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Hobsbawm Eric - Sobre La Historia

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Eric Hobsbawm

Sobre la historia
Título original: On history

Eric Hobsbawm, 1997

Traducción: Jordi Beltrán & Josefina Ruiz


PREFACIO

Los historiadores de mentalidad menos filosófica difícilmente pueden evitar


las reflexiones generales sobre su disciplina. Incluso cuando les es posible evitarlas,
tal vez no se sientan estimulados a ello, ya que la demanda de conferencias y
simposios, que tiende a crecer a medida que el historiador envejece, se satisface
más fácilmente por medio de generalidades que de investigación real. En todo
caso, en la actualidad el interés se decanta hacia las cuestiones conceptuales y
metodológicas de la historia. Teóricos de toda clase dan vueltas alrededor de los
mansos rebaños de historiadores que pacen en los ricos pastos de sus fuentes
primarias o rumian las publicaciones de sus colegas. A veces hasta los menos
combativos se sienten impulsados a hacer frente a sus atacantes. No quiero decir
que los historiadores, entre ellos quien esto escribe, carezcan de espíritu
combativo, al menos cuando se ocupan de lo que escriben los demás historiadores.
Algunas de las polémicas académicas más espectaculares han tenido por escenario
los campos de batalla de los historiadores. Así que no es extraño que alguien que
lleva cincuenta años en este ramo haya producido las reflexiones sobre su
disciplina que ahora se reúnen en esta recopilación de ensayos.

Si bien varios de ellos son breves y poco sistemáticos —los límites de lo que
se puede decir en una conferencia de cincuenta minutos se notan en la mayoría de
ellos—, no dejan de ser intentos de resolver una serie coherente de problemas.
Éstos son de tres clases que se solapan unas con otras. En primer lugar, me ocupo
de los usos y los abusos de la historia tanto en la sociedad como en la política, así
como de la comprensión y —al menos así lo espero— la reestructuración del
mundo. Dicho de modo más específico, examino el valor que tiene la historia para
otras disciplinas, especialmente para las ciencias sociales. En cierto modo, estos
ensayos son, por así decirlo, anuncios de mi oficio. En segundo lugar, hablo de lo
que ha sucedido entre los historiadores y otros eruditos que investigan el pasado.
Entre ellos hay tanto estudios y evaluaciones críticas de varias tendencias y modas
históricas como intervenciones en debates sobre, por ejemplo, el posmodernismo y
la cliometría. En tercer lugar, los ensayos tratan del tipo de historia que yo cultivo,
es decir, de los problemas fundamentales a los que deberían hacer frente todos los
historiadores serios, de la interpretación histórica que más útil me ha sido al
hacerles frente; y también de cómo en la historia que he escrito se notan mi edad,
mis antecedentes, mis creencias y mi experiencia de la vida. Probablemente los
lectores comprobarán que, de un modo u otro, todos estos factores se reflejan en
cada uno de los ensayos.

Lo que opino sobre todos estos asuntos resultará claro al leer el texto. No
obstante, quiero añadir una o dos palabras de aclaración acerca de dos temas del
presente libro.

En primer lugar, acerca de decir la verdad sobre la historia, si se me permite


utilizar el título de un libro de amigos y colegas. [1] Defiendo firmemente la opinión
de que lo que investigan los historiadores es real. El punto desde el cual deben
partir los historiadores, por lejos de él que vayan a parar finalmente, es la
distinción fundamental y, para ellos, absolutamente central entre los hechos
comprobados y la ficción, entre afirmaciones históricas basadas en hechos y
sometidas a ellos y las que no reúnen estas condiciones.

Durante los últimos decenios se ha puesto de moda, y no en menor grado


entre las personas que se consideran de izquierdas, negar que la realidad objetiva
sea accesible, toda vez que lo que llamamos «hechos» existe sólo en función de
conceptos previos y de problemas formulados en términos de los mismos. El
pasado que estudiamos no es más que una construcción de nuestra mente. Una de
estas construcciones es en principio tan válida como cualquier otra, tanto si se
puede respaldar con lógica y hechos como si no. Mientras forme parte de un
sistema de creencias emocionalmente fuerte, en principio no hay, por así decirlo,
ninguna manera de decidir que la crónica bíblica de la creación de la Tierra es
inferior a la que proponen las ciencias naturales: son sencillamente distintas.
Cualquier tendencia a dudar de esto es «positivismo», y ningún término indica un
rechazo más total que éste, a menos que sea el término «empirismo».

Resumiendo, creo que sin la distinción entre lo que es y lo que no es así no


puede haber historia. Roma venció y destruyó a Cartago en las guerras púnicas, y
no viceversa. Cómo reunimos e interpretamos nuestra muestra escogida de datos
verificables (que pueden incluir no sólo lo que pasó, sino lo que la gente pensó de
ello) es otra cosa.

En realidad, pocos relativistas son totalmente fieles a sus convicciones, al


menos cuando se trata de decidir cuestiones como, por ejemplo, si el Holocausto
hitleriano tuvo lugar o no. Sin embargo, en todo caso, el relativismo no vale en la
historia más de lo que vale ante los tribunales de justicia. Decidir si el acusado en
un juicio por asesinato es culpable o no depende de la evaluación de las
tradicionales pruebas positivistas, si las hay. Cualquier lector inocente que se
encuentre en el banquillo de los acusados hará bien en apelar a ellas. Son los
abogados de los culpables los que echan mano de argumentos posmodernos para
la defensa.

En segundo lugar, sobre el planteamiento marxista de la historia con el que


se me asocia. Aunque es imprecisa, no repudio la etiqueta de marxista. Sin Marx no
se hubiera despertado en mí ningún interés especial por la historia, que no era una
asignatura que inspirara tal como se enseñaba en la primera mitad del decenio de
1930 en un Gymnasium conservador de Alemania y tal como la impartía un
admirable maestro liberal en una escuela de enseñanza secundaria de Londres. Es
casi seguro que no hubiera acabado ganándome la vida como historiador
académico profesional. Marx y los campos de actividad de los jóvenes radicales
marxistas me proporcionaron mis temas de investigación e inspiraron mi manera
de escribir sobre ellos. Aunque considerara desechable gran parte del
planteamiento marxista de la historia, continuaría presentando mis respetos —
profundos, pero no desprovistos de sentido crítico— a lo que los japoneses llaman
sensei, es decir, un maestro intelectual con el que se tiene contraída una deuda que
no se puede pagar. Da la casualidad de que (con las reservas que el lector
encontrará en estos ensayos) para mí la «concepción materialista de la historia» de
Marx sigue siendo, con mucho, la mejor guía de la historia, tal como la describió
Ibn Jaldún, el gran erudito del siglo XIV, a saber:

la crónica de la sociedad humana, de la civilización mundial; de los cambios


que tienen lugar en la naturaleza de dicha sociedad…; de las revoluciones y los
levantamientos de un grupo de gente contra otro, con los resultantes reinos y
estados con sus diversos rangos; de las diferentes actividades y ocupaciones de los
hombres, ya sean para ganarse el sustento o en diversas ciencias y oficios; y, en
general, de todas las transformaciones que experimenta la sociedad por su misma
naturaleza.[2]

Es sin duda la mejor guía para quienes, como yo, se han ocupado de la
ascensión del capitalismo moderno y la transformación del mundo desde el final
de la Edad Media europea.

Pero ¿qué es exactamente un «historiador marxista» a diferencia de un


historiador no marxista? Ideólogos de ambos bandos de las guerras de religión
seculares que hemos vivido durante gran parte del siglo en curso han intentado
trazar líneas divisorias claras y señalar incompatibilidades. Por un lado, las
autoridades de la difunta URSS no se sintieron con ánimos para traducir ninguno
de mis libros al ruso, aunque sabían que su autor era miembro de un partido
comunista y se encargó de la edición inglesa de las obras completas de Marx y
Engels. Según los criterios de su ortodoxia, no eran «marxistas». Por otro lado, en
tiempos más recientes, aún no se ha encontrado un editor francés «respetable» que
esté dispuesto a publicar mi libro Historia del siglo XX, es de suponer que porque se
considera demasiado escandaloso, desde el punto de vista ideológico, para los
lectores parisienses, o, más probablemente, para los que se da por sentado que
harían la reseña del libro en el caso de que se tradujera. Sin embargo, como
intentan demostrar mis ensayos, la historia de la disciplina que investiga el pasado
ha sido —desde finales del siglo XIX, por lo menos hasta que la nebulosidad
intelectual empezó a posarse sobre el paisaje historiográfico en los años setenta—
una historia de convergencia y no de separación. Se ha señalado con frecuencia el
paralelismo que existe entre la escuela de los Annales en Francia y los historiadores
marxistas de Gran Bretaña. Cada bando veía al otro embarcado en un proyecto
histórico parecido, aunque con una genealogía intelectual diferente, y aunque es de
suponer que las ideas políticas de sus exponentes más destacados distaban mucho
de ser las mismas. Interpretaciones que en otro tiempo se identificaban de modo
exclusivo con el marxismo, hasta con lo que yo llamo «marxismo vulgar» (véanse
las páginas 152-154) han penetrado de forma extraordinaria en la historia
convencional. Se puede decir sin temor a equivocarse que hace medio siglo, al
menos en Gran Bretaña, sólo un historiador marxista se hubiera atrevido a sugerir
que lo que mejor explica la aparición del concepto teológico del purgatorio en la
Edad Media europea es que la economía de la Iglesia dejó de depender de las
donaciones de un número reducido de nobles ricos y poderosos y pasó a depender
de una base financiera más amplia. Sin embargo, ¿quién calificaría de seguidor
ideológico, y todavía menos, político o simpatizante de Marx al eminente
medievalista de Oxford sir Richard Southern o a Jacques Le Goff, cuyo libro reseñó
el primero, de acuerdo con estos criterios, en el decenio de 1980?

Pienso que esta convergencia es una grata demostración de una de las tesis
fundamentales de los presentes ensayos, a saber: que la historia está comprometida
con un proyecto intelectual coherente y ha hecho progresos en lo que se refiere a
comprender cómo el mundo ha llegado a ser lo que es hoy. Naturalmente, no
quisiera sugerir que no se puede o no se debe distinguir entre historia marxista e
historia no marxista, por heterogénea y mal definida que sea la carga que llevan
estos dos contenedores. Los historiadores que siguen la tradición de Marx —y esto
no incluye a todos los que dicen ser marxistas— tienen una aportación significativa
que hacer a este esfuerzo colectivo. Pero no están solos. Y tampoco su trabajo, o el
de otros, debería juzgarse según las etiquetas políticas que, ellos u otros, pongan
en su solapa.
Los ensayos reunidos en este volumen se escribieron en distintos momentos
de los últimos treinta años, principalmente como disertaciones y aportaciones a
conferencias o simposios, a veces como reseñas de libros o colaboraciones
destinadas a esos peculiares cementerios académicos que son las Festschriften o
colecciones de estudios que se presentan a un colega académico en alguna ocasión
que pide celebrarse o apreciarse. Los ensayos van dirigidos a un público que oscila
entre el de carácter general, principalmente en las universidades, a los grupos
especializados de historiadores o economistas profesionales. Los capítulos 3, 5, 7, 8,
17 y 19 se publican por primera vez, aunque una versión del capítulo 17 con el
texto original en alemán, que di como conferencia en relación con la anual
Historikertag alemana, se publicó en Die Zeit. Los capítulos 1 y 15 se publicaron
por primera vez en la New York Review of Books; los capítulos 2 y 14, en la revista de
historia Past and Present; los capítulos 4, 11 y 20 han aparecido en la New Left
Review; el capítulo 6, en Daedalus, la revista de la Academia Norteamericana de
Artes y Ciencias; los capítulos 10 y 21, en Diogenes, bajo los auspicios de la
UNESCO. El capítulo 13 apareció en Review, bajo los auspicios del Centro Fernand
Braudel de la Universidad Estatal de Nueva York en Binghamton; el capítulo 18 lo
publicó en forma de folleto la Universidad de Londres. Se dan detalles de la
Festschrift para la cual fueron escritos los capítulos 9 y 16 al empezar los mismos,
y, en general, se hace lo propio con las fechas de los textos originales y, donde haga
falta, el motivo por el cual se escribieron. Agradezco a todos, cuando es necesario,
el permiso para publicar de nuevo los ensayos.

E. J. Hobsbawm
1. DENTRO Y FUERA DE LA HISTORIA

Esta ponencia fue presentada en la Universidad Centroeuropea de Budapest como


discurso de apertura del curso académico 1993-1994, por lo que la audiencia ante la que se
pronunció estaba compuesta en su mayoría por estudiantes procedentes de la desaparecida
Unión Soviética y de los países europeos que integraban el antiguo bloque comunista.
Posteriormente aparecería con el título «The New Threat to History» en el New York
Review of Books el 16 de diciembre de 1994, pp. 62-65, para después publicarse traducida
en varios países.

Es un honor para mí inaugurar el presente curso académico de la


Universidad Centroeuropea. Por otra parte, siento algo extraño al tener que ser yo
quien se encargue de llevar a cabo tal misión, ya que, a pesar de pertenecer a la
segunda generación de una familia de ciudadanos británicos, también me
considero centroeuropeo. De hecho, mi condición de judío me convierte en el
miembro típico de la diáspora que protagonizaron los pueblos de Europa central.
Mi padre llegó a Londres procedente de Varsovia y mi madre era vienesa, lo
mismo que mi esposa, quien, todo hay que decirlo, ahora se expresa en italiano
mejor que en alemán. De pequeña, mi suegra hablaba en húngaro y sus padres
fueron dueños de una tienda en Herzegovina durante los años que vivieron bajo la
antigua monarquía austrohúngara. Una vez, en la época en que aún había paz en
aquella desafortunada zona de los Balcanes, mi esposa y yo fuimos a Mostar para
tratar de averiguar dónde estaba ubicada. En aquellos tiempos, yo mismo solía
mantener contactos con algunos historiadores húngaros. De ahí que me presente
ante ustedes como un forastero que, de un modo indirecto, también forma parte
del grupo. A todo esto, ustedes se preguntarán qué me propongo decirles.

Pues bien, hay tres cosas de las que me gustaría hablarles.

La primera se refiere a Europa central y oriental. El mero hecho de ser


oriundos de la zona —como creo que es el caso de la mayoría de los presentes—,
los convierte a ustedes en ciudadanos de una serie de países que se encuentran hoy
en una situación doblemente incierta. No estoy diciendo que los habitantes del
centro y el este de Europa tengan el monopolio de la incertidumbre. Es muy
probable que en la actualidad ésta sea más universal que nunca. Sin embargo, en el
horizonte de ustedes se alzan más nubes que en el de los demás. A lo largo de mi
vida, he sido testigo de cómo la guerra asolaba todos los países de esta parte del
continente y posteriormente los he visto convertirse en objeto de sucesivas
conquistas, ocupaciones, liberaciones y nuevas invasiones. Ninguno de los estados
conserva las fronteras que tenía en el momento de mi nacimiento. Sólo seis de los
veintitrés países que hoy componen el mapa que se extiende entre Trieste y los
Urales existían cuando yo nací, o habrían llegado a existir de no haber sido
ocupados antes por uno u otro ejército: Rusia, Rumania, Bulgaria, Albania, Grecia
y Turquía, ya que ni la Austria ni la Hungría que surgieron en 1918 eran
comparables a la Hungría de la época de los Habsburgo ni a Cisleithania. Algunos
estados se crearon al finalizar la primera guerra mundial y otros muchos han ido
surgiendo a partir de 1989. Entre ellos, hay algunos que en ningún otro momento
de la historia habían alcanzado el rango de estado en el moderno sentido de la
palabra o que sólo habían llegado a disfrutar de él durante un corto período de
tiempo —uno o dos años en ciertos casos o una o dos décadas en otros— para
después perderlo. Entre los que lo han recuperado figuran los tres estados bálticos,
Bielorrusia, Ucrania, Eslovaquia, Moldavia, Eslovenia, Croacia o Macedonia, por
no mencionar otros situados más hacia el este. He asistido al nacimiento y la
muerte de algunos de ellos, como Yugoslavia y Checoslovaquia. En cualquier
ciudad de Europa central es muy corriente encontrar a personas mayores que han
tenido de manera consecutiva documentos de identidad expedidos por tres estados
distintos. Un habitante de Lemberg o Czernowitz que tenga una edad similar a la
mía ha vivido bajo cuatro estados, sin contar las ocupaciones sufridas durante la
guerra. Es muy posible que un ciudadano de Munkacs haya pertenecido a cinco, si
decidimos incluir en la lista la breve autonomía concedida a Podkarpatska Rus en
1938. Puede que en épocas más civilizadas, pongamos por caso 1919, le estuviera
permitido elegir la ciudadanía que prefiriese, pero, a partir de la segunda guerra
mundial, lo más probable es que se viera obligado a salir del país por la fuerza o
que tuviera que integrarse en el nuevo estado en contra de su voluntad. ¿De dónde
son los centroeuropeos y los europeos del este? ¿Quiénes son? Es esta una
pregunta de gran importancia que muchos de ellos llevan mucho tiempo
formulándose y para la cual no han encontrado todavía una respuesta satisfactoria.
En algunos países se trata de una cuestión de vida o muerte, y en la mayor parte de
ellos no sólo afecta, sino que también puede llegar a determinar en gran medida, la
situación legal y las opciones vitales de sus habitantes.

Sin embargo, existe otro tipo de incertidumbre de carácter más colectivo. El


bloque de naciones situadas en el centro y el este de Europa forma parte de una
zona del mundo a la que desde 1945 los diplomáticos y los expertos de las
Naciones Unidas vienen refiriéndose mediante el uso de elegantes eufemismos
como «subdesarrollado» o «en vías de desarrollo», es decir, o relativamente pobre
y atrasado o absolutamente pobre y atrasado. En muchos sentidos, la línea que
separa ambas Europas no es demasiado nítida, más bien podríamos hablar de una
cima o cordillera principal del dinamismo económico y cultural europeo con dos
laderas que descienden respectivamente hacia el este y el oeste. Dicha cadena
montañosa comienza en la Italia septentrional y atraviesa los Alpes hasta el norte
de Francia y los Países Bajos y se prolonga más allá del canal de la Mancha hasta
Inglaterra. Su trazado coincide con el de las rutas comerciales del Medievo, con los
mapas que muestran la distribución de la arquitectura gótica y con las cifras de los
PIB de las diferentes áreas que componen la Comunidad Europea. De hecho, la
zona en cuestión sigue siendo actualmente la espina dorsal de la Comunidad. Sin
embargo, existe una frontera histórica que separa la Europa «avanzada» de la
Europa «subdesarrollada», y que hay que situar aproximadamente en el centro del
imperio de los Habsburgo. Sé que, en este tipo de asuntos, la gente se muestra muy
susceptible. Ljubljana se considera más próxima al centro del mundo civilizado
que, pongamos por caso, Skopje, y Budapest opina lo mismo respecto a Belgrado.
Lo último que desea el actual gobierno de Praga es que le llamen «centroeuropeo»
por miedo a que el contacto con el Este que el adjetivo sugiere pueda llegar a
contaminarlo. De ahí que insista en que el país pertenece exclusivamente a
Occidente. No obstante, lo que trato de decir es que ninguna región o estado de
Centroeuropa o de Europa del Este ha pensado en sí mismo como tal centro. Todos
han buscado en otra parte el modelo que hay que seguir para ser avanzados y
modernos; y sospecho que esto mismo es lo que le ocurrió a la culta clase media de
Viena, Budapest y Praga, que optó por volver los ojos hacia París y Londres del
mismo modo en que los intelectuales de Belgrado y Ruse habían dirigido antes la
mirada hacia Viena. Sin embargo, de acuerdo con la mayoría de los parámetros
que suelen aplicarse en estos casos, la actual República Checa y algunas zonas de
lo que hoy es Austria formaban parte en su día del área industrial más avanzada de
Europa y, desde un punto de vista cultural, Viena, Budapest y Praga no tenían
motivo alguno para sentirse inferiores a otras ciudades.

La historia de los países atrasados a lo largo de los siglos XIX y XX es la


historia de los esfuerzos que hicieron por ponerse al nivel del mundo desarrollado
por medio de diversas estrategias de imitación. El Japón del siglo XIX tomó a
Europa como modelo y, una vez acabada la segunda guerra mundial, Europa
occidental decidió imitar la economía norteamericana. A grandes rasgos, la historia
de Europa central y del Este se resume en una sucesión de intentos fallidos que
tenían como meta la adopción de distintos modelos foráneos. En el período que se
abrió en 1918, con un mapa de Europa plagado de naciones de nuevo cuño, el
modelo de referencia era la democracia occidental y el liberalismo económico. El
presidente Wilson —¿ha recuperado la estación central de Praga el nombre que un
día llevó en honor suyo?— era el santo patrón de la zona, con excepción de los
bolcheviques, que iban por libre. (En realidad, ellos también seguían modelos
importados como Rathenau y Henry Ford). La cosa no funcionó y el modeló
fracasó política y económicamente en los años veinte y treinta. La Gran Depresión
acabó por arruinar la democracia plurinacional incluso en Checoslovaquia.
Durante un breve período de tiempo, algunos de estos países adoptaron o
flirtearon con el modelo fascista, que parecía estar llamado a ser la historia del gran
éxito económico y político de la década de los treinta. (Tenemos cierta tendencia a
olvidar que, en muchos sentidos, la Alemania nazi consiguió superar la Gran
Depresión con notable éxito). El intento por integrarse en un gran sistema
económico alemán tampoco funcionó, ya que Alemania fue derrotada.

En la etapa posterior a 1945, la mayoría de los países de la zona escogieron, o


fueron obligados a escoger, el modelo bolchevique, que, en esencia, era un sistema
ideado para modernizar las economías atrasadas de tipo agrario por medio de una
revolución industrial planificada. Esta es la razón de que nunca tuviera una
excesiva repercusión en lo que es hoy la República Checa y en lo que hasta 1989 fue
la República Democrática Alemana, si bien es verdad que su incidencia fue mayor
en el resto de la zona, incluida la URSS. No hace falta que les hable sobre las
carencias y defectos que presentaba el sistema desde un punto de vista económico,
y que al final acabaron por conducirlo al desastre, ni sobre los regímenes políticos
cada vez más insoportables que instauró en Europa central y Europa del Este.
Tampoco necesito recordarles los increíbles sufrimientos que causó a los pueblos
de la antigua URSS, sobre todo durante la edad de hierro de Iosiv Stalin. A pesar
de todo —y aunque sé que a muchos de ustedes no les gustará lo que voy a decir
—, creo que fue lo que mejor funcionó desde el desmembramiento de las
monarquías ocurrido en 1918. Para el ciudadano medio de los países más atrasados
de la región, como Eslovaquia o gran parte de la península balcánica, aquella fue
probablemente la mejor época de su historia. El colapso se debió a la progresiva
rigidez e inoperancia económica del sistema y, sobre todo, a su probada
incapacidad para generar novedades o para aplicarlas al ámbito de la economía,
por no mencionar la represión ejercida sobre la creación intelectual. Por otra parte,
fue imposible ocultar a los habitantes de la zona que el nivel de progreso material
alcanzado por otras naciones era superior al registrado en los países socialistas.
Dicho de otra manera, la causa del fracaso estuvo tanto en la actitud de
indiferencia u hostilidad que mostraban los ciudadanos como en la pérdida de
confianza de los propios regímenes respecto a los objetivos que se habían marcado.
No obstante, se mire como se mire, lo cierto es que el sistema se vino abajo de
manera estrepitosa entre 1989 y 1991.

¿Qué ocurre en la actualidad? Pues que hay un nuevo modelo que todo el
mundo se ha apresurado a copiar, y que implica la adopción de la democracia
parlamentaria en la esfera política y de formas extremas del capitalismo de libre
mercado en el ámbito de la economía. En su forma actual, no se trata todavía de un
modelo propiamente dicho, sino más bien de una reacción contra lo sucedido en
épocas anteriores. Si se le concede la oportunidad de desarrollarse, es posible que
acabe echando raíces y se convierta en algo más viable. Sin embargo, aunque así
fuera, a la luz de la historia desde 1918 es poco probable que esta región consiga
entrar, salvo contadas excepciones, en el club de las naciones «realmente»
avanzadas y modernas. Las consecuencias de imitar al presidente Reagan y a la
señora Thatcher han sido decepcionantes incluso en aquellos países que no se han
visto asolados por la guerra, el caos y la anarquía. Debo añadir que la aplicación
del modelo de Reagan y Thatcher tampoco ha producido resultados demasiado
brillantes en sus países de origen, para decirlo de un modo mesurado y
típicamente inglés.

Así pues, en general, los habitantes del centro y el este de Europa


continuarán viviendo en unos países descontentos con su pasado, probablemente
bastante desilusionados de su presente y llenos de dudas respecto a su futuro. Esta
situación entraña un gran peligro, ya que la gente no tardará en buscar a alguien a
quien echar la culpa de sus fracasos e inseguridades. Los movimientos e ideologías
que tienen más posibilidades de sacar partido de este clima emocional no son, al
menos en esta generación, los que desean la vuelta a una versión remozada de la
etapa anterior a 1989, sino los inspirados en la intolerancia y el nacionalismo
xenófobo. Como siempre, lo más fácil es culpar de todo a los extranjeros.

Con esto llego al segundo punto de mi exposición, que, aparte de constituir


el argumento central de la misma, también está relacionado de un modo más
directo con la actividad universitaria o al menos con aquellas tareas que a mí
personalmente me interesan más por mi condición de historiador y profesor de
universidad. Porque la historia es la materia prima de la que se nutren las
ideologías nacionalistas, étnicas y fundamentalistas, del mismo modo que las
adormideras son el elemento que sirve de base a la adicción a la heroína. El pasado
es un factor esencial —quizás el factor más esencial— de dichas ideologías. Y
cuando no hay uno que resulte adecuado, siempre es posible inventarlo. De hecho,
lo más normal es que no exista un pasado que se adecue por completo a las
necesidades de tales movimientos, ya que, desde un punto de vista histórico, el
fenómeno que pretenden justificar no es antiguo ni eterno, sino totalmente nuevo.
Esto es válido tanto para las diferentes formas que en la actualidad adopta el
fundamentalismo religioso —el estado islámico del ayatolá Jomeini data tan sólo
de principios de los años setenta— como para el nacionalismo contemporáneo. El
pasado legitima. Cuando el presente tiene poco que celebrar, el pasado
proporciona un trasfondo más glorioso. Recuerdo haber visto en alguna parte un
estudio acerca de la antigua civilización de las ciudades del valle del Indo titulado
Cinco mil años de Pakistán. Antes de 1932-1933, momento en que algunos líderes
estudiantiles inventaron el nombre, Pakistán ni siquiera existía como concepto. No
se convirtió en una reivindicación política firme hasta 1940 y, como estado, su
creación se remonta tan sólo a 1947. Las pruebas de que exista una relación entre la
civilización de Mohenjo-Daro y los actuales gobernantes de Islamabad son tan
escasas como las que se tienen acerca de una posible conexión entre la guerra de
Troya y el gobierno de Ankara, que reivindica el retorno del tesoro del rey Príamo
de Troya descubierto por Schliemann, aunque sólo sea para mostrarlo a la luz
pública en una primera exposición. Sin embargo, lo cierto es que «5000 años de
Pakistán» suena mejor que «cuarenta y seis años de Pakistán».

En estas circunstancias, los historiadores se encuentran con que han de


interpretar el inesperado papel de actores políticos. Antes pensaba que la historia,
a diferencia de otras disciplinas como, por ejemplo, la física nuclear, al menos no le
hacía daño a nadie. Ahora sé que puede hacerlo y que existe la posibilidad de que
nuestros estudios se conviertan en fábricas clandestinas de bombas como los
talleres en los que el IRA ha aprendido a transformar los abonos químicos en
explosivos. Esta situación nos afecta de dos maneras: en general, tenemos una
responsabilidad con respecto a los hechos históricos y, en particular, somos los
encargados de criticar todo abuso que se haga de la historia desde una perspectiva
político-ideológica.

No hace falta que me extienda en el comentario de la primera de estas


responsabilidades. De no ser por dos circunstancias totalmente nuevas, ni siquiera
la mencionaría. Una es la actual tendencia de los novelistas a basar la trama de sus
obras en hechos reales en vez de en argumentos imaginarios, con lo cual se
desdibuja la frontera que separa la realidad histórica de la ficción. La otra es el
gran auge que están experimentando las modas intelectuales «posmodernas» en
las universidades occidentales, especialmente en los departamentos de literatura y
antropología; en ellas subyace la idea de que todos los «hechos» a los que se
presupone una existencia objetiva no son sino meras creaciones mentales: en
resumen, que no hay una diferencia clara entre la realidad y la ficción. Sin
embargo, la diferencia existe, y es fundamental que los historiadores —incluso
aquellos de nosotros que son más radicalmente antipositivistas— sean capaces de
distinguir entre ambas. El historiador no puede inventar los hechos que estudia. O
Elvis Presley está muerto o no lo está. Hay una forma de responder a dicha
pregunta de un modo inequívoco, y es tomando como punto de partida las
pruebas existentes, siempre que, como sucede en algunos casos, se disponga de
pruebas fidedignas. El gobierno turco, que niega ser el autor del intento de
genocidio de los armenios ocurrido en 1915, tiene razón o no la tiene. Partiendo de
un discurso histórico riguroso, la mayoría de nosotros rechazaría cualquier intento
de negar la matanza, aunque ni hay un modo inequívoco de poder elegir entre las
diferentes formas de interpretar el fenómeno ni es posible encuadrarlo
adecuadamente en el contexto más amplio de la historia. Hace poco, los zelotes
hindúes destruyeron una mezquita en Aodhya, con el pretexto de que había sido
erigida en contra de la voluntad del pueblo hindú por el conquistador mogol
Babur en un emplazamiento especialmente sagrado, considerado como lugar de
nacimiento del dios Rama. Mis colegas y amigos de las universidades de la India
publicaron un estudio en el que se demostraba: a) que, hasta el siglo XIX, a nadie se
le había ocurrido que Aodhya pudiera ser el lugar de nacimiento de Rama, y b) que
casi con toda seguridad la mezquita no se construyó en tiempos de Babur. Me
gustaría poder decir que el trabajo ha contribuido en gran medida a frenar el
ascenso del partido que provocó el incidente, pero al menos estas personas
cumplieron con su deber como historiadores, para bien de los que saben leer y que
tanto ahora como en el futuro se encuentran expuestos a la propaganda de la
intolerancia. Cumplamos también con el nuestro.

Son contadas las ideologías de la intolerancia que se basan en simples


mentiras o invenciones de las que no existe la menor prueba. Después de todo, es
cierto que hubo una batalla de Kosovo en 1389, que los guerreros serbios y sus
aliados fueron derrotados por los turcos, y que este hecho dejó profundas huellas
en la memoria del pueblo serbio, lo cual no implica que pueda servir para justificar
la opresión de los albaneses, que en la actualidad forman el 90 por 100 de la
población de la zona, ni la pretensión serbia de que la tierra les pertenece por
derecho propio. Dinamarca no reclama la extensa área del este de Inglaterra que
los daneses colonizaron y gobernaron antes del siglo XI, conocida desde entonces
como la «Danelaw», y cuyas poblaciones llevan nombres que, desde un punto de
vista filológico, siguen siendo daneses.

El mal uso que la ideología suele hacer de la historia se basa más en el


anacronismo que en la mentira. El nacionalismo griego le niega a Macedonia
incluso el derecho a llamarse así, aduciendo que, en realidad, se trata de una
región griega que forma parte de un estado-nación griego, es de suponer que
desde que el padre de Alejandro Magno, que era rey de Macedonia, se convirtió en
soberano de los territorios griegos de la península balcánica. Como todo lo
relacionado con Macedonia, esta dista mucho de ser una simple cuestión
académica, pero un intelectual griego tendrá que ser muy valiente para atreverse a
afirmar que, desde un punto de vista histórico, es una tontería. En el siglo IV a. C.
no existía ningún estado-nación griego ni ninguna otra entidad política que
pudiera denominarse así; el imperio macedónico no se parecía en nada a un
estado-nación griego o a cualquiera de los modernos, sea este griego o no, y, en
todo caso, lo más probable es que los antiguos griegos vieran a sus gobernantes
macedonios como bárbaros, y no como griegos, concepción esta que también
aplicarían después a los romanos, aunque, sin duda, eran demasiado educados o
prudentes para confesarlo. Históricamente, Macedonia es una mezcla tan
inextricable de etnias —no en vano los franceses llamaron así a la ensalada de
frutas— que cualquier intento de identificarla con una nacionalidad concreta por
fuerza ha de estar equivocado. Para ser justos, por este mismo motivo habría que
rechazar los planteamientos más extremistas del nacionalismo macedonio y todas
aquellas publicaciones croatas que pretenden convertir a Zvonimir el Grande en el
antepasado del presidente Tudjman. Sin embargo, es difícil plantar cara a los
inventores de una historia nacional de manual, aunque hay algunos historiadores
en la Universidad de Zagreb, a los que estoy orgulloso de poder contar entre mis
amigos, que han tenido suficientes agallas para hacerlo.

Estos y otros muchos intentos de sustituir la historia por el mito y la


invención no son simples bromas pesadas de tipo intelectual. Después de todo,
tienen el poder de decidir lo que se incluye o no en los libros de texto, algo de lo
que eran plenamente conscientes las autoridades japonesas cuando insistieron en
que en las escuelas del país debía darse una versión aséptica de la intervención
japonesa en China. Hoy día, el mito y la invención son fundamentales para la
política de la identidad a través de la que numerosos colectivos que se definen a sí
mismos de acuerdo con su origen étnico, su religión o las fronteras pasadas o
presentes de los estados tratan de lograr una cierta seguridad en un mundo
incierto e inestable diciéndose aquello de «somos diferentes y mejores que los
demás». Ambas cosas son motivo de inquietud en las universidades, porque las
personas que formulan tales mitos e invenciones son personas cultas: maestros
laicos y religiosos, profesores de universidad (espero que no muchos), periodistas,
productores de radio y televisión. Lo más seguro es que en la actualidad la
mayoría de ellos hayan pasado por una u otra universidad. No les quepa la menor
duda. La historia no es una memoria atávica ni una tradición colectiva. Es lo que la
gente aprendió de los curas, los maestros, los autores de libros de historia y los
editores de artículos de revista y programas de televisión. Es muy importante que
los historiadores recuerden la responsabilidad que tienen y que consiste ante todo
en permanecer al margen de las pasiones de la política de la identidad incluso si
las comparten. Después de todo, también somos seres humanos.

El grado de trascendencia que puede llegar a tener el tema queda ilustrado


en un reciente artículo del escritor israelí Amos Elon sobre el modo en que el
genocidio de los judíos a manos de Hitler se ha transformado en un mito
legitimador de la existencia del estado de Israel. Más aún: durante los años en que
la derecha ocupó el poder, se convirtió en una especie de fórmula ritual de
afirmación de la identidad y la superioridad del estado israelí y, junto a Dios, en
un elemento esencial del conjunto oficial de creencias nacionales. Elon, que
describe con todo detalle la evolución de la transformación sufrida por el concepto
de «Holocausto» afirma —siguiendo al recién nombrado ministro de Educación
del nuevo gobierno laborista israelí— que es necesario separar la historia de los
mitos, los rituales y la política nacional. Como no soy israelí —aunque sí judío—,
prefiero no opinar al respecto. Sin embargo, como historiador, lamentablemente no
he podido dejar de fijarme en una de las observaciones que hace Elon y es la de
que las aportaciones más destacadas que se han hecho a la historiografía
académica sobre el genocidio, sean o no judíos sus autores, o bien no han sido
traducidas al hebreo, como es el caso de la gran obra de Hilberg o, si lo han sido,
han visto la luz con considerable retraso, y a veces con declaraciones de descargo
de responsabilidad por parte de las editoriales. La historiografía seria del
genocidio no ha minimizado en absoluto aquella tragedia incalificable.
Simplemente, discrepaba del mito legitimador.

A pesar de todo, esta misma historia nos permite concebir ciertas


esperanzas, porque es un ejemplo de cómo la historia mitológica o nacionalista es
criticada desde dentro. Me doy cuenta de que la historia de la creación del estado
de Israel dejó de escribirse para servir básicamente como propaganda nacional o
como defensa de la causa sionista unos cuarenta años después de que el estado
comenzara su andadura. He observado que esto mismo ocurrió con la historia
irlandesa. Aproximadamente medio siglo después de que la mayor parte de
Irlanda lograra la independencia, los historiadores irlandeses dejaron de escribir la
historia de su isla en términos de la mitología del movimiento de liberación
nacional. En la actualidad, la historia irlandesa, tanto en la República como en el
norte, atraviesa un momento de esplendor porque ha conseguido liberarse a sí
misma. Esta sigue siendo una cuestión cargada de riesgos e implicaciones políticas.
La historia que se escribe hoy día rompe con una antigua tradición que se ha
mantenido desde los fenianos hasta el IRA, y que continúa luchando con armas y
bombas en nombre de los viejos mitos. Pero el hecho de que haya una nueva
generación que ha alcanzado la madurez y está en condiciones de distanciarse de
las pasiones que acompañaron aquellos períodos tan trascendentales y traumáticos
de la historia de sus países es un signo de esperanza para los historiadores.

Sin embargo, no podemos estar esperando a que las generaciones se


sucedan. Debemos oponer resistencia a la formación de mitos nacionales, étnicos o
de cualquier otro tipo, mientras se encuentren en proceso de gestación. Al hacerlo
no ganaremos en popularidad: Thomas Masaryk, fundador de la República
Checoslovaca no se hizo demasiado popular cuando entró en la política como el
hombre que probó, con gran pesar pero sin la menor vacilación, que los
manuscritos medievales en que se basaba buena parte del mito nacional checo no
eran más que falsificaciones. Pero hay que hacerlo, y espero que así lo hagan
aquellos de ustedes que sean historiadores.

Esto es todo lo que deseaba decirles acerca del deber del historiador. Sin
embargo, antes de terminar, me gustaría recordarles algo más. El hecho de ser
estudiantes de esta universidad les convierte a ustedes en personas privilegiadas.
Lo más probable es que, como alumnos que son de una institución ilustre y
prestigiosa, gozarán, si así lo quieren, de una posición social destacada, tendrán
mejores carreras y ganarán más dinero que otra gente, aunque nunca tanto como
un próspero hombre de negocios. Lo que deseo recordarles es algo que me dijeron
a mí cuando empecé a enseñar en la universidad. «Aquellos por los que estás aquí
—me dijo mi propio profesor— no son estudiantes tan brillantes como tú. Son
estudiantes mediocres con mentes faltas de imaginación que se licencian sin pena
ni gloria con un aprobado justito y cuyos exámenes dicen todos las mismas cosas.
Los que son realmente buenos pueden cuidar de sí mismos, aunque disfrutarás
enseñándoles. Pero son los otros los que de verdad te necesitan».

Esto es aplicable no sólo a la universidad, sino también al mundo. Los


gobiernos, la economía, las escuelas, todo lo que forma parte de la sociedad, no
existe para beneficio de unas minorías privilegiadas. Estamos capacitados para
cuidar de nosotros mismos. Existe por el bien de las personas comunes y
corrientes, que no son especialmente inteligentes ni interesantes (a menos, claro
está, a que nos enamoremos de una de ellas), ni tienen demasiada cultura, ni
demasiado éxito ni parecen destinadas a tenerlo: en resumen, personas que no son
nada del otro mundo. Existe por las personas que, a lo largo de la historia, sólo han
entrado en ella como individuos con entidad propia al margen de las comunidades
a las que pertenecían por la constancia que ha quedado de su paso en las actas de
nacimiento, matrimonio y defunción. La única sociedad en la que merece la pena
vivir es aquella que haya sido diseñada para ellos, no para los ricos, los
inteligentes, los excepcionales, aunque esa sociedad en la que valga la pena vivir
deba reservar un espacio y un margen de acción para dichas minorías. Sin
embargo, el mundo no ha sido creado para nuestro disfrute personal ni hemos
venido a él por tal motivo. Un mundo que pretenda que esa es su razón de ser no
es un buen mundo ni debería ser un mundo perdurable.
2. EL SENTIDO DEL PASADO

En los siguientes capítulos se intenta dar una idea general de las relaciones
existentes entre el pasado, el presente y el futuro, que constituyen el verdadero objeto de
estudio del historiador. El presente capítulo se basa en la ponencia que sirvió de apertura a
la conferencia sobre «El sentido del pasado y la historia» organizada en 1970 por la revista
Past and Present y que apareció en el número 55 de dicha publicación (mayo de 1972) con
el título de «The Social Function of the Past: Some Questions».

Todos los seres humanos somos conscientes de la existencia del pasado


(definido como el período que precede a los acontecimientos que han quedado
directamente registrados en la memoria de cualquier individuo) como resultado de
compartir la vida con personas que nos superan en edad. Todas las sociedades
susceptibles de convertirse en centro de interés del historiador tienen un pasado,
ya que incluso los habitantes de las colonias más innovadoras proceden de
sociedades con una larga historia a sus espaldas. Ser miembro de cualquier
comunidad humana significa adoptar una posición respecto al propio (a su)
pasado, aunque ésta sea de rechazo. El pasado es, por tanto, una dimensión
permanente de la conciencia humana, un componente obligado de las
instituciones, valores y demás elementos constitutivos de la sociedad humana. A
los historiadores se les plantea el problema de cómo analizar la naturaleza de este
«sentido del pasado» en la sociedad y cómo describir sus cambios y
transformaciones.

Durante la mayor parte de la historia nos encontramos con sociedades y


comunidades para las cuales el pasado es básicamente un modelo para el presente.
Según dicha teoría, cada generación copia y reproduce a la que le precedió con la
máxima fidelidad posible y se considera fracasada si no alcanza su objetivo. Por
supuesto, un predominio absoluto del pasado implicaría la exclusión de todos
aquellos cambios e innovaciones que es de esperar se produjesen y es poco
probable que exista una sociedad humana que no reconociera la presencia de
ninguna innovación. Hay dos formas en que esto puede ocurrir. En primer lugar,
está claro que lo que oficialmente se conoce como «pasado» consiste y es obligado
que consista en un selecto surtido elaborado a partir del infinito número de cosas
que se recuerdan o pueden recordarse. Naturalmente, el alcance de este pasado
social formalizado depende de las circunstancias, aunque siempre habrá en él
intersticios, es decir, asuntos que no forman parte del sistema de historia
consciente al que los hombres incorporan, de un modo u otro, aquellos elementos
de su sociedad que consideran importantes. La innovación puede surgir en estos
intersticios, ya que no tiene un efecto inmediato en la sociedad ni topa
automáticamente con la barrera del «así no es cómo siempre se han hecho las
cosas». Por consiguiente, sería interesante preguntarse qué tipo de actividades
suelen recibir un trato relativamente más flexible, y diferenciarlas de las que en un
momento determinado parecen ser irrelevantes y es posible que tiempo después
resulten no serlo. Se podría sugerir que, en igualdad de condiciones, la tecnología,
en el amplio sentido de la palabra, pertenece al sector flexible, y la organización
social y la ideología o el sistema de valores, al inflexible. Sin embargo, en ausencia
de estudios históricos comparativos, la cuestión habrá de permanecer abierta. Por
supuesto, hay numerosas sociedades ancladas en la tradición y apegadas a los ritos
que en el pasado han aceptado la introducción más o menos repentina de nuevos
cultivos, nuevos medios de locomoción (como ocurrió con los caballos en el caso de
los indios de Norteamérica) y nuevas armas, sin tener la sensación de haber
alterado el modelo heredado del pasado. Por otro lado, lo más probable es que
existan otras, todavía no lo suficientemente investigadas, que incluso hayan
opuesto resistencia a tales innovaciones.

Sin duda, el «pasado social formalizado» es más rígido, puesto que establece
el modelo que deberá aplicarse en el presente y suele ser el tribunal de apelación
ante el que se dirimen los conflictos e incertidumbres de la actualidad: ley equivale
a costumbre, que es la sabiduría de la edad en las sociedades analfabetas. Los
documentos en que se conserva dicho pasado, y que de ese modo adquieren una
cierta autoridad espiritual, cumplen la misma función en las sociedades cultas y en
las que lo son tan sólo en parte. Es posible que una comunidad de indios
americanos reivindique el derecho a la propiedad de unas tierras comunales sobre
la base de una posesión que data de tiempos inmemoriales o del recuerdo de una
posesión que tuvo lugar en el pasado (y que con toda probabilidad pasaba de una
generación a otra de un modo sistemático) o de determinados fueros o decisiones
legales que se remontan a la era colonial y que se han conservado con todo
cuidado: ambos poseen gran valor como documentos en que quedó registrado un
pasado que se considera como la norma por la que se rige el presente.

Esto no excluye cierta flexibilidad o incluso un determinado grado de


innovación de facto, en tanto en cuanto el nuevo vino pueda verterse en los que, al
menos desde un punto de vista formal, continúan siendo los antiguos recipientes.
Según parece, los gitanos consideran el negocio de compraventa de coches usados
una ampliación más que aceptable del negocio de compraventa de caballos, ya que,
al menos en teoría, siguen creyendo que el nomadismo es el único modo de vida
aceptable. Los estudiosos del proceso de «modernización» que ha tenido lugar en
la India del siglo XX han investigado las diferentes maneras que tienen los
poderosos regímenes tradicionales de extenderse o modificarse, tanto de un modo
deliberado como en la práctica, sin que oficialmente ello les cause graves trastornos
internos, es decir, de forma que se pueda reformular la innovación como no
innovación.

En tales sociedades también es posible la innovación radical y consciente,


aunque tal vez sea necesario matizar que sólo existe un número muy limitado de
formas de poder legitimarla. Se la puede disfrazar de regreso o redescubrimiento
de una determinada época del pasado que ha sido dejada de lado o relegada al
olvido por equivocación, o inventando para ello un principio antihistórico dotado
de una fuerza moral superior que exija la destrucción del continuum
presente/pasado, como pueda ser, por ejemplo, una revelación de tipo religioso o
una profecía. No está claro que, en tales circunstancias, incluso los principios
antihistóricos no necesiten apelar para nada al pasado; es decir, que los «nuevos»
principios no resulten ser a veces —¿o siempre?— una versión actualizada de las
«viejas» profecías o de una «antigua» clase de profecías. Los historiadores y los
antropólogos se encuentran con la dificultad de que, siempre que se ha observado
o descrito alguno de estos casos rudimentarios de legitimación de las innovaciones
sociales más importantes, ha sido cuando las sociedades tradicionales se hallan
inmersas en un proceso más o menos drástico de transformación social. En otras
palabras: cuando el rígido marco normativo del pasado se ve sometido a una
presión límite y tal vez, como consecuencia, sea incapaz de funcionar de un modo
«adecuado». Aunque el cambio y la innovación generados por la imposición y la
importación de modelos procedentes del exterior sin conexión aparente con las
fuerzas sociales internas no tiene por qué afectar al sistema ideológico que una
comunidad ha creado en torno al concepto de «novedad» —puesto que el
problema de su legitimidad se resuelve planteándolo como un caso de fuerza
mayor—, en tales circunstancias, incluso la sociedad más tradicional se verá
obligada a aceptar la innovación circundante que amenaza con invadirla.
Naturalmente, puede optar por rechazarla in toto y aislarse, pero son contados los
casos en que esta solución resulta viable durante largos períodos de tiempo.

Por lo general, la creencia de que el presente debe reproducir el pasado se


traduce en un proceso de cambio histórico de ritmo bastante lento, ya que, de lo
contrario, ni sería realista ni lo parecería, excepto a costa de un enorme esfuerzo
social y de la clase de aislamiento al que antes nos hemos referido (como les ocurre
a los amish y a otras sectas que actualmente existen en los Estados Unidos).
Mientras sea posible asimilar el cambio —demográfico, tecnológico o de cualquier
otro tipo— de una forma gradual, incrementándolo poco a poco, por así decirlo, el
pasado social oficialmente aceptado estará capacitado para asimilarlo bajo la forma
de una historia convertida en mito y quizás también en ritual, bien sea mediante
una modificación tácita del sistema de creencias, bien «ampliando» el marco
ideológico, o de cualquier otro modo. De esta forma es posible absorber hasta las
medidas transformadoras más drásticas, aunque tal vez a un precio psicosocial
muy elevado, como fue el caso de la conversión al catolicismo que los españoles
impusieron a los indios tras la conquista de América. De no ser así, habría sido
imposible que se produjera tal cúmulo de cambios históricos en todas las
sociedades conocidas, sin destruir la fuerza de esta especie de tradicionalismo
normativo. A pesar de todo, este tradicionalismo dominó la sociedad rural de los
siglos XIX y XX, aunque, es obvio que, incluso entre los campesinos búlgaros de
1850, aquello de «siempre se ha hecho así» debió de ser muy diferente de lo que
fue allá por 1150. La idea de que la «sociedad tradicional» es estática e inmutable es
un mito creado por una ciencia social de escaso vuelo. Sin embargo, si la
transformación no alcanza cierto nivel, la sociedad puede seguir siendo
«tradicional»: el molde del pasado continúa dando forma al presente, o, al menos,
es lo que se espera que haga.

Hay que reconocer que, independientemente de cuál sea su importancia


numérica, el hecho de centrar la atención en el campesinado tradicional supone
utilizar un argumento un tanto tendencioso. En muchos sentidos, estos
campesinados sólo constituyen una parte de un sistema socioeconómico e incluso
político más amplio en cuyo interior tienen lugar una serie de cambios que no se
ven influidos por la versión campesina de la tradición, o bien se producen dentro
del marco de un sistema de tradiciones dotado de una mayor flexibilidad, como
por ejemplo el contexto urbano. Mientras las transformaciones que afectan a
algunas partes del sistema no modifiquen las instituciones y relaciones internas de
una manera que no haya sido prevista en el pasado, nada se opone a que se
produzcan rápidamente una serie de cambios aislados. Puede que incluso pasen a
formar parte de un sistema de creencias estable. Los campesinos moverán la
cabeza en sentido negativo mientras contemplan con suficiencia a los habitantes de
las ciudades, quienes, como todo el mundo sabe, «siempre andan buscando algo
nuevo»; y los respetables ciudadanos harán lo mismo con la nobleza de la corte,
consagrada a una febril invención de una serie de modas, a cual más efímera e
inmoral que la anterior. El predominio del pasado no equivale necesariamente a
una imagen de inmovilidad social. Es compatible con períodos de cambio histórico
de carácter cíclico, y, por supuesto, con el retroceso y con la catástrofe (o, lo que es
lo mismo, con el fracaso del intento de reproducir el pasado). Con lo que resulta
incompatible es con la idea de un progreso ininterrumpido.

II

Cuando el cambio social acelera o transforma la sociedad más allá de cierto


punto, el pasado debe dejar de ser el patrón sobre el que se traza el presente para
pasar a ser como máximo un modelo de referencia. «Tendríamos que recuperar las
costumbres de nuestros antepasados» cuando ya no las seguimos ni se espera que
lo hagamos. Esto significa que ha tenido lugar una transformación radical en el
propio pasado, que se convierte —y debe convertirse— en una máscara de la
innovación, puesto que su misión ya no consiste en expresar la repetición de lo
acaecido con anterioridad, sino determinadas acciones que, por definición, son
diferentes de las que se produjeron en otra época. Incluso si el intento de dar
marcha atrás se llevara a cabo al pie de la letra, las cosas nunca volverían a ser
como en los viejos tiempos; como mucho, se lograría rescatar algunos de los
elementos que integraron el sistema formal del pasado consciente que en ese
momento serían muy distintos desde un punto de vista funcional. Buen ejemplo de
ello es el ambicioso intento de Zapata de reproducir la sociedad campesina de
Morelos (México) tal como había sido cuarenta años antes con el fin de borrar de
golpe la era de Porfirio Díaz y regresar al statu quo ante. En primer lugar, no
consiguió reconstruir el pasado en el sentido literal de la palabra, ya que ello
suponía en mayor o menor medida reconstruir algo de lo que no se tenía un
conocimiento preciso ni objetivo (por ejemplo, los límites exactos de las tierras
comunales que se disputaban varías comunidades), por no mencionar la
construcción de lo que «tendría que haber sido» y, por lo tanto, de lo que se creía, o
cuando menos se imaginaba, que había existido realmente. En segundo lugar, la
tan odiada innovación no era un simple cuerpo extraño que hubiera logrado
penetrar en el organismo social como si se tratara de una bala alojada en la carne
que se pudiese extraer quirúrgicamente para dejar al organismo en las mismas
condiciones de antes. Representaba un aspecto del cambio social que no se podía
aislar de los demás y que, en consecuencia, sólo se podía eliminar realizando
transformaciones más profundas que la operación prevista. En tercer lugar, de
forma casi inevitable, el simple esfuerzo social que suponía volver atrás en el
tiempo puso en marcha una serie de fuerzas que tuvieron consecuencias aún más
trascendentales: los campesinos armados de Morelos se convirtieron en un
elemento revolucionario fuera de su estado, aunque sus objetivos tenían un alcance
local o, como mucho, regional. En tales circunstancias, la reconstrucción se
transformó en una revolución social. Dentro de las fronteras del estado (al menos
mientras el poder siguió en manos de los campesinos), lo más probable es que
consiguiera que las manecillas del reloj retrocedieran más allá de donde realmente
se encontraban en el decenio de 1870, al cortar los vínculos de unión con una
economía de mercado más amplia que existía incluso por aquel entonces. Si se
contempla la revolución mexicana desde una perspectiva nacional, la principal
consecuencia del intento zapatista fue dar lugar a un México nuevo, sin ningún
precedente histórico conocido.[1]

Aun admitiendo la imposibilidad de que los esfuerzos por recuperar un


pasado perdido triunfen al pie de la letra, salvo en sus modalidades menos
significativas (como la restauración de edificios en ruinas), continuará habiendo
intentos encaminados a tal fin que por lo general serán muy selectivos. (El caso de
una región agrícola atrasada que intente reconstruir todo aquello de lo que se tiene
memoria no presenta el menor interés desde el punto de vista de un análisis
comparativo). ¿En qué aspectos del pasado se acabará proyectando el esfuerzo
restaurador? Es probable que los historiadores hayan reparado en la frecuencia con
que se producen ciertos llamamientos en favor de la vuelta al pasado: a favor de
las antiguas leyes, la vieja moralidad, la religión de otras épocas, por mencionar
unos cuantos, y puede que les tiente la idea de generalizar a partir de estos hechos.
Sin embargo, antes de hacerlo, tal vez sería aconsejable que sistematizasen sus
propias observaciones y buscasen una posible orientación en las obras de los
antropólogos sociales y otros científicos cuyas teorías pueden estar muy
relacionadas con el tema. Por otra parte, antes de adoptar un enfoque
excesivamente superestructural, tal vez recuerden que no es la primera vez que se
intenta restaurar una estructura económica en desuso o a punto de extinguirse.
Aunque en la Gran Bretaña del siglo XIX la esperanza de regresar a una economía
de pequeños propietarios campesinos no pasara de ser una escena bucólica soñada
por los habitantes de las grandes ciudades (deseo que, al menos al principio, no
compartían los verdaderos jornaleros sin tierra), constituía no obstante un
elemento esencial de la propaganda radical y uno de los que se reivindicaban con
mayor insistencia.

Sin embargo, aun a falta de un modelo general que resulte útil para explicar
esta reimplantación selectiva, habría que hacer una distinción entre los intentos de
este tipo que se quedaron en un mero plano simbólico y los que efectivamente se
llevaron a cabo. Los llamamientos a la recuperación de una antigua moral o
religión siempre se efectúan con la intención de obtener resultados tangibles. Si
tienen éxito, en principio ninguna chica mantendrá relaciones sexuales antes del
matrimonio o todo el mundo asistirá a misa, por poner un ejemplo. Por el
contrario, aun admitiendo el componente estético presente en él, el deseo de
reconstruir con toda exactitud la fábrica de Varsovia destruida por las bombas tras
el fin de la segunda guerra mundial o, a la inversa, el de derribar determinados
testimonios que dan prueba de un proceso renovador como el monumento a Stalin
en Praga, es puramente simbólico. Se podría pensar que ello se debe a que lo que
en realidad la gente quiere reconstruir es demasiado vasto e indefinido para
conseguir devolverlo a la vida gracias a una serie de acciones restauradoras
concretas: este es el caso, por ejemplo, de la «grandeza» o la «libertad» de épocas
pasadas. La relación que existe entre la restauración real y la simbólica puede
llegar a ser verdaderamente compleja y hasta es posible que ambos elementos se
den al mismo tiempo. Para justificar la reconstrucción del edificio del parlamento
en la que Winston Churchill tanto insistía podrían aducirse motivos de eficacia, es
decir, que el mantenimiento de un diseño arquitectónico favorecía un modelo muy
concreto de política, debate y ambiente parlamentarios que resultaban esenciales
para el funcionamiento del sistema político británico. No obstante, como ya
sucediera con la elección del estilo neogótico para los edificios, también parece
indicar la presencia de un importante componente simbólico, tal vez incluso de
una forma de magia que, a través de la recuperación de una parte pequeña aunque
emocionalmente muy significativa de ese pasado perdido, consigue restaurar la
totalidad del mismo.

Sin embargo, lo más probable es que, tarde o temprano, se llegue a un punto


en que el pasado no sólo ya no pueda reproducirse de un modo literal, sino ni
siquiera reconstruirse de una forma parcial. Una vez alcanzado este punto, el
pasado se convierte en algo tan alejado de la realidad tangible, e incluso de la
recordada, que es posible que al final quede reducido a un mero lenguaje para
definir en términos históricos ciertas aspiraciones que existen en el mundo actual y
que no necesariamente son conservadoras. Los anglosajones libres anteriores al
yugo normando o la feliz Inglaterra de la época previa a la Reforma son ejemplos
conocidos. Como también lo es, por citar un caso contemporáneo, la metáfora de
«Carlomagno», que desde Napoleón I, se ha venido empleando para tratar de
difundir distintas modalidades de unidad europea de tipo parcial, ya sea mediante
un proceso federativo o a través de una conquista llevada a cabo por el bando
francés o el alemán, y que a todas luces no tiene por objeto la recreación de nada
que se parezca siquiera remotamente a la Europa de los siglos VIII y IX. En este
punto (lo crean o no sus defensores) es donde la exigencia de recuperar o recrear
un pasado tan lejano que su relación con el presente es mínima puede equivaler a
una total innovación, y donde existe la posibilidad de que el pasado que así se
invoca se convierta en un artificio o, para expresarlo en términos menos
halagüeños, en una mentira. El nombre «Ghana» transfiere la historia de una parte
de África a otra muy distante geográficamente hablando y totalmente diferente
desde un punto de vista histórico. En la práctica, la demanda sionista de regresar al
pasado anterior a la diáspora en la tierra de Israel representaba la negación de la
verdadera historia del pueblo judío durante más de 2000 años.[2]

Aunque estamos bastante familiarizados con la historia inventada,


tendríamos que distinguir entre los usos retóricos o analíticos de la misma y los
que llevan implícitos algún tipo concreto y genuino de «restauración». Entre los
siglos XVII y XIX, los radicales ingleses no tenían ninguna intención de volver a la
sociedad anterior a la conquista; para ellos, el «yugo» normando era ante todo un
recurso explicativo, los «anglosajones libres» eran con mucho una analogía o la
búsqueda de una genealogía, como se verá más adelante. Por otra parte, los
movimientos nacionalistas modernos, a los que, siguiendo a Renan, definiríamos
como movimientos que se olvidan de la historia o, mejor dicho, que la
malinterpretan, porque, desde el punto de vista de la historia, sus objetivos no
tienen precedentes, a pesar de todo insisten en definirse en mayor o menor medida
en términos históricos y de hecho hasta tratan de hacer realidad algunas partes de
esa historia ficticia. Como es lógico, esto es aplicable sobre todo a la definición del
territorio nacional, o para ser más exactos, a las reivindicaciones territoriales,
aunque existen varias formas cuyo deliberado arcaísmo es de sobras conocido y
que van desde los neodruidas galeses a la adopción del hebreo como lengua
secular hablada y a los Ordensburgen de la Alemania nacionalsocialista. Insisto en
que ninguno de ellos puede considerarse en modo alguno una «reconstrucción», o
incluso un «restablecimiento». Son innovaciones que utilizan o pretenden utilizar
elementos de un pasado histórico, sea este real o imaginario.

¿Qué clase de innovaciones actúan de este modo y bajo qué condiciones? Los
más evidentes son los movimientos nacionalistas, ya que la historia es la materia
prima que se moldea con más facilidad durante el proceso de construcción de las
«naciones» de nueva planta que constituye su principal objetivo. ¿Qué otros
movimientos se comportan así? ¿Puede decirse que es más probable que unas
aspiraciones tiendan más que otras a definirse de esta forma, por ejemplo las
relacionadas con la cohesión social de los grupos humanos o las que encarnan el
«sentido de la comunidad»? Es necesario dejar la pregunta sin responder.

III

El problema del rechazo sistemático del pasado sólo surge cuando se admite
que la innovación es a un tiempo inevitable y aconsejable desde un punto de vista
social: es decir, cuando es sinónimo de «progreso». Esto plantea dos cuestiones
distintas: cómo se llega a reconocer y legitimar la innovación como tal innovación,
y qué forma asume la situación derivada de ella (es decir, cómo se formula un
modelo de sociedad cuando el pasado ya no puede proporcionarlo). La primera es
la que resulta más fácil de contestar.

Sabemos muy poco del proceso que ha logrado convertir los términos
«nuevo» y «revolucionario» (tal como se usan en el lenguaje publicitario) en
sinónimos de «mejor» y «más atractivo», por lo que sería muy necesaria una
investigación a fondo del tema. Sin embargo, a primera vista parece que se tienen
menos reparos en aceptar la novedad o incluso una innovación de carácter
constante cuando está relacionada con el control que los seres humanos ejercemos
sobre la naturaleza, como ocurre, por ejemplo, con la ciencia y la tecnología,
debido a las evidentes ventajas que buena parte de ella ofrece incluso a los más
fervientes partidarios de la tradición. ¿Es que alguna vez las bicicletas o las radios
han sido objeto de un ataque ludita digno de mención? Por otro lado, mientras que
a algunos grupos humanos les pueden parecer atrayentes determinadas
innovaciones de tipo sociopolítico, al menos con vistas al futuro, las implicaciones
sociales y humanas de la innovación (incluyendo la innovación técnica) suelen
suscitar una mayor oposición, por motivos igualmente obvios. Es posible que los
constantes avances que se producen en materia tecnológica sean recibidos
favorablemente por los mismos que muestran un profundo disgusto ante la rápida
transformación que experimentan las relaciones humanas (por ejemplo, en materia
sexual y familiar) y a los que incluso les cuesta imaginar que dichas relaciones
puedan estar sujetas a un continuo proceso de cambio. Cuando se rechaza incluso
la innovación tecnológica de utilidad demostrada, la razón se encuentra
generalmente, por no decir siempre, en el miedo a la transformación social, es
decir, a la conmoción que la acompaña.

Legitimar la innovación cuya utilidad resulta tan evidente y es tan neutra


desde un punto de vista social, que es aceptada casi de inmediato, o que en todo
caso lo es por parte de la gente que está familiarizada con el cambio tecnológico, no
plantea el menor problema. Se podría pensar (¿pero se ha investigado en realidad
el tema?) que incluso una actividad tan partidaria de la tradición como la religión
institucional popular la ha aceptado sin dificultad. Sabemos que existe una gran
resistencia a introducir cualquier tipo de cambio en los antiguos textos de carácter
sagrado, pero no parece haberse producido una reacción similar con respecto, por
ejemplo, al abaratamiento de las imágenes e iconos sagrados por medio de
procesos tecnológicos como el grabado y la oleografía. Por otra parte, algunas
innovaciones necesitan que se las legitime, y en aquellos períodos en que el pasado
ya no es capaz de suministrar algo que les sirva de precedente, este hecho se
convierte en fuente de graves dificultades. Por importante que sea, cuando la
innovación se suministra en una sola dosis no resulta tan conflictiva. Se la puede
presentar como la victoria de un determinado principio positivo sobre su contrario,
o como un proceso de «corrección» o «rectificación», del predominio de la razón
sobre la sinrazón, del conocimiento sobre la ignorancia, de lo natural sobre lo que
no lo es, del bien sobre el mal. Sin embargo, los dos últimos siglos se han
caracterizado por un proceso de cambio constante e ininterrumpido, que, salvo
excepciones, no es posible tratar como tal si no es a costa de una casuística
considerable, como la necesidad de aplicar constantemente principios inmutables a
unas circunstancias siempre cambiantes de una serie de maneras que permanecen
sumidas en el misterio o exagerando la potencia de las fuerzas del mal que aún
perduran.[3]

Paradójicamente, el pasado sigue siendo la herramienta analítica más útil


para enfrentarse al cambio constante, aunque de una forma totalmente nueva. Se
transforma en el descubrimiento de la historia como un proceso de cambio
direccional, de desarrollo o evolución. De esta forma, el cambio se convierte en su
propia legitimación, si bien estrechamente vinculado a un «sentido del pasado»
totalmente distinto. Un excelente ejemplo de ello procedente del siglo XIX es la
obra de Bagehot Física y política (1872); los conceptos de «modernización» vigentes
en la actualidad ilustran una serie de versiones mucho más simplistas del mismo
enfoque. En resumen, lo que legitima y explica el presente ya no es el pasado
concebido como conjunto de puntos de referencia (por ejemplo, la Carta Magna), o
incluso como el período de tiempo en que algo tiene lugar (por ejemplo, la época
de las instituciones parlamentarías), sino el pasado considerado como proceso de
conversión en el presente. Frente a la imperiosa realidad del cambio, hasta el
pensamiento conservador se vuelve historicista. Puesto que la comprensión a
posteriori es la forma más convincente que adopta la sabiduría del historiador,
quizás resulte más apropiado para ellos que para la mayoría.

Pero ¿qué ocurre con los que además necesitan la capacidad de prever, de
concretar un futuro que en nada se parece al pasado? Tratar de hacerlo sin recurrir
a algún tipo de ejemplo resulta extraordinariamente difícil y a menudo nos
encontramos con que las personas que más esfuerzo dedican a la innovación
sienten la tentación de buscar uno, por muy inverosímil que sea, y lo incluyen en el
propio pasado, o en lo que viene a ser lo mismo, la «sociedad primitiva»,
considerada como una modalidad en que el pasado del hombre coexiste con su
presente. Sin duda, los socialistas de los siglos XIX y XX utilizaron el «comunismo
primitivo» como un elemento de análisis, pero el hecho de que lo emplearan
muestra con claridad la ventaja de contar con un precedente concreto incluso para
aquello que no lo tiene, o, al menos, con un ejemplo de cómo resolver los nuevos
problemas, aunque las soluciones que en el pasado se dieran a problemas análogos
resulten inaplicables al presente. Por supuesto, no existe ninguna necesidad teórica
de describir el futuro con toda exactitud, pero, en la práctica, la exigencia de que se
prediga o se formule un modelo que lo explique es demasiado fuerte para hacer
caso omiso de ella.

El método más práctico y popular de predicción ha sido siempre un tipo u


otro de historicismo, es decir, la extrapolación más o menos sofisticada y compleja
de las tendencias del pasado al futuro. En cualquier caso, se puede saber cómo será
el futuro si se investiga el proceso de desarrollo de épocas anteriores en busca de
pistas, de ahí la paradoja de que, cuanto más convencidos estemos de que va a
producirse algún tipo de innovación, mayor será nuestra necesidad de recurrir a la
historia para tratar de averiguar qué características tendrá. En este procedimiento
tienen cabida desde las versiones más simplistas —la visión del futuro como un
presente ampliado y mejorado o un presente ampliado y peor, tan típica de las
extrapolaciones tecnológicas o de las antiutopías sociales de tipo pesimista— a los
planteamientos que desde un punto de vista intelectual se caracterizan por una
mayor complejidad y ambición; pero, básicamente, la historia sigue siendo el
punto de partida en ambos casos. Sin embargo, llegados a este punto surge una
contradicción, cuya naturaleza ya dejó entrever Karl Marx cuando se mostró
convencido de la inevitable sustitución del capitalismo por el socialismo al mismo
tiempo que mostraba una enorme reticencia a dar detalles sobre cómo sería en
realidad la sociedad socialista y comunista. Este no es sólo un hecho de sentido
común: ser capaz de identificar las tendencias generales no equivale a poder
predecir qué consecuencias concretas tendrán en las circunstancias del futuro, que,
aparte de ser complejas, son en muchos sentidos desconocidas. También constituye
un indicio de que existe un conflicto entre un modo básicamente historicista de
analizar cómo se desarrollará el futuro, que da por supuesto que el proceso de
cambio histórico no conoce interrupciones, y el que hasta ahora ha sido el requisito
universal de los modelos programáticos de sociedad, a saber, un cierto grado de
estabilidad. La utopía es por naturaleza un estado estacionario que tiende a
reproducirse a sí mismo y cuyo implícito ahistoricismo sólo están en condiciones
de soslayar aquellos que opten por no describirlo. Aun siendo diseñados para
explicar una serie de circunstancias que se encuentran en plena transformación,
incluso los modelos menos utópicos de la «sociedad ideal» o del sistema político
adecuado suelen servirse para ello de un marco relativamente estable y previsible
de instituciones y valores que no se verá afectado por tales cambios. En teoría no
existe nada que impida definir los sistemas sociales en términos de un cambio
continuo, pero, en la práctica, no parece haber demasiada necesidad de que se haga
así, quizás porque cuando las relaciones sociales son inestables e imprevisibles en
exceso resultan especialmente desconcertantes. En el sistema de Comte, el término
«orden» va unido al de «progreso», pero el análisis de uno de ellos apenas nos dice
nada de cómo se ha de plantear el otro. La historia deja de resultar de utilidad
justo en el momento en que más la necesitamos.[4]

En consecuencia, es posible que nos veamos obligados a recurrir una vez


más al pasado, utilizándolo de un modo parecido a como tradicionalmente se ha
hecho, es decir, como depósito de precedentes, si bien esta vez nos basaremos en
una serie de programas o modelos que nada tienen que ver con él para efectuar
nuestra selección. Es muy probable que esto suceda en el momento de realizar el
diseño de la «sociedad ideal», ya que la mayor parte de lo que sabemos acerca del
buen funcionamiento de las sociedades consiste en conocimientos empíricos que
hemos acumulado en el curso de los miles de años que llevamos viviendo en
grupos humanos de muy distintas maneras, complementado tal vez con el estudio
de la conducta social de los animales, que se ha puesto muy de moda de un tiempo
a esta parte. Es indudable que la investigación histórica de «lo que sucedió en
realidad» resulta muy valiosa para resolver tal o cual problema concreto del
presente, además de constituir una corriente de aire fresco para algunas
actividades históricas que se han quedado bastante anticuadas, siempre y cuando
éstas tengan algo que ver con los problemas modernos. Por consiguiente, es no
sólo posible, sino también deseable, que lo que les ocurrió a los pobres que fueron
desplazados por la construcción en gran escala del tendido ferroviario o lo
sucedido durante el siglo XIX en el centro de las grandes ciudades arrojase algún
tipo de luz sobre las posibles consecuencias de la imparable construcción de
autopistas que estamos viviendo a finales del siglo XX, del mismo modo que los
distintos episodios de «poder estudiantil» que tuvieron lugar en las universidades
medievales[5] no son ajenos a los proyectos que pretenden cambiar la estructura
legal de las universidades modernas. Sin embargo, la naturaleza del que a menudo
es un proceso arbitrario de inmersión en el pasado en busca de ayuda para poder
así prever el futuro requiere un mayor análisis que el que hasta ahora ha recibido.
Por sí solo no basta para ocupar el lugar de la construcción de modelos sociales
adecuados, vayan éstos o no acompañados de la correspondiente investigación
histórica, sino que sólo sirven para reflejar y quizás en algunos casos para paliar su
actual insuficiencia.

IV

El uso social del pasado no queda ni mucho menos reflejado en estos


comentarios hechos de pasada. No obstante, aunque aquí no es posible analizar de
forma más pormenorizada los demás aspectos de la cuestión, sí se pueden
mencionar brevemente dos problemas concretos: los del pasado como genealogía y
como cronología.

El sentido del pasado como un continuo de experiencia de carácter colectivo


sigue siendo asombrosamente importante, incluso para los más partidarios de la
innovación y de la creencia de que novedad equivale a mejora: como lo demuestra
el hecho de que en todas partes se incluya la «historia» dentro de los planes de
estudio de todos los sistemas educativos modernos, o el que anden buscando
antecedentes (Espartaco, Moro, Winstanley) los revolucionarios de nuestros días,
quienes, en caso de ser marxistas, contagian a sus formulaciones teóricas con su
propia intrascendencia. ¿Qué ganan o ganaron en concreto los marxistas modernos
con saber que en la antigua Roma tuvieron lugar una serie de revueltas de esclavos
que, según se deduce de sus propios análisis, incluso en el supuesto de que
persiguieran fines comunistas, estaban destinadas al fracaso o a producir unas
consecuencias que apenas guardan relación con las aspiraciones de dichos
marxistas? Evidentemente, la sensación de pertenecer a una antigua tradición de
sublevaciones proporciona una gran satisfacción emocional, pero es necesario
preguntarse sobre el cómo y el porqué. ¿Es análoga a la sensación de continuidad
que infunden los programas de historia y que, por lo visto, es la que convierte en
materia de estudio aconsejable para los niños la existencia de Boadicea o
Vercingetórix, el rey Alfredo el Grande o Juana de Arco, como parte del bagaje
informativo con el que (por razones que se dan por válidas pero rara vez se
investigan) «se supone que deben estar familiarizados» por su condición de
ingleses o franceses? La atracción que ejerce el pasado concebido como
continuidad y tradición, como «nuestros antepasados», es muy fuerte. Incluso los
hábitos turísticos dan buena prueba de ello. Sin embargo, el hecho de que nos
identifiquemos de un modo instintivo con esta forma de sentir no debería hacemos
pasar por alto la dificultad que entraña averiguar por qué ocurre tal cosa.

Ni que decir tiene que la dificultad es mucho menor en el caso de las


modalidades de genealogía más comunes, con las que se intenta apuntalar una
autoestima llena de inseguridades. Los burgueses advenedizos tratan de conseguir
un linaje, las naciones o movimientos de nuevo cuño optan por incorporar a su
historia algunos ejemplos de hazañas y esplendores ya pasados en proporción a
cuáles crean que son las carencias de su verdadero pasado, esté o no justificada
dicha opinión.[6] La cuestión más interesante en relación con este tipo de prácticas
genealógicas es si llegan a convertirse en algo prescindible y en qué momento
sucede tal cosa. La experiencia de la moderna sociedad capitalista parece indicar
que quizás sean a un tiempo permanentes y transitorias. Por un lado, los nuevos
ricos de finales del siglo XX continúan aspirando a todo aquello que caracteriza la
vida de una aristocracia que, a pesar de su escasa importancia política y
económica, sigue simbolizando el estatus social superior (la mansión campestre, el
director ejecutivo renano que se dedica a cazar alces y jabalíes en un lugar tan
inverosímil como son las cercanías de las repúblicas socialistas, por mencionar
algunos ejemplos). Por otro lado, los edificios y elementos decorativos de tipo
neomedieval, neorenacentista y Luis XV de la sociedad burguesa decimonónica
dieron paso en un determinado momento a un estilo deliberadamente «moderno»,
que no sólo renunció a apelar al pasado, sino que incluso desarrolló un dudoso
parecido estético entre la innovación artística y técnica. Por desgracia, hasta ahora
la única sociedad de la historia que nos ha proporcionado el material adecuado
para realizar un estudio comparativo de la influencia de los antecedentes y la
novedad es la sociedad capitalista occidental de los siglos XIX y XX y no sería
prudente generalizar basándonos en un solo caso.

Por último, el problema de la cronología, que nos conduce al extremo


opuesto de una posible generalización, puesto que es difícil pensar en alguna
sociedad conocida que no considere oportuno dejar constancia por distintos
motivos del transcurso del tiempo y la sucesión de los acontecimientos. Por
supuesto, como ha señalado Moses Finley, existe una diferencia esencial entre un
pasado cronológico y uno que no lo es: entre el Odiseo de Homero y el de Samuel
Butler, al que de un modo natural y muy poco homérico se concibe como un
hombre de mediana edad que regresa junto a una esposa avejentada tras una
ausencia de veinte años. Ni que decir tiene que, desde el momento en que la
historia es un proceso de cambio direccional, la cronología es fundamental para el
significado histórico del pasado vigente en nuestros días. El anacronismo es una
señal de alarma que alerta inmediatamente al historiador y su capacidad para
causar un impacto emocional en una sociedad tan apegada a las cronologías es de
tal calibre, que se presta con gran facilidad a que las artes saquen partido de él: en
la actualidad, un Macbeth con vestuario moderno saca partido de ello de una forma
en que, por razones obvias, un Macbeth de la época jacobita nunca pudo hacer.

A primera vista es menos esencial para el sentido tradicional del pasado


(patrón o modelo para el presente, almacén y depósito de experiencia, sabiduría y
precepto moral). En un pasado de este tipo no se cree necesariamente que los
acontecimientos se producen de forma simultánea, como los romanos y los moros
que luchan entre sí en las procesiones de Semana Santa en España, o incluso fuera
del tiempo: la relación cronológica que existe entre ambos es simplemente
intrascendente. La cuestión de si Horacio Cocles se convirtió en un ejemplo para
los romanos de épocas posteriores antes o después de Mucio Escévola sólo tiene
interés para los pedantes. Del mismo modo (por citar un ejemplo de nuestros días),
la importancia que puedan tener los macabeos, defensores de Masada y Bar Kohba,
para los actuales israelíes no guarda la menor relación con la distancia cronológica
que separa a ambos y la que existe entre ellos mismos. En el instante en que se
introduce el tiempo real en dicho pasado (por ejemplo, cuando se analizan Homero
y la Biblia aplicando los métodos empleados en los estudios históricos modernos)
se convierte en algo totalmente distinto. Desde el punto de vista social se trata de
un proceso alarmante, además de constituir un síntoma de transformación social.

No obstante, en muchas (¿quizás en todas?) las sociedades que conocen la


escritura, e incluso en aquellas que no la conocen, la cronología histórica, por
ejemplo en forma de genealogías y crónicas, tiene a ciertos efectos una importancia
que está fuera de toda duda, si bien la capacidad de las primeras para generar
testimonios escritos a lo largo del tiempo les permite inventar una serie de posibles
usos que resultarían inviables en las que sólo cuentan con una tradición oral. (Sin
embargo, aunque se han investigado los límites de la memoria histórica de carácter
oral desde el punto de vista de las necesidades del estudioso de nuestro tiempo, los
historiadores han prestado menos atención al problema de su falta de adecuación a
las necesidades de sus propias sociedades).

En su sentido más amplio, todas las sociedades poseen mitos de creación y


desarrollo que simbolizan el paso del tiempo: en un principio las cosas eran así y
luego cambiaron para ser de esta otra manera. Y, a la inversa, una concepción
providencial del universo también presupone que los acontecimientos siguen un
orden determinado, puesto que la teleología (incluso habiendo logrado sus
objetivos) es una especie de historia. Por otra parte, se presta de un modo
inmejorable a la cronología, en caso de que haya una, como demuestran las
diversas especulaciones milenaristas o las discusiones en torno al año 1000 d. C.,
que implican la existencia previa de un sistema de datación. [7] En un sentido más
concreto, el proceso de comentar textos antiguos de una validez permanente o de
descubrir las aplicaciones concretas de la verdad eterna supone ya la aplicación de
una cierta cronología (por ejemplo, la búsqueda de los antecedentes). Huelga decir
que puede ser necesario realizar cálculos cronológicos más precisos para alcanzar
una gran variedad de objetivos económicos, legales, burocráticos, políticos y
rituales, al menos en aquellas sociedades alfabetizadas que están en condiciones de
dejar constancia escrita de los mismos, incluyendo, por supuesto, la invención con
fines políticos de una serie de precedentes antiguos y favorables.

En algunos casos, la diferencia entre dicha cronología y la que utiliza la


historia contemporánea es bastante clara. La búsqueda de precedentes que llevan a
cabo los abogados y los burócratas está totalmente concebida en función de las
necesidades del presente. Su objetivo consiste en descubrir los derechos legales de
hoy día, la solución de los problemas administrativos modernos, mientras que al
historiador, por muy interesado que pueda estar en la relación que existe entre
unas determinadas circunstancias y el presente, lo que de verdad le importa es la
diferencia que hay entre ellas. Por otro lado, este no es el único rasgo que
caracteriza a la cronología tradicional. Es posible que exista una percepción
generalizada de la historia, de la unidad del pasado, el presente y el futuro, a pesar
de lo incapaces que podamos llegar a ser los seres humanos para recordarla y dar
testimonio de ella, como también es posible que sea necesario medirla con algún
tipo de cronología, por muy incomprensible o imprecisa que nos pueda parecer.
Pero aunque esto sea así, ¿dónde se encuentra la línea divisoria entre el pasado
cronológico y el no cronológico, entre la cronología histórica y no histórica que
coexisten a un mismo tiempo? La respuesta no está clara en absoluto. Si la
encontráramos, tal vez lograse arrojar luz no sólo acerca del sentido que el pasado
tenía en sociedades de épocas anteriores, sino también en la nuestra, donde la
hegemonía de una de sus formas (el cambio histórico) no impide que subsistan
otras concepciones del sentido del pasado en diferentes entornos y circunstancias.

Cuesta menos formular preguntas que dar respuestas, y esta ponencia ha


preferido la vía más fácil a la más difícil. Sin embargo, quizás el hecho de hacer
preguntas, sobre todo acerca de aquellas experiencias que tendemos a dar por
supuestas, no resulte ser una ocupación inútil. Estamos inmersos en el pasado,
como un pez lo está en el agua, y no podemos escapar de él. Pero nuestra forma de
vivir y movernos en este medio hacen necesarios el análisis y el debate. Mi
propósito no era otro que estimular ambas cosas.
3. ¿QUÉ PUEDE DECIRNOS LA HISTORIA SOBRE LA
SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA?

Originariamente, el presente capítulo fue una conferencia que di en la Universidad


de California (campus de Davis) con ocasión del setenta y cinco aniversario de la
institución. El texto ha permanecido inédito hasta la fecha. He cambiado los tiempos
verbales de presente por otros de pasado allí donde lo he creído necesario y he eliminado
todos aquellos pasajes que hacen referencia a temas que se tratan en otros capítulos del
libro.

¿Qué puede decirnos la historia sobre la sociedad contemporánea? Al


formular dicha pregunta, no pretendo embarcarme en la típica defensa de aquellos
académicos que ocupan su tiempo en estudiar una serie de materias interesantes
pero en apariencia inútiles como el griego y el latín, la crítica literaria o la filosofía,
sobre todo cuando, para seguir haciéndolo, tratan de recaudar fondos de unas
personas que creen que el dinero sólo está bien invertido cuando se destina a
sufragar actividades que producen resultados prácticos evidentes, como fabricar
armas nucleares más sofisticadas o ganar unos cuantos millones de dólares. Lo que
hago es plantear una pregunta que todo el mundo se hace; una pregunta que los
seres humanos nos venimos haciendo por lo menos desde que existen testimonios
escritos.

Porque la posición que ocupamos respecto al pasado y las relaciones que


existen entre el pasado, el presente y el futuro no son sólo asuntos de vital interés
para todos nosotros: no podemos prescindir de ellas. No podemos dejar de
situarnos dentro del continuo de nuestras vidas, de la familia y del grupo al que
pertenecemos. No podemos evitar comparar el pasado y el presente: esa es la
función de los álbumes de fotos y de las películas caseras. No podemos evitar
aprender de todo ello, porque ese es precisamente el significado de la palabra
«experiencia». Es posible que aprendamos cosas equivocadas —y para decirlo sin
rodeos, eso es lo que solemos hacer—, pero si no aprendemos, o si no hemos tenido
oportunidad de aprender o nos hemos negado a aprender de cualquier pasado que
fuera válido para nuestros propósitos, es que, en último extremo, padecemos
alguna anomalía psíquica. Dice un antiguo proverbio inglés que «el niño que se
quema los dedos no vuelve a acercarlos al fuego»; en otras palabras: confiamos que
la experiencia le ayude a aprender. Los historiadores son el banco de memoria de
la experiencia. En teoría, el pasado —todo el pasado, desde el hecho más
insignificante hasta la totalidad de lo ocurrido hasta la fecha— constituye la
materia prima de la historia. Una gran parte del mismo no es competencia de los
historiadores, pero otra buena parte sí lo es. Y mientras sean ellos los encargados
de recopilar y dar forma a la memoria colectiva del pasado, todos aquellos que
integran la sociedad contemporánea tendrán que depositar en ellos su confianza.

El problema no radica en si lo hacen o no, sino en lo que realmente esperan


obtener del pasado, y, en tal caso, en si es eso lo que los historiadores deben o no
proporcionarles. Pensemos en un ejemplo concreto, en una manera de utilizar el
pasado que sea difícil de definir pero que todo el mundo considere importante.
Una institución —pongamos por caso la universidad— celebra su setenta y cinco
aniversario. ¿Por qué exactamente? ¿Qué ganamos con celebrar un momento
cronológico arbitrario de la historia de una institución, aparte, claro está, del
sentimiento de orgullo que tal hecho nos produce, una excusa para pasar un buen
rato o alguna que otra ventaja adicional? Aun sin saber bien por qué, necesitamos y
utilizamos la historia.

Pero ¿qué es lo que puede decirnos la historia sobre la sociedad


contemporánea? Durante la mayor parte del pasado de la humanidad —de hecho,
incluso en Europa occidental la idea prevaleció hasta el siglo XVIII— se dio por
sentado que podía indicar cómo debía funcionar la sociedad, cualquiera que ésta
fuese. El pasado era el modelo de referencia del presente y del futuro. En la vida
cotidiana representaba la clave que permitía descifrar el código genético mediante
el cual cada generación reproducía a sus sucesores y ordenaba sus relaciones. De
ahí la importancia que tenían los ancianos, que no sólo simbolizaban la sabiduría
en términos de una prolongada experiencia, sino que también lo eran en el sentido
de que en ellos se conservaba la memoria de cómo eran y se hacían las cosas en
épocas anteriores y, en consecuencia, de cómo debían de hacerse en el futuro. El
hecho de que a la cámara alta del Congreso de los Estados Unidos y de los
parlamentos de otros países se la denomine «senado» da buena prueba de ello. En
algunos casos todavía sigue siendo así, como demuestra la vigencia del concepto
de precedente en los sistemas legales basados en el derecho consuetudinario (es
decir, fundamentado en la costumbre, o sea, en la tradición). Pero, si en nuestros
días, el «precedente» es ante todo algo que es necesario reinterpretar o burlar para
poder así adaptarse a unas circunstancias que evidentemente no se corresponden
con las de tiempos pasados, es porque hubo una época en que fue —y de vez en
cuando aún sigue siendo— vinculante, en el sentido literal del término. Sé de una
comunidad india que habita en los Andes centrales de Perú que lleva litigando con
las haciendas (cooperativas, desde 1969) de las proximidades por la propiedad de
unas tierras desde finales del siglo XVI. Generación tras generación, los hombres
adultos del grupo, que no sabían leer ni escribir, llevaban a los niños, también
analfabetos, a las altas praderas de la puna por cuya posesión luchaban y les
mostraban las lindes de las tierras comunales que habían perdido. En este caso, la
historia se convierte literalmente en la ley por la que se rige el presente.

Este ejemplo nos conduce a otra de las funciones de la historia ya que,


cuando el presente era poco gratificante en uno u otro sentido, el pasado
proporcionaba el modelo para reconstruirlo de un modo satisfactorio. Entonces,
para referirse a épocas pasadas, se solía hablar —aún se hace— de «los viejos
tiempos» y de que la sociedad debía volver a ellos. Se trata de un enfoque que
continúa vigente en la actualidad: en todo el mundo surgen personas y
movimientos políticos que definen la utopía como nostalgia: como la recuperación
de la vieja moralidad cuya excelencia se alaba, de la religión entendida como en
otros tiempos, de los valores de aquella Norteamérica pueblerina de comienzos de
siglo, de la conveniencia de observar al pie de la letra dos documentos antiguos
como son la Biblia o el Corán, y así sucesivamente. Pero, naturalmente, hoy día
existen algunas situaciones en que es, o incluso parece, literalmente posible
regresar al pasado. La vuelta al pasado es, o bien el retorno a algo tan remoto que
su reconstrucción se hace insoslayable, un «resucitar» o «renacer» de la
Antigüedad clásica tras muchos siglos de haber permanecido en el olvido —según
la concepción que entonces tenían del hecho los intelectuales de los siglos XV y
XVI— o, más probablemente, el regreso a algo que nunca existió pero que ha sido
inventado con un propósito concreto. No hay la menor posibilidad de que el
sionismo, y en realidad cualquier nacionalismo moderno, se plantee jamás como
una vuelta al pasado, por la sencilla razón de que los estados-nación, tal como
entonces se los concebía, con unas fronteras y una organización interna muy
concretas, no existían antes del siglo XIX. Tenía que ser una innovación
revolucionaria disfrazada de restauración. De hecho, tenía que inventar la historia
que, según afirmaba, iba a llevar a su punto culminante. Como Ernest Renan decía
hace un siglo: «para ser una nación, uno de los elementos esenciales es interpretar
la historia de un modo equivocado». Una de las tareas de las que deben ocuparse
los historiadores profesionales es precisamente la de desmantelar dichas
mitologías, a menos que se contenten —como creo que les ocurre a menudo a los
historiadores nacionalistas— con ser esclavos de los ideólogos. Esta es una
contribución importante, si bien negativa, de la historia a nuestra visión de la
sociedad contemporánea. Los políticos no suelen mostrarse demasiado
agradecidos con los historiadores por hacerla.

Ahora bien, en general, ha dejado de tener importancia la idea de que todo


ese cúmulo de experiencia coagulada es una especie de lección que debemos
extraer de la historia. Salta a la vista que el presente no es, ni puede ser nunca, un
simple calco del pasado; como tampoco es posible reducir los diferentes aspectos
de su funcionamiento a una mera imitación de los modelos de otras épocas. Desde
que comenzó el proceso de industrialización, destaca mucho más el carácter
novedoso de las aportaciones realizadas por cada una de las diferentes
generaciones que el parecido que aquéllas hayan podido tener con todo lo
sucedido anteriormente. Sin embargo, en lo que respecta a una gran parte del
mundo y de las vivencias humanas, el pasado sigue conservando la misma
autoridad de siempre y, por tanto, la historia o la experiencia, en el sentido
auténtico que hoy está anticuado, continúa funcionando en dichos ámbitos del
mismo modo que lo hacía en tiempos de nuestros antepasados. Y, antes de entrar
en temas más complejos, esto es algo que creo que debo recordarles.

Permítanme que les ponga un ejemplo concreto y de una total actualidad: el


Líbano. En 150 años, no sólo no han cambiado básicamente las circunstancias, y los
protagonistas siguen siendo un grupo de minorías religiosas armadas que actúan
en el interior y los alrededores de cierto territorio montañoso e inhóspito, sino que
incluso se han mantenido invariables los detalles más nimios de sus enfoques
políticos. Un tal Jumblatt era el jefe de los drusos cuando éstos exterminaron a los
maronitas en 1860, y, si uno se molesta en poner nombres a las fotografías que
desde entonces se han venido haciendo a los máximos dirigentes libaneses,
descubrirá que se trata de los mismos apellidos con diferentes cargos y atuendos.
Hace unos años se tradujo al hebreo un libro sobre el Líbano cuyo autor era un
ruso que había vivido a mediados del siglo pasado y un militar israelí comentó al
respecto: «Si hubiéramos podido leer antes esa obra, no habríamos cometido tantos
errores en el Líbano». Lo que quería decir era: «tendríamos que haber sabido antes
cómo era el Líbano». Un poco de historia elemental les habría ayudado a
descubrirlo. No obstante, debo añadir que la historia no era el único medio de
lograrlo, aunque sí uno de los más fáciles. Los profesores de universidad tendemos
a culpar a la ignorancia de casi todo. Me imagino que habría mucha gente en
Jerusalén, en Washington y en los alrededores de ambas que estaba en condiciones
de proporcionar —como estoy seguro de que así lo hicieron— información bien
documentada acerca del Líbano. Lo que dijeron no encajaba con lo que Begin,
Sharon, el presidente Reagan y el secretario de Estado Shultz (o quienquiera que
tomara las decisiones) deseaban oír. Para aprender de la historia o de cualquier
otra cosa, son necesarias dos personas: una, para suministrar la información y la
otra, para escucharla.

El caso del Líbano se sale de lo normal, ya que, después de todo, existen


muy pocos países en los que los libros que se escribieron hace un siglo sirvan
todavía como guías de su vida política actual, o incluso de sus líderes políticos. Por
otro lado, no es necesario recurrir siempre a la teoría, ya que la experiencia de la
historia nos explica por sí sola muchas cosas sobre la sociedad contemporánea. Ello
se debe en parte a que los seres humanos no experimentamos demasiados cambios
y las situaciones en que nos vemos envueltas las personas se repiten de vez en
cuando. Tomando como punto de partida los documentos acumulados a lo largo
de numerosas generaciones, los historiadores, como los ancianos, también pueden
comentan aquello de «esto ya lo he visto yo antes». Se trata de un hecho de
considerable importancia.

El motivo es que la ciencia social moderna, la formulación de las estrategias


políticas y la planificación han seguido un modelo caracterizado por el
cientificismo y la manipulación tecnológica que, de una forma sistemática y
deliberada, ha dejado de lado la experiencia humana y, sobre todo, la experiencia
histórica. El modelo de análisis y predicción que ahora está de moda consiste en
introducir todos los datos disponibles en algún tipo de superordenador teórico o
real y esperar a que nos proporcione las respuestas. La experiencia y el
entendimiento humanos no bastan por sí solos —al menos por ahora no, o sólo
para cumplir una función ultraespecializada— para conseguirlo. Y, a menudo,
unos cálculos tan ahistóricos o incluso antihistóricos como estos no son conscientes
de su propia falta de perspectiva y de su inferioridad incluso con respecto al
enfoque carente de método de aquellos que sí la tienen. Permítanme ponerles dos
ejemplos que poseen cierta importancia práctica.

El primero es económico. Desde la década de los veinte —en realidad


aproximadamente desde principios del presente siglo— algunos observadores se
han admirado de que el mundo de la economía estuviera marcado por una pauta
secular en la que los períodos de expansión y prosperidad, de unos veinte a treinta
años de duración, alternaran con períodos de dificultades económicas de
aproximadamente la misma extensión temporal. Estas pautas reciben el nombre de
«ondas largas de Kondratiev». Nadie ha conseguido explicarlos ni analizarlos de
forma satisfactoria e incluso su misma existencia ha sido puesta en entredicho por
los estadísticos y otros especialistas. Y, sin embargo, es uno de los escasos ejemplos
en que la historia muestra cierta tendencia a repetir un determinado
comportamiento a intervalos regulares y permite que se realicen predicciones. Así
se predijo la crisis del decenio de los setenta, que yo mismo me arriesgué a
anunciar en 1968. Y cuando la crisis se produjo, los historiadores volvimos a echar
mano de la experiencia de Kondratiev para rechazar los análisis efectuados por
economistas y políticos, quienes habían predicho que a partir de 1973 la economía
experimentaría un crecimiento anual. Y acertamos. Es más, y partiendo siempre de
la misma base, la primera vez que di esta conferencia allá por 1984, estaba
dispuesto a jugarme el cuello y predecir que hasta finales de la década de los
ochenta o principios de los noventa era sumamente improbable que entráramos en
un nuevo período de auge económico a escala mundial. No tenía ninguna
justificación teórica para afirmar tal cosa: únicamente la observación histórica de
que se trataba de un tipo de pauta que parece haberse repetido, con las lógicas
alteraciones introducidas por los grandes conflictos bélicos, por lo menos desde el
decenio de 1780 a 1790. A ello querría añadir una cosa más: cada una de las ondas
de Kondratiev del pasado no sólo constituía un período en sí mismo desde un
punto de vista estrictamente económico, sino que también —como es natural—
poseía una serie de características políticas que lo diferenciaban con claridad del
anterior y del posterior tanto en lo que se refiere a la política internacional como a
las políticas internas de diversos países y regiones del mundo, algo que
probablemente seguirá ocurriendo en el futuro.

El segundo ejemplo que quería poner es mucho más concreto. Durante la


guerra fría hubo un momento en el que el instrumental de precisión del gobierno
de los Estados Unidos detectó el lanzamiento de misiles nucleares rusos con
destino a América del Norte. Lo más seguro es que algún general se mostrara
partidario de entrar inmediatamente en acción mientras se esperaba que otros
instrumentos de precisión efectuaran una revisión automática de aquellos datos a
una velocidad relámpago para comprobar si se trataba de un fallo de las máquinas
o si se había producido una interpretación equivocada de unas señales que no
entrañaban peligro alguno: en resumidas cuentas, si la tercera guerra mundial
había empezado o no. Llegaron a la conclusión de que todo estaba en orden ya
que, forzosamente, la totalidad del proceso se ejecutó con la única ayuda de los
instrumentos. La misma programación tenía que partir del supuesto de que lo peor
podía suceder en cualquier momento, ya que si tal cosa ocurría, no habría tiempo
material para tomar las oportunas contramedidas. Pero, independientemente de lo
que dijeran los instrumentos, es tan seguro como podría serlo cualquier cosa que,
en junio de 1980, cuando se produjo este incidente, nadie había pulsado el botón
nuclear de un modo deliberado. Simplemente, dadas las circunstancias, tal cosa no
parecía probable. Yo, y espero que todos nosotros, habría efectuado la misma
deducción lógica, no sobre la base de un razonamiento teórico —ya que el
lanzamiento por sorpresa de misiles nucleares era posible desde el punto de vista
de la teoría—, sino sólo porque, a diferencia de otros instrumentos, el ordenador
que todos tenemos en la cabeza lleva incorporados, o podría llevarlos, los datos
aportados por la experiencia histórica.

Dejemos ya lo que denominaríamos el uso anticuado y experiencial de la


historia, el que Tucídides y Maquiavelo habrían considerado legítimo y habrían
practicado. Ahora, si me permiten, quisiera decirles unas palabras sobre la
cuestión, mucho más complicada, de lo que la historia puede decirnos acerca de las
sociedades contemporáneas, cuando son totalmente distintas a las del pasado y
carecen de precedentes. No estoy pensando en simples diferencias. La historia,
incluso cuando consigue generalizar de un modo eficaz —y, en mi opinión, no vale
gran cosa si no lo hace—, es siempre consciente de la disimilitud. Lo primero que
aprende un historiador profesional es a tener cuidado con los anacronismos y con
las diferencias que existen entre cosas que a primera vista parecen iguales, como la
monarquía británica de 1797 y la de 1997. En cualquier caso, los escritos históricos
tradicionalmente son el producto de la investigación de vidas y hechos únicos e
irrepetibles. No, a lo que me refiero es a las transformaciones históricas que, con
toda claridad, hacen del pasado una guía totalmente inadecuada para entender el
presente. Aunque la historia de Japón en tiempos del shogunato Tokugawa guarda
relación con el Japón actual, lo mismo que la dinastía T’ang respecto a la China de
1997, de nada sirve fingir que es posible concebirlos como meras prolongaciones de
unos pasados en los que sólo se han operado una serie de pequeños cambios. Las
transformaciones rápidas, profundas, drásticas y continuas a las que hacía
referencia antes vienen produciéndose en el mundo desde finales del siglo XVIII y
sobre todo desde mediados del siglo XX.

En nuestros días, el proceso de cambio es tan generalizado y evidente que se


da por sentado que siempre ha ocurrido lo mismo, especialmente en sociedades
que, como la estadounidense, cuenta con una historia que coincide con una época
de constantes transformaciones revolucionarias. Esto es particularmente cierto en
el caso de los jóvenes de dichas sociedades para quienes —en diversos momentos
de su desarrollo— todo se convierte, de hecho, en un nuevo descubrimiento. En
este sentido puede decirse que, a lo largo del proceso de crecimiento, todos somos
una especie de Colones. Una de las tareas secundarias de los historiadores es
señalar que el cambio no es ni puede ser totalmente universal. Ningún historiador
daría el menor crédito a la afirmación de que en la actualidad existe alguien que se
las ha arreglado para descubrir un modo totalmente nuevo de disfrutar del sexo,
un supuesto «punto G» que la humanidad desconocía hasta el momento. Teniendo
en cuenta el limitado número de cosas que pueden poner en práctica los amantes
del tipo que sea, el período de tiempo y el número de personas que las han estado
practicando en todo el mundo y el profundo interés que muestran los seres
humanos por profundizar en el tema, creemos que podemos suponer sin temor a
equivocarnos que hablar de novedades en el asunto que nos ocupa está fuera de
lugar. Como es lógico, las prácticas sexuales y las actitudes relacionadas con ellas
cambian con el tiempo, lo mismo que la indumentaria y la escenografía del
dormitorio, convertido a menudo en una especie de teatro privado de gran
simbolismo social y biográfico. Por razones obvias, el sadomasoquismo con
cazadora de cuero no podía formar parte de él durante la época victoriana. Lo más
probable es que en el terreno sexual las modas cambien más deprisa actualmente
de lo que lo hacían en el pasado. Pero la historia resulta de gran utilidad como
señal de aviso, ya que nos advierte que no hay que confundir la moda con el
progreso.

Sin embargo, ¿qué puede decirnos la historia sobre lo que carece de


precedentes? En el fondo, esta es una pregunta acerca de la dirección y la mecánica
de la evolución humana. Porque, nos guste o no —y hay un gran número de
historiadores a quienes no les gusta—, se trata de una cuestión histórica
fundamental que no es posible soslayar, aunque sólo sea porque todos queremos
conocer la respuesta. A saber: ¿cómo se las ha arreglado la humanidad para pasar
de las cavernas a la exploración del espacio, del tiempo en que nos aterrorizaban
los tigres de dientes de sable a un momento en que nuestro mayor temor son las
explosiones nucleares?, es decir, ¿cómo hemos pasado de asustarnos de los
peligros naturales a sentir miedo de los que nosotros mismos hemos creado? Lo
que la convierte en una pregunta esencialmente histórica es el hecho de que, a
pesar del aumento de peso y estatura que hemos venido experimentando desde
una época relativamente cercana, desde un punto de vista biológico, los seres
humanos somos idénticos a como éramos a comienzos de la etapa histórica, que, en
realidad, no es demasiado extensa: desde la construcción de la primera ciudad han
transcurrido tal vez unos 12 000 años y algo más desde la invención de la
agricultura. Casi con toda seguridad no somos más inteligentes que los habitantes
de la antigua China o Mesopotamia. Y, a pesar de ello, el modo en que las
sociedades humanas viven y actúan ha sufrido una transformación radical. Lo que
por otra parte explica que los supuestos de la sociobiología no puedan aplicarse en
este caso. Y, con ciertas dudas, también diría lo mismo de una determinada clase
de antropología social, interesada en estudiar lo que distintos tipos de sociedades
humanas tienen en común, como los esquimales y los japoneses. Porque, si
centramos nuestra atención en lo que es permanente, no podemos explicar lo que
ha experimentado una evidente transformación, a menos que creamos que no es
posible el cambio histórico, sino sólo la mezcla y la variación.

Permítanme expresarme con total claridad. Si se analiza la evolución


histórica de la humanidad no es para predecir el futuro, aunque el conocimiento y
la comprensión histórica le resulten esenciales a cualquiera que desee basar sus
acciones y planes en algo mejor que la clarividencia, la astrología o el simple
voluntarismo. En el caso de una carrera de caballos, el único resultado que podría
decirnos un historiador con absoluta confianza sería el de una que ya se hubiese
corrido. Aún menos se encuentra entre los propósitos de dicho análisis el de
descubrir o idear posibles formas de justificar las esperanzas —o miedos— que
alberguemos con respecto al destino humano. La historia no es una escatología
secular, al margen de que consideremos o no que su fin es un progreso universal
interminable o una sociedad comunista o lo que fuere. Vemos en ella cosas que no
nos puede proporcionar. Lo que sí puede hacer es mostrarnos las pautas y
mecanismos del cambio histórico en general, y más concretamente los relativos a
las transformaciones sufridas por las sociedades humanas durante los últimos
siglos en los que los cambios se han generalizado y han aumentado de una manera
espectacular. Esto, más que cualquier posible predicción o esperanza, es lo que
tiene una relación más directa con la sociedad contemporánea y con su porvenir.

Ahora bien, un proyecto así requiere un marco conceptual que permita el


análisis de la historia. Dicho marco debe basarse en el único elemento de cambio
direccional en el ámbito de la experiencia humana que resulta observable y
objetivo, con independencia de los deseos y juicios de valor subjetivos o propios de
la época que podamos tener, a saber: la constante y creciente capacidad de la
especie humana para controlar las fuerzas de la naturaleza por medio del esfuerzo
físico y mental, la tecnología y la organización de la producción. El aumento de la
población mundial a lo largo de la historia, sin que hayan tenido lugar retrocesos
importantes, y el crecimiento —sobre todo durante los últimos siglos— de la
producción y la capacidad productiva han demostrado su existencia. A mí
personalmente no me importa llamar progreso a esto, tanto en el sentido literal de
un proceso de carácter direccional como porque habrá muy pocos que no la vean
como una mejora real o posible. Pero da igual como la llamemos, cualquier intento
serio de convertir la historia humana en algo comprensible debe tomar esta
tendencia como punto de partida.

De ahí la importancia crucial que tiene Karl Marx para los historiadores, ya
que toda su concepción y su análisis parten de dicha base, algo que hasta ahora no
ha hecho nadie más. Con ello no estoy afirmando que Marx esté en lo cierto o
incluso que sus propuestas sean aceptables, sino que su punto de vista es
imprescindible, como dijo muy bien Ernest Gellner (y nadie es menos marxista que
este distinguido estudioso):
Independientemente de que la gente crea o no de verdad en el esquema
marxista, no ha aparecido ni en el Este ni en el Oeste ningún otro modelo bien
articulado que le haga la competencia, y, como la gente parece tener necesidad de
reflexionar tomando como punto de partida un marco conceptual del tipo que sea,
incluso (o quizás sobre todo) los que no aceptan la teoría marxista de la historia
suelen apoyarse en sus ideas cuando desean expresar lo que en realidad creen. [1]

En otras palabras, no es posible ningún debate histórico serio que no haga


referencia a Marx, o más exactamente, que no comience donde él lo hace. Lo que
implica básicamente —como muy bien reconoce Gellner— una concepción
materialista de la historia.

Ahora bien, el análisis del proceso histórico plantea una serie de preguntas
que están directamente relacionadas con nuestros problemas. Tomemos como
ejemplo una de las más evidentes. Durante la mayor parte de la historia, los seres
humanos dedicaron sus esfuerzos a la producción de alimentos de primera
necesidad: digamos que entre el 80 y el 90 por 100 de la población. En la
actualidad, el caso de los Estados Unidos demuestra que una población agrícola
del orden del 3 por 100 de los habitantes de un país no sólo puede producir
suficiente comida para alimentar al otro 97 por 100, sino también a mucha de la
población mundial restante. Lo mismo sucedió durante la mayor parte de la era
industrial, cuando la producción de bienes manufacturados y servicios, incluso en
los casos en que no había que emplear a demasiados trabajadores, requería una
enorme cantidad de mano de obra que aumentó progresivamente con el paso del
tiempo. En la actualidad, sin embargo, la tendencia se está invirtiendo de una
forma acelerada. Por primera vez en la historia ya no es necesario que la mayoría
de los seres humanos tengan que «ganarse el pan con el sudor de su frente», como
dice la Biblia. Y da la casualidad de que este avance se ha producido en un
momento histórico muy reciente. Aunque hacía mucho tiempo que venía
prediciéndose, el descenso del campesinado en el mundo occidental no adquirió
un carácter drástico hasta las décadas de 1950 y 1960, y la disminución de la mano
de obra productiva no agrícola que la sociedad necesitaba —aunque fue prevista
por Marx, y únicamente por él, lo cual no deja de ser interesante— es aún más
reciente, y sigue estando enmascarada, o ha sido algo más que compensada, por el
aumento del empleo en el sector terciario. Y, por supuesto, ambos continúan
siendo fenómenos de ámbito regional más que mundial. Ahora bien, una
transformación tan radical de la estructura laboral secular de la humanidad
necesariamente ha de tener consecuencias trascendentales, ya que, desde el final de
la era de la «opulencia de la edad de piedra» de la que hablaba Marshall Sahlins, la
totalidad del sistema de valores de la mayoría de los hombres y las mujeres ha
convertido el acceso al empleo en una necesidad ineludible, en el hecho
fundamental de la existencia humana.

La historia no cuenta con una fórmula magistral para averiguar cuáles serán
las consecuencias exactas de dicho cambio, ni posibles soluciones para los
problemas que probablemente creará o que tal vez haya creado ya. Pero sí puede
señalar una dimensión del problema que tiene carácter urgente, concretamente la
de la necesidad de la redistribución social. Durante la mayor parte de la historia, el
mecanismo básico que ha hecho posible el crecimiento económico ha sido la
apropiación por parte de minorías de uno u otro tipo del excedente social generado
por la capacidad productiva del ser humano con el objeto de invertirlo en nuevas
mejoras, a pesar de que no siempre ha sido este el destino que se le ha acabado
dando. El crecimiento ha sido posible gracias a la desigualdad. Ahora bien, hasta la
fecha, este hecho se ha visto compensado por el enorme crecimiento registrado en
la cantidad total de riqueza existente que, como señaló Adam Smith, ha
conseguido que un peón de una economía desarrollada se encuentre en una
posición más desahogada que el jefe de una tribu india y que, en general, ha
permitido que cada generación disfrute de un mayor bienestar económico que las
que la precedieron. Pero, aunque haya sido a un nivel muy modesto, siempre han
compartido dichos beneficios a través de la participación en el proceso productivo:
es decir, mediante el acceso a un puesto de trabajo, o, en el caso de los campesinos
y artesanos, gracias a los ingresos recibidos a cambio de la venta de sus productos
en el mercado. Puesto que, en el mundo desarrollado, el campesinado ha visto
cómo disminuía de un modo drástico la autosuficiencia a la que estaba
acostumbrado.

Supongamos ahora que ya no sea necesario que la mayor parte de la


población se dedique a producir. ¿De qué viven estas personas? Y, una cuestión de
similar importancia en una economía basada en la empresa, ¿qué ocurre con ese
mercado de masas basado en la capacidad adquisitiva de la población con el que la
economía ha ido estableciendo una relación de dependencia cada vez mayor,
primero en los Estados Unidos y luego en otros países? De un modo u otro, estas
personas se verán obligadas a vivir del dinero público, bien sea percibiendo una
pensión o a través de cualquier otra modalidad de prestación social: es decir,
gracias a un mecanismo administrativo de redistribución social. En los últimos
treinta años, este mecanismo redistributivo ha experimentado una enorme
expansión y, en algunos países, ha alcanzado unas proporciones realmente
notables como consecuencia del mayor boom económico de la historia. El enorme
crecimiento del sector público, en otras palabras, el del empleo público, que en
gran parte es una forma de caridad, ha tenido consecuencias parecidas tanto en el
Oeste como en el Este. Por una parte, el dinero dedicado a prestaciones, asistencia
médica, servicios sociales y educación representa en la actualidad —o en 1977, lo
que viene a ser lo mismo— entre la mitad y los dos tercios de la totalidad del gasto
público de los principales países de la OCDE, y por otra parte, en dichos países,
entre el 25 y el 40 por 100 de la totalidad de los ingresos familiares procede del
empleo público y los subsidios de la seguridad social.

Así pues, existe ya un mecanismo de redistribución importante y es posible


afirmar sin temor a equivocarse que, donde se ha implantado, las probabilidades
de que sea desmantelado son mínimas. Adiós al sueño de Reagan de volver a la
economía del presidente McKinley. Sin embargo, hay dos cosas que es necesario
tener en cuenta. En primer lugar, como puede verse, este mecanismo, a través de
las cargas fiscales que impone, ejerce una auténtica presión sobre el que en
Occidente continúa siendo el principal motor del crecimiento económico, a saber:
los beneficios empresariales, sobre todo durante las épocas en que existen
dificultades económicas. De ahí que actualmente se insista tanto en su
desmantelamiento. Pero, en segundo lugar, dicho mecanismo no se diseñó para ser
aplicado a una economía en la que la mayor parte de la población sería innecesaria
en el proceso productivo, sino que, por el contrario, fue concebido para, y
sostenido por, un período de pleno empleo sin precedentes. Y, en tercer lugar,
como cualquier ley sobre la pobreza, está pensado para proporcionar unos
ingresos mínimos, que en la actualidad superan incluso lo que en los años treinta
se consideraba el límite máximo que se podía conseguir.

Así pues, incluso dando por sentado que funciona bien y está muy
extendido, lo más probable es que, en las condiciones que he planteado, el
mecanismo haga que aumenten y se agudicen tanto las desigualdades económicas
como las de cualquier otro tipo, como ocurre con la mayoría superflua y el resto de
la población. ¿Qué ocurre entonces? Ya no es posible dar por válido el supuesto
tradicional de que, incluso destruyendo algunos puestos de trabajo, el crecimiento
económico genera aún más en otros sitios.

En algunos aspectos, esta desigualdad interna es similar a la conocida y


creciente diferencia que existe entre la minoría de países desarrollados o en vías de
desarrollo y el mundo pobre y atrasado. En ambos casos, la disparidad va en
aumento y, a juzgar por las apariencias, todavía se hará mayor en el futuro. En
ambos casos, y por muy impresionante que resulte, es obvio que, en lo que a la
disminución de las desigualdades internas e internacionales se refiere, el
crecimiento económico alcanzado a través de una economía de mercado no ha
resultado ser un mecanismo que haya logrado automáticamente resultados
positivos, si bien es cierto que, por lo general, ha conseguido que el sector
industrial se desarrollase en todo el mundo y tal vez que en su interior se
produjera un proceso de redistribución de la riqueza y el poder, como, por
ejemplo, el que ha tenido lugar entre los Estados Unidos y Japón.

Ahora bien, dejando a un lado la moralidad, la ética y la justicia social, esta


situación crea, o agrava, una serie de problemas económicos y políticos muy serios.
Puesto que las desigualdades inherentes a estos acontecimientos históricos son
disparidades tanto de poder como de bienestar social, se las puede pasar por alto a
corto plazo. De hecho, esto es precisamente lo que están deseando hacer hoy día la
mayoría de las clases y los países poderosos. La gente pobre y los países pobres
son débiles, desorganizados y deficientes desde un punto de vista técnico: en la
actualidad lo son relativamente más que en el pasado. Dentro de las fronteras de
nuestros países, podemos dejar que sufran en los guetos o que pasen a engrosar las
filas de los marginados insatisfechos. Podemos proteger las vidas y los hogares de
los ricos colocando a su alrededor muros electrificados defendidos por fuerzas de
seguridad privadas y públicas. Como dijo un ministro británico refiriéndose a
Irlanda del Norte, podemos tratar de conformarnos con «un nivel de violencia
aceptable». En el extranjero, podemos bombardearlos y golpearlos. Como escribió
el poeta acerca de la etapa imperialista de principios del siglo XX:

Tenemos

por arma la Máxima y ellos no.[*]

La única potencia no occidental que Occidente temía era la única que tenía la
posibilidad de atacarla en su propia casa: la desaparecida URSS.

En resumen, se da por sentado que, puesto que siempre ha sido así en el


pasado, la economía se las arreglará para salir adelante una vez que la actual crisis
haya dado paso a una nueva fase de prosperidad a nivel mundial; y que será
posible contener de forma permanente a los pobres e insatisfechos nacionales y
extranjeros. Tal vez la primera sea una suposición razonable: pero sólo si
admitimos también que es prácticamente seguro que la economía mundial, las
estructuras y políticas estatales y el modelo internacional del mundo desarrollado
que surgirán de la actual onda de «Kondratiev» serán profunda y radicalmente
diferentes de los de la etapa comprendida entre la década de los cincuenta y la de
los setenta del presente siglo, como ocurrió tras el último período de crisis general
de carácter secular que tuvo lugar entre las dos guerras mundiales. Esta es una de
las cosas que la historia puede decirnos basándose en datos empíricos y teóricos.
La segunda no es en absoluto una suposición razonable excepto a corto plazo.
Quizás sea lógico suponer que los pobres ya no volverán a participar en
movilizaciones nacionales o internacionales que tengan como objetivo la protesta,
la presión, el cambio social o la revolución del modo que lo hicieron entre 1880 y la
década de 1950, pero no lo es pensar que resultarán siempre ineficaces como fuerza
política, o incluso militar, sobre todo cuando ya no es posible servirse de la
prosperidad económica para sobornarlos. Esta es otra de las cosas que puede
decirnos la historia. Lo que no puede decirnos es lo que ocurrirá en el futuro: sólo
los problemas que tendremos que resolver.

Permítanme que concluya. Reconozco que, en la práctica, casi todo lo que la


historia puede decirnos sobre las sociedades contemporáneas se basa en una
mezcla de experiencia y perspectiva histórica. A los historiadores les corresponde
conocer el pasado mejor que a otras personas y no serán buenos profesionales a
menos que aprendan a identificar las semejanzas y las diferencias, con o sin ayuda
de la teoría. Por ejemplo, mientras la mayoría de los políticos, durante los últimos
cuarenta años, interpretaban el riesgo de que se produjera una conflagración
internacional a la luz de lo ocurrido en los años treinta —una repetición de Hitler,
Munich y todo lo demás—, la mayor parte de los historiadores interesados por el
tema de la política internacional, aunque, como es lógico, admitían que se trataba
de una situación sui generis, estaban tristemente impresionados por el parecido que
guardaba con el período anterior a 1914. En 1965, uno de ellos elaboró un estudio
sobre la carrera de armamentos anterior a 1914 que tituló «La fuerza disuasoria del
pasado». Por desgracia, si hay algo que la experiencia histórica les ha enseñado a
los historiadores es que, al parecer, nadie aprende nunca nada de ella. Sin
embargo, debemos seguir intentándolo.

Pero, hablando en términos más generales, y este es uno de los motivos de


que rara vez se aprendan o se tomen en consideración las lecciones de la historia, el
mundo se enfrenta a dos fuerzas que le impiden ver con claridad. Una de ellas ya
la he mencionado antes. Se trata del enfoque ahistórico y tecnicista que propugna
la resolución de los problemas mediante la utilización de modelos y dispositivos
mecánicos. Este planteamiento ha dado magníficos resultados en algunos campos,
pero carece de perspectiva y no tiene en cuenta nada que no haya sido introducido
en el modelo o dispositivo desde un principio. Y si hay algo que los historiadores
sabemos muy bien es que no se pueden introducir todas las variables en un
modelo y que las cosas que se han dejado fuera no son nunca idénticas. (Esto es
algo que todos deberíamos haber aprendido de la historia de la URSS y de su
caída). A la otra también he hecho referencia. Se trata de la distorsión sistemática
de la historia con fines irracionales. Volviendo a un tema que ya he tocado antes,
¿por qué todos los regímenes obligan a los jóvenes a estudiar asignaturas de
historia en la escuela? No lo hacen para que entiendan la sociedad en la que viven
y los cambios que experimenta, sino para que la acepten, para que se sientan
orgullosos de ella, para que sean o se conviertan en buenos ciudadanos de los
Estados Unidos, de España, de Honduras o de Irak. Y lo mismo puede decirse de
las causas y los movimientos. La historia, entendida como ideología y fuente de
inspiración, tiene una gran tendencia a convertirse en un mito que hace posible la
autojustificación. Como demuestra la historia de las naciones y los nacionalismos
modernos, ninguna venda cubre más los ojos que ésta.

Es tarea de los historiadores tratar de arrancar dichas vendas o, por lo


menos, levantarlas un poco alguna que otra vez; y, en la medida en que lo hagan,
estarán en condiciones de decirle a la sociedad contemporánea algunas cosas de las
que podrá beneficiarse, incluso en el caso de que se resista a aprenderlas. Por
suerte, la universidad es la única institución del sistema educativo en la que a los
historiadores se les ha permitido, e incluso se les ha animado, a hacer tal cosa. No
siempre ha sido así, ya que, a lo largo de su andadura, la profesión de historiador
ha sido ejercida mayoritariamente por una serie de personas cuyo principal interés
consistía en servir y justificar a sus respectivos regímenes. Aun hoy sigue sin ser así
en muchas partes del mundo. Pero, en la medida en que las universidades se han
convertido en los lugares en los que es posible practicar con mayor facilidad una
historia crítica —una que pueda sernos de utilidad en la sociedad contemporánea
—, una universidad que celebra el aniversario de su fundación es un buen lugar
para expresar estas opiniones.
4. CON LA VISTA PUESTA EN EL MAÑANA: LA
HISTORIA Y EL FUTURO

Este ensayo se presentó en la London School of Economics como la primera de las


conferencias en memoria de David Glass, y fue publicado aparte por la LSE y en la New
Left Review, 125 (febrero de 1981), pp. 3-19. Ha sido abreviado ligeramente.

Las conferencias que empiezan con la de hoy tienen por fin conmemorar a
David Glass. Fue uno de los estudiosos más distinguidos que han enseñado en la
LSE, con la cual estuvo asociado durante tanto tiempo y cuya reputación debe
mucho a la presencia de David Glass en ella. Podría añadir que David Glass
representaba las mejores tradiciones de la LSE en unos momentos en que no podía
decirse lo mismo de todos los que estaban en ella: las tradiciones de comprensión
de la sociedad con el fin de mejorarla, de un radicalismo instintivo, de una
institución cuyos estudiantes, al igual que él mismo, no habían nacido en cuna de
oro. Es típico que concluyera su primer libro sobre demografía —disciplina de la
cual fue en vida su más eminente cultivador— haciendo un llamamiento a
«proporcionar condiciones en las cuales la clase trabajadora pueda educar a sus
hijos sin que por ello tenga que pasar apuros económicos y sociales». Se
enorgullecía de ser el primer científico social elegido miembro de la Royal Society
desde el gran doctor William Farr en 1855, porque se veía a sí mismo (al igual que
Farr) como científico social en y para la sociedad, en vez de limitarse a tratar de ella.

Por tanto, es natural que las conferencias dedicadas a su memoria traten de


«tendencias sociales», expresión que entiendo que significa, en el sentido amplio,
investigar la dirección de la evolución de la sociedad y lo que podemos hacer al
respecto. Esto entraña investigar el futuro, en la medida en que sea posible. Es una
actividad arriesgada, que causa frecuentes decepciones, pero también es necesaria.
Y toda predicción sobre el mundo real se apoya en gran medida en alguna clase de
inferencias sobre el futuro a partir de lo que ha sucedido en el pasado, es decir, a
partir de la historia. Por tanto, el historiador debería tener algo pertinente que
decir sobre el tema. A la inversa, la historia no puede escaparse del futuro, aunque
sólo sea porque no hay una línea que separe a los dos. Lo que acabo de decir
pertenece al pasado. Lo que estoy a punto de decir pertenece al futuro. En alguna
parte entre los dos hay un punto que es teórico pero que se mueve constantemente
al que, si ustedes quieren, pueden llamar «presente». Tal vez haya razones técnicas
para considerar el pasado y el futuro de modo diferente, como sabe cualquier
corredor de apuestas. Puede que también haya motivos técnicos para distinguir el
presente del pasado. No podemos pedirle al pasado respuestas directas a ninguna
pregunta que no se le haya hecho ya, aunque podemos usar nuestro ingenio de
historiadores para ver inferir respuestas indirectas de lo que ha dejado detrás de él.
A la inversa, como saben todos los encuestadores, podemos hacerle al presente
cualquier pregunta a la que sea posible responder, si bien cuando llegue la
respuesta y se tome nota de ella, en rigor ya pertenecerá al pasado, aunque sea el
pasado reciente. No obstante, el pasado, el presente y el futuro forman un
continuo.

Por otra parte, incluso cuando los historiadores y los filósofos quieren hacer
una clara distinción entre el pasado y el futuro, como la hacen algunos, nadie más
les seguirá. Todos los seres y sociedades humanos tienen sus raíces en el pasado —
el de su familia, su comunidad, su nación u otro grupo de referencia, o incluso en
el de la memoria personal— y todos definen su posición en relación con él, positiva
o negativamente. Hoy día tanto como en cualquier otra época: uno casi está
tentado de decir «más que nunca». Lo que es más, la mayor parte de la acción
consciente de los seres humanos que se basa en el aprendizaje, la memoria y la
experiencia constituye un inmenso mecanismo que sirve para afrontar
constantemente el pasado, el presente y el futuro. Intentar prever el futuro
interpretando el pasado es algo que las personas no pueden evitar. Tienen que
hacerlo. Lo requieren los procesos corrientes de la vida humana consciente, por no
mencionar la política pública. Y, por supuesto, tratan de predecirlo basándose en el
supuesto justificado de que, en conjunto, el futuro está relacionado de forma
sistemática con el pasado, que a su vez no es una concatenación arbitraria de
circunstancias y acontecimientos. Las estructuras de las sociedades humanas, sus
procesos y mecanismos de reproducción, cambio y transformación, son de un tipo
que restringe el número de cosas que pueden suceder, determina algunas de las
que sucederán y permite asignar más o menos probabilidades a gran parte del
resto. Esto entraña cierta posibilidad de predecir (aunque hay que reconocer que
limitada). Pero, como sabemos todos, esto en modo alguno es lo mismo que hacer
pronósticos acertados. Con todo, merece la pena tener presente que la
imposibilidad de predecir ocupa un lugar tan importante principalmente porque
los argumentos relativos a la predicción tienden a concentrarse, por razones
obvias, en las partes del futuro donde la incertidumbre parece máxima, y no en
aquellas donde es mínima. No necesitamos que los meteorólogos nos digan que la
primavera seguirá al invierno.

Mi propia opinión es que es deseable, posible e incluso necesario prever el


futuro hasta cierto punto. Esto no quiere decir que el futuro está determinado ni,
aun en el caso de que lo estuviera, que se puede conocer. No quiere decir que no
haya otras opciones o resultados, y menos todavía que los que prevén el futuro
acierten. Las preguntas que me hago son más bien: ¿Cuánta predicción? ¿De qué
clase? ¿Cómo puede mejorarse? ¿Y qué papel desempeñan los historiadores en
esto? Aun en el supuesto de que alguien pueda responder a estas preguntas,
seguirá habiendo una parte muy grande del futuro sobre la cual no podemos saber
nada, por razones teóricas o prácticas, pero al menos podemos concentrar nuestros
esfuerzos de modo más eficaz.

Sin embargo, antes de considerar estas cuestiones, permítanme reflexionar


durante un momento no sólo sobre los motivos por los cuales la función de la
prognosis es tan poco popular entre muchos historiadores, sino también por qué se
han dedicado tan pocos esfuerzos intelectuales a la tarea de mejorarla, o de
considerar sus problemas, incluso entre historiadores que creen firmemente que es
deseable y posible, como es el caso de los marxistas. Puede que digan ustedes que
la respuesta es obvia. El historial de la predicción histórica es, por decirlo con
moderación, irregular. Todo el que haya hecho predicciones se habrá dado de
narices con frecuencia. Lo menos peligroso consiste en evitar las profecías diciendo
que nuestras actividades profesionales llegan hasta ayer y allí se detienen, o
limitarnos a las ambigüedades estudiadas que solían ser la especialidad de los
oráculos antiguos y todavía son la de los astrólogos de los periódicos. Pero, de
hecho, un mal historial de predicciones no ha impedido que otras personas,
disciplinas o pseudodisciplinas las hagan. Existe hoy una gran industria dedicada
a las predicciones, una industria que no se arredra ante los fracasos y las
incertidumbres. La Rand Corporation, desesperada, incluso ha creado una versión
actualizada del oráculo de Delfos (no es broma: el nombre de este juego peculiar es
«técnica délfica») pidiendo a grupos selectos de expertos que consulten las
entrañas de sus pollos y luego saquen conclusiones del consenso o la falta de
consenso que de ello resulte. Además, abundan los ejemplos de buenas
predicciones entre historiadores, científicos sociales y observadores inclasificables
desde el punto de vista académico. Si no desean que les cite a Marx, permítanme
que les remita a Tocqueville y Burckhardt. A menos que demos por sentado —lo
cual es improbable— que hay aciertos puramente fortuitos, debemos aceptar que
se basan en métodos que vale la pena investigar si queremos concentrar nuestro
fuego en blancos en los que podamos acertar y mejorar así nuestra relación entre
dianas y fallos. Y, a la inversa, las razones de los fracasos estrepitosos merecen
investigarse con el mismo objeto.

Por desgracia, una de estas series de razones es la fuerza del deseo humano.
Tanto la predicción humana como la meteorológica son empresas poco seguras e
inciertas, aunque no se puede prescindir de ellas. Por otro lado, los que utilizan la
meteorología saben que no pueden —o, si lo prefieren, todavía no pueden—
cambiar el tiempo. Procuran planear sus acciones de una forma que les permita
sacar el mayor provecho de lo que no pueden cambiar. Es probable que los seres
humanos utilicen las predicciones de forma muy parecida en los casos
relativamente raros en que se basan en ellas para tomar medidas reales. Mi difunto
suegro, después de sacar la conclusión acertada de que Austria no podría evitar a
Hitler, trasladó su negocio de Viena a Manchester en 1937, pero pocos judíos
vieneses fueron tan lógicos como él. Sin embargo, los seres humanos, en conjunto,
se inclinan a recurrir a las previsiones históricas en busca de conocimientos que les
permitan alterar el futuro; no sólo, por así decirlo, cuándo deben proveerse de
bronceador, sino cuándo deben crear sol. Dado que está claro que algunas
decisiones humanas, grandes o pequeñas, influyen en el futuro, esta expectativa no
debe descartarse por completo. Sin embargo, afecta al proceso de prever,
generalmente de modo adverso. Así, a diferencia de la meteorología, las
predicciones históricas van acompañadas de un comentario continuo por parte de
quienes piensan que tales previsiones son imposibles o no aconsejables por
diversas razones, generalmente porque no nos gusta lo que nos dicen. Los
historiadores también padecen la desventaja de carecer de una clientela fiel que,
sea cual sea su ideología, necesite previsiones meteorológicas con regularidad y
urgencia: los marineros, los agricultores y demás.

Nos rodean personas, especialmente en la política, que proclaman la


necesidad de aprender las lecciones del pasado cuando no proclaman que ya las
han descubierto, pero dado que virtualmente a todas ellas les interesa usar la
historia principalmente para justificar lo que de todos modos hubieran querido
hacer, por desgracia esto ofrece pocos incentivos para mejorar la capacidad de
predicción de los historiadores.

Sin embargo, no podemos culpar sólo a los clientes. También a los profetas
les corresponde su parte de culpa. El propio Marx estaba comprometido con un
objetivo concreto de la historia humana, el comunismo, y con un papel concreto
para el proletariado antes de llevar a cabo el análisis histórico que, según creía él,
demostraba su carácter ineluctable… de hecho, antes de saber mucho sobre el
proletariado. En la medida en que sus predicciones precedieron a su análisis
histórico, no puede decirse que se apoyaran en dicho análisis, aunque esto no
significa necesariamente que fueran erróneas. Como mínimo debemos procurar
distinguir las predicciones basadas en el análisis de las que se basan en el deseo.
Así, en el famoso pasaje que habla de la tendencia histórica de la acumulación
capitalista, la predicción que hace Marx de la expropiación del capitalista
individual por medio de «las leyes inmanentes de la producción capitalista misma»
(esto es, por medio de la concentración de capital y la necesidad de una forma cada
vez más social del proceso laboral, el uso consciente de tecnología y la explotación
planificada de los recursos del globo) se apoya en un análisis histórico-teórico
diferente y más significativo que la predicción de que el proletariado mismo como
clase será el «expropiador de los expropiadores». Las dos predicciones, aunque
vinculadas, no son idénticas y, en realidad, podemos aceptar la primera sin aceptar
la segunda.

Todos los que hemos hecho predicciones —¿y quién no las ha hecho?—
conocemos estas tentaciones psicológicas o, si lo prefieren, ideológicas. Y tampoco
las hemos evitado. Si los que hacen predicciones históricas adoptaran ante las
depresiones y anticiclones sociales que predicen una actitud tan imparcial como la
de los meteorólogos, el arte de hacer pronósticos históricos estaría más avanzado
de lo que está. Creo que esto, junto con la pura ignorancia, es el principal obstáculo
que encuentra en su camino quien hace predicciones. Es un obstáculo mucho
mayor que el hecho de que las predicciones puedan verse refutadas por las
medidas que tomen deliberadamente las personas que son conscientes de ellas.
Hay pocas pruebas empíricas de que hasta ahora tales medidas se hayan tomado a
menudo o de manera eficaz. La generalización empírica menos arriesgada que
puede hacerse sobre la historia es todavía que nadie hace mucho caso ni siquiera
de sus lecciones obvias, como puede confirmar cualquier estudioso de la política
agraria de los regímenes socialistas o la política económica de la señora Thatcher.
Por desgracia, Edipo sigue siendo una parábola de la humanidad enfrentada al
futuro, pero, lamentablemente, con una diferencia importante: Edipo quería
sinceramente evitar matar a su padre y casarse con su madre (como el oráculo
predijo acertadamente), pero no pudo. La mayoría de los profetas y sus clientes
tienden a argüir que las predicciones desagradables pueden evitarse de alguna
forma porque son desagradables, que no quieren decir lo que dicen, o que saldrá
algo que las invalide.

Como he sugerido, ya existe una gran industria dedicada a hacer


predicciones. La mayor parte de ella se ocupa del efecto que los acontecimientos
futuros tendrán en actividades bastante concretas, principalmente en los campos
de la economía y la tecnología civil y militar. Por consiguiente, formula una serie
bastante específica y restringida de preguntas que hasta cierto punto pueden
aislarse, aun cuando, desde luego, pueden afectarlas muchísimos factores
variables. También se hacen muchísimas predicciones que, prescindiendo de si
influyen o no en la esfera pública o privada, no tienen por objeto decirnos cómo
será el futuro en realidad, sino confirmar o refutar. Por consiguiente, suelen
hacerse empleando frases condicionales. En principio no importa si la verificación
tiene lugar en el futuro real o en un futuro construido especialmente como, por
ejemplo, en un laboratorio del cual se hayan eliminado todos los elementos
extrínsecos al asunto que se tenga entre manos. Hay también proposiciones, la
mayoría de tipo lógico-matemático, que determinan consecuencias. Si da la
casualidad de que una situación real se corresponde con ellas, puede decirse que
predicen tales consecuencias.

La predicción histórica difiere de todos los demás tipos de predicción de dos


maneras. En primer lugar, los historiadores se ocupan del mundo real, en el cual
las otras cosas no son nunca iguales o insignificantes. Hasta este punto saben que
no existe ningún laboratorio mundial ideal en el cual pudiéramos, como en teoría
es concebible, construir una situación donde los precios del mercado tendrían una
relación previsible con la masa monetaria. Los historiadores se ocupan por
definición de conjuntos complejos y cambiantes e incluso sus preguntas más
concretas y definidas de modo más restringido tienen sentido sólo dentro de este
contexto. A diferencia, pongamos por caso, de los encargados de hacer
predicciones en las grandes agencias de viajes, los historiadores se interesan por las
tendencias futuras del turismo no porque sean nuestra preocupación principal —
aunque a veces hagamos investigaciones especializadas en este campo—, sino en
relación con el resto de la sociedad y la cultura británicas, que cambian en un
mundo cambiante. En esto la historia se parece a disciplinas como la ecología,
aunque es más amplia y más compleja. Si bien podemos y debemos singularizar
determinados hilos del tejido sin costura de las interacciones, si no nos interesara
principalmente el tejido mismo, no estaríamos haciendo ecología o historia. Por
tanto, las predicciones históricas tienen por objeto, en principio, proporcionar la
estructura y la textura generales que, al menos potencialmente, incluyen el medio
de responder a todas las preguntas de predicción específicas que tal vez deseen
hacer las personas con intereses especiales; en la medida, por supuesto, en que sea
posible responder a ellas.

En segundo lugar, como teóricos los historiadores no se ocupan de predecir


como confirmación. En todo caso, muchas de sus predicciones no podrían ponerse
a prueba en vida de esta generación o las siguientes, no en mayor medida de lo que
en este sentido puede hacerse con las predicciones de las disciplinas históricas de
las ciencias naturales: por ejemplo, las que hacen los expertos en climatología en
relación con futuras glaciaciones. Puede que confiemos más en los expertos en
climatología que en los historiadores, pero seguimos sin poder verificar sus
predicciones. Decir que los análisis de las tendencias del cambio social deben
«formularse como predicciones verificables» es una muestra de bondad para con
nuestros hijos y nietos, pero de todo lo contrario para con los pobres Vico, Marx,
Max Weber y, de paso, Darwin, porque restringe el alcance del análisis social e
interpreta mal la historia, cuya esencia es estudiar transformaciones complejas a lo
largo del tiempo. Podríamos decir que es por comodidad que la historia se
concentra en los datos de los que ya se dispone y no en los que el futuro aún no ha
puesto a nuestra disposición. La predicción puede ser deseable o no para probar,
pero surge automáticamente al hacer declaraciones sobre el continuo entre el
pasado, el presente y el futuro, porque esto entraña referencias al futuro; aunque
puede que muchos historiadores prefieran evitar hacer sus afirmaciones extensivas
al futuro. Adaptando las palabras de Auguste Comte, savoir no es pour prévoir, pero
prévoir forma parte de savoir, prever forma parte de saber.

Y los historiadores prevén de modo constante, aunque sólo sea de manera


retrospectiva. Da la casualidad de que su futuro es el presente o un pasado más
reciente en comparación con un pasado más remoto. Los historiadores más
convencionales y «anticientíficos» analizan perpetuamente las consecuencias de
situaciones y acontecimientos, u otras posibilidades contrafácticas, la aparición de
una era que sale de su predecesora. Algunos de los que hacen esto de modo más
asiduo, como lord Dacre (Hugh Trevor-Roper) en su discurso de despedida de
Oxford, lo utilizan para presentar argumentos contra la posibilidad de predecir,
pero para ello emplean técnicas de predicción. Ahora bien, los métodos ideados
para analizar causas, consecuencias y opciones históricas con la ventaja del arma
esencial pero inaccesible del futurólogo, esto es, la visión retrospectiva, son
apropiados para los que hacen predicciones, toda vez que en principio son
parecidos. Su valor se apoya no sólo en la enorme acumulación de experiencias
históricas reales, de todos los tipos, que puedan servir como guía del presente; no
sólo en el registro de predicciones pasadas que puedan cotejarse con resultados
reales al objeto de determinar por qué fueron correctas o erróneas; y no sólo en la
muy considerable experiencia y juicio prácticos que los historiadores han
adquirido en el ejercicio de sus actividades a lo largo de las generaciones. Se apoya
principalmente en dos cosas. En primer lugar, las predicciones de los historiadores,
aunque sean retrospectivas, se refieren precisamente a la compleja realidad de la
vida humana, realidad que lo abarca todo, así como a las otras cosas que nunca son
iguales, y que, de hecho, no son «otras cosas», sino el sistema de relaciones del que
nunca es posible extraer del todo afirmaciones relativas a la vida humana en
sociedad. Y, en segundo lugar, toda disciplina histórica que merezca llamarse así
trata de descubrir precisamente las pautas de interacción en la sociedad, los
mecanismos y tendencias de cambio y transformación, y las direcciones de la
transformación en la sociedad que son lo único que proporciona un marco
apropiado para predecir que es más que lo que se ha llamado «proyecciones
estadísticas basadas en compilaciones de datos empíricos dentro de categorías de
quizá poca importancia teórica». Más todavía que el tipo de presentimiento
imaginativo o Ahnung, como dice Burckhardt, que es el equivalente, para el
historiador, de dejarse guiar por el instinto. No lo subestimo: pero no es suficiente.
Y aquí, si me perdonan un breve anuncio, radica el valor singular de Marx y de
aquellos que, sean marxistas o no, adoptan una actitud parecida ante la evolución
histórica.

Estas predicciones por medio de la historia utilizan dos métodos,


generalmente combinados; la predicción de tendencias mediante la generalización
o los modelos; y la predicción de acontecimientos o resultados reales por medio de
una especie de análisis de trayectoria. Predecir la decadencia continua de la
economía británica es un ejemplo del primer método, predecir el futuro del
gobierno de la señora Thatcher es un ejemplo del segundo. Predecir algo como la
revolución rusa o la iraní (que casualmente conocemos en un caso, pero todavía no
en el otro) combina los dos métodos. Se requieren ambos, aunque sólo sea porque
los acontecimientos reales influyen al menos en algunas tendencias, como la
división de Alemania en 1945 ha influido en el análisis de tendencias sociales en lo
que ahora son dos países muy diferentes [como se hizo evidente después de que
volvieran a unirse en 1990]. Ahora bien, el margen actual de incertidumbre sobre
acontecimientos futuros es tan grande —incluso cuando luego es posible
demostrar que distaban mucho de ser inciertos, como un combate de boxeo
«amañado»—, que solamente podemos reducirlo a una serie de otras hipótesis.
También podemos abandonar algunos factores imprevisibles por triviales, pero
generalmente esto entraña juzgar su importancia a la luz de nuestras preguntas.
Con todo, muchos de tales factores imprevisibles se aceptan como insignificantes
hoy día: puede que no sepamos si un presidente norteamericano será asesinado,
pero el análisis y la experiencia sugieren que es poco probable que no saberlo tenga
tanta importancia. Otros se aceptan comúnmente como triviales y puede que se
dejen al tipo de político para el cual una semana es mucho tiempo en política y al
tipo de historiador que ansia saber qué fue exactamente lo que sir Stafford
Northcote escribió a R. A. Cross el 8 de octubre de 1875. Otros sencillamente no
pueden. No obstante, podemos hacer algo más que limitarnos a presentar al cliente
una serie de hipótesis igualmente probables, preferiblemente divididas en una
serie de opciones binarias, como en los chistes judíos en los cuales cada situación
contiene dos posibilidades. Es aquí donde los ejercicios de predicción retrospectiva
del historiador pueden proporcionar orientación.

Tal vez sea útil, al llegar aquí, examinar un ejercicio concreto de predicción
retrospectiva bajo esta luz: la revolución rusa, episodio donde la percepción
posterior realmente puede confrontarse con la previsión de aquel momento. Dado
que esto entraña inevitablemente cierta consideración de lo que hubiera podido
pasar, la predicción retrospectiva podría considerarse una forma de historia
contrafáctica (esto es, la historia como hubiera podido suceder pero no sucedió). Y
así es, pero, no obstante, debería distinguirse de la forma más común y divulgada
de especulación contrafáctica en este campo, la de los «cliómetras». No es mi
propósito negar el interés de semejantes análisis de coste-beneficio del pasado —
porque esto es lo que vienen a ser—, ni hablar de su validez. Me limito a señalar
que en la forma que se ha puesto de moda en la historia económica cuantitativa,
normalmente no tienen nada que ver con la evaluación de las probabilidades
históricas. Puede que una economía que utilizara esclavos fuese económicamente
viable, eficiente y una buena proposición comercial —no voy a entrar en ese debate
—, pero la cuestión de si era probable que durase no se ve afectada por estas
proposiciones, sólo los argumentos sobre su capacidad de durar. De hecho,
desapareció en todas partes en el siglo XIX, y su decadencia y caída se predijeron
con confianza y acierto. La predicción, retrospectiva o no, consiste en evaluar
probabilidades, o no es nada.

Eran muchos los que preveían que iba a haber una revolución en Rusia, con
independencia de las circunstancias concretas e imprevisibles de su estallido real
en 1905 y 1917. ¿Por qué? Está claro que porque un análisis estructural de la
sociedad rusa y sus instituciones inducía a creer que era improbable que el zarismo
superase sus debilidades y contradicciones internas. En el caso de que fuese
correcto, tal análisis anularía en principio las pequeñas esperanzas no cumplidas…
como así sucedió realmente. Aunque reconozcamos que en teoría una buena
política y unos gobernantes capaces tal vez hubiesen resuelto el problema, sólo
hubieran podido hacerlo, por así decirlo, empujando la piedra de Sísifo cuesta
arriba hasta la cúspide con el fin de hacerla rodar hacia abajo en la dirección
correcta. De hecho, el zarismo tuvo medidas políticas eficaces y buenos estadistas
de vez en cuando, así como un asombroso historial de crecimiento económico, lo
cual ha hecho que algunos liberales creyeran erróneamente que quizá todo hubiera
salido bien de no haber sido por accidentes como la guerra y Lenin. No era
suficiente. Las probabilidades eran contrarias al zarismo, aunque Lenin, como
político, actuara sabiamente al dejar abierta la posibilidad de que, por ejemplo, la
política agraria de Stolipin diera buenos resultados.
¿Por qué varias personas, en contra de la mayoría de las aspiraciones y
expectativas occidentales (incluidas las de los marxistas rusos, entre ellos Lenin),
llegaron a dudar de que una revolución rusa diera como resultado un gobierno
burgués-democrático de tipo occidental? Porque pronto resultó evidente que los
liberales o cualquier otro grupo de clase media eran demasiado débiles para
alcanzar esta solución. De hecho, la debilidad de la clase media rusa quedó al
descubierto entre 1905 y 1917 en unos momentos en que la burguesía rusa estaba
adquiriendo mucha más fuerza y más confianza en sí misma que antes de 1900.
Demasiado confiada en 1917, según ha argüido por lo menos un buen historiador
que cree que la radicalización de los trabajadores urbanos en 1917 se vio
precipitada por un intento de reimponer el control en las fábricas, lo que ya no era
posible. Hoy esta predicción sería más fácil, siquiera porque desde 1914 hemos
aprendido hasta qué punto son históricamente específicas las condiciones para los
regímenes liberales-democráticos estables, hasta qué punto es condicional el
compromiso de la burguesía y los estratos intermedios con tales regímenes y qué
precarios pueden ser. A la luz de estas lecciones de la historia —que en modo
alguno son imprevisibles si nos acordamos de Burckhardt y otros vaticinadores
conservadores— hubiéramos podido considerar la posibilidad de una opción no
democrática pero capitalista en vez del bolchevismo: tal vez un régimen militar-
burocrático. Pero, en vista del derrumbamiento de las fuerzas armadas en 1917, es
obvio que esto no era nada probable.

En cambio, el resultado real de octubre de 1917 sin duda parecía estar entre
las opciones menos probables en 1905 y difícilmente más probable en febrero de
1917: una Rusia comprometida con la instauración del socialismo bajo el liderazgo
bolchevique. Hasta los marxistas opinaban de modo unánime que las condiciones
para la revolución proletaria en Rusia sola sencillamente no existían. Kautsky y los
mencheviques argüían, con bastante lógica, que el intento estaba condenado al
fracaso. En todo caso, los bolcheviques eran una minoría. Tan improbable era este
resultado, que sigue estando de moda atribuir la revolución de octubre
enteramente a la decisión de Lenin de llevar a cabo una especie de golpe de estado
en el breve período en que había probabilidades de que saliese bien. Por supuesto,
había razones estructurales por las cuales tal resultado no era tan completamente
inverosímil como parecía. Sabemos de gobiernos marxistas que han subido al
poder por medio de la revolución precisamente en el tipo de países donde los
marxistas no esperaban tal resultado. (También sabemos, por cierto, que tales
revoluciones pueden tener resultados muy diferentes). En 1908 el propio Lenin ya
había llamado la atención sobre esta clase de «material inflamable en la política
mundial» y previó lo que más adelante se denominaría «teoría del eslabón más
débil» de las perspectivas revolucionarias. Sin embargo, no había forma de
predecir, a diferencia de esperar, una victoria bolchevique, y todavía menos un
éxito duradero. No obstante, el análisis basado en la predicción distaba mucho de
ser imposible. Era, de hecho, la base de la política de Lenin. Es de todo punto
absurdo tener a Lenin por voluntarista. La acción estaba en función de lo que era
posible y nadie trazaba el mapa del territorio cambiante sobre la marcha con más
cuidado que él ni con un sentido más inexorable de lo que era imposible. De hecho,
el régimen soviético perduró —y con ello se convirtió en algo que estaba muy lejos
de las expectativas originales de Lenin— sencillamente porque, una y otra vez,
reconoció lo que había que hacer, gustara o no. Aunque hubiera querido ser un
voluntarista como Mao, no estaba en condiciones de serlo en 1917, toda vez que no
podía hacer que sucediera nada tomando decisiones: no controlaba
automáticamente ni siquiera su partido, que a su vez no controlaba muchas cosas.
Sólo después de convertirse en gobiernos pueden los revolucionarios ordenar a la
gente que haga cosas, dentro de unos límites que ni tan sólo los gobiernos fuertes
reconocen siempre.

No es necesario que sigamos el análisis de Lenin, ya que a él le interesaba un


solo resultado, pero podemos hacer un análisis paralelo. Dicho de modo sucinto, el
interrogante básico en 1917 no era quién tomaría el poder en Rusia, sino si alguien
instauraría un régimen eficaz. Las razones por las cuales el gobierno provisional no
podía durar, a menos que se firmara la paz inmediatamente —lo cual, en todo caso,
planteaba problemas—, son claras. Los bolcheviques ganaron: a) porque, a
diferencia de casi todos los demás grupos de la izquierda, estaban dispuestos a
tomar el poder; b) porque siempre se mostraron más dispuestos a reconocer y tener
en cuenta lo que estaba pasando en las bases; c) porque —en gran parte por esta
razón— se hicieron con el control de la situación en Petrogrado y en Moscú; y, sólo
finalmente, d) porque en el momento crucial estuvieron preparados para tomar el
poder. La única opción que existía en octubre, aparte del bolchevismo, era la
anarquía de facto. Basándose en esta situación podrían formularse varias hipótesis
posibles, la más verosímil de las cuales sería una versión más extrema de lo que
sucedió realmente, a saber: la secesión de las regiones marginales del imperio, la
guerra civil y la instauración de varios regímenes contrarrevolucionarios
regionales y no coordinados encabezados por caudillos, uno de los cuales tal vez
hubiera acabado haciéndose con el control de la capital e intentado llevar a cabo la
larga tarea de erigirse en gobierno central. En resumen, la alternativa era entre
tener un gobierno bolchevique o no tener ningún gobierno.

Es en este punto donde lo único que se puede hacer con la niebla que oculta
el paisaje del futuro es disiparla un poco. Como vio claramente el propio Lenin, la
perduración del régimen era mucho más incierta que su instauración. Ya no
dependía de una especie de «surfing» político —encontrar la ola grande y dejarse
llevar por ella—, sino de una coyuntura de factores variables nacionales e
internacionales que no podían preverse. Además, en la medida en que los
acontecimientos futuros dependían ahora de la política —esto es, de decisiones
conscientes, posiblemente erróneas y sin duda variables—, el rumbo del futuro
mismo se vio desviado por su intervención. Así pues, la decisión bolchevique de
fundar una nueva Internacional, pero negar la entrada en ella a todos salvo a los
que se ajustaran a los criterios del bolchevismo, tal vez parecía sensata cuando
otras revoluciones europeas parecían inminentes o posibles en el período 1919-
1920; pero la escisión entre los socialdemócratas y los comunistas y su hostilidad
mutua han perdurado y creado problemas imprevisibles para ambos desde
entonces, en circunstancias variadas y muy diferentes. Aquí la diferencia entre la
previsión y la visión posterior es crucial. En todo caso, la predicción se ve
interrumpida por pasajes de oscuridad que sólo pueden iluminarse de modo
retrospectivo, cuando sabemos lo que «tenía que suceder» sencillamente porque en
realidad no sucedió nada más. En la medida en que la perduración de la
revolución bolchevique dependía de circunstancias internacionales, quizá se
hubiera podido apostar por ella a partir de finales de 1918, aunque durante
algunos meses después de octubre de 1917 su futuro no fue realmente previsible.
En cambio, debido a su perduración y su permanencia, volvió a encontrar su plena
justificación. Por desgracia, no recuerdo ninguna previsión realista que debería
haber imaginado el futuro a largo plazo de la URSS como algo muy distinto de lo
que ha sido en realidad. Es posible imaginar otras hipótesis que hubieran sido
mucho menos crueles e intelectualmente desastrosas, pero ninguna que no hubiera
defraudado las grandes esperanzas de 1917.

El propósito de mi breve ejercicio (del que vuelve a ocuparse el capítulo 19)


no es demostrar que el rumbo de la historia era inevitable, sino considerar el
alcance y los límites de la predicción. Semejante ejercicio nos permite identificar
resultados improbables tales como que el zarismo hubiera podido salvarse, y
resultados seguros tales como una revolución rusa, un régimen posrevolucionario
no liberal y, en líneas generales, gran parte del subsiguiente desarrollo soviético.
Nos permite desenredar la aportación personal de Lenin de gran parte de la
confusión que la envuelve. Nos permite identificar disyuntivas como la elección
entre bolchevismo o falta de gobierno, y otras que ofrecían una amplia serie de
opciones. Explica las razones por las cuales Lenin confiaba en tomar el poder en
octubre pero no estaba seguro de conservarlo. Nos permite especificar las
condiciones de perduración y la posibilidad o imposibilidad de calcularlas.
También nos permite distinguir entre la relativa previsibilidad analítica de
procesos que nadie controla —por ejemplo, la mayor parte de la historia de Rusia
en 1917— y aquellos en que el ejercicio del mando real y la planificación complican
el asunto. No comparto la ingenua creencia de un sociólogo norteamericano en el
sentido de que, como «el cambio social [está] cada vez más organizado e
institucionalizado … el futuro es parcialmente previsible porque se parecerá en
parte a lo que ahora se quiere que sea». De hecho, las tendencias del desarrollo
soviético eran y son previsibles sólo en la medida en que la política soviética
(dados sus objetivos) reconocía lo que había que hacer. Por desgracia, lo que hace
que la planificación humana, por poderosa que sea, cause tanta frustración a los
profetas así como a los políticos es el contraste entre su limitada capacidad y las
consecuencias limitadas de «acertar» y las consecuencias potencialmente enormes
de fallar. Como bien sabía Napoleón, a veces una batalla perdida puede cambiar la
situación más que diez batallas ganadas. Y, finalmente, nos permite evaluar a los
numerosos autores de predicciones en este campo donde se han hecho tantas.
Resulta curioso que en los numerosos escritos que se ocupan de ello nunca, que yo
sepa, se haya estudiado sistemáticamente con el fin de evaluar la previsibilidad
histórica, aun cuando estaban y están llenos de predicciones pasadas y presentes.

Predecir tendencias sociales es en un sentido más fácil que predecir


acontecimientos, toda vez que se apoya precisamente en el descubrimiento que
constituye la base de todas las ciencias sociales: que es posible generalizar sobre
poblaciones y períodos sin preocuparse por la cambiante maraña de decisiones,
acontecimientos, accidentes y posibilidades, en la capacidad de decir algo sobre el
bosque sin conocer cada uno de los árboles. En lo que se refiere a las tendencias,
esto requiere cierto mínimo de tiempo. En esta medida puede decirse que es
predicción a largo plazo a diferencia de a corto plazo, aunque el «largo plazo» de
que se trate puede ser relativamente corto incluso cuando se juzga de acuerdo con
el espacio de tiempo de las predicciones humanas a largo plazo, que se limita a un
siglo y pico a lo sumo. Al menos no se me ocurre ninguna predicción que no sea
milenaria —en ambos sentidos de la palabra— más allá de esto. Pero un
inconveniente habitual de tales predicciones a largo plazo estriba en que es casi
imposible asignarles una escala de tiempo apropiada. Puede que sepamos lo que es
probable que pase, pero no cuándo. Que los Estados Unidos y la URSS se
convertirían en gigantes entre las potencias del mundo se predijo con acierto antes
del decenio de 1840, basándose en su extensión y sus recursos, pero sólo un imbécil
hubiera señalado una fecha exacta: 1900, por ejemplo.

Algunas de estas predicciones tardan más en hacerse realidad de lo que


esperaba la mayoría de los observadores. Por ejemplo, el hecho de que el
campesinado no desapareciese en los países desarrollados podría usarse como
argumento contra la predicción que en tal sentido se hizo a mediados del siglo XIX.
En cambio, otras se hacen realidad antes de lo que se calculaba. Que la división de
un sector inmenso del mundo en colonias administradas por un puñado de estados
no duraría era algo que podía predecirse y se predijo. Sin embargo, es dudoso que
muchos contemporáneos de Joe Chamberlain pensaran que la casi totalidad de la
ascensión y posterior desaparición de esta variante del imperialismo tendría lugar
en vida de un solo hombre: me refiero a Winston Churchill, que vivió de 1874 a
1965. Algunas cosas suceden a la vez más rápidamente y más lentamente de lo que
cabe predecir. La velocidad con que empezó a desaparecer el campesinado
después de durar tanto es asombrosa. En Colombia, donde en 1960 la población
rural representaba alrededor del 67 por 100 del total, se había reducido en la mitad
o más a finales del decenio de 1970. Estas predicciones son significativas aunque no
sepamos cuándo se harán realidad. Si creemos que las probabilidades de los judíos
de establecerse de modo permanente por medio de la conquista de un enclave en
Oriente Próximo no son mucho mayores, a largo plazo, de lo que fueron las
probabilidades de los cruzados, entonces esto tiene obvias consecuencias políticas
para quienes se preocupan por su supervivencia, tanto si podemos poner fechas
como si no. Sin embargo, lo que deseo resaltar es sencillamente que la pregunta
«¿qué sucederá?» es muy diferente, desde el punto de vista metodológico, de la
pregunta «¿cuándo sucederá?».

De las predicciones cronológicas que conozco, las únicas que inspiran cierta
confianza son las que se basan en alguna periodicidad regular detrás de la cual
sospechamos que hay un mecanismo explicable, incluso cuando no lo
comprendemos. Los economistas son los mayores buscadores de tales
periodicidades, aunque la demografía también entraña algunas (aunque sólo sea
mediante la sucesión y la maduración de generaciones y grupos de edad). Otras
ciencias sociales también han afirmado que han descubierto periodicidades, pero
pocas de ellas son muy útiles excepto en predicciones muy especializadas. Por
ejemplo, si el antropólogo Kroeber está en lo cierto, las dimensiones de los vestidos
de mujer «alternan con bastante regularidad entre máximas y mínimas, separadas
por un promedio de unos cincuenta años en la mayoría de los casos». (No expreso
ninguna opinión sobre esto, prescindiendo de la importancia que tenga para el
gremio de la aguja). Sin embargo, como ya hemos señalado (p. 42), al menos una
clase de periodicidad ha mostrado una importancia mayor, si bien en gran parte
enigmática, aun cuando no se me ocurre ninguna explicación de las llamadas
«ondas largas de Kondratiev» que goce de gran aceptación, y aun cuando los
escépticos hayan dudado de su existencia. Pero sí nos permiten hacer predicciones
no sólo sobre la economía, sino también, de forma más general, sobre los campos
social, político y cultural que acompañan a los ciclos alternantes. De hecho, la
periodización de la historia de los siglos XIX y XX que tan útil encuentran los
historiadores de Europa coincide en gran parte con las ondas de Kondratiev. Por
desgracia para los que hacen predicciones, estas ayudas a la predicción son raras.

Dejando la cronología de lado, en realidad se reconoce que el historiador es


esencial incluso para la forma más común y poderosa de predicción en las ciencias
sociales, forma que se basa en proposiciones teóricas o modelos (esencialmente de
tipo matemático) que se aplican a cualquier clase de realidad. Esto es, a la vez, de
valor inapreciable e insuficiente. Es de valor inapreciable porque, si establecemos
una relación entre factores variables que resulte convincente desde el punto de
vista de la lógica, la discusión debe cesar. Si la humanidad gasta recursos limitados
con mayor rapidez de lo que pueden reponerse o sustituirse por otros, entonces
tarde o temprano se agotarán, y lo único que cabe preguntarse es cuándo, como en
el caso del petróleo. Ninguna predicción más allá de las puramente empíricas es
posible sin construcciones basadas en tales proposiciones. Pero son insuficientes
porque en sí mismas son demasiado generales para arrojar mucha luz sobre
situaciones concretas, y, en consecuencia, todo intento de usarlas directamente
para hacer predicciones está condenado al fracaso. Por esta razón, David Glass
señaló que la demografía, que es, supongo, con la ciencia económica y la
lingüística, la más desarrollada de las ciencias sociales si se juzga según el criterio
de moda, esto es, el parecido con la física, ha tenido un historial terrible en lo que
se refiere a predicciones. Así pues, la proposición malthusiana básica según la cual
la población no puede aumentar de modo permanente más allá de los límites que
impone la disponibilidad de los medios de subsistencia es a la vez innegable y
valiosa. Sin embargo, por sí misma no puede decirnos nada sobre la relación
pasada, presente y futura entre el crecimiento demográfico y los medios de
subsistencia. No puede predecir ni explicar de modo retrospectivo una crisis
descriptible en términos malthusianos como fue la hambruna irlandesa. Si
queremos explicar por qué Irlanda sufrió dicha crisis en el decenio de 1840,
mientras que Lancashire no la padeció, no podemos hacerlo con el modelo
malthusiano, sino que debemos emplear factores que puedan analizarse sin hacer
referencia a él. A la inversa, si predecimos una hambruna en Somalia, no lo
hacemos de modo tautológico diciendo que la gente pasa hambre si no hay
alimentos suficientes para ella. En resumen, la teoría demográfica puede hacer
predicciones condicionales que no son pronósticos, y pronósticos que no se basan
en sus modelos. ¿En qué se basan?

En la medida en que él mismo pronosticaba tendencias —erróneamente—,


Malthus se apoyaba en ciertos datos históricos, en el crecimiento demográfico y en
la asignación de supuestas magnitudes empíricas, que han resultado arbitrarias, a
futuros incrementos en la productividad de alimentos, que han resultado poco
realistas. Quien haga predicciones demográficas o económicas no sólo debe
traducir sus factores variables en cantidades reales, lo cual es bastante
problemático, sino que también debe salir constantemente de su propio análisis
teórico y de su propio campo especializado y entrar en el amplio territorio de la
historia total, pasada o presente. ¿Por qué la fertilidad occidental dejó de caer
después del decenio de 1930, lo cual obligó a revisar todas las proyecciones de
población futura? Corresponde al historiador responder a estas preguntas y arrojar
con ello luz sobre posibles cambios futuros. ¿Por qué algunos creen ahora que la
tasa de crecimiento demográfico en los países del tercer mundo puede disminuir
con la industrialización y la urbanización? No sólo porque hay algunas pruebas de
que así ha ocurrido (esto es, datos históricos), sino debido a una supuesta analogía
con la historia demográfica de los países desarrollados (esto es, una generalización
histórica). Por suerte, los demógrafos son conscientes de todo esto; más que los
economistas, si se compara la floreciente disciplina de la demografía histórica con
la econometría retrospectiva que pasa por historia entre ellos. No hace falta que les
recuerde que durante gran parte de su vida David Glass ocupó un puesto como
sociólogo y no como demógrafo y, aparte de interesarse mucho por otros campos,
era un historiador notablemente erudito y perspicaz. Fue un gran demógrafo
porque sabía que «la competencia de los demógrafos es pertinente a sólo parte del
campo. La principal carga de trabajo deberá recaer sobre los historiadores y los
sociólogos».

Sin embargo, tengo la obligación de decir que los historiadores, al igual que
los científicos sociales, son más bien impotentes cuando se enfrentan al futuro, no
sólo porque todos lo somos, sino porque no tienen una idea clara sobre qué es
exactamente el conjunto o la serie que están investigando y —a pesar de la soberbia
labor precursora de Marx— exactamente cómo interactúan sus diversos elementos.
¿Qué es exactamente la «sociedad» (singular o plural), que es lo que nos ocupa?
Los ecólogos pueden afirmar que delimitan sus ecosistemas, pero pocos estudiosos
de la sociedad humana, excepto algunos antropólogos que se ocupan de
comunidades pequeñas, aisladas y «primitivas», afirman que pueden hacer lo
mismo; especialmente no pueden hacerlo en el mundo moderno. Avanzamos a
tientas. Lo máximo que podemos afirmar los historiadores es que, a diferencia de
la mayoría de las ciencias sociales, nos es imposible eludir los problemas de
nuestra ignorancia. A diferencia de ellos, no estamos tentados a esforzamos en pos
de una falsa precisión tratando de imitar a las ciencias naturales, que son más
prestigiosas; y que, después de todo, nosotros y los antropólogos tenemos un
conocimiento sin paralelo de las variedades de la experiencia social humana. Y
quizá también que en el campo de los estudios humanos sólo nosotros debemos
pensar en términos de cambio, interacción y transformación históricos. Únicamente
la historia proporciona orientación y quien afronte el futuro sin ella no es sólo
ciego, sino peligroso, especialmente en la era de la alta tecnología.

Permítanme que les ponga un ejemplo extremo. Tal vez recordarán ustedes
que en junio de 1980 el sistema de observación norteamericano informó de que los
rusos habían disparado misiles y durante varios minutos el arsenal nuclear de los
Estados Unidos se preparó de forma automática para entrar en acción, hasta que se
comprobó que todo se reducía a un error de un ordenador. Si el portero de este
teatro entrase ahora mismo en la sala para informamos de que acababa de estallar
la guerra nuclear, ni los seres humanos pesimistas tardarían tres minutos en sacar
la conclusión de que el portero tenía que estar equivocado, y por razones
esencialmente históricas. Es muy improbable que estallara una guerra nuclear sin
que hubiese alguna crisis preliminar, por corta que fuese, o alguna otra señal
premonitoria, y nuestra experiencia de los últimos meses, semanas o incluso días
sencillamente no ha dado ninguna señal en este sentido. Desde luego, si
estuviéramos en medio de algo parecido a la crisis de los misiles de Cuba en 1962,
tal vez nos sentiríamos menos confiados. Resumiendo, tenemos en nuestra mente
un modelo racional de cómo estallan o es probable que estallen las guerras
mundiales, modelo que se fundamenta en una combinación de análisis e
información relativa al pasado. Basándonos en ello, evaluamos las probabilidades
al tiempo que no excluimos necesariamente las posibilidades a menos que sean lo
bastante remotas como para que no valga la pena tenerlas en cuenta. No creo que
hoy día Canadá dedique mucho tiempo a trazar planes para evitar una guerra con
los Estados Unidos, o, a pesar de las apariencias, que Gran Bretaña trace planes
para hacer frente a una invasión francesa. Sin embargo, a no ser que se hagan
semejantes evaluaciones, estamos tentados de suponer que cualquier cosa puede
pasar en cualquier momento, suposición que también subyace en las películas de
horror y en las expectativas de los aficionados a los ovnis. O, si deseamos
limitamos a casos donde pueden tomarse precauciones prácticas, seguimos el
procedimiento igualmente irracional que consiste en formular «el peor caso» y
preparamos para él, especialmente cuando, como funcionarios, nos echarán la
culpa si las cosas van mal. Es igualmente irracional porque el peor caso no es más
probable que el mejor caso, y hay una diferencia considerable entre tomar
precauciones contra los peores casos y tomar medidas para hacer frente a ese caso:
por ejemplo, cuando en 1940 el gobierno británico quería meter a todos los
refugiados alemanes y austríacos entre alambre de espino.

El equivalente psicológico del pensamiento basado en «el peor caso» es la


paranoia o la histeria. A decir verdad, es en momentos de tensión y miedo como
los que vivimos ahora [esto se escribió en los momentos culminantes de la segunda
guerra fría] cuando la histeria y la ahistoricidad se combinan. Se espera lo peor, no
sólo por parte de los que por su profesión están obligados a imaginarlo —como los
militares, los servicios secretos y los escritores de thrillers a los que con tanta
frecuencia imitan—, sino también por parte de personas muy sensatas que sufren
ataques de geopolítica al pensar en el Afganistán o que hay tropas cubanas (no
francesas) en algunas partes de África. Y, hablando más en serio, nuestra
incapacidad de comprender el mundo se mecaniza e instalamos sistemas
automatizados y preparados para el peor caso que se ponen en marcha por obra de
unas señales que erróneamente leen «ataque». Salvo que intervengan historiadores
prácticos, lo único que puede parar el proceso de destrucción son comprobaciones
técnicas igualmente automáticas que indiquen que las señales se han interpretado
mal mecánicamente. Estas falsas alarmas son, en cierto sentido, la espeluznante
reducción al absurdo de afrontar el futuro de modo ahistórico. En realidad no
espero que si estalla la guerra o cuando ésta estalle sea a causa de un ciego fallo
técnico. Pero el hecho de que pudiera ser así, y de que exista una pequeña
posibilidad de que sea así, ilustra el papel indispensable que interpreta la
racionalidad histórica al evaluar el futuro y las medidas que la humanidad debe
tomar para afrontarlo.

¿Cómo debería concluir? Los historiadores no son profetas en el sentido de


que puedan o deban tratar de escribir los titulares de los boletines de noticias de la
BBC del año próximo o del siglo que viene. Tampoco estamos ni deberíamos estar
en el departamento escatológico del negocio de las profecías. Sé que algunos
pensadores, entre los que hay historiadores, han visto el proceso de la historia
como el avance del destino humano hacia algún fin feliz o infeliz en el futuro.
Desde el punto de vista moral, esta clase de creencia es preferible a la opinión, tan
común en las ciencias sociales norteamericanas de los confiados años cincuenta, de
que el destino humano ya ha encontrado su lugar de descanso en alguna sociedad
de ahora mismo, con Omaha como su nueva Jerusalén. Desde luego, no es tan fácil
de refutar; pero no sirve para nada. Es verdad que el hombre, como dijo el filósofo
Ernst Bloch, es un animal que tiene esperanza. Soñamos con el futuro. Hay muchas
razones para ello. Los historiadores, al igual que los demás seres humanos, están
en el derecho de tener su idea de un futuro deseable para la humanidad, de luchar
por ella y de animarse si descubren que la historia parece ir por donde ellos
quieren, como ocurre a veces. En todo caso, no es buena señal del camino por
donde va el mundo cuando los hombres pierden confianza en el futuro e hipótesis
propias de El crepúsculo de los dioses sustituyen a las utopías. Sin embargo, la misión
del historiador, que es averiguar de dónde venimos y adónde vamos, no debería
verse afectada como misión por la posibilidad de que nos gusten los posibles
resultados.
Permítanme que lo exprese por medio de una paradoja. Es tan inútil
rechazar a Marx porque no nos gusta su demostración de que el capitalismo y la
sociedad burguesa son fenómenos históricos temporales como aceptarlo
sencillamente porque estamos a favor del socialismo, que él pensaba que sucedería
a tales fenómenos. Creo que Marx distinguió algunas tendencias básicas con
profunda percepción interior; pero no sabemos realmente qué traerán. Como ha
ocurrido tantas veces, puede que el futuro que se ha predicho sea irreconocible
cuando llegue, no porque las predicciones fueran erróneas, sino porque nos
equivocamos al poner una cara y una indumentaria determinadas al forastero
interesante cuya llegada nos dijeron que esperásemos. No digo que debamos ir tan
lejos como Schumpeter, que era a la vez conservador y hombre que sentía gran
respeto por la extraordinaria visión analítica de Marx, y afirmar que «decir que
Marx … admite la interpretación en sentido conservador es sólo decir que se le
puede tomar en serio». Pero deberíamos recordar que la esperanza y la predicción,
aunque inseparables, no son lo mismo.

Esto todavía deja muchas cosas que los historiadores pueden aportar a
nuestra investigación del futuro; al descubrimiento de lo que los seres humanos
pueden y no pueden hacer al respecto; a la determinación de los marcos y, por
consiguiente, los límites, las potencialidades y las consecuencias de las acciones
humanas; a la distinción entre lo previsible y lo imprevisible y entre tipos
diferentes de previsión. Entre otras cosas, pueden ayudar a desacreditar aquellos
absurdos y peligrosos ejercicios de construcción de autómatas mecánicos para la
predicción que son populares entre algunos de los que buscan prestigio científico:
personas que —de nuevo cito a un sociólogo real— piensan que la forma de
predecir revoluciones consiste en cuantificar la pregunta «¿en qué medida tiene
que ser extensa y rápida la modernización al principio con el fin de que produzca
la revolución social?» por medio de «la recogida de datos comparativos, tanto
representativos como temporales». No son los marxistas quienes hacen esto.
Pueden y deberían desacreditar los ejercicios aún más peligrosos de futurología
que piensan lo impensable como opción de pensar lo que puede pensarse. Pueden
tener a los extrapoladores estadísticos en jaque. Pueden, de hecho, decir algo sobre
lo que es probable que suceda y todavía más sobre lo que no es probable. No les
harán mucho caso, esto es fundamental en la historia. Pero es posible que les
escuchen un poquito más si, de hecho, dedican más tiempo a evaluar y mejorar su
capacidad de decir algo sobre el futuro y a pregonarlo un poco mejor. A pesar de
todo, aún tienen algo que pregonar.
5. ¿HA PROGRESADO LA HISTORIA?

¿Cómo ha evolucionado la escritura de la historia, al menos en los campos que me


interesan? ¿Cuáles son sus relaciones con las ciencias sociales? Estas son las cuestiones
que se analizan en el próximo grupo de capítulos.

«¿Ha progresado la historia?» (que no se ha publicado hasta ahora) fue la


conferencia inaugural que con cierto retraso di en el Birkbeck College en 1979.

¿Ha progresado la historia? Es natural que haga esta pregunta alguien que
se acerca a la jubilación y lleva cuarenta años estudiando historia como
universitario, estudiante investigador y, desde 1947, profesor del Birkbeck College.
Es casi otra manera de preguntar: ¿qué he estado haciendo con mi vida
profesional? Casi, pero no del todo. Porque la pregunta da por sentado que la
palabra «progreso» puede aplicarse a una disciplina como la historia. ¿Es así?

Hay disciplinas académicas a las que obviamente puede aplicarse, y otras a


las que se diría —al menos lo diría yo— que no. En cierto modo, la distinción
puede verse hoy en nuestras bibliotecas. Las ciencias naturales, de cuyo progreso
ningún observador racional puede dudar seriamente, ya apenas pueden usar
libros, excepto a efectos de la enseñanza relativamente elemental y alguna que otra
síntesis efímera de su campo, toda vez que los libros quedan desfasados con la
misma rapidez con que progresa la disciplina, que durante mi vida —nuestra vida
— ha sido prodigiosa. No hay clásicos que deban leerse, excepto si se tiene un
sentimiento de pietas para con los grandes predecesores o interés por la historia de
las ciencias. Lo que perdura de Newton, Clerk Maxwell o Mendel ha quedado
absorbido en la comprensión más amplia y palpablemente menos insuficiente del
universo material; y, a la inversa, hoy día un estudiante mediocre de física
comprende este universo mejor que Newton. Los historiadores y otros analistas del
proceso y la evolución de las ciencias naturales saben que su progreso dista mucho
de ser lineal, pero de su existencia no se puede dudar.

En cambio, si consideramos la crítica literaria, que es la única forma del


estudio de las artes creativas que suele ejercitarse en las universidades, el progreso
no es demostrable ni convincente, excepto en las formas relativamente triviales de
la erudición y la complejidad técnica. La literatura del siglo XX no es mejor que la
del siglo XVII, y tampoco la crítica del doctor Johnson es peor que la del doctor
Leavis o, para el caso, Roland Barthes, sólo diferente. Sin duda el grueso de los
escritos académicos y otros escritos críticos desaparece, salvo para los que
preparan el doctorado, pero si perduran, no es debido a que sean más recientes y,
por ende, hayan sustituido a sus predecesores, sino porque son obra de autores
que —por razones difíciles de definir— se considera que muestran una perspicacia
y una comprensión especiales. Por supuesto, hay una parte de los estudios
literarios que es sencillamente una forma especializada de historia, ya sea de la
literatura o de la crítica literaria, y mi comentario es tan poco aplicable a ella como
a otras disciplinas parecidas que no se enseñan como crítica, sino como historia,
esto es, historia del arte. En los departamentos de literatura se leen libros, y tal vez
por este motivo también generen libros.

Hay otras disciplinas a las cuales parece igualmente difícil de aplicar el


concepto de «progreso», al menos de manera global: por ejemplo, la filosofía o el
derecho. Platón no se vio desfasado por Descartes ni Descartes por Kant ni Kant
por Hegel; y tampoco podemos detectar un proceso de acumulación de sabiduría
que asimile y absorba en la labor posterior lo que resulte ser cierto de modo
permanente en la anterior. A decir verdad, muy a menudo observamos sólo la
continuación o el renacer de antiguos, a veces muy antiguos, debates en términos
modernos, como esas escenificaciones de obras de Shakespeare con vestuario de
los años veinte o setenta de nuestro siglo que sirven para que sus autores se labren
una reputación. Esto no es una crítica de tales disciplinas, no lo es más de lo que
sería señalar que, si bien el moderno atletismo de competición muestra señales de
progreso, ya que hoy día la gente corre más rápidamente y salta distancias
mayores que hace cincuenta años y cabe suponer que continuará mejorando sus
marcas, no se observa ninguna tendencia parecida en los duelos de los jugadores
de ajedrez, que cambian de modo constante pero en esencia permanecen
invariables.

Ahora bien, es obvio que la historia tiene algo en común con esta segunda
clase de disciplina, siquiera porque los historiadores no sólo escriben libros, sino,
sobre todo, porque leen libros, entre los cuales hay algunos muy antiguos. En
cambio, los historiadores sí quedan desfasados, aunque probablemente a un ritmo
más lento que los científicos. No leemos a Gibbon como todavía leemos a Kant o
Rousseau, porque están a tono con nuestros propios problemas. Leemos a Gibbon,
aunque sin duda admirando enormemente su erudición, no para aprender cosas
relativas al imperio romano, sino por sus méritos literarios; es decir, la mayoría de
los historiadores que ejercen no lo leen en absoluto, excepto en sus horas libres. Si
leemos las obras de historiadores más antiguos, se debe a que o bien nos han
proporcionado algún conjunto permanente de materia prima de carácter histórico,
como puede ser una edición no superada de crónicas medievales, o porque da la
casualidad de que se han interesado por un tema sobre el que no se ha trabajado
posteriormente pero que, por una razón u otra, ha vuelto a interesamos: dicho de
otro modo, porque en lo que se refiere a este tema no son historiadores antiguos.
Esta es la base económica de la industria de reimpresión de libros de historia. Pero,
desde luego, el hecho mismo de que un libro pueda aflorar de nuevo a la superficie
al cabo de más de un siglo de publicarse por primera vez plantea, al menos de
modo implícito, precisamente la pregunta que me estoy haciendo a mí mismo esta
tarde: ¿podemos hablar de «progreso» en el caso de la historia, y si la respuesta es
afirmativa, cuál es su carácter?

No se trata obviamente de progreso en el sentido de que los historiadores se


hayan vuelto más eruditos o más inteligentes. Sin duda no son más eruditos,
aunque tienen acceso a más conocimiento. No estoy seguro de que ahora sean más
inteligentes, aunque algo podría decirse al respecto. La historia no ha sido, durante
uno o dos siglos, una disciplina que exigiese grandes facultades intelectuales. En
una etapa de mi carrera tuve una estrecha relación con una disciplina que sí
requiere mucha capacidad mental, o por lo menos agilidad, a saber: la ciencia
económica en Cambridge, Reino Unido y Estados Unidos, y nunca he olvidado la
experiencia saludable pero deprimente que representa esforzarse por estar a la
altura de un grupo de personas mucho más inteligentes. No digo que entre los
historiadores de hace cincuenta años no hubiera personas de igual inteligencia,
aunque era y en cierta medida todavía es posible que una persona haga una gran
aportación y —cosa que no acaba de ser lo mismo— se forje una gran reputación
en el campo de la historia sin más armas que la capacidad de trabajar mucho y un
ingenio detectivesco. Incluso puede argüirse que la hostilidad misma a la teoría y
la generalización que caracterizaban a una parte tan grande de la historia
académica ortodoxa en el largo período durante el cual estuvo dominada por la
tradición del gran Ranke daban aliento a quienes tenían escasa audacia intelectual,
que a menudo eran también los que exigían poco desde el punto de vista
intelectual. En cambio, ha habido países y períodos en los cuales la historia atrajo a
cerebros que pertenecían al tipo contrario, por ejemplo en Francia desde el decenio
de 1930, donde un planteamiento determinado de la historia —el que
generalmente se identifica con la llamada escuela de los Amales— fue, de hecho,
durante unos decenios la disciplina central de las ciencias sociales del país. En todo
caso, no han escaseado los historiadores que además eran muy inteligentes. Lo que
quizá podría afirmarse es que hoy, para ciertos tipos de historia —por ejemplo, los
que requieren usar conceptos y modelos sacados de otras disciplinas de las ciencias
sociales o de la filosofía—, se precisa un grado de inteligencia comparable con el
que se necesita en tales disciplinas. Una parte de la historia al menos ya no es una
opción fácil. Pero esto es un detalle relativamente trivial.

¿De qué manera significativa puede decirse que la historia ha progresado?


No hay ninguna respuesta obvia para esta pregunta, en la medida en que no hay
acuerdo entre los historiadores sobre lo que tratan de hacer o, para el caso, sobre
cuál es su tema. Por poner un ejemplo, todo lo que sucedió en el pasado es historia;
todo lo que sucede ahora es historia. Durante el ejercicio de mi profesión se ha
alargado en unos cuarenta años, y, a propósito, ha hecho que tanto yo como mis
contemporáneos —y todos ustedes— hayamos pasado a formar parte del tema de
la historia además de ser sus estudiosos u observadores. Así pues, todo estudio
histórico entraña hacer una selección, una minúscula selección, de algunas cosas
partiendo de la infinidad de actividades humanas del pasado y de lo que afectó a
tales actividades. Pero no hay un criterio que goce de aceptación general para hacer
dicha selección, y si en un momento dado hay uno, es probable que cambie.
Cuando los historiadores pensaban que la historia la determinaban en buena parte
los grandes hombres, su selección era obviamente distinta de lo que es cuando no
piensan así. Esto es lo que proporciona un conjunto tan fuerte y eficaz de
fortificaciones detrás de las cuales pueden resistir los intransigentes de la historia
(y los que la rechazan), así como una garantía de que nunca será la última batalla.

Cualquier persona que investigue el pasado de acuerdo con unos criterios de


erudición parecidos es historiador y esto viene a ser lo único en que se mostrarán
de acuerdo los que ejercen mi profesión. ¿Cómo puedo negarle el derecho a ese
título incluso al más tonto cronista de trivialidades antiguas? Puede que parezcan
trivialidades ahora, pero que mañana dejen de parecerlo. Después de todo, gran
parte de la demografía histórica, disciplina que ha experimentado una
transformación durante los últimos veinte años, se apoya en material que en un
principio recopilaron los genealogistas, ya fuera por esnobismo o, como en el caso
de los mormones de Salt Lake City, con fines teológicos que los no mormones no
comparten. Así pues, los historiadores se ven constantemente asaltados por la
introspección o perseguidos por rivales filosóficos y metodológicos de una clase u
otra.

Una forma de evitar tales debates consiste en ver qué ha pasado realmente
en la investigación histórica durante las últimas generaciones y preguntar si esto
indica una tendencia sistemática de la evolución de la disciplina. Esto no es prueba
de «progreso», pero es muy posible que indique que en esta disciplina hay algo
más que una especie de canoa académica que se balancea sobre las olas del gusto
personal, de la política y la ideología del momento o incluso sencillamente de la
moda.

Volvamos a mediados del decenio de 1890, que es un importante momento


crítico en la historia de las modernas ciencias naturales. La historia como
respetable disciplina académica ya estaba firmemente arraigada. Los archivos se
encontraban en orden, hacía bastante poco que se habían fundado las
publicaciones que todavía existen —la English Historical Review, la Revue Historique,
la Historische Zeitschrift, la American Historical Review son todas, en términos
generales, hijas del último tercio del siglo XIX— y la naturaleza de la disciplina
parecía clara. Los grandes historiadores eran figuras formidables, en Gran Bretaña
había tanto obispos como pares del reino entre ellos. Los franceses expusieron sus
principios y métodos, y lord Acton incluso pensó que había llegado el momento de
una definitiva Cambridge Modern History que ratificara el progreso de la disciplina
y, es de suponer, hiciese que la cuestión de su futuro progreso resultara ociosa.
Menos le cincuenta años después incluso la Universidad de Cambridge, el centro
de las causas perdidas, al menos en el campo de la historia moderna, opinó que
estaba tan desfasada, que había que sustituirla por completo. Sin embargo, hasta
en este momento de triunfo hubo escépticos.

Las dudas se referían en esencia a la naturaleza del tema de la historia, que


en aquella etapa era abrumadoramente narrativa y descriptiva, política e
institucional, o lo que más adelante sería ridiculizado en la sátira inglesa 1066 and
All That; las dudas también estaban relacionadas con la posibilidad de la
generalización histórica. Procedían en esencia de las ciencias sociales y de profanos
que creían que la historia debía ser una forma especial de ciencia social. El grueso
de los historiadores acreditados las rechazó por completo. El asunto se debatió con
sorprendente encono a mediados del decenio de 1890 en Alemania en relación con
el escepticismo de un hereje histórico que ahora no nos parece muy heterodoxo,
Karl Lamprecht. La historia, según decían los ortodoxos, era esencialmente
descriptiva. Las personas, los acontecimientos, las situaciones eran tan diferentes,
que resultaba imposible hacer generalizaciones sobre la sociedad. Por consiguiente,
no podía haber «leyes históricas».

Ahora bien, en realidad lo que estaba en disputa eran dos asuntos


interrelacionados. El primero era la selección propiamente dicha del pasado que
constituía el tema esencial de la historia ortodoxa. Se ocupaba principalmente de la
política, y en el período moderno de la política de los estados-nación,
especialmente la política exterior. Se concentraba en los grandes hombres. Si bien
reconocía que podían investigarse otros aspectos del pasado, tendía a dejar que de
ellos se ocuparan subdisciplinas como la historia de la cultura o la historia
económica, cuyas relaciones con la historia propiamente dicha no estaban claras,
excepto en la medida en que constituían el tema de las decisiones políticas. En
resumen, su selección era a la vez estrecha y, como resultaba evidente incluso
entonces, más bien sesgada desde el punto de vista político. Pero, en segundo
lugar, rechazaba todo intento de establecer una relación sistemática de índole
estructural o causal entre los diversos aspectos del pasado, en especial todo intento
de entender la política a partir de factores económicos y sociales, y, sobre todo,
cualquier modelo del desarrollo evolutivo de las sociedades humanas (aunque su
propia ejercitación entrañaba tal modelo), todo modelo de etapas de desarrollo
histórico. Estas cosas, como dijo Georg von Below, podían ser populares entre los
científicos naturales, los filósofos, los economistas, los juristas e incluso algunos
teólogos… pero no había lugar para ellas en la historia.

Este parecer era, en realidad, una reacción que hubo a mediados y finales del
siglo XIX contra la evolución anterior de la historia, especialmente en el siglo XVIII.
Sin embargo, esto no es lo que me importa aquí. Y, en todo caso, los historiadores y
los economistas y sociólogos con mentalidad de historiador del siglo XVIII, ya
fuera en Escocia o en Gotinga, todavía eran técnicamente incapaces de resolver el
problema de escribir una historia en verdad completa que determinara las
regularidades generales de la organización social y el cambio social, estableciera
una relación entre ellas y las instituciones y los acontecimientos de la política y
también tuviese en cuenta la singularidad de los acontecimientos y las
peculiaridades de las decisiones conscientes de los seres humanos. Lo que quiero
resaltar es que la postura extrema que representaba la ortodoxia de Ranke, que era
la dominante en las universidades occidentales, encontró oposición no sólo por
motivos ideológicos, sino también debido a su estrechez y su insuficiencia; y que se
batía en retirada, aun estando consolidada.

Hago hincapié en lo primero, porque la ortodoxia misma prefería considerar


que la oposición era ideológica y, más específicamente, socialista o incluso
marxista. No fue por nada que los polemistas de Historische Zeitschrift a mediados
del decenio de 1890 insistieron en que ellos estaban en contra de la concepción
«colectivista» —a diferencia de la «individualista»— de la historia, y contra una
«concepción materialista de la historia»; y todo el mundo sabía lo que eso quería
decir. Pero no era ideológica. Aunque dejemos de lado todas las ciencias y
disciplinas que, a diferencia de los historiadores, se negaban a ver la historia —al
menos desde su perspectiva— como simplemente un desastre tras otro que
emprendían preferiblemente los reyes y los grandes hombres, la revuelta contra la
ortodoxia no se limitó a una sola ideología. Participaron en ella seguidores tanto de
Marx como de Comte, además de gente que, como Lamprecht, estaba política e
ideológicamente lejos de la rebelión. Tomaron parte en ella seguidores de Max
Weber y Durkheim. En Francia, por ejemplo, la rebelión contra la ortodoxia
histórica —la llamada «historia de acontecimientos»— en verdad debe muy poco al
marxismo, por razones históricas que ahora no hacen al caso. Y la ortodoxia ya se
batía en retirada mucho antes de 1914, aunque bien protegida por sus bastiones
institucionales. La undécima edición de la Encyclopaedia Britannica (1910) ya
comentaba que, a partir de mediados del siglo XIX, se había registrado un intento
creciente de sustituir de forma sistemática un marco idealista del análisis histórico
por otro materialista y que esto había dado pie a la ascensión de la «historia
económica o sociológica».

Si digo que esta tendencia, que ha continuado progresando de modo


inexorable, era general, no es debido a que quiera minimizar la influencia específica
de Marx y el marxismo en ella. Soy la última persona que quisiera hacerlo y, en
todo caso, incluso a finales del siglo XIX pocos observadores serios hubieran
deseado hacerlo. Lo que trato de hacer es más bien mostrar que la historiografía ha
estado moviéndose en determinada dirección a lo largo de un período de varías
generaciones, con independencia de la ideología de quienes la cultivan, y —lo que
es más significativo— contra la resistencia fortísima e institucionalmente arraigada
de los profesionales de la historia. Antes de 1914, la mayor parte de la presión
venía de los que estaban fuera de la historia: de los economistas (que en algunos
países tenían un marcado sesgo histórico); de los sociólogos; en un caso —Francia
— de los geógrafos; incluso de los abogados. Si pensamos, por ejemplo, en la
cuestión crucial y muy analizada de la relación entre la sociedad y la religión, o,
más específicamente, entre el protestantismo y la ascensión del capitalismo, los
textos clásicos originales, dejando de lado las observaciones de Marx que
constituían el punto de partida de este análisis, son los de Max Weber, sociólogo, y
Troeltsch, teólogo. Más adelante la ortodoxia se vio debilitada desde dentro. En
Francia los famosos Armales —que al principio llevaban el nombre característico de
Annales d’Histoire Économique et Sociale— atacaron la fortaleza de París desde la
base provincial de Estrasburgo; en Gran Bretaña la revista Past and Present, que se
ganó una posición internacional con sorprendente rapidez en el decenio de 1950, la
fundó un puñado de profanos marxistas, aunque muy pronto amplió su base. En
Alemania Occidental, el primer y tal vez el último bastión de la tradición, la
ortodoxia chocó con la oposición, en el decenio de 1960, de los adversarios
radicales del nacionalismo alemán y de personas que buscaban deliberadamente su
inspiración en los pocos historiadores del período de Weimar a los que se podía
considerar demócratas y republicanos; y una vez más este grupo hace hincapié
principalmente en explicar la política en términos de los fenómenos sociales y
económicos.

La tendencia, pues, no está en duda. Basta comparar alguno de los libros de


texto sobre historia europea que se usaban normalmente en Inglaterra durante el
período de entreguerras, por ejemplo Europe in the Nineteenth and Twentieth
Centuries, de Grant y Temperley, con una obra contemporánea estándar como, por
ejemplo, Europa desde 1880 hasta 1945, de John Roberts, para ver la transformación
extraordinaria que han experimentado los libros de este tipo desde mis años de
estudiante: y escojo deliberadamente un autor moderno que se enorgullecería de
ser un hombre moderado o incluso un poco conservador. El libro antiguo empieza
con un breve capítulo de dieciséis páginas sobre la Europa moderna en el que
contiene un bosquejo del sistema de estados y el equilibrio de poder y los
principales estados continentales, y añade al mismo unos cuantos comentarios
sobre los philosophes —Voltaire, Rousseau, etcétera— y la libertad, la igualdad y la
fraternidad. El libro nuevo, que se publicó por primera vez cuarenta años después
del antiguo, empieza con lo que es en esencia un capítulo largo sobre la estructura
económica de Europa, seguido de un capítulo más corto sobre «sociedad:
instituciones y atribuciones», pautas políticas y religión: ambos capítulos —antes
incluso de llegar a las relaciones internacionales— abarcan unas sesenta páginas
cada uno.

En esencia lo que hemos visto a lo largo del siglo XX es precisamente lo que


los historiadores ortodoxos del decenio de 1890 rechazaban por completo: una
reconciliación entre la historia y las ciencias sociales. Por supuesto, la historia sólo
puede quedar subsumida en parte bajo el título de ciencia social o tal vez de
cualquier clase de ciencia. No es que esto deba impedir que algunos historiadores
se concentren en problemas de los que podrían ocuparse y se ocupan también
demógrafos o economistas con mentalidad de historiador, pongamos por ejemplo.
En cualquier caso, no lo impide. Por supuesto, la reconciliación no se efectúa desde
un solo lado. Si los historiadores han recurrido de modo creciente a varias ciencias
sociales en busca de métodos y modelos explicativos, las ciencias sociales han
intentado de forma también creciente adoptar perspectivas históricas y para ello
han contado con los historiadores. Los profesores de finales del siglo XIX hacían
muy bien al rechazar los esquemas evolutivos y los modelos explicativos de las
ciencias sociales de la época por ingenuos y faltos de realismo, y la mayoría de los
que se ofrecen hoy aún pueden rechazarse legítimamente por el mismo motivo.

Sin embargo, sigue siendo cierto que la historia se ha alejado de la


descripción y la narrativa para acercarse al análisis y la explicación; ha dejado de
concentrarse en lo singular e individual a favor de la determinación de
regularidades y la generalización. En cierto sentido, se ha invertido el
planteamiento tradicional.

¿Todo esto constituye progreso? Sí, un progreso modesto. No creo que la


historia pueda llegar a alguna parte como disciplina seria mientras se aisle, con
varios pretextos, de las otras disciplinas que investigan las transformaciones de la
vida en la Tierra, o la evolución de nuestros antepasados hasta aquel punto
arbitrario en que empezaron a dejar ciertos tipos de documentos, o, para el caso, la
estructura y la función de los ecosistemas y los grupos de animales sociales, de los
cuales Homo sapiens es un caso especial. Estamos todos de acuerdo en que esto no
agota, no puede ni debería agotar las posibilidades de la historia, pero en la
medida en que la tendencia de la labor histórica durante las últimas generaciones
ha creado una relación más estrecha entre estas otras disciplinas y la historia, ha
permitido comprender lo que ha hecho que el hombre sea lo que es hoy mejor que
lo hicieron Ranke y lord Acton. Porque, después de todo, en esto consiste la
historia en el sentido más amplio de la palabra: en averiguar cómo y por qué Homo
sapiens pasó del paleolítico a la era nuclear.

Si no abordamos el problema básico de las transformaciones de la


humanidad, o al menos si no vemos esa parte de sus actividades que es nuestra
especialidad en el contexto de esta transformación, que aún no ha terminado,
entonces como historiadores nos estamos ocupando de trivialidades o de juegos de
salón intelectuales o de otra clase. Por supuesto, es fácil encontrar razones por las
cuales la historia debería aislarse de las otras disciplinas que investigan el hombre,
o que influyen directamente en tal investigación, pero ninguna de ellas es buena.
Todas equivalen a dejar la tarea fundamental del historiador a no historiadores
(que saben muy bien que alguien tiene que abordarla), y usar luego su fracaso en el
intento de hacer bien dicha tarea como un argumento más para tener a los
historiadores alejados de tan malas compañías.

Ya he dicho que esto no puede agotar las actividades de los historiadores.


También debería ser obvio que la historia no puede subsumirse bajo el título de
alguna otra disciplina proyectada sobre el pasado, como, por ejemplo, la sociología
histórica o la biología social. Es y tiene que ser sui generis, y en este sentido los
reaccionarios históricos tienen razón. Esto es en parte por razones triviales. Se da la
circunstancia de que gran número de historiadores y más lectores suyos se
interesan mucho por aspectos de la vida de los seres humanos que, pongamos por
caso, un ecologista de los animales raramente consideraría un tema digno de una
monografía culta, o les interesan precisamente los microacontecimientos y las
microsituaciones que se pierden de vista al buscar regularidades. Si quisieran, los
biólogos podrían tratar los asuntos de los animales del mismo modo que los
historiadores tratan los de los seres humanos. La novela La colina de Watership se
corresponde exactamente con lo que un historiador de la vieja escuela —de hecho,
uno antiguo, como Jenofonte en su Anábasis— escribiría sobre los conejos.
(Supongo que el autor tiene una buena base zoológica). Pero también hay razones
menos triviales. Porque, nos parezca o no trivial preocuparse por la diferencia
entre Gladstone y Disraeli, no podemos escribir sobre animales de esta manera
excepto en obras narrativas, sin hacer que de algún modo piensen, hablen y actúen
como lo que no son: seres humanos. Y los seres humanos, como los sociobiólogos
necesitan que les recuerden, son diferentes además de parecidos a los animales.

Hacen su propio mundo y su propia historia. Evidentemente, esto no quiere


decir que sean libres de hacerlo tal como elijan de modo consciente (sea cual sea el
significado de «elección consciente»), ni que pueda comprenderse la historia
investigando las intenciones de los hombres. Está claro que no se puede. Pero sí
quiere decir que las transformaciones de la sociedad humana están sujetas a la
mediación de varios fenómenos que son específicamente humanos (vamos a
llamarles «cultura» en el sentido más amplio de la palabra) y obran por medio de
varias instituciones y costumbres que son, al menos en parte, construcciones
conscientes: por ejemplo, los gobiernos y las medidas políticas. Podemos tanto
construir como cambiar de sitio este mobiliario de vida humana entre el cual
vivimos —hasta qué punto podemos es uno de los grandes interrogantes históricos
— y, dado que poseemos la facultad del lenguaje, siempre tenemos y expresamos
ideas sobre nosotros mismos y nuestras actividades.

Es sencillamente imposible pasar por alto estas cosas. Está claro que la
Alemania Occidental y la Alemania Oriental han seguido caminos muy diferentes
porque desde 1945 cada una de ellas ha adoptado una serie muy diferente de
instituciones y medidas políticas basadas en diferentes grupos de ideas. No estoy
diciendo que no hubiera podido pasar de otra manera. El problema de la
inevitabilidad histórica del determinismo es un problema muy diferente —no
pienso ocuparme de él aquí— y la cuestión del papel de la conciencia y la cultura
o, empleando términos marxistas, de las relaciones entre la base y la
superestructura, con frecuencia se ha embrollado y oscurecido al confundirse las
dos. Lo que estoy diciendo es que la historia no puede prescindir de la conciencia,
la cultura y la acción intencional dentro de instituciones que sean obra del hombre.
¿Puedo añadir que creo que el marxismo es, con mucho, el mejor método para
abordar la historia porque tiene una conciencia más clara que la de otros métodos
de lo que pueden hacer los seres humanos como sujetos y forjadores de la historia
y también de lo que no pueden hacer como objetos de la historia? Y es el mejor,
dicho sea de paso, porque Marx, como virtual inventor de la sociología del
conocimiento, también desarrolló una teoría sobre cómo las ideas de los
historiadores mismos probablemente se verán afectadas por su ser social.

Pero permítanme que vuelva a la pregunta principal. Sí, la historia ha


progresado por lo menos durante las tres últimas generaciones, principalmente
debido a su convergencia con las ciencias sociales, pero ha sido un progreso
modesto y puede que de momento este proceso esté pasando dificultades. En
primer lugar, es indudable que sus principales avances se lograron por medio de
una necesaria simplificación que, ahora que el avance ya se ha conseguido,
presenta ciertos inconvenientes. Por esta razón se registra actualmente un
movimiento claro a favor de volver a dar importancia a la historia política que
durante tanto tiempo menospreciaron los revolucionarios históricos. Por supuesto,
parte de esta nueva historia política es poco más que una regresión —a menudo,
como ocurre entre los historiadores de Cambridge, una regresión
premeditadamente neoconservadora— a la forma más caduca de decimonónica
escarbadura de archivos: quién escribió qué y a qué miembro del gabinete durante
la crisis de la autonomía irlandesa o en 1931. Con todo, en sus mejores momentos,
como dice Jacques Le Goff, «la historia política [ha] vuelto gradualmente … con
todas las fuerzas al tomar prestados los métodos, el espíritu y el planteamiento
teórico precisamente de la ciencia social que la ha relegado a un segundo plano»,
especialmente en lo que se refiere a períodos anteriores al siglo XIX.

En segundo lugar, con el enorme desarrollo de las ciencias sociales, en


particular como grupo de intereses creados en el mundo académico, la
convergencia de la historia con ellas está produciendo ahora divergencia y
fragmentación. Tenemos una «nueva» historia económica que consiste
principalmente en la actual teoría académica proyectada sobre el pasado, y ocurre
algo muy parecido en los casos de la antropología social, el psicoanálisis, la
lingüística estructural o cualquier otra disciplina o pseudodisciplina que pueda
ayudar a jóvenes de mérito a labrarse una reputación creando una nueva moda o
diciendo lo que nadie ha dicho todavía. La novedad es una etiqueta que ayuda a
vender historia entre los profesionales, del mismo modo que ayuda a vender
detergentes entre el público en general. Por supuesto, mi objeción no va dirigida a
los historiadores que toman en préstamo técnicas e ideas de otras ciencias sociales
e integran las últimas novedades de las mismas en su propio trabajo, siempre y
cuando sean útiles y pertinentes. Lo que no me parece bien es distribuir la carga
histórica en una serie de contenedores que no se comunican entre sí. No existe
historia económica, o social, o antropológica o psicoanalítica: sólo existe historia a
secas.

Esta tendencia a la fragmentación se ha visto reforzada por un tercer


fenómeno: la espectacular expansión del campo de los estudios históricos, que es
probablemente el logro más notable de los últimos veinte o treinta años. Como dije
antes, escribir historia es siempre seleccionar. Somos mucho más conscientes que
cualquiera de las generaciones anteriores de lo estrecha que suele ser la selección.
Citaré sólo unos cuantos temas que se han convertido recientemente en campos
especializados o subdisciplinas que a veces hasta tienen sus propias publicaciones
y sociedades y son para el estudioso el equivalente del ingreso de las islas del
océano Índico en la ONU: la familia, las mujeres, la infancia, la muerte, la
sexualidad, el ritual y el simbolismo (las fiestas y los carnavales están muy de
moda), los alimentos y la cocina, el clima, la delincuencia, las características físicas
y la salud de los seres humanos, por no hablar de los continentes y las regiones,
tanto geográficos como sociales, que no se habían explorado o siquiera descubierto.
No todos son nuevos, pero ahora forman parte del campo aceptado del estudio
histórico. Pueden leer ustedes artículos en destacadas revistas sobre la percepción
del espacio en Madagascar y los cambios de la distribución del color de los ojos
entre los franceses, y mucho más sobre la historia, hasta ahora descuidada, de la
gente corriente.

Este imperialismo o ecumenismo de los estudios históricos es bueno. La


historia es «total», como se dice ahora, aun cuando el ámbito actual es sólo una
selección de las cosas que casualmente interesan a los historiadores de las
postrimerías del siglo XX. Y es algo que se agradece todavía más en la medida en
que tiende a convertir la historia en lo que yo creo que debería ser: el marco
general de, como mínimo, las ciencias sociales. No obstante, es cierto que en la
actualidad tiende a convertir las principales publicaciones históricas en algo que
parece un supermercado de antigüedades. Las diversas partes del contenido
proceden todas del pasado, pero, por lo demás, no tienen mucho que ver unas con
otras.

¿Adónde vamos desde aquí? No puedo predecir lo que nos deparará el


futuro, en parte porque (como en cualquier otra ciencia) puede que sea algo que
surja de los cambios en los interrogantes que formulemos y los modelos que
aceptemos como posibles o deseables, que son difíciles de predecir («paradigmas»
es la expresión en boga); en parte porque la historia es una disciplina muy
inmadura en la cual, fuera de los campos especializados —e incluso dentro de ellos
—, no hay verdadero consenso sobre cuáles son los problemas básicos importantes
y cruciales; y en parte porque el historiador mismo está dentro del tema del que se
ocupa, a diferencia de quien cultiva las ciencias no humanas. No estoy de acuerdo
con los ultraescépticos que afirman que los historiadores no pueden hacer más que
escribir historia contemporánea con traje de época, pero es indiscutible que sólo
podemos verla en alguna perspectiva contemporánea. En cambio, puedo decir lo
que pienso que podrían ser algunos aspectos provechosos del futuro. He aquí tres
de ellos.

En primer lugar, ha llegado el momento propicio para volver a ocupamos de


las transformaciones del género humano, la principal cuestión de la historia. Y,
dicho sea de paso, para preguntar por qué todo el itinerario que va de los
cazadores-recolectores a la moderna sociedad industrial se hizo en una sola región
del mundo y no en otras. Una vez los historiadores reconozcan que este es un
problema común y fundamental, un problema que afecta a los estudiosos de los
rituales de coronación en la Edad Media tanto como a los estudiosos de los
orígenes de la guerra fría, pueden hacer sus aportaciones dentro de los límites de
sus intereses especiales. Incluso podrían ampliar el alcance de su disciplina
basándose en lo racional o al menos en lo práctico en lugar de en el azar. Por
suerte, hay indicios de que por lo menos una parte grande y crucial del problema
vuelve a debatirse como aspecto de interés común entre historiadores que no son
marxistas, a saber: el origen histórico y la evolución del capitalismo. Puede que
esto sea uno de los resultados más positivos del actual período de crisis económica
mundial. Ahora es posible hacer nuevos progresos, y quizá, incluso, se haya
reanudado ya la tarea.

En segundo lugar, tenemos el interrogante fundamental sobre cómo encajan


las cosas. No me refiero a dónde se encuentran los principales mecanismos de
cambio y transformación históricos, ya que esto ya está implícito en mi primer gran
problema. Me refiero más bien al modo de interacción entre diferentes aspectos de
la vida humana, entre, pongamos por caso, la ciencia económica, la política, las
relaciones familiares y sexuales, la cultura en sentido amplio o estrecho, o la
sensibilidad. Es patente que en la Europa del siglo XIX, que ha sido mi campo
principal, todas estas cosas las determina el triunfo de la economía capitalista, o, en
todo caso, no es posible analizarlas sin ver esto como el hecho fundamental. Pero
también está claro que el triunfo de esta economía, incluso en las regiones que
formaban su núcleo, se basó en los frutos de la historia pasada. Destruyó algunas
cosas y creó otras, pero más a menudo adaptó, cooptó y modificó lo que ya existía.
De hecho, si lo examinan con otra perspectiva —por ejemplo, la de los japoneses en
el decenio de 1860—, puede que una sociedad ya existente se viera a sí misma en
proceso de adaptar y cooptar el capitalismo para seguir siendo viable. Por esta
razón el simple determinismo o el funcionalismo no sirven.
No quiero aburrir a los no historiadores que se encuentren entre ustedes con
ejemplos del siglo XIX, pero permítanme transponer un aspecto del problema al
presente. Desde 1950 hemos vivido quizá las mayores transformaciones sociales y
culturales de todos los tiempos y pocos dudarán de que se derivan de los avances
económicos y tecnocientíficos. Poca duda cabe de que están interrelacionados de
algún modo: si prefieren que utilice la jerga al uso, forman un síndrome. Pero ¿cuál
es exactamente la relación que con la transformación básica tienen el rápido declive
del campesinado fuera de algunas partes de África y Asia, la crisis en la Iglesia
católica, la ascensión del rock-and-roll, la crisis en el movimiento comunista
mundial, la crisis en el matrimonio tradicional y las pautas familiares también
tradicionales en Occidente, la bancarrota de las artes de vanguardia, el interés de
los científicos por la evolución histórica del universo, el declive de la ética puritana
del trabajo y del gobierno parlamentario, y la información insólitamente completa
sobre las artes que publica nada menos que el Financial Times de Londres? ¿Y
cuáles son las interrelaciones de todas estas cosas? Estas preguntas son
interesantísimas, importantísimas y dificilísimas. Con todo, los historiadores deben
tratar de responder a ellas, otra vez. Llegaran más lejos que Montesquieu; deberían
llegar más lejos que Marx.

Hay una tercera serie de problemas, más cercanos a los intereses


tradicionales de los historiadores. ¿Qué importancia tienen —o dejan de tener— la
especificidad de la experiencia, los acontecimientos y las situaciones históricos?
Esto puede abarcar interrogantes relativamente triviales sobre cosas como el papel
de algún individuo o alguna decisión, por ejemplo: «¿Qué hubiera pasado si
Napoleón hubiese ganado la batalla de Waterloo?». U otros más interesantes como:
«¿Por qué la historia intelectual de Alemania y Austria en el siglo XIX, de Inglaterra
y Escocia en el XVIII, fue tan distinta, aunque cada par de naciones estuviera unido
lingüística y culturalmente?». Puede, sobre todo, abarcar problemas de gran
importancia práctica, como sabe todo economista que piense haber descubierto
una receta para el crecimiento económico que ha dado resultados excelentes en
algún país o en algún período, pero no en otro… por ejemplo, en Suecia y Austria,
pero no en Inglaterra.

Esto plantea interrogantes que corresponden a la metodología más que a la


investigación, aunque puede que también afecten a aquélla: en especial
interrogantes sobre estudios comparados y contrafácticos. La historia, después de
todo, existe como disciplina independiente y distinta de otras ciencias sociales con
mentalidad histórica porque en ella las otras cosas nunca son iguales. Cabría
definirla como el estudio que debe investigar la relación de las cosas que no son
iguales con las que lo son. Incluso en el nivel de lo aparentemente singular o
irrepetible —de, pongamos por caso, los efectos de la muerte de Mao o la llegada
de Lenin a la estación de Finlandia—, eso es lo que distinguía la historia de la
anécdota y de la clase de narrativa documentada sobre la cual lo único que
podemos decir es que es tan extraña como la ficción, o más extraña que ella, o
(lamento decirlo) muy a menudo más aburrida que ella. Hay señales de que en la
actualidad tanto los ejercicios comparados como los contrafácticos interesan
seriamente a los historiadores, aunque debo decir que no hemos llegado muy lejos
con ellos.

Así que permítanme concluir. La historia ha progresado durante este siglo,


pesadamente, zigzagueando, pero ha progresado de verdad. Al decir esto doy a
entender que pertenece a las disciplinas a las que es apropiado aplicar la palabra
«progreso», que es posible llegar a una mejor comprensión de un proceso que es
objetivo y real, a saber: la compleja, contradictoria pero no adventicia evolución
histórica de las sociedades humanas en el mundo. Sé que hay personas que niegan
esto. La historia se halla inevitablemente impregnada de modo tan hondo de
ideología y política, que hasta su tema y sus objetos de estudio se ven puestos en
entredicho de vez en cuando, en especial cuando se opina que sus conclusiones
conducen a consecuencias políticas indeseables. Se ha demostrado que es así en el
caso de la historia académica alemana en el período anterior y, de hecho, posterior,
a 1914. Se puede reducir la historia a pura subjetividad, degradarla o reducirla de
otro modo, de una manera que no esté abierta a la crítica de las ciencias naturales o
incluso de la mayoría de las ciencias sociales aceptadas.

Que es así, que nosotros los historiadores actuamos en la zona gris donde la
investigación de lo que es —incluso la elección de lo que es— se ve afectada de
modo constante por quiénes somos y qué queremos que suceda o no suceda: esto
es una realidad de nuestra vida profesional. Y, pese a ello, tenemos un tema. Me
pongo al lado de aquel gran y olvidado filósofo de la historia que escribió sus
notables prolegómenos de la historia universal hace justo 600 años —entre 1375 y
1381—: Ibn Jaldún (véase el prefacio, p. 9).

Se han hecho aportaciones significativas a la tarea de llevar a cabo el


programa de Ibn Jaldún desde que la historia se convirtió en algo parecido a una
disciplina reconocida a mediados del siglo XIX. Algunas se han hecho durante mi
vida. Cuando recuerdo mis más de treinta años dedicados a investigar, enseñar y
escribir espero que pueda decirse que también yo estoy haciendo una pequeña
aportación. Pero aunque no sea así, aunque se niegue que puedan hacerse
progresos, nadie puede negar que me estoy divirtiendo muchísimo.
6. DE LA HISTORIA SOCIAL A LA HISTORIA DE LA
SOCIEDAD

Este ensayo, que en su día levantó cierta polémica, se escribió originalmente


para una conferencia sobre «Los estudios históricos, hoy», organizada en 1970 en
Roma por Daedalus, la revista de la Academia Norteamericana de Artes y Ciencias,
y fue publicada en dicha revista y luego como primer capítulo del libro Historical
Studies Today, edición a cargo de Felix Gilbert y Stephen R. Graubard, Nueva
York, 1972. Muchas cosas han sucedido en la historia social desde este estudio de
su evolución hasta 1970, estudio que ahora también es historia. El autor no puede
por menos de observar, con asombro y vergüenza, que no contenía ninguna
referencia a la historia de las mujeres. Hay que reconocer que este campo apenas
había empezado a manifestarse antes de finales del decenio de 1960, pero, al
parecer, ni yo ni ninguno de los demás autores del libro, entre los más distinguidos
de la profesión —varones todos—, nos dimos cuenta de esta laguna.

La denominación «historia social» siempre ha sido difícil de definir, y hasta


hace poco no se ha presionado mucho para que se definiera, ya que carece de los
intereses creados institucionales y profesionales que normalmente insisten en las
demarcaciones exactas. Grosso modo, hasta la actual boga del tema —o al menos de
su nombre—, en el pasado se usaba en tres sentidos que a veces coincidían unos
con otros. En primer lugar, se refería a la historia de las clases pobres o bajas, y más
concretamente a la historia de los movimientos de los pobres («movimientos
sociales»). La denominación podía ser aún más especializada y referirse en esencia
a la historia de las ideas y las organizaciones obreras y socialistas. Por razones
obvias, este vínculo entre la historia social y la historia de la protesta social o de los
movimientos socialistas ha conservado su fuerza. Varios historiadores sociales se
han sentido atraídos por el tema debido a que eran radicales o socialistas y, en
consecuencia, sentían interés por los asuntos de gran importancia sentimental para
ellos.[1]

En segundo lugar, la denominación se usaba para referirse a las obras que


trataban de diversas actividades humanas que son difíciles de clasificar excepto
empleando términos como «maneras», «costumbres», «vida cotidiana». Tal vez por
razones lingüísticas, este uso era en gran parte anglosajón, toda vez que la lengua
inglesa carece de términos apropiados para lo que los alemanes que escribían sobre
temas parecidos —a menudo también de modo bastante superficial, periodístico—
llamaban Kultur- o Sittengeschichte. Esta clase de historia social no estaba orientada
de forma especial a las clases bajas —de hecho, ocurría más bien lo contrario—,
aunque sus cultivadores políticamente más radicales tendían a prestar atención a
dichas clases. Formaba la base tácita de lo que cabe denominar «la visión residual
de la historia social», propuesta por el ya fallecido G. M. Trevelyan en su English
Social History (1944) como «historia omitiendo la política». Sobran comentarios.

El tercer significado de la denominación era sin duda el más común y el que


más nos interesa a nosotros: «social» se utilizaba en combinación con «historia
económica». A decir verdad, fuera del mundo anglosajón, el título de la típica
publicación especializada en este campo antes de la segunda guerra mundial
siempre (me parece) juntaba las dos palabras, como en la Viertel-jahrschrift für
Sozial u. Wirtschaftsgeschichte, la Revue d’Histoire E. & S., o los Annales d’Histoire E. &
S. Hay que reconocer que la mitad económica de esta combinación preponderaba
mucho. Apenas había historias sociales de calibre equivalente que pudieran
compararse con los numerosos volúmenes dedicados a la historia económica de
varios países, periodos y temas. De hecho, no había muchas historias económicas y
sociales. Antes de 1939 sólo recuerdo unas cuantas obras de este tipo, aunque hay
que reconocer que a veces eran de autores excelentes (Pirenne, Mijail Rostovtzeff, J.
W. Thompson, tal vez Dopsch), y las publicaciones monográficas o periódicas eran
aún más escasas. No obstante, es significativa la unión habitual de los adjetivos
«económica» y «social», ya fuera en las definiciones del campo en general de la
especialización histórica o bajo la clasificación más especializada de historia
económica.

Revelaba el deseo de plantear la historia de un modo que fuera


sistemáticamente distinto del clásico planteamiento de Ranke. Lo que interesaba a
los historiadores de este tipo era la evolución de la economía, y esto a su vez les
interesaba por la luz que arrojaba sobre la estructura y los cambios de la sociedad,
y más especialmente sobre la relación entre las clases y los grupos sociales, como
reconoció George Unwin.[2] Esta dimensión social es evidente hasta en la obra de
los historiadores más limitada o cautamente económicos mientras afirmaran ser
historiadores. Incluso J. H. Clapham argüía que de todas las clases de historia, la
económica era la más fundamental por ser la base de la sociedad. [3] Podemos
sugerir que el predominio de lo económico sobre lo social en esta combinación
tenía dos razones. Se debía en parte a una visión de la teoría económica que se
negaba a aislar los elementos económicos de los sociales, institucionales y de otros
tipos, como en el caso de los marxistas y la escuela histórica alemana, y en parte a
la pura ventaja de la economía sobre las otras ciencias sociales. Si la historia debía
integrarse en las ciencias sociales, tenía que adaptarse principalmente a la ciencia
económica. Cabría ir más lejos y argüir (con Marx) que, sea cual sea la
inseparabilidad esencial de lo económico y lo social en la sociedad humana, la base
analítica de toda investigación histórica de la evolución de las sociedades humanas
tiene que ser el proceso de producción social.

Ninguna de las tres versiones de historia social produjo un campo


académico especializado de historia social hasta el decenio de 1950, aunque en
cierto momento los famosos Annales de Lucien Febvre y Marc Bloch abandonaron
la mitad económica de su subtítulo y se proclamaron puramente sociales. Sin
embargo, fue una diversión temporal de los años de guerra, y el título por el cual
se conoce esta gran revista desde hace un cuarto de siglo —Annales: Économies,
Sociétés, Civilisations— y la naturaleza de su contenido reflejan los objetivos
originales y esencialmente globales y exhaustivos de sus fundadores. Ni el tema en
sí ni el análisis de sus problemas avanzaron seriamente antes de 1950. Las
publicaciones especializadas, que seguían siendo pocas, no se fundaron hasta las
postrimerías del decenio de 1950: quizá podamos considerar que la primera fue
Comparative Studies in Society and History (1958). Así pues, como especialización
académica, la historia social es muy nueva.

¿Cómo se explican el rápido avance y la creciente emancipación de la


historia social en los últimos veinte años? Podría responderse a esta pregunta
hablando de cambios técnicos e institucionales dentro de las disciplinas
académicas de la ciencia social: la especialización deliberada de la historia
económica para ajustarla a los requisitos de la teoría y el análisis económicos, que
avanzan rápidamente y de los cuales es un ejemplo la «nueva historia económica»;
el crecimiento notable y a escala mundial de la sociología como tema y moda
académicos, lo que a su vez requirió ramas históricas análogas a las que requieren
los departamentos de economía. No podemos olvidar estos factores. Muchos
historiadores (tales como los marxistas) que antes se calificaban a sí mismos de
económicos, porque los problemas por los que se interesaban no recibían atención
por parte de la historia general ortodoxa, se vieron excluidos de una historia
económica que iba limitándose rápidamente y aceptaron o dieron la bienvenida al
título de «historiadores sociales», en especial si las matemáticas no eran su fuerte.
Es improbable que en el clima de los años cincuenta y primeros sesenta alguien
como R. H. Tawney hubiera sido bien acogido entre los historiadores económicos
de haber sido un joven estudiante en vez de presidente de la Economic History
Society. Sin embargo, semejantes redefíniciones académicas y cambios
profesionales difícilmente explican muchas cosas, aunque no pueden pasarse por
alto.

Mucho más significativa fue la general adopción de una perspectiva


histórica por parte de las ciencias sociales que tuvo lugar durante este período y
puede parecer en retrospectiva que fue el fenómeno más importante que a la sazón
se produjo en ellas. A efectos de esta conferencia no es necesario explicar este
cambio, pero es imposible no llamar la atención sobre la inmensa importancia de
las revoluciones y las luchas por la emancipación política y económica de los
países coloniales y semicoloniales, que llamaron la atención de los gobiernos, Jas
organizaciones internacionales y de investigación y, por consiguiente, también de
los científicos sociales, sobre lo que en esencia son problemas de transformaciones
históricas. Eran aspectos que hasta entonces habían estado fuera o, en el mejor de
los casos, en los márgenes de la ortodoxia académica en las ciencias sociales y que
los historiadores habían descuidado de forma creciente. [4]

En todo caso, interrogantes y conceptos esencialmente académicos (a veces,


como en el caso de «modernización» o de «crecimiento económico», conceptos
demasiado esquemáticos) han capturado incluso la disciplina hasta entonces más
inmune a la historia, cuando no, de hecho, más activamente hostil a ella, como la
antropología social de Radcliffe-Brown. Donde más evidente resulta esta
infiltración progresiva de la historia es tal vez en la ciencia económica, en la que a
un campo inicial de economía del crecimiento, cuyos supuestos, aunque mucho
más depurados, eran los del libro de cocina («Se toman las siguientes cantidades
de los ingredientes a al n, se mezclan y se cuecen, y el resultado será el despegue
hacia el crecimiento autosostenido»), le ha sucedido la comprensión cada vez
mayor de que factores ajenos a la economía también determinan el crecimiento
económico. En resumen, ahora es imposible desarrollar muchas de las actividades
del científico social de alguna forma que no sea trivial sin aceptar la estructura
social y sus transformaciones: sin la historia de las sociedades. Es una paradoja
curiosa que los economistas estuvieran empezando a buscar a tientas alguna
comprensión de los factores sociales (o cuando menos no estrictamente
económicos) justo en el momento en que los historiadores económicos,
absorbiendo los modelos de los economistas de quince años antes, trataban de
adoptar una apariencia dura en vez de blanda olvidándose de todo excepto de las
ecuaciones y las estadísticas.

¿Qué conclusión podemos sacar de esta breve ojeada a la evolución de la


historia social? El tema que estamos considerando difícilmente puede ser una guía
suficiente de la naturaleza y las tareas, aunque puede explicar por qué ciertos
temas de investigación más o menos heterogéneos se agruparon de forma poco
rigurosa bajo este título general, y cómo los avances registrados en otras ciencias
sociales prepararon el terreno para la instauración de una teoría académica
demarcada especialmente como tal. A lo sumo, puede proporcionamos algunas
indicaciones; al menos una de ellas merece que la mencionemos inmediatamente.

El examen de la historia social en el pasado parece indicar que sus mejores


cultivadores siempre se han sentido incómodos con el nombre mismo. O bien, al
igual que los grandes franceses a quienes tanto debemos, han preferido decir que
eran sencillamente historiadores y calificar su objetivo de historia «total» o
«global», o eran hombres que procuraban integrar en la historia las aportaciones de
todas las ciencias sociales pertinentes en lugar de ejemplificar una de ellas en
concreto. Marc Bloch, Fernand Braudel, Georges Lefebvre no son nombres que
puedan encasillarse como historiadores sociales excepto en la medida en que
aceptaran la afirmación de Fustel de Coulanges según la cual «La historia no es la
acumulación de acontecimientos de toda clase que ocurrieron en el pasado. Es la
ciencia de las sociedades humanas».

La historia social nunca puede ser otra especialización como la historia


económica u otras historias con calificativo porque su tema no puede aislarse.
Podemos definir determinadas actividades humanas como económicas, al menos a
efectos analíticos, y luego estudiarlas históricamente. Aunque esto puede ser
artificial o poco realista (excepto para ciertos fines definibles), no es imposible. De
forma muy parecida, aunque a un nivel teórico inferior, el antiguo tipo de historia
intelectual que aislaba las ideas escritas de su contexto humano y seguía su
filiación de un escritor a otro es posible, si se quiere hacer algo así. Pero los
aspectos sociales del ser del hombre no pueden separarse de los otros aspectos de
su ser, excepto incurriendo en una tautología o en una extrema trivialización. No
pueden separarse, durante más de un momento, de la manera en que los hombres
obtienen su sustento y su entorno material. No pueden separarse, ni siquiera
durante un momento, de las ideas, toda vez que las relaciones de unas con otras se
expresan y formulan empleando un lenguaje que entraña conceptos en cuanto
abren la boca. Y así sucesivamente. El historiador intelectual puede (por cuenta y
riesgo suyo) no prestar atención a la economía, y el historiador económico puede
hacer lo propio con Shakespeare, pero el historiador social que descuida ambas
cosas no puede llegar muy lejos. A la inversa, si bien es sumamente improbable
que un ensayo sobre la poesía provenzal sea historia económica, o que uno sobre la
inflación en el siglo XVI sea historia intelectual, ambas podrían tratarse de una
manera que las convirtiese en historia social.

II

Dejemos el pasado para ocupamos del presente y considerar los problemas


de escribir la historia de la sociedad. El primer interrogante se refiere a qué pueden
sacar los historiadores sociales de otras ciencias sociales, o hasta qué punto su tema
es o debería ser meramente la ciencia de la sociedad en la medida en que se ocupa
del pasado. Este interrogante es natural, aunque la experiencia de los dos últimos
decenios sugiere dos respuestas diferentes. Está claro que desde 1950 la historia
social ha sido determinada y estimulada con fuerza no sólo por la estructura
profesional de otras ciencias sociales (por ejemplo, los requisitos específicos para
los estudiantes universitarios) y por sus métodos y técnicas, sino también por sus
preguntas. No es exagerado decir que el reciente florecimiento de los estudios de la
revolución industrial británica, tema que en otro tiempo descuidaban de modo
escandaloso los propios especialistas en el mismo porque dudaban de la validez
del concepto revolución industrial, se debe principalmente al deseo apremiante de
los economistas (que a su vez, sin duda, era eco del de los gobiernos y
planificadores) de descubrir cómo suceden las revoluciones industriales, qué hace
que sucedan y qué consecuencias sociopolíticas tienen. Con algunas excepciones
notables, durante los últimos veinte años los estímulos han ido en una dirección
única. En cambio, si examinamos acontecimientos recientes de otra manera, nos
impresionará la obvia convergencia de trabajadores de disciplinas diferentes en los
problemas sociohistóricos. El estudio de los fenómenos milenarios es un ejemplo
que hace al caso, puesto que entre quienes escriben sobre estos temas encontramos
a personas que proceden de la antropología, la sociología, la ciencia política, la
historia, por no hablar de los estudiosos de la literatura y las religiones, aunque,
no, que yo sepa, los economistas. También observamos cómo hombres formados en
otras profesiones pasan, al menos temporalmente, a hacer una labor que los
historiadores considerarían histórica, como sucede con Charles Tilly y Neil
Smelser, que proceden de la sociología, Eric Wolf de la antropología, Everett
Hagen y sir John Hicks de la ciencia económica.
Sin embargo, quizá la segunda tendencia debería tratarse como conversión
en vez de convergencia. Porque no hay que olvidar nunca que si los científicos
sociales cuyas disciplinas no son históricas han empezado a formular preguntas
que son propias de la historia y a pedir las respuestas a los historiadores, es porque
ellos mismos no tienen ninguna. Y si a veces se han convertido en historiadores, es
debido a que los que ejercen nuestra disciplina, con la notable excepción de los
marxistas y otros —no necesariamente Marxisants— que aceptan una problemática
parecida, no han proporcionado las respuestas. [5] Además, aunque hay ahora unos
cuantos científicos sociales procedentes de otras disciplinas que han llegado a ser
suficientemente expertos en nuestro campo como para merecer respeto, son más
los que simplemente han aplicado unos cuantos conceptos y modelos mecánicos
esquemáticos. Por cada Vendée de un Tilly hay, desgraciadamente, varias docenas
de equivalentes de Las etapas de Rostow. Dejo de lado muchos otros que se han
aventurado a internarse en el difícil territorio de las fuentes de la historia sin un
conocimiento apropiado de los peligros que probablemente encontrarán en él, o de
los medios de evitarlos y superarlos. En resumen, en la actual situación se requiere
de los historiadores, con toda su buena disposición a aprender de otras disciplinas,
que enseñen en lugar de aprender. La historia de la sociedad no puede escribirse
aplicando los escasos modelos de otras ciencias que tenemos a nuestra disposición;
requiere la construcción de nuevos modelos que sean apropiados… o, al menos
(argüirían los marxistas), la conversión de los bosquejos existentes en modelos.

No ocurre así, desde luego, en el caso de las técnicas y los métodos en que
los historiadores ya son deudores netos en gran medida y se endeudarán o
deberían endeudarse todavía más y de forma sistemática. No deseo hablar de este
aspecto del problema de la historia de la sociedad, pero puedo hacer, de paso, una
o dos observaciones. Dada la naturaleza de nuestras fuentes, difícilmente podemos
avanzar mucho más allá de una combinación de la hipótesis sugestiva y de la
ilustración anecdótica oportuna sin las técnicas para el descubrimiento, el
agrupamiento estadístico y el tratamiento de grandes cantidades de datos, donde
sea necesario con la ayuda de la división del trabajo de investigación y los recursos
tecnológicos, que otras ciencias sociales crearon hace ya mucho tiempo. En el
extremo opuesto, tenemos igual necesidad de las técnicas para la observación y el
análisis a fondo de individuos, grupos pequeños y situaciones específicos que
también se crearon fuera de la historia y que tal vez sean adaptables a nuestros
propósitos: por ejemplo, la observación participante de los antropólogos sociales,
la entrevista a fondo, quizá incluso los métodos psicoanalíticos. Como mínimo,
estas técnicas diversas pueden estimular la búsqueda de adaptaciones y
equivalentes en nuestro campo que tal vez ayuden a responder a preguntas que,
por lo demás, son impenetrables.[6]
Mucho más dudosa me parece la perspectiva de convertir la historia social
en una proyección hacia atrás de la sociología, así como de convertir la historia
económica en teoría económica retrospectiva, porque en la actualidad estas
disciplinas no nos proporcionan modelos útiles ni marcos analíticos para el estudio
de transformaciones socioeconómicas históricas a largo plazo. De hecho, el grueso
de su pensamiento no se ha ocupado de tales cambios, ni siquiera se ha interesado
por ellos, si exceptuamos tendencias como el marxismo. Además, cabe argüir que
en aspectos importantes sus modelos analíticos se han creado sistemáticamente, y
de forma muy provechosa, abstrayendo del cambio histórico. Sugiero que esto
ocurre especialmente en la sociología y en la antropología social.

A decir verdad, los padres fundadores de la sociología han tenido más


mentalidad histórica que la principal escuela de economía neoclásica (aunque no
necesariamente más que la escuela original de economía política clásica), pero la
suya es una ciencia mucho menos desarrollada. Stanley Hoffmann ha señalado con
acierto la diferencia entre los «modelos» de los economistas y las «listas de
verificación» de los sociólogos y los antropólogos. [7] Tal vez sean algo más que
simples listas de verificación. Estas ciencias también nos han proporcionado ciertas
visiones, pautas de posibles estructuras que se componen de elementos que
pueden permutarse y combinarse de diversas maneras, vagas analogías con él
anillo de Kekulé vislumbrado en el piso superior del autobús, pero con el
inconveniente de la imposibilidad de verificarlas. En el mejor de los casos, tales
pautas estructurales-funcionales pueden ser elegantes y útiles desde el punto de
vista eurístico, al menos para algunos. En un nivel más modesto, pueden
proporcionarnos metáforas, conceptos o términos útiles (por ejemplo, «papel
social»), u oportunas ayudas para ordenar nuestro material.

Además, completamente aparte de su deficiencia como modelos, cabe argüir


que las construcciones teóricas de la sociología (o de la antropología social) han
dado los mejores resultados al excluir la historia, esto es, el cambio direccional u
orientado.[8] Hablando en términos generales, las pautas estructurales-funcionales
iluminan lo que las sociedades tienen en común a pesar de sus diferencias,
mientras que nuestro problema es con lo que no tienen. No se trata de qué luz las
tribus amazónicas de Lévi-Strauss pueden arrojar sobre la sociedad moderna (o, de
hecho, cualquier sociedad), sino de cómo la humanidad pasó de los hombres de las
cavernas al moderno industrialismo o postindustrialismo y qué cambios habidos
en la sociedad estuvieron relacionados con este progreso o fueron necesarios para
que el mismo tuviera lugar o fueron su resultado. O, recurriendo a otra ilustración,
no se trata de observar la necesidad permanente que tienen todas las sociedades
humanas de abastecerse de alimentos cultivándolos u obteniéndolos de otra
manera, sino lo que sucede cuando esta función, una vez la han cumplido de sobra
(desde la revolución neolítica) clases campesinas que forman la mayoría de sus
sociedades, pasa a ser cumplida por pequeños grupos de otros tipos de
productores agrícolas y puede llegar a cumplirse de maneras ajenas a la
agricultura. ¿Cómo y por qué sucede esto? No creo que la sociología y la
antropología, por útiles que sean de modo incidental, en la actualidad nos
proporcionen mucha orientación.

En cambio, aunque sigo siendo escéptico ante la mayor parte de la teoría


económica como marco del análisis histórico de las sociedades (y, por ende, de las
pretensiones de la nueva historia económica), me inclino a pensar que el posible
valor de la ciencia económica para el historiador de la sociedad es grande. No
puede por menos de ocuparse de lo que es un elemento esencialmente dinámico en
la historia, a saber: el proceso —y, hablando globalmente y en una larga escala de
tiempo, el progreso— de producción social. En la medida en que hace esto, la
evolución histórica, como vio Marx, forma parte de ella. Veamos una ilustración
sencilla: el concepto del «excedente económico», que el ya fallecido Paul Baran
resucitó y utilizó con tanta fortuna, [9] es patentemente fundamental para cualquier
historiador de la evolución de las sociedades y a mí me parece no sólo más objetivo
y cuantificable, sino también más primario, hablando en términos de análisis, que,
pongamos por caso, la dicotomía Gemeinschaft-Gesellschaft. Desde luego, Marx sabía
que los modelos económicos, si se quiere que sean valiosos para el análisis
histórico, no pueden divorciarse de las realidades sociales e institucionales, entre
las que hay ciertos tipos básicos de organización humana comunal o fundada en el
parentesco, por no hablar de las estructuras y los supuestos específicos de
determinadas formaciones socioeconómicas como culturas. Y, a pesar de ello,
aunque no es por nada que se considera a Marx uno de los principales padres
fundadores del pensamiento sociológico moderno (directamente y por medio de
sus seguidores y críticos), la verdad es que su principal proyecto intelectual, El
capital, tomó la forma de una obra de análisis económico. No se nos exige estar de
acuerdo con sus conclusiones ni con su metodología. Pero seríamos insensatos si
descuidáramos la práctica del pensador que, más que cualquier otro, ha definido o
sugerido la serie de cuestiones históricas que hoy atraen a los científicos sociales.
III

¿Cómo debemos escribir la historia de la sociedad? No me es posible dar


una definición o un modelo de lo que queremos decir cuando hablamos de
sociedad aquí, ni siquiera una lista de verificación de lo que queremos saber sobre
su historia. Y aunque pudiera, no sé hasta qué punto sería provechoso. Sin
embargo, puede que sea útil instalar una pequeña y variada serie de postes
indicadores que dirijan o desvíen el tráfico futuro.

La historia de la sociedad es historia; es decir, tiene el tiempo cronológico real


como una de sus dimensiones. Nos ocupamos no sólo de estructuras y sus
mecanismos de persistencia y cambio, y de las posibilidades y pautas generales de
sus transformaciones, sino también de lo que realmente sucedió. Si no nos
ocupamos de todo esto, entonces (como nos ha recordado Fernand Braudel en su
artículo «Histoire et longue durée»), [10] no somos historiadores. La historia
conjetural tiene un lugar en nuestra disciplina, aun cuando su valor principal
consiste en que nos ayuda a evaluar las posibilidades del presente y del futuro,
más que del pasado, donde su lugar lo ocupa la historia comparada; pero la historia
real es lo que debemos explicar. La posible expansión o falta de expansión del
capitalismo en la China imperial nos interesa sólo en la medida en que ayude a
explicar el hecho real de que este tipo de economía se desarrolló plenamente, al
menos al principio, sólo en una región del mundo. A su vez, esto puede
contrastarse útilmente (de nuevo a la luz de modelos generales) con la tendencia
de otros sistemas de relaciones sociales —por ejemplo, el feudal en líneas generales
— a desarrollarse con mucha más frecuencia y en mayor número de regiones. Así
pues, la historia de la sociedad es una colaboración entre modelos generales de
estructura y cambio sociales y la serie específica de fenómenos que realmente
ocurrieron. Esto es así sea cual sea la escala geográfica o cronológica de nuestras
investigaciones.

La historia de la sociedad es, entre otras cosas, la de unidades específicas de


personas que vivan juntas y sean definibles en términos sociológicos. Es la historia
de sociedades además de la sociedad humana (a diferencia de, pongamos por caso,
la de monos y la de hormigas), o de ciertos tipos de sociedad y sus posibles
relaciones (en términos como «sociedad burguesa» o «sociedad pastoril»), o del
desarrollo general de la humanidad considerada en su conjunto. La definición de
una sociedad en este sentido plantea interrogantes difíciles, aunque demos por
sentado que estamos definiendo una realidad objetiva, como parece probable, a
menos que rechacemos por ilegítimas afirmaciones como «la sociedad japonesa de
1930 era diferente de la sociedad inglesa». Porque aun cuando eliminemos las
confusiones entre diferentes usos de la palabra «sociedad», se nos plantean
problemas: a) porque el tamaño, la complejidad y el alcance de estas unidades
vanan, por ejemplo en distintos períodos o etapas históricos de la evolución; y b)
porque lo que llamamos «sociedad» es meramente una serie de interrelaciones
humanas entre diversas de escala y amplitud variables en las que las personas son
clasificables o se clasifican a sí mismas, a menudo simultáneamente y con
coincidencias. En casos extremos como las tribus de Nueva Guinea o del
Amazonas, estas series diversas pueden definir al mismo grupo de personas,
aunque, de hecho, esto es bastante improbable. Pero normalmente este grupo no es
congruente ni con unidades sociológicas tan pertinentes como la comunidad, ni
con ciertos sistemas más amplios de relación de los cuales la sociedad forma parte
y que pueden ser funcionalmente esenciales para ella (como la serie de relaciones
económicas) o no esenciales (como los de la cultura).

El cristianismo y el islam existen y se reconocen como autoclasificaciones,


pero aunque puedan definir una clase de sociedades que comparten ciertas
características comunes, no son sociedades en el sentido en que utilizamos la
palabra cuando hablamos de los griegos o de la Suecia moderna. En cambio, si bien
en muchos aspectos Detroit y Cuzco forman hoy parte de un solo sistema de
interrelaciones funcionales (por ejemplo, parte de un sistema económico único),
pocas personas las considerarían parte de la misma sociedad, desde el punto de
vista sociológico. Tampoco consideraríamos como una sola las sociedades de los
romanos o los Han y las de los bárbaros que, de modo muy evidente, formaban
parte de un sistema más amplio de interrelaciones con ellas. ¿Cómo definimos
estas unidades? Decirlo dista mucho de ser fácil, aunque la mayoría de nosotros
resolvemos —o eludimos— el problema eligiendo algún criterio exterior:
territorial, étnico, político o algo parecido. Pero esto no siempre es satisfactorio. El
problema no es sólo metodológico. Uno de los temas principales de la historia de
las sociedades modernas es el incremento de su escala, de su homogeneidad
interna, o por lo menos de la centralización y el carácter directo de las relaciones
sociales, el cambio de una estructura esencialmente pluralista a otra esencialmente
unitaria. Al examinar esto, los problemas de definición causan muchas dificultades,
como sabe todo estudioso de la evolución de las sociedades nacionales o al menos
de los nacionalismos.

La historia de las sociedades requiere que apliquemos, si no un modelo


formalizado y complejo de tales estructuras, por lo menos un orden aproximado de
prioridades de investigación y un supuesto de trabajo sobre lo que constituye el
nexo central o complejo de conexiones de nuestro tema, aunque, desde luego, estas
cosas entrañan un modelo. De hecho, todo historiador social formula este tipo de
supuestos y tiene tales prioridades. Así, dudo que algún historiador del Brasil del
siglo XVIII diera al catolicismo de la sociedad brasileña prioridad analítica sobre la
esclavitud, o que algún historiador de la Inglaterra decimonónica considerase el
parentesco como un nexo social tan fundamental como lo consideraría al estudiar
la Inglaterra anglosajona.

Parece que un consenso tácito entre los historiadores ha determinado un


modelo de trabajo de este tipo, con variantes, bastante común. Se empieza por el
entorno material e histórico, se pasa luego a las fuerzas y las técnicas de
producción (la demografía ocupa algún lugar entre las dos cosas), la estructura de
la economía consiguiente —las divisiones del trabajo, el intercambio, la
acumulación, la distribución del excedente, etcétera— y las relaciones sociales que
nacen de ellas. Éstas podrían ir seguidas de las instituciones y la imagen de la
sociedad y su funcionamiento que hay debajo de ellas. La forma de la estructura
social se crea así y sus características y detalles específicos, en la medida en que se
derivan de otras fuentes, pueden determinarse entonces, lo más probable es que
por medio de un estudio comparado. La costumbre, por tanto, es trabajar hacia
afuera y hacia arriba desde el proceso de producción social en su marco concreto.
Los historiadores estarán tentados, a mi juicio con razón, de elegir determinada
relación o complejo relacional y considerarla fundamental y específica de la
sociedad (o el tipo de sociedad) en cuestión, y agrupar el resto del tratamiento a su
alrededor: por ejemplo, las «relaciones de interdependencia» de Bloch en La
sociedad feudal, o las que nacen de la producción industrial, posiblemente en la
sociedad industrial, sin duda en su forma capitalista. Una vez establecida la
estructura, debe verse en su movimiento histórico. Siguiendo la expresión francesa,
la structure debe verse en clave de conjuncture, aunque no debe interpretarse que
este término excluye otras formas y pautas de cambio histórico, posiblemente más
pertinentes. Una vez más se tiene tendencia a tratar los movimientos económicos
(en el sentido más amplio de la palabra) como el elemento principal de tal análisis.
Las tensiones a que se ve expuesta la sociedad en el proceso de cambio histórico y
transformación permiten luego al historiador revelar, en primer lugar, el
mecanismo general por medio del cual las estructuras de la sociedad tienden
simultáneamente a perder y restablecer sus equilibrios, y, en segundo lugar, los
fenómenos que son tradicionalmente objeto del interés de los historiadores
sociales: por ejemplo, la conciencia colectiva, los movimientos sociales y la
dimensión social de los cambios intelectuales y culturales.
Mi objetivo al resumir lo que creo —quizá erróneamente— que es un plan
de trabajo que goza de aceptación general entre los historiadores sociales no es
recomendarlo, aun cuando personalmente estoy a su favor. Es más bien lo
contrario: sugerir que tratemos de hacer explícitos los supuestos implícitos en que
se basa nuestra labor y nos preguntemos si este plan es realmente el mejor para la
formulación de la naturaleza y la estructura de las sociedades y los mecanismos de
sus transformaciones (o estabilizaciones) históricas, si es posible hacer que otros
planes de trabajo basados en otras cuestiones sean compatibles con él, o si son
preferibles a él, o si sencillamente pueden superponerse a él para producir el
equivalente histórico de aquellos retratos que pintó Picasso y que son a la vez de
frente y de perfil.

En resumen, si como historiadores de la sociedad debemos ayudar a


producir —en beneficio de todas las ciencias sociales— modelos válidos de
dinámica socioeconómica, tendremos que crear mayor unidad para nuestra
práctica y nuestra teoría, lo cual, a estas alturas, probablemente significa, en primer
lugar, observar lo que estamos haciendo, generalizarlo y corregirlo a la luz de los
problemas que surjan de la continuación de la práctica.

IV

Así pues, me gustaría concluir examinando la práctica real de la historia


social durante el último decenio y pico, con el fin de ver qué planteamientos y
problemas sugiere para el futuro. Este procedimiento ofrece la ventaja de que se
ajusta tanto a las inclinaciones profesionales del historiador como a lo poco que
sabemos del progreso real de las ciencias. ¿Qué temas y problemas han atraído
más atención en años recientes? ¿Cuáles son los puntos de crecimiento? ¿Qué está
haciendo la gente interesante? Las respuestas a tales preguntas no agotan el
análisis, pero sin ellas no podemos llegar muy lejos. El consenso de los
trabajadores puede ser erróneo, o verse tergiversado por la moda o —como es
obvio que sucede en un campo como el estudio del desorden público— por los
efectos de la política y los requisitos administrativos, pero si lo descuidamos,
corremos un riesgo. El progreso de la ciencia se ha derivado menos del intento de
definir perspectivas y programas a priori —si se derivase de ello, ya curaríamos el
cáncer— que de una convergencia oscura y a menudo simultánea en las preguntas
que merecen la pena hacerse y, sobre todo, las que están listas para una respuesta.
Vemos lo que ha estado sucediendo, al menos en la medida en que se refleje en la
visión impresionista de un observador.

Permítanme sugerir que el grueso de la labor interesante en la historia social


durante los últimos diez o quince años se ha agrupado alrededor de los siguientes
temas o complejos de cuestiones:

demografía y parentesco;

estudios urbanos en la medida en que entran en nuestro campo;

clases y grupos sociales;

la historia de las «mentalidades» o conciencia colectiva o de la «cultura» en


el sentido que los antropólogos dan a la palabra;

la transformación de las sociedades (por ejemplo, modernización o


industrialización);

movimientos sociales o fenómenos de protesta social.

Los dos primeros grupos pueden singularizarse porque ya se han


institucionalizado como campos, con independencia de la importancia de su tema,
y ahora poseen su organización, su metodología y su sistema de publicaciones
propios. La demografía histórica es un campo fructífero que crece rápidamente y
se apoya no tanto en una serie de problemas como en una innovación técnica en la
investigación (la reconstrucción de familias) que permite derivar resultados
interesantes de material que hasta ahora se consideraba refractario o agotado (los
registros parroquiales). De esta manera ha abierto una nueva serie de fuentes cuyas
características a su vez han llevado a la formulación de interrogantes. El principal
interés que la demografía histórica tiene para los historiadores sociales radica en la
luz que arroja sobre ciertos aspectos de la estructura y el comportamiento de la
familia, en ciclos de vida de personas en períodos diferentes y en cambios
intergeneracionales. Todas estas cosas son importantes, pero se ven limitadas por
la naturaleza de las fuentes, más limitadas de lo que reconocen los paladines más
entusiásticos del tema y, desde luego, insuficientes por sí mismas para
proporcionar el marco del análisis de «El mundo que hemos perdido». No
obstante, la importancia fundamental de este campo no está en entredicho, y ha
servido para fomentar el uso de estrictas técnicas cuantitativas. Un efecto, o efecto
secundario, grato ha sido despertar mayor interés por los problemas históricos de
la estructura del parentesco del que tal vez hubieran mostrado los historiadores
sociales sin dicho estímulo, aunque no debe descuidarse un modesto efecto de
demostración de la antropología social. La naturaleza y las perspectivas de este
campo se han debatido lo suficiente como para que no sea necesario seguir
hablando de ellas aquí.

La historia urbana también posee cierta unidad determinada


tecnológicamente. La ciudad individual suele ser una unidad limitada
geográficamente y coherente, a menudo con su documentación específica y todavía
más a menudo de un tamaño que se presta a la investigación en la escala de la tesis
de doctorado. También refleja el carácter apremiante de los problemas urbanos que
de forma creciente se han convertido en los principales, o al menos los más
dramáticos, de la planificación y la gestión sociales en las modernas sociedades
industriales. Ambas influencias tienden a hacer que la historia urbana sea un
recipiente grande cuyo contenido está mal definido, es heterogéneo y a veces es
indiscriminado. Incluye cualquier cosa que se refiera a las ciudades. Pero está claro
que plantea problemas relacionados de modo especial con la historia social, al
menos en el sentido en que la ciudad nunca puede ser un marco analítico para la
macrohistoria económica (porque económicamente tiene que formar parte de un
sistema mayor), y políticamente sólo raras veces se encuentra como ciudad-estado
independiente. Es en esencia un conjunto de seres humanos que viven juntos de
una manera determinada, y el proceso característico de la urbanización en las
sociedades modernas hace que sea la forma en que la mayoría de ellos viven
juntos, al menos hasta ahora.

Los problemas técnicos, sociales y políticos de la ciudad surgen


esencialmente de las interacciones de masas de seres humanos que viven en
estrecha proximidad unos con otros; e incluso las ideas sobre la ciudad (en la
medida en que no es un simple decorado para exponer el poder y la gloria de
algún gobernante) son aquellas en las cuales los hombres —a partir del Libro del
Apocalipsis— han tratado de expresar sus aspiraciones sobre las comunidades
humanas. Además, en siglos recientes ha planteado y puesto de relieve los
problemas del cambio social rápido más que cualquier otra institución. Apenas
hace falta decir que los historiadores sociales que han acudido en tropel a los
estudios urbanos son conscientes de esto [11]. Cabe decir que han estado avanzando
a tientas hacia una visión de la historia urbana como paradigma del cambio social.
Dudo que pueda serlo, al menos en lo que se refiere al período hasta el presente.
También dudo que hasta ahora se hayan producido muchos estudios globales
realmente convincentes de las grandes ciudades de la era industrial, teniendo en
cuenta la inmensa cantidad de trabajo que se ha hecho en este campo. Sin embargo,
la historia urbana debe continuar siendo una preocupación fundamental de los
historiadores de la sociedad, siquiera porque resalta —o puede resaltar— los
aspectos específicos del cambio y la estructura sociales que interesan de modo
especial a los sociólogos y los psicólogos sociales.

Las otras agrupaciones de concentración no se han institucionalizado de


momento, aunque puede que uno o dos de ellos se estén acercando a esta etapa de
la evolución. Es obvio que la historia de las clases y de los grupos sociales ha
partido del supuesto común de que no es posible entender la sociedad sin entender
los componentes principales de todas las sociedades que ya no se basen
principalmente en el parentesco. En ningún campo ha habido un avance más
espectacular y —dado el olvido de los historiadores en el pasado— más necesario.
Incluso la más breve lista de las obras más significativas de historia social tiene que
incluir lo que dicen Lawrence Stone de la aristocracia de la época de Isabel I, E. Le
Roy Ladurie de los campesinos del Languedoc, Edward Thompson de la formación
de la clase obrera inglesa, y Adeline Daumard de la burguesía parisiense; pero esto
no son más que cúspides en lo que ya es una cordillera considerable. Comparado
con éstos, el estudio de grupos sociales más restringidos —las profesiones, por
ejemplo— ha sido menos significativo.

La novedad de la empresa ha sido su ambición. Hoy día, las clases o las


relaciones específicas de producción como la esclavitud se consideran
sistemáticamente en escala de sociedad, o en comparación intersocial, o como tipos
generales de relación social. En la actualidad también se consideran a fondo, es
decir, prestando atención a todos los aspectos de su existencia, sus relaciones y su
comportamiento sociales. Esto es nuevo y los logros ya son notables, aunque
apenas se ha empezado a trabajar en ello, si exceptuamos campos de actividad
especialmente intensa como es, por ejemplo, el estudio comparado de la esclavitud.
No obstante, cabe distinguir varias dificultades y quizá no esté de más decir unas
cuantas palabras sobre ellas.

La masa y la variedad de material para estos estudios es tal, que la técnica


artesanal preindustrial que empleaban los historiadores de antes es a todas luces
insuficiente. Se requiere una labor de equipo, cooperativa, así como la utilización
de aparatos técnicos modernos. Me atrevería a sugerir que las grandes obras de
erudición individual señalarán las primeras fases de este tipo de investigación,
pero darán paso, por un lado, a proyectos cooperativos sistemáticos y, por otro
lado, a intentos periódicos (y probablemente todavía individuales) de síntesis. Esto
es evidente en el campo de la labor con la que estoy más familiarizado, la historia
de la clase obrera. Hasta la más ambiciosa obra individual —la de E. P. Thompson
— no es más que un gran torso, aunque se ocupa de un período más bien corto.
(Como da a entender su título, Geschichte der Lage der Arbeiter unter dem
Kapitalismus, la titánica obra de Kuczynski, se concentra sólo en ciertos aspectos de
la clase obrera.)

El campo presenta enormes dificultades técnicas, incluso allí donde existe


claridad conceptual, especialmente en lo que se refiere a la medición del cambio a
lo largo del tiempo: por ejemplo, los movimientos de entrada y salida de un grupo
social determinado, o los cambios en las propiedades de los campesinos. Quizá
tengamos la suerte de disponer de fuentes de las cuales puedan derivarse tales
cambios (por ejemplo, las genealogías registradas de la aristocracia y la pequeña
nobleza como grupo), o a partir de las cuales pueda construirse el material para
nuestro análisis (por ejemplo, mediante los métodos de la demografía histórica, o
los datos en los que se han basado los valiosos estudios de la burocracia china).
Pero ¿qué vamos hacer, pongamos por caso, en relación con las castas indias, que
también sabemos que contuvieron tales movimientos, es de suponer que
intergeneracionales, pero sobre los cuales de momento es imposible hacer
afirmaciones cuantitativas siquiera aproximadas?

Más serios son los problemas conceptuales, que los historiadores no siempre
han afrontado claramente, lo cual no impide hacer una buena labor (los caballos
pueden reconocerlos y montarlos personas que no saben definirlos), pero induce a
pensar que hemos tardado en afrontar los problemas más generales de la
estructura y las relaciones sociales y sus transformaciones. A su vez, estos
problemas plantean otros de índole técnica como, por ejemplo, los del posible
cambio de especificación de la pertenencia a una clase con el paso del tiempo, lo
cual complica el estudio cuantitativo. También plantea el problema más general de
la multidimensionalidad de los grupos sociales. Por poner unos cuantos ejemplos,
existe la conocida dualidad marxista del término «clase». En un sentido, es un
fenómeno general de toda la historia postribal; en otro sentido, es fruto de la
moderna sociedad burguesa; en un sentido, casi una construcción analítica para
comprender fenómenos que sin ella serían inexplicables; en otro, un grupo de
personas a las que realmente se ve que son las unas para las otras (o «están bien
juntas») en la conciencia de su propio grupo o de otro o de ambos a la vez. Por su
parte, estos problemas de la conciencia plantean la cuestión del lenguaje de clase:
las terminologías cambiantes, a menudo coincidentes y a veces faltas de realismo
de tal clasificación contemporánea[12] sobre las cuales todavía sabemos muy poco
en términos cuantitativos. (Aquí los historiadores podrían examinar con
detenimiento los métodos y las preocupaciones de los antropólogos sociales
mientras efectuaban —como están efectuando L. Girard y un grupo de la Sorbona
— el estudio cuantitativo sistemático del vocabulario sociopolítico.)[13]
Por otro lado, hay grados de clase. Como dice Theodore Shanin, [14] el
campesinado de El dieciocho brumario de Marx es una «clase de baja condición de
clase», mientras que el proletariado de Marx es una clase de «condición de clase»
muy alta, quizá máxima. Hay problemas relacionados con la homogeneidad o la
heterogeneidad de las clases; o lo que tal vez venga a ser lo mismo, con su
definición en relación con otros grupos y sus divisiones y estratificaciones internas.
En el más general de los sentidos, hay el problema de la relación entre
clasificaciones, necesariamente estáticas en cualquier momento dado, y la realidad
múltiple y cambiante que subyacen en ellas.

Es muy posible que la dificultad más grave sea la que nos lleva directamente
a la historia de la sociedad en su conjunto. Nace del hecho de que la clase define no
un grupo de personas aisladas, sino un sistema de relaciones, tanto verticales como
horizontales. Así, es una relación de diferencia (o similitud) y de distancia, pero
también una relación cualitativamente distinta de función social, de explotación, de
dominación/sujeción. Por consiguiente, cuando se estudia la clase debe estudiarse
también el resto de la sociedad de la cual forma parte. Los propietarios de esclavos
no pueden comprenderse sin esclavos, y sin los sectores no esclavos de la sociedad.
Cabría argüir que para la autodefinición de las clases medias europeas del siglo
XIX era esencial la capacidad de ejercer poder sobre gente (ya fuera por medio de
la pobreza, el hecho de tener sirvientes o incluso —mediante la estructura
patriarcal de la familia— esposas e hijos), al tiempo que nadie ejercía poder directo
sobre dichas clases medias. Así pues, los estudios de las clases, a menos que se
limiten a un aspecto deliberadamente restringido y parcial, son análisis de la
sociedad. Por tanto, los más convincentes, como los de Le Roy Ladurie, van mucho
más allá de los límites de su nombre.

Cabe sugerir, pues, que en años recientes el planteamiento más directo de la


historia de la sociedad ha sido mediante el estudio de la clase en el sentido más
amplio. Tanto si creemos que esto refleja una percepción correcta de la naturaleza
de las sociedades postribales como si meramente lo atribuimos a la actual
influencia de la historia Marxisant, las perspectivas futuras de este tipo de
investigación parecen prometedoras.

En muchos aspectos el reciente interés por la historia de las «mentalidades»


señala un planteamiento aún más directo de los problemas metodológicos
fundamentales de la historia social. Lo ha estimulado en gran parte el interés
tradicional por «la gente corriente» de muchos de los que se sienten atraídos por la
historia social. Se ha ocupado principalmente de los individuos con dificultades
para expresarse con claridad, indocumentados y oscuros, y a menudo no se
distingue del interés por sus movimientos sociales o por fenómenos más generales
de comportamiento social, que hoy día, afortunadamente, también incluye el
interés por los que no toman parte en tales movimientos: por ejemplo, por el
trabajador conservador así como por el activista o el pasivamente socialista.

Este hecho mismo ha fomentado un tratamiento específicamente dinámico


de la cultura por parte de los historiadores, superior a estudios como los de la
«cultura de la pobreza» que llevan a cabo los antropólogos, aunque no sin la
influencia de sus métodos y su experiencia de precursores. Más que estudios de un
conjunto de creencias e ideas, persistentes o no —aunque esos asuntos han dado
origen a muchos pensamientos valiosos, por ejemplo, por parte de Alphonse
Dupront—,[15] han sido estudios de ideas en acción y, más específicamente, en
situaciones de tensiones y crisis sociales, como en El gran pánico de 1789, de
Georges Lefebvre, que ha inspirado tantas obras posteriores. La naturaleza de las
fuentes para tal estudio raras veces ha permitido que el historiador se limitase a un
simple estudio y una simple exposición fáctica. Desde el principio se ha visto
obligado a construir modelos, esto es, utilizar sus datos parciales y dispersos para
formar sistemas coherentes, sin los cuales serían poco más que anecdóticos. El
criterio de tales modelos es o debería ser que sus componentes encajen unos con
otros y proporcionen una guía tanto de la naturaleza de la acción colectiva en
situaciones sociales que puedan especificarse como de sus límites. [16] Puede que
uno de ellos sea el concepto de la «economía moral» de la Inglaterra preindustrial
que propone Edward Thompson; mi propio análisis del bandidaje social ha tratado
de basarse en otro.

En la medida en que estos sistemas de creencias y acción son o entrañan


imágenes de la sociedad en su conjunto (que pueden ser, al presentarse la ocasión,
imágenes que buscan o bien su permanencia o su transformación), y en la medida
en que éstas corresponden a ciertos aspectos de su verdadera realidad, nos acercan
más al núcleo de nuestra tarea. En la medida en que los mejores de estos análisis se
han ocupado de sociedades tradicionales o consuetudinarias, aunque a veces éstas
se hallaban bajo los efectos de la transformación social, su alcance ha sido más
limitado. Durante un período que se caracteriza por cambios constantes, rápidos y
fundamentales, así como por una complejidad que coloca a la sociedad mucho más
allá de la experiencia del individuo o incluso de su comprensión conceptual, los
modelos que pueden obtenerse de la historia de la cultura tienen probablemente
un contacto cada vez menor con las realidades sociales. Hasta es posible que dejen
de ser muy útiles para construir la pauta de aspiración de la sociedad moderna
(«como debería ser la sociedad»). Porque el cambio básico producido por la
revolución industrial en el campo del pensamiento social ha consistido en colocar
un sistema de creencias basado en el progreso incesante hacia objetivos que sólo
pueden especificarse como proceso en el lugar que ocupaba un sistema basado en
el supuesto de un orden permanente, el cual puede describirse o ilustrarse en
términos de algún modelo social concreto, normalmente sacado del pasado, real o
imaginario. Las culturas del pasado medían su propia sociedad comparándola con
tales modelos específicos; las culturas del presente sólo pueden medirlas
comparándolas con las posibilidades. Con todo, la historia de las «mentalidades»
ha sido útil para introducir en la historia algo análogo a la disciplina de los
antropólogos sociales, y su utilidad dista mucho de estar agotada.

Pienso que la utilidad de los numerosos estudios de conflictos sociales, de


motines a revoluciones, requiere una evaluación más detenida. La razón por la cual
atraen a los investigadores de hoy es obvia. No cabe duda de que siempre ponen
de manifiesto aspectos cruciales de la estructura social porque aquí se fuerzan
hasta el límite. Además, ciertos problemas importantes no pueden estudiarse
excepto en tales momentos de erupción, que no sólo hacen aflorar a la superficie
tantas cosas que normalmente están latentes, sino que también se concentran en los
fenómenos y los amplían en beneficio del estudioso, a la vez —y esta no es la
menor de sus ventajas— que normalmente multiplican nuestra documentación
sobre ellos. Veamos un ejemplo sencillo: ¿cuánto menos sabríamos sobre las ideas
de los que normalmente no se expresan por escrito si no fuese por la extraordinaria
explosión de elocuencia que tan característica es de los períodos revolucionarios y
de la que dan testimonio las montañas de panfletos, cartas, artículos y discursos,
por no hablar del gran número de informes policiales, declaraciones ante los
tribunales e investigaciones generales? Hasta qué punto puede ser fructífero el
estudio de las grandes revoluciones y, sobre todo, de las revoluciones bien
documentadas lo demuestra la historiografía de la Revolución francesa, que tal vez
ha sido estudiada durante más tiempo y de modo más intensivo que cualquier otro
período de igual brevedad, sin que los resultados disminuyan de forma visible. Ha
sido, y sigue siendo, un laboratorio casi perfecto para el historiador. [17]

El peligro de este tipo de estudio radica en la tentación de aislar el fenómeno


de la crisis declarada del contexto más amplio de una sociedad que vive un
proceso de transformación. Este peligro puede ser especialmente grande cuando
nos embarcamos en estudios comparados, sobre todo cuando nos mueve el deseo
de resolver problemas (por ejemplo, cómo hacer o parar revoluciones), lo cual no
es un planteamiento muy fructífero en sociología ni en historia social. Lo que,
pongamos por caso, unos motines tienen en común con otros (por ejemplo, la
«violencia») puede ser trivial. Hasta puede ser ilusorio, en la medida en que quizá
impongamos un criterio anacrónico —jurídico, político o de otro tipo— a los
fenómenos, cosa que están aprendiendo a evitar los estudiosos históricos de la
delincuencia. Lo mismo puede o no puede decirse de las revoluciones. Soy el
último en desear poner freno al interés por estas cuestiones, ya que les he dedicado
mucho tiempo como profesional. Sin embargo, cuando las estudiamos deberíamos
definir claramente el propósito exacto de nuestro interés. Si estriba en las grandes
transformaciones de la sociedad, puede darse la paradoja de que nos encontremos
con que el valor de nuestro estudio de la revolución misma está en proporción
inversa a nuestra concentración en el breve momento de conflicto. Hay cosas en la
Revolución rusa, o en la historia humana, que sólo pueden descubrirse si nos
concentramos en el período que va de marzo a noviembre de 1917 o en la
subsiguiente guerra civil; pero hay otras cuestiones que no pueden salir de
semejante estudio concentrado de breves períodos de crisis, por más que sean
dramáticos y significativos.

En cambio, las revoluciones y parecidos temas de estudio (incluidos los


movimientos sociales) normalmente pueden integrarse en un campo más amplio
que no sólo se presta a una comprensión exhaustiva de la estructura y la dinámica
social, sino que la requiere: las transformaciones sociales a corto plazo que se
experimentan y clasifican como tales, que duran unos cuantos decenios o
generaciones. No nos ocupamos de fragmentos cronológicos sacados de un
continuo de crecimiento o avance, sino de períodos históricos relativamente breves
durante los cuales la sociedad se reorienta y transforma, como la misma expresión
«revolución industrial» da a entender. (Por supuesto, tales períodos pueden incluir
grandes revoluciones políticas, pero éstas no pueden delimitarlos
cronológicamente). La popularidad de términos históricamente tan imprecisos
como «modernización» o «industrialización» indica cierta conciencia de tales
fenómenos.

Las dificultades de semejante empresa son enormes, lo cual es tal vez la


causa de que todavía no existan estudios aceptables de las revoluciones
industriales de los siglos XVIII-XIX como procesos sociales en ninguno de los
países donde tuvieron lugar, aunque disponemos ahora de una o dos obras
excelentes de alcance regional y local como, por ejemplo, la de Rudolf Braun sobre
la campiña de Zurich y la de John Foster sobre Oldham a comienzos del siglo XIX.
[18]
Tal vez en la actualidad un planteamiento posible de tales fenómenos pueda
sacarse no sólo de la historia económica (que ha inspirado estudios de la
revolución industrial), sino de las ciencias políticas. Como es natural, los que
trabajan en el campo de la prehistoria y la historia de la liberación de las colonias
se han visto obligados a hacer frente a tales problemas, aunque quizá con una
perspectiva demasiado política, y los estudios africanos han resultado
especialmente fructíferos, aunque cabe señalar intentos recientes de hacer
extensivo este planteamiento a la India. [19] Por consiguiente, las ciencias políticas y
la sociología política que se ocupan de la modernización de las sociedades
coloniales pueden proporcionarnos un poco de ayuda útil.

La ventaja analítica de la situación colonial (y con ello me refiero a las


colonias oficiales adquiridas mediante conquista y administradas directamente)
estriba en que en este caso toda una sociedad o grupo de sociedades se define
claramente por medio del contraste con una fuerza exterior, y sus diversos
movimientos y cambios internos, así como sus reacciones a los efectos
incontrolables y rápidos de esta fuerza, pueden observarse y analizarse en
conjunto. Ciertas fuerzas que en otras sociedades son internas o actúan en una
interacción gradual y compleja con elementos internos de la sociedad pueden
considerarse aquí, para efectos prácticos y a corto plazo, totalmente externas, lo
cual es muy útil desde el punto de vista analítico. (No pasaremos por alto, desde
luego, las deformaciones de las sociedades coloniales —a causa, por ejemplo, del
truncamiento de su economía y su jerarquía social— que también son fruto de la
colonización, pero el interés de la situación colonial no depende del supuesto de
que la sociedad colonial es una copia exacta de la no colonial).

Hay tal vez una ventaja más específica. Una preocupación fundamental de
los que trabajan en este campo ha sido el nacionalismo y la construcción de
naciones y en este caso la situación colonial puede proporcionar una aproximación
más estrecha al modelo general. Aunque los historiadores apenas han tratado de
abordarlo aún, el complejo de fenómenos que pueden denominarse
nacionales/nacionalistas es claramente crucial para entender la estructura y la
dinámica sociales en la era industrial, y así ha llegado a reconocerlo parte de la
labor más interesante que se ha hecho en el campo de la sociología política. El
proyecto titulado «Centre Formation, Nation-Building and Cultural Diversity» que
dirigen Stein Rokkan, Eric Allardt y otros proporciona algunos planteamientos
muy interesantes.[20]

La «nación», invento histórico de los últimos doscientos años cuya inmensa


importancia práctica no es necesario subrayar, plantea varias cuestiones cruciales
de la historia de la sociedad, por ejemplo el cambio en la escala de las sociedades,
la transformación de sistemas sociales pluralistas y vinculados indirectamente en
sistemas unitarios con vínculos directos (o la fusión de varias sociedades pequeñas
preexistentes en un sistema social mayor), los factores que determinan los límites
de un sistema social (como los territoriales-políticos) y otros de igual importancia.
¿Hasta qué punto estos límites los imponen objetivamente los requisitos del
desarrollo económico, que hacen necesario, como lugar de, por ejemplo, la
economía industrial de tipo decimonónico un estado territorial de tamaño mínimo
o máximo en determinadas circunstancias? [21] ¿Hasta qué punto estos requisitos
significan automáticamente no sólo el debilitamiento y la destrucción de anteriores
estructuras sociales, sino también grados especiales de simplificación,
estandarización y centralización: esto es, vínculos directos y cada vez más
exclusivos entre el «centro» y la «periferia» (o, mejor dicho, «arriba» y «abajo»)?
¿Hasta qué punto es la «nación» un intento de llenar el vacío que dejó el
desmantelamiento de anteriores estructuras comunitarias y sociales inventando
algo que podría funcionar como comunidad o sociedad percibida conscientemente
o producir sustitutos simbólicos de la misma? (El concepto del «estado-nación»
podría combinar entonces estas circunstancias objetivas y subjetivas).

Las situaciones coloniales y excoloniales no son necesariamente bases más


apropiadas que la historia europea para investigar esta serie de interrogantes, pero
a falta de obras serias de los historiadores de la Europa de los siglos XIX y XX, que
hasta ahora —marxistas incluidos— se han sentido bastante desconcertados por
ella, parece probable que la historia afroasiática reciente constituya el punto de
partida más oportuno.

¿Hasta qué punto la investigación de años recientes nos ha hecho avanzar


por el camino que lleva a una historia de la sociedad? Permítanme que ponga las
cartas boca arriba. No puedo señalar ninguna obra sola que sea ejemplo de la
historia de la sociedad a la que creo que deberíamos aspirar. En La sociedad feudal,
Marc Bloch nos ha dado una obra magistral, de hecho, ejemplar, sobre la
naturaleza de la estructura social, incluida la consideración tanto de cierto tipo de
sociedad como de sus variantes reales y posibles, iluminada por el método
comparativo, aunque no voy a hablar ahora de los peligros y las virtudes, mucho
mayores, de la misma. Marx ha esbozado para nosotros —o nos permite que nos lo
esbocemos nosotros mismos— un modelo de la tipología y la transformación y la
evolución históricas a largo plazo de las sociedades que sigue siendo
inmensamente convincente y casi tan adelantado a su tiempo como fueron los
Prolegómenos de Ibn Jaldún, cuyo propio modelo, basado en la interacción de
diferentes tipos de sociedades, también ha sido fructífero, por supuesto,
especialmente en la prehistoria, la historia antigua y la historia oriental. (Pienso en
los difuntos Gordon Childe y Owen Lattimore). Recientemente ha habido avances
importantes en el estudio de ciertos tipos de sociedad, en especial los que se basan
en la esclavitud en América (las sociedades esclavistas de la Antigüedad parecen
estar en retroceso) y los que se basan en un numeroso conjunto de cultivadores
campesinos. En cambio, los intentos de traducir una historia social exhaustiva en
una síntesis popular que se han hecho hasta ahora me parecen o bien relativamente
fallidos o, con todos sus grandes méritos —el menor de los cuales no es la
capacidad de estimular—, esquemáticos y tentativos. La historia de la sociedad
todavía se está construyendo. En el presente ensayo he tratado de sugerir algunos
de sus problemas, evaluar parte de su práctica y, de paso, señalar algunos
problemas que podrían beneficiarse de una investigación más concentrada. Pero
sería un error concluir el ensayo sin señalar y dar la bienvenida al notable
florecimiento que se registra en este campo. Es un buen momento para ser
historiador social. Incluso los que en un principio no nos propusimos ostentar
dicho título, hoy no queremos renunciar a él.
7. HISTORIADORES Y ECONOMISTAS, I

Este capítulo y el siguiente constituyen el texto, ligeramente revisado, de las


Conferencias Marshall que pronuncié ante la Facultad de Económicas de la Universidad de
Cambridge en 1980. No se han publicado hasta ahora. Aunque han sucedido muchas cosas
desde entonces, tanto en la ciencia como en la historia económica —entre otras la concesión
del premio Nobel de economía a historiadores de la economía que se consideran críticamente
en este ensayo—, los interrogantes que traté de plantear en las citadas conferencias siguen
pendientes de resolución y los textos todavía parecen dignos de publicarse. Sin embargo,
respondiendo a las críticas, he modificado ligeramente mi postura en relación con algunos
aspectos. Los añadidos posteriores en tal sentido aparecen entre corchetes.

Aunque la frase proverbial dice que todos los soldados de Napoleón


llevaban un bastón de mariscal en la mochila, pocos de ellos esperaban en serio
tener la oportunidad de sacarlo. Durante muchos años me encontré en una
situación parecida a la de los soldados rasos de Napoleón y, por tanto, no sólo me
honra, sino que también me sorprende la invitación a pronunciar las Conferencias
Marshall, a las que asistí por primera vez cuando Gunnar Myrdal las dio aquí en
los primeros años cincuenta. Era yo entonces un historiador vinculado
marginalmente a esta universidad que trabajaba en los aledaños de la Facultad de
Económicas en calidad de supervisor y examinador de historia económica,
mientras Cambridge me denegaba varios empleos en dos facultades a lo largo de
los años. No cabe duda de que en aquel tiempo la universidad tenía la facultad de
económicas más distinguida de Gran Bretaña y posiblemente del mundo. Soy,
pues, muy consciente de que la invitación a pronunciar estas conferencias es una
distinción considerable y doy las gracias por ella a la Facultad.

Pero, aunque les hablo con cierta satisfacción, también les hablo con mucha
modestia defensiva. No soy economista y, según los criterios de algunos de mis
colegas, ni siquiera soy un verdadero historiador de la economía, aunque, por
supuesto, estos criterios también hubieran excluido a Sombart, Max Weber y
Tawney. No soy matemático ni filósofo, dos ocupaciones en las cuales se refugian a
veces los economistas cuando el mundo real les aprieta demasiado, y cuyas
proposiciones podrían parecer a tono con ellos. En resumen, hablo como profano
en la materia. Lo único que me estimula a abrir la boca, aparte del placer de constar
en los anales como Conferenciante Marshall, es la sensación de que, en el estado
actual de su disciplina, tal vez los economistas se encuentren dispuestos a escuchar
las observaciones de un profano, basándose en que no pueden tener menos que ver
con la actual situación del mundo que algunas de las que escriben ellos mismos.
Espero de modo especial que escuchen a un profano que hace un llamamiento a
favor de una mayor integración, o, mejor dicho, reintegración, de la historia en la
ciencia económica.

Porque la ciencia económica, o, mejor dicho, la parte de ella que de vez en


cuando pretende tener el monopolio de la definición de la disciplina, siempre ha
sido víctima de la historia. Durante largos períodos, cuando la economía mundial
parece marchar felizmente con o sin que la aconsejen, la historia fomenta mucha
autosatisfacción. La ciencia económica apropiada tiene la palabra, la ciencia
económica no apropiada se excluye tácitamente, o se relega al mundo nebuloso de
la heterodoxia pasada y presente, que equivale al curanderismo o la acupuntura en
medicina. Quizá recuerden ustedes que ni siquiera Keynes hacía una distinción
clara entre Marx, J. A. Hobson y el, por lo demás, no recordado Silvio Gesell. Sin
embargo, de vez en cuando la historia pilla a los economistas cuando están
haciendo su brillante gimnasia y se marcha llevándose sus abrigos. Los primeros
años del decenio de 1930 fueron uno de tales períodos y en estos momentos
vivimos otro de ellos. Como mínimo algunos economistas se sienten descontentos
del estado de su disciplina. Tal vez los historiadores puedan contribuir a aclararlo,
si no a revisarlo.

El tema que he escogido, «Historiadores y economistas», tiene también


importancia específica para Cambridge y su Facultad de Económicas, en la cual la
historia económica y la ciencia económica han estado uncidas la una a la otra, de
forma permanente e incómoda, desde los tiempos de Marshall. La relación ha sido
compleja y problemática para ambas partes. Por un lado, el aparato teórico del
propio Marshall era, como se ha señalado a menudo, esencialmente estático. Le
costaba dar cabida al cambio y la evolución históricos. Schumpeter dijo
acertadamente, refiriéndose al apéndice de los Principies, que originariamente era
un capítulo de introducción y resumen de la historia económica, que se lee «como
una serie de trivialidades».[1] A decir verdad, los muy considerables conocimientos
de historia económica del propio Marshall aportan poco más que algunas florituras
decorativas e ilustrativas a una estructura teórica que se concibió sin dejar mucho
espacio para tales añadiduras. Sin embargo, era consciente de que la ciencia
económica estaba incrustada en el cambio histórico y no podía abstraerse de él sin
sufrir una gran pérdida de realismo. Sabía que la ciencia económica necesitaba a la
historia, pero no sabía cómo encajar ésta en su análisis. En esto era inferior no sólo
a Marx, sino también a Adam Smith. Y aunque el plan de estudios de Cambridge,
al igual que el de otras facultades de económicas, hasta ahora (1980) siempre ha
incluido un poco de historia económica, su lugar en el plan de estudios y el lugar
de quienes la impartían en otro tiempo se parecían al caso del apéndice humano.
Era indiscutible que formaba parte del organismo, pero su función exacta, si la
tenía, distaba mucho de estar clara.

Por otra parte, los historiadores de la economía llevaban, y hasta cierto


punto siguen llevando, una precaria doble vida entre las dos disciplinas que les
dan su nombre. En el mundo anglosajón, al menos, hay normalmente dos historias
económicas, tanto si las llamamos «vieja» como «nueva» o, como parece más
realista, «historia económica para historiadores y para economistas». Básicamente,
la segunda clase es teoría —sobre todo teoría neoclásica— proyectada hacia atrás.
Volveré a hablar de la «nueva» historia económica o «cliometría» más adelante. De
momento sólo quiero señalar que, si bien ha atraído a personas de gran capacidad
y —en el caso de por lo menos una de ellas [que luego obtuvo el premio Nobel], el
profesor Robert Fogel— admirable ingenio en la exploración y la explotación de
fuentes históricas, hasta la fecha no ha tenido nada de revolucionaria. El mismo
profesor Fogel ha reconocido que incluso en la historia económica norteamericana,
en la que al principio se concentraba la mayoría de los cliómetras, puede que se
hayan alterado, pero no sustituido, las narraciones básicas del crecimiento de la
agricultura, la ascensión de las manufacturas, la evolución de la banca, la
propagación del comercio y muchas otras cosas que se han estudiado y
documentado empleando métodos tradicionales.[2]

En general y con buenos motivos para ello, los antiguos historiadores de la


economía, incluso cuando eran competentes en economía y estadística,
desconfiaban de la simple verificación o refutación retrospectiva de proposiciones
de la actual teoría económica y el estrechamiento deliberado del campo visual de la
«nueva» historia económica. Hasta el titular de la cátedra de historia económica de
Cambridge, J. H. Clapham, al que el propio Marshall había escogido por su sentido
del análisis económico, y que había sido profesor de economía, pensaba que la
teoría económica no tenía un papel importante que desempeñar en su disciplina.
La historia económica no entraña la sospecha de la teoría como tal. Si entraña
algún escepticismo ante la teoría neoclásica, es debido a su ahistoricidad y a la
naturaleza sumamente restrictiva de sus modelos.

Así pues, los economistas y los historiadores viven en precaria coexistencia.


Sugiero que esto es insatisfactorio para ambos grupos.

Los economistas necesitan reintegrar la historia y esto no puede hacerse por


el sencillo procedimiento de transformarla en econometría retrospectiva. Los
economistas necesitan esta reintegración más que los historiadores, porque la
economía es una ciencia social aplicada, del mismo modo que la medicina es una
ciencia natural aplicada. Los biólogos que no ven la curación de enfermedades
como su tarea principal no son médicos, ni siquiera cuando estén asociados con
facultades de medicina. A los economistas que no se ocupen principalmente, de
modo directo o indirecto, de las operaciones de economías reales que ellos deseen
transformar, mejorar o proteger del empeoramiento es mejor clasificarlos como
subespecie de los filósofos o matemáticos, a menos que opten por ocupar el espacio
que en nuestra sociedad secular ha dejado vacío el declive de la teología. No
expreso aquí ninguna opinión sobre el valor de justificar los designios de la
Providencia (o del Mercado) ante el hombre. De todos modos, las
recomendaciones, positivas o negativas, sobre las medidas que deben tomarse son
parte integrante de la disciplina. Si no fuera así, no habría nacido ni durado una
disciplina llamada economía. Hay que reconocer que, con el crecimiento numérico,
la profesionalización y la academización de esta disciplina y de tantas otras, ha
aparecido también gran número de obras cuyo objetivo no es interpretar el mundo
ni cambiarlo, sino hacer que progrese la carrera del autor y ganar puntos a costa de
otros cultivadores de la disciplina. Sin embargo, podemos dejar de lado este
aspecto de la evolución de la ciencia económica.

La historia, cuyo tema es el pasado, no está en condiciones de ser una


disciplina aplicada en este sentido, siquiera porque no se ha encontrado ningún
modo de cambiar lo que ya ha sucedido. A lo sumo, podemos hacer especulaciones
contrafácticas sobre otras posibilidades hipotéticas. Desde luego, el pasado, el
presente y el futuro forman parte de un continuo y, por tanto, lo que los
historiadores tienen que decir podría permitir que se hiciesen tanto predicciones
como recomendaciones para el futuro. De hecho, albergo la esperanza de que así
sea. Es indudable que las habilidades del historiador pueden utilizarse para tal fin.
No obstante, mi disciplina es tan definida, que los historiadores sólo pueden entrar
en el campo de la política actual de manera extracurricular, o en la medida en que
la historia forme parte integrante de una concepción más amplia de la ciencia
social, como en el marxismo. En todo caso, mucho de lo que hacemos debe
permanecer fuera, a saber: todo lo que distingue el pasado que no puede cambiarse
del futuro que en teoría puede cambiarse o, si así lo prefieren, apostar sobre
resultados conocidos de apostar por anticipado.
Pero ¿necesitan los economistas que se reintegre la historia en la ciencia
económica? En primer lugar, algunos economistas obviamente necesitan de la
historia, «porque tienen la esperanza de que el pasado proporcione respuestas que
el presente solo parece reacio a dar».[3] En un momento en que es corriente que en
las conversaciones de cóctel se diga que los problemas de la economía británica
tienen su origen en el siglo XIX, la historia parece un componente natural de todo
diagnóstico de lo que está mal en ella y puede que tenga su importancia para la
terapia. Nada es más ridículo que el supuesto [cada vez más común] de que la
historia económica es puramente académica, mientras que notorias
pseudodisciplinas como la «gestión» son de algún modo reales y serias. Durante
mucho tiempo —a juzgar por la profesión norteamericana, que es, con mucho, la
mayor del mundo— el interés por la historia entre los economistas disminuyó, al
tiempo que temas profundamente históricos pasaban a ocupar el centro de la
atención. Los temas de historia económica o de historia del pensamiento
económico descendieron del 13 por 100 de todas las tesis de doctorado
norteamericanas en el primer cuarto de siglo al 3 por 100 en la primera mitad del
decenio de 1970. A la inversa, el crecimiento económico, que no inspiró
absolutamente ninguna tesis con este nombre hasta 1940, fue el tema del 13 por 100
de todas las tesis, el mayor conjunto de trabajos de doctorado, en el segundo
período citado.

Esto resulta tanto más extraño cuanto que la historia y la ciencia económica
crecieron juntas. Sugiero que si la economía política clásica se asocia de modo
concreto con Gran Bretaña, no es debido sencillamente a que Gran Bretaña fuera
uno de los precursores de la economía capitalista. Después de todo, el otro
precursor, los Países Bajos en los siglos XVII-XVIII, se distinguió menos como
productor de teóricos de la economía. Fue debido a que los pensadores escoceses
que tanto aportaron a la disciplina se negaron específicamente a aislar la ciencia
económica del resto de la transformación histórica de la sociedad en la cual se
veían comprometidos. Hombres como Adam Smith consideraban que vivían una
transición de lo que los escoceses, probablemente antes que nadie, llamaron
«sistema feudal» de la sociedad a otro tipo de sociedad. Deseaban acelerar y
racionalizar dicha transición, aunque sólo fuese para evitar los resultados políticos
y sociales probablemente perjudiciales que podía tener el dejar que el «Progreso
Natural de la Opulencia» se las arreglara solo, puesto que podía convertirse en un
«orden antinatural y retrógrado».[4] Cabría argüir que si los marxistas reconocían
que el resultado del desarrollo capitalista podía ser la barbarie, Smith reconoce que
ésta era el posible resultado del desarrollo feudal. Por consiguiente, abstraer la
economía política clásica de la sociología histórica a la que Smith dedicó el tercer
libro de su obra La riqueza de las naciones es un error tan grande como separarla de
su filosofía moral. De modo parecido, la historia y el análisis permanecían
integrados en Marx, el último de los grandes economistas políticos clásicos. De una
manera un poco distinta y menos satisfactoria desde el punto de vista analítico
ambos permanecieron integrados con la ciencia económica entre los alemanes.
Recordemos que a finales del siglo XIX Alemania probablemente poseía más
puestos de enseñanza de ciencia económica y más libros sobre el tema que los
británicos y los franceses juntos.

De hecho, la separación entre la historia y la ciencia económica no se hizo


sentir plenamente hasta la transformación marginalista de la segunda. Se convirtió
en importante objeto de debate en el curso de la ahora en gran parte olvidada
Methodenstreit del decenio de 1880, que salió a la luz a raíz del provocador ataque
de Carl Menger contra la llamada «escuela histórica», la cual, de forma
especialmente extremada, dominaba entonces la ciencia económica alemana. Sin
embargo, sería poco aconsejable olvidar que la escuela austríaca, a la cual
pertenecía Menger, también se hallaba embarcada en una polémica apasionada
contra Marx.

En esta guerra de metodologías uno de los bandos acabó obteniendo una


victoria tan grande, que hace ya tiempo que se han olvidado en gran parte los
motivos de la guerra, los argumentos e incluso la existencia del bando derrotado.
Marx perduró en las escuelas en la medida en que los argumentos contra él podían
mantenerse en el modo analítico del neoclasicismo: se le podía tratar como a un
teórico de la economía, aunque un teórico peligrosamente equivocado. Schmoller y
los otros historicistas podían descartarse sencillamente tachándolos de economistas
nada serios en el sentido analítico, o encasillarlos como meramente «historiadores
de la economía», como le sucedió a William Cunningham en Cambridge. A decir
verdad, pienso que este es el origen de la historia económica como especialización
académica en Gran Bretaña. La ciencia económica británica, y en especial Marshall,
nunca excluyó la historia y la observación empírica —las cosas que tan raras veces
permanecen igual— tan sistemáticamente del análisis como los austríacos más
extremistas. No obstante, redujo su base y sus perspectivas de un modo que las
hizo difíciles de incorporar, excepto de manera trivial, aunque sólo fuese dejando
virtualmente a un lado durante varias generaciones problemas dinámicos como el
desarrollo económico y las fluctuaciones de la economía, incluso, de hecho, la
macroeconomía estática. Como ha señalado Hicks, en estas circunstancias hasta la
sed de realismo de Marshall «era esencialmente corta de miras … la ciencia
económica marshalliana alcanza sus mejores momentos cuando se ocupa de la
empresa o de la “industria”; es mucho menos capaz de ocuparse de la totalidad de
la economía, incluso de la totalidad de la economía nacional».[5]
Sería inútil reanudar la Methodenstreit del decenio de 1880, tanto más cuanto
que giraba en torno a una disputa metodológica que, de esta forma, ya no tiene
gran interés: la disputa entre el valor del método deductivo y el del método
inductivo. Sin embargo, quizá merezca la pena hacer tres observaciones. La
primera es que en aquel momento la victoria no pareció tan clara como la vemos
ahora. Ni la economía alemana ni la norteamericana siguieron de buen grado el
ejemplo de Viena, Cambridge y Lausana. La segunda es que los argumentos del
bando vencedor no se basaban esencialmente en el valor práctico de la teoría
económica, tal como se define ahora. La tercera observación, basada en la visión
retrospectiva, es que realmente no hay ninguna correlación obvia entre el éxito de
una economía y la distinción y el prestigio intelectuales de sus teóricos
económicos, tal como se miden por los criterios retrospectivos de la evaluación del
grupo paritario neoclásico. Dicho sin rodeos, las trayectorias de las economías
nacionales parecen tener poco que ver con el número de buenos economistas; en
todo caso, en los tiempos en que sus opiniones no alcanzaban difusión
internacional con tanta prontitud como hoy. Está claro que Alemania, que desde
Thünen apenas ha producido teóricos que figurasen mucho, ni siquiera en las
notas a pie de página de libros no alemanes, no ha sufrido como economía
dinámica a consecuencia de esta escasez. Antes de 1938, Austria, donde abundaban
los teóricos distinguidos con los cuales consultaba el gobierno, no fue un ejemplo
de éxito económico hasta después de 1945, momento en que da la casualidad de
que había perdido a todos sus distinguidos teóricos de edad sin que nadie
comparable los sustituyera. La importancia práctica de los proveedores de buenas
teorías económicas no es en absoluto manifiesta. No podemos conformarnos con la
analogía original de Menger, que Schumpeter mantuvo hasta el final de su vida,
entre la teoría pura como la bioquímica y la fisiología de la ciencia económica, en la
cual se basan la cirugía y la terapia de la economía aplicada. A diferencia de los
médicos, incluso los economistas que están de acuerdo en los principios de la
ciencia económica pueden tener opiniones diametralmente opuestas sobre la
terapia. Asimismo, si es posible aplicar un buen tratamiento, como evidentemente
lo fue en Alemania durante la mayor parte del siglo pasado, a cargo de
profesionales que no aceptan necesariamente la necesidad de la bioquímica y la
fisiología de los teóricos, entonces resulta claro que es necesario reflexionar más
sobre las relaciones entre la teoría y la práctica económicas.

De hecho, como ya he dado a entender, los argumentos neoclásicos contra


los historicistas aceptaban que su propia teoría tenía poca relación con la realidad,
aunque, paradójicamente, su objeción a los marxistas era que su teoría pura (del
valor) no era una guía de la fijación de precios en el mercado real. Los teóricos
puros no podían negar que la investigación empírica (esto es, la investigación
histórica, del pasado) podía decirnos algo más sobre la economía que si se ajustaba
o no a alguna proposición teórica. (De hecho, hoy diríamos que la validación de los
modelos teóricos por parte de la economía real es bastante más difícil de lo que
pensaba la ciencia económica positiva). En lo que se refiere a la política y la
práctica económica, se reconocía que el papel de la teoría pura era de todo punto
secundario. Böhm-Bawerk la excluyó deliberadamente de la guerra de los
métodos. «Es sólo [en teoría] que se discute la cuestión del método», arguyó. «En el
terreno de la política social práctica, por razones técnicas, el método histórico-
estadístico es tan indiscutiblemente superior que no vacilo en declarar que una
política legislativa puramente abstracto-deductiva en los asuntos económicos y
sociales será para mí una abominación tan grande como lo es para otros». [6] Hay
gobiernos a los que les convendría que les recordasen esto. Y Schumpeter, que era
el más experimentado y realista entre los austríacos, lo explicó de forma todavía
más clara. «Precisamente porque nuestra teoría tiene un fundamento firme, fracasa
cuando se enfrenta a los fenómenos más importantes de la vida económica» [7].

Pienso que en este caso la afición a provocar empujó a Schumpeter a lanzar


una acusación demasiado general contra su propio bando. La teoría pura sí
adquirió una dimensión práctica, sólo que resultó que era totalmente distinta de la
que se suponía que tenía antes de 1914.

No está a mi alcance hablar de las razones por las cuales la teoría económica
evolucionó en esta dirección después de 1870, aunque conviene tener presente que
las diferencias entre los dos bandos en la guerra de los métodos eran en gran parte
las que existen entre los liberales o neoliberales económicos y los partidarios de la
intervención del gobierno. Detrás del descontento de los institucionalistas
norteamericanos con la ciencia económica neoclásica estaba la convicción de que
era necesario ejercer más control social sobre las empresas, en especial las grandes
empresas, y que también era necesario que el estado interviniera más de lo que
solían prever los neoclasicistas. Los historicistas alemanes, que inspiraron una
parte tan grande del institucionalismo norteamericano, eran en esencia partidarios
de la intervención de una mano visible y no de una mano oculta: la del estado. Este
elemento ideológico o político es obvio en el debate. Hizo que los herejes de la
economía trataran el neoclasicismo prekeynesiano como poco más que un ejercicio
de relaciones públicas a favor del capitalismo partidario del laissez-faire, punto de
vista poco apropiado, aunque no sea totalmente irrazonable para los lectores de
Mises y Hayek.

De lo que se trata es más bien de que la ideología pudiese ocupar un lugar


tan destacado en el debate, la teoría pura y la historia podían lanzarse miradas
hostiles desde uno y otro lado de un abismo cada vez mayor, un bando podía
descuidar la práctica y el otro hacer igual con la teoría, sencillamente porque
ambos podían considerar que la economía de mercado capitalista esencialmente se
autorregulaba. Ambos (exceptuando los marxistas) podían dar por sentada su
estabilidad general y secular. Los teóricos puros podían considerar las aplicaciones
prácticas como secundarias, toda vez que la teoría aportaba poco excepto
enhorabuenas, a menos que los gobiernos propusieran medidas —principalmente
fiscales y monetarias— que perturbaran seriamente las operaciones del mercado.
En esta etapa su relación con la forma en que la empresa privada y el gobierno
llevaban sus asuntos se parecía bastante a la relación de los críticos y los teóricos
cinematográficos con los cineastas antes del decenio de 1950. A la inversa, los
empresarios y —excepto en los campos de las finanzas y la política fiscal— los
gobiernos no necesitaban más teoría de la que estaba implícita en el sentido común
empírico.

Lo que necesitaban las empresas y el gobierno era información y pericia


técnica, cosas por las que los teóricos puros no sentían mucho interés y no podían
proporcionar. Los administradores y los ejecutivos alemanes pensaban que la
necesitaban más que los británicos. Mientras la ciencia social alemana los
alimentase con un gran caudal de estudios empíricos admirablemente preparados,
no les importaba que no existiese ningún Marshall, Wicksell o Walras alemán. Ni
siquiera los marxistas, por el momento, tenían que preocuparse por los problemas
de una economía socialista, o cualquier economía de la cual fueran responsables,
como atestigua la falta de toda consideración seria de los problemas de la
socialización. La primera guerra mundial empezó a cambiar esta situación.

Se da la paradoja de que los límites de un planteamiento historicista o


institucionalista, que rechazaba la teoría pura, se hicieron evidentes precisamente
en el momento en que hasta las economías capitalistas, cada vez más dependientes
de los sectores públicos o dominadas por ellos, tuvieron que ser administradas o
planificadas deliberadamente. Para esto se requerían instrumentos intelectuales
que los historicistas y los institucionalistas no proporcionaban, por más que se
inclinaran a favor del intervencionismo. Vemos que durante la era de las guerras
mundiales aparece una economía de gestión y planificación basada en la teoría. La
esperanza de una vuelta a la «normalidad» de 1913 aplazó un poco la adaptación
de la ciencia económica neoclásica, pero después de la depresión económica de
1929 dicha adaptación avanzó rápidamente. La aplicación de la teoría neoclásica a
la política creció, al abandonar los teóricos puros su hasta entonces bastante
notable falta de interés por la expresión y el análisis numéricos de sus conceptos,
por ejemplo, por las posibilidades de la econometría, que se institucionalizó con
este nombre en el decenio de 1930. Al mismo tiempo se empezó a disponer de
importantes instrumentos operacionales, algunos procedentes de la economía
política clásica premarginalista o macroeconomía, por mediación del marxismo,
como el análisis de input-output que aparece por primera vez en el estudio
preparatorio de Leontiev para el plan soviético de 1925; otros, de las matemáticas
de los científicos aplicadas a la investigación de operaciones militares, como en el
caso de la programación lineal. Aunque los efectos de la teoría económica
neoclásica en la planificación socialista también se retrasaron, por razones
históricas e ideológicas, en la práctica su aplicabilidad a las economías no
capitalistas también se ha reconocido desde la segunda guerra mundial.

Por tanto, la teoría pura, convertida en operacional y ampliada de esta


manera, ha demostrado tener más relación con la práctica de lo que Schumpeter
pensó en 1908. Realmente ya no se puede decir que no tiene ningún uso práctico.
Con todo, en términos médicos —si me permiten que insista en la vieja metáfora—
no produce fisiólogos, patólogos ni diagnosticadores, sino escáneres para explorar
el cuerpo. A no ser que esté muy equivocado, la teoría económica facilita escoger
entre decisiones y tal vez crea técnicas para tomar decisiones, ponerlas en práctica
y supervisarlas, pero ella misma no genera decisiones positivas sobre la política
que debe seguirse. Desde luego, cabe argüir que esto no es nuevo. Siempre que la
teoría económica ha parecido señalar de modo inequívoco determinada política,
¿no sospechamos —salvo en casos especiales— que las respuestas se han
incorporado de antemano en la demostración de su carácter inevitable?

Mientras que los teóricos neoclásicos produjeron mejores instrumentos


políticos de lo que al principio sospecharon, sus adversarios historicistas e
institucionalistas han resultado peores de lo que esperaban en lo que se refiere
precisamente a la función de la que se enorgullecen, a saber: guiar a un estado
partidario del intervencionismo económico. En este sentido, su anticuado
positivismo y su carencia de teoría iban a resultar fatales. Por esta razón, Schmoller
y Wagner y John R. Commons forman ahora parte de aquella historia que
cultivaban tan asiduamente. Sin embargo, en dos sentidos su aportación no puede
rechazarse.

En primer lugar, como ya se ha sugerido, fomentaron un estudio concreto


verdaderamente serio de la realidad económica y social que tanto preocupaba a
Marshall. Antes de 1914 los alemanes se asombraban constantemente y con razón
al observar la pura falta de interés de los economistas británicos por los datos
reales de su economía, y la endeblez y la irregularidad consiguientes de la
información cuantitativa sobre ella. De hecho, allí donde los estudiosos británicos y
alemanes trataban de modo fáctico el mismo tema, como Schulze-Gaevernitz y
Sydney Chapman trataron la industria algodonera británica, es difícil negar la
superioridad del trabajo de los alemanes. De vez en cuando la escasez de datos que
fueran fruto de investigaciones efectuadas en Inglaterra obligaba a traducir
monografías alemanas sobre temas británicos. Asimismo, muy a menudo las pocas
investigaciones empíricas que se hicieron en Gran Bretaña antes de 1914 procedían
del campo de la heterodoxia económica, como los economistas de Oxford que en
gran parte han sido olvidados porque gravitaron hacia el servicio social y público
(por ejemplo, Hubert Lewellyn-Smith en el Ministerio de Comercio, y Beveridge), o
de fabianos decididamente institucionalistas que habían simpatizado con los
historicistas en la guerra de los métodos y cuya London School of Economics se
fundó como centro antimarshalliano. El único estudio británico fáctico y serio de la
concentración económica antes de 1914 fue obra de un funcionario fabiano que fue
también el principal artífice de la creación del primer Censo de la Producción en
1907.[8] A la inversa, no hubo ningún equivalente de la masiva serie de monografías
aplicadas que produjo en Alemania la Verein für Sozialpolitik sobre temas
económicos además de sociales. Durante muchos años no hubo ningún equivalente
de aquella iniciativa institucionalista que fue el American National Bureau of
Economic Research. Desde la segunda guerra mundial nos hemos visto obligados a
ponemos hasta cierto punto a la altura de los demás, pero no cabe duda de que
durante el período de entreguerras muchos de los debates entre economistas
británicos se basaban en lo que se ha dado en llamar «estadísticas sugestivas» más
que en alguna de la información detallada de la que ya entonces se disponía. En
resumen, los debates tendían a descuidar la información sobre la economía salvo la
que fuese visible para el proverbial hombre de la calle, como era el caso del
desempleo.

En segundo lugar, los heterodoxos eran mucho más conscientes tanto de las
cosas que nunca permanecen igual como de los cambios históricos reales habidos
en la economía capitalista. Han tenido lugar dos grandes transformaciones de
dicha economía durante los últimos cien años. El primero, hacia finales del siglo
XIX, es aquel contra el que la gente de la época trató de luchar bajo etiquetas como
«imperialismo», «capitalismo financiero», «colectivismo» y otras, a la vez que se
reconocía que los diversos aspectos del cambio estaban relacionados. El primero de
estos cambios se observó relativamente pronto, aunque no se analizó como era
debido; pero pienso que lo hizo exclusivamente gente que era heterodoxa o
marginal: historicistas alemanes como Schulze-Gaevernitz o Schmoller; J. A.
Hobson, y, desde luego, marxistas como Kautsky, Hilferding, Luxemburg y Lenin.
En esta etapa la teoría neoclásica no tenía nada que decir sobre ello. De hecho,
Schumpeter, lúcido como siempre, arguyó en 1908 que la «teoría pura» no podía
tener nada que decir sobre el imperialismo salvo lugares comunes y reflexiones
filosóficas inexactas. Al cabo de un tiempo, cuando él mismo trató de dar una
explicación, partió del dudoso supuesto de que el nuevo imperialismo de la época
no tenía ninguna relación intrínseca con el capitalismo, sino que era una reliquia
sociológicamente explicable de la sociedad precapitalista. Marshall era consciente
de que algunas personas pensaban que la concentración económica era fruto del
desarrollo capitalista y se preocupaban por los trusts y los monopolios. Sin
embargo, hasta el final de su vida los consideró casos especiales. Su creencia en la
eficacia del libre comercio y la entrada libre de nuevos competidores en las
industrias parecía inquebrantable. Es cierto que, como realista, nunca supuso que
la competencia fuera perfecta, pero mostraba pocas señales de reconocer que la
economía capitalista ya no funcionaba como en el decenio de 1870. Sin embargo, al
publicarse Industry and Trade en 1919, ya no era razonable suponer que estas
cuestiones, por importantes que fuesen en Alemania y los Estados Unidos, no
tenían ninguna importancia en Gran Bretaña. Hasta la Gran Depresión no se ajustó
la teoría neoclásica a la «competencia imperfecta» como norma de la economía.

El segundo gran cambio es el que se produjo, o arraigó, en el cuarto de siglo


que siguió a la segunda guerra mundial. Si bien ahora resultaba obvio que una
vuelta al mundo del decenio de 1920 no era ni posible ni deseable, no puede
decirse que la nueva fase de la economía mundial fuera analizada de modo
apropiado por los economistas ortodoxos en sus propios términos históricos. Hay
que decir que hasta la más fuerte de las escuelas heterodoxas que han perdurado,
la marxista, se mostró mucho más reacia a mirar con ojos realistas el capitalismo de
la posguerra de lo que se había mostrado en los decenios de 1890 y 1900. El
acentuado renacer de la teorización abstracta de los marxistas contrastaba de modo
bastante lamentable con la torpeza con que los marxistas afrontaron —o, hasta el
decenio de 1970, evitaron afrontar— las realidades del mundo que les rodeaba. No
obstante, en la medida en que se reconocía una realidad históricamente nueva, era
desde una posición marginal. J. K. Galbraith formuló su visión del «nuevo estado
industrial», que ya estaba implícita en sus anteriores El capitalismo americano y La
sociedad opulenta, principalmente en términos de la economía metropolitana de las
grandes sociedades anónimas, en gran parte independientes del «mercado».
Señalaré de paso que fue recibido de modo mucho más favorable por los profanos
en la materia, que entendieron de qué estaba hablando, que por sus colegas. Desde
Santiago los economistas de la Comisión Económica para América Latina de la
ONU criticaron la creencia de que los costes comparativos destinaban el tercer
mundo a producir materias primas y pidieron su industrialización. Sin embargo,
hasta el final de la «Edad de Oro» en los primeros años setenta no se juntaron los
dos fenómenos (esta vez fueron en gran parte neomarxistas heterodoxos quienes se
encargaron de ello) en la visión de una fase transnacional del capitalismo en la cual
la institución a través de la que se expresa la dinámica de acumulación capitalista
es la gran empresa y no el estado-nación. [En los decenios de 1980 y 1990 esto
pasaría a ser la moneda de cambio de un neoliberalismo revivificado. No es
necesario que nos ocupemos aquí de si esta formulación subestima o no el papel de
la economía nacional].

Mientras que los heterodoxos quizá tardaron más de lo que cabía esperar en
reconocer una nueva fase del capitalismo, parece que los economistas ortodoxos
mostraron poco interés por el asunto. En 1972 el ya fallecido Harry Johnson —
inteligencia sumamente poderosa y lúcida, pero no imaginativa— aún predecía
que la expansión y la prosperidad mundiales continuarían ininterrumpidamente
hasta finales de siglo salvo si estallaba otra guerra mundial o se producía el
derrumbamiento de los Estados Unidos. Pocos historiadores hubieran mostrado
tanta confianza.

Mi argumento da a entender que la economía, divorciada de la historia, es


como un barco sin timón y que los economistas sin la historia no tienen una idea
muy clara de hacia dónde navega el barco. Pero no sugiero que estos defectos
puedan remediarse por el sencillo procedimiento de utilizar unas cuantas cartas de
navegación, esto es, prestando más atención a las realidades económicas concretas
y a la experiencia histórica. La verdad es que siempre han abundado los
economistas deseosos de tener los ojos abiertos. Lo malo es que, si son fieles a la
tradición convencional, su teoría y su método como tales no les han ayudado a
saber dónde deben mirar y qué deben buscar. El estudio de los mecanismos
económicos estaba divorciado del estudio de los factores sociales y de otro tipo que
condicionan el comportamiento de los agentes que constituyen tales mecanismos.
Esto es algo que hace mucho tiempo Maurice Dobb señaló en Cambridge.

Lo que sugiero es una reserva más radical en relación con la ciencia


económica convencional. Mientras se defina como la define Lionel Robbins, es
decir, puramente como una cuestión de elección —y así la define todavía el libro
de texto de Samuelson, que es la biblia del estudiante—, sólo puede tener una
relación fortuita con el proceso real de producción social que es su tema ostensible,
con lo que Marshall (que no estuvo a la altura de su definición) llamó «el estudio
de la humanidad en las cosas corrientes de la vida». Lo que ocurre es que se
concentra en actividades dentro de este campo, pero hay muchas otras actividades
a las que puede aplicarse el principio de la elección económica. Divorciada de un
campo específico de la realidad, la ciencia económica debe convertirse en lo que
Ludwig von Mises denominó «praxiología», que es una ciencia y, por ende, una
serie de técnicas para programar; y también, o como otra posibilidad, un modelo
normativo de cómo el hombre económico debería actuar, dados unos fines sobre los
cuales, como disciplina, no tiene nada que decir.

La segunda opción no tiene nada en absoluto que ver con la ciencia. Ha


llevado a algunos economistas a ponerse el alzacuello del teólogo (laico). La
primera, como ya hemos señalado, es un logro importante y, como también hemos
señalado, tiene una importancia práctica inmensa. Pero no es lo que hacen las
ciencias sociales ni las ciencias naturales. Schumpeter, lúcido como siempre, se
negó a definir su campo excepto como «una enumeración de los “campos”
principales que ahora se reconocen en la práctica docente», porque no era, en su
opinión, «una ciencia en el sentido en que lo es la acústica, sino más bien una
aglomeración de campos de investigación mal coordinados y coincidentes». [9] Fogel
puso inconscientemente el dedo en el mismo defecto cuando alabó a la economía
por la «gran biblioteca de modelos económicos» a la que podían recurrir los
cliómetras.[10] Las bibliotecas no tienen ningún principio excepto la clasificación
arbitraria. Lo que se ha denominado «el imperialismo» de la ciencia económica
desde el decenio de 1970, que multiplica las obras sobre la economía de la
delincuencia, del matrimonio, de la educación, del suicidio, del medio ambiente y
de lo que sea, sólo indica que a la ciencia económica se la considera ahora como
una disciplina de servicio universal, aunque ello no quiere decir que pueda
comprender lo que hace la humanidad en el curso normal de la vida, ni cómo
cambian sus actividades.

Y, pese a ello, los economistas no pueden por menos de interesarse por el


análisis del material empírico, pasado o presente. Pero esto no es más que una
mitad del tiro de caballos que arrastra lo que Morishima dijo una vez que era el
carruaje de dos caballos de la metodología. La otra mitad se basa principalmente
en modelos estáticos que se apoyan en supuestos generalizados y muy
simplificados, cuyas consecuencias se analizan luego, para lo cual hoy día se
emplean principalmente términos matemáticos. ¿Qué hay que hacer para
conducirlos juntos? Por supuesto, buena parte de la ciencia económica se ha
acercado bastante a la creación de modelos que se derivan de la realidad
económica, esto es, de la producción en términos de inputs reales y no en términos
de utilidades; e incluso de economías divididas en sectores cada uno de los cuales
tiene su propio modo de acción socialmente y, por ende, económicamente
específico.

Naturalmente, como historiador estoy a favor de estos modelos


históricamente específicos, basados en una generalización de la realidad empírica.
Una teoría que supone la coexistencia de un sector central oligopólico de la
economía capitalista y un margen competitivo es obviamente preferible a una que
suponga un mercado totalmente libre y competitivo. Sin embargo, me pregunto si
siquiera esto responde al gran interrogante sobre el futuro, del que los
historiadores son siempre conscientes y que ni tan sólo los economistas pueden
descuidar, siquiera porque la planificación a largo plazo es lo que deben —o
deberían— hacer no sólo los estados, sino también las grandes sociedades
anónimas. ¿Adónde se dirige el mundo? ¿Cuáles son las tendencias de su
desarrollo dinámico, con independencia de nuestra capacidad de influir en ellas,
que, como debería estar claro, es muy pequeña a largo plazo? [Cuando escribí el
presente artículo la economía global y transnacional aún no parecía tan triunfante
como parece a mediados de los años noventa, y, por tanto, la sencilla creencia de
que el futuro consistiría en un sistema mundial de mercado libre realmente
incontrolable aún no nos distraía de la tarea de examinar en realidad lo que
traería].

Precisamente en esto radica el valor de las visiones históricamente


arraigadas del desarrollo económico como la de Marx y la de Schumpeter: ambos
se concentraron en los mecanismos económicos internos específicos que mueven a
una economía capitalista y le imponen una dirección. No estoy hablando de si la
visión de Marx, más elegante, es preferible a la de Schumpeter, que sitúa las dos
fuerzas que mueven al sistema —las innovaciones que hacen que avance, los
efectos sociológicos que le ponen fin— fuera del mismo. Sin duda la visión
schumpeteriana del capitalismo como una combinación de elementos capitalistas y
precapitalistas ha contribuido mucho a iluminar a los historiadores del siglo XIX.

El interés de este tipo de planteamiento de la dinámica histórica no estriba


en si nos permite poner a prueba sus predicciones. Dado lo que son los seres
humanos y las complejidades del mundo real, es arriesgado hacer profecías. Tanto
en Marx como en Schumpeter influyen la ignorancia y sus deseos, temores y juicios
de valor. El interés de estos planteamientos está en el intento de ver los
acontecimientos futuros en términos que no sean lineales. Porque incluso el intento
más sencillo en este sentido tiene un resultado importante. El mero reconocimiento
por parte de Marx de una tendencia secular a que la competencia libre genere
concentración económica ha sido enormemente fértil. La mera conciencia de que el
crecimiento global de la economía no es un proceso homogéneo o lineal,
gobernado por la doctrina de los costes comparativos, produce mucha iluminación.
El simple hecho de reconocer que hay periodicidades económicas a largo plazo que
encajan en los cambios bastante considerables de la estructura y el estado anímico
de la economía y la sociedad, aunque, como las ondas de Kondratiev, no tengamos
la menor idea de cómo explicarlas, hubiera reducido la confianza de los
economistas convencionales en los decenios de 1950 y 1960.

Para que la ciencia económica no continúe siendo víctima de la historia,


intentando constantemente aplicar sus instrumentos, en general con retraso, a los
acontecimientos de ayer que se han vuelto lo bastante visibles como para dominar
el panorama de hoy, es necesario que forme o redescubra esta perspectiva
histórica. Porque puede que esto tenga relación no sólo con los problemas de
mañana, sobre los que, si es posible, deberíamos pensar antes de que nos abrumen,
sino también con la teoría de mañana. Permítanme concluir con una cita de un
exponente de otra teoría pura. «Cuando pregunto sobre la importancia de las ideas
de Einstein sobre el espacio-tiempo curvo —escribe Steven Weinberg—, más que
en sus aplicaciones a la relatividad general misma, pienso en su utilidad para
formular las próximas teorías de la gravitación. En física las ideas son importantes
siempre de modo prospectivo, mirando hacia el futuro». No puedo comprender ni
aplicar la teoría de los físicos, más de lo que comprendo y aplico la mayoría de las
ampliaciones de la teoría en las ciencias económicas. Sin embargo, como
historiador me preocupa siempre el futuro: ya sea el futuro tal como ya ha nacido
de algún pasado anterior, o tal como es probable que nazca del continuo del
pasado y el presente. No puedo evitar la sensación de que en lo que se refiere a
esto los economistas podrían aprender de nosotros así como de los físicos.
8. HISTORIADORES Y ECONOMISTAS, II

Cabe la posibilidad de que los economistas estuvieran de acuerdo sobre el valor que
tiene la historia para su disciplina, pero no que los historiadores pensaran lo mismo sobre el
valor de la ciencia económica para la suya. Esto se debe en parte a que la historia abarca un
campo mucho más amplio. Como hemos visto, es un inconveniente obvio de la ciencia
económica como disciplina que se ocupa del mundo real el hecho de que seleccione algunos y
sólo algunos aspectos del comportamiento humano como «económicos» y deje que del resto
se encarguen otros. Mientras su tema se defina por la exclusión, los economistas no podrán
hacer nada al respecto, por más conscientes que sean de sus limitaciones. Como ha dicho
Hicks: «Cuando se cobra conciencia de [los] vínculos (que conectan la historia económica
con las cosas que normalmente consideramos que son ajenas a ella), nos damos cuenta de
que el reconocimiento no es suficiente».[1]

La historia, en cambio, no puede optar a priori por excluir ningún aspecto de


la historia humana, aunque de vez en cuando opta por concentrarse en algunos y
descuidar otros. Por comodidad o por necesidad técnica, los historiadores tienden
a especializarse. Algunos se ocupan de la historia diplomática, otros de la
eclesiástica y otros se limitan a la Francia del siglo XVII. Sin embargo, básicamente
toda la historia aspira a ser lo que los franceses llaman «historia total». Así ocurre
también en el caso de la historia social, aunque tradicionalmente se ha cultivado en
conjunción con la historia económica. A diferencia de la primera, en ningún caso
puede la segunda considerar que algo es ajeno a su esfera potencial. Se puede decir
sin temor a equivocarse que ningún economista comparte la aparente creencia de
un exdirector del Times de Londres en el sentido de que, si Keynes hubiera tenido
unas preferencias sexuales diferentes, se hubiese parecido más a Milton Friedman,
menos todavía que su vida privada tenga algo que ver con el juicio que merezcan
las ideas keynesianas. En cambio, no me cuesta imaginar a un historiador social o
general que tal vez piense que ambas cosas arrojan luz sobre una fase determinada
de la historia de la sociedad británica.

Así pues, hasta el campo especializado de la historia económica es más


amplio que el campo convencional de la ciencia económica tal como se define
actualmente. Clapham opina que es valiosa principalmente en la medida en que
puede hacerse extensiva a campos más amplios. Por ejemplo, ningún historiador
económico —en mi opinión, ningún historiador— puede evitar interrogantes
fundamentales sobre la evolución social y económica de la humanidad hasta el
presente: ¿por qué algunas sociedades parecen haberse detenido en un punto de
este proceso y otras, no? ¿Por qué todo el itinerario hasta la moderna sociedad
industrial tuvo por marco una única parte del mundo? ¿Y cuáles han sido o son los
mecanismos de estos cambios, endógenos o provocados, o ambas cosas a la vez?
Esta serie de interrogantes integra automáticamente la historia en el campo más
amplio de las ciencias humanas y sociales. Sin embargo, aunque, como pensaba
Marx, la economía política (en el sentido que él le daba) fuera la anatomía de la
sociedad civil, está claro que va más allá del campo de la ciencia económica normal
tal como suele definirse. Podemos y deberíamos utilizar las técnicas, los modos de
argumentación y los modelos de la ciencia económica, pero no podemos limitarnos
a ellos.

La historia no puede ni necesita usar algunos de estos modelos excepto, por


así decirlo, como controles mentales. Veo poca relación entre la construcción de
modelos de economías posibles o imaginarias y la historia, que es lo que realmente
sucedió. Más que analizar teorías, lo que a veces hacen los económetras es describir
cómo sería el mundo si las teorías fuesen correctas. Este es un procedimiento
tentador en los casos, que distan mucho de ser infrecuentes, en que resulta que en
la vida real la teoría no es aplicable o analizable. Tales ejercicios, por interesantes
que sean, incumben a los historiadores sólo en la medida en que pueda resultar
que las economías analizadas de esta manera son economías reales inadvertidas o
determinan los límites fuera de los cuales ninguna economía, real o imaginaria,
podría funcionar.

De modo parecido, también es posible, y frecuente, formular modelos tan


generales, que sean aplicables de modo universal, pero a expensas de que resulten
triviales. Así, sería posible decir que puede probarse que el comportamiento de los
aborígenes australianos en la maximización de las utilidades (definidas en un
sentido suficientemente general) es más racional que el de los modernos hombres
de negocios. Esto no es ni sorprendente ni interesante. Aceptamos que todos los
miembros de las «economías» de clase, desde los bosquimanos hasta el Japón
actual, pertenecen a dicha clase porque tienen ciertas características en común. Sin
embargo, lo que interesa al historiador es lo que no tienen en común y por qué, y
en qué medida, estas diferencias explican la gran diferencia que existe entre el
destino de los pueblos que siguieron siendo cazadores-recolectores y los que con el
tiempo crearon economías más complejas. Puede que la afirmación de que los
aborígenes, o, para el caso, todos los mamíferos sociales, también hacen frente y
resuelven el conocido problema de Robbins, el de destinar recursos escasos a fines
que rivalizan con otros, sea más que una tautología, pero en sí misma no ayuda al
historiador.

Tampoco es una gran ayuda para los historiadores —aunque me parece más
interesante— felicitar a los antropólogos de la economía por haber descubierto la
«opulencia de la edad de piedra». Esto nos recuerda que hasta las economías más
primitivas normalmente pueden adquirir un excedente superior al que se necesita
para el consumo inmediato y la reproducción del grupo, pero no nos dice por qué
algunas destinan un valioso tiempo de trabajo y unos recursos igualmente valiosos
a un fin en lugar de a otro. ¿Por qué, por ejemplo, las tradicionales comunidades de
pastores de Cerdeña organizaban periódicamente fiestas colectivas en las que se
despilfarraba gran parte de su modesto excedente a expensas de su capacidad de
ahorrar e invertir? Sin duda alguna esta elección puede analizarse
microeconómicamente en términos de las preferencias individuales relacionadas
con el bienestar. ¿No podemos decir que es mejor que los pobres coman a veces
tanta carne como puedan en lugar de no comer nunca suficiente carne? Del mismo
modo, puede que tomarse muy de vez en cuando unas vacaciones seguidas sea
preferible a tomarse una serie de días libres. Pero esto significa pasar por alto la
función socioeconómica de tales fiestas, que es obvia tanto para los antropólogos
como para los historiadores y consiste, de hecho, en dispersar y redistribuir los
excedentes acumulados con el fin de evitar una desigualdad económica excesiva.
Son una de las técnicas que se emplean para mantener el sistema de intercambio
mutuo entre unidades teóricamente iguales, lo cual garantiza la permanencia de la
comunidad. Tampoco explicaría un análisis de la elección racional-individual la
diferencia entre esta pauta de consumo y la que se está manifestando ahora en el
hinterland sardo a medida que va penetrando en él la opulenta sociedad de
consumo.

En resumen, los historiadores deben partir de la observación de Marx en el


sentido de que la economía es siempre históricamente específica, la producción es
siempre «producción en cierta etapa de desarrollo social, producción por parte de
individuos sociales», aunque también sean conscientes, con Marx, de que la
abstracción en cierto nivel de generalidad —por ejemplo, «producción en
general»— es legítima. Pero también, al igual que Marx, deben aceptar que estas
generalidades, por complejas que sean, son insuficientes para comprender
cualquier etapa histórica real de la producción o la naturaleza de su
transformación… incluida la nuestra.
Por decirlo de forma más general, los historiadores necesitan explicaciones
además de análisis. La ciencia económica, quizá a impulsos de una prudencia
justificada, prefiere lo segundo a lo primero. Lo que nos gustaría saber es por qué
la situación «A» fue seguida de la situación «B» y de ninguna otra. Como
historiadores sabemos que hubo siempre un solo y único resultado, aunque es
importante considerar otros resultados posibles, en especial cuando sorprende que
no los haya. ¿Por qué, por ejemplo, el capitalismo industrial no se formó en China
en lugar de en Europa? Incluso cuando el resultado no es sorprendente, en modo
alguno es perder el tiempo considerar otros resultados hipotéticos, pero para los
historiadores el interrogante principal es por qué se construyeron ferrocarriles y no
de qué manera se hubiese podido prescindir de ellos en el siglo XIX.

Aquí, una vez más, la abstracción, la generalidad y la restricción deliberadas


de la ciencia económica neoclásica limitan el uso de esta clase de teoría económica.
Piensen en el problema de la esclavitud, que se ha analizado de modo intensivo en
estos términos. Se ha argüido que la compra de esclavos en los Estados Unidos
durante el siglo XIX era una inversión tan buena como cualquier otra, y mejor que
la manufactura; que el sistema de esclavos florecía en 1860 y no hubiera terminado
pronto por razones económicas; que la agricultura basada en la esclavitud no era
ineficiente comparada con la agricultura basada en la mano de obra libre; y que la
esclavitud no era incompatible con un sistema industrial. No voy a tomar parte en
el apasionado debate en torno a estas proposiciones, pero si los que las defienden
están en lo cierto,[2] y si sus argumentos son aplicables a todas las economías
basadas en la esclavitud que existían en el siglo XIX, y este tipo de análisis de
coste-beneficio es suficiente para analizar dichas economías, entonces las causas de
la desaparición de la esclavitud deben buscarse totalmente fuera de la historia
económica. Pero, si fuera así, todavía tendríamos que explicar por qué la esclavitud
desapareció en todo el mundo occidental en el siglo XIX. Además, incluso
suponiendo que hubiera sido abolida en todas partes sólo por medio de la coacción
externa, como en los estados del sur de Norteamérica, aún tendríamos que explicar
por qué no la sustituyeron con algún equivalente funcional. De hecho, así se hizo
en muchas partes, mediante la importación en masa de mano de obra contratada,
principalmente india y china, cuya situación no era muy distinta de la esclavitud.
Pero la mano de obra contratada también estaba destinada a desaparecer en todas
partes. ¿Las consideraciones económicas tampoco tienen que ver con esta
desaparición? Además, volviendo a los Estados Unidos, la prueba cliométrica de la
eficiencia y el progreso de la economía basada en la esclavitud no explica una
anomalía obvia en la historia económica de los Estados Unidos, a saber: que la
renta per cápita regional de los estados del sur no convergió hacia la media
nacional del mismo modo y en la misma medida que las otras regiones principales,
al menos antes de 1950, fenómeno que no puede descartarse por completo diciendo
que fue la secuela de la victoria del norte en 1865. [3] En resumen, la proyección del
análisis económico actual hacia el pasado no arroja ninguna luz sobre una extensa
zona del problema del historiador. Esto no es razón para suponer que otro tipo de
análisis económico —por ejemplo, uno que se preocupara menos por la elección
racional de inversores y empresarios individuales— no haría al caso.

Esto me lleva a la cuestión de la cliometría, la escuela que transforma la


historia económica en econometría retrospectiva. Sería absurdo rechazar la
cuantificación y la aplicación de los instrumentos estadísticos, matemáticos y de
otro tipo que sean apropiados a cualquier parte de la historia. Quien no sabe contar
no puede escribir historia. Como ya proclamó entonces August Ludwig von
Schlözer, honra de la Gotinga del siglo XVIII: las estadísticas son historia estática,
la historia es estadísticas en movimiento. Hay que dar la bienvenida a la notable
aportación de los cliómetras a la medición en el campo de la historia y, ciertamente
en el caso de Roben Fogel, el ingenio y la originalidad impresionantes que aplicó a
la búsqueda y la utilización de fuentes y de técnicas matemáticas. Sin embargo, su
característica específica no es esta, sino analizar proposiciones en teoría económica,
en su mayor parte del tipo neoclásico.

Su aportación es valiosa, pero de momento ha sido pedagógica de modo


predominante. Desde luego, como señala Mokyr, «el mismo carácter definido de
los nuevos métodos los ha limitado a una estrecha serie de problemas». [4] De hecho,
la cliometría ha sugerido o incluso instaurado varias revisiones de las respuestas a
determinados interrogantes propios de la historia económica, principalmente
desde el siglo XVIII. Sin embargo, podría decirse que su función principal ha sido
crítica. Al observar que los historiadores económicos tradicionales expresan de
modo implícito proposiciones de historia económica, a menudo de forma confusa y
mal formulada, los cliómetras han intentado hacer explícitas estas proposiciones y,
en la medida en que puedan formularse de modo riguroso y con sentido,
analizarlas por medio de los datos estadísticos. El primer ejercicio nunca es
superfluo. Al menos, gran parte de lo que se escribe sobre ciencia económica
todavía parece consistir en este tipo de clarificación. El segundo es admirable, en la
medida en que puede probar que afirmaciones históricas que gozan de aceptación
general y sin espíritu crítico son erróneas. Hay que reconocer que a veces también
es posible demostrar que son erróneas simplemente contando, sin apenas recurrir a
la teoría. A la inversa, por supuesto, puede que las estadísticas no sean suficientes
para resolver la discusión de modo definitivo. Así, si bien «la Nueva Historia
Económica ha alcanzado cierto consenso sobre la trayectoria real de los niveles de
vida [británicos] después de Waterloo», a saber: que empezaron a subir, de modo
considerable, los pocos artículos sobre los que disponemos de cifras de consumo
per cápita para toda la población (té, azúcar, tabaco) dignas de confianza no
muestran ninguna subida secular antes de mediados del decenio de 1840, y, por
tanto, «persiste la duda» sobre este debate. [5] En todo caso, en la medida en que la
cliometría obliga a los historiadores a pensar claramente y hace de detector de
tonterías, cumple funciones necesarias y valiosas.

A diferencia de otros historiadores, también estoy dispuesto a dar la


bienvenida a sus incursiones en la historia imaginaría o ficticia conocidas por el
nombre de «contrafácticos», y por las mismas razones. Toda la historia está llena
de condicionales contrafácticos implícitos o explícitos. Oscilan entre las
especulaciones sobre otros resultados posibles como, por ejemplo, las que hizo
Pascal sobre la nariz de Cleopatra, y otras cosas más específicas que hubieran
podido suceder y no sucedieron: ¿y si Lenin se hubiera quedado en Zurich en
1917? ¿Y si Neville Chamberlain se hubiera resistido a las exigencias de Hitler en
1938, como le instaron a hacer los generales alemanes que planeaban un golpe
contra Hitler? Muchas de estas pretenden ser verdaderas posibilidades, es decir,
dan por sentado que tomar la medida «A» en vez de la medida «B» hubiera
alterado de modo específico el curso de los acontecimientos. Las condiciones para
hablar con sensatez de estos contrafácticos «reales» las ha comentado Jon Elster en
relación con la cliometría.[6] Curiosamente, la historia económica tradicional se
inclina menos a esta forma de especulación que la historia política a la antigua.
Después de todo, tanto ella como la ciencia económica se ocupan principalmente
de fenómenos que es improbable que se vean afectados de modo más que
momentáneo por este tipo de variación. Son disciplinas generalizadoras.

Así pues, la función de los condicionales contrafácticos en la cliometría no


consiste en determinar probabilidades retrospectivas, aunque no estoy seguro de
hasta qué punto ven esto con claridad todos los que la cultivan. Poniendo como
ejemplo lo que se ha calificado de «el intento más ambicioso de un contrafáctico
general jamás hecho por un historiador serio»,[7] Railroads and American Economic
Growth,[8] de Robert Fogel, los ferrocarriles norteamericanos realmente se
construyeron y Fogel no ha sugerido que de algún modo podrían no haberse
construido. Lo que pretendía era desmontar las explicaciones del pasado que
atribuían a los ferrocarriles una aportación imprecisa pero importante al
crecimiento económico norteamericano, para lo cual las eliminó de la historia y
calculó cómo podrían haberse satisfecho las necesidades de la economía utilizando
otros medios disponibles a la sazón: por ejemplo, los canales. Una vez más, el
principal valor de este procedimiento es educacional. Pregunta qué es lo que está
implícito lógicamente, metodológicamente y a modo de evidencia en el intento de
demostrar que —volviendo a un condicional contrafáctico tradicional— la historia
del mundo hubiera sido muy diferente si la nariz de Cleopatra hubiese sido unos
dos centímetros y medio más larga. (De hecho, según tengo entendido, era
bastante larga). O en la proposición de que el libre comercio era bueno (o malo)
para la economía mundial en el siglo XIX. En lo tocante a las preguntas de este
tipo, los historiadores tienen mucha menos práctica que los economistas, cuyo
tema las impone de modo constante.

Por otra parte, las limitaciones de la cliometría son serias, aunque dejemos a
un lado la reserva muy general de otro premio Nobel sobre una historia económica
puramente cuantitativa, a saber: que «forzosamente nos encontraremos, al volver
al pasado, con que los aspectos económicos de la vida están menos diferenciados
de otros aspectos de lo que lo están hoy». [9] Son cuádruples. En primer lugar, en la
medida en que proyecta sobre el pasado una teoría esencialmente ahistórica, su
relación con los problemas más generales de la evolución histórica no está clara o
es marginal. Los historiadores de la economía, incluso los cliómetras, se quejan de
la «incapacidad de los economistas para construir modelos que expliquen los
grandes acontecimientos como la Revolución industrial». [10] Por esto muchos
historiadores de la economía han sido reacios a subirse al carro de la cliometría.
Los historiadores se pasan la vida ocupándose de economías que no están en
equilibrio, sea cual sea la tendencia de los sistemas de mercado a equilibrar
rápidamente la economía tras una perturbación. Después de todo, es la tendencia
de los equilibrios a desestabilizarse lo que tiene importancia para el estudio del
cambio y la transformación históricos. Pero la teoría económica no ha concentrado
gran parte de su atención en tales economías. Si aplicamos el análisis del equilibrio
de modo retrospectivo, corremos el peligro de hacer las grandes preguntas de los
historiadores.

En segundo lugar, la selección de un aspecto de la realidad económica al que


puede aplicarse tal teoría quizá dé una imagen falsa. No podemos calcular si
construir la catedral de Ely o la capilla del King’s College fue, según la teoría de la
elección racional, una forma sensata de invertir dinero, toda vez que el objetivo no
era obtener un rendimiento material de un capital terrenal. Lo máximo que
podemos hacer —y, desde luego, esto es importante— es calcular los efectos
secundarios no buscados de este uso de recursos sociales (cuidémonos de llamarlo
anacrónicamente «desviación de recursos sociales»). Keynes sugirió la posibilidad
de tratarlos como una forma de obras públicas destinadas a crear puestos de
trabajo; Robert S. López, la de que cuanto mayor sea la catedral de una ciudad,
menor es su clientela, y viceversa. Quizá sea así. Desde luego, los efectos
económicos de la construcción de catedrales deberían analizarse legítimamente a la
luz de la teoría disponible. Sin embargo, es de suponer que la cliometría
relacionada directamente con la construcción de catedrales tendría que calcular, en
términos de algún tipo de economía del bienestar eterno, si, pongamos por caso, la
salvación de un donante se alcanzaba mejor contribuyendo a la construcción de
catedrales u organizando cruzadas o por medio de alguna otra actividad espiritual,
la cual, naturalmente, también tenía costes económicos y derivados. Pocos de
nosotros concederíamos mucho valor a semejante equilibrio. Sin embargo, en el
siglo XIV a gran número de mercaderes les parecería que dejar su fortuna a un
monasterio en bien de su alma era una elección tan racional como dejársela a sus
hijos.

Estas dificultades afectan también a problemas mucho menos remotos. Los


estudios de la inversión social en educación en el siglo XIX dan por sentado que
sus resultados sociales e individuales eran esencialmente económicos, esto es, que
se efectuaba como si la decisión de dedicar recursos a la escolarización primaria
universal tuviera por objeto contribuir al crecimiento de la economía. Dejemos
momentáneamente de lado los supuestos a menudo arbitrarios que subyacen en
estos cálculos cliométricos (véase más adelante). No cabe duda de que instituir la
educación primaria universal supuso la utilización de considerables recursos
sociales con los correspondientes costes económicos y la renuncia a otras
posibilidades, y los efectos económicos de instituirla fueron obvios y grandes,
tanto en los individuos como en la sociedad. Naturalmente, pueden y deberían
analizarse cliométricamente. Pero los historiadores están muy de acuerdo en que,
en la mayor parte de la Europa del siglo XIX, para las autoridades y las
instituciones que la fomentaban el propósito real de la educación primaria
universal no era económico, a diferencia de, pongamos por caso, la educación
técnica. Era, en primer lugar, ideológico y político: inculcar la religión, la
moralidad y la obediencia entre los pobres, enseñarles a aceptar con satisfacción la
sociedad existente y a criar a sus hijos de modo que hicieran lo mismo, convertir a
los campesinos auverneses en buenos franceses republicanos y a los campesinos
calabreses en italianos. Si todo esto se hacía de manera eficiente o si se disponía de
mejores métodos para alcanzar tales objetivos es algo que quizá, en teoría, podría
investigarse empleando técnicas cliométricas. Pero los costes sociales de la
educación primaria en este sentido no deben calcularse como si hubieran sido
inversiones en un aumento de la productividad para la economía. Se parecían más
a los costes sociales de, pongamos por caso, mantener ejércitos permanentes.
Además, en la medida en que en tales cálculos se combinan, los gastos (reales o
imputados) en concepto de educación primaria con los que se hacían en aspectos
de la educación que se consideraban, incluso entonces, en términos de
productividad económica —por ejemplo, la educación técnica—, en ellos se
mezclan usos muy diferentes de los recursos sociales. Resumiendo, los ejercicios
cliométricos en estos campos corren el riesgo constante de la irrealidad histórica.

El tercer defecto de la cliometría es que necesariamente tiene que apoyarse


no sólo en datos reales, que a menudo también son fragmentarios y poco dignos de
confianza, sino también y en gran parte en datos inventados o supuestos. Sobre
muchas cuestiones pertinentes se carece de información incluso en una época tan
bien contada como la nuestra, como saben los economistas cuando tienen que
calcular el tamaño de la actual economía extraoficial o «sumergida». Incluso la
gran ingeniosidad de los historiadores tiene sus límites cuando se trata de
descubrir datos cuantitativos, o de usar un grupo de datos disponibles para fines
que no son los que pensaron quienes fueron sus recopiladores. La mayor parte de
la historia sigue siendo, en términos cuantitativos, una zona de oscuridad y
conjeturas.

Por consiguiente, la mayor parte de la cliometría tiene lugar en una región


oscura cuyo mapa, por así decirlo, puede trazarse desde el aire mediante el sencillo
procedimiento de hacer conjeturas más o menos informadas, basándose en la
forma y la configuración de las partes visibles del paisaje, sobre las inmensas
extensiones de territorio que el frío y la niebla ocultan de modo permanente. Dado
que la cliometría, a diferencia de parte de la historia tradicional, no puede
depender de impresiones generales, sino que requiere (dentro de unos límites)
mediciones exactas, tiene que crear sus datos, donde no están disponibles. Puede
que algunos no existieran en absoluto en realidad, como en los contrafácticos.
Incluso allí donde no sea hipotética, la información que necesitan los cliómetras se
saca de los datos disponibles y puede hacerse que sea pertinente al fin que se tenga
entre manos por medio del uso de relaciones derivadas de un modelo teórico: esto
es, mediante una cadena más o menos complicada de razonamiento y supuestos
relativos tanto al modelo como a los datos insuficientes.

Desde el punto de vista del historiador, estos supuestos deben ser realistas o
no valen nada. Si empleamos el supuesto de previsión perfecta de los hombres de
negocios para construir datos, la cuestión de su validez empírica es crucial. Alterar
los supuestos, ya sean sobre el modelo o sobre los datos, puede influir mucho tanto
en los datos como en las respuestas. Supongamos, por ejemplo, que, al igual que
muchos historiadores de la economía, rechazamos el concepto de una «revolución
industrial» británica, alegando que el crecimiento agregado de la economía
británica entre 1760 y 1820 fue modesto, lo cual es otra forma de decir que las
industrias que experimentaron una transformación espectacular durante este
período quedaron cubiertas por el grueso de las actividades económicas que
cambiaron más lentamente y estaban organizadas de forma tradicional. Como se
ha señalado, en estas circunstancias los cambios bruscos en el conjunto de la
economía son una imposibilidad matemática. [11] (Se me ocurre una pregunta
interesante: ¿hasta qué punto podríamos demostrar cualquier crecimiento
significativo durante el período si incluyéramos en el PNB no sólo los bienes y
servicios que entren en las transacciones del mercado, sino también la inmensa
masa de producción no pagada ni contada de bienes y servicios como, por ejemplo,
los correspondientes a las mujeres y los niños en el seno de la familia?). En
resumen, «por tanto, medir las tasas de crecimiento agregado siguiendo la
tradición de Kuznets tal vez no es la mejor estrategia para tratar de comprender la
revolución industrial, aunque tiene sus aplicaciones». [12] Por otra parte, la
formulación de supuestos diferentes sobre los efectos económicos indirectos de
construir ferrocarriles (e imputar cantidades de acuerdo con ello) ha permitido
argüir que los ferrocarriles aportaron muy poco o mucho al PNB de un país.

Estos procedimientos tienen otro inconveniente que constituye el último de


los defectos de la cliometría. Me refiero al riesgo de incurrir en circularidad al
argüir del modelo a los datos, en la medida en que éstos no se hallen disponibles
de forma independiente. Y, por supuesto, no puede salir de su teoría, que es
ahistórica, y fuera de su modelo específico, lo cual resulta pesado si este modelo no
viene al caso. No podemos probar, como han intentado algunos historiadores, que
era poco lo que iba mal en la economía británica de finales del siglo XIX porque
puede demostrarse que el comportamiento de los empresarios británicos era
sumamente racional, dadas las circunstancias. Lo máximo que podemos probar
con estos medios es la posibilidad de que una explicación de la relativa decadencia
económica de Gran Bretaña no sea válida, a saber: que sus empresarios eran unos
incompetentes empeñados en ganar dinero. En resumen, la cliometría puede
criticar y modificar la historia producida por otros medios, pero no produce
respuestas propias. Su función en la feria de ganado de la historia se parece más a
la del inspector de pesas y medidas que a la del ganadero que cría los bueyes.

Entonces, ¿para qué pueden los historiadores hacer uso de la teoría


económica? Como es natural, puede serles útil para generar ideas, del mismo
modo que los diseñadores de modas se inspiran cuando viajan a Marruecos y ven
la indumentaria de los bereberes. Este tipo de efecto heurístico, cuya definición
resulta difícil, no es insignificante, ya que sabemos por las ciencias naturales que
las analogías fantásticas y los préstamos de otras disciplinas pueden resultar
enormemente fértiles. ¿Por qué, por ejemplo, no deberíamos analizar la
distribución de la población en las sociedades primitivas según la teoría cinética de
los gases? Los resultados podrían ser interesantes (y tengo entendido que
realmente lo son). Por supuesto, también podemos utilizar la teoría económica de
modo ecléctico, como y cuando parezca apropiado. Pero esto no resuelve el
problema.

Si se quiere que la teoría tenga una utilidad más que marginal para los
historiadores (y sugiero que también en la práctica social), debe especificarse de un
modo que la acerque más a la realidad social. No puede permitirse a sí misma, ni
siquiera en sus modelos, hacer abstracción de la torpeza real de la vida, como, por
ejemplo, las dificultades prácticas de la sustitución. Se me ocurre el ejemplo de la
agricultura. Aunque es algo que ha sorprendido de modo constante a los
defensores del crecimiento económico, sabemos que una forma de estructura
agraria y organización productiva no puede reemplazar sencillamente a otra
dentro de la escala de tiempo requerida por la política, ni siquiera cuando puede
probarse que es más productiva desde el punto de vista económico. El mundo del
desarrollo económico se divide en países que han sabido respaldar su
industrialización y su urbanización con una agricultura eficiente y muy productiva
y países que no han sabido hacer lo mismo. Los efectos económicos del éxito o del
fracaso son inmensos: en general, los países con el porcentaje más alto de población
agrícola son los que tienen dificultades para alimentarse o, en todo caso, para
alimentar a su población no agrícola, que crece rápidamente, mientras que los
excedentes de alimentos del mundo proceden, en general, de una población
relativamente minúscula en unos cuantos países avanzados. Pero el tipo de análisis
que se encuentra en los libros de texto normales —pienso en el de Samuelson— no
arrojan ninguna luz sobre este problema, porque, como han señalado Paul Bairoch
y muchos otros, «la productividad agrícola depende mucho más de factores
estructurales que la productividad industrial», razón por la cual «no comprender
… las diferencias históricas es tanto más grave». [13] El verdadero problema aquí
siempre ha sido, y sigue siendo, no tanto cómo idear una receta general para la
«revolución agrícola», verde o del color que sea. Los buenos resultados, como
señaló Milward, se han obtenido generalmente por medio de la reforma adaptada
a las condiciones específicas de la agricultura regional.[14]

Dicho de otro modo, es inútil argüir que la agricultura alemana del siglo XIX
hubiera dado mejores resultados si toda ella hubiese seguido la pauta de
Mecklemburgo con menos del 36 por 100 de la tierra en propiedades campesinas, o
la de Baviera, con más del 93 por 100 en tales propiedades, aunque pudiéramos
demostrar de modo concluyente que una pauta era muchísimo más eficiente que la
otra. El análisis debe empezar con la coexistencia de ambas, y las dificultades de
transformarlas una en otra. Tampoco podemos convertir un análisis a posteriori en
una explicación causal.
La verdad es que la elección económica puede verse seriamente limitada por
factores institucionales e históricos, incluso muy a largo plazo. Vamos a suponer
que aceptamos que la abolición de un campesinado tradicional, compuesto
básicamente por unidades de subsistencia familiar que producen cierto excedente,
es la mejor manera de alcanzar una revolución agrícola, y supongamos también
que la mejor forma de sustituirlo son grandes fincas o granjas comerciales que
utilizan mano de obra contratada. En algunos casos esto ha dado buenos
resultados.[15] Sin embargo, puedo citar por lo menos una región latinoamericana
donde empresarios comerciales racionales intentaron llevar a cabo este programa
de modo eficaz y fracasaron, sencillamente porque carecían de poder para librarse
de una densa población campesina. Las realidades sociales les obligaron a adoptar
métodos semifeudales que ellos sabían que no eran óptimos. Y dado que, a pesar
de Marx, los casos de rápida expulsión de masas o expropiación de poblaciones
campesinas bastante densas son raros antes del cruel siglo XX, la fuerza histórica
de tales factores no debe subestimarse. Al analizar tanto el cambio agrícola como el
crecimiento económico en general, es imposible separar los factores no económicos
de los económicos; desde luego, es imposible a corto plazo. Separarlos es
abandonar el análisis histórico, esto es, el análisis dinámico de la economía.

Como arguyó Maurice Dobb hace muchos años:

Parece muy claro que a las principales preguntas referentes al desarrollo


económico … no se puede responder en absoluto a menos que salgamos de los
confines de ese limitado tipo tradicional de análisis económico en el cual el
realismo se sacrifica tan despiadadamente en aras de la generalidad, y a menos que
se suprima la frontera que existe entre lo que está de moda denominar «factores
económicos» y «factores sociales».[16]

No deseo dar a entender que introducir los denominados «factores no


económicos» es incompatible con un riguroso análisis teórico o, donde las
preguntas y los datos lo hagan apropiado, con un análisis econométrico. No tiene
que caer en la ciénaga empírica que se tragó a los economistas empiricistas
alemanes, aunque tienen derecho a una cortés nota necrológica. Pero si
necesitamos modelos teóricos, y estos modelos tienen que ser abstractos y
simplificados, al menos deberían serlo dentro de marcos que se especifiquen
históricamente.

En general, hasta el momento los historiadores han encontrado ayuda sólo


en dos ámbitos teóricos. El primero es el de los teóricos que se interesan por el
proceso histórico de las transformaciones económicas y lo consideran endógeno, al
menos en parte. Prescindiendo de si consideramos que las fuerzas que contribuyen
al cambio son económicas, sociológicas o políticas —y la distinción puede ser
arbitraria—, lo mejor es seguir el ejemplo de pensadores como Marx y Schumpeter
y verlas como frutos del desarrollo del sistema y, por consiguiente, relacionadas
con su futura evolución. Otras formas de abordar la «teoría de la historia
económica» plantean interrogantes parecidos, como reconoce J. R. Hicks («mi
“teoría de la historia” … estará mucho más cerca del tipo que intentó Marx»). [17] La
otra fuente donde los historiadores han aplacado su sed, al menos parcialmente,
son los economistas que se encuentran con que necesitan modelos que se ajusten a
realidades concretas para sus propios fines. Aquí es crucial el papel de la
experiencia del tercer mundo, toda vez que vincula la teoría y las realidades
concretas en un contexto que conocen tanto los historiadores como por lo menos
algunos economistas.

Me parece significativo que, de las dos variantes principales de la teoría del


crecimiento, los historiadores no hayan podido hacer mucho con las que se crearon
a partir del modelo Harrod-Domar, que atrae a la mayoría de los economistas. Se
han encontrado en territorio mucho más conocido y agradable con los modelos que
se remontan más allá del neoclasicismo hasta llegar a una economía política y a
Marx, interesados en formular teorías aplicables a casos particulares y cuyo punto
de partida es una economía desagregada, por ejemplo el modelo dualista de
Arthur Lewis, esbozado en el decenio de 1950, o el intento que hizo Hla Myint de
comprender el comercio del tercer mundo. Al igual que los historiadores del
comercio europeo preindustrial, Myint saca la conclusión de que el modelo de
comercio basado en el «coste comparativo» es mucho menos apropiado para las
transacciones de dos sectores que el viejo modelo de «salida para el excedente» de
Adam Smith o una denominada «teoría de la productividad» del comercio. [18] Este
tipo de planteamiento se concibió con el fin de proporcionar una base realista para
la política de desarrollo en países donde los modelos basados en un mercado o
economía capitalista teóricamente universal son demasiado estratosféricos para el
realismo. Samuelson dice con acierto que su origen está en Marx y Ricardo, aunque
le dedica sólo una nota a pie de página. Esta clase de economistas del desarrollo y
los historiadores hablan la misma lengua.

Lo importante de estos modelos, por aproximados que sean, es que tratan de


simplificar una realidad social observable que no se ajusta a una pauta puramente
capitalista o de mercado: Además, y por esta razón tienen interés para los
historiadores, tales modelos son modelos de economías combinadas. Tratan de la
interacción de dos o más juegos, cada uno con sus propias reglas, aunque sin duda
el conjunto también podría tratarse como un solo superjuego con reglas
universales. Algunos prevén principalmente interacciones entre juegos que se
juegan uno al lado del otro. Otros modelos, por ejemplo la marxista Théorie
économique du système féodal,[19] de Witold Kula, dan por sentado que las unidades
de empresa funcionan simultáneamente en ambos sectores, de acuerdo con las dos
series de reglas, cosa que pueden hacer o se ven obligadas a hacer. Kula utiliza esto
para analizar la dinámica de las grandes fincas feudales polacas, pero, dado que en
la mayoría de las sociedades precapitalistas es probable que el grueso del
excedente comercializable procediera de los campesinos, puede aplicarse a ellos
también. De hecho, entre los especialistas en campesinos hay un vigoroso debate
en torno a la relación entre los aspectos ajenos al mercado y los de producción de
artículos de consumo para la venta en la economía campesina.

Los historiadores conocen este tipo de situaciones, puesto que toda


transición de una formación socioeconómica a otra —pongamos por caso de la
sociedad feudal a la capitalista— debe consistir en una mezcla así en alguna de sus
etapas. [Buena parte de la superficie terrestre del mundo se ha sumido en una
catástrofe social innecesaria porque los gurúes económicos de la transformación
«big bang» del comunismo en capitalismo en lo que antes era la URSS no lo
supieron reconocer]. Tenemos la opción de construir un solo modelo haciendo
abstracción de las peculiaridades de las partes componentes, pero el coste de ello
será sacrificar el realismo y también esquivar el problema general de la moderna
historia económica, que es cómo explicar la mutación de la antigua economía en la
economía de elevado crecimiento permanente de los siglos XIX y XX. Eso es lo que
han hecho los cliómetras. Por otro lado, podemos multiplicar modelos económicos
social e institucionalmente específicos, como los que los antropólogos económicos
han sacado de Karl Polanyi o de la «economía campesina» de Chayanov. Pero, sin
hablar de la validez o la necesidad de este procedimiento, pienso que lo que
interesa tanto a los historiadores como probablemente a los paladines del
desarrollo económico es la combinación omnipresente. Lo que tiene relación con el
desarrollo del capitalismo no es que durante un siglo la Hudson Bay Company
comprara sus pieles a los indios pagando siempre los mismos precios, porque los
indios tenían un concepto del comercio, pero no del mercado; tampoco es el hecho
de que las pieles se vendieran en un mercado que es de suponer neoclásico en
Londres, sino los efectos de la combinación.[20] Tampoco importa, para nuestros fines,
que clasifiquemos tales combinaciones como mezcla de dos sistemas económicos o
como versión compleja de un solo sistema.

Para los historiadores el interés de tales análisis radica en la luz que arrojan
sobre el mecanismo de transformación económica en las circunstancias específicas
en las cuales, históricamente, tuvo o dejó de tener lugar. Como es natural, esto
incluye la larga era anterior a la revolución industrial, que, desde luego, sólo
reviste interés periférico para la mayoría de los economistas, entre ellos los del
desarrollo. No obstante, incluso para los historiadores el período en que esta clase
de desarrollo combinado tiene una importancia especial son los siglos —y los
historiadores continúan discutiendo sobre la fecha que señala este momento crítico
— en que todas las economías del globo fueron objeto, de un modo u otro, de
conquista, penetración, inclusión, adaptación y, finalmente, asimilación por parte
de la economía capitalista, que en su origen era regional [hecho que demostró de
manera dramática, después de escribir este ensayo, la caída de las economías
socialistas, que durante varios decenios a partir de la Revolución rusa, afirmaron
que ofrecían una opción económica mundial que sustituiría al capitalismo]. Esta
aparente homogeneización ha hecho que los científicos sociales y los ideólogos
estuvieran tentados de simplificar la historia en un modelo de eslabón único de
«modernización» y desarrollo económico en «crecimiento». Pocos historiadores
sucumben a esta tentación. Sabemos que el desarrollo de la economía, por no
hablar de ninguna parte determinada de ella, no es simplemente una reunión de
las condiciones previas para el «crecimiento» y luego la fluctuante carrera hacia
adelante, la maratón rostoviana en la cual todos siguen la misma ruta para llegar a
la misma meta, aunque empiezan en momentos diferentes y corren a velocidades
también diferentes. Tampoco depende meramente de «acertar con la política
económica», esto es, aplicar correctamente una teoría económica «correcta» e
intemporal, sobre lo cual da la casualidad de que no hay acuerdo entre los
economistas.

Esta reducción incluso de la historia estrictamente económica a una


dimensión única impide ver la falta de linealidad del proceso de desarrollo
capitalista o, si así lo prefieren, las diferencias cualitativas y las combinaciones
cambiantes que hay dentro de él. La cronología del desarrollo no puede reducirse a
una curva de tasas de crecimiento que suban de modo variable. Los observadores,
por más que sea de modo impresionista, reconocen en ella nuevas fases del
sistema, con características y un modus operandi que en algunos aspectos es
diferente de sus predecesores, y también los momentos que, generalmente de
forma retrospectiva, se reconocen como momentos críticos seculares dentro de su
desarrollo: los años posteriores a 1848, a 1873 [y, como ahora resulta obvio, los
primeros del decenio de 1970]. Y, a su vez, estas cosas son importantes —incluso
para los economistas, políticos y hombres de negocios— porque hasta ellos quieren
evitar el tradicional defecto de los militares, a saber: prepararse para la última
guerra en vez de para la próxima.

Si queremos descubrir en qué dirección se mueve el desarrollo capitalista,


necesitamos un auténtico análisis histórico del mismo más que un listado
rostoviano de «etapas». Los que quieren saber en qué dirección vamos no pueden
prescindir de los Marx y Schumpeter que, cada uno a su manera, ven que hay una
dirección histórica en el desarrollo capitalista. ¿Y quién, incluso entre los hombres
de negocios, no necesita pensar en el futuro del sistema?

Al acometer estos ejercicios, los historiadores buscan entre los economistas


modelos de la dinámica histórica del capitalismo y sólo encuentran las
generalidades de la teoría de la elección racional, excepto en las márgenes o, quizá
mejor dicho, la frontera de su disciplina. No creo que a los historiadores les
importe que en la actualidad las teorías que necesitan no puedan reducirse a
modelos matemáticos o cuantificables con exactitud. Nuestras necesidades son
modestas, nuestras expectativas son menores que nuestras esperanzas y el
momento de pensar en ecuaciones es cuando tenemos siquiera una idea
aproximada de todas las variables pertinentes y sus posibles relaciones. De
momento será suficiente si tales teorías se conciben para que traten de los aspectos
que nosotros queremos que traten, no sean disparatadas y llenas de
contradicciones internas, puedan cotejarse aproximadamente con los datos y nos
permitan ampliar el alcance de la teoría cuando sea necesario. Nos alegraría recibir
ayuda de economistas que apliquen su talento y su disciplina a cuestiones de
transformación socioeconómica. Ya recibimos un poco, pero no suficiente. Quizá el
hecho de que la ciencia económica sea hoy más consciente de la posible aportación
de la historia que cuando estas conferencias se dieron por primera vez sea una
señal de que los economistas pueden empezar a aplicar de nuevo su pensamiento a
la evolución histórica. Cuando llegue ese momento los historiadores deben tener la
esperanza de hacerlo con el espíritu de Marx, Schumpeter y John Hicks en lugar de
la camisa de fuerza de la cliometría, que es deliberadamente restrictiva.
9. PARTIDISMO

Este ensayo, que examina el problema de la parcialidad política e ideológica, lo


escribí para Culture, science et développement: Mélanges en l’honneur de Charles Morazé,
Toulouse, 1979, pp. 267-279.

Aunque se ha hablado mucho de la naturaleza de la objetividad en las


ciencias sociales, o incluso de si es posible, se ha mostrado mucho menos interés
por el problema del «partidismo» en ellas, incluida la historia. «Partidismo» es una
de esas palabras que, como «violencia» o «nación», ocultan varios significados
debajo de una superficie aparentemente sencilla y homogénea. En lugar de
definirla, es más frecuente que se use para expresar desaprobación o (con mucha
menos frecuencia) elogios, y cuando se define en firme, [1] las definiciones tienden a
ser o bien selectivas o normativas. De hecho, los usos comunes del término ocultan
una gran variedad de significados, que van de los que son inaceptables por su
carácter limitado a los que son demasiado amplios y tópicos.

En su sentido más amplio, puede que no sea más que otra manera de negar
la posibilidad de una ciencia puramente objetiva y libre de valores, proposición de
la que hoy día pocos historiadores, científicos sociales y filósofos disentirían
totalmente. En el extremo opuesto está la inclinación a subordinar los procesos y
conclusiones de la investigación a los requerimientos del compromiso ideológico o
político del investigador y a lo que esto signifique, incluida su subordinación a las
autoridades ideológicas o políticas que el investigador acepte: por más que las
mismas estén reñidas con lo que serían dichos procesos y conclusiones sin tales
dictados. Más comúnmente, por supuesto, el investigador interioriza estos
requerimientos, que de esta forma se convierten en características de la ciencia, o
mejor dicho (dado que el partidismo entraña la existencia de un adversario), de la
ciencia «correcta» contra la ciencia «incorrecta»: de la historia de las mujeres frente
a la historia machista, de la ciencia proletaria frente a la ciencia burguesa, etcétera.

De hecho, probablemente existen dos espectros coincidentes, uno de los


cuales expresa los diversos matices de la dimensión política o ideológica objetiva
de los procesos y las conclusiones de la investigación, a la vez que el otro expresa
las consecuencias que cabe afirmar que se derivan de esto para el comportamiento
subjetivo del historiador. Dicho de manera sencilla, uno trata del partidismo de los
hechos y el otro, del de la gente.

En un extremo del primer espectro está la proposición general, que a estas


alturas ha dejado virtualmente de ser controvertida, de que no es posible que
exista una ciencia puramente objetiva y libre de valores; en el otro está la
proposición de que debe considerarse que todo en la ciencia, desde sus
procedimientos a sus conclusiones concretas y las teorías en que se agrupan éstas,
posee alguna función o propósito político específico, asociado con algún grupo u
organización social o política también específica. Así, la principal importancia de la
astronomía heliocéntrica de los siglos XVI y XVII no radicaría en ser «más cierta»
que la astronomía geocéntrica, sino en que legitimaba la monarquía absoluta (le roi
soleil). Aunque esto podría parecer una reducción al absurdo de esta postura, no
olvidemos que la mayoría de nosotros ha adoptado a veces un punto de vista casi
tan extremo al hablar de, pongamos por caso, los diversos aspectos de la genética y
la etología de los que era partidario el nacionalsocialismo. Las posibles verdades de
varias hipótesis de estos campos parecían en aquel tiempo mucho menos
importantes que su utilización para los horribles fines políticos del régimen de
Adolf Hitler. Incluso hoy día hay muchos que se niegan a aceptar la investigación
de posibles diferencias raciales dentro del género humano o que rechazan, por
motivos análogos, toda conclusión que tienda a demostrar desigualdades entre
grupos humanos diversos.

Los matices del segundo espectro presentan una variedad igualmente


amplia. En un extremo está la proposición apenas controvertida de que el
científico, hijo de su tiempo, refleja las ideas preconcebidas de tipo ideológico u
otro que son propias de su entorno y experiencias, así como inquietudes histórica o
socialmente específicas. En el otro extremo está el punto de vista según el cual
tenemos que estar dispuestos no sólo a subordinar nuestra ciencia a los
requerimientos de alguna organización o autoridad, sino que deberíamos favorecer
activamente la citada subordinación. Excepto en la medida en que hacemos
afirmaciones puramente psicológicas sobre los científicos, el segundo espectro se
deriva del primero. Los hombres son o deberían ser partidistas en su actitud ante
las ciencias, toda vez que éstas mismas son partidistas. También es posible, aunque
no seguro, que cada una de las posturas del segundo espectro se corresponda con
una postura del primero y pueda considerarse como su corolario. Así pues,
convendrá que en el siguiente examen nos concentremos en el «partidismo» como
actitud subjetiva de los historiadores o imperativo para los mismos.

Con todo, primero hay que hacer una proposición importante sobre el
partidismo «objetivo». Se trata de que el partidismo en la ciencia (utilizando la
palabra en el sentido general del término alemán Wissenschaft) se apoya en el
desacuerdo no sobre hechos verificados, sino sobre su selección y su combinación,
y sobre lo que puede inferirse de ellos. [2] Da por sentados procedimientos no
controvertidos para verificar o refutar los datos, y procedimientos no
controvertidos de argumentación sobre ello. Thomas Hobbes dijo que los hombres
ocultarían o incluso pondrían en duda los teoremas de la geometría si éstos
chocaran con los intereses políticos de la clase gobernante. Puede que sea cierto,
pero en las ciencias no hay lugar para esta clase de partidismo.[3] Si alguien desea
argüir que la Tierra es plana o que la crónica bíblica de la creación es literalmente
cierta, hará bien en no estudiar para astrónomo, geógrafo o paleontólogo. A la
inversa, los que se oponen a que la crónica bíblica de la creación se incluya en los
libros de texto de las escuelas de California como «hipótesis posible» [4] no actúan
así porque tengan opiniones partidistas (que bien pueden tenerlas), sino porque se
apoyan en un consenso universal entre los científicos en el sentido de que no sólo
es dicha crónica errónea desde el punto de vista fáctico, sino que ningún
argumento favorable a ella puede considerarse científico. Por lo que se ve, no es
una «hipótesis científica posible». Poner en tela de juicio la refutación de la tesis de
que la Tierra es plana, o de la creencia de que Dios hizo el mundo en siete días, es
poner en duda lo que conocemos como razón y ciencia. Hay personas dispuestas a
hacerlo explícita o implícitamente. Si se diera el caso improbable de que tuvieran
razón, nosotros como historiadores, científicos sociales o científicos de otro tipo nos
encontraríamos sin trabajo.

Esto no reduce de manera significativa el alcance del desacuerdo científico


legítimo, en el cual el partidismo puede entrar y entra. Puede que se discuta
mucho sobre cuáles son los hechos, y allí donde nunca puedan determinarse de
modo definitivo (como sucede en gran parte de la historia) cabe que las
discusiones continúen indefinidamente. Puede que se discuta sobre su significado.
Las hipótesis y las teorías, por universal que sea el consenso con que se reciban,
carecen de la categoría no controvertida de, pongamos por caso, los hechos
verificables o refutables o las proposiciones matemático-lógicas. Es posible
demostrar que concuerdan con los hechos, pero no necesariamente que
concuerdan de modo singular con ellos. No puede haber ninguna discusión
científica sobre el hecho de la evolución, pero sí puede haberla, incluso hoy, sobre
su explicación darviniana, o sobre cualquier versión específica de la misma. Y en la
medida en que el «hecho» mismo es trivial, cuando se saca del contexto de las
preguntas que hacemos sobre él y las teorías que formamos para vincularlo a otros
hechos, también permanece atrapado en la red del posible partidismo. Lo mismo
ocurre hasta en el caso de las proposiciones matemáticas, que se vuelven
significativas o «interesantes» sólo en virtud de los vínculos que establecemos
entre ellas y otras partes de nuestro universo intelectual.

No obstante, y pese al riesgo de que se me acuse de positivista, hay que


dejar sentada la naturaleza no controvertida de ciertas afirmaciones y de los
medios de manifestarlas. Algunas proposiciones son «verdaderas» o «falsas» más
allá de toda duda razonable, aunque los límites entre duda razonable y duda
irrazonable se trazarán de manera diferente, dentro de una zona marginal, de
acuerdo con criterios partidistas. Así, la mayoría de los científicos tradicionales
probablemente requerirían datos mucho más convincentes y tamizados de forma
más rigurosa para determinar la existencia de varios fenómenos extrasensoriales
de los que necesitarían para aceptar, por ejemplo, la supervivencia de algún animal
al que se creyera extinto desde hace mucho tiempo; y esto se debe a que muchos de
ellos son a priori reacios a aceptar la existencia de tales fenómenos. A la inversa,
como demuestran el fraude de Piltdown y otros ejemplos, la disposición a priori a
aceptar la verificación de una hipótesis verosímil puede ser la causa de una seria
relajación de los criterios de validación del propio científico. Pero esto no merma
gravemente la opinión de que dichos criterios son objetivos.

Permítanme que traduzca esto en términos apropiados para el historiador.


No puede haber ninguna duda legítima de que, por regla general, en el transcurso
de los últimos doscientos años las condiciones materiales de la población en los
países «avanzados» del mundo han mejorado mucho. El hecho no puede discutirse
seriamente, aunque puede haber discusiones sobre cuándo empezó esta mejora y
sobre las tasas, fluctuaciones y divergencias de este proceso. Aunque en sí mismo
es neutral, son muchos los que piensan que este hecho tiene determinadas
consecuencias ideológicas y políticas, y en la medida en que hay teorías históricas
que se apoyan en el supuesto de que no ha tenido lugar, tales teorías son erróneas.
Si Marx opinaba que el capitalismo tenía tendencia a pauperizar al proletariado, a
mí, como marxista, se me presenta la opción de hacer una o más de tres cosas.
Puedo negar legítimamente que Marx, al menos en sus años de madurez,
defendiera una teoría de absoluta pauperización o estancamiento material, y en tal
caso puedo eliminar este elemento de la teoría de la «pauperización absoluta» de
un modo que me permita incluir otros elementos que hasta ahora no se hayan
tenido en cuenta y que puedan hacer de contrapeso de la mejora (por ejemplo,
«inseguridad», o salud mental, o deterioro del medio ambiente). En este caso
podría haber discusión partidista de dos clases: sobre la legitimidad de ampliar así
el concepto de «pauperización», y sobre el movimiento mensurable real de los
diversos índices afectados, su ponderación y su combinación. En último lugar,
puedo mantener el viejo argumento, pero tratar de demostrar que la mejora
representa meramente una fluctuación temporal o a largo plazo en lo que todavía
puede considerarse una tendencia secular hacia abajo. En este caso, o bien lo que
hago es poner la proposición completamente fuera del alcance de la refutabilidad,
como aquellas predicciones sobre el fin del mundo que hacen las sectas
milenaristas y que se revisan constantemente, o estoy dando vía libre para su
refutación en algún momento futuro. Cabe aplicar consideraciones parecidas, si
pienso que la mejora es un fenómeno regional, que pudieran (o no) verse
contrarrestadas por el deterioro en el resto del mundo. Lo que no puedo hacer es
sencillamente negar los hechos. Tampoco puedo, como historiador, negarme de
forma legítima a aceptar los criterios de refutabilidad, en la medida en que mis
puntos de vista se apoyan en hechos pasados, presentes o futuros.

En resumen, para todo el que participe en el discurso científico, las


afirmaciones deben ser sometidas a validación por medio de métodos y criterios
que, en principio, no estén sujetos a partidismo, sean cuales sean sus consecuencias
ideológicas y sus motivaciones. Sin embargo, las afirmaciones que no se sometan a
tal validación pueden ser importantes y valiosas, pero pertenecen a una clase
diferente de discurso. Plantean problemas filosóficos interesantísimos y
dificilísimos, en especial cuando son claramente descriptivas (por ejemplo, en el
arte figurativo o la crítica «sobre» alguna obra o artista creativo en concreto), pero
no podemos considerarlas aquí. Tampoco podemos ocuparnos aquí de
afirmaciones del tipo lógico-matemático, en la medida en que no están (como en la
física teórica) vinculadas a la validación por los hechos.

II

Permítanme que hable ahora del problema del partidismo subjetivo,


omitiendo, en aras de la sencillez, la cuestión de los sentimientos personales,
aunque son importantes en la psicología individual del estudioso. Por
consiguiente, no nos ocuparemos de la poca disposición del profesor «X» a
renunciar a la teoría por medio de la cual se labró o espera labrarse una reputación,
o con la cual está comprometido a causa de una larga polémica. Omitiremos los
sentimientos personales relativos al profesor «Y», al que siempre ha considerado
un arribista y un charlatán. Nos ocuparemos del profesor «X» sólo como persona
motivada por opiniones y supuestos ideológicos o políticos que otros comparten y
que influyen en sus investigaciones; y más específicamente del profesor «X» como
partidista comprometido que acepta que el compromiso puede tener consecuencias
directas para su trabajo.

Sin embargo, tenemos que empezar eliminando la postura extrema de


partidismo como se presentaba y practicaba durante la época estalinista en la URSS
y otros lugares —no necesariamente por parte sólo de los marxistas— y reducida al
absurdo en las siempre cambiantes páginas de la Gran Enciclopedia Soviética de
aquel tiempo. Esta postura suponía: 1) una congruencia total de las afirmaciones
políticas y científicas en todo momento, y, por consiguiente, 2) una virtual
intercambiabilidad de las afirmaciones en ambas formas de discurso en todos los
niveles,[5] basándose 3) en que no existía ningún campo especializado de discurso
científico y tampoco un público especializado para tal discurso. En la práctica esto
significaba 4) que la autoridad política (por definición depositaria de la ciencia) era
superior a la afirmación científica. Cabe señalar de paso que esta postura difiere de
la que es bastante general y dice que puede haber imperativos —morales o
políticos, pongamos por caso— que son superiores a los de la afirmación científica,
y de la que existe en, por ejemplo, la Iglesia católica, y dice que hay verdades que
son superiores a las de la ciencia secular y pueden imponerse por medio de la
autoridad.

En teoría, por supuesto, la unidad de la ciencia y la política puede


mantenerse como proposición general, al menos por parte de quienes creen que la
política debería basarse en un análisis científico (por ejemplo, socialismo
«científico»). Que la ciencia es inseparable del resto de la sociedad, incluido el
público no científico, también lo acepta como proposición general la mayoría de la
gente. Sin embargo, en la práctica es evidente que existe cierta división del trabajo
y de las funciones y que las relaciones entre la ciencia y la política no pueden ser
las de la congruencia. Los imperativos de la política, por más que se basen en el
análisis científico, no son idénticos a las afirmaciones científicas, aunque
idealmente puedan derivarse de ellas en mayor o menor grado. La autonomía
relativa de la política (que incluye consideraciones de conveniencia, de acción,
voluntad y decisión) excluye no sólo la identidad, sino incluso la sencilla analogía
entre las dos esferas. Por ende, cualquier forma de partidismo que diga que lo que
la política requiere en un momento dado debe tener su equivalente en el discurso
científico no puede tener ninguna justificación teórica. En la práctica también
puede observarse que la existencia de autoridades, cada una de las cuales reclama
la validez de la ciencia para su análisis político y, por consiguiente, impone ciertos
imperativos a aquellos de sus miembros que participan en el discurso científico,
plantea el problema de cómo decidir entre tales reclamaciones científicas rivales. [6]
Poco puede aportar el partidismo a este problema excepto un sentido de
convicción subjetiva.

El dilema de lo que en aras de la comodidad cabe llamar «versión


zhdanovita» del partidismo puede ilustrarse mediante un ejemplo que es ajeno al
marxismo: la cartografía. Los cartógrafos dicen que los mapas son descripciones
fácticas (de acuerdo con varias convenciones) de aspectos de la superficie de la
Tierra, pero los gobiernos y ciertos movimientos políticos los consideran
afirmaciones políticas o por lo menos con consecuencias para la política. En efecto,
este es un aspecto indudable de los mapas políticos y en principio no puede
negarse que donde hay una disputa política el simple hecho de dibujar, pongamos
por caso, una frontera en un lugar en vez de en otro significa una decisión política.
Así, representar las islas Malvinas como posesión británica o bien significa negar la
reivindicación argentina o, como mínimo, que en aquel momento dicha
reivindicación se considera puramente teórica. Mientras existió, representar el país
situado al este de la República Federal Alemana como la República Democrática
Alemana significaba, como mínimo, el reconocimiento de hecho de que la RDA
existía como estado dentro de las fronteras de 1945. Sin embargo, por más que el
cartógrafo simpatice con las reivindicaciones argentinas o las actitudes de los
estados occidentales durante la guerra fría, no se puede esperar de él que oculte la
situación real del lugar de que se trate. Convertir países en no países en los mapas
es tan absurdo como convertir personas en no personas en los libros de historia.
Tampoco cambiaron la configuración y el carácter de la RDA en el momento en que
se tomó la decisión política de llamarla por ese nombre en lugar de por el de «zona
de ocupación soviética» o «Mitteldeutschland» o algún otro término que no
expresara realidad, sino política. En la medida en que los cartógrafos no actúan
bajo coacción, deben darse cuenta de que al calificar las Malvinas de argentinas o
llamar «Alemania Central» a la RDA, no actúan como geógrafos, sino como
políticos. Pueden alegar varios motivos para justificar su decisión, entre ellos un
motivo filosófico o incluso uno supuestamente científico, pero no motivos
geográficos. No hacer esta distinción causaría no sólo una ruptura de la
comunicación intelectual (cosa que sucede con bastante frecuencia), sino que
también haría que la cartografía como descripción fuera sustituida por la
cartografía como forma de afirmación programática, lo cual equivaldría a la
abolición de la cartografía.

Afortunadamente, dado que es este un campo en el cual la fantasía teórica


tiene graves consecuencias prácticas, no se permite que la cartografía programática
se entrometa en los mapas reales excepto de modo marginal y en campos
especiales como, por ejemplo, la educación y la propaganda. Después de todo,
sería poco sensato sugerir a los pilotos de líneas aéreas que al aterrizar en
Kaliningrado se encontrarían en un estado alemán o, antes de 1989, que al aterrizar
en Schoenefeld en vez de en Tegel sus problemas administrativos no serían un
poco diferentes.

En consecuencia, lo que cabe llamar «partidismo estalinista» [7] —aunque no


es en modo alguno privativo de los estalinistas o siquiera de los marxistas— puede
excluirse del discurso científico. Si los estudiosos y los científicos creen que su
compromiso político les exige subordinar la ciencia a su compromiso, como es
perfectamente legítimo en ciertas circunstancias, deberían reconocerlo, al menos
ante sí mismos. Es mucho menos peligroso para la ciencia, así como para un
análisis político de base científica, saber que se está practicando la suppressio veri o
incluso la suggestio falsi que convencerse a uno mismo de que las mentiras, en
algún sentido complejo, son ciertas. De modo parecido, si creen que su
compromiso político les exige abandonar totalmente su actividad como estudiosos,
lo que también puede ser legítimo o incluso necesario en ciertas condiciones,
también deberían reconocerlo. El historiador que pasa a dirigir el órgano de un
partido no escribe sus artículos de fondo como historiador, sino como editorialista
político, aunque puede que se le noten su formación histórica y sus inquietudes.
Esto no tiene por qué impedirle seguir cultivando la historia en otros momentos.
Jaurès produjo historia (partidista) bastante buena cuando era líder del Partido
Socialista francés; pero no mientras ideaba fórmulas para la conciliación en el
congreso del partido.

Sin embargo, sigue habiendo una zona gris entre la erudición y la afirmación
política que quizá afecta a los historiadores más que a otros, porque desde tiempo
inmemorial se les ha utilizado para legitimar las pretensiones (por ejemplo,
dinásticas o territoriales) de los políticos. Se trata de la zona de la vindicación
política. Sería una gran falta de realismo esperar que los estudiosos se abstuvieran
de actuar como vindicadores, en especial si (como sucede a menudo) creen no sólo
que unos argumentos deben presentarse por patriotismo o por algún otro
compromiso político, sino porque son en verdad válidos. Es inevitable que haya
profesores búlgaros, yugoslavos y griegos que, incluso sin que los gobiernos, los
partidos o las iglesias les insten a ello, estén dispuestos a luchar hasta la última
nota a pie de página por su forma de interpretar la cuestión de Macedonia. Hay,
por supuesto, abundantes casos en que los historiadores, aunque su postura
personal sea de indiferencia, también acepten la obligación partidista de presentar
unos argumentos que respalden a su gobierno en la reivindicación de alguna
frontera en litigio o que escriban un artículo sobre la tradicional amistad entre el
pueblo sildavo y el pueblo ruritano en unos momentos en que Sildavia se esté
esforzando por mejorar sus relaciones diplomáticas con Ruritania. Sin embargo,
aunque los académicos sin duda continuarán actuando como vindicadores, con
más o menos convicción, y aunque el elemento de vindicación es inseparable de
todo debate, es necesario ver con claridad la diferencia entre esto y el análisis
científico (por partidista que sea).

Dicho de la manera más sencilla, la función del abogado litigante no es


decidir si el cliente es culpable o inocente, sino obtener su condena o su absolución;
la función de la agencia publicitaria no es decidir si el producto del cliente merece
comprarse o no, sino venderlo. En resumen, a diferencia de la ciencia (por
comprometida que esté), la vindicación toma los argumentos que debe presentar
tal como se los dan. El grado de complejidad que la vindicación lleve aparejado no
tiene nada que ver con esta decisión básica. Incluso cuando tanto los argumentos
como la forma de llevar la vindicación merezcan nuestra aprobación total, la
distinción sigue existiendo: Huxley no era Darwin, sino el «bulldog de Darwin».
Por más que sea reacio a ello en la práctica, en teoría todo participante en el debate
científico debe considerar la posibilidad de dejarse persuadir públicamente por los
argumentos o hechos contrarios. Por supuesto, el mismo hecho de que se sepa que
actúa así hace que sea especialmente valioso como vindicador y que el paso de la
vindicación científica a la partidista resulte tentador. En las sociedades liberales, y
en especial en las parlamentarias, que son dadas tanto a idealizar al «científico
independiente» como a creer que probablemente la verdad saldrá del choque de
vindicadores que luchaban como gladiadores, esta tentación es lo que más tiende a
producir partidismo ilegítimo. Los recientes debates sobre la pobreza y la
educación en los países anglosajones es testimonio de ello.

III

Una vez determinados los límites más allá de los cuales el partidismo deja
de ser científicamente legítimo, permítanme presentar los argumentos a favor del
partidismo legítimo, tanto desde el punto de vista de la disciplina científica o
académica como desde el de la causa con la cual el erudito se siente comprometido.

La segunda es un poco más difícil que la primera, ya que da por sentado que
la causa se beneficiará de la labor del erudito como tal, aunque sea un erudito
comprometido. Pero es obvio que no siempre ocurre así. Hay causas como, por
ejemplo, la creencia en el cristianismo que no sólo no requieren respaldo científico
o académico, sino que, de hecho, pueden verse debilitadas por los intentos de
volver a formular la fe y el dogma en términos que por definición son lo contrario
de ambas cosas. (Por supuesto, la mayoría de estos intentos han sido actos
defensivos contra los ataques de fuerzas seculares). Esto no equivale a negar el
valor del compromiso cristiano como estímulo para ciertas clases de erudición, por
ejemplo la filológica o la arqueológica. Pero es dudoso que esta erudición haya
reforzado alguna vez el cristianismo como fuerza social. A lo sumo podría decirse
que proporciona servicios esotéricos, tal vez determinando la traducción correcta
de textos sagrados para las personas que concedan a esto una importancia más que
científica, o que brinda a la causa argumentos propagandísticos o el prestigio que,
en la mayoría de las sociedades, la erudición y el saber todavía dan al grupo con el
cual aparezcan asociadas. Con todo, la opinión sobre estas cuestiones es hasta
cierto punto subjetiva. Sin duda, para los mormones es importantísimo recoger
gran cantidad de información genealógica sobre antepasados a los que, según
tengo entendido, este proceso acerca más a la verdadera fe, postumamente. Para
los no mormones el ejercicio es interesante y valioso sólo porque de paso ha
producido una de las colecciones más completas de fuentes para la demografía
histórica.

Pero hay bastantes causas políticas e ideológicas que obviamente se


benefician de la ciencia y la erudición, aunque a veces estén tentadas de crear
pseudociencia y pseudoerudición con tal fin. ¿Puede negarse que los movimientos
nacionalistas se han visto fortalecidos por la devota y erudita investigación del
pasado de su pueblo, aunque los movimientos mismos (en contraposición a los
eruditos asociados con ellos) pueden encontrarse con que la fantasía y la
falsificación son igual de útiles —tal vez más útiles— que la investigación escéptica
aunque comprometida?[8] Además, hay causas —el marxismo destaca entre ellas—
que se ven a sí mismas específicamente como fruto del análisis racionalista y
científico, y, por lo tanto, deben considerar que la labor de investigación científica
asociada con ellas es parte esencial de su progreso o, cuando menos, no
incompatible con él, exceptuando las fricciones entre la investigación erudita y la
conveniencia política, que ya hemos mencionado. Todo estado requiere la ciencia
para determinados fines. Los gobiernos necesitan la ciencia económica real (en
contraposición a la apologética o la propaganda) en la medida en que necesitan
gestionar sus economías. De lo que se quejan no es de que los economistas estén
insuficientemente comprometidos con ellos, sino de que, en el actual estado de la
ciencia, no resuelven los problemas que los gobiernos quieren desesperadamente
que resuelvan. Así pues, al estudioso comprometido se le ofrecen muchas
posibilidades de promover su causa sin dejar de ser un estudioso.

Pero ¿hasta qué punto necesita para ello tener una forma específica de
compromiso? ¿No le es indiferente a un régimen que sus economistas sean en su
fuero interno conservadores o revolucionarios con tal que le resuelvan los
problemas? ¿No se hubiera beneficiado más la URSS de biólogos antiestalinistas
que conocieran su trabajo que de lysenkoitas que no lo conocieran? (Como dijo un
líder comunista chino: «¿Qué más da que los gatos sean blancos o negros, siempre
y cuando cacen ratones?»). O, dándole la vuelta a la pregunta, ¿no debe un
marxista comprometido, en la medida en que sea un buen experto, esperar que sus
conclusiones sean beneficiosas incluso para aquellos a quienes desea combatir?

La respuesta a la última pregunta es obviamente que, hasta cierto punto, sí.


No obstante, el partidismo personal del estudioso es muy importante, siquiera
porque puede que su causa no cuente con más apoyo que el de los estudiosos
comprometidos con ella, y porque tal vez no pueda hacer uso de esa gran parte de
la ciencia —especialmente la ciencia social— que refleja otras clases de partidismo.
Antes de 1914 el Partido Socialdemócrata alemán difícilmente podía esperar
ayuda, simpatía o siquiera neutralidad de la abrumadora mayoría de los
académicos de la Alemania imperial. Tenía que apoyarse en «sus propios»
intelectuales. Lo que hace más al caso, puede que los intelectuales partidistas sean
los únicos que estén dispuestos a investigar problemas o asuntos de los cuales (por
razones ideológicas o de otro tipo) el resto de la intelectualidad no se ocupe. La
historia del movimiento obrero británico hasta bien entrado el siglo XX estuvo de
forma mayoritaria en manos de personas que simpatizaban con él —de Sidney y
Beatrice Webb en adelante— porque casi ningún historiador «ortodoxo» se interesó
en serio por ella hasta mucho después de la segunda guerra mundial.

Esta disposición de los estudiosos y científicos partidistas a abrir nuevos


caminos nos lleva a la segunda parte de nuestro argumento: el valor positivo del
partidismo para la disciplina científica o académica del estudioso partidista. Esto
es innegable incluso en algunas de las ciencias naturales, aunque es probable que
sea acentuado principalmente en las que (como la biología) siempre han estado
muy vinculadas a alguna ideología. No podemos limitar este valor a ninguna clase
determinada de partidismo. La genética moderna, por ejemplo, con su guerra
constante entre los defensores de la existencia de los factores hereditarios y los de
los factores ambientales, fue sin duda fruto en gran parte de una ideología elitista,
antidemocrática: de Francis Galton y Karl Pearson en adelante. [9] A propósito, esto
no quiere decir que la genética sea una ciencia esencialmente reaccionaria, ni, de
hecho, significa un compromiso ideológico permanente de dicha ciencia, entre
cuyos eminentes cultivadores posteriores había comunistas (por ejemplo, J. B. S.
Haldane). A decir verdad, en la fase actual de la guerra entre la herencia y el medio
ambiente, cuyo origen se remonta a la primera contienda mundial, los genetistas
han tendido a ser de «izquierdas», mientras que los principales partidarios de la
«derecha» salen de entre los psicólogos.[10] En todo caso, tenemos aquí un campo de
las ciencias naturales no discutidas que ha avanzado principalmente por medio del
partidismo político de quienes lo cultivan.

Sea cual sea el caso de las ciencias naturales —y no voy a hablar de ello
porque no estoy capacitado— el argumento es irrefutable en las ciencias sociales.
Es difícil señalar un gran economista interesado en la formación que no estuviera
profundamente comprometido desde el punto de vista político, por la misma
razón que es difícil pensar en algún gran científico médico que no estuviera
profundamente comprometido con la curación de las enfermedades humanas. Las
ciencias sociales son en esencia «ciencias aplicadas» que, como dijo Marx, se
concibieron para cambiar el mundo y no meramente para interpretarlo (o para
explicar por qué no es necesario cambiarlo). Lo que es más, incluso hoy día, al
menos en el mundo anglosajón, el típico teórico de la economía no se considera a sí
mismo productor de «ciencia» para el consumo de su «bando» (como los científicos
antifascistas que durante la última guerra persuadieron a sus gobiernos de que era
posible fabricar armas nucleares), sino que más bien piensa que es un cruzado por
derecho propio —un Keynes o un Friedman— o por lo menos participante activo y
declarado en los debates sobre política pública. Keynes no sacó su política de la
Teoría general, sino que escribió la Teoría general para que su política tuviese una
base más sólida, además de un medio de difusión más eficaz. El vínculo directo
con la política es menos claro entre los grandes sociólogos, dado que la naturaleza
de su disciplina hace que sus prescripciones generales sean más difíciles de
formular en términos de medidas políticas específicas de los gobiernos, con la
posible excepción de los fines propagandísticos (incluidos los educativos). Sin
embargo, apenas es necesario demostrar el profundo compromiso político de los
padres fundadores de la sociología, y, de hecho, ha habido veces en que toda la
disciplina como tema académico casi se ha visto abrumada por los diversos
partidismos de sus cultivadores. No requiere un gran esfuerzo presentar
argumentos parecidos en el caso de otras ciencias sociales, incluida —si optamos
por incluirla— la historia.

No es posible negar en serio que el desarrollo de tales ciencias ha sido


inseparable del partidismo y que algunas de ellas virtualmente no hubieran nacido
sin él. Es probable que la creencia contraria, esto es, que el estudioso no es más que
una persona que busca la verdad académica pura, que puede o no interesar a otras
personas, ganara terreno en parte como reflejo del puro crecimiento numérico y,
por consiguiente, la separación en instituciones especiales de la ciencia y la
erudición como profesión, en parte como respuesta a la peculiar y novedosa
situación social de los intelectuales (académicos), en parte como mixtificación. En
una época en la que no había economistas profesionales no hubiese tenido sentido
argüir que Quesnay (médico), Galiani (funcionario público), Adam Smith (profesor
universitario), Ricardo (financiero) o Malthus (clérigo) no eran esencialmente
políticos en lo que se refería a sus intenciones. El hecho mismo de que la
multiplicación de intelectuales asalariados profesionales como estrato social ha
ampliado el abismo entre la mayoría de ellos y los encargados de tomar decisiones
económicas y políticas hubiera bastado para reforzar su tendencia a verse a sí
mismos como clase formada por «expertos» independientes.

Por otra parte, el poder del statu quo se veía muy reforzado si las enseñanzas
corrientes de las ciencias sociales no se presentaban como opiniones de base y
orientación políticas, sino como verdades eternas descubiertas sin más propósito
que la búsqueda de la verdad por parte de una clase de hombres que trabajaban en
ciertas instituciones que eran garantes tanto de la imparcialidad como de la
autoridad. Más que intervenir en política, los profesores de la Alemania imperial,
que formaban un grupo notoriamente partidista, reforzaban su bando con
declaraciones ex cathedra de lo que era «indiscutible». El intelectual como miembro
de una categoría profesional, como miembro de un estrato social y como teólogo
secular tenía un importante incentivo para afirmar que él —más raramente ella—
estaba por encima de la guerra. Sin embargo, en lo que se refiere al presente
argumento, no es necesario ni posible ahondar más en este asunto.

Que en el pasado las ciencias, y en especial las ciencias sociales, hayan sido
inseparables del partidismo no prueba que éste sea ventajoso para ellas, sino sólo
que es inevitable. La idea de que el partidismo es beneficioso tiene que basarse en
el argumento de que contribuye al avance de la ciencia. Puede contribuir, y ha
contribuido a ello, en la medida en que proporciona un incentivo para cambiar los
términos del debate científico, un mecanismo para inyectar nuevos temas, nuevos
interrogantes y nuevos modelos de respuesta («paradigmas», como los llama
Kuhn) desde fuera. No cabe duda de que esta fertilización del debate científico por
los estímulos y las críticas desde fuera del campo de investigación específico ha
sido enormemente beneficiosa para el avance científico. Hoy día esto se reconoce
de manera general, aunque normalmente se piensa que los estímulos exteriores
proceden de otras ciencias, y en parte por este motivo se fomentan toda clase de
contactos y empresas «interdisciplinarias».[11] No obstante, en las ciencias sociales,
y probablemente en todas las ciencias que se cree que tienen consecuencias para la
sociedad humana (aparte, quizá, de las puramente tecnológicas), «fuera» es en
gran parte, mejor dicho, principalmente, la experiencia, las ideas y la actividad del
científico como persona y como ciudadano, hijo de su tiempo. Y los científicos
partidistas son los que con mayor probabilidad usarán la experiencia «de fuera» en
su labor académica.

Esto no requiere necesariamente un compromiso político real, ni tan sólo un


compromiso ideológico, aunque en el siglo XIX e incluso hoy fuertes sentimientos
de hostilidad contra la religión tradicional han fertilizado los debates hasta en las
muy «puras» ciencias naturales. El compromiso ha interpretado un papel claro en
campos «apolíticos» como la cosmogonía y la biología molecular por medio de las
motivaciones radicalmente agnósticas de algunos hombres que han revolucionado
estos campos: por ejemplo, Hoyle y Francis Crick. [12] Para el caso, el propio Charles
Darwin, aunque era reacio a comprometerse en público sobre el controvertido
asunto de la religión, tenía opiniones bastante decididas sobre él. Con todo, incluso
el fuerte compromiso ideológico y político a veces ha influido directamente en el
desarrollo de la teoría en las ciencias naturales. En la izquierda tenemos el ejemplo
de A. R. Wallace, codescubridor con Darwin de la selección natural: políticamente
radical de toda la vida, formado en heterodoxos «Salones de la Ciencia» owenitas y
en «Institutos de Mecánica» cartistas, que se sintió atraído de forma natural por
aquella «historia natural» que tan atractiva resultaba para los hombres de espíritu
jacobino. En la derecha tenemos el caso de Werner Heisenberg.

Sería posible dar numerosos ejemplos de cómo semejante estímulo político


puede actuar en las ciencias sociales e históricas, pero puede que uno sea
suficiente. El problema de la esclavitud se ha convertido recientemente en un
campo importante para el análisis y el debate históricos. Dado que se trata de un
tema que despierta emociones y sentimientos intensos, no es extraño que el
partidismo histórico entre en él, pero, pese a ello, llama la atención que haya
desempeñado un papel tan grande en el renacer del interés por este campo. De los
treinta y tres títulos que desde 1940 se han sumado a la bibliografía del artículo
«esclavitud» en la International Encyclopedia of the Social Sciences (1968), doce son
obra de autores de procedencia marxista, aunque muchos de ellos están hoy lejos
de esta ideología. En el vigoroso debate en torno a la esclavitud que desde 1974
tiene lugar en los Estados Unidos por lo menos dos de las figuras principales
(Fogel y Genovese) fueron realmente militantes del minúsculo Partido Comunista
norteamericano en el decenio de 1950. Casi estoy tentado de afirmar que este
debate histórico contemporáneo es un fenómeno que surgió de los debates
intramarxistas de decenios anteriores.

Esto no quiere decir que sea probable que todo compromiso político tenga
esta clase de efectos innovadores en la ciencia y la erudición. Gran parte de la
erudición partidista es trivial, escolástica o, si forma parte de un conjunto de
doctrina ortodoxa, tiene por fin probar la verdad predeterminada de dicha
doctrina. Gran parte de ella plantea pseudoproblemas de un tipo que recuerda la
teología y luego trata de resolverlos, y tal vez incluso se niega a considerar
problemas reales por razones doctrinales. No sirve de nada negarlo, si bien esta
forma de proceder no es privativa de estudiosos conscientes de su propio
partidismo. Además, suele haber un punto pasado el cual el compromiso
ideológico o político, del tipo que sea, tienta seriamente al estudioso a hacer lo que
es ilegítimo desde el punto de vista científico. El caso del ya fallecido profesor Cyril
Burt es una prueba de este peligro. Se ha demostrado que este eminente psicólogo
estaba tan convencido de la insignificancia de los factores ambientales en la
formación de la inteligencia humana, que falsificó los resultados de sus
experimentos para que resultasen más persuasivos. [13] Sin embargo, apenas es
necesario hacer hincapié en los peligros y las desventajas de la erudición partidista.
Sí hay que recalcar sus ventajas, que son menos obvias.

Hoy día es necesario subrayarlas de modo especial, toda vez que la


expansión y el tamaño sin precedentes de la profesión académica y la creciente
especialización de cada disciplina y sus múltiples subdisciplinas tienden cada vez
más a causar la introversión del pensamiento académico. Las razones son tanto
sociológicas como inherentes al desarrollo de las ciencias mismas. Ambas se unen
para empujar a la mayoría de los académicos hacia algún territorio pequeño dentro
del cual se les reconoce como expertos y fuera de cuyos límites sólo querrán
aventurarse los muy temerarios o los muy acreditados. Porque, a medida que pase
el tiempo, sencillamente no sabrán lo suficiente fuera de su «campo» para hablar
sin temor a equivocarse —o siquiera para estar familiarizados con la labor que se
esté haciendo—, a la vez que los especialistas que ocupen otros territorios y los
defiendan contra las incursiones de sus competidores mediante barricadas de
conocimiento esotérico y técnicas especiales harán que las incursiones de los que
sean relativamente profanos en la materia resulten cada vez más peligrosas. Las
publicaciones, boletines informativos y conferencias especializados se multiplican,
y los debates que se celebran en cada campo se vuelven incomprensibles para
quienes no estén dentro de él, sin una larga preparación y muchas lecturas para las
cuales los demás raramente encuentran tiempo excepto a expensas de su propio
conocimiento especializado. La exhaustiva bibliografía de la «literatura», que, de
forma creciente, sólo conocen los autores de tesis, protege cada una de estas
fortalezas. En 1975 trescientos ochenta o más títulos advertían a los ciudadanos que
pensaban tener algo que decir sobre «movimientos sociales, motines y protestas»
que no hicieran incursiones imprudentes en el campo del «comportamiento
colectivo», subdisciplina de la sociología que en la actualidad trata de erigirse en
«campo» especializado.[14]

Pero si se impide la entrada del intruso que no esté profesional y


técnicamente preparado, el que está dentro pierde a su vez el sentido de las
consecuencias más amplias del tema. Un buen ejemplo, como ha señalado Lester
Thurow, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, es el campo especializado de
la econometría, esto es, la creación de modelos matemáticos en la ciencia
económica. Al principio se suponía que estos modelos comprobarían si una teoría
claramente especificada podía verificarse estadísticamente, pero (debido en gran
parte a que rara vez es posible) tuvo lugar una curiosa inversión en la relación
entre la teoría y los datos:

La econometría pasó de ser un instrumento para comprobar teorías a ser un


instrumento para exhibir teorías. Se convirtió en un lenguaje descriptivo … La
buena teoría económica era más fuerte que los datos —al menos eso pensaban los
economistas— y, por tanto, tiene que imponerse a los datos. Lo que empezó como
técnica para elevar datos relativos a teoría acabó haciendo exactamente lo
contrario.

Así, según arguye Thurow, las ecuaciones econométricas no encontraron


ninguna relación entre la inversión y el movimiento de tipos de interés tal como
postulaba la teoría económica clásica y ninguna manera de instaurar tal relación.
Entonces pasaron a ocuparse de la opción intelectualmente legítima de concebir
sus ecuaciones de manera que los tipos de interés se viesen obligados de modo
automático a tener el signo correcto. «Las ecuaciones no comprobaban la teoría,
pero describían cómo sería el mundo si la teoría fuera correcta». En resumen, y a
costa de tender a retrasar el desarrollo de la teoría económica, la econometría se
aisló cada vez más de los efectos del mundo real. El incentivo para replantear la
teoría, en contraposición a desarrollarla de modo más depurado, perdió fuerza. [15]
Con todo, este aislamiento se vuelve menos perceptible, o incluso más tolerable, al
crecer enormemente el número de especialistas que aprecian —y, de hecho,
cultivan— las operaciones intelectuales cada vez más esotéricas de sus colegas y
aumentar inmensamente el tiempo que es necesario pasar inmerso en la literatura
del tema, en especial desde 1960. Al igual que los huéspedes de un gran hotel, los
especialistas de un campo pueden satisfacer la mayoría de sus necesidades sin salir
del edificio; o recurriendo a contactos con el mundo exterior por mediación del
hotel. Después de todo, probablemente el número de economistas empleados en
las instituciones académicas de la ciudad de Boston y sus alrededores hoy es
mayor que el número total de economistas profesionales que había en Gran
Bretaña entre la publicación de La riqueza de las naciones y la de la Teoría general de
Keynes: y todos están ocupados leyendo y criticando las obras de los demás.
Veamos sólo un campo bastante modesto cuya expansión no es muy rápida, el de
la historia económica y social: el número de afiliados a la British Economic History
Society se multiplicó aproximadamente por tres entre 1960 y 1975. Más del 25 por
100 de todas las obras sobre el tema publicadas desde su fundación en 1925
aparecieron en el período 1969-1974; el 65 por 100 de todas estas obras apareció
entre 1960 y 1974.[16] Comparadas con las 430 000 monografías sobre matemáticas y
las 522 000 sobre física que existían en 1968,[17] los 20 000 títulos de historia
económica y social son una cifra modesta. Sin embargo, toda persona que trabaje
en este campo sabe que gran parte de estos escritos no nacen de problemas, sino de
libros y artículos anteriores; que una parte mucho mayor de la vida del historiador
económico transcurre dentro de las instalaciones cada vez más amplias y variadas
de su hotel.

Es en esta situación que el partidismo político puede servir para


contrarrestar la creciente tendencia a mirar hacia dentro, en casos extremos el
escolio, la tendencia a cultivar el ingenio intelectual porque sí, el autoaislamiento
de la academia. De hecho, también él puede ser víctima de los mismos peligros si
se forma un «campo» suficientemente grande de una erudición partidista que se
haya autoaislado. En campos como la filosofía y la sociología hay suficiente
neoescolasticismo marxista como para hacer una advertencia saludable. No
obstante, los mecanismos para introducir nuevas ideas, nuevas preguntas, nuevos
retos en las ciencias desde fuera son hoy más indispensables que nunca. El
partidismo es un potente mecanismo de este tipo, quizá el más potente que en la
actualidad existe en las ciencias sociales. Sin él, el desarrollo de dichas ciencias
correría peligro.
10. ¿QUÉ DEBEN LOS HISTORIADORES A KARL MARX?

Los tres capítulos siguientes, que introducen una sección sobre polémicas históricas,
se ocupan específicamente de Marx y la historia. Los dos primeros son intentos —median
quince años entre ambos— de valorar el efecto de Marx en los historiadores
contemporáneos. El presente capítulo lo escribí para el simposio «El papel de Karl Marx en
la evolución del pensamiento científico contemporáneo», que se celebró en París, bajo los
auspicios de la UNESCO, en mayo de 1968. Fue publicado en el consiguiente volumen del
International Social Science Council, Marx and Contemporary Scientific Thought/Marx et
la penseé scientifique contemporaine, La Haya y París, 1969, pp. 197-211, en Diogenes, 64,
pp. 37-56, y en otras publicaciones.

El siglo XIX, aquella era de civilización burguesa, tiene en su haber varios


logros intelectuales de importancia, pero la disciplina académica de la historia que
creció durante dicho período no es uno de ellos. De hecho, en todo, excepto en las
técnicas de investigación, señaló un claro paso atrás a partir de los ensayos con
frecuencia mal documentados, especulativos y demasiado generales en los cuales
los testigos de la era más profundamente revolucionaria —la de las revoluciones
francesa e industrial— intentaron comprender la transformación de las sociedades
humanas. La historia académica, tal como la inspiraron las enseñanzas y el ejemplo
de Leopold von Ranke y divulgaron las publicaciones especializadas que surgieron
en las postrimerías del siglo, hizo bien en oponerse a la generalización apoyada de
forma insuficiente por hechos, o respaldada por hechos poco fidedignos. En
cambio, concentró todos sus esfuerzos en la tarea de determinar los «hechos» y de
esta manera aportó poco a la historia, excepto una serie de criterios empíricos para
valorar ciertas clases de documentos (por ejemplo, registros manuscritos de
acontecimientos en los que intervino la decisión consciente de individuos
influyentes) y las técnicas auxiliares necesarias para este fin.

Raramente indicaba que estos documentos y procedimientos sólo eran


aplicables a una serie limitada de fenómenos históricos, toda vez que aceptaba sin
espíritu crítico que ciertos fenómenos eran merecedores de estudio especial
mientras que otros no lo eran. Así, no era su intención concentrarse en la «historia
de los acontecimientos» —de hecho, en algunos países tenía un claro sesgo
institucional—, pero su metodología se prestaba mucho a la narración cronológica.
En modo alguno se limitaba por completo a la historia de la política, la guerra y la
diplomacia (o en la versión simplificada pero no atípica que enseñaban los
maestros de escuela y estaba relacionada con reyes, batallas y tratados), pero no
cabe duda de que tendía a dar por sentado que esto formaba el conjunto central de
los acontecimientos que incumbían al historiador. Esto era historia en singular.
Otros temas, al ser tratados con erudición y método, podían dar origen a varias
historias, calificadas por medio de epítetos descriptivos (constitucional, económica,
eclesiástica, cultural, del arte, de la ciencia o de la filatelia, etcétera). Su relación con
el cuerpo principal de la historia era oscura o no recibía la atención apropiada,
exceptuando unas cuantas especulaciones vagas sobre el Zeitgeist de las cuales los
historiadores profesionales preferían abstenerse.

Los historiadores filosófica y metodológicamente académicos tendían a


demostrar una inocencia igualmente sorprendente. Es verdad que los resultados de
esta inocencia coincidían con lo que en las ciencias naturales era una metodología
consciente, aunque controvertida, a la que de forma poco rigurosa podemos llamar
«positivismo», pero es dudoso que muchos historiadores académicos (fuera de los
países latinos) supiesen que eran positivistas. En la mayoría de los casos eran
meramente hombres que, de la misma manera que aceptaban que determinado
tema (por ejemplo, la historia político-militar-diplomática) y determinada zona
geográfica (la Europa occidental y central, pongamos por caso) eran los más
importantes, también aceptaban, entre otras ideés reçues, las del pensamiento
científico popularizado, por ejemplo, que las hipótesis surgen automáticamente del
estudio de «hechos», que la explicación consiste en un conjunto de cadenas de
causa y efecto, o los conceptos del determinismo, la evolución y así sucesivamente.
Daban por sentado que, del mismo modo que la erudición científica podía
determinar el texto y la sucesión definitivos de los documentos que publicaban en
complejas e inapreciables series de volúmenes, también determinaría la verdad
definitiva de la historia. La Cambridge Modem History de lord Acton fue un ejemplo
tardío pero típico de tales creencias.

Incluso si se juzga de acuerdo con los modestos criterios de las ciencias


humanas y sociales del siglo XIX, la historia era, pues, una disciplina atrasadísima,
casi podría decirse que deliberadamente atrasada. Sus aportaciones a la
comprensión de la sociedad humana, pasada y presente, eran insignificantes y
accidentales. Debido a que para comprender la sociedad se requiere comprender la
historia, era inevitable que tarde o temprano se encontraran formas más fructíferas
de explorar el pasado humano. El tema del presente trabajo es la aportación del
marxismo a esta búsqueda.

Cien años después de Ranke, Arnaldo Momigliano resumió los cambios


habidos en la historiografía bajo cuatro encabezamientos:

La historia política y religiosa había decaído de forma acusada, a la vez que


las «historias nacionales parecen anticuadas». A cambio de ello se había producido
una notable inclinación a la historia socioeconómica.

Ya no era habitual, o, mejor dicho, fácil, utilizar «ideas» como explicación de


la historia.

Las explicaciones predominantes se daban ahora «en términos de fuerzas


sociales», aunque esto planteaba de forma más aguda que en tiempos de Ranke el
asunto de la relación entre la explicación de acontecimientos históricos y la
explicación de acciones individuales.

Ahora (1954) resultaba difícil hablar de progreso o siquiera de evolución con


sentido de los acontecimientos en cierta dirección.[1]

Era más probable que la última observación de Momigliano —y le citamos


como informador del estado de la historiografía más que como analista— se hiciese
en el decenio de 1950 que en decenios anteriores o posteriores, pero las otras tres
representan claramente tendencias de reconocida solidez y duraderas en el
movimiento contrario a Ranke dentro de la historia. A partir de mediados del siglo
XIX, según ya se señaló en 1910,[2] se había intentado sistemáticamente sustituir el
marco idealista por otro materialista, lo cual llevó al declive de la historia política y
al auge de la «económica o sociológica»: sin duda bajo el estímulo cada vez más
apremiante del «problema social» que «dominó» la historiografía en la segunda
mitad de dicho siglo.[3] Obviamente, tomar las fortalezas de las facultades
universitarias y escuelas de archivos requirió bastante más tiempo del que
supusieron los enciclopedistas entusiásticos. En 1914 las fuerzas atacantes habían
ocupado poco más que los puestos periféricos de la «historia económica» y la
sociología de orientación histórica y los defensores no tuvieron que emprender una
retirada total —aunque en modo alguno fueron derrotados— hasta después de la
segunda guerra mundial.[4] No obstante, el carácter y el triunfo generales del
movimiento contrario a Ranke no se ponen en duda.

El interrogante inmediato que se nos plantea es hasta qué punto esta nueva
orientación se ha debido a la influencia marxista. Un segundo interrogante es de
qué manera la influencia marxista sigue contribuyendo a ella.

No cabe duda de que la influencia del marxismo fue muy grande desde el
principio. Hablando en términos generales, sólo otra escuela o corriente del
pensamiento que apuntaba a la reconstrucción de la historia tuvo influencia en el
siglo XIX: el positivismo (ya sea con pe minúscula o mayúscula). El positivismo,
hijo tardío de la Ilustración del siglo XVIII, no pudo ganarse nuestra admiración
sin límites en el siglo XIX. Su principal aportación a la historia fue introducir
conceptos, métodos y modelos de las ciencias naturales en la investigación social y
aplicar a la historia los descubrimientos de las ciencias naturales que parecieran
apropiados. Estos logros no fueron insignificantes, pero sí limitados, tanto más
cuanto que lo más próximo a un modelo del cambio histórico, una teoría de la
evolución cuyo modelo era la biología o la geología y que a partir de 1859 recibió
estímulo y ejemplo del darvinismo, es sólo una guía muy esquemática e
insuficiente de la historia. En consecuencia, los historiadores inspirados por Comte
o Spencer han sido pocos y, al igual que Buckle o incluso historiadores más
grandes como Taine o Lamprecht, su influencia en la historiografía fue limitada y
temporal. La debilidad del positivismo (o del Positivismo) fue que, a pesar de que
Comte estaba convencido de que la sociología era la más elevada de las ciencias,
tenía poco que decir acerca de los fenómenos que caracterizan a la sociedad
humana, a diferencia de los que podían derivarse directamente de la influencia de
factores no sociales o tener por modelo las ciencias naturales. Las opiniones que
tenía sobre el carácter humano de la historia eran especulativas, cuando no
metafísicas.

Así pues, el ímpetu principal para la transformación de la historia salió de


las ciencias sociales con orientación histórica (por ejemplo, la «escuela histórica»
alemana en la ciencia económica), pero en especial de Marx, cuya influencia se
reconocía como tan grande que a menudo se le atribuían logros que él mismo no
reivindicaba como suyos. El materialismo histórico se calificaba habitualmente —a
veces incluso por parte de los marxistas— de «determinismo económico». Aparte
de negar esta expresión, es seguro que Marx también hubiera negado que él fuese
el primero en recalcar la importancia de la base económica del desarrollo histórico,
o en escribir la historia de la humanidad como la de una sucesión de sistemas
socioeconómicos. Desde luego, negó la originalidad al introducir el concepto de
clase y de lucha de clases en la historia, pero fue en vano. «Marx ha introdotto nella
storiografia il concetto di classe», dice la Enciclopedia Italiana.

No es la intención del presente artículo examinar paso a paso la aportación


específica de la influencia marxista a la transformación de la historiografía
moderna. Evidentemente, fue distinta en cada país. Así, en Francia fue
relativamente pequeña, al menos hasta después de la segunda guerra mundial,
debido a la penetración notablemente tardía y lenta de las ideas marxistas en la
vida intelectual de dicho país.[5] Aunque en el decenio de 1920 las influencias
marxistas ya habían penetrado hasta cierto punto en el campo sumamente político
de la historiografía de la Revolución francesa —pero, como demuestra la obra de
Jaurès y Georges Lefebvre, en combinación con ideas sacadas de tradiciones
nativas del pensamiento—, la gran reorientación de los historiadores franceses fue
encabezada por la escuela de los Annales, que, desde luego, no necesitó que Marx
le llamara la atención sobre las dimensiones económicas y sociales de la historia.
(Sin embargo, la identificación popular de un interés en tales asuntos con el
marxismo es tan fuerte, que hasta hace poco [6] el Times Literary Supplement ponía
incluso a Fernand Braudel bajo la influencia de Marx). A la inversa, hay países en
Asia o en América Latina en los cuales la transformación, cuando no la creación, de
la historiografía moderna casi puede identificarse con la penetración del marxismo.
Siempre y cuando se acepte que, hablando en términos globales, la influencia fue
considerable, no hay necesidad de insistir más en el asunto en el contexto presente.

Lo hemos sacado a colación no tanto para demostrar que la influencia


marxista ha interpretado un papel importante en la modernización de la
historiografía, como para ilustrar una gran dificultad que se presenta cuando se
quiere determinar su aportación exacta. Porque, como hemos visto, la influencia
marxista entre los historiadores se ha identificado con unas cuantas ideas
relativamente sencillas, aunque dotadas de gran fuerza, que de una manera u otra
se han asociado con Marx y los movimientos inspirados en su pensamiento, pero
que en absoluto son necesariamente marxistas, o que, en la forma que más
influencia ha ejercido, no son necesariamente representativas del pensamiento
maduro de Marx. Llamaremos a este tipo de influencia «marxista vulgar» y el
problema principal del análisis consiste en separar los componentes marxista
vulgar y marxista en el análisis histórico.

Pondré algunos ejemplos. Parece claro que el «marxismo vulgar»


comprendía principalmente los siguientes elementos:

La «interpretación económica de la historia», esto es, la creencia de que «el


factor económico es el factor fundamental del cual dependen los demás» (según
dice R. Stammler); y, de modo más específico, del cual dependían fenómenos que
hasta ahora no se consideraban muy relacionados con asuntos económicos.

El modelo de «base y superestructura» (que se usa de la forma más


generalizada para explicar la historia de las ideas). A pesar de las advertencias de
los propios Marx y Engels y de las sutiles observaciones de algunos de los
primeros marxistas, por ejemplo Labriola, este modelo solía interpretarse como
una simple relación de dominio y dependencia entre la «base económica» y la
«superestructura», mediada a lo sumo por

«El interés de clase y la lucha de clases». Uno tiene la impresión de que


varios historiadores marxistas vulgares no leyeron mucho más allá de la primera
página del Manifiesto comunista, y la frase de que «la historia [escrita] de todas las
sociedades que han existido hasta ahora es la historia de las luchas de clases».

«Las leyes históricas y la inevitabilidad histórica». Se creía, acertadamente,


que Marx insistía en una evolución sistemática y necesaria de la sociedad humana
en la historia, de la cual se excluía en gran parte lo contingente, en todo caso en el
nivel de la generalización sobre los movimientos a largo plazo. De ahí la constante
preocupación de los primeros escritores sobre historia marxista por problemas
como el papel del individuo o de la casualidad en la historia. Por otro lado, esto
podía interpretarse —y así se hacía en gran parte— como una regularidad rígida e
impuesta, por ejemplo en la sucesión de formaciones socioeconómicas, o incluso
un determinismo mecánico que a veces se acercaba a sugerir que no había ninguna
alternativa en la historia.

Temas específicos de la investigación histórica que se derivaban de los


intereses del propio Marx: por ejemplo, el interés por la historia del desarrollo
capitalista y la industrialización, pero, a veces, también de comentarios más o
menos fortuitos.

Temas específicos de la investigación que se derivaban no tanto de Marx


como del interés de los movimientos asociados con su teoría: por ejemplo, el
interés por la agitación de las clases oprimidas (campesinos, obreros), o por las
revoluciones.

Varias observaciones sobre la naturaleza y los límites de la historiografía,


que se derivaban principalmente del número 2 y servían para explicar los motivos
y los métodos de los historiadores que afirmaban no ser nada más que buscadores
de la verdad y se enorgullecían de determinar sencillamente wie es eigentlich
gewesen.

En seguida resultará obvio que esto representaba, en el mejor de los casos,


una selección de las opiniones de Marx sobre la historia y, en el peor (como ocurre
a menudo con Kautsky), una asimilación de las mismas a las opiniones no
marxistas —por ejemplo, evolucionistas y positivistas— contemporáneas. También
será evidente que parte de ello no representaba a Marx en absoluto, sino la clase de
interés que de forma natural se despertaría en cualquier historiador asociado con
los movimientos populares, obreros y revolucionarios, y que se hubiera despertado
incluso sin la intervención de Marx, como el interés por anteriores ejemplos de
lucha social e ideología socialista. Así, en el caso de la antigua monografía de
Kautsky sobre Tomás Moro, no hay nada especialmente marxista en la elección del
tema y su tratamiento es marxista vulgar.

Sin embargo, esta selección de elementos del marxismo o asociados con él no


fue arbitraria. Los elementos 1-4 y 7 del breve resumen del marxismo vulgar que
acabamos de hacer representaban cargas concentradas de explosivo intelectual
creadas para volar partes importantísimas de las fortificaciones de la historia
tradicional, y, como tales, eran inmensamente potentes; tal vez más potentes de lo
que hubieran sido versiones menos simplificadas del materialismo histórico y,
desde luego, suficientemente potentes en su capacidad de dejar entrar la luz en
lugares hasta ahora oscuros, para tener a los historiadores satisfechos durante
mucho tiempo. Es difícil captar de nuevo el asombro que sentiría un científico
social inteligente y culto de finales del siglo XIX al encontrar las siguientes
observaciones marxistas sobre el pasado: «Que la Reforma misma se atribuye a una
causa económica, que la duración de la guerra de los Treinta Años se debió a
causas económicas; las Cruzadas, al hambre feudal de tierra; la evolución de la
familia, a causas económicas; y que la visión cartesiana de los animales como
máquinas puede relacionarse con el crecimiento del sistema de manufacturas». [7]
Con todo, los que recordamos nuestros primeros encuentros con el materialismo
histórico todavía podemos dar fe de la inmensa fuerza liberadora de semejantes
descubrimientos sencillos.

Sin embargo, si era, por ende, natural, y quizá necesario, que el efecto inicial
del marxismo cobrase una forma simplificada, la selección propiamente dicha de
elementos de Marx también representó una elección histórica. Así, unos cuantos
comentarios que Marx hace en El capital sobre las relaciones entre el protestantismo
y el capitalismo ejercieron una influencia inmensa, es de suponer que debido a que
el problema de la base social de la ideología en general, y de la naturaleza de las
ortodoxias religiosas en particular, era un asunto que despertaba interés inmediato
e intenso.[8] En cambio, algunas de las obras en las cuales el propio Marx más cerca
estuvo de escribir como historiador, como en el caso de la magnífica El dieciocho
brumario, no estimularon a los historiadores hasta mucho después, probablemente
porque los problemas sobre los que más luz arrojan —la conciencia de clase y el
campesinado, pongamos por caso— parecían de interés menos inmediato.

El grueso de lo que consideramos la influencia marxista en la historiografía


ha sido sin duda marxista vulgar en el sentido que hemos descrito antes. Consiste
en la especial atención que se presta en general a los factores económicos y sociales
de la historia que han dominado desde el fin de la segunda guerra mundial en
todos los países excepto en una minoría (por ejemplo, hasta hace poco la Alemania
Occidental y los Estados Unidos) y que continúan ganando terreno. Debemos
repetir que esta tendencia, aunque sin duda es principalmente fruto de la
influencia marxista, no tiene ninguna conexión especial con el pensamiento de
Marx.

Es casi seguro que el efecto principal que las ideas específicas del propio
Marx han tenido en la historia y en las ciencias sociales en general es el de la teoría
de «la base y la superestructura», es decir, el de su modelo de sociedad compuesta
de diferentes «niveles» que interactúan. No hay necesidad de aceptar la jerarquía
de niveles o el modo de interacción del propio Marx (en la medida en que lo haya
proporcionado)[9] para que el modelo general sea valioso. A decir verdad, ha sido
muy bien acogido de forma general como aportación valiosa incluso por los no
marxistas. El modelo específico de desarrollo histórico de Marx —que incluye el
papel de los conflictos de clase, la sucesión de formaciones socioeconómicas y el
mecanismo de transición de una a otra— ha seguido siendo mucho más
controvertido, incluso, en algunos casos, entre los marxistas. Está bien que sea
objeto de debate y, en particular, que se le apliquen los criterios habituales de
verificación histórica. Es inevitable que se abandonen algunas de sus partes por
estar basadas en datos insuficientes o engañosos, por ejemplo en el campo del
estudio de las sociedades orientales, donde Marx combina una profunda visión
interior con suposiciones erróneas, como en lo que se refiere a la estabilidad
interna de algunas de tales sociedades. No obstante, el presente artículo sostiene
que el principal valor de Marx para los historiadores de hoy reside en sus
afirmaciones sobre la historia y no en sus afirmaciones sobre la sociedad en
general.

La influencia marxista (y marxista vulgar) que hasta ahora ha sido más


eficaz forma parte de una tendencia general a transformar la historia en una de las
ciencias sociales, tendencia a la que algunos se resisten con mayor o menor sutileza
pero que indiscutiblemente es la predominante en el siglo XX. La principal
aportación del marxismo a esta tendencia en el pasado ha sido la crítica del
positivismo, esto es, de los intentos de asimilar el estudio de las ciencias sociales al
de las naturales, o lo humano a lo no humano. Esto entraña el reconocimiento de
las sociedades como sistemas de relaciones entre seres humanos, de las cuales las
que se establecen para fines de producción y reproducción son principales para
Marx. También entraña el análisis de la estructura y el funcionamiento de estos
sistemas como entes que se mantienen, tanto en sus relaciones con el entorno
exterior —no humano y humano— como en sus relaciones internas. El marxismo
está muy lejos de ser la única teoría estructural-funcionalista de la sociedad,
aunque tiene buenos motivos para que se le considere la primera de ellas, pero
difiere de la mayoría de las demás en dos cosas. Insiste, en primer lugar, en una
jerarquía de fenómenos sociales (como, por ejemplo, la «base» y la
«superestructura»), y, en segundo lugar, en que en toda sociedad existen tensiones
internas («contradicciones») que contrarrestan la tendencia del sistema a
mantenerse como empresa en marcha.[10]

La importancia de estas peculiaridades del marxismo está en el campo de la


historia, pues son ellas las que le permiten explicar —a diferencia de otros modelos
estructurales-funcionales de la sociedad— por qué y cómo las sociedades cambian
y se transforman: dicho de otro modo, los hechos de la evolución social. [11] La
inmensa fuerza de Marx ha radicado siempre en su insistencia tanto en la
existencia de estructura social como en su historicidad o, dicho de otra manera, su
dinámica interna de cambio. Hoy día, cuando se acepta generalmente la existencia
de sistemas sociales, pero a expensas de su análisis ahistórico, cuando no
antihistórico, la especial atención que presta Marx a la historia como dimensión
necesaria es tal vez más esencial que nunca.

Esto entraña dos críticas específicas de teorías que predominan en las


ciencias sociales de hoy.

La primera es la crítica del mecanismo que domina una parte tan grande de
las ciencias sociales, especialmente en los Estados Unidos, y que recibe su fuerza
tanto de la notable fecundidad de depurados modelos mecánicos en la actual fase
de avance científico como de la búsqueda de métodos para alcanzar el cambio
social que no lleven aparejada la revolución social. Quizá cabría añadir que debido
a la abundancia de dinero y de ciertas tecnologías nuevas y apropiadas para
utilizarlas en el campo social, y de las que se dispone ahora en los países
industriales más ricos, este tipo de «ingeniería social» y las teorías en que se basa
son muy atractivas en tales países. Estas teorías son en esencia ejercicios de
«resolución de problemas». Son extremadamente primitivas y es probable que sean
más rudimentarias que la mayoría de las teorías correspondientes en el siglo XIX.
Así, muchos científicos sociales, ya sea de modo consciente o de facto, reducen el
proceso de la historia a un solo cambio de la sociedad «tradicional» a la «moderna»
o «industrial» (la «moderna» se define en términos de los países industriales
avanzados, o incluso de los Estados Unidos a mediados del siglo XIX, y la
«tradicional» como la que carece de «modernidad»). En la práctica, este gran paso
único puede subdividirse en pasos más pequeños, tales como las etapas de
crecimiento económico de Rostow. Estos modelos eliminan la mayor parte de la
historia y se concentran en un período corto, aunque se reconoce que
importantísimo, a la vez que simplifican demasiado los mecanismos de cambio
histórico incluso para tratar este breve espacio de tiempo. Afectan a los
historiadores principalmente porque el tamaño y el prestigio de las ciencias
sociales que crean tales modelos alientan a los investigadores históricos a
embarcarse en proyectos que acusan su influencia. Es, o debería ser, muy evidente
que no pueden proporcionar ningún modelo satisfactorio de cambio histórico, pero
debido a su popularidad actual es importante que los marxistas nos lo recuerden
constantemente.

La segunda es la crítica de las teorías estructurales-funcionales que, aunque


inmensamente más depuradas, en algunos aspectos son todavía más estériles por
cuanto pueden negar la historicidad totalmente, o transformarla en otra cosa. Estos
puntos de vista son más influyentes incluso dentro del ámbito de influencia del
marxismo, porque parecen proporcionar un medio de liberarlo del característico
evolucionismo del siglo XIX, con el cual se combinaba tan a menudo, aunque a
expensas de liberarlo también del concepto de «progreso» que también era
característico del pensamiento del siglo XIX, incluido el de Marx. Pero ¿por qué
desearíamos hacerlo?[12] Desde luego, el propio Marx no lo hubiera deseado; se
brindó a dedicar el segundo volumen de El capital a Darwin, y no hubiese
discrepado de la famosa frase de alabanza que Engels pronunció junto a su tumba
por haber descubierto la ley de la evolución en la historia humana, como Darwin
había hecho en la naturaleza orgánica. (Sin duda alguna no hubiera deseado
disociar el progreso de la evolución y, de hecho, culpó específicamente a Darwin
por convertirlo en un derivado meramente accidental de la misma)[13].

La cuestión fundamental en historia entraña el descubrimiento de un


mecanismo tanto para la diferenciación de varios grupos sociales humanos como
para la transformación de un tipo de sociedad en otro, o la falta de tal
descubrimiento. En ciertas cosas que los marxistas y el sentido común consideran
cruciales, como, por ejemplo, el control que el hombre ejerce sobre la naturaleza,
entraña, desde luego, cambio o progreso unidireccional, al menos durante un
período suficientemente largo. Mientras no supongamos que los mecanismos de tal
evolución social son los mismos que los de la evolución biológica, o semejantes a
ellos, parece que no hay ninguna buena razón para abstenerse de utilizar la
palabra «evolución» para referimos a ello.

La discusión, por supuesto, es más que terminológica. Oculta dos clases de


desacuerdo: acerca del juicio de valor sobre diferentes tipos de sociedades, o, dicho
de otro modo, la posibilidad de clasificarlas en cualquier clase de orden jerárquico,
y acerca de los mecanismos de cambio. Los funcionalismos estructurales han
tendido a rehuir la clasificación de las sociedades en «superiores» e «inferiores», en
parte debido a la grata negativa de los antropólogos sociales a aceptar la
pretensión de los «civilizados» en el sentido de que gobiernan a los «bárbaros»
gracias a su presunta superioridad en la evolución social, y en parte porque, de
acuerdo con los criterios formales de la función, en realidad no existe tal jerarquía.
Los esquimales resuelven los problemas de su existencia como grupo social [14] tan
bien a su manera como los habitantes blancos de Alaska, y algunos estarían
tentados de decir que mejor. En ciertas circunstancias y según ciertos supuestos, el
pensamiento mágico puede ser tan lógico a su modo como el pensamiento
científico e igualmente apropiado para su fin. Y así sucesivamente.

Estas observaciones son válidas, aunque no son muy útiles en la medida en


que el historiador, o cualquier otro científico social, desee explicar el contenido
específico de un sistema más que su estructura general. [15] Pero, en todo caso, son
ajenas a la cuestión del cambio evolutivo, cuando no son, de hecho, tautológicas.
Las sociedades humanas, para persistir, deben ser capaces de administrarse bien,
y, por consiguiente, todas las que existen tienen que ser apropiadas desde el punto
de vista funcional; en caso contrario, se habrían extinguido, como se extinguieron
los shakers[*] por falta de un sistema de procreación sexual o de captación de
miembros en el resto de la sociedad. Comparar sociedades en lo que se refiere a su
sistema de relaciones internas entre los miembros es inevitablemente comparar
cosas iguales. Es al comparar su capacidad de controlar la naturaleza exterior
cuando las diferencias saltan a la vista.

La segunda discrepancia es más fundamental. La mayoría de las versiones


del análisis estructural-funcional son sincrónicas, y cuanto más complejas y sutiles
son, más se limitan a la estática social, en la cual, si el tema interesa al pensador,
debe introducirse algún elemento dinamizador. [16] Que esto pueda o no hacerse de
forma satisfactoria es objeto de debate incluso entre los estructuralistas. Que el
mismo análisis no puede usarse para explicar tanto la función como el cambio
histórico parece ser algo que se acepta comúnmente. Lo importante aquí no es que
sea ilegítimo crear modelos analíticos independientes para lo estático y lo
dinámico, como los esquemas marxistas de reproducción sencilla y extensa, sino
que la investigación histórica haga deseable que estos modelos diferentes estén
relacionados. El camino más sencillo para el estructuralista consiste en omitir el
cambio y dejar que de la historia se ocupe otro, o incluso, como algunos de los
anteriores antropólogos sociales británicos, negar virtualmente su pertinencia. Sin
embargo, dado que existe, el estructuralismo debe encontrar maneras de
explicarlo.

Sugiero que estas maneras o bien deben acercarlo más al marxismo o llevar a
una negación del cambio evolutivo. Esto último es lo que me parece que hace el
planteamiento de Lévi-Strauss (y el de Althusser). Aquí el cambio histórico se
convierte sencillamente en la permutación y combinación de ciertos «elementos»
(análogos a los genes en genética, como dice Lévi-Strauss) de los cuales cabe
esperar que, en un plazo suficientemente largo, se combinen para formar pautas
diferentes y, si son suficientemente limitados, agotar las posibles combinaciones. [17]
La historia es, por así decirlo, el proceso de agotar todas las variantes en la etapa
final de una partida de ajedrez. Pero ¿en qué orden? En este caso la teoría no nos
proporciona ninguna orientación.

Con todo, este es precisamente el problema específico de la evolución


histórica. Es verdad, desde luego, que Marx previó semejante combinación y
recombinación de elementos o «formas», como recalca Althusser, y en este sentido,
al igual que en otros, fue un estructuralista avant la lettre; o, más exactamente, un
pensador del cual Lévi-Strauss (como reconoció él mismo) pudo tomar en
préstamo el término, al menos en parte. [18] Es importante que recordemos un
aspecto del pensamiento de Marx que es indudable que anteriores tradiciones
marxistas descuidaron, con unas pocas excepciones (entre las cuales, curiosamente,
hay que contar algunas de las realizaciones del marxismo soviético durante el
período de Stalin, aunque no eran del todo conscientes de las consecuencias de lo
que estaban haciendo). Es aún más importante que recordemos que el análisis de
los elementos y sus posibles combinaciones proporciona (igual que en genética) un
saludable control sobre las teorías de la evolución, al determinar lo que es
teóricamente posible e imposible. También es posible —aunque esta cuestión debe
quedar pendiente de respuesta— que tal análisis pudiera dar mayor precisión a la
definición de los diversos «niveles» sociales (la base y la superestructura) y sus
relaciones, como sugiere Althusser. [19] Lo que no hace es explicar por qué la Gran
Bretaña del siglo XX es muy diferente de la del neolítico, o la sucesión de
formaciones socioeconómicas, o el mecanismo de las transiciones de unas a otras,
o, para el caso, por qué Marx dedicó una parte tan grande de su vida a responder a
estos interrogantes.

Para responder a ellos, son necesarias las dos peculiaridades que distinguen
el marxismo de otras teorías estructurales-funcionales: el modelo de los niveles, de
los cuales el de las relaciones sociales de producción es el principal, y la existencia
de contradicciones internas dentro de los sistemas, de las cuales el conflicto de
clases no es más que un caso especial.

La jerarquía de niveles es necesaria para explicar por qué la historia tiene


una dirección. La creciente emancipación del hombre respecto de la naturaleza y
su creciente capacidad de controlarla son lo que hacen que la historia en su
conjunto (aunque no cada uno de sus campos y períodos) sea «orientada e
irreversible», por citar una vez más a Lévi-Strauss. Una jerarquía de niveles que no
surgieran de la base de las relaciones sociales de producción no tendría
necesariamente esta característica. Además, dado que el proceso y el progreso del
control de la naturaleza por parte del hombre llevan aparejados cambios no sólo en
las fuerzas de producción (técnicas nuevas, por ejemplo), sino también en las
relaciones sociales de producción, entraña cierto orden en la sucesión de sistemas
socioeconómicos. (No supone la aceptación de la lista de formaciones que en el
prefacio de la Crítica de la economía política se indican como cronológicamente
sucesivas, cosa que es probable que Marx no creyera que fuesen, y aún menos una
teoría de la evolución universal en una línea única. Sin embargo, significa que no
se puede concebir que ciertos fenómenos sociales apareciesen en la historia antes
que otros: por ejemplo, que las economías en las que se da la dicotomía ciudad-
campo apareciesen antes que aquellas en las que no ocurre así). Y por el mismo
motivo quiere decir que esta sucesión de sistemas no puede ordenarse
sencillamente en una sola dimensión tecnológica (que tecnologías inferiores
precedan a otras superiores) ni económica (que la Geldwirtschaft suceda a la
Naturalwirtschaft), sino que también debe ordenarse en términos de sus sistemas
sociales.[20] Porque una característica esencial del pensamiento histórico de Marx es
no ser ni «sociológico» ni «económico», sino ambas cosas a la vez. Las relaciones
sociales de producción y reproducción (esto es, organización social en el sentido
más amplio) y las fuerzas materiales de producción no pueden separarse.

Dada esta «orientación» de la evolución histórica, las contradicciones


internas de los sistemas socioeconómicos proporcionan el mecanismo para el
cambio que se convierte en evolución. (Cabría argüir que sin él se limitarían a
producir fluctuaciones cíclicas, un proceso interminable de desestabilización y
reestabilización; y, por supuesto, los cambios que pudieran surgir de los contactos
y conflictos de sociedades diferentes). Lo importante de tales contradicciones
internas es que no pueden definirse sencillamente como «disfunciones» excepto
basándose en el supuesto de que la estabilidad y la permanencia son la norma y el
cambio es la excepción; o incluso en el supuesto más ingenuo, frecuente en las
ciencias sociales vulgares, de que un sistema específico es el modelo al que aspira
todo cambio.[21] Se trata más bien de que, como ahora reconocen los antropólogos
sociales de forma mucho más generalizada que antes, un modelo estructural que
prevea sólo el mantenimiento de un sistema es insuficiente. Es la existencia
simultánea de elementos estabilizadores y perturbadores lo que debe reflejar tal
modelo. Y es en esto en lo que se ha basado el modelo marxista, aunque no las
versiones marxistas vulgares del mismo.

Esta clase de modelo (dialéctico) dual es difícil de crear y utilizar, porque en


la práctica es grande la tentación de emplearlo, según el gusto o la ocasión, bien
como modelo de funcionalismo estable o de cambio revolucionario, mientras que
lo interesante en él reside en que es ambas cosas. Es igualmente importante que las
tensiones internas puedan a veces reabsorberse en un modelo autoestabilizador
volviendo a introducirlas en él como elementos estabilizadores funcionales, y que a
veces ello no sea posible. El conflicto de clases puede regularse por medio de una
especie de válvula de seguridad, como en tantos motines de plebeyos urbanos en
las ciudades preindustriales, o institucionalizarse como «rituales de rebelión» (por
citar la iluminadora expresión de Max Gluckman) o de otras maneras; pero a veces
no se puede. Normalmente, el estado legitimará el orden social controlando el
conflicto de clases dentro de un marco estable de instituciones y valores,
colocándose de modo ostensible por encima y fuera de ellos (el rey remoto como
«fuente de justicia») y perpetuando así una sociedad que de otro modo se vería
partida en dos por sus tensiones internas. Esta es, de hecho, la teoría marxista
clásica de su origen y su función, como se expone en La sagrada familia.[22] Con todo,
hay situaciones en que pierde esta función y —hasta en opinión de sus súbditos—
esta capacidad de legitimar y aparece meramente como, según dice Tomás Moro,
«una conspiración de los ricos en beneficio propio», cuando no, de hecho, como la
causa directa de las miserias de los pobres.

Esta naturaleza contradictoria del modelo puede disimularse señalando la


existencia indudable de fenómenos diferentes dentro de la sociedad que
representan estabilidad y subversión reguladas: grupos sociales que
supuestamente pueden integrarse en la sociedad feudal, tales como el «capital
mercantil» y los que no pueden integrarse, por ejemplo una «burguesía industrial»,
o movimientos sociales que son puramente reformistas y los que son
«revolucionarios» de manera consciente. Pero aunque tales separaciones existen, y,
donde existen, indican cierta etapa en la evolución de las contradicciones internas
de la sociedad (que no son, para Marx, exclusivamente las del conflicto de clases),
[23]
es igualmente significativo que los mismos fenómenos puedan, según la
situación, cambiar sus funciones: movimientos para la restauración del antiguo
orden regulado de la sociedad clasista que se convierten (como en el caso de
algunos movimientos campesinos) en revoluciones sociales, partidos
conscientemente revolucionarios que son absorbidos en el statu quo[24].

Aunque puede resultar difícil, científicos sociales de varios tipos (incluidos,


cabe señalar, aquellos que investigan la ecología animal, especialmente los
estudiosos de la dinámica demográfica y del comportamiento social de los
animales) han empezado a construir modelos de equilibrios basados en la tensión
o el conflicto, y con ello se acercan más al marxismo y se alejan progresivamente de
los modelos antiguos de la sociología que consideraban que el problema del orden
era lógicamente anterior al del cambio y hacían hincapié en los elementos
integradores y normativos de la vida social. Al mismo tiempo, hay que reconocer
que el modelo del propio Marx debe hacerse más explícito de lo que es en sus
escritos, que tal vez requiera que se amplíe y perfeccione, y que ciertos vestigios
del positivismo del siglo XIX, más evidentes en las formulaciones de Engels que en
el pensamiento del propio Marx, deben quitarse de en medio.

Nos quedan todavía entonces los problemas históricos específicos acerca de la


naturaleza y la sucesión de las formaciones socioeconómicas, y los mecanismos de
su evolución interna y su influencia recíproca. Son campos donde el debate ha sido
intenso desde Marx,[25] y no en menor medida durante los pasados decenios, y en
algunos sentidos el avance con respecto a Marx ha sido impresionante. [26]
Asimismo, análisis recientes han confirmado la brillantez y la profundidad del
planteamiento y la visión generales de Marx, aunque también han llamado la
atención sobre las omisiones de su tratamiento, en particular de los períodos
precapitalistas. Sin embargo, estos temas no pueden analizarse, ni siquiera de la
forma más somera, excepto en términos de conocimiento histórico concreto, esto
es, no pueden analizarse en el contexto del presente coloquio. Al ser imposible
analizarlos como es debido, lo único que puedo hacer es reafirmar mi convicción
de que el planteamiento de Marx todavía es el único que nos permite explicar la
historia de la humanidad en toda su extensión, y forma el punto de partida más
fructífero para el análisis moderno.

Nada de todo esto es especialmente nuevo, aunque en realidad algunos de


los textos que contienen las reflexiones más maduras de Marx sobre temas
históricos no estuvieron a nuestra disposición hasta el decenio de 1950, en
particular la Grundrisse de 1857-1858. Además, los rendimientos decrecientes de la
aplicación de los modelos marxistas vulgares han sido la causa de que en decenios
recientes se efectuara una importante depuración de la historiografía marxista. [27] A
decir verdad, uno de los rasgos más característicos de la historiografía marxista
occidental de hoy es la crítica de los esquemas mecánicos y sencillos de tipo
económico-determinista.

Con todo, tanto si han avanzado mucho más allá de Marx como si no, la
aportación de los historiadores marxistas de hoy tiene una importancia nueva que
se debe a los cambios que se están produciendo en las ciencias sociales. Mientras
que la función principal del materialismo histórico en el primer medio siglo
después de la muerte de Engels fue acercar la historia a las ciencias sociales, al
tiempo que se evitaban las simplificaciones excesivas del positivismo, hoy se
encuentra ante la rápida adopción de la perspectiva histórica por parte de las
propias ciencias sociales. Al no recibir ayuda de la historiografía académica, dichas
ciencias han empezado a improvisar de modo creciente la suya propia y aplican
sus propios procedimientos característicos al estudio del pasado, con resultados
que a menudo son técnicamente depurados pero que, como se ha señalado, se
basan en modelos de cambio histórico que en algunos sentidos son aún más
imperfectos que los del siglo XIX. [28] El materialismo histórico de Marx resulta aquí
muy valioso, aunque es natural que los científicos sociales de mentalidad histórica
tengan menos necesidad de la insistencia de Marx en la importancia de los
elementos económicos y sociales en la historia que los historiadores de principios
del siglo XX; y, a la inversa, que puedan sentirse más estimulados por aspectos de
la teoría de Marx que no causaron gran efecto en los historiadores de las
generaciones inmediatamente posmarxistas.

Otra cosa es si esto explica la importancia de las ideas marxistas en el


análisis de ciertos campos de las ciencias sociales con orientación histórica de hoy.
[29]
La insólita importancia que en la actualidad tienen los historiadores marxistas, o
los historiadores formados en la escuela marxista, sin duda se debe en gran parte a
la radicalización de los intelectuales y los estudiantes en el pasado decenio, los
efectos de las revoluciones en el tercer mundo, la ruptura de las ortodoxias
marxistas adversas a la obra científica original, e incluso a un factor tan sencillo
como es la sucesión de las generaciones. Porque los marxistas que llegaron a
publicar libros que fueron muy leídos y a ocupar puestos importantes en la vida
académica en el decenio de 1950 con frecuencia no eran más que los estudiantes
radicalizados de los decenios de 1930 o 1940 que alcanzaban la cumbre normal de
su carrera. No obstante, mientras celebramos el 150 aniversario del nacimiento de
Marx y el centenario de El capital, no podemos por menos de señalar —con
satisfacción si somos marxistas— que una influencia significativa del marxismo en
el campo de la historiografía coincide con un número importante de historiadores
que se han inspirado en Marx o que muestran en su labor los efectos de su
formación en las escuelas marxistas.
11. MARX Y LA HISTORIA

Esta conferencia se dio en la Marx Centenary Conference organizada por la


República de San Marino en 1983 y se publicó en la New Left Review, 143 (febrero de
1984), pp. 39-50.

Estamos aquí para hablar de temas y problemas relativos a la concepción


marxista de la historia cien años después de la muerte de Marx. Esto no es un ritual
de celebración del centenario, pero es importante que empecemos recordando el
papel singular que Marx desempeñó en la historiografía. Para ello emplearé
sencillamente tres ejemplos. El primero es autobiográfico. Cuando era estudiante
en Cambridge, en el decenio de 1930, muchos de los hombres y mujeres jóvenes
más capacitados se afiliaron al Partido Comunista. Pero como estábamos en una
época muy brillante de la historia de una universidad muy distinguida, en muchos
de ellos influyeron profundamente los grandes nombres a cuyos pies nos
sentábamos. Entre los jóvenes comunistas solíamos bromear diciendo: los filósofos
comunistas eran wittgensteinianos, los economistas comunistas eran keynesianos,
los estudiantes de literatura comunistas eran discípulos de F. R. Leavis. ¿Y los
historiadores? Eran marxistas porque no sabíamos de ningún historiador en
Cambridge o en otra parte —y conocíamos a algunos grandes historiadores como,
por ejemplo, Marc Bloch— que pudiera competir con Marx, como maestro e
inspiración. Mi segundo ejemplo es parecido. Treinta años después, en 1969, sir
John Hicks, premio Nobel, publicó Una teoría de la historia económica. Escribió: «La
mayoría [de los que desean situar la marcha general de la historia en el lugar que le
corresponde] utilizarían las categorías marxistas, o alguna versión modificada de
las mismas, dado que hay tan poco que escoger entre otras opciones. Sin embargo,
sigue siendo extraordinario que cien años después de El capital … hayan aparecido
otras cosas en número tan escaso».[1] Mi tercer ejemplo procede de la espléndida
obra de Fernand Braudel Civilización material, economía y capitalismo, cuyo título ya
proporciona un vínculo con Marx. En esa noble obra se hace referencia a Marx más
a menudo que a cualquier otro autor, incluso cualquier autor francés. Semejante
tributo por parte de un país poco dado a subestimar a sus pensadores nacionales es
convincente en sí mismo.
Esta influencia de Marx al escribir historia no es un fenómeno evidente.
Porque, si bien la concepción materialista de la historia es el núcleo del marxismo,
y si bien todo lo que escribió Marx está impregnado de historia, el propio Marx no
escribió mucha historia tal como la entienden los historiadores. En este sentido
Engels tenía más de historiador y escribió más obras a las que se podría clasificar
razonablemente entre las de historia en las bibliotecas. Por supuesto, Marx estudió
historia y era extremadamente erudito. Pero no escribió ninguna obra en cuyo
título apareciese la palabra «Historia» excepto una serie de polémicos artículos
antizaristas que más adelante se publicaron con el título de The Secret Diplomatic
History of the Eighteenth Century, que es una de sus obras menos valiosas. Lo que
llamamos «escritos históricos de Marx» consisten casi exclusivamente en análisis
políticos de actualidad y comentarios periodísticos, combinados con cierto grado
de antecedentes históricos. Sus análisis políticos de actualidad como, por ejemplo,
Las luchas de clases en Francia y El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, son
verdaderamente notables. Sus voluminosos escritos periodísticos, aun siendo de
interés desigual, contienen análisis muy interesantes —pienso en sus artículos
sobre la India— y, en todo caso, son ejemplos de cómo Marx aplicaba su método a
problemas concretos tanto de la historia como de un período que desde entonces
ha pasado a ser historia. Pero no fueron escritos como historia, tal como la
entienden las personas que se dedican a estudiar el pasado. Finalmente, el estudio
del capitalismo que escribió Marx contiene una cantidad enorme de material
histórico, de ejemplos históricos y otras materias propias del historiador.

Así pues, el grueso de la obra histórica de Marx está integrado en sus


escritos teóricos y políticos. En todos ellos los fenómenos históricos se consideran
dentro de un marco más o menos a largo plazo que comprende la totalidad de la
evolución humana. Deben leerse junto con los escritos donde Marx se centra en
períodos breves o en asuntos y problemas determinados, o en la historia detallada
de acontecimientos. Sin embargo, en Marx no se encuentra ninguna síntesis
completa del proceso de la evolución histórica propiamente dicho; ni siquiera El
capital puede tratarse como «una historia del capitalismo hasta 1867».

Hay tres razones —dos secundarias y una principal— por las cuales esto es
así, y por las cuales los marxistas, por consiguiente, no sólo comentan la obra de
Marx, sino que también hacen lo que él no hizo. En primer lugar, como sabemos, a
Marx le costaba mucho llevar a término sus proyectos literarios. En segundo lugar,
sus puntos de vista continuaron evolucionando hasta su muerte, aunque dentro de
un marco instaurado a mediados del decenio de 1840. En tercer lugar, la razón más
importante es que en sus obras de madurez Marx estudió deliberadamente la
historia en orden inverso, tomando el capitalismo desarrollado como punto de
partida. El «hombre» era la clave de la anatomía del «mono». Desde luego, esto no
es un procedimiento antihistórico. Significa que el pasado no puede entenderse
exclusiva o principalmente en sus propios términos: no sólo porque forma parte de
un proceso histórico, sino también porque ese proceso histórico solo nos ha
permitido analizar y comprender cosas relativas a ese proceso y al pasado.

Tomemos el concepto «trabajo», que es fundamental para la concepción


materialista de la historia. Antes del capitalismo —o antes de Adam Smith, como
dice Marx de modo más concreto— no existía el concepto «trabajo en general», a
diferencia de tipos determinados de trabajo que son cualitativamente distintos e
incomparables. Sin embargo, si hemos de interpretar la historia de la humanidad,
en sentido global, a largo plazo, como la utilización y la transformación cada vez
más eficaces de la naturaleza por parte del género humano, el concepto «trabajo
social» en general es esencial. El planteamiento de Marx sigue siendo discutible,
por cuanto no puede decirnos si el análisis futuro, basado en la futura evolución
histórica, no hará descubrimientos analíticos comparables que permitan a los
pensadores reinterpretar la historia de la humanidad en términos de algún otro
concepto analítico fundamental. Esto es en potencia una laguna en el análisis, aun
cuando no nos parezca probable que esta hipotética evolución futura abandone el
carácter fundamental del análisis del trabajo de Marx, al menos en lo que se refiere
a ciertos aspectos obviamente cruciales de la historia humana. Lo que hago no es
poner en duda a Marx, sino sencillamente indicar que su planteamiento tuvo que
omitir, por no estar relacionado directamente con su propósito, gran parte de lo
que a los historiadores les interesa conocer: por ejemplo, muchos aspectos de la
transición del feudalismo al capitalismo. Estos aspectos quedaron para marxistas
posteriores, aunque es verdad que Friedrich Engels, que siempre se interesaba más
por «lo que sucedió realmente», se ocupó en mayor medida de estas cuestiones.

No obstante, la influencia de Marx en los historiadores, y no sólo en los


historiadores marxistas, se basa tanto en su teoría general (la concepción
materialista de la historia), con sus esbozos e insinuaciones relacionados con la
forma general de la evolución histórica de la humanidad del comunalismo
primitivo al capitalismo, como en sus observaciones concretas sobre determinados
aspectos, períodos y problemas del pasado. No quiero decir mucho sobre estos
últimos, aunque han influido muchísimo y todavía pueden ser enormemente
estimulantes y esclarecedores. