nadie más!
—Nadie más.
Gorman hizo un gesto de aprobación con la cabeza y frunció los labios. Se
enderezó en el asiento y apoyó los codos en el escritorio. Ignoró el vaso de bourbon y
la forma en que lo hizo decía a las claras que era un olvido deliberado. Sus párpados
se habían contraído más aún.
—Muy bien —dijo—. Usted quiere conocer lo peor. ¿Ha leído en los últimos
tiempos algo acerca de un detective privado llamado William Clive? Encontraron su
cadáver en una cuneta, en las afueras de Washington. Estaba atado de pies y manos y
le habían volado la cabeza.
—No lo recuerdo.
—Es probable que los diarios de Filadelfia no se hayan ocupado mucho del caso.
De cualquier manera, no hay rastros. La policía está investigando el pasado de Clive,
los casos que manejó, los enemigos que se ganó. No han llegado a nada. ¿Quiere
saber quién mató a William Clive? Pues la mafia.
Gorman esperó, pero Peter no dijo nada. El senador le dirigió otra de sus sonrisas
torcidas.
—No parece muy sorprendido ante mi certeza. Estoy seguro de que si declarara
eso ante la policía de Washington, creerían que otra vez estoy viendo a la mafia
debajo de todas las camas. Pero el hecho es que fue matado por la mafia porque
estaba trabajando con nosotros.
—¿Fue mi predecesor?
—Sí, usted lo ha dicho. ¿Todavía quiere el puesto?
—Se me ha designado para este puesto y he aceptado desempeñarlo.
—Bueno, espero que tenga más éxito. Usted es sereno. No creo que Clive haya
sido lo bastante sereno.
—¿Qué ocurrió?
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Gorman bebió otro sorbo de bourbon; frunció el ceño y comprimió los labios.
—Bueno —dijo—, fue así: recibimos esa comunicación, ese cable de la testigo…,
de la amante de Bono. Quería saber si teníamos interés en su testimonio. Los cables
fueron y vinieron y ella nos proporcionó las pruebas necesarias para convencernos de
que era de fiar. Además mencionó suficientes nombres de las altas esferas de la mafia
como para convencernos de que su testimonio sería casi tan valioso como el del
propio Bono. De modo que aceptamos sus términos. Y lo primero que hicimos fue
pensar en su protección. Porque no queremos que le ocurra nada antes de declarar,
como ocurrió con Bono.
»Hasta ese momento, entiéndalo bien, sólo nosotros sabíamos que ella los
delataría. Pero ella había cambiado de nombre y dirección antes de ponerse en
contacto con nosotros y eso nos preocupaba. Después de haber matado a Bono, es
lógico suponer que la mafia controlaría de cerca a sus amigos, en especial a alguien
tan próximo a él como esa amante. En tal caso su repentina desaparición debía de
haberlos puesto en alerta. De modo que, aunque no conocieran su escondite ni el
nombre que había adoptado, podíamos estar seguros de que estaban esperando su
llegada a Estados Unidos. Por eso no quisimos que viajara sola, cualquiera que fuese
la personalidad que hubiera adoptado. Ella tampoco quería viajar sola. Esa fue una de
sus condiciones. Teníamos que brindarle protección antes de que se pusiera en
movimiento.
»De modo que entrevistamos a algunos detectives privados y contratamos a este
tipo Clive para hacer de guardaespaldas. Y la siguiente noticia fue la de su muerte.
Nos enteramos por los diarios».
Gorman carraspeó.
—Nadie sabe qué ocurrió, quién lo hizo o por qué —prosiguió—. Pero nuestro
grupo tiene su teoría. Suponemos que la mafia dio con él. No me pregunte cómo.
Quizá nos estén vigilando y hayan advertido que empezábamos a entrevistar
detectives. Quizá Clive cometió alguna indiscreción. De cualquier manera suponemos
que la mafia empezó a seguir a Clive y que Clive descubrió que lo seguían y atacó.
Por lo menos no vemos otra razón para que se hayan apoderado de él y lo hayan
matado antes de que les pudiera ser útil. Suponemos, además, que el tipo que lo
seguía no estaba solo. Clive fue golpeado y raptado; lo obligaron a hablar y luego lo
mataron para que no pudiera informamos.
»Como le decía es sólo una teoría. No sabemos, en realidad, qué ocurrió. Pero su
oficina no fue registrada, y nos imaginamos que si se hubiera resistido a hablar
habrían revuelto sus papeles para descubrir el motivo por el que lo habíamos
contratado. Haya hablado o no, tenemos que partir de la suposición de que lo hizo.
Afortunadamente no conocía aún la nueva identidad y dirección de la testigo. No
somos tan estúpidos como para haberle proporcionado esa información antes de que
partiera rumbo, a Europa. Sabía más o menos lo que usted sabe ahora o lo que va a
saber cuando salga de aquí.
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Peter asintió con la cabeza.
—Comprendo —dijo.
—De modo que ahora hemos cambiado de táctica —prosiguió Gorman—. Antes
nos esforzamos por mantener el secreto y pensamos que lo haríamos mejor
recurriendo a una agencia de detectives de poca envergadura. Ahora partimos de la
suposición de que la mafia está al tanto de todo; por eso hemos decidido que una
organización como la de Brandt es lo que más nos conviene por razones de seguridad.
Y como suponemos que la mafia llegó a Clive a través de espías que controlan
nuestros movimientos, lo he hecho venir a esta casa como uno de tantos periodistas
que asistieron a mi conferencia de prensa. Por eso le dije a Brandt que su hombre no
debía venir con una maleta ni nada que fuera más grande que un cuaderno de notas.
De esa manera pienso despistar a la mafia.
Gorman se bebió el resto de bourbon que quedaba en el vaso y se pasó la lengua
por los labios.
—Pero tenga presente una cosa: el hecho de que yo crea haber despistado a la
mafia, no significa que la hayamos despistado realmente. De modo que quizá lo
sigan a usted, de la misma manera que siguieron a Clive. Aun cuando crea que no hay
nadie a sus espaldas, actúe como si lo hubiera. Si lo siguen es porque la mafia conoce
su misión. Es probable que lo dejen llegar hasta la muchacha… No creo que corra
peligro hasta que llegue a ella…, a menos que cometa el error que aparentemente
cometió Clive, y ataque a la gente que lo sigue. Después que llegue hasta la
muchacha, la cosa cambiará de aspecto. A partir de ese momento espero que sepa
cuidarse o, mejor dicho, cuidarla a ella.
—Creo que con eso quedan contestadas la mayoría de mis preguntas —dijo Peter
—. ¿Cuál es el próximo paso?
Gorman echó hacia atrás su silla y volvió a colocar un pie sobre el escritorio.
—Haremos lo mismo que pensábamos hacer con Clive. La información vital es el
nombre de la muchacha y su dirección. No se lo comunicaremos hasta el último
momento. El programa es el siguiente: volará a Roma lo antes posible… Entre
paréntesis, ¿cuánto tardará en estar listo?
—Lo que tarde en recoger mi maleta y llegar al aeropuerto.
—¿Ah, sí? Bueno, eso es demasiado pronto. Aún no he hecho la reserva. Además
hay que hacer unos arreglos en el otro extremo… Avisar a la muchacha y cosas así. Y
mañana es domingo. Será imposible conseguir a cierta gente mañana. Calcule dos
días. Visite Washington, despídase de quien quiera. Descanse bien.
—Muy bien. Después emprendo vuelo a Roma. ¿Y luego?
—Tengo un contacto en la Embajada de Estados Unidos. Le daré el nombre y
dirección en el aeropuerto, cuando vaya a partir el avión. Cuándo llegue a Roma
llámelo a la embajada. No vaya personalmente, bajo ninguna circunstancia. Limítese
a hablarle por teléfono. Cuando lo haga, identifíquese con una frase que también le
daré en el aeropuerto; de esa manera él sabrá que usted es la persona que espera.
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Clive tenía esta información que le estoy dando, cuando cayó en poder de la mafia, de
modo que deben de saber que va a establecer contacto con la Embajada. Por eso no
tiene que ir allí. Debemos evitar que conozcan la identidad de ese contacto. La frase
secreta es para evitar que cometa un error y proporcione la información a quien no
corresponde…, en caso de que la mafia descubra quién es el contacto.
Gorman sonrió con su sonrisa torcida.
—Supongo que esto le sonará a novela de capa y espada; pero tengo mucha
experiencia con la mafia y le aseguro que las cosas tienen que hacerse de esta
manera. Estamos jugando con fuego y ya se ha quemado uno.
Peter sonrió.
—No se disculpe, senador. Se trata de mi cabeza. Quiero todas las medidas de
seguridad que ha enumerado y una más que se le ha escapado.
—¿Cuál es?
—No quiero que me vaya a despedir cariñosamente al aeropuerto. Si la mafia lo
está vigilando, la orientará hacia mí.
—No se preocupe por eso, Congdon. La mafia no me vigila cuando no quiero que
lo haga. Puedo quitármelos de encima en cualquier momento.
—No importa; puedo adelantarle que ese es el tipo de cosas que mi jefe no está
dispuesto a admitir.
Gorman frunció el ceño, y en su voz apareció una nota áspera.
—Su jefe no dirige la comisión. Ahora escúcheme bien: cuando se identifique
ante su contacto en la Embajada, él arreglará una entrevista. En la entrevista le
entregará una carta, firmada por mí, que le daré a su partida. El tiene una copia de esa
carta. Cuando hayan comparado las cartas, le entregará un sobre que contiene el
nombre de la chica, su dirección, su fotografía y el santo y seña con que usted se
identificará ante ella. Una vez que tenga en su poder esa información, trate de llegar
lo antes posible a la chica. Después saque billetes de vuelta en el primer avión
disponible y comuníqueme la fecha de su llegada. Tendré a mano una escolta de
policía o de gente del FBI para recibirlos. Su misión concluye en el instante en que
haya dejado la muchacha en manos de la escolta.
—¿Piensa ir a esperar el avión, senador? —preguntó Peter.
—Depende de cuando llegue. ¿Por qué?
—No me gustaría nada entregar a la chica a un grupo de mafiosos disfrazados de
policías.
—Entonces iré.
El senador se interrumpió e hizo una mueca ligeramente despectiva.
—Es decir, siempre que no tema que la mafia me haya seguido al aeropuerto y me
arrebate la chica.
Peter ignoró el comentario.
—Una pregunta más —dijo—. ¿Ha elegido algún alojamiento especial para mí en
Washington?
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Gorman hizo un gesto afirmativo.
—Sí. Le he reservado una suite en el Shoreham Hotel. Nuestro comité la reserva,
con carácter más o menos permanente, para nuestros testigos. La reserva se ha hecho
a nombre de Roger S. Desmond.
—Roger S. Desmond —repitió Peter—. Muy bien, creo que eso es todo por
ahora.
—Hay algo más —dijo Gorman—. Los mensajes tendrán que ser cifrados por
razones de seguridad. ¿Puede usted proporcionarme algún código indescifrable o
quiere que recurra a alguien de la CIA?
—Puedo proporcionarle uno.
—¿Cuándo me lo entregará?
—Dentro de dos minutos.
—¿Dentro de dos minutos? —exclamó Gorman—. ¿Y es indescifrable para
terceros?
—Completamente. Por supuesto no para los criptógrafos del gobierno. Ellos
podrían descifrarlo si contaran con un número razonable de mensajes y con el tiempo
suficiente. Pero es perfectamente seguro para nuestros fines.
Gorman retiró su pie del escritorio y se incorporó.
—O.K. Ponga manos a la obra —dijo, entregándole unas hojas de papel que sacó
del cajón central de su escritorio—. Lo dejaré sólo unos minutos.
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SÁBADO 16,45 - 17,35 HORAS
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número que corresponde a la R es el tres, el de la A es… este… el diecisiete.
Continuó traduciendo las letras a números, en hosco silencio. La crispación de
una comisura de su boca denotaba disgusto.
Finalmente reunió una serie de grupos numéricos:
LO QUE HE VISTO
3-17-9-3-20 12-4-21-17-19 26-18-25-15-8
10-18-20-10-5 1-9-3-11-12 3-23-23-4-22
12-19-9-10-14 1-11-14-17-18 3-6-14-26-14
15-5-25-2-21 16-18-6-7-20 7-2-20-24-9
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—Pero pensamos utilizar este código para un asunto muy serio. Creo que tenemos
que practicarlo un poco.
Gorman masculló una maldición y se bebió de un sorbo el resto de bourbon. Era
la imagen del niño malcriado y poco aplicado que debe quedarse después de clase y
vive su castigo con máximo resentimiento. Trabajó apoyando pesadamente la punta
de su bolígrafo. Cuando llegó al final del primer grupo de cinco letras levantó la vista
y frunció el entrecejo.
—¿R-S-E-N-A? No puede estar bien.
—Está bien.
—Eso no quiere decir un carajo.
—Ya verá que sí. Siga un poco más.
El senador continuó y, cuando habló, su tono era cortante.
—Ahora tengo T-O-R-X-R. R-S-E-N-A espacio, T-O-R-X-R. ¿No me diga que ahora
tengo que descifrar esto?
—No, no. Lo está sacando. En primer lugar, ignore la R. Es la firma en clave, por
así decirlo. No forma parte del mensaje. En segundo lugar, cómo ya habrá advertido,
el mensaje está dividido arbitrariamente en grupos de cinco letras. Eso facilita el
manejo y oculta el verdadero número de letras de las palabras. En tercer lugar, se
emplea la letra X en lugar del espacio, al final de cada palabra.
—¡Ah! —exclamó Gorman, y se aclaró la garganta—. Entonces dice: «to
senator…»[2]. ¿Sabe que no está mal? ¿Usted lo inventó?
—Creé esta combinación en particular. La idea es de Brandt. La emplea cada vez
que se necesita un código.
—Creo que tiene razón. Nadie va a poder descifrar este código.
Peter señaló el papel.
—Sí… Pero más vale que lo termine.
Pero Gorman había perdido la paciencia. Dejó el papel a un lado.
—Al diablo con esto. Ya sé como se hace. No necesito seguir descifrándolo.
—Es bueno practicar, senador.
—Quizá me crea un estúpido. Practique usted si quiere. Yo no necesito más que la
clave.
Recogió la hoja con la clave.
—¿Tiene copia de esto? —preguntó.
—Sí, hice una copia.
—Muy bien. Cuídela porque en los mensajes que le envíe usaré esta clave.
El senador se puso de pie, dobló la hoja y se la guardó en el bolsillo.
—Es importante que cada vez que cifre un mensaje, lo vuelva a descifrar para
asegurarse de que no ha cometido errores —recomendó Peter.
—Ahá. No se preocupe por eso. Preocúpese solamente por la chica. ¿Entendido?
Dicho esto, levantó el receptor del teléfono y pidió un taxi. Parecía más animado
cuando acompañó a Peter hasta la puerta.
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—El hotel está pasando el Rock Creek, cerca de aquí. Descanse y diviértase y
espere a que lo llame. Me pondré en contacto con usted en cuanto tenga todo
arreglado.
Peter se volvió.
—Gracias, senador; pero creo que es mejor que lo llame yo. Y desde un teléfono
de fuera. De esa manera evitaremos que las llamadas pasen por la centralita.
—Bien, bien. No se le escapa una ¿eh? Sí, señor; veo que es el hombre para esta
tarea —comentó Gorman y palmeó a Peter.
—Además estaría bien que me de su número de teléfono.
—Sí, tiene razón.
Gorman extrajo una tarjeta de su cartera, escribió algo en el dorso y se la entregó
a Peter.
—Este es mi teléfono particular, y éste el de mi oficina. Por si le interesa, mi
oficina está en el nuevo edificio de oficinas del Senado. No en el viejo; en el nuevo.
Pero ni se acerque. No quiero que la mafia comience a sospechar.
El taxi tardó veinte minutos en llegar y, cuando Peter salió, ya había oscurecido.
El senador Gorman esperó hasta que Peter se sentó en el asiento trasero.
—Encantado de conocerlo, Mr. Desmond —dijo—. Siempre es un placer recibir a
gente de mi Estado.
Peter agradeció al senador los minutos qué le había dedicado, dijo adiós y se hizo
llevar a Calvert Street 2500, Noroeste.
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SÁBADO 17,35 - 18,35 HORAS
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hall, entreabrió la puerta y miró hacia fuera. No había nadie a la vista.
Salió, entonces, al corredor, cerró la puerta, regresó al hall del ascensor, abrió una
puerta que daba a la escalera de servicio y descendió hasta la planta baja. Allí
tampoco lo vio nadie, y Peter siguió, por un corredor lateral que desembocaba en el
bar, por cuya puerta salió a una entrada para automóviles que conducía a la calle.
No se acercó a los taxis estacionados allí y salió a la calle. Comenzó a desandar
su camino. Anduvo por Calvert Street hasta Connecticut, allí dobló y cruzó el largo y
alto puente desde el cual se veían, como a vuelo de pájaro, el Rock Creek y el tránsito
del parque. Los automóviles pasaban como exhalación junto a él, que era el único
peatón.
Al llegar al otro lado del puente encontró un taxi cuyos pasajeros descendían
frente al Windsor Hotel. Subió y ordenó al conductor que lo llevara a la Union
Station. Se echó hacia atrás en su asiento, pero ya no era la postura cómoda,
descansada, de presidente de compañía, con que había viajado en el primer taxi. Ya
no estaba en esa etapa.
Al llegar a la estación, lo primero que hizo fue retirar su maletín. Era uno de esos
maletines pequeños y chatos en los que los ejecutivos se llevan trabajo a la casa.
Peter también llevaba en él sus elementos de trabajo; pero esos elementos eran de
naturaleza muy distinta. Había una camisa de secado rápido, como la que llevaba
puesta, unos calzoncillos, un par de calcetines de nylon, un estuche que contenía
cepillo de dientes, jabón, máquina de afeitar, brocha y desodorante, una libreta negra,
unos cuantos sobres especiales dirigidos a Brandt, que podían despacharse sin
franqueo desde cualquier lugar del mundo (o, por lo menos, desde aquellos lugares en
los que Brandt tenía influencia), un bolígrafo de repuesto y dos lápices. En otro
estuche, de diseño muy funcional, había un frasco de polvo para obtener impresiones
digitales, un pequeño pincel y una lupa. En un ángulo, sostenida por un broche, había
una caja de balas calibre 38, para el revólver chato que Peter llevaba bajo la axila. El
maletín era de cuero, con herrajes de bronce… Un diseño de Brandt, para los agentes
de Brandt. A diferencia de los habituales maletines de ese tipo, se abría ajustando las
diminutas esferas de un cierre por combinación.
Provisto de su maletín, Peter se dirigió a una de las cabinas telefónicas del gran
hall central y pidió comunicación con Filadelfia. Fumó medio cigarrillo, mientras
esperaba que lo pusieran con el «viejo», y observó a dos personas sentadas en el bar
próximo. Luego sintió en su oído el sonido cortante de aquella voz tan familiar.
—¡Diga! ¿Congdon?
—Sí, Mr. Brandt.
—¿Le dio las instrucciones el cliente?
—Las instrucciones y una habitación… en el Shoreham Hotel.
—¿Y qué hizo usted?
—Llené la ficha correspondiente, entré en la habitación y volví a salir por otra
puerta. Lo llamo desde la estación ferroviaria.
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—¿Cree que alguien lo ha seguido?
—Juraría que no. Pero eso no quiere decir nada.
—Bien dicho. Supongo que sabe con qué se va a enfrentar.
—Tengo una idea.
—Entonces no hay para qué hablar del asunto. Haga un informe y despáchelo esta
misma noche. Quiero conocer los detalles.
Hubo una pausa y luego Brandt añadió:
—Use nuestro código para el informe.
El código de la agencia era el mismo tipo de combinación de letras y números que
Congdon había preparado para el senador. Cada agente tenía una versión propia, que
debía memorizar a fin de que nunca le encontraran la clave encima. Pero Brandt
había introducido una complicación más en el código de sus agentes, para evitar que
se repitieran combinaciones de letras y números. En lugar de desplazar el punto de
partida un lugar en cada caso, como Peter había enseñado a Gorman, el punto de
partida podía variarse de cero a nueve lugares, de acuerdo con los dígitos de la tabla
de multiplicar derivada del número que acompañaba a la letra clave.
Peter lanzó un gemido. Los agentes de Brandt siempre gemían cuando se les
exigía un mensaje cifrado. Ya era bastante problema redactar un informe, porque
Brandt quería todos los detalles en los ficheros y en sus manos. Pero el cifrar el
informe y el volverlo a descifrar para evitar errores, el recopiarlo y controlar la copia,
significaban horas de trabajo extra. Mientras tanto, en la oficina, Brandt alimentaba a
una computadora con aquel material y la copia descifrada brotaba en menos tiempo
de lo que tardaba en leerla.
Pero Brandt no tenía clemencia con sus agentes.
—No se lamente —gruñó—. Este asunto puede ser muy peligroso y no quiero
correr el riesgo de que se filtre nada. De paso este trabajo lo mantendrá ocupado en su
habitación esta noche. Si sale no va a hacer más que buscarse dificultades. Y,
hablando de eso, quédese en la habitación del hotel. No se ande luciendo.
—¿En qué hotel?
—¿Qué pregunta es esa? Usted sabe qué hotel. El nuestro.
Peter no gimió por segunda vez, pero recordó la preciosa habitación que había
abandonado y todo aquel medio ultra elegante… Hasta pensó en la fuente del
vestíbulo.
—Estaba pensando, jefe… El sen… Quiero decir el cliente… escogió un hotel
que parece ser muy conveniente y nadie me ha seguido. Creo que estaría mejor allí.
—Vaya al nuestro, pedazo de idiota. ¿Para qué cree que me tomo el trabajo de
organizar las cosas? Y espero que haya recomendado al cliente que no lo llame.
—Se lo dije.
—Eso está bien. No lleve nada de valor encima. No cambie más cheques de viaje
de los que necesite…
Y así siguió una larga lista de «haga tal cosa» y «no haga tal otra», que era rutina
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en todas las misiones peligrosas. Peter no la sabía de memoria, pero la había oído más
de una vez.
—Sí mamá —respondió suavemente.
—¡¿Qué dice?!
—Sí, Mr. Brandt.
—No se haga el gracioso conmigo, Congdon. Cuando le hago estas
recomendaciones no estoy pensando en mi salud. Usted no es tan vivo como se cree.
Ya me di cuenta de que casi se le olvidó decir «cliente». Como ve, se le escapan
muchas cosas.
—No tengo su experiencia, señor —replicó Peter, con fingido respeto.
—Entonces le conviene escucharme. Quédese en su habitación. Cuando sea
necesario ponerse en contacto con el cliente, hágalo desde una cabina telefónica,
hasta el momento en que le tenga que entregar la mercancía y, cuando llegue ese
momento, asegúrese de que la entrega se haga en propia mano. Y no olvide el recibo
firmado.
Peter carraspeó.
—Tengo que ver al cliente una vez más, Mr. Brandt. Tiene que entregarme ciertos
papeles de los que no quiere desprenderse hasta último momento…
—¿Qué? —rugió Brandt—. ¿Para qué mierda tiene usted cerebro? En el último
momento ¡ah! ¿Qué pretende? ¿Dejarlos en sus manos en el instante en que usted
suba al avión?
;—Le dije que eso era imposible. Tendrá que pensar en otra cosa.
—¡Ah! ¿De modo que tendrá que pensar en otra cosa? ¿De dónde ha sacado usted
que el cliente es quien organiza las cosas? Cuando nosotros aceptamos una tarea la
hacemos a nuestra manera. Dígale que cualquiera sea el material que quiera
entregarle, se lo haga llegar por un mensajero o por correo certificado. Su idea de lo
que es una novela de capa y espada no coincide con la mía, y cuando esta
organización se hace cargo de un trabajo, el trabajo lo hacemos nosotros. Lo hacemos
todo y lo hacemos a nuestra manera. Usted debería saberlo. Lo elegí porque creí que
tenía cerebro y coraje. No me haga quedar en ridículo. Demuestre que tiene cerebro.
—Lo lamento —dijo Peter en tono sarcástico—. Creí que me había elegido
porque era soltero.
—Magnífico—la voz de Brandt sonaba igualmente sarcástica—. Ojalá su
proceder fuera tan ingenioso como sus respuestas. Si tiene algo más que decir
inclúyalo en el informe, y no se olvide que tiene que cifrarlo. Y espero tenerlo sobre
mi escritorio el lunes por la mañana.
—«Roger», cambio y corto —dijo Peter, con algo más que un dejo de amargura
en su voz.
Creía ser un buen agente de Brandt. Se consideraba uno de los mejores. Había
creído que al elegirlo para una misión de tanta responsabilidad como ésta, el «viejo»
había confirmado su punto de vista. No le gustaba que lo pusieran como un estropajo,
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pero tenía que reconocer que el «viejo» tenía cierta razón al estar descontento. Con
todo, colgó enfurruñado. Su boca era una línea dura. ¡Mensajes cifrados y el Emerson
Hotel! Le había gustado la atmósfera distinguida del Shoreham Hotel y le fastidiaba
no poder regodearse en ella…, ni moverse un poco por la ciudad. Había unas cuantas
direcciones que le habría gustado controlar. Pero era evidente que Brandt se le había
anticipado. La misión iba a ser peligrosa y tenía que estar dispuesto a enfrentar los
peligros; pero justamente por eso se sentía con derecho a divertirse un poco antes de
que el asunto comenzara. Comer, beber y pasarlo bien…, sólo que Brandt no era
gourmet, ni amigo de la diversión y, cuando se trataba de trabajo, no tenía sentido del
humor.
El Emerson Hotel estaba a muy pocas manzanas de la estación, en las calles 1 y
D, Noroeste. Era un edificio de proporciones modestas, de ladrillos a la vista,
pintados de amarillo. El nombre figuraba en una placa de bronce, junto a la puerta.
Peter no entró directamente. Pasó de largo y entró en un estacionamiento situado
unos metros más allá. Había un kiosco de diarios y revistas. Fumó un cigarrillo detrás
del kiosco, cubriendo el resplandor de la brasa con la mano, y al ver que nadie se
asomaba en su busca, decidió que podía entrar sin peligro en el hotel.
El vestíbulo era pequeño, con suelo de grandes mosaicos blancos y negros. Al
fondo estaba la mesa de recepción, junto a la escalera. A la derecha, subiendo unos
escalones, había una salita con sillones y sillas de cuero, en tonos de azul, oliva y
anaranjado. A la izquierda, descendiendo otros escalones, una arcada se abría sobre el
pequeño bar. El lugar era muy agradable para quien no hubiera entrado antes al
Shoreham y no tuviera que cifrar un largo informe para Brandt. Para alguien en la
situación de Peter, era un ambiente directamente depresivo.
En la mesa de recepción preguntó por una reserva a nombre de Horace Pepper[3].
(El nombre había sido idea de Brandt, por supuesto, no suya. El «viejo» tenía cierto
sentido del humor en esas cosas, si uno era capaz de apreciar ese tipo de ocurrencias).
El empleado consultó y dijo que sí, que había una reserva hecha. ¿Mr. Pepper
quería habitación individual?
—Individual…, lamentablemente.
—Con baño, televisión y aire acondicionado son ocho dólares por día.
—¿Aire acondicionado? ¿Cuánto cuesta con calefacción? —preguntó Peter, con
expresión avinagrada.
El empleado lanzó una risita.
—Hay calefacción y aire acondicionado en todas las habitaciones. Televisión
también. Pero podemos retirar el televisor.
—Ni se le ocurra.
Peter llenó la ficha y le dieron la habitación número 12. El reloj que colgaba tras
el mostrador señalaba las dieciocho treinta y cinco, cuando el conserje tocó la
campanilla para llamar al botones.
—Quiero que me sirvan la cena en la habitación —dijo Peter.
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—Sí, señor. Enviaré en seguida a alguien. ¿Algo más, señor?
Sí. Una botella de whisky.
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DOMINGO 9,30 - 11,35 HORAS
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siguientes? ¿Qué ocurriría dentro de cinco años? ¿Cuánto avanzaría Gorman en su
camino, sobre todo si su nueva testigo le proporcionaba las bases? Otros políticos
habían sido promovidos por una circunstancia favorable. No había por qué descartar a
Gorman.
¿Quién iba a pensar cinco años antes que John Kennedy iba a entrar en escena?
¿Cómo había entrado Warren Harding en la Casa Blanca? ¿No se podía haber
predicho que era quien menos condiciones reunía para lograr el cargo? ¿Y el actual
titular y posible aspirante al segundo período? ¿Habría tenido, acaso, un primer
período si JFK no lo hubiera utilizado para promover su propia campaña? ¿Y quién se
hubiera imaginado, un año antes de que ocurriera, que Truman iba a llegar donde
llegó? Quizá sucediera lo mismo con Gorman…, siempre que él, que Peter Congdon,
trajera a la testigo sana y salva a Estados Unidos.
Peter terminó de beber su café, de pie ante la ventana. Hacia la derecha se veía la
estación; a la izquierda, el Capitolio; tierra, césped y árboles al frente, y un ligero
tránsito dominical en las calles visibles Era un tranquilo domingo de noviembre en la
capital de Estados Unidos, pero podría haber sido una ciudad cualquiera del territorio
estadounidense a juzgar por las apariencias. La gente parecía preocupada por sus
propios problemas, descansando en su día libre, interesada por sus asuntos familiares.
Él, Peter Congdon, ese hombre que atisbaba a través de los visillos de su
habitación en un pequeño hotel, pronto participaría en una aventura que figuraría
entre los grandes titulares. Quizá esa ventura hasta afectara las vidas de la gente que
conducía aquellos automóviles; Si Peter fracasaba en su misión, la estrella política de
Gorman se extinguiría. Y si Peter Congdon triunfaba, se convertiría en un fabricante
de reyes.
Pero los conductores prestaban atención a los demás automóviles y no miraban la
ventana, ni sabían quién estaba tras los visillos. Nadie más que Brandt sabía que él
estaba allí; ni la mafia, ni siquiera el senador.
Peter vació su taza y la dejó sobre la mesa. Ya que le tocaba en suerte ser el
promotor de una carrera, hubiera preferido que esa carrera no fuera la de Gorman.
Pero a él no le tocaba elegir. Gorman era el verdadero promotor. Peter Congdon no
era más que el instrumento, como lo había sido en su momento un detective llamado
Clive. Y si Peter terminaba siendo un cadáver, Gorman contrataría otro detective.
Sacrificaría todas las vidas que fueran necesarias para conseguir a aquella chica. No
era misión de Peter detenerse a meditar por qué; lo que tenía que hacer era ponerse el
abrigo, averiguar cómo andaban los planes para «conseguir a la chica» y recibir sus
órdenes. Se calzó la cartuchera y el revólver, la chaqueta, el abrigo y el sombrero,
salió de la habitación y cerró con llave la puerta.
Hizo la llamada desde una de las cabinas de la estación y la hizo con cierta
vacilación. Peter creía ser un tipo con dotes de mando, un líder nato, capaz de
manejar a su propio jefe, utilizando sus maneras caballerescas. Pero no podía eludir la
sensación de que Gorman lo había manejado la noche anterior; de que Gorman era
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como un toro, que tenía un objetivo ante los ojos y le importaba un bledo las reglas
de conducta, lo correcto o lo lícito. En el métier de Gorman, Gorman dictaba las
reglas y las reglas eran para su uso.
Un criado atendió el teléfono; el senador no tenía esposa, ni familia. Luego
apareció Gorman en la línea. Su voz tenía una nota insana.
—¿Desmond? Pero ¿quién se ha creído que es?
El alarido hizo parpadear a Peter.
—¿Dónde mierda se ha metido?
—¿Metido? —Peter se esforzó por mantener su voz tranquila y leve con un matiz
de rebeldía.
—¿Dónde ha estado, carajo? He estado tratando de dar con usted desde las nueve
de la mañana.
—Senador, habíamos convenido en que lo mejor sería que yo lo llamara —replicó
Peter en tono cortante.
—Usted lo dijo. Yo no accedí un carajo. Si cree que voy a permanecer sentado
esperando a que suene el teléfono, mientras tengo un montón de cosas que hacer, está
muy equivocado. ¿Quién diablos cree que está manejando este asunto…? ¿Acaso
usted?
—Lo lamento, senador, pero mi organización tiene ciertas reglas en materia de
secreto, cuando se trata de un asunto de esta naturaleza, y yo tengo que…
—Aquí soy yo quien paga las cuentas y yo seré quien cree las reglas. Quiero una
respuesta. ¿Dónde diablos ha estado?
—Desayunando.
—No me diga eso. Lo mandé buscar en todos los restaurantes del hotel.
—¿Me mandó buscar? ¿Qué clase de secreto…?
—Así es, lo mandé llamar. Cuando lo busque, quiero que aparezca al instante. Le
dije que permaneciera en su habitación. Ahora dígame por qué no contestó cuando lo
mandé llamar, y no me diga que se olvidó del nombre bajo el que se registró.
—No, señor, pero no dudo que comprenderá que no podía contestar a una llamada
en público, dadas las circunstancias.
La respuesta de Peter detuvo a Gorman por una fracción de segundo.
—¿Quiere decir que oyó que lo estaba llamando y no hizo caso? —preguntó con
tono incrédulo.
—Senador, ya se lo he dicho. Nosotros tenemos nuestras reglas en materia de
secreto. Si tiene dudas, estoy seguro de que mi jefe le sabrá explicar.
—Hablaré del asunto con su jefe. Y sabré si sus reglas en materia de secreto
incluyen el incumplimiento del deber.
—¿Incumplimiento del deber?
—El no estar disponible en una emergencia.
Peter tragó saliva. Mientras hiciera bien su trabajo, Brandt lo respaldaría. Pero ¿y
si el cliente tuviera razón y el detective estuviera equivocado?… Bueno, uno no podía
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pensar en cosas así, estando Brandt de por medio. Peter no estaba muy seguro de la
versión que Gorman daría a Brandt.
—¿Cuál es la emergencia, senador? —preguntó lentamente.
—La emergencia es usted… y su paradero. Lo llamo y de pronto no está y nadie
sabe dónde ha ido. Y los reporteros me han estado llamando, y yo tenía la cabeza en
otra parte, preocupado con lo que podía haberle sucedido. Temía que la mafia hubiera
dado con usted. He estado aquí devanándome los sesos, pensando en qué nos
podíamos haber equivocado, en cómo habían dado con usted y por dónde se estaban
filtrando mis secretos. Casi me he vuelto loco. ¡Y usted estaba desayunando
tranquilamente e ignoraba mis llamados!
Peter encendió un cigarrillo y trató de tomar las cosas con calma.
—Quédese tranquilo, senador —dijo—. El grupo que menciona no sabe nada de
mí. Por supuesto, salvo que haya interceptado esta comunicación. Pero como yo soy
quien hizo la llamada y estoy hablando desde un teléfono público, podemos suponer
que no están escuchando; de todas maneras no olvidemos que mi nombre es Roger
Desmond.
—Y más vale que también recuerde algo, Mr. Peter Congdon. Su nombre será el
que yo disponga y cuando yo lo disponga. Yo soy el que da las órdenes, no usted. De
modo que suprima ese tonillo zumbón. Ahora le diré por qué lo llamaba. Ya tengo sus
billetes. Partirá mañana por la tarde del National Airport a las diecisiete treinta y
cinco, en el vuelo setecientos de TWA. ¿Entendido?
Peter extrajo su libreta y tomó nota.
—Sí, señor.
—Trasbordará en Nueva York al vuelo ciento catorce de Pan American, que parte
a las dieciocho treinta para Roma. Llegará a Roma a las doce y diez, hora de Roma.
Mediodía, no medianoche. En pleno día de trabajo. ¿Entiende?
—Sí.
—Hay una parada de una hora en París, pero es inevitable. No hay una buena
conexión desde Washington con los vuelos directos.
—Está bien. Iré en el vuelo que diga.
—Salga del hotel mañana a las quince treinta. No. pague nada. Simplemente diga
en la mesa de recepción que se va y entregue la llave. Espere fuera bajo la
marquesina. Mi coche lo recogerá a las quince y cuarenta y cinco. En el trayecto al
aeropuerto le entregaré las instrucciones finales.
—Discúlpeme, senador —intervino Peter—, pero habíamos convenido en que el
irme a despedir al aeropuerto sería una maniobra muy torpe, ¿lo recuerda?
—Recuerdo que a usted le pareció torpe. Yo he decidido que no lo es. No lo será
mientras yo me encargue de manejar la situación.
—Lo lamento, senador; pero no podrá hacerse así.
—¿Qué ha dicho? —la voz de Gorman parecía extraordinariamente tranquila.
Peter conservó un tono cortés, pero a la vez muy firme.
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—Dije que lo lamento, pero no podrá hacerse así. No puede acompañarme al
aeropuerto.
La voz de Gorman seguía siendo tranquila, pero ya comenzaba a dejar traslucir su
furia.
—Pero dígame, hijo de puta: ¿sabe con quién está hablando? Usted no me va a
dar órdenes. A mí no me da órdenes nadie, incluyendo al presidente de los Estados
Unidos. Yo lo he contratado para que haga un trabajo. Le pago para que haga un
trabajo, y cuando pago, ordeno.
—Lamento estar en desacuerdo, senador; pero no me paga a mí. A mí me paga el
jefe de la organización para la cual trabajo, y él es quien me da las órdenes. Y me
ordenó en forma específica que no fuera con usted al aeropuerto. Si consigue que
cambie sus directivas, tendré mucho gusto en complacerlo…
—Tengo que entregarle papeles… —chilló ahora Gorman, con voz aguda.
—Él sugiere un mensajero.
—¿Él sugiere? ¿Él ordena? Métaselo en su cabeza, Congdon: Robert Gerald
Gorman es el presidente de esta comisión, no Charles Foster Brandt. El hará lo que
yo le ordene, y sus agentes harán lo que yo quiera. Yo soy quien conoce la mafia, no
Brandt. Soy yo quien le dice que esto tiene que ser secreto. No es usted quien me lo
dice a mí. Y yo soy quien decide hasta qué punto es secreto y cómo vamos a hacer
para mantener el secreto. Yo soy quien conoce el asunto. Yo soy quien dirige la
comisión. Yo determino cómo se ha de gastar el dinero, cuál ha de ser nuestro
programa y cómo lo cumpliremos. No es usted quien me lo va a decir. Y tampoco su
Mr. Brandt. ¿Entendido, Congdon?
Peter se esmeró en mantener su voz perfectamente controlada. Gorman no era el
primer cliente difícil con que se enfrentaba, aunque prometía convertirse en el más
difícil.
—No estoy tratando de darle órdenes, senador. Me limité a sugerirle una cosa. Mi
jefe aprecia este asunto en toda su gravedad y tiene mucha experiencia en estas lides.
Si considera que un mensajero…
—No me importa lo que él piense, ni lo que piense usted, ni nadie en su
organización. ¡Y maldita sea si todos ustedes son tan estúpidos como para pensar que
voy a confiar documentos ultrasecretos a un intermediario!… Yo, en persona, le daré
los papeles que tengo que darle. ¡En persona, me oye! ¡En esta operación no se
cometerán errores porque yo mismo la conduciré! Yo soy el único a quien ellos no
pueden comprar ni amenazar, y yo, personalmente, me aseguraré de que la persona a
quien corresponde reciba los papeles que le corresponden. Ellos serían capaces de
asesinar por esos papeles, Congdon. Harían cualquier cosa por esos papeles. Yo no
los largaré de mi mano hasta que no estén en las suyas, Congdon. Eso es todo lo que
tengo que decir. ¿Entendido?
—Sí, señor. Pero Mr. Brandt no me dejará ir al aeropuerto con usted. Quizá si
usted lo llama…
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—No tengo tiempo para llamarlo. ¡Carajo, por qué tendré que lidiar siempre con
incompetentes! Está bien, no iremos juntos al aeropuerto. Nos encontraremos en otra
parte. Pero no en el hotel. No quiero que nos vean juntos en el hotel.
A Peter no le gustaba aquello, pero no le veía otra salida. Si Gorman no estaba
dispuesto a aceptar intermediarios, tendrían que encontrarse. Hasta Brandt lo
comprendería. Si Peter se negaba, Gorman se quejaría ante el «viejo» y Peter las
vería negras, por comportarse como un obstruccionista.
—No —dijo—. El hotel sería un pésimo lugar.
—Lo mejor sería algún bar. Pero no el «Carroll Arms» o él «Nick and Dottie’s»
ni el del «Emerson». Me conocen demasiado bien en ellos. Tenemos que elegir algún
lugar apartado, lejos de mis oficinas.
El senador pensó unos instantes y dijo:
—¿Conoce el «Case’s Bar» en la calle H, suroeste?
—«Case’s» —repitió Peter y tomó nota—. ¿Cuál es le dirección?
—No sé, pero está justo antes de llegar a la avenida Maine, sobre la acera norte.
Peter tomó nota,
—¿Lo conocen ahí? —preguntó.
—Sólo he estado un par de veces y hace mucho tiempo. Nadie me reconocerá.
—Está bien. Supongo que es seguro.
—Si digo que es seguro, más vale que me crea. «Case’s Bar». Mañana a las
quince cuarenta y cinco. Y recuerde, calle H, Suroeste, no Noroeste.
—Está bien.
—Y no permita que lo sigan.
Peter hizo una mueca.
—Procuraré que no lo hagan —dijo cortésmente.
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LUNES 15,45 - 16,25 HORAS
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que esperar al senador en el minúsculo hall formado por la puerta-cancel.
Al entrar se encontró en el salón comedor, al bar se llegaba pasando por una
puerta a la izquierda. Las persianas estaban cerradas y la única luz provenía de una
lámpara central y del cartel de neón rojo que decía «bar». Delante había una mesa de
recepción, en el momento desierta, y el salón-comedor se prolongaba hacia la
derecha. Las mesas, cubiertas por manteles blancos, parecían fantasmas en la
oscuridad.
El bar estaba casi tan oscuro como el restaurante, pero por lo menos había
algunos clientes. El mostrador se extendía sobre la pared opuesta a la puerta y, de pie
junto a él, había tres individuos que parecían más bien vagabundos que marineros.
Mesas y sillas se alineaban a lo largo de la pared interior. También había un
jukebox, que anunciaba cien melodías populares. Su resplandor fluorescente era la luz
más brillante que había en el salón.
Peter se sentó a la segunda mesa, frente a la puerta. No le gustaba lo que veía. Los
parroquianos tenían un aspecto siniestro, el encargado del bar lucía una barba de dos
días y la rechoncha camarera, que se acercó a su mesa, tendría que haber lavado su
delantal una semana antes. En ese ambiente, el senador Gorman y el pulcro Peter
Congdon se destacarían como dos astronautas en un velatorio.
Peter dejó sus cosas en la silla vecina, pidió una jarra de cerveza y encendió un
cigarrillo. Mientras esperaba, entraron otros dos individuos con aspecto de
facinerosos, y uno de los otros abandonó el local.
A las quince cuarenta y cinco en punto llegó el senador Gorman. Llevaba un
sombrero de fieltro con el ala inclinada, un abrigo de lana de yak, con cuello de visón
y gafas oscuras. No era una vestimenta ordinaria, pero la figura pesada y el rostro
ancho del senador la hacían parecer ordinaria. Al verlo, Peter pensó que no era el tipo
de hombre cuya apariencia física llama la atención. Era demasiado común. Hasta su
rostro tenía un tipo indefinido, difícil de recordar; sin embargo, la difusión que había
de dar a ese rostro la llegada de la testigo podía llegar a estamparlo con caracteres
indelebles en la memoria colectiva del país.
El senador miró a su alrededor, se sentó a la mesa frente a Peter y se quitó el
sombrero y las gafas. Estaba de mejor talante que durante la conversación telefónica
y hasta llegó a emitir una de sus risitas ahogadas.
—¿Qué le parece el lugar para una reunión secreta? —preguntó.
Peter no le dijo lo que pensaba, y se limitó a responder:
—Es oscuro.
Era una respuesta que no lo comprometía y tampoco lo hacía sentirse deshonesto.
—¿Se ha tomado la tarde libre, senador? —le preguntó tras una breve pausa.
Gorman volvió a emitir su desagradable risita.
—El senado no tiene horario de nueve a cinco. Hoy no hay sesión, de modo que
estuve poniendo al día el trabajo de oficina.
La camarera se acercó y Gorman trató de mantener el anonimato, a su manera.
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—Un Manhattan. ¿Y usted qué va a pedir, Desmond?
Mr. Desmond, que ya había apurado su cerveza, respondió que también tomaría
un Manhattan, y la camarera se alejó. Gorman se acodó sobre la mesa y adelantó el
cuerpo.
—¿Sabe lo que debe hacer?
—Tomar el vuelo de las diecisiete treinta y cinco a Kennedy y el de las veinte y
treinta a Roma.
—Sí. En Roma he reservado una habitación para usted en el hotel Savoy, a su
verdadero nombre. Pero no espere a llegar allí para llamar a mi amigo de la
Embajada. No sé a qué hora almuerza o si duerme la siesta o algo así, pero no pierda
tiempo. El aeropuerto está bastante lejos de la ciudad, según tengo entendido. Debe
llamarlo en cuanto salga de la aduana. ¿Tiene su pasaporte?
—Pasaporte y certificado de salud. Todo menos los billetes de avión.
—Muy bien. Llámelo. Espera su llamada entre las doce y la una. ¿Habla usted
italiano?
—No.
—¡Pero! ¿Cómo diablos cree Brandt que…?
—No se preocupe. Me las arreglaré.
La camarera regresó y dejó los dos Manhattan sobre la mesa. Gorman no
preguntó el precio, pero sacó tres dólares de su cartera y se los entregó a la mujer.
—Está bien —dijo.
La mujer agradeció, impresionada.
—Lástima que no sepa quién es usted —comentó Peter—. Podría haber ganado
un voto.
Gorman rio con su risita ahogada.
—Es verdad, es verdad… Y uno los gana con el dinero de ellos, con el dinero de
los propios contribuyentes. Así es la política.
—Recuérdeme que no pague mis impuestos sobre la renta.
—Je, je, je. Usted es tranquilo, Congdon. Me doy cuenta de eso.
—No estoy tranquilo. Estoy sentado sobre alfileres.
—¿Nervioso?
—Ansioso por partir.
—Tranquilícese, tranquilícese. ¿Quiere un sandwich o algo así?
—Comeré algo en el aeropuerto, si tengo hambre.
Gorman se llevó la copa a los labios. Su parte de la aventura había concluido
felizmente, de modo que ahora podía relajarse, paladear el momento. También podía
tratar de conquistar al detective, charlar con él, mostrarse amistoso, mostrar interés
por el hombre.
—¿Lleva armas?
—Sí.
—¿Tiene buena puntería?
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—Sí.
—No es muy conversador, ¿verdad?
—No cuando trabajo.
Gorman bebió otro sorbo de Manhattan. Su copa estaba casi vacía ya.
—¿Cómo piensa meter su revólver en Italia?
—Lo llevaré encima. En el aeropuerto de Roma no abren las maletas…, por lo
menos las norteamericanas.
—¿Así que ya ha estado en Roma?
—En una oportunidad.
—¿Cuánto tiempo permaneció allí?
—Tres semanas.
—Entonces conocerá bastante la ciudad.
Peter sonrió.
—Digamos que si me deja en mitad del Foro, sabré encontrar el Coliseo y el
monstruo…, digo el monumento de Víctor Manuel. Por lo menos era capaz de
hacerlo hace siete años. No sé si lo podré hacer ahora.
Gorman sonrió y meneó la cabeza. Quería hacer hablar a su interlocutor.
—Vamos, vamos. ¿En tres semanas? Tiene que conocer bien la ciudad.
—Nunca la recorrí. En cambio, me familiaricé mucho con ciertos aspectos de un
determinado colegio de señoritas.
—¿Colegio? Sí. Pero ¡ir a Roma y no recorrer la ciudad! No entiendo.
—Es muy simple. Fui a ver a una chica cuyo padre la mandó a un colegio de
Roma, para que no siguiera viéndome. Lo que me interesaba era la chica, no la
ciudad. O quizá sólo trataba de fastidiar al «viejo». De cualquier manera ni siquiera
habría visto el Foro, si ella no me hubiera arrastrado allí un domingo por la tarde.
—Pero no se casó con la chica…
—No, no me casé con la chica.
—Y se quedó soltero, soñando con su amor perdido. Y por eso está dispuesto a
hacerse cargo de una misión tan peligrosa como ésta…
Peter terminó su cocktail y dejó la copa.
—Es un romántico, senador. Fui a Roma a verla y la vi. Y decidí que no era la
chica que quería. En realidad por lo que más me atraía era porque era algo así como
un fruto prohibido. De modo que me volví.
—¿Y ella se quedó todos estos años…?
—A ella no se le movió un pelo. Había montones de hombres dispuestos a
tomarla de la mano, antes de que yo llegara y después de que yo me fui. Olvidemos el
pasado, senador. Lo que importa es mañana.
—Sólo estoy tratando de distraerlo de otros pensamientos. Se está metiendo en
algo que no es como para tomarlo a la ligera, ¿sabe?
—Lo sé.
Peter consultó su reloj de pulsera.
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—Son las cuatro.
—¿Tiene alguna pregunta que hacer? ¿Cualquier cosa?
—No, señor.
Gorman hizo un gesto de aprobación y apuró el resto de su bebida.
—Si me he comportado como un tipo de mal carácter, Congdon, es porque he
estado soportando muchas tensiones últimamente. Espero que comprenda.
Ahora era Peter quien estaba sometido a tensiones. Acababa de entrar un nuevo
parroquiano; un tipo moreno, que vestía jeans y una zamarra con la desteñida imagen
de un barco de vela en la espalda. Peter le clavó la mirada, y el hombre los miró a él y
a Gorman con igual desenfado, mientras se dirigía al bar.
Gorman gozaba por el nerviosismo, de Peter. Se apoyó sobre la mesa y le sonrió
con su sonrisa ladeada.
—No se preocupe, no es un espía de la mafia. ¿Cree que no sé borrar mis huellas?
—De cualquier manera, senador, preferiría salir lo antes posible.
—No hay prisa. Tengo mi automóvil fuera. Mi chófer puede llevarlo al
aeropuerto. Por supuesto, yo me quedaré, ya que su Mr. Brandt…
—¿Ha dejado su automóvil con chófer fuera?
—No en la puerta del bar. No soy un idiota. Está más allá.
—¿De modo que ha venido en su automóvil…?
—¿Y cómo diablos quiere que llegue hasta aquí? ¿Pensó que vendría a pie?
—Senador, ellos conocen su automóvil.
—Pero no saben dónde está. Le he dicho que sé lo que hago. La mafia me teme a
mí, yo no le temo a la mafia. Ellos no me controlan. No controlan la situación a mi
alrededor. Cuando no quiero que sepan a dónde voy o qué hago, ellos no lo saben.
—Muy bien—dijo Peter—, me alegro. Pero no juguemos con fuego, ¿no le
parece? Deme los papeles y me iré.
—No corra tanto. Quisiera beber otra copa.
—Bébala y brinde por mí. No saldré con usted, senador. Saldré antes.
—Está bien, pero espere. Quédese tranquilo, yo se lo digo. Deje de pensar que
todos los que entran son miembros de la mafia.
Peter le dirigió una sonrisa irónica.
—Creí que era usted quien veía «la mafia bajo todas las camas». ¿Y bien,
senador? —añadió, mientras apartaba su copa—. ¿Se resigna a separarse de esos
papeles ahora? Después de todo el código es seguro; usted y yo somos los únicos que
tenemos la clave.
Gorman volvió a exhibir su sonrisa ladeada.
—La impaciencia de la juventud—comentó.
Luego introdujo la mano en un bolsillo interior y extrajo un sobre tamaño oficio y
un billete de avión, unidos con una goma elástica. Miró a su alrededor, pasó
torpemente los papeles bajo la mesa y bajó la voz.
—¿Me hará saber la fecha y hora de su llegada para que lo vaya a esperar?
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Peter asintió con la cabeza y guardó el sobre en un bolsillo interior de su
chaqueta.
—De eso puede estar seguro. Gracias por la copa.
Se puso el abrigo y el sombrero, recogió su maletín y salió.
Fuera, junto a la tienda de barcos en miniatura, estaba estacionada la limousine
negra de Gorman. El chófer de color leía el diario detrás del volante. Era un
automóvil grande, mi automóvil reluciente, el único automóvil a la vista. ¿Durante
cuánto tiempo iba a mantener en secreto su paradero el senador? Peter hizo una
mueca y se volvió hacia la avenida Maine.
Ahora hacía más frío. Se abotonó el abrigo hasta el cuello y sacó unos guantes de
cuero del bolsillo. Volvió a pensar en Stephanie y se sorprendió de haber pasado tanto
tiempo sin recordarla. No la había recordado hasta que unos minutos atrás, el senador
la había traído a su memoria. Ni siquiera la idea del viaje a Roma le había hecho
pensar en ella.
Era indudable que se habían deseado intensamente. Peter nunca había estado muy
seguro de las verdaderas razones de su viaje a Roma. Quizá lo hubiera hecho para
demostrar al padre de Stephanie que, por mucho dinero que tuviera y por mucho que
manejara la vida de otra gente, nunca manejaría la suya; pero quizá se hubiera dejado
arrastrar por la perspectiva de pasar tres semanas enteras en la cama con la muchacha.
Esa parte había sido muy agradable, no cabía duda, y fuera de eso habían hecho muy
poca cosa… Visitaron el Foro porque la presencia de unas primas de Stephanie en
Roma los había obligado a salir de la cama. Pero ahí estaba también el problema. En
esas tres semanas descubrió que lo único que se podía hacer con Stephanie era
acostarse. No los unía otra cosa que la atracción física y, como eso no era suficiente,
tampoco pudo durar. Aunque ninguno de los dos dijo nada, los dos sabían que aquella
última noche en Roma sería la última que pasarían juntos en su vida Pero ni siquiera
esa certeza avivó demasiado su pasión. No se buscaron frenética y desesperadamente,
a pesar de lo definitivo de la ocasión.
Hubo unas pocas cartas después, pero ninguno de los dos era muy amigo de
escribir, y eso también se acabó muy pronto. Habían comenzado como amantes, se
habían separado como amigos y ahora habían llegado a olvidarse en forma casi total.
No, Peter no aceptaba las misiones peligrosas como un paliativo para su corazón
destrozado. Todavía no había encontrado a la mujer que supiera llegar a su corazón,
aunque eran muchas las chicas que conmovían otras partes de su anatomía.
Cuando llegó a la esquina de Maine, pasó un jet que había despegado en el
National Airport. Lo vio ascender, dejando tras de sí una sutil estela de humo oscuro,
y pasar sobre el monumento a Washington más allá de los puentes. Echó a andar en la
misma dirección e hizo señas a un taxi que pasó lentamente.
—National Airport —dijo, sentándose y arrojando una mirada automática a la
ventanilla trasera.
El National Airport quedaba fuera de la ciudad y las tarifas de los taxis eran por
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kilómetro, en lugar de ser por zona. Sin embargo, el conductor no tomó nota del
kilometraje, aumentó un poco la velocidad y cruzó el breve túnel bajo los puentes.
Tampoco dobló a la izquierda al llegar al semáforo ubicado a la salida del túnel.
Siguió por la Duodécima Avenida, Suroeste.
Para Peter lo más lógico habría sido doblar. Le parecía el camino más directo al
aeropuerto; pero él no conocía Washington y el conductor sí. De cualquier manera, se
irguió un poco en el asiento y tomó nota mental.
—¿Se va de viaje? —preguntó el conductor en tono ligero.
—Así parece.
—Yo no volaría por nada del mundo. ¿A dónde va?
—A San Francisco.
La brillante espiral del monumento a Washington estaba delante y cuarenta y
cinco grados a la izquierda.
—Eso queda lejos.
—Ahá.
Cruzaron un puente, por encima de una vía ferroviaria. Por entre los edificios se
distinguió el Capitolio. Estaba a la derecha. Ahora Peter tenía un punto de referencia.
Iban hacia el Mall.
—¿Va a San Francisco por negocios? —preguntó el conductor.
¿A dónde iba este tipo? El aeropuerto estaba detrás de ellos. Quizá doblara a la
izquierda por el Mall.
—Mi madre vive allí —respondió Peter, mientras su mano jugaba con el botón
del cuello de su abrigo. Ahora estaban rodeados de edificios; se movían entre un
tránsito moderadamente denso.
—Mi madre murió cuando yo era niño —dijo el taxista, y comenzó a narrar lo
dulce y lo buena que había sido su madre.
Descendieron una rampa y se confundieron en la corriente de vehículos que se
internaban en un túnel bien iluminado y ligeramente curvilíneo.
—¿Qué es esto? —preguntó Peter con tono desconfiado.
—¿Este túnel? No creo que tenga nombre. Es uno de los muchos que hay en la
ciudad; sirven para acortar el camino.
No era un túnel largo y llegaron muy pronto al otro lado. Una luz roja los detuvo
a la salida. Cambió la luz, y el taxi siguió.
—¿Usted es casado? —preguntó el conductor, mientras cruzaban una amplia
avenida.
Peter lo vio antes de que los edificios lo volvieran a ocultar. El monumento estaba
aún a la izquierda, pero cuarenta y cinco grados detrás de ellos. Más allá del
monumento, a lo lejos, un jet ascendía con rumbo paralelo al del taxi, Peter supo
dónde estaban. Acababan de cruzar Constitution Avenue y el túnel los había
conducido por debajo del Mall. Se apoyó sobre el respaldo del asiento delantero. El
botón superior de su abrigo ya está desprendido.
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—¿Se puede saber a dónde va?
—Al aeropuerto. ¿No me dijo que lo llevara al aeropuerto?
Peter se volvió y miró a través de la ventanilla trasera. Un gran automóvil negro
con cuatro hombres dentro estaba muy cerca de ellos.
—Sí, le dije al aeropuerto y sé cómo se va. Dé vuelta.
—Yo sé mejor que usted cómo se va al aeropuerto —replicó el conductor. Ahora
estaba en el carril de la derecha, a tres automóviles de distancia del semáforo de
Pennsylvania Avenue. El automóvil negro estaba inmediatamente detrás de ellos.
Peter sacó su revólver y se corrió hacia delante en su asiento.
—De ahora en adelante harás lo que te diga o te meteré una bala por el oído —
dijo y oprimió la boca del revólver contra un lado del cuello del hombre, evitando
que los automóviles vecinos vieran el arma.
El conductor lanzó un chillido involuntario al sentir el contacto del metal.
—Pero, señor —dijo aterrado—, me ha interpretado mal. Pero ¡si estoy tratando
de llevarlo al aeropuerto!
—Detrás de nosotros hay un automóvil, tesoro, y te lo vas a quitar de encima.
¿Entendido?
El taxista hizo un gesto afirmativo y tragó saliva.
—Porque si ese automóvil nos trae problemas —prosiguió Peter—, la primera
bala de este revólver irá a parar a tus sesos.
—Pero oiga, señor. Le juro por mi…
Peter se echó a un lado para apartarse de la ventanilla trasera. Mantenía el
revólver bajo, pero apuntando a la cabeza del conductor.
—Son amigos tuyos, no míos, muchacho. Líbrate de ellos lo antes posible. Te
conviene. Te lo digo yo.
—Yo no sé quienes son, señor. Y con este tránsito no me puedo librar de nadie.
—Entonces yo te enseñaré a hacerlo. Sal de la fila y adelántate.
—¡Que me adelante! ¿A contramano?
—¡MUEVETE!
El hombre puso el automóvil en movimiento y se abrió hacia la mano contraria.
Un automóvil que avanzaba en dirección opuesta se desvió y tocó la bocina.
—Va a hacer que me detengan —gimió mientras avanzaba hacia la esquina. El
automóvil negro había vacilado, pero ya comenzaba a seguirlos.
—Dobla a la derecha —ordenó Peter.
—El semáforo está rojo.
—¡DOBLA!
El taxi se mezcló con el tránsito de la Pennsylvania Avenue y pasó frente a las
dos hileras de automóviles detenidos en la esquina. El automóvil negro se
aproximaba a la bocacalle procurando acortar la distancia. Pero en ese momento las
luces cambiaron. El taxi de Peter siguió por Pennsylvania, metiéndose en los carriles
para autobuses y sorteando zonas de peatones. El automóvil negro quedó atascado en
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el centro de la calle 12, cuando las dos hileras de tránsito comenzaron a cruzar la
bocacalle.
—Dobla aquí —ordenó Peter, y el taxi entró en una calle llena de automóviles
estacionados y con un único carril para autobuses. Un cartel decía: «Sólo autobuses»;
pero no había ningún autobús y el camino estaba libre.
—Va a hacer que me quiten la licencia —gimió el taxista.
Peter no perdía de vista la ventanilla posterior, pero el automóvil negro no
apareció.
—Sigue así —dijo—. Vas bien.
Doblaron por una callejuela que desembocaba en la 12. El automóvil negro no era
visible desde esa esquina. Había logrado doblar.
—O.K., viejo —dijo Peter—. Los dos hemos tenido suerte. Dobla a la izquierda.
El conductor obedeció al borde del llanto.
—Me va a hundir, señor. Me hace meter por contramano, cruzar con el semáforo
rojo, entrar en calles que no debo. ¿Y si nos hubiera detenido un policía?
—¿Cómo va a detenernos un policía? No puede pisar el freno desde fuera, ¿no?
—Yo lo iba a llevar al aeropuerto.
—Y sé, y me vas a llevar. De eso puedes estar seguro, crápula.
—¡Ay, Dios mío! Nunca he hecho un viaje como éste.
—Claro. Creíste que era una presa fácil, ¿no? Y pasaste despacio a mi lado. ¿Y
cómo me localizaron?
—Yo no sé de qué está hablando, señor.
—¿Quién te hizo señas? ¿Alguien del bar? ¿El tipo con un barco de vela en la
espalda?
—Pero ¡señor, se lo juro!
—Bueno, basta. Ahora a obedecer todas las reglas del tránsito y a no dejar que tus
amiguitos me vuelvan a seguir. Ya estás a salvo. No querrás romper la situación, ¿no?
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LUNES 16,50 - 20,25 HORAS
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había limitado a seguir a la única persona decentemente vestida, aparte del senador?
Pero el verdadero culpable era Gorman. Él, el experto en la mafia, tan
arrogantemente seguro de que no lo seguirían si no quería. Además había hecho otro
cálculo equivocado. Había pensado que la mafia no se acercaría a Peter hasta que
hubiera encontrado a la muchacha. ¡Para eso no necesitaban de su persona! Les
bastaba con los papeles. Contando con los papeles, cualquiera podía hacerse pasar
por Peter Congdon ante el tipo de la embajada y ante la muchacha escondida. El
juego había comenzado en el instante en que Gorman le había pasado el sobre bajo la
mesa, y era el paradero de Peter, no el de la muchacha, el que les interesaba por el
momento.
Pero si la mafia lo estaba siguiendo, no se puso en evidencia en el aeropuerto
Kennedy. Peter fue en autobús desde el campo de TWA hasta la Pan American
Airways y no encontró mafiosos en su camino. Nadie le dirigió siquiera una mirada
insistente.
En la terminal de Pan Am siguió la misma táctica que en Washington. Se presentó
en el mostrador de recepción, obtuvo los datos de su vuelo (asiento 6A; lugar de
reunión: puerta 8, a partir de las veinte), y pasó los tres cuartos de hora restantes en la
cafetería del primer piso, sentado junto a las cristaleras, bebiendo su café, fumando y
observando la actividad que se desplegaba abajo.
Aquí tampoco ocurrió nada especial. Nadie pareció hacer averiguaciones fuera de
lo común, nadie se destacó como algo digno de observación, ningún desconocido se
dedicó a observar los rostros. Era una de las tantas noches de otoño en la terminal
aérea: el moderado movimiento de pasajeros de un período fuera de temporada, las
llegadas y partidas en avión, que tan naturales se habían hecho durante la década del
sesenta.
Peter bajó poco antes de las ocho. Estaba desconcertado. No era posible que
hubiera desorientado a sus perseguidores con tanta facilidad. No podían haber dado
crédito a su casual alusión a San Francisco; máxime si se tenía en cuenta que el
Dulles Airport era el punto de partida habitual para la costa occidental; No, la mafia
tendría que haberle seguido, y le preocupaba el hecho de que pareciera que no lo
hubieran hecho. Le preocupaba que las cosas resultaran en apariencia tan simples;
La puerta 8 estaba al final del gran corredor con paredes de cristal; un joven y una
jovial azafata controlaban a los pasajeros, a medida que éstos iban desfilando junto al
mostrador portátil. Tres personas se despedían de su familia cerca de la puerta, y unos
niños pequeños contemplaban como hipnotizados el gigantesco Boeing 707,
estacionado a escasa distancia.
Peter presentó sus papeles y subió a la sección delantera del avión, por una rampa
cubierta. El 707 era más grande que el DC-9 y en el compartimento correspondiente a
la clase turística había tres asientos en fila a cada lado del pasillo. Encontró el suyo: a
la izquierda contra la ventanilla, detrás del ala, la sexta fila a partir del fondo. En el
compartimento sólo había otros dos pasajeros y sus asientos estaban muy lejos del
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suyo. Una azafata que recorría el pasillo le sonrió y él respondió a la sonrisa. ¿Y si,
después de todo, el asunto fuera una falsa alarma? ¿No sería gracioso?
Afuera el tiempo ya no era el de Washington. Estaba nublado y frío y había
comenzado a llover. Peter echó una mirada por la ventanilla y luego graduó su asiento
y extrajo, por primera vez, el sobre del bolsillo.
El sobre era voluminoso y la solapa estaba bien pegada, Peter lo rasgó sin
ceremonias. Dentro había otro sobre sellado, con su nombre, un lápiz, varias hojas de
papel blanco y una página con un largo mensaje escrito a máquina:
PRMXN TBOUZ BVFCW SGBSY LKTZD CTTLZ HQSSY JLFIL JMQIN VXLSU JTCSD UQHDW
KUHFE IHSUD EZIIY GADWR CVUEK AYRRT HLBPR FNIYO KKQKKT FPTZT ATOFD SPAMV
QGFTO ABFTO ABFNK TJLIS OHTRU SZNLE KLDOF KWYMU OHNSS RYTYO BBXBN SAGMU
XDUCS OFRLW SLCUW CZNXB NTMLX LJWTU DGUDO AOYDX FNKEI GAMOB KJAKY
IEGMO AWLZJ BEBGS ACTCX ADXTQ TEGZM LBUFR KMEDZ KQDAT QZMRI ENQV BJCUS
CIFCL BOCUQ TQSLU BHTYA IOHOO JMGTB OBDXZ WRCXÜ EJHOY MLKTQ EZIAN LCÜLZ
PBYYV HSWCI JPVWP IWNLG NGCUL PIWEU VFUJC USCIF CLWWJ WUIOC OEDGY VKDXQ
NTCAJ MQDBU HMISI VOZGG OGAB NKTJF HJCDW SIJUG ANEPQ HEOAH UVCOI EVKIT
WDJDH FGOJV FSOPH ETJPS JMMZ.
Peter echó una ojeada sombría a la desalentadora longitud del mensaje. Gorman
debería tomar lecciones con Brandt, quien —a pesar de la triquiñuela empleada para
evitar repeticiones— insistía en que los mensajes cifrados debían ser lo más breves
que admitiera la naturaleza de la información y que, en lo posible, no se repitiera en
ellos ninguna palabra. Una simple ojeada bastaba para descubrir la repetición de
secuencias KKQK seguidas por T, BBXB seguidas por N, WWJW con U y GGOGA. Uno
podía adivinar que las KQK y las BXB y el resto eran palabras de tres letras precedidas
y seguidas por X y que, en la clave, uno encontraría K y T, B y N, W y U, y F y A con
cuatro espacios de separación. Eso no significaba, por supuesto, que se pudiera
descifrar el mensaje; pero mientras más largo y más repetitivo fuera, tantas mayores
oportunidades se estaban brindando a los interesados para que descubrieran el código.
En cualquier caso le costaría un dolor de cabeza descifrarlo.
Dejó el mensaje sobre su maletín, en el asiento de en medio y abrió el sobre
sellado. Dentro, en una hoja de papel con el membrete oficial de Gorman, se leía:
«Señores, éste es el mensaje que deben comparar», seguido por la firma.
Peter guardó la hoja en el sobre tamaño oficio, recogió el mensaje y extrajo la
clave del bolsillo. No había más remedio que descifrar el poco inteligente mensaje de
Gorman y más le valía comenzar sin dilaciones.
Había anotado «INMEDIA» cuando apareció en su fila un tipo alto y robusto, que
vestía pantalones oscuros, chaqueta gris a cuadros y camisa de seda amarilla, sin
corbata. El recién llegado arrojó un abrigo sobre la rejilla portaequipajes y se sentó en
el asiento exterior, junto al maletín de Peter. Tenía pelo rizado y entrecano, brillantes
ojos oscuros y su prominente quijada estaba sombreada por un tinte azul-grisáceo,
que hablaba de una barba renegrida. La solapa de su chaqueta lucía un clavel rojo.
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Parecía un cincuentón en buen estado físico.
—Siempre subiendo y bajando de aviones —dijo y dedicó a Peter una sonrisa que
dejó al descubierto un diente ennegrecido—. ¿Va a París o a Roma?
Ya habían entrado bastantes pasajeros en la clase turística, pero más de la mitad
de los asientos permanecían desocupados y Peter tuvo la certeza de que el hombre se
había sentado en un sitio que no le correspondía. No sabía cómo lo habían
descubierto, pero estaba seguro de qué el enemigo había vuelto al combate. Iba a
comenzar el segundo round.
—A Roma —replicó Peter con tono áspero y frío, destinado a frenar cualquier
intento de aproximación. Se volvió un poco hacia su rincón, para que el recién
llegado no pudiera ver los papeles que tenía en la mano. ¿Una falsa alarma? En
realidad nunca había llegado a creer que lo fuera.
Siguió descifrando el mensaje, sin dejar de vigilar de reojo el maletín y los pies
del hombre, «TE» fueron las dos letras siguientes. Ya eran casi las veinte y veinticinco
y era lógico suponer que todos los pasajeros estaban a bordo. Viajarían en un avión
casi vacío. No eran más de veinte las personas distribuidas entre más de cien asientos
que tenía la clase turística.
—Qué bonito maletín —dijo el hombre del diente negro—. Sí, señor, es uno de
los maletines más bonitos que he visto en mi vida. ¿Lo compró en Nueva York?
—En Macy’s—respondió Peter sin levantar la vista.
—¿En serio? ¿Sabe que me gustaría tener uno como éste? ¿Cuánto le costó?
—Un dólar noventa y ocho.
—¿Sée? —el hombre lanzó una risita—. Me parece que me está tomando el pelo.
Esto no puede haber costado un dólar con noventa y ocho centavos. Entiendo de
cuero y sé distinguir la buena confección. Pero ¡mire, si hasta tiene un cierre de
combinación! ¡Vaya novedad! Por lo visto lleva papeles muy importantes en ese
maletín. ¿No?
—¡Hágame el favor! —exclamó Peter ásperamente.
El hombre hizo un gesto de comprensión con la mano.
—Está bien. No fue mi intención molestarlo. Estaba tratando de mostrarme
amable. Vamos a pasar un largo rato juntos. ¿Por qué no se quita la chaqueta? Yo se
la colocaré sobre la rejilla.
Peter ignoró el ofrecimiento, pero comprendió muy bien qué perseguía. El
hombre suponía que había un revólver bajo la chaqueta y estaba tanteando el terreno.
Peter podía fingir ignorancia respecto a aquel individuo, pero el hombre sabía que él
estaba fingiendo. Era una confrontación, y aquel tipo buscaba los puntos débiles para
delimitar sus posibles ventajas. Peter suponía que no lo había seguido desde
Washington; sin duda le habían avisado por teléfono a Nueva York que el alias
«Desmond» había sido descubierto. Y aunque Pan American no proporcionara las
listas de pasajeros, bastaba con hacerse pasar por «Desmond» para conseguir la
información. Y ahora un hombre se ponía al descubierto y ponía al descubierto sus
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intenciones con el fin de probar a Peter. ¿Y cuántos más habría en el avión, que se
mantenían en la sombra hasta conocer los resultados?
—¿Qué está haciendo? ¿Una especie de acertijo o algo así?
Ahora el del diente negro se asomaba por encima del asiento que los separaba,
tratando de espiar el trabajo de Peter. Había que agarrar el toro por las astas.
—Muchacho —le dijo—, si mete una vez más su nariz en mis asuntos se la voy a
aplastar.
El rostro del hombre se hizo duro, y su voz, áspera y desagradable.
—Si cree que es lo bastante hombre para hacerlo, inténtelo; pero reserve primero
su ataúd. Porque ahí va a terminar.
No se movió de su asiento; sus ojos renegridos lanzaban destellos de amenaza y
desafío.
Peter miró hacia el pasillo.
—Señorita —dijo a la azafata que se aproximaba—, ¿es éste el asiento que le
corresponde a este hombre?
La muchacha se detuvo.
—¿Me permite su billete, señor?
El del clavel le entregó el billete.
—Se ha equivocado, señor —dijo ella, después de controlar los datos—. La
primera clase está más delante.
El del clavel le sonrió.
—Creo que me he desorientado —dijo.
Se levantó con esfuerzo del asiento, se volvió y retiró su abrigo del
portaequipajes. Sus ojos se encontraron con los de Peter, y la mirada que había en
ellos era asesina. Luego se volvió, avanzó por el pasillo y cruzó la puerta.
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LUNES 21,15 - MARTES 12,35 HORAS
HUBO DEMORAS de diversa índole, y cuando el avión despegó eran las veintiuna y
quince y llovía torrencialmente. El tren de aterrizaje se plegó con un chang y el
ángulo de ascenso se hizo escarpado. Las luces de la ciudad aparecían brevemente y
volvían a desaparecer bajo las nubes, y durante largo rato no se vio otra cosa que el
resplandor rojo de la luz del alba, nimbado por la niebla.
Mientras tanto se habían cumplido los trámites de rutina en un vuelo: se habían
distribuido los menús, se habían hecho las demostraciones con chalecos salvavidas y
con aparatos de oxígeno, se habían recogido los pedidos de bebidas. Peter, por su
parte, había descifrado la mitad del mensaje y no había vuelto a ver al hombre del
diente negro y el clavel rojo.
A las veintiuna cuarenta y cinco había terminado de llenar su ficha para el
aterrizaje y le sirvieron un martini con hielo. Quitó los brazos de los asientos para
tenderse con toda comodidad en las tres butacas, y se volvió a concentrar en el
mensaje. Las pantallas de televisión se encendieron y la azafata anunció que la
película de la noche sería Up the Down Staircase y que los auriculares para escuchar
el sonido se alquilaban a 2,50 $. Peter desechó la oferta con sonrisa torva. En primer
lugar tenía que trabajar y, en segundo lugar, se imaginó a Brandt encontrando un
«2,50 $ - Cine» en una lista de gastos. «¿A qué cine fue, se puede saber? ¿Al Roxy?»,
rugiría el «viejo».
Dejó el mensaje a un lado cuando le sirvieron la cena. La película había
comenzado, y Peter observó las imágenes por unos instantes, luego bebió un sorbo de
vino e hizo pantalla con las manos para mirar a través del cristal la Osa Mayor y, más
allá, la Estrella del Norte. Desde el tope del fuselaje, la luz giratoria arrojaba destellos
rojos sobre el ala; débil-fuerte, débil-fuerte, como los latidos de un corazón.
A las veintidós cuarenta y cinco, Peter había terminado de descifrar el mensaje, y
no pudo dejar de pensar en las palabras que Gorman podía haberse economizado.
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Peter leyó dos veces el mensaje para digerir su contenido, y se levantó
malhumorado. «La leche materna». ¡Vaya ocurrencia! ¡Tener que decir eso por
teléfono! ¿Sería ese el concepto de Gorman sobre humor?
Llevó la hoja al baño, la rompió en pedacitos y la hizo desaparecer. Luego volvió
a su sitio, pidió otro martini, se envolvió en una manta y se extendió sobre los tres
asientos, utilizando el maletín y dos almohadas para apoyar la cabeza. Las luces del
compartimento se habían apagado, la película iba a terminar y el único sonido era el
permanente rugido de las turbinas. Peter se relajó. El avión era un refugio temporal y
tenía que aprovechar para dormir.
Pero el sueño tardó en llegar y no duró mucho. Habría dormido media hora
cuando el piloto anunció por los altavoces que el pasaje debía colocarse los
cinturones de seguridad. Aquello no duró más de diez minutos, pero Peter tardó tres
cuartos de hora en volverse a dormir. A las dos y media la azafata pasó repartiendo
toallas calientes, para iniciar el nuevo día. A esa hora, el sol ya estaba bastante alto y
reverberaba en la deslumbrante albina de la densa masa de nubes que los rodeaba.
Les sirvieron el desayuno y les anunciaron que llevaban cinco minutos de atraso y
que llegarían al aeropuerto de Orly a las tres y treinta y tres, es decir, nueve y treinta
y tres, hora de París. Además había nieblas bajas, que quizá demoraran el aterrizaje.
No aterrizaron en el aeropuerto de Orly a las nueve y treinta y tres, hora de París,
ni a ninguna hora. La niebla baja lo hacía imposible y excluía tanto París como las
restantes posibilidades continentales. El avión comenzó a describir círculos, a la
espera de que las condiciones mejoraran.
Las condiciones no mejoraron y los círculos se hicieron más amplios. Peter
miraba desolado cómo las agujas barrían la esfera de su reloj. La aguja de las horas
señaló las once, hora de París, y el avión continuaba describiendo círculos. Los
pasajeros, resignados aprovechaban para dormir; pero Peter no podía pensar en el
sueño. Herndon Tolliver esperaría su llamada desde el aeropuerto de Roma dentro de
una hora y allí estaba él, a seis millas de altura sobre París y a seiscientas millas de
Roma.
A las once y media se anunció que el avión aterrizaría en Londres y que los
pasajeros con destino a París desembarcarían allí. Siguió un viaje de cincuenta
minutos y, a pesar de que las nubes habían quedado atrás, el sur de Inglaterra estaba
tan brumoso que Londres no se pudo distinguir, aunque el aparato describió un
círculo completo antes de descender. Una azafata anunció que la hora de Londres era
las once y veinte, en lugar de las doce y veinte, que la temperatura era de ocho grados
centígrados y repitió una vez más que sólo debían descender del avión los pasajeros
con destino a París.
Sin embargo Peter comenzó a recoger sus cosas. Sus planes respecto a Roma se
habían estropeado y, dada la situación, trataría de sacar provecho del cambio de
escalas. Había que hacer algo con el hombre del diente negro y lo mejor era hacerlo
en un país en el cual conocía el idioma. Dejaría el avión en Inglaterra y, una vez que
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se hubiera quitado al hombre de encima, la mafia no daría con su rastro.
El aparato tomó tierra, frenó y recorrió la pista rumbo a las edificaciones del
aeropuerto. Cuando se detuvo y una voz invitó a los pasajeros con destino a París a
descender por la puerta delantera, sólo una persona en el compartimento de Peter se
puso de pie. Peter lo observó mientras recorría el pasillo de primera clase, entonces se
levantó pero dejó el sombrero, el abrigo y el maletín para que el Sr. Clavel creyera
que iba a regresar. Quizá el Sr. Clavel pensara incluso en examinar el maletín en su
ausencia.
El hombre del clavel estaba en el extremo delantero del compartimento, sentado
en el brazo del primer asiento, del lado del pasillo. Charlaba con una pareja madura
sentada frente a él. Todo era natural e inocente, pero nadie podía descender del avión
sin pasar junto a él. Se corrió para dejar paso a los demás pasajeros y miró a Peter
como si no lo conociera. Su actuación fue muy convincente, pero Peter sorprendió la
mirada que dirigía a alguien, por encima de su hombro. Aquella mirada contenía un
mensaje. En seguida volvió a sonreír al matrimonio maduro, mientras les decía que
era la trigésima vez que cruzaba el Atlántico y la primera que iba a parar a Londres.
No se echó a un lado para dejar paso a Peter, pero tampoco lo detuvo. Peter tuvo
que describir una curva para eludirlo y llegar a la salita, en la cual una azafata le
interceptó el paso.
—Por favor, señor: los pasajeros con destino a Roma deben permanecer a bordo.
Peter murmuró algo acerca de una llamada telefónica por el atraso en la llegada a
Roma. La muchacha fue inexorable. Roma estaba al tanto de la demora. Sus amigos
se enterarían en el aeropuerto. Los pasajeros debían permanecer a bordo.
Peter se dejó persuadir, no porque no hubiera manera de bajar, sino porque no
había manera de bajar solo. Ahora había un hombre detrás de él. Era un individuo
alto, flaco, de aspecto hosco. Tenía las mejillas hundidas y sus ojos parecían muertos.
Llevaba un sobretodo raído y sucio. Peter le había visto al recorrer el pasillo de
primera clase; era el hombre al cual el Sr. Clavel había hecho la seña con los ojos. Si
Peter bajaba del avión, el hombre lo seguiría.
Regresó a la clase turística y se acomodó en su asiento. Si le iban a complicar las
cosas, más le valía quedarse tranquilo por el resto del viaje y eludir a la mafia cuando
llegaran a su destino.
Por lo menos la maniobra le había permitido enterarse de algunas cosas. Había
sospechado la existencia de un compañero, pero hasta el momento había ignorado su
identidad. Y el compañero parecía el más mortal de los dos. Pero a pesar de su
aspecto de tuberculoso y de su mortal palidez, sus ojos decían que la muerte no se lo
iba a llevar. Marchaba a su lado, pero caía sobre otros.
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MARTES 16,10 - 18,15 HORAS
ERAN LAS DIECISÉIS Y DIEZ cuando el enorme aparato tocó la pista del aeropuerto de
Fiumicino. El tiempo los había hecho perder cuatro horas. Para Peter habían sido
cuatro horas de irritada vigilia. No era el temor a los dos hombres del compartimento
de primera clase lo que le perturbaba. Los factores conocidos no lo atemorizaban. Lo
que le incomodaba era el cambio de planes y los nervios que preceden al encuentro,
cuando se espera sentado a que suene el silbato, por supuesto, mientras más se
esforzaba por dormir, menos lo lograba. Sólo sintió el peso de la fatiga cuando
atravesaron la capa de nubes y cuando vio aproximarse la cinta negra de una
autostrada, una vía férrea y las simpáticas casas de campo de la campiña romana.
Dormitaba cuando las ruedas tocaron la pista y apenas advirtió el carreteo en
dirección al edificio de la terminal.
Luego llegó el triste instante de desembarcar y Peter hizo un esfuerzo por
despabilarse. El silbato había sonado y comenzaba el partido. Trató de olvidar la
fatiga y la somnolencia y recogió sus cosas.
La clase turística descendió por la puerta posterior. Subieron a un autobús azul y
blanco, que los esperaba al pie de la escalerilla. Eran veinticinco pasajeros,
incluyendo a Peter; pero el señor Clavel y su acompañante no estaban entre ellos. La
primera clase recibía un trato especial.
Al llegar a la terminal, ascendieron una rampa y entraron a la Oficina de Control
de Pasaportes, ubicada en el primer piso. Peter esperó su turno y entregó la tarjeta que
había llenado en el avión y su pasaporte, que nunca había sido sellado. Tanto el
pasaporte como el certificado de vacuna antivariólica tenían menos de dos semanas
de antigüedad.
El hombre del mostrador estudió la ficha y hojeó el pasaporte. No preguntó a
Peter qué llevaba en el maletín ni lo interrogó sobre el revólver que guardaba en una
cartuchera bajo el brazo. Ni siquiera selló el pasaporte. Se limitó a devolvérselo y a
señalar en dirección a la zona en que se entregaba el equipaje.
Peter se sorprendió ente el escaso número de personas presentes en el lugar. Sólo
estaban allí los pasajeros de clase turística del 707. Por más que miró no pudo
encontrar los rostros de sus dos enemigos. Aquí pasaba tan inadvertido como en los
aeropuertos de Washington y Nueva York y eso le produjo una sensación de amenaza
oculta. Sabía que era vigilado, pero no sabía por quién o por quiénes. Al no descubrir
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el menor signo, pensó que quizá lo hubieran vigilado con la misma eficiente
discreción en los otros aeropuertos.
Y bien, que vigilen, decidió mientras buscaba una cabina telefónica y un sitio
para cambiar el dinero. Que la mafia fuera todo lo discreta que quisiera. Ahora podía
jugar a su estilo. De ahora en adelante no seguirían al senador Gorman. Ahora
tendrían que seguir a alguien que conocía el juego.
Los teléfonos estaban en las columnas que flanqueaban la salida y el lugar para
cambiar el dinero, en una caseta fuera del edificio. Peter cambió cheques de viaje por
valor de 40 dólares, por los que recibió 24.500 liras. Luego regresó a donde estaba el
recepcionista que hablaba inglés y le preguntó cómo se llegaba a Roma.
Todos los teléfonos estaban libres, de modo que eligió el último porque allí tenía
la espalda más cubierta y podía observar a la gente que salía del edificio. Colocó una
moneda en la ranura y marcó, pero su primera llamada no fue al número de la
embajada norteamericana, que le indicara Gorman. Era un número de siete cifras y
correspondía a una tienda de artículos de cuero de la Via Liguria, muy próxima a la
Via Veneto. La voz de mujer que atendió pronunció mías palabras incomprensibles;
Peter supuso que había dado el nombre de la tienda.
—Vittorio Del Strabo, por favor —dijo Peter.
Hubo otras cuantas palabras en italiano y la mujer dejó el teléfono. Un instante
después se oyó una voz masculina.
—Pronto.
—¿Es usted Vittorio Del Strabo?
—Sí. Soy yo.
—La Agencia Brandt tiene una red muy amplia —dijo Peter.
—Y recoge muchos peces —respondió el otro hombre—. ¿Es usted Mr.
Congdon?
—Así es.
—Todo está arreglado, Mr. Congdon. He reservado una habitación a su nombre
en una pensione… la San Giovanni, en la Via Emilia. El precio es moderado, pero el
ambiente es agradable.
Peter repitió el nombre, pero no lo anotó.
—Muy bien. Gracias. ¿Hay algo más?
—Mr. Brandt no dijo nada en especial. Sólo que tenía que estar dispuesto a
ayudarlo si lo necesitaba. Si tiene algún problema, llámeme a cualquier hora del día o
de la noche. ¿Tiene mi número particular?
—Dirección y teléfono de su casa y de su tienda.
—Si no estoy, quien atienda sabrá dónde encontrarme.
—Gracias. Espero no tener que llamarlo.
—Yo también lo espero. Confío que pueda cumplir sin complicaciones su tarea.
Peter colgó y volvió a controlar el ambiente. Nadie parecía prestarle atención.
Unas pocas personas recogían las últimas maletas, los mozos se empeñaban en ser
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útiles, los altavoces rompían periódicamente el silencio con sonidos ininteligibles en
cualquier idioma. Todo era tan normal que parecía un espectáculo preparado.
Marcó el número de la embajada. Una voz de hombre contestó:
—Recepcionista Breslin. Pronto.
—Herndon Tolliver, por favor.
El recepcionista Breslin repitió el nombre y dijo:
—Un minuto.
Peter esperó y se tapó el oído libre mientras un confuso mensaje de los altavoces
resonaba cavernoso en el gran vestíbulo.
—Diga, habla Meisel —dijo una voz en el teléfono.
Peter preguntó por Tolliver, y Meisel dijo:
—No está.
Era lo que Peter temía.
—¿Cuándo regresará?
—Mañana por la mañana. Hoy ya no volverá.
Peter maldijo en su interior al tiempo y a los empleados del Departamento de
Estado que se retiraban temprano.
—¿Dónde fue? ¿Dónde puedo dar con él?
—Lo ignoro. Tenía que asistir a una conferencia sobre temas económicos, pero no
sé donde. Tampoco sé que hará después.
—Esperaba mi llamada. ¿No dijo nada al respecto?
—Lo lamento, no mencionó ninguna llamada. Sólo se despidió hasta mañana.
Peter estaba cansado y se había vuelto irritable. Trató de mantener su voz serena.
—¿Podría intentar dar con él en su domicilio? ¿Me puede dar su dirección y
teléfono?
—Sí, por supuesto. Via Cimarosa, 15. Teléfono…, a ver si encuentro el número.
Hubo un silencio y luego Meisel pronunció seis dígitos, como si los estuviera
leyendo en una ficha.
—Pero no creo que lo encuentre hasta tarde. Creo que habló de un cocktail.
—¿Dónde? ¿En casa de quién? ¿No lo sabe?
—No, señor. Lo ignoro —respondió Meisel lacónico, con voz ligeramente
aburrida—. Pero si es importante le ruego que me dé su nombre y su número; trataré
de dar con él para que lo llame.
Peter hizo una mueca. No le gustaba la idea de dar a conocer su paradero a
alguien que no fuera el contacto de Brandt, pero había que ganar tiempo. Si podía dar
con Tolliver esa misma noche, metería a la muchacha en un avión al día siguiente.
Podía completar la tarea antes de que la mafia se enterara de que la había comenzado.
—Está bien —dijo, y dio a Meisel su nombre, anunciándole que esperaría la
llamada en la pensión San Giovanni.
—Estaré allí dentro de una hora. Desde entonces me encontrará en cualquier
momento. Si pasara por allí pídale que espere mi llamada. Lo llamaré en cuanto
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llegue a la pensión San Giovanni.
—Muy bien. Se lo diré.
Todo seguía siendo normal cuando Peter terminó con sus llamadas. Nadie lo
miraba, nadie se había detenido en las proximidades. Aquella normalidad debía
serenar a Peter; pero, lejos de eso, lo excitaba. Las cosas no eran lo que parecían ser.
Era imposible.
En el exterior respiró hondo y miró a su alrededor. Aún había luz, pero las
sombras habían comenzado a filtrarse. Para llegar a la ciudad tenía taxis o un autobús
a medio llenar. Bastaba una experiencia con taxistas mafiosos. Prefirió el autobús y se
sentó atrás. Allí observó a los pocos que habían subido antes que él y estudió a los
que subieron después, hasta que el autobús se puso en marcha. Recorrieron la larga
calle de salida del aeropuerto y tomaron la carretera que conducía a Roma.
La noche había caído cuando el vehículo se internó en los suburbios de la ciudad.
Ahora llovía. Recorrieron calles atestadas de automóviles, minúsculos Nuova 500, los
pequeños 600 y los 124, un poco más grandes. Bloqueaban las aceras, estacionados
en apretada línea; inundaban las calzadas, moviéndose junto con el autobús. Se
detenían y arrancaban con las luces de los semáforos, y en los espacios libres
correteaban como ratones, al son de sus musicales bocinas. Peter los observaba, pero
ninguno de ellos parecía perseguir un propósito siniestro. Estudió a sus compañeros
de viaje, pero todos ellos miraban por la ventanilla.
Pasaron junto a unas ruinas oscuras, mojadas por la lluvia, que se levantaban
sobre una loma cubierta de césped. Luego llegaron al Coliseo, brillantemente
iluminado, lo bordearon un trecho y se apartaron para subir una cuesta. Era el primer
vistazo que echaba Peter a aquellas imponentes ruinas después de siete años; era la
primera vez que las veía de noche, pero no se volvió a mirar los muros bañados de
luz que quedaban a sus espaldas.
La lluvia había cedido hasta transformarse en una blanca llovizna, cuando el
autobús se detuvo en las oficinas de la compañía de aviación, próximas a la estación
ferroviaria. No eran aún las dieciocho y Peter volvió a llamar al 4674. El
recepcionista Breslin estaba aún en su puesto, pero Herndon Tolliver no había vuelto.
Compró un plano de la ciudad y ubicó los lugares que le interesaban. El resultado
no lo hizo muy feliz. La Via Liguria, donde estaba la tienda de artículos de cuero, la
Via Emilia, donde estaba la pensión San Giovanni, la Via Ludovisi, donde estaba el
Savoy Albergo, y la Via Vittorio Veneto, donde estaba la embajada, eran las cuatro
calles que encuadraban una pequeña manzana, y todos esos sitios estaban a pocos
pasos unos de otros. Y bien, haría lo que pudiera.
Salió y tomó un taxi verde y negro; pero esta vez se aseguró de que él era quien
escogía el taxi y no el taxi a él.
—Savoy Albergo —dijo al conductor, y siguió el recorrido en el plano.
El conductor lo llevó bien.
Cuando bajó frente al hotel vio que un Simca rojo, en el que viajaban dos
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muchachos, aparcaba en doble fila unos veinte metros más atrás. Peter había estado
buscando el automóvil que lo seguía. Era ése. Era el momento de librarse de él y de
los hombres que lo conducían.
Ascendió los escalones de piedra y atravesó las puertas de vidrio del hotel. Cruzó
el vestíbulo y, como había hecho en el Shoreham, salió por la puerta a otra calle.
Caminó una manzana más, controlando la gente y los automóviles; luego regresó a la
Via Emilia y entró en la pensión San Giovanni a las dieciocho y quince para ocupar
su habitación.
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MARTES 18,15 - 22,25 HORAS
LA PENSIONE SAN GIOVANNI era un hotel familiar, que en un tiempo había sido una
elegante residencia privada. Era un edificio de cuatro pisos, que asomaba su estrecha
fachada sobre la Via Emilia, encajonado entre otros dos edificios similares. La
fachada estaba cubierta de hiedra y ante ella se extendía un pequeño aparcamiento
circular, atestado de automóviles.
Dentro dos habitaciones con suelo de losas constituían el vestíbulo. A la izquierda
estaban la gerencia y la mesa de recepción; a la derecha el escritorio del conserje,
junto a la puerta del comedor. Peter se presentó al gerente, un hombre joven de pelo
claro y espeso bigote, que hojeó su pasaporte y entregó la llave a un muchacho flaco,
vestido con guardapolvo y delantal.
—Habitación cincuenta y siete —anunció a Peter—. ¿Sabe por cuanto tiempo va
a permanecer entre nosotros?
Peter le dijo que no lo sabía.
—¿No ha habido llamadas para mí? —preguntó, antes de alejarse.
—No, señor. Todavía no. ¡Ah!, el alojamiento es con media pensión. Desayuno y
una comida. Si usted desea almorzar aquí, el almuerzo se sirve de doce a catorce; si
desea cenar puede hacerlo de diecinueve a veintiuna.
Peter le dio las gracias y siguió al muchacho flaco. Después de doblar un recodo
desembocaron en un pequeño hall de mármol y subieron a un minúsculo ascensor con
estrechas puertas de dos hojas y paredes de madera. Adosados a la pared posterior
había un espejo y un banco plegable rojo, y en una de las laterales se habían fijado los
menús del día. El ascensor sólo llegaba hasta el tercer piso y el muchacho condujo a
Peter a través de un hall alfombrado y ascendió un tramo de escalera hasta el cuarto
piso. Allí abrió la puerta de la izquierda e hizo pasar a Peter a una amplia habitación
color crema con vista a la calle. Había un armario a la derecha de la puerta; camas
gemelas contra la pared; veladores y un teléfono; tres sillas, una mesa y varias
alfombras pequeñas distribuidas sobre el suelo. El baño era amplio y los accesorios
no diferían mucho de los del Emerson de Washington.
Una vez que despachó al muchacho, con la correspondiente propina, Peter echó la
llave, se sentó en la cama más próxima al teléfono y llamó una vez más a la
embajada. Eran las dieciocho y treinta y cinco y lo atendió el centinela de guardia.
Herndon Tolliver no estaba y el edificio ya estaba cerrado. Llamó al número
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particular de Tolliver y no obtuvo respuesta. Lanzó una maldición y se acercó a la
ventana, levantó las persianas, corrió las cortinas y abrió las dos hojas. Ya era noche
cerrada y el cielo estaba veteado de nubes. Letras de neón amarillo anunciaban al
Capriccio Night Club en la esquina. Al nivel de la calle fulguraban otras luces. Más
arriba las ventanas permanecían cerradas y todo estaba oscuro. Pasó un automóvil y
otro estacionado junto a la acera se puso en marcha y abandonó la fila; pero las aceras
estaban desiertas.
Peter fumó un cigarrillo mientras estudiaba la escena. Luego arrastró la mesa y
una silla, de modo que quedaron bajo la luz central y pasó una hora redactando un
informe para Brandt. En él detallaba el vuelo y sus sospechas sobre el hombre del
diente negro y su esbelto acompañante. Si algo le ocurría por lo menos tendría
fichados a los sospechosos.
Llamó dos veces más al número particular de Tolliver, mientras trabajaba, pero
con los mismos resultados. No hubo respuesta. Terminó de cifrar el informe, lo
controló y lo puso en uno de los sobres especiales de Brandt. Luego lo llevó al
escritorio del conserje para que saliera en el primer correo.
Pidió la cena y le sirvieron puré de guisantes, pollo frito a la Florentina y una
jarra de vino blanco no muy bueno. Dio al camarero el número de su habitación, se
cercioró en la mesa de recepción de que no había llamadas para él, recogió su
pasaporte y regresó a la habitación. Eran las veinte y quince.
Una vez más intentó inútilmente comunicarse con Tolliver, lanzó un juramento y
encendió un cigarrillo. Lo fumó tendido sobre la cama próxima al teléfono y se
preguntó qué haría si algo inesperado le hubiera ocurrido a Herndon Tolliver. Pero
¿cómo podía enterarse si le había ocurrido algo a Tolliver?
Concluido el cigarrillo intentó dormir, pero estaba demasiado tenso, demasiado
ansioso de acción. Era como las noches que precedían a un partido de fútbol en el
colegio secundario. En aquellas ocasiones el sueño siempre había sido esporádico y
siempre había tenido la seguridad de que su actuación podría haber sido mejor de
haber descansado como correspondía. ¿Qué ocurriría esta vez?
A las veintiuna y cuarenta y cinco decidió mandar todo al diablo y tomar una
ducha. Y estaba preparando la muda limpia, cuando sonó la suave chicharra del
teléfono. Peter dio un respingo. Luego se sentó lentamente sobre la cama y descolgó
el teléfono.
—¿Diga?
—¿Mr. Congdon?
Era una voz ligera, alegre, con un dejo de cocktails.
—Soy yo.
—Mi nombre es Herndon Tolliver. Me avisaron que quería hablar conmigo.
Peter no pudo evitar un pequeño sarcasmo.
—Me alegro de que, por fin, se haya enterado.
—Bueno, llamé una o dos veces al Savoy durante la tarde. Me dijeron que estaría
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en el Savoy ¿sabe?
Se produjo una breve pausa y la voz dijo con cautela:
—¿Me quería ver por algo en especial?
Peter hizo una mueca y dijo:
—Según parece tengo que decirle: «La leche materna es buena para los bebés».
Tolliver rió regocijado.
—Está bien. Es usted. Y yo tengo que responder: «Dr. Spock, supongo». El
senador Gorman tiene un curioso sentido del humor ¿no le parece?
—Absurdo es la palabra. Tengo entendido que tiene que entregarme algo.
—Sí. La cosa-en-cuestión llegó ayer junto con una carta y debo confesarle que no
tengo ni la más remota idea acerca de esto. No sé de que se trata. El senador me pidió
que le hiciera este favor y ño puedo negarme; le debo mi puesto aquí. Por lo menos él
es mi senador y se supone que yo soy un producto de su influencia… Sea como sea,
debo entregarle el sobre que me envió. Lo malo es que no basta con que se lo haga
llegar. Debo encontrarme con usted en algún sitio fuera de la embajada; en un refugio
hippie o algo así, y cerciorarme de que usted tiene una carta igual a la que él me
envió. Espero que usted tenga la carta, así concluimos este asunto.
—La tengo.
—¿Qué dice su carta? Quizá podamos abreviar los trámites y le dejo el sobre en
su hotel. Realmente estoy loco de trabajo y…
—Creo que es mejor que lo hagamos como él dice —dijo Peter—. El paga los
gastos y tiene derecho.
Tolliver suspiró.
—Bueno, me parece un poco excesivo. Me refiero a la imposición. Pero el
senador es así. No le importan los medios con tal de obtener lo que quiere. Dígame
una cosa: ¿tiene esto algo que ver con esa investigación sobre la mafia que dirige en
el senado?
—¿No es mejor que hablemos personalmente, Mr. Tolliver? ¿Dónde puedo
encontrarlo y dentro de cuánto tiempo?
—Bueno, crean todo un clima de capa y espada en torno a este asunto. Realmente
no me había preocupado demasiado hasta ahora. ¿Se le ocurre algún lugar?
—A mí no. Usted es quien vive aquí.
—A ver… ¿Está en la pensión San Giovanni? ¿Dónde queda eso?
—En la Via Emilia.
—¿La Via Emilia? —rió—. ¡Qué suerte! Está a la vuelta de la embajada. Nos
veremos en Il Pipistrello. ¿Lo conoce?
—No. ¿Qué es y dónde está?
—Es un club nocturno. En la Via Emilia. Unas pocas puertas más allá del
Capriccio Night Club. No puede perderse. ¿Sabe qué significa Il Pipistrello? —
preguntó con una risita.
—No.
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—Bueno, no se lo diré hasta que llegue allí. Mientras tanto trate de adivinar. Pero
es el nombre idóneo para un lugar de reunión. Es una verdadera gruta como el Black
Hole de Calcuta. Exactamente el sitio para este asunto tenebroso en que Gorman nos
ha metido.
A Peter no le interesaban mucho los simbolismos.
—Está bien, en El Pipis… lo que sea —dijo—. ¿Dentro de quince minutos?
—¡Ah no! Eso es imposible. Digamos a las veintitrés. Tengo que ir a casa y
arreglarme un poco. Además tengo allí el sobre. ¿Cómo hago para conocerlo?
—Busque a un tipo de pelo oscuro y cara avinagrada, con un traje gris oscuro y
una corbata estampada.
—Yo mido uno setenta y cinco y llevaré un gran sobre de papel manila.
—Muy bien. Lo veré a las veintitrés. Deletréeme el nombre del lugar.
Cuando terminó su conversación telefónica, Peter se bañó rápidamente, se vistió,
se colocó la cartuchera con el revólver bajo la chaqueta, pero dejó el sobretodo
colgado en una percha del armario y el maletín en uno de los estantes. A las veintidós
y veinte, echó la llave a la puerta y descendió el tramo de escaleras hasta el ascensor.
Entregó su llave al conserje de turno y salió al aire húmedo y fresco de la noche, en
busca de Il Pipistrello. Tolliver consideraba todas aquellas elaboradas preocupaciones
como una muestra del sentido del humor de Gorman; pero Peter estaba metido en el
asunto y no quería correr riesgos. Siempre era conveniente anticiparse cuando se
trataba de una cita con una persona desconocida en un lugar desconocido y por un
asunto en el que los factores de seguridad eran bastante dudosos. Además a Peter le
sobraba el tiempo, de modo que llegaría realmente temprano a la cita.
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MARTES 22,25 - MIÉRCOLES 0,45 HORAS
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—No es muy cordial.
La chica dio unas palmaditas sobre el taburete vecino al suyo.
—Siéntese aquí.
Peter hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Venga y siéntese aquí —propuso señalando el taburete vecino.
Ella no puso inconvenientes y se cambió.
—Mi nombre es Eddie.
—Hola, Eddie. El mío es Bill.
—Es un bonito nombre, Bill.
—¿Cómo se llama este sitio? Es decir, ¿cómo se llama en inglés?
—¿Esto? —la muchacha se detuvo a pensar—. Es un pájaro. No sé el nombre. Es
pequeño, con alas grandotas y se cuelga cabeza abajo.
—¿Un murciélago?
—Eso es. Murciélago.
La cerveza estaba helada y parecía danesa. Peter bebió, encendió un cigarrillo y
escuchó el constante ruido del ululante. El cantor entonó una pieza norteamericana en
rock lento, luego pasó a una canción francesa. Peter aproximó la cabeza a la de la
muchacha, para contrarrestar el estridente sonido amplificado, y se enzarzó en una
charla insustancial con ella. Era una chica agradable. No le pidió nada de beber.
Otras dos parejas descendieron los escalones y atravesaron la arcada; pero todavía
era muy temprano para que la sala se llenara. Otra chica vestida de negro se acercó al
extremo del bar en donde estaba Peter y cruzó unas palabras en italiano con Eddie.
Esta se la presentó a su compañero. Se llamaba Angie.
Angie se instaló en el taburete siguiente y, poco después, se le acercó un tipo
maduro, calvo y rechoncho.
Peter ofreció una copa a Eddie a las veintidós y cuarenta y ella pidió algo que
burbujeaba como un ginger ale. Peter no se molestó en preguntar qué bebía. A las
veintidós y cuarenta y cinco la invitó a bailar y se unieron a las cuatro parejas que se
movían en la pista. Eddie era esbelta y lo seguía bien. Bailaba próxima a él, pero sin
adherírsele. No se insinuaba, pero tampoco se mostraba esquiva. Actuaba como si le
gustara más el hombre que su cartera. Su actitud despertó simpatía en Peter.
Pero Peter estaba de servicio. A las veintitrés pidió otra copa para los dos y
comenzó a consultar su reloj.
—¿Vienen muchos norteamericanos a este sitio? —preguntó acercándose a la
chica para hacerse oír sobre el fragor de los ululantes,
—Bastantes.
Peter encendió un cigarrillo a su compañera y también fumó uno.
—¿Espera a alguien? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Es más guapa que yo?
Peter estaba sentado sobre alfileres y no tenía ganas de flirtear.
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—Es un hombre —dijo, y descendió de su taburete—. Escuche: espéreme aquí un
minuto y preste atención por si entra un hombre con un sobre grande de papel manila
en la mano. ¿Entendido? Si entra, llámelo. Voy a hablar por teléfono.
Marcó el número de Tolliver, que ya sabía de memoria; pero no hubo respuesta.
Regresó a donde estaban Eddie y la cerveza. El señor del sobre manila no había
aparecido. Encendió cigarrillos para los dos y lanzó un juramento entre dientes. Eran
más de las veintitrés y treinta.
—Va a empezar la orquesta buena —decía Eddie en ese momento—. Este es un
conjunto nuevo…; está empezando. Tocan para aprender.
Peter hizo un gesto de asentimiento y se dijo que Tolliver tenía que estar de
camino. Pudo repetírselo y seguir creyéndolo hasta la medianoche. A partir de ese
momento supo que algo andaba mal.
Volvieron a bailar, pero las cosas habían cambiado. Ella seguía arrimándose, pero
él ni siquiera advertía su presencia. Eddie intuyó el cambio y su razón.
—Ese hombre al que espera… ¿se trata de un negocio importante?
Peter miró el rostro joven y frágil, apenas iluminado.
—¿Hm? ¿Qué le hace pensar eso?
—Usted. La forma en que se comporta. Lo estoy sintiendo.
No trató de engañarla,
—Temo que haya cambiado de opinión y no venga.
—¿Quiere sentarse?
Regresaron a su sitio y Peter pagó la cuenta. El barman le anunció que eran 6000
liras y Peter gruñó al sacar su cartera. La chica era parte de los servicios del bar, pero
valía la pena. Y bien, eran los fondos del senador; que los contribuyentes se quejaran
ante el senador. Con todo se imaginó a Brandt echando sapos y culebras. Brandt no
iba a creer que hubiera tenido que gastar un centavo en un lugar como aquél.
Siéntese, no hable y no pida nada. Que traten de echarlo. Ese era el sistema de
Brandt. A Brandt no lo iban a echar, eso era seguro. Nadie se atrevía a acercarse a ese
hijo de puta.
Cuando su reloj marcó las veinticuatro, Peter se puso de pie.
—¿Se va? —preguntó Eddie.
—Me voy.
—Espero que lo encuentre.
—Gracias, Eddie.
La besó en la mejilla y le dio una palmadita en la cadera. Saludó a Angie con la
mano al pasar y ella extendió la suya para tocarlo y le sonrió. Peter agradeció el
gesto, pero al salir pensó que se necesitaría algo más que sonrisas para ayudarlo a
enfrentar las próximas horas.
La Via Emilia estaba tranquila. Los bordes de la calzada estaban llenos de
automóviles; pero no se veía ningún vehículo en movimiento, ni gente en las
estrechas aceras. Peter dobló la esquina y consiguió un taxi en la Via Véneto, frente a
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las puertas enrejadas de la Embajada de los Estados Unidos.
—Vía Cimarosa, número quince —ordenó al conductor y acompañó sus palabras
con un gesto que indicaba el número quince.
El conductor rio y bajó la bandera.
—Usté non parla el italiano, ¿Eh? ¿Usté parla el inglese?
—Así es.
—Io también. Non mucho condutore parlan el inglese. Io sé dove va usté.
—Me alegro mucho —dijo Peter, y se acomodó en el amplio asiento trasero,
mientras encendía un cigarrillo.
En realidad no le interesaban demasiado las habilidades lingüísticas del taxista.
En aquel momento su preocupación era el paradero de Herndon Tolliver. Tenía que
encontrar una manera de localizarlo.
El taxista se confundió con el tránsito de la Via Veneto.
—Usté de Londré.
—De Norteamérica.
—¡Ah! ¡Norteamérica! ¿Qué tal el mío inglese?
—Mucho mejor que mi italiano. ¿Queda lejos el lugar a donde voy?
—Cerca.
Pasaron por la vieja muralla, bordearon el parque de la Via Pinciana, pasaron por
la Galería Borghese, doblaron un par de veces, y por fin se detuvieron ante un portón
de rejas que se abrían sobre el patio de entrada de una casa de apartamentos de siete
pisos. El edificio —una sólida sucesión de oscuras ventanas cerradas— ocupaba la
manzana y aquella entrada que parecía tan amplia era sólo uno de los accesos
laterales. Al trasponer la puerta se veían entradas sobre las que se leía Scala I y Scala
II. A la derecha, ascendiendo cuatro peldaños, estaba la puerta del departamento del
portiere. Más dentro se veían otras entradas, senderos embaldosados y un estanque
circular.
—¿Y? —dijo el conductor—. Queste é el número quince. ¿Sabe a dove va?
—Sé lo que quiero, pero no sé cómo preguntarlo.
—¿Y qué cosa quiere?
—Busco a un norteamericano llamado Tolliver que vive aquí.
—Viene —dijo el conductor, abriendo su portezuela—. Nosotros encontramo.
Llevó a Peter al interior del edificio, ascendió los escalones que conducían a la
puerta del portiere y golpeó con fuerza. Le abrió una mujer gorda, de pelo entrecano
sujeto en un rodete y una sonrisa en la que se alternaban las mellas con los dientes
torcidos.
El conductor y la mujer cruzaron frases en italiano con la velocidad de una
ametralladora, y la mujer señaló la entrada que decía Scála I.
Descendieron los peldaños, cruzaron en dirección a la Scala i y Peter comenzó a
buscar chapas con nombres; pero no había.
—Dos pisos ariba —dijo el conductor y encabezó la marcha.
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Al llegar al segundo piso encontraron dos puertas que daban al pallier. El taxista
se detuvo indeciso, luego golpeó en ambas puertas. La primera no se abrió, y una
señora se asomó en la otra. Era baja y fornida y olía levemente a ajo; pero estaba bien
vestida y parecía una mujer cuidada.
Hubo un breve intercambio de frases y ella señaló la puerta opuesta y se encogió
de hombros.
—Ahí habita —dijo el taxista—. Pero non está.
—¿Y no sabe dónde está?
El conductor tradujo la pregunta y ella hizo un gesto de ignorancia. Su esposo, un
hombre de pelo gris, en mangas de camisa, salió e intervino en la conversación.
Apoyado en la baranda llamó a gritos a alguien del piso de abajo. Se abrió una puerta
y se oyeron otras voces.
Por fin el conductor tradujo:
—Salió con algunos amigo.
—¿Y saben cuándo?
Siguió una larga discusión cuya traducción fue:
—A diez y media o once.
—¿Saben quiénes eran sus amigos o dónde iban?
Transcurrió un minuto de animada conversación antes de que el taxista volviera a
traducir:
—Non conocen a lo amigo. Eran tre hombres. Llegó con elli a la casa y volvió a
salir con elli más tarde.
Peter trató de obtener una descripción, pero fue inútil. Agradeció a la pareja,
volvió a bajar las escaleras y agradeció en inglés a los otros, al pasar. Ellos le
agradecieron en italiano y todavía hablaban entre ellos cuando Peter y el taxista
abandonaron el edificio y volvieron a entrar en el automóvil.
—¡Io bueno para ayudare!, ¿eh? —comentó el chófer con orgullo, cuando el
automóvil se puso en marcha—. ¿Y ora dove?
—Creo que a la pensione San Giovanni en la Via Emilia.
Fue un viaje de diez minutos y el control de rutina convenció a Peter de que nadie
los había seguido. El taxista se dedicó a monologar en su especie de inglés… Que los
norteamericanos eran grandes, que Mussolini había sido terrible para el país…
Buscaba una propina suculenta y Peter se la dio, por la ayuda que le había prestado y
porque era sedante sentir que la charla resbalaba sobre él sin interrumpir sus
pensamientos.
El encargado de turno le abrió la puerta y le entregó la llave. Peter preguntó si no
habían habido llamadas telefónicas. Por supuesto, no había ninguna.
Subió en el ascensor, trepó el último tramo de escalera y abrió la puerta con su
llave. No sabía cuál sería su próximo paso; pero pensó que lo mejor sería dormir.
Cerró la puerta y se volvió para buscar el interruptor de la luz, pero no llegó a tocarlo.
Al volverse sintió como si el techo se le desplomara sobre la parte posterior de la
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cabeza. Vio un relámpago deslumbrante y las rodillas se le doblaron. Por un instante
pensó que el armario se le había caído encima, pero luego comprendió que había
alguien detrás del armario y que había caído en una emboscada. Pero no tuvo
conciencia del instante en que tocó el suelo.
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MIÉRCOLES 0,55 - 1,10 HORAS
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Una voz excitada, casi histérica chilló:
—¿Oiga, oiga? ¿Es usted, Congdon?
Peter gruñó y luego pudo emitir un pesado:
—Sée.
Le parecía que la cabeza le iba a estallar.
—Soy Tolliver. Herndon Tolliver. ¿Me oye?
El nombre fue como un timbrazo. Sí, recordaba a Tolliver. Ahora recordaba casi
todo. Trató de dar coherencia a sus respuestas.
—Sí, Tolliver—dijo respirando pesadamente a causa del esfuerzo—. ¿Dónde
está?
—¡Me agarraron! ¡Me agarraron delante de mi apartamento! ¡Justo cuando bajaba
del automóvil!
—¿Quienes lo agarraron?
Peter sacudió la cabeza tratando de librarse de su embotamiento.
—La mafia. Tiene que haber sido la mafia. Gorman está mezclado con ellos. Y
usted ha venido por eso, ¿no? Me raptaron. ¡Ellos me raptaron!
—Mm —gruñó Peter, respirando pesadamente—. ¿Qué ocurrió?
—Querían el sobre. Me amenazaron. Sabían que lo tenía. ¡Me obligaron a
entregárselo!
—¿El sobre?
Peter sabía que había algo respecto a un sobre, vinculado con su viaje a Roma.
—El sobre que tenía que entregarle en Il Pipistrello. Pero ¿me entiende? ¡Me
raptaron! Me obligaron a entregarles el sobre. ¡Me habrían matado!
—Sí, comprendo —dijo Peter.
—¿Comprende? —chilló Tolliver—. ¡He estado a punto de perder la vida y todo
lo que se le ocurre decir es «comprendo»!
Los chillidos de Tolliver aumentaron el dolor de cabeza de Peter.
—Sí, sí, cálmese —dijo, procurando que el hombre dejara de gritar—.
Comprendo perfectamente. ¿Dónde está?
—En el infierno y fuera de Roma. Debo de estar como a veinte millas de Roma.
Me hicieron entrar en mi apartamentó para que les entregara el sobre y después me
llevaron con ellos. Anduvimos millas y millas. ¡Ese chiflado obeso de Gorman podía
haberme matado! ¡Cómo se le ocurre enredarme con la mafia! Yo nunca le hice nada
a nadie. Sólo pretendí hacerle un favor a un tipo. ¿Cómo puede exigir que una
persona ajena a todo, como yo, meta la cabeza en semejante trampa? ¡Ni siquiera me
dijo lo que contenía ese sobre! ¡Es un degenerado! No se lo voy a perdonar nunca. He
tenido suerte de salir con vida de esto.
El cerebro de Peter había comenzado a funcionar mejor, cuando Tolliver se
detuvo para respirar. Si el dolor no hubiera sido tan intenso, podría haber pensado
casi con claridad.
—O.K., O.K. —dijo—. De modo que lo raptaron. Cuénteme todo.
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—Eso estoy tratando de hacer. Pero ¿acaso es sordo? ¡Estoy tratando de
prevenirlo!
—¿Prevenirme de qué?
—De esos tipos. Eran tres. Dos delincuentes jóvenes y un tipo mayor. Y todos
estaban armados. Me llevaron al campo y abrieron el sobre y miraron lo que había
dentro. Después me golpearon y me dieron de puntapiés y me exigieron que les dijera
todo lo que supiera sobre el asunto y yo les dijo que lo único que sabía era que el
senador Gorman me había pedido que entregara ese sobre a alguien. Me obligaron a
cantar a quién. Yo no quería decírselo, pero esos dos asesinos jovencitos me habrían
matado, Y lo sabían, de todas maneras; porque cuando les solté su nombre el tipo
mayor dijo que estaba diciendo la verdad. Me exigieron que les aclarara dónde
paraba. Yo no quería decírselo, pero amenazaron con matarme, así que tuve que
hacerlo. Les dije que en la pensión San Giovanni y entonces ellos fueron a un sitio
donde había teléfono y creo que llamaron a la pensión. No sé. De alguna manera se
convencieron de que les había dicho la verdad y me soltaron en una carretera desierta
a millas de cualquier lugar habitado.
»Dios sabe cuánto anduve hasta que encontré el primer teléfono para prevenirlo.
Ellos saben quién es usted, Congdon. Cuídese. Son muy peligrosos. Lo matarán si no
se cuida. ¡Le juro que creí que me mataban!
Peter estaba totalmente alerta ya y aquel dolor palpitante en su cabeza se había
desplazado al fondo de la conciencia. Ahora había cosas más importantes en la vida
que el dolor.
—Ese hombre mayor del que habla ¿era el jefe?
—Sí. Él hacía las preguntas. Los otros se encargaban del trabajo. ¡Qué trabajo!
¡Con mis costillas!
—¿Llevaba un clavel?
—Sí, sí. ¿Lo conoce?
—¿Qué me puede decir de los otros dos? ¿Cómo eran?
—Jóvenes, morenos. De aspecto desagradable.
—Eso no me aclara una mierda. ¿Cómo iban vestidos? ¿Qué rasgos tenían?
—Vestían ropa oscura, los dos. Parecían gangsters. Pelo negro. Ojos negros.
—Eso sigue sin aclararme el panorama.
—¡Ay, Dios mío! —chilló Tolliver—. ¿Qué pretende de mí? He visto la muerte
cara a cara y espera que recuerde detalles mínimos. Por lo menos podría tener la
cortesía de agradecerme que lo haya prevenido. Cierre su puerta con llave, pueden
llegar en cualquier momento. Si estuviera en su pellejo saldría volando de esa
pensión. Y no me llame más ¿eh? No tengo el sobre y no sé nada de nada. Tampoco
tendré nada que ver con nada de esto en el futuro. Me quejaré a mis superiores.
Presentaré una protesta oficial. Voy a…
—Escuche —interrumpió Peter—, dé gracias a Dios por haber salvado el pellejo
y por haber escapado sin mayores daños.
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—¿Sin mayores daños? Me hicieron sangrar la nariz y me lastimaron el labio y
me molieron las costillas. Tengo un ojo negro y un tremendo hematoma en la mejilla.
¿Cómo me voy a presentar mañana en la embajada? Me da vergüenza.
—Claro —dijo Peter—. Y gracias por prevenirme. Gracias por tratar de
defenderme.
—Hice lo que pude. Me habrían matado si no les hubiera dicho dónde paraba
usted. Quizá me maten si se enteran de que lo llamé. Siga mi consejo: salga de la
ciudad.
—Sí. Gracias.
Peter colgó el teléfono y encendió la luz del velador. Parpadeó dolorido ante la
brusca claridad, que lo deslumbró. Se levantó con esfuerzo y se sentó en la cama,
manteniendo la cabeza erguida. Recorrió cautelosamente con los dedos el cuero
cabelludo hasta que sintió la sangre, en parte seca, en parte aún pegajosa. Se lo
merecía por haber dado a Tolliver su dirección. Había vacilado en hacerlo. Sabía que
era peligroso. Lo había hecho en mala gana, como un riesgo calculado y le había
salido mal.
Se palpó la chaqueta. Sí, le faltaba la cartera. Y también el revólver.
Se puso de pie, vacilante aún, y revisó los bolsillos. Se habían llevado todo: el
pasaporte, el certificado de salud, los cheques, sus anotaciones. Sobre la otra cama
estaba el abrigo desgarrado, y el maletín abierto y roto. Le habían dejado la muda de
ropa, pero faltaba la caja de cartuchos y el equipo para obtener las impresiones
digitales. Hasta se habían llevado los sobres especiales para enviar los informes a
Brandt.
Peter se volvió a sentar y trató de pensar. En la cartera estaba la clave del código.
Eso era lo que buscaban, por supuesto. Ya tenían el sobre de Tolliver, que contenía el
nombre y el paradero de la chica; pero no podían descifrar la información sin una
clave. Ahora tenían eso también y Peter no tenía nada. Ni siquiera le habían dejado el
reloj de pulsera. Y cuando regresara ni siquiera tendría su puesto en la agencia
Brandt.
El tiempo volaba. El grado de lucidez que había alcanzado Peter le permitía
apreciar ese hecho. Tomó el teléfono, lo dejó sobre la cama, junto a él, y lo descolgó.
Por un instante pensó que el conserje podía pertenecer a las huestes enemigas, pero
luego desechó la idea. Tenían que haber engañado al «viejo» de alguna manera. Si
hubiera estado enterado de la emboscada, Peter habría detectado algo en su actitud.
En cualquier caso el problema era puramente académico. Puesto, que no tenía
siquiera las monedas necesarias para llamar desde un teléfono público, no tenía más
remedio que hacer sus llamadas a través del conserje, mafioso o no. Le dio un
número y esperó.
Una voz de hombre respondió a la tercera llamada y Peter dijo:
—Sin usar nombres le diré que la Agencia Brandt tiene una red muy amplia.
—Y recoge muchos peces —replicó el otro—. ¿Acaso se escapó alguno?
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—Así es. Estoy en mi pensión. ¿Cuánto tardará en llegar?
—¿Le parecen bien diez minutos?
—Me parece que va a tardar más porque necesito unas cuantas cosas.
—Deme la lista.
—Un automóvil, veinticinco mil liras como mínimo, un pasaporte, un arma y una
caja de balas, un reloj de pulsera…, si eso no le hace perder demasiado tiempo…, y
creo que eso es todo. ¡Ah! Y una caja de aspirinas.
—Una buena lista. ¿Qué tipo de pasaporte necesita?
—Cualquiera con tal de que lo consiga inmediatamente.
—¿Es para usted?
—Así es.
—Parece ser que han surgido problemas.
—Ya lo creo. Y bien ¿cuánto cree que tardará?
El otro hombre hizo una pausa.
—Quizá media hora.
—Trataré de estar fuera del hotel. Tenga cuidado de que no lo vean. Me gustaría
que se mantuviera sano.
—Lo que me pide ya es suficiente aviso —dijo el hombre sin alharacas—. Me
basta para saber con quién hay que habérselas. Iré por allí.
Peter colgó y volvió a descolgar.
—Quiero hacer una llamada a Estados Unidos de América —dijo cuando el
conserje lo atendió—. ¿Cuánto tardará?
El conserje no pareció sorprenderse lo más mínimo.
—No habrá mucha demora, señor —respondió—. ¿A qué sitio de los Estados
Unidos?
Peter le informó que a Washington D.C., y añadió:
—Quiero hablar con el senador Robert Gerald Gorman.
Deletreó pausadamente el nombre.
—El número es… —prosiguió—. Espere un segundo.
Frunció el ceño y trató de recordar.
—¿Qué hora es? Se me ha parado el reloj.
—La una y diez de la madrugada, señor.
—Ahá, bueno, trate… Diga a la telefonista que trate de localizarlo en su
domicilio particular que está…
Le costaba mucho recordar.
—Kalorama Road —dijo, por fin—. Noroeste.
Deletreó la dirección.
—Y si no está allí que lo busque en su oficina en el Nuevo Edificio de Oficinas
del Senado.
—Muy bien, señor. ¿Qué números, por favor?
Peter ya no tenía los números.
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—No sé. La telefonista de Estados Unidos tendrá que buscarlos. Si no estuviera
en ninguno de esos sitios, que averigüen a través de quien conteste dónde se puede
dar con él. Es absolutamente necesario que hable con él inmediatamente. Es una
cuestión de vida o muerte. ¿Entendido?
—Sí, señor, entendido —respondió el portero con tono grave—. Son quince
dólares norteamericanos por cada tres minutos.
—Olvidaba decirle que cobren la comunicación al abonado de Estados Unidos.
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MIÉRCOLES 1,30 - 1,40 HORAS
LA COMUNICACIÓN sólo tardó veinte minutos, y Peter empleó ese tiempo empapándose
la cabeza bajo el chorro de un grifo y tratando de mejorar su aspecto. Al inclinarse
para introducir la cabeza bajo el chorro sintió una vaga sensación de náusea y de
mareo, pero el agua fresca disipó el malestar y calmó un poco el dolor.
Cuando el teléfono sonó estaba el senador en la línea y la telefonista le decía:
—Hable, señor, por favor.
—¿Congdon? —preguntó el senador—. ¿Qué pasa? ¿Ya la tiene?
—No, no la tengo —respondió Peter secamente—. Han surgido complicaciones.
Su amigo de la embajada cayó en una emboscada y le han robado el sobre.
—Eso es imposible.
—Pero ha ocurrido. La mafia tiene toda la información que contenía el sobre.
Además me asaltaron a mí y tienen la clave del código.
El senador explotó con una serie de epítetos ofensivos.
—Hijo de puta, incompetente de mierda —dijo para concluir la andanada—. ¿Se
da cuenta de lo que ha hecho? ¿Comprende…?
Peter se sentó en el borde de la cama.
—Deje de lado el sermón —interrumpió—. Lo importante es que la mafia no va a
tardar mucho en descifrar el mensaje, ahora que tiene la clave. En cuanto lean el
mensaje sabrán quién es la chica y dónde está y llegarán antes que yo; quizá todavía
pueda ganarles por la mano.
La voz de Gorman estaba muy próxima al chillido histérico.
—¿Quiere que se lo diga ahora, por teléfono, en simple inglés?
—Y con voz alta y clara, senador. La comunicación no es muy buena. No le oigo
del todo bien.
—Me levanta de la cena, me llama desde Roma y espera que le revele por
teléfono la más secreta de las informaciones.
Peter rechinó los dientes.
—Es una información que la mafia ya tiene en su poder. Si no me la da en este
mismo momento, su testigo es mujer muerta. Nunca prestará declaración ante su
comisión. Y lo que es peor, su sangre caerá sobre usted.
—¡¿Sobre mí?! ¡Usted es quien estropeó todo! ¡Usted es el incompetente de
mierda que ha entregado a la mafia todo lo que necesita para estropear mis esfuerzos,
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para destruir la labor de mi comité!
—No le va a salvar la vida insultándome, senador. ¿La quiere viva o muerta?
—¡¿Ah, sí?! Bueno, veamos. ¿Cómo me consta que es quien dice ser? Juraría que
no es Peter Congdon. Es un mafioso. Cree que le voy a entregar a la testigo.
—Habitación trescientos seis D del Shoreham Hotel, ¿no, senador? Roger S.
Desmond es mi nombre, ¿no, senador? La leche materna es buena para los bebés,
dice el doctor Spock, ¿no, senador? Y si soy un mafioso y sé todo eso, usted está
perdiendo de cualquier manera y yo no tendría por qué tomarme el trabajo de
llamarlo, ¿no, senador?
—Está bien. Pero ¿cómo sé que si le doy esta información usted va a llegar hasta
ella antes que la mafia? De la forma en que ha estropeado…
—No lo puede saber usted, ni lo puedo saber yo. Pero cada minuto que se pierde
disminuyen las posibilidades. Hace más de cuarenta minutos que la mafia tiene en su
poder la clave del mensaje. Ahora todo depende del tiempo que tarden en descubrir el
mecanismo y, luego, descifrar su información. Es una posibilidad entre mil, senador;
pero quizá la salve. ¿Cómo se llama y dónde está?
—Estoy corriendo un enorme riesgo al darle esta información —insistió el
senador—Si algo le ocurre a esa chica, usted será el responsable. Su vida y su futuro
dependen de usted. Su sangre caerá sobre usted. ¿Lo entiende bien?
—¿Cómo se llama y cuál es la dirección?
El senador respiró hondo.
—Está bien —dijo con tono quejumbroso—. Tendré que confiar en su palabra. El
nombre adoptado por la chica es Karen Halley. ¿Oyó bien?
Peter no tenía con qué escribir, ni dónde escribir.
—Karen Halley —repitió, procurando grabar el nombre—. ¿Y la dirección?
—Vía dei Saponai 16. ¿Oyó bien? D-E-I. Dei S-A-P-O-N-A-I. El apartamento está en
el primer piso a la derecha. ¿Entendido?
—Entendido.
—En Florencia.
—¿En Florencia?
Peter pegó un respingo.
—Claro. ¡Cómo cree que lo iba a enviar a Roma si ella estuviera en Roma!
—Nunca sé qué diablos haría usted, senador —gruñó Peter y se pasó una mano
por la cara. Florencia le parecía tan distante como Siberia.
—¿Y qué número de teléfono tiene?
—No tiene teléfono.
—¡Santo Dios! ¿Mantenida por Bono y ni siquiera tiene teléfono?
—Está escondida, pedazo de idiota. ¿A quién quiere que telefonee?
—Está bien. ¿Qué aspecto tiene?
—Es rubia. Es joven. Le calculo unos veinticinco. Es bonita.
—¿Rubia? Creí que era italiana.
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—Hay italianas rubias y cualquiera puede comprar un frasco de tinte.
—¿Entonces es una italiana teñida?
—Además no es italiana de nacimiento. Es…, bueno, no importa. Considérela
norteamericana. Entrará con pasaporte norteamericano. Acostúmbrese a la idea de
que es norteamericana.
—Está bien, senador. Karen Halley, falsa rubia, falsa italiana, falso pasaporte
norteamericano. ¿Me conoce ella por mi verdadero nombre?
—Sí. Ahora todo queda en sus manos. Y si no la trae con vida… ¡Dígame una
cosa! ¿No está en un club nocturno?
—¿Qué?
—Oigo música.
Era la música que llegaba del Capriccio Night Club a través de la calle. Peter
apartó el teléfono y lo dirigió por un instante hacia la ventana abierta. Luego dijo:
—Me descubrió, senador. Es un lince.
Colgó, volvió a dejar el teléfono sobre el velador y se sentó, débil y tembloroso.
Se sentía mal y tenía ganas de acostarse. Quería descansar y dormir y reponerse.
Pasados unos instantes se puso de pie, se aproximó a la ventana y miró hacia la
calle. La música era ensordecedora y dos parejas reían y bromeaban en la acera
mientras se disponían a entrar en un minúsculo automóvil. Ninguno de los otros
automóviles parecía estar esperándolo.
Cerró las hojas de la ventana e hizo girar el pestillo; pero la música seguía
oyéndose. Miró la cama incitante, pero resistió la tentación de volverse a sentar.
Temblaba, traspiraba y se sentía descompuesto. Tenía que mantenerse en pie.
Abrió la puerta que daba al hall y al hacerlo pensó que sus asaltantes podían
haberlo encerrado y haberse llevado la llave. Eso y matarlo era casi lo único que no
habían hecho.
Se aferró a la baranda con ambas manos al descender el tramo de escaleras y, al
entrar en el ascensor, se desplomó en el banquillo rojo, antes de tocar el botón
marcado con la letra T, de terra.
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MIÉRCOLES 1,50 - 1,55 HORAS
VICTORIO DEL STRABO llegó en un sencillo Mercedes Benz negro 280 SE convertible,
cinco minutos después de que Peter saliera a la calle. Llevaba la capota bajada, a
pesar del frío de la noche. Vestía pantalones sport oscuros, turtleneck blanco y una
chaqueta de tweed gris. Era un hombre de unos treinta años, bien parecido, con un
bigotito negro y el aire de un astro cinematográfico de vacaciones.
—La Agencia Brandt tiene una red muy amplia.
—Y no pesca todo lo que debe —replicó Peter entrando cautelosamente en el
automóvil.
Vittorio lo estudió con una rápida mirada.
—No está precisamente como nuevo. Creo que, antes que nada, necesita la
aspirina.
—Sí, por favor. Y déjeme un lápiz y un papel. No confío en mi memoria, en mi
estado actual.
Del Strabo le alargó una libreta y un lápiz sin hacer preguntas; cuando Peter
arrancó una hoja de la libreta y se la guardó en el bolsillo, le entregó una caja de
tabletas.
—¿Y ahora a dónde vamos? —preguntó, después de guardar su libreta.
—Más lejos de lo que creía. Necesito el automóvil para ir a Florencia. ¿Puede
dejarme en la carretera correspondiente y regresar a su casa por sus propios medios?
—¿Florencia? —Del Strabo rio y puso el automóvil en marcha—. Eso queda
lejos.
—Y tengo que llegar rápidamente.
Peter se tragó dos aspirinas juntas y guardó el resto en un bolsillo.
—¿Consiguió todo lo demás?
—¡Oh sí! El pasaporte está en blanco. Es una réplica de un pasaporte
norteamericano, pero tendrá que llenarlo usted mismo. Tiene el sello de una entrada
en Italia y tengo el sello para su fotografía. ¿No tiene alguna encima?
—No tengo nada encima. Me aporrearon y me desvalijaron.
—¿Algún delincuente compatriota mío o alguien vinculado con sus negocios?
—Fue por mis asuntos. ¿Trajo un recibo por el dinero, el automóvil, el arma y
demás? Se lo firmaré.
—Todo está en orden. Ya nos ocuparemos de eso a su debido tiempo.
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—Tengo prisa, Vittorio.
—Por supuesto. Y yo lo llevaré con toda prisa.
—¿Usted? —Peter se irguió en su asiento—. Usted no va…
—Sí que voy. Este es mi automóvil y estoy muy orgulloso de él. No lo dejaría en
manos de alguien que tiene aspecto de no poder conducirlo durante más de cien
metros.
—Vittorio, su compromiso con Brandt se limita a Roma. Soy yo quien debe
correr el riesgo. Usted no puede ir.
—Mi estimado amigo —dijo Del Strabo, mientras doblaba por la Via Veneto y se
confundía con el tránsito/bastante activo aún—: hace cuatro años que soy
representante de Brandt en Roma. He recibido órdenes, he recogido información, he
actuado como anfitrión de los agentes como usted, satisfaciendo sus necesidades…,
algunas de ellas ilegales, como las suyas; Corriendo toda clase de riesgos, pero
perdiéndome siempre el placer de la cacería. Eso parece estar reservado para usted.
Esta es mi oportunidad de dejar de ser un agente de viajes de Brandt. Esta es mi
oportunidad de escapar por un momento al espantoso tedio de una organización
comercial de corte familiar. Cuando supe que estaba en dificultades me dije: he ahí
mi hombre que necesita ayuda. He ahí mi oportunidad de divertirme un poco.
Disculpe, amigo, pero si este automóvil va a Florencia, lo conduciré yo.
—Mire, no voy a discutir con usted —dijo Peter—. Esto no va a ser divertido; va
a ser peligroso. No permitiré que corra el riesgo.
—Permite que corra el riesgo de falsificar pasaportes… Además estoy de acuerdo
en que no quiera discutir. No parece estar en forma para una discusión.
—Escúcheme, Del Strabo —dijo Peter con acento fatigado—: no conoce este
trabajo. Es sólo un contacto, alguien de la subestructura de nuestra organización. No
tiene el entrenamiento que se requiere para la verdadera labor que se cumple en ella.
Nadie le ha enseñado a disparar, a pelear. No tiene la preparación física, los
reflejos…
Del Strabo rio.
—No es muy lisonjero que digamos, ¿eh? Pero en este momento diría que estoy
bastante menos endeble e indefenso que usted. En cuanto a disparar, amigo, tengo
mis buenas medallas. Tiro al pichón, al blanco, rifle, pistola. Es un deporte que
practica toda mi familia. Me he criado manejando armas.
—Y apostaría a que también se crio con una gobernanta inglesa.
—¡Qué buen detective es usted! —celebró Del Strabo—. Pero mírese, amigo. ¿Es
capaz de llegar desde aquí hasta la autostrada? ¿Tiene carnet internacional de
conductor? ¿Siquiera sabe cómo se maneja este automóvil? Si la velocidad y la
seguridad son fundamentales, le soy indispensable. Conmigo al volante está allí a las
cinco de la mañana. Conozco muy bien el camino.
—Usted es un inconsciente, Vittorio. Puede que lo maten en este asunto.
—¿Y qué hay con eso? No concedo ninguna importancia al momento en que uno
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muere. Lo que importa es cómo vive uno. Me contará de qué se trata durante el viaje.
Luego dormirá un poco y llegará a Florencia descansado. Le aseguro que es la única
salida.
—Mi negocio es con la mafia. ¿Qué le parece?
Del Strabo rio.
—Imperdonables pecadores esos mafiosos. Una mancha sobre Sicilia y sobre el
pueblo italiano. ¿Vamos a matar a alguno? Por suerte traje un revólver para cada uno.
—Quizá ellos nos maten a nosotros.
—Por supuesto. No pretendo que se queden quietos mientras hacemos puntería.
Esto promete ser muy estimulante. Cuénteme algo más.
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MIÉRCOLES 5,10 - 5,35 HORAS
ERAN LAS CINCO Y DIEZ y el cielo estaba densamente nublado, cuando el veloz
Mercedes de Del Strabo entró en Florencia por la Via Donato Giannotti y cruzó como
una exhalación la Piazza Gavinana. Junto a él, Peter Congdon dormía. Llevaba dos
horas y media durmiendo; dormía desde el instante en que abandonaron el tránsito de
Roma, para internarse en la autostrada y Peter terminó su relato sobre el asunto entre
manos y su planteo de lo que podía ser la recepción en Florencia. A Del Strabo le
había parecido fascinante. Una película norteamericana, caramba.
Pero al llegar a la ribera sur del Arno, el italiano extendió una mano y sacudió al
detective dormido.
—¡Eh, amigo Peter! Estamos llegando.
Peter se movió en su asiento y luego se irguió de un salto e introdujo la mano bajo
la chaqueta. La nueva automática no calzaba muy bien en una cartuchera destinada a
otra arma.
—¿Qué? ¿Dónde?
—¡Qué despertar tan dramático! —rio Del Strabo—. ¿Siempre se despierta así?
Peter recorrió con la vista la calle vacía, iluminada aún por los faroles eléctricos,
los edificios que desfilaban por el lado de Del Strabo y los árboles, paredones y
cercas que pasaban junto a él. La claridad de los faroles era fantasmal y todo estaba
silencioso y extraño. Una motocicleta que cruzaba un puente, a lo lejos, era la única
fuente de sonido o movimiento. Peter no respondió a la pregunta de Del Strabo ni
quitó la mano de la culata del arma.
—¿Esto es? —preguntó.
—Esta es la bella Florencia, la joya de Italia. Pensé que le gustaría contemplarla
antes de llegar a destino. El Arno corre a su lado, detrás de esos muros, aunque no lo
vea. Pasa por debajo de aquel puente.
—¿No me diga?
Peter se enderezó. Del Strabo había echado la negra capota del Mercedes al llegar
a la autostrada y el detective tuvo que asomarse a la ventanilla para contemplar la
ciudad.
—El cuatro de noviembre, hace un año —dijo Del Strabo— el Arno llegaba a un
metro por encima de nuestras cabezas en este sector. Ahora está muy bajo. El último
mes de noviembre llovió bastante aquí y los florentinos se pusieron muy nerviosos.
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Pero el río está bajo. Y lleno de barro.
Peter no tenía interés por el Arno. Estudiaba el terreno y trataba de detectar otros
automóviles con los ojos y los oídos.
—Sí, supe que tuvieron una inundación —fue todo su comentario.
Del Strabo le sonrió.
—Pasaremos sobre el río —dijo—. Pero no por este puente.
Bordearon la rotonda de césped, próxima a la entrada del puente, y siguieron
bordeando la margen sur rumbo al próximo.
—Entre paréntesis, ¿cómo anda su cabeza? —se interesó Del Strabo.
—Mejor. Pero todavía la siento.
Peter abrió la caja de aspirinas y se tragó dos más.
—¿Sólo la siente? Lo dejan inconsciente de un golpe y ya está de pie
persiguiéndolos. Debe tener mi cráneo de piedra.
—Y además tengo piedras dentro del cráneo.
El paredón que bordeaba el Arno era bajo, ahora, con postes de alumbrado como
soporte de los tramos reparados. Peter bajó el cristal de su ventanilla y contempló los
edificios que se levantaban sobre la otra margen del río, a unos doscientos metros de
distancia, envueltos en el sereno nimbo dorado de las luces callejeras.
—¿No es muy bonito? —comentó Del Strabo, observándolo.
—Está bromeando —dijo Peter—. ¿Por ventura cree que puedo pensar en la
belleza en un momento como éste?
—¿Y de qué se preocupa? Aquí estoy yo.
—Esa es una de mis preocupaciones.
—La suya es la actitud de un hombre con dolor de cabeza, amigo Peter. ¿Sabe
dónde está la Via dei Saponai? ¿Tiene un mapa de Florencia? ¿Qué haría si estuviera
solo?… Que según dice es lo que quería…
—¿Sabe dónde queda? —preguntó Peter con mansedumbre.
—Sí, pero es un lugar muy recoleto y lo conozco porque amo a Florencia. En
algunos aspectos la amo más que a Roma, y Roma es mi ciudad —declaró con un
gesto ampuloso—. Roma es para los poderosos. Roma es para la carne. Pero
Florencia es para el alma. ¿Se da cuenta? Estoy pensando en su alma.
—Y yo estoy pensando en el alma de esa chica…, y tratando de que se conserve
dentro de su cuerpo.
—Y para eso me necesita. ¿Está o no de acuerdo?
—Está bien. Estoy de acuerdo —admitió Peter con un suspiro.
Giraron para cruzar el puente llamado Ponte alle Grazie, y Del Strabo dijo:
—Estamos muy cerca. Pero todo está muy cerca en Florencia.
Pasaron junto a dos policías con uniformes oscuros y gorras planas con visera.
Parecían encaminarse juntos a su puesto. Peter consultó el reloj. Eran las cinco y
cuarto. Echó una ojeada al cielo oscuro.
—¿A qué hora aclara por aquí?
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Del Strabo rio.
—¿Espera que esté enterado de eso, amigo mío? Desde que tenía trece años no
me levanto al amanecer.
Al salir del puente apoyó una mano sobre el brazo de Peter y su tono cambió
bruscamente.
—Bueno, ahora estamos cerca. Es a la izquierda, detrás de esos edificios de
piedra. Se puede decir que hemos llegado.
Entraron por una estrecha calleja, en la que apenas cabía el Mercedes. A ambos
lados había angostísimas aceras y altos edificios de piedra, cuyas plantas superiores
sobresalían amenazadoras sobre sus cabezas.
Luego emergieron a una pequeña plazoleta empedrada en la que había varios
automóviles estacionados y una estatua cerca del Lungarno Generale Díaz, que
bordeaba la margen norte del río. A los lejos se oía al ruido de otro automóvil, pero
todo lo demás estaba en silencio.
Peter conservaba la mano dentro de la chaqueta. El contacto de la automática le
daba confianza. Esperó que Del Strabo le diera indicaciones.
El Mercedes cruzó la plazoleta y se internó en la callejuela opuesta.
—Y aquí estamos, amigo Peter. Via dei Saponai, y sin enemigos a la vista.
El tono de Del Strabo era ligero, pero alerta.
—¿Dónde es el número dieciséis? —preguntó Peter.
—Debe estar un poco más delante. Podemos estacionar delante.
—Delante no. Nunca se estaciona delante de donde va. Es lo mismo que poner un
letrero anunciando su presencia.
Del Strabo rio.
—Disculpe. Soy un principiante.
Sin vacilar dio marcha atrás y se detuvo junto a uno de los automóviles
estacionados en la plazoleta.
—¿Qué le parece aquí?
—O.K.; pero ahora andando. Y no golpee la portezuela al cerrarla.
—Relájese un poco, amigo Peter.
—Cuando el senador me firme un recibo contra entrega de esta damisela podré
relajarme. Me relajaré como nadie lo ha hecho hasta ahora. Pero hasta entonces no.
Peter salió del automóvil; al ponerse de pie un vahído lo obligó a aferrarse a la
portezuela, para que Vittorio no advirtiera el bamboleo. Cuando recuperó el
equilibrio, cerró la portezuela con cuidado y avanzó resueltamente. Mientras cruzaba
la plazoleta, rumbo a la Via dei Saponai, se sintió más fuerte.
—Este es el número dos —dijo indicando el primer portón, enmarcado por una
gran arcada y con un pequeño número pintado en un rectángulo blanco, a un lado.
—¿Se siente bien, amigo Peter?
Peter palmeó el brazo de Vittorio.
—Bárbaro —respondió—. Busquemos el número dieciséis.
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Se adelantó con paso más firme y comenzaron a recorrer la callejuela, bajo la luz
de grandes focos con tulipas de vidrio que asomaban a más de cinco metros sobre sus
cabezas y proyectaban semielipses de luz ambarina sobre las paredes adyacentes. A la
derecha se alineaban edificios de apartamentos, con enormes puertas de madera y
tiendas con los cierres metálicos cerrados. A la izquierda había andamios sobre un
gran edificio comercial e industrial y signos aún visibles de los daños causados por la
inundación.
En algún sitio sonó la campanilla de un despertador, que fue rápidamente
silenciada. A lo lejos se oían los motores de dos motocicletas, y un hombre cruzó la
Piazza dei Giudici, al final de la calle, empujando un carrito. El cielo estaba oscuro
como a medianoche, pero Florencia comenzaba a despertar.
Encontraron el portón que tenía el número dieciséis y no hubo necesidad de tocar
el timbre para entrar. Las dos hojas de la puerta estaban abiertas de par en par y la de
la izquierda estaba apuntalada. El corredor de suelo de mármol también mostraba los
daños de la inundación. Las aguas habían carcomido el revoque hasta un metro de
altura y los ladrillos habían quedado a la vista. Una simple bombilla iluminaba el
pequeño hall en que terminaba el corredor. De allí partía una escalera que ascendía
primero hacia la izquierda y luego doblaba hacia la derecha. Más allá de la escalera,
tres peldaños descendían a un oscuro y estrecho corredor que conducía a un patio
interior. La puerta de entrada tenía unos dos metros de altura y, en el interior, el techo
estaba unos dos metros más arriba del borde superior de la puerta. Casi al llegar al
hall se veía una escalera de mano de unos cuatro metros de altura, arrimada a una de
las paredes, y junto a ella, una bolsa semivacía de Casal Bosca, un montoncito de
arena y algunas herramientas.
—Y bien—dijo Del Strabo, señalando las puertas abiertas—. Esto facilita las
cosas.
—Espero que sólo nos la facilite a nosotros —comentó Peter, mientras trataba de
cerrarlas.
No lo logró. Faltaban los goznes. Corrió entonces hacia la escalera y trepó los
peldaños de a dos. En el primer piso había otra bombilla que iluminaba el pallier, y
dos apartamentos. La puerta de la derecha estaba próxima a la escalera y tenía timbre,
pero ninguna placa que indicara el nombre de sus moradores. Peter oprimió el timbre
en el instante en que Del Strabo lo alcanzaba. El débil campanilleo les llegó desde
alguna habitación interna. Esperaron. Peter movía la automática dentro de la
cartuchera con mano nerviosa. Volvió a oprimir el timbre insistentemente; luego
apoyó el oído contra la puerta, tratando de detectar algún movimiento en el interior.
El dolor de cabeza había desaparecido; todo había desaparecido, salvo su
concentración en los signos de vida detrás de aquella puerta.
Pero nada pudo oír.
Del Strabo observó a Peter y trató de escuchar también;
—Malo, malo ¿eh? —susurró, meneando la cabeza—. Quizá no hayamos sido los
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primeros en llegar, después de todo,
—Tenemos que saberlo y no tengo con qué abrir la cerradura—gruñó Peter.
Volvió a tocar el timbre. Esta vez fue un largo timbrazo y esperó con el oído
alerta durante medio minuto. Probó el picaporte, pero la puerta no cedió. No esperaba
que estuviera abierta.
—Por aquí no hay nada que hacer —dijo, volviendo hacia la escalera—.
Intentemos por atrás.
El estrecho corredor trasero se abría sobre un patio de modestas dimensiones y
suelo empedrado que dejaba sitio para algunos alcorques con arbustos. Allí no había
luz y la oscuridad les impidió distinguir nada en un principio. La única claridad era la
que se filtraba a través de unas persianas del segundo piso de una casa vecina.
Luego sus ojos se acostumbraron y pudieron distinguir una alta ventana con las
persianas cerradas, a la derecha de la puerta. Sobre esa ventana, a unos seis metros
del suelo, se veía otra, más pequeña, cuyas persianas estaban abiertas.
—Es esa de arriba —susurró Peter.
—Qué amable —comentó Del Strabo, también en un susurro—. Deja abierta la
puerta de la calle y ahora la ventana.
—Me han dicho que no es italiana. Quizá las persianas…
—Y nosotros no somos ángeles. Ella habrá dejado la ventana abierta, pero ¿cómo
llegamos hasta allí arriba?
—Intentémoslo con la escalera de mano.
—No llega.
—Intentémoslo.
Peter regresó al hall y Del Strabo lo ayudó a trasportar la escalera. Cuando la
instalaron el extremo superior quedó apoyado contra las persianas de la ventana de la
planta baja.
—No alcanza —dijo Del Strabo—. Le dije que no llegaríamos.
—Yo llegaría si fuera tan fuerte como dice ser.
—¡Oh! ¿Quiere que lo tire desde aquí?
—No. Me sigue y me subo sobre sus hombros y trepa todo lo que pueda…
—Supongo que ésta es una muestra de la célebre ingenuidad norteamericana. ¿Se
ha detenido a pensar lo que le ocurriría si se cae?
—Por supuesto que no. Vamos. Usted quiso participar en esto. Manos a la obra y
sin hacer ruido.
Peter trepó por la escalera hasta que llegó al último travesaño. Del Strabo lo
seguía.
—¿Y ahora qué?
—Ahora apoyaré mis pies sobre sus hombros. Manténgase firme.
Del Strabo se aferró a la madera, pero vaciló un poco cuando Peter comenzó a
descargar su peso sobre el pie que le había apoyado cuidadosamente sobre el hombro.
—Diría que una de las cosas en que me falta entrenamiento es la acrobacia—
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gruñó suavemente el italiano.
Cuando Del Strabo estuvo firme, Peter le apoyó lentamente el otro pie sobre el
hombro libre. Sus manos continuaban aferradas con fuerza al último travesaño.
—Bueno, ¿me aguanta bien?
—Sí —susurró Del Strabo, casi sin aliento—. Pero debería hacer régimen para
adelgazar.
—Así aprenderá a no meterse en líos la próxima vez.
—No me perdería una aventura así ni aunque me cueste la vida y el paraíso, y
sospecho que las dos cosas están en juego. ¿Y ahora qué?
—Soltaré el último travesaño y apoyaré las manos contra la pared. ¿Puede subir
unos peldaños manteniendo el equilibrio?
—Bueno…, intentémoslo.
Del Strabo apoyó un pie en el siguiente travesaño y trató de levantar su cuerpo y
el de Peter sin balancearse. Arriba Peter buscaba en vano algún saliente que le
permitiera agarrarse. El antepecho de la ventana estaba cerca, pero aún fuera de su
alcance.
Del Strabo inició el ascenso a un segundo escalón y su cuerpo se acercó a la
pared. Peter tuvo que aplastarse contra el edificio para no caer hacia atrás. Tanteó la
pared sobre su cabeza y comenzó a perder toda sensación de arriba o abajo. Se
bamboleó y por un instante pensó que caería arrastrando consigo a su compañero,
pero un último tanteo desesperado le permitió aferrarse del antepecho de la ventana.
Tragó saliva y trató de acallar los violentos latidos de su corazón.
—Ya me agarré —susurró a Del Strabo.
—Me está haciendo seguir un curso intensivo… Pero ahora pesa menos y eso es
una bendición. ¿Cuál es el próximo paso?
—Suba un poco más, así me dará apoyo.
—Ya entiendo.
Del Strabo subió un travesaño más y Peter pudo aferrarte al interior del
antepecho. A partir de ahí no necesitaba ayuda.
—O.K. —murmuró—. Ahora baje.
Apoyó los pies contra la pared y se izó hasta asomar la cabeza por la ventana y
apoyar el torso sobre el antepecho. La ventana estaba abierta y velada sólo por
cortinas. Peter la abrió más, pero estaba demasiado oscuro como para ver y no se oía
el menor rumor.
Se enderezó, levantándose como un atleta en las paralelas y pasó una pierna sobre
el antepecho. Un segundo después estaba dentro, escuchando su propia respiración
agitada. La habitación estaba tan oscura como el exterior, pero sus ojos se habían
acostumbrado a las tinieblas y logró distinguir las líneas de una cama y algo que
yacía sobre esa cama. Cerca de él había una lámpara sobre una mesita. Alargó la
mano y la encendió.
La luz era brillante y su resplandor reveló el cuerpo de una muchacha
él nombre de la muchacha es karen Halley la encontrará en florencia en vía dei saponai dieciséis
primer piso departamento de la derecha no tiene teléfono vaya a verla inmediatamente dé su verdadero
nombre y diga himno de batalla de la república como santo y seña la foto adjunta le permitirá
identificarla ella habla inglés saque billetes en el primer avión disponible telegrafíeme comunicando hora
y lugar de llegada en clave y lo esperaré con la necesaria protección la mafia ha ofrecido cien mil dólares
por la cabeza de esa mujer buena suerte r. g. gorman.
Karen comenzó a leer la nota por encima del hombro de Peter, y él se la alargó.
—¿Qué decían las cartas? —preguntó.
—Son de su familia, en Sicilia. Preguntan por qué no les escribe.
—¿Y por qué no les escribe?
—No sé. ¿Quiere que se las lea?
—No si no dicen nada sobre usted.
Despertó renovado, pero también con la sensación de que algo no andaba bien. Las
luces del vagón estaban encendidas y fuera todo era tinieblas. Las ventanillas sólo
mostraban el reflejo del compartimento. Se irguió bruscamente; ahora estaba alerta.
Todo era serenidad a su alrededor. La señora del asiento del rincón se había dormido
y, junto a él, Karen mostraba un aspecto diferente. Le estaba contando un cuento a la
niña de cuatro años, que parecía absolutamente entregada a ella. La más pequeña
dormía en sus brazos.
Peter consultó el reloj. Era la una y media. Se lo acercó al oído. Andaba. La una y
media. Pero ¿la una y media de qué? ¿Cuánto había dormido? ¿Cuánto llevaban
viajando? De pronto ni siquiera supo qué día era.
Pero, de repente, el tren se hundió en la brillante luz del mediodía. Acababan de
salir de un túnel y ahora cruzaban un valle muy verde, bajo un cielo seminublado.
Pasaron muy cerca de un cementerio, una pequeña y apretada colección de lápidas,
que descendía la ladera rodeada por un muro. Peter observó el paisaje, procurando
orientarse. Se acercaban a una ciudad. Comenzaban a aparecer edificios y las laderas
estaban cultivadas en terrazas. El tren disminuyó la marcha.
—¿Dónde estamos? —preguntó, interrumpiendo a Karen en su relato.
La confirmación llegó a las dieciocho y treinta, y Peter y Karen le dieron las gracias
al empleado y salieron a buscar un medio de transporte que los llevara a la ciudad.
Quince minutos más tarde llegó un taxi con pasajeros y en él regresaron al Hotel
Colombia. Cuando comenzaron a descender la pendiente que llevaba a la Via Prè
eran las diecinueve, y Karen dijo.
—Llegaremos temprano.
—Así es. En citas como éstas es forzoso.
La Via Prè estaba colmada de transeúntes, de ruidos, de luces y movimiento. La
feria estaba en pleno apogeo. Se abrieron paso a través de la multitud y doblaron por
Vico Taccóni. Aquel era un mundo diferente. La calleja estaba silenciosa, desierta y
apenas iluminada. Cuando llegaron a la tienda del remendón, la hallaron oscura. La
puerta de entrada estaba cerrada con llave.
Peter miró vivamente a su alrededor. En la carnicería de enfrente, dos hombres
troceaban una res. En el solar, entre los escombros, había dos automóviles aparcados.
No se veía a nadie en la escalinata que conducía a la Via Balbi. Nada parecía fuera de
lo común. Sin embargo, todas las tiendas de la zona estaban abiertas de par en par,
salvo la del agente de Brandt en Génova.
Cuando el sol salió, las montañas vecinas a Génova se habían perdido tras el
horizonte y la barca se mecía sobre un blando oleaje a una velocidad constante de
doce nudos. Umberto, el hijo, iba al timón. Era moreno, de cabello ensortijado, con
ojos centelleantes, un aro de oro en la oreja izquierda, bigote, dientes muy blancos y
un despreocupado aire de gitano. Hacía rato que había dejado de protestar contra
aquel abuso de una barca cuya función era transportar artículos para el hogar, que
ellos vendían en las pequeñas ciudades de la costa. Ahora parecía disfrutar del viaje
por el viaje mismo, sin pensar en la recompensa prometida. Si tenía que trabajar a
punta de revólver, más valía tratar de sacar el mejor partido de la situación.
El viejo era diferente. Era delgado y sarmentoso, con un rostro magro y atezado y
pelo gris muy corto. No usaba aros, ni bigote; tampoco tenía aquella actitud
despreocupada del hijo. Si alguna vez había sonreído, debía de haber sido en su
infancia, antes de que los trabajos y vicisitudes de la vida adulta acabaran con su
alegría. Su mirada era esquiva, parecía desconfiar de todo. No creía en la recompensa
de cien mil liras ni en la fortaleza de su barca ni en el valor de la vida. Era el eterno
pesimista y se mantenía a distancia de Peter, apoyándose en la barandilla de popa o
moviéndose sobre la cubierta delantera, donde Peter no podía verlo.
Peter se relajó un poco cuando la luz del sol le permitió cerciorarse de que
continuaban avanzando en línea paralela a la costa, que se encontraba casi en los
límites de la visibilidad. Ahora estaban lo bastante lejos como para moverse en un
universo propio, tres hombres y una muchacha a bordo de una pequeña barca rumbo
al Sudoeste.
Cuando el sol comenzó a calentar, dejó a Karen envuelta en sus mantas y se
instaló sobre el techo de la cabina. Allí extendió sus pertenencias para que se secaran
LAS TIENDAS DE LA Avenue Jean Medecin eran caras, sobre todo las del sector en que
el Boulevard Víctor Hugo se convertía en Boulevard Dubouchage. Algunos de los
trajes de hombre costaban tanto que los 861 francos que Peter tenía en su cartera no
habrían bastado para pagarlos. La ropa femenina tenía precios igualmente
aterradores. Pero alejándose un poco, por la misma calle, más allá de la Rué
Pastorelli, había unos grandes almacenes en donde se encontraban vestidos de hasta
18,95 francos, en lugar de 189,50 que habrían costado en el otro barrio. Peter y Karen
hicieron sus compras allí.
Hasta ese momento Peter había gastado sin hacer cuentas; pero 135.600 liras
gastadas en unos billetes de avión desaprovechados y 100.000 en un fatal paseo en
barco, por no mencionar los 250 dólares de los pasaportes que no habían obtenido,
habían reducido mucho su presupuesto. Su activo ascendía ahora a 67 dólares en
cheques de viajes y 861 francos que le quedaban de los 903 que había obtenido al
cambiar las liras en el aeropuerto. El viaje a Estados Unidos iba a costar casi 600
dólares. Era tiempo de economizar.
Hacia las siete, cuando cerraron las tiendas, tanto él como Karen tenían toda una
toilette nueva, aunque económica. El equipo incluía un abrigo liviano para Karen y
un sweater y una chaqueta para Peter. Además habían adquirido algunos artículos
extra, como una maleta, cepillos de dientes, una máquina de afeitar y un frasco de
tintura rubia, para hacer desaparecer el desastroso limpia calzado. Y Peter tenía aún
274 francos en la cartera.
Buscaron el Hotel Albemar en el Boulevard Dubouchage. Era un edificio de
cuatro pisos situado en una esquina. Estaba pintado en tonos salmón y crema y tenía
un pequeño estacionamiento delante. El vestíbulo era pequeño y para llegar a él se
subían doce escalones a la izquierda de la entrada. Las únicas personas presentes eran
el maduro conserje y una mujer de pelo oscuro, sentada en la oficina que se abría
detrás del mostrador.
Peter había discutido el plan con Karen, y la muchacha se sentó en un sillón junto
al pasamanos de la escalera, mientras él se dirigía a la mesa de recepción. Peter pidió
una habitación individual, y preguntó si podía invitar a una persona a cenar.
El conserje sólo sabía rudimentos de inglés, pero le bastó para dar las
explicaciones. Invitados, veinte francos; habitación individual con baño, sesenta
TODOS LOS ANCIANOS huéspedes se habían retirado a sus habitaciones, y Peter no tuvo
problemas para sacar furtivamente a Karen del hotel por la salida de servicio. Luego
regresó a despertar al viejo conserje nocturno y a pedirle un taxi.
El viaje a Antibes duró menos de media hora y las instrucciones fueron fáciles de
seguir porque era una ciudad demasiado pequeña como para perderse. Atravesaron el
centro, descendieron por un parque y tomaron por la carretera de la costa, pasando
junto al Hotel Royale, que estaba cerrado, en proceso de «modernización». Se
alejaron de la costa por el Boulevard de Cap. La intersección a la que Gorman se
había referido estaba bien señalizada. La flecha «Cap d’Antibes» señalaba a la
izquierda, la de «Cannes» y «Jean-les-Pins», hacia delante. Doblaron. Era un camino
de doble mano, no muy ancho, que corría entre muros y setos vivos, residencias de
tamaño variable… Mientras más se internaban, tanto más importantes eran.
La residencia DeChapelles tenía el número treinta y siete en un poste de la verja.
Una breve entrada para automóviles los condujo hasta una gran casa de dos pisos y
un mirador que asomaba sobre el ángulo izquierdo de la edificación. La entrada
principal estaba más allá de la torre; pero las puertas de cristal del fondo daban sobre
un porche, y las de la planta alta sobre balcones corridos.
El taxi se detuvo ante la amplia y bien iluminada escalinata de piedra, que
conducía a la entrada principal, sobre la fachada izquierda de la villa. Antes de que
Karen y Peter tuvieran tiempo de descender, se abrieron las grandes puertas dobles
que remataban la escalinata y apareció un hombre canoso, de poco más de cincuenta
años. Vestía pantalones impecablemente cortados y planchados, un turtleneck de
flexible lana blanca y una chaqueta de satén color borravino. Tenía algo del brillo y el
encanto de Vittorio del Strabo, pero los años lo habían obligado a hacer concesiones a
una cintura con tendencia a engrosar y su paso era menos vivo que el del italiano.
Con todo, entre los corsés y el esprit de vie, apenas si se percibían los estragos de la
vida.
Descendió los escalones, mientras Peter pagaba al conductor, pasó el vaso de
whisky de la mano derecha a la izquierda y extendió la diestra a Peter.
—Ustedes…
Esperó que Peter le diera el nombre. Después, cuando Peter dio el nombre que
esperaba, le estrechó la mano con mayor cordialidad aún.
EL RELOJ DE PULSERA de Peter marcaba las cero y quince, cuando se desató el cinturón
de la salida de baño, se quitó el reloj y lo dejó sobre la mesilla junto a la cama. Su
dormitorio y su baño eran vecinos de los de Karen y daban sobre la fachada lateral de
la casa. Desde sus ventanas se veía la entrada para automóviles, la cerca y los
arbustos que separaban el jardín de los parques vecinos. Era una habitación bien
amueblada, como las que Peter había podido ver, y aunque la casa no era la más
grande de aquella zona de Antibes, hablaba a las claras de la considerable fortuna de
su dueño. Sobre todo si se tenía en cuenta que aquélla era sólo una de las viviendas
de Pierre DeChapelles.
DeChapelles era tan atento y considerado como rico. Peter casi lo habría
considerado un anfitrión perfecto, a no ser por la elección de huéspedes que había
hecho aquel fin de semana. No había más que verlos para comprender que soportaba
al conde por amistad con la condesa. Ella había reaparecido mientras Peter y Karen
comían, y había hecho un aparte con Pierre. Hablaban en francés, pero lo que Peter
logro oír le bastó para comprender que el conde estaba en la cama y muerto para el
mundo.
Cuando terminaron de cenar, DeChapelles los condujo a sus respectivas
habitaciones y un criado les trajo la ropa de dormir. Hubo un cordial buenas noches y
el anfitrión se libró de Karen y de Peter como de acompañantes indeseables. Con
todo, pensó Peter mientras encendía un cigarrillo, no podían quejarse. Los esfuerzos y
tensiones parecían lejanos ahora. El golpe en la cabeza y hasta la zambullida en el
Porto Vecchio parecían esfumados en el pasado, simples recuerdos ingratos que un
día hasta podrían resultar entretenidos a sus nietos. («Cuéntanos la historia de cuando
salvaste a la mantenida de un jefe de la mafia, abuelito». «Abuelito, ¿qué es una
mantenida?». «¿Era guapa, abuelito?»…).
Sí. Era guapa.
Abrió las puertas del balcón y salió. La lluvia, que se había mantenido durante
todo el día, había cesado mientras cenaban y ya no quedaban nubes en el cielo. La
luna aparecía radiante, casi llena; el aire de la noche era agradablemente fresco; los
ruidos eran tan distantes que no perturbaban la calma nocturna. Un automóvil pasó
por la carretera, pero sólo las luces revelaban su paso. Hacia la derecha, un jet
descendía hacia Niza. Peter dio una larga chupada a su cigarrillo y arrojó una nube de
LOS ARRANCARON DEL AUTOMÓVIL y los registraron rudamente. El objeto del registro
eran las armas, pero los jóvenes italianos que se encargaban de Peter descubrieron los
500 dólares de Gorman en su cartera y se apropiaron de eso y de la automática y el
revólver. A Karen le quitaron treinta y dos, pero nada más.
La calle estaba oscura, no había más luz que los faros del Saab y del automóvil
que había aparecido por detrás, y Peter no pudo calcular cuántos hombres había allí.
Parecían unos seis y hablaban en italiano.
En el automóvil de detrás se cerró una portezuela y una voz impartió órdenes. Los
hombres obedecieron y apartaron el Saab, dejándolo contra la cerca de piedra e
hicieron girar al automóvil que bloqueaba el camino. Otra voz, que surgía detrás de
los faros, murmuró en inglés:
—¿Para qué los haces salir del automóvil? ¿Por qué no los dejas dentro?
Podríamos empujarlo a un lado.
La voz dura que había impartido las órdenes respondió en inglés:
—Porque no los queremos dejar aquí.
Los dos se adelantaron y la luz de los faros los iluminó. El que se había quejado
era el tipo flaco, con aspecto de tuberculoso, y el que mandaba era el del diente negro
y el clavel. Peter no se sorprendió.
El Señor Clavel no demostró regocijo por la situación de Peter, no habló con
Karen y ni siquiera dio muestras de advertir su presencia. Sólo le preocupaba librarse
del Saab. Señaló y dio más órdenes en italiano. El flaco sí miró a los prisioneros; pero
su actitud era clínica, como la de un científico a punto de aplicar una inyección a un
conejito de Indias. Cuando el Saab estuvo estacionado, hizo un gesto.
—Vuelvan a meterse en el coche —dijo dirigiéndose a Karen y a Peter.
Peter trató de hacerse oír.
—Escuche, sé qué piensan de todo esto…
El hombre del clavel lo ignoró y se volvió al flaco.
—¿Qué quieres que hagan?
—Que se vuelvan a meter en el automóvil. Es el mejor sitio. No los vas a dejar
tirados en la calle ¿no?
—Esa mujer no es la que cree… —insistió Peter.
El del clavel lo ignoró.
PETER se despertó cuando las primeras luces del día entraron en la habitación. Sentía
frío porque estaba desnudo y, aunque compartía la tibieza de Karen —dormida e
igualmente desnuda—, sólo los cubría la fina colcha de algodón que había sobre la
cama.
Cuando se sentó y miró el reloj de pulsera, Karen se movió, se volvió y parpadeó
semidormida.
—¿Qué pasa? —murmuró.
—Es de día.
Peter se deslizó de la cama y se dirigió al hall. Se mantuvo inmóvil y escuchó,
pero el viejo edificio estaba silencioso como un mausoleo abandonado y producía la
misma sensación de vacuidad.
Karen luchó hasta incorporarse sobre un codo, pero no sabía en realidad de qué
día se trataba, ni de qué mes o de qué año. Eran las siete menos cuarto de la mañana y
habían estado haciendo el amor desesperada y casi incesantemente desde las tres de la
mañana hasta hacía menos de una hora, cuando —en mi estado de completo
agotamiento— ella se había deslizado involuntariamente al sueño.
—Aún estamos con vida—dijo.
Fue el primer pensamiento y el más nítido que se le presentó al despertar.
Peter retiró la silla y probó la puerta. Aún estaba atrancada. Apoyó el hombro
contra la hoja un par de veces, pero era un hotel de construcción muy sólida. No llegó
siquiera a estremecerse. Regresó a la habitación. Karen se había vuelto a dormir, en
una actitud inconscientemente indecorosa, bajo la colcha.
Peter bostezó y se asomó a la ventana. Miró hacia arriba y hacia abajo. En el
último piso, aquel cuyas ventanas daban al declive del tejado, se podía pasar de una a
otra. Pero la mafia se había cuidado de no proporcionarle un medio para escapar
como aquél. Su ventana se abría sobre la fachada del hotel, seis pisos cortados a pico
sobre un patio de cemento y ni un solo saliente al que agarrarse. Cerró la ventana y
comenzó a vestirse.
Karen se volvió a despertar, arrancándose de las profundidades con gran esfuerzo.
Se sentó y sacudió su rubia cabeza, procurando despejarse. Por fin fue capaz de
concentrarse y comprender que Peter se estaba vistiendo.
—¿A dónde vas? —preguntó.
DURANTE CASI UNA HORA las condiciones permanecieron estacionarias en el patio. Los
dos individuos continuaron apostados allí, listos, al parecer, para cualquier cosa. En
su momento el hombre del gorro y echarpe apareció llevándoles jarros de café y
sandwichs envueltos en papel. Fue un toque hogareño lo bastante absurdo como para
hacer sonreír a Karen y a Peter. Se alimentaba a los verdugos, mientras llegaba la
hora de la ejecución.
Rosa pasó el tiempo en el dormitorio, persignándose de cuando en cuando y
desgranando las cuentas del rosario, mientras rezaba una especie de salmodia
implorando a Dios que la salvara, con el mismo fervor con que se lo imploraba a
Peter. Este trató de convencerla de que preparara su maleta, de que ocupara la mente
en algo constructivo, pero fue inútil. La visión del exchófer de Joe Bono la había
reducido a un estado de temblorosa incoherencia.
La cosa ocurrió mi poco después de las trece treinta. Peter regresaba de una de
sus periódicas inspecciones a las dos salitas de delante —desde donde se aseguraba
de que nadie estaba intentando llegar hasta ellos por los tejados— cuando oyó unos
rugidos de motor y unos traqueteos en el fondo. Corrió a la ventana del dormitorio.
Abajo, en el patio, los individuos de guardia se habían vuelto y observaban intrigados
la entrada de un enorme camión con cabina azul y remolque amarillo. Y en el
remolque viajaban veinte hombres, todos ellos con chaquetas de trabajo amarillas,
cascos, también amarillos, y pantalones de trabajo azules. El camión casi llenaba el
pasaje cubierto y los hombres debieron agacharse. Pero el vehículo logró entrar en el
patio, pasó junto a los atónitos aspirantes a asesinos y se detuvo ante la puerta de
entrada al cuerpo de apartamentos del fondo. Allí descendieron los veinte obreros
uniformados, y diez de ellos entraron en el edificio y subieron la escalera. Los otros
diez se dispersaron por el patio, obligando a los delincuentes a abandonar sus puestos,
como si en aquel mismo instante estuviera por comenzar un trabajo de construcción
en aquel lugar. El camión inició la ardua tarea de girar en un espacio tan justo.
Peter había abierto la puerta cuando el grupo de obreros llegó. El jefe del piquete
era un individuo de uno noventa de estatura y de más de cien kilos de peso. Tenía
pelo negro y crespo y una cara redonda, bonachona y rubicunda.
—¿Es usted el pez de Brandt que cayó en una red? —preguntó en buen inglés,
cuando llegó al descansillo.
EL PROPIO SENADOR Robert Gerald Gorman sirvió las copas: whisky con poca agua
para Peter, bourbon con mucha agua para Karen. Estaban en el estudio del primer
piso de Kalorama Road 2250, Noroeste. Peter había estado en aquella misma
habitación siete días antes, pero le parecía que habían transcurrido miles de años. Era
la medianoche del sábado, hora de Washington. En París debían de ser las seis de la
mañana del domingo. Eso significaba que Karen y Peter llevaban demasiadas horas
levantados. Si se sumaba a eso el alivio de que Rosa había sido entregada sana y
salva al senador en el aeropuerto Dulles y conducida a un destino secreto, bajo fuerte
custodia, no era raro que la joven pareja se cayera de sueño. La misión se había
cumplido con tanto éxito que en el aeropuerto no se habían podido observar ni rastros
de la mafia. Su grupo dirigente no sabía aún que la testigo estaba a buen recaudo.
—Magnífico, absolutamente magnífico —celebró el senador, entregándoles los
vasos y brindando con los visitantes—. Las sesiones se iniciarán el lunes y, por
supuesto, ustedes serán mis huéspedes hasta entonces. Además estarán en primera fila
cuando miss Scarlatti declare.
Gorman no podía ocultar su alegría. La investigación era ahora un tema candente.
Había anunciado la llegada de la testigo secreta y había prometido presentarla en la
primera sesión de su comité. La prensa de todo el país se interesaba por el asunto. Las
sesiones se transmitirán por televisión el lunes por la tarde, y Gorman estaba seguro
de contar con una audiencia mayor que la que Joe McCarthy atrajo con su proceso
contra el Ejército. (En realidad no porque el interés fuera mayor, sino porque ahora
había más aparatos de televisión). Pero, fuera por lo que fuera, Gorman tenía
asegurada una difusión mayor de lo que ningún senador hubiera alcanzado hasta
entonces en una sala de audiencias. Era un lanzamiento de alcance nacional y hacia
algún alto cargo público. Y todo se lo debía a aquel hombre y a aquella mujer allí
presentes. Si llegaba a ser presidente —y en aquel momento la posibilidad no le
parecía nada remota— podría decir que un joven desconocido, llamado Peter
Congdon, y una chica muy bonita, pero igualmente desconocida, llamada Karen
Halley, lo habían llevado al cargo. Y en aquel momento estaba agradecido. Por
supuesto, cuando la rueda de los años girara hasta alcanzar ese acontecimiento,
estaría más dispuesto a atribuir su elección a la abnegación de su naturaleza amante
del bien público y a la perspicacia de un electorado esclarecido. Pero, por el
— FIN —
1. LA BESTIA DEBE MORIR (The Beast Must Die), Nicholas Blake, 1945[4]
2. LOS ANTEOJOS NEGROS (The Black Spectacles), John Dickson Carr, 1945
3. LA TORRE Y LA MUERTE (Lament for a Maker), Michael Innes, 1945
4. UNA LARGA SOMBRA (The Long Shadow), Anthony Gilbert, 1945
5. PACTO DE SANGRE (Double Indemnity), James M. Cain, 1945
6. EL ASESINO DE SUEÑO (The Murderer of Sleep), Milward Kennedy, 1945
7. LAURA (Laura), Vera Caspary, 1945
8. LA MUERTE GLACIAL (Corpse in Cold Storage), Milward Kennedy, 1945
9. EXTRAÑA CONFESIÓN (Novosti dnia), Anton Chejov, 1945
10. MI PROPIO ASESINO (My Own Murderer), Richard Hull, 1945
11. EL CARTERO LLAMA DOS VECES (The Postman Always Rings Twice), James M. Cain,
1945
12. EL SEÑOR DIGWEED Y EL SEÑOR LUMB (Mr. Digweed and Mr. Lumb), Eden
Phillpotts, 1945
13. LOS TONELES DE LA MUERTE (There’s Trouble Brewing), Nicholas Blake, 1945
14. EL ASESINO DESVELADO, Enrique Amorim, 1945
15. EL MINISTERIO DEL MIEDO (The Ministry of Fear), Graham Greene, 1945
16. ASESINATO EN PLENO VERANO (Midsummer Murder), Clifford Witting, 1945
17. ENIGMA PARA ACTORES (Puzzle for Players), Patrick Quentin, 1946
18. EL CRIMEN DE LAS FIGURAS DE CERA (The Waxworks Murder), John Dickson Carr,
1946
19. LA GENTE MUERE DESPACIO (The Case of the Tea-Cosy’s Aunt), Anthony Gilbert,
1946
20. EL ESTAFADOR (The Embezzler), James M. Cain, 1946
21. ENIGMA PARA TONTOS (A Puzzle for Fools), Patrick Quentin, 1946
22. LA SOMBRA DEL SACRISTÁN (Black Beadle), E. C. R. Lorac, 1946
23. LA PIEDRA LUNAR (The Moonstone), Wilkie Collins, 1946
24. LA NOCHE SOBRE EL AGUA (Night Over Fitch’s Pond), Cora Jarret, 1946
OBRAS
Estados Unidos (Art. Quinto), según la cual ninguna persona será compelida «a
declarar contra sí misma en ningún juicio criminal». (N. del T.) <<