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223 Corre Cuando Diga Ya - Hillary Waugh

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El

detective privado Peter Congdon, contratado por un senador


norteamericano, debe traer desde Italia, sana y salva, a una valiosa testigo
para declarar ante una comisión senatorial, encargada de investigar ciertas
actividades de la Mafia, que dirige su cliente más para propio provecho que
para el de la comunidad. Hillary Waugh (1920), conocido autor de «novelas
negras», con la habilidad de que dio prueba en La joven desaparecida,
construye en Corre cuando diga: ¡ya!, una trepidante historia de acción,
sazonada con unas certeras gotas de humor, que se desarrolla a lo largo de
un viaje a través de Italia y Francia, que empieza y termina en Estados
Unidos.
Esta obra se publicó posteriormente bajo el título «Corra cuando diga: ¡ya!».

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Hillary Waugh

Corre cuando diga: ¡ya!


El séptimo círculo - 223
Selecciones del Séptimo Círculo - 32

ePub r2.0
Titivillus 03.11.15

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Título original: Run When I Say Go
Hillary Waugh, 1971
Traducción: Nélida Corvalán de Machain
Selecciones del Séptimo Círculo n.º 223
Portada de José Bonomi, retocada por Piolin
Selecciones del Séptimo Círculo n.º 32
Portada de Alianza-Emecé, retocada por Orhi
Colección creada por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares
Dirigida por Carlos V. Frías

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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A Sandy

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SÁBADO 13,30 - 15.00 HORAS

PETER CONGDON descendió de un salto los escalones del polvoriento vagón rojizo del
Pennsylvania Railroad y echó a andar por la plataforma, con paso largo y elástico,
dejando atrás los grupos de pasajeros. Cruzó el hall, ajustándose el abrigo para
defenderse de las gélidas corrientes de aire del mes de noviembre, esquivó una
vagoneta de correspondencia y atravesó las puertas que conducían a la casi desierta
vastedad del salón central de la Washington Union Station.
Eran las trece y treinta del sábado, y sólo había allí un puñado de gente; la
mayoría eran empleados que ordenaban las sillas de la sala de espera. Peter miró a su
alrededor sin detenerse, pasó junto al stand en el que se exhibía un Dodge amarillo
modelo 1968, y siguió avanzando hacia el ángulo en que se encontraban las taquillas.
Dejó su maletín en uno de los casilleros del depósito de equipaje y se sentó ante el
mostrador de uno de los bares vecinos, en donde pidió una hamburguesa y un milk-
shake.
Cualquier observador lo habría tomado por uno de tantos tipos jóvenes y bien
parecidos que se detenían allí a tomar algún tentempié. Un hombre impecablemente
vestido, con su traje gris pizarra, su sobretodo de tweed oscuro y un sobrio sombrero
de ala estrecha. En Nueva York habría pasado por un banquero, algún ejecutivo de la
Morgan Guaranty. En Washington, D.C., parecía un funcionario, quizá el fiscal de
alguna subcomisión del Congreso.
En realidad Peter Congdon estaba empleado en la Agencia de Detectives Brandt,
de Filadelfia, una organización mundial, cuyo director, Charles F. Brandt, exigía a sus
empleados —entre otras cosas— que se vistieran como banqueros neoyorquinos o
como abogados de un subcomité gubernamental. Puede que la apariencia no haga al
hombre, pero sin duda contribuye a cimentar el prestigio de una organización. En
cuanto a la hamburguesa y el milk-shake, estaban destinados a algo más que
satisfacer el apetito. Por un lado, permitían a Peter matar el tiempo, hasta que llegara
el momento de asistir a su cita de las quince horas; por otro lado, le daban la
oportunidad de asegurarse de que nadie se interesaba por un buen mozo bien vestido,
que se detenía a tomar un tentempié.
Pasó unos veinte minutos sentado ante el mostrador del bar y mató el resto del
tiempo haciéndose limpiar los zapatos y recorriendo los títulos de las ediciones
baratas que exhibía un kiosco vecino al bar y opuesto a la sala de espera. Cuando el

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reloj de la estación señaló las catorce y treinta, Peter salió al exterior.
Por encima de los árboles desnudos, la cúpula del Capitolio refulgía con prístina
blancura contra un límpido cielo azul. Peter nunca había estado en el Capitolio. En
realidad sólo había visto la cúpula en otras tres ocasiones, siempre desde el mismo
punto: los arcos de entrada a la Union Station. De cualquier manera sólo le dedicó
una rápida mirada. Se consideraba tan patriota como cualquiera, pero no le
interesaban mucho los monumentos; además conocía el mundo lo suficiente como
para no conservar ideales. Era un mundo cínico y, en él, los presidentes eran
vilipendiados y los senadores censurados.
Una fila de taxis negros y castaños se extendía frente a la estación, y Peter trepó
al primero, dejando una moneda en la mano del portero uniformado que le abrió la
portezuela.
—Kalorama Road, Noroeste, número dos mil doscientos cincuenta —indicó al
conductor, y encendió un cigarrillo.
Cuando el taxi se internó en el tránsito de Massachusetts Avenue, se echó atrás en
su asiento, abrió el cenicero y cruzó las piernas con una actitud de ejecutivo de gran
empresa que se arrellanara en su limousine personal.
—¿Kalorama dos mil doscientos cincuenta? —repitió el conductor mientras
frenaba ante el primer semáforo—. Allí vive el senador Gorman. Cerca de
Georgetown. Bueno, más o menos. ¿Usted es periodista?
—No. ¿Por qué?
—Acabo de llevar a un periodista para allí. Usted es el segundo que va a esa
dirección.
—El senador es un tipo popular.
—No es todo lo popular que debiera, si le interesa mi opinión. Hay un montón de
gente que no lo puede tragar. Y no estoy hablando de los tipos de la mafia, ¿eh?
Hablo de tipos como el periodista ese. Y tipos importantes del gobierno también. Yo
acarreo un montón de cogotudos en esta cafetera y oigo lo que dicen.
—¿De qué se quejaba el periodista?
—Cree que Gorman no es sincero. Piensa que se dedica a investigar la mafia para
promocionarse. Considera que a Gorman no le importa un comino la mafia y que
mete todo ese bochinche para llegar a la presidencia. Presidente de los Estados
Unidos, nada menos. Y el tipo opina que se está preparando el terreno.
—Me parece un poco rebuscado.
—Sée… Pero no es el único periodista que piensa así. Usted se sorprendería.
Hablan de cómo Kefauver llegó a la vicepresidencia y de cómo Joe McCarthy
consiguió ser casi tan poderoso como el propio Eisenhower. Piensan que el senador
ha elegido un tema y está echando leña al fuego para darle interés.
—¿Y qué piensa usted?
—¿Quiere saber lo que pienso? Es un buen tipo que está tratando de cumplir con
su deber. Mi esposa y yo somos hinchas de él desde que nos demostró cómo la mafia

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puede ser la causa de todos nuestros problemas… quiero decir cómo la mafia controla
el crimen y las drogas y la prostitución y un montón de negocios de los gordos y el
partido comunista norteamericano y todo. Y si le mataron el testigo principal, por
algo será… Para mí que el tipo tiene razón. Esa es la clase de cosas que hay que
combatir. Y cualquiera que no hubiera sido Gorman, habría mandado al diablo esa
comisión investigadora después de lo que pasó. Pero él no. Él no es de los que se
achican. No tiene armas para pelear, pero sigue peleando.
Peter golpeó su cigarrillo contra el cenicero.
—¿Así que usted no cree que quiera llegar a la presidencia?
—Bueno… No creo que rechazara el puesto si se lo ofrecen. Si usted se mete en
política ¡cómo no le va a gustar ser presidente! Lo que es yo no tocaría ni con guantes
el lío en que está metido el mundo. Pero ¿Gorman? Sée… Yo creo que aceptaría el
cargo. Y lo haría muy bien, ¿eh? Pero no está utilizando a la mafia para conseguirlo.
¡No señor! Yo creo que las cosas son como él dice. Hay un cáncer en esta sociedad y
él ha puesto el dedo en la llaga. Vea… ¡qué diablos!, si lo que él busca es ser
presidente, no se habría metido con la mafia. ¿No le parece? ¿A usted le parece que le
puede favorecer eso de andar señalando a los jefes de la mafia con el dedo? ¿Y para
qué? Para que los otros se presenten con un montón de abogados y no hagan más que
acogerse al Quinto[1]. Y cuando consigue un solo testigo de veras, ese tipo de la mafia
que estaba dispuesto a cantar… se lo liquidan y lo dejan en el aire. Y aunque el
testigo hubiera hablado ¿qué habría ganado Gorman con eso? Mire lo que pasó con
Valachi. Cantó como un pájaro, pero con eso no terminó el delito en el país. Y su
declaración tampoco llevó a nadie a la Casa Blanca. ¡Con decirle que ni siquiera me
acuerdo de quién era el presidente de la comisión investigadora!
—Pero todo el mundo sabe que Gorman preside ésta.
—¿Quiere saber mi opinión? Es porque es un patriota número uno. Puede ser que
un montón de cogotudos y de intelectuales no lo traguen; pero hay mucha más gente,
de esa gente que no se hace oír, para la que el senador Gorman es justamente lo que
necesita el país. Y esa gente desearía tener unos cuantos tipos más como él. Y yo soy
uno de los que creen eso.
Kalorama, Noroeste, era una calle tranquila, a unos veinte minutos de automóvil
del centro de Washington. La calzada era estrecha y en uno de sus bordes se
alineaban los automóviles estacionados, sin solución de continuidad. La casa del
senador estaba en la esquina de la calle 23, frente a la Real Embajada de Thailandia.
Era un amplio y elegante edificio de estilo georgiano, con ladrillo a la vista, grandes
ventanales y una escalinata de entrada, flanqueada por pilares. La entrada de
automóviles conducía a una zona de estacionamiento, visible en el fondo, y a un
garaje—también de ladrillo a la vista— con capacidad para tres coches.
—Bueno, aquí es —dijo el conductor, deteniéndose cerca del policía y frente a la
entrada de automóviles—. Parece que es una reunión de padre y señor nuestro. ¿No
me va a decir qué está pasando ahí dentro?

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—Yo tampoco sé qué está pasando —respondió Peter mientras descendía.
—El periodista aquel tampoco sabía nada —comentó el conductor con tristeza—.
Son noventa centavos.
Peter pagó y le dejó una propina. Cruzó la calzada y buscó un paso a través de la
hilera de automóviles estacionados. Luego recorrió el sendero que conducía a la
escalinata. El maderamen de la casa estaba pintado con un color crema de tonalidades
oliváceas que le otorgaba un aspecto delicadamente vetusto, más grato que el habitual
blanco. La puerta de entrada, verde oscura con herrajes de bronce, estaba entornada.
Del pomo pendía una simple tarjeta blanca que decía: «Entre sin llamar». Peter siguió
las instrucciones.
El hall de entrada teñía suelo de tablazón ancha y una amplia escalera. Una
plétora de gente bebía, charlaba y reía por todas partes. La mayoría eran hombres.
Las paredes de aquel ambiente estaban cubiertas con un papel a rayas en que
predominaba el blanco. Había algunos cuadros, un espejo redondo con marco dorado,
una mesa con una bandeja de plata, dos jarrones con flores y unas cuantas sillas. A la
derecha e izquierda había amplias puertas corredizas pintadas de blanco. Las de la
derecha permanecían cerradas, las de la izquierda estaban abiertas y, a través de ellas,
entraban y salían los señores de la prensa con vasos de punch y sandwichs, mientras
cruzaban bromas y comentarios, sin sentido para cualquiera ajeno a ellos.
—Los sombreros y los abrigos bajo la escalera —informó a Peter un tipo
rechoncho, con un vaso de whisky en la mano—. O entrégueselos a Sam.
—Gracias.
Peter se abrió paso entre la gente, procurando evitar que le abollaran el sombrero
que llevaba en una mano, mientras con la otra impedía que alguien entrara en
contacto con la cartuchera que llevaba bajo la chaqueta, colgada del hombro.
El perchero ubicado bajo la escalera estaba atestado de abrigos. Había más
sobretodos en el suelo; unos doblados, otros no. Un sombrero de fieltro mostraba los
efectos de los pisotones.
Peter se quitó el abrigo, lo dobló y lo dejó, junto con su sombrero, en el mejor
lugar que pudo encontrar. Un hombre relataba a otro lo que un tercero le había
informado sobre las mujeres de Saigón. Peter pasó trabajosamente junto a ellos y
continuó abriéndose paso hasta las puertas de la izquierda. En el vano se habían
detenido tres periodistas que discutían el propósito de aquella reunión.
—Sea lo que sea —decía uno—, Gorman no podrá seguir hostigando por mucho
tiempo a un caballo muerto.
En el amplio salón que se extendía más allá de las puertas abiertas, dos criados
negros con inmaculadas chaquetillas blancas servían punch o bebidas más fuertes,
junto a una larga mesa arrimada a los dos ventanales de la fachada. Otra larga mesa,
arrimada a la pared opuesta, exhibía un surtido de sandwichs que habría bastado para
mantener a una familia de cinco miembros por espacio de una semana. Pero tanto los
sandwichs como el alcohol desaparecían rápidamente ante el ataque de los cuarenta o

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cincuenta periodistas reunidos para la ocasión.
Peter se puso en fila para recibir su vaso de punch.
—¿Dónde puedo encontrar al senador? —preguntó al criado que lo atendió.
El hombre sonrió, mostrando una dentadura casi tan blanca como su chaquetilla,
y le respondió:
—No sé, señó. En su etudio, selá. Él va a vení cuando eté lito.
Peter aceptó el vaso de punch.
—¿Y cuál es su estudio? —quiso saber.
—El no quiele que lo moleten, señó. ¿Po qué no se silve lo que hay acá y se pone
cómolo? Él ya va a vení.
Peter asintió, sin comentarios.
—Usted debe ser nuevo en estas lides —comentó un periodista a sus espaldas—.
A Gorman sólo se lo entrevista cuando él lo desea, no cuando uno quiere.
Peter respondió que sí, que había comprendido, y cruzó el salón en dirección a los
pocos sandwichs que quedaban. Por lo visto aquella no era urna reunión para
ablandar a la prensa de Washington; era una conferencia de prensa, al estilo Gorman,
y el senador esperaba el momento propicio para hacer su entrada. Y bien, a él no le
correspondía tomar la iniciativa.
Trató de adoptar aire de periodista, y se instaló en un rincón con su vaso de
punch, dispuesto a esperar.

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SÁBADO 15,30 - 15,50 HORAS

TRANSCURRIÓ MEDIA HORA antes de que un joven ostentosamente eficiente, de pelo


lustroso, rasgos delicados y lentes sin montura se abriera paso hasta el centro del
salón y levantara una mano que agitaba un fajo de hojas.
—¡Atención, señores, por favor! El senador está dispuesto a recibirlos. ¿Quieren
hacer el favor de pasar al otro salón?
El joven encabezó la marcha y se inició un éxodo general. Se establecieron
algunas corrientes en contra, cuando algunos periodistas aislados emprendieron un
ataque final a las reservas de bebidas que aún quedaban; pero la gran mayoría siguió
disciplinadamente las instrucciones. El senador Robert Gerald Gorman no era el más
notable de los miembros del senado, pero a través de los meses de actividad de su
subcomisión investigadora de la mafia se había ido ganando un lugar lo bastante
prominente como para que la prensa estuviera dispuesta a seguir sus pasos. Gorman
tenía fervientes partidarios y encarnizados opositores. No se podía adoptar una
posición neutral respecto a él. Provocaba sentimientos violentos… y ese tipo de
reacción, compartida por periodistas y público, le hacían noticia. Y cuando alguien
que era noticia estaba dispuesto a hablar, la prensa se disponía rápidamente a
escuchar.
Peter avanzó con la corriente central, y el secretario de rostro fino les señaló, con
gesto impaciente y arrogante, la sala que estaba al otro lado del hall, cuyas puertas
estaban ahora abiertas.
La habitación era similar, pero más larga que la de las celebradas mesas de
bebidas y sandwichs. Allí también se habían retirado los muebles; pero, además, se
habían instalado sillas plegables en hileras que iban desde una pequeña mesa ubicada
én una cabecera del salón hasta las ventanas que se abrían en el otro extremo.
Detrás de la mesa había una puerta que daba a dependencias interiores de la casa
y por ella entró el senador, con una carpeta bajo el brazo, cuando las hileras de sillas
estaban casi íntegramente ocupadas. Debía de tener alrededor de cuarenta y cinco
años. Mostraba una calvicie incipiente y su pelo negro, ya plateado en las sienes,
tendría que haber sido recortado, por lo menos, una semana antes en la nuca y en
torno de las orejas. Su estatura aproximada era de un metro ochenta y tenía panza,
aunque no era gordo. Era un hombre vigoroso y, a pesar de estar bien afeitado, se
advertía la sombra de una barba cerrada. Sus ojos eran rasgados y, cuando sonreía, las

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pupilas quedaban ocultas. Su risa era una especie de tosecilla falsa e insegura; pero
muy pocas veces se la oía. Pocas veces bromeaba y, si lo hacía, no era precisamente
ante la prensa. El senador Robert Gorman no se daba mucho a los periodistas. Nunca
había sido muy amable con ellos y, después de descubrir la conspiración de la mafia,
habían adoptado una actitud más distante aún. Se mantenía en un plano aparte, un
profeta al estilo Casandra, que prevenía, pero no era escuchado.
Estaba llegando a la mitad de su segundo período senatorial y hasta hacía poco
había sido un desconocido para el gran público. Ahora, sin embargo —aun cuando no
lograra crear en torno de su persona la expectación que creaban las figuras de primera
línea—, era casi tan conocido como éstas. Presidía la subcomisión del senado que,
bajo su égida, había emprendido una investigación sobre las actividades de la mafia.
Ahora hablaba desde un nivel superior y la arrogancia de su tono había ascendido en
igual medida. Ahora ordenaba en lugar de rogar; comunicaba en lugar de informar.
Ahora era la antimafia personificada y su vida estaba consagrada a la destrucción de
aquella organización delictiva.
Para sus enemigos era un notorio oportunista y un peligro potencial para el país.
Para sus seguidores su actitud combativa contra el mal lo convertía, por definición, en
un defensor de la virtud, el santo patrono de su país. Para la prensa era una noticia
jugosa.
Los asientos se ocuparon con bastante rapidez para tratarse de periodistas, los
seres humanos más irreverentes que existen; pero muchos prefirieron permanecer de
pie, contra las paredes, o sentarse en los antepechos de las ventanas. Peter se ubicó
cerca de la gran puerta de entrada y oyó que un periodista le susurraba a otro:
—Apostaría que eligió este momento para hacernos perder el partido de fútbol.
Los reporteros prepararon sus libretas, lápices y plumas. El senador Gorman,
mientras tanto, los ignoró y se dedicó a ordenar sus papeles y a cruzar algunas
observaciones con el ayudante que estaba instalando un grabador.
Luego, cuando todos los visitantes se acomodaron y cuando se creó el debido
clima de expectativa, el senador—haciendo alarde de un notable sentido de la
oportunidad— levantó la vista y consideró la situación. Su joven secretario, que aún
conservaba el fajo de hojas impresas, estaba de pie en el vano de la puerta, con
piernas abiertas, en la actitud de un miembro de la SS, aunque sin uniforme.
Gorman abarcó toda la escena de una ojeada. Se inclinó hacia delante, apoyó la
punta de los dedos sobre la mesa y dirigió a su público una mirada firme. Una vez
más mostró su agudo sentido de la oportunidad: habló en el preciso instante en que la
expectación había alcanzado su grado máximo.
—En este país y en este mundo —comenzó con voz sonora— hay una maligna
conspiración. Sus tentáculos sutiles surgen de las tenebrosas regiones del pecado y la
subversión y buscan dañar las zonas luminosas de la verdad y del honor. Su
influencia corruptora se pone de manifiesto en todos los órdenes de la vida moderna,
al punto de que ni las cámaras del Congreso están a salvo de ellas. No necesito

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nombrar esa organización. Ustedes la conocen. Degrada y despoja. Cuando no puede
corromper, amenaza; y cuando no puede presionar con la amenaza, mata.
La mirada del senador se posó, por una fracción de segundo, en los papeles que
tenía sobre la mesa, y luego volvió a recorrer las filas de periodistas.
—¿Y qué puede hacerse contra esa conspiración? ¿Cuál es el arma más temida
por la mafia? Lo que más teme la mafia es que se arroje luz sobre sus actividades. Lo
que más teme la mafia es que se den nombres. Teme al dedo acusador. A eso es a lo
que teme la mafia. A este comité. Eso es lo que teme la mafia. La publicidad, la luz,
que nuestro comité arroja sobre la mafia y sus tenebrosas maquinaciones. Eso es lo
que la organización teme. Por eso se aproximan temblorosos a nosotros, se acercan
ocultos tras sus bien cotizados abogados, ocultos tras la honesta intención del
Artículo Quinto de las Enmiendas a la Constitución de los Estados Unidos. Por eso
nos envían notas amenazadoras a los miembros del comité. Porque temen que los
dejemos en descubierto. Y por eso mataron a Joe Bono.
»Bien —prosiguió con tono casi indiferente—. Creyeron que al matar a Joe Bono
nos dejaban sin testigo dispuesto a revelar los secretos de la mafia».
El senador hizo una pausa, y cuando volvió a hablar lo hizo en tono pomposo.
—Pero la investigación continúa. Las amenazas no nos detendrán. El asesinato no
nos intimida. Perseguiremos al dragón. Mataremos al dragón. Expondremos sus
maquinaciones a los ojos del mundo. Y cuando hablo de exponer esas maquinaciones,
es porque documentaremos el caso, piedra sobre piedra, paso por paso, nombre por
nombre. Creyeron que Joe Bono era nuestro único testigo. Están equivocados. Están
muy, muy equivocados.
Se detuvo para dar tiempo a que una débil ola de agitación recorriera la
concurrencia. Cuando lo consideró oportuno, la detuvo y prosiguió.
—Joe Bono no es la única persona del mundo que puede señalar ese sucio
estigma en el rostro de la humanidad. No es el único testigo capaz de dar nombres,
fechas, lugares. La mafia creyó haber ganado al matar a Joe Bono. Pues bien, la mafia
temblará esta noche y de ahora en adelante. Porque tenemos otro testigo. Y cuando
ese testigo declare, la mafia se estremecerá hasta sus cimientos.
Gorman se detuvo y paseó una mirada sombría sobre sus oyentes; pero había una
chispa de placer en sus ojos. Había logrado impresionar a los periodistas. Los había
impresionado realmente… Y en ese instante avanzó el secretario. Entregó a Peter uno
de los papeles que tenía en la mano y comenzó a recorrer las filas repartiendo las
hojas entre los asistentes. Peter echó una ojeada al breve texto y comprobó que era
una versión casi literal de la declaración que acababan de escuchar de labios del
senador.
Hubo un breve silencio en la sala y luego habló un periodista:
—¿Puede damos el nombre del testigo, senador?
Gorman esbozó apenas una sonrisa. Eso era lo que le gustaba: una prensa ansiosa
que imploraba migajas. No había vuelto a vivir un instante así desde la muerte de

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Bono.
—Por nada del mundo —respondió—. Es ultrasecreto.
—¿El hombre en cuestión es miembro de la mafia? —preguntó otro.
Gorman se permitió una de sus características risitas con algo de tos contenida.
—¿Acaso dije que se trataba de un hombre?
—¿Así que es una mujer?
—¿Acaso dije que se trataba de una mujer?
—Senador —intervino otro—, ¿está usted tratando de decimos que el sexo
también es ultrasecreto?
Gorman sonrió ante la pregunta y pareció ablandarse un poco.
—Pienso que el sexo del testigo no tiene por qué entrar en discusión. Pero si tanto
les interesa, les revelaré un pequeño secreto. Se trata de una testigo.
Una ola de agitación volvió a recorrer la sala. Se abrieron libretas, se corrieron
sillas, se oyeron cuchicheos. La revelación del sexo del testigo era, por lo menos, tan
excitante como la noticia de su existencia.
—¿Sabe la mafia que esa mujer está dispuesta a hablar?
Gorman emitió otra risita.
—Si la mafia no lo sabía, ahora lo sabe.
—¿Debemos suponer que la mafia ya lo sabe? —preguntó una voz seria—.
Teniendo en cuenta lo que ocurrió con Bono, senador, ¿es lógico suponer que usted
no daría publicidad a este hecho si la mafia no supiera ya que el testigo existe?
Gorman esbozó una sonrisa.
—Pienso que sí, que es lógico suponer eso.
—¿Sabe la mafia quién es el testigo? —preguntó alguien desde el fondo del
salón.
La sonrisa de Gorman se hizo casi malévola.
—Espero que no.
—¿Es la esposa de alguno de los miembros de la mafia?
—Lo único que puedo decirles es que se trata de una mujer.
—¿Es la esposa de Bono?
—Me amparo en el Artículo Quinto de las Enmiendas.
Todos rieron, y en la voz que formuló la próxima pregunta aún había rastros de
hilaridad.
—¿Está dispuesto a afirmar que no se trata de la esposa de Bono?
Gorman también reía cuando respondió:
—No estoy dispuesto a decir nada más sobre el asunto.
—¿Podemos publicar que usted afirmó, senador, que la mafia conoce la
existencia de un testigo y que sabe que se trata de una mujer?
—No. No pueden decir que haya afirmado nada de eso. La mafia no me hace
confidencias sobre lo que sabe y lo que no sabe.
Hubo más risas, pero fue una reacción superficial. Las preguntas y respuestas

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eran muy serias.
—Usted está bastante seguro de que ellos saben que tiene una testigo, ¿no es
verdad?
—No tengo nada que responder a eso.
—Senador, usted dijo antes que ellos sabían.
—Acabo de decirles que no soy adivino. La mafia no me dice nada, y yo no le
diga nada a la mafia. Pero afirmo, en cambio (y la mafia puede hacer lo que quiera
con ese dato), que tengo un testigo capaz de mover los cimientos de toda la
organización y que ese testigo es una mujer. Quién es ella, dónde está y cuándo va a
aparecer son cosas de las que ustedes no se enterarán y de las que la mafia no se
enterará hasta que yo presente a mi testigo.
Se formularon más preguntas, pero sólo fueron triquiñuelas y lazos para arrancar
más información al senador. Pero Gorman era un experto en esas lides y no se dejó
enredar. Había dado a los periodistas la información que quería darles, y lo que siguió
fue un juego. Todos sabían que ese juego terminaría en un empate, pero todos se
divertían practicándolo.
Aquella no era la especialidad de Peter Congdon, de modo que la reunión perdió
interés para él. Se deslizó fuera del salón y se dirigió a la habitación en que se habían
servido las bebidas; pero ya no estaban allí ni los bowls de punch, ni las botellas, ni
los vasos, ni los hors d’oeuvres. Hasta las mesas habían sido retiradas.

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SÁBADO 16,00 - 16,25 HORAS

LA CONFERENCIA DE PRENSA sólo se prolongó cinco minutos más, y Peter estaba


esperando junto a la puerta cuando salieron los periodistas. Charlaban, mientras se
dirigían a las pilas de abrigos y sombreros que se levantaban bajo la escalera, y el
tono de la charla era animado. Estaban impresionados. La testigo secreta de Gorman
disputaría los titulares a Vietnam y las incógnitas que abría eran, sin duda,
fascinantes.
—No cabe la menor duda de que la mafia sabe lo que él nos acaba de decir —
opinaba un hombre—. Puedes estar seguro de que Gorman no les va a facilitar
información una vez más. No; después de lo que ocurrió con Bono.
—Entonces la va a traer por un oleoducto —comentó otro—. Esa es la historia
que me gustaría conocer.
—Y esa es la historia que nunca obtendremos… ni siquiera bajo cuerda.
El hall se colmó de grupos que iban y venían, unos con sus abrigos y sombreros
puestos, rumbo a la puerta, otros se abrían paso hacia el guardarropas. Peter esperó
hasta que la corriente que brotaba del salón de conferencias amainó, y luego se abrió
paso en sentido contrario. El senador estaba junto a la mesa, conversando con tres de
los periodistas, mientras recogía sus cosas. Su actitud era sobria y grave, como la de
un profesor que acaba de dictar una clase magistral; pero un profesor muy ocupado,
que no tiene tiempo para aquilatar el efecto de su clase.
Peter se aproximó y aguardó su turno, mientras escuchaba al senador, que
recordaba a uno de los periodistas que la mafia había ofrecido cien mil dólares por la
cabeza de Joseph Bono, cuando se enteró de que estaba dispuesto a declarar y que por
eso era tan importante mantener el secreto en el caso de la nueva testigo. Cualquier
dato que se filtrara acerca de su identidad o de su paradero pondría en peligro su vida.
No dudaba de que el periodismo sabría comprender. El senador se volvió a Peter.
—¿Tiene alguna pregunta que hacer?
—Esperaré a que los demás terminen, senador.
Gorman se volvió, respondió a dos o tres preguntas más y dijo que facilitaría toda
la información necesaria en cuanto las circunstancias lo permitieran. Cuando los
reporteros se alejaron, terminó de guardar sus papeles en la carpeta y clavó en Peter
una mirada astuta y penetrante.
—Y bien, usted quería verme.

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—Creo que usted quería verme a mí, senador. Soy de la Agencia de Detectives
Charles F. Brandt.
Gorman le dirigió otra rápida mirada, y sus ojos se achicaron.
—¡Ah, sí! El hombre de Brandt. ¿Cómo se llama?
—Congdon, Peter Congdon.
—Conque Congdon, ¿eh? Muy bien, Mr. Congdon, ¿trae algún documento de
identidad… alguna credencial? Pero no… aquí no.
Saludó con la cabeza al último hombre que abandonaba la sala.
—Buscáremos un lugar más privado.
Se volvió y guió a Peter a través de la puerta del fondo. Atravesaron una pequeña
sala de música con paredes revestidas de madera y un hall interior, y subieron una
estrecha escalera. Al llegar al primer piso, atravesaron un corredor alfombrado en
verde y, por fin, entraron en el escritorio del senador, situado en un ángulo posterior
de la casa. Era una habitación amplia, cuyas ventanas se abrían, hacia un lado, sobre
la embajada de Thailandia y, hacia el otro, sobre el garaje y el jardín posterior. El lote
de 45 por 45 incluía una parra, algunos árboles frutales, una mesa de piedra y un
estanque, todo rodeado por un muro semioculto tras las enredaderas. Era una
residencia privada, extremadamente privada.
El estudio tenía las paredes revestidas en caoba, una alfombra color bordeaux
cubría el suelo y los confortables sillones estaban tapizados en cuero. Había un gran
escritorio de caoba, librerías —cuyas estanterías estaban parcialmente ocupadas por
libros— y tres hileras de ficheros, detrás de la puerta. Los rayos del sol poniente, que
atravesaban las ventanas del fondo, pintaban relucientes rectángulos anaranjados
sobre la boiserie.
El senador encendió la luz central, corrió las pesadas cortinas, encendió la
lámpara del escritorio y dejó los papeles sobre la carpeta de papel secante.
—Muy bien, Mr. Congdon —dijo extendiendo una mano.
Peter le entregó la ficha de identificación de la agencia, en la que figuraba su
fotografía, su firma, sus datos personales y, al dorso, la impresión de su pulgar
derecho. Luego le alargó una carta de presentación de Brandt.
El senador estudió la tarjeta y leyó:
—Edad: treinta y uno; cabello: castaño; sexo: masculino; ojos: castaños; estatura:
un metro ochenta.
Estudió a Peter.
—Creo que los datos coinciden —comentó, y le devolvió la tarjeta.
Luego leyó la carta y la dejó caer sobre el escritorio.
—Muy bien. Por lo visto usted es quien dice ser. ¿Llegó a tiempo para servirse
algo? ¿Le ofrecieron una copa?
—Sí. Además asistí a la conferencia de prensa.
—Muy bien. Entonces ya tiene una noción general del asunto. Tome asiento, Mr.
Congdon.

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El senador indicó una silla de cuero verde y abrió un cajón del que extrajo una
botella de bourbon Old Crow y dos vasos.
—¿Quiere un trago?
Peter, que ya había tomado asiento, hizo un gesto negativo.
—No bebo mientras estoy de servicio, señor.
—Ahá. Eso está bien. Bueno, si cambia de idea…
Se sirvió tres dedos del líquido ambarino y se sentó en su sillón giratorio.
Observó a Peter con aire pensativo durante algunos instantes, bebió mi pequeño sorbo
y apoyó el vaso sobre el escritorio, sin soltarlo.
—¿Qué le ha dicho Brandt acerca de esta tarea?
—Absolutamente nada, salvo que tenía que estar aquí hoy a las quince, para
entrevistarme con usted. Dijo que usted me diría lo que necesito saber.
—Está bien —murmuró el senador y se irguió en su sillón—. ¿Está usted
enterado de la labor que cumple mi subcomisión? ¿La ha seguido a través de los
diarios?
—Sé que investigan las actividades de la mafia.
—¿Eso es todo lo que sabe?
Peter cruzó las piernas, pero no se apoyó en el respaldo.
A Brandt no le gustaba que sus agentes bebieran, pero tampoco le gustaba que
perdieran demasiado tiempo en las charlas preliminares.
—Creo que uno de sus testigos fue asesinado antes de que pudiera declarar. Fue
un asunto bastante sonado.
—La prensa se ocupó mucho del tema. Pues bien, nuestro testigo fue asesinado.
Joe Bono. Uno de los hombres claves de la mafia. Y estaba dispuesto a hablar. Y ellos
lo hicieron callar. ¿Sabe algo acerca de Bono?
—Tengo entendido qué estaba en la mafia.
—Así es. Estaba en la mafia, pero no era de la mafia. No sé si me entiende.
—No.
Gorman bebió otro sorbito de su bourbon puro, lo paladeó por un instante y
prosiguió:
—Entonces tendré que instruirlo. Sin entrar en detalles sobre la historia de la
organización, le diré que originariamente estuvo constituida por un grupo de familias
sicilianas, cuyos descendientes integran la mafia de hoy. Son los descendientes de los
cabecillas. Ellos manejan la mafia. Ellos organizan, controlan, manejan las
operaciones. Y sólo ellos pueden ser jerarcas dentro de la organización. Los
integrantes de sus bandas son simples asalariados y sólo Dios sabe cuántos de esos
secuaces hay dispersos por el mundo. Dios y quizá Bono, a quien ellos mataron. Esos
secuaces son de todo tipo…, los hay astutos, los hay toritos, asesinos profesionales,
abogados…, cualquier cosa. Pero ninguno de ellos puede llegar a ser jerarca de la
mafia. En realidad nadie que no haya nacido dentro de ella puede ocupar un puesto de
importancia. ¿Me sigue?

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—Sí. Es un asunto de familia —dijo Peter.
—Eso es. Exactamente eso. Un negocio familiar. Y como todo negocio familiar,
Mr. Congdon, tiene sus excepciones. De tanto en tanto aparece un tipo excepcional
entre los segundones. Fue el caso de Al Capone. No era siciliano. Era napolitano.
Pero era un genio. Un genio en el terreno de la organización y el desarrollo. Era tan
bueno que la mafia acataba casi siempre lo que él disponía. No pudo convertirse en
jerarca de la organización porque, como le dije, no había nacido dentro de ella; pero
su opinión era decisiva en la elección del capo.
Gorman bebió otro sorbo de bourbon y dejó el vaso.
—Joseph Bono fue un caso similar al de Capone. Hasta era napolitano, como
Capone. Y era capaz. No tan capaz como Capone; pero era bueno. Bono fue lo
bastante capaz como para progresar muchísimo más que cualquiera de los
colaboradores externos de la organización. Lo malo es que Bono consideró que no
había progresado todo lo que merecía. Le dolió no poder penetrar en los círculos más
íntimos.
Gorman echó su silla hacia atrás y cruzó las manos detrás de la nuca.
—Ahora escuche esto: una de las razones por las cuales la mafia ha creado un
sistema tan cerrado, es la preparación de sus miembros. La mafia soluciona sus
propios conflictos. Administra su propia justicia. Nunca habrá oído que la mafia
acuda a la policía en demanda de ayuda. Ocurra lo que ocurra, sea cual sea la
gravedad de las querellas internas, caiga quien caiga, la mafia y sus esposas no abren
la boca. Si usted ha seguido las actividades de mi comité verá que eso es obvio.
Todos ellos se amparan en el Artículo Quinto de las Enmiendas.
El senador hizo otra mueca y bebió otro sorbo.
—Como comprenderá —prosiguió— esa es una de las razones por las cuales
nadie de fuera puede ocupar los puestos directivos de la mafia. Ellos sólo confían en
los suyos. Capone, por ejemplo, no tenía la estabilidad emocional que ellos exigen.
Bono dejaba que desear en cuanto a discreción.
Y mientras más resentido estaba, más ganas tenía de hablar.
Y había llegado lo bastante alto como para decir cosas importantes.
Gorman volvió a echar hacia atrás su silla y otra vez entrelazó las manos detrás de
la nuca.
—Por supuesto que nosotros nos enteramos de eso. Cuando iniciamos la
investigación y comenzamos a interrogar y a sondear, alguien nos dijo que sería fácil
convencerlo de que hablara.
»Si se despachaba tenía que ser en grande y ¡qué mejor oportunidad que la que le
proporcionábamos nosotros! De modo que iniciamos las tentativas a través de
nuestros intermediarios y logramos que viera las cosas a nuestra manera. Ya teníamos
todo arreglado; pero, por supuesto, a la mafia no le gustó la idea. No querían que
hablara.
La expresión de Gorman se hizo amarga.

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—Lamentablemente… para la gente honesta de este país… la mafia llegó antes
que nosotros. E hicieron un buen trabajo. Supongo que lo habrá leído. Lo dejaron en
el portaequipajes de un automóvil robado; atado de pies y manos. Le habían volado
media cabeza y tenía otros cuatro balazos y cincuenta heridas provocadas por un
punzón para hielo, en el resto de su humanidad.
Peter asintió.
—Me enteré.
—Sí —dijo Gorman con amargura—. Los diarios informaron con todo detalle. Le
dedicaron más espacio que a todo lo que había hecho la comisión hasta entonces.
O.K. ¿Se va dando una idea?
—Sí.
Gorman bebió otro sorbo y se echó hacia atrás en su asiento.
—Creo que es una historia simple. Y bien, usted ya ha oído mis declaraciones a
los periodistas. Ahora tenemos otro testigo. Esta vez es una mujer. Y supongo que ya
habrá adivinado para qué está aquí.
Peter hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, señor. No lo he adivinado.
—Vamos, Congdon. Se supone que es un detective inteligente, ¿no? ¡No me diga
que no se lo imagina!
—No veo la necesidad de adivinarlo. Prefiero que me lo diga.
Gorman puso un pie sobre el escritorio y una comisura de la boca se le contrajo.
—Está bien, Congdon. Se lo diré en pocas y dulces palabras. Su tarea consiste en
traer a la muchacha aquí, sana y salva.
—Comprendo.
—Ahora no me diga que no era capaz de adivinar lo que le iba a decir.
—No, señor, no tenía la menor idea de lo que pretendía de mí.
—Me sorprende usted, Congdon.
—Usted me sorprende, senador. O quizá no esté familiarizado con la forma en
que operan las subcomisiones del senado. Supuse que la muchacha estaría bajo la
protección de agentes del gobierno.
—Bueno, cuando llegue a territorio estadounidense tendremos montones de
agentes del gobierno que la protejan. Pero ocurre que ahora no está en el país.
—Pero tenemos agentes federales en otros países.
—¿Quiénes? ¿Qué? ¿Se refiere a la CIA? Eso es espionaje. Este no es asunto de
ellos.
—¿Y qué hay de la gente del Tesoro? El contrabando de drogas es asunto de
ellos, y tengo entendido que la mafia controla eso.
—Eso es cierto. Sólo que nosotros no tenemos autoridad sobre la gente del
Tesoro.
Gorman bajó el pie y se inclinó para tomar otro sorbo de bourbon. Ahora sólo
quedaba un dedo de líquido en el vaso.

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—Eso está bajo la jurisdicción del bendito Poder Ejecutivo y, como usted habrá
notado, Congdon, esta investigación no goza de mucha popularidad en un montón de
sectores.
El senador miró a Peter, y sus ojos se contrajeron.
—¿Pudo observar a la prensa hoy? Conseguí tenerlos quietos, tomando notas.
Quizá hasta vuelva a figurar en primera plana en los diarios de mañana, con mi
historia de la nueva testigo. Pero estos malditos reporteros están tan ocupados
llenando páginas con artículos sobre Vietnam o sobre hippies o sobre el poder negro,
que no tienen tiempo para ver dónde están las noticias realmente interesantes. Pero ya
llegará el día, Congdon.
El senador levantó un índice y prosiguió:
—Algún día se darán cuenta de dónde está el verdadero poder. Verán quién
sostiene el látigo. Y entonces vendrán mansitos. De eso puede estar seguro.
Meneó la cabeza.
—Sí, Congdon. La mafia es la raíz de todo mal y es el mal que extirparemos de
raíz. Usted y yo y esa mujer que va a traer. Y entonces se verá.
Gorman frunció el entrecejo y se acodó sobre el escritorio, dentro del cono de luz
de la lámpara.
—¿Usted conoce las astucias de los columnistas? No, supongo que no. Su nombre
no figura tanto en los diarios como para que haya llegado a conocerlas. Su reputación
no está a merced de un tipo cualquiera, que se sienta tras una máquina de escribir,
convencido de haber adivinado las intenciones de los demás. Y esos tipos me atacan
por la espalda. Más vale que tratemos el tema con franqueza, porque si usted no está
enterado, ya se enterará, y prefiero que conozca los hechos por mi boca y no por los
rumores que lanzan algunos de esos individuos, a quienes sólo les interesa atraer
lectores haciendo trizas a algún personaje.
»Algunos columnistas han llegado á sugerir que toda esta investigación es una
farsa. Tengo enemigos, Congdon. Cuando uno está en la vida pública y trata de
cumplir una tarea y está dispuesto a la controversia, siempre se gana enemigos. Y yo
tengo los míos. Y una de las cosas que mis enemigos dicen de mí es que el propósito
de esta comisión investigadora no es investigar la mafia, sino promoverme a mí y a
los miembros de la subcomisión.
Se irguió en su asiento y miró a Peter a los ojos, con mirada dura.
—Es una canallada, créame que es una canallada —afirmó inclinándose sobre la
mesa y levantando un dedo acusador—. Le voy a decir una cosa, si quisiera
promocionarme lo lograría mucho mejor con grandes discursos sobre nuestra
conducta en la guerra en Vietnam. Atacándola o defendiéndola, eso es lo de menos.
Figuraría más en los titulares hablando de la agitación racial del verano pasado o
proponiendo una nueva ley que declarara delito federal la posesión o uso de LSD.
Eso haría si sólo persiguiera los grandes titulares.
»Pero ¿a dónde iría con eso? La guerra en Vietnam terminará algún día… bien o

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mal, pero terminará. No pasará mucho antes de que Stokely Carmichael sea un tema
tan olvidado como Malcolm X. Pero el cáncer que provoca las guerras, los problemas
que incuban a un Malcolm X o a un Stokely Carmichael, seguirán con nosotros.
»Recorra las calles de Harlem alguna noche. Nueva York no es mi Estado, gracias
a Dios; pero la investigación es mi tarea y me ha llevado allí. A Harlem. Verá a los
drogadictos en plena calle. Todo el que encuentra es un drogadicto. Van en busca de
la dosis o de dinero para comprarse la dosis. ¿Y de dónde sale la dosis? De la mafia.
¿Y quién proporciona el dinero? La mafia. ¿Su hermana se entrega a la prostitución?
La mafia está detrás. ¿Usted pierde hasta la camisa en el juego? La mafia. La mafia
controla y promueve los cánceres de nuestra sociedad. Ellos manejan el tráfico de
drogas, el juego, la prostitución, las máquinas tragamonedas, los jukeboxes…
Nómbreme cualquier cosa y, si es dañina, la mano negra está metida en ella hasta el
codo. No es de sorprender que haya motines en este país. No es de sorprender que
haya crímenes en las calles. La gente dice que yo veo un hombre de la mafia bajo
todas las camas. Creen que exagero. No, no exagero. Sólo veo lo que existe, lo que
otra gente no ve, porque sólo mira en la superficie. Ven la enfermedad que padece la
sociedad, y no ven sus causas.
Gorman se aflojó un poco, bebió otro sorbo de bourbon y se echó hacia atrás en
su silla.
—Usted comprende, ¿no es cierto? Bueno, un montón de gente en este país no
comprende. Y por eso no recurrimos a los agentes del Tesoro. La comisión que
presido no tiene autoridad sobre el Departamento del Tesoro. No puedo ordenar a
esos hombres que hagan un trabajo para el senado.
Y quienes tienen autoridad sobre los agentes del Tesoro no entienden las
necesidades de mi comité. Por eso nos vemos obligados a contratar personal propio,
para que hagan nuestro trabajo, y aquí es donde entran en escena usted y la Agencia
Brandt. Usted y yo traeremos un nuevo testigo para que declare en el caso y, cuando
lo hagamos, Vietnam pasará a segundo plano y la labor de mi comisión será el tema
más discutido en Washington. Pasaremos al primer término.
Y entonces recordaré quién ha sido mi amigo y quién ha sido mi enemigo.

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SÁBADO 16,25 - 16,45 HORAS

EL SENADOR GORMAN dedicó una sonrisa a Peter, y sus ojos resplandecieron de placer
anticipado.
—¿Qué le parece eso, Congdon? ¿No le gusta intervenir en algo grande?
—Yo quiero cumplir la tarea para la cual me ha contratado… Sea lo que sea —
respondió Peter con voz serena.
—Sea lo que sea, ¿eh? Y bien, le diré lo que es. Su misión consiste en ser escolta
y guardaespaldas de nuestra Miss X. Usted irá a buscarla a Europa y la traerá.
La expresión de Gorman era grave, ahora; la cejas negras se habían unido sobre
los ojos rasgados.
—No necesito decirle que si la mafia se entera de lo que usted va a hacer y puede
detenerlo, lo hará. Ya sabe lo que le hicieron a Joe Bono. Bueno, tratarán de hacérselo
a cualquiera que esté dispuesto a delatarlos. Su trabajo va a ser peligroso; es más, va
a ser muy peligroso.
El senador apoyó los codos sobre el escritorio y apuntó a Peter con un índice
punzante.
—Ahora bien, hemos recurrido a su agencia para esta tarea porque se trata de una
organización de envergadura que tiene contactos y material humano como para
encarar un caso de la importancia de éste. Mr. Brandt conoce la naturaleza de la tarea
que se les encomienda, y lo escogió a usted. Le señalé que debía ser un hombre sin
mujer e hijos. La mafia no se detendrá ante nada para evitar que la testigo declare, y
no es de extrañar que tome represalias en mujeres y niños inocentes; no quiero que se
encargue de esta misión un hombre dispuesto a arrojar nuestra testigo a los leones
ante alguna amenaza a sus seres queridos. Se supone que usted es soltero. ¿Es
realmente soltero?
—Sí.
—¿Y está dispuesto a correr riesgos? No quiero que se haga, cargo de esta misión
alguien que piense, antes que nada, en su propio pellejo. Si no está absolutamente
seguro de sí mismo en una circunstancia como ésta, quiero que renuncie ahora, antes
de que le proporcione ninguna información secreta. Tengo que confiar plenamente en
el hombre que se haga cargo de esta misión. Esa confianza no puede ser violada.
—Me dijeron que iba a ser peligroso —dijo Peter—. Comprendo todo lo que me
dice.

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—¿Y está dispuesto a seguir hacia delante con esto?
Peter sonrió apenas.
—Mr. Brandt no habría gastado un billete de tren en mí si pensara que voy a
echarme atrás.
Gorman hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Muy bien, eso es lo que quería oír. Porque, escúchelo bien, cuando usted parta
en esta misión llevará el futuro de nuestro país consigo. Esa mujer es nuestra segunda
oportunidad para dejar a la mafia al descubierto y destruir su organización. Pero si
algo le ocurre, será el final de la investigación. No habrá otro testigo.
Gorman se irguió en su asiento y bebió un buen trago de su bourbon.
—Muy bien —dijo, y se sirvió otros dos dedos de bebida—. Usted es nuestro
hombre. ¿Tiene alguna pregunta que hacer?
—Tengo un montón de preguntas, senador.
—Y bien, despáchese.
—Primera pregunta: ¿Exactamente qué saben los de la mafia?
Gorman inclinó su silla hacia atrás.
—Saben que hay una mujer dispuesta a hablar.
—¿No saben quién es ni dónde está?
—Quizá sepan qué es. Quizá hasta sepan quién es. Lo que no saben es dónde está.
—¿Y qué es ella?
—Una de las amigas de Joe Bono.
Peter miró fijamente al senador.
—¿Quiere decir que Joe Bono contaba todo a sus amigas?
—No cometa el error de creer que ésta es una amiga más, Congdon. Esta era una
amante muy especial. Alguien muy especial para él.
—¿Más especial que su esposa?
—Mucho más especial. Mantenía a esta mujer en una lujosa villa en las afueras
de una gran capital europea.
Una comisura de la boca de Gorman se contrajo.
—¿Quiere ver una prueba? —preguntó.
—Si la tiene…
Gorman extrajo su llavero y utilizó una minúscula llave para abrir un cajón de la
izquierda de su escritorio. De allí sacó un pequeño estuche de joyas.
—Mire esto—dijo, abriéndolo y alargándoselo a Peter.
Sobre una pequeña almohadilla de terciopelo rojo se veía un disco de oro del
tamaño de una moneda, con diamantes engarzados que formaban las letras JB. En el
anverso del disco había dos minúsculos eslabones de oro, una pieza en forma de
estribo y un delicado gancho de oro, sujeto en un lado del estribo y destinado a
atravesar el lóbulo de la oreja de una mujer, para luego abrocharse al otro lado del
estribo. Era un arete vistoso, pero pesado y masculino.
Peter lo levantó para examinarlo mejor. En el dorso había unas pequeñas marcas

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rayadas en el metal, pero se necesitaba una lupa de joyero, mejor vista o mejor luz de
lo que tenía Peter. El detective dejó el refulgente objeto en su caja y se la devolvió al
senador
—Supongo que esto prueba algo.
—Prueba mucho.
Gorman levantó el arete y lo contempló con afecto antes de volverlo a dejar en la
caja y de encerrarlo en el cajón.
—¿Qué es esto, a su juicio? —preguntó.
—Ahora es un arete, pero le han cortado algo detrás —contestó Congdon—. No
fue un arete originariamente.
—Exactamente —aprobó Gorman—. Después de todo, usted es un detective. Esta
alhaja (tengo papeles que lo documentan) y otra igual fueron hechas originalmente
como gemelos por Martín Feinwick, conocido orfebre de Chicago. Fueron
encargados por Frank «Midge» Rennie. Sabe quién es ¿no?
—No.
—Eso demuestra lo mal informado que está el público respecto a las actividades
de mi comisión. Todo el país debería conocer ese nombre porque Frank Rennie es
uno de los jerarcas de la mafia. ¿Qué me dice?
—Supongo que estoy impresionado.
—Y debería estarlo, caramba. Porque esos gemelos fueron un regalo que recibió
Bono en una fiesta organizada en su honor el día en que cumplió cuarenta y cuatro
años, en mil novecientos sesenta y uno. Estos gemelos fueron una pequeña prueba de
reconocimiento y afecto. Valen alrededor de once mil dólares.
—Y él, más tarde, se los regaló a…
—Así es. Más tarde los convirtió en aretes para su mantenida. Ella me envió éste
para avalar la historia…, su historia. Y, como le decía, es una prueba real porque
tenemos una declaración firmada por el propio Feinwick avalando la autenticidad de
la pieza. Pero, como usted verá, esa alhaja no sólo nos confirma que esa mujer es
quien dice ser, sino que refrenda lo que nos va a decir. Usted preguntó si Joe Bono
podía contar todo a una mujer. El arete dice que sí. Ese arete nos dice que no es una
mujer cualquiera. Era tan especial que él le regaló… le hizo adaptar… algo que tiene
que haber sido uno de sus mayores tesoros. ¡La mujer que conserva el arete gemelo
de éste puede acabar con la mafia!
—Puede…, pero ¿por qué habría de hacerlo?
Gorman exhibió su sonrisa cruel y ladeada.
—Por venganza, Congdon. Por venganza. Ellos mataron a Joe Bono para que no
hablara. Bono murió a manos de esa gente, sobre la que ella está muy bien informada;
gente que ella recibió en esa villa, gente a la que ella escuchó, con la que ella
conversó, sobre la cual Bono le dijo muchas cosas: quiénes eran, qué hacían, y cómo
lo hacían. Ellos lo mataron y ella se lo va a hacer pagar. Y usted y yo, Congdon, nos
encargaremos de que ella se salga con la suya.

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La sonrisa maliciosa de Gorman se amplió; pero Peter no estaba satisfecho.
—Usted dice que la mafia sabe que la testigo es una amante de Bono y que ella
los ha recibido… Entonces tienen que saber su nombre. La conocen.
Gorman se encogió de hombros.
—Quizá. Bono tenía otras amigas, y eso puede desorientarlos; pero más vale
pensar que la mafia sabe a qué atenerse. Trabajamos bajo la suposición de que saben
quién es la amante en cuestión. Pero la cuestión es que sepan dónde está. Y eso no lo
saben. Me importa un comino todo lo que sepan acerca de la testigo, mientras no
conozcan su paradero.
—¿Y por qué habrían de ignorarlo?
—Supongo que la suya es una pregunta retórica y que conoce la respuesta tan
bien como yo. La respuesta es que esa mujer no tiene intenciones de correr la misma
suerte que su amante. Se encargó de cambiar su nombre y dirección antes de ponerse
en contacto con mi comisión.
—Ahora usted está entrando en detalles insustanciales. Eso no tiene nada que ver
con el asunto en cuestión.
El senador bebió otro trago de su bourbon.
—Alguna otra pregunta —añadió.
Peter se permitió una risita.
—Acabo de empezar. Si esa muchacha está en Europa ¿porque no se vino antes
de que la mafia se enterara de que pensaba hacerlo? De esta manera…
Gorman lo interrumpió con un gesto.
—Ahora usted está entrando en detalles insustanciales. Eso no tiene nada que ver
con el asunto en cuestión.
—Creo que a mí me corresponde ser juez de eso, senador —señaló Peter, con
toda cortesía—. Es un asunto peligroso, como usted mismo ha señalado, y…
—Sí que es peligroso, pero soy yo quien sabe cuáles son esos peligros. Yo sé…
Peter volvió a hablar con voz tranquila, pero insistente, e interrumpió al senador.
—Conocí a un piloto en la Segunda Guerra Mundial que, después de la guerra,
fue contratado por un país sudamericano como instructor de vuelo, piloto de prueba y
cosas así —dijo—. Y siempre recuerdo una anécdota que me contó. El país por el
cual había sido contratado adquirió unos viejos PBY en los Estados Unidos. Cuatro
mecánicos trabajaron durante dos días en uno de los aparatos para ponerlo a punto. Al
cabo de dos días anunciaron que estaba listo. «Muy bien, les dijo, entonces busquen
sus paracaídas y suban». «¿Nosotros?», preguntaron los mecánicos atónitos. Y
entonces el piloto les informó de que todo mecánico que trabajaba en cualquiera de
los aviones que él debía probar, lo acompañaba siempre en el vuelo. El resultado fue
que los mecánicos pusieron nuevamente manos a la obra y dedicaron cuatro días más
al aparato.
Gorman lanzó su risita falsa.
—He, he. Muy bueno. Está muy bien esa anécdota.

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—Sí. Y nunca la he podido olvidar. Ese piloto murió. Pero murió en la cama. No
murió en el avión. Ese es un hecho que siempre tengo presente. En este momento,
senador, usted está en el papel de los mecánicos y yo en el del piloto. Sólo que no
puedo hacerlo volar conmigo. Yo tengo que hacer este viaje solo. Pero, ya que tiene
que ser así, seré quien decida los elementos que necesito manejar para que el viaje
sea seguro.
—Bueno. Está bien. Nadie puede discutirle eso.
—Y bien, quiero saber por qué esa mujer no vino a los Estados Unidos antes de
permitir que la mafia conociera sus planes.
—Mm… Bueno, como le dije antes, eso nada tiene que ver con la tarea de
encontrarla y traerla.
—Esa es su opinión, pero quiero saber el porqué. Y es mi cabeza la que está en
juego, ¿no, senador?
Los ojos de Gorman se empequeñecieron más aún.
—Ya sé que es su cabeza —dijo con mal disimulada hostilidad—. ¿De modo que
quiere saber eso? ¿De modo que no confía en mí? Está bien. Tendremos que
colaborar, aunque no confíe en mí. Pero yo confío en usted. Quiero que eso quede
bien claro. Al margen de lo que usted piense de mí, yo confío en usted.
—Lo único que quiero saber es… ¿O acaso es secreto?
—No. No es secreto. Quiere saber más de esa mujer. Es muy simple: pidió asilo
en Estados Unidos. ¿Me pregunta por qué no vino antes? Pues porque hay problemas
de inmigración, por si usted no lo recuerda. Ella puso ciertas condiciones. Pensó que
estábamos en condiciones de proporcionarle lo que necesita. En efecto, podemos
hacerlo. No fue fácil, pero lo conseguimos.
—¿Qué quería?
—¡Bueno, hombre! Usted ya se imagina. Quería entrar en Estados Unidos, como
inmigrante, para adoptar la ciudadanía. Y quería dinero. Y, por supuesto, protección.
La mafia tiene buena memoria y, si los deja en descubierto, no lo van a olvidar. La
mujer sabe hacer negocios. Sacó lo que valía ese arete. No se preocupé. Nos dará lo
que queremos, pero tenga por seguro que también sabrá obtener lo que busca. Tendrá
dinero, protección y la ciudadanía norteamericana.
—Por lo visto perseguía algo más que la venganza.
—¡Ah, sí! Es astuta. No es mercadería barata, se lo aseguro. Tiene algo para
vender y va a hacer que se lo paguen bien. Quiere asegurarse el futuro. Pero no olvide
esto: me importa un comino sus motivos; lo único que me preocupa es su
información. Si es capaz de crucificar a la mafia, que use papel higiénico de oro en su
baño. Yo se lo pagaré. Pero eso no importa. Usted y yo sólo tenemos un objetivo:
asegurarnos de que nos diga… a nosotros y al mundo… todo lo que tiene que decir.
Gorman frunció el ceño.
—¿Alguna otra pregunta?
Peter no había terminado.

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—Sí. ¿Cómo se enteró la mafia de los planes de esa mujer?
Gorman sonrió.
—Usted está como esos periodistas; por lo visto cree que me invitan a sus
reuniones secretas.
—Está bien. Ahí va otra pregunta. Los periodistas se la hicieron allí abajo y usted
la eludió, pero yo quiero una respuesta: ¿cómo sabe que la mafia está enterada?
Gorman miró al detective, con el ceño fruncido. Luego miró la carpeta de papel
secante. Por fin levantó la vis la al cielo raso, con los párpados entornados, se llevó el
vaso a los labios y bebió la mitad de su contenido.
—Usted me está pidiendo información confidencial. Si se la doy, no debe salir de
esta habitación. ¿Entendido?
Peter fue rápido en su respuesta.
—Tendré que pasársela a mi jefe. A Mr. Brandt no le gusta que sus agentes le
oculten secretos.
—Muy bien, su jefe puede saberlo. Acepto. Pero ¡nadie más!
—Nadie más.
Gorman hizo un gesto de aprobación con la cabeza y frunció los labios. Se
enderezó en el asiento y apoyó los codos en el escritorio. Ignoró el vaso de bourbon y
la forma en que lo hizo decía a las claras que era un olvido deliberado. Sus párpados
se habían contraído más aún.
—Muy bien —dijo—. Usted quiere conocer lo peor. ¿Ha leído en los últimos
tiempos algo acerca de un detective privado llamado William Clive? Encontraron su
cadáver en una cuneta, en las afueras de Washington. Estaba atado de pies y manos y
le habían volado la cabeza.
—No lo recuerdo.
—Es probable que los diarios de Filadelfia no se hayan ocupado mucho del caso.
De cualquier manera, no hay rastros. La policía está investigando el pasado de Clive,
los casos que manejó, los enemigos que se ganó. No han llegado a nada. ¿Quiere
saber quién mató a William Clive? Pues la mafia.
Gorman esperó, pero Peter no dijo nada. El senador le dirigió otra de sus sonrisas
torcidas.
—No parece muy sorprendido ante mi certeza. Estoy seguro de que si declarara
eso ante la policía de Washington, creerían que otra vez estoy viendo a la mafia
debajo de todas las camas. Pero el hecho es que fue matado por la mafia porque
estaba trabajando con nosotros.
—¿Fue mi predecesor?
—Sí, usted lo ha dicho. ¿Todavía quiere el puesto?
—Se me ha designado para este puesto y he aceptado desempeñarlo.
—Bueno, espero que tenga más éxito. Usted es sereno. No creo que Clive haya
sido lo bastante sereno.
—¿Qué ocurrió?

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Gorman bebió otro sorbo de bourbon; frunció el ceño y comprimió los labios.
—Bueno —dijo—, fue así: recibimos esa comunicación, ese cable de la testigo…,
de la amante de Bono. Quería saber si teníamos interés en su testimonio. Los cables
fueron y vinieron y ella nos proporcionó las pruebas necesarias para convencernos de
que era de fiar. Además mencionó suficientes nombres de las altas esferas de la mafia
como para convencernos de que su testimonio sería casi tan valioso como el del
propio Bono. De modo que aceptamos sus términos. Y lo primero que hicimos fue
pensar en su protección. Porque no queremos que le ocurra nada antes de declarar,
como ocurrió con Bono.
»Hasta ese momento, entiéndalo bien, sólo nosotros sabíamos que ella los
delataría. Pero ella había cambiado de nombre y dirección antes de ponerse en
contacto con nosotros y eso nos preocupaba. Después de haber matado a Bono, es
lógico suponer que la mafia controlaría de cerca a sus amigos, en especial a alguien
tan próximo a él como esa amante. En tal caso su repentina desaparición debía de
haberlos puesto en alerta. De modo que, aunque no conocieran su escondite ni el
nombre que había adoptado, podíamos estar seguros de que estaban esperando su
llegada a Estados Unidos. Por eso no quisimos que viajara sola, cualquiera que fuese
la personalidad que hubiera adoptado. Ella tampoco quería viajar sola. Esa fue una de
sus condiciones. Teníamos que brindarle protección antes de que se pusiera en
movimiento.
»De modo que entrevistamos a algunos detectives privados y contratamos a este
tipo Clive para hacer de guardaespaldas. Y la siguiente noticia fue la de su muerte.
Nos enteramos por los diarios».
Gorman carraspeó.
—Nadie sabe qué ocurrió, quién lo hizo o por qué —prosiguió—. Pero nuestro
grupo tiene su teoría. Suponemos que la mafia dio con él. No me pregunte cómo.
Quizá nos estén vigilando y hayan advertido que empezábamos a entrevistar
detectives. Quizá Clive cometió alguna indiscreción. De cualquier manera suponemos
que la mafia empezó a seguir a Clive y que Clive descubrió que lo seguían y atacó.
Por lo menos no vemos otra razón para que se hayan apoderado de él y lo hayan
matado antes de que les pudiera ser útil. Suponemos, además, que el tipo que lo
seguía no estaba solo. Clive fue golpeado y raptado; lo obligaron a hablar y luego lo
mataron para que no pudiera informamos.
»Como le decía es sólo una teoría. No sabemos, en realidad, qué ocurrió. Pero su
oficina no fue registrada, y nos imaginamos que si se hubiera resistido a hablar
habrían revuelto sus papeles para descubrir el motivo por el que lo habíamos
contratado. Haya hablado o no, tenemos que partir de la suposición de que lo hizo.
Afortunadamente no conocía aún la nueva identidad y dirección de la testigo. No
somos tan estúpidos como para haberle proporcionado esa información antes de que
partiera rumbo, a Europa. Sabía más o menos lo que usted sabe ahora o lo que va a
saber cuando salga de aquí.

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Peter asintió con la cabeza.
—Comprendo —dijo.
—De modo que ahora hemos cambiado de táctica —prosiguió Gorman—. Antes
nos esforzamos por mantener el secreto y pensamos que lo haríamos mejor
recurriendo a una agencia de detectives de poca envergadura. Ahora partimos de la
suposición de que la mafia está al tanto de todo; por eso hemos decidido que una
organización como la de Brandt es lo que más nos conviene por razones de seguridad.
Y como suponemos que la mafia llegó a Clive a través de espías que controlan
nuestros movimientos, lo he hecho venir a esta casa como uno de tantos periodistas
que asistieron a mi conferencia de prensa. Por eso le dije a Brandt que su hombre no
debía venir con una maleta ni nada que fuera más grande que un cuaderno de notas.
De esa manera pienso despistar a la mafia.
Gorman se bebió el resto de bourbon que quedaba en el vaso y se pasó la lengua
por los labios.
—Pero tenga presente una cosa: el hecho de que yo crea haber despistado a la
mafia, no significa que la hayamos despistado realmente. De modo que quizá lo
sigan a usted, de la misma manera que siguieron a Clive. Aun cuando crea que no hay
nadie a sus espaldas, actúe como si lo hubiera. Si lo siguen es porque la mafia conoce
su misión. Es probable que lo dejen llegar hasta la muchacha… No creo que corra
peligro hasta que llegue a ella…, a menos que cometa el error que aparentemente
cometió Clive, y ataque a la gente que lo sigue. Después que llegue hasta la
muchacha, la cosa cambiará de aspecto. A partir de ese momento espero que sepa
cuidarse o, mejor dicho, cuidarla a ella.
—Creo que con eso quedan contestadas la mayoría de mis preguntas —dijo Peter
—. ¿Cuál es el próximo paso?
Gorman echó hacia atrás su silla y volvió a colocar un pie sobre el escritorio.
—Haremos lo mismo que pensábamos hacer con Clive. La información vital es el
nombre de la muchacha y su dirección. No se lo comunicaremos hasta el último
momento. El programa es el siguiente: volará a Roma lo antes posible… Entre
paréntesis, ¿cuánto tardará en estar listo?
—Lo que tarde en recoger mi maleta y llegar al aeropuerto.
—¿Ah, sí? Bueno, eso es demasiado pronto. Aún no he hecho la reserva. Además
hay que hacer unos arreglos en el otro extremo… Avisar a la muchacha y cosas así. Y
mañana es domingo. Será imposible conseguir a cierta gente mañana. Calcule dos
días. Visite Washington, despídase de quien quiera. Descanse bien.
—Muy bien. Después emprendo vuelo a Roma. ¿Y luego?
—Tengo un contacto en la Embajada de Estados Unidos. Le daré el nombre y
dirección en el aeropuerto, cuando vaya a partir el avión. Cuándo llegue a Roma
llámelo a la embajada. No vaya personalmente, bajo ninguna circunstancia. Limítese
a hablarle por teléfono. Cuando lo haga, identifíquese con una frase que también le
daré en el aeropuerto; de esa manera él sabrá que usted es la persona que espera.

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Clive tenía esta información que le estoy dando, cuando cayó en poder de la mafia, de
modo que deben de saber que va a establecer contacto con la Embajada. Por eso no
tiene que ir allí. Debemos evitar que conozcan la identidad de ese contacto. La frase
secreta es para evitar que cometa un error y proporcione la información a quien no
corresponde…, en caso de que la mafia descubra quién es el contacto.
Gorman sonrió con su sonrisa torcida.
—Supongo que esto le sonará a novela de capa y espada; pero tengo mucha
experiencia con la mafia y le aseguro que las cosas tienen que hacerse de esta
manera. Estamos jugando con fuego y ya se ha quemado uno.
Peter sonrió.
—No se disculpe, senador. Se trata de mi cabeza. Quiero todas las medidas de
seguridad que ha enumerado y una más que se le ha escapado.
—¿Cuál es?
—No quiero que me vaya a despedir cariñosamente al aeropuerto. Si la mafia lo
está vigilando, la orientará hacia mí.
—No se preocupe por eso, Congdon. La mafia no me vigila cuando no quiero que
lo haga. Puedo quitármelos de encima en cualquier momento.
—No importa; puedo adelantarle que ese es el tipo de cosas que mi jefe no está
dispuesto a admitir.
Gorman frunció el ceño, y en su voz apareció una nota áspera.
—Su jefe no dirige la comisión. Ahora escúcheme bien: cuando se identifique
ante su contacto en la Embajada, él arreglará una entrevista. En la entrevista le
entregará una carta, firmada por mí, que le daré a su partida. El tiene una copia de esa
carta. Cuando hayan comparado las cartas, le entregará un sobre que contiene el
nombre de la chica, su dirección, su fotografía y el santo y seña con que usted se
identificará ante ella. Una vez que tenga en su poder esa información, trate de llegar
lo antes posible a la chica. Después saque billetes de vuelta en el primer avión
disponible y comuníqueme la fecha de su llegada. Tendré a mano una escolta de
policía o de gente del FBI para recibirlos. Su misión concluye en el instante en que
haya dejado la muchacha en manos de la escolta.
—¿Piensa ir a esperar el avión, senador? —preguntó Peter.
—Depende de cuando llegue. ¿Por qué?
—No me gustaría nada entregar a la chica a un grupo de mafiosos disfrazados de
policías.
—Entonces iré.
El senador se interrumpió e hizo una mueca ligeramente despectiva.
—Es decir, siempre que no tema que la mafia me haya seguido al aeropuerto y me
arrebate la chica.
Peter ignoró el comentario.
—Una pregunta más —dijo—. ¿Ha elegido algún alojamiento especial para mí en
Washington?

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Gorman hizo un gesto afirmativo.
—Sí. Le he reservado una suite en el Shoreham Hotel. Nuestro comité la reserva,
con carácter más o menos permanente, para nuestros testigos. La reserva se ha hecho
a nombre de Roger S. Desmond.
—Roger S. Desmond —repitió Peter—. Muy bien, creo que eso es todo por
ahora.
—Hay algo más —dijo Gorman—. Los mensajes tendrán que ser cifrados por
razones de seguridad. ¿Puede usted proporcionarme algún código indescifrable o
quiere que recurra a alguien de la CIA?
—Puedo proporcionarle uno.
—¿Cuándo me lo entregará?
—Dentro de dos minutos.
—¿Dentro de dos minutos? —exclamó Gorman—. ¿Y es indescifrable para
terceros?
—Completamente. Por supuesto no para los criptógrafos del gobierno. Ellos
podrían descifrarlo si contaran con un número razonable de mensajes y con el tiempo
suficiente. Pero es perfectamente seguro para nuestros fines.
Gorman retiró su pie del escritorio y se incorporó.
—O.K. Ponga manos a la obra —dijo, entregándole unas hojas de papel que sacó
del cajón central de su escritorio—. Lo dejaré sólo unos minutos.

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SÁBADO 16,45 - 17,35 HORAS

EL SENADOR GORMAN se ausentó durante diez minutos. Cuando regresó se volvió a


servir dos dedos de Old Crow y espió sobre el hombro de Peter. Peter le entregó la
hoja de papel sobre la cual había estado trabajando, y dijo:
—Aquí tiene un mensaje de muestra. ¿Cree que va a poder descifrarlo?
El senador frunció el entrecejo y estudió las letras escritas por Peter: RAVRN TOGAE
FIQZM CINCW UVRYT RSSOP TEVCJ UYJAI RHJFJ ZWQLG KIHXN XLNBV.
—Parece el tipo de código utilizado por el gobierno —dijo, dejando la hoja sobre
el escritorio.
—Es mucho más simple, por supuesto. Puede añadirse alguna pequeña
complicación para evitar que las combinaciones de letras se repitan. Eso es
conveniente cuando hay peligro de que un mensaje largo caiga en manos de expertos
en la materia o de que la clave caiga en poder de quien no debe conocerla. Pero esta
versión basta y sobra para sus necesidades. Es fácil de cifrar y de descifrar; pero
nadie, ni la mafia ni nadie, podrá sacar nada en limpio de los mensajes que enviemos.
—Me alegro mucho. ¿Qué dice este mensaje?
Peter se puso de pie y dejó otra hoja de papel sobre el escritorio, junto a la
primera.
—Esta es la clave. Intente descifrarlo.
En la segunda hoja se leía:

Gorman se sentó y observó sin entusiasmo el papel. Tomó un lápiz y acercó el


mensaje como un escolar poco aplicado que se resigna a hacer sus deberes.
—Bueno, veamos —dijo con tono ácido, y bebió un trago de bourbon—: el

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número que corresponde a la R es el tres, el de la A es… este… el diecisiete.
Continuó traduciendo las letras a números, en hosco silencio. La crispación de
una comisura de su boca denotaba disgusto.
Finalmente reunió una serie de grupos numéricos:
LO QUE HE VISTO
3-17-9-3-20 12-4-21-17-19 26-18-25-15-8
10-18-20-10-5 1-9-3-11-12 3-23-23-4-22
12-19-9-10-14 1-11-14-17-18 3-6-14-26-14
15-5-25-2-21 16-18-6-7-20 7-2-20-24-9

—¿Qué tengo que hacer ahora? —preguntó, mostrando a Peter el resultado.


—El próximo paso es convertir estos números en letras.
—Me lo imaginaba. Muy bien, la tercera letra del abecedario es la C, la
decimoséptima es… este… la Q. ¿Q? Diablos, esto no puede estar bien.
—No, no está bien. Eso no sería más que un código tipo scramble, como los
criptogramas que publican los diarios. Fíjese en la clave, senador. Hay una razón
especial por la cual no sólo se han mezclado los números, sino también las letras.
—Bueno, no se quede ahí mirando. Dígame de qué se trata.
—Está bien. El asunto es muy simple. La primera letra de todos los mensajes es la
letra clave. Le indica cuál es su punto de partida. La primera letra de este mensaje es
R. De modo que R será la letra que oficiará como punto de partida. Ahora bien, el
número que corresponde a la próxima letra es el diecisiete. Cuente diecisiete letras
empezando por la R. ¿Qué obtiene?
Gorman levantó la vista.
—¿Usted pretende que cuente?
—Creo que tenemos que practicar el código si vamos a usarlo.
Gorman hizo una mueca y empezó a contar.
—Q —dijo.
—No, senador. Ha contado diecisiete, sin incluir la R. Cuente empezando por la R.
Gorman refunfuñó y volvió a contar.
—¿S?
—Eso es. Ahora, el próximo número es…
—Nueve. Así saldría… R es uno… Saldría la Q.
—Sí, si usted sigue utilizando la R como punto de partida; pero de esa manera se
repetirían demasiado las combinaciones de letras. Por eso cambiamos la letra clave en
cada caso. De modo que ahora la primera letra es la B.
—Está bien. Ya entiendo, B es uno. Así que la novena letra es la E. ¿No?
—Muy bien.
—Bueno, entiendo… Ahora dígame qué dice el mensaje.
—Si me permite, creo que tiene que descifrarlo.
—¿Por qué? Ya lo he pescado.

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—Pero pensamos utilizar este código para un asunto muy serio. Creo que tenemos
que practicarlo un poco.
Gorman masculló una maldición y se bebió de un sorbo el resto de bourbon. Era
la imagen del niño malcriado y poco aplicado que debe quedarse después de clase y
vive su castigo con máximo resentimiento. Trabajó apoyando pesadamente la punta
de su bolígrafo. Cuando llegó al final del primer grupo de cinco letras levantó la vista
y frunció el entrecejo.
—¿R-S-E-N-A? No puede estar bien.
—Está bien.
—Eso no quiere decir un carajo.
—Ya verá que sí. Siga un poco más.
El senador continuó y, cuando habló, su tono era cortante.
—Ahora tengo T-O-R-X-R. R-S-E-N-A espacio, T-O-R-X-R. ¿No me diga que ahora
tengo que descifrar esto?
—No, no. Lo está sacando. En primer lugar, ignore la R. Es la firma en clave, por
así decirlo. No forma parte del mensaje. En segundo lugar, cómo ya habrá advertido,
el mensaje está dividido arbitrariamente en grupos de cinco letras. Eso facilita el
manejo y oculta el verdadero número de letras de las palabras. En tercer lugar, se
emplea la letra X en lugar del espacio, al final de cada palabra.
—¡Ah! —exclamó Gorman, y se aclaró la garganta—. Entonces dice: «to
senator…»[2]. ¿Sabe que no está mal? ¿Usted lo inventó?
—Creé esta combinación en particular. La idea es de Brandt. La emplea cada vez
que se necesita un código.
—Creo que tiene razón. Nadie va a poder descifrar este código.
Peter señaló el papel.
—Sí… Pero más vale que lo termine.
Pero Gorman había perdido la paciencia. Dejó el papel a un lado.
—Al diablo con esto. Ya sé como se hace. No necesito seguir descifrándolo.
—Es bueno practicar, senador.
—Quizá me crea un estúpido. Practique usted si quiere. Yo no necesito más que la
clave.
Recogió la hoja con la clave.
—¿Tiene copia de esto? —preguntó.
—Sí, hice una copia.
—Muy bien. Cuídela porque en los mensajes que le envíe usaré esta clave.
El senador se puso de pie, dobló la hoja y se la guardó en el bolsillo.
—Es importante que cada vez que cifre un mensaje, lo vuelva a descifrar para
asegurarse de que no ha cometido errores —recomendó Peter.
—Ahá. No se preocupe por eso. Preocúpese solamente por la chica. ¿Entendido?
Dicho esto, levantó el receptor del teléfono y pidió un taxi. Parecía más animado
cuando acompañó a Peter hasta la puerta.

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—El hotel está pasando el Rock Creek, cerca de aquí. Descanse y diviértase y
espere a que lo llame. Me pondré en contacto con usted en cuanto tenga todo
arreglado.
Peter se volvió.
—Gracias, senador; pero creo que es mejor que lo llame yo. Y desde un teléfono
de fuera. De esa manera evitaremos que las llamadas pasen por la centralita.
—Bien, bien. No se le escapa una ¿eh? Sí, señor; veo que es el hombre para esta
tarea —comentó Gorman y palmeó a Peter.
—Además estaría bien que me de su número de teléfono.
—Sí, tiene razón.
Gorman extrajo una tarjeta de su cartera, escribió algo en el dorso y se la entregó
a Peter.
—Este es mi teléfono particular, y éste el de mi oficina. Por si le interesa, mi
oficina está en el nuevo edificio de oficinas del Senado. No en el viejo; en el nuevo.
Pero ni se acerque. No quiero que la mafia comience a sospechar.
El taxi tardó veinte minutos en llegar y, cuando Peter salió, ya había oscurecido.
El senador Gorman esperó hasta que Peter se sentó en el asiento trasero.
—Encantado de conocerlo, Mr. Desmond —dijo—. Siempre es un placer recibir a
gente de mi Estado.
Peter agradeció al senador los minutos qué le había dedicado, dijo adiós y se hizo
llevar a Calvert Street 2500, Noroeste.

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SÁBADO 17,35 - 18,35 HORAS

EL SHOREHAM era un hotel de lujo; pero realmente de lujo. En el vestíbulo destacaba


una fuente con diferentes juegos de agua y luces variantes. La mesa de recepción era
una elegante semielipse ubicada a la izquierda del salón, y el recepcionista anotó
«306D» en la ficha que Peter llenó con el nombre de Desmond y una dirección falsa.
Luego escribió «Senador Gorman» al pie de la ficha, y preguntó:
—¿Trae equipaje, Mr. Desmond?
—Llegará más tarde.
Peter miró a su alrededor mientras el empleado buscaba la llave; pero ninguno de
los presentes parecía prestarle atención. Dos hombres leían la cartelera de actividades
en la ciudad de Washington; pero la mayoría, empleados y huéspedes, estaba en
movimiento. Entraban, salían, cruzaban el vestíbulo, pasaban junto a la fuente.
Un botones recogió la llave y condujo a Peter, a través del hall, hacia las puertas
de espejo del ascensor. Una muchacha de color los llevó al tercer piso. El ascensor se
abrió sobre un hall del que irradiaban cuatro amplios corredores. Recorrieron el más
largo, señalado con la letra D, que conectaba con un hall similar y con otra serie de
corredores en el lado opuesto del edificio.
La habitación 306D estaba un poco más allá de la mitad del corredor y tenía una
decoración en azul y blanco. Azules eran las paredes; blancas las pantallas de las
lámparas, las cortinas y las colchas de las camas gemelas. Peter entregó cincuenta
centavos al botones por haberle llevado la llave, y cerró la puerta, como si se
dispusiera a pasar la noche. Luego extrajo una libreta y anotó la propina y los setenta
y cinco centavos del taxi. Pensó un instante y asentó el dólár con cinco que había
pagado por el viaje en taxi hasta la casa del senador. Mr. Brandt no pagaba viáticos
por nada que no figurara por escrito, y no era raro que cuestionara alguno de los
gastos por innecesario o por excesivo. Pero se lo imaginó levantando una ceja ante
una propina de cincuenta centavos dada a un muchacho que no había hecho otra cosa
que subir y bajar en ascensor, andar no más de cien metros y meter una llave en la
cerradura. Pero Mr. Brandt no había estado nunca en ese hotel en particular. Peter
dudaba de que allí alguien conociera el aspecto de una moneda de valor inferior al
medio dólar.
Guardó la libreta, se acercó a la cama más próxima y probó el colchón. Suave
como la espuma. Con un suspiro, arrojó la llave sobre la colcha, cruzó el pequeño

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hall, entreabrió la puerta y miró hacia fuera. No había nadie a la vista.
Salió, entonces, al corredor, cerró la puerta, regresó al hall del ascensor, abrió una
puerta que daba a la escalera de servicio y descendió hasta la planta baja. Allí
tampoco lo vio nadie, y Peter siguió, por un corredor lateral que desembocaba en el
bar, por cuya puerta salió a una entrada para automóviles que conducía a la calle.
No se acercó a los taxis estacionados allí y salió a la calle. Comenzó a desandar
su camino. Anduvo por Calvert Street hasta Connecticut, allí dobló y cruzó el largo y
alto puente desde el cual se veían, como a vuelo de pájaro, el Rock Creek y el tránsito
del parque. Los automóviles pasaban como exhalación junto a él, que era el único
peatón.
Al llegar al otro lado del puente encontró un taxi cuyos pasajeros descendían
frente al Windsor Hotel. Subió y ordenó al conductor que lo llevara a la Union
Station. Se echó hacia atrás en su asiento, pero ya no era la postura cómoda,
descansada, de presidente de compañía, con que había viajado en el primer taxi. Ya
no estaba en esa etapa.
Al llegar a la estación, lo primero que hizo fue retirar su maletín. Era uno de esos
maletines pequeños y chatos en los que los ejecutivos se llevan trabajo a la casa.
Peter también llevaba en él sus elementos de trabajo; pero esos elementos eran de
naturaleza muy distinta. Había una camisa de secado rápido, como la que llevaba
puesta, unos calzoncillos, un par de calcetines de nylon, un estuche que contenía
cepillo de dientes, jabón, máquina de afeitar, brocha y desodorante, una libreta negra,
unos cuantos sobres especiales dirigidos a Brandt, que podían despacharse sin
franqueo desde cualquier lugar del mundo (o, por lo menos, desde aquellos lugares en
los que Brandt tenía influencia), un bolígrafo de repuesto y dos lápices. En otro
estuche, de diseño muy funcional, había un frasco de polvo para obtener impresiones
digitales, un pequeño pincel y una lupa. En un ángulo, sostenida por un broche, había
una caja de balas calibre 38, para el revólver chato que Peter llevaba bajo la axila. El
maletín era de cuero, con herrajes de bronce… Un diseño de Brandt, para los agentes
de Brandt. A diferencia de los habituales maletines de ese tipo, se abría ajustando las
diminutas esferas de un cierre por combinación.
Provisto de su maletín, Peter se dirigió a una de las cabinas telefónicas del gran
hall central y pidió comunicación con Filadelfia. Fumó medio cigarrillo, mientras
esperaba que lo pusieran con el «viejo», y observó a dos personas sentadas en el bar
próximo. Luego sintió en su oído el sonido cortante de aquella voz tan familiar.
—¡Diga! ¿Congdon?
—Sí, Mr. Brandt.
—¿Le dio las instrucciones el cliente?
—Las instrucciones y una habitación… en el Shoreham Hotel.
—¿Y qué hizo usted?
—Llené la ficha correspondiente, entré en la habitación y volví a salir por otra
puerta. Lo llamo desde la estación ferroviaria.

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—¿Cree que alguien lo ha seguido?
—Juraría que no. Pero eso no quiere decir nada.
—Bien dicho. Supongo que sabe con qué se va a enfrentar.
—Tengo una idea.
—Entonces no hay para qué hablar del asunto. Haga un informe y despáchelo esta
misma noche. Quiero conocer los detalles.
Hubo una pausa y luego Brandt añadió:
—Use nuestro código para el informe.
El código de la agencia era el mismo tipo de combinación de letras y números que
Congdon había preparado para el senador. Cada agente tenía una versión propia, que
debía memorizar a fin de que nunca le encontraran la clave encima. Pero Brandt
había introducido una complicación más en el código de sus agentes, para evitar que
se repitieran combinaciones de letras y números. En lugar de desplazar el punto de
partida un lugar en cada caso, como Peter había enseñado a Gorman, el punto de
partida podía variarse de cero a nueve lugares, de acuerdo con los dígitos de la tabla
de multiplicar derivada del número que acompañaba a la letra clave.
Peter lanzó un gemido. Los agentes de Brandt siempre gemían cuando se les
exigía un mensaje cifrado. Ya era bastante problema redactar un informe, porque
Brandt quería todos los detalles en los ficheros y en sus manos. Pero el cifrar el
informe y el volverlo a descifrar para evitar errores, el recopiarlo y controlar la copia,
significaban horas de trabajo extra. Mientras tanto, en la oficina, Brandt alimentaba a
una computadora con aquel material y la copia descifrada brotaba en menos tiempo
de lo que tardaba en leerla.
Pero Brandt no tenía clemencia con sus agentes.
—No se lamente —gruñó—. Este asunto puede ser muy peligroso y no quiero
correr el riesgo de que se filtre nada. De paso este trabajo lo mantendrá ocupado en su
habitación esta noche. Si sale no va a hacer más que buscarse dificultades. Y,
hablando de eso, quédese en la habitación del hotel. No se ande luciendo.
—¿En qué hotel?
—¿Qué pregunta es esa? Usted sabe qué hotel. El nuestro.
Peter no gimió por segunda vez, pero recordó la preciosa habitación que había
abandonado y todo aquel medio ultra elegante… Hasta pensó en la fuente del
vestíbulo.
—Estaba pensando, jefe… El sen… Quiero decir el cliente… escogió un hotel
que parece ser muy conveniente y nadie me ha seguido. Creo que estaría mejor allí.
—Vaya al nuestro, pedazo de idiota. ¿Para qué cree que me tomo el trabajo de
organizar las cosas? Y espero que haya recomendado al cliente que no lo llame.
—Se lo dije.
—Eso está bien. No lleve nada de valor encima. No cambie más cheques de viaje
de los que necesite…
Y así siguió una larga lista de «haga tal cosa» y «no haga tal otra», que era rutina

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en todas las misiones peligrosas. Peter no la sabía de memoria, pero la había oído más
de una vez.
—Sí mamá —respondió suavemente.
—¡¿Qué dice?!
—Sí, Mr. Brandt.
—No se haga el gracioso conmigo, Congdon. Cuando le hago estas
recomendaciones no estoy pensando en mi salud. Usted no es tan vivo como se cree.
Ya me di cuenta de que casi se le olvidó decir «cliente». Como ve, se le escapan
muchas cosas.
—No tengo su experiencia, señor —replicó Peter, con fingido respeto.
—Entonces le conviene escucharme. Quédese en su habitación. Cuando sea
necesario ponerse en contacto con el cliente, hágalo desde una cabina telefónica,
hasta el momento en que le tenga que entregar la mercancía y, cuando llegue ese
momento, asegúrese de que la entrega se haga en propia mano. Y no olvide el recibo
firmado.
Peter carraspeó.
—Tengo que ver al cliente una vez más, Mr. Brandt. Tiene que entregarme ciertos
papeles de los que no quiere desprenderse hasta último momento…
—¿Qué? —rugió Brandt—. ¿Para qué mierda tiene usted cerebro? En el último
momento ¡ah! ¿Qué pretende? ¿Dejarlos en sus manos en el instante en que usted
suba al avión?
;—Le dije que eso era imposible. Tendrá que pensar en otra cosa.
—¡Ah! ¿De modo que tendrá que pensar en otra cosa? ¿De dónde ha sacado usted
que el cliente es quien organiza las cosas? Cuando nosotros aceptamos una tarea la
hacemos a nuestra manera. Dígale que cualquiera sea el material que quiera
entregarle, se lo haga llegar por un mensajero o por correo certificado. Su idea de lo
que es una novela de capa y espada no coincide con la mía, y cuando esta
organización se hace cargo de un trabajo, el trabajo lo hacemos nosotros. Lo hacemos
todo y lo hacemos a nuestra manera. Usted debería saberlo. Lo elegí porque creí que
tenía cerebro y coraje. No me haga quedar en ridículo. Demuestre que tiene cerebro.
—Lo lamento —dijo Peter en tono sarcástico—. Creí que me había elegido
porque era soltero.
—Magnífico—la voz de Brandt sonaba igualmente sarcástica—. Ojalá su
proceder fuera tan ingenioso como sus respuestas. Si tiene algo más que decir
inclúyalo en el informe, y no se olvide que tiene que cifrarlo. Y espero tenerlo sobre
mi escritorio el lunes por la mañana.
—«Roger», cambio y corto —dijo Peter, con algo más que un dejo de amargura
en su voz.
Creía ser un buen agente de Brandt. Se consideraba uno de los mejores. Había
creído que al elegirlo para una misión de tanta responsabilidad como ésta, el «viejo»
había confirmado su punto de vista. No le gustaba que lo pusieran como un estropajo,

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pero tenía que reconocer que el «viejo» tenía cierta razón al estar descontento. Con
todo, colgó enfurruñado. Su boca era una línea dura. ¡Mensajes cifrados y el Emerson
Hotel! Le había gustado la atmósfera distinguida del Shoreham Hotel y le fastidiaba
no poder regodearse en ella…, ni moverse un poco por la ciudad. Había unas cuantas
direcciones que le habría gustado controlar. Pero era evidente que Brandt se le había
anticipado. La misión iba a ser peligrosa y tenía que estar dispuesto a enfrentar los
peligros; pero justamente por eso se sentía con derecho a divertirse un poco antes de
que el asunto comenzara. Comer, beber y pasarlo bien…, sólo que Brandt no era
gourmet, ni amigo de la diversión y, cuando se trataba de trabajo, no tenía sentido del
humor.
El Emerson Hotel estaba a muy pocas manzanas de la estación, en las calles 1 y
D, Noroeste. Era un edificio de proporciones modestas, de ladrillos a la vista,
pintados de amarillo. El nombre figuraba en una placa de bronce, junto a la puerta.
Peter no entró directamente. Pasó de largo y entró en un estacionamiento situado
unos metros más allá. Había un kiosco de diarios y revistas. Fumó un cigarrillo detrás
del kiosco, cubriendo el resplandor de la brasa con la mano, y al ver que nadie se
asomaba en su busca, decidió que podía entrar sin peligro en el hotel.
El vestíbulo era pequeño, con suelo de grandes mosaicos blancos y negros. Al
fondo estaba la mesa de recepción, junto a la escalera. A la derecha, subiendo unos
escalones, había una salita con sillones y sillas de cuero, en tonos de azul, oliva y
anaranjado. A la izquierda, descendiendo otros escalones, una arcada se abría sobre el
pequeño bar. El lugar era muy agradable para quien no hubiera entrado antes al
Shoreham y no tuviera que cifrar un largo informe para Brandt. Para alguien en la
situación de Peter, era un ambiente directamente depresivo.
En la mesa de recepción preguntó por una reserva a nombre de Horace Pepper[3].
(El nombre había sido idea de Brandt, por supuesto, no suya. El «viejo» tenía cierto
sentido del humor en esas cosas, si uno era capaz de apreciar ese tipo de ocurrencias).
El empleado consultó y dijo que sí, que había una reserva hecha. ¿Mr. Pepper
quería habitación individual?
—Individual…, lamentablemente.
—Con baño, televisión y aire acondicionado son ocho dólares por día.
—¿Aire acondicionado? ¿Cuánto cuesta con calefacción? —preguntó Peter, con
expresión avinagrada.
El empleado lanzó una risita.
—Hay calefacción y aire acondicionado en todas las habitaciones. Televisión
también. Pero podemos retirar el televisor.
—Ni se le ocurra.
Peter llenó la ficha y le dieron la habitación número 12. El reloj que colgaba tras
el mostrador señalaba las dieciocho treinta y cinco, cuando el conserje tocó la
campanilla para llamar al botones.
—Quiero que me sirvan la cena en la habitación —dijo Peter.

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—Sí, señor. Enviaré en seguida a alguien. ¿Algo más, señor?
Sí. Una botella de whisky.

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DOMINGO 9,30 - 11,35 HORAS

EL DOMINGO AMANECIÓ NUBLADO y deprimente, y Peter Congdon durmió hasta tarde.


Pidió que le sirvieran el desayuno en la habitación y que le llevaran todos los diarios
dominicales de Washington. Después quitó el cartel de «No moleste» de su puerta,
descolgó la camisa y los calcetines, que había lavado la noche anterior, lavó los
calzoncillos con que había dormido y se dio una ducha. Brandt sostenía que un agente
de viaje no debía ir cargado y que nadie necesitaba más de dos mudas de ropa, una
puesta y la otra en la maleta. Hasta había una hoja mimeografiada que se entregaba a
los agentes que emprendían un viaje por razones de trabajo; allí se enumeraba los
artículos que debía llevarse y los horarios de lavado de ropa, para tener siempre una
apariencia pulcra. Peter había hecho una bola con la hoja y la había arrojado a la
papelera. Brandt podía enseñarle a ser detective, pero no le iba a enseñar a ser limpio.
Se afeitó después de ducharse, colgó sus calzoncillos en el grifo de la bañera, y se
secó y se puso la ropa, con excepción de la chaqueta. La chaqueta permanecía
colgada en el armario, con la cartuchera y el revolver. El desayuno, junto con los
diarios, apareció a las diez y media, cuando se estaba anudando la corbata. Se instaló,
entonces, con su lectura, sus tostadas y su café.
Gorman había vuelto a la primera plana, como él mismo predijera. El anuncio de
que contaba con otro testigo otorgaba mayor crédito a su comisión investigadora y lo
convertía en noticia. Con todo, los titulares que le habían dedicado no eran grandes.
Ningún editor concedía a una investigación del senado sobre actividades de la mafia
la misma importancia que a la situación en Vietnam, los aumentos de impuestos o las
demostraciones antibélicas. Tampoco se dejaban persuadir por Gorman de que la
mafia estaba detrás de todo aquello.
Teniendo en cuenta todo eso, los esfuerzos de Gorman por filtrarse en la primera
plana resultaban absurdos. Era un enano entre gigantes. Sin embargo, Gorman había
llegado a la primera página, pensó Peter. Pocos meses atrás era un personaje
desconocido. Es verdad que aún no podía competir con los grandes nombres de la
política; aún no había alcanzado ese plano. Pero tenía algo de despiadado en su
personalidad, que surgía más a las claras al observarlo de cerca, y que podía
convertirlo en algo temible si había puesto sus ojos en la Casa Blanca. Por supuesto,
no para las elecciones del próximo año. Los grandes nombres ya estaban sobre el
tapete y la batalla por la presidencia se libraría entre ellos. Pero ¿y las elecciones

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siguientes? ¿Qué ocurriría dentro de cinco años? ¿Cuánto avanzaría Gorman en su
camino, sobre todo si su nueva testigo le proporcionaba las bases? Otros políticos
habían sido promovidos por una circunstancia favorable. No había por qué descartar a
Gorman.
¿Quién iba a pensar cinco años antes que John Kennedy iba a entrar en escena?
¿Cómo había entrado Warren Harding en la Casa Blanca? ¿No se podía haber
predicho que era quien menos condiciones reunía para lograr el cargo? ¿Y el actual
titular y posible aspirante al segundo período? ¿Habría tenido, acaso, un primer
período si JFK no lo hubiera utilizado para promover su propia campaña? ¿Y quién se
hubiera imaginado, un año antes de que ocurriera, que Truman iba a llegar donde
llegó? Quizá sucediera lo mismo con Gorman…, siempre que él, que Peter Congdon,
trajera a la testigo sana y salva a Estados Unidos.
Peter terminó de beber su café, de pie ante la ventana. Hacia la derecha se veía la
estación; a la izquierda, el Capitolio; tierra, césped y árboles al frente, y un ligero
tránsito dominical en las calles visibles Era un tranquilo domingo de noviembre en la
capital de Estados Unidos, pero podría haber sido una ciudad cualquiera del territorio
estadounidense a juzgar por las apariencias. La gente parecía preocupada por sus
propios problemas, descansando en su día libre, interesada por sus asuntos familiares.
Él, Peter Congdon, ese hombre que atisbaba a través de los visillos de su
habitación en un pequeño hotel, pronto participaría en una aventura que figuraría
entre los grandes titulares. Quizá esa ventura hasta afectara las vidas de la gente que
conducía aquellos automóviles; Si Peter fracasaba en su misión, la estrella política de
Gorman se extinguiría. Y si Peter Congdon triunfaba, se convertiría en un fabricante
de reyes.
Pero los conductores prestaban atención a los demás automóviles y no miraban la
ventana, ni sabían quién estaba tras los visillos. Nadie más que Brandt sabía que él
estaba allí; ni la mafia, ni siquiera el senador.
Peter vació su taza y la dejó sobre la mesa. Ya que le tocaba en suerte ser el
promotor de una carrera, hubiera preferido que esa carrera no fuera la de Gorman.
Pero a él no le tocaba elegir. Gorman era el verdadero promotor. Peter Congdon no
era más que el instrumento, como lo había sido en su momento un detective llamado
Clive. Y si Peter terminaba siendo un cadáver, Gorman contrataría otro detective.
Sacrificaría todas las vidas que fueran necesarias para conseguir a aquella chica. No
era misión de Peter detenerse a meditar por qué; lo que tenía que hacer era ponerse el
abrigo, averiguar cómo andaban los planes para «conseguir a la chica» y recibir sus
órdenes. Se calzó la cartuchera y el revólver, la chaqueta, el abrigo y el sombrero,
salió de la habitación y cerró con llave la puerta.
Hizo la llamada desde una de las cabinas de la estación y la hizo con cierta
vacilación. Peter creía ser un tipo con dotes de mando, un líder nato, capaz de
manejar a su propio jefe, utilizando sus maneras caballerescas. Pero no podía eludir la
sensación de que Gorman lo había manejado la noche anterior; de que Gorman era

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como un toro, que tenía un objetivo ante los ojos y le importaba un bledo las reglas
de conducta, lo correcto o lo lícito. En el métier de Gorman, Gorman dictaba las
reglas y las reglas eran para su uso.
Un criado atendió el teléfono; el senador no tenía esposa, ni familia. Luego
apareció Gorman en la línea. Su voz tenía una nota insana.
—¿Desmond? Pero ¿quién se ha creído que es?
El alarido hizo parpadear a Peter.
—¿Dónde mierda se ha metido?
—¿Metido? —Peter se esforzó por mantener su voz tranquila y leve con un matiz
de rebeldía.
—¿Dónde ha estado, carajo? He estado tratando de dar con usted desde las nueve
de la mañana.
—Senador, habíamos convenido en que lo mejor sería que yo lo llamara —replicó
Peter en tono cortante.
—Usted lo dijo. Yo no accedí un carajo. Si cree que voy a permanecer sentado
esperando a que suene el teléfono, mientras tengo un montón de cosas que hacer, está
muy equivocado. ¿Quién diablos cree que está manejando este asunto…? ¿Acaso
usted?
—Lo lamento, senador, pero mi organización tiene ciertas reglas en materia de
secreto, cuando se trata de un asunto de esta naturaleza, y yo tengo que…
—Aquí soy yo quien paga las cuentas y yo seré quien cree las reglas. Quiero una
respuesta. ¿Dónde diablos ha estado?
—Desayunando.
—No me diga eso. Lo mandé buscar en todos los restaurantes del hotel.
—¿Me mandó buscar? ¿Qué clase de secreto…?
—Así es, lo mandé llamar. Cuando lo busque, quiero que aparezca al instante. Le
dije que permaneciera en su habitación. Ahora dígame por qué no contestó cuando lo
mandé llamar, y no me diga que se olvidó del nombre bajo el que se registró.
—No, señor, pero no dudo que comprenderá que no podía contestar a una llamada
en público, dadas las circunstancias.
La respuesta de Peter detuvo a Gorman por una fracción de segundo.
—¿Quiere decir que oyó que lo estaba llamando y no hizo caso? —preguntó con
tono incrédulo.
—Senador, ya se lo he dicho. Nosotros tenemos nuestras reglas en materia de
secreto. Si tiene dudas, estoy seguro de que mi jefe le sabrá explicar.
—Hablaré del asunto con su jefe. Y sabré si sus reglas en materia de secreto
incluyen el incumplimiento del deber.
—¿Incumplimiento del deber?
—El no estar disponible en una emergencia.
Peter tragó saliva. Mientras hiciera bien su trabajo, Brandt lo respaldaría. Pero ¿y
si el cliente tuviera razón y el detective estuviera equivocado?… Bueno, uno no podía

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pensar en cosas así, estando Brandt de por medio. Peter no estaba muy seguro de la
versión que Gorman daría a Brandt.
—¿Cuál es la emergencia, senador? —preguntó lentamente.
—La emergencia es usted… y su paradero. Lo llamo y de pronto no está y nadie
sabe dónde ha ido. Y los reporteros me han estado llamando, y yo tenía la cabeza en
otra parte, preocupado con lo que podía haberle sucedido. Temía que la mafia hubiera
dado con usted. He estado aquí devanándome los sesos, pensando en qué nos
podíamos haber equivocado, en cómo habían dado con usted y por dónde se estaban
filtrando mis secretos. Casi me he vuelto loco. ¡Y usted estaba desayunando
tranquilamente e ignoraba mis llamados!
Peter encendió un cigarrillo y trató de tomar las cosas con calma.
—Quédese tranquilo, senador —dijo—. El grupo que menciona no sabe nada de
mí. Por supuesto, salvo que haya interceptado esta comunicación. Pero como yo soy
quien hizo la llamada y estoy hablando desde un teléfono público, podemos suponer
que no están escuchando; de todas maneras no olvidemos que mi nombre es Roger
Desmond.
—Y más vale que también recuerde algo, Mr. Peter Congdon. Su nombre será el
que yo disponga y cuando yo lo disponga. Yo soy el que da las órdenes, no usted. De
modo que suprima ese tonillo zumbón. Ahora le diré por qué lo llamaba. Ya tengo sus
billetes. Partirá mañana por la tarde del National Airport a las diecisiete treinta y
cinco, en el vuelo setecientos de TWA. ¿Entendido?
Peter extrajo su libreta y tomó nota.
—Sí, señor.
—Trasbordará en Nueva York al vuelo ciento catorce de Pan American, que parte
a las dieciocho treinta para Roma. Llegará a Roma a las doce y diez, hora de Roma.
Mediodía, no medianoche. En pleno día de trabajo. ¿Entiende?
—Sí.
—Hay una parada de una hora en París, pero es inevitable. No hay una buena
conexión desde Washington con los vuelos directos.
—Está bien. Iré en el vuelo que diga.
—Salga del hotel mañana a las quince treinta. No. pague nada. Simplemente diga
en la mesa de recepción que se va y entregue la llave. Espere fuera bajo la
marquesina. Mi coche lo recogerá a las quince y cuarenta y cinco. En el trayecto al
aeropuerto le entregaré las instrucciones finales.
—Discúlpeme, senador —intervino Peter—, pero habíamos convenido en que el
irme a despedir al aeropuerto sería una maniobra muy torpe, ¿lo recuerda?
—Recuerdo que a usted le pareció torpe. Yo he decidido que no lo es. No lo será
mientras yo me encargue de manejar la situación.
—Lo lamento, senador; pero no podrá hacerse así.
—¿Qué ha dicho? —la voz de Gorman parecía extraordinariamente tranquila.
Peter conservó un tono cortés, pero a la vez muy firme.

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—Dije que lo lamento, pero no podrá hacerse así. No puede acompañarme al
aeropuerto.
La voz de Gorman seguía siendo tranquila, pero ya comenzaba a dejar traslucir su
furia.
—Pero dígame, hijo de puta: ¿sabe con quién está hablando? Usted no me va a
dar órdenes. A mí no me da órdenes nadie, incluyendo al presidente de los Estados
Unidos. Yo lo he contratado para que haga un trabajo. Le pago para que haga un
trabajo, y cuando pago, ordeno.
—Lamento estar en desacuerdo, senador; pero no me paga a mí. A mí me paga el
jefe de la organización para la cual trabajo, y él es quien me da las órdenes. Y me
ordenó en forma específica que no fuera con usted al aeropuerto. Si consigue que
cambie sus directivas, tendré mucho gusto en complacerlo…
—Tengo que entregarle papeles… —chilló ahora Gorman, con voz aguda.
—Él sugiere un mensajero.
—¿Él sugiere? ¿Él ordena? Métaselo en su cabeza, Congdon: Robert Gerald
Gorman es el presidente de esta comisión, no Charles Foster Brandt. El hará lo que
yo le ordene, y sus agentes harán lo que yo quiera. Yo soy quien conoce la mafia, no
Brandt. Soy yo quien le dice que esto tiene que ser secreto. No es usted quien me lo
dice a mí. Y yo soy quien decide hasta qué punto es secreto y cómo vamos a hacer
para mantener el secreto. Yo soy quien conoce el asunto. Yo soy quien dirige la
comisión. Yo determino cómo se ha de gastar el dinero, cuál ha de ser nuestro
programa y cómo lo cumpliremos. No es usted quien me lo va a decir. Y tampoco su
Mr. Brandt. ¿Entendido, Congdon?
Peter se esmeró en mantener su voz perfectamente controlada. Gorman no era el
primer cliente difícil con que se enfrentaba, aunque prometía convertirse en el más
difícil.
—No estoy tratando de darle órdenes, senador. Me limité a sugerirle una cosa. Mi
jefe aprecia este asunto en toda su gravedad y tiene mucha experiencia en estas lides.
Si considera que un mensajero…
—No me importa lo que él piense, ni lo que piense usted, ni nadie en su
organización. ¡Y maldita sea si todos ustedes son tan estúpidos como para pensar que
voy a confiar documentos ultrasecretos a un intermediario!… Yo, en persona, le daré
los papeles que tengo que darle. ¡En persona, me oye! ¡En esta operación no se
cometerán errores porque yo mismo la conduciré! Yo soy el único a quien ellos no
pueden comprar ni amenazar, y yo, personalmente, me aseguraré de que la persona a
quien corresponde reciba los papeles que le corresponden. Ellos serían capaces de
asesinar por esos papeles, Congdon. Harían cualquier cosa por esos papeles. Yo no
los largaré de mi mano hasta que no estén en las suyas, Congdon. Eso es todo lo que
tengo que decir. ¿Entendido?
—Sí, señor. Pero Mr. Brandt no me dejará ir al aeropuerto con usted. Quizá si
usted lo llama…

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—No tengo tiempo para llamarlo. ¡Carajo, por qué tendré que lidiar siempre con
incompetentes! Está bien, no iremos juntos al aeropuerto. Nos encontraremos en otra
parte. Pero no en el hotel. No quiero que nos vean juntos en el hotel.
A Peter no le gustaba aquello, pero no le veía otra salida. Si Gorman no estaba
dispuesto a aceptar intermediarios, tendrían que encontrarse. Hasta Brandt lo
comprendería. Si Peter se negaba, Gorman se quejaría ante el «viejo» y Peter las
vería negras, por comportarse como un obstruccionista.
—No —dijo—. El hotel sería un pésimo lugar.
—Lo mejor sería algún bar. Pero no el «Carroll Arms» o él «Nick and Dottie’s»
ni el del «Emerson». Me conocen demasiado bien en ellos. Tenemos que elegir algún
lugar apartado, lejos de mis oficinas.
El senador pensó unos instantes y dijo:
—¿Conoce el «Case’s Bar» en la calle H, suroeste?
—«Case’s» —repitió Peter y tomó nota—. ¿Cuál es le dirección?
—No sé, pero está justo antes de llegar a la avenida Maine, sobre la acera norte.
Peter tomó nota,
—¿Lo conocen ahí? —preguntó.
—Sólo he estado un par de veces y hace mucho tiempo. Nadie me reconocerá.
—Está bien. Supongo que es seguro.
—Si digo que es seguro, más vale que me crea. «Case’s Bar». Mañana a las
quince cuarenta y cinco. Y recuerde, calle H, Suroeste, no Noroeste.
—Está bien.
—Y no permita que lo sigan.
Peter hizo una mueca.
—Procuraré que no lo hagan —dijo cortésmente.

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LUNES 15,45 - 16,25 HORAS

DOS DÍAS DE INACTIVIDAD, casi permanentemente confinado en un cuarto de hotel, era


mucho más de lo que Peter Congdon podía soportar. Cuando hubo terminado el
proceso de registrar su partida en el Emerson v en el Shoreham, y se dirigía al
«Case’s Bar», estaba dispuesto a arremeter solo contra toda la mafia. Cualquier cosa
con tal de que hubiera un poco de acción.
Había dejado el taxi en la calle G, Suroeste, en la esquina de Siete, para poder
practicar un reconocimiento de la zona. Era un barrio residencial, sin peatones y con
muy pocos automóviles. Nadie lo había seguido, nadie lo conocía. Todo era paz.
Caminó una manzana y dobló a la derecha por la calle H. Una manzana más allá
llegó a la intersección con la Nueve y el barrio dejó de ser residencial para hacerse
portuario. La Calle H era ahora una arteria desierta y mal cuidada, las aceras de
ladrillo estaban rotas y resultaban peligrosas. A la izquierda había una pequeña tienda
de barcos en miniatura con cruceros calzados en estanterías metálicas, unas cuantas
casas rodantes estacionadas y apuntaladas, algunos cercos y el sonido de una
perforadora eléctrica. Delante se veía el rápido tránsito de la avenida Maine. Más allá
estaban las instalaciones de la Nash Marine Supplies y, al fondo, las aguas
canalizadas del Potomac. A lo lejos, a la derecha, los puentes elevaban su permanente
carga de tránsito. Al fondo, a la izquierda, aterrizaban y despegaban aviones en las
pistas del National Airport.
El «Case’s Bar» estaba sobre la acera derecha de la calle H, frente a la tienda de
barcos en miniatura. Un estacionamiento lo separaba del «Flagship Restaurant»,
situado en la esquina de la avenida Maine. Era un edificio cuadrado, de dos plantas,
con paredes de ladrillo blanqueado y un cancel que sobresalía de la fachada. Las altas
ventanas de la planta baja estaban defendidas por rejas y las del primer piso estaban
clausuradas. Un gran cartel de neón rezaba: «The Original Case’s Bar and
Restaurant», pero el cartel estaba apagado y el edificio parecía desierto; no obstante,
la puerta-cancel permanecía entreabierta. Gorman sabía elegir los lugares, pensó
Peter. Aquel era desolado y tenía un aire siniestro aun a las quince y treinta horas. A
uno lo podían asaltar y despojar, o acechar y asesinar sin que nadie se preocupara.
Controló el estacionamiento que separaba los dos restaurantes, luego regresó a la
desigual acera de ladrillo, abrió la puerta-cancel del «Case’s» y probó la puerta
interior. Para su sorpresa, estaba abierta. Por un momento había creído que tendría

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que esperar al senador en el minúsculo hall formado por la puerta-cancel.
Al entrar se encontró en el salón comedor, al bar se llegaba pasando por una
puerta a la izquierda. Las persianas estaban cerradas y la única luz provenía de una
lámpara central y del cartel de neón rojo que decía «bar». Delante había una mesa de
recepción, en el momento desierta, y el salón-comedor se prolongaba hacia la
derecha. Las mesas, cubiertas por manteles blancos, parecían fantasmas en la
oscuridad.
El bar estaba casi tan oscuro como el restaurante, pero por lo menos había
algunos clientes. El mostrador se extendía sobre la pared opuesta a la puerta y, de pie
junto a él, había tres individuos que parecían más bien vagabundos que marineros.
Mesas y sillas se alineaban a lo largo de la pared interior. También había un
jukebox, que anunciaba cien melodías populares. Su resplandor fluorescente era la luz
más brillante que había en el salón.
Peter se sentó a la segunda mesa, frente a la puerta. No le gustaba lo que veía. Los
parroquianos tenían un aspecto siniestro, el encargado del bar lucía una barba de dos
días y la rechoncha camarera, que se acercó a su mesa, tendría que haber lavado su
delantal una semana antes. En ese ambiente, el senador Gorman y el pulcro Peter
Congdon se destacarían como dos astronautas en un velatorio.
Peter dejó sus cosas en la silla vecina, pidió una jarra de cerveza y encendió un
cigarrillo. Mientras esperaba, entraron otros dos individuos con aspecto de
facinerosos, y uno de los otros abandonó el local.
A las quince cuarenta y cinco en punto llegó el senador Gorman. Llevaba un
sombrero de fieltro con el ala inclinada, un abrigo de lana de yak, con cuello de visón
y gafas oscuras. No era una vestimenta ordinaria, pero la figura pesada y el rostro
ancho del senador la hacían parecer ordinaria. Al verlo, Peter pensó que no era el tipo
de hombre cuya apariencia física llama la atención. Era demasiado común. Hasta su
rostro tenía un tipo indefinido, difícil de recordar; sin embargo, la difusión que había
de dar a ese rostro la llegada de la testigo podía llegar a estamparlo con caracteres
indelebles en la memoria colectiva del país.
El senador miró a su alrededor, se sentó a la mesa frente a Peter y se quitó el
sombrero y las gafas. Estaba de mejor talante que durante la conversación telefónica
y hasta llegó a emitir una de sus risitas ahogadas.
—¿Qué le parece el lugar para una reunión secreta? —preguntó.
Peter no le dijo lo que pensaba, y se limitó a responder:
—Es oscuro.
Era una respuesta que no lo comprometía y tampoco lo hacía sentirse deshonesto.
—¿Se ha tomado la tarde libre, senador? —le preguntó tras una breve pausa.
Gorman volvió a emitir su desagradable risita.
—El senado no tiene horario de nueve a cinco. Hoy no hay sesión, de modo que
estuve poniendo al día el trabajo de oficina.
La camarera se acercó y Gorman trató de mantener el anonimato, a su manera.

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—Un Manhattan. ¿Y usted qué va a pedir, Desmond?
Mr. Desmond, que ya había apurado su cerveza, respondió que también tomaría
un Manhattan, y la camarera se alejó. Gorman se acodó sobre la mesa y adelantó el
cuerpo.
—¿Sabe lo que debe hacer?
—Tomar el vuelo de las diecisiete treinta y cinco a Kennedy y el de las veinte y
treinta a Roma.
—Sí. En Roma he reservado una habitación para usted en el hotel Savoy, a su
verdadero nombre. Pero no espere a llegar allí para llamar a mi amigo de la
Embajada. No sé a qué hora almuerza o si duerme la siesta o algo así, pero no pierda
tiempo. El aeropuerto está bastante lejos de la ciudad, según tengo entendido. Debe
llamarlo en cuanto salga de la aduana. ¿Tiene su pasaporte?
—Pasaporte y certificado de salud. Todo menos los billetes de avión.
—Muy bien. Llámelo. Espera su llamada entre las doce y la una. ¿Habla usted
italiano?
—No.
—¡Pero! ¿Cómo diablos cree Brandt que…?
—No se preocupe. Me las arreglaré.
La camarera regresó y dejó los dos Manhattan sobre la mesa. Gorman no
preguntó el precio, pero sacó tres dólares de su cartera y se los entregó a la mujer.
—Está bien —dijo.
La mujer agradeció, impresionada.
—Lástima que no sepa quién es usted —comentó Peter—. Podría haber ganado
un voto.
Gorman rio con su risita ahogada.
—Es verdad, es verdad… Y uno los gana con el dinero de ellos, con el dinero de
los propios contribuyentes. Así es la política.
—Recuérdeme que no pague mis impuestos sobre la renta.
—Je, je, je. Usted es tranquilo, Congdon. Me doy cuenta de eso.
—No estoy tranquilo. Estoy sentado sobre alfileres.
—¿Nervioso?
—Ansioso por partir.
—Tranquilícese, tranquilícese. ¿Quiere un sandwich o algo así?
—Comeré algo en el aeropuerto, si tengo hambre.
Gorman se llevó la copa a los labios. Su parte de la aventura había concluido
felizmente, de modo que ahora podía relajarse, paladear el momento. También podía
tratar de conquistar al detective, charlar con él, mostrarse amistoso, mostrar interés
por el hombre.
—¿Lleva armas?
—Sí.
—¿Tiene buena puntería?

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—Sí.
—No es muy conversador, ¿verdad?
—No cuando trabajo.
Gorman bebió otro sorbo de Manhattan. Su copa estaba casi vacía ya.
—¿Cómo piensa meter su revólver en Italia?
—Lo llevaré encima. En el aeropuerto de Roma no abren las maletas…, por lo
menos las norteamericanas.
—¿Así que ya ha estado en Roma?
—En una oportunidad.
—¿Cuánto tiempo permaneció allí?
—Tres semanas.
—Entonces conocerá bastante la ciudad.
Peter sonrió.
—Digamos que si me deja en mitad del Foro, sabré encontrar el Coliseo y el
monstruo…, digo el monumento de Víctor Manuel. Por lo menos era capaz de
hacerlo hace siete años. No sé si lo podré hacer ahora.
Gorman sonrió y meneó la cabeza. Quería hacer hablar a su interlocutor.
—Vamos, vamos. ¿En tres semanas? Tiene que conocer bien la ciudad.
—Nunca la recorrí. En cambio, me familiaricé mucho con ciertos aspectos de un
determinado colegio de señoritas.
—¿Colegio? Sí. Pero ¡ir a Roma y no recorrer la ciudad! No entiendo.
—Es muy simple. Fui a ver a una chica cuyo padre la mandó a un colegio de
Roma, para que no siguiera viéndome. Lo que me interesaba era la chica, no la
ciudad. O quizá sólo trataba de fastidiar al «viejo». De cualquier manera ni siquiera
habría visto el Foro, si ella no me hubiera arrastrado allí un domingo por la tarde.
—Pero no se casó con la chica…
—No, no me casé con la chica.
—Y se quedó soltero, soñando con su amor perdido. Y por eso está dispuesto a
hacerse cargo de una misión tan peligrosa como ésta…
Peter terminó su cocktail y dejó la copa.
—Es un romántico, senador. Fui a Roma a verla y la vi. Y decidí que no era la
chica que quería. En realidad por lo que más me atraía era porque era algo así como
un fruto prohibido. De modo que me volví.
—¿Y ella se quedó todos estos años…?
—A ella no se le movió un pelo. Había montones de hombres dispuestos a
tomarla de la mano, antes de que yo llegara y después de que yo me fui. Olvidemos el
pasado, senador. Lo que importa es mañana.
—Sólo estoy tratando de distraerlo de otros pensamientos. Se está metiendo en
algo que no es como para tomarlo a la ligera, ¿sabe?
—Lo sé.
Peter consultó su reloj de pulsera.

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—Son las cuatro.
—¿Tiene alguna pregunta que hacer? ¿Cualquier cosa?
—No, señor.
Gorman hizo un gesto de aprobación y apuró el resto de su bebida.
—Si me he comportado como un tipo de mal carácter, Congdon, es porque he
estado soportando muchas tensiones últimamente. Espero que comprenda.
Ahora era Peter quien estaba sometido a tensiones. Acababa de entrar un nuevo
parroquiano; un tipo moreno, que vestía jeans y una zamarra con la desteñida imagen
de un barco de vela en la espalda. Peter le clavó la mirada, y el hombre los miró a él y
a Gorman con igual desenfado, mientras se dirigía al bar.
Gorman gozaba por el nerviosismo, de Peter. Se apoyó sobre la mesa y le sonrió
con su sonrisa ladeada.
—No se preocupe, no es un espía de la mafia. ¿Cree que no sé borrar mis huellas?
—De cualquier manera, senador, preferiría salir lo antes posible.
—No hay prisa. Tengo mi automóvil fuera. Mi chófer puede llevarlo al
aeropuerto. Por supuesto, yo me quedaré, ya que su Mr. Brandt…
—¿Ha dejado su automóvil con chófer fuera?
—No en la puerta del bar. No soy un idiota. Está más allá.
—¿De modo que ha venido en su automóvil…?
—¿Y cómo diablos quiere que llegue hasta aquí? ¿Pensó que vendría a pie?
—Senador, ellos conocen su automóvil.
—Pero no saben dónde está. Le he dicho que sé lo que hago. La mafia me teme a
mí, yo no le temo a la mafia. Ellos no me controlan. No controlan la situación a mi
alrededor. Cuando no quiero que sepan a dónde voy o qué hago, ellos no lo saben.
—Muy bien—dijo Peter—, me alegro. Pero no juguemos con fuego, ¿no le
parece? Deme los papeles y me iré.
—No corra tanto. Quisiera beber otra copa.
—Bébala y brinde por mí. No saldré con usted, senador. Saldré antes.
—Está bien, pero espere. Quédese tranquilo, yo se lo digo. Deje de pensar que
todos los que entran son miembros de la mafia.
Peter le dirigió una sonrisa irónica.
—Creí que era usted quien veía «la mafia bajo todas las camas». ¿Y bien,
senador? —añadió, mientras apartaba su copa—. ¿Se resigna a separarse de esos
papeles ahora? Después de todo el código es seguro; usted y yo somos los únicos que
tenemos la clave.
Gorman volvió a exhibir su sonrisa ladeada.
—La impaciencia de la juventud—comentó.
Luego introdujo la mano en un bolsillo interior y extrajo un sobre tamaño oficio y
un billete de avión, unidos con una goma elástica. Miró a su alrededor, pasó
torpemente los papeles bajo la mesa y bajó la voz.
—¿Me hará saber la fecha y hora de su llegada para que lo vaya a esperar?

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Peter asintió con la cabeza y guardó el sobre en un bolsillo interior de su
chaqueta.
—De eso puede estar seguro. Gracias por la copa.
Se puso el abrigo y el sombrero, recogió su maletín y salió.
Fuera, junto a la tienda de barcos en miniatura, estaba estacionada la limousine
negra de Gorman. El chófer de color leía el diario detrás del volante. Era un
automóvil grande, mi automóvil reluciente, el único automóvil a la vista. ¿Durante
cuánto tiempo iba a mantener en secreto su paradero el senador? Peter hizo una
mueca y se volvió hacia la avenida Maine.
Ahora hacía más frío. Se abotonó el abrigo hasta el cuello y sacó unos guantes de
cuero del bolsillo. Volvió a pensar en Stephanie y se sorprendió de haber pasado tanto
tiempo sin recordarla. No la había recordado hasta que unos minutos atrás, el senador
la había traído a su memoria. Ni siquiera la idea del viaje a Roma le había hecho
pensar en ella.
Era indudable que se habían deseado intensamente. Peter nunca había estado muy
seguro de las verdaderas razones de su viaje a Roma. Quizá lo hubiera hecho para
demostrar al padre de Stephanie que, por mucho dinero que tuviera y por mucho que
manejara la vida de otra gente, nunca manejaría la suya; pero quizá se hubiera dejado
arrastrar por la perspectiva de pasar tres semanas enteras en la cama con la muchacha.
Esa parte había sido muy agradable, no cabía duda, y fuera de eso habían hecho muy
poca cosa… Visitaron el Foro porque la presencia de unas primas de Stephanie en
Roma los había obligado a salir de la cama. Pero ahí estaba también el problema. En
esas tres semanas descubrió que lo único que se podía hacer con Stephanie era
acostarse. No los unía otra cosa que la atracción física y, como eso no era suficiente,
tampoco pudo durar. Aunque ninguno de los dos dijo nada, los dos sabían que aquella
última noche en Roma sería la última que pasarían juntos en su vida Pero ni siquiera
esa certeza avivó demasiado su pasión. No se buscaron frenética y desesperadamente,
a pesar de lo definitivo de la ocasión.
Hubo unas pocas cartas después, pero ninguno de los dos era muy amigo de
escribir, y eso también se acabó muy pronto. Habían comenzado como amantes, se
habían separado como amigos y ahora habían llegado a olvidarse en forma casi total.
No, Peter no aceptaba las misiones peligrosas como un paliativo para su corazón
destrozado. Todavía no había encontrado a la mujer que supiera llegar a su corazón,
aunque eran muchas las chicas que conmovían otras partes de su anatomía.
Cuando llegó a la esquina de Maine, pasó un jet que había despegado en el
National Airport. Lo vio ascender, dejando tras de sí una sutil estela de humo oscuro,
y pasar sobre el monumento a Washington más allá de los puentes. Echó a andar en la
misma dirección e hizo señas a un taxi que pasó lentamente.
—National Airport —dijo, sentándose y arrojando una mirada automática a la
ventanilla trasera.
El National Airport quedaba fuera de la ciudad y las tarifas de los taxis eran por

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kilómetro, en lugar de ser por zona. Sin embargo, el conductor no tomó nota del
kilometraje, aumentó un poco la velocidad y cruzó el breve túnel bajo los puentes.
Tampoco dobló a la izquierda al llegar al semáforo ubicado a la salida del túnel.
Siguió por la Duodécima Avenida, Suroeste.
Para Peter lo más lógico habría sido doblar. Le parecía el camino más directo al
aeropuerto; pero él no conocía Washington y el conductor sí. De cualquier manera, se
irguió un poco en el asiento y tomó nota mental.
—¿Se va de viaje? —preguntó el conductor en tono ligero.
—Así parece.
—Yo no volaría por nada del mundo. ¿A dónde va?
—A San Francisco.
La brillante espiral del monumento a Washington estaba delante y cuarenta y
cinco grados a la izquierda.
—Eso queda lejos.
—Ahá.
Cruzaron un puente, por encima de una vía ferroviaria. Por entre los edificios se
distinguió el Capitolio. Estaba a la derecha. Ahora Peter tenía un punto de referencia.
Iban hacia el Mall.
—¿Va a San Francisco por negocios? —preguntó el conductor.
¿A dónde iba este tipo? El aeropuerto estaba detrás de ellos. Quizá doblara a la
izquierda por el Mall.
—Mi madre vive allí —respondió Peter, mientras su mano jugaba con el botón
del cuello de su abrigo. Ahora estaban rodeados de edificios; se movían entre un
tránsito moderadamente denso.
—Mi madre murió cuando yo era niño —dijo el taxista, y comenzó a narrar lo
dulce y lo buena que había sido su madre.
Descendieron una rampa y se confundieron en la corriente de vehículos que se
internaban en un túnel bien iluminado y ligeramente curvilíneo.
—¿Qué es esto? —preguntó Peter con tono desconfiado.
—¿Este túnel? No creo que tenga nombre. Es uno de los muchos que hay en la
ciudad; sirven para acortar el camino.
No era un túnel largo y llegaron muy pronto al otro lado. Una luz roja los detuvo
a la salida. Cambió la luz, y el taxi siguió.
—¿Usted es casado? —preguntó el conductor, mientras cruzaban una amplia
avenida.
Peter lo vio antes de que los edificios lo volvieran a ocultar. El monumento estaba
aún a la izquierda, pero cuarenta y cinco grados detrás de ellos. Más allá del
monumento, a lo lejos, un jet ascendía con rumbo paralelo al del taxi, Peter supo
dónde estaban. Acababan de cruzar Constitution Avenue y el túnel los había
conducido por debajo del Mall. Se apoyó sobre el respaldo del asiento delantero. El
botón superior de su abrigo ya está desprendido.

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—¿Se puede saber a dónde va?
—Al aeropuerto. ¿No me dijo que lo llevara al aeropuerto?
Peter se volvió y miró a través de la ventanilla trasera. Un gran automóvil negro
con cuatro hombres dentro estaba muy cerca de ellos.
—Sí, le dije al aeropuerto y sé cómo se va. Dé vuelta.
—Yo sé mejor que usted cómo se va al aeropuerto —replicó el conductor. Ahora
estaba en el carril de la derecha, a tres automóviles de distancia del semáforo de
Pennsylvania Avenue. El automóvil negro estaba inmediatamente detrás de ellos.
Peter sacó su revólver y se corrió hacia delante en su asiento.
—De ahora en adelante harás lo que te diga o te meteré una bala por el oído —
dijo y oprimió la boca del revólver contra un lado del cuello del hombre, evitando
que los automóviles vecinos vieran el arma.
El conductor lanzó un chillido involuntario al sentir el contacto del metal.
—Pero, señor —dijo aterrado—, me ha interpretado mal. Pero ¡si estoy tratando
de llevarlo al aeropuerto!
—Detrás de nosotros hay un automóvil, tesoro, y te lo vas a quitar de encima.
¿Entendido?
El taxista hizo un gesto afirmativo y tragó saliva.
—Porque si ese automóvil nos trae problemas —prosiguió Peter—, la primera
bala de este revólver irá a parar a tus sesos.
—Pero oiga, señor. Le juro por mi…
Peter se echó a un lado para apartarse de la ventanilla trasera. Mantenía el
revólver bajo, pero apuntando a la cabeza del conductor.
—Son amigos tuyos, no míos, muchacho. Líbrate de ellos lo antes posible. Te
conviene. Te lo digo yo.
—Yo no sé quienes son, señor. Y con este tránsito no me puedo librar de nadie.
—Entonces yo te enseñaré a hacerlo. Sal de la fila y adelántate.
—¡Que me adelante! ¿A contramano?
—¡MUEVETE!
El hombre puso el automóvil en movimiento y se abrió hacia la mano contraria.
Un automóvil que avanzaba en dirección opuesta se desvió y tocó la bocina.
—Va a hacer que me detengan —gimió mientras avanzaba hacia la esquina. El
automóvil negro había vacilado, pero ya comenzaba a seguirlos.
—Dobla a la derecha —ordenó Peter.
—El semáforo está rojo.
—¡DOBLA!
El taxi se mezcló con el tránsito de la Pennsylvania Avenue y pasó frente a las
dos hileras de automóviles detenidos en la esquina. El automóvil negro se
aproximaba a la bocacalle procurando acortar la distancia. Pero en ese momento las
luces cambiaron. El taxi de Peter siguió por Pennsylvania, metiéndose en los carriles
para autobuses y sorteando zonas de peatones. El automóvil negro quedó atascado en

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el centro de la calle 12, cuando las dos hileras de tránsito comenzaron a cruzar la
bocacalle.
—Dobla aquí —ordenó Peter, y el taxi entró en una calle llena de automóviles
estacionados y con un único carril para autobuses. Un cartel decía: «Sólo autobuses»;
pero no había ningún autobús y el camino estaba libre.
—Va a hacer que me quiten la licencia —gimió el taxista.
Peter no perdía de vista la ventanilla posterior, pero el automóvil negro no
apareció.
—Sigue así —dijo—. Vas bien.
Doblaron por una callejuela que desembocaba en la 12. El automóvil negro no era
visible desde esa esquina. Había logrado doblar.
—O.K., viejo —dijo Peter—. Los dos hemos tenido suerte. Dobla a la izquierda.
El conductor obedeció al borde del llanto.
—Me va a hundir, señor. Me hace meter por contramano, cruzar con el semáforo
rojo, entrar en calles que no debo. ¿Y si nos hubiera detenido un policía?
—¿Cómo va a detenernos un policía? No puede pisar el freno desde fuera, ¿no?
—Yo lo iba a llevar al aeropuerto.
—Y sé, y me vas a llevar. De eso puedes estar seguro, crápula.
—¡Ay, Dios mío! Nunca he hecho un viaje como éste.
—Claro. Creíste que era una presa fácil, ¿no? Y pasaste despacio a mi lado. ¿Y
cómo me localizaron?
—Yo no sé de qué está hablando, señor.
—¿Quién te hizo señas? ¿Alguien del bar? ¿El tipo con un barco de vela en la
espalda?
—Pero ¡señor, se lo juro!
—Bueno, basta. Ahora a obedecer todas las reglas del tránsito y a no dejar que tus
amiguitos me vuelvan a seguir. Ya estás a salvo. No querrás romper la situación, ¿no?

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LUNES 16,50 - 20,25 HORAS

PETER NO VOLVIÓ A VER al automóvil negro. No los alcanzó y tampoco esperaba en el


aeropuerto. Guardó su revólver cuando el taxi describió una curva frente al edificio y
dejó de apuntar al conductor cuando éste detuvo la marcha.
—Muchacho —le dijo—: tengo tu nombre, tu dirección y tu número. Si hay más
complicaciones te buscaré. Ahora te diré lo que vas a hacer. Vas a embragar y te vas a
alejar y no vas a volver por aquí. ¡Vamos! Y mientras te alejas, puedes ir inventando
una historia para contarles a tus amigos.
El conductor no discutió. Embragó y picó como un automóvil de carreras. Peter
había ganado el primer round; pero eso no significaba que hubiera ganado la pelea.
Se presentó en el mostrador de TWA, pidió una taza de café y un hot-dog en la
cafetería de la terraza y pasó el resto del tiempo observando desde las cristaleras al
gentío que se movía en la planta baja. No había podido ver bien al cuarteto del
automóvil, pero ellos tampoco lo habían podido ver bien a él. Por eso se dedicó a
observar a la gente que miraba a su alrededor como buscando a alguien. No pudo
localizar a ningún sospechoso.
El avión era un DC-9, al que se subía por una rampa cubierta. La clase turística,
en la que Peter viajaba, estaba casi completa, y cuando el aparato despegó no había
asientos desocupados en su fila. El hombre sentado junto a él tenía un aspecto
perfectamente inocente, pero Peter no sacó el sobre del bolsillo y dedicó su atención
al panorama nocturno de Washington desde el aire: el techo de vidrio del Lincoln
Memorial, el resplandor naranja del monumento a Washington y del Capitolio, la
densa y multicolor sábana de luces que se perdía en el horizonte; una trémula y
danzante variedad de matices, dibujos y luminosidades que se desplazó lentamente
por espacio de varios minutos, mientras el piloto mantuvo el aparato a 4500 pies y
voló bordeando la ciudad.
Luego comenzaron a aparecer parches de sombra, las luces se fueron haciendo
mas dispersas y la ciudad quedó atrás, mientras Peter se preguntaba cuando volvería a
verla. O si volvería a verla.
Tenía que ser el taxista, decidió. Había seguido a Gorman, y el automóvil negro
con los cuatro hombres había estado preparado, a la espera de su llamada. ¿Y el
hombre de la zamarra que entró en el bar? ¿Alguien le habría deslizado un billete de
cinco dólares para que se cerciorara de lo que el senador estaba haciendo allí? ¿O se

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había limitado a seguir a la única persona decentemente vestida, aparte del senador?
Pero el verdadero culpable era Gorman. Él, el experto en la mafia, tan
arrogantemente seguro de que no lo seguirían si no quería. Además había hecho otro
cálculo equivocado. Había pensado que la mafia no se acercaría a Peter hasta que
hubiera encontrado a la muchacha. ¡Para eso no necesitaban de su persona! Les
bastaba con los papeles. Contando con los papeles, cualquiera podía hacerse pasar
por Peter Congdon ante el tipo de la embajada y ante la muchacha escondida. El
juego había comenzado en el instante en que Gorman le había pasado el sobre bajo la
mesa, y era el paradero de Peter, no el de la muchacha, el que les interesaba por el
momento.
Pero si la mafia lo estaba siguiendo, no se puso en evidencia en el aeropuerto
Kennedy. Peter fue en autobús desde el campo de TWA hasta la Pan American
Airways y no encontró mafiosos en su camino. Nadie le dirigió siquiera una mirada
insistente.
En la terminal de Pan Am siguió la misma táctica que en Washington. Se presentó
en el mostrador de recepción, obtuvo los datos de su vuelo (asiento 6A; lugar de
reunión: puerta 8, a partir de las veinte), y pasó los tres cuartos de hora restantes en la
cafetería del primer piso, sentado junto a las cristaleras, bebiendo su café, fumando y
observando la actividad que se desplegaba abajo.
Aquí tampoco ocurrió nada especial. Nadie pareció hacer averiguaciones fuera de
lo común, nadie se destacó como algo digno de observación, ningún desconocido se
dedicó a observar los rostros. Era una de las tantas noches de otoño en la terminal
aérea: el moderado movimiento de pasajeros de un período fuera de temporada, las
llegadas y partidas en avión, que tan naturales se habían hecho durante la década del
sesenta.
Peter bajó poco antes de las ocho. Estaba desconcertado. No era posible que
hubiera desorientado a sus perseguidores con tanta facilidad. No podían haber dado
crédito a su casual alusión a San Francisco; máxime si se tenía en cuenta que el
Dulles Airport era el punto de partida habitual para la costa occidental; No, la mafia
tendría que haberle seguido, y le preocupaba el hecho de que pareciera que no lo
hubieran hecho. Le preocupaba que las cosas resultaran en apariencia tan simples;
La puerta 8 estaba al final del gran corredor con paredes de cristal; un joven y una
jovial azafata controlaban a los pasajeros, a medida que éstos iban desfilando junto al
mostrador portátil. Tres personas se despedían de su familia cerca de la puerta, y unos
niños pequeños contemplaban como hipnotizados el gigantesco Boeing 707,
estacionado a escasa distancia.
Peter presentó sus papeles y subió a la sección delantera del avión, por una rampa
cubierta. El 707 era más grande que el DC-9 y en el compartimento correspondiente a
la clase turística había tres asientos en fila a cada lado del pasillo. Encontró el suyo: a
la izquierda contra la ventanilla, detrás del ala, la sexta fila a partir del fondo. En el
compartimento sólo había otros dos pasajeros y sus asientos estaban muy lejos del

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suyo. Una azafata que recorría el pasillo le sonrió y él respondió a la sonrisa. ¿Y si,
después de todo, el asunto fuera una falsa alarma? ¿No sería gracioso?
Afuera el tiempo ya no era el de Washington. Estaba nublado y frío y había
comenzado a llover. Peter echó una mirada por la ventanilla y luego graduó su asiento
y extrajo, por primera vez, el sobre del bolsillo.
El sobre era voluminoso y la solapa estaba bien pegada, Peter lo rasgó sin
ceremonias. Dentro había otro sobre sellado, con su nombre, un lápiz, varias hojas de
papel blanco y una página con un largo mensaje escrito a máquina:

PRMXN TBOUZ BVFCW SGBSY LKTZD CTTLZ HQSSY JLFIL JMQIN VXLSU JTCSD UQHDW
KUHFE IHSUD EZIIY GADWR CVUEK AYRRT HLBPR FNIYO KKQKKT FPTZT ATOFD SPAMV
QGFTO ABFTO ABFNK TJLIS OHTRU SZNLE KLDOF KWYMU OHNSS RYTYO BBXBN SAGMU
XDUCS OFRLW SLCUW CZNXB NTMLX LJWTU DGUDO AOYDX FNKEI GAMOB KJAKY
IEGMO AWLZJ BEBGS ACTCX ADXTQ TEGZM LBUFR KMEDZ KQDAT QZMRI ENQV BJCUS
CIFCL BOCUQ TQSLU BHTYA IOHOO JMGTB OBDXZ WRCXÜ EJHOY MLKTQ EZIAN LCÜLZ
PBYYV HSWCI JPVWP IWNLG NGCUL PIWEU VFUJC USCIF CLWWJ WUIOC OEDGY VKDXQ
NTCAJ MQDBU HMISI VOZGG OGAB NKTJF HJCDW SIJUG ANEPQ HEOAH UVCOI EVKIT
WDJDH FGOJV FSOPH ETJPS JMMZ.

Peter echó una ojeada sombría a la desalentadora longitud del mensaje. Gorman
debería tomar lecciones con Brandt, quien —a pesar de la triquiñuela empleada para
evitar repeticiones— insistía en que los mensajes cifrados debían ser lo más breves
que admitiera la naturaleza de la información y que, en lo posible, no se repitiera en
ellos ninguna palabra. Una simple ojeada bastaba para descubrir la repetición de
secuencias KKQK seguidas por T, BBXB seguidas por N, WWJW con U y GGOGA. Uno
podía adivinar que las KQK y las BXB y el resto eran palabras de tres letras precedidas
y seguidas por X y que, en la clave, uno encontraría K y T, B y N, W y U, y F y A con
cuatro espacios de separación. Eso no significaba, por supuesto, que se pudiera
descifrar el mensaje; pero mientras más largo y más repetitivo fuera, tantas mayores
oportunidades se estaban brindando a los interesados para que descubrieran el código.
En cualquier caso le costaría un dolor de cabeza descifrarlo.
Dejó el mensaje sobre su maletín, en el asiento de en medio y abrió el sobre
sellado. Dentro, en una hoja de papel con el membrete oficial de Gorman, se leía:
«Señores, éste es el mensaje que deben comparar», seguido por la firma.
Peter guardó la hoja en el sobre tamaño oficio, recogió el mensaje y extrajo la
clave del bolsillo. No había más remedio que descifrar el poco inteligente mensaje de
Gorman y más le valía comenzar sin dilaciones.
Había anotado «INMEDIA» cuando apareció en su fila un tipo alto y robusto, que
vestía pantalones oscuros, chaqueta gris a cuadros y camisa de seda amarilla, sin
corbata. El recién llegado arrojó un abrigo sobre la rejilla portaequipajes y se sentó en
el asiento exterior, junto al maletín de Peter. Tenía pelo rizado y entrecano, brillantes
ojos oscuros y su prominente quijada estaba sombreada por un tinte azul-grisáceo,
que hablaba de una barba renegrida. La solapa de su chaqueta lucía un clavel rojo.

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Parecía un cincuentón en buen estado físico.
—Siempre subiendo y bajando de aviones —dijo y dedicó a Peter una sonrisa que
dejó al descubierto un diente ennegrecido—. ¿Va a París o a Roma?
Ya habían entrado bastantes pasajeros en la clase turística, pero más de la mitad
de los asientos permanecían desocupados y Peter tuvo la certeza de que el hombre se
había sentado en un sitio que no le correspondía. No sabía cómo lo habían
descubierto, pero estaba seguro de qué el enemigo había vuelto al combate. Iba a
comenzar el segundo round.
—A Roma —replicó Peter con tono áspero y frío, destinado a frenar cualquier
intento de aproximación. Se volvió un poco hacia su rincón, para que el recién
llegado no pudiera ver los papeles que tenía en la mano. ¿Una falsa alarma? En
realidad nunca había llegado a creer que lo fuera.
Siguió descifrando el mensaje, sin dejar de vigilar de reojo el maletín y los pies
del hombre, «TE» fueron las dos letras siguientes. Ya eran casi las veinte y veinticinco
y era lógico suponer que todos los pasajeros estaban a bordo. Viajarían en un avión
casi vacío. No eran más de veinte las personas distribuidas entre más de cien asientos
que tenía la clase turística.
—Qué bonito maletín —dijo el hombre del diente negro—. Sí, señor, es uno de
los maletines más bonitos que he visto en mi vida. ¿Lo compró en Nueva York?
—En Macy’s—respondió Peter sin levantar la vista.
—¿En serio? ¿Sabe que me gustaría tener uno como éste? ¿Cuánto le costó?
—Un dólar noventa y ocho.
—¿Sée? —el hombre lanzó una risita—. Me parece que me está tomando el pelo.
Esto no puede haber costado un dólar con noventa y ocho centavos. Entiendo de
cuero y sé distinguir la buena confección. Pero ¡mire, si hasta tiene un cierre de
combinación! ¡Vaya novedad! Por lo visto lleva papeles muy importantes en ese
maletín. ¿No?
—¡Hágame el favor! —exclamó Peter ásperamente.
El hombre hizo un gesto de comprensión con la mano.
—Está bien. No fue mi intención molestarlo. Estaba tratando de mostrarme
amable. Vamos a pasar un largo rato juntos. ¿Por qué no se quita la chaqueta? Yo se
la colocaré sobre la rejilla.
Peter ignoró el ofrecimiento, pero comprendió muy bien qué perseguía. El
hombre suponía que había un revólver bajo la chaqueta y estaba tanteando el terreno.
Peter podía fingir ignorancia respecto a aquel individuo, pero el hombre sabía que él
estaba fingiendo. Era una confrontación, y aquel tipo buscaba los puntos débiles para
delimitar sus posibles ventajas. Peter suponía que no lo había seguido desde
Washington; sin duda le habían avisado por teléfono a Nueva York que el alias
«Desmond» había sido descubierto. Y aunque Pan American no proporcionara las
listas de pasajeros, bastaba con hacerse pasar por «Desmond» para conseguir la
información. Y ahora un hombre se ponía al descubierto y ponía al descubierto sus

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intenciones con el fin de probar a Peter. ¿Y cuántos más habría en el avión, que se
mantenían en la sombra hasta conocer los resultados?
—¿Qué está haciendo? ¿Una especie de acertijo o algo así?
Ahora el del diente negro se asomaba por encima del asiento que los separaba,
tratando de espiar el trabajo de Peter. Había que agarrar el toro por las astas.
—Muchacho —le dijo—, si mete una vez más su nariz en mis asuntos se la voy a
aplastar.
El rostro del hombre se hizo duro, y su voz, áspera y desagradable.
—Si cree que es lo bastante hombre para hacerlo, inténtelo; pero reserve primero
su ataúd. Porque ahí va a terminar.
No se movió de su asiento; sus ojos renegridos lanzaban destellos de amenaza y
desafío.
Peter miró hacia el pasillo.
—Señorita —dijo a la azafata que se aproximaba—, ¿es éste el asiento que le
corresponde a este hombre?
La muchacha se detuvo.
—¿Me permite su billete, señor?
El del clavel le entregó el billete.
—Se ha equivocado, señor —dijo ella, después de controlar los datos—. La
primera clase está más delante.
El del clavel le sonrió.
—Creo que me he desorientado —dijo.
Se levantó con esfuerzo del asiento, se volvió y retiró su abrigo del
portaequipajes. Sus ojos se encontraron con los de Peter, y la mirada que había en
ellos era asesina. Luego se volvió, avanzó por el pasillo y cruzó la puerta.

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LUNES 21,15 - MARTES 12,35 HORAS

HUBO DEMORAS de diversa índole, y cuando el avión despegó eran las veintiuna y
quince y llovía torrencialmente. El tren de aterrizaje se plegó con un chang y el
ángulo de ascenso se hizo escarpado. Las luces de la ciudad aparecían brevemente y
volvían a desaparecer bajo las nubes, y durante largo rato no se vio otra cosa que el
resplandor rojo de la luz del alba, nimbado por la niebla.
Mientras tanto se habían cumplido los trámites de rutina en un vuelo: se habían
distribuido los menús, se habían hecho las demostraciones con chalecos salvavidas y
con aparatos de oxígeno, se habían recogido los pedidos de bebidas. Peter, por su
parte, había descifrado la mitad del mensaje y no había vuelto a ver al hombre del
diente negro y el clavel rojo.
A las veintiuna cuarenta y cinco había terminado de llenar su ficha para el
aterrizaje y le sirvieron un martini con hielo. Quitó los brazos de los asientos para
tenderse con toda comodidad en las tres butacas, y se volvió a concentrar en el
mensaje. Las pantallas de televisión se encendieron y la azafata anunció que la
película de la noche sería Up the Down Staircase y que los auriculares para escuchar
el sonido se alquilaban a 2,50 $. Peter desechó la oferta con sonrisa torva. En primer
lugar tenía que trabajar y, en segundo lugar, se imaginó a Brandt encontrando un
«2,50 $ - Cine» en una lista de gastos. «¿A qué cine fue, se puede saber? ¿Al Roxy?»,
rugiría el «viejo».
Dejó el mensaje a un lado cuando le sirvieron la cena. La película había
comenzado, y Peter observó las imágenes por unos instantes, luego bebió un sorbo de
vino e hizo pantalla con las manos para mirar a través del cristal la Osa Mayor y, más
allá, la Estrella del Norte. Desde el tope del fuselaje, la luz giratoria arrojaba destellos
rojos sobre el ala; débil-fuerte, débil-fuerte, como los latidos de un corazón.
A las veintidós cuarenta y cinco, Peter había terminado de descifrar el mensaje, y
no pudo dejar de pensar en las palabras que Gorman podía haberse economizado.

inmediatamente después de su arribo al aeropuerto fiumicino —decía— llame a la embajada


americana al número cuatro seis siete cuatro y pregunté por herndon tollivert use su verdadero nombre y
diga la leche materna es buena para los bebes él dirá él doctor spock supongo arregle entonces un
encuentro cuando usted se identifique él le entregará un sobre conteniendo él nombre de la chica su
dirección su fotografía y él santo y seña con que se identificará ante ella así como las instrucciones para
el regreso que ella lo estará esperando buena suerte robert gorman.

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Peter leyó dos veces el mensaje para digerir su contenido, y se levantó
malhumorado. «La leche materna». ¡Vaya ocurrencia! ¡Tener que decir eso por
teléfono! ¿Sería ese el concepto de Gorman sobre humor?
Llevó la hoja al baño, la rompió en pedacitos y la hizo desaparecer. Luego volvió
a su sitio, pidió otro martini, se envolvió en una manta y se extendió sobre los tres
asientos, utilizando el maletín y dos almohadas para apoyar la cabeza. Las luces del
compartimento se habían apagado, la película iba a terminar y el único sonido era el
permanente rugido de las turbinas. Peter se relajó. El avión era un refugio temporal y
tenía que aprovechar para dormir.
Pero el sueño tardó en llegar y no duró mucho. Habría dormido media hora
cuando el piloto anunció por los altavoces que el pasaje debía colocarse los
cinturones de seguridad. Aquello no duró más de diez minutos, pero Peter tardó tres
cuartos de hora en volverse a dormir. A las dos y media la azafata pasó repartiendo
toallas calientes, para iniciar el nuevo día. A esa hora, el sol ya estaba bastante alto y
reverberaba en la deslumbrante albina de la densa masa de nubes que los rodeaba.
Les sirvieron el desayuno y les anunciaron que llevaban cinco minutos de atraso y
que llegarían al aeropuerto de Orly a las tres y treinta y tres, es decir, nueve y treinta
y tres, hora de París. Además había nieblas bajas, que quizá demoraran el aterrizaje.
No aterrizaron en el aeropuerto de Orly a las nueve y treinta y tres, hora de París,
ni a ninguna hora. La niebla baja lo hacía imposible y excluía tanto París como las
restantes posibilidades continentales. El avión comenzó a describir círculos, a la
espera de que las condiciones mejoraran.
Las condiciones no mejoraron y los círculos se hicieron más amplios. Peter
miraba desolado cómo las agujas barrían la esfera de su reloj. La aguja de las horas
señaló las once, hora de París, y el avión continuaba describiendo círculos. Los
pasajeros, resignados aprovechaban para dormir; pero Peter no podía pensar en el
sueño. Herndon Tolliver esperaría su llamada desde el aeropuerto de Roma dentro de
una hora y allí estaba él, a seis millas de altura sobre París y a seiscientas millas de
Roma.
A las once y media se anunció que el avión aterrizaría en Londres y que los
pasajeros con destino a París desembarcarían allí. Siguió un viaje de cincuenta
minutos y, a pesar de que las nubes habían quedado atrás, el sur de Inglaterra estaba
tan brumoso que Londres no se pudo distinguir, aunque el aparato describió un
círculo completo antes de descender. Una azafata anunció que la hora de Londres era
las once y veinte, en lugar de las doce y veinte, que la temperatura era de ocho grados
centígrados y repitió una vez más que sólo debían descender del avión los pasajeros
con destino a París.
Sin embargo Peter comenzó a recoger sus cosas. Sus planes respecto a Roma se
habían estropeado y, dada la situación, trataría de sacar provecho del cambio de
escalas. Había que hacer algo con el hombre del diente negro y lo mejor era hacerlo
en un país en el cual conocía el idioma. Dejaría el avión en Inglaterra y, una vez que

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se hubiera quitado al hombre de encima, la mafia no daría con su rastro.
El aparato tomó tierra, frenó y recorrió la pista rumbo a las edificaciones del
aeropuerto. Cuando se detuvo y una voz invitó a los pasajeros con destino a París a
descender por la puerta delantera, sólo una persona en el compartimento de Peter se
puso de pie. Peter lo observó mientras recorría el pasillo de primera clase, entonces se
levantó pero dejó el sombrero, el abrigo y el maletín para que el Sr. Clavel creyera
que iba a regresar. Quizá el Sr. Clavel pensara incluso en examinar el maletín en su
ausencia.
El hombre del clavel estaba en el extremo delantero del compartimento, sentado
en el brazo del primer asiento, del lado del pasillo. Charlaba con una pareja madura
sentada frente a él. Todo era natural e inocente, pero nadie podía descender del avión
sin pasar junto a él. Se corrió para dejar paso a los demás pasajeros y miró a Peter
como si no lo conociera. Su actuación fue muy convincente, pero Peter sorprendió la
mirada que dirigía a alguien, por encima de su hombro. Aquella mirada contenía un
mensaje. En seguida volvió a sonreír al matrimonio maduro, mientras les decía que
era la trigésima vez que cruzaba el Atlántico y la primera que iba a parar a Londres.
No se echó a un lado para dejar paso a Peter, pero tampoco lo detuvo. Peter tuvo
que describir una curva para eludirlo y llegar a la salita, en la cual una azafata le
interceptó el paso.
—Por favor, señor: los pasajeros con destino a Roma deben permanecer a bordo.
Peter murmuró algo acerca de una llamada telefónica por el atraso en la llegada a
Roma. La muchacha fue inexorable. Roma estaba al tanto de la demora. Sus amigos
se enterarían en el aeropuerto. Los pasajeros debían permanecer a bordo.
Peter se dejó persuadir, no porque no hubiera manera de bajar, sino porque no
había manera de bajar solo. Ahora había un hombre detrás de él. Era un individuo
alto, flaco, de aspecto hosco. Tenía las mejillas hundidas y sus ojos parecían muertos.
Llevaba un sobretodo raído y sucio. Peter le había visto al recorrer el pasillo de
primera clase; era el hombre al cual el Sr. Clavel había hecho la seña con los ojos. Si
Peter bajaba del avión, el hombre lo seguiría.
Regresó a la clase turística y se acomodó en su asiento. Si le iban a complicar las
cosas, más le valía quedarse tranquilo por el resto del viaje y eludir a la mafia cuando
llegaran a su destino.
Por lo menos la maniobra le había permitido enterarse de algunas cosas. Había
sospechado la existencia de un compañero, pero hasta el momento había ignorado su
identidad. Y el compañero parecía el más mortal de los dos. Pero a pesar de su
aspecto de tuberculoso y de su mortal palidez, sus ojos decían que la muerte no se lo
iba a llevar. Marchaba a su lado, pero caía sobre otros.

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MARTES 16,10 - 18,15 HORAS

ERAN LAS DIECISÉIS Y DIEZ cuando el enorme aparato tocó la pista del aeropuerto de
Fiumicino. El tiempo los había hecho perder cuatro horas. Para Peter habían sido
cuatro horas de irritada vigilia. No era el temor a los dos hombres del compartimento
de primera clase lo que le perturbaba. Los factores conocidos no lo atemorizaban. Lo
que le incomodaba era el cambio de planes y los nervios que preceden al encuentro,
cuando se espera sentado a que suene el silbato, por supuesto, mientras más se
esforzaba por dormir, menos lo lograba. Sólo sintió el peso de la fatiga cuando
atravesaron la capa de nubes y cuando vio aproximarse la cinta negra de una
autostrada, una vía férrea y las simpáticas casas de campo de la campiña romana.
Dormitaba cuando las ruedas tocaron la pista y apenas advirtió el carreteo en
dirección al edificio de la terminal.
Luego llegó el triste instante de desembarcar y Peter hizo un esfuerzo por
despabilarse. El silbato había sonado y comenzaba el partido. Trató de olvidar la
fatiga y la somnolencia y recogió sus cosas.
La clase turística descendió por la puerta posterior. Subieron a un autobús azul y
blanco, que los esperaba al pie de la escalerilla. Eran veinticinco pasajeros,
incluyendo a Peter; pero el señor Clavel y su acompañante no estaban entre ellos. La
primera clase recibía un trato especial.
Al llegar a la terminal, ascendieron una rampa y entraron a la Oficina de Control
de Pasaportes, ubicada en el primer piso. Peter esperó su turno y entregó la tarjeta que
había llenado en el avión y su pasaporte, que nunca había sido sellado. Tanto el
pasaporte como el certificado de vacuna antivariólica tenían menos de dos semanas
de antigüedad.
El hombre del mostrador estudió la ficha y hojeó el pasaporte. No preguntó a
Peter qué llevaba en el maletín ni lo interrogó sobre el revólver que guardaba en una
cartuchera bajo el brazo. Ni siquiera selló el pasaporte. Se limitó a devolvérselo y a
señalar en dirección a la zona en que se entregaba el equipaje.
Peter se sorprendió ente el escaso número de personas presentes en el lugar. Sólo
estaban allí los pasajeros de clase turística del 707. Por más que miró no pudo
encontrar los rostros de sus dos enemigos. Aquí pasaba tan inadvertido como en los
aeropuertos de Washington y Nueva York y eso le produjo una sensación de amenaza
oculta. Sabía que era vigilado, pero no sabía por quién o por quiénes. Al no descubrir

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el menor signo, pensó que quizá lo hubieran vigilado con la misma eficiente
discreción en los otros aeropuertos.
Y bien, que vigilen, decidió mientras buscaba una cabina telefónica y un sitio
para cambiar el dinero. Que la mafia fuera todo lo discreta que quisiera. Ahora podía
jugar a su estilo. De ahora en adelante no seguirían al senador Gorman. Ahora
tendrían que seguir a alguien que conocía el juego.
Los teléfonos estaban en las columnas que flanqueaban la salida y el lugar para
cambiar el dinero, en una caseta fuera del edificio. Peter cambió cheques de viaje por
valor de 40 dólares, por los que recibió 24.500 liras. Luego regresó a donde estaba el
recepcionista que hablaba inglés y le preguntó cómo se llegaba a Roma.
Todos los teléfonos estaban libres, de modo que eligió el último porque allí tenía
la espalda más cubierta y podía observar a la gente que salía del edificio. Colocó una
moneda en la ranura y marcó, pero su primera llamada no fue al número de la
embajada norteamericana, que le indicara Gorman. Era un número de siete cifras y
correspondía a una tienda de artículos de cuero de la Via Liguria, muy próxima a la
Via Veneto. La voz de mujer que atendió pronunció mías palabras incomprensibles;
Peter supuso que había dado el nombre de la tienda.
—Vittorio Del Strabo, por favor —dijo Peter.
Hubo otras cuantas palabras en italiano y la mujer dejó el teléfono. Un instante
después se oyó una voz masculina.
—Pronto.
—¿Es usted Vittorio Del Strabo?
—Sí. Soy yo.
—La Agencia Brandt tiene una red muy amplia —dijo Peter.
—Y recoge muchos peces —respondió el otro hombre—. ¿Es usted Mr.
Congdon?
—Así es.
—Todo está arreglado, Mr. Congdon. He reservado una habitación a su nombre
en una pensione… la San Giovanni, en la Via Emilia. El precio es moderado, pero el
ambiente es agradable.
Peter repitió el nombre, pero no lo anotó.
—Muy bien. Gracias. ¿Hay algo más?
—Mr. Brandt no dijo nada en especial. Sólo que tenía que estar dispuesto a
ayudarlo si lo necesitaba. Si tiene algún problema, llámeme a cualquier hora del día o
de la noche. ¿Tiene mi número particular?
—Dirección y teléfono de su casa y de su tienda.
—Si no estoy, quien atienda sabrá dónde encontrarme.
—Gracias. Espero no tener que llamarlo.
—Yo también lo espero. Confío que pueda cumplir sin complicaciones su tarea.
Peter colgó y volvió a controlar el ambiente. Nadie parecía prestarle atención.
Unas pocas personas recogían las últimas maletas, los mozos se empeñaban en ser

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útiles, los altavoces rompían periódicamente el silencio con sonidos ininteligibles en
cualquier idioma. Todo era tan normal que parecía un espectáculo preparado.
Marcó el número de la embajada. Una voz de hombre contestó:
—Recepcionista Breslin. Pronto.
—Herndon Tolliver, por favor.
El recepcionista Breslin repitió el nombre y dijo:
—Un minuto.
Peter esperó y se tapó el oído libre mientras un confuso mensaje de los altavoces
resonaba cavernoso en el gran vestíbulo.
—Diga, habla Meisel —dijo una voz en el teléfono.
Peter preguntó por Tolliver, y Meisel dijo:
—No está.
Era lo que Peter temía.
—¿Cuándo regresará?
—Mañana por la mañana. Hoy ya no volverá.
Peter maldijo en su interior al tiempo y a los empleados del Departamento de
Estado que se retiraban temprano.
—¿Dónde fue? ¿Dónde puedo dar con él?
—Lo ignoro. Tenía que asistir a una conferencia sobre temas económicos, pero no
sé donde. Tampoco sé que hará después.
—Esperaba mi llamada. ¿No dijo nada al respecto?
—Lo lamento, no mencionó ninguna llamada. Sólo se despidió hasta mañana.
Peter estaba cansado y se había vuelto irritable. Trató de mantener su voz serena.
—¿Podría intentar dar con él en su domicilio? ¿Me puede dar su dirección y
teléfono?
—Sí, por supuesto. Via Cimarosa, 15. Teléfono…, a ver si encuentro el número.
Hubo un silencio y luego Meisel pronunció seis dígitos, como si los estuviera
leyendo en una ficha.
—Pero no creo que lo encuentre hasta tarde. Creo que habló de un cocktail.
—¿Dónde? ¿En casa de quién? ¿No lo sabe?
—No, señor. Lo ignoro —respondió Meisel lacónico, con voz ligeramente
aburrida—. Pero si es importante le ruego que me dé su nombre y su número; trataré
de dar con él para que lo llame.
Peter hizo una mueca. No le gustaba la idea de dar a conocer su paradero a
alguien que no fuera el contacto de Brandt, pero había que ganar tiempo. Si podía dar
con Tolliver esa misma noche, metería a la muchacha en un avión al día siguiente.
Podía completar la tarea antes de que la mafia se enterara de que la había comenzado.
—Está bien —dijo, y dio a Meisel su nombre, anunciándole que esperaría la
llamada en la pensión San Giovanni.
—Estaré allí dentro de una hora. Desde entonces me encontrará en cualquier
momento. Si pasara por allí pídale que espere mi llamada. Lo llamaré en cuanto

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llegue a la pensión San Giovanni.
—Muy bien. Se lo diré.
Todo seguía siendo normal cuando Peter terminó con sus llamadas. Nadie lo
miraba, nadie se había detenido en las proximidades. Aquella normalidad debía
serenar a Peter; pero, lejos de eso, lo excitaba. Las cosas no eran lo que parecían ser.
Era imposible.
En el exterior respiró hondo y miró a su alrededor. Aún había luz, pero las
sombras habían comenzado a filtrarse. Para llegar a la ciudad tenía taxis o un autobús
a medio llenar. Bastaba una experiencia con taxistas mafiosos. Prefirió el autobús y se
sentó atrás. Allí observó a los pocos que habían subido antes que él y estudió a los
que subieron después, hasta que el autobús se puso en marcha. Recorrieron la larga
calle de salida del aeropuerto y tomaron la carretera que conducía a Roma.
La noche había caído cuando el vehículo se internó en los suburbios de la ciudad.
Ahora llovía. Recorrieron calles atestadas de automóviles, minúsculos Nuova 500, los
pequeños 600 y los 124, un poco más grandes. Bloqueaban las aceras, estacionados
en apretada línea; inundaban las calzadas, moviéndose junto con el autobús. Se
detenían y arrancaban con las luces de los semáforos, y en los espacios libres
correteaban como ratones, al son de sus musicales bocinas. Peter los observaba, pero
ninguno de ellos parecía perseguir un propósito siniestro. Estudió a sus compañeros
de viaje, pero todos ellos miraban por la ventanilla.
Pasaron junto a unas ruinas oscuras, mojadas por la lluvia, que se levantaban
sobre una loma cubierta de césped. Luego llegaron al Coliseo, brillantemente
iluminado, lo bordearon un trecho y se apartaron para subir una cuesta. Era el primer
vistazo que echaba Peter a aquellas imponentes ruinas después de siete años; era la
primera vez que las veía de noche, pero no se volvió a mirar los muros bañados de
luz que quedaban a sus espaldas.
La lluvia había cedido hasta transformarse en una blanca llovizna, cuando el
autobús se detuvo en las oficinas de la compañía de aviación, próximas a la estación
ferroviaria. No eran aún las dieciocho y Peter volvió a llamar al 4674. El
recepcionista Breslin estaba aún en su puesto, pero Herndon Tolliver no había vuelto.
Compró un plano de la ciudad y ubicó los lugares que le interesaban. El resultado
no lo hizo muy feliz. La Via Liguria, donde estaba la tienda de artículos de cuero, la
Via Emilia, donde estaba la pensión San Giovanni, la Via Ludovisi, donde estaba el
Savoy Albergo, y la Via Vittorio Veneto, donde estaba la embajada, eran las cuatro
calles que encuadraban una pequeña manzana, y todos esos sitios estaban a pocos
pasos unos de otros. Y bien, haría lo que pudiera.
Salió y tomó un taxi verde y negro; pero esta vez se aseguró de que él era quien
escogía el taxi y no el taxi a él.
—Savoy Albergo —dijo al conductor, y siguió el recorrido en el plano.
El conductor lo llevó bien.
Cuando bajó frente al hotel vio que un Simca rojo, en el que viajaban dos

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muchachos, aparcaba en doble fila unos veinte metros más atrás. Peter había estado
buscando el automóvil que lo seguía. Era ése. Era el momento de librarse de él y de
los hombres que lo conducían.
Ascendió los escalones de piedra y atravesó las puertas de vidrio del hotel. Cruzó
el vestíbulo y, como había hecho en el Shoreham, salió por la puerta a otra calle.
Caminó una manzana más, controlando la gente y los automóviles; luego regresó a la
Via Emilia y entró en la pensión San Giovanni a las dieciocho y quince para ocupar
su habitación.

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MARTES 18,15 - 22,25 HORAS

LA PENSIONE SAN GIOVANNI era un hotel familiar, que en un tiempo había sido una
elegante residencia privada. Era un edificio de cuatro pisos, que asomaba su estrecha
fachada sobre la Via Emilia, encajonado entre otros dos edificios similares. La
fachada estaba cubierta de hiedra y ante ella se extendía un pequeño aparcamiento
circular, atestado de automóviles.
Dentro dos habitaciones con suelo de losas constituían el vestíbulo. A la izquierda
estaban la gerencia y la mesa de recepción; a la derecha el escritorio del conserje,
junto a la puerta del comedor. Peter se presentó al gerente, un hombre joven de pelo
claro y espeso bigote, que hojeó su pasaporte y entregó la llave a un muchacho flaco,
vestido con guardapolvo y delantal.
—Habitación cincuenta y siete —anunció a Peter—. ¿Sabe por cuanto tiempo va
a permanecer entre nosotros?
Peter le dijo que no lo sabía.
—¿No ha habido llamadas para mí? —preguntó, antes de alejarse.
—No, señor. Todavía no. ¡Ah!, el alojamiento es con media pensión. Desayuno y
una comida. Si usted desea almorzar aquí, el almuerzo se sirve de doce a catorce; si
desea cenar puede hacerlo de diecinueve a veintiuna.
Peter le dio las gracias y siguió al muchacho flaco. Después de doblar un recodo
desembocaron en un pequeño hall de mármol y subieron a un minúsculo ascensor con
estrechas puertas de dos hojas y paredes de madera. Adosados a la pared posterior
había un espejo y un banco plegable rojo, y en una de las laterales se habían fijado los
menús del día. El ascensor sólo llegaba hasta el tercer piso y el muchacho condujo a
Peter a través de un hall alfombrado y ascendió un tramo de escalera hasta el cuarto
piso. Allí abrió la puerta de la izquierda e hizo pasar a Peter a una amplia habitación
color crema con vista a la calle. Había un armario a la derecha de la puerta; camas
gemelas contra la pared; veladores y un teléfono; tres sillas, una mesa y varias
alfombras pequeñas distribuidas sobre el suelo. El baño era amplio y los accesorios
no diferían mucho de los del Emerson de Washington.
Una vez que despachó al muchacho, con la correspondiente propina, Peter echó la
llave, se sentó en la cama más próxima al teléfono y llamó una vez más a la
embajada. Eran las dieciocho y treinta y cinco y lo atendió el centinela de guardia.
Herndon Tolliver no estaba y el edificio ya estaba cerrado. Llamó al número

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particular de Tolliver y no obtuvo respuesta. Lanzó una maldición y se acercó a la
ventana, levantó las persianas, corrió las cortinas y abrió las dos hojas. Ya era noche
cerrada y el cielo estaba veteado de nubes. Letras de neón amarillo anunciaban al
Capriccio Night Club en la esquina. Al nivel de la calle fulguraban otras luces. Más
arriba las ventanas permanecían cerradas y todo estaba oscuro. Pasó un automóvil y
otro estacionado junto a la acera se puso en marcha y abandonó la fila; pero las aceras
estaban desiertas.
Peter fumó un cigarrillo mientras estudiaba la escena. Luego arrastró la mesa y
una silla, de modo que quedaron bajo la luz central y pasó una hora redactando un
informe para Brandt. En él detallaba el vuelo y sus sospechas sobre el hombre del
diente negro y su esbelto acompañante. Si algo le ocurría por lo menos tendría
fichados a los sospechosos.
Llamó dos veces más al número particular de Tolliver, mientras trabajaba, pero
con los mismos resultados. No hubo respuesta. Terminó de cifrar el informe, lo
controló y lo puso en uno de los sobres especiales de Brandt. Luego lo llevó al
escritorio del conserje para que saliera en el primer correo.
Pidió la cena y le sirvieron puré de guisantes, pollo frito a la Florentina y una
jarra de vino blanco no muy bueno. Dio al camarero el número de su habitación, se
cercioró en la mesa de recepción de que no había llamadas para él, recogió su
pasaporte y regresó a la habitación. Eran las veinte y quince.
Una vez más intentó inútilmente comunicarse con Tolliver, lanzó un juramento y
encendió un cigarrillo. Lo fumó tendido sobre la cama próxima al teléfono y se
preguntó qué haría si algo inesperado le hubiera ocurrido a Herndon Tolliver. Pero
¿cómo podía enterarse si le había ocurrido algo a Tolliver?
Concluido el cigarrillo intentó dormir, pero estaba demasiado tenso, demasiado
ansioso de acción. Era como las noches que precedían a un partido de fútbol en el
colegio secundario. En aquellas ocasiones el sueño siempre había sido esporádico y
siempre había tenido la seguridad de que su actuación podría haber sido mejor de
haber descansado como correspondía. ¿Qué ocurriría esta vez?
A las veintiuna y cuarenta y cinco decidió mandar todo al diablo y tomar una
ducha. Y estaba preparando la muda limpia, cuando sonó la suave chicharra del
teléfono. Peter dio un respingo. Luego se sentó lentamente sobre la cama y descolgó
el teléfono.
—¿Diga?
—¿Mr. Congdon?
Era una voz ligera, alegre, con un dejo de cocktails.
—Soy yo.
—Mi nombre es Herndon Tolliver. Me avisaron que quería hablar conmigo.
Peter no pudo evitar un pequeño sarcasmo.
—Me alegro de que, por fin, se haya enterado.
—Bueno, llamé una o dos veces al Savoy durante la tarde. Me dijeron que estaría

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en el Savoy ¿sabe?
Se produjo una breve pausa y la voz dijo con cautela:
—¿Me quería ver por algo en especial?
Peter hizo una mueca y dijo:
—Según parece tengo que decirle: «La leche materna es buena para los bebés».
Tolliver rió regocijado.
—Está bien. Es usted. Y yo tengo que responder: «Dr. Spock, supongo». El
senador Gorman tiene un curioso sentido del humor ¿no le parece?
—Absurdo es la palabra. Tengo entendido que tiene que entregarme algo.
—Sí. La cosa-en-cuestión llegó ayer junto con una carta y debo confesarle que no
tengo ni la más remota idea acerca de esto. No sé de que se trata. El senador me pidió
que le hiciera este favor y ño puedo negarme; le debo mi puesto aquí. Por lo menos él
es mi senador y se supone que yo soy un producto de su influencia… Sea como sea,
debo entregarle el sobre que me envió. Lo malo es que no basta con que se lo haga
llegar. Debo encontrarme con usted en algún sitio fuera de la embajada; en un refugio
hippie o algo así, y cerciorarme de que usted tiene una carta igual a la que él me
envió. Espero que usted tenga la carta, así concluimos este asunto.
—La tengo.
—¿Qué dice su carta? Quizá podamos abreviar los trámites y le dejo el sobre en
su hotel. Realmente estoy loco de trabajo y…
—Creo que es mejor que lo hagamos como él dice —dijo Peter—. El paga los
gastos y tiene derecho.
Tolliver suspiró.
—Bueno, me parece un poco excesivo. Me refiero a la imposición. Pero el
senador es así. No le importan los medios con tal de obtener lo que quiere. Dígame
una cosa: ¿tiene esto algo que ver con esa investigación sobre la mafia que dirige en
el senado?
—¿No es mejor que hablemos personalmente, Mr. Tolliver? ¿Dónde puedo
encontrarlo y dentro de cuánto tiempo?
—Bueno, crean todo un clima de capa y espada en torno a este asunto. Realmente
no me había preocupado demasiado hasta ahora. ¿Se le ocurre algún lugar?
—A mí no. Usted es quien vive aquí.
—A ver… ¿Está en la pensión San Giovanni? ¿Dónde queda eso?
—En la Via Emilia.
—¿La Via Emilia? —rió—. ¡Qué suerte! Está a la vuelta de la embajada. Nos
veremos en Il Pipistrello. ¿Lo conoce?
—No. ¿Qué es y dónde está?
—Es un club nocturno. En la Via Emilia. Unas pocas puertas más allá del
Capriccio Night Club. No puede perderse. ¿Sabe qué significa Il Pipistrello? —
preguntó con una risita.
—No.

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—Bueno, no se lo diré hasta que llegue allí. Mientras tanto trate de adivinar. Pero
es el nombre idóneo para un lugar de reunión. Es una verdadera gruta como el Black
Hole de Calcuta. Exactamente el sitio para este asunto tenebroso en que Gorman nos
ha metido.
A Peter no le interesaban mucho los simbolismos.
—Está bien, en El Pipis… lo que sea —dijo—. ¿Dentro de quince minutos?
—¡Ah no! Eso es imposible. Digamos a las veintitrés. Tengo que ir a casa y
arreglarme un poco. Además tengo allí el sobre. ¿Cómo hago para conocerlo?
—Busque a un tipo de pelo oscuro y cara avinagrada, con un traje gris oscuro y
una corbata estampada.
—Yo mido uno setenta y cinco y llevaré un gran sobre de papel manila.
—Muy bien. Lo veré a las veintitrés. Deletréeme el nombre del lugar.
Cuando terminó su conversación telefónica, Peter se bañó rápidamente, se vistió,
se colocó la cartuchera con el revólver bajo la chaqueta, pero dejó el sobretodo
colgado en una percha del armario y el maletín en uno de los estantes. A las veintidós
y veinte, echó la llave a la puerta y descendió el tramo de escaleras hasta el ascensor.
Entregó su llave al conserje de turno y salió al aire húmedo y fresco de la noche, en
busca de Il Pipistrello. Tolliver consideraba todas aquellas elaboradas preocupaciones
como una muestra del sentido del humor de Gorman; pero Peter estaba metido en el
asunto y no quería correr riesgos. Siempre era conveniente anticiparse cuando se
trataba de una cita con una persona desconocida en un lugar desconocido y por un
asunto en el que los factores de seguridad eran bastante dudosos. Además a Peter le
sobraba el tiempo, de modo que llegaría realmente temprano a la cita.

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MARTES 22,25 - MIÉRCOLES 0,45 HORAS

UN PEQUEÑO CARTEL iluminado, sobre la estrecha marquesina roja, anunciaba: Il


Pipistrello. En un rincón y en letras rojas decía: AMERICAN BAR. La puerta, pintada de
negro, ostentaba un gran candado de utilería y estaba a cargo de un portero. A ambos
lados de la entrada, unas carteleras anunciaban la actuación de alguien llamado
Armandino.
Luego de trasponer la puerta se entraba a un pequeño vestíbulo que simulaba una
gruta. Las paredes eran de un material que imitaba roca y había una ventana con
rejas. Unos escalones, alfombrados de rojo, descendían a una oscuridad casi total. A
la derecha una arcada se abría sobre un salón en el que había asientos y diminutas
mesas, un bar y un estrado sobre el cual un muchacho flaco aullaba y golpeaba una
guitarra frente a un micrófono. Su rostro estaba iluminado por un reflector; otros tres
miembros del conjunto resultaban casi invisibles en las tinieblas. Una chica y un
muchacho, estrechamente abrazados, bailaban en el espacio libre, frente al estrado de
la orquesta. Más allá había otro pequeño salón, con más mesas minúsculas, todas
ellas vacías. La pareja que bailaba parecía constituir el único público presente.
Había una segunda arcada, que se abría sobre un pequeño espacio, de paredes
rocosas, en el otro extremo del bar. Allí había otro mostrador y una serie de taburetes.
Era el mejor sitio para vigilar la entrada. Peter se dirigió a aquel mostrador y una
chica vestida de negro lo saludó. Estaba sentada en uno de los taburetes y la
oscuridad le había impedido verla antes; pero a Peter no le sorprendió encontrarla
allí. Era una «copera». Debería de habérselo imaginado.
—Hola —dijo Peter, y pasó por detrás de ella para sentarse en el último taburete,
contra la pared, a tres asientos de distancia.
—¿Habla inglés? —preguntó la chica.
—Sí.
—Yo hablo un poco.
—Ya veo.
Peter se volvió hacia el barman, un tipo grandote al que apenas alcanzaba a
distinguir, y le pidió una cerveza. Bajo el bar había una lucecita, aparte del reflector
que enfocaba al cantante y de las escasas y mortecinas lámparas distribuidas por el
salón, que casi no tenían efecto sobre las tinieblas. La decoración estaba basada en
rojo y negro; pero el efecto era exclusivamente negro.

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—No es muy cordial.
La chica dio unas palmaditas sobre el taburete vecino al suyo.
—Siéntese aquí.
Peter hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Venga y siéntese aquí —propuso señalando el taburete vecino.
Ella no puso inconvenientes y se cambió.
—Mi nombre es Eddie.
—Hola, Eddie. El mío es Bill.
—Es un bonito nombre, Bill.
—¿Cómo se llama este sitio? Es decir, ¿cómo se llama en inglés?
—¿Esto? —la muchacha se detuvo a pensar—. Es un pájaro. No sé el nombre. Es
pequeño, con alas grandotas y se cuelga cabeza abajo.
—¿Un murciélago?
—Eso es. Murciélago.
La cerveza estaba helada y parecía danesa. Peter bebió, encendió un cigarrillo y
escuchó el constante ruido del ululante. El cantor entonó una pieza norteamericana en
rock lento, luego pasó a una canción francesa. Peter aproximó la cabeza a la de la
muchacha, para contrarrestar el estridente sonido amplificado, y se enzarzó en una
charla insustancial con ella. Era una chica agradable. No le pidió nada de beber.
Otras dos parejas descendieron los escalones y atravesaron la arcada; pero todavía
era muy temprano para que la sala se llenara. Otra chica vestida de negro se acercó al
extremo del bar en donde estaba Peter y cruzó unas palabras en italiano con Eddie.
Esta se la presentó a su compañero. Se llamaba Angie.
Angie se instaló en el taburete siguiente y, poco después, se le acercó un tipo
maduro, calvo y rechoncho.
Peter ofreció una copa a Eddie a las veintidós y cuarenta y ella pidió algo que
burbujeaba como un ginger ale. Peter no se molestó en preguntar qué bebía. A las
veintidós y cuarenta y cinco la invitó a bailar y se unieron a las cuatro parejas que se
movían en la pista. Eddie era esbelta y lo seguía bien. Bailaba próxima a él, pero sin
adherírsele. No se insinuaba, pero tampoco se mostraba esquiva. Actuaba como si le
gustara más el hombre que su cartera. Su actitud despertó simpatía en Peter.
Pero Peter estaba de servicio. A las veintitrés pidió otra copa para los dos y
comenzó a consultar su reloj.
—¿Vienen muchos norteamericanos a este sitio? —preguntó acercándose a la
chica para hacerse oír sobre el fragor de los ululantes,
—Bastantes.
Peter encendió un cigarrillo a su compañera y también fumó uno.
—¿Espera a alguien? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Es más guapa que yo?
Peter estaba sentado sobre alfileres y no tenía ganas de flirtear.

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—Es un hombre —dijo, y descendió de su taburete—. Escuche: espéreme aquí un
minuto y preste atención por si entra un hombre con un sobre grande de papel manila
en la mano. ¿Entendido? Si entra, llámelo. Voy a hablar por teléfono.
Marcó el número de Tolliver, que ya sabía de memoria; pero no hubo respuesta.
Regresó a donde estaban Eddie y la cerveza. El señor del sobre manila no había
aparecido. Encendió cigarrillos para los dos y lanzó un juramento entre dientes. Eran
más de las veintitrés y treinta.
—Va a empezar la orquesta buena —decía Eddie en ese momento—. Este es un
conjunto nuevo…; está empezando. Tocan para aprender.
Peter hizo un gesto de asentimiento y se dijo que Tolliver tenía que estar de
camino. Pudo repetírselo y seguir creyéndolo hasta la medianoche. A partir de ese
momento supo que algo andaba mal.
Volvieron a bailar, pero las cosas habían cambiado. Ella seguía arrimándose, pero
él ni siquiera advertía su presencia. Eddie intuyó el cambio y su razón.
—Ese hombre al que espera… ¿se trata de un negocio importante?
Peter miró el rostro joven y frágil, apenas iluminado.
—¿Hm? ¿Qué le hace pensar eso?
—Usted. La forma en que se comporta. Lo estoy sintiendo.
No trató de engañarla,
—Temo que haya cambiado de opinión y no venga.
—¿Quiere sentarse?
Regresaron a su sitio y Peter pagó la cuenta. El barman le anunció que eran 6000
liras y Peter gruñó al sacar su cartera. La chica era parte de los servicios del bar, pero
valía la pena. Y bien, eran los fondos del senador; que los contribuyentes se quejaran
ante el senador. Con todo se imaginó a Brandt echando sapos y culebras. Brandt no
iba a creer que hubiera tenido que gastar un centavo en un lugar como aquél.
Siéntese, no hable y no pida nada. Que traten de echarlo. Ese era el sistema de
Brandt. A Brandt no lo iban a echar, eso era seguro. Nadie se atrevía a acercarse a ese
hijo de puta.
Cuando su reloj marcó las veinticuatro, Peter se puso de pie.
—¿Se va? —preguntó Eddie.
—Me voy.
—Espero que lo encuentre.
—Gracias, Eddie.
La besó en la mejilla y le dio una palmadita en la cadera. Saludó a Angie con la
mano al pasar y ella extendió la suya para tocarlo y le sonrió. Peter agradeció el
gesto, pero al salir pensó que se necesitaría algo más que sonrisas para ayudarlo a
enfrentar las próximas horas.
La Via Emilia estaba tranquila. Los bordes de la calzada estaban llenos de
automóviles; pero no se veía ningún vehículo en movimiento, ni gente en las
estrechas aceras. Peter dobló la esquina y consiguió un taxi en la Via Véneto, frente a

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las puertas enrejadas de la Embajada de los Estados Unidos.
—Vía Cimarosa, número quince —ordenó al conductor y acompañó sus palabras
con un gesto que indicaba el número quince.
El conductor rio y bajó la bandera.
—Usté non parla el italiano, ¿Eh? ¿Usté parla el inglese?
—Así es.
—Io también. Non mucho condutore parlan el inglese. Io sé dove va usté.
—Me alegro mucho —dijo Peter, y se acomodó en el amplio asiento trasero,
mientras encendía un cigarrillo.
En realidad no le interesaban demasiado las habilidades lingüísticas del taxista.
En aquel momento su preocupación era el paradero de Herndon Tolliver. Tenía que
encontrar una manera de localizarlo.
El taxista se confundió con el tránsito de la Via Veneto.
—Usté de Londré.
—De Norteamérica.
—¡Ah! ¡Norteamérica! ¿Qué tal el mío inglese?
—Mucho mejor que mi italiano. ¿Queda lejos el lugar a donde voy?
—Cerca.
Pasaron por la vieja muralla, bordearon el parque de la Via Pinciana, pasaron por
la Galería Borghese, doblaron un par de veces, y por fin se detuvieron ante un portón
de rejas que se abrían sobre el patio de entrada de una casa de apartamentos de siete
pisos. El edificio —una sólida sucesión de oscuras ventanas cerradas— ocupaba la
manzana y aquella entrada que parecía tan amplia era sólo uno de los accesos
laterales. Al trasponer la puerta se veían entradas sobre las que se leía Scala I y Scala
II. A la derecha, ascendiendo cuatro peldaños, estaba la puerta del departamento del
portiere. Más dentro se veían otras entradas, senderos embaldosados y un estanque
circular.
—¿Y? —dijo el conductor—. Queste é el número quince. ¿Sabe a dove va?
—Sé lo que quiero, pero no sé cómo preguntarlo.
—¿Y qué cosa quiere?
—Busco a un norteamericano llamado Tolliver que vive aquí.
—Viene —dijo el conductor, abriendo su portezuela—. Nosotros encontramo.
Llevó a Peter al interior del edificio, ascendió los escalones que conducían a la
puerta del portiere y golpeó con fuerza. Le abrió una mujer gorda, de pelo entrecano
sujeto en un rodete y una sonrisa en la que se alternaban las mellas con los dientes
torcidos.
El conductor y la mujer cruzaron frases en italiano con la velocidad de una
ametralladora, y la mujer señaló la entrada que decía Scála I.
Descendieron los peldaños, cruzaron en dirección a la Scala i y Peter comenzó a
buscar chapas con nombres; pero no había.
—Dos pisos ariba —dijo el conductor y encabezó la marcha.

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Al llegar al segundo piso encontraron dos puertas que daban al pallier. El taxista
se detuvo indeciso, luego golpeó en ambas puertas. La primera no se abrió, y una
señora se asomó en la otra. Era baja y fornida y olía levemente a ajo; pero estaba bien
vestida y parecía una mujer cuidada.
Hubo un breve intercambio de frases y ella señaló la puerta opuesta y se encogió
de hombros.
—Ahí habita —dijo el taxista—. Pero non está.
—¿Y no sabe dónde está?
El conductor tradujo la pregunta y ella hizo un gesto de ignorancia. Su esposo, un
hombre de pelo gris, en mangas de camisa, salió e intervino en la conversación.
Apoyado en la baranda llamó a gritos a alguien del piso de abajo. Se abrió una puerta
y se oyeron otras voces.
Por fin el conductor tradujo:
—Salió con algunos amigo.
—¿Y saben cuándo?
Siguió una larga discusión cuya traducción fue:
—A diez y media o once.
—¿Saben quiénes eran sus amigos o dónde iban?
Transcurrió un minuto de animada conversación antes de que el taxista volviera a
traducir:
—Non conocen a lo amigo. Eran tre hombres. Llegó con elli a la casa y volvió a
salir con elli más tarde.
Peter trató de obtener una descripción, pero fue inútil. Agradeció a la pareja,
volvió a bajar las escaleras y agradeció en inglés a los otros, al pasar. Ellos le
agradecieron en italiano y todavía hablaban entre ellos cuando Peter y el taxista
abandonaron el edificio y volvieron a entrar en el automóvil.
—¡Io bueno para ayudare!, ¿eh? —comentó el chófer con orgullo, cuando el
automóvil se puso en marcha—. ¿Y ora dove?
—Creo que a la pensione San Giovanni en la Via Emilia.
Fue un viaje de diez minutos y el control de rutina convenció a Peter de que nadie
los había seguido. El taxista se dedicó a monologar en su especie de inglés… Que los
norteamericanos eran grandes, que Mussolini había sido terrible para el país…
Buscaba una propina suculenta y Peter se la dio, por la ayuda que le había prestado y
porque era sedante sentir que la charla resbalaba sobre él sin interrumpir sus
pensamientos.
El encargado de turno le abrió la puerta y le entregó la llave. Peter preguntó si no
habían habido llamadas telefónicas. Por supuesto, no había ninguna.
Subió en el ascensor, trepó el último tramo de escalera y abrió la puerta con su
llave. No sabía cuál sería su próximo paso; pero pensó que lo mejor sería dormir.
Cerró la puerta y se volvió para buscar el interruptor de la luz, pero no llegó a tocarlo.
Al volverse sintió como si el techo se le desplomara sobre la parte posterior de la

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cabeza. Vio un relámpago deslumbrante y las rodillas se le doblaron. Por un instante
pensó que el armario se le había caído encima, pero luego comprendió que había
alguien detrás del armario y que había caído en una emboscada. Pero no tuvo
conciencia del instante en que tocó el suelo.

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MIÉRCOLES 0,55 - 1,10 HORAS

LA CHICHARRA DEL TELÉFONO atravesó las tinieblas de la conciencia de Peter Congdon.


No era un sonido fuerte, pero era penetrante y doloroso para sus sentidos
hipersensibilizados. Su breve pero vibrante intensidad resultaba casi insoportable.
Peter quería permanecer en la oscura tierra de nunca-jamás y aquel zumbido lo
devolvía al amargo mundo del dolor.
En el silencio que siguió al sonido, alcanzó a hundirse a medias en las tinieblas
que lo habían albergado, pero no pudo ir más allá. Otras cosas herían sus sentidos, la
sensación de aspereza contra su rostro, los ruidos del tránsito, el ronco sonido de una
música distante.
El teléfono volvió a zumbar durante tres insoportables segundos y Peter levantó la
cabeza, apretando los ojos, como para defender su cerebro del sonido. Cuando la
chicharra se extinguió abrió los párpados; comenzaba a comprender. Estaba tendido
sobre una alfombrilla en una habitación oscura, pero por la ventana penetraba un
resplandor. Arriba estaba la extensión gris del cielo raso. Muy cerca de él se elevaba
la forma oscura de un gran armario.
Trató de pensar, luchando contra el dolor lacerante, que ahora parecía haberse
localizado en su cabeza. Los recuerdos comenzaron a volver. Aquella era una
habitación de hotel…, su habitación. Se había caído. ¡Cuernos, caído! No, lo habían
golpeado. Había entrado en la habitación, había comenzado a volverse y fue golpeado
por detrás. Eso era. Alguien había estado detrás de ese mismo armario. Ahora lo
recordaba.
Se incorporó apoyándose sobre un codo. El dolor de cabeza seguía en aumento,
pero se hizo más tolerable al erguirse. Se aferró al pie de la cama y logró ponerse de
rodillas. Trató de ponerse de pie, pero cayó sobre la cama y resbaló nuevamente al
suelo, contra el armario. Luchó por ponerse otra vez de rodillas al oír la chicharra del
teléfono, que zumbaba por tercera vez.
Alguien lo estaba llamando. Ahora recordaba. El teléfono había estado sonando.
Tenía que responder. Era importante responder. Para eso estaban los teléfonos.
Se apoyó en el colchón. ¿Dónde estaba el teléfono? Ahí estaba, en las sombras,
sobre el velador, a una cama de distancia. Se arrastró con manos y rodillas y alcanzó
el teléfono. Se sentó en el suelo, con un codo apoyado en la cama y se llevó el
auricular al oído.

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Una voz excitada, casi histérica chilló:
—¿Oiga, oiga? ¿Es usted, Congdon?
Peter gruñó y luego pudo emitir un pesado:
—Sée.
Le parecía que la cabeza le iba a estallar.
—Soy Tolliver. Herndon Tolliver. ¿Me oye?
El nombre fue como un timbrazo. Sí, recordaba a Tolliver. Ahora recordaba casi
todo. Trató de dar coherencia a sus respuestas.
—Sí, Tolliver—dijo respirando pesadamente a causa del esfuerzo—. ¿Dónde
está?
—¡Me agarraron! ¡Me agarraron delante de mi apartamento! ¡Justo cuando bajaba
del automóvil!
—¿Quienes lo agarraron?
Peter sacudió la cabeza tratando de librarse de su embotamiento.
—La mafia. Tiene que haber sido la mafia. Gorman está mezclado con ellos. Y
usted ha venido por eso, ¿no? Me raptaron. ¡Ellos me raptaron!
—Mm —gruñó Peter, respirando pesadamente—. ¿Qué ocurrió?
—Querían el sobre. Me amenazaron. Sabían que lo tenía. ¡Me obligaron a
entregárselo!
—¿El sobre?
Peter sabía que había algo respecto a un sobre, vinculado con su viaje a Roma.
—El sobre que tenía que entregarle en Il Pipistrello. Pero ¿me entiende? ¡Me
raptaron! Me obligaron a entregarles el sobre. ¡Me habrían matado!
—Sí, comprendo —dijo Peter.
—¿Comprende? —chilló Tolliver—. ¡He estado a punto de perder la vida y todo
lo que se le ocurre decir es «comprendo»!
Los chillidos de Tolliver aumentaron el dolor de cabeza de Peter.
—Sí, sí, cálmese —dijo, procurando que el hombre dejara de gritar—.
Comprendo perfectamente. ¿Dónde está?
—En el infierno y fuera de Roma. Debo de estar como a veinte millas de Roma.
Me hicieron entrar en mi apartamentó para que les entregara el sobre y después me
llevaron con ellos. Anduvimos millas y millas. ¡Ese chiflado obeso de Gorman podía
haberme matado! ¡Cómo se le ocurre enredarme con la mafia! Yo nunca le hice nada
a nadie. Sólo pretendí hacerle un favor a un tipo. ¿Cómo puede exigir que una
persona ajena a todo, como yo, meta la cabeza en semejante trampa? ¡Ni siquiera me
dijo lo que contenía ese sobre! ¡Es un degenerado! No se lo voy a perdonar nunca. He
tenido suerte de salir con vida de esto.
El cerebro de Peter había comenzado a funcionar mejor, cuando Tolliver se
detuvo para respirar. Si el dolor no hubiera sido tan intenso, podría haber pensado
casi con claridad.
—O.K., O.K. —dijo—. De modo que lo raptaron. Cuénteme todo.

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—Eso estoy tratando de hacer. Pero ¿acaso es sordo? ¡Estoy tratando de
prevenirlo!
—¿Prevenirme de qué?
—De esos tipos. Eran tres. Dos delincuentes jóvenes y un tipo mayor. Y todos
estaban armados. Me llevaron al campo y abrieron el sobre y miraron lo que había
dentro. Después me golpearon y me dieron de puntapiés y me exigieron que les dijera
todo lo que supiera sobre el asunto y yo les dijo que lo único que sabía era que el
senador Gorman me había pedido que entregara ese sobre a alguien. Me obligaron a
cantar a quién. Yo no quería decírselo, pero esos dos asesinos jovencitos me habrían
matado, Y lo sabían, de todas maneras; porque cuando les solté su nombre el tipo
mayor dijo que estaba diciendo la verdad. Me exigieron que les aclarara dónde
paraba. Yo no quería decírselo, pero amenazaron con matarme, así que tuve que
hacerlo. Les dije que en la pensión San Giovanni y entonces ellos fueron a un sitio
donde había teléfono y creo que llamaron a la pensión. No sé. De alguna manera se
convencieron de que les había dicho la verdad y me soltaron en una carretera desierta
a millas de cualquier lugar habitado.
»Dios sabe cuánto anduve hasta que encontré el primer teléfono para prevenirlo.
Ellos saben quién es usted, Congdon. Cuídese. Son muy peligrosos. Lo matarán si no
se cuida. ¡Le juro que creí que me mataban!
Peter estaba totalmente alerta ya y aquel dolor palpitante en su cabeza se había
desplazado al fondo de la conciencia. Ahora había cosas más importantes en la vida
que el dolor.
—Ese hombre mayor del que habla ¿era el jefe?
—Sí. Él hacía las preguntas. Los otros se encargaban del trabajo. ¡Qué trabajo!
¡Con mis costillas!
—¿Llevaba un clavel?
—Sí, sí. ¿Lo conoce?
—¿Qué me puede decir de los otros dos? ¿Cómo eran?
—Jóvenes, morenos. De aspecto desagradable.
—Eso no me aclara una mierda. ¿Cómo iban vestidos? ¿Qué rasgos tenían?
—Vestían ropa oscura, los dos. Parecían gangsters. Pelo negro. Ojos negros.
—Eso sigue sin aclararme el panorama.
—¡Ay, Dios mío! —chilló Tolliver—. ¿Qué pretende de mí? He visto la muerte
cara a cara y espera que recuerde detalles mínimos. Por lo menos podría tener la
cortesía de agradecerme que lo haya prevenido. Cierre su puerta con llave, pueden
llegar en cualquier momento. Si estuviera en su pellejo saldría volando de esa
pensión. Y no me llame más ¿eh? No tengo el sobre y no sé nada de nada. Tampoco
tendré nada que ver con nada de esto en el futuro. Me quejaré a mis superiores.
Presentaré una protesta oficial. Voy a…
—Escuche —interrumpió Peter—, dé gracias a Dios por haber salvado el pellejo
y por haber escapado sin mayores daños.

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—¿Sin mayores daños? Me hicieron sangrar la nariz y me lastimaron el labio y
me molieron las costillas. Tengo un ojo negro y un tremendo hematoma en la mejilla.
¿Cómo me voy a presentar mañana en la embajada? Me da vergüenza.
—Claro —dijo Peter—. Y gracias por prevenirme. Gracias por tratar de
defenderme.
—Hice lo que pude. Me habrían matado si no les hubiera dicho dónde paraba
usted. Quizá me maten si se enteran de que lo llamé. Siga mi consejo: salga de la
ciudad.
—Sí. Gracias.
Peter colgó el teléfono y encendió la luz del velador. Parpadeó dolorido ante la
brusca claridad, que lo deslumbró. Se levantó con esfuerzo y se sentó en la cama,
manteniendo la cabeza erguida. Recorrió cautelosamente con los dedos el cuero
cabelludo hasta que sintió la sangre, en parte seca, en parte aún pegajosa. Se lo
merecía por haber dado a Tolliver su dirección. Había vacilado en hacerlo. Sabía que
era peligroso. Lo había hecho en mala gana, como un riesgo calculado y le había
salido mal.
Se palpó la chaqueta. Sí, le faltaba la cartera. Y también el revólver.
Se puso de pie, vacilante aún, y revisó los bolsillos. Se habían llevado todo: el
pasaporte, el certificado de salud, los cheques, sus anotaciones. Sobre la otra cama
estaba el abrigo desgarrado, y el maletín abierto y roto. Le habían dejado la muda de
ropa, pero faltaba la caja de cartuchos y el equipo para obtener las impresiones
digitales. Hasta se habían llevado los sobres especiales para enviar los informes a
Brandt.
Peter se volvió a sentar y trató de pensar. En la cartera estaba la clave del código.
Eso era lo que buscaban, por supuesto. Ya tenían el sobre de Tolliver, que contenía el
nombre y el paradero de la chica; pero no podían descifrar la información sin una
clave. Ahora tenían eso también y Peter no tenía nada. Ni siquiera le habían dejado el
reloj de pulsera. Y cuando regresara ni siquiera tendría su puesto en la agencia
Brandt.
El tiempo volaba. El grado de lucidez que había alcanzado Peter le permitía
apreciar ese hecho. Tomó el teléfono, lo dejó sobre la cama, junto a él, y lo descolgó.
Por un instante pensó que el conserje podía pertenecer a las huestes enemigas, pero
luego desechó la idea. Tenían que haber engañado al «viejo» de alguna manera. Si
hubiera estado enterado de la emboscada, Peter habría detectado algo en su actitud.
En cualquier caso el problema era puramente académico. Puesto, que no tenía
siquiera las monedas necesarias para llamar desde un teléfono público, no tenía más
remedio que hacer sus llamadas a través del conserje, mafioso o no. Le dio un
número y esperó.
Una voz de hombre respondió a la tercera llamada y Peter dijo:
—Sin usar nombres le diré que la Agencia Brandt tiene una red muy amplia.
—Y recoge muchos peces —replicó el otro—. ¿Acaso se escapó alguno?

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—Así es. Estoy en mi pensión. ¿Cuánto tardará en llegar?
—¿Le parecen bien diez minutos?
—Me parece que va a tardar más porque necesito unas cuantas cosas.
—Deme la lista.
—Un automóvil, veinticinco mil liras como mínimo, un pasaporte, un arma y una
caja de balas, un reloj de pulsera…, si eso no le hace perder demasiado tiempo…, y
creo que eso es todo. ¡Ah! Y una caja de aspirinas.
—Una buena lista. ¿Qué tipo de pasaporte necesita?
—Cualquiera con tal de que lo consiga inmediatamente.
—¿Es para usted?
—Así es.
—Parece ser que han surgido problemas.
—Ya lo creo. Y bien ¿cuánto cree que tardará?
El otro hombre hizo una pausa.
—Quizá media hora.
—Trataré de estar fuera del hotel. Tenga cuidado de que no lo vean. Me gustaría
que se mantuviera sano.
—Lo que me pide ya es suficiente aviso —dijo el hombre sin alharacas—. Me
basta para saber con quién hay que habérselas. Iré por allí.
Peter colgó y volvió a descolgar.
—Quiero hacer una llamada a Estados Unidos de América —dijo cuando el
conserje lo atendió—. ¿Cuánto tardará?
El conserje no pareció sorprenderse lo más mínimo.
—No habrá mucha demora, señor —respondió—. ¿A qué sitio de los Estados
Unidos?
Peter le informó que a Washington D.C., y añadió:
—Quiero hablar con el senador Robert Gerald Gorman.
Deletreó pausadamente el nombre.
—El número es… —prosiguió—. Espere un segundo.
Frunció el ceño y trató de recordar.
—¿Qué hora es? Se me ha parado el reloj.
—La una y diez de la madrugada, señor.
—Ahá, bueno, trate… Diga a la telefonista que trate de localizarlo en su
domicilio particular que está…
Le costaba mucho recordar.
—Kalorama Road —dijo, por fin—. Noroeste.
Deletreó la dirección.
—Y si no está allí que lo busque en su oficina en el Nuevo Edificio de Oficinas
del Senado.
—Muy bien, señor. ¿Qué números, por favor?
Peter ya no tenía los números.

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—No sé. La telefonista de Estados Unidos tendrá que buscarlos. Si no estuviera
en ninguno de esos sitios, que averigüen a través de quien conteste dónde se puede
dar con él. Es absolutamente necesario que hable con él inmediatamente. Es una
cuestión de vida o muerte. ¿Entendido?
—Sí, señor, entendido —respondió el portero con tono grave—. Son quince
dólares norteamericanos por cada tres minutos.
—Olvidaba decirle que cobren la comunicación al abonado de Estados Unidos.

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MIÉRCOLES 1,30 - 1,40 HORAS

LA COMUNICACIÓN sólo tardó veinte minutos, y Peter empleó ese tiempo empapándose
la cabeza bajo el chorro de un grifo y tratando de mejorar su aspecto. Al inclinarse
para introducir la cabeza bajo el chorro sintió una vaga sensación de náusea y de
mareo, pero el agua fresca disipó el malestar y calmó un poco el dolor.
Cuando el teléfono sonó estaba el senador en la línea y la telefonista le decía:
—Hable, señor, por favor.
—¿Congdon? —preguntó el senador—. ¿Qué pasa? ¿Ya la tiene?
—No, no la tengo —respondió Peter secamente—. Han surgido complicaciones.
Su amigo de la embajada cayó en una emboscada y le han robado el sobre.
—Eso es imposible.
—Pero ha ocurrido. La mafia tiene toda la información que contenía el sobre.
Además me asaltaron a mí y tienen la clave del código.
El senador explotó con una serie de epítetos ofensivos.
—Hijo de puta, incompetente de mierda —dijo para concluir la andanada—. ¿Se
da cuenta de lo que ha hecho? ¿Comprende…?
Peter se sentó en el borde de la cama.
—Deje de lado el sermón —interrumpió—. Lo importante es que la mafia no va a
tardar mucho en descifrar el mensaje, ahora que tiene la clave. En cuanto lean el
mensaje sabrán quién es la chica y dónde está y llegarán antes que yo; quizá todavía
pueda ganarles por la mano.
La voz de Gorman estaba muy próxima al chillido histérico.
—¿Quiere que se lo diga ahora, por teléfono, en simple inglés?
—Y con voz alta y clara, senador. La comunicación no es muy buena. No le oigo
del todo bien.
—Me levanta de la cena, me llama desde Roma y espera que le revele por
teléfono la más secreta de las informaciones.
Peter rechinó los dientes.
—Es una información que la mafia ya tiene en su poder. Si no me la da en este
mismo momento, su testigo es mujer muerta. Nunca prestará declaración ante su
comisión. Y lo que es peor, su sangre caerá sobre usted.
—¡¿Sobre mí?! ¡Usted es quien estropeó todo! ¡Usted es el incompetente de
mierda que ha entregado a la mafia todo lo que necesita para estropear mis esfuerzos,

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para destruir la labor de mi comité!
—No le va a salvar la vida insultándome, senador. ¿La quiere viva o muerta?
—¡¿Ah, sí?! Bueno, veamos. ¿Cómo me consta que es quien dice ser? Juraría que
no es Peter Congdon. Es un mafioso. Cree que le voy a entregar a la testigo.
—Habitación trescientos seis D del Shoreham Hotel, ¿no, senador? Roger S.
Desmond es mi nombre, ¿no, senador? La leche materna es buena para los bebés,
dice el doctor Spock, ¿no, senador? Y si soy un mafioso y sé todo eso, usted está
perdiendo de cualquier manera y yo no tendría por qué tomarme el trabajo de
llamarlo, ¿no, senador?
—Está bien. Pero ¿cómo sé que si le doy esta información usted va a llegar hasta
ella antes que la mafia? De la forma en que ha estropeado…
—No lo puede saber usted, ni lo puedo saber yo. Pero cada minuto que se pierde
disminuyen las posibilidades. Hace más de cuarenta minutos que la mafia tiene en su
poder la clave del mensaje. Ahora todo depende del tiempo que tarden en descubrir el
mecanismo y, luego, descifrar su información. Es una posibilidad entre mil, senador;
pero quizá la salve. ¿Cómo se llama y dónde está?
—Estoy corriendo un enorme riesgo al darle esta información —insistió el
senador—Si algo le ocurre a esa chica, usted será el responsable. Su vida y su futuro
dependen de usted. Su sangre caerá sobre usted. ¿Lo entiende bien?
—¿Cómo se llama y cuál es la dirección?
El senador respiró hondo.
—Está bien —dijo con tono quejumbroso—. Tendré que confiar en su palabra. El
nombre adoptado por la chica es Karen Halley. ¿Oyó bien?
Peter no tenía con qué escribir, ni dónde escribir.
—Karen Halley —repitió, procurando grabar el nombre—. ¿Y la dirección?
—Vía dei Saponai 16. ¿Oyó bien? D-E-I. Dei S-A-P-O-N-A-I. El apartamento está en
el primer piso a la derecha. ¿Entendido?
—Entendido.
—En Florencia.
—¿En Florencia?
Peter pegó un respingo.
—Claro. ¡Cómo cree que lo iba a enviar a Roma si ella estuviera en Roma!
—Nunca sé qué diablos haría usted, senador —gruñó Peter y se pasó una mano
por la cara. Florencia le parecía tan distante como Siberia.
—¿Y qué número de teléfono tiene?
—No tiene teléfono.
—¡Santo Dios! ¿Mantenida por Bono y ni siquiera tiene teléfono?
—Está escondida, pedazo de idiota. ¿A quién quiere que telefonee?
—Está bien. ¿Qué aspecto tiene?
—Es rubia. Es joven. Le calculo unos veinticinco. Es bonita.
—¿Rubia? Creí que era italiana.

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—Hay italianas rubias y cualquiera puede comprar un frasco de tinte.
—¿Entonces es una italiana teñida?
—Además no es italiana de nacimiento. Es…, bueno, no importa. Considérela
norteamericana. Entrará con pasaporte norteamericano. Acostúmbrese a la idea de
que es norteamericana.
—Está bien, senador. Karen Halley, falsa rubia, falsa italiana, falso pasaporte
norteamericano. ¿Me conoce ella por mi verdadero nombre?
—Sí. Ahora todo queda en sus manos. Y si no la trae con vida… ¡Dígame una
cosa! ¿No está en un club nocturno?
—¿Qué?
—Oigo música.
Era la música que llegaba del Capriccio Night Club a través de la calle. Peter
apartó el teléfono y lo dirigió por un instante hacia la ventana abierta. Luego dijo:
—Me descubrió, senador. Es un lince.
Colgó, volvió a dejar el teléfono sobre el velador y se sentó, débil y tembloroso.
Se sentía mal y tenía ganas de acostarse. Quería descansar y dormir y reponerse.
Pasados unos instantes se puso de pie, se aproximó a la ventana y miró hacia la
calle. La música era ensordecedora y dos parejas reían y bromeaban en la acera
mientras se disponían a entrar en un minúsculo automóvil. Ninguno de los otros
automóviles parecía estar esperándolo.
Cerró las hojas de la ventana e hizo girar el pestillo; pero la música seguía
oyéndose. Miró la cama incitante, pero resistió la tentación de volverse a sentar.
Temblaba, traspiraba y se sentía descompuesto. Tenía que mantenerse en pie.
Abrió la puerta que daba al hall y al hacerlo pensó que sus asaltantes podían
haberlo encerrado y haberse llevado la llave. Eso y matarlo era casi lo único que no
habían hecho.
Se aferró a la baranda con ambas manos al descender el tramo de escaleras y, al
entrar en el ascensor, se desplomó en el banquillo rojo, antes de tocar el botón
marcado con la letra T, de terra.

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MIÉRCOLES 1,50 - 1,55 HORAS

VICTORIO DEL STRABO llegó en un sencillo Mercedes Benz negro 280 SE convertible,
cinco minutos después de que Peter saliera a la calle. Llevaba la capota bajada, a
pesar del frío de la noche. Vestía pantalones sport oscuros, turtleneck blanco y una
chaqueta de tweed gris. Era un hombre de unos treinta años, bien parecido, con un
bigotito negro y el aire de un astro cinematográfico de vacaciones.
—La Agencia Brandt tiene una red muy amplia.
—Y no pesca todo lo que debe —replicó Peter entrando cautelosamente en el
automóvil.
Vittorio lo estudió con una rápida mirada.
—No está precisamente como nuevo. Creo que, antes que nada, necesita la
aspirina.
—Sí, por favor. Y déjeme un lápiz y un papel. No confío en mi memoria, en mi
estado actual.
Del Strabo le alargó una libreta y un lápiz sin hacer preguntas; cuando Peter
arrancó una hoja de la libreta y se la guardó en el bolsillo, le entregó una caja de
tabletas.
—¿Y ahora a dónde vamos? —preguntó, después de guardar su libreta.
—Más lejos de lo que creía. Necesito el automóvil para ir a Florencia. ¿Puede
dejarme en la carretera correspondiente y regresar a su casa por sus propios medios?
—¿Florencia? —Del Strabo rio y puso el automóvil en marcha—. Eso queda
lejos.
—Y tengo que llegar rápidamente.
Peter se tragó dos aspirinas juntas y guardó el resto en un bolsillo.
—¿Consiguió todo lo demás?
—¡Oh sí! El pasaporte está en blanco. Es una réplica de un pasaporte
norteamericano, pero tendrá que llenarlo usted mismo. Tiene el sello de una entrada
en Italia y tengo el sello para su fotografía. ¿No tiene alguna encima?
—No tengo nada encima. Me aporrearon y me desvalijaron.
—¿Algún delincuente compatriota mío o alguien vinculado con sus negocios?
—Fue por mis asuntos. ¿Trajo un recibo por el dinero, el automóvil, el arma y
demás? Se lo firmaré.
—Todo está en orden. Ya nos ocuparemos de eso a su debido tiempo.

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—Tengo prisa, Vittorio.
—Por supuesto. Y yo lo llevaré con toda prisa.
—¿Usted? —Peter se irguió en su asiento—. Usted no va…
—Sí que voy. Este es mi automóvil y estoy muy orgulloso de él. No lo dejaría en
manos de alguien que tiene aspecto de no poder conducirlo durante más de cien
metros.
—Vittorio, su compromiso con Brandt se limita a Roma. Soy yo quien debe
correr el riesgo. Usted no puede ir.
—Mi estimado amigo —dijo Del Strabo, mientras doblaba por la Via Veneto y se
confundía con el tránsito/bastante activo aún—: hace cuatro años que soy
representante de Brandt en Roma. He recibido órdenes, he recogido información, he
actuado como anfitrión de los agentes como usted, satisfaciendo sus necesidades…,
algunas de ellas ilegales, como las suyas; Corriendo toda clase de riesgos, pero
perdiéndome siempre el placer de la cacería. Eso parece estar reservado para usted.
Esta es mi oportunidad de dejar de ser un agente de viajes de Brandt. Esta es mi
oportunidad de escapar por un momento al espantoso tedio de una organización
comercial de corte familiar. Cuando supe que estaba en dificultades me dije: he ahí
mi hombre que necesita ayuda. He ahí mi oportunidad de divertirme un poco.
Disculpe, amigo, pero si este automóvil va a Florencia, lo conduciré yo.
—Mire, no voy a discutir con usted —dijo Peter—. Esto no va a ser divertido; va
a ser peligroso. No permitiré que corra el riesgo.
—Permite que corra el riesgo de falsificar pasaportes… Además estoy de acuerdo
en que no quiera discutir. No parece estar en forma para una discusión.
—Escúcheme, Del Strabo —dijo Peter con acento fatigado—: no conoce este
trabajo. Es sólo un contacto, alguien de la subestructura de nuestra organización. No
tiene el entrenamiento que se requiere para la verdadera labor que se cumple en ella.
Nadie le ha enseñado a disparar, a pelear. No tiene la preparación física, los
reflejos…
Del Strabo rio.
—No es muy lisonjero que digamos, ¿eh? Pero en este momento diría que estoy
bastante menos endeble e indefenso que usted. En cuanto a disparar, amigo, tengo
mis buenas medallas. Tiro al pichón, al blanco, rifle, pistola. Es un deporte que
practica toda mi familia. Me he criado manejando armas.
—Y apostaría a que también se crio con una gobernanta inglesa.
—¡Qué buen detective es usted! —celebró Del Strabo—. Pero mírese, amigo. ¿Es
capaz de llegar desde aquí hasta la autostrada? ¿Tiene carnet internacional de
conductor? ¿Siquiera sabe cómo se maneja este automóvil? Si la velocidad y la
seguridad son fundamentales, le soy indispensable. Conmigo al volante está allí a las
cinco de la mañana. Conozco muy bien el camino.
—Usted es un inconsciente, Vittorio. Puede que lo maten en este asunto.
—¿Y qué hay con eso? No concedo ninguna importancia al momento en que uno

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muere. Lo que importa es cómo vive uno. Me contará de qué se trata durante el viaje.
Luego dormirá un poco y llegará a Florencia descansado. Le aseguro que es la única
salida.
—Mi negocio es con la mafia. ¿Qué le parece?
Del Strabo rio.
—Imperdonables pecadores esos mafiosos. Una mancha sobre Sicilia y sobre el
pueblo italiano. ¿Vamos a matar a alguno? Por suerte traje un revólver para cada uno.
—Quizá ellos nos maten a nosotros.
—Por supuesto. No pretendo que se queden quietos mientras hacemos puntería.
Esto promete ser muy estimulante. Cuénteme algo más.

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MIÉRCOLES 5,10 - 5,35 HORAS

ERAN LAS CINCO Y DIEZ y el cielo estaba densamente nublado, cuando el veloz
Mercedes de Del Strabo entró en Florencia por la Via Donato Giannotti y cruzó como
una exhalación la Piazza Gavinana. Junto a él, Peter Congdon dormía. Llevaba dos
horas y media durmiendo; dormía desde el instante en que abandonaron el tránsito de
Roma, para internarse en la autostrada y Peter terminó su relato sobre el asunto entre
manos y su planteo de lo que podía ser la recepción en Florencia. A Del Strabo le
había parecido fascinante. Una película norteamericana, caramba.
Pero al llegar a la ribera sur del Arno, el italiano extendió una mano y sacudió al
detective dormido.
—¡Eh, amigo Peter! Estamos llegando.
Peter se movió en su asiento y luego se irguió de un salto e introdujo la mano bajo
la chaqueta. La nueva automática no calzaba muy bien en una cartuchera destinada a
otra arma.
—¿Qué? ¿Dónde?
—¡Qué despertar tan dramático! —rio Del Strabo—. ¿Siempre se despierta así?
Peter recorrió con la vista la calle vacía, iluminada aún por los faroles eléctricos,
los edificios que desfilaban por el lado de Del Strabo y los árboles, paredones y
cercas que pasaban junto a él. La claridad de los faroles era fantasmal y todo estaba
silencioso y extraño. Una motocicleta que cruzaba un puente, a lo lejos, era la única
fuente de sonido o movimiento. Peter no respondió a la pregunta de Del Strabo ni
quitó la mano de la culata del arma.
—¿Esto es? —preguntó.
—Esta es la bella Florencia, la joya de Italia. Pensé que le gustaría contemplarla
antes de llegar a destino. El Arno corre a su lado, detrás de esos muros, aunque no lo
vea. Pasa por debajo de aquel puente.
—¿No me diga?
Peter se enderezó. Del Strabo había echado la negra capota del Mercedes al llegar
a la autostrada y el detective tuvo que asomarse a la ventanilla para contemplar la
ciudad.
—El cuatro de noviembre, hace un año —dijo Del Strabo— el Arno llegaba a un
metro por encima de nuestras cabezas en este sector. Ahora está muy bajo. El último
mes de noviembre llovió bastante aquí y los florentinos se pusieron muy nerviosos.

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Pero el río está bajo. Y lleno de barro.
Peter no tenía interés por el Arno. Estudiaba el terreno y trataba de detectar otros
automóviles con los ojos y los oídos.
—Sí, supe que tuvieron una inundación —fue todo su comentario.
Del Strabo le sonrió.
—Pasaremos sobre el río —dijo—. Pero no por este puente.
Bordearon la rotonda de césped, próxima a la entrada del puente, y siguieron
bordeando la margen sur rumbo al próximo.
—Entre paréntesis, ¿cómo anda su cabeza? —se interesó Del Strabo.
—Mejor. Pero todavía la siento.
Peter abrió la caja de aspirinas y se tragó dos más.
—¿Sólo la siente? Lo dejan inconsciente de un golpe y ya está de pie
persiguiéndolos. Debe tener mi cráneo de piedra.
—Y además tengo piedras dentro del cráneo.
El paredón que bordeaba el Arno era bajo, ahora, con postes de alumbrado como
soporte de los tramos reparados. Peter bajó el cristal de su ventanilla y contempló los
edificios que se levantaban sobre la otra margen del río, a unos doscientos metros de
distancia, envueltos en el sereno nimbo dorado de las luces callejeras.
—¿No es muy bonito? —comentó Del Strabo, observándolo.
—Está bromeando —dijo Peter—. ¿Por ventura cree que puedo pensar en la
belleza en un momento como éste?
—¿Y de qué se preocupa? Aquí estoy yo.
—Esa es una de mis preocupaciones.
—La suya es la actitud de un hombre con dolor de cabeza, amigo Peter. ¿Sabe
dónde está la Via dei Saponai? ¿Tiene un mapa de Florencia? ¿Qué haría si estuviera
solo?… Que según dice es lo que quería…
—¿Sabe dónde queda? —preguntó Peter con mansedumbre.
—Sí, pero es un lugar muy recoleto y lo conozco porque amo a Florencia. En
algunos aspectos la amo más que a Roma, y Roma es mi ciudad —declaró con un
gesto ampuloso—. Roma es para los poderosos. Roma es para la carne. Pero
Florencia es para el alma. ¿Se da cuenta? Estoy pensando en su alma.
—Y yo estoy pensando en el alma de esa chica…, y tratando de que se conserve
dentro de su cuerpo.
—Y para eso me necesita. ¿Está o no de acuerdo?
—Está bien. Estoy de acuerdo —admitió Peter con un suspiro.
Giraron para cruzar el puente llamado Ponte alle Grazie, y Del Strabo dijo:
—Estamos muy cerca. Pero todo está muy cerca en Florencia.
Pasaron junto a dos policías con uniformes oscuros y gorras planas con visera.
Parecían encaminarse juntos a su puesto. Peter consultó el reloj. Eran las cinco y
cuarto. Echó una ojeada al cielo oscuro.
—¿A qué hora aclara por aquí?

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Del Strabo rio.
—¿Espera que esté enterado de eso, amigo mío? Desde que tenía trece años no
me levanto al amanecer.
Al salir del puente apoyó una mano sobre el brazo de Peter y su tono cambió
bruscamente.
—Bueno, ahora estamos cerca. Es a la izquierda, detrás de esos edificios de
piedra. Se puede decir que hemos llegado.
Entraron por una estrecha calleja, en la que apenas cabía el Mercedes. A ambos
lados había angostísimas aceras y altos edificios de piedra, cuyas plantas superiores
sobresalían amenazadoras sobre sus cabezas.
Luego emergieron a una pequeña plazoleta empedrada en la que había varios
automóviles estacionados y una estatua cerca del Lungarno Generale Díaz, que
bordeaba la margen norte del río. A los lejos se oía al ruido de otro automóvil, pero
todo lo demás estaba en silencio.
Peter conservaba la mano dentro de la chaqueta. El contacto de la automática le
daba confianza. Esperó que Del Strabo le diera indicaciones.
El Mercedes cruzó la plazoleta y se internó en la callejuela opuesta.
—Y aquí estamos, amigo Peter. Via dei Saponai, y sin enemigos a la vista.
El tono de Del Strabo era ligero, pero alerta.
—¿Dónde es el número dieciséis? —preguntó Peter.
—Debe estar un poco más delante. Podemos estacionar delante.
—Delante no. Nunca se estaciona delante de donde va. Es lo mismo que poner un
letrero anunciando su presencia.
Del Strabo rio.
—Disculpe. Soy un principiante.
Sin vacilar dio marcha atrás y se detuvo junto a uno de los automóviles
estacionados en la plazoleta.
—¿Qué le parece aquí?
—O.K.; pero ahora andando. Y no golpee la portezuela al cerrarla.
—Relájese un poco, amigo Peter.
—Cuando el senador me firme un recibo contra entrega de esta damisela podré
relajarme. Me relajaré como nadie lo ha hecho hasta ahora. Pero hasta entonces no.
Peter salió del automóvil; al ponerse de pie un vahído lo obligó a aferrarse a la
portezuela, para que Vittorio no advirtiera el bamboleo. Cuando recuperó el
equilibrio, cerró la portezuela con cuidado y avanzó resueltamente. Mientras cruzaba
la plazoleta, rumbo a la Via dei Saponai, se sintió más fuerte.
—Este es el número dos —dijo indicando el primer portón, enmarcado por una
gran arcada y con un pequeño número pintado en un rectángulo blanco, a un lado.
—¿Se siente bien, amigo Peter?
Peter palmeó el brazo de Vittorio.
—Bárbaro —respondió—. Busquemos el número dieciséis.

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Se adelantó con paso más firme y comenzaron a recorrer la callejuela, bajo la luz
de grandes focos con tulipas de vidrio que asomaban a más de cinco metros sobre sus
cabezas y proyectaban semielipses de luz ambarina sobre las paredes adyacentes. A la
derecha se alineaban edificios de apartamentos, con enormes puertas de madera y
tiendas con los cierres metálicos cerrados. A la izquierda había andamios sobre un
gran edificio comercial e industrial y signos aún visibles de los daños causados por la
inundación.
En algún sitio sonó la campanilla de un despertador, que fue rápidamente
silenciada. A lo lejos se oían los motores de dos motocicletas, y un hombre cruzó la
Piazza dei Giudici, al final de la calle, empujando un carrito. El cielo estaba oscuro
como a medianoche, pero Florencia comenzaba a despertar.
Encontraron el portón que tenía el número dieciséis y no hubo necesidad de tocar
el timbre para entrar. Las dos hojas de la puerta estaban abiertas de par en par y la de
la izquierda estaba apuntalada. El corredor de suelo de mármol también mostraba los
daños de la inundación. Las aguas habían carcomido el revoque hasta un metro de
altura y los ladrillos habían quedado a la vista. Una simple bombilla iluminaba el
pequeño hall en que terminaba el corredor. De allí partía una escalera que ascendía
primero hacia la izquierda y luego doblaba hacia la derecha. Más allá de la escalera,
tres peldaños descendían a un oscuro y estrecho corredor que conducía a un patio
interior. La puerta de entrada tenía unos dos metros de altura y, en el interior, el techo
estaba unos dos metros más arriba del borde superior de la puerta. Casi al llegar al
hall se veía una escalera de mano de unos cuatro metros de altura, arrimada a una de
las paredes, y junto a ella, una bolsa semivacía de Casal Bosca, un montoncito de
arena y algunas herramientas.
—Y bien—dijo Del Strabo, señalando las puertas abiertas—. Esto facilita las
cosas.
—Espero que sólo nos la facilite a nosotros —comentó Peter, mientras trataba de
cerrarlas.
No lo logró. Faltaban los goznes. Corrió entonces hacia la escalera y trepó los
peldaños de a dos. En el primer piso había otra bombilla que iluminaba el pallier, y
dos apartamentos. La puerta de la derecha estaba próxima a la escalera y tenía timbre,
pero ninguna placa que indicara el nombre de sus moradores. Peter oprimió el timbre
en el instante en que Del Strabo lo alcanzaba. El débil campanilleo les llegó desde
alguna habitación interna. Esperaron. Peter movía la automática dentro de la
cartuchera con mano nerviosa. Volvió a oprimir el timbre insistentemente; luego
apoyó el oído contra la puerta, tratando de detectar algún movimiento en el interior.
El dolor de cabeza había desaparecido; todo había desaparecido, salvo su
concentración en los signos de vida detrás de aquella puerta.
Pero nada pudo oír.
Del Strabo observó a Peter y trató de escuchar también;
—Malo, malo ¿eh? —susurró, meneando la cabeza—. Quizá no hayamos sido los

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primeros en llegar, después de todo,
—Tenemos que saberlo y no tengo con qué abrir la cerradura—gruñó Peter.
Volvió a tocar el timbre. Esta vez fue un largo timbrazo y esperó con el oído
alerta durante medio minuto. Probó el picaporte, pero la puerta no cedió. No esperaba
que estuviera abierta.
—Por aquí no hay nada que hacer —dijo, volviendo hacia la escalera—.
Intentemos por atrás.
El estrecho corredor trasero se abría sobre un patio de modestas dimensiones y
suelo empedrado que dejaba sitio para algunos alcorques con arbustos. Allí no había
luz y la oscuridad les impidió distinguir nada en un principio. La única claridad era la
que se filtraba a través de unas persianas del segundo piso de una casa vecina.
Luego sus ojos se acostumbraron y pudieron distinguir una alta ventana con las
persianas cerradas, a la derecha de la puerta. Sobre esa ventana, a unos seis metros
del suelo, se veía otra, más pequeña, cuyas persianas estaban abiertas.
—Es esa de arriba —susurró Peter.
—Qué amable —comentó Del Strabo, también en un susurro—. Deja abierta la
puerta de la calle y ahora la ventana.
—Me han dicho que no es italiana. Quizá las persianas…
—Y nosotros no somos ángeles. Ella habrá dejado la ventana abierta, pero ¿cómo
llegamos hasta allí arriba?
—Intentémoslo con la escalera de mano.
—No llega.
—Intentémoslo.
Peter regresó al hall y Del Strabo lo ayudó a trasportar la escalera. Cuando la
instalaron el extremo superior quedó apoyado contra las persianas de la ventana de la
planta baja.
—No alcanza —dijo Del Strabo—. Le dije que no llegaríamos.
—Yo llegaría si fuera tan fuerte como dice ser.
—¡Oh! ¿Quiere que lo tire desde aquí?
—No. Me sigue y me subo sobre sus hombros y trepa todo lo que pueda…
—Supongo que ésta es una muestra de la célebre ingenuidad norteamericana. ¿Se
ha detenido a pensar lo que le ocurriría si se cae?
—Por supuesto que no. Vamos. Usted quiso participar en esto. Manos a la obra y
sin hacer ruido.
Peter trepó por la escalera hasta que llegó al último travesaño. Del Strabo lo
seguía.
—¿Y ahora qué?
—Ahora apoyaré mis pies sobre sus hombros. Manténgase firme.
Del Strabo se aferró a la madera, pero vaciló un poco cuando Peter comenzó a
descargar su peso sobre el pie que le había apoyado cuidadosamente sobre el hombro.
—Diría que una de las cosas en que me falta entrenamiento es la acrobacia—

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gruñó suavemente el italiano.
Cuando Del Strabo estuvo firme, Peter le apoyó lentamente el otro pie sobre el
hombro libre. Sus manos continuaban aferradas con fuerza al último travesaño.
—Bueno, ¿me aguanta bien?
—Sí —susurró Del Strabo, casi sin aliento—. Pero debería hacer régimen para
adelgazar.
—Así aprenderá a no meterse en líos la próxima vez.
—No me perdería una aventura así ni aunque me cueste la vida y el paraíso, y
sospecho que las dos cosas están en juego. ¿Y ahora qué?
—Soltaré el último travesaño y apoyaré las manos contra la pared. ¿Puede subir
unos peldaños manteniendo el equilibrio?
—Bueno…, intentémoslo.
Del Strabo apoyó un pie en el siguiente travesaño y trató de levantar su cuerpo y
el de Peter sin balancearse. Arriba Peter buscaba en vano algún saliente que le
permitiera agarrarse. El antepecho de la ventana estaba cerca, pero aún fuera de su
alcance.
Del Strabo inició el ascenso a un segundo escalón y su cuerpo se acercó a la
pared. Peter tuvo que aplastarse contra el edificio para no caer hacia atrás. Tanteó la
pared sobre su cabeza y comenzó a perder toda sensación de arriba o abajo. Se
bamboleó y por un instante pensó que caería arrastrando consigo a su compañero,
pero un último tanteo desesperado le permitió aferrarse del antepecho de la ventana.
Tragó saliva y trató de acallar los violentos latidos de su corazón.
—Ya me agarré —susurró a Del Strabo.
—Me está haciendo seguir un curso intensivo… Pero ahora pesa menos y eso es
una bendición. ¿Cuál es el próximo paso?
—Suba un poco más, así me dará apoyo.
—Ya entiendo.
Del Strabo subió un travesaño más y Peter pudo aferrarte al interior del
antepecho. A partir de ahí no necesitaba ayuda.
—O.K. —murmuró—. Ahora baje.
Apoyó los pies contra la pared y se izó hasta asomar la cabeza por la ventana y
apoyar el torso sobre el antepecho. La ventana estaba abierta y velada sólo por
cortinas. Peter la abrió más, pero estaba demasiado oscuro como para ver y no se oía
el menor rumor.
Se enderezó, levantándose como un atleta en las paralelas y pasó una pierna sobre
el antepecho. Un segundo después estaba dentro, escuchando su propia respiración
agitada. La habitación estaba tan oscura como el exterior, pero sus ojos se habían
acostumbrado a las tinieblas y logró distinguir las líneas de una cama y algo que
yacía sobre esa cama. Cerca de él había una lámpara sobre una mesita. Alargó la
mano y la encendió.
La luz era brillante y su resplandor reveló el cuerpo de una muchacha

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semicubierto por la sábanas. Tenía puesto un camisón y estaba tendida boca arriba
con los brazos abiertos. Por un instante permaneció inmóvil, pero luego, alarmada por
la luz, se incorporó bruscamente y miró al intruso con ojos enormes y la boca
entreabierta.
Era rubia, como le había dicho Gorman, y era joven y era bonita. Él la había
imaginado con esa belleza tosca y pintarrajeada de la ramera común. No había
conocido a Joe Bono, pero adivinaba su gusto y adivinaba también —a través de lo
que sabía— el tipo de mujer con la cual se había enredado: dura y experimentada;
una chica dispuesta a aprovechar con astucia su situación y vender muy cara la
información que poseía. Desde el comienzo había estado convencido de qué la
amante de Bono no delataría a la mafia para vengar la muerte de su amigo, sino para
obtener un pasaporte norteamericano y una sólida base para una nueva vida en otro
país. Iba a correr el riesgo de enfrentar a la mafia, pero no por amor, lo hacía por el
precio.
El rostro de aquella muchacha era de un modelado fino y el pálido rubio de sus
cabellos era natural. No parecía recién salida de un internado y quizá el terror
suavizara su expresión, pero su rostro no tenía rastros de aquella expresión dura y
despiadada que Peter imaginara. Ese aspecto de su temperamento permanecía oculto.
El cuerpo era tan bello como el rostro: flexible, firme, lleno y tentadoramente
visible a través del costoso camisón…, un obvio souvenir de su pasado con Bono. El
pensamiento de que aquella muchacha podía haber hecho algo mucho mejor en la
vida que venderse como triste mantenida de un mafioso cruzó como un rayo por la
mente de Peter no bien la vio. Si lo que quería eran villas, podía haberse casado con
millonarios. Pero eso a él no le importaba, ni tenía por qué preocuparle. Sin embargo,
la certeza de que esa mujer podía haber logrado algo muy diferente de su vida no hizo
más que aumentar su desprecio.
—¿Qué quiere? —preguntó ella en un susurro aterrorizado.
Lo tomaba por un mafioso que había venido a matarla. Permanecía sentada,
aferrada al colchón, rígida de terror, deseando, quizá, no haber conocido jamás a un
hombre llamado Bono o no haber oído nombrar jamás a un senador llamado Gorman.
Ahora no le importaban las villas; tampoco le importaba la transparencia de su
camisón porque el pudor —si es que era pudorosa— no recibe homenajes en el
palacio de la muerte.
A pesar de su desprecio, Peter sintió piedad y quiso borrar aquella expresión de
animalito acosado.
—Tranquilícese, muchacha —dijo—. No le voy a hacer daño. Soy Peter
Congdon.
El nombre pareció no decirle nada. Seguía petrificada, y Peter hizo un nuevo
intento.
—Soy el hombre que envía el senador Gorman para protegerla. ¿Recuerda? Creí
que me esperaba.

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Los ojos de la chica seguían muy abiertos y fijos.
—No, aquí no.
Él avanzó un paso, con gesto conciliatorio, y ella se echó atrás.
—¿Qué me va a hacer?
—La voy a sacar de aquí. La mafia ya está sobre su pista.
Sonó el timbre y los dos se volvieron hacia la puerta abierta y el hall en tinieblas.
Ella miró a Peter y él se llevó un dedo a los labios.
—Son refuerzos —dijo—. Ya vuelvo.
Atravesó rápidamente el hall, encendió la luz de la sala de estar y se aproximó a
la puerta.
—¿Sí? —susurró junto a la madera y se retiró.
—¿Peter? Soy Vittorio.
—La Agencia Brandt… —comenzó Peter.
El otro rio.
—Muchos peces. Muchos peces. ¡Qué desconfiado es!
Peter descorrió unos cerrojos, arriba y abajo de la puerta que —junto con la
cerradura ordinaria— constituían la defensa de aquella mujer contra los asesinos de
su amante Giró la llave y abrió la puerta lo suficiente como para que Del Strabo se
deslizara a través de la abertura.
—¿Ha visto a alguien? —preguntó Peter, mientras volvía a correr los cerrojos.
—A nadie. ¿Está la chica?
—Peter asintió con la cabeza.
—Sí, está.
—¿Viva?
—Viva. Un poco asustada, quizá, pero después de todo.
Condujo a Del Strabo a la habitación. Allí la muchacha había cubierto su
semidesnudez con un salto de cama qué había extraído de un armario. Estaba de pie,
entre el armario y la cama, con las manos atrás. Era una actitud semejante a la de la
presa acorralada y, sin embargo, había algo diferente en ella. Sus ojos se movieron
rápidamente de Peter a Vittorio.
—Aquí la tiene —dijo Peter—. Sana y salva. Miss Karen Halley. Por lo menos
según el pasaporte. Karen, éste es su otro defensor, signore Vittorio Del Strabo.
Vittorio hizo una reverencia, con todo el sabor del viejo mundo, y dijo con
galantería latina:
—Los tesoros de Florencia empalidecen ante la belleza de esta mujer.
La réplica de Miss Halley no estuvo dentro de esa tónica. Se irguió un poco y su
mano derecha, que hasta ese momento había permanecido oculta, apareció
empuñando un revólver Colt que apuntaba a los dos hombres. La tierna expresión de
gacela asustada se había esfumado de su rostro y era reemplazada por un duro y
helado desprecio, Cuando habló su voz tenía un gélido y cortante tono de autoridad.
—Levanten las manos —dijo—. Los dos.

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MIÉRCOLES 5,35 - 5,50 HORAS

LOS DOS HOMBRES obedecieron lentamente, y Vittorio dijo:


—Peter, amigo mío, conoce a unas niñas encantadoras.
—Esta parece estar un poco confusa —comentó Peter, y, volviéndose a Karen,
añadió—: Escuche, no tenemos tiempo que perder. Cada minuto que pasa aumenta el
peligro para usted.
—Son ustedes quienes están en peligro —replicó ella—. Los mataré si se
mueven, y tengo muy buena puntería. Además estoy dispuesta a matarlos si no
responden a mis preguntas. ¿Quién los mandó?
El tono de su voz indicaba que estaba dispuesta a hacer lo que decía, y Peter se
sintió muy estúpido. Se había dejado conmover por su terror y le había vuelto la
espalda. Había olvidado que era la implacable y materialista muchacha dispuesta a
vender algo aun al precio de su vida y a exigir un precio capaz de desangrar a un
senador.
—El senador Gorman nos ha enviado —le dijo fríamente—. Usted debería estar
esperándonos. Por lo menos eso nos dijo él.
—Espero a un hombre llamado Peter Congdon. No lo conozco pero no estoy
dispuesta a creer que un hombre que se mete por la ventana de mi dormitorio en
plena noche es Peter Congdon simplemente porque dice serlo.
—Tocamos el timbre. Nadie respondió. Entré por la ventana porque creí que la
habían matado o raptado.
—¿Tocaron el timbre a esta hora? —preguntó, y una comisura de su boca se
contrajo en gesto irónico—. Aunque hubiera oído no habría contestado. ¿Cree que
soy estúpida? ¿Y quién es ese amigo italiano? Ese es otro de los errores que han
cometido. O se olvidaron o nunca supieron que Peter Congdon vendría solo.
Se volvió a Del Strabo.
—¿Qué función desempeña en la mafia, señor Del Strabo? ¿Lo echarán de menos
si muere?
—Me gustaría que crea en las palabras de mi amigo —dijo Vittorio—. En lo que
a mí respecta soy romano, no siciliano.
—No tardaremos en establecer quién es el verdadero Congdon —anunció ella, y
volviéndose a Peter dijo—: El senador Gorman le dio un santo y seña para que se
identificara ante mí. ¿Cuál es?

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—¿Qué le parece «La leche materna es buena para los bebés»?
—No. No sirve. Y ahora, Don Fulano, responda a mis preguntas. ¿Quién lo
envió? Y no me diga que fue el senador Gorman.
Peter hizo un nuevo intento.
—Escúcheme: nunca llegó a mis manos el sobre con el santo y seña. Créame. La
mafia tiene ese sobre. Ellos sí conocen el santo y seña. Raptaron al hombre que debía
entregarme los datos.
—Muéstreme su pasaporte y tenga cuidado al sacarlo.
Peter tragó saliva.
—No tengo pasaporte. La mafia me lo robó también. Mire…
Separó las manos que tenía apoyadas sobre la cabeza para mostrarle la herida.
—¿Ve cómo me golpearon?
La chica no pareció conmovida.
—Creo que ustedes dos han venido a matarme —dijo.
—Vinimos aquí a prevenirla —insistió Peter.
La muchacha sostenía el arma con mucha firmeza, y Peter trató de adivinar sus
intenciones. Sospechó que la impaciencia de su dedo por apretar el gatillo era
proporcional a sus temores de que sus visitantes fueran agentes de la mafia.
—Mire, ángel —le imploró—: si hay alguna posibilidad de que yo no mienta,
haría bien en considerarla.
—Existe una posibilidad, aunque bastante vaga —dijo la chica en tono despectivo
—. Podría matarlos y llamar a la policía, pero como existe una mínima posibilidad de
que no sean mafiosos, sino unos ladrones cualquiera…, o que usted sea el propio
Peter Congdon, prefiero dejarlos ir. Pero les daré una lección. Quítense la ropa.
Peter la miró incrédulo.
—¿Qué?
—Quítense todo. Cuando estén desnudos los dejaré irse.
Peter comenzó a bajar una mano, pero se apresuró a subirla ante el gesto
amenazador del revólver.
—Mire, ángel. Está bien que se divierta, pero está llevando las cosas muy lejos.
Karen permanecía firme. Nada parecía conmoverla.
—Saldrán a la calle desnudos…, si es que quieren salir de aquí. Les doy esa
opción. Y les digo que estoy convencida de que hago mal en dejarlos irse. ¡Quítense
la ropa!
—La señora tiene ideas muy originales, amigo Peter —dijo Vittorio—; pero creo
que es mejor obedecer. Se le está acabando la paciencia.
—Es una chiflada —respondió Peter y bajó lentamente las manos.
Se desprendió la chaqueta y comenzó a quitársela. Cuando la chica vio la
cartuchera lo detuvo.
—Un momento —dijo—. Siga desvistiéndose lentamente, usted espere a que él
termine —añadió dirigiéndose a Vittorio.

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Peter deslizó el brazo izquierdo por la manga de la chaqueta, y en ese instante
sonó el timbre.
—La mafia —exclamó Vittorio, y la muchacha se volvió sobresaltada.
Peter aprovechó para arrojarle la chaqueta y saltó sobre el revólver. Fue una
maniobra limpia y le llevó un instante arrancarle el arma; pero tuvo la desagradable
sensación de que ella podía haberlo matado si hubiera querido.
Ahora controlaba la situación. Inmovilizó a la chica sujetándole los brazos a la
espalda.
—Es la mafia —susurró—. ¿Me entiende? ¡La mafia!
Ella lo miraba insegura, con los ojos muy abiertos. Ahora la veía como cuando
entró, femenina y vulnerable, la indefensa y hermosa muchacha con dificultades.
Pero Peter ya sabía a qué atenerse; no iba a hacer el papel de idiota dos veces.
El timbre volvió a sonar; esta vez con más insistencia.
—¿Hay alguna otra salida? —preguntó, pero sabía la respuesta de antemano.
Ella negó con la cabeza. Vittorio bajó las manos y se puso la chaqueta.
—Por lo visto estamos en una trampa.
—Ellos van a caer en una trampa —dijo Peter bruscamente.
Arrojó el revólver de la muchacha sobre la cama y le sujetó los brazos con ambas
manos.
—Si usted hace lo que le digo no ocurrirá nada. Venga conmigo y diga lo que le
voy a indicar.
La condujo a través de la sala de estar y sacó su propio revólver.
—Pregunte quién es —le susurró—. Pero no se pare delante de la puerta. Pueden
disparar a través de la madera.
La atrajo hacia el lado alejado del pestillo y Vittorio se instaló al otro lado, junto á
las ventanas delanteras. También había extraído el revólver; su expresión era grave, el
brillo travieso había desaparecido de sus ojos. Este era el tipo de emoción que había
estado buscando y ahora sus ojos oscuros tenían un brillo incandescente.
El timbre sonó por tercera vez, y cuando el sonido cesó Karen, que hasta ese
instante había permanecido silenciosa y pasiva, se acercó a la puerta y preguntó:
—¿Quién es?
Del otro lado llegó una voz masculina:
—Peter Congdon. He venido a defenderla de la mafia.
Peter sintió un estremecimiento al escuchar su nombre. Eran ellos. Ya no cabía
duda.
—¿Qué quiere a esta hora? —exclamó Karen, sin que nadie se lo indicara, y se
echó atrás.
Actuaba bien… Había puesto la nota precisa de fastidio en su pregunta. Peter
levantó una ceja a guisa de felicitación.
—Déjeme entrar. La mafia está sobre Su pista. Tengo que sacarla de aquí.
Karen miró a Peter a la espera de instrucciones. Había ajustado la presión de sus

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dedos sobre el brazo de la muchacha, pero ninguno de los dos lo advertía.
—Pídale el santo y seña —murmuró.
Ella se inclinó, obediente.
—¿Cuál es el santo y seña?
—El Himno de Batalla de la República. Rápido. Abra.
Ella hizo una seña de asentimiento, y Peter le susurró:
—Pídale que pase su pasaporte bajo la puerta.
—Quiero ver su pasaporte —dijo ella—. Páselo bajo la puerta.
—Ya le he dado el santo y seña. Déjese de historias. La mafia llegará en cualquier
momento.
—No me basta con el santo y seña —replicó ella con el mismo dejo de glacial
autoridad con que les había dado órdenes en el dormitorio—. Quiero más pruebas. Si
usted es Peter Congdon, muéstreme su pasaporte.
El hombre gruñó algo y hubo una pequeña demora. Luego vieron un pequeño
rectángulo azul-grisáceo que se deslizaba bajo la puerta. Peter se apresuró a
levantarlo. Era su pasaporte. Se lo mostró a la chica y señaló la fotografía y su rostro.
Ella asintió con la cabeza.
—Dese prisa, ¿quiere? —urgió la voz de fuera—. Es cuestión de vida o muerte.
—Dígale que sí —susurró Peter—. Luego vaya y busque su revólver. Si
consiguen pasar sobre nosotros, no los haga desnudarse. Mátelos.
—Está bien, Peter —dijo ella dirigiéndose al hombre de fuera, y se alejó en
puntillas hacia el dormitorio. Peter señaló los cerrojos e hizo una seña afirmativa a
Vittorio. Luego se adosó a la pared, junto a la puerta, mientras Vittorio abría los
cerrojos, hacía girar la llave y, cuidando de mantenerse bien atrás, abría la puerta.
La hoja no se había abierto más de quince centímetros cuando el hombre de fuera
se lanzó contra ella y entró. La hoja se abrió bruscamente golpeando a Vittorio y
lanzándolo hacia atrás. Peter tuvo que apresurar su maniobra y no logró descargar
con suficiente fuerza la culata de su revólver sobre la nuca del hombre.
Sin embargo, bastó para que el intruso cayera de bruces y Peter se lanzó al
pallier. Allí estaba un muchachón de ojos pequeños, rasgos gruesos y un rictus
desagradable en la boca. Estaba listo para actuar y había avanzado mi paso cuando su
compañero cargó, pero ahora retrocedía sobresaltado. Levantó el revólver por
instinto, pero no logró disparar. La automática italiana de Peter rugió y el sordo ruido
del impacto se mezcló con la onda de la explosión.
El revólver voló de la mano del hombre y rodó por la escalera de mármol con un
tableteo metálico. El hombre se estrelló contra la puerta de enfrente, se retorció y
cayó de espaldas. El golpe de la cabeza contra el suelo de baldosas rojas retumbó
contra las paredes.
Peter retrocedió al vano de la puerta y espió con precaución la escalera, cuando el
revólver del caído se detuvo en el descanso. A la luz mortecina de la bombilla pudo
distinguir un rostro que miraba a Peter hacia arriba, desde el descansillo. El rostro

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desapareció al ver a Peter y unos pasos descendieron apresuradamente los peldaños
del último tramo de escalera. Era el flaco de los ojos muertos que había viajado en el
jet desde Nueva York. Ahora corría a informar.
Peter bajó el revólver y se volvió. El hombre al que había derribado de un
culatazo se había incorporado sobre las manos y las rodillas y Peter vio cómo Vittorio
lo planchaba de otro culatazo. Vittorio levantó la vista y sonrió.
—Me gusta intervenir un poco, ¿sabe?
Peter lanzó una risita en la que había una nota áspera.
No le gustaba el peligro, no le gustaba la tensión, no le gustaba matar. Guardó el
revólver y se estremeció. Vittorio pasó por encima de su víctima y se asomó al
pallier.
—Parece que usted tuvo sus emociones —comentó—. Está muerto, por supuesto.
—Muy muerto. Es un arma poderosa la que me dio usted.
—No sangra mucho.
—Por delante no. Quizá por la espalda o dentro.
—¿Son estos dos solamente?
—Hay más fuera, así que no podemos perder tiempo. Y supongo que alguien
llamará a la policía.
—Vacíele los bolsillos a ese tipo —añadió señalando la sala de estar—. Yo me
encargo del otro.
Peter se acercó al muerto y le quitó la cartera, las llaves y los papeles. Todo lo que
pudiera servir para identificarlo. Comprobó que el hombre usaba el reloj de pulsera
que le habían robado y se lo colocó en su muñeca. Sus movimientos eran silenciosos
y rápidos y en ningún momento perdió de vista la escalera. No hubo interrupciones.
La mafia no volvía y la gente del edificio no se atrevía a abrir las puertas.
Cuando regresó a la sala, Vittorio seguía revisando al individuo inconsciente, y
Karen lo observaba, sosteniendo aún el revólver. Peter cerró la puerta con llave y
corrió los cerrojos.
—Le dije que permaneciera en su dormitorio —dijo, dirigiéndose a la muchacha.
—Preferí cubrirlos desde el hall.
Era una mujer valiente, esbelta, bonita y eficaz. Había habido toda una carnicería
por ella, y a ella no se le movió un pelo.
Peter la observó un instante. Quizá aquello no fuera nada para la amante de un
mafioso. ¡Vaya a saber qué había visto y hecho antes! Pero todavía le quedaba mucho
camino por recorrer.
—Busque la cartera y lo que pueda llevar. Saldremos por la ventana.
—¿Por la ventana?
—Ahora mismo. La mafia vigila la fachada y la policía llegará en cualquier
momento. Saldremos por detrás a la calle que pasa más allá del patio. ¿Qué le parece,
Vittorio? ¿Cómo anda su estado atlético?
—Muy bien. Y debo confesar que son las personas de ideas más originales que he

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conocido.
Se puso de pie con el producto de su búsqueda.
—¿Lo dejamos así, simplemente?
—No pienso matarlo, si es que se refiere a eso. ¿Le quitó las armas y todo?
—El arma, la cartera; el arma de usted, la cartera de usted… Supongo que son
suyos… Y un montón de papeles que no he tenido tiempo de mirar.
Peter tomó el revólver. Era el suyo. Lo guardó en la cartuchera y pasó la
automática a un bolsillo lateral. Recogió su cartera y su certificado de salud, y
Vittorio se guardó las demás cosas en un bolsillo. Regresaron al dormitorio y Peter se
asomó a la ventana. El cielo estaba oscuro, a excepción de una estrella solitaria que
titilaba entre las nubes. La luz de la habitación de Karen permitía distinguir las
ventanas que rodeaban el patio. Todas tenían las persianas cerradas, pero podía haber
ojos que espiaran a través de las rendijas.
Peter cerró también aquella persiana y comenzó a anudar las sábanas. Karen, que
estaba sacando ropa del armario, le preguntó:
—¿Qué hace?
—Confecciono una cuerda que nos permita llegar hasta la escalera que dejamos
apoyada contra la pared.
—Tengo una soga —dijo la muchacha, y sacó del fondo del guardarropas, un
rollo de veinte metros de una cuerda de dos centímetros de diámetro.
—La compré por si acaso.
—Angel, piensa en todo.
Peter arrojó las sábanas a un lado y empujó la cama hasta la ventana. Luego ató la
cuerda en torno del cuerpo central del mueble y apagó la luz. La habitación quedó a
oscuras, pero la luz que llegaba de la sala de estar les bastaba para moverse. Peter
volvió a abrir las persianas y arrojó el otro extremo de la cuerda a las tinieblas de
fuera.
Karen se acercó a él.
—Aquí está mi bolso —dijo en voz baja—. Deme unos minutos para cambiarme
de ropa.
—Póngase cualquier cosa, pero rápido.
La muchacha acababa de entrar en el baño cuando se oyó el aullido de una sirena.
Peter se volvió.
—Karen.
Ella también la había oído y salió en camisón.
—Agarre un abrigo. Póngase un abrigo. Tenemos que salir.
Karen corrió al armario y descolgó un abrigo. Vittorio la ayudó a ponérselo. La
chica trepó a la cama, en donde Peter estaba probando los nudos de la cuerda.
—¿Mi bolso?
—Yo lo tengo.
—¿Qué vamos a hacer?

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—Agárrese a mi cuello.
Peter se arrodilló en el antepecho de la ventana.
—Acuéstese sobre mi espalda y deje colgar los pies para fuera. Hay una escalera
de mano apoyada contra la pared. El primer travesaño está como a un metro y medio
por debajo de la ventana. Si puede alcanzarla será más fácil. Si no siga colgada de mi
cuello.
—No, baje usted primero —dijo ella—. Encuentra la escalera y yo bajaré después
por la cuerda.
—¿Podrá…?
—¿Cree que una mujer no es capaz de descolgarse por una soga? Es mucho más
seguro que colgarse de su cuello.
Las sirenas se aproximaban, y Del Strabo dijo:
—Me gustaría que se pusieran de acuerdo. Voy á ser el último en abandonar el
barco y no me gustaría bajar cuando ellos estén aquí.
—Muy bien. Intentémoslo.
Peter aferró con los dientes la correa del bolso de Karen, y se dejó deslizar por la
cuerda hasta la escalera. Ella lo siguió. Se arrodilló sobre el antepecho y probó la
cuerda. Pero cuando se dejó caer, sus manos se deslizaron muy rápido por la cuerda.
Peter extendió los brazos para atajarla, pero pudo controlar sola el descenso justo a
tiempo.
—¡Ay, Dios mío! —murmuró.
—¿Está bien?
—Ahora sí. Dese prisa; su amigo quiere abandonar el barco.
Peter descendió la escalera y ella lo siguió de cerca. Por encima de sus cabezas
Vittorio se aferraba a la soga e iniciaba el descenso. Peter devolvió el bolso a Karen y
se apresuró a sostener la escalera.
Las sirenas estaban ahora muy próximas. Una de ellas acababa de detenerse junto
a la fachada. Vittorio pisó el último peldaño y se unió a la pareja sonriendo.
—Por un pelo. ¿Salimos?
Se abrieron camino a través de unos arbustos y encontraron una puerta sin cerrojo
al otro lado del patio. Arriba se habían encendido luces en tres ventanas. Pero nadie
abrió las persianas para mirar hacia abajo.
Cruzaron el vestíbulo del otro edificio, descorrieron el cerrojo de la gran puerta
de la fachada y salieron a otra calleja. Pasaron una motocicleta y dos automóviles,
luego la calle quedó momentáneamente en silencio. Corrieron en la dirección de los
automóviles, encabezados por Peter.
—Ahora tenemos que buscar dónde escondernos —dijo éste a Karen—. ¿A quién
conoce en esta ciudad?
Ella hizo un gesto negativo con la cabeza.
—A nadie.
—Quizá yo les pueda ser útil —dijo Vittorio—. ¿No le dije que conocía bien el

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camino a Florencia? Aquí hay una señorita que tendrá mucho gusto en ayudamos.
Venga, síganme.

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MIÉRCOLES 5,50 - 7,50 HORAS

VITTORIO se adelantó para indicarles el camino. Salieron de la calleja, junto a un cine-


teatro, y se internaron en otra que corría junto a uno de los lados del Palazzo Vecchio.
Vittorio los hizo cruzar a la acera del palacio, para eludir un café lleno de obreros
que charlaban y reían en torno de una copa antes de iniciar su jornada. Más adelante,
a la entrada de la Piazza della Signoria, los enfrentaba la Loggia dei Lanzi. Sus
fantasmales estatuas semejaban una reunión de jóvenes gigantes en un porche
exterior.
Cuando llegaron a la plaza, se mantuvieron cerca de la escalinata de la Loggia dei
Lanzi y apresuraron el paso para cruzar la callejuela que la separaba de los
restaurantes al aire libre. Allí, Vittorio se detuvo y tocó un brazo a Peter.
—Mire para atrás —le dijo.
Peter se volvió y su mano se deslizó al interior de su chaqueta. Pero no había
policías, ni automóviles o motocicletas que se aproximaran. Sólo estaba la silenciosa
torre del viejo palacio, negra, contra un cielo casi negro. Venus y Júpiter brillaban
encima de ella. Por debajo de la torre, donde la fachada estaba iluminada, las grandes
estatuas brillaban con una claridad pálida, que contrastaba con la ambarina luz de los
focos callejeros.
En ese instante aparecieron dos motocicletas por la calleja vecina al palacio y
cruzaron la plaza, alejándose del trío.
—¿Se refería a ellos? —preguntó Peter.
—No, no —protestó Vittorio—. Al palacio. Esa maravillosa torre.
Meneó la cabeza.
—Si no fuera por mí, habría cruzado la plaza sin mirarla. ¡No me diga que se
quería ir de Florencia sin ver el Palazzo Vecchio!
Peter lo miró fijamente.
—Pero dígame, ¿es una especie de guía de turismo? ¿Sabe para qué estamos
aquí?
Vittorio rio y prosiguió la marcha por la calleja.
—Sólo un poco de alimento para el alma. Temo por su alma, amigo Peter.
—Y yo temo por la seguridad de la chica. No quiero hacer turismo, quiero
ocultarla.
—No se preocupe. Estamos llegando.

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Vittorio entró en una calleja un poco más ancha, dobló unos pocos pasos a la
izquierda y luego a la derecha, bordeando el Palazzo dei Uffizi, en dirección al río.
Volvió a doblar por otra estrecha callejuela. Esta era más breve, corría en diagonal y
de cuando en cuando la cruzaban arcos de poca altura. Pasaron junto a los miasmas
de un mingitorio abierto y Vittorio los hizo arrimarse a la pared.
—Allí delante está el Ponte Vecchio —murmuró—. Puede haber bastante tránsito.
No acababa de pronunciar estas palabras cuando un auto-patrulla verde y negro
con un deslumbrante faro azul cruzó la intersección de aquella calleja con la
Lungarno Generale Diaz, bordeando el río en dirección a la Via dei Saponai.
—¿Ven? La policía de Florencia es muy activa.
Llegaron a la calle, cruzaron el paseo que se extendía sobre la margen del río y se
acercaron al Ponte Vecchio. Un automóvil los alcanzó y el conductor se volvió para
mirar a Karen.
—Tiene buen gusto —comentó Vittorio, y los condujo a través de la bocacalle
hacia la Lungarno Acciaioli, que corría junto al río hasta el próximo puente. La calle
estaba cerrada por reparaciones y sólo había un estrecho sendero para peatones.
—Ven —dijo Vittorio con orgullo—. Aquí no hay peligro de que nos alcance
ningún auto-patrulla. ¿No es una buena idea?
—Muy buena. ¿Dónde vive la chica?
—Por aquí seguido, cerca del extremo de esta calle.
Eran las seis de la mañana cuando llegaron al apartamento. El cielo era todavía
una abigarrada combinación de parches negros y nubes en variados matices, pero río
arriba, más allá del Ponte Vecchio, una franja comenzaba a aclarar bajo las nubes. El
día estaba asomando.
El edificio de apartamentos se hallaba próximo a la esquina más distante y una de
las hojas de la gran puerta de entrada estaba apuntalada. Vittorio los hizo subir dos
tramos de una amplia escalera de piedra que doblaba en un ángulo de 180° en cada
descansillo. Al llegar al segundo piso extrajo una llave del bolsillo y explicó, un poco
avergonzado:
—Es una gran amiga.
Entraron en una sala de estar pequeña, pero lujosamente amueblada, y Vittorio
encendió las luces y echó la llave a la puerta de la calle.
—Ahora les ruego que me disculpen un instante —dijo—. Explicaré nuestra
presencia a la dueña de la casa.
Desapareció a través de una puerta, y Peter quedó a solas con Karen.
Ella se acercó a las ventanas, las abrió y empujó las persianas. Desde allí se veía
el Arno, pero en ese momento era sólo un río negro sobre el que brillaban algunas
luces aisladas de los edificios de la margen opuesta.
Peter la observó. Por primera vez podía estudiar a la mujer que debía llevar a su
país. Realmente no era una mantenida del montón. Era una mantenida super-especial,
con un atractivo de todos los diablos. Era lo que se llama una mujer super-sexy. Lo

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más atractivo en ella era su manera animal de moverse. Y la forma en que miraba con
el rabillo del ojo. Y su cara y su cuerpo. Parecía hecha para acarrear dificultades.
Y a todo eso se sumaba la frialdad con que era capaz de mirar cómo se golpeaba y
se mataba a los tipos de la mafia, la sangre fría con que había empuñado su pistola y
aquel negocio tan cerebral que había hecho con Gorman. No cabía duda: aquella
mujer era una fuente de problemas. Él había imaginado una esclava, una mujer que se
había vendido a Bono por una villa sobre el Tíber y una descansada vida de lujo a
cambio de unas entregas que abonaba en cuotas cuando Bono decidía ir a cobrar.
Ahora ya no estaba tan seguro. Quizá el esclavo hubiera sido Bono. Quizá ella
hubiera sido la seductora y Bono el seducido, el que luchaba por conservar su favor,
por tenerla satisfecha, por reservarla sólo para él. Y le había arrancado confidencias.
Debía de haber trazado los cimientos de su futuro desde el comienzo, recogiendo
material de extorsión, no para cuando Bono fuera asesinado…, sino para cuando
Bono intentara dejarla. Era una preciosa chica, no cabía duda; pero a juicio de Peter,
ese era el peor error que podía cometer un hombre.
De cualquier manera el dolor de cabeza era para Gorman, no para él. Que el
senador se preocupara por ella. La misión de Peter consistía en entregarla sana y
salva. Por eso dejó de lado sus pensamientos y se encaminó a una mesa redonda,
sobre la que había una gran lámpara, y comenzó a revisar los papeles que había
extraído de los bolsillos del muerto. El botín no era importante. Había sólo tres cartas,
una cartera y un llavero.
Karen se aproximó, curiosa.
—¿Qué consiguió?
Sin una palabra, Peter le entregó las tres cartas. Él se concentró en la cartera.
Había una tarjeta que identificaba al hombre como Antonio Marchesi, doce billetes
de 10.000 liras y cuatro de 1000 liras. Además había una fotografía tamaño carnet de
Karen, la clave que Peter había creado en el estudio de Gorman y una hoja plegada,
tamaño carta, con el mensaje de Gorman. Bajo los grupos de cinco letras habían
escrito laboriosamente en lápiz:

él nombre de la muchacha es karen Halley la encontrará en florencia en vía dei saponai dieciséis
primer piso departamento de la derecha no tiene teléfono vaya a verla inmediatamente dé su verdadero
nombre y diga himno de batalla de la república como santo y seña la foto adjunta le permitirá
identificarla ella habla inglés saque billetes en el primer avión disponible telegrafíeme comunicando hora
y lugar de llegada en clave y lo esperaré con la necesaria protección la mafia ha ofrecido cien mil dólares
por la cabeza de esa mujer buena suerte r. g. gorman.

Karen comenzó a leer la nota por encima del hombro de Peter, y él se la alargó.
—¿Qué decían las cartas? —preguntó.
—Son de su familia, en Sicilia. Preguntan por qué no les escribe.
—¿Y por qué no les escribe?
—No sé. ¿Quiere que se las lea?
—No si no dicen nada sobre usted.

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—No, no dicen nada.
La chica leyó el resto del mensaje de Gorman y dijo:
—De modo que así me encontraron. ¿Cómo se apoderaron de esto?
—Se lo arrebataron al tipo a quien Gorman se lo envió.
—¿Cómo?
—Lo golpearon, por supuesto. Debería saberlo. ¿No es el método de rutina?
Ella se ruborizó.
—Quise decir: ¿cómo se enteraron de que era el depositario?
—Parece ser que Gorman le consiguió el puesto.
—¡Ah! ¿Y también lo agarraron a usted y lo hirieron? Lo digo por su cabeza. Fue
obra de ellos, ¿no?
—Se estaban divirtiendo un poco. Ya sabe cómo son. Pero creo que, de ahora en
adelante, van a querer mi pellejo.
Vittorio cerró suavemente una puerta y regresó a la sala de estar.
—La signorina saldrá en seguida. Está un poco sorprendida por esta intromisión,
pero nada resentida.
Estudió a Karen con mirada apreciativa.
—Sí, y creo que tendrá algo para que usted se vista, miss Halley. Creo que son de
la misma talla.
Ella le dirigió una sonrisa encantadora y le dijo:
—Siento mucho haberlo tratado así antes.
—Se estaba poniendo desagradable —admitió Vittorio—. Pero la mafia nos
salvó.
Peter quiso ver lo que Del Strabo había sacado de los bolsillos del hombre
desmayado y Vittorio descargó su botín sobre la mesa. Este incluía un revólver, la
caja de cartuchos de Peter, el talonario de cheques de viaje de Peter, por valor de unos
900 dólares, y dinero suelto…, 112.500 liras, en billetes y en monedas. No había
cartera ni tarjeta de identificación.
—Todo un botín para un rato de trabajo —comentó Vittorio—. ¿Está seguro de
que Brandt no me querría como agente activo? Nunca he pasado una noche más
divertida.
—Brandt no lo tomaría. Quiere que sus agentes cumplan sus tareas con gusto,
pero no que se deleiten con ellas. Además en pleno juego de escondite se detiene a
contemplar el paisaje.
Vittorio rio.
—¿Y por qué no? Cuando uno viaja por la vida puede sentarse del lado de la
ventanilla.
En ese instante apareció la amiga de Vittorio. Era una chica morena, atractiva y
de aspecto inteligente. Vestía una negligée color durazno y chinelas de tacón alto.
Parecía recién peinada y maquillada. Vittorio la presentó en italiano como María
Botticelli e informó a Peter que no hablaba inglés y que trabajaba en el Palazzo Pitti,

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en la restauración de los manuscritos dañados por la inundación.
—A pesar de ser muy…, digamos…, cabalmente femenina, es una experta en
encuadernación y en conservación de… ¿cómo se llaman?, ¿manuscritos ilustrados?
La voz de Vittorio se hizo más entusiasta.
—Además es una excelente cocinera y le encantará prepararnos un desayuno.
El desayuno no impuso muchas exigencias a la cocinera. María Botticelli sólo
utilizó la cocina para preparar el café, hervir la leche y calentar unos croissants. El
resto consistió en unos panecillos duros, mantequilla dulce y un frasco de mermelada.
Como Peter y María estaban totalmente imposibilitados para comunicarse y, por
lo demás, había poco que decir, colocaron una radio a transistores sobre la mesa.
Primero escucharon música, luego noticias. El programa informativo soló era un
murmullo de fondo para Peter; pero mientras se servía el segundo café, advirtió que
sus compañeros habían dejado de comer y escuchaban. Karen tenía una expresión
solemne; Vittorio, atenta. María los observaba desconcertada.
El tono de la voz del locutor cambió, y Vittorio se relajó un poco y sonrió.
—Bueno, creo que la cosa está que arde, si esa es la expresión adecuada. Y veo
que nuestro líder está desorientado.
Dedicó una sonrisa a las muchachas y prosiguió, dirigiéndose a Peter:
—Parece ser que han encontrado un cadáver y un hombre gravemente herido en
un apartamento de la Vía dei Saponai. El apartamento estaba vacío, pero los vecinos
han declarado que lo alquilaba una tal Karen Halley. Otros supuestos «testigos» dicen
que hay un norteamericano, un tal Peter Congdon, mezclado en el asunto. La policía
tiene una descripción de la pareja. La policía tiene mucho interés en hablar con ellos.
Del Strabo extendió una mano y palmeó el hombro de Peter.
—Amigo mío: ahora es famoso.
—Y no le ha dicho lo de la recompensa—apuntó Karen.
—¡Ah, sí! Tienen tanto interés en dar con usted que ofrecen una recompensa de
trescientas mil liras. Eso, en moneda norteamericana, equivale a unos quinientos
dólares.
—Eso, en cualquier moneda, son pamplinas —gruñó Peter en tono despectivo.
—Pero es más de lo que ofrecen por mí —dijo Vittorio—. Ni siquiera me han
mencionado.
—Es porque el tipo flaco que estaba en el descansillo ni siquiera sabe que usted
estaba allí. Sólo me vio a mí.
—Ahora tienen a la policía de su lado —dijo Karen—. ¿Cómo vamos a salir de
aquí?
Vittorio se encogió de hombros.
—Cuando María se vaya a trabajar, iré a recoger mi automóvil. No va a ser tan
difícil.
—Pero ¿cómo saldremos del país? ¿Cómo vamos a presentar nuestros
pasaportes?

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A Peter eso no lo preocupaba mucho.
—Vittorio nos conseguirá documentos falsos. Seremos Mr. y Mrs. Robert
Gorman o algo así. ¿Qué tal es la descripción que han dado?
—Más o menos buena de la chica —informó Vittorio—, muy buena de usted.
Quizá los otros inquilinos no hayan conocido muy bien a miss Halley, pero es
evidente que el flaco de quien hablaba lo conoce muy bien.
María los observaba con atención, pero las palabras no le decían nada. Vittorio
comenzó a hablarle en italiano, y Karen escuchó. A través de los gestos de Vittorio,
Peter comprendió que le estaba explicando cómo habían entrado y salido del
dormitorio de miss Halley, cómo habían golpeado y matado gente. Los ojos de María
se agrandaron y comenzó a hablar a gran velocidad.
—Tiene miedo de que la policía venga —tradujo Karen—. Tiene miedo de que la
arresten.
Vittorio apoyó una mano sobre el hombro de María y le habló en tono
tranquilizador.
—Está turbada. No sabía que yo era tan viril. Le he asegurado que nos iremos de
aquí lo antes posible, y le he pedido que equipe a miss Halley con algunas ropas.
La tarea de equipar a miss Halley se realizó mientras Vittorio y Peter fumaban.
Peter un cigarrillo y Vittorio un cigarro largo y muy fino. Karen reapareció luciendo
un vestido estampado en tonos claros, muy ajustado y escotado. El tipo de ropa que
Vittorio compraba a María para que restaurara manuscritos.
María también se había vestido y parecía más serena. Distante, casi cortés, con
Karen y Peter; respetuosa, pero no tierna, con Vittorio. Su actitud había cambiado con
las noticias y procuraba ser hospitalaria, sin ayudar demasiado a unos delincuentes
buscados por la policía.
Peter advirtió el cambio y comprendió las razones. Mientras las mujeres se
vestían había señalado el dormitorio y había preguntado a Vittorio:
—¿Hasta qué punto estamos seguros aquí?
—No hablará —se había apresurado a asegurar Vittorio, pero luego había añadido
—: Saldré con ella y regresaré con el automóvil. Creo que tenemos que salir de
Florencia.
Vittorio y María partieron a las siete y cuarenta y cinco. Habitualmente ella salía
una hora más tarde, pero la situación se había hecho muy incómoda en el apartamento
y no había por qué prolongarla. Hubo despedidas y agradecimientos, y María deseó
buena suerte a Karen y procuró ser sincera. Vittorio, el único cuyo buen talante se
resistía a doblegarse, dijo alegremente:
—No se muevan hasta que regrese. Dentro de quince minutos, media hora a lo
sumo, estaremos en camino a Roma.
—¿Y si hay barricadas? —preguntó Karen.
Vittorio rio.
—Eso es fácil, ¿no? Usted se parecerá a Miss Halley, pero yo no me parezco a

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Mr. Congdon. De modo que usted viajará conmigo y el amigo Peter lo hará en el
portaequipajes.
Tocó a Peter con el dedo.
—¡Una idea bárbara! ¿Eh?
—Tengo una idea mejor —propuso Peter, con sequedad—: seré guía y ustedes
serán turistas. De esa manera podrá dedicarse a contemplar el paisaje.
Vittorio celebró la ocurrencia con una sonora carcajada, y descendió las escaleras
riendo aún. Peter echó los cerrojos a la puerta y se reunió con Karen junto a la
ventana. Por fin había amanecido en Florencia. Hacía media hora que el sol había
asomado y lanzaba sus rayos oblicuos sobre la sólida falange de edificios que
asomaban sobre la ribera sur del Arno. El Ponte Vecchio estaba en sombras, el Ponte
San Trinita iluminado y sobre su triple arco se movía una permanente corriente de
automóviles, camiones y motocicletas. El río estaba bajo y sus perezosas aguas tenían
un color pardo oscuro, muy poco atractivo. En un montículo de césped, sobre la orilla
próxima a ellos, había dos cisnes dormidos.
Vittorio y María aparecieron en la calzada y doblaron hacia la izquierda, en
dirección al Ponte Vecchio. Las barandillas que limitaban el paso de peatones en el
área de reparaciones los obligó a marchar uno detrás de otro. Vittorio se volvió hacia
la ventana e hizo un alegre saludo con la mano. Había trabajado todo el día y
conducido toda la noche; había trepado por inestables escaleras de mano, había
peleado contra asesinos de la mafia y había escapado a la policía; sin embargo estaba
fresco e impecable, ansioso por enfrentarse las próximas veinticuatro horas. Peter
deseó interiormente que Del Strabo se conservara así.

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MIÉRCOLES 7,50 - 8,10 HORAS

KAREN respondió al saludo de Vittorio con un gesto franco y amistoso, Peter lo


advirtió. Del Strabo parecía gustarle y con él se mostraba menos reservada que con
Peter. Pero la verdad era también que Vittorio, por su parte, había estado más
dispuesto a aceptarla. Por lo visto no le interesaba su pasado ni compartía el
desprecio de Peter por lo que representaba. Vittorio parecía simplemente complacido
de tenerla cerca. Para Peter, el hecho de que ella fuera tan sexy y supiera sacar el
máximo partido de eso, convertía su presencia en un fastidio y en un peligro, del que
debía defenderse. No veía la hora de llevar a la mantenida de Bono al otro lado del
Atlántico y dejarla en las ansiosas manos de Gorman. Y ese instante llegaría antes de
veinticuatro horas, si se las arreglaba para salir de aquel atolladero.
Karen se alejó cuando Peter cerró la ventana, y encendió la radio a la espera de
noticias. Cuando las oyó, le dijo que los detalles no habían variado mucho. El hombre
herido tenía una conmoción cerebral y no había podido ser interrogado. Hasta el
momento se desconocía la identidad de las víctimas y se ignoraba lo que había
ocurrido.
Peter escuchó en silencio la información. Tenía otras preocupaciones… En primer
lugar, los preparativos para la partida. Karen estaba en condiciones de salir a la calle
con su abrigo y su bolso y el vestido y los zapatos de María; pero él tenía que
organizar las cosas. Sacó a relucir los papeles que él y Vittorio habían quitado a los
asesinos y que se había encargado de ocultar a María. Extrajo todo el dinero de la
cartera del muerto y lo añadió a la pila que Vittorio había recogido en los bolsillos del
otro individuo; extendió las armas y las municiones e hizo un recuento. Incluyendo
las 16.000 liras que había en su cartera y las 25.000 que Vittorio le había traído, tenía
un total de 277.500 liras (unos 450 dólares), unos cientos más en monedas y su
talonario de cheques de viaje. Estaban su cortaplumas, sus cigarrillos, el encendedor,
la libreta y unos lápices. La sección de armamento incluía su propio revólver y la caja
de balas desaparecida, la automática que le había llevado Vittorio y el revólver que le
habían quitado al hombre inconsciente.
En primer lugar se ocupó del dinero y distribuyó los billetes en varios escondrijos
de su ropa. Algunos fueron a parar al bolsillo secreto que había en el interior de su
chaqueta, otros al bolsillo lateral del pantalón; guardó algunos en el bolsillo del reloj,
en la pretina de sus calzoncillos y en el interior de los calcetines. Si perdía la cartera,

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o se la robaban, le quedaría bastante dinero encima.
Trabajaba en silencio y Karen lo observaba sin hablar. Cuando terminó con el
dinero, volvió a guardar su revólver en la cartuchera y la caja de balas en el bolsillo.
Luego se calzó la automática en el cinturón. El revólver sobrante y la cartera de
Marchesi quedaron sobre la mesa. Ya se encargaría de eso cuando Vittorio regresara.
—¿Necesita dos revólveres? —preguntó Karen señalándole el cinturón.
Peter palmeó el arma de repuesto.
—Puede resultar útil. Usted es una chica muy popular. Todos sus amigos andan
detrás de usted.
—No son mis amigos.
—Entonces sus examigos.
—Está bien, mis examigos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que pida perdón?
—¿Perdón por qué? ¿Por haber dejado la mafia?
—No, porque me persiguen y usted es mi guardaespaldas y eso significa que va a
tener problemas.
—¿Y cree que tengo miedo? ¿Eso es lo que cree? No se preocupe. No voy a tener
problemas. Los problemas se los están buscando ellos.
—Hay algo que lo irrita. ¿Está enfadado conmigo porque lo amenacé con el
revólver?
—No. Soy el único culpable de eso. Fui un estúpido. Debí haber adivinado que
tenía un arma. Me alegro de que la sepa usar. Eso aumenta nuestras posibilidades.
—Pero está enfadado por algo. He hecho algo que lo ha irritado. Si no es por el
revólver ¿por qué es?
—Si le interesa realmente saber qué me pasa le diré que tengo otra vez dolor de
cabeza. Dejemos las preguntas y respuestas. Este es mi trabajo. Nada más. Un
trabajo. Tengo la misión de llevarla sana y salva a Estados Unidos. Dejemos las cosas
como están.
Pero no estaba dispuesta a dejar las cosas así. Lo siguió a la cocina.
—Es porque voy a declarar, ¿no? Según el código de honor norteamericano, nadie
anda con cuentos… ni siquiera se delata a los perversos, a los criminales. Le llaman
«soplar», «alcahuetear»… Usan palabras muy desagradables para hablar de eso.
Peter se metió dos aspirinas en la boca y las tragó con un poco de agua.
—Escuche, nena: por mí puede declarar todo lo que se le antoje. Me parece muy
bien que lo haga si tiene algo que decir, y por lo visto lo tiene. Lo que haga de su vida
es cosa suya. Usted tiene su misión y yo tengo la mía. En este momento nuestras
misiones se superponen, pero es una simple coincidencia. Pasaremos un tiempo
juntos, pero sólo porque nuestras misiones nos obligan. Nuestra asociación es un
asunto de trabajo y nada más.
—¿Acaso sugerí que pudiera ser otra cosa?
—No, pero más vale que lo aclaremos desde el principio.
Ella se había apoyado contra el marco de la puerta y lo miraba con una vaga

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sonrisa.
—¿Sabe una cosa? Creo que le molesta que haya sido la amante de Joe Bono. He
oído decir que los norteamericanos tienen una moral muy estricta. Por lo menos se
sienten muy decentes, aunque no actúen con decencia. ¿Cuántas amantes ha tenido?
—Basta ya —replicó ásperamente Peter—. Puede ser amante de Bono o de quien
se le antoje. Me tiene sin cuidado. Su alma puede ser negra, blanca o gris; me da lo
mismo. Lo que yo tengo que hacer es llevarla a Estados Unidos y entregarla al
senador Gorman.
Se dirigió a la ventana, corrió las cortinas con gesto impaciente y miró hacia
fuera. Karen lo siguió y se detuvo a una distancia prudencial.
—Joe fue muy bueno conmigo —dijo con voz serena—. No era un hombre malo.
Me habría casado con él, pero tenía una esposa y su Iglesia no admite el divorcio.
Además no profesábamos la misma religión, y la Iglesia, de todas maneras, no nos
habría permitido casarnos. Así que ¿qué otra cosa podíamos hacer?
Peter se volvió y apoyó una mano en el marco de la ventana.
—Claro —gruñó con tono despectivo—. El bueno de Joe. La tenía como una
reina con el dinero que ganaba con el tráfico de drogas, administrando garitos o
explotando prostitutas. Con el dinero que le proporcionaban los asesinatos, las
extorsiones y demás. Era parte de esa inmundicia en que anda la mafia y que usted va
a ventilar ante Gorman. Él estaba lo bastante encumbrado como para estar al tanto de
todo. Y usted también está al tanto de todo.
—Por lo menos fue honesto conmigo. No fingió ser algo que no era —dijo y se
encogió de hombros—. No le voy a decir que me gustaba lo que hacía; en cambio me
gustaba él. Soy danesa y no precisamente de familia pudiente. Me fui de casa cuando
tenía dieciséis años. Lo hice porque así iba a haber una boca menos para alimentar.
Vine a Roma porque el clima es más cálido. Como Miami, respecto a Nueva York, en
su país. En mi país la gente también se va para el Sur en el invierno, y seguí la
corriente. Pero vine a trabajar. Trabajé en clubs nocturnos. Una baila con los
parroquianos y ellos pagan las bebidas. Y una cobra comisión sobre las bebidas que
ellos le pagan a una. Y así conocí a Joe. Estaba en Roma en un viaje de negocios. Y
bueno… —hizo un gesto vago—. Creo que esa es toda la historia.
Peter hizo una mueca.
—Una historia conmovedora. No necesita más que mi violín como música de
fondo. ¿Eso le contó a Gorman?
—Sí, eso le conté.
—¿Y se lo creyó?
La muchacha se ruborizó.
—¿Por qué no había de creerme? Tengo pruebas.
—¿Como qué?
Ella lo miró fijamente.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué piensa que le estoy mintiendo?

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—¿Por qué habría de pensar que me está diciendo la verdad? Diga algo en danés.
Una comisura de la boca de Karen se contrajo.
—Dra til helvete —dijo.
—¿Qué significa eso?
Ella levantó la barbilla.
—Significa: «Pienso que es bonita».
Peter le dirigió una sonrisa maligna.
—Es viva. Realmente viva. Está sacando una gruesa tajada de su amistad con Joe
Bono, y me pregunto si responderá a lo que se espera de usted, cuando llegue a
destino.
Karen volvió a ruborizarse.
—¿Qué quiere decir?
—¿Dónde aprendió inglés?
—En el colegio secundario. El inglés es el segundo idioma de todo el mundo en
Europa.
—Claro —comentó Peter, con una risita irónica—. Claro, en el colegio
secundario. Pero ese es asunto de Gorman, no mío. Todo lo que tengo que hacer es
entregarla.
Se volvió y miró nuevamente hacia fuera.
—Es decir —añadió—, si Vittorio regresa con su maldito Mercedes.
—¿A qué se refiere cuando dice que es cosa de Gorman? Tengo pruebas y sabe
que las tengo.
—Yo también estoy seguro de que las tiene, nena.
Peter volvió a mirar por la ventana.
—¿Entonces qué tiene en contra de mí? ¿Qué he hecho que sea peor de lo que
usted haya hecho alguna vez?
Aquello hizo reaccionar a Peter.
—¿Peor de lo que yo haya hecho alguna vez? Por lo menos tengo mis exigencias
antes de acostarme con alguien, Pero dejemos eso. Supongamos que lo hizo por amor.
Pero hay algo más, nena. La tengo bien calada. Sé lo que es y lo que pretende, y todo
lo que puedo decirle es que, si fuera mi hermana, la azotaría desnuda en la plaza
pública.
Permaneció inmóvil, no reaccionó ante la ofensa, pero una oleada de rubor le
cubrió el rostro.
—De modo que es eso —murmuró.
—Así es.
Peter volvió a mirar por la ventana con expresión dura.
Ella se apartó un poco y jugueteó con un pisapapeles de vidrio que estaba junto a
la lámpara de mesa.
—No debió haber aceptado esta tarea —dijo.
Él se volvió y lanzó una breve carcajada.

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—¿Por qué? Mis sentimientos personales no cuentan. Recibirá toda la protección
que necesite. Hasta estoy dispuesto a dar mi vida por usted, aunque eso suene a
ironía. ¿Qué más puede pedir una chica?
—Y yo le diré que no estoy dispuesta a aceptar su sacrificio, aunque eso suene a
ironía.
—No hará falta. La entregaremos sana y salva en manos de Gorman…
Peter se detuvo y ambos se volvieron. La música de la radio había sido
interrumpida por más noticias, y Peter logró captar el nombre Vittorio Del Strabo.
—¿Qué ocurre? —preguntó cuando la voz del locutor calló.
Karen estaba blanca.
—Han detenido a Vittorio —dijo—. Estaban vigilando el Mercedes. Tenía
matrícula de Roma y estaba estacionado cerca del edificio. Hallaron un revólver con
rastros de sangre en su poder y lo han detenido para interrogarlo.
La muchacha tenía los ojos muy abiertos.
—¿Conque sana y salva? ¿Qué vamos a hacer ahora?
—¿Cómo diablos supieron que el automóvil…?
—La matrícula dice «Roma». Las matrículas de Florencia, Firenze, dicen «FI».
—Tiene muy poca experiencia. Debió haber pensado en eso. Yo también debí
haberlo imaginado. Debí haber mirado las chapas.
—¿Qué le van a hacer?
—Lo interrogarán. Tratarán de que les diga quiénes somos.
—Si habla nos irá mal.
—Creo que se las va arreglar para no hablar.
—¿Y su amiga?
—¿Qué hay con su amiga?
—Salieron a las siete cuarenta y cinco. No puede haber ido a trabajar a esa hora.
De nueve a quince, o de nueve a trece y de quince a dieciocho. Esos son los horarios.
Antes no. No puede haber entrado antes. ¿Dónde está ahora? ¿No estaría con él? ¿No
la habrán arrestado a ella también?
—No sé, pero tampoco creo que hable.
—De todas maneras estamos en un callejón sin salida. ¿Qué haremos? Ahora no
podemos conseguir pasaportes falsos. Ni siquiera podemos salir a la calle.
A Peter no le preocupaba eso.
—Podemos conseguir pasaportes en Génova. Brandt tiene un contacto allí. Lo
que no me gusta es abandonar a Vittorio.
Comenzó a pasearse, lanzando maldiciones entre dientes.
—Eso es lo malo de los trabajos como éste. Por eso tratamos de actuar solos.
Disminuyen los riesgos. Sabía que no tenía que dejarlo venir a Florencia. Si hubiera
estado solo…
Se detuvo y miró a Karen con expresión amarga.
—¡Se da cuenta! Tengo que protegerla a usted y preferiría defenderlo a él. Y bien,

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me encargaré de eso más tarde. Por ahora es la reina.
Karen volvió a ruborizarse.
—Yo también habría preferido que fuera otro el encargado de este trabajo, señor
Congdon. Pero ya que está aquí, dígame cuál es su plan para llegar a Génova.
—Iremos en tren. Es lo más rápido. Llame a la estación y averigüe a qué hora sale
el primer tren.

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MIÉRCOLES 8,10 - 9,05 HORAS

MIENTRAS KAREN llamaba a la estación, Peter comenzó a revolver el botiquín del


baño y los cajones de la cocina. La chica se asomó en el instante en que Peter entraba
con un frasco de goma de pegar y lo dejaba junto a un frasco de líquido para limpiar
calzado.
—Exactamente lo que necesitábamos —dijo—. ¿Y? ¿Qué averiguó?
—Hay un tren que sale para Génova a las diez. Es el expreso de Roma a Niza.
—Muy bien. Tenemos más de hora y media. Con eso basta.
—¿Para qué es el líquido de limpiar calzado?
—Para una caracterización.
Peter sacó la botella del estuche y preguntó:
—¿De qué color es? ¿Castaño?
—Sí. ¿Qué piensa hacer con eso?
—Se va a lavar la cabeza. En cinco minutos quedará castaña.
—¿Pretende que me tiña el pelo con eso?
—Pretendo que pongamos un poco de agua en el lavabo, que echemos un poco de
este líquido y que se empape el pelo. La policía y la mafia buscan a una rubia.
Tenemos que arreglar ese problema antes de salir de aquí.
Karen hizo una mueca, pero no protestó.
—¿Y para qué es la goma de pegar?
—Para mí. Para mi labio superior. Me cortaré uno o dos mechones, me los pegaré
sobre el labio, los recortaré y ¡he ahí un bigote!
—¡No me diga!
—¡Ya verá que da resultado! No es una idea que se me acabe de ocurrir. Es parte
del programa de entrenamiento de Brandt… Cómo disfrazarse con los elementos que
se encuentran a mano en una casa. Todos los agentes tenemos que aprender a hacer
cosas así.
Karen se apoyó contra el marco de la puerta.
—No quisiera ser escéptica, señor Congdon; pero después de haber echado esa
porquería en mi pelo ¿qué pasará? Con teñirme el pelo no vamos a llegar a Génova.
—Muy sencillo. Después que se haya teñido el pelo y me haya pegado mi bigote,
saldremos de aquí como un matrimonio que hace un viaje a Génova para visitar a
unos parientes. Sacaremos los billetes en la estación, subiremos al tren y listo.

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—Por supuesto, no va a haber policías en la estación. Nadie querrá ver nuestros
pasaportes.
—Somos italianos. No necesitamos pasaportes para viajar por nuestro país.
—Somos italianos, pero usted no sabe hablar italiano.
—Yo seré un italiano con laringitis.
Peter inició la marcha hacia el cuarto de baño. Karen lo siguió con expresión dura
y lo observó mientras llenaba el lavabo.
—Está empezando a comportarse como su amigo Vittorio —dijo ella—. Al oírlo
una creería que todo esto es muy fácil. Pero no soy tan tonta, ¿sabe? O quizá no lo
sepa. Vittorio está ahora en manos de la policía y allí iremos a parar nosotros…, si no
nos ocurre algo peor… A menos que sepa lo que está haciendo. Y no creo que sea así.
Peter comenzó a verter con todo cuidado el limpia calzado en el agua hasta que
tomó un color caoba.
—Escuché, ángel —dijo con toda seriedad—. Yo tampoco soy estúpido. No
podemos permanecer ocultos en este departamento por mucho tiempo. No sé en qué
momento Vittorio va a decidir que ya no le divierte jugar al policía y al ladrón y va a
desnudar su alma. Y, como usted misma ha señalado, está de por medio María y
¿quién sabe de lo que es capaz una mujer? Pero tampoco podemos andar por las
calles de Florencia durante mucho tiempo con disfraz o sin él. Tenemos que salir de
esta ciudad y la mejor manera de hacerlo no es a pie…, por muchas razones. Nuestra
única posibilidad es abrirnos caminos con el pelo castaño, el bigote y una actitud de
lo más natural y desenfadada posible. Se sorprenderá de ver lo que se obtiene a costa
de simple desenfado… Y ahora mójese el pelo con esto y mire cómo queda. Espere.
En la cocina hay unos guantes de goma. Más vale que se los ponga para no
mancharse las manos. Además quítese el vestido. Sería una lástima que lo manchara.
—Y qué piensa hacer, ¿contemplarme?
—Me voy al dormitorio a buscar unas tijeras y a preparar mi bigote.
Peter tardó menos de media hora en adornar su labio superior con mechones de
distintas partes de su cabeza. A pesar de la prisa con que trabajó, su obra fue la de un
profesional. Los pelos seguían una pulcra línea, el borde superior era curvo. Cuando
el adhesivo estuvo bien seco, recortó las puntas y admiró su obra en el espejo.
Estaba a punto de terminar cuando Karen regresó del baño. Su pelo tenía ahora un
tono castaño rojizo. Estaba aún húmedo. Se había puesto el vestido, que estaba
limpio, lo mismo que sus manos; pero le habían quedado manchas en la frente, en
partes de la cara y en la nuca.
—Se ve que hizo un curso preparatorio. Su trabajo es mucho más pulcro que el
mío—dijo con expresión sombría.
Peter la estudió e hizo un gesto de aprobación con la cabeza.
—Algunas de esas manchas tienen que quitarse. Tenemos tiempo. ¿A qué
distancia queda la estación?
—A pocas manzanas.

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—Entonces llegaremos en un santiamén.
La llevó de nuevo al baño, la hizo inclinarse sobre el lavabo y comenzó a
restregar las manchas con ayuda de jabón y un cepillo de uñas. Lavaba con vigor,
ignorando sus gritos de dolor. Las manchas no se borraron del todo, pero tuvo que
darse por satisfecho.
—Empólvese. Póngase bastante rouge y péinese. Después de eso estaremos listos
para enfrentarnos al dragón.
Colgó la toalla con que ella se había secado el pelo y meneó la cabeza.
—A miss Botticelli no sólo le deberemos un vestido, sino una toalla. El limpia
calzado es terrible en cualquier cosa que no sean los zapatos.
Regresó al dormitorio, halló una de las maletas de la señorita Botticelli y metió en
ella la cartera de Marchesi, el revólver del otro hombre y añadió un poco de ropa de
cama para darle peso y volumen. Karen volvió ya maquillada y dijo:
—¿Qué hace? ¿Le está robando todo lo que tiene la pobre chica?
—Es sólo un préstamo. No podemos visitar a nuestros parientes sin llevar una
maleta.
Cerró la maleta, ayudó a Karen a ponerse el abrigo y la tomó del brazo.
—Su nombre es María Botticelli —dijo señalando la tarjeta adherida a la maleta
—. Yo soy su esposo, Antonio. ¿Lo recordará?
—Lo recordaré, pero ¿por qué quiere salir ya? Falta casi una hora para la partida
del tren.
—¿Por qué esperar? Si las cosas van a salir mal, más vale que lo sepamos cuanto
antes.
—Pero tendremos que esperar en la estación. Delante de toda la gente.
—¿Y a quién se le va a ocurrir que una pareja fugitiva haga semejante cosa? ¿No
le parece? Y no olvidemos que es peligroso permanecer aquí. No podemos estar
seguros de que Vittorio no va a ceder.
—Ojalá no tuviéramos que abandonarlo. ¿Qué le ocurrirá?
—Se las va a arreglar. Está en mejor situación que yo, aunque parezca que no.
—¿Porque no tiene que cargar conmigo? ¿A eso se refiere?
—No, no me refiero a eso. Lo digo porque Brandt se encargará de sacarlo una vez
que se entere de lo ocurrido. Pero el mismo Brandt me va a desollar vivo por haberlo
dejado encerrar. Quizá con esto Vittorio se convenza de que lo mejor es que se
dedique a su tienda de artículos de cuero. Bueno, ¿está lista? Recuerde que somos
marido y mujer. Vamos a Génova a visitar a la familia de su hermana. Llevamos tres
años casados. Estamos enamorados. Vaya convenciéndose de todo eso.
—¿Incluyendo lo del amor? —preguntó ella con acritud.
—Claro. Es la prueba para una buena actriz. Hágase cuenta de que soy buen
mozo y deslumbrante… como Vittorio.
Ella lo miró de reojo.
—Haré cuenta que es Joe Bono —dijo y abrió la puerta.

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MIÉRCOLES 9,10 - 9,40 HORAS

FUERA NO TUVIERON el menor contratiempo. Doblaron la esquina al llegar al Ponte


San Trinitá y encontraron una parada de taxis a menos de una manzana, junto a un
alto monumento. Subieron a un Fiat amarillo, el conductor colocó la maleta en el
portaequipaje, bajó la bandera y se mezcló en el tránsito. Fue así de simple.
El viaje fue breve y rápido. Doblaron esquinas de ángulo muy acentuado,
recorrieron calles atestadas y así llegaron a la Piazza della Stazione, desde donde se
divisaba el edificio ancho y bajo de la terminal ferroviaria. Finalmente se detuvieron
ante un enorme pórtico de cristal. El conductor saltó a la acera, pero para bajar la
maleta, no para abrir la portezuela de Karen. Aquel gesto de cortesía quedó a cargo
de un hombre uniformado de azul, con guantes blancos, una gorra chata con visera y
un reluciente escudo de la policía. Más atrás, contra la puerta de entrada, otros tres
policías vigilaban el movimiento de pasajeros.
El corazón de Peter se detuvo. Estaba seguro de que, con el susto, Karen echaría
todo a perder.
Pero no conocía a Karen. Lo que hizo fue poner en acción su sonrisa de mil
watios y posar su mano en la del policía, como si los representantes de la ley le
hubieran abierto las portezuelas desde su más tierna infancia. Y cuando salió, no sólo
le agradeció, sino que le hizo una caída de ojos. Karen Halley no había salido
dispuesta a eludir a la policía, había salido a cobrar presas. Y con aquel policía fue
tan efectiva que el hombre ni siquiera vio a Peter, cuando bajaba tras ella. Estaba
demasiado ocupado escoltando a aquel sabroso exponente del sex-appeal hasta la
entrada. El taxímetro marcaba 260 liras, y cuando el conductor dejó la maleta en el
suelo, Peter le entregó tres monedas de 100 liras. El hombre se limitó a mirarlas,
luego dijo algo y esperó. Peter no sabía qué quería. Luego decidió tomar una
iniciativa para observar la reacción. Se volvió y comenzó a levantar la maleta. El
taxista señaló la maleta y dijo algo más, esta vez en voz más alta. Peter se sintió
atrapado.
Pero en ese instante apareció Karen y dejó otra moneda en la mano del hombre.
Su gesto fue acompañado por una amplia sonrisa y una observación jocosa. Luego
condujo a Peter a la estación.
—Son cincuenta liras por la maleta, pedazo de zopenco. ¿Está dispuesto a
estropearlo todo?

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Al pasar junto a su policía le aplicó nuevamente el tratamiento de mil watios y,
señalando a Peter, hizo un comentario que hizo reír al hombre.
—Más vale que finjamos que tiene encefalitis, no laringitis —murmuró al oído de
Peter.
Sonrió a los tres policías de la puerta y les dijo algo que los hizo reír también.
Condujo a Peter al interior de la estación tomándolo firmemente del brazo, como si
guiara a un abuelo lelo. Él bullía de impotente indignación.
El reluciente vestíbulo estaba vacío, a excepción de unas seis o siete personas que
hacían cola en la segunda y tercera ventanillas de la fila sobre las que se leía
BIGLIETTERIA. Un vigilante solitario daba vueltas en torno de los grandes maceteros
que decoraban el centro del vestíbulo y un anciano de cabellos grises cambiaba los
affiches de las carteleras vecinas a cuatro de los pilares de mármol verde que
soportaban el alto techo de cristal.
Karen apenas si miró al policía. Detuvo a Peter y extendió la mano.
—Deme su cartera —dijo—. Sacaré los billetes.
—¿Qué dirán al ver que la esposa saca…?
—¿Qué dirán al oír al esposo que trata de sacar los billetes?
Peter le entregó la cartera sin objeciones y la observó mientras se dirigía a la cola
de la segunda ventanilla. Era buena, tenía que admitirlo. Era una verdadera
profesional No trataba de abrirse paso. No forzaba las cosas. Se comportaba como si
jamás se le hubiera cruzado la idea de que alguien podía detenerla e interrogarla. Era
una mujer de agallas, no cabía duda. Era de hielo.
Sobre el cartel de BIGLIETTERIA, dos grandes rectángulos indicaban la hora. Eran
las 9,22. Karen hablaba con el hombre que estaba tras la ventanilla y le daba dinero.
Luego se apartó sonriente y Peter la miró acercarse. Observó el paso elástico y
liviano, la figura armoniosa, el vestido escotado que lucía bajo el abrigo abierto.
Verla era desearla y ni siquiera Peter era inmune a sus encantos. Eso era lo que la
hacía peligrosa. Uno sabía que le traería problemas, pero la deseaba lo mismo. Era
preciso mantenerse a distancia.
Le dijo algo en italiano, cuando aún estaba a bastante distancia. Era para que el
policía que andaba por allí la oyera. El hombre la miraba… pero con admiración, no
con sospecha… y ella estaba actuando para él.
Cuando llegó hasta donde estaba Peter, le entregó la cartera y los billetes, lo tomó
firmemente del brazo y lo dirigió hacia los andenes. En la pizarra de TRENI IN
PARTENZA, figuraba el tren Pisa-Livornó, Génova-Turín, que partiría a las diez horas
del andén ocho.
El vestíbulo era un espacio amplio, frente al cual se extendían doce vías y seis
andenes, con entradas en los extremos. Allí se había congregado la gente. Había un
activo ir y venir entre los kioscos de comida y de souvenirs; había gente de pie
esperando o haciendo llamadas telefónicas. El centro del vestíbulo estaba ocupado
por otro montón de plantas. Era un enorme cuenco central, rodeado por siete

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maceteros más pequeños, idénticos al grande. También había más policías. Dos
vigilaban las entradas de los extremos y otros tres caminaban entre los pasajeros.
El andén ocho estaba cerca del centro, pero el tren no había entrado aún, de modo
que Peter apartó a Karen de los policías circulantes y concentró todo su interés en un
gran modelo de trasatlántico italiano Cristoforo Colombo de siete metros de largo
exhibido en una vitrina. Estaba en la parte central del vestíbulo, pero lejos de los
kioscos de souvenirs y de revistas y lejos de la gente.
—¿Algún problema con los billetes? —murmuró Peter.
—Ninguno.
—¿Qué clase sacó?
—Primera, por supuesto.
—Tendría que haber sacado segunda. Pasaríamos más inadvertidos entre el
montón.
—¿Cuándo viajó por última vez en tren en Italia?
—Recuerde que está representando un papel.
—No se preocupe.
Repentinamente Karen cambió de actitud. Apoyó la mano en el brazo de Peter y
comenzó a hablar italiano. Un policía se acercaba a la vitrina junto a la que estaban.
La muchacha dejó a Peter y salió al encuentro del policía. Un instante después el
representante de la ley la guiaba hacia uno de los kioscos de revistas. Allí se
detuvieron juntos a observar el material de lectura.
Era todo un espectáculo. Ella reía, le dirigía miradas coquetas, apoyaba una mano
sobre su brazo, con ese gesto tan lisonjero que hace pensar al hombre que la dama lo
encuentra muy atractivo, y hasta lo incitaba a atisbar el escote de su vestido.
Cuando la hubo equipado con suficiente material de lectura para todo el viaje; una
de las manos enguantadas del policía se apoyaba ya en la cintura de la chica y los
demás representantes de la ley prestaban más atención a su afortunado camarada que
a la cacería de los fugitivos. Peter tuvo que admitir que, hiciera lo que hiciera, o fuera
lo que fuera en otros terrenos, en éste era insuperable. Por otra parte era evidente que
le complacía despertar admiración. Se regodeaba de esa admiración.
El tren de Génova ya estaba en el andén, cuando Karen se separó del agente; pero
al regresar junto a Peter aún coqueteaba con él y sus compañeros. Dejó las revistas
sobre la vitrina y ametralló a Peter con una historia narrada en italiano. Hablaba
rápidamente, en tono excitado. Evidentemente le explicaba la razón de la presencia
de aquellos policías. Ilustrada su narración con abundantes gestos: señalaba en
dirección a la Via dei Saponai, se apuntaba al corazón con un dedo y se disparaba, se
golpeaba en la cabeza con la palma de la mano. Luego tomó a Peter del brazo y lo
llevó hacia el tren. Al pasar junto a los policías que controlaban la entrada los saludó
con la mano y con una inclinación de cabeza. Ellos, por su parte, la contemplaron con
la expresión de un niño que mira el escaparate de una juguetería.
Subieron al segundo coche de primera clase y hallaron un compartimento vacío.

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Tenía un cartel de occupato sobre los asientos junto a la ventanilla, un guante sobre
un sitio próximo a la puerta y equipaje en las rejillas, pero les ofrecía un temporal
aislamiento y lo aprovecharon. Peter colocó la maleta en la rejilla y cerró la puerta.
Karen se sentó en el asiento de en medio, extendió los brazos sobre la cabeza y
dirigió a Peter una sonrisa de superioridad.
—¿Cómo anduve, jefe?
Los ojos de Peter descendieron al profundo escote en V. No pudo evitarlo y
comprendió que se alegraba de que no pudiera evitarlo. No soportaba que los
hombres se le resistieran.
—Estuvo bien, sí. Estuvo muy bien. Lo mejor que he visto —respondió Peter,
mirando otra vez su rostro.
—No lo diga con ese tono tan amargo —comentó abriendo su bolso y sacando los
cigarrillos—. Me dijo que fuera desenfadada. No hay como el desenfado, dijo. ¿Tiene
fuego?
Peter le aproximó le llama del encendedor, sin sentarse. Luego cerró la tapa del
encendedor y lo guardo en el bolsillo.
—Veo que no tenía por qué preocuparme en ese aspecto, No le falta desenfado.
Se metió a la policía en un bolsillo.
Se desperezó nuevamente y le sonrió burlona:
—Y dio resultado ¿no? Los engañé a todos ¿no? ¿No es una ventaja que sea de
ese tipo de chica que le gustaría azotar en la plaza pública?
—Le dije que hiciera el papel de esposa amante.
—Me pareció más fácil representar a una esposa casquivana.
La puerta se abrió para dejar paso a una mujer esbelta, que tendría
aproximadamente la edad de Peter. Llevaba a una niña llorosa de dos años en brazos
y a una de cuatro de la mano. Recogió el guante, se sentó junto a la puerta y trató de
calmar a la pequeña. Peter se sentó junto a Karen, en el asiento próximo a la
ventanilla y encendió un cigarrillo. Karen se había burlado muy bien de él. Lo había
puesto en ridículo ante los policías de la estación de Florencia.
Los chillidos de la niña alcanzaron un nivel irritante. ¡Las mujeres!, pensó Peter.
Chicas y grandes. Todas eran un dolor de cabeza. Exhaló con furia una nube de humo
y miró por la ventanilla.

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MIÉRCOLES 10,05 - 14,30 HORAS

CUANDO EL TREN comenzó a salir suave y silenciosamente de la estación, había paz en


el compartimento. La madre tenía a la niña de dos años en el regazo y le mostraba las
figuras de una revista llamada Tempo. La mayor de las niñas, sentada junto a ellas,
echaba de tanto en tanto una ojeada a las ilustraciones. Karen leía una de las revistas
que su rendido policía le había ayudado a elegir. Como todo el material de lectura
estaba en italiano a Peter no le quedó otro remedio que mirar por la ventanilla, viendo
como se deslizaban los vagones de carga estacionados en las vías muertas, los
bloques de las afueras de Florencia y, finalmente, los campos.
El vagón se mecía suavemente y el único sonido era el zumbido de las ruedas,
que de tanto en tanto se convertía en suave traqueteo, cuando pasaban sobre algún
empalme. Era sedante y reconfortante y Peter estaba exhausto. Se arrellanó en la
seguridad de su asiento y se dejó deslizar por la pendiente del sueño. Se movió una
vez, cuando Karen extrajo los billetes de su cartera, pero ése fue su último recuerdo.

Despertó renovado, pero también con la sensación de que algo no andaba bien. Las
luces del vagón estaban encendidas y fuera todo era tinieblas. Las ventanillas sólo
mostraban el reflejo del compartimento. Se irguió bruscamente; ahora estaba alerta.
Todo era serenidad a su alrededor. La señora del asiento del rincón se había dormido
y, junto a él, Karen mostraba un aspecto diferente. Le estaba contando un cuento a la
niña de cuatro años, que parecía absolutamente entregada a ella. La más pequeña
dormía en sus brazos.
Peter consultó el reloj. Era la una y media. Se lo acercó al oído. Andaba. La una y
media. Pero ¿la una y media de qué? ¿Cuánto había dormido? ¿Cuánto llevaban
viajando? De pronto ni siquiera supo qué día era.
Pero, de repente, el tren se hundió en la brillante luz del mediodía. Acababan de
salir de un túnel y ahora cruzaban un valle muy verde, bajo un cielo seminublado.
Pasaron muy cerca de un cementerio, una pequeña y apretada colección de lápidas,
que descendía la ladera rodeada por un muro. Peter observó el paisaje, procurando
orientarse. Se acercaban a una ciudad. Comenzaban a aparecer edificios y las laderas
estaban cultivadas en terrazas. El tren disminuyó la marcha.
—¿Dónde estamos? —preguntó, interrumpiendo a Karen en su relato.

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—No sé —respondió ella, volviéndose—. Alguna pequeña ciudad de la costa.
¿Quiere un sandwich?
—¿Un sandwich?
Karen extrajo de su bolso un sandwich prolijamente envuelto.
—¿Dónde lo compró?
—En Pisa.
—¿En Pisa?
—Mientras dormía —explicó con tono paciente—. Lo compré en un carrito que
recorría el andén.
—¿Bajó del tren? No debió hacerlo.
—Y usted no debió haberme dejado hacerlo ¿no? Podrían haberme raptado y ni
siquiera se habría enterado.
Peter ya lo había pensado y estaba bastante contrito.
—Cómaselo —dijo y se volvió—. Yo ya me comí uno. Además beba vino. Coma.
Y sin decir más le dejó el sandwich sobre las rodillas y prosiguió con su historia.
El tren se detuvo y hubo movimiento de pasajeros, pero aún no habían llegado a
Génova. Un guarda gritó desde la plataforma:
—¡Sestri Levante!
Peter se comió su sandwich en pensativo silencio y observó a Karen. Le había
vuelto la espalda y la deslumbrada niña ocupaba toda su atención.
El tren dejó la ciudad atrás, siguiendo la costa, y entró en otro túnel. El
atravesarlo duró un minuto. Peter dedicó ese tiempo a observar el reflejo en la
ventanilla y lo poco que distinguía de Karen y de la niñita que tenía en brazos; Había
visto a Karen Halley, la chiquilla aterrorizada, femenina y vulnerable cuando creyó
que la mataría. Había visto a Karen Halley, con voz gélida, empuñando un revólver y
dispuesta a matar. Había visto a Karen Halley, coqueta, provocando con sus ojos y
con su cuerpo las miradas y el deseo de cuanto hombre se le cruzaba. Ahora era
Karen la Madonna, acunando a un niño como si la maternidad fuera el único fin de su
existencia. Y en todos los casos, fuera la chiquilla aterrada, la diosa sin corazón, la
hechizante sirena o la madre devota, uno tenía la sensación de estar viendo a la
verdadera Karen. Sin embargo la verdadera Karen estaba más hondo aún. La
verdadera Karen Halley era la mantenida de un jerarca de la mafia, una mujer que
vivía de ese dinero mal ganado, que recibía a los cómplices de su amante, que
compartía sus secretos y entregaba su cuerpo a un delincuente. Y ahora que la
corriente había cambiado, estaba dispuesta a exponer los secretos de la mafia, de su
amante y los suyos propios a cambio de dinero contante y sonante, de una dudosa
protección y de la garantía que representaba la ciudadanía norteamericana.
Para Peter aquella mujer resultaba perturbadora. ¡Eran tantas las facetas
contradictorias que mostraba! Pero lo que más lo perturbaba era la insistencia con que
ella ocupaba su pensamiento. Esa mujer era una misión. Era alguien a quien debía
embarcar a bordo del primer avión disponible y dejarla sana y salva en manos de

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Gorman. «No pienses en ella, no hay razón para hacerlo», se decía.
Salieron del túnel y bordearon una larga playa de arena gris, piedras grises y
alguna que otra cabaña desierta. Al otro lado de las vías aparecían residencias
particulares salpicadas por la suave ladera. Cruzaron un puente sobre un pequeño río
y se detuvieron en una ciudad llamada Chavari. De allí en adelante, por espacio de
cincuenta minutos, el viaje fue una sucesión de túneles, cortos y largos, y breves
vistas de un Mediterráneo gris y gélido, que se extendía bajo un cielo nublado, con
algunas grietas de claridad.
Las paradas eran tan frecuentes como las de un tren suburbano. Por el número de
adolescentes con libros bajo el brazo, que subían y bajaban, más parecía tratarse de
un autobús escolar. Daba la sensación de ser un tren utilizado para esos fines.
La madre de las dos niñitas se despertó y dirigió una sonrisa a Karen. Hubo un
intercambio de frases y Karen entregó las niñas a la madre. Se estaba organizando la
partida.
Peter salió al corredor y encendió un cigarrillo. Karen lo siguió un instante
después, como él había previsto. Ya no estaba en Florencia y no le gustaba quedarse
sola. Aceptó un cigarrillo y miró a su alrededor.
—¿Cree que hemos escapado? —preguntó, sólo por decir algo.
Peter exhaló una nube de humo.
—Hemos eludido a ciertos miembros de la mafia—dijo—; pero no hemos
escapado de la mafia. No podemos haberla eludido. Recuerde que han ofrecido cien
mil dólares por su cabeza. Eso les asegura muchos ojos y oídos en muchas partes.
—Sí —admitió con un hilo de voz—. Supongo que sí.
Salieron de un último túnel y entraron en una verdadera ciudad. Ahora iban por
vías elevadas. Alguien abrió una puerta en un compartimento vecino y sacó una
maleta.
—No se preocupe —la animó Peter—. Saldremos adelante. Bastará con que los
despistemos una vez, para que no nos vuelvan a ver el pelo. Tengo muchos recursos.
Karen hizo un gesto afirmativo con la cabeza, pero no parecía convencida. El tren
iba perdiendo velocidad y comenzaba a aparecer el andén de la Stazione Brignole.
Peter dio un respingo. Conocía muchos trucos ¿no? Una de las reglas de Brandt para
eludir a los perseguidores era: «Cambie de medio de transporte antes de llegar a
destino». Y no lo había hecho. Había sacado billetes para Génova y estaba llegando a
Génova. Debió haber sacado billete para Turín o debió haber bajado del tren en Nervi
ó Recco, o aun en Portofino, y hacer el resto del trayecto en un automóvil de alquiler.
Regresaron al compartimento para recoger el equipaje y Peter entreabrió una de
las ventanillas para asomarse. En el andén sólo había un puñado de personas y
ninguna de ellas uniformada. Por lo menos no había policía dispuesta a cerrar los
vagones y registrarlos. Y hasta parecía que la mafia tampoco estaba a mano.
No había sido hábil, pero quizá había tenido suerte.

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MIÉRCOLES 14,35 - 16,35 HORAS

DESCENDIERON UN TRAMO de escaleras y recorrieron un amplio pasaje que corría bajo


las vías y desembocaba en la calle. El depósito de equipajes estaba a la derecha, cerca
de la salida, frente a unas construcciones nuevas que rodeaban la sala de espera. Peter
depositó allí la maleta de María y guardó el billete para retirarla.
Fuera se colocaron en la cola de los que aguardaban taxis y, cuando les llegó el
turno, subieron al asiento posterior de un Fiat verde.
—Vico Tacconi —dijo Peter y sacó su paquete de cigarrillos.
El conductor se volvió.
—¿Cumme scia disce?
Peter echó una ojeada a Karen y volvió a intentar.
El conductor disparó una andanada de palabras italianas y Karen se volvió a
Peter.
—No conoce el lugar. ¿A qué distancia está?
—¡Cómo diablos voy a saberlo! Nunca he estado aquí… Pero hay otro nombre:
Shangai Via Prè.
—¿Via Prè? ¡Ah! —comentó satisfecho el conductor; le dirigió una sonrisa y una
inclinación de cabeza, bajó la bandera y partieron.
Sorteando trolebuses, cruzaron la plaza en dirección al distante Monumento ai
Caduti, luego hacia la Via XX Setiembre.
—¿Por qué mira por la ventanilla trasera? —preguntó Karen a Peter.
—Sólo quería ver quién doblaba la esquina.
—¿No dijo que los habíamos dejado atrás?
—Lo dije porque lo creía y lo sigo creyendo.
El viaje fue corto. Vieron desfilar junto a ellos las grandes tiendas, con sus aceras
cubiertas; pasaron bajo un estrecho puente de arcos muy empinados, que apoyaba en
las laderas vecinas; cruzaron la Piazza De Ferrari, con su fuente, y vieron los arreglos
florales que rodean la estatua de Vittorio Emanuele II en la Piazza Corvetto;
atravesaron unos cuantos túneles que perforaban la ladera y llegaron a la Piazza
Acquaverde. Allí el conductor describió una curva y se detuvo en la playa
semicircular del Hotel Colombia Excelsior.
Hizo un gesto en dirección a una calle empedrada que descendía a un lado del
hotel y explicó algo. Karen tradujo.

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—Dice que por ahí se va a la Via Prè. No quiere descender porque el automóvil es
un poco grande. Es probable que el sitio que buscamos sea una callejuela cortada. Las
tiendas abrirán dentro de cinco minutos, a las quince.
Peter estuvo de acuerdo, pero no tenía interés en descender aún la estrecha calle.
En cambio condujo a Karen al hotel y le indicó que escribiera unas líneas a María
explicándole dónde estaba la maleta y prometiéndole devolverle el vestido y los
zapatos e indemnizarla por todos los inconvenientes. Cuando Karen hubo concluido
la nota, Peter la puso en un sobre junto con el billete para recuperar el equipaje y
escribió la dirección de la muchacha: 24 Lungarno Acciaioli, Florencia. Luego envió
un cable a Brandt, sin codificar, en el que decía: «DEL STRABO DETENIDO POR POLICÍA
FLORENTINA STOP HAGA ALGO CONGDON».
Sólo entonces descendió junto a Karen, la pendiente que conducía a la Via Prè. La
Via Prè era una callejuela estrecha, de poco más de dos metros y medio de ancho,
atestada de transeúntes y flanqueada por pequeñas tiendas que vendían de todo, desde
zapatos a fruta y verdura, artículos de punto, relojes, fiambres, caramelos y pescados.
Había entradas a albergos, tiendas de fotografía y bares. En todas partes había una
atmósfera de mercado. Los compradores bloqueaban las bocacalles por las que
intentaba abrirse paso algún que otro carrito de tres ruedas o algún minúsculo
automóvil. Era un crisol de especies humanas y culturas. Sujetos andrajosos e
inclasificables se mezclaban con personajes bien vestidos y de aspecto próspero.
Había hombres, mujeres, turistas, estudiantes y marinos de los puertos más remotos.
Era un sitio de reunión, un mercado público, pero también era un lugar habitado y las
cuerdas con ropa se extendían a través de la calle, de ventana a ventana, como
guirnaldas de banderas que flamearan a pocos metros sobre la cabeza de los
transeúntes.
Hacia la derecha la Vía Prè descendía hasta desembocar en un pequeño
estacionamiento y una parada de taxi, próxima a la ancha y transitada Via Antonio
Gramsci. Era hacia la izquierda por donde se prolongaba subiendo y bajando, y
siempre bullente. Hacia la izquierda estaba la multitud. Hacia la izquierda doblaron
Peter y Karen, en busca de la Vico Tacconi.
La encontraron en seguida. Era la primera calleja que ascendía a mano izquierda,
y el nombre aparecía pintado en la esquina. Era un pasaje empedrado, de poco más de
metro y medio de ancho. A ambos lados se abrían algunas minúsculas tiendas y en el
extremo opuesto se veía una escalera de piedra que conducía a la Via Balbi.
La calleja estaba vacía y sobre ella flotaba un olor ligeramente ácido. Peter tomó
a Karen del brazo. A la muchacha le resultaba difícil caminar con los tacones de
María por aquel empedrado. A mitad de camino entre la Via Prè y la escalinata de
piedra, a mano izquierda, se veía la tienda de un zapatero remendón. Era la última
puerta de ese lado y más allá no había más que un solar con unas ruinas cubiertas de
hierba y tres pequeños automóviles estacionados entre los escombros.
No había cartel sobre la puerta de la zapatería y nada indicaba quién era su

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propietario; pero Peter no vaciló. Miró una vez a su alrededor y condujo a Karen a
través de la puerta, un viejo armazón de madera gris, con dos cristales en la parte
superior.
El edificio era de piedra, y del mismo material era el diminuto recinto en el que
entraron. Había un pequeño mostrador y encima una vitrina que exhibía cremas para
limpiar, cepillos y cordones de zapatos. Detrás del mostrador había una silla, un
banco de zapatero y herramientas. En los estantes sujetos a la blanqueada pared del
fondo se amontonaban cajas de zapatos. A la derecha una cortina de harpillera
ocultaba la angosta puerta que conducía a la trastienda. Delante del mostrador había
una silla para los clientes y una rejilla con unos cuantos zapatos. En la pared, más
arriba de la rejilla, un teléfono lucía su presencia, tan fuera de lugar en aquel
ambiente.
La cortina de harpillera se abrió para dejar paso al remendón. Era un hombre
pequeño, de edad avanzada, con pelo gris muy corto, gafas con montura de acero, un
físico frágil, espeso bigote y un rostro que aparentaba cien años. Avanzó hasta el
mostrador, arrastrando los pies y miró a Karen y a Peter con aire inquisidor. Luego
murmuró algo en italiano.
—¿Signore Celotto? —preguntó Peter.
—Sí —dijo el hombre.
—¿Habla inglés?
El hombre asintió con la cabeza.
—Sí. Un poco.
—¿Conoce la frase «La Agencia Brandt tiene una red muy amplia»?
El anciano parpadeó una vez detrás de sus gafas y observó a Peter con mirada
firme. Por fin dijo, lentamente:
—Creo que sí.
—¿Sabe cómo termina?
—Y recoge muchos peces.
Peter extrajo su cartera y entregó al hombre una tarjeta. El anciano se la acercó a
los ojos y murmuró el nombre una o dos veces. Miró hacia la puerta y luego volvió
los ojos a Peter.
—Atrás —dijo y recogió nuevamente la cortina.
La habitación en la que entraron Karen y Peter era más amplia que la tienda
propiamente dicha, pero no mucho. Contra la pared del fondo había una cama —con
un andrajoso cubrecama—, una cocinita en un rincón y una puerta trasera que daba a
otra estrecha calleja, que desembocaba en el solar. También había un fregadero, una
mesita, un sillón de aspecto confortable y un par de sillas de madera, un perchero y
un W.C. Con tres personas, el cuarto parecía atestado.
El anciano indicó las sillas con un gesto, echó una mirada más en dirección a la
tienda y dejó caer la cortina. Arrastrando los pies llegó hasta la puerta trasera, la cerró
y corrió el cerrojo. Luego abrió una alacena que había sobre la cocina.

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—¿Tienen hambre? —preguntó—. ¿Les sirvo algo?
—No, gracias.
El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza, cerró la puerta de la alacena y
se sentó en la cama. Los alimentos tenían un aspecto poco tentador, la habitación era
deprimente y su dueño parecía al borde del colapso. Aquel era él contacto de Brandt
en Génova, y se suponía que sabía elegir a sus colaboradores; sin embargo, aquel
hombre parecía no haberse asomado nunca fuera de la Via Prè y de su propia
callejuela. Peter se sorprendió de que supiera leer y más aún de que hablara inglés.
El anciano se restregó la mal afeitada, barbilla y miró nervioso a sus visitantes.
Era como si Peter fuera el primer agente de Brandt que lo visitaba.
—Supe que estaba en Italia —dijo con voz ronca y apenas audible—. ¿Necesita
algo? ¿Quiere ayuda?
Peter asintió, pero no alentaba muchas esperanzas. Vittorio Del Strabo, el
contacto de Brandt en Roma, era un hombre en buena posición, tratable, capaz de
conseguir lo que se necesitaba. Este hombre ni siquiera les podía ofrecer una comida
decente.
—Necesitamos pasaportes —dijo, y esperó una expresión desolada y un gesto de
impotencia.
Pero Giuseppe Celotto ni siquiera parpadeó.
—¿De qué país? —preguntó.
—Estados Unidos, si hay elección. Cualquier cosa que nos permita salir de Italia.
—¿Estados Unidos? —murmuró el hombre, clavando la mirada en el suelo.
Luego levantó la vista.
—¿Regresan a Estados Unidos?
—Allí vamos.
—¿Y le parece que en ese caso conviene un pasaporte estadounidense? Controlan
la numeración al llegar. Se puede entrar en cualquier país con un pasaporte falso; en
cualquiera menos en Estados Unidos.
Los conocimientos del anciano eran impresionantes. Peter ignoraba ese dato.
—No tenemos necesidad de entrar en Estados Unidos con ese pasaporte —
explicó—. Sólo lo necesitamos para salir de Italia. ¿Nos puede conseguir pasaportes?
El hombre tosió.
—Puedo —dijo, aclarándose la garganta—. Pero se necesita dinero.
—Tenemos dinero.
—Se necesita dinero norteamericano.
—También tenemos. ¿Cuánto?
—No lo sé aún. Averiguaré.
El anciano se puso de pie y pasó con esfuerzo entre sus dos visitantes, mientras se
metía un dedo en la oreja.
—Telefonearé —explicó—. Ellos me dirán.
Abrió la cortina de harpillera y se dirigió al teléfono.

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Fue una larga conversación. El viejo hablaba en un murmullo, pero de cuando en
cuando su voz se levantaba como si regateara por algo.
—¿Problemas de precio? —preguntó Peter a Karen—. ¿Piden la luna?
—Problemas de tiempo. Su amigo los quiere inmediatamente y su interlocutor
protesta.
La conversación se prolongó; se prolongó bastante, y en el tono del viejo zapatero
apareció un matiz de autoridad. Parecía estar dando órdenes y no era tan débil como
parecía.
Por fin colgó el teléfono con energía y regresó a la trastienda.
—¿Con qué urgencia los necesitan? —preguntó, deslizándose junto a ellos y
volviendo a sentarse en la cama—. Tardarán un poco. Los pedí para ahora, pero me
dicen que no podrán estar antes de las seis. Lo siento. Es todo lo que pude obtener.
—Está bien. Basta con que los tengamos a las seis.
—Los dos pasaportes le costarán quinientos dólares.
—Realmente piden la luna.
—¿Eh?
—Nada. Está bien. Quinientos dólares norteamericanos.
Peter se puso de pie.
—¿A dónde hay que ir? —preguntó.
—Vengan —dijo el anciano.
Los condujo a través de la tienda y salió a la calleja.
—Aquella es la Via Prè —dijo apuntando con un dedo—. Doble a la izquierda.
Para allá. Llegue al final. Allí encontrará una calle. Es la Piazza della Dársena. Verá
una torre grande, como un castillo. Con un arco. Es la Porta dei Vacca. Atraviese el
arco y entrará en la Via del Campo, ¿sí? Y siga, y cerca del extremo, a la derecha…
—hizo un gesto para indicar la derecha—. Allí encontrará una tienda de barbiere; al
lado hay una puerta que conduce a un estudio fotográfico, que está en el primer piso.
Vaya y diga que Giuseppe lo envía. Y todo andará…, andará bien:
Peter dijo que entendía y el anciano le sonrió y le estrechó la mano.
—Les irá bien —dijo.
Regresaron a la Via Prè y la recorrieron hasta llegar a la intersección con una
calle que arrancaba de la vecina Via Gramsci. La torre y la arcada estaban enfrente y
pasaron bajo el arco, rumbo a la Via del Campo. Era la contraparte de la Via Prè,
aunque con características propias. También había tiendas a ambos lados, la calzada
empedrada era la misma, pero el gentío no era el mismo y faltaba el colorido. Era la
trastienda, la parienta pobre, los límites del mercado, y mientras más avanzaban tanto
más disminuían los transeúntes.
El estudio fotográfico estaba situado a dos tercios del largo total de la calle. La
puerta, vecina a una peluquería, se abría sobre una escalera de piedra, de escalones
desgastados. En una vitrina rajada, junto a la puerta, había una fotografía descolorida
de un marinero genovés con una muchacha sobre las rodillas. Arriba, suspendido de

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una varilla de hierro, había un letrero triangular que ostentaba una sola palabra:
Fotografía. Peter abrió la puerta y subieron.
Sobre un estrecho corredor, al final de la escalera, había una puerta con un panel
de cristal opaco en el que se leía nuevamente Fotografía y, abajo, Entrare. Peter giró
el pomo y se encontraron en un sórdido cuarto, equipado con una cámara apoyada en
un trípode, un banco y unas burdas pinturas que pretendían reproducir barcos y el
mar. Dos reflectores sostenidos por trípodes flanqueaban la cámara y miraban la nada
con profundos ojos sin luz.
Como no se veía a nadie en la habitación y nadie entraba, Peter regresó a la puerta
y la cerró con ruido. La medida dio resultado; un instante después se abrió otra puerta
que había en un ángulo y entró un hombre desmesuradamente gordo y alto, con uñas
negras, un gastado pantalón y una camiseta que nunca había sido lavada. A juzgar por
su aspecto y el tufo que despedía, parecía tan falto de higiene como su ropa. El olor a
ajo y otros aromas menos estimulantes formaban un aura a su alrededor, que llegaba a
mas de un metro en todas las direcciones. Se aproximo mas de lo que hubieran
deseado. Llevaba casi medio cuerpo a Karen y era un poco más alto que Peter. Los
observo con ojillos astutos, que brillaban en una cara por lo demás inexpresiva y sin
vida, y murmuró algo que Peter no entendió. Tenía los dientes rotos y manchados y el
rostro cubierto por una barba gris de varios días.
Karen le respondió brevemente y el hombre se volvió con lentitud hacia Peter.
—¿English? —preguntó con una voz ronca que parecía surgir con esfuerzo—.
O.K. ¿Qué quiere?
—Giuseppe nos envía —dijo Peter.
—Ahá —gruñó el hombre—. ¿Tienen los dólares?
—Tengo cheques de viaje.
—Da lo mismo. Quinientos dólares norteamericanos.
El hombrón sacó un cigarrillo de un bolsillo de su pantalón, se lo metió entre los
labios y extendió una mano.
—Cuando nos entregue los pasaportes.
—Adelantado—rugió el gordo—. ¿Tiene fuego?
Peter estuvo tentado de decir que no, pero se contuvo y sacó el encendedor. El
hombre dio una chupada que consumió un cuarto del cigarrillo y luego se lo quitó de
los labios con sus gruesos dedos. Un centímetro y medio del extremo estaba
empapado en saliva, y el hombrón no exhaló el humo. Siguió hablando y dejó que el
humo brotara de su nariz y su boca mientras hablaba.
—Quinientos dólares norteamericanos por adelantado —dijo con voz bronca,
reforzando sus palabras con un gesto de la mano que sostenía el cigarrillo, y casi
golpeando el pecho de Peter.
—Le daré la mitad —dijo Peter—. La otra mitad contra entrega:
—Adelantado —repitió el hombre—. Siempre adelantado.
Volvió a dar una chupada al cigarrillo, del que ahora se desprendió un centímetro

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de ceniza.
—Me arreglaré de otra manera —dijo Peter y condujo a Karen hacia la puerta.
Karen estaba saliendo cuando el hombre se movió.
—Espere —dijo.
Peter se volvió.
—¿Sí?
—¿Tiene los quinientos dólares?
—Ya le dije que sí.
—Vuelva.
Peter entró y Karen lo siguió. Esperaron junto a la puerta abierta.
—Está bien —dijo el hombre—. Es para un amigo de Giuseppe. Mitad ahora,
mitad después.
Volvió a extender la mano con el cigarrillo a la espera del dinero.
Peter extrajo su talonario y arrancó cinco de cincuenta. Luego se acercó a la
ventana, en donde las persianas abiertas y las andrajosas cortinas dejaban pasar algo
de luz, y los firmó apoyándose en el antepecho. El hombrón lo siguió y espió por
encima del hombro de Peter mientras firmaba. Cuando se los entregó los examinó
uno por uno, como un cajero atento a las falsificaciones.
—Muy bien —dijo y sonrió por primera vez—. Ahora quiere un pasaporte.
Guardó los cheques en un bolsillo de su pantalón, dio una chupada más a lo que
restaba de su cigarrillo y aplastó la colilla con un pie.
—Primero les sacaré una foto.
Acomodó primero a Karen, después a Peter en el banco, que había ubicado ante
un espacio libre de la sucia pared próxima a la ventana. Hizo girar la cámara, colocó
las luces, cerró las persianas, regresó, enfocó la cámara y sacó la fotografía. Cuando
terminó abrió las persianas y apagó las luces.
—¿Qué nombres quieren? —preguntó.
—Greer —dijo Peter y lo deletreó—. Charles Greer.
Deletreó el nombre Charles, y el hombre lo anotó trabajosamente en una libreta
que extrajo de un bolsillo.
—¿Y la dama?
—Evelyn Greer.
Peter deletreó el nombre de pila, y el hombre lo apuntó.
—¿Fechas de nacimiento?
Peter inventó unas fechas razonables y dio la ciudad de Nueva York como lugar
de nacimiento de ambos.
El gordo lo escribió, y como datos personales anotó cabellos y ojos castaños para
Peter y cabellos y ojos castaños para Karen. Luego les preguntó la estatura, y tomó
los datos correspondientes.
—Está bien. Con eso basta. ¿Qué fecha quiere para el pasaporte?
—El quince de septiembre de este año.

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—¿Sello de ingreso en Italia?
—Veintisiete de octubre, en el aeropuerto de Roma.
El hombrón hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Esperen aquí.
Se volvió y salió por donde había entrado, cerrando la puerta.
Fue una espera larga. Transcurrieron quince minutos y Karen y Peter aguardaron
en silencio, pasando el peso de un pie a otro, caminando un poco por el sombrío
recinto, observando la gente que se movía en la calleja visible desde la ventana. Por
fin el hombrón regresó y cerró la puerta con expresión solemne. Se detuvo no bien
entró y contempló a la pareja.
—Muy bien —dijo—. Estarán listos a las siete y media. Giuseppe se los entregará
a las siete y media.
—¿Giuseppe? —exclamó Peter—. Tenía entendido que usted nos los entregaría a
las seis.
—No —el gordo meneó la cabeza—. Imposible. Yo saco las fotos. Pero hay más
cosas. Se necesita una máquina de escribir especial que usa su país. Eso lo hace otro
hombre. Hay sellos, hay perforaciones. Son difíciles de copiar. Es una obra de arte
copiar. Cuando estén listos irán a Giuseppe. Le pagará el resto a él. Es todo.
Y sin decir más avanzó hasta la puerta y la abrió invitándoles a irse.

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MIÉRCOLES 16,45 - 19,30 HORAS

GIUSEPPE estaba tras el mostrador remendando un zapato, cuando Peter y Karen


regresaron. No pareció alterarlo el cambio de planes.
—¿Por qué descontento? —dijo—. Es una demora pequeña. Una hora y media,
¿sí? Y sin duda tiene razón. Hay mucho que hacer.
—De todas maneras, no me gusta.
Giuseppe se encogió de hombros.
—De modo que lo traen aquí. Y cierro a las diecinueve treinta. Está bien. Dejaré
abierto. No habrá problemas.
—Espero que no.
Lo dejaron y se encaminaron nuevamente a la Via Prè.
—¿Qué es lo que le preocupa? No entiendo —dijo Karen.
—Tuve que firmar esos cheques del viajero con mi verdadero nombre.
—¿Y cree que la mafia nos va a descubrir por ese lado?
—Es un riesgo calculado. No me quedaban muchas alternativas. Pero desde el
instante en que firmé esos cheques el planteo cambió.
—Estoy segura de que no ha tenido nada que ver. Como dijo ese hombre, hay
mucho que hacer.
—Es probable; pero me voy a sentir mejor después de las diecinueve treinta,
—¿Y qué, haremos entre tanto?
—Buscar el medio para salir de Génova. Si hay aeropuerto, nos enteraremos de
los horarios. Si no, veremos los trenes.
Había aeropuerto. Karen se enteró a través de un taxista que tenía su vehículo
estacionado en el extremo de la Via Prè y los llevó hasta allí. Era un campo amplio,
que se internaba en el mar, de modo que tres de sus lados daban al Mediterráneo. El
edificio de la terminal era una estructura provisional, larga y de una sola planta,
constituida por paneles de cristal y chapas de material de construcción de colores
variados. Era un lugar de proporciones modestas y atmósfera íntima, en donde el
aullido de las turbohélices Viscount dificultaba la conversación, aun con las ventanas
cerradas.
Cuando Peter y Karen llegaron eran las diecisiete y quince, y todo lo que quedaba
del sol era ún tenue borde rosado sobre una nube alta. El cielo tenía una coloración
blanquecina, pero en la tierra las sombras se iban haciendo más pronunciadas. Más

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allá del cerco que separaba el campo de aterrizaje del borde del mar, se veían brillar
las luces de las grúas y los cargueros anclados a la distancia. Las colinas próximas a
la ciudad estaban en sombras, salpicadas de luces, y más allá asomaban las
ondulaciones marfileñas de la montaña.
Peter y Karen sacaron billetes para Niza. Había un avión el día siguiente a las
nueve, que se detendría casi tres horas en Milán y llegaría a Niza a las trece quince.
El empleado preparó los billetes y confirmó las reservas de asiento hasta Milán. Sin
embargo, no había confirmación para la segunda etapa del vuelo y se ofreció a
comunicar el resultado por teléfono al hotel de Peter.
—Salvo que prefieran esperar—añadió.
Peter dijo que esperarían. Pagó los billetes, los guardó en un bolsillo interior, bajo
la cartuchera, y se sintió un poco mejor. Se sentiría mejor aún cuando llegara la
confirmación y cuando tuviera los pasaportes falsos que exhibiría en Milán, pero la
cosa no iba tan mal. En aquel momento, Niza parecía la tierra prometida.
Comieron en el bar, mientras esperaban, porque los restaurantes no abrían hasta
las diecinueve.
—Cuando el empleado mencionó el hotel me detuve a pensar que ese avión sale a
las nueve de la mañana y que tendremos los pasaportes a las diecinueve y treinta —
dijo Karen—. ¿Qué haremos durante las trece horas y treinta minutos que median
entre una cosa y otra?
—Las pasaré durmiendo.
—¿Y dónde piensa dormir?
—En un hotel. Seremos Mr. y Mrs. Charles Greer. Tendremos nuestros flamantes
pasaportes y conseguiremos una habitación sin el menor inconveniente.
—Dos habitaciones, míster Greer. Hágase cuenta de que soy su cuñada.
Peter rio.
—¿Para qué cree que hice hacer los pasaportes a nombre de Mr. y Mrs. Creer?
Precisamente para que no tuviéramos que tomar más de una habitación.
—Pues le tengo que comunicar una novedad. Las habitaciones van a ser dos.
Peter hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Si piensa que en este viaje usted va a dormir en una habitación y yo en otra,
Mrs. Greer, es que no ha captado la naturaleza de mi misión. Tengo que entregarla
sana y salva en manos del senador Gorman, ¿lo recuerda? De modo que sólo pienso
perderla de vista cuando entre en la toilette, y aun entonces estaré esperándola en la
puerta.
—¿Y qué pasa si no admito que un hombre desconocido duerma en mi
habitación?
—Quéjese a Gorman cuando llegue a Washington. Lo único que puedo decirle es
que el viejo Brandt no me permitiría hacer otra cosa.
—Pero el viejo Brandt no va a ser mi compañero de cuarto. Mi compañero de
cuarto será el joven Congdon.

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—Quien protegerá el precioso pellejo de Miss Halley con su vida.
—Se está repitiendo. Ya había hecho esa declaración antes, ¿recuerda?
—Escuche: si cree que…
—No. Usted no. Cómo va a pensar en un ser despreciable como yo. Ya lo ha
dicho. Lo único en que piensa es en azotarme en una plaza pública. Pero también
conozco esa cantinela. Conozco a esos gazmoños, melindrosos, paganos de su
rectitud, que miran a una mujer caída con desprecio y con horror… Somerset
Maugham los ha retratado muy bien a los moralistas. Los clasificó en su colección de
insectos cuando escribió «Lluvia».
Peter se ruborizó. Estaba poniendo el dedo en la llaga. No era que tuviera
proyectos respecto a ella, pero, diablos, no podía dejar de advertir su presencia. Y
también advertía las miradas que le dirigían dondequiera que aparecía…, no sólo
cuando coqueteaba, como con los policías de Florencia, sino también cuando se
movía entre el gentío de la Via Prè, sin prestar atención a nadie. Y había paladeado
las miradas de envidia que le dirigían por ser su acompañante. Y quizá meterse en la
cama con ella equivaldría a recibir el beso de la muerte, pero ¿acaso no se le había
cruzado la idea? No lo haría, no lo haría por todo el oro del mundo; pero, diablos, ¿no
había logrado que la deseara como no había deseado a ninguna mujer después de
Stephanie?
—Piense lo que quiera, pero sepa que no la tocaría ni con guantes de amianto.
Aunque me lo rogara —replicó cortante.
—¿Rogárselo? ¿Después de Joe Bono? —le replicó ella.

La confirmación llegó a las dieciocho y treinta, y Peter y Karen le dieron las gracias
al empleado y salieron a buscar un medio de transporte que los llevara a la ciudad.
Quince minutos más tarde llegó un taxi con pasajeros y en él regresaron al Hotel
Colombia. Cuando comenzaron a descender la pendiente que llevaba a la Via Prè
eran las diecinueve, y Karen dijo.
—Llegaremos temprano.
—Así es. En citas como éstas es forzoso.
La Via Prè estaba colmada de transeúntes, de ruidos, de luces y movimiento. La
feria estaba en pleno apogeo. Se abrieron paso a través de la multitud y doblaron por
Vico Taccóni. Aquel era un mundo diferente. La calleja estaba silenciosa, desierta y
apenas iluminada. Cuando llegaron a la tienda del remendón, la hallaron oscura. La
puerta de entrada estaba cerrada con llave.
Peter miró vivamente a su alrededor. En la carnicería de enfrente, dos hombres
troceaban una res. En el solar, entre los escombros, había dos automóviles aparcados.
No se veía a nadie en la escalinata que conducía a la Via Balbi. Nada parecía fuera de
lo común. Sin embargo, todas las tiendas de la zona estaban abiertas de par en par,
salvo la del agente de Brandt en Génova.

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Peter golpeó la puerta con los nudillos y espió a través de los paneles de cristal.
Detrás de la cortina de harpillera asomaba una débil claridad. La cortina se movió, la
luz de detrás se apagó, y se encendió la de la tienda. Un hombre se acercó a la puerta
y miró a través del vidrio. No era Giuseppe; era un hombre joven de rasgos
agradables, cabello cuidadosamente peinado y ropa oscura de buen corte. Abrió la
puerta y los miró, primero a Peter y luego a Karen: Después volvió a mirar a Peter.
Cuando habló, lo hizo en inglés:
—¿Sí? .
—Quiero ver a Giuseppe.
—No está.
El hombre dejó la puerta abierta y retrocedió hasta el extremo del mostrador.
—Tuvo que salir. Yo estoy en su lugar.
Los músculos de la mandíbula de Peter se pusieron tensos.
—¿Dónde está?
El joven hizo un gesto de ignorancia.
—No sé. Sólo sé que me pidió que lo esperara a usted.
Esbozó una sonrisa y preguntó:
—¿Mr. Congdon?
Peter lo miró fijamente, y la sonrisa del hombre se amplió.
—Es por el pasaporte, ¿no? Él me pidió que lo ayudara.
Los ojos de Peter recorrieron rápidamente la calleja. No había nadie. Cerró la
puerta y se colocó delante de Karen.
—¿Qué hay del pasaporte?
—Giuseppe dijo que usted esperaba un pasaporte —dijo el hombre con tono
paciente—. ¿No es así, Mr. Congdon?
Peter se aproximó un paso. Era varios centímetros más alto que el joven y le
clavó una mirada intensa.
—¿Quién es usted?
—Un amigo de Giuseppe. El hijo de un vecino. Él me pidió que lo ayudara. Me
dijo que usted vendría por los pasaportes. Uno para usted y otro para la señora.
—¿Dónde están los pasaportes?
—En otro sitio. Los llevaré.
Comenzó a avanzar desde el extremo del mostrador y su mano se extendió para
tomar el codo de Peter. Pero su mano no halló el codo de Peter. En cambio la mano
de Peter le aferró la solapa y lo detuvo.
—Los pasaportes tenían que venir aquí.
—No.
El hombre no cambió de actitud ni intentó desprenderse.
—Giuseppe dijo que no se haría así. Ha ocurrido algo. No podrán mandarlos.
Usted tendrá que retirarlos. Conozco el sitio.
—¿Qué sitio? ¿Dónde?

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—A pocas millas de aquí. Tengo automóvil. Está fuera. Los llevaré.
Peter sacudió al hombre siempre aferrándole la solapa.
—¿Dónde está Giuseppe?
—Ya le dije que no me informó. Me llamó y me rogó que lo ayudara. Dijo…
Peter apartó al joven a un lado y se dirigió a la cortina. El hombre se interpuso de
un salto.
—Por favor. No entre. Tenemos que darnos prisa. ¡Los pasaportes!
Peter lo aferró con ambas manos y lo apartó a un lado. Entró a la trastienda y
encendió la luz. La cama estaba en desorden, pero todo lo demás estaba en su lugar.
La habitación estaba vacía…, aunque no del todo. Contra la pared lateral, junto a la
puerta del baño, yacía Giuseppe. Estaba muerto. Sus ojos sin luz miraban el techo y
su boca estaba abierta. De su pecho asomaba el mango de un largo y fino puñal y la
sangre había formado una pequeña mancha circular en torno al corte que el estilete
había hecho en su camisa. Giuseppe había remendado su último zapato, había comido
su última pobre comida, había vivido su último sórdido día en aquel miserable
cuartucho. El cuerpo estaba caliente aún, pero ya no pertenecía a Giuseppe.
Peter se volvió y empuñó el revólver, pero ya era tarde. El muchacho moreno
entraba en la habitación sujetando a Karen con una mano y empuñando una
automática con la otra. Peter se detuvo. Estaba enfrentándose a la muerte y lo sabía;
pero por encima del temor sentía furia. Furia contra aquel muchacho por lo que le
había hecho a Giuseppe; furia contra sí mismo por haber visto la trampa y haber
caído en ella a pesar de todo; furia contra su impotencia y su fracaso.
—Canalla.
Lanzó la palabra al rostro del hombre, como un salivazo.
—Se negó a delatarlos. Se negó a colaborar. De modo que morirá aquí. Usted y
esta chica.
El joven no pudo seguir adelante. Karen, que hasta ese instante se había debatido
con aparente futilidad, experimentó una repentina transformación. Su mano libre
salió como disparada y aferró el arma. El tiro pasó lejos del hombro de Peter y fue a
dar a un rincón del cielo raso. Al mismo tiempo, giró sobre sí misma y golpeó al
hombre en pleno rostro con la cabeza, mientras su rodilla se levantaba haciendo
impacto contra la ingle del muchacho. No logró hacerlo caer, pero le hizo perder el
equilibrio y quedó libre de su mano. Él la golpeó de revés en la cara y la apartó a un
lado, al mismo tiempo que conseguía librar su mano derecha. Sangraba por la nariz y
por la boca y estaba aturdido, pero había obtenido lo que quería: una ocasión para
disparar sobre Peter.
Pero no llegó a apretar el gatillo. El arma de Peter lo estaba apuntando. Una bala
de calibre 38 lo golpeó en el pecho y lo lanzó contra el vano de la puerta. El hombre
se aferró de las cortinas. La automática cayó de su mano y él se desplomó en la tienda
girando lentamente de manera tal que sus pies se enredaron y cayó de lado y luego
rodó hasta quedar boca arriba, con la cabeza contra la silla destinada a los clientes.

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Por un instante, ni Peter ni Karen se movieron. Ambos miraron fijamente el par
de bien calzados pies, los calcetines de seda y los pantalones escrupulosamente
planchados que asomaban bajo la cortina. Luego Karen se sentó lentamente en la
cama, meneando la cabeza.
—¿Se siente bien? —preguntó Peter.
Ella hizo un gesto de asentimiento, pero estaba pálida y asustada. Un ángulo de su
boca estaba hinchado y sangrante. Era el resultado del golpe del muchacho. Dirigió a
Peter una sonrisa amarga.
—Tengo un ataque de temblor.
—Gracias por salvarme la vida.
—Sí —replicó con una risita—. Hacemos un buen equipo.
Peter se acercó a la puerta y apagó la luz de la tienda. Habría deseado echar el
cerrojo a la puerta de delante, pero no se atrevía. La gente ya se estaba reuniendo en
la calleja, se oían voces inquisitivas. Apagó también la luz de la trastienda y la
oscuridad se hizo completa. Espió por una rendija de la cortina en dirección a la
puerta de la tienda y esperó. Las voces de fuera habían subido de tono y se distinguía
la silueta de algunas cabezas que trataban de ver a través de los vidrios.
—¿Peter?
—¿Sí?
—¿Pueden entrar?
—Pueden; pero por lo visto no quieren.
—Ya sé. Los oigo. No saben qué fue ese ruido, pero no se atreven a entrar.
—Ojalá todos sean cobardes.
El somier de la cama crujió y Peter oyó que Karen se le aproximaba.
—¿Qué piensa hacer?
—Voy a desear con toda mi alma que nadie asome la cabeza. Después, cuando
todo se tranquilice, saldremos por detrás.
Estaba muy cerca, su cuerpo casi rozaba el suyo.
—¿No le importa si me quedo a su lado? No me gusta la oscuridad.
¿Quedarse a su lado? Podía hacer lo que se le antojara. Podía ser mantenida de la
mafia entera; podía vender a su madre como esclava, podía engañar, mentir, robar o
matar. Le había salvado la vida y valía oro.
—Por supuesto —dijo, intensamente consciente del contacto de su cuerpo.
—No quisiera molestarlo, pero dos muertos… y en la oscuridad…
—Ssh.
Peter acababa de oír un ruido en la puerta. El picaporte estaba girando. Apartó a
Karen a un lado y se asomó sobre las piernas del muchacho para espiar entre el marco
y la cortina.
La puerta se abrió lentamente y apareció la figura de un hombre que esperó y
trató de escuchar, mientras los demás aguardaban fuera. El hombre avanzó un paso
con cautela. La silueta de su cabeza giró a derecha e izquierda. Luego se detuvo y la

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llama de su encendedor le iluminó el rostro. Era el rostro de aquel hombre delgado de
ojos vacíos, que había viajado en el avión a Roma y que se había agazapado en la
escalera de Florencia.
Había llegado junto al mostrador y se agachó, mirando con atención. Lo primero
que vio fue el rostro del hombre muerto. Se quedó tan inmóvil como el cadáver, y por
un instante sólo se movió la llama del encendedor. Luego su mirada se apartó del
muerto y se dirigió a la cortina y a la rendija oscura por donde espiaba Peter. Las
pupilas se movieron en otras direcciones, pero la cabeza permaneció inmóvil. Su
mano izquierda se apoyó en el mostrador y lenta y silenciosamente dio un pequeño
paso atrás y luego otro. Retrocedió así hasta el vano de la puerta, apagó la llama del
encendedor y salió cerrando cuidadosamente la puerta hasta que se oyó el suave clic
del pestillo.
Desde fuera llegaron voces interrogativas, pero el hombre no respondió. Peter
tomó a Karen del brazo.
—Es el tipo de la mafia —susurró—. Cree que todavía podemos estar dentro.
Más vale que salgamos rápidamente por detrás.
Buscó el camino entre las sillas y tanteó la pared lateral. Su pie chocó contra una
de las piernas de Giuseppe.
Abrió la puerta y atisbo la calleja del fondo. No se veía a nadie. Era un pasaje
estrecho, de menos de un metro de ancho, cerrado a la izquierda por un muro. A la
derecha desembocaba en el solar en que se levantaban las ruinas y los montones de
escombros.
Peter, con el revólver preparado, se aplastó contra la pared y avanzó hacia la
desembocadura del pasaje. Karen se movía detrás de él, apoyando una mano en su
brazo. Desde el lugar en que estaban podían ver la totalidad del solar, los automóviles
estacionados, las tiendas del otro lado de la calleja, los edificios que se levantaban
más allá del solar y toda la Vico Tacconi, desde la tienda de Giuseppe hasta la
escalinata de piedra del extremo.
Tres de los curiosos regresaban a otras tiendas y uno de los carniceros había
vuelto a su tarea. Pero aquella gente no le interesaba a Peter. Su atención se había
concentrado en la escalinata, en donde dos hombres conversaban con animación.
Uno de ellos era el individuo flaco. Por primera vez Peter lo veía hacer gestos
vivos. El otro era un tipo grande, con un clavel en la solapa.

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MIÉRCOLES 19,30 - 20,00 HORAS

LA DISCUSIÓN fue breve. Luego los dos hombres descendieron la escalinata y


avanzaron hasta el límite del solar. Conferenciaron otra vez, por unos instantes, y el
hombre del clavel echó a andar entre los escombros, buscando un camino entre los
ladrillos, piedras, maderas y trozos de vidrio. Él solar estaba en tinieblas y cuando se
internó entre los restos de muros que aún quedaban en pie, resultaba difícil
distinguirlo. Mientras tanto el flaco bajaba por la calle. Los estaban cercando. El
flaco que descendía la Vico Tacconi no tardaría en desaparecer de su vista y podía
colarse al oscuro pasaje, entrando por el costado del edificio o —peor aún— podía
atacarlos por la espalda, pasando por la tienda de Giuseppe.
Peter condujo a Karen de regreso. Halló la puerta y la hizo entrar, luego cerró la
hoja y corrió el cerrojo. Subió a la cama y probó los postigos, para asegurarse de que
estaban atrancados.
—¿Karen?
—Aquí estoy.
Peter extendió la mano y la tocó. Estaba en el centro de la habitación y tenía un
revólver en la mano.
—Póngase junto a la cortina —susurró—. Por si entra el tipo flaco.
—¿Por qué no atranca la puerta de delante?
—Porque así sabrían que estamos dentro. Esperó que crean que hemos huido.
Encontraron el vano de la puerta y Peter se agachó junto al muchacho muerto, allí
donde estaba la abertura de la cortina. Karen se quedó de pie, al otro lado de Peter.
—Si algo me sucede no pierda el tiempo —dijo él—. Tire a matar.
—No se preocupe.
Prestaron atención a los ruidos. Al otro lado de la calleja echaron un cierre
metálico. Inmediatamente se cerró otro, al lado del primero, y dos hombres
cambiaron unas frases. A lo lejos se oyó el sonido de otros treinta cierres que se
echaban. Eran las diecinueve treinta y las tiendas de la Via Prè cerraban.
Karen se sentó, apretándose contra las piernas de Peter. Se estremeció y susurró:
—Tengo miedo.
—No se preocupe. Si tratan de entrar seré el primero en disparar.
—No les tengo miedo a ellos. Me asusta estar aquí. Con estos muertos.
Buscó su brazo y lo apretó.

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—Tenemos que cuidamos de los vivos.
Uno de los automóviles estacionados en el solar arrancó y pasó lentamente frente
a la tienda. Luego se oyó otro rumor al fondo, furtivo, ligero, casi incorpóreo. El
pestillo de la puerta posterior se movía suavemente. Karen aferró el brazo de Peter
con su mano libre y le clavó las uñas.
El sonido se repitió, un poco más desenfadado. Luego se oyó un suave pero
pesado golpe sobre la madera, como si un hombro estuviera probando la firmeza del
cerrojo. Hubo un comentario en voz muy baja y una respuesta también en un
murmullo. Fue imposible distinguir las palabras. Después de un breve silencio
alguien probó los postigos. Casi al mismo tiempo giró el pestillo de la puerta de
delante y la hoja se abrió.
Peter, con una rodilla en tierra, logró ver a través de la rendija, por encima del
mostrador, la negra silueta de la cabeza de un hombre. Era otra vez el flaco.
Peter apuntó a través de la rendija de la cortina y esperó.
El flaco no entró esta vez. Permaneció largo rato junto a la puerta, como
olfateando. Luego, lenta y cautelosamente, retrocedió y volvió a cerrar la puerta.
Hubo otro ruido, el de alguien que caminaba sobre los escombros junto al
edificio. Luego todo fue silencio.
Peter esperó inmóvil y los minutos pasaron. La mano de Karen se extendió y tocó
su pierna.
—¿Peter?
—¿Qué?
—¿Qué hace?
—Espero.
—¿Qué espera?
—A ellos.
—¿No cree que se han ido?
—Pueden estar apostados esperándonos. Todo depende de si han decidido que
estamos aquí o no.
—Peter, no aguanto más. No puedo quedarme más tiempo aquí. Me voy a volver
loca.
—Tenemos que quedarnos.
—Oh, Peter.
—Deme la mano. Eso la reconfortará.
—No. No quiero que me de la mano.
—Como quiera.
Peter volvió a su actitud alerta.
—¿Peter?
—¿Qué?
—¿Cómo nos encontró la mafia?
—Sospecho que fue nuestro amigo el fotógrafo. Deben de haber corrido la voz y

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reconoció mi nombre en los cheques de viaje. Por eso alargó el plazo y hubo un
cambio de planes. Telefoneó a alguien. Y esos dos hombres que ha visto fuera han
venido desde Florencia. Probablemente llegaron pisándonos los talones…,
inmediatamente después del tiroteo.
—¿Cuánto tiempo nos tendremos que quedar aquí?
—Suponga que anda persiguiendo a alguien y cree que ese alguien está aquí
dentro. ¿Cuánto tiempo vigilaría el lugar hasta convencerse de que se ha equivocado?
—Unos quince minutos.
Peter suspiró.
—Impaciencia femenina.
Miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera.
—Son casi las veinte. Ya hace media hora que estamos aquí. Les daremos una
hora más.
—¿Una hora más? Aquí, con…
—Así es. También estoy deseando salir de aquí. Odio permanecer inmóvil. Pero
dominaremos nuestros impulsos y esperaremos lo necesario para que los de fuera se
convenzan de que no podemos estar aquí, porque no podríamos soportarlo.

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MIÉRCOLES 20,40 - 21,45 HORAS

—PETER. ¿Dónde está? ¿Peter?


—Aquí. No me he movido.
—¿Oyó?
—¿Si oí qué?
—Está vivo.
—¿Quién? ¿Qué?
—Giuseppe. Lo oigo. Lo oigo respirar.
—Basta, Karen. Está muerto.
—No. Lo oí moverse. Está tratando de arrastrarse.
—Cállese. Es su imaginación.
—¡Ay, Peter, Peter, déjeme salir de aquí!
—Aguante veinte minutos más.
—Ahora mismo, Peter, por favor.
—A las nueve.
—¡Usted es un sádico! Lo odio. ¡Lo odio!
—Karen, tengo que protegerla. Tengo que hacer lo que me parece mejor y no
puedo permitir que nadie me persuada de otra cosa.
—No me importa que la mafia esté fuera. Que me maten. No me importa. Pero no
soporto más estar aquí con estos cadáveres. Todo, el tiempo me parece que se están
moviendo. Todo el tiempo creo que se van a poner de pie.
—Están muertos. No se pueden mover. Nunca más volverán a moverse.
—Lo odio.
En el preciso instante en que las agujas de su reloj marcaron las nueve, Peter se
incorporó.
—Está bien —susurró—. El plazo se cumplió.
Karen había permanecido en silencio durante diez minutos, después de sus
reiterados gimoteos y súplicas.
—¿De veras? —dijo ahora con tono acre—. Por fin. Nunca se lo perdonaré, Mr.
Peter Congdon. Nunca olvidaré esto y jamás lo perdonaré.
—¿Qué quiere que haga? ¿Que me ponga a llorar? Tengo una misión y la cumplo.
Todo lo que le pido es que trate de no traerme más complicaciones.
—No se preocupe, Mr. Congdon. No le complicaré la vida. Hágase cuenta de que

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no existo.
Peter no respondió. Apartó la cortina y cruzó en silencio la tienda, en dirección a
la puerta. Al salir de la oscuridad de la trastienda, la calleja del frente le pareció
brillantemente iluminada a través del cristal. Karen lo siguió y esperó un paso más
atrás, mientras él atisbaba todos los ángulos de la calleja, a través del cristal. Abrió la
puerta con el revólver preparado y se deslizó fuera. La calle estaba desierta.
Guardó el arma e hizo una seña a Karen para que saliera, luego la tomó del brazo
y la arrastró con paso vivo hacia la Via Prè, en donde se apresuró a doblar la esquina.
Habían salido de la trampa.
La Via Prè tenía ahora un aspecto diferente y más siniestro. Las tiendas habían
cerrado y los comerciantes se habían retirado, pero los bares permanecían abiertos.
También funcionaban los cafés y las pizzerías. La gente que recorría aquel gris
empedrado era distinta a esta hora. Las únicas mujeres que se veían eran jóvenes y
con figura provocativa. Estaban solas, de pie en los portales, y charlaban entre sí,
mientras esperaban. Los vendedores ambulantes también habían cambiado. Ahora
eran individuos de rostro duro y voz áspera, o jovencitos esbeltos. Ofrecían
cigarrillos, radios a transistores, máquinas de afeitar eléctricas y otros artículos
difíciles de obtener. Los exhibían en grandes cajas de cartón, dentro de grandes
canastas anaranjadas.
Peter se detuvo y fumó un cigarrillo en un portal, mientras miraba a su alrededor.
Karen, con los labios apretados, permitió que le encendiera otro y esperó a su lado en
silencio. Al otro extremo de la calle un hombre arengaba a otros veinte, mientras
extendía unas cartas sobre una manta y hacía que alguien extrajera un número de una
bolsa de papel. Peter no conocía el juego, pero preveía el desenlace.
Junto a él, Karen fumaba impaciente. Por fin rompió el silencio.
—Y bien, Mr. Congdon. ¿Tiene planes para el futuro? ¿O quiere que nos
quedemos aquí llenándonos los pulmones de impurezas?
—Lo he estado meditando —dijo Peter—. En primer lugar completaremos esta
etapa de las impurezas.
—¿Y cuál es el paso siguiente?
—Hemos pagado doscientos cincuenta dólares por unos pasaportes. Iremos a ver
a ese hombre y conseguiremos los pasaportes.
—No los tendrá.
—¿Qué se apuesta a que si le ponemos un revólver en la sien nos consigue unos?
—¿Y sus amigos? Esos dos tipos. ¿Cree que dejarán de buscarnos?
Peter se encogió de hombros.
—Me han visto sin bigote y a usted sólo la conocen a través de una fotografía en
la que aparecía rubia. Puede ser que el fotógrafo no les haya transmitido nuestra
descripción y sólo les haya dicho que nos encontrarían en la tienda de Giuseppe. No
tiene idea de lo distinto que parecemos; sobre todo a los ojos de gente que apenas nos
conoce.

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—Supongo que podemos caminar junto a ellos sin que nos reconozcan.
—Apostaría a que es así. Sobre todo si les hace ojitos.
Ella dejó caer el cigarrillo, lo pisó y murmuró:
—Desgraciado.
Tres soldados de uniforme caqui pasaron junto a ellos, y uno se detuvo y dijo algo
a Karen. Ella respondió riendo, hizo un gesto negativo y señaló a Peter. Después le
sonrió y le hizo una inclinación de cabeza, y el soldado se alejó conforme.
—¿Qué diablos quería?
—Se quería acostar conmigo. Creyó que estaba trabajando. Le dije que primero
tenía que acostarme con usted, pero que era tan inepto que me iba a ocupar media
noche. Me vendrá a buscar a las doce.
Quizá estuviera mintiendo, pero era probable que hubiera dado esa respuesta. Era
indudable que con ése vestido, que asomaba bajo el abrigo abierto, podía pasar por
cualquiera de las chicas que esperaban de pie en los portales…, aunque infinitamente
más atractiva que las demás, infinitamente más sexy. La tomó del brazo.
—Vamos antes de que olvide en qué andamos.
—Vamos.
Recorrieron la Via Prè hasta el extremo y cruzaron el arco para entrar en la Via
del Campo. Allí había menos público, era más andrajoso y más peligroso. Al llegar al
tramo final de la calle se habían acabado los vendedores, las prostitutas y casi había
desaparecido la gente. Peter avanzaba con decisión, llevando a Karen del brazo. Eran
una pareja más que pasaba por allí, preocupados por sus propios asuntos; pero Peter
observaba a los rezagados que iban dejando atrás, el cojo, el jovencito de pelo
ensortijado y pantalones demasiado ajustados que echó una mirada furtiva, antes de
salir de un callejón; el hombre caído en un portal.
La ventana que se abría sobre la peluquería, cerca del cartel Fotografía, tenía las
persianas cerradas y la escalera estaba oscura.
—No creo que esté —susurró Karen.
—Si no está esperaremos.
Peter se acercó a la puerta, hizo girar el pomo y empujó. La puerta se abrió sobre
las tinieblas de la escalera. Dentro reinaba un silencio de muerte, y Peter se quedó
paralizado en el vano, con una mano aún en el pomo y la otra apoyada en el marco.
Luego retrocedió rápidamente, volvió a cerrar la puerta y aplastó a Karen contra la
vidriera de la peluquería.
—Es una trampa.
—¿Una trampa?
—Nadie puede dejar la puerta abierta así en un lugar como éste. Y sin luz. Están
ahí dentro esperándonos.
—¿Quiénes?
—Esos dos hombres. Y sus amigos. Nos han perdido y confían en que vengamos
a buscar los pasaportes.

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La aferró de un brazo.
—Venga. Salgamos de este agujero infecto.
Echaron a andar con paso vivo y, de pronto, el hombre que había estado tirado en
un portal se puso de pie y les bloqueó el camino. Se tambaleaba como mi borracho y
barbotaba algo. Quizá pidiera una lira, para una copa; pero era mucho más alto que
Peter y sus pies estaban demasiado bien plantados, estaba demasiado en el camino y
sus brazos se parecían demasiado a los de un pulpo.
Peter le aplicó un uppercut de izquierda en el estómago y un cross de derecha en
la mandíbula. El hombre cayó, pero no se alejó y comenzó a gritar cuando Peter
arrastró a Karen calle abajo.
Peter echó a correr arrastrando a la muchacha de la mano, y extrajo la automática
del cinturón. De la Fotografía habían salido dos hombres a toda carrera y el hombrón
borracho los señalaba desde el suelo. Los hombres estaban armados, pero vieron la
automática de Peter y se mantuvieron a distancia.
Peter empujó a Karen y la obligó a correr delante de él, escudándola con su
cuerpo, y no apartó la vista del enemigo obligando así a los dos hombres a
conservarse a distancia. Los perseguidores se abrieron y avanzaron pegados a las
paredes. Habían ocultado los revólveres en los bolsillos, pero no permitían que la
pareja aumentara la distancia que los separaba.
Karen corría y corría, jadeando, enganchándose los tacones en las piedras, pero
forzada a seguir por el acicate que significaba la presencia de Peter a sus espaldas.
Llegaron al final de la Via del Campo y a la intersección con la Via Gramsci, y las
piernas de la chica comenzaron a vacilar.
—Peter…
—A la Via Prè —indicó él—. Siga corriendo.
—No puedo. Nos perseguirán hasta que caiga.
—No. En la Via Prè no podrán.
Cruzaron y comenzaron a correr por la Via Prè. Los hombres los siguieron.
—No puedo correr más —jadeó Karen.
—Acérquese a la pared. Camine.
Ella se aproximó a los portales y miró hacia atrás atemorizada.
—Tranquilícese —le dijo Peter—. No se acercarán como para ponerse a tiro.
Karen siguió andando, a la carrera cuando podía, al paso cuando no daba más.
Cuando había gente, disminuía la marcha y se sentía más segura. Peter había
guardado ahora la automática en el cinturón y marchaba tres o cuatro pasos detrás de
ella. Ahora que no había armas a la vista, los perseguidores habían vuelto al centro de
la calzada. Mantenían la distancia, pero se movían con más audacia.
Se mantuvieron así, a distancia prudencial, sin arriesgarse. Habían acorralado a la
presa y les bastaba con cansarla.
Peter tenía otras ideas.
—Los taxis —murmuró al oído de Karen, mientras se agachaban para perderse

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detrás de algún grupo de transeúntes reunidos en torno de las canastas anaranjadas de
los vendedores ambulantes—. En el extremo de la calle. Subiremos a un taxi.
Karen asintió con la cabeza, sin hablar. Necesitaba todo su aliento para seguir
andando.
La Via Prè era larga —casi interminable—, y a Karen le pareció que transcurría
una eternidad hasta que pasaron junto a la rampa vecina al hotel y comenzaron a
descender la pendiente hasta el estacionamiento de taxis. La gente había quedado
atrás y los perseguidores habían vuelto a sacar las armas y comenzaban a acortar la
distancia. Peter también tenía la automática en la mano, pero los individuos morenos
no parecían intimidados ahora. Estaban dispuestos a ponerse a tiro.
Casi estaban al alcance del arma de Peter cuando éste y Karen llegaron al final de
la pendiente y a la esquina del último edificio. En el estacionamiento vecino a la Via
Gramsci había dos taxis estacionados. Los conductores charlaban despreocupados.
—Suba al más próximo —murmuró Peter e hizo un movimiento tendiente a
desorientar a los perseguidores—. Suba y agáchese.
—¿Y usted?
—Los mantendré a raya hasta que podamos salir.
Los hombres no se dejaron engañar. Se abrieron hacia ambos lados de la calle,
aprovechando las sombras y acortaron la distancia.
—Corra —dijo Peter, y la dejó sacar ventaja.
Luego dobló la esquina y se lanzó tras ella. A sus espaldas oyó el ruido de pies
que bajaban la pendiente a toda carrera.
Dieron la vuelta a la esquina con toda precaución, con sus revólveres preparados;
pero Peter y Karen estaban detrás del taxi más próximo, en el refugio que separaba el
estacionamiento del rugiente tránsito de la avenida. Los hombres se detuvieron, y
Peter dijo a Karen:
—Diga al conductor que nos saque de aquí lo antes posible.
Ella jadeaba y trataba de abrir la portezuela, manteniéndose agachada. Pero no
tuvo oportunidad de decir nada al conductor, los taxistas habían visto las armas y
corrían en busca de resguardo.
Peter miró a su alrededor para decir el próximo paso, y entonces descubrió el
Sedan. Aún estaba lejos, apenas asomaba de la última curva de la Via Gramsci. Su
tamaño tampoco llamaba la atención. Lo curioso era su marcha excesivamente lenta,
la forma en que se mantenía sobre el lado de la calzada, la forma en que frenaba en la
desembocadura de cada callejuela que llegaba de la Via Prè, mientras él resto de los
vehículos pasaban como exhalaciones. No era de sorprender que los otros dos
individuos se hubieran contentado con permitir que Peter corriera hacia allí. Era una
emboscada.
Tenía que actuar de prisa. Al otro lado de la Via Gramsci, bajo la sopraelevata —
la carretera elevada que cruza Génova—, un cerco de gruesa tela metálica separaba la
estrecha acera de un barranco que descendía unos seis metros hasta las vías del tren.

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Más allá de las vías se encontraban los depósitos, los estacionamientos y las
instalaciones del Porto Vecchio. No había más salida que una abertura en el cerco,
desde donde descendían unos escalones hasta una plataforma que cruzaba las vías y
desembocaba en una bien iluminada escalinata que llevaba a la zona de los depósitos.
Peter no se detuvo a pensar. Tomó a Karen del brazo y señaló.
—¡Corra hacia allí cuando diga «ya»! ¡Corra como loca…! ¡YA!
La arrastró a través de la calzada, aprovechando un claro en el tránsito y corrieron
hacia la escalera.
Atrás, los dos pistoleros corrían hacia los taxis y preparaban sus armas, pero se
interpuso un autobús. Peter y Karen habían llegado a la otra acera y, sorteando a un
marinero, se dirigían a la abertura.
El Sedan aceleró, se detuvo junto a los pistoleros, y del asiento trasero saltó un
hombre. El automóvil se abrió paso entre el tránsito y enfiló hacia una rampa que
descendía al nivel de los muelles. Los tres hombres que habían quedado en la avenida
corrieron detrás de los fugitivos.
La escalinata era amplia y larga y terminaba en una ancha calle, en la que había
unos veinte vehículos estacionados. Peter, que bajaba a saltos la escalera detrás de
Karen, había pasado el descansillo cuando los tres hombres llegaron a lo alto de la
escalinata. Había desenfundado la automática y los pistoleros retrocedieron al ver el
arma. Volvieron a asomarse a la escalera, esta vez echados de bruces en el suelo; pero
Peter y Karen ya estaban detrás del primer automóvil estacionado.
Al ver que desaparecían, los hombres se incorporaron e iniciaron el descenso.
Peter apuntó la automática y disparó. Su intención había sido dar al hombre de en
medio; pero no era su revólver y la bala pasó a un centímetro de la mandíbula del
individuo. Aquello los detuvo. Los dos de los extremos corrieron hacia arriba, el del
medio se agachó.
Peter aprovechó la confusión. Tomó a Karen de la mano y la arrastró detrás del
siguiente automóvil y luego del siguiente. Avanzaba hacia el extremo del depósito.
Era lo que Brandt llamaba «maniobra de cucaracha». Según él, la cucaracha es tan
difícil de cazar porque corren detrás de un objeto, no para ocultarse —como lo hacen
los ratones—, sino para ocultar su trayecto y así mantener en secreto el siguiente
refugio y el siguiente y el siguiente. La orden de Brandt en materia de huidas era:
«Cuando se pongan a cubierto ¡muévanse!».
En la esquina del otro depósito, un sereno salió de una garita para investigar la
causa de la explosión. Peter avanzó hacia el próximo automóvil. En lo alto de la
escalinata, uno de los pistoleros hacía señas al Sedan. Reclamaba ayuda.
Más allá de los depósitos había un amplio estacionamiento para camiones y
trenes, que terminaba en el enorme edificio de mercancías y en la Stazione Marítima.
Después de aquellos edificios estaba el mar. Peter arrastró a Karen dos automóviles
más, para alejarse de la escalera, pero los escondites se les estaban terminando.
Se oyó el pitido de un tren y una pequeña locomotora avanzó a través del espacio

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abierto, arrastrando unas veinte vagonetas de cuatro ruedas, en el preciso instante en
que el Sedan aparecía en dirección opuesta. El automóvil se desvió y dobló por la
calle que separaba los dos depósitos. Pasó a toda velocidad junto al escondite de Peter
y Karen y se detuvo al pie de la escalinata donde estaban los primeros automóviles.
Hombres armados descendieron del lado de la escalera, se parapetaron detrás del
Sedan y buscaron el blanco.
Peter condujo a Karen detrás del último automóvil y le señaló la esquina del
depósito, que estaba a unos quince o veinte metros de allí.
—Corra agachada—le susurró—. Vamos.
Se agacharon y corrieron juntos. Pero la buena suerte no les duró. Estaban
llegando cuando un hombre que vigilaba desde lo alto de la escalinata gritó.
Lograron ponerse a cubierto, y Peter arrastró a Karen a toda velocidad hasta
colocarse detrás de la última vagoneta del tren. Corrieron a la par, parapetados por
ella; Corrían a todo lo que daban, pero el tren iba tomando velocidad. En aquel
momento pasó cerca un camión-cisterna, que arrastraba un remolque-cisterna y se
dirigía hacia el edificio de mercancías. Se ocultaron tras él. Peter procuro que Karen
se colgara del remolqué, pero la muchacha no logró agarrarse bien y cayó. Peter la
levantó, pero habían quedado ya sin resguardo. Estaban solos en terreno abierto, y el
grito de alarma proveniente de la escalera fue inmediato.
Pero la «maniobra de cucaracha» había dado resultado. Los perseguidores se
habían desorganizado. El más próximo estaba cien metros atrás; el Sedan cien metros
más lejos aún y avanzando en dirección equivocada.
Pero la presa había quedado a la vista y los cazadores volverían a concentrarse. El
primer hombre echó a correr en dirección a ellos, otro gritó y el distante Sedan giró
con un chirrido de neumáticos.
Peter y Karen alcanzaron el edificio de mercancías, dieron la vuelta a la esquina y
corrieron bordeando la fachada, pero no pudieron llegar más allá. El enorme edificio
sobresalía sobre una vía férrea y estaba abierto a ambos lados. Los portones de carga
estaban cerrados y los grandes pilares que sostenían el voladizo descendían en la
misma línea que los bloques de hormigón del muelle, perdiéndose bajo el nivel del
agua, dos metros y medio más abajo.
La Stazione Marítima estaba a unos cincuenta metros de allí, sobre la derecha,
con el trasatlántico Augustus amarrado al muelle. Pero estaba demasiado iluminado y
la distancia era demasiado grande para que Karen y Peter pudieran escapar sin ser
vistos. Cerca del lugar en que se habían detenido había dos barcas, sujetas con un
ancla de popa y un cabo de proa; pero no había tiempo de acercarse; También había
un lanchón amarrado contra el muelle, pero su cubierta plana, a nivel de tierra firme,
no ofrecía el menor reparo. En cuanto a los portales y pilares, sólo brindaban a la
pareja un refugio temporal. Era cuestión de instantes y los pistoleros aparecerían por
ambos lados del edificio y los obligarían a salir.
Peter arrastró a Karen hasta uno de los pilares, cerca de la proa del lanchón.

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—¿Sabe nadar?
—Si.
Sin más explicaciones le dio un empellón, enfundó la automática y se arrojó tras
ella.

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MIÉRCOLES 21,45 - 22,35 HORAS

KAREN escupía agua cuando Peter emergió a su lado, pero no protestó.


—Métase acá —le susurró y la guió hacia la angosta brecha que quedaba entre la
pared de hormigón del muelle y la curva del casco del lanchón.
Esperaron, moviendo los pies en el agua y buscando algún saliente o algún
boquete abierto por el agua en el cemento para sostenerse mejor. Estaban fuera del
alcance de su vista y podían mantenerse a flote, pero no podían cambiar la
temperatura del agua. Sentían frío, un frío que se iba acentuando minuto a minuto.
Al comienzo no llegaron a ellos más que sonidos distantes: el pitido y el jadeo del
tren, el rumor del tránsito en la Via Gramsci, el zumbido de los automóviles que
pasaban por la sopraelevata. Luego se oyó ruido de pisadas sobre las piedras,
justamente sobre sus cabezas. Una voz dijo algo, casi en sus oídos, y otra voz, un
poco más distante, respondió. Alguien saltó a la cubierta del lanchón, cruzó hasta la
otra banda y volvió a hablar. Luego llegaron otras voces desde el extremo opuesto del
edificio. Los hombres avanzaban con cautela, seguros de que la presa estaba
acorralada.
Registraron pilar por pilar, portal por portal, y las voces se hicieron más altas,
más frecuentes, más quejosas. Los cazadores estaban desconcertados. Los fugitivos
no estaban allí. Pero ¿dónde podían haber ido? No podían haber llegado a las
barcas…, estaban inmóviles, nadie las había tocado. Tampoco se los veía en el agua.
Los rayos de las linternas se reflejaron sobre el manso oleaje.
La búsqueda se prolongó quince minutos y luego las voces apesadumbradas e
irritadas se alejaron. Un motor se puso en marcha, se oyó el ruido de portezuelas que
se cerraban y el ruido del motor se perdió en la distancia.
—Gracias a Dios —dijo Karen—. Estoy congelada. Salgamos de aquí.
—Todavía no.
—Se fueron.
—Puede ser una treta.
—Déjese de bromas, Congdon. Los he oído. Dijeron que temamos que habernos
ido al trasatlántico o a la estación marítima.
—Por supuesto. Lo dijeron para que nos sintiéramos seguros.
—Pero, caramba, oí cómo lo decían. No era una treta. Están desorientados. No
podían saber que estábamos escuchándolos.

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—De todos modos esperaremos…, porque puede ser una trampa; Y la forma de
eludir las trampas es aguantando lo inaguantable, resistiendo lo irresistible.
—Como en la tienda del remendón.
—Exactamente. Como en la tienda del remendón.
—¡Y lo hicimos sin necesidad! Me obligó a permanecer una hora y media con los
pelos de punta junto a los dos cadáveres. Me parecía oírlos respirar, moverse. Por un
momento creí que me desmayaría. Y ahora quiere que me muera congelada, sádico de
mierda. No le haré caso. No le haré caso.
—La oí decir que nunca me traería problemas.
Karen apretó los dientes.
—Hijo de puta. Usted me dice eso.
—Soy responsable de su vida. ¿No puede convencerse? No intente persuadirme
de que corra riesgos.
—¿Responsable de mi vida? No sólo se muere de un disparo. También se puede
morir de neumonía, por ejemplo.
—Siga enfadada. La furia le dará calor.
La joven se volvió en la oscuridad y soportó el frío en silencio tres minutos más.
Luego susurró:
—Peter, por favor. No aguanto. No podré mantenerme más a flote.
Los dientes le castañeteaban.
Peter, que tenía una resistencia espartana para esas cosas, también estaba aterido.
—Está bien —concedió—, pero muévase con cuidado. No sé si nuestras armas
funcionan ahora.
—¡Ay, gracias a Dios! ¿A dónde vamos? ¿Cómo vamos a salir de aquí?
Peter emergió detrás del lanchón, no vio a nadie que vigilara sobre sus cabezas y
siguió nadando próximo al paredón. Cuando Karen lo siguió, le hizo un gesto en
dirección a la barca más próxima. Era una embarcación de siete metros de eslora, con
una pequeña cabina y una alta timonera, que tenía la forma y el tamaño de una cabina
telefónica.
—¿Ve esa barca roja, tan pintoresca?
—¿Vamos a subir? —preguntó ella nadando con movimientos rígidos junto a él.
—Subiremos a bordo y nos ocultaremos allí.
Nadaron sin hacer ruido por el agua oscura hasta llegar a la barca. Karen se tomó
de la popa; pero fue todo lo que pudo hacer. Sus dedos apenas se doblaron para
aferrarse y ya no le quedaban fuerzas. El propio Peter tuvo que hacer un gran
esfuerzo para izarse sobre la lona que protegía el sector de popa y la entrada a la
timonera. Tomó las manos de Karen, se afirmó y entre los dos lograron que
franqueara la borda. Se tendió sobre la lona, tiritando, exhausta.
Peter sacó su cortaplumas y cortó parte de los cabos que mantenían la lona en su
sitio. Levantó un ángulo y se introdujeron. En la oscuridad interior buscaron a tientas
el camino hasta la pequeña y absurda timonera. Sin embargo, no había posibilidad de

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hacerse a la mar. No sólo faltaba la llave de arranque, sino que la rueda del timón
estaba sujeta con cadena y candado.
Bajo el timón encontraron una puerta de entrada a la cabina. Estaba abierta.
Descendieron dos escalones y encontraron un fregadero y una cocina a estribor y una
mesa de navegación con estantes para las cartas a babor. Hacia proa había dos
camastros, y sobre los camastros unas gastadas mantas.
—Mantas —dijo Peter, señalándoselas a Karen.
No podían navegar, pero podían entrar en calor.
La joven pasó a su lado y se acercó al camastro de estribor. Peter se dirigió al otro
y ambos comenzaron a trabajar en silencio. Trataban de quitarse las ropas empapadas,
con unos dedos congelados, que apenas les obedecían. Peter creyó que moriría de frío
antes de quitarse la ropa y quedarse en calzoncillos, para envolverse en las dos
mantas plegadas sobre su camastro. Aun así, envuelto en las mantas, tardaría mucho
tiempo en entrar en calor. Karen seguía luchando en la oscuridad. Sus dientes
castañeteaban.
—¿Tiene algún problema? —preguntó Peter.
—Sí.
—¿Quiere ayuda?
—No se acerque.
—Estaba tratando de ser útil.
—Útil —repitió con tono acre—. Trata de ser útil y me mantiene sumergida en
agua helada hasta que el frío me impide flotar.
—El agua no estaba tan fría.
—Parecía hielo. Y si hubiera estado menos fría, me habría mantenido sumergida
durante más tiempo.
—Ya le dije por qué lo hacía.
—Ya sé lo que me dijo. También sé cuáles son sus verdaderas razones para
hacerlo.
—Lo hice para protegerla.
Se oyó el ruido de un montón de trapo empapado que caía al suelo, junto al
camastro de Karen, y la joven siguió hablando, sin dejar de tiritar.
—¿Para protegerme? ¿A eso le llama protección? No hago más que correr desde
esta mañana a las cinco. Corro y corro. Siempre me dice que nos hemos salvado, pero
ellos siempre nos están pisando los talones. Les permite que le arrebaten la clave.
Después les da la pista con sus cheques de viaje. ¿Y para qué? Porque lo que es
pasaportes… no vamos a conseguir. Nuestro avión sale para Niza mañana por la
mañana y nosotros no estaremos a bordo.
Se envolvió en las mantas.
—Estoy cansada y hambrienta y helada. No tengo ropa. No sé cómo vamos a salir
de aquí. ¡Y me dice que me está protegiendo! ¡Dios mío, qué ocurriría si no me
protegiera!

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—Sé lo que ocurriría —replicó Peter, herido en su orgullo—: estaría muerta.
—Preferiría estar muerta.
—No diga disparates. La sacaré de aquí.
—¿Cómo?
—No importa cómo; pero la sacaré.
—Claro que me sacará. ¿Qué planes tiene? ¿Permanecer aquí hasta que hayamos
entrado en calor y luego vestirnos otra vez con la ropa mojada y cruzar a nado hasta
el trasatlántico y viajar como polizones? Esa es una de sus típicas ocurrencias de
sádico.
—No estoy tratando de torturarla.
—Sí. No le gusta lo que soy y está tratando de castigarme por mis pecados. Peter
Congdon es Dios y Karen Halley lodo, y Dios ha condenado a la impura Karen a un
pequeño infierno particular. La va a marcar para toda la vida, para que aprenda.
—Está hablando como una demente. No la estoy enjuiciando, ni siquiera pienso
en usted. Tengo una misión que cumplir y la estoy cumpliendo, eso es todo. No me
importa un bledo quién es usted o qué es usted. Usted para mí es una tarea.
—¡Qué voy a ser una tarea! —siseó ella con furia—. Soy la muchacha que quiere
azotar en una plaza pública. ¿Recuerda? ¡Y eso es lo que está tratando de hacer!
—No se haga ilusiones. Dije que la azotaría si fuera mi hermana. A usted no. Ni a
usted ni a ninguna como usted. Usted no es mi hermana, de modo que no tiene por
qué aplicarse mis palabras. ¿Que yo quiero castigarla? ¿Me voy a tomar todo este
trabajo por castigarla? ¡No me haga reír!
—¡Es que es para reírse! Y también son para reírse su excusas para mantenerme
sumergida en el agua helada encerrada en una habitación oscura con dos cadáveres.
¿Y los hombres que ha matado? Eso también es muy divertido ¿no? Y con qué
inteligencia elude a la mafia. Eso es lo más gracioso de todo. Estoy ansiosa por que
llegue el día de mañana. Mañana va a ser la culminación de esta diversión. Mañana
moriremos.
—Claro. Constituimos un excelente equipo. ¿No es eso lo que aseguró? —replicó
Peter—. Es una lástima que me haya salvado la vida. Piense todos los disgustos que
se habría economizado.
No respondió. La cabina quedó en silencio. Peter miró su reloj de pulsera. Eran
las veintidós treinta y cinco. Un día largo y amargo. Estaba entrando en calor y eso lo
consolaba un poco. Ahora movía mejor los dedos. Se arrancó los restos de bigote,
buscó el revólver en la oscuridad y lo sacó de la cartuchera. Tendría que haberlo
remojado en aceite o por lo menos en agua dulce. A falta de esos elementos hizo lo
único que podía hacer, lo desarmó y secó a fondo todas las piezas. Luego lo volvió a
armar.
Cuando hubo terminado se tendió, con el revólver en la mano, y se quedó
dormido.

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JUEVES 6,15 - 16,15 HORAS

PETER despertó cuando aún no había aclarado. Lo despertó un rumor de voces


próximas y un ligero bamboleo de la barca. Se oyó un golpe, como si alguien hubiera
saltado a bordo; luego otro más. La barca comenzó a moverse. Se oyeron pasos y
sonidos sobre el techo de la cabina y a través de los pequeños ojos de buey desfilaron
las bordas de otras embarcaciones.
—¿Peter?
Era Karen y estaba asustada.
Él estaba boca abajo, mirando la entrada a la cabina. Sostenía suavemente su
revólver y no parecía tenso. Los sonidos no eran inesperados aunque se habían
anticipado un poco a sus cálculos. Eran las seis y cuarto.
—¿Sí? —respondió, también en un susurro.
—Estamos atrapados. ¿Qué haremos?
Peter revisó con cuidado el revólver. Parecía marchar bien.
—Nos quedaremos quietos—dijo.
—Se darán cuenta de que estamos aquí —insistió Karen—. Cortó las cuerdas.
—No importa. Nos llevarán a dar un paseo en barco. Usted se lo dirá.
Se produjo una conmoción en la popa. Habían descubierto los cabos cortados y la
lona levantada. Los dos hombres hablaban casi simultáneamente y parecían discutir.
—¿Qué ocurre? —susurró Peter.
—Piensan que hay alguien dentro. Uno quiere cerciorarse, el otro quiere llamar a
la policía. Pero han soltado la amarra de proa y no pueden volver al muelle sin
levantar la lona y entrar.
—Que es precisamente lo que queremos.
Hubo protestas y argumentos y alguien desató los restantes cabos de la lona. Por
fin levantaron un sector y en la oscuridad menos profunda de la brecha, Peter
distinguió la silueta agazapada de un hombre joven y bien formado, que trataba de
espiar hacia dentro. El hombre dijo algo y, con ayuda de su compañero, corrió un
poco más la lona y terminó por quitarla de la entrada de la timonera, dejándola caer
en la cubierta de popa. Ahora se veía también al otro hombre en la tenue claridad
exterior; era enjuto y canoso. Los dos hombres comenzaron a plegar la lona, pero con
actitud cauta y nerviosa, sin perder de vista la negra abertura que llevaba a la cabina.
Peter, apuntando a los hombres con su revólver, se puso de pie y dejó a un lado

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las mantas. Sólo tenía puestos los calzoncillos, húmedos aún, y el aire del amanecer
era gélido. Pero no prestó atención al clima.
—¿Cómo se dice «arriba las manos» en italiano? —susurró.
—Mani in alto.
Peter repitió tres veces la frase en voz muy baja.
Los dos hombres terminaron de doblar la lona y vacilaron. ¿Qué hacer: tratar de
guardar la lona en el pañol, lo cual significaba descubrir de una vez por todas si había
alguien a bordo, o dejar la lona sobre cubierta y salir a alta mar sin investigar?
Hubieron más discusiones y, por fin, comenzaron a arrastrar la lona hacia la
abertura; El más joven iba adelante.
—Mani in alto.
Los dos hombres se detuvieron en momentánea parálisis.
—¡Mani in alto! —repitió Peter, acercándose a la abertura, para que vieran el
arma.
Los hombres miraron como hipnotizados al hombre semi-desnudo y el revólver
desnudo y levantaron lentamente las manos.
—Pregúnteles quiénes son —ordenó Peter a Karen.
Karen, que se había aproximado tanto a él que podía sentir el roce de sus mantas
en la espalda, preguntó:
—¿Chi siete? ¿Como vi chiamate?
Por un instante, los hombres parecieron más perplejos aún al oír el sonido de una
voz femenina en la oscuridad. Se miraron entre sí y observaron a Peter con mayor
atención.
—Umberto —dijo el más joven y se señaló—. Mi chiamo Umberto. Questo e mio
padre. Lui si chiama Luigi —añadió, señalando al otro.
—El más joven es Umberto, el mayor es Luigi, su padre —tradujo Karen.
—Pregúnteles si quieren ganar cien mil liras.
—¿Cien mil liras?
—Sí. Pregúnteselo.
—Quest’uomo vi paghera centomila tire se fate quel che vi dice —les dijo Karen.
Los dos hombres, con las manos aún en alto, se miraron durante un rato. Ambos
empezaron a hablar a la vez, pero el más joven cedió la palabra al mayor.
—Luigi quiere saber qué les exige —tradujo Karen.
—Que nos lleve a la costa francesa.
—¿Que nos haga pasar la frontera?
—Eso es.
La muchacha se lo explicó e informó que padre e hijo ponían en duda que aquel
hombre sin ropas tuviera cien mil liras encima.
—Dígales que están mojadas, pero que las tengo.
Ella se lo transmitió y los hombres pidieron ver el dinero.
—Dígales que saquen este trasto del puerto o me voy a enfadar y voy a disparar

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sobre alguno —dijo Peter irritado.
Karen les habló en tono severo y los hombres protestaron, pero se dispusieron a
obedecer. El más viejo preguntó a través de Karen por las cien mil liras, y Peter le
hizo saber que, si cooperaban, podían contar con esa suma. Pero que si ponían
inconveniente no la verían y, en cualquier caso, tendrían que llevarlos a Francia.
Protestaron aduciendo que no tenían cartas de navegación, y Peter les hizo decir
que lo harían sin cartas. Adujeron que el tanque de combustible estaba casi vacío,
pero —cuando Peter les exigió que se lo mostraran— recordaron que lo habían
llenado la tarde anterior.
Mientras tanto, gruñendo y con aire desconfiado, recogieron el ancla de popa y
pusieron el motor en marcha. El joven se hizo cargo del timón e hizo virar la barca
para salir del puerto. En la oscuridad, el transatlántico Augustus se destacaba como
una blanca silueta fantasmal. Era un barco de lujo, un barco confortable; pero, por el
momento, Peter estaba satisfecho con aquella antigua pero fuerte barca que los
llevaba mar adentro, envueltos en olor a aceite y a mar.

Cuando el sol salió, las montañas vecinas a Génova se habían perdido tras el
horizonte y la barca se mecía sobre un blando oleaje a una velocidad constante de
doce nudos. Umberto, el hijo, iba al timón. Era moreno, de cabello ensortijado, con
ojos centelleantes, un aro de oro en la oreja izquierda, bigote, dientes muy blancos y
un despreocupado aire de gitano. Hacía rato que había dejado de protestar contra
aquel abuso de una barca cuya función era transportar artículos para el hogar, que
ellos vendían en las pequeñas ciudades de la costa. Ahora parecía disfrutar del viaje
por el viaje mismo, sin pensar en la recompensa prometida. Si tenía que trabajar a
punta de revólver, más valía tratar de sacar el mejor partido de la situación.
El viejo era diferente. Era delgado y sarmentoso, con un rostro magro y atezado y
pelo gris muy corto. No usaba aros, ni bigote; tampoco tenía aquella actitud
despreocupada del hijo. Si alguna vez había sonreído, debía de haber sido en su
infancia, antes de que los trabajos y vicisitudes de la vida adulta acabaran con su
alegría. Su mirada era esquiva, parecía desconfiar de todo. No creía en la recompensa
de cien mil liras ni en la fortaleza de su barca ni en el valor de la vida. Era el eterno
pesimista y se mantenía a distancia de Peter, apoyándose en la barandilla de popa o
moviéndose sobre la cubierta delantera, donde Peter no podía verlo.
Peter se relajó un poco cuando la luz del sol le permitió cerciorarse de que
continuaban avanzando en línea paralela a la costa, que se encontraba casi en los
límites de la visibilidad. Ahora estaban lo bastante lejos como para moverse en un
universo propio, tres hombres y una muchacha a bordo de una pequeña barca rumbo
al Sudoeste.
Cuando el sol comenzó a calentar, dejó a Karen envuelta en sus mantas y se
instaló sobre el techo de la cabina. Allí extendió sus pertenencias para que se secaran

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y pidió a los hombres una lata de aceite de motor para lavar sus revólveres.
Umberto estaba muy intrigado por los artículos que Peter extendía. Entre ellos
figuraba la ropa interior de la desconocida, lo cual indicaba que debía estar en la
cabina sin nada encima. Era una posibilidad fascinante, pero Umberto no se atrevió a
verificarla, atemorizado por la vigilancia de Peter.
Cuando la mayoría de las prendas femeninas se secaron, Peter las llevó a la
cabina y retomó su puesto de vigilancia. Ella se vistió y se acicaló todo lo que pudo.
Luego salió, vestida pero descalza. El pasaporte y los papeles, ya secos, estaban
nuevamente en el bolso, que aún conservaba humedad. El vestido, con su profundo
escote, estaba estropeado, pero aún así se podía vestir. Y cuando Karen asomó,
peinada y con los labios recién pintados, Umberto se echó a un lado y contempló con
admiración a aquella gloriosa criatura. En su afán por ayudarla, olvidó el timón y la
barca dio un bandazo que casi los tira por la borda a ambos, uno en brazos del otro.
El muchacho estabilizó la embarcación y se deshizo en disculpas. Ella parecía tan
deslumbrada como él. Mientras tanto, los otros dos testigos parecían mucho menos
embelesados por el romántico encuentro. En la popa el anciano carraspeaba y escupía
con la mayor sonoridad posible. Peter fruncía el ceño disgustado mientras lavaba las
piezas de su automática en el aceite de motor.
Pero si aquel encuentro lo había enfermado, lo que siguió fue mucho peor. El
interés de Karen por aquel jovenzuelo presumido y arrogante era nauseabundo…
Ignoraba totalmente a Peter, y el vestido, encogido por el remojón, la hacía aparecer
más sexy aún que cuando estaba nuevo.
Karen y Umberto eran la lapa y la roca, encerrados en la pequeña timonera. Ella
aprendía a timonear, él prestaba más atención a la curva de sus pechos que a las
indicaciones del compás.
Había comida a bordo —una canasta de pan, queso y vino—, bajo los asientos de
popa, y, media hora después de la aparición de Karen en cubierta, Luigi sacó a relucir
las viandas. Padre e hijo se alternaban en la tarea de pilotos. El anciano comía
mientras Umberto proseguía con sus lecciones de navegación. Después Luigi se hizo
cargo del timón, y los jóvenes comieron juntos riendo y charlando, muy cerca uno del
otro.
Sólo cuando terminaron Karen recordó a Peter. Bordeó la cabina y se detuvo
junto a él, que seguía sentado en el mismo lugar, calzando un resorte en la automática
recién aceitada y armada.
—¿Quiere comer algo?
Peter arrojó la lata de aceite por la borda.
—Un pedazo de queso no me vendría mal.
—¿Se lo traigo?
—Sí.
Ella se encogió de hombros y se volvió.
—Y averigüe si tienen prismáticos o algo así —añadió él.

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Había unos binoculares debajo de otro de los asientos, y Karen se los llevó junto
con un trozo de queso y una botella de vino casi vacía. Umberto la acompañaba,
pasándole un brazo por la cintura para que no perdiera el equilibrio. Ella le dirigió
una mirada agradecida, al volverse.
Peter comió a solas y estudió la distante línea costera a través de los prismáticos.
No tenía una idea clara de la distancia que había de Génova a la frontera, ni sabía
cuánto habían andado. Trató de guiarse por las ciudades litorales que iban dejando
atrás.
Eran cerca de las catorce cuando su vigilancia tuvo recompensa. Aquella preciosa
bahía sobre la cual asomaba un palacio, aquellas mansiones engarzadas en la montaña
del fondo, tenían que ser de Mónaco. De ahora en adelante podían exhibir sus
pasaportes en cualquier puerto sin temor al arresto. Italia había quedado atrás.
Pensó en llamar a Karen para mostrarle el regocijante espectáculo, pero ella y
Umberto estaban timoneando la embarcación. Ella tenía las manos apoyadas en la
rueda del timón, él en la cintura de ella. La mejilla del muchacho se apoyaba contra
los cabellos de ella. Que se fuera al diablo.
Dejaron Monaco atrás y la línea de la costa se desvió hacia el Oeste. Karen ya
timoneaba sola y cortaba las olas con la proa. El anciano estaba dentro y Umberto
controlaba los tanques de combustible. Peter señaló la costa y gritó: —Entre ahí. Siga
aquel rumbo.
Karen asintió con la cabeza y giró el timón. Umberto se unió a ella y se enteró de
lo que Peter pretendía.
Se acercaron, y un punto de la costa fue creciendo gradualmente. Era verde y
exhuberante. Aquí y allá, los techos de lujosas residencias asomaban entre los
árboles. A la derecha, a unas pocas millas de distancia, se veían los desnudos
acantilados de la costa meridional de Francia, las laderas salpicadas de arbustos
achaparrados, las manchas de vegetación verde-grisáceo. Las carreteras trazaban
líneas zigzagueantes en la montaña y los arcos de un alto puente se tendían a través
de un abismo. Las viviendas se amontonaban sobre la costa, pero se iban haciendo
más esporádicas sobre la ladera. Más atrás parecían arrojadas al azar entre las
montañas y valles del fondo.
El sol descendía por la izquierda, pero el agua estaba azul y calma y no había
nubes en el cielo. Eran cerca de las dieciséis y la barca hacía rumbo hacia un edificio
blanco y circular, con grandes ventanales, que se levantaba sobre una loma. A través
de los binoculares, Peter ubicó el faro. Dirigió a Karen y a Umberto en esa dirección
y quince minutos después entraban por la estrecha abertura de un pequeño puerto
circular, atestado de barcos.
Era un puerto tranquilo, con poca actividad. Los barcos más grandes se alineaban,
borda a borda, de proa a los espigones; los pequeños se amontonaban en las aguas
bajas, próximas a la playa. Los surtidores de nafta, las grúas y el sector de servicios
generales estaban a la derecha, sobre una lengua de tierra, y la única gente visible

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eran dos hombres que remendaban las redes. No había sonido de sirenas ni de
silbatos. Nadie prestó atención a la roja y vetusta barca genovesa que cruzaba la
entrada en la dársena bajo la dirección de Peter y atracaba en el muelle, cerca de los
escalones que conducían a la plataforma del faro.
Peter saltó a tierra con un cabo y lo sujetó a un grueso pilar de hierro, que lo
mantuvo apartado de un velero negro de quince metros de eslora, amarrado a
continuación de una serie de grandes cruceros blancos. Karen, mientras tanto entregó
a Umberto las cien mil liras de Peter y él las aceptó, todo sonrisas. La ayudó a bajar a
tierra y dio a entender a Peter su eterna gratitud.
Peter arrojó el cabo sobre la cubierta, el viejo puso marcha atrás y el barco
retrocedió. Karen, con su bolso y su abrigo aún húmedos en un brazo, despidió con
gesto tierno a Umberto y le envió un beso. Peter apartó los ojos.
—Me pregunto dónde diablos estamos—dijo con irritación.
Ella apartó la vista de Umberto y señaló en dirección a una pequeña oficina que
se levantaba al otro lado de la dársena, detrás de los surtidores.
—Allí hay un cartel que dice INTERNATIONAL SPORTING CLUB DE SAINT JEAN CAP
FERRAT —anunció—. ¿Le dice algo eso?
Peter miró, pero el cartel estaba demasiado lejos.
—¿Quién se lo dijo?
Ella se encogió de hombros.
—Lo leí con los prismáticos, mientras hacían la maniobra para atracar. Quise
asegurarme de que no estábamos todavía en Italia.
—Gracias por su voto de confianza. ¿Habla francés?
—No. ¿Y usted?
—Lo estudié dos años en el colegio secundario.
—Yo también, pero eso no significa nada.
—Significa qué usted tiene estudios secundarios —comentó Peter y la tomó de un
brazo—. Si es capaz de olvidarse de su amiguito el navegante, ayúdeme a buscar a
alguien que sepa suficiente ingles como para decirnos dónde está el aeropuerto más
próximo.

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JUEVES 16,20 - 17,05 HORAS

—¿QUÉ OCURRE? —preguntó Peter al ver que Karen cojeaba.


—Los zapatos. Tienen que haber encogido o algo así. Para empezar, no eran
míos. En esta ciudad tiene que haber un sitio donde se puedan comprar zapatos.
—Está mal de la cabeza —fue la respuesta de Peter.
Karen se detuvo en seco. Ahora bordeaba la parte posterior de la dársena, en
donde las aguas bajas dejaban ver el pedregal del fondo. Delante y hacia la izquierda
los cerros se elevaban abruptamente y las residencias estaban dispersas. Detrás el
hotel La Voile d’Or asomaba sobre el puerto. Umberto y Luigi dirigían su barca hacia
los surtidores de Total y Shell.
Saludaron con la mano y Karen les respondió con un gesto entusiasta y
agradecido.
—¿Qué quiere decir con eso de que estoy mal de la cabeza? —preguntó.
—¿Cómo cree que nos vamos a detener a comprar zapatos? Tenemos que salir de
aquí lo antes posible.
—¿Salir de aquí lo antes posible? Tengo que conseguir ropa.
—Gorman le va a comprar un baúl lleno de ropa cuando llegue a Washington.
—Necesito ropa ahora.
Lanzó los zapatos al aire con fuerza.
—No voy a seguir usando estos zapatos. No voy a seguir hacia delante con esta
ropa. Míreme. Un vestido que parece un estropajo, cubierta de sal, el pelo teñido con
limpia calzado…
Arrojó el abrigo sobre la barandilla de hierro que bordeaba la acera.
—Y un abrigo húmedo y apelmazado. Que se pudra ahí.
Se puso en jarras y se enfrentó a Peter.
—Míreme. ¿Cree que puedo andar en esta facha?
—Míreme, Yo pienso seguir así.
—No es una mujer.
—No, soy un hombre que ha asumido la responsabilidad de llevar a una mujer
sana y salva a Estados Unidos, y no estoy dispuesto a preocuparme por el aspecto que
tenga ella o por el que tenga yo durante el viaje.
—Es otra sesión de tortura, ¿no? Como la de la trastienda mortuoria y la del agua
helada. Ahora me va a hacer viajar en avión descalza y con un vestido…

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—Póngase el abrigo…
—No quiero ese abrigo. Está mojado. Pescaré una neumonía si me lo pongo. Lo
único que quiero es un abrigo nuevo. Algo barato que me cubra este vestido y
sandalias o algo así para calzarme. ¿Le parece exagerado?
—Sí, mientras no sepa los horarios de aviones y la distancia a que se encuentra el
aeropuerto más próximo. Han puesto precio a su cabeza y el hecho de que hayamos
cruzado la frontera no significa que hayamos escapado.
—Es verdad. Me olvido de eso, ¿no? Debería recordar cómo nos ubicaron antes
por su culpa. Y luego dice ser tan hábil para eludir a la gente; Corramos al
aeropuerto. Lleguemos lo antes posible. Seguramente la mafia está ya sobre nuestras
huellas.
—Es una cuestión de lógica, señora mía. Lo primero es lo primero. En primer
lugar nos enteraremos de los horarios de vuelos. Luego, si queda tiempo, nos
ocuparemos de la ropa.
—Deje de hablar y busquemos ese avión que tanto anhela, antes de que la mafia
nos pesque.
Siguieron andando y el camino se bifurcó. Por un lado seguía bordeando la
ensenada y conducía hacia los surtidores de nafta, por el otro ascendía la ladera, en
dirección a una carretera. En esté último ramal había un cartel indicador que decía
«Nice-Monaco», y la pareja ascendió la calle flanqueada por tiendas.
Al final había una parada de autobús, un pequeño parque, desde el cual se
divisaba el puerto y un automóvil con un cartel que decía taxi libre en el parabrisas.
Peter y Karen subieron al automóvil y pidieron al conductor que los llevara al
aeropuerto de Niza.
La carretera estaba excavada en la montaña, y asomaba al mar en todo su
trayecto, salvo cuando atravesaba alguna ciudad. Luego apareció el puerto de Niza,
con un largo espigón que se extendía hasta el faro de entrada. La carretera descendía
rápidamente hacia la ciudad, y cuando el espigón volvió a aparecer estaba ya a nivel
de sus ojos.
Cruzaron el centro de la ciudad. Cada uno miraba por su ventanilla, sin hacer
comentarios. La ruta llevaba por la Promenade des Anglais, a lo largo de la
pedregosa, playa, bañada por las rompientes color turquesa del Mediterráneo. El sol
estaba casi sobre el horizonte, rodeado por un brumoso nimbo dorado y un jet surgió
de aquella claridad y voló paralelo a la costa.
El sol había descendido más y era una esfera roja a punto de desaparecer, cuando
el taxi dejó la carretera principal, descendió un tramo y se detuvo ante la marquesina
de vidrio azul de la terminal aérea. Peter cambió sus liras en el mostrador que decía
Caisse-Cash para pagar al conductor, y condujo a Karen a la ventanilla de Pan Am,
para preguntar acerca de los vuelos a Estados Unidos.
El empleado, un rubio con acento inglés, los observó mientras se acercaban.
Había visto hippies en su vida… ¡pero esta pareja! Karen avanzó con la cabeza alta,

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mirándolo a los ojos, y abrió las ruinas de su bolso en busca de maquillaje. El
empleado miró la profunda Y de su escote y luego informó a Peter que había un vuelo
a las diez y treinta y cinco del día siguiente, con escalas en Barcelona y Lisboa, con
destino a Nueva York. Se apresuró a añadir que el precio era de 281,40 dólares por
persona.
A Peter no le preocupaban los precios. Le preocupaba el tiempo.
—Quiero partir antes. ¿Qué me dice de las demás líneas?
—Air France tiene un vuelo a París a las veintidós cinco. Veré si hay
combinaciones.
El empleado entró en la oficina para averiguar horarios, y Peter encendió un
cigarrillo. A su lado Karen emitió un ronco sonido animal que lo obligó a volverse.
La muchacha revolvía el bolso con desesperación creciente. Comenzó a vaciarlo
sobre el mostrador. Dejó hasta su revólver. Luego arrancó el forro. Estaba blanca.
Peter recogió rápidamente el revólver y se lo metió en el bolsillo.
—Por el amor de Dios, ¿qué está haciendo?
—¡Mi pasaporte! ¡No está! ¡Mi pasaporte y mi cartera!
—No me diga que los dejó…
—No. No. Los guardé en el bolso después que usted los secó. Guardé todo en el
bolso. Estoy segura.
—Lindos amigos los suyos. Sus camaradas Umberto y Luigi.
—Pero ellos no pueden… En ningún momento dejé el bolso. Yo… ¡Ay, Dios mío!
Cuando timoneé.
—Claro —dijo Peter en tono acre—. El buen mozo la toma de la mano y el viejo
la despoja.
—¡Ay, Dios mío! No pueden haber hecho eso. ¿Por qué no me robaron el
revólver, también?
—Porque se habría dado cuenta, por la pérdida de peso en el bolso. El revólver no
les interesaba. No pensaban dispararnos.
—Pero ¿por qué? Eramos… Eran…
Se llevó las manos a la cara.
—Mi cartera… Si lo que querían era robarme. Pero ¿por qué el pasaporte?
—Para que no pueda alejarse de aquí. Sabían quién era.
Es evidente. Se ha corrido la voz de que nos habían visto por última vez en los
muelles. Así que ¿quiénes íbamos a ser? Y recuerde que la recompensa es en dólares,
no en liras. Apostaría que no sólo estaban cargando nafta cuando los dejamos.
Apostaría que estaban haciendo una llamada telefónica.
El empleado regresó hojeando el libro de horarios.
—Olvídese del asunto —le dijo Peter—. Hemos perdido un pasaporte.
—¿El pasaporte? ¡Oh, cuánto lo lamento!
—¿Dónde está el consulado de Estados Unidos en esta ciudad?
El hombre extrajo una guía telefónica. No sabía si aquella extraña pareja decía o

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no la verdad, pero actuó como si los creyera.
—Temo que cierren a las diecisiete—dijo consultando el reloj—, y ya son las
diecisiete. Pero puedo llamar, si ustedes quieren.
—Sí, por favor.
Hizo la llamada desde la oficina y fue breve. Colgó el teléfono y regresó.
—Cierran a las diecisiete y treinta —dijo—. Han tenido suerte. Van a llegar justo.
Les avisé que iban para allá. Rué Docteur Barety número tres. Un momento.
Anotó la dirección en un papel y se lo entregó a Peter.

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JUEVES 17,30 - 17,55 HORAS

EL CONSULADO ESTABA en un edificio cuadrado, de dos plantas. La planta baja tenía


ventanas muy altas y persianas verdes. Había una balaustrada alrededor. Estaba a
media manzana del Boulevard Víctor Hugo. El tránsito fue muy denso durante todo
el trayecto, pero el taxi dejó a Peter y a Karen en la puerta dos minutos antes de la
hora de cierre y Peter lanzó un suspiro de alivio al ver las ventanas iluminadas.
Entraron y subieron apresuradamente unos escalones de mármol hasta la mesa de
recepción, en donde una muchacha clasificaba fichas bajo un escudó de Estados
Unidos. En una pared lateral colgaba el retrato de Lyndon Johnson, flanqueado por la
bandera estadounidense y la del consulado. En la pared opuesta a la mesa de
recepción había un enorme cuadro abstracto sobre un sofá para los visitantes y una
mesita con revistas.
Una mujer canosa salió de una puerta situada al extremo de un hall que se abría
frente a la escalinata. Se dirigió a ellos cómo si los hubiera estado esperando con la
mano en el picaporte.
—¿Tienen problemas de pasaporte?
Observó el aspecto de sus visitantes, sin formular comentarios, los condujo al
sofá y autorizó a la recepcionista a que se retirara.
—Aquí, querida —dijo con una sonrisa consoladora a Karen y la hizo sentarse a
su lado en el sofá, mientras Peter se acomodaba en el otro extremo.
—Y ahora cuénteme cuál es su problema.
La respuesta era simple. Había perdido su pasaporte.
—¡Perdido! ¿Cómo?
Aparentemente había sido robado.
La señora canosa comprimió los labios.
—Comprendo. ¿Hicieron la denuncia a la policía?
—No —respondió Peter.
—Deberían haber comenzado por eso. Deberían haberlo hecho antes de venir
aquí.
—Pero ¿qué podemos hacer? —preguntó Peter—. ¿Cómo podemos hacer para
que ella regrese a Estados Unidos?
—Eso es muy simple. Basta con hacerle un pasaporte nuevo.
—¿Y cuánto tardará eso?

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—Un día o dos. Depende del trabajo que haya.
—¡Un día o dos! —gimió Karen,
—Por supuesto, si se trata de una emergencia…
—Es una emergencia —afirmó Peter.
—En ese caso se hará más rápidamente.
La señora dirigió otra sonrisa consoladora a Karen.
—No tiene por qué afligirse, querida.
—¿Podemos tenerlo a tiempo como para alcanzar el avión de las diez y treinta de
mañana? —quiso saber Peter.
La mujer vaciló.
—Bueno, nos queda muy poco tiempo. Sobre todo teniendo en cuenta que el
trámite se inicia a esta hora. Ya está cerrado todo, ¿comprende? Y como el Día del
Armisticio cae en sábado, mañana no se trabaja. Olvidaba eso. En realidad, antes del
lunes no veo posibilidad de…
—Es más que una emergencia —interrumpió Peter—. Es una cuestión de vida o
muerte.
—Comprendo —dijo la mujer, sin cambiar de expresión—. No le prometo nada,
pero haré lo que pueda.
Extendió la mano en dirección a Karen.
—¿Me permite su partida de nacimiento?
Karen se irguió alarmada.
—Pero no… este… No la tengo conmigo.
—Ah.
La mujer vaciló un instante y luego preguntó:
—¿Su carnet de conducir?
—No perdí sólo el pasaporte —explicó Karen—. Me robaron la cartera también.
—¡Ay, caramba! ¿De modo que no tiene ningún documento de identidad?
—Me temo que no.
—¡Oh, cuánto lo lamento! En ese caso habrá problemas. Tendremos que ponernos
en contacto con el Departamento de Estado para verificar si el pasaporte fue emitido
o no… En fin, ese tipo de cosas. Y me temo que eso va a llevar tiempo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Karen con un hilo de voz.
—Dos o tres semanas si se hace por correo. Por supuesto que si se hace por
teléfono…
Peter se puso de pie.
—Deje, deje. Con eso no vamos a ningún lado. ¿Hay algún hotel cerca de aquí?
La mujer observó la vestimenta de Karen, sus pies descalzos, el profundo escote y
el bolso semideshecho. Luego miró al hombre que acompañaba a aquella extraña
mujer. ¿Qué podía decirse de sus ropas? Los dos parecían náufragos. Ambos tenían
un aspecto bastante sospechoso. Él parecía ser norteamericano, eso era cierto. Él
parecía no tener problemas para entrar en Estados Unidos. Todo giraba alrededor de

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la muchacha. Con franqueza, las credenciales de la joven eran muy dudosas. Todas
las circunstancias que la rodeaban eran extrañas. Por mucho que él fuera
norteamericano ¿cómo pretendía hacer entrar una extranjera en el país con sólo
asegurar que era una ciudadana estadounidense que había perdido su pasaporte?
¡Realmente…! ¡Qué poco saben algunos norteamericanos acerca de las exigencias de
su gobierno!
—El Albemar Hotel no está lejos de aquí —respondió con su voz más dulce—.
Doble a la derecha por el Boulevard Victor Hugo; está a mano derecha, a unas cinco
o seis manzanas de aquí.
Hizo una pausa y luego añadió con un tinte de malicia en la voz:
—Pero me temo que de nada le va a servir a la señorita. No se pueden conseguir
habitaciones sin llenar una ficha de la policía, y para eso necesita el pasaporte.
Peter pasó por alto la pulla.
—¿Se puede comprar ropa en este barrio? ¿A qué horas cierra el comercio?
La mujer informó que encontrarían tiendas en la Avenue Medecin, camino al
Albemar, y que el comercio permanecía abierto hasta las diecinueve.
Peter le dió las gracias y le dijo que ya se arreglarían. Tomó a Karen del brazo y
la condujo hacia la escalinata, cruzó la puerta, descendieron la escalinata de entrada y
atravesaron la verja exterior. Ya había oscurecido totalmente y la calle estaba
silenciosa. A ambos lados de la calzada había largas filas de coches estacionados.
Karen se detuvo, se apoyó en la verja y se cubrió la cara con las manos.
—Estúpida —sollozó acongojada—. ¡Estúpida, estúpida! Eso es lo que soy.
—No va a ganar nada con hacerse reproches —dijo Peter.
—Tenía razón —prosiguió ella, apoyando la cabeza contra las rejas—. No
confiaba en ellos. No los dejó acercársele. Creí que les bastaría con las cien mil liras.
Venden cosas en las ciudades de la costa y no ganan mucho. Y el disparate ya está
hecho.
Se interrumpió y miró sus pies desnudos sobre las frías baldosas de la acera.
—Ahora estoy atrapada y la mafia lo sabe. Y saben dónde estoy. Ahora es sólo
cuestión de tiempo.
—No diga disparates.
—Es la verdad.
—Anoche también sabían dónde estábamos y no consiguieron nada.
Ella meneó la cabeza.
—Estoy cansada. No soportaré otra noche así. No puedo correr más. No puedo
ocultarme más. Tuvimos una oportunidad y la destruí.
Lanzó una carcajada breve y amarga.
—Y lo acusaba de delatarnos. Es gracioso, ¿no?
—No tiene la culpa de lo ocurrido.
—Podía haberme quedado en la cabina. Podía haberme mantenido apartada de
ellos, como hizo usted. Tuve que coquetearle a Umberto. El bien parecido y

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simpático Umberto y su padre, ese viejo cara de buitre. Y ellos se fumaron a la
muchacha. ¡Ay, Dios, cómo se la fumaron!
Peter la tocó por primera vez. Le apoyó una mano en el hombro. La piel desnuda
de sus brazos estaba fría. La brisa nocturna era agradable, pero no para andar con un
vestido liviano y los brazos desnudos.
—Deje de hacerse reproches —le dijo—. Ha nacido así y no hay nada que
hacerle.
Ella lanzó una breve carcajada.
—¿Y cree eso? Lo cree realmente, ¿no? —se encogió de hombros—. Y bueno,
¿por qué no habría de creerlo?
Se sacudió la mano del hombre y prosiguió:
—Pero le quiero decir una sola cosa más. No quiero que se exponga a más
peligros por mí. Tiene su pasaporte y va a usarlo.
Peter rio.
—¿Quiere que regrese y le diga a Gorman que renuncio?
—Quiero que regrese y le diga a Gorman que la dama deshizo su misión.
—¿Y junto con mi misión la investigación de su comité? Tengo la impresión de
que es menos peligroso enfrentarse con la mafia que regresar sin usted.
Karen se estremeció y apretó los brazos contra el cuerpo.
—Bueno, invente alguna historia. Dígale que he muerto.
Dígale lo que quiera, pero váyase; aléjese de aquí. Ya no es cosa suya. Que por lo
menos uno de los dos vuelva al hogar.
Peter la miró de arriba a abajo, desde el pelo manchado con limpiacalzado y agua
de mar hasta el bolso húmedo y desprovisto de dinero, el vestido encogido, los pies
desnudos y fríos. Se puso en jarras y le sonrió.
—¿Y qué haría si la dejara?
—Peter, estoy hablando muy en serio. Si me deja un poco de dinero, me las
arreglaré muy bien.
—No me cabe la menor duda. ¿Qué haría?
—Me compraría ropa.
—¿Y después? ¿Se ofrecería en la calle al mejor postor? Ni siquiera conoce el
idioma.
Ella levantó la barbilla.
—Esperaría el pasaporte. Llamaría al Departamento de Estado. Es un pasaporte
válido. No es falso. Es legal. El senador Gorman arregló las cosas de modo que fuera
un pasaporte válido.
—¡Cómo va a ser un pasaporte válido! —rio Peter—. Él le dijo que era, pero el
Departamento de Estado puede tener una idea muy distinta al respecto. Y eso siempre
que pueda probar que es Karen Halley. Pero no puede probarlo. Y aunque pudiera,
aun cuando el pasaporte fuera válido, no podrá probar que es la misma Karen Halley
porque no lo es. Y, por supuesto, está el problema de dónde va a hospedarse mientras

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espera que se hagan todas esas averiguaciones. ¿Dónde la van a admitir sin
documentación? ¿En qué hotel? ¿En qué pensión? Como le dijo la mujer esa, ahí
dentro, tendrá que enseñar el pasaporte.
—No se preocupe por eso, ¿quiere? —dijo Karen—. Deme todo el dinero que
pueda. Por favor, váyase, ¿quiere?
Peter la tomó del brazo.
—Venga, hace frío y estamos perdiendo el tiempo.
—Peter, le digo…
—Ha dicho un montón de estupideces. Basta ya. Me mandaron a buscarla, porque
no es capaz de llegar a Estados Unidos por sus medios. Y por eso voy a hacer las
cosas a mi manera.
—Pero la mafia… —argumentó Karen, mientras la arrastraba a buen paso rumbo
al Boulevard Víctor Hugo—. Está en peligro.
—Así es. Y estoy empezando a tomarle gusto.
—¿Qué piensa hacer?
—En primer lugar comprar esa ropa que tanto desea. Luego conseguir
alojamiento. Después comeremos y luego llamaremos al senador y le diremos que ha
llegado el momento de que haga algo.

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JUEVES 18,00 - 21,15 HORAS

LAS TIENDAS DE LA Avenue Jean Medecin eran caras, sobre todo las del sector en que
el Boulevard Víctor Hugo se convertía en Boulevard Dubouchage. Algunos de los
trajes de hombre costaban tanto que los 861 francos que Peter tenía en su cartera no
habrían bastado para pagarlos. La ropa femenina tenía precios igualmente
aterradores. Pero alejándose un poco, por la misma calle, más allá de la Rué
Pastorelli, había unos grandes almacenes en donde se encontraban vestidos de hasta
18,95 francos, en lugar de 189,50 que habrían costado en el otro barrio. Peter y Karen
hicieron sus compras allí.
Hasta ese momento Peter había gastado sin hacer cuentas; pero 135.600 liras
gastadas en unos billetes de avión desaprovechados y 100.000 en un fatal paseo en
barco, por no mencionar los 250 dólares de los pasaportes que no habían obtenido,
habían reducido mucho su presupuesto. Su activo ascendía ahora a 67 dólares en
cheques de viajes y 861 francos que le quedaban de los 903 que había obtenido al
cambiar las liras en el aeropuerto. El viaje a Estados Unidos iba a costar casi 600
dólares. Era tiempo de economizar.
Hacia las siete, cuando cerraron las tiendas, tanto él como Karen tenían toda una
toilette nueva, aunque económica. El equipo incluía un abrigo liviano para Karen y
un sweater y una chaqueta para Peter. Además habían adquirido algunos artículos
extra, como una maleta, cepillos de dientes, una máquina de afeitar y un frasco de
tintura rubia, para hacer desaparecer el desastroso limpia calzado. Y Peter tenía aún
274 francos en la cartera.
Buscaron el Hotel Albemar en el Boulevard Dubouchage. Era un edificio de
cuatro pisos situado en una esquina. Estaba pintado en tonos salmón y crema y tenía
un pequeño estacionamiento delante. El vestíbulo era pequeño y para llegar a él se
subían doce escalones a la izquierda de la entrada. Las únicas personas presentes eran
el maduro conserje y una mujer de pelo oscuro, sentada en la oficina que se abría
detrás del mostrador.
Peter había discutido el plan con Karen, y la muchacha se sentó en un sillón junto
al pasamanos de la escalera, mientras él se dirigía a la mesa de recepción. Peter pidió
una habitación individual, y preguntó si podía invitar a una persona a cenar.
El conserje sólo sabía rudimentos de inglés, pero le bastó para dar las
explicaciones. Invitados, veinte francos; habitación individual con baño, sesenta

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francos. Esto último incluía petit déjeuner y otra comida.
Peter subió a ver la habitación. Era una suite amplia y agradable, con una
habitación de vestir que se abría sobre el pequeño hall de entrada, una gran cama
matrimonial, el habitual escritorio, los armarios y sillas, y un brillante baño color de
rosa con ducha, lavabo y bidet. Era exactamente lo que necesitaba y dejó la maleta.
Al regresar al vestíbulo, Peter permitió que el conserje llenara la fiche de
voyageur con los datos de su pasaporte, y condujo a Karen a través de una salita de
televisión al comedor, donde estaba cenando un grupo de huéspedes:
La comida fue simple y sabrosa y los dos comieron con apetito, regando las
noisettes d’agneau poëlées con media botella de vino. Mientras aguardaban la fruta,
los quesos y el café, Peter pasó a Karen la llave por debajo de la mesa.
—Treinta y ocho bis —le dijo—. Está en el tercer piso, la habitación que queda
justo detrás del ascensor. Empuje la llave hasta donde llegue, hágala girar noventa
grados y se abrirá la puerta.
Cuando volvieron a atravesar la salita de televisión, había allí media docena de
huéspedes presenciando un programa anti-norteamericano sobre la guerra de
Vietnam. Fuera de estación, Niza es un refugio de jubilados, de modo que la mayoría
de los presentes eran personas de edad, una mezcla de sexos y nacionalidades.
Ninguno de ellos prestó atención a la pareja que pasaba detrás de las sillas.
A continuación de la salita había un hall que servía de centro de abastecimiento al
vestíbulo y al comedor. La escalera de servicio estaba en un extremo de ese hall,
fuera de la vista del conserje. Como nadie miraba en ese momento, cruzaron hacia
ella. Karen subió, Peter bajó. Un tramo de escaleras y un corredor que pasaba junto a
la cocina; lo condujo a una puerta de servicio, que daba a un pequeño
estacionamiento, al fondo.
Deambuló por las calles hasta las veintiuna y luego entró en el edificio por la
puerta principal y se acercó a la mesa de recepción. El conserje, la mujer y un
anciano, que estaba a punto de hacerse cargo del turno de la noche, estaban allí para
presenciar su entrada solitaria. Le sonrió, como un hombre que acaba de acompañar a
una señorita a su casa, y dijo que quería hacer una llamada telefónica a Estados
Unidos.
La mujer se encargó de tomar los datos y anotó el nombre de Gorman y sus
números de teléfono. Explicó a Peter que la oficina de teléfonos le comunicaría la
demora. Él respondió que esperaría la llamada en su habitación, la treinta y ocho bis.
—Oui… sí —asintió la mujer y se volvió hacia los casilleros—. ¿Su llave?
Peter se palpó el bolsillo.
—La tengo yo.
Abrió la pesada puerta del ascensor, dio las buenas noches a todos y apretó el
penúltimo botón.
Al llegar a la puerta del treinta y ocho bis golpeó tres veces a la puerta: dos
golpecitos seguidos y uno espaciado. La voz de Karen fue un susurro:

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—¿Peter?
—Sí.
Ella descorrío el cerrojo y lo dejó entrar.
—¿Alguien la vio? —preguntó cerrando la puerta y siguiéndola.
—Casi me ve una de las criadas del piso. Vino a abrir la cama, pero me metí al
baño y abrí la ducha.
La chicharra del teléfono sonó y la mujer informó a Peter que sólo habría
cuarenta y cinco minutos de demora. Peter se lo comunicó a Karen y comentó:
—Ahora le haremos ganar el pan con el sudor de su frente.
—Sí —dijo Karen—. Gorman. No Brandt. Gorman.
—Por supuesto. En este caso Gorman puede manejar mejor los hilos. ¿Por qué
no?
—Por qué no, realmente. ¿No habrá algún agente de Brandt en Niza, como había
en Roma y Génova?
—Sí, hay un agente en Niza. Pero ese agente está actualmente en Alemania
Occidental.
—O dice que está en Alemania Occidental, que para el caso es lo mismo.
—¿Qué le ocurre ahora?
—Me sorprende que no lo haya advertido —respondió ella, señalando la cama—.
Las comodidades de la habitación. Una cama, ningún sofá.
—Es una habitación para una persona. Tiene suerte de que la cama no haya sido
de una plaza.
—Sí, he tenido mucha suerte. No tengo un centavo, estoy indefensa y sin
pasaporte. En todos lados Brandt tiene agentes que consiguen pasaportes, que lo
amparan y le brindan protección mientras espera. Pero aquí no. En Niza, no. El
agente de Niza está ausente, de modo que no hay más remedio que compartir la cama
con Peter Congdon, mientras Gorman hace una serie de trámites burocráticos a tres
mil millas de distancia.
—¡Ay, Dios mío! ¿Realmente cree que estoy tratando de montar una escena de
seducción?
—Estoy equivocada, por supuesto. ¡Cómo va a hacer semejante cosa el virtuoso
Peter Congdon! Nunca ha seducido a nadie en su vida.
—Si estuviera dispuesto a propasarme lo habría hecho anoche, en el barco.
—Anoche no. ¡Después de tenerme en remojo en el agua helada! Tenía la
conciencia sucia. Pero esta noche quien está en falta soy yo. Y no me diga que no ha
pensado que, si he sido la amante de un tipo, tengo que ser una pieza bastante fácil.
—No sé cómo se le ocurre… —Peter se le acercó—. Escuche, nena, yo voy a
dormir en esta mitad de la cama. Mirando hacia esa puerta. Usted sabrá dónde
duerme y cómo duerme. Pero le digo una cosa: su dudosa virtud está a salvo. No
acostumbro a mezclar el placer con el trabajo, en primer lugar, y, en segundo lugar, si
quisiera una mujer, saldría a buscarla. Pero no me metería con usted. ¡Nunca me

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metería con usted!
—¡Conque no! —saltó ella furiosa—. Trata de ocultarlo, pero no puede. Lo he
visto mirarme. He visto sus ojos. Quizá me odie, quizá me desprecie; pero me desea.
Me tiene ganas. Conozco demasiado bien esa mirada.
—¿Desearla? —repitió él indignado—. No podría tocarla sin pensar en el dinero
que cobró por permitir que Joe Bono la tocara…, dinero arrancado a prostitutas y
drogadictos. Dinero de esclavos, que lo pagan para seguir siendo esclavos; porque
piensan que es mejor eso que la muerte. ¿Tocarla a usted? Nunca tendrá la
satisfacción.
Ella levantó la cabeza en un gesto orgulloso.
—Y nunca tendrá la oportunidad.
—Muy bien. Estamos de acuerdo. Ahora vaya y tíñase el pelo. Hágalo de una
vez, ¿quiere? Tengo que bañarme y afeitarme.

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JUEVES 22,05 - 22,45 HORAS

PASARON LA COMUNICACIÓN a las veintidós y cinco; para entonces Karen era


nuevamente rubia, aunque no natural, y Peter estaba impecablemente afeitado y
renovado por el baño.
—¿Qué está haciendo en Niza? —preguntó Gorman antes de que Peter pudiera
comenzar a hablar.
Habían tenido un encuentro con unos cuantos mafiosos. Habían escapado con
vida; pero Karen había perdido su pasaporte.
—¿Cómo que lo perdió? Explíquese, Congdon.
—Quiero decir que se lo robaron, y no pienso meterme con ellos para tratar de
recuperarlo. No creo que sea la mejor manera de llevársela sana y salva.
—¿En su opinión cuál es la mejor manera?
—Creo que lo mejor es que le consiga otro pasaporte.
—¡Ah! ¡Conque eso cree! Así como así, ¿no?
—Senador: necesita un pasaporte.
—¡Pero carajo, Congdon! Primero la mafia le quita la clave, ahora le roban el
pasaporte. Cualquier agente de mierda ya tendría a la chica aquí. Usted, en cambio,
está perdido en qué sé yo qué país porque no tiene pasaporte. ¡Justamente eso!
Peter no quiso decir al senador que era culpa suya, del suficiente Gorman, que la
mafia hubiera dado con el detective encargado de la misión. No quiso decírselo,
porque no quería culpar al senador de los problemas sucesivos.
—Lo lamento, señor; pero así están las cosas. Además estamos cortos de fondos.
—¡Así que dinero también! Me sorprende qué aún tenga a la chica. ¿O no la
tiene?
—Sí la tengo, senador. Está con vida y goza de buena salud. Se la entregaré no
bien la equipemos con un pasaporte.
—Y con dinero para el billete, según entiendo.
—Todavía tengo. Pero me gustaría contar con unos quinientos dólares más. La
mafia sabe que estamos en Niza, y si tenemos problemas de dinero…
—Muy bien. Pero ¿por qué recurre a mí? Si tiene problemas llame a su jefe. Él es
el responsable. Él le eligió. Yo no.
—Mi jefe no trafica con pasaportes, y Miss Halley me dice que usted se las
arregló para que su pasaporte fuera válido. Eso significa que el Departamento de

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Estado puede entregar un duplicado. Pero Miss Halley no puede convencer a la gente
del consulado local de que es quien dice ser. Por lo tanto, senador, como le consiguió
el pasaporte, por un lado, y como puede atestiguar su identidad, por otro, ¿no le
parece muy natural que recurra a usted para que reemplace el pasaporte robado?
Gorman murmuró algo y lanzó un juramento.
—Está bien —dijo—. Es evidente que si alguien lo salva de la mafia, ese alguien
tengo que ser yo. Veré qué puedo hacer. Llámeme a mi oficina mañana a las dieciséis.
—¿A las dieciséis hora de aquí o de allí?
—De aquí, por supuesto. ¿Cómo puedo saber qué hora es allí?
Peter aceptó hacerlo y Gorman dijo:
—Y por amor de Dios, no se deje pescar. ¡Necesito a esa chica!
Peter dijo que no se dejaría pescar, se despidió y colgó. Se puso de pie y encendió
un último cigarrillo. Tenía medio cuerpo desnudo y sólo tenía puestos los pantalones
y los calzoncillos. Karen se había envuelto la cabeza en una toalla y estaba en
combinación. Peter dejó su automática en el estante vecino a la cama, debajo del
teléfono, y colgó el cartel de Ne Pas Déranger del lado exterior de la puerta. Calzó
una de las sillas bajo el picaporte interior, apagó las luces, excepto las lamparitas
articuladas de la cabecera de la cama, se quitó los pantalones de espaldas a Karen, los
colgó en una silla y se deslizó entre las sábanas. Luego se quitó el reloj de pulsera, le
dio cuerda y lo dejó sobre el estante del teléfono.
—Buenas noches —dijo—. Discúlpeme si no le hago compañía, pero necesito
que el sueño restaure mi belleza.
Ella se había mantenido de pie, junto al extremo más distante de la cama,
observando el proceso.
—No faltaba más —replicó, pero siguió observando, sin moverse. Él se estiró en
su lado, siempre vuelto hacia la puerta del pequeño hall de entrada y quitó las mantas,
conservando sólo la sábana como abrigo. No miró a la muchacha ni una sola vez.
Lo observó un minuto más, pero no se movió. Se dirigió entonces al baño, atrancó
la puerta, lavó sus prendas íntimas, las colgó en un gancho sobre el bidet, se volvió a
poner la combinación y se lavó los dientes. Luego abrió la puerta con toda cautela y
espió a través; de la rendija. Estaba como lo había dejado, vuelto hacia el otro lado.
La muchacha se acostó en silencio, apagó las lamparitas de la cabecera y se deslizó
entre las sábanas, manteniéndose en el borde de, la cama, a más de treinta centímetros
de su compañero. La respiración de Peter era acompasada y Karen se aflojó. La
tensión comenzaba a ceder. Gorman y Peter la salvarían.
No tardó en dormirse, pero no fue la última en perder la consciencia. Peter había
permanecido inmóvil todo el tiempo, pero no cejó en su vigilia hasta que el ritmo de
la respiración de la joven lo convenció de que pasaría la noche en paz.

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VIERNES 22,00 - 22,10 HORAS

PETER Y KAREN pasaron el día siguiente en la habitación. Peter comunicó a la


administración que se sentía mal y no deseaba que le limpiaran la habitación, pero se
hizo enviar las comidas.
En circunstancias normales una pareja joven encerrada durante veinticuatro horas
en la habitación de un hotel pueden vivir toda una aventura. Peter ya la había vivido
con Stephannie. Habían pasado un fin de semana entero en la habitación de motel, de
donde sólo habían salido para comer. Había sido una ocasión memorable, aunque
extenuante. Pero cuando no se puede esperar ese tipo de entretenimiento, ese mismo
período en una habitación de hotel puede ser muy duro. Y si a eso se sumaba que la
chica en cuestión era la mujer más sexy que Peter hubiera visto, una mujer libre y sin
prejuicios, dispuesta a coquetear con cuanto hombre se le cruzara, salvo el propio
Peter, y si —para colmo— Peter la deseaba como no había deseado a ninguna mujer
desde Stephanie, era lógico que las veinticuatro horas en la habitación treinta y ocho
bis se transformaran en un infierno.
Apenas se miraron, apenas se hablaron; pero mientras más trataban de ignorarse,
más conciencia tenían de su mutua proximidad. Peter se había hecho enviar una
edición parisina del Herald Tribune; pero esa lectura y las comidas fueron la única
ocupación de ambos. Cuando Peter obtuvo comunicación con Gorman, a las veintidós
horas del viernes, ambos estaban tan nerviosos e irritables que apenas podían
controlar su mal humor.
Cuando el teléfono dejó oír su chicharra, Peter casi se abalanzó sobre él para
descolgarlo.
La voz de Gorman era áspera como siempre, pero no se advertía aquella nota de
desesperación.
—¿Congdon? ¿Está ahí? ¿Cómo está la chica?
Peter respondió que la chica estaba bien, que los dos estaban muy bien… No, la
mafia no los había localizado. Esperaba.
—Bueno, eso ya es algo —comentó Gorman—. Sepa que me ha traído un montón
de problemas, con su torpe manejo de este asunto.
—Fue inevitable.
—Debió evitarlo. Pero le voy a decir una cosa, es un tipo con suerte. Lo sacaré
del pantano; pero si he conseguido lo que he conseguido es sólo por casualidad. Se

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dieron una serie de circunstancias favorables.
—Me alegro, senador.
—Le he conseguido…, mejor dicho, le he conseguido a la chica otro pasaporte y
tuve la suerte de podérselo entregar a un correo diplomático que lo llevó anoche
mismo a París. Se lo entregó a un amigo mío que tiene una villa en Antibes, no muy
lejos de Niza. El nombre de ese amigo es Pierre DeChapelles y ya está en Antibes. Se
fue en avión esta tarde y pasará el fin de semana allí. Tiene un sobre para usted. Lo
llamé hace menos de una hora y lo está esperando. ¿Entendido?
—Sí, señor. Pierre DeChapelles en Antibes. ¿En qué lugar de Antibes?
—Iba a eso. Ahora le voy a decir lo que va a hacer. Tomará un taxi y se irá a
Antibes esta misma noche. Para encontrar la villa, siga la carretera principal de la
costa, que pasa junto al hotel… el Hotel Royale. Luego esa carretera dobla hacia
dentro, se aleja de la costa. Muy poco después hay un camino que se abre a la
izquierda, con un cartel que dice Cap d’Antibes. Siga ese camino. Las casas son
numeradas. La de DeChapelles lleva el número treinta y siete. ¿Entendido? Treinta y
siete. Está poco antes de llegar a una intersección, según recuerdo. Por cualquier cosa
su número de teléfono es ochenta y ocho, ochenta y nueve, cincuenta y cinco. ¿Lo
tiene?
—Lo tengo.
—Muy bien. Supongo que vendrán mañana en algún momento del día. Póngame
un cable comunicándome el número del vuelo y la hora de llegada. No creo que haya
necesidad de recurrir á la clave, porque da igual quién lo sepa. Tendré una buena
cantidad de hombres a mano para recibirlos al pie del avión y conducirlos a un lugar
seguro.
—¿Estará con ellos, senador?
—Sí, estaré a mano.
—Entonces, lo veré mañana.
—Cuídese, Congdon.
—Y cuidaré a la chica, también. Buenas noches, senador.

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VIERNES 22,20 - 23,15 HORAS

TODOS LOS ANCIANOS huéspedes se habían retirado a sus habitaciones, y Peter no tuvo
problemas para sacar furtivamente a Karen del hotel por la salida de servicio. Luego
regresó a despertar al viejo conserje nocturno y a pedirle un taxi.
El viaje a Antibes duró menos de media hora y las instrucciones fueron fáciles de
seguir porque era una ciudad demasiado pequeña como para perderse. Atravesaron el
centro, descendieron por un parque y tomaron por la carretera de la costa, pasando
junto al Hotel Royale, que estaba cerrado, en proceso de «modernización». Se
alejaron de la costa por el Boulevard de Cap. La intersección a la que Gorman se
había referido estaba bien señalizada. La flecha «Cap d’Antibes» señalaba a la
izquierda, la de «Cannes» y «Jean-les-Pins», hacia delante. Doblaron. Era un camino
de doble mano, no muy ancho, que corría entre muros y setos vivos, residencias de
tamaño variable… Mientras más se internaban, tanto más importantes eran.
La residencia DeChapelles tenía el número treinta y siete en un poste de la verja.
Una breve entrada para automóviles los condujo hasta una gran casa de dos pisos y
un mirador que asomaba sobre el ángulo izquierdo de la edificación. La entrada
principal estaba más allá de la torre; pero las puertas de cristal del fondo daban sobre
un porche, y las de la planta alta sobre balcones corridos.
El taxi se detuvo ante la amplia y bien iluminada escalinata de piedra, que
conducía a la entrada principal, sobre la fachada izquierda de la villa. Antes de que
Karen y Peter tuvieran tiempo de descender, se abrieron las grandes puertas dobles
que remataban la escalinata y apareció un hombre canoso, de poco más de cincuenta
años. Vestía pantalones impecablemente cortados y planchados, un turtleneck de
flexible lana blanca y una chaqueta de satén color borravino. Tenía algo del brillo y el
encanto de Vittorio del Strabo, pero los años lo habían obligado a hacer concesiones a
una cintura con tendencia a engrosar y su paso era menos vivo que el del italiano.
Con todo, entre los corsés y el esprit de vie, apenas si se percibían los estragos de la
vida.
Descendió los escalones, mientras Peter pagaba al conductor, pasó el vaso de
whisky de la mano derecha a la izquierda y extendió la diestra a Peter.
—Ustedes…
Esperó que Peter le diera el nombre. Después, cuando Peter dio el nombre que
esperaba, le estrechó la mano con mayor cordialidad aún.

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—Et Mademoiselle Halley, non?
Dijo muchas otras cosas en francés, con el oído atento a las respuestas, para ver
hasta qué punto ella lo entendía. No tardó en advertir que, dijera lo que dijera, ella no
lo entendería. Satisfecho con el resultado, condujo a la pareja por la escalinata y a
través de la puerta, como si fueran miembros de la realeza que habían condescendido
a visitarlo. El senador Gorman podía haber mentido en otras cosas, pero parecía estar
en lo cierto respecto a su amistad con Pierre DeChapelles.
DeChapelles, con un brazo enlazado en el de Peter y el otro en el de Karen, los
condujo a un suntuoso living-room cuyas ventanas se abrían en ese momento sobre
las tinieblas; pero que en las horas de sol debían mostrar barcos en un horizonte muy
lejano.
La habitación no estaba vacía. En una mesa de juego próxima a las ventanas dos
personas jugaban a las cartas. Una de ellas era una hermosa mujer de unos treinta y
cinco años, que vestía traje largo y llevaba el renegrido pelo recogido en un chignon.
Su compañero de juego era un hombre canoso, de unos setenta años, agobiado,
delgado y traslúcido. A su lado había un gran vaso de brandy con soda, del que bebía
constantemente.
DeChapelles hizo las presentaciones. Explicó que los jugadores de chaquete eran
el conde y la condesa Benedetto di Gravura, unos amigos muy queridos, y que Karen
y Peter eran amigos de un importantísimo funcionario estadounidense, con quien
había trabado relación cuando estaba en el gabinete de De Gaulle. Los señores lo
visitaban por cuestiones de negocios, de modo que rogaba a la condesa y al conde
que los disculparan por unos instantes.
DeChapelles tiró de un cordón y condujo a Karen y a Peter a un grupo de sofá y
sillones que rodeaban una mesa baja. El criado se presentó y DeChapelles les ofreció
algo de beber.
Peter confesó que prefería un sandwich.
—¿No han comido?
—No hemos comido mucho.
—Entonces de ninguna manera un sandwich. ¿Una sopa? Luego una omélette. Y
quizá pechuga de pollo, acompañada con un Sauternes. ¿Eh?
—No, muchas gracias. Personalmente me bastaría con un sandwich. No queremos
molestarlo mucho y tenemos que regresar.
—¿Regresar a dónde?
—Niza.
—No a esta hora. No puedo creer que tengan algo que hacer a medianoche en
Niza. Pueden volver mañana. Mientras tanto son mis huéspedes.
Trataron de protestar, pero DeChapelles no admitió argumentos. Peter y Karen se
quedarían a pasar la noche en su casa. Dio una serie de órdenes en un francés
velocísimo que hablaba con perfección y mostraba un largo hábito en recibir
huéspedes esperados e inesperados.

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El criado se retiró y DeChapelles charló sobre generalidades. Había tiempo de
sobra para los asuntos más serios. El conde y la condesa terminaron su juego y
hablaban entre sí en un idioma totalmente desconocido para Karen y Peter. El conde
trató de ponerse de pie, pero el brandy con soda había hecho su efecto. Perdió el
equilibrio y cayó de rodillas, volcando la mesa. La condesa lo miró con desagrado,
pero lo tomó del brazo y trató de ayudarlo, mientras le hablaba con dulce tono
persuasivo en la misma extraña lengua. DeChapelles saltó para ayudar a la señora y
entre los dos pusieron al conde de pie, bien sostenido por ambos lados. El conde, con
la cabeza caída hacia delante, murmuraba algo —ahora en francés— y ellos le
contestaban en francés. DeChapelles dijo algo a la mujer, llamándola Julia, y se cruzó
una mirada furtiva. El dueño de casa palmeó afectuosamente al bamboleante conde
en el hombro, lo despidió con un cordial «Bon soir, Benedetto» y observó a la
condesa, mientras ayudaba a su marido a retirarse.
—El conde no se siente muy bien esta noche —explicó, al regresar al sofá—. El
viaje en avión a Cannes fue bastante movido.
Abrió una caja que estaba sobre la mesa y les ofreció cigarrillos, luego se los
encendió con un pesado encendedor de mesa.
El criado entró llevando una bandeja con dos copas de pinaud para los invitados.
Luego comenzó a colocar cubiertos sobre la mesita.
—No me parece bien que nos quedemos —dijo Peter—. Tiene huéspedes…
—Siempre tengo huéspedes. Muchos huéspedes. Diez, doce.
—Pero es que no hemos traído nada…, ropa de dormir…
DeChapelles rio.
—¿Y eso qué tiene que ver? Tengo de sobra. Soy soltero, pero me gusta estar
rodeado de gente…, de modo que recibo mucho. Mi vocación es ser anfitrión. Pero
para ser un buen anfitrión uno tiene que estar preparado. La casa está bien equipada
para lo que haga falta.
Peter se llevó a los labios el apéritif, que era dulce y delicioso.
—El senador Gorman me ha dicho que nos resolverá ciertos problemas —dijo.
DeChapelles se encogió de hombros.
—Digamos, más bien, que les voy a entregar algo que solucionará sus problemas.
Yo, personalmente, no resuelvo ningún problema… Soy un simple mensajero.
Introdujo la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un pequeño
sobre de papel manila, con su nombre y la dirección de su empresa comercial en
París. Dentro había un sobre más pequeño a nombre de Congdon, y el dueño de la
casa se lo pasó.
Peter lo abrió y extrajo quinientos dólares en moneda norteamericana y un
flamante pasaporte a nombre de Karen Halley, idéntico al que había perdido. Peter se
lo dio y ella lo guardó en su bolso y lo apretó con fuerza.
—Créame que se lo agradezco mucho —dijo a DeChapelles.
—No me lo agradezca a mí, agradézcaselo a su amigo Robert Gorman. Todo lo

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que sé es que anoche, cuando llegué a mi casa…, a mi apartamento de París…, el
criado me dijo que me esperaba una llamada de Estados Unidos. Era Robert. Me
preguntó qué planes tenía. Si pensaba venir a Antibes a pasar el fin de semana. Le
dije que sí. Me pidió entonces que entregara un importante sobre a Mr. Peter
Congdon y a Miss Karen Halley si venían a retirarlo. Le dije que sería un placer.
Tengo entendido que aprovechó los servicios de algún correo del Departamento de
Estado. Sea como sea, la persona que lo entregó llevaba una cartera diplomática
unida a la muñeca por una cadena. Una cosa muy imponente. Supongo que esto tiene
relación con esa investigación que está llevando a cabo. No quiso hacer comentarios,
pero sigo sus hazañas a través de la prensa y tengo que deducir que cualquier cosa
vinculada con Robert en estos días tiene que estar vinculada con la mafia. Es más,
aunque admito que es un tiro a ciegas, sospecho que Miss Halley es la misteriosa
testigo que ha prometido sacar a relucir y que Mr. Congdon es una especie de escolta.
—Lo lamento, pero por ética profesional no puedo hablar del asunto —intervino
Peter—. Espero que comprenda.
—Comprendo perfectamente. Pero Robert me dijo algo más. Deben regresar a
Estados Unidos lo antes posible. Me ha pedido que haga todo lo que pueda por
ayudarlos a… apresurar las cosas. ¿Estoy en lo cierto si creo que quieren regresar
inmediatamente a Estados Unidos?
Peter admitió que era así.
—¿Ha reservado los billetes?
—No. Aún no.
—Mañana por la mañana sale un avión de Niza con destino a Nueva York.
¿Quieren que les consiga billetes?
Podía ocurrir que la mafia estuviera vigilando el aeropuerto de Niza, de modo que
Peter decidió consultar otras posibilidades.
—¿Qué me dice de Cannes? —preguntó—. ¿A qué distancia está?
—Un poco más cerca de Niza, pero el aeropuerto no sirve. Es pequeño y sólo se
usa para vuelos locales, los que se hacen a lo largo de la costa.
—Pero usted voló hasta Cannes desde París.
—Fue en un avión privado, un aparato de la compañía.
Sonrió a Peter.
—Parece que no le gusta Niza, ¿eh? ¿Preferiría volar desde otro aeropuerto?
—Si fuera posible, sí.
—¿Le parece bien París como punto de partida de un vuelo a Estados Unidos? Si
no quiere ir a Niza, puedo llevarlo a París en vuelo desde Cannes.
—¿Cuándo podría ser?
—Cuando quiera. Mañana por la mañana, si así lo desea. El avión está ahí, ¿no?
Sólo espera que lo pilote.
—Sería espléndido, pero me parece un abuso.
—Será un servicio. Una de las pocas cosas que los franceses podemos hacer por

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los norteamericanos. No hemos sabido agradecer lo que el pueblo de Estados Unidos
ha hecho por Francia. Quizá me aproxime más a la verdad si digo que quienes ocupan
posiciones influyentes han preferido morder la mano que nos alimentó y nos sostuvo.
De Gaulle no goza de popularidad aquí. Le vemos pocas cosas buenas. Ha
permanecido demasiado tiempo en el gobierno, si es que alguna vez debió llegar a
ocuparlo.
El criado entró llevando la sopa y DeChapelles se levantó para telefonear al
copiloto y ordenarle que preparara el avión.

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SÁBADO 0,15 - 0,30 HORAS

EL RELOJ DE PULSERA de Peter marcaba las cero y quince, cuando se desató el cinturón
de la salida de baño, se quitó el reloj y lo dejó sobre la mesilla junto a la cama. Su
dormitorio y su baño eran vecinos de los de Karen y daban sobre la fachada lateral de
la casa. Desde sus ventanas se veía la entrada para automóviles, la cerca y los
arbustos que separaban el jardín de los parques vecinos. Era una habitación bien
amueblada, como las que Peter había podido ver, y aunque la casa no era la más
grande de aquella zona de Antibes, hablaba a las claras de la considerable fortuna de
su dueño. Sobre todo si se tenía en cuenta que aquélla era sólo una de las viviendas
de Pierre DeChapelles.
DeChapelles era tan atento y considerado como rico. Peter casi lo habría
considerado un anfitrión perfecto, a no ser por la elección de huéspedes que había
hecho aquel fin de semana. No había más que verlos para comprender que soportaba
al conde por amistad con la condesa. Ella había reaparecido mientras Peter y Karen
comían, y había hecho un aparte con Pierre. Hablaban en francés, pero lo que Peter
logro oír le bastó para comprender que el conde estaba en la cama y muerto para el
mundo.
Cuando terminaron de cenar, DeChapelles los condujo a sus respectivas
habitaciones y un criado les trajo la ropa de dormir. Hubo un cordial buenas noches y
el anfitrión se libró de Karen y de Peter como de acompañantes indeseables. Con
todo, pensó Peter mientras encendía un cigarrillo, no podían quejarse. Los esfuerzos y
tensiones parecían lejanos ahora. El golpe en la cabeza y hasta la zambullida en el
Porto Vecchio parecían esfumados en el pasado, simples recuerdos ingratos que un
día hasta podrían resultar entretenidos a sus nietos. («Cuéntanos la historia de cuando
salvaste a la mantenida de un jefe de la mafia, abuelito». «Abuelito, ¿qué es una
mantenida?». «¿Era guapa, abuelito?»…).
Sí. Era guapa.
Abrió las puertas del balcón y salió. La lluvia, que se había mantenido durante
todo el día, había cesado mientras cenaban y ya no quedaban nubes en el cielo. La
luna aparecía radiante, casi llena; el aire de la noche era agradablemente fresco; los
ruidos eran tan distantes que no perturbaban la calma nocturna. Un automóvil pasó
por la carretera, pero sólo las luces revelaban su paso. Hacia la derecha, un jet
descendía hacia Niza. Peter dio una larga chupada a su cigarrillo y arrojó una nube de

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humo. Realmente todo aquello era muy agradable. Era un paréntesis en los problemas
del mundo. Podía dejar el revólver en su dormitorio, apoyarse en el marco de la
puerta de su balcón, aspirar el aire fresco y aromático y bañarse en la claridad de la
luna.
Un repentino ruido en el balcón hizo que se pusiera tenso. Un pestillo giró, se
abrieron las puertas de otro balcón y apareció Karen. No lo había visto y dio un paso
hacia la baranda. Allí se detuvo unos instantes paladeando la noche, como lo había
hecho Peter. Estaba envuelta en un salto de cama blanco que destacaba las líneas
firmes y llenas de su figura. Su pelo no había recuperado aquel reflejo casi plateado
que Peter había visto durante dos breves horas, antes de que la obligara a sumergirlo
en una solución de limpia calzado; sin embargo, estaba bien cepillado y peinado de
una manera simple, pero tentadora. Joe Bono tenía que haber estado loco por esa
chica y Peter lo comprendía.
Karen pareció sentir la mirada y se volvió, primero con lentitud, luego vivamente.
—¡Oh!
—¿Admirando el paisaje?
—Sí.
—¿Qué piensa de nuestro anfitrión?
—Parece muy agradable.
—Creo que la condesa opina lo mismo.
Ella se encogió de hombros.
—¿Y eso qué importa?
—Bueno, eso es lo más interesante de todo. Uno ve a un anciano como el conde y
se pregunta: ¿se da cuenta de que lo están utilizando? ¿Piensa realmente que su
maduro encanto mantiene a una esposa joven y bonita a su lado?
—No es tan joven.
—Comparada con usted, no, muchacha. Ni siquiera comparada conmigo. Pero
¿comparada con él? Tiene que haber como cuarenta años de diferencia. ¿Y él qué
tiene? Un título. Quizá hasta tenga algo de dinero; aunque en estos casos uno no sabe
con certeza si es él quien tiene dinero o si es ella o si no lo tienen ninguno de los dos
y el título los mantiene. Habitualmente un título equivale n una cuenta bancaria. Por
supuesto el monto de esa cuenta depende del título y del lugar en que se exhiba y a
quién le importa y cuánto le importa a quien le importe. Tomemos este caso, por
ejemplo… Me refiero a Julia y Benedetto, como huéspedes de muestro amigo Pierre.
¿Cree usted que el título de Benedetto o el encanto de Julia les valen los fines de
semana gratuitos aquí… con avión particular y todo?
—No sé ni me interesa. ¿Qué importancia tiene?
—La importancia que tiene depende del protagonista. Para usted ya sé que no
tiene la más mínima importancia. Si Pierre nos saca del atolladero ¿qué importancia
tiene quién es y qué es? Pero póngase en el pellejo del conde. Bebe bastante, ¿no? Y
es bastante viejo. Y no parece muy fuerte. Y ahí lo tiene, sentado con su esposa

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jugando al chaquete y sorbiendo brandy con soda en cantidades respetables. Y eso
ocurre cuando es huésped de alguien, cuando está en casa ajena. Y no estamos
hablando de un pobre palurdo que no tiene noción de las reglas de urbanidad. Este
hombre sabe cómo debe comportarse. Entonces ¿por qué? ¿Por qué bebe tanto? ¿Por
qué permite que su esposa lo meta en la cama y se vaya? ¿Por qué comparte el pan
con un anfitrión tan atractivo? ¿Por qué baja tanto la cabeza que no alcanza a
descubrir las miradas de complicidad que se cruzan su esposa y ese anfitrión? ¿No se
ha preguntado hasta qué punto está enterado y hasta qué punto quiere enterarse y
hasta qué punto quiere fingir que no se entera? ¿Y por qué tiene importancia para él?
¿Se emborracha porqué quiere que su esposa lo meta en la cama?… ¿o se emborracha
porque su esposa lo mete en la cama?
Karen lo miró a los ojos. El balcón tenía sólo un metro veinte de ancho y el largo
necesario para cubrir las dos puertas. Estaban parados muy cerca uno del otro.
—No puede librarse de esa idea, ¿no?
—¿De qué idea?
—La de mi relación con Joe Bono.
—¿La de su relación con Joe Bono?
—Le obsesiona, ¿no?
—¿Obsesionarme? Debe de estar bromeando. ¡Qué me interesa!
—¿No le interesa? ¿Y por qué se preocupa tanto por la relación entre dos
personas que jamás había visto hasta hace dos horas y que saldrán para siempre de su
vida dentro de ocho horas, que en su mayoría pasará durmiendo? ¡Y pretende que le
crea cuando me dice que no le interesa el comportamiento de una mujer cuya vida y
existencia han sido responsabilidad suya durante más de cincuenta horas y lo
seguirán siendo por dieciocho más, por lo menos! El comportamiento de una mujer
con la cual ha compartido la cama, ha estado sumergido en la misma agua, por la cual
lo han golpeado en la cabeza, en cuya defensa ha arriesgado su propia vida. ¡No! Está
permanentemente ansioso por restregarle a esa mujer por la cara las reglas de moral,
por sentarla en el banquillo de los acusados… y, créame, estoy convencida de que
nunca había asumido esta actitud puritana. No es de esos. Pero me está enjuiciando a
mí. Cuando flirteaba con los policías de Florencia y cuando estaba con Umberto, en
la barca, me miraba con el ceño fruncido y manifestaba su desaprobación como Dios
Nuestro Señor en las alturas. No tiene moral, pero me restriega la moral por la cara,
como si la hubiera inventado. ¿Sabe lo que le ocurre? Está celoso.
—¿Celoso? —estalló Peter—. ¿De usted?
—De Joe Bono. No soporta la idea de que me haya poseído. Lo obsesiona esa
idea, porque me desea y su ética puritana le dice que no puede pretenderme porque
estoy corrompida. Y quiere atormentarme y hacerme sufrir, porque sufre.
—¿Que la deseo? Está loca de vanidad.
—¿Cree que no me doy cuenta de cómo me mira? ¿Cree que una mujer no sabe lo
que un hombre piensa, con sólo observar su mirada? ¡Atrévase a decirme que no está

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deseando besarme aquí mismo y ahora mismo!
—¿Besarla? Eso es lo que usted querría, ¿no?
—Sí, me gustaría que me besara. Porque en ese mismo instante estaría perdido.
Porque en ese instante no estaría por encima de Joe Bono, no estaría por encima de
mí. Porque cedería y cedería con los ojos bien abiertos y ya nunca podría echarme
nada en cara.
Lo enfrentaba con expresión desafiante.
—Vamos. Lo desafío. Joe Bono lo hizo, ¿no? Y lo hace todo el que se me acerca,
¿no? Todos menos Umberto. No tuvo oportunidad, ¿no? Usted no lo perdió de vista.
No soportaba la idea de lo que podía ocurrir.
—Cállese.
—Me ha obligado a hablar.
Peter la aferró por los hombros y la besó con furia. Y en ese momento olvidó a
Joe Bono y a Umberto y a todos los demás hombres y a todos los amores que
hubieran pasado por la vida de ella o por la vida de él. Era el Cuatro de Julio y el
cielo entero estallaba en fuegos de artificio. Y se colmaba de luces de colores por
ellos dos. Un beso y de pronto se encontraron abrazándose con desesperación,
besándose sin control, aferrándose uno al otro como si en ello les fuera la vida.
Se dejaron arrastrar por el vértigo. Sus besos eran desesperados; su abrazo,
instinto puro. Las manos de él recorrían la espalda de ella, tomaban su cara,
penetraban por la abertura de su bata y del liviano camisón y palpaban sus pechos
turgentes, sus pezones erectos y excitados. Ella lo abrazó con más fuerza aún. Él
desató el lazo de la bata blanca y la abrió. Sus labios recorrieron las mejillas tersas y
mordisquearon el tierno lóbulo de la oreja. Quitó la bata de un hombro, luego del otro
y ella la dejó caer a sus pies. Peter acarició una oreja de la muchacha y comenzó a
susurrarle «Te quiero».
Pero no llegó a decirlo. Algo en el fondo de su conciencia se abría paso para
llamar su atención… Era un recuerdo pequeño, insignificante, que fue cobrando
forma y agitándose hasta dominarlo, borrando el amor, la pasión y el deseo.
Permaneció un instante como paralizado, aferrando los hombros desnudos de la
joven. Luego se retiró estremecido y la miró. Se retiró un paso más, sin dejar de
mirarla al rostro, en un estado de profunda conmoción. Ella tenía los ojos vidriosos,
los labios entreabiertos. Era una mujer entregada, no había el menor asomo de
resistencia. Eso sí era verdad. Pero el deseo había desaparecido de él, como una llama
extinguida. La aferró por los hombros. Los dedos se hundieron en la carne.
—¿Quién eres? —susurró con los dientes apretados.
—¿Qué?
La muchacha sacudió la cabeza, como obnubilada. Peter la empujó.
—¿Quién eres?
Ella se apoyó contra el marco de la puerta, cubierta apenas por el finísimo nylon
de su camisón, cuyo pálido tinte verde confería suaves matices a la carne que

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transparentaba. Sus ojos estaban ahora muy abiertos y había en ellos una chispa de
temor.
—Peter —susurró—. No entiendo.
—Yo tampoco. Pero puedes estar segura de que voy a entender.
La tomó de un brazo y la empujó al dormitorio. Ella tropezó y perdió una chinela
de raso verde. De pie junto a la cama, lo miraba con expresión de desconcierto. Un
tirante del camisón le caía sobre el brazo y se lo levantó con gesto mecánico.
Peter entró detrás de ella y cerró las puertas del balcón.
—Muy bien —dijo acercándosele—. No sé cuál es el juego, pero acaba de
terminar. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Ella se sentó lentamente en el borde de la cama.
—Pero si tú sabes mi nombre: es Karen Halley.
—Te he pedido tu verdadero nombre. Además quiero saber de dónde eres y por
qué lo has hecho.
—Pero si es mi verdadero nombre. Has visto mi pasaporte.
—Es el nombre que Gorman mandó en un pasaporte…, pero no es el tuyo. Ese es
el nombre que mandó en el pasaporte de la amante de Joe Bono.
—Pero soy esa mujer. Te lo he dicho. Vine de Dinamarca y conseguí un trabajo
en un club nocturno y allí conocí a Joe…
—Escúchame, querida. No soy un idiota. Supe que esa historia era un invento no
bien me la contaste. Pero pensé que si Gorman se la quería tragar, era cosa suya. Mi
misión consistía en trasladarte a Estados Unidos y entregarte en sus manos. De ahí en
adelante él se las arreglará contigo. Hasta ahí todo iba bien. Lo que no había
advertido…
—Un momento. ¿Cómo es eso de que supiste que estaba mintiendo? ¡Cómo no
voy a saber dónde nací y dónde me crié…!
—Por supuesto, querida; pero no fue en Dinamarca. Fue en nuestro viejo y
querido Estados Unidos de Norteamérica. Hablas una versión norteamericana del
inglés.
—Lo aprendí con Joe…
—No mientas más —interrumpió Peter—. Supe que eras norteamericana desde el
instante en que me introduje por tu ventana. Por muchos idiomas que uno domine,
cuando se despierta del más profundo de los sueños y ve su vida en peligro, uno
vuelve a su idioma natal. O bien, si has vivido muchos años en un país, al del país en
que vives. Pero tú no hablaste en danés ni en italiano, te asustaste con acento
norteamericano y eso demuestra que la pobre muchachita danesa muerta de hambre
es una fábula.
»Pero, como te he dicho, sean cuales fueren las novelas que le hiciste tragar a
Gorman y pretendiste hacerme tragar a mí, lo único importante era que, por lo menos,
tú eras la mujer que Gorman me había enviado a buscar. Después de todo estabas en
la dirección que me había dado, conocías el santo y seña, coincidías con la

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descripción. Hasta la fotografía que le quité al mafioso aquel era tuya y también lo
era la foto del pasaporte. De modo que me la tragué. Y todos tus cuentos sobre Joe
Bono, también. Realmente me convenciste de que habías sido su amante. Lo creí
firmemente hasta hace un minuto.
—Pero es que soy yo. Te aseguro…
—No mientas más. Como cuando te despertaste hablando inglés, has vuelto a
cometer un error, querida. Estás ocupando el lugar de otra mujer.
—¿Cómo puedes decir que soy una impostora? ¿No has admitido… la fotografía
del pasaporte? ¿Mi fotografía…?
—¿Cómo puedo decirlo? —murmuró Peter y la arrastró de un brazo hasta el
espejo—. Te mostraré por qué puedo afirmar eso.
Le quitó el pelo dejando una oreja al descubierto y le hizo girar el rostro.
—¿Ves? Mira bien.
—No entiendo. ¿Que me mire qué?
—¡Querida! ¡No me digas que no lo sabías! Pareces estar al tanto de todo lo
demás. Joe Bono mandó hacer un par de aretes para su amiga, con unos gemelos muy
valiosos que tenía. Su amiga envió uno de esos aretes al senador para probar la
autenticidad de su historia. Vi ese arete, querida.
Y está hecho para orejas con agujeros. Muéstrame el agujero de tu oreja, querida.
¡Vamos! ¿Dónde está?
Ella se arrancó de las manos de Peter.
—Eso no significa nada.
—Te equivocaste en eso. Creías dominar el papel a la perfección. ¿No? Pero no
estabas enterada de lo de los aretes. ¿Nadie te habló de los aretes?
—Peter, te equivocas…
—Sí, querida. Y tú me vas a corregir.
—Es un malentendido.
—Chiquita, Joe Bono tenía una amante y esa mujer se puso en contacto con el
senador y se ofreció a declarar en contra de la mafia. Y yo cruzo el océano para
recogerla y te recojo a ti en lugar de recogerla a ella. Ella no estaba en ese sitio,
estabas tú. Así que quiero saber qué pasó con ella. A mí no me han pedido que te
lleve á Estados Unidos; me han ordenado que la lleve a ella. De modo que me dirás
dónde está.
—Peter, Peter —murmuró la muchacha sentándose nuevamente en el borde de la
cama—. Estás confundido. Tienes que llevarme a mí.
—Empecemos de nuevo —dijo Peter acercándose a la cama y aferrando una de
las muñecas de la mujer—. No quiero ser duro contigo; pero seré todo lo duro que sea
preciso. Y quiero que me creas Se me ha encomendado una misión y haré lo que sea
necesario para cumplirla. Para eso me tienes que decir dónde esta esa mujer, cómo te
las arreglaste para ocupar su sitio, por qué lo haces y quién está detrás de todo esto.
Cuatro preguntas. Empecemos por la primera. ¿Dónde está esa mujer? La verdadera

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amante.
Karen meneó la cabeza y apartó los ojos.
—No lo sé.
Él la hizo volverse con tanta violencia, que sus pechos temblaron.
—Vamos, nenita. Tú la suplantaste. Tienes que saber por qué la has suplantado.
De modo que sabrás también qué se proyecta hacer con ella. ¿Está viva o muerta?
La muchacha estaba muy pálida,
—Por favor. Me haces daño.
—Ni siquiera he comenzado. Te he dicho que vas a contestar a mis preguntas. Si
tengo que hacerte daño para persuadirte, lo haré en la medida necesaria. ¿Está viva o
muerta?
—No lo sé.
Peter aumentó la presión de sus manos y ella hizo una mueca de dolor.
—Está viva, que yo sepa —susurró—. Creo que está viva.
—¿Dónde?
Karen movió la cabeza en un gesto negativo.
—Lo ignoro. De veras lo ignoro.
—Nenita…
Peter dejó la frase pendiente por unos segundos.
—Recuerda que estás metida en esto hasta el cuello. Tú sabes todo. Sé buena y
dile a papá lo que debes decirle.
—Peter, por favor. No lo aguanto. Mi muñeca.
—¿Dónde está?
—Peter, te juro por Dios que no lo sé. Ellos no me confiaron ese tipo de
información.
—¿Quiénes son «ellos»?
Volvió a mover la cabeza, se encogió de dolor cuando le retorció un poco más la
muñeca y susurró:
—En realidad no hay «ellos». Y no es lo que piensas.
—¿Qué significa «en realidad»?
—Es un solo hombre —respondió la muchacha y se volvió—. Por favor, Peter.
No me preguntes su nombre. Me mataría si te lo dijera. Me hizo jurar.
—¿Cuál es su nombre, Karen?
Cedió y las lágrimas rodaron por su rostro.
—Es el senador Gorman —dijo.

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SÁBADO 0,30 - 1,15 HORAS

PETER se quedó tan helado que soltó las muñecas de Karen.


—¿Gorman? —repitió—. ¿Dices que el senador Gorman te embarcó en esto?
Asintió con la cabeza y apretó contra su cuerpo el brazo que Peter le había estado
retorciendo. El tirante del camisón se le volvió a caer, pero esta vez lo ignoró.
—Pero ¿por qué? —preguntó Peter.
—Me utiliza de señuelo.
—Y a mí me ha hecho hacer el papel de estúpido. ¡Cómo no te iba hacer jurar que
no dirías nada!
Peter lanzó una carcajada amarga, sacó cigarrillos del bolsillo de su bata y
encendió dos. Le dio uno a ella, y ella le dio las gracias con la cabeza.
—Está bien —prosiguió Peter—. Quiero conocer toda la historia. ¿Cómo te viste
mezclada en esto? ¿Y qué diablos está tratando de demostrar Gorman?
Abrió las puertas del balcón, le alcanzó el salto de cama y la ayudó a ponérselo.
Ella se ató el lazo, aspiró el humo de su cigarrillo y dijo:
—Bueno, es una historia muy larga. ¿Estás seguro de que quieres oírla?
—Con todo detalle.
Karen se encogió de hombros.
—¿Te habló Gorman de un hombre llamado William Clive?
Peter asintió.
—Era un detective privado que fue asesinado.
—Sí. Asesinado por la mafia.
La muchacha dio una última chupada y apagó el cigarrillo.
—Era mi hermano. En realidad éramos medios hermanos. Karen Halley es mi
verdadero nombre. Por eso mi pasaporte es válido. Es el verdadero pasaporte: De
cualquier manera, nuestra madre era noruega, de modo que tengo realmente sangre
nórdica. Se casó con un inglés llamado Clive, que murió en la guerra, en la primera
de 1940. Bill nació cuando vivían en Inglaterra. Luego llegaron los norteamericanos
y conoció a mi padre y se casó con él. Yo nací en Inglaterra y viví tres años allí, hasta
que mi padre fue enviado de regreso. Entonces nos instalamos en Estados Unidos.
Hizo una pausa para encender otro cigarrillo y prosiguió:
—Bill tenía una agencia de detectives en Washington. Era una organización
pequeña. Él y yo, nada más. Yo era secretaria, tenedora de libros y todo lo demás.

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»El senador lo contrató para la misión que estás haciendo tú, pero lo descubrieron
y lo mataron. Tenía mujer y tres hijos pequeños.
»Y un día el senador me llamó. Quería hablar conmigo y tuve que hacer todo un
complejo ritual para que la mafia no nos viera juntos. Nos encontramos y hablamos.
El senador es muy persuasivo. Yo estaba interesada en el asunto y no necesité
demasiada persuasión pero él fue muy hábil para exponer todas las razones que yo
necesitaba para aceptar la misión que él había previsto. La tarea consistía en hacerme
pasar por la amante de Joe Bono. Me iba a enviar a una cabaña en una pequeña aldea
inglesa e iba a contratar otro detective para la misión en la que había perdido la vida
Bill. Enviaría al detective a buscarme. Su plan consistía en desorientar a la mafia y
hacerla seguir una pista falsa.
—Y quizá matar a la falsa amante —comentó Peter.
—Bueno, ese riesgo existía —admitió ella—. Pero no insistió demasiado sobre
eso; en cambio insistió sobre la posibilidad de descubrir a los asesinos de mi
hermano. El próximo detective estaría bien prevenido, de modo que si le seguían la
pista la cosa sería muy diferente. Y, por supuesto, estaba el aspecto patriótico…
colaborar con el Senado de Estados Unidos de América. También habló de
desenmascarar la vil conspiración de la mafia. Creo que eso último fue lo que más me
llegó. No tenía más que mirar a Doris… Es la esposa de Bill, viuda, con tres bocas
para alimentar, obligada a buscar trabajo para alimentarlas… No tenía más que
mirarla para que mi sangre hirviera de indignación. Deseaba hacer algo para dar con
la gente que había matado a Bill. Por eso fui una presa fácil. Estaba dispuesta a hacer
todo lo posible por ayudar a Gorman a que llevara a la amante de Bono al banquillo
de los testigos. Por supuesto también estaba el aspecto económico. No hay que
pasarlo por alto. Me iban a pagar cinco mil dólares por la empresa…, mejor dicho, se
los iban a pagar a Doris, porque se los di a ella con el cuento de que era un seguro
extra de Bill, que había olvidado poner a nombre de su esposa cuando se casó. Por
supuesto también me pagaban dietas y tenía oportunidad de ver un poco de mundo.
»Y así empezó la cosa. Comprenderás que me pintó el panorama con colores
bastante distintos de los que ha tenido en la realidad. Me aseguró…, casi me
garantizó…, que no habría problemas. No sería nada más que unas vacaciones muy
provechosas desde el punto de vista económico y yo haría una importante
contribución a la sociedad. Al oírlo, parecía ser algo imposible de rechazar.
Karen calló un instante y Peter aguardó en silencio, mirándola, escuchándola.
Luego ella prosiguió:
—Después resultó que no iba a ser Inglaterra. Descubrió que hablaba el italiano
con fluidez y decidió que iría a Florencia. Italia era un lugar más lógico para enviar a
un detective a buscar a la amante de Bono.
»De modo que me trasladé a Florencia a vivir allí y a esperar. La espera no iba a
ser muy larga y podía hacer lo que se me antojara…, visitar galerías de arte, recorrer
los puntos de interés. Creo que hay muy pocas cosas en Florencia que no conozca,

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incluyendo el techo del dormitorio de Elizabeth Barret Browning.
Karen esbozó una sonrisa y prosiguió:
—Me dieron el santo y seña y, cuando el asunto estuvo decidido, el senador me
envió un cable en el que no figuraba más que tu nombre. Y luego llegaste tú. Pero la
forma en que te presentaste me aterrorizó. Creo que me había ido poniendo cada vez
más nerviosa, viviendo sola allí a la espera del detective que me llevaría. Cuando me
acostaba no podía dejar de pensar en algunas de las cosas que el senador me había
dicho. La mafia había matado a mi hermano y no vacilaría en matarme a mí también,
sobre todo si estaban convencidos de que los iba a traicionar. De modo que
permanecía despierta imaginando con lujo de detalles la aparición de un falso
comisario y me veía en las garras de la mafia. Pero luego me decía que todo aquello
era ridículo. En primer lugar, la mafia no me encontraría y, en segundo lugar, si
llegaban a verme se darían cuenta de que no era la amante en cuestión. Como dijo el
senador, después de todo, la gente de la mafia tenía que conocerla y comprendería
que alguien había cometido un error.
Lanzó una risita amarga.
—Pero creo que me olvidé de todo cuando entraste por la ventana. Creí que había
llegado el impostor, tal como lo había previsto. Y luego llegaron los verdaderos
impostores y de pronto comprendí que aquello no era exactamente lo que había
imaginado el senador Gorman. Aquello era horrible y real y definitivo. Y desde ese
momento todo anduvo mal. Hasta la gran escena de amor, ahí fuera en el balcón, en
la cual el héroe y la heroína caen uno en brazos del otro… Hasta eso salió mal. La
heroína se olvidó de perforarse los lóbulos de las orejas.
Ella dio una chupada a su cigarrillo, pero si estaba dando pie a una declaración,
Peter lo ignoró. Su cabeza estaba en otra cosa.
—¿Y cuáles eran sus planes para tu vuelta?… Si es que te podía llevar de
vuelta…
—Todo se haría muy en silencio, por supuesto, y mientras tanto haría entrar a la
verdadera mantenida de Bono. Tú no te enterarías de nada hasta que la mujer
comenzara a declarar.
—Por supuesto que nadie sabe qué estas haciendo… Con excepción de tu madre
y de tu cuñada. De modo que si no regresáramos, Gorman tendrá su testigo y nadie le
hará preguntas embarazosas.
—Bueno, me hizo prometer que no le diría a nadie donde estaba; pero sólo
porque el asunto era secreto. Después de todo se suponía que no iba a haber el menor
problema. Nunca se supuso que ocurriría lo que nos ha estado ocurriendo.
Peter comprimió los labios y la miró.
—¿Por qué estás tan segura de que lo que nos ha estado ocurriendo no ha sido
exactamente lo que Gorman esperaba que nos ocurriera?
Karen parpadeó.
—¿Qué?

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—Te dijo que sería un juego. ¿Qué otra cosa te iba a decir para inducirte a aceptar
la tarea? Pero eso no quiere decir que lo haya creído.
—Pero no me habría enviado si realmente hubiera creído que corría un riesgo
serio. Me dijo que se sentía responsable de la muerte de Bill, que habría preferido
cancelar la investigación, antes de arriesgar así la vida de Bill, si hubiera sospechado
lo que iba a ocurrir. Me repitió una y otra vez que me confiaba la' tarea porque tenía
la certeza de que no implicaba el menor riesgo.
—Esas cosas se las dice a mucha gente, Karen. Creo que te estaba contando un
cuento. No sólo creía que los riesgos iban a ser grandes, sino que deseaba que lo
fueran. Y, además, te apostaría que, contra lo que te aseguró, prácticamente nadie
sabe qué cara tiene la amante de Bono.
—Oh, Peter. No seas injusto.
—¿Injusto yo? Los dos tipos a los cuales Vittorio y yo atajamos en tu
apartamento iban a matarte. Sólo con eso podrías darte por satisfecha. Se basaban en
los datos del senador.
Karen se mordió el labio.
—¿Dices que él deseaba que la misión fuera arriesgada? ¿Que deseaba que
tuviéramos problemas? ¿Por qué?
—Porque quiere que la amante de Bono declare. Cualquiera que sea su ambición,
sea aplastar a la mafia o llegar a la Casa Blanca o ambas cosas, tiene que hacer
declarar a esa testigo. Es todo lo que tiene. De modo que lo único que le interesa es
llevarla a Estados Unidos. No le importamos nada tú, ni yo, ni nadie. Sólo le importa
esa mujer De modo que, como parte del plan, decidió poner un cebo y hacer un
intento muy realista para, salvar a ese cebo. Piénsalo bien. ¡De qué le serviría un
señuelo si todo el que lo ve se da cuenta de que es un señuelo! Al margen de las
historias que pueda habernos contado, tienen que existir razones que lo hagan
suponer que es muy poca la gente en condiciones de identificar a esa mujer. Está
convencido de que el señuelo va a engañar a todo el mundo.
»Ahora bien, supón que vuelo a Roma, te recojo y te llevo de vuelta, y hago todo
con tanta discreción que la mafia ni se entera de que eso ha ocurrido. ¿De qué le
serviría a Gorman? La mafia seguiría buscando a la testigo. En otras palabras: una
pista falsa no sirve de nada si nadie la sigue. Por eso deseaba que la mafia descubriera
que había enviado a un determinado hombre… a mí… para volver con la mujer. Creí
que era la causa de su estúpida arrogancia, de su certeza de que era demasiado astuto
para la mafia, por lo que se había dejado seguir cuando me entregó los papeles. Así
me descubrieron. A través de él. Cuando te encontraste con él nadie os vió. No quiso
que os vieran. Pero sí quiso que lo vieran conmigo. Ese hijo de puta es más
inteligente de lo que creía.
Karen frunció el ceño.
—Pudo habernos hecho matar.
—Así es. Pudo habernos hecho matar. En realidad creo que es lo que hubiera

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preferido.
Peter aferró mi brazo de la muchacha.
—¡Santo Dios! Si lo hubiera sabido antes… Vístete. Nos vamos de aquí.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
—Claro, es eso. Le conviene que nos maten. ¿No te das cuenta? Le será mucho
más fácil hacer viajar a la testigo real si la mafia la cree muerta. Ya no buscarán más.
Mientras nosotros estemos con vida todos sus movimientos serán controlados. En
esas condiciones resultará arriesgado trasladar a la testigo. Y si nosotros regresamos
con vida, la mafia seguirá controlando todo lo que haga, tratando de evitar que tú y él
os encontréis… Lo que evitaría el encuentro con la otra mujer.
—Pero ¿por qué quieres que nos vayamos de aquí?
—Porque si consigue filtrar el dato de que te ha enviado un pasaporte nuevo, la
mafia puede descubrir quién es su contacto en Niza…, como lo hicieron en Roma…,
y comenzarán a averiguar quién se aloja este fin de semana en casa de Pierre
DeChapelles. Quizá me equivoque; pero no nos quedaremos aquí para averiguarlo.
—Pero nos iba a llevar mañana a París en avión.
—Faltan ocho: horas para eso. Es demasiado tiempo para permanecer inactivos.
—¿Y qué piensas hacer?
—Tomar prestado uno de los automóviles de DeChapelles y viajar a París en
automóvil.
Karen se vistió en pocos minutos y a la una y diez descendían la escalera en
puntillas, dejaban una nota a DeChapelles, salían por una de las puertas de cristal de
la fachada lateral y bajaban los escalones del porche. En la casa sólo estaban
encendidas las luces de fuera y en el pabellón de servicio se veía una única ventana
iluminada.
En el garaje había dos automóviles, un gran Citroen castaño y crema y un
pequeño Sonnet Saab sport rojo brillante. El Saab tenía la llave de contacto puesta, lo
que facilitó la elección. Subieron, pusieron el motor en marcha y cerraron las
portezuelas sin preocuparse del ruido. El diagrama de cambios estaba adherido al
parabrisas y Peter puso marcha atrás, retrocedió hasta el camino para automóviles y
salió de la casa. Doblaron a la derecha en la calle, pasaron una pequeña elevación y
entonces fue cuándo los faros iluminaron un gran Sedan qué bloqueaba el camino.
Peter pisó el freno y el pequeño Saab se detuvo con un chirrido. Al mismo tiempo
se encendieron los faros de un automóvil que había aparecido a sus espaldas y dos
hombres salieron de los arbustos qué flanqueaban el camino.
Peter y Karen no tuvieron la más mínima oportunidad de defenderse. Sus
portezuelas se abrieron y se encontraron con los enormes cañones de unos revólveres
muy próximos a sus ojos.

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SÁBADO 1,15 - 2,35 HORAS

LOS ARRANCARON DEL AUTOMÓVIL y los registraron rudamente. El objeto del registro
eran las armas, pero los jóvenes italianos que se encargaban de Peter descubrieron los
500 dólares de Gorman en su cartera y se apropiaron de eso y de la automática y el
revólver. A Karen le quitaron treinta y dos, pero nada más.
La calle estaba oscura, no había más luz que los faros del Saab y del automóvil
que había aparecido por detrás, y Peter no pudo calcular cuántos hombres había allí.
Parecían unos seis y hablaban en italiano.
En el automóvil de detrás se cerró una portezuela y una voz impartió órdenes. Los
hombres obedecieron y apartaron el Saab, dejándolo contra la cerca de piedra e
hicieron girar al automóvil que bloqueaba el camino. Otra voz, que surgía detrás de
los faros, murmuró en inglés:
—¿Para qué los haces salir del automóvil? ¿Por qué no los dejas dentro?
Podríamos empujarlo a un lado.
La voz dura que había impartido las órdenes respondió en inglés:
—Porque no los queremos dejar aquí.
Los dos se adelantaron y la luz de los faros los iluminó. El que se había quejado
era el tipo flaco, con aspecto de tuberculoso, y el que mandaba era el del diente negro
y el clavel. Peter no se sorprendió.
El Señor Clavel no demostró regocijo por la situación de Peter, no habló con
Karen y ni siquiera dio muestras de advertir su presencia. Sólo le preocupaba librarse
del Saab. Señaló y dio más órdenes en italiano. El flaco sí miró a los prisioneros; pero
su actitud era clínica, como la de un científico a punto de aplicar una inyección a un
conejito de Indias. Cuando el Saab estuvo estacionado, hizo un gesto.
—Vuelvan a meterse en el coche —dijo dirigiéndose a Karen y a Peter.
Peter trató de hacerse oír.
—Escuche, sé qué piensan de todo esto…
El hombre del clavel lo ignoró y se volvió al flaco.
—¿Qué quieres que hagan?
—Que se vuelvan a meter en el automóvil. Es el mejor sitio. No los vas a dejar
tirados en la calle ¿no?
—Esa mujer no es la que cree… —insistió Peter.
El del clavel lo ignoró.

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—Aquí no —dijo a su amigo—. No haremos nada aquí.
El flaco dijo fríamente:
—Aquí y ahora, en el automóvil.
El grandote se señaló.
—Soy Vico Barbarelli y Vico Barbarelli da las órdenes. Y digo que no los vamos
a matar aquí.
—¿Se te ocurre un sitio mejor?
—Te olvidas de algo.
—No me olvido de nada. Lo paso por alto.
—No es prudente.
Los labios del flaco se crisparon.
—¿Quieres destruirlo? Manéjalo a tu gusto. ¿Quieres que la tarea se cumpla? Yo
la haré.
—Pero parte de la tarea…
—Te digo que no andes con rodeos. ¿Los quieren muertos? Pues los mataremos.
Aquí mismo. En éste instante. Tenemos que asegurarnos.
—Pero la orden…
—La orden es agarrar a esa muchacha. Es la única orden que cuenta. La orden es
encargarse de que ella no abra la boca. Y hay una manera de mantenerla cerrada. Una
sola manera. De modo que no pierdas tiempo. Déjala vivir un minuto extra y en un
minuto innecesario puede suceder algo que lo destruya todo. A uno le dicen cuál es el
objetivo, decide la mejor forma de alcanzarlo y se olvida de todo lo demás. Tú sabes
cuál es el objetivo, así que no me vengas a hablar de órdenes.
Barbarelli frunció el ceño.
—No necesito que me des lecciones. Tú decides tus cosas a tu manera. Yo decido
mis cosas a mi manera. Y esta es cosa mía. He recibido mis órdenes y te las paso.
El flaco hizo una mueca desagradable y escupió.
—Está bien —gruñó—. Como digas. Pero renuncio. Si algo sale mal a partir de
ahora, tú serás el único culpable,
—Nada saldrá mal. Te lo aseguro.
El del clavel se apartó del flaco y se acercó a Peter.
—Bueno, Congdon. Haremos un viaje —dijo, señalando el automóvil—. Usted y
la chica se sientan detrás.
Dió unas órdenes en italiano y unos hombres los hicieron avanzar.
El automóvil era un Cadillac norteamericano, con transportines. Barbarelli se
sentó delante, con el conductor; Peter y Karen en el asiento de atrás y dos hombres
armados en los transportines. El flaco y los dos hombres subieron al segundo Sedan.
Regresaron a través de Antibes y tomaron la carretera de Niza. Los capturadores
viajaban en silencio. Barbarelli era el único que hablaba inglés y Peter trató de
interesarlo en la verdadera identidad de Karen.
—Ya sé para qué la quieren —le dijo seriamente—. Pero se equivocan de mujer.

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Ella no fue amante de Joe Bono.
—Cállese.
—Es una sustituta. Es una treta del senador Gorman para engañarlos.
Barbarelli dijo algo en italiano y el hombre más próximo a Peter lo golpeó en la
boca con el cañón de su revólver. El golpe lo atolondró e hizo que la sangre manara
con fuerza de sus labios.
Karen lanzó un gemido y apoyó la cabeza contra el pecho de Peter.
—No hables más —le dijo con ternura—. Por favor no hables más.
Entraron en Niza por la Avenue des Anglais y doblaron hacia la izquierda por la
entrada de servicio del Hotel Ritz. El gran edificio, de siete pisos, estaba cerrado, y
todas las ventanas, incluso las de sus redondeados ángulos y las de sus tejados casi
verticales, tenían las persianas echadas.
Los automóviles se detuvieron en un callejón estrecho y desierto, junto a una
puerta que ostentaba el letrero «Ritz Bar». Todos bajaron y Barbarelli abrió la puerta
con una llave. Entraron. Barbarelli atrancó la puerta y guió al grupo a través de
habitaciones con olor a humedad, iluminando su paso con una linterna. Otros
hombres tenían también linternas y sus haces de luz se reflejaron en el brillo del
mostrador, iluminaron las pilas de mesas y sillas arrimadas a la pared, el hall
alfombrado, en donde se abrían arcadas hacia un espacioso salón de baile con
columnas y una cristalera que daba a la gran terraza sobre el mar.
—¡Fermatevi! —dijo Barbarelli y el grupo se detuvo.
Karen y Peter fueron empujados contra una pared, encandilados por las linternas,
y Barbarelli cruzó el hall y entró por una amplia puerta en alguna habitación interna.
Siguieron cinco minutos de silenciosa tensión y Peter apretó la mano de Karen,
para darle ánimo. Hubiera deseada trasmitirle esperanzas también, pero Gorman
había cumplido su cometido a la perfección. El senador obtenía lo que quería. Su
señuelo había sido apresado… ¿Y quién iba a creer que era un señuelo? Ella y su
escolta serían asesinados y sus cadáveres —con toda seguridad— permanecerían
ocultos por mucho tiempo… Peter comprendía que esas eran las intenciones de
Barbarelli; no quería dejarlos junto a un camino, con la consiguiente publicidad. Peter
y Karen desaparecerían y nadie se enteraría nunca. Gorman sí lo sabría. _ Cuando no
tuviera más noticias de ellos, después de su desaparición de la casa de DeChapelles,
sabría lo que les había ocurrido y haría venir tranquilamente a la verdadera testigo, y
después, un día, habría grandes titulares y Gorman posaría ante las cámaras y la
testigo denunciaría a gente como Barbarelli y quizá alguien —a lo mejor el propio
Barbarelli—fuera a la cárcel. Y tal vez, dentro de cuatro años y medio, en alguna
convención, el nombre de Robert Gerald Gorman figurara como candidato a la
presidencia de Estados Unidos de Norteamérica. Sólo Karen Halley y Peter Congdon
sabrían cómo se había gestado esa candidatura. Pero Karen Halley y Peter Congdon
habrían sido pasto de los gusanos y sólo quedarían sus huesos para recordar al
senador el precio de su ambición.

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Barbarelli reapareció en el vano de la puerta e hizo un gesto imperioso. Los
hombres empujaron a Karen y a Peter a través del salón y los hicieron entrar en lo
que había sido un club nocturno. Aquí también las mesas y las sillas habían sido
apiladas contra las paredes y estaban cubiertas con sábanas. En un extremo había un
tablado, sobre el que se habían dispuesto dos biombos.
Karen y Peter fueron arrastrados a través de la pista de baile y quedaron al pie de
la plataforma. Las luces de las linternas concentraron sus rayos sobre ellos.
Por fin una voz grave que salía de detrás de los biombos dijo:
—Vuélvase.
Peter comenzó a obedecer, pero la voz lo interrumpió.
—Usted no: La chica.
Karen se volvió lentamente y giró trescientos sesenta grados.
—Otra vez —ordenó la voz.
Ella repitió el giro.
—Esta no es la mujer —dijo la voz.
Barbarelli dio un paso hacia delante. Por primera vez había dejado de ser el
arrogante dueño de la situación.
—Pero no puede ser.
—No me diga lo que puede ser y lo que no puede ser —le espetó la voz—. He
dicho que no es la chica.
—Pero, pero… signore, es la chica que vino a buscar. No cabe la menor duda. ¡La
fotografía era de ella! Es la fotografía que envió el senador.
—Es un estúpido, Barbarelli.
Barbarelli se volvió furioso sobre Peter.
—Así que es eso, una treta —dijo y, volviéndose a quien se ocultaba tras los
biombos, añadió—: Ya sabremos quién es.
Rugió una orden y dos hombres aferraron a Peter por los brazos. Barbarelli lanzó
un juramento y asestó un golpe violento sobre Peter.
—Con que me engañaste —rugió—. Ahora me dirás dónde está.
—No sé de que habla —musitó Peter.
Barbarelli le asestó un golpe, como un martillazo, sobre un lado de la cabeza y las
rodillas de Peter se doblaron.
—¿Dónde está la chica, hijo de puta?
Karen se lanzó sobre él y le aferró los brazos.
—No, no —gritó—. No le pegue. No sabe nada.
Barbarelli la empujó y un hombre la sujetó. Barbarelli aplicó dos salvajes golpes
a Peter. Había concentrado en ellos todo su odio y su frustración.
—¡Basta! —chilló Karen.
La cabeza de Peter pendía como la de un borracho.
—¿Quién es? —gritó Barbarelli con creciente furia y descargó otro golpe sobre
un lado de la cabeza de Peter.

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El detective cayó de rodillas a pesar de los esfuerzos de los dos hombres por
mantenerlo en pie.
—¿Quién es?
—No lo sé —dijo débilmente Peter, casi inconsciente.
Barbarelli le asestó un puntapié en las costillas que lo arrojó al suelo con un
gemido.
Karen se debatía en los brazos de otros dos hombres y clamaba a Barbarelli que
se detuviera.
—No sabe nada. No sabe nada. El senador no nos dijo nada.
Barbarelli la ignoraba. Su furia iba en aumento.
—Dímelo —rugía aferrando a Peter y enderezándolo hasta dejarlo casi sentado.
—Dímelo —repitió aplicándole un revés.
—No lo sé—murmuró Peter.
—Dímelo —ordenó Barbarelli casi gritando.
Volvió a golpear un lado de la cara de Peter y Peter golpeó contra el suelo y allí
quedó.
—¡Oh, Peter, Peter! —sollozaba Karen.
—Levántenlo —gritó Barbarelli a los dos guardias, pero los hombres no
entendían inglés y no se movieron.
—Levántenlo —gritó de nuevo el hombrón y descargó un golpe sobre el más
próximo, que estuvo a punto de caer.
—¡Basta, Barbarelli! —dijo cortante la voz de detrás de los biombos.
El hombrón se volvió. Jadeaba y su cara estaba perlada de sudor.
—¡Lo haré hablar! —dijo, sin aliento—. No se preocupe. Lo haré hablar.
—Eres un estúpido, Barbarelli —dijo la voz—. No sabe nada. Hasta un idiota
como tú debería darse cuenta de eso. Él y la chica sólo son peones en todo este
asunto.
—Saben algo. Tienen que saber algo. Déjeme que los trabaje un poco más.
Se volvió hacia donde los dos hombres habían puesto de pie al detective groggy.
—¿Vas a hablar?
—Basta —repitió la voz, cortante—. Te he dejado divertirte, pero no tenemos
tiempo. Tenemos que damos prisa si queremos agarrar a la verdadera.
—¿De modo que sabe quién es?
—Sí. Sé quién es. No soy un estúpido como tú, Barbarelli. Admito que el senador
es inteligente. Hay dos chicas, Barbarelli. Había que saber cuál era la impostora y
cuál era la verdadera. Creí saberlo, pero el senador es muy astuto y me hizo seguir la
pista falsa. Pero ya hemos descubierto el error y tenemos que buscar a la otra.
—¿Sabe dónde está?
—Sé dónde está.
La voz adoptó un tono distante, como si hubiera dado por terminada una
audiencia.

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—Saquen a esos dos de aquí y ténganlos fuera —ordenó.
Barbarelli impartió órdenes, esta vez en italiano, y los guardias los llevaron otra
vez al gran hall. Karen marchaba por sus propios medios, Peter tuvo que ser
prácticamente arrastrado. En el hall permaneció apoyado contra una pared, en estado
de semi-inconsciencia, mientras Karen lo sostenía llorando bajito contra su pecho.
Transcurridos unos instantes uno de los otros hombres salió, transmitió unas
órdenes y abrió la marcha, iluminando el camino con la linterna. Los otros avanzaron
detrás de él, conduciendo a la pareja. Llegaron a la escalera principal que ascendía
desde el hall y subieron guiados por la luz de las linternas. Llegaron al primer piso,
luego al segundo y siguieron así hasta llegar casi al último. El que los dirigía cruzó
entonces el oscuro hall e introdujo una llave en una de las puertas. Empujaron a Peter
y Karen al interior sin decir una palabra. La puerta se cerró tras de ellos, se oyó girar
la llave en la cerradura y los pasos se alejaron.

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SÁBADO 2,35 - 4,45 HORAS

PETER recurrió a su encendedor para inspeccionar el lugar. Estaban en el hall de


entrada de una de las suites. A la derecha había un baño y delante una habitación
amplia con una gran cama de bronce. Una simple colcha de algodón cubría el colchón
y las almohadas. En un rincón había un pequeño escritorio, y delante de la ventana,
una mesa. El moblaje incluía también un armario y varias sillas.
Probó el interruptor de luz, pero no había corriente. No había nada. Nada de nada.
Se sentía débil, cansado y enfermo. Junto a él, Karen sollozaba. No la había creído
capaz de llorar.
—¿Qué te ocurre? —preguntó con voz ronca.
—Lloro por ti. Por lo que te han hecho.
El encendedor se estaba calentando y lo cerró, avanzó a tientas a través de las
tinieblas y se dirigió a la ventana. Abrió las hojas y levantó las persianas. La luna
brillaba aún sobre los techos e iluminó la habitación. Peter comprobó que la ventana
daba al patio interior del hotel y todas las demás tenían las persianas echadas.
Al volverse se tambaleó y Karen corrió a sostenerlo.
—¡Ay, Peter! —gimió la joven—. Te han herido.
Él la rodeó con los brazos.
—Sólo son moratones —murmuró—. Estoy bien.
—Acuéstate, por favor.
—En seguida.
Tomó una de las sillas, la llevó al hall y la calzó bajo el picaporte. Luego entró en
el baño y abrió un grifo, pero tampoco había agua.
Volvió a salir y se sentó pesadamente en el borde de la cama. Karen se subió a la
cama, se arrodilló junto a él y le atrajo la cabeza contra su pecho. Le besó el pelo y
apretó su mejilla contra la de él.
—¿Qué nos harán?
—Supongo que nos matarán.
La muchacha se deslizó hasta quedar sentada junto a él y se cubrió la cara con las
manos.
—Y todo ha sido por mi culpa. Estoy tan arrepentida.
—Ha sido culpa de Gorman.
—No, es culpa mía. Los dejé robar mi pasaporte. Soy la culpable. Si no hubiera

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ocurrido eso, estaríamos en Washington ahora. Con Gorman o sin Gorman.
—No te culpes. No podías saber que se iba a aprovechar así de ti.
—Eso es lo peor de todo —gimió Karen—. Coqueteé con ese muchacho para
darte celos. Y ahora te van a matar.
Él la miró, a la luz de la luna.
—¿Celos? ¿De qué estás hablando?
—De ti. De mí. Tú me odiabas. Me despreciabas por lo que aparentaba ser.
Dijiste que me querrías haber azotado. Desnuda en la plaza pública. Eso dijiste.
¿Tienes idea de lo que me heriste? Fue como si lo hubieras hecho. Ninguna mujer
resiste que la miren con tanto desprecio. Me dolió y me enfureció porque no podía
decirte la verdad. Porque no podía decirte que no era la clase de mujer que suponías.
Tenía que simular lo que no era. Y sabía que una vez que me entregaras al senador,
todo habría terminado. Me dejarías para siempre, convencido de que había sido la
amante de un gángster, y no quería ser eso para ti. Y te odiaba porque tenía que ser
eso y nada más que eso a tus ojos. Entonces decidí que no quería decirte la verdad.
Sentía que te gustaba a pesar de tu desprecio y decidí explotar eso. Mi único objetivo
era hacerte decir «Te quiero». Quería obligarte a declarar tu amor a una mujer a la
que habrías querido azotar en la plaza pública, a una mujer a la que tú tomabas por
amante de Joe Bono, por una coqueta descarada, por una ramera barata. Debí haber
colaborado contigo y trabajé contra ti. Estabas tratando de salvarme la vida y sólo
intentaba enamorarte. El senador me contrató para una tarea y no la cumplí. Hice algo
que no tenía por qué hacer y provoqué el desastre. Debía haber permanecido sentada
junto a ti en aquella barca, con el bolso sobre la falda. En lugar de hacerlo, coqueteé
con Umberto, lo provoqué, y él y su padre me robaron. Y ahora seré la responsable de
tu muerte. De la mía también, pero me la merezco. Tú no.
Se enjugó una lágrima e hizo un gesto de desolación.
—¡Qué estúpida, qué estúpida he sido!
—Y estuve a punto de decirlo —murmuró Peter.
Karen lo miró.
—¿A punto de decir qué?
—A punto de decir «Te quiero», como querías… creyendo lo que querías que
creyera.
—¿Cuándo?
—En la casa de DeChapelles. Fue cuando descubrí que los lóbulos de tus orejas
no estaban perforados.
Ella se cubrió la cara con las manos.
—¡Oh Peter! —exclamó—. Debería sentirme feliz y soy tan desgraciada. No me
lo merecía. Soy peor de lo que fingía ser.
—Pero no te lo dije entonces, así que te lo diré ahora.
Karen se acercó, se apoyó sobre una rodilla y le apoyó los dedos sobre la boca.
—No —susurró y le besó la punta de la nariz y los ojos—. Te quiero. Yo puedo

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decirlo, pero tú no. No puede ser, no debe ser.
—¿Qué importa si puede ser o si debe ser?
—Está bien, mi amor. Dilo. Dilo una vez para que pueda oírlo. Ni siquiera es
necesario que lo sientas.
—Te quiero tanto, que ese amor me duele. Y te lo digo muy en serio.
Ella le echó los brazos al cuello y lo miró a los ojos. Señaló con la cabeza la
puerta de entrada.
—¿Pueden entrar?
—No, salvo que la derriben con hachas contra incendio.
De rodillas sobre la cama, lo superaba en altura. Le sonrió desde arriba y se
acercó más:
—Qué bien. Porque hasta entonces vas a ser amado como nadie te ha amado
jamás. Como nadie ha sido amado jamás.
Fue mucho rato después, tendidos uno junto al otro, cuando lo recordó.
—¿Qué dijiste en realidad aquella vez?
—¿Cuándo?
—Cuando te dije que hablaras en danés y lo hiciste.
Karen rio.
—No era danés, era noruego. Dije «vete al infierno». Literalmente «arrástrate
hasta el infierno».
—Me merecía algo peor.
—Es un insulto atroz. De lo más ofensivo que se puede decir en noruego. No
tienen palabrotas como las nuestras.
—Si tú eres un caso ilustrador, eso no les impide desarrollar las actividades que
algunas de esas palabras describen.
—Con halagos sólo conseguirás otra dosis de lo mismo.
—Considérate halagada.

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SÁBADO 6,45 - 8,15 HORAS

PETER se despertó cuando las primeras luces del día entraron en la habitación. Sentía
frío porque estaba desnudo y, aunque compartía la tibieza de Karen —dormida e
igualmente desnuda—, sólo los cubría la fina colcha de algodón que había sobre la
cama.
Cuando se sentó y miró el reloj de pulsera, Karen se movió, se volvió y parpadeó
semidormida.
—¿Qué pasa? —murmuró.
—Es de día.
Peter se deslizó de la cama y se dirigió al hall. Se mantuvo inmóvil y escuchó,
pero el viejo edificio estaba silencioso como un mausoleo abandonado y producía la
misma sensación de vacuidad.
Karen luchó hasta incorporarse sobre un codo, pero no sabía en realidad de qué
día se trataba, ni de qué mes o de qué año. Eran las siete menos cuarto de la mañana y
habían estado haciendo el amor desesperada y casi incesantemente desde las tres de la
mañana hasta hacía menos de una hora, cuando —en mi estado de completo
agotamiento— ella se había deslizado involuntariamente al sueño.
—Aún estamos con vida—dijo.
Fue el primer pensamiento y el más nítido que se le presentó al despertar.
Peter retiró la silla y probó la puerta. Aún estaba atrancada. Apoyó el hombro
contra la hoja un par de veces, pero era un hotel de construcción muy sólida. No llegó
siquiera a estremecerse. Regresó a la habitación. Karen se había vuelto a dormir, en
una actitud inconscientemente indecorosa, bajo la colcha.
Peter bostezó y se asomó a la ventana. Miró hacia arriba y hacia abajo. En el
último piso, aquel cuyas ventanas daban al declive del tejado, se podía pasar de una a
otra. Pero la mafia se había cuidado de no proporcionarle un medio para escapar
como aquél. Su ventana se abría sobre la fachada del hotel, seis pisos cortados a pico
sobre un patio de cemento y ni un solo saliente al que agarrarse. Cerró la ventana y
comenzó a vestirse.
Karen se volvió a despertar, arrancándose de las profundidades con gran esfuerzo.
Se sentó y sacudió su rubia cabeza, procurando despejarse. Por fin fue capaz de
concentrarse y comprender que Peter se estaba vistiendo.
—¿A dónde vas? —preguntó.

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—A ningún lado. La puerta está cerrada.
La realidad penetró como una puñalada en su somnolencia y sus ojos se
despabilaron sensiblemente.
—¿Qué hora es?
—Las siete menos diez.
—¿Estamos encerrados?
Peter asintió con la cabeza y se introdujo la camisa en los pantalones.
—¿Entonces no vuelven a buscarnos?
—Creo que se han ido.
Karen saltó de la cama y se dirigió a la ventana. Peter contempló su bello cuerpo
desnudo, pero en aquel instante era incapaz de sentir algo más que un interés
académico por él.
—La ventana da a un patio. Nadie nos oirá si gritamos.
—No.
—¿Nos encerraron y nos dejaron? ¿Nos han dejado y nadie vendrá hasta que
abran dentro de seis meses?
—Sí, creo que esa es la idea que han tenido.
Karen corrió a la puerta, hizo girar el pomo y tiró, luego empujó. Se volvió con
los ojos muy abiertos.
—Peter. ¿Qué vamos a hacer?
Peter rio.
—Cálmate. No nos vamos a quedar aquí encerrados.
—¿No? ¿Y cómo vamos a salir?
—Hay una serie de posibilidades. El hombre que estaba detrás de los biombos y
que acusó a Barbarelli de tonto, tampoco era demasiado astuto. Nos quitaron las
armas y los dólares que Gorman nos envió, pero nada más. Tú tienes tu bolso y
pasaporte, yo tengo todas mis cosas, incluyendo mis cheques de viaje…
—Probablemente pensaron que no necesitaríamos pasaportes y dinero, puesto que
no podríamos salir del hotel.
—Pero cometieron el error de dejarnos algunas herramientas que nos servirán
para salir. Una tarjeta de plástico en mi cartera, que es muy útil para abrir puertas, y,
si eso no diera resultado, hay un destornillador en mi cortaplumas, que servirá para
desarmar la cerradura, o una hoja que me servirá para cortar el pasador. Por último
está mi encendedor, que podría utilizarse como recurso final para incendiar la puerta.
De modo que tranquilízate.
La besó y deslizó una mano por el cuerpo de la joven.
—No permaneceremos más tiempo aquí dentro, del que tardes en vestirte.
La tensión comenzó a aflojar en ella y el deseo de dormir volvió a hacerse
intenso. Bostezó.
—Quizá no nos debamos apresurar. Quizá nos convenga dormir un poco más.
—Puedes dormir en el avión. Viajaremos en ese jet de las diez y treinta y cinco si

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quedan asientos disponibles.
El rostro de Karen se iluminó.
—¡Peter! ¡Nos salvaremos! Después de todo no seré responsable de tu muerte.
—No, no serás responsable de mi muerte.
Karen se acercó y rozó con dedos muy suaves las tumefacciones y magulladuras
del rostro de Peter.
—Pero, pobre Peter. Mira lo que te he hecho.
—Me has compensado. Y ahora vístete.
Ella rio con alegría.
—¡Y se acabó la mafia!
—¿Para qué habrían de querernos ahora?
Peter comenzó a trabajar en la puerta, mientras Karen se vestía. La puerta no
cedió a la tarjeta de plástico, porque el pasador no era de los que podían hacerse
retroceder. Sin embargo, sucumbió al destornillador incluido con el cortaplumas y,
una vez desarmada la parte del pomo, pudo introducir la hoja y hacer girar la
cerradura. Dejaron la puerta abierta para iluminar el oscuro corredor y, con ayuda del
encendedor, encontraron la escalera y descendieron. Salieron por donde los había
hecho entrar…, a través de la puerta del bar, que se abría desde dentro y
desembocaba en el estrecho callejón lateral. Eran las siete y minutos y la calle estaba
desierta.
Miraron cautelosamente a su alrededor, regresaron rápidamente a la esquina y
cruzaron hasta el paseo que corría a lo largo de la playa. Allí Peter procuró orientarse.
—Por aquí —dijo encaminándose hacia el Este.
—¿A dónde vamos?
—Al Albemar en busca de mi maleta, de un teléfono y quizá de un desayuno.
—¿Vas a telefonear?
—Al senador, por supuesto. ¿No crees que se alegrará de saber que vamos rumbo
a casa?
—No creo, sobre todo si tienes en cuenta que allí deben de ser las dos de la
mañana, más o menos.
Peter rio con malicia.
—Razón de más. Además, aunque no estoy precisamente ansioso por ver el
triunfo de sus planes, la amante de Bono corre peligro real y no me gustaría que la
maten si una palabra de aviso puede salvarla.
—¿No crees que es demasiado tarde?
—No creo que debamos dar por sentado que es demasiado tarde.
Cruzaron, tomados de la mano, los jardines que median entre el Hotel Ruhl y el
Casino Municipal, encontraron la Avenue Jean Medecin y llegaron al Albemar a las
siete y cuarenta. Desde allí Peter llamó al aeropuerto y consiguió dos asientos para el
vuelo de las diez treinta y cinco con destino al aeropuerto Kennedy. Interrogó al
conserje de la noche acerca de la llamada transatlántica y del desayuno. La

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comunicación podía tener cierta demora. En cuanto al desayuno, el comedor no abría
hasta las ocho, pero podía hacerles servir algo en el vestíbulo.
Aceptaron y un joven camarero se encargó de atenderlos. El anciano conserje se
afanaba, mientras tanto, con el teléfono. Cuando Karen y Peter terminaron su taza de
café con un panecillo por cabeza, les informó que la comunicación se demoraría
media hora más y, por fin, dio señales de advertir la magullada cara de Peter.
—¿Quiere que le consiga un médico, señor? ¿Ha tenido un accidente?
—Sí, un accidente. Pero no necesito médico. Me estoy reponiendo.
—Debería acostarse, señor.
—Procuraré hacerlo.
—¿Va a hablar por teléfono desde su habitación?
—Siempre que no tenga que dejar a la señorita aquí.
El anciano frunció los labios con gesto pensativo y dijo:
—Bien, señor, pienso que dadas las circunstancias no hay inconveniente en que
suba con usted. No estarán mucho arriba, ¿verdad?
—Sólo hasta que hagamos la llamada.
Subieron a la habitación treinta y ocho bis con la bendición del conserje y
abrieron la puerta. Peter colgó el cartel de Ne Pas Déranger y corrió un cerrojo
interno, de manera que la puerta no pudiera abrirse desde fuera. Luego tomó a Karen
en sus brazos y comenzó a desnudarla.
—¡Peter! ¿No es suficiente?
—Nunca será suficiente.
—No tenemos tiempo.
—Veamos qué se puede hacer.
Ella rio.
—Debí sospechar una segunda intención cuando me trajiste.
—El conserje también debió sospechar; eso demuestra qué incauta puede ser
alguna gente.
—Supongo que realmente deberíamos sacar a este cuarto un provecho que no le
sacamos la última vez que estuvimos en él.
—Y por eso te hice venir. Es una habitación demasiado cálida cómo para que lá
dejemos con tanta frialdad como antes la dejamos.

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SÁBADO 8,40 - 8,50 HORAS

TUVIERON TIEMPO DE SOBRA y, cuando sonó el teléfono, junto a la cama ahora


desordenada, Peter y Karen estaban bajo la ducha, enjabonándose mutuamente. Peter
salió secándose las manos, extendió la toalla para sentarse y descolgó. La telefonista
anunció que comunicaba y entonces se oyó una voz irritada y fatigada que decía:
—Pero ¡maldito sea, Congdon! ¿Sabe que son las dos y cuarenta de la
madrugada?
Peter se sentía muy animado.
—¿De veras? —dijo—. Aquí son las ocho y cuarenta.
—Bueno, ¿qué quiere?
—En primer lugar agradecerle el pasaporte, senador, y anunciarle la fecha y hora
de nuestro regreso.
—¡Ah! ¿Recibió el pasaporte?
—Ya lo tenemos y hemos reservado billetes para el avión que sale a las diez y
treinta de Niza y llega al aeropuerto Kennedy a las dieciséis y quince, hora de Nueva
York.
—Muy bien —gruñó Gorman.
—¿Tomó nota, senador? Parece estar somnoliento y no quiero que lo olvide.
Karen salió del baño y se detuvo junto a Peter para escuchar, mientras se secaba
lentamente con una toalla.
—Sí. Dieciséis y quince —gruñó el senador—. No me olvidaré.
Peter guiñó un ojo a Karen.
—Así me gusta, senador, porque recuerde que esperamos verlo en el aeropuerto.
—Está bien, está bien.
—No parece muy contento, senador.
—No había necesidad de despertarme para esto, Congdon. Pudo haber enviado un
cable.
—Oh, lo lamento. Creí que querría enterarse lo antes posible.
—Hasta ahora ha tenido suerte, pero corre el riesgo de que la mafia escuche mis
conversaciones telefónicas. Un cable es más seguro.
—No tiene importancia. Ya no tenemos por qué temer a la mafia. Precisamente
quería decirle eso. Hemos aclarado todo con ellos.
La voz de Gorman reveló que estaba más alerta, ahora.

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—¿Qué ha aclarado todo con ellos? ¿Qué es lo que aclaró y con quién? ¿Ha visto
a la gente de la mafia?
—Sí. Los vi.
En la voz de Gorman ya no había rastros de sueño.
—Quiero saber de qué diablos me está hablando. ¿Qué ocurrió?
—Vimos a la mafia y me dijeron que la muchacha que custodiaba era una
impostora. Dicen que no ha sido amante de Joe Bono.
—¿Dijeron eso?
—Eso dijeron. Era la primera vez que la veían de cerca, ¿entiende?… La primera
vez que alguien que realmente conoció a la mantenida de Bono intervenía en el caso.
Y el tipo le echó una ojeada y dijo que no era, de modo que tiene que ser la otra
mujer.
Gorman recogió la pelota.
—¿Qué otra mujer?
—No sé.
—¡Vamos, Congdon! Eso es vital. ¿Qué dijeron, exactamente?
—Él dijo que había dos chicas en danza y que la cuestión era establecer cuál de
ellas era la verdadera amante, Y dijo que usted había organizado tan hábilmente las
cosas que los había inducido a creer que Karen era la verdadera testigo. Pero han
descubierto que no lo es. De modo que se han lanzado tras la otra.
—¿Y cómo lo saben? —exclamó Gorman alarmado.
—No tengo la menor idea, pero pensé que debía saberlo para que pudiera
prevenir a quien la está protegiendo.
—¡Ay, santo Dios! —chilló Gorman—. ¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace unas seis horas.
—¿Seis horas?
La voz del senador se había transformado en un alarido furioso e histérico y
cubrió a Peter de insultos soeces.
—¡Seis horas! ¿Y qué ha estado haciendo? ¿Por qué no me ha llamado?
—Porque ellos no me dejaron. ¿Qué cree…? ¿Que me dijeron «vamos a perseguir
a la otra mujer» y luego me soltaron? Nos encerraron en una habitación y nos dejaron
solos para que nos pudriéramos, y si no nos hubiéramos arreglado para escapar de allí
nunca se habría enterado de lo que la mafia planea.
—¡Santo Dios! Seis horas —balbuceó el senador—. Es el fin. Estamos perdidos.
Es el fin. Estamos perdidos. Estamos perdidos. Congdon, escúcheme. Quizá no sea
demasiado tarde. Congdon: ¿me oye?
—Sí, lo oigo.
—Quizá no sea demasiado tarde. ¿Está seguro de que son seis horas?
—Todo lo que le puedo decir es que nos encerraron a las tres de la mañana.
Supongo que se lanzaron a la caza de la otra chica inmediatamente. No podría
asegurarlo.

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—Quizá haya todavía una oportunidad. Quizá no hayan dado con ella. Congdon,
escuche. Sálvela. Tiene que salvarla.
—¿Salvarla? ¿Se refiere a la amante de Bono?
—A la verdadera amante. ¿No entiende? Están sobre su pista. Sólo usted puede
salvarla.
—Yo no puedo salvarla. Quien la esté cuidando…
—Nadie la está cuidando. Eso es lo malo. Como Karen. Está sola. Está escondida
esperando. Congdon, la van a matar. No conoce a la mafia. La matarán. Tiene que
hacer algo. La vida de una mujer está en juego.
—¡Qué quiere que haga, por amor a Dios! Me llevan seis horas de ventaja.
Llámela y, si no la han encontrado aún, dígale que se esconda.
—Sí, pero no puedo… No puedo perderle la pista. Tengo que saber dónde está.
Tiene que saber dónde ir.
—¿Yo?
—Tiene que ir donde está. Tiene que protegerla y traerla aquí. No se preocupe por
la otra. Tiene que salvar a ésta. Tiene toda la información sobre la mafia. No
podemos permitir que den con ella. Tiene que buscarla y traerla. Le diré que lo
espere.
—Senador, me llevan seis horas de ventaja…
—No importa. Existe una posibilidad. Está en París y, si han ido en automóvil, no
pueden haber llegado aún. Podemos salvarla todavía. La policía. Ella puede llamar a
la policía. Le diré que llame a la policía para que la proteja hasta que usted llegue.
Después usted se hará cargo de su protección. Daremos con ella, Congdon. La
salvaremos.
—Escuche, senador. Yo ya tengo que proteger a una chica. Ha pasado las de Caín;
la llevaré de vuelta antes de que sea demasiado tarde. No trate de retenerme más
tiempo aquí. Ya he permanecido demasiado tiempo aquí.
—Ella lo ayudará. Karen es detective. Sabe yudo. Es una excelente tiradora.
Ella…, ella lo va a ayudar. Llámela, quiero hablar con ella.
—Ah, no. Ya la ha engañado bastante.
—Congdon, desentiéndase de ella. Piense en la otra mujer. Su seguridad es vital
para el bien del país. Y la vida de esa mujer está en sus manos. ¡Si no le interesa la
vida de esa chica, por lo menos le importará su país! ¿Qué ocurre, hombre? ¿Está
resentido porque le he hecho arriesgar la vida por un señuelo? Lo compensaré. Le
pagaré una bonificación de diez mil dólares al contado si puede traerla.
—Arregle eso con Mr. Brandt. Él se encarga del aspecto financiero de…
—No estoy hablando de Brandt, estoy hablando de usted. Brandt no tiene por qué
enterarse de esto.
—Me encargaría de informarle. Tenemos nuestros reglamentos. Está bien, veré
qué puedo hacer; pero no lo haré por una recompensa ni por hacerle un favor, sino
estrictamente porque podría salvar una vida. Pero más vale que me diga la verdad.

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—Por mi honor de senador, es la pura verdad.
—Está bien. Deme los datos. Nombre, dirección, santo y seña, etcétera.
—El nombre es Rosa Scarlatti. La dirección, treinta Rué Chanoinesse, París, y es
el cuarto distrito o división o como diablos lo llamen allí.
Peter tomó nota en una hoja de papel con membrete del hotel.
—O.K. —dijo, cuando se hubo asegurado de que su anotación era correcta—.
¿Algún santo y seña o identificación?
—No porque no planeaba establecer contacto con ella todavía. Sólo le diré que lo
espere.
—Está bien, senador. Veré lo que puedo hacer.
—No vea. Haga. Quiero que esa mujer llegue sana y salva. Y hablaré
inmediatamente con su jefe de este asunto.
El senador colgó y Peter susurró unas cuantas palabrotas por el teléfono antes de
colgar.
—Si este hijo de puta llega algún día a la presidencia, es porque la democracia no
es un sistema de gobierno sano.
—Deduzco que quiere enviarnos en busca de la verdadera amante.
—Quiere enviarme a mí. Quiere que tú te embarques en ese avión de las diez y
treinta y cinco, rumbo a Nueva York.
Karen meneó la cabeza…
—«Donde estés, amor mío, allí estaré» —citó.
—Karen, escucha…
—«Dondequiera que estés, dondequiera que vayas».
—Puede ser peligroso…
—No sé por qué voy a dejar de compartir el peligro contigo.
Peter suspiró.
—¿Qué puedo decirte?
—¿Por qué no me dices «Bienvenida a bordo»? ¿Dónde está la mujer?
—En París.
Llamó al aeropuerto para cambiar los billetes. A las nueve treinta y cinco había un
vuelo de Air Inter a París. Había sitio, pero los pasajeros ya estaban allí. Sí, podían
cambiar los billetes y reservar dos asientos, pero no podían retrasar el avión.
Peter rogó al empleado que le reservara los asientos y que no se preocupara.
Llegarían a tiempo. Y llegaron. Y con cuatro minutos de anticipación.

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SÁBADO 9,35 - 12,25 HORAS

EL VUELO DE Air Inter a París se hizo en un Caravelle de Air France y se desarrolló


casi en su totalidad entre capas de nubes o en medio de la bruma. Sólo al iniciar el
descenso —después de haberse repartido los caramelos— lograron distinguir el suelo,
entre parches de nubes. Luego se sucedieron rápidamente vistazos del Sena, unas
cuantas aldeas, una catedral y el aterrizaje en Orly tuvo lugar a las once y chico.
Karen y Peter subieron a un taxi en la terminal y el conductor, después de buscar
la Rué Chanoinesse en una guía de calles, se puso en marcha por la autopista a un
promedio de cien kilómetros por hora. Atravesaron una región llana, con un horizonte
de edificios de apartamentos, luego descendieron una pendiente que los conducía a la
ciudad y al tránsito. Tomaron por el Boulevard Raspail, pasaron por detrás del Palais
du Luxembourg, doblaron a la izquierda hacia St. Michel y cruzaron el puente hacia
la Île de la Cité. El conductor iba deprisa a pesar de los automóviles y de los trabajos
de construcción, esos dos venenos de la prosperidad. El tránsito en Europa era como
el de Nueva York en las horas de más actividad, y las obras en construcción
provocaban embotellamientos en todas las ciudades que Peter había visto. Se abrieron
paso a través de uno de esos embotellamientos, en la Quai du March Neuf, y
comprobaron que la Place du Parvis, frente a la catedral de Notre Dame, tenía una
excavación de cuatro metros de profundidad.
Avanzaron en fila de a uno entre dos filas de automóviles estacionados, doblaron
pasando ante la fachada de la catedral, con su tizne de siglos. Luego doblaron otra
vez y bordearon uno de sus lados, igualmente carbonizado por el tiempo, hasta una
estrecha calle que partía hacia la izquierda. Era la calle que buscaban y el número
estaba un poco más delante, en una curva. El número treinta, blanco sobre azul,
figuraba sobre un arco que se abría hacia un patio empedrado. El patio daba al
extremo de la calle y a un lado de la catedral.
Pagaron y despidieron al conductor, cruzaron el arco y se encontraron rodeados
de edificios de apartamentos, de tres a cinco pisos de altura, unidos entre sí. Había
dos entradas: una correspondía a las habitaciones de planta baja del concierge y la
otra a la escalera que conducían a las demás viviendas. Patio de por medio pero a la
misma altura del arco de entrada, había un pasaje cubierto que desembocaba en un
patio interior. Allí había más edificios unidos entre sí, una puerta, un garaje y unos
cuantos coches estacionados. No había señales de conmoción ni de policía, pero

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aquel era sin duda alguna el número treinta en el que debía de estar alojada Rosa
Scarlatti.
Peter buscó primero placas con nombres o una lista de inquilinos, pero no había.
No había nombres por ninguna parte. Llamó a la puerta del concierge, pero nadie
respondió. Una mujer entró a través del arco, llevando una pequeña bolsa de
compras, y Peter le preguntó:
—¿Scarlatti?
E indicó las viviendas con un amplio movimiento de la mano.
—Connais pas —murmuró la mujer y siguió andando.
Comenzó a llamar a diferentes puertas, y sólo en el tercer descansillo una mujer
les indicó —según Karen y Peter pudieron entender con gran esfuerzo—, que no
había nadie de ese nombre en aquel edificio, y que probaran en el patio interior.
Cruzaron el pasaje cubierto, luego el patio interior, entraron por la puerta y
comenzaron a tocar timbres. En la planta baja un anciano asintió al oír el nombre y
señaló el piso de arriba. Acompañó el gesto con un discurso que ellos no entendieron,
pero sonrieron y dijeron Merci unas cuantas veces. Después ascendieron los estrechos
escalones de madera que conducían al descansillo, situado en el otro extremo, y luego
ascendían en dirección contraria hasta el próximo piso.
Peter golpeó dos veces a la puerta que encontraron, sin que hubiera respuesta. Sin
embargo, ciertos ruiditos indicaban la presencia de alguien en el interior. Karen se
acercó.
—¿Signorina Scarlatti? —preguntó—. Noi siamo Peter Congdon e Karen Halley.
Ci manda il senatore Gorman per portali in America.
Del interior una voz preguntó en inglés:
—¿Cómo se llama el suo hermano?
Karen miró a Peter y luego a la puerta.
—¿Cómo?
—¿Tiene un hermano? Dígame su nombre.
—William Clive. ¿Es eso lo que quería saber?
—Eso es lo que quería saber.
La llave giró y Rosa Scarlatti abrió la puerta.
Medía alrededor de un metro sesenta y cinco, tenía pelo negro, naturalmente
ondulado, y un tosco rostro de campesina, que se habría visto muy favorecido por la
presencia de aquellos ojos enormes, de no ser por la expresión demasiado astuta que
había en ellos. Quizá sus curvas hubieran sido más firmes en tiempos de su relación
con Joe Bono, pero no debió de haber sido nunca muy esbelta. Ahora se la veía
regordeta y envejecida y había líneas duras en su rostro. Su voz tenía una nota
ligeramente ronca y sus gestos la arrogancia de una mezquina tiranuela.
—Los vi desde la ventana —dijo mirándolos de arriba a abajo—. Y he pensato
«esto son».
Se encogió de hombros.

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—No me molestaría en preguntare por el suo hermano, pero el senatore… Ha
dicho de preguntare. Tiene paura a la mafia. Tiene mucha paura.
Karen y Peter entraron en el estrecho hall.
—Tiene mucha razón en temerla —dijo Peter cerrando la puerta y echándole
cerrojo—. ¿Dónde está la policía?
—No la he llamato. Non le tengo paura a la mafia come el senatore. Además la
mafia non sabe do ve estoy.
—Ya saben dónde está. Por eso debería haber llamado a la policía.
Ella volvió a emitir aquel sonido despectivo.
—Non los temo. Cerdos. Son cerdos. Mataron al mío Joe. ¿Saben que mataron al
mío Joe?
—Sí.
—Cerdos.
—Quiero usar su teléfono. ¿Tiene la maleta lista? Partiremos para Estados Unidos
en cuanto podamos obtener asientos en un avión.
—Estoy contenta de iré a la América.
—El senador estará contento de tenerla a usted. ¿Dónde está el teléfono?
Rosa lo llevó a un escritorio adyacente. El teléfono estaba sobre una maltrecha
mesa. Peter llamó al aeropuerto de Orly y encontró lo que necesitaban. Era el vuelo
diario a Washington de las dieciséis treinta. Reservó tres billetes.
La mesa estaba en el centro de la habitación y Peter hablaba de pie junto a la
ventana, mirando el garaje, los automóviles estacionados, los demás apartamentos y
el pasaje cubierto que conducía al otro patio. Y de pronto se encontró mirando a un
hombre que acababa de entrar por el pasaje y miraba hacia arriba. Era un francés que
usaba gorra y un largo echarpe alrededor del cuello. Era alguien que Peter jamás
había visto antes y no tenía nada de sospechoso. Lo único que atrajo su atención fue
que, al recorrer las ventanas con la mirada, el hombre vio a Peter, mientras Peter lo
miraba, y entonces vaciló, miró todas las demás ventanas de aquella fachada del
edificio, se volvió con un aire excesivamente despreocupado y desapareció de su
vista.
Peter colgó el teléfono y no mencionó al hombre. En cambio dijo a Rosa:
—Espero que tenga algo de dinero, porque no tengo suficiente para pagar los
pasajes de todos.
La suspicaz mirada de Rosa se hizo dura.
—Non pagare con el mío dinero.
—No sería más que un préstamo.
Ella le clavó su mirada astuta.
—¿Por cuánto tiempo?
—Hasta que la dejemos en manos del senador Gorman.
—¿Qué interés me pagará?
Peter estuvo a punto de reírse.

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—Eso lo tendrá que discutir con el senador.
—Non lo voy a discutiré con el senatore. Que me compre el mío billete.
—Lo hará. Lo que ocurre es que no tengo dinero a mano en este momento.
—Que envíe el dinero.
Peter levantó los ojos al techo con exasperación.
—No tenemos tiempo. El avión sale a las dieciséis y treinta.
—Esperaremos otro avión.
—Y la mafia nos estará esperando a nosotros.
Ella rio con risa áspera.
—Usted también tiene paura a la mafia, ¿Eh? Como el senatore. ¡Puff!
Castañeteó los dedos.
—No son nada. Nunca me van a encontrare. Non saben niente.
Hizo mi gesto en dirección al teléfono.
—Haga arreglo.
—¿Qué clase de arreglos?
—Viajaremos en avión de mañana. Esperaremo a que el senatore haga oferta de
dinero.
—Escuche, miss Scarlatti —dijo Peter—. La mafia ya ha dado con su pista.
Acabo de ver a uno de ellos aquí abajo, hace un instante.
Peter señaló al patio. Rosa se acercó a la ventana y miró ceñuda el patio desierto.
—Nadie está.
—Se fue.
La mujer dirigió una mirada de desprecio a Peter.
—¿Cree que me va a hacer venir la paura con sólo decirme que cada gente que ve
es la mafia? Ma no. Non me asusto ni me pongo nerviosa.
Se señaló la cabeza.
—Tengo puesto el mío gorro de pensare. Además tengo que preparare el mío
equipaje.
—¿Equipaje?
—¡Eh! ¡Claro! Hay que transportare muchas cosas. El senatore dijo que me daría
tiempo. Ahora llama e non me da tiempo. El tiene culpa, non yo.
La mujer salió de la habitación, recorrió el hall y dobló por un pasillo. A la
izquierda había dos puertas que daban a dos salitas. Las dos salas tenían ventanas
sobre la Quai-Aux Fleurs y el Sena. El corredor doblaba luego hacia el fondo de la
casa, hacia una cocina, con una estrecha ventana que daba al patio interior. A la
derecha de la cocina había un baño, instalado junto a la puerta corrediza de un
dormitorio.
La señorita Scarlatti siguió el corredor con paso decidido, corrió la puerta, subió
un escalón y entró en el dormitorio. No era una habitación amplia y apenas si había
un espacio para moverse entre la gran cama con dosel y un amontonamiento de
muebles cubiertos de chucherías. Sobre la cama había una maleta, y un cajón de la

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cómoda estaba abierto; eso era todo lo que había hecho la dueña de la casa en materia
de preparativos para el viaje.
Karen y Peter se introdujeron detrás de ella en el dormitorio y casi se colmó su
capacidad de indignación.
—¿Ven? —dijo la mujer mostrando la legión de fotografías, souvenirs y artículos
sin sentido que se exhibían—. Todo esto va. Hay que llamar a la empresa de
mudanza. Ellos tienen que ponerlo en caja y caja.
—Miss Scarlatti —dijo Peter—. No tenemos tiempo.
—Y todo los mueble.
Se abrió paso entre los dos visitantes, se escurrió al corredor y regresó a la
primera de las dos salas. Gran parte del moblaje eran trastos cubiertos con tapizados y
almohadones que mejoraban su aspecto, pero había piezas de cierto valor. Había una
serie de artículos orientales: biombos chinos, mesas de laca, cofrecitos taraceados,
cajas de madera de teca y nácar, pinturas japonesas, sahumerios y sedas. La señorita
Scarlatti estaba resuelta a que todo eso la acompañara a Estados Unidos; y no sólo
aquello, sino también los trastos viejos. Si hubiera pensado que los aparatos sanitarios
y la cocina podían trasladarse, no habría vacilado en incluirlos en su lista de cosas
indispensables.
—Muy bien —dijo Peter—. Cuando lleguemos, le dice al senador que quiere que
le levanten el departamento íntegro y que se lo trasladen.
No le prestó atención.
—Y ahora la otra habitación —dijo.
Peter la retuvo de un brazo al llegar al vano de la puerta.
—Ya sé, ya sé. Pero ahora veamos el dormitorio y lo que tiene allí. Después nos
preocuparemos de lo demás; pero va a necesitar un abrigo…
La mujer regresó al dormitorio y los tres volvieron a amontonarse allí.
—Non me voy hasta que la cosa estén acomodadas —anunció ella—. El senatore
me ha dicho que la cosa también van.
En el patio había ahora dos hombres, junto al garaje cercano al pasaje. En el
pasaje cubierto otro hombre hablaba con una mujer. Ambos miraban la ventana de
Rosa. Peter tomó a Rosa de un brazo y la llevó hasta un lugar desde el cual podía
espiar sin mover las cortinas.
—¿Conoce a esa gente que está ahí abajo?
Rosa frunció los ojos. Luego sacó unas gafas del bolsillo de su bata y se las puso.
Se acercó más y corrió un poco la cortina. La mujer y el hombre señalaban ahora
directamente su ventana.
—Es la concierge —dijo Rosa.
—¿Quién está con ella? ¿Y quiénes son los dos hombres que están en el garaje…?
Uno de ellos está dentro, de modo que no alcanza a verlo.
—No lo conozco. Non me gusta su aspeto.
—¿Qué puede estarle diciendo la concierge sobre este apartamento?

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—Non sé —dijo Rosa y retrocedió vivamente—. La concierge non deben andaré
diciendo cosa a la gente. Por eso la gente non tiene el nombre en la puerta y por eso
el concierge tiene que estar siempre en la casa. ¡La gente tiene que estar protegida!
Karen se acercó a la ventana para ver mejor.
—Parecen franceses —dijo.
Peter asintió con la cabeza.
—Asesinos locales, supongo. Con excepción del que está en el garaje… Ahí sale.
Ese parece italiano.
Rosa se volvió a inclinar y miró a través sus gafas. De pronto lanzó un chillido y
retrocedió.
—¡Lo conozco! ¡Lo he visto! ¡Guiaba el automóvil de Joe!
—Supongo que quieren asegurarse de que esta vez han dado con la mujer que
buscan —comentó Peter.
Rosa lanzó un prolongado gemido y retrocedió hasta quedar contra la pared.
Estaba pálida y tenía la cara empapada en sudor. En sus manos había aparecido un
rosario, pero no podía mover los dedos.
—E la mafia, e la mafia —gimoteó—. Me matarán. Me matarán.
Comenzó a hablar en italiano mirando a Karen y a Peter con ojos desorbitados
por el miedo.

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SÁBADO 12,25 - 12,45 HORAS

PETER volvió junto a la ventana. Ahora la concierge se había retirado y el hombre


conferenciaba con el italiano que Rosa había reconocido. Era un hombre cincuentón,
con una barbita puntiaguda y parecía estar a cargo de la operación. El individuo de la
gorra verde volvió a aparecer en el pasaje, hizo un gesto en dirección a algo o a
alguien a sus espaldas, fuera del alcance de la vista. El tipo de la barba respondió con
mi ademán que parecía indicar «cubran el frente». El de la gorra y el echarpe se
volvió a toda prisa.
—Parece que nos han rodeado —comentó Peter con tono acre.
Karen, que había estado consolando a Rosa, se acercó a echar una mirada.
—Las fuerzas enemigas se están reuniendo —admitió—. Me pregunto cuántos
serán.
—Me pregunto qué vamos a hacer.
—Y yo me pregunto cuándo nos dejaremos de preguntarnos algo. Nos
quedaremos quietos, por ahora. No creo que traten de tomar el apartamento por
asalto.
Peter salió del dormitorio y regresó a la sala. El Sena se veía por detrás de los
tejados de las casas vecinas. Los tejados estaban a poca distancia del antepecho de la
ventana y parecía fácil escapar por allí. Pero enfrente, contra el paredón de un lado,
había un hombre que vigilaba las ventanas y eso obligaba a descartar esa salida.
Peter se dirigió a la puerta para controlar los cerrojos. Karen se le unió y Rosa
corrió detrás de ellos sollozando y farfullando histéricos y neuróticos discursos en
italiano.
—¿Qué problema tiene? —preguntó Peter cuando Rosa aferró a Karen y se
adhirió a ella.
—Temió que la abandonáramos.
Peter tomó a la mujer por los brazos.
—Vamos. Compórtese.
Ella sollozó y prosiguió su parloteo en tono implorante. Peter la sacudió.
—Hable inglés y haga lo que le diga. En primer lugar responda a mis preguntas.
¿Tiene un arma?
Rosa asintió con la cabeza.
—Tráigala.

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La mujer se volvió y arrastró a Karen consigo. Todos regresaron al dormitorio. El
arma estaba en la cómoda, bajo la ropa interior. Era una pequeña automática treinta y
dos niquelada y estaba descargada.
—¿De dónde la sacó? —preguntó Peter mientras extraía el cargador.
—Era de Joe. Hace mucho que la tengo.
—¿Dónde están las balas?
—Non tengo bala. Non tengo bala.
Peter hizo una mueca, pero se metió la automática en el cinturón.
—¿Cuánto dinero tiene?
—Non —chilló Rosa—. ¡Non me va a quitare mi dinero!
—Si quiere salir de aquí deme su dinero.
—Ladrón. Ladrón. Non le daré mi dinero.
—Escuche, Rosa. Tengo dinero para ella y para mí. Pero no tengo para usted. Si
quiere venir con nosotros tendrá que pagarse el billete.
La mujer se volvió, renuente, maldiciendo en italiano. Sacó un bolso de la
cómoda y lo volcó sobre la cama. Junto con el amplio surtido de cosméticos que
guardaba, había algo de cambio y un puñado de billetes sueltos. Peter los recogió y
los contó rápidamente, pero el total era menos de cincuenta francos. No bastaba para
un billete de avión.
—Tiene que tener más.
—Sí —asintió ella—. En el banco.
Karen levantó la mirada al techo.
—Y hoy es sábado y los bancos están cerrados.
—Pero ¿cómo iba a sabere que ustede vendrían hoy? —preguntó Rosa con toda
seriedad.
Karen se volvió a Peter.
—Pero, en realidad, ¿qué importa? No vamos a poder tomar ningún avión.
Estamos atrapados.
Peter estaba ahora junto a la ventana, observando a los dos hombres visibles,
apostados siempre en el patio interior.
—Brandt tiene un agente en París —dijo—. Es cuestión de dar con él y ver qué
puede hacer por nosotros.
Rosa se abalanzó sobre Peter y le aferró las solapas.
—¿Tiene amigo que pueden salvarno?
—Salvarla a usted…, quizá. Pero no a su apartamento. No a todo esto —dijo
señalando con un gesto lo que lo rodeaba—. Sólo a usted.
—Sólo a mí. Sólo á mí. El senatoré. Él me pagará por esto, ¿sí?
—Esa es cosa de él y de usted.
Peter abrió la marcha hacia el estudio y el teléfono. Buscó un nombre en la guía y
marcó.
—Monsieur DeSaulnier, por favor —dijo—. No hablo francés. Je ne parle pas

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français. ¿Comprenez-vous? Quiero hablar con el señor DeSaulnier. Es importante.
Tres importante.
Hizo una mueca a Karen y le tiró un beso.
Ella rio.
—¡Qué bueno es tu francés!
Peter hizo otra mueca y cubrió el micrófono con la mano.
—Sólo Dios sabe dónde está ese DeSaulnier. Tiene una firma constructora.
Probablemente esté excavando ese parque delante de la catedral.
—Dígale que es Brandt de Filadelfia… Filadelfia. F-I-L… Brandt. B-R-A-N-D-T. De
Estados Unidos. Dígale eso y dígale que es muy importante.
Peter sonrió otra vez a Karen y se encogió de hombros.
—¿Lo llaman? —preguntó Karen.
—No sé qué hacen. Su inglés no es mejor que mi francés.
—¿Qué crees que hará… si lo consigues?
—Quizá convenza a la policía de que nos escolte. Si no acaso pueda ametrallar a
la oposición.
—¿El dueño de una empresa de construcción es agente de Brandt en París? ¿Por
qué?
—¿Por qué un remendón en Génova o un comerciante de artículos de cuero en
Roma?
—Eso es lo que quiero saber. ¿Por qué?
—¿Quieres saber por qué tienen esas ocupaciones? De algo tienen que vivir. No
viven de lo que les proporciona su trabajo como contactos de Brandt. Por ejemplo,
estoy seguro de que Brandt pagaba el teléfono de Giuseppe…, de lo contrario no
habría tenido teléfono en su tienda. Además debe de haber recibido un pequeño
estipendio mensual y una tarifa extra cuando tenía que cumplir alguna tarea para la
agencia. Lo mismo ocurre con Vittorio. Sólo que a Vittorio no le interesa el dinero,
sino la perspectiva de nuevas emociones.
—Pero ¿cómo puede haber tenido a alguien como Giuseppe…, y en un lugar
como ese?
—Tú no entiendes al viejo Brandt. Quiere oídos estratégicamente distribuidos. No
me preguntes quiénes son ni dónde están. Tiene una red mundial y sólo él conoce su
extensión; pero es grande. Tiene agentes temporales en todo el territorio de Estados
Unidos y en todo el mundo. Así trabaja. Por una pequeña paga mensual, esos tipos
están obligados a colaborar con la organización y dispuestos a cumplir una tarea
cuando se los necesita. El agente en París…, y Brandt debe tener más de uno…, se
llama Paul DeSaulnier, es dueño de una empresa de construcción y probablemente
esté en muy buena situación económica. Creo que Brandt prefiere a los contactos
ricos, dentro de lo posible. No se venden con facilidad cuando se han metido en el
asunto por puro espíritu deportivo. Sea como sea, éste es el hombre que llena los
requisitos en París.

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—¿Crees que podrá hacer algo? ¿Y querrá hacerlo si puede? ¿Hasta qué punto
quiere arriesgarse?
—Sólo Dios lo sabe, pero espero que Brandt haya sabido elegir.
Peter miró por la ventana y vio á las dos siniestras figuras apostadas en el pasaje,
dispuestas a esperar.
Por fin llegó una voz a través de la línea y su dueño se identificó como
DeSaulnier.
—La Agencia Brandt tiene una red muy amplia —dijo Peter.
Hubo una breve pausa y el otro respondió lentamente, como tratando de recordar.
—Y recoge muchos peces.
—Y yo soy un pez de Brandt a quien otros han pescado. Mi nombre es Peter
Congdon.
EL nombre no dijo nada a DeSaulnier, pero preguntó cortésmente:
—¿Cuál es su problema?
Peter le hizo una breve reseña de la situación. Él y dos mujeres estaban rodeados
por agentes de la mafia en un apartamento del segundo piso en el patio interior de la
Rué Chanoinesse treinta. Tenían reservados billetes para el vuelo de las dieciséis y
treinta a Estados Unidos y los mafiosos querían impedir que una de las mujeres
viajara… Mejor dicho, que hiciera cualquier cosa. Lo que necesitaban era una especie
de salvoconducto para llegar al avión, más el préstamo de los francos necesarios para
pagar los billetes.
DeSaulnier escuchó y comentó que le parecía muy interesante; pero que lo más
interesante de todo era que un agente de Brandt llegara a su territorio sin que Brandt
se lo hubiera anticipado. Lo calificó de interesante, pero entre líneas estaba diciendo
que era sospechoso, pese al asunto de la red y los pescados.
Peter le explicó que nadie había supuesto que tendría que entrar en aquel
territorio. En realidad no debería haber salido de Roma y Florencia, pero los
protagonistas del caso se habían tenido que movilizar más de lo esperado y la
operación se había salido bastante del cauce previsto.
—Por supuesto que es muy sencillo llamar a Brandt para verificar mi historia.
Supongo que debe saber dónde estoy, porque no he podido enviarle informes desde
hace unos días.
—Muy bien. Haré eso.
—Hágalo si eso lo tranquiliza. Además dígale a Brandt que el cliente jugó sucio y
me envió tras un señuelo, y que ahora he tenido que venir a París para conseguir la
presa auténtica.
—No entiendo muy bien eso.
—No importa, si usted se lo repite, él entenderá.
—Y ahora usted está en el segundo piso del cuerpo de atrás sobre el patio interior
de la Rué Chanoinesse treinta. ¿Y hay dos hombres en el patio esperando que ustedes
salgan?

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—Dos son los visibles. Hay otro vigilando nuestras ventanas delanteras y por lo
menos dos más fuera del alcance de nuestra vista. Puede haber un equipo de apoyo
detrás de ellos.
—¿Y qué pruebas tiene de que esa gente lo está esperando?
—Me lo dice el corazón.
—No domino muy bien el inglés. No sé qué ha querido decir con eso.
—Le quiero decir, señor DeSaulnier, que hay algo en sus gestos, en su aspecto, en
su interés por este apartamento, que me dice que sería muy poco prudente salir a ese
patio. Por añadidura, ninguno de ellos tiene nada que hacer en este patio.
—Ya veré. Muy bien. Ya decidiré qué se hará.
—No olvide el avión que tenemos que alcanzar.
—No lo olvidaré. Tenga paciencia.

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SÁBADO 13,30 - 16,45 HORAS

DURANTE CASI UNA HORA las condiciones permanecieron estacionarias en el patio. Los
dos individuos continuaron apostados allí, listos, al parecer, para cualquier cosa. En
su momento el hombre del gorro y echarpe apareció llevándoles jarros de café y
sandwichs envueltos en papel. Fue un toque hogareño lo bastante absurdo como para
hacer sonreír a Karen y a Peter. Se alimentaba a los verdugos, mientras llegaba la
hora de la ejecución.
Rosa pasó el tiempo en el dormitorio, persignándose de cuando en cuando y
desgranando las cuentas del rosario, mientras rezaba una especie de salmodia
implorando a Dios que la salvara, con el mismo fervor con que se lo imploraba a
Peter. Este trató de convencerla de que preparara su maleta, de que ocupara la mente
en algo constructivo, pero fue inútil. La visión del exchófer de Joe Bono la había
reducido a un estado de temblorosa incoherencia.
La cosa ocurrió mi poco después de las trece treinta. Peter regresaba de una de
sus periódicas inspecciones a las dos salitas de delante —desde donde se aseguraba
de que nadie estaba intentando llegar hasta ellos por los tejados— cuando oyó unos
rugidos de motor y unos traqueteos en el fondo. Corrió a la ventana del dormitorio.
Abajo, en el patio, los individuos de guardia se habían vuelto y observaban intrigados
la entrada de un enorme camión con cabina azul y remolque amarillo. Y en el
remolque viajaban veinte hombres, todos ellos con chaquetas de trabajo amarillas,
cascos, también amarillos, y pantalones de trabajo azules. El camión casi llenaba el
pasaje cubierto y los hombres debieron agacharse. Pero el vehículo logró entrar en el
patio, pasó junto a los atónitos aspirantes a asesinos y se detuvo ante la puerta de
entrada al cuerpo de apartamentos del fondo. Allí descendieron los veinte obreros
uniformados, y diez de ellos entraron en el edificio y subieron la escalera. Los otros
diez se dispersaron por el patio, obligando a los delincuentes a abandonar sus puestos,
como si en aquel mismo instante estuviera por comenzar un trabajo de construcción
en aquel lugar. El camión inició la ardua tarea de girar en un espacio tan justo.
Peter había abierto la puerta cuando el grupo de obreros llegó. El jefe del piquete
era un individuo de uno noventa de estatura y de más de cien kilos de peso. Tenía
pelo negro y crespo y una cara redonda, bonachona y rubicunda.
—¿Es usted el pez de Brandt que cayó en una red? —preguntó en buen inglés,
cuando llegó al descansillo.

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—Sí, soy yo.
—Y yo soy DeSaulnier. Me alegro de poderle ser útil.
Extendió una manaza y apretó con fuerza la diestra de Peter.
—Están aquí a mis espaldas —respondió Peter, y se hizo a un lado para mostrar a
Karen y a Rosa.
—Y nosotros tenemos disfraces—dijo DeSaulnier; se volvió y castañeó los dedos
—. Voilà, donne-moi ces vêtements.
Un hombre subió hasta donde estaban, llevando pantalones, chaquetas y cascos en
las manos. DeSaulnier se los entregó a Peter.
—No son a medida, pero no importa. Pónganselos.
Las mujeres se vistieron en el estudio, con la puerta cerrada. Peter se calzó unos
pantalones de medida grande, sobre los que llevaba puestos, sin dejar el hall. Cuando
las mujeres volvieron, nadando dentro de sus pantalones, con las perneras dobladas,
Karen reía y hasta Rosa estaba en condiciones de comportarse en forma racional. Se
echaron encima das grandes chaquetas amarillas, se calaron los cascos, y
descendieron en medio del grupo de sonrientes obreros que charlaban entre sí.
—Tengo el dinero —dijo DeSaulnier—. ¿Tres billetes para Estados Unidos?
—Para Washington, D.C.
El camión había completado sus maniobras y estaba de espaldas a la puerta; los
mafiosos frustrados se habían refugiado dentro del garaje. Desde allí vieron al grupo
que salía por la puerta y subía al vehículo, pero no podían actuar y tuvieron que
asistir impotentes a la escena.
En el remolque las mujeres se sentaron en el suelo, de modo que no se las viera.
Todos los obreros subieron y el monstruoso vehículo se puso en movimiento. Cruzó
lentamente el pasaje cubierto, tomó velocidad en el patio exterior y dobló hacia la
derecha por la Rué Chanoinesse. Allí los esperaban dos camiones idénticos con otros
treinta hombres a bordo. Hubo gritos, saludos y risas cuando arrancaron y se formó la
caravana.
Los hombres que habían estado montando guardia salieron a toda carrera detrás
de ellos. En el patio exterior había un automóvil estacionado, que giró rápidamente y
salió en persecución de los camiones.
La persecución quedó en la nada. El último de los camiones se detuvo en la
esquina, bloqueando íntegramente el paso. Allí permaneció mientras los otros dos
camiones seguían hacia delante y se alejaban. Cuando los hombres del Sedan
comprendieron que les estaban bloqueando intencionadamente el camino, ya había
otros dos automóviles detrás que tocaban la bocina. Fue la última vez que el de la
gorra, el de la barba y sus asociados vieron a Rosa.
El viaje a Orly fue muy alegre, lleno de risas y matizado con canciones. Por fin
los dos camiones se detuvieron bajo la larga marquesina del Aéroport de París y
cuarenta operarios de chaqueta amarilla descendieron y entraron en el edificio. Nadie
advirtió que dos del grupo eran mujeres y que uno de los hombres no hablaba francés.

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Cuando atravesaban las puertas, Peter vio algo que lo hizo parpadear. Tomó a
DeSaulnier de un brazo. Entre cada una de las puertas de entrada y salida del largo
edificio, había una cabina de cristal con dos teléfonos. Junto a la cabina cercana a la
entrada que habían escogido estaba el flaco con aspecto de tuberculoso y ojos
muertos que había perseguido a Peter por todo el continente. En uno de los teléfonos
estaba el individuo del diente negro y el clavel, que en forma tan brutal había
golpeado a Peter, a la luz de las linternas, en el night-club del Ritz Hotel.
—No mire aún —murmuró Peter—, pero ahí, al lado del teléfono, están los dos
tipos que nos han venido persiguiendo.
—¡Eh! —exclamó DeSaulnier—. ¿Aquí?
Dirigió una dura mirada a los dos delincuentes, mientras cruzaba la puerta.
—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó.
Peter no lo pensó dos veces.
—Mantengan a las mujeres aparte y cúbranme. Haga que sus muchachos rodeen a
esos dos, de modo que nadie más pueda vernos.
DeSaulnier dio la orden y casi cuarenta figuras con chaquetas amarillas rodearon
la cabina y bloquearon la entrada, impidiendo que el público viera a través de los
cristales.
El movimiento envolvente no pareció despertar la atención del flaco en el primer
momento, pero cuándo las filas se apretaron, con él en el centro, comenzó a mirar
rápidamente a su alrededor, primero con desconcierto, luego con el repentino terror
del perseguido.
Peter se abrió paso entre los operarios y el hombre se volvió sin conocerlo, sin
entender nada de lo que ocurría. Peter le asestó un rápido y violento gancho en el
plexo solar, seguido de un golpe de karate en la mandíbula y otro en la nuca, que
lanzaron al flaco al suelo, como herido por un rayo.
Barbarelli, profundamente interesado en su conversación telefónica, apenas había
tomado conciencia del amontonamiento de chaquetas amarillas y sólo se volvió al oír
los golpes de Peter. Tampoco reconoció a su antigua presa y su primera reacción fue
de estupor ante el ataque. Sólo después de la caída de su compañero sus reflejos
respondieron y soltó el teléfono e introdujo la mano en el interior de la chaqueta.
Peter le asestó tres golpes sucesivos en la cabeza y en el rostro, con el filo de la
mano. Dos de los golpes fracturaron huesos. Uno, el de la nariz; el otro, la parte
izquierda de la mandíbula. Pero el hombrón no se enteró… de eso ni de nada… por
un buen rato.
Los obreros abrieron la boca, atónitos. No habían visto el daño que puede infligir
un experto en karate en tan pocos segundos. No sabían que su jefe era contacto de un
hombre llamado Brandt ni que Brandt era de los que exigen a sus agentes que estén
muy entrenados en yudo y en karate.
DeSaulnier, que era mucho más grande que Peter, parecía ser el más
impresionado.

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—No quisiera tener que pelear con usted —le dijo—. ¿Y ahora qué?
—Sigan cubriéndome.
Peter se arrodilló junto a los dos hombres inconscientes y sacó de sus bolsillas las
armas y los pasaportes. Se puso de pie y entregó las armas a DeSaulnier y se quedó
con los pasaportes.
—¿Puede hacerlos subir a sus camiones y llevarlos de regreso a la ciudad?
—Sí. Podemos hacerlo.
—Si puede lleve al grandote a un hospital. Por la forma en que sangra me
imagino que está herido. Me temo que le he aplastado la nariz y sentí que la
mandíbula cedía.
—Está bien, enviaré a uno de los camiones con ellos.
—Brandt se hará cargo de todos los gastos.
—Lo sé. Lo llamé para controlar la exactitud de sus informes.
Peter había comenzado a quitarse el uniforme de trabajo.
—¿Qué dijo?
—Tiene mucho interés en hablar con usted. Quiere saber qué hace en París y
cómo los agentes en Roma son arrestados en Florencia. Me dijo que hiciera lo que
usted me indicara, pero no parecía demasiado contento con usted. Dijo que no le
enviaba informes y que no le gustaba que lo mantengan en las tinieblas.
Peter rezongó entre dientes, terminó de cambiarse y dijo:
—Creo que es mejor que las chicas le devuelvan la ropa de trabajo ahora…, si los
muchachos hacen un círculo para permitirles cambiarse.
DeSaulnier sonrió.
—Los muchachos van a estar encantados —opinó.
Se volvió, les explicó y todos rieron. Las mujeres fueron introducidas en el
selecto círculo, y Karen miró a los hombres inconscientes.
—¿Fuiste tú? —preguntó volviéndose a Peter.
—Venganza —dijo él.
—Por mi hermano también, si es que fueron éstos.
—Aunque no lo hayan hecho personalmente, estaban metidos hasta la nariz en
este asunto.
Las mujeres salieron de su ropa de trabajo y volvieron a su femineidad, ante los
ojos de un público apreciativo. Los piquetes de trabajo de DeSaulnier asistían ese día
a espectáculos desacostumbrados: golpes de karate y cambios de ropa. Luego se
ocuparon de las víctimas de Peter, a las que vistieron con sus chaquetas y sus cascos.
Los dos caídos recuperaban lentamente la conciencia, pero no estaban en condiciones
de resistirse. Aún no sabían quién los había atacado ni por qué se estaba haciendo
todo aquello.
Mientras tanto, para salvar las apariencias, cuatro o cinco de los obreros habían
comenzado a tomar medidas y a instalar caballetes que aislaban aquel sector. En otros
lugares del aeropuerto de Orly se estaban haciendo importantes reformas, de modo

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que ninguno de los viajeros que continuamente entraban y salían les prestó la menor
atención.
Por fin, cuando tuvieron a los dos mafiosos cargados en un camión, ese camión
partió llevándose a todos los obreros excepto a seis. DeSaulnier y el grupito restante
permanecieron junto a Peter, Karen y Rosa, a manera de escolta.
—Que Brandt no diga que Paul DeSaulnier no cumple con su obligación —
comentó DeSaulnier mientras los acompañaba hasta el mostrador de la Pan Am.
—Se lo diré ahora mismo y usted se lo enviará.
—¿A qué se refiere?
—Se pone furioso cuando no recibe informes, ¿no? En cuanto tengamos los
billetes y cablegrafíe al cliente, redactaré un detallado informe…, realmente
detallado. Lo haré mientras esperamos el avión. Luego usted lo despachará por cable
a pagar por el destinatario.
DeSaulnier cumplió el encargo en cuanto Peter y las dos mujeres partieron rumbo
al sol poniente.

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SÁBADO 24,00 - DOMINGO 1,00 HORAS

EL PROPIO SENADOR Robert Gerald Gorman sirvió las copas: whisky con poca agua
para Peter, bourbon con mucha agua para Karen. Estaban en el estudio del primer
piso de Kalorama Road 2250, Noroeste. Peter había estado en aquella misma
habitación siete días antes, pero le parecía que habían transcurrido miles de años. Era
la medianoche del sábado, hora de Washington. En París debían de ser las seis de la
mañana del domingo. Eso significaba que Karen y Peter llevaban demasiadas horas
levantados. Si se sumaba a eso el alivio de que Rosa había sido entregada sana y
salva al senador en el aeropuerto Dulles y conducida a un destino secreto, bajo fuerte
custodia, no era raro que la joven pareja se cayera de sueño. La misión se había
cumplido con tanto éxito que en el aeropuerto no se habían podido observar ni rastros
de la mafia. Su grupo dirigente no sabía aún que la testigo estaba a buen recaudo.
—Magnífico, absolutamente magnífico —celebró el senador, entregándoles los
vasos y brindando con los visitantes—. Las sesiones se iniciarán el lunes y, por
supuesto, ustedes serán mis huéspedes hasta entonces. Además estarán en primera fila
cuando miss Scarlatti declare.
Gorman no podía ocultar su alegría. La investigación era ahora un tema candente.
Había anunciado la llegada de la testigo secreta y había prometido presentarla en la
primera sesión de su comité. La prensa de todo el país se interesaba por el asunto. Las
sesiones se transmitirán por televisión el lunes por la tarde, y Gorman estaba seguro
de contar con una audiencia mayor que la que Joe McCarthy atrajo con su proceso
contra el Ejército. (En realidad no porque el interés fuera mayor, sino porque ahora
había más aparatos de televisión). Pero, fuera por lo que fuera, Gorman tenía
asegurada una difusión mayor de lo que ningún senador hubiera alcanzado hasta
entonces en una sala de audiencias. Era un lanzamiento de alcance nacional y hacia
algún alto cargo público. Y todo se lo debía a aquel hombre y a aquella mujer allí
presentes. Si llegaba a ser presidente —y en aquel momento la posibilidad no le
parecía nada remota— podría decir que un joven desconocido, llamado Peter
Congdon, y una chica muy bonita, pero igualmente desconocida, llamada Karen
Halley, lo habían llevado al cargo. Y en aquel momento estaba agradecido. Por
supuesto, cuando la rueda de los años girara hasta alcanzar ese acontecimiento,
estaría más dispuesto a atribuir su elección a la abnegación de su naturaleza amante
del bien público y a la perspicacia de un electorado esclarecido. Pero, por el

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momento, podía relamerse y paladear el futuro y necesitaba a alguien para compartir
la fiesta.
Peter murmuró algo ininteligible y bebió un sorbo de su vaso. Si había algo que
podía llegar a descomponerlo, era el contemplar a una mujer —que le parecía
repulsiva— cumpliendo una misión tan poco grata como la de dar momentánea
notoriedad a un maligno grupo de caníbales parasitarios, que se alimentaban con los
de su especie, y una reputación más duradera al presidente de la comisión
investigadora, un individuo falso y tan caníbal como ellos. Lo que amargaba a Peter
era haber sido el instrumento de todo aquello y no haber tenido más alternativa que
serlo. El senador podía haber estado dispuesto a sacrificar la vida de Karen y la del
propio Peter; pero él no era capaz de condenar a Rosa al mismo destino.
Gorman interpretó el murmullo de Peter como aceptación y siguió chachareando.
Peter tomó una mano de Karen. Por lo menos estaba Karen. Perdonaba al senador el
haberlo enviado detrás de un señuelo, porque el señuelo había sido Karen. Durante
ocho horas, mientras Rosa permanecía sentada junto a la ventanilla mirando al
Atlántico, él y Karen se habían estado mirando a los ojos, tomados de la mano. Era
como si antes nunca hubieran estado enamorados. Y nunca lo habían estado…, nunca
así. Era como si se hubieran conocido desde siempre y el hablar de casarse en cuanto
encontraran un juez a su alcance les parecía tan natural como si lo hubieran estado
planeando desde la infancia y lo hubieran estado deseando desde la pubertad.
Gorman concluyó su cháchara y levantó la copa:
—Por Rosa Scarlatti—dijo.
Sus invitados levantaron también los vasos, y Peter pronunció un áspero «Salud».
Gorman finalizó su bourbon puro. Ya llevaba consumidas varias copas. Pero
¿quién iba a contar los tragos en una noche como esa? Miró a sus huéspedes, la
postura agobiada del detective, su aire casi indiferente. Congdon era un hombre
fatigado. Lo habían acosado, lo habían golpeado, lo habían obligado a permanecer
alerta, sin dormir, hasta llevarlo al borde del colapso. Era una desconsideración
retenerlo más. Y la muchacha… Ella estaba más fresca, pero era indudable que
también necesitaba descanso. Gorman, por su parte, no lamentaba quedarse a solas
para pensar y permanecer un rato despierto, consumiendo unas cuantas más de
bourbon y saboreando sus presentimientos de gloria.
—Olvidaba que, aunque estén en Washington, viven según los horarios de París.
Sus habitaciones están preparadas. Están al otro lado del hall. La suya es la de la
izquierda, miss Halley. La suya, la de la derecha, Congdon. Los dejo para que
descansen.
Pasó junto a ellos en dirección a la puerta y se volvió.
—Casi se me olvidaba, Congdon. Su jefe quiere hablarle. Me encargó que lo
hiciera en cuanto llegara. Dijo que no importaba la hora. Puede usar este teléfono.
Peter hizo un esfuerzo para ponerse de pie.
—Gracias—dijo, y se las arregló para añadir un «buenas noches».

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El senador salió, cerrando la puerta. Peter bebió un sorbo y señaló con el vaso.
—Esto es civilización —dijo—. Este hijo de puta quería que muriéramos para
cubrirlo de gloria. Lo cubrimos de gloria sin morir, y el resultado es que nos da de
beber en su estudio y nos regala entradas de primera fila para su coronación. Ya que
no hemos muerto por él, podremos aclamarlo.
Karen se mostró filosófica o menos resentida. Había estado más cerca de la
muerte de lo que había previsto; pero al partir era una mujer solitaria, amargada por la
muerte de su hermano, y regresaba con una vida nueva, con amor y futuro
matrimonio y la realización de sus anhelos más profundos.
—Podemos sentarnos y mirar —dijo—. No hay por qué aclamarlo.
Peter descolgó el teléfono y dijo a Karen:
—Quizá Brandt nos compense de todo lo que hemos pasado. Me tiene que estar
reconocido por el trabajo que he hecho.
Karen se retiró a su habitación, mientras Peter pedía la comunicación. Unos
minutos después, Brandt estaba en la línea; su voz era alerta y cortante.
—¿De modo que completó la tarea? ¿La chica? ¿Está bien?
—Sí, señor; muy bien. Por lo menos cuando se la entregué al senador a cambio de
un recibo debidamente firmado. Ahora el problema es de él.
—¿Algún incidente en el vuelo de regreso?
—No, señor. Hubo algunos antes. ¿Le cablegrafió DeSaulnier?
—Recibí el informe. Bastante palabrería. ¿Por qué me mandó esa novela por
cable, en lugar de enviármela por correo o de informarme personalmente el lunes?
¿Cree que los cables son gratuitos?
Peter sabía muy bien lo caros que eran, pero simuló la mejor de las intenciones.
—Sólo quería que supiera lo antes posible que la mujer estaba a salvo. Es más, la
mafia no sabrá que Gorman la tiene hasta que se entere por los diarios.
La voz de Brandt se hizo ácida.
—¿Y qué quiere? ¿Que le haga una reverencia?
Peter se desinfló un poco.
—No, señor. ¿Por qué?
—Parece bastante complacido consigo mismo.
—Bueno, hemos cumplido la misión.
—Si hubiera creído que no iba a hacerlo, no lo habría enviado.
—Claro, pero, como habrá advertido a través del informe, encontramos unas
cuantas dificultades.
—Son varias las cosas que he advertido a través de ese largo informe
cablegrafiado. Advertí que tuvo muchas dificultades, pero también advertí que esas
dificultades fueron provocadas por usted mismo.
—¿Por mí?
Peter estaba cansado y quería que lo admiraran, no que lo atormentaran.
—¿Fue culpa mía que la mafia diera con mi pista? ¿Fue culpa mía que me

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enviaran en busca de una chica que no era la testigo?
—No me interesa en busca de quién lo mandó el cliente. Tampoco me interesan
sus sospechas respecto a cómo la mafia dio con su pista. Tampoco me importa la
forma en que maneja este asunto el senador Gorman. Pero sí me interesa la forma en
que usted lo ha manejado. Y si su informe es tan exacto como lo hace suponer su
longitud y los detalles que incluye, no merece precisamente una medalla por su
actuación. Así que suprima esa nota presumida de su voz. ¡Esta ha sido la misión más
chapucera y peor llevada en la que algún agente mío haya intervenido en los últimos
cinco años!
—¡Una misión chapucera y mal llevada! —explotó Peter—. Fue por culpa del
senador por lo que la mafia dio con mi pista. Fue por culpa suya por lo que se
enteraron de quién era el contacto en Roma…
La voz de Brandt se hizo más cortante aún.
—Le he dicho que no lo culpo de que la mafia haya dado con su pista. No soy
idiota. Pero si la mafia continuó sobre su pista ¡eso sí fue culpa suya! Si a un agente
lo asaltan en su propia habitación, considero que el trabajo está mal llevado. ¿Cómo
se enteraron dónde estaba su habitación? Y a causa de eso dieron con la clave que los
llevó a la chica, y la única manera de salvarla fue haciendo uso de armas de fuego.
—Pero la salvé, ¿no?
—Un buen agente no habría tenido necesidad de salvarla. Un buen agente habría
comenzado por no exponerla al peligro. Y por si eso fuera poco, permite que otro
agente sea capturado por la policía. Eso fue realmente abominable. No quiero decirle
las dificultades que he tenido para limpiar los resultados de su divertido tiroteo…,
para liberar a Del Strabo y no tener que entregarlo a usted a la policía italiana. Por si
le interesa: ha estado a punto de provocar un incidente internacional.
—Pero es que no tuve más re…
—No me interrumpa. No he terminado. De modo que usted y la chica salieron de
Florencia, rumbo a Génova…
—Y eludimos a la policía y a la mafia.
—¡Ah, sí! ¡Qué maravilla! Pero la siguiente noticia es que están otra vez sobre su
pista y han matado a mi agente en Génova, que intervino en el asunto. ¿En este caso
también le va a echar la culpa al senador o fue usted quien se descubrió esta vez?
—Tuve que firmar esos cheques de viaje para conseguir los pasaportes…
—Muy inteligente su razonamiento, ¿no? Le costó la vida a un hombre. Pero
supongo que considera que eso es llevar bien un asunto, ¿eh?
—No.
—Me alegro de eso, por lo menos. De modo que huye a Niza, para poder traer a
la muchacha, pero a ella le roban el pasaporte. Supongo que le echará la culpa a ella
de que haya sucedido eso.
—No, fue culpa mía.
—Así es, fue culpa suya. Bonito guardaespaldas. ¡Suerte que sólo querían el

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pasaporte y no la vida de esa muchacha!
—Está bien, está bien —dijo Peter, a la defensiva—. Quizá haya cometido
algunos errores…
—¿Algunos? No sé de nadie que pueda cometer más. Habría que mandarlo al
colegio.
—Un momento, Mr. Brandt. Está pasando por alto un hecho que compensa todo
lo que hice de malo…, con excepción de lo de Giuseppe.
—¿Ah, sí? ¿Podría decirme cuál es ese hecho, si no le molesta?
—Salvé a Rosa Scarlatti.
—¿Cómo dice? —preguntó Brandt con supremo desprecio—. ¿Quiere repetirme
eso?
—Digo que salvé a Rosa Scarlatti. Si no hubiera sido por mí, estaría muerta.
—Diga mejor que si no hubiera sido por Paul DeSaulnier estaría muerta, ¿no le
parece? Usted no la salvó; la puso en peligro.
—¿Que la puse en peligro? ¿Que yo la puse en peligro?
—Vamos. No lo escogí para esta misión porque lo crea muy inteligente; pero, por
favor, demuestre por lo menos un mínimo de criterio. Cuando la mafia dijo que sabía
dónde estaba la verdadera amante ¿no se detuvo a pensar cómo lo sabía?
—¿Cómo diablos iba a saber cómo lo sabían?
—Sabía cómo habían dado con la otra chica, ¿no? A través de usted. ¿No es así?
¿Y por qué los perseguían? Porque creían que era la mujer que ellos buscaban, ¿no es
así? Mientras tanto la verdadera amante permanecía oculta, ¿no? De modo que ¿cómo
cree que la mafia pudo enterarse de su paradero?
—No lo sé y ¿qué importa? Lo único importante es que conocían su paradero.
Brandt suspiró.
—No tengo más elementos de juicio que ese informe suyo, pero dice lo suficiente
como para que hasta yo me de cuenta de algo obvio. Piense un poco. ¿Por qué diablos
cree que ésos mafiosos le dijeron que sabían dónde estaba la verdadera mujer?
—No me lo dijeron. El hombre que estaba detrás del biombo se lo dijo a los otros.
—En su presencia. Y bien, ¿por qué lo dijo delante de usted?
—Porque creyeron que ya no importaba.
—Piense bien, Congdon. A veces el número de motivos es más de uno. Lo dijo
delante de usted por una de estas dos razones: porque quería que lo oyera o, como
usted dice, porque no le importaba su presencia. ¿Y por qué no le importaba? Porque
usted no podría hacer nada. ¿Por qué? Porque estaría muerto. ¿De acuerdo?
—Sí. Así es.
—Pero no lo mataron, ¿no? Lo dejaron con vida.
—Trataron de matarnos. Nos dejaron encerrados en un hotel desierto…
—Por favor, Congdon, por favor. ¿Cree realmente que esa gente sea tan
descuidada como para dejarlo con semejante información en su poder y confiar su
muerte al azar…? ¿No era mucho más simple asegurarse metiéndole una bala en la

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cabeza? El hombre del biombo no sólo evita que lo sigan golpeando mientras usted
aún está en condiciones de moverse, sino que lo mete en mi cuarto con dinero en el
bolsillo, el pasaporte y todas las herramientas de su oficio a mano. ¿Cómo salió de
esa habitación, Congdon? ¿Cómo se las arregló?
—Desatornillé la cerradura —dijo Peter con acritud.
—Con el cortaplumas que no le quitaron. Deben de haberse querido asegurar de
que no tendría problemas para escapar.
—Escúcheme, el hecho de que me escapara no significa que ellos hayan querido
que lo hiciera.
—¿Cree realmente que se habría escapado si no hubieran querido? Considero que
la mafia es lo bastante inteligente como para saber que los agentes de Brandt están
preparados para salir de una habitación cerrada aunque no tengan la llave. Pero
Congdon, ¿espera que crea que con seis horas de ventaja no pudieron llegar antes que
usted al lugar donde se ocultaba la amante de Bono? Lo estaban siguiendo, pedazo de
idiota. Apostaría a que no se dio la vuelta ni una sola vez para cerciorarse de que no
lo seguían en ese viaje.
—Pero escuche, Mr. Brandt…
—Vamos, vamos, Congdon. Es tan obvio. Todos los detalles de su informe lo
dicen claramente. Antes de matar a miss Halley quieren asegurarse de que es la mujer
que buscan, de modo que se la presentan a uno de los jefes, que puede identificarla
como amante de Bono. Y cuando descubren que no es la amante de Bono, quedan tan
a oscuras respecto al paradero de la otra mujer como usted mismo. ¿Cómo pueden dar
con ella, entonces? Diciéndole a usted que saben dónde está, encerrándole en una
habitación de la cual hasta un niño podría salir, sin quitarle los documentos ni el
dinero para facilitarle más aún las cosas. Luego lo siguen y comprueban que hace
exactamente lo que ellos deseaban que hiciera… Le dice al senador lo que ellos le
habían dicho. Y el senador hace exactamente lo que ellos deseaban que hiciera… Lo
envía junto a la mujer para protegerla. Y así la encontraron. Y si mi contacto en París
no hubiera estado disponible, usted, mis Scarlatti y miss Halley estarían ahora en la
morgue de París.
—Sí, señor—dijo Peter con amargura.
—De modo que recuerde todo esto la próxima vez que se le ocurra pensar que es
un buen detective. Muy bien, ¿ha terminado con todo ahí? ¿Puedo verlo fresco y bien
dispuesto el lunes a primera hora?
Aquella idea era menos atractiva aún que la de asistir a la sesión de Gorman.
—No sé, señor. El senador cree que puedo serle útil…
Peter vaciló y cambió de argumento. Dijo que el senador prefería que
permaneciera con él hasta el lunes. No quería oírlo decir que el senador tenía que
estar loco para creer que semejante detective podía ser útil para algo.
—Está bien —aceptó Brandt—. Entonces lo espero el martes.
—Sí, señor.

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Cuando Peter colgó, Karen entró en la habitación, envuelta en un negligée. Le vio
la cara y preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
—El viejo… —dijo Peter con amargura—. Me ha dejado hecho un estropajo.
Dice que me he portado como un idiota en todo este asunto.
—No es verdad. Estuviste maravilloso.
—Lo conozco a ese hijo de puta. Te echa en cara todos los errores para que no te
atrevas a pedirle una bonificación. Además se estaba desquitando por haberle hecho
pagar un cable tan largo. Pero lo malo es que el muy hijo de puta tiene razón. Este
hijo de puta siempre tiene razón.
Karen le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho. Olía bien
y su contacto era más grato aún que su aroma.
—Puso el dedo en la llaga, ¿no?
—Es capaz de destruir la autoestimación de cualquier hombre.
—Ven conmigo. Yo soy capaz de tonificarla.
Peter la abrazó.
—Quería arrastrarme al trabajo el mismo lunes. Pero que se vaya al diablo. Creo
que podemos aprovechar la hospitalidad del senador hasta que arreglemos las cosas
con una pequeña boda y quizá hasta una luna de miel. Sólo entonces volveré para ver
si realmente cree tener mejores detectives en su maldita agencia.
Ella asintió con la cabeza y luego levantó el rostro.
—Yo también soy detective —dijo—. ¿Sabes lo que descubrí? Hay una puerta
que comunica nuestros dormitorios. Por supuesto está con llave y la llave está en mi
lado. El senador no sabe que eso no cambia las cosas, porque soy tan incontrolada
como tú.
Lo miró con ojos inquisitivos.
—Quizá más incontrolada—añadió.
—No digas eso. Sólo que he tenido un día muy largo y muy duro.
—Un día muy largo. ¿Te das cuenta de que hace casi veinticuatro horas que no
nos acostamos juntos?
Él sonrió cuando sus pensamientos comenzaron a volar en la dirección que ella
seguía. La besó.
—Además fue en suelo francés. Bajo los auspicios de De Gaulle. Tendríamos que
averiguar qué ocurre bajo los auspicios de Lyndon Johnson.

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EPÍLOGO

LA SUBCOMISIÓN INVESTIGADORA DEL SENADO tenía su sala de audiencias en el tercer


piso del nuevo edificio de oficinas del Senado, y el lunes trece de noviembre, a las
catorce horas, el corredor de este tercer piso era una colmena. Los técnicos de
televisión parecían estar en todas partes, los senadores se estaban congregando y el
público estiraba el cuello para no perder detalle.
El salón de audiencias era amplio, con puertas de metal y cuero, y cielo raso muy
alto. Sobre una plataforma se veía una mesa curva con once sillas. Había también
mesas para los testigos, los ayudantes y la prensa, entre la mesa curva y los asientos
de los espectadores, que eran unos cien. La pared estaba decorada con candelabros de
bronce, y los candelabros decorados con reflectores de televisión. Gruesos cables
eléctricos cruzaban el suelo de mármol taraceado, y los técnicos ajustaban y
orientaban tres cámaras montadas sobre plataformas móviles.
A las catorce y treinta casi todos los asientos estaban ocupados. Sólo se permitía
el ingreso en el salón a los dichosos poseedores de entradas. Entre esos privilegiados
figuraba un juez del Tribunal Supremo, quince senadores, un grupo de importantes
dirigentes del partido del Estado natal de Gorman, unos pocos miembros de otras
comisiones y un selecto grupo de influyentes columnistas, cuyo apoyo podía
significar mucho. Por fin, entre los presentes, figuraban también Mr. Peter Congdon y
señora, tan recién casados que el primer umbral que cruzaban como marido y mujer
había sido el del salón 3302, en el tercer piso del nuevo edificio de oficinas del
Senado.
A las catorce y cuarenta y cinco, estaban ocupados todos los asientos de los
espectadores, la prensa se estaba organizando en la mesa más próxima al público y
cuatro miembros del comité jugueteaban con papeles y con los micrófonos ubicados
en la gran mesa curva. Cuatro policías uniformados, con revólveres en la cintura,
estaban apostados en el interior del salón, y otros permanecían fuera, patrullando los
largos corredores.
Cinco minutos antes de la hora entró el senador Gorman en persona. Lo hizo por
una puerta interior que se abría detrás de la mesa y sobre la cual pendía el escudo en
bronce de Estados Unidos. Para entonces ya estaban ocupadas las diez sillas restantes
y él se situó en la del centro. Tenía un aspecto eficiente y confiado, cuando sus ojos
rasgados recorrieron el salón como saetas, evaluando el público, el ambiente, el

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estado de ánimo de la prensa. Saludó con una inclinación de cabeza a varios
conocidos, pero no sonrió.
Cuando estuvo de pie ante su silla, los otros miembros del comité se pusieron de
pie y fueron imitados por el público. La mesa de la prensa se mostró más remisa, pero
terminó por seguir el ejemplo.
Gorman golpeó con un mazo y todos se sentaron con él. Controló a los
cameramen y mantuvo una breve conferencia en voz baja con el director de TV. El
programa había sido anunciado para las quince, de modo que sólo quedaban unos
pocos minutos para probar los equipos y hacer salir a la testigo y tomarle juramento a
fin de que la audiencia televisiva de todo el país encontrara la situación a punto de
estallar, en el instante en que terminara la serie de anuncios.
—Traiga a la testigo —dijo el senador dirigiéndose al oficial de orden.
El oficial de orden obedeció, y Rosa Scarlatti apareció por la puerta interior, del
brazo del fiscal de la comisión, Charles Weidemann. Dos policías la precedían y uno
marchaba detrás. Ella y el fiscal se sentaron en una mesita ubicada sobre la
plataforma, dentro de la curva de la mesa grande. Tenía la espalda vuelta al público y
estaba frente a Gorman y a dos de las cámaras de TV. Llevaba un sobrio vestido
negro lo suficientemente ajustado como para hacer resaltar sus curvas y hacer
verosímil su papel de mantenida de Bono, pero lo bastante discreto como para crear
la ilusión de que, en realidad, no era ese tipo de mujer.
Weidemann le murmuró algo al oído, y ella se puso de pie. El fiscal le tomó
juramento. Rosa se volvió a sentar y el productor del programa señaló a Gorman con
un dedo. Sobre la cámara que le apuntaba al rostro se había encendido una luz roja.
El show había comenzado.
—Esta tarde —dijo Gorman, actuando como si ignorara que sesenta y cinco
millones de norteamericanos escuchaban sus palabras— nuestra testigo es miss Rosa
Scarlatti, de Italia, quien ha accedido gentilmente a presentarse ante este comité y a
revelarnos ciertas informaciones que tiene sobre la mafia.
Gorman hizo una pausa y hojeó sus papeles para dar tiempo a las cámaras a
enfocar el rostro de Rosa. Luego, en el instante preciso, volvió a hablar.
—He prevenido al pueblo. He llamado a la conspiración de la mafia, una
conspiración del mal. Es la conspiración más vasta y diabólica que el mundo haya
conocido. Escucharán ahora un informe sobre algunos de los pecados que esta
siniestra organización perpetra contra la civilización. Lo oirán de labios de alguien
que ha asistido a sus criminales reuniones y que conoce a estos hombres en toda su
monstruosa maldad.
Sé volvió a la testigo y el fervor desapareció de su voz. Ahora era el considerado
fiscal, manejando a una tierna testigo.
—Miss Scarlatti, ¿quiere decir a esta comisión exactamente dónde vivía en Italia?
—Vivía en una gran villa, a unas treinta millas al norte de Roma.
—¿Y conoció a un hombre llamado Joseph Buonoveneto, más conocido por el

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apodo de Joe Bono?
Rosa hizo un gesto afirmativo.
—Sí.
—¿Lo conoció bien?
—Sí.
—¿La visitaba con frecuencia en su villa?
Rosa frunció el ceño. Luego movió la cabeza en gesto negativo.
—No. La mayor parte del tiempo él está en la América. Pero viene a la Italia.
Pero cuando viene a la Italia, entonces viene a verme a mí.
—¿Y con qué frecuencia lo hacía?
Ella se encogió de hombros e hizo un gesto vago.
—Eh, tre o cuatro vece al año.
—¿Y por cuánto tiempo se quedaba?
—Oh, depende. Tre, cuatro, cinco día. Una semana. Sale en negocio y vuelve.
Usté sabe, ¿no?
Gorman se permitió una expresión de moderado interés.
—¡Ahá! Negocios. ¿Sabe en qué negocios intervenía?
—Sí. En lo de la mafia.
—¿Y eso qué significa?
Ella lo miró insegura.
—¿Eh?
—¿Qué es la mafia?
—Oh —Rosa hizo otro de sus gestos vagos—. Es como una pandilla. Una
pandilla mala. Asaltan, roban, matan. Y todo para la pandilla. E una pandilla muy
mala.
Gorman asintió con la cabeza y esperó el efecto de las palabras antes de
proseguir;
—¿Alguna vez llevó Joe Bono a alguien a la villa?
Rosa asintió.
—Mucha vece.
—¿Puede decirnos los nombres de la gente que visitaba a Joe Bono en su villa?
—Seguro.
La mujer empezó a contar con los dedos y recitó una lista de quince nombres de
individuos identificados como miembros destacados de la mafia, en el curso de las
investigaciones.
Gorman miró a su alrededor. Aquello tenía que impresionar a los sesenta y cinco
millones de telespectadores que no se habían interesado antes por la conspiración de
la mafia.
—¿Y conoció a esa gente? —preguntó a Rosa.
—Sí.
—¿Sabía quiénes eran?

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—¿Usted quiere decir si sabía lo nombre? Ya se lo dije.
—Quiero decir si sabía cuál era su ocupación.
—Sí. Estaban en la mafia.
—¿Cómo lo sabe?
—Joe me lo ha dicho.
—Quiero decir ¿de qué otra manera lo supo?
—¿Qué quiere decir?
—Quiero saber si alguna vez los oyó hablar de sus negocios.
—¡Ah, sí! Seguro. Todo el tiempo.
—¿Todo el tiempo?
—A eso iban la mayoría de la vece. Se encontraban en mi villa. Siempre hablaban
de negocio, de juego, de mujere que le pagaban. ¿Cómo se dice? De prostitución.
—¿Y de drogas?
—Oh, sí. Y todo el tiempo de la droga, también.
—¿Su villa era una especie de lugar de reunión?
—Justo. Era como… el cuartel mayor. Cuando Joe estaba en la Italia, cuando
había negocio en la Italia, todo se encontraban ahí. Todo iban a mi villa. Tenían la
reunione ahí. Hacían lo plane.
—¿Y alguna vez oyó de qué trataban esos planes?
—Sí, seguro. Todo el tiempo. Me siento en el cuarto con ello. Me siento con Joe.
O despué él me cuenta. Me dice lo que planean. Joe me lo dice. Todo me dicen todo.
—Eso es muy interesante, miss Scarlatti. Es bien sabido que los jefes de la mafia
son gente muy discreta… pero ¿hablaban con usted? ¿No sólo Joe? ¿Los otros
también?
—Justo. Estarán con la boca cerrada en otra parte, pero conmigo no. Le gusta
hablar delante de Rosa. Le gusta presumir.
—¿Cómo, por ejemplo?
—Como Midge Rennie. Me ha dicho que robó tre millone de dolare del tesoro de
la mafia y despué le echó la culpa a Peanuts Piccolo, que era el suyo enemigo e lo
hizo matare. Y ni siquiera Joe Bono sabía que Midge había robado ese dinero, así que
él no se lo podía haber dicho si estaba aquí donde estoy yo.
Hubo un grato estremecimiento en la sala, pero Gorman se cuidó de no sonreír.
—¿Algo más?
Rosa estaba entrando en calor.
—Eh, un montón de cosa —dijo—. Como, por ejemplo, Mike Valdi. Me ha dicho
una vez que él ha matado a sei gente. El solo.
Por supuesto Gorman había extraído ya en privado toda esa información de la
testigo y ahora la estaba haciendo repetir para consumo del público. Que el público la
devorara… y la mafia también. Aquellos nombres eran dos de los más importantes.
Uno de los otros senadores pareció también muy impresionado.
—¿Valdi lo admitió en su presencia?

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—Justo.
—¿Cuándo fue eso?
—Cuando él estaba en mi villa.
—Me refiero a la fecha.
—¡Ah, seguro! El diecinueve de marzo de mil novecento sesenta y cinco. La
última semana de marzo. Joe estaba todo el mes allá.
—¿De mil novecientos sesenta y cinco?
—Justo.
Gorman prosiguió.
—¿De modo que les gustaba contarle cosas y hablaban de drogas, de prostitución
y de juego? Pues bien, ahora le pediré que nos diga lo que sabe acerca de la
organización de esas operaciones. Quién está detrás de eso, qué amplitud tienen esas
operaciones, cuánto dinero hay en juego y, sobre todo, los nombres de la gente que
ocupa los diversos puestos.
Otro senador interrumpió.
—Un minuto, por favor —dijo—. Me gustaría interrogar a la testigo sobre…,
cómo les gustaba presumir… Creo que esa fue la expresión que usó miss Scarlatti,
¿no?
Gorman intervino con su risita con algo de tos.
—George, creo que es evidente. Basta con mirar a la testigo para comprender que
es el tipo de mujer ante la cual los hombres presumen.
—No pongo en duda eso. Todo lo contrario. Sólo quiero señalar que cuando
alguien presume en presencia de una mujer, es para impresionarla. Y, en el esfuerzo
por impresionar, un hombre puede exagerar. Me pregunto si miss Scarlatti ha podido
verificar la exactitud de esas declaraciones hechas en su presencia.
—Todo es cierto —dijo Rosa bruscamente—. Sé lo que es cierto y lo que no.
—No dudo de que lo sepa, pero ¿cómo podemos saberlo nosotros?
Se volvió a los demás miembros de la comisión.
—Comprendo muy bien que alguien alardee con sus hazañas… Pero ¡que Mike
Valdi alardee de haber matado a seis personas…! Me pregunto por qué le dijo cosas
así. Quizá sea anticuado, pero me pregunto si un hombre recurre realmente a esas
cosas para impresionar a una mujer.
—Bueno, no pretendo arrestar a Valdi sobre la base de una denuncia como ésta,
pero…
—¿E para qué hablo si non van a arrestare a alguien? —exclamó Rosa.
—Estamos reuniendo material en contra de ellos, Rosa. Eso es lo que está
haciendo por nosotros: nos está ayudando a reunir material. Esperamos poder iniciar
una acción contra algunos de los miembros después de haber oído lo que nos tiene
que decir.
El senador llamado George dijo:
—Tenemos que comprobar las cosas que nos dice.

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—No sé que quiere decir todo eso —replicó Rosa—; pero si cree que no sé
bastante de todo ello como para hacerlo ejecutar, está listo. Ni siquiera he empezado.
Le puedo decir cosa que no le he dicho ni a él —añadió, señalando a Gorman—.
Cosa sensacionale, ¿eh?
—¿Como qué? —preguntó el senador.
Rosa miró a su alrededor con fuego en los ojos. Les iba a mostrar lo que era
bueno.
—Como asaltare al Vaticano e raptare al Papa —dijo con aire triunfal.
Por un largo momento sólo reinó un silencio mortal en el salón de audiencias.
Once senadores la miraban con la boca abierta, y la más abierta de todas era la de
Robert Gerald Gorman.
El senador que le había formulado la pregunta fue el primero en recuperarse.
—¿Quiere repetir eso?
—Lo que le he dicho. Hablaban de asaltare al Vaticano e de raptare al Papa e
pedir veinte millone de dolare por el rescate. Veinte millone de dólare. ¿E grande o no
e grande? ¿Eh? ¿No lo va arrestare por eso? ¿Eh?
Gorman se había recuperado, pero parecía descompuesto.
—Creo que es mejor que hagamos un descanso, George.
Pero George no quería saber nada.
—¡Qué descanso ni qué diablos! —gruñó.
Tomó una fotografía de veinte por veinticinco que tenía entre los papeles.
—Enséñele esto a la señora —ordenó, y Weidemann saltó pará complacerlo.
—Y bien —dijo el senador cuando Rosa tuvo la fotografía frente a ella—.
¿Quiere decirnos quién es?
Rosa estaba muy pálida, ahora. Sus manos habían comenzado a temblar y la
fotografía vibraba violentamente.
—Me parece… me parece…
Miró al senador con aire desolado.
—No estoy segura. Lo mío ojo. No son bueno.
—¿Le parece que es Mike Valdi?
Los ojos que no eran buenos vieron un rayo de esperanza y se aferraron a él
—Sí. Ahora recuerdo. ¡Este es Mike Valdi!
—¡Qué va a ser Mike Valdi! —rugió el senador.
—Describa a Mike Valdi —exigió otro—. ¿Cómo es Mike Valdi?
Rosa parecía a punto de desmayarse. Weidemann dijo:
—Señores, quizá sea mejor que yo interrogue a la testigo.
Gorman hacía señas desesperadas al productor de TV para que interrumpiera la
transmisión, y el productor respondió enfocándolo. El senador que había preguntado
en primer lugar sobre Valdi se puso de pie con un grueso tomo abierto en las manos y
leyó parte de un acta. Un abogado llamado White había declarado ante la comisión
investigadora que el veintisiete de marzo de mil novecientos sesenta y cinco Mike

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Valdi había volado de California a Nueva York para asistir a una reunión de
veinticuatro presuntos jefes de la mafia, en la casa de campo de Midge Rennie, cerca
de Phelps.
Weidemann levantó la voz sobre el pandemónium que era aquel salón, y dijo a la
mujer:
—Esta comisión podrá hacer una acción legal por perjurio contra usted si no
responde lealmente a mis preguntas. ¿Alguna vez vio a Mike Valdi?
Ella no se movió y permaneció con la vista clavada sobre la mesa, como en
estado comatoso.
Weidemann se acercó más y preguntó en voz más alta:
—¿Alguna vez vio a Mike Valdi? Responda a la pregunta.
Ella tragó saliva; se había hundido y encogido en su asiento. Luego movió la
cabeza en gesto negativo.
—Que conste en el acta que la testigo ha respondido en forma negativa —dijo
Weidemann al taquígrafo, y se volvió nuevamente a Rosa—. ¿Conoció a algún amigo
o socio de Joe Bono?
Ella volvió a negar con la cabeza.
—Que conste la negativa en el acta. Todo lo que ha declarado ante esta comisión
es mentira, ¿no es así?
Rosa asintió y murmuró un «sí».
—Joe Bono nunca le dijo nada, nunca le presentó a nadie. No sabe nada de la
mafia y nunca supo nada. ¿No es así?
—Sí —murmuró ella.
—¿Por qué vino aquí a mentir?
Ella levantó la vista con expresión desesperada.
—No tenía dinero. Joe no me ha dejado nada. Lo hice por el dinero.
Gorman, de pie, golpeaba salvajemente con el mazo.
—Así es como trabajada mafia —chillaba, en medio del estrépito—. Esto les
muestra la corrupción que engendra la mafia. Esta investigación proseguirá. Esta
investigación no se detendrá. Dominaremos al mal… a ese terrible mal…

— FIN —

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Colección de «El séptimo círculo»

1. LA BESTIA DEBE MORIR (The Beast Must Die), Nicholas Blake, 1945[4]
2. LOS ANTEOJOS NEGROS (The Black Spectacles), John Dickson Carr, 1945
3. LA TORRE Y LA MUERTE (Lament for a Maker), Michael Innes, 1945
4. UNA LARGA SOMBRA (The Long Shadow), Anthony Gilbert, 1945
5. PACTO DE SANGRE (Double Indemnity), James M. Cain, 1945
6. EL ASESINO DE SUEÑO (The Murderer of Sleep), Milward Kennedy, 1945
7. LAURA (Laura), Vera Caspary, 1945
8. LA MUERTE GLACIAL (Corpse in Cold Storage), Milward Kennedy, 1945
9. EXTRAÑA CONFESIÓN (Novosti dnia), Anton Chejov, 1945
10. MI PROPIO ASESINO (My Own Murderer), Richard Hull, 1945
11. EL CARTERO LLAMA DOS VECES (The Postman Always Rings Twice), James M. Cain,
1945
12. EL SEÑOR DIGWEED Y EL SEÑOR LUMB (Mr. Digweed and Mr. Lumb), Eden
Phillpotts, 1945
13. LOS TONELES DE LA MUERTE (There’s Trouble Brewing), Nicholas Blake, 1945
14. EL ASESINO DESVELADO, Enrique Amorim, 1945
15. EL MINISTERIO DEL MIEDO (The Ministry of Fear), Graham Greene, 1945
16. ASESINATO EN PLENO VERANO (Midsummer Murder), Clifford Witting, 1945
17. ENIGMA PARA ACTORES (Puzzle for Players), Patrick Quentin, 1946
18. EL CRIMEN DE LAS FIGURAS DE CERA (The Waxworks Murder), John Dickson Carr,
1946
19. LA GENTE MUERE DESPACIO (The Case of the Tea-Cosy’s Aunt), Anthony Gilbert,
1946
20. EL ESTAFADOR (The Embezzler), James M. Cain, 1946
21. ENIGMA PARA TONTOS (A Puzzle for Fools), Patrick Quentin, 1946
22. LA SOMBRA DEL SACRISTÁN (Black Beadle), E. C. R. Lorac, 1946
23. LA PIEDRA LUNAR (The Moonstone), Wilkie Collins, 1946
24. LA NOCHE SOBRE EL AGUA (Night Over Fitch’s Pond), Cora Jarret, 1946

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25. PREDILECCIÓN POR LA MIEL (A Taste for Honey), H. F. Heard, 1946
26. LOS OTROS Y EL RECTOR (Death at the President’s Lodging), Michael Innes, 1946
27. EL MAESTRO DEL JUICIO FINAL (Der Meister des Jüngsten Tages), Leo Perutz,
1946
28. CUESTIÓN DE PRUEBAS (A Question of Proof), Nicholas Blake, 1946
29. EN ACECHO (The Stoat), Lynn Brock, 1946
30. LA DAMA DE BLANCO (2 tomos) (The Woman in White), Wilkie Collins, 1946
31. LOS QUE AMAN, ODIAN, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, 1946
32. LA TRAMPA (The Mouse Who Wouldn’t Play Ball), Anthony Gilbert, 1946
33. HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE (Till Death Do Us Part), John Dickson Carr,
1946
34. ¡HAMLET, VENGANZA! (Hamlet, revenge!), Michael Innes, 1946
35. ¡OH, ENVOLTURA DE LA MUERTE! (Thou Shell of Death), Nicholas Blake, 1947
36. JAQUE MATE AL ASESINO (Checkmate to Murder), E. C. R. Lorac, 1947
37. LA SEDE DE LA SOBERBIA (The Seat of the Scornful), John Dickson Carr, 1947
38. ERAN SIETE (They Were Seven), Eden Phillpotts, 1947
39. ENIGMA PARA DIVORCIADAS (Puzzle for Wantons), Patrick Quentin, 1947
40. EL HOMBRE HUECO (The Hollow Man), John Dickson Carr, 1947
41. LA LARGA BÚSQUEDA DEL SEÑOR LAMOUSSET (The Two of Diamonds), Lynn Brock,
1947
42. LOS ROJOS REDMAYNE (The Red Redmaynes), Eden Phillpotts, 1947
43. EL HOMBRE DEL SOMBRERO ROJO (The Man in the Red Hat), Richard Keverne, 1947
44. ALGUIEN EN LA PUERTA (Somebody at the Door), Raymond Postgate, 1947
45. LA CAMPANA DE LA MUERTE (The Bell of Death), Anthony Gilbert, 1948
46. EL ABOMINABLE HOMBRE DE NIEVE (The Case of the Abominable Snowman),
Nicholas Blake, 1948
47. EL INGENIOSO SEÑOR STONE (The Ingenious Mr. Stone), Robert Player, 1948
48. EL ESTRUENDO DE LAS ROSAS, Manuel Peyrou, 1948
49. VEREDICTO DE DOCE (Veredict of Twelve), Raymond Postgate, 1948
50. ENIGMA PARA DEMONIOS (Puzzle for Fiends), Patrick Quentin, 1948
51. ENIGMA PARA FANTOCHES (Puzzle for Puppets), Patrick Quentin, 1949
52. EL OCHO DE ESPADAS (The Eight of Swords), John Dickson Carr, 1949
53. UNA BALA PARA EL SEÑOR THOROLD (The Public School Murder), R. C.
Woodthorpe, 1949
54. RESPUESTA PAGADA (Reply Paid), H. F. Heard, 1949
55. EL PESO DE LA PRUEBA (The Weight of the Evidence), Michael Innes, 1949
56. ASESINATO POR REFLEXIÓN (Murder by Reflection), H. F. Heard, 1949
57. ¡NO ABRAS ESA PUERTA! (Don’t Open the Door!), Anthony Gilbert, 1949

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58. ¿FUE UN CRIMEN? (Was it Murder?), James Hilton, 1949
59. EL CASO DE LOS BOMBONES ENVENENADOS (The Poisoned Chocolates Case),
Anthony Berkeley, 1949
60. EL QUE SUSURRA (He who Whispers), John Dickson Carr, 1949
61. ENIGMA PARA PEREGRINOS (Puzzle for Pilgrims), Patrick Quentin, 1949
62. EL DUEÑO DE LA MUERTE (Trial and Error), Anthony Berkeley, 1949
63. CORRIENDO HACIA LA MUERTE (Run to Death), Patrick Quentin, 1949
64. LAS CUATRO ARMAS FALSAS (The Four False Weapons), John Dickson Carr, 1950
65. LEVANTE USTED LA TAPA (Lift up the Lid), Anthony Gilbert, 1950
66. MARCHA FÚNEBRE EN TRES CLAVES (Dead March in Three Keys), Peter Curtis
(Norah Lofts), 1950
67. MUERTE EN EL OTRO CUARTO (Death in the Wrong Room), Anthony Gilbert, 1950
68. CRIMEN EN LA BUHARDILLA (The Attic Murder), Sidney Fowler, 1950
69. EL ALMIRANTE FLOTANTE (The Floating Admiral), “Detection Club”, 1950
70. EL BARBERO CIEGO (The Blind Barber), John Dickson Carr, 1950
71. ADIÓS AL CRIMEN (Goodbye to Murder), Donald Henderson, 1950
72. EL TERCER HOMBRE - EL ÍDOLO CAÍDO (The Third Man - The Fallen Idol), Graham
Greene, 1950
73. UNA INFORTUNADA MÁS (One More Unfortunate), Edgar Lustgarden, 1950
74. MIS MUJERES MUERTAS (My Late Wives), John Dickson Carr, 1950
75. MEDIDA PARA LA MUERTE (Measure for Murder), Clifford Witting, 1951
76. LA CABEZA DEL VIAJERO (Head of a Traveller), Nicholas Blake, 1951
77. EL CASO DE LAS TROMPETAS CELESTIALES (The Case of the Angel’s Trumpets),
Michael Burt, 1951
78. EL MISTERIO DE EDWIN DROOD (The Mystery of Edwin Drood), Charles Dickens,
1951
79. HUÉSPED PARA LA MUERTE (Tenant for Death), Cyril Hare, 1951
80. UNA VOZ EN LA OSCURIDAD (A Voice From the Dark), Eden Phillpotts, 1951
81. LA PUNTA DEL CUCHILLO (The Knife Will Fall), Marten Cumberland, 1951
82. CAÍDOS EN EL INFIERNO (Headlong from Heaven), Michael Valbeck, 1951
83. TODO SE DERRUMBA (All Fall Down), L. A. G. Strong, 1951
84. LEGAJO FLORENCE WHITE (Folio on Florence White), Will Oursler, 1951
85. EN LA PLAZA OSCURA (Above the Dark Circus), Hugh Walpole, 1951
86. PRUEBA DE NERVIOS (A Matter of Nerves), Richard Hull, 1952
87. EL BUSCADOR (The Follower), Patrick Quentin, 1952
88. EL HOMBRE QUE ELUDIÓ EL CASTIGO (The Man Who Got Away With It), Bernice
Carey, 1952
89. EL RATÓN DE LOS OJOS ROJOS (The Mouse With Red Eyes), Elizabeth Eastman,

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1952
90. PAGARÁS CON MALDAD (Do Evil in Return), Margaret Millar, 1952
91. MINUTO PARA EL CRIMEN (Minute for Murder), Nicholas Blake, 1952
92. VEREDICTOS DISCUTIDOS (Verdict in Dispute), Edgar Lustgarden, 1952
93. PELIGRO EN LA NOCHE (Don’t Go Out After Dark), Norman Berrow, 1952
94. LOS SUICIDIOS CONSTANTES (The Case of the Constant Suicides), John Dickson
Carr, 1952
95. EL CASO DE LA JOVEN ALOCADA (The Case of the Fast Young Lady), Michael Burt,
1952
96. ¿ES USTED EL ASESINO? (Monsieur Larose, est-il l’assassin?), Fernand
Crommelynck, 1952
97. EL SOLITARIO (La Brute), Guy Des Cars, 1952
98. EL CASO DEL JESUITA RISUEÑO (The Case of the Laughing Jesuit), Michael Burt,
1952
99. BEDELIA (Bedelia), Vera Caspary, 1953
100. PESADILLA EN MANHATTAN (Nightmare in Manhattan), Thomas Walsh, 1953
101. EL ASESINO DE MI TÍA (The Murder of My Aunt, Richard Hull), 1953
102. BAJO EL SIGNO DEL ODIO, Alexander Rice Guinness (Alejandro Ruiz Guiñazú),
1953
103. BRAT FARRAR (Brat Farrar), Josephine Tey, 1953
104. LA VENTANA DE JUDAS (The Judas Window), John Dickson Carr, 1953
105. LAS REJAS DE HIERRO (The Iron Gates), Margaret Millar, 1953
106. MIEDO A LA MUERTE (Fear of Death), Anna Mary Wells, 1953
107. MUERTE EN CINCO CAJAS (Death in Five Boxes), John Dickson Carr, 1953
108. MÁS EXTRAÑO QUE LA VERDAD (Stranger Than Truth), Vera Caspary, 1953
109. CUENTA PENDIENTE (Payment Deferred), C. S. Forester, 1953
110. LA ESTATUA DE LA VIUDA (Night at the Mocking Widow), John Dickson Carr, 1953
111. UNA MORTAJA PARA LA ABUELA (A Shroud For Grandmama), Gregory Tree, 1954
112. ARENAS QUE CANTAN (The Singing Sands), Josephine Tey, 1954
113. MUERTE EN EL ESTANQUE (Rose’s Last Summer), Margaret Millar, 1954
114. LOS GOUPI (Goupi-Mains rouges), Pierre Very, 1954
115. TRAGEDIA EN OXFORD (An Oxford Tragedy), J. C. Masterman, 1954
116. PASAPORTE PARA EL PELIGRO (Passport to Peril), Robert Parker, 1954
117. EL SEÑOR BYCULLA (Mr. Byculla), Eric Linklater, 1954
118. EL HUECO FATAL (The Dreadful Hollow), Nicholas Blake, 1954
119. EL CRIMEN DE LA CALLE NICHOLAS (The Key to Nicholas Street), Stanley Ellin,
1954
120. EL CUARTO GRIS (The Grey Room), Eden Phillpotts, 1954

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121. LA MUERTE TOCA EL GRAMÓFONO (Death Plays the Gramophone), Marjorie
Stafford, 1954
122. BLANDO POR DENTRO (Soft at the Centre), Eric Warman, 1955
123. LA MUERTE BAJA EN EL ASCENSOR, María Angélica Bosco, 1955
124. LA LÍNEA SUTIL (The Thin Line), Edward Atiyah, 1955
125. EL CÍRCULO SE ESTRECHA (The Narrowing Circle), Julian Symons, 1955
126. SCOLOMBE MUERE (Scolombe Dies), L. A. G. Strong, 1955
127. SIMIENTE PERVERSA (The Bad Seed), William March, 1955
128. SOY UN FUGITIVO (I’m a Fugitive From a Georgia Chain Gang!), Robert Burns,
1955
129. CLAVES PARA CRISTABEL (Clues for Christabel), Mary Fitt, 1955
130. SUSURRO EN LA PENUMBRA (The Whisper in the Gloom), Nicholas Blake, 1955
131. EL FALSO ROSTRO (False Face), Vera Caspary, 1955
132. EL CASO MÁS DIFÍCIL (Per Hills Schwerster Fall), Richard Katz, 1956
133. EL 31 DE FEBRERO (The 31st of February), Julian Symons, 1956
134. LA MUJER SIN PASADO (La femme sans passé), Serge Groussard, 1956
135. UN CRIMEN INGLÉS (An English murder), Cyril Hare, 1956
136. EL SIETE DEL CALVARIO (The Case of the Seven of Calvary), Anthony Boucher,
1956
137. EL OJO FUGITIVO (The Fugitive Eye), Charlotte Jay, 1956
138. EL MUERTO INSEPULTO (Dead and not Buried), H. F. M. Prescott, 1956
139. MI HIJO, EL ASESINO (My Son, the Murderer), Patrick Quentin, 1956
140. EL BÍGAMO (The Man with Two Wives), Patrick Quentin, 1957
141. EL RELOJ DE LA MUERTE (Death Watch), John Dickson Carr, 1957
142. EL MUERTO EN LA COLA (The Man in the Queue), Josephine Tey, 1957
143. EL CASO DE LA MOSCA DORADA (The Case of the Gilded Fly), Edmund Crispin,
1957
144. TRASBORDO A BABILONIA (Change Here for Babylon), Nina Bawden, 1957
145. LA MARAÑA (A Tangled Web), Nicholas Blake, 1958
146. LA PUERTA DE LA MUERTE (Lying at Death’s Door), Marten Cumberland, 1958
147. EL HOMBRE EN LA RED (The Man in the Net), Patrick Quentin, 1958
148. FIN DE CAPÍTULO (End of Chapter), Nicholas Blake, 1958
149. PATRICK BUTLER, POR LA DEFENSA (Patrick Butler for the Defence), John Dickson
Carr, 1958
150. LOS RICOS Y LA MUERTE (The Rich Die Hard), Beverley Nichols, 1958
151. CIRCUNSTANCIAS SOSPECHOSAS (Suspicious Circumstances), Patrick Quentin, 1959
152. ASESINATO EN MI CALLE (Murder on My Street), Edwin Lanham, 1959
153. TRAGEDIA EN LA JUSTICIA (Tragedy at Law), Cyril Hare, 1959

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154. LA COLUMNATA INTERMINABLE (The Endless Colonnade), Robert Harling, 1959
155. VIOLENCIA (Violence), Cornell Woolrich, 1960
156. LA SOMBRA DE LA CULPA (Shadow of Guilty), Patrick Quentin, 1960
157. UN PUÑAL EN MI CORAZÓN (A Penknife in My Heart), Nicholas Blake, 1960
158. FANTASÍA Y FUGA (Fantasy and Fugue), Roy Fuller, s.d., 1960
159. EL CRUCERO DE LA VIUDA (The Widow’s Cruise), Nicholas Blake, 1960
160. LaS PAREDES OYEN (The Listening Walls), Margaret Millar, 1960
161. LA DAMA DEL LAGO (Lady in the Lake), Raymond Chandler, 1960
162. MUERTE POR TRIPLICADO (Death in Triplicate), E. C. R. Lorac, 1960
163. EL MONSTRUO DE OJOS VERDES (The Green-Eyed Monster), Patrick Quentin, 1961
164. TRES MUJERES (Three Women), Wallace Reyburn, 1961
165. EVVIE (Evvie), Vera Caspary, 1961
166. LUGARES OSCUROS (The Dark Places), Alex Fraser, 1961
167. ASESINATO A PEDIDO (Murder by Request), Beverley Nichols, 1961
168. LA SENDA DEL CRIMEN (The Progress of a Crime), Julian Symons, 1962
169. VUELTA A ESCENA (Return to the Scene), Patrick Quentin, 1962
170. PESE AL TRUENO (In Spite of Thunder), John Dickson Carr, 1962
171. EL GUSANO DE LA MUERTE (The Worm of Death), Nicholas Blake, 1963
172. SEMEJANTE A UN ÁNGEL (How Like an Angel), Margaret Millar, 1963
173. SANATORIO DE ALTURA, Max Duplan (Eduardo Morera), 1963
174. CLARO COMO EL AGUA (The Nose on My Face), Laurence Payne, 1963
175. EL MARIDO (The Husband), Vera Caspary, 1963
176. EL ARMA MORTAL (Deadly Weapon), Wade Miller, 1964
177. LA ANGUSTIA DE MRS. SNOW (The Ordeal of Mrs. Snow), Patrick Quentin, 1964
178. Y LUEGO EL MIEDO (And Then Came Fear), Marten Cumberland, 1964
179. UN LOTO PARA MISS QUON (A Lotus for Miss Quon), James Hadley Chase, 1964
180. NACIDA PARA VÍCTIMA (Born Victim), Hillary Waugh, 1964
181. LA PARTE CULPABLE (Guilty Party), John Burke, 1964
182. LA BURLA SINIESTRA (The Deadly Joker), Nicholas Blake, 1965
183. ¿HAY ALGO MEJOR QUE EL DINERO? (What’s Better Than Money?), James Hadley
Chase, 1965
184. UN LADRÓN EN LA NOCHE (A Thief in the Night), Thomas Walsh, 1965
185. UN ATAÚD DESDE HONG KONG (A Coffin From Hong Kong), James Hadley Chase,
1965
186. APELACIÓN DE UN PRISIONERO (Prisoner’s Plea), Hillary Waugh, 1966
187. BESA AL ÁNGEL DE LAS TINIEBLAS (Kiss the Dark Angel), Maurice Moiseiwitsch,
1966
188. EL ESCALOFRÍO (The Chill), Ross MacDonald, 1966

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189. PELIGRO EN LA CASA VECINA (Danger Next Door), Patrick Quentin, 1966
190. ESCONDER A UN CANALLA (To Hide a Rogue), Thomas Walsh, 1966
191. TRASATLÁNTICO “ASESINATO” (S.S. Murder), Patrick Quentin, 1966
192. NO HAY ESCONDITE (No Hiding Place), Edwin Lanham, 1966
193. EL ÁNGEL CAÍDO (Fallen Angel), Howard Fast, 1966
194. FUEGO QUE QUEMA (Fire, Burn!), John Dickson Carr, 1966
195. AL ACECHO DEL TIGRE (Waiting for a Tiger), Ben Healey, 1966
196. EL ESQUELETO DE LA FAMILIA (Family Skeletons), Patrick Quentin, 1967
197. LA TRISTE VARIEDAD (The Sad Variety), Nicholas Blake, 1967
198. LOS RASTROS DE BRILLHART (The Traces of Brillhart), Herbert Brean, 1967
199. UN INGENUO MÁS (Just Another Sucker), James Hadley Chase, 1967
200. DINERO NEGRO (Black Money), Ross MacDonald, 1967
201. LA JOVEN DESAPARECIDA (Girl on the Run), Hillary Waugh, 1967
202. UNA RADIANTE MAÑANA ESTIVAL (One Bright Summer Morning), James Hadley
Chase, 1967
203. UN FRAGMENTO DE MIEDO (A Fragment of Fear), John Bingham, 1967
204. EL CODO DE SATANÁS (The House at Satan’s Elbow), John Dickson Carr, 1967
205. LA CAÍDA DE UN CANALLA (The Way the Cookie Crumbles), James Hadley Chase,
1967
206. EL OTRO LADO DEL DÓLAR (The Far Side of the Dollar), Ross MacDonald, 1968
207. CAÑONES Y MANTECA (Gun Before Butter), Nicholas Freeling, 1968
208. LA MAÑANA DESPUÉS DE LA MUERTE (The Morning After Death), Nicholas Blake,
1968
209. FRUTO PROHIBIDO (You Find Him - I’ll Fix Him), James Hadley Chase, 1968
210. PRESUNTAMENTE VIOLENTO (Believed Violent), James Hadley Chase, 1968
211. LA HERIDA ÍNTIMA (The Private Wound), Nicholas Blake, 1968
212. EL HOMBRE AUSENTE (The Missing Man), Hillary Waugh, 1969
213. LA OREJA EN EL SUELO (An Ear to the Ground), James Hadley Chase, 1969
214. FIN DE CAPÍTULO (End of Chapter), Nicholas Blake, 1969
215. 30 MANHATTAN EAST (30 Manhattan East), Hillary Waugh, 1969
216. LOS RICOS Y LA MUERTE (The Rich Die Hard), Beverley Nichols, 1969
217. EL ENEMIGO INSÓLITO (The Instant Enemy), Ross MacDonald, 1969
218. OSCURIDAD EN LA LUNA (Dark of the Moon), John Dickson Carr, 1970
219. EL FIN DE LA NOCHE (The End of the Night), John D. MacDonald, 1970
220. EL DERRUMBE (The Breakdown), John Boland, 1970
221. TRATO HECHO (You Have Yourself a Deal), James Hadley Chase, 1970
222. ¡TSING-BOUM! (Tsing-Boum!), Nicholas Freeling, 1970
223. CORRA CUANDO DIGA: ¡YA! (Run When I Say Go), Hillary Waugh, 1970

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224. Y AHORA QUERIDA… (Well Now - My Pretty), James Hadley Chase, 1970
225. MUERTE Y CIRCUNSTANCIA (Death and Circumstance), Hillary Waugh, 1970
226. VENENO PURO (Pure Poison), Hillary Waugh, 1970
227. LA MIRADA DEL ADIÓS (The Goodbye Look), Ross MacDonald, 1970
228. LA ÚNICA MUJER EN EL JUEGO (The Only Girl in the Game), John D. MacDonald,
1970
229. BESA Y MATA (Kiss and Kill), Ellery Queen, 1971
230. ASESINATOS EN LA UNIVERSIDAD (The Campus Murders), Ellery Queen, 1971
231. EL OLOR DEL DINERO (The Whiff of Money), James Hadley Chase, 1971
232. PLAZO: AL AMANECER (Deadline at Dawn), William Irish (Cornell Woolrich), 1971
233. ZIGZAGS, Paul Andreota, 1971
234. LOS JUEVES DE LA SEÑORA JULIA (I giovedì della signora Giulia), Piero Chiara,
1971
235. LAS MUJERES SE DEDICAN AL CRIMEN (A Lessons for Ladies), Ben Healey, 1971
236. SÓLO MONSTRUOS (Beyond This Point Are Monsters), Margaret Millar, 1971
237. MEDIODÍA DE ESPECTROS (The Ghosts’ High Noon), John Dickson Carr, 1971
238. ALGO EN EL AIRE (Something In The Air), John A. Graham, 1971
239. EL ÚLTIMO TIMBRE (The Last Doorbell), Joseph Harrington, 1971
240. UN AGUJERO EN LA CABEZA (Like a Hole in the Head), James Hadley Chase, 1971
241. CARA DESCUBIERTA (The Naked Face), Sidney Sheldon, 1972
242. NO QUISIERA ESTAR EN TUS ZAPATOS (I Wouldn’t Be in Your Shoes), William Irish
(Cornell Woolrich), 1972
243. EL ROBO DEL CEZANNE (The Aldeburg Cézanne), John A. Graham, 1972
244. COSTA BÁRBARA (The Barbarous Coast), Ross MacDonald, 1972
245. ACERTAR CON LA PREGUNTA (Ask the Right Question), Michael Z. Lewin, 1972
246. EL PULPO (La pieuvre), Paul Andreota, 1972
247. MANSIÓN DE MUERTE (Deadly Hall), John Dickson Carr, 1972
248. PELIGROSO SI ANDA SUELTO (No Safe to be Free), James Hadley Chase, 1972
249. EL FIN DE LA PERSECUCIÓN (Run Down the World of Alan Brett), Robert Garret,
1972
250. RETRATO TERMINADO (Final Portrait), Vera Caspary, 1972
251. LA DAMA FANTASMA (Phantom Lady), William Irish (Cornell Woolrich), 1973
252. SI DESEAS SEGUIR VIVIENDO (Want to Stay Alive?), James Hadley Chase, 1973
253. ¿QUIERES VER A TU MUJER OTRA VEZ? (If you want to see your wife again), John
Craig, 1973
254. EL TELÉFONO LLAMA (The Phone Calls), Lillian O’Donnell, 1973
255. ACTO DE TERROR (Act of Fear), Michael Collins, 1973
256. EL HOMBRE DE NINGUNA PARTE (Man from Nowhere), Stanley Ellin, 1973

www.lectulandia.com - Página 258


257. LA ORGANIZACIÓN (The Organization), David Anthony, 1973
258. EL CADÁVER DE UNA CHICA (The Body of a Girl), Michael Gilbert, 1973
259. LA SOMBRA DEL TIGRE (Shadow of a Tiger), Michael Collins, 1973
260. EL SÍNDROME FATAL (The Walter Syndrome), Richard Neely, 1973
261. ¡PÁNICO! (Panic), Bill Pronzini, 1973
262. PEÓN DAMA, (Queen’s Pawn), Victor Canning, 1973
263. CITA EN LA OSCURIDAD (The Black Path of Fear), Cornell Woolrich, 1974
264. TRAFICANTE DE NIEVE (The Snowman), Arthur Maling, 1973
265. ESTÁS SOLO CUANDO ESTÁS MUERTO (You’re Lonely When You’re Dead), James
Hadley Chase, 1974
266. SANGRE A LA LUZ DE LA LUNA (Blood on a Harvest Moon), David Anthony, 1974
267. SIN DINERO, A NINGUNA PARTE (You’re Dead Without Money), James Hadley Chase,
1974
268. LA AMANTE JAPONESA (The Japanese Mistress), Richard Neely, 1974
269. NO USES ANILLO DE BODA (Don’t Wear Your Wedding Ring), Lillian O’Donnell,
1974
270. ACUÉSTALA SOBRE LOS LIRIOS (Lay Her Among The Lillies), James Hadley Chase,
1974
271. EL HOMBRE XYY, (The XYY man), Kenneth Royce, 1974
272. LA EFIGIE DERRETIDA (The Melting Man), Victor Canning, 1974
273. LA ESPECIALIDAD DE LA CASA (The Specialty of the House), Stanley Ellin, 1975
274. LA ESTRANGULACIÓN (Stranglehold), Gregory Cromwell Knapp, 1975
275. EL SUDOR DEL MIEDO (The Sweat of Fear), Robert C. Dennis, 1975
276. ACUPUNTURA Y MUERTE (The Acupuncture Murders), Dwight Steward, 1975
277. DING DONG (Dingdong), Arthur Maling, 1975
278. CASTILLO DE NAIPES (House of Cards), Stanley Ellin, 1975
279. EL LLANTO DE NÉMESIS, Roger Ivnnes (Roger Pla), 1975
280. TÉ EN DOMINGO (Tea on Sunday), Lettice Cooper, 1975
281. ASESINO EN LA LLUVIA (Killer in the Rain), Raymond Chandler, 1975
282. LA CABEZA OLMECA (The Olmec Head), David Westheimer, 1976
283. CRESTA ROJA (Firecrest), Victor Canning, 1976
284. EL BUITRE PACIENTE (The Vulture is a Patient Bird), James Hadley Chase,
285. EL GRITO SILENCIOSO (The Silent Scream), Michael Collins, 1976
286. EL ORÁCULO ENVENENADO (The Poison Oracle), Peter Dickinson, 1976
287. CON LAS MUJERES NUNCA SE SABE (You Never Know With Women), James Hadley
Chase, 1976
288. CIELO TRÁGICO (The Dreadful Lemon Sky), John D. MacDonald, 1976
289. LUCHAR POR ALGO (Something Worth Fighting For), Reg Gadney, 1976

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290. HAY UN HIPPIE EN LA CARRETERA (There’s a Hippie on the Highway), James Hadley
Chase, 1976
291. CINCO ACCESOS AL PARAÍSO (Five Roundabouts to Heaven), John Bingham, 1976
292. LA NOVIA VISTIÓ DE LUTO (The Bride Wore Black), Cornell Woolrich, 1976
293. LAMENTO TURQUESA (The Turquoise Lament), John D. MacDonald, 1976
294. LA MUERTE DEL AÑO (This Year’s Death), John Godey, 1977
295. PRISIONERO EN LA NIEVE (Snowbound), Bill Pronzini, 1977
296. GOLPE FINAL (Knock Down), Dick Francis, 1977
297. TRAFICANTES DE NIÑOS (The Baby Merchants), Lillian O’Donnell, 1977
298. SERENATA DEL ESTRANGULADOR (Strangler’s Serenade), William Irish (Cornell
Woolrich), 1977
299. UN AS EN LA MANGA (An Ace Up My Sleeve), James Hadley Chase, 1977
300. LA DAMA DE MEDIANOCHE (The Midnight Lady and the Mourning Man), David
Anthony, 1977
301. CÁLCULO DE PROBABILIDADES (The Probability Factor), Walter Kempley, 1977
302. LA MARCA DE KINGSFORD (The Kingsford Mark), Victor Canning, 1977
303. DISQUE 577 (Dial 577 R-A-P-E), Lillian O’Donnell, 1977
304. PECES SIN ESCONDITE (Goldfish Have No Hiding Place), James Hadley Chase,
1977
305. NO ME APUNTES CON ESO (Don’t Point That Thing at Me), Kyril Bonfiglioli, 1978
306. OPERACIÓN LEÑADOR (The Woodcutter Operation), Kenneth Royce, 1978
307. EL ESQUEMA RAINBIRD (The Rainbird Pattern), Victor Canning, 1978
308. LA FORTALEZA (Stronghold), Stanley Ellin, 1978
309. EN EL HAMPA (Spider Underground), Kenneth Royce, 1978
310. LA HERMANA DE ALGUIEN (Somebody’s Sister), Derek Marlowe, 1978
311. TOC, TOC. ¿QUIÉN ES? (Knock, knock, Who’s There?), James Hadley Chase, 1978
312. LA MÁSCARA DEL RECUERDO (The Mask of Memory), Victor Canning, 1978
313. PRÁCTICA DE TIRO (Target Practice), Nicholas Meyer, 1978
314. SI USTED CREE ESTO… (Believe This, You’ll Believe Anything), James Hadley
Chase, 1978
315. MIENTRAS EL AMOR DUERME (While Love Lay Sleeping), Richard Neely, 1979
316. EL PAÍS DE JUDAS (Judas Country), Gavin Lyall, 1979
317. MUÉRASE, POR FAVOR (Do Me A Favour - Drop Dead), James Hadley Chase, 1979
318. LA HORA AZUL (The Blue Hour), John Godey, 1979
319. EN EL MARCO (In the Frame), Dick Francis, 1979
320. PREGUNTA POR MÍ, MAÑANA (Ask for Me Tomorrow), Margaret Millar, 1979
321. FIGURA DE CERA (Waxwork), Peter Lovesey, 1979
322. UNA NOVIA PARA HAMPTON HOUSE (A Bride for Hampton House), Hillary Waugh,

www.lectulandia.com - Página 260


1979
323. TRABAJO MORTAL (Leisure Dying), Lillian O’Donnell, 1979
324. JUEGO DIABÓLICO (Schroeder’s Game), Arthur Maling, 1979
325. VIAJE A LUXEMBURGO (The Luxembourg Run), Stanley Ellin, 1979
326. ASUNTO DE FAMILIA (A Family Affair), Rex Stout, 1980
327. ZURICH / AZ 900, (Zurich / AZ 900), Martha Albrand, 1980
328. POR ORDEN DE DESAPARICIÓN (In Order of Disappearance), Simon Brett, 1980
329. CONSIDÉRATE MUERTO (Consider Yourself Dead), James Hadley Chase, 1980
330. EL CABALLO DE TROYA (The Trojan Horse), Hammond Innes, 1980
331. AMO Y MATO (I Love, I Kill), John Bingham, 1980
332. TENGO LOS CUATRO ASES (I Hold the Four Aces), James Hadley Chase, 1980
333. OLIMPIADA EN MOSCÚ (Trail Run), Dick Francis, 1980
334. EL ASESINATO DE MRS. SHAW (The Murder of Miranda), Margaret Millar, 1980
335. AL ESTILO HAMMETT (Hammett), Joe Gores, 1980
336. UN LOCO EN MI PUERTA (Madman at My Door), Hillary Waugh, 1980
337. LOS EJECUTORES (The Terminators), Donald Hamilton, 1980
338. EL TOQUE DE SATÁN (Satan Touch), Kenneth Royce, 1981
339. CRÍMENES IMPERFECTOS (Mes crimes imparfeits), Alain Demouzon, 1981
340. EL NEGRO SENDERO DEL MIEDO (The Black Path of Fear), Cornell Woolrich, 1981
341. DETRÁS, CON UN REVÓLVER (After You With the Pistol), Kyril Bonfiglioli, 1981
342. LA ESTRELLA DESLUMBRANTE (Star Light, Star Bright), Stanley Ellin, 1981
343. LA ESPECTADORA (The Watcher), Kay Nolte Smith, 1981
344. RIESGO MORTAL (Risk), Dick Francis, 1981
345. LA FOTO EN EL CADÁVER (Photo Finish), Ngaio Marsh, 1981
346. NINGÚN ROSTRO EN EL ESPEJO (No Face in the Mirror), Hugh McLeave, 1981
347. LA PRUEBA DECISIVA (Murder Mistery), Gene Thompson, 1981
348. UN CADÁVER DE MÁS (One Corpse Too Many), Ellis Peters, 1981
349. EL LARGO TÚNEL (Adieu, La Jolla), Alain Demouzon, 1981
350. CAMBIO RÁPIDO (Quick Change), J. Cronley, 1982
351. LOS ENVENENADORES (The Poisoners), Donald Hamilton, 1982
352. HUELGA FRAGUADA (The Renshaw Strike), Ian Stuart, 1982
353. VÍCTIMAS (Victims), B. M. Gill, 1982
354. EL CASO DE LA MUERTE ENTRE LAS CUERDAS (Case with Ropes and Rings), Leo
Bruce, 1982
355. ASESINATO EN EL CLUB (Rubout at the Onyx), H. Paul Jeffers, 1982
356. EL CASO PARA TRES DETECTIVES (Case for Three Detectives), Leo Bruce, 1982
357. CONTRAGOLPE (Counterstroke), Andrew Garve, 1982
358. Y SI VINIERA EL LOBO… (Wolf! Wolf!), Josephine Bell, 1982

www.lectulandia.com - Página 261


359. ROSTROS OCULTOS (Hidden Faces), Peter May, 1982
360. TANTA SANGRE (So Much Blood), Simon Brett, 1982
361. UN CASO PARA EL SARGENTO BEEF (Case for Sergeant Beef), Leo Bruce, 1982
362. EL FALSO INSPECTOR DEW (The False Inspector Dew), Peter Lovesey, 1983
363. LOS DESTRUCTORES (The Ravagers), Donald Hamilton, 1983
364. CABEZA A CABEZA (Neck and Neck), Leo Bruce, 1983
365. ENGAÑO (Dupe), Liza Cody, 1983
366. LOS INTIMIDADORES (The Intimidators), Donald Hamilton, 1983
367. SANGRE FRÍA, Leo Bruce (novela anunciada para esta colección, pero finalmente
publicada en la serie «Grandes maestros del suspenso» de Emecé)

www.lectulandia.com - Página 262


Colección de «Selecciones del Séptimo Círculo»

1. EL FRUTO PROHIBIDO, James Hadley Chase


2. LA MIRADA DEL ADIOS, Ross Macdonald
3. LAS GAFAS NEGRAS (o LOS ANTEOJOS NEGROS), John Dickson Carr
4. LA JOVEN DESAPARECIDA, Hillary Waugh
5. EL CARTERO LLAMA DOS VECES, James M. Cain
6. PAGARÁS CON MALDAD, Margaret Millar
7. VEREDICTO DE DOCE, Raymond Postgate
8. UN FRAGMENTO DE MIEDO, John Bingham
9. SIMIENTE PERVERSA, Willliam March
10. LUGARES OSCUROS, Alex Fraser
11. EL CASO DEL JESUITA RISUEÑO, Michael Burt
12. JAQUE MATE AL ASESINO, E. C. R. Lorac (Edith Caroline Rivet Lorac)
13. LA GENTE MUERE DESPACIO, Anthony Gilbert
14. ¡HAMLET, VENGANZA!, Michael Innes
15. ENIGMA PARA DIVORCIADAS, Patrick Quentin (Quentin Patrick)
16. DINERO NEGRO, Ross Macdonald
17. EL CRIMEN DE LAS FIGURAS DE CERA, John Dickson Carr
18. LA DAMA DEL LAGO, Raymond Chandler
19. BEDELIA, Vera Caspary
20. ENIGMA PARA ACTORES, Patrick Quentin
21. EL ASESINATO DE MI TÍA, Richard Hull
22. CARA DESCUBIERTA, Sidney Sheldon
23. ERAN SIETE, Eden Phillpotts
24. TRATO HECHO, James Hadley Chase
25. MANSIÓN DE LA MUERTE, John Dickson Carr
26. BESA Y MATA, Ellery Queen
27. ASESINATO POR ENCARGO (o ASESINATO A PEDIDO), Beverly Nichols
28. EL CASO DE LAS TROMPETAS CELESTIALES, Michael Burt

www.lectulandia.com - Página 263


29. HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE, John Dickson Carr
30. UNA RADIANTE MAÑANA ESTIVAL, James Hadley Chase
31. EL RELOJ DE LA MUERTE, John Dickson Carr
32. CORRA CUANDO DIGA: ¡YA!, Hillary Waugh
33. EL CASO DE LA MOSCA DORADA, Edmund Crispin
34. EL ENEMIGO INSÓLITO, Ross MacDonald
35. MÁS ALLÁ HAY MONSTRUOS, Margaret Millar
36. LA CAÍDA DE UN CANALLA, James Hadley Chase
37. MUERTE EN LA RECTORÍA, Michael Innes
38. MIS MUJERES MUERTAS, John Dickson Carr
39. COSTA BÁRBARA, Ross Macdonald
40. ENIGMA PARA MARIONETAS, Patrick Quentin
41. LA SOMBRA DEL SACRISTÁN, E. C. R. Lorac
42. EL CASO DE LOS SUICIDIOS CONSTANTES, John Dickson Carr
43. LOS ROJOS REDMAYNE, Eden Phillpotts
44. MUERTE EN CINCO CAJAS, John Dickson Carr (Carter Dickson)
45. ENIGMA PARA LOCOS, Patrick Quentin
46. EL ÚLTIMO TIMBRE, Joseph Harrington
47. LA CASA DE EL CODO DE SATÁN, John Dickson Carr
48. LA NOCHE DE LA VIUDA BURLONA, John Dickson Carr (Carter Dickson)
49. EL MAESTRO DEL JUICIO FINAL, Leo Perutz
50. PEÓN DAMA, Victor Canning

www.lectulandia.com - Página 264


HILLARY BALDWIN WAUGH (New Haven, Connecticut, U.S.A., 22 de junio de
1920 - Guilford, Connecticut, U.S.A., 8 de diciembre de 2008).
Su madurez como autor de novelas policíacas coincide con el momento en que en su
país se desarrollaba la campaña de «caza de brujas» protagonizada por el senador
McCarthy.
Sus obras de ese período suelen desarrollarse en pequeñas ciudades del interior de
Estados Unidos y sus personajes destacados acostumbran ser servidores del orden.
Más adelante, pasada la fiebre maccartista, Waugh amplía sus escenarios y desliza en
sus novelas algunos rasgos sarcásticos sobre aquel período.

OBRAS

Madam Will Not Dine Tonight (1947)


Hope to Die (1948)
The Odds Run Out (1949)
Last Seen Wearing… (1952)
A Rag and a Bone (1954)
The Case of the Missing Gardener (1954)
Rich Man, Dead Man (1956)

www.lectulandia.com - Página 265


The Girl Who Cried Woolf (1958)
The Eighth Mrs. Bluebeard (1958)
Sleep Long, My Love (1959)
Road Block (1960)
Murder on the Terrace (1961)
That Night It Rained (1961)
Born Victim (1962)
The Late Mrs. D. (1962)
Death and Circumstance (1963)
Prisoner’s Plea (1963)
The Duplicate (1964)
The Missing Man (1964)
Girl on the Run (1965)
End of a Party (1965)
Pure Poison (1966)
The Triumvirate (1966)
The Trouble with Tycoons (1967)
30 Manhattan East (1968)
The Con Game (1968)
Run When I Say Go (1969)
The Young Prey (1969)
Finish Me Off (1970)
The Shadow Guest (1971)
Parrish for the Defense (1974)
A Bride for Hampton House (1975)
Seaview Manor (1976)
The Summer at Raven’s Roost (1976)
The Secret Room of Morgate House (1977)
Madman at My Door (1978)
Blackbourne Hall (1979)
Rivergate House (1980)
The Glenna Powers Case (1980)
The Billy Cantrell Case (1981)
The Doria Rafe Case (1981)
The Nerissa Claire Case (1983)
The Veronica Dean Case (1984)
The Priscilla Copperwaite Case (1986)
Murder on Safari (1987)
A Death in a Town (1988)

www.lectulandia.com - Página 266


Notas

www.lectulandia.com - Página 267


[1] Se refiere a una disposición de los Artículos de Enmiendas a la Constitución de los

Estados Unidos (Art. Quinto), según la cual ninguna persona será compelida «a
declarar contra sí misma en ningún juicio criminal». (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 268


[2] «SENADOR R…». Los mensajes y su correspondiente clave se han mantenido en

inglés. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 269


[3] Pimienta, en castellano. (N. del T.) <<

www.lectulandia.com - Página 270


[4]
El año va referido siempre a la fecha de la publicación de la obra en esta
colección, no al año de su edición original. (N. del E. D.) <<

www.lectulandia.com - Página 271

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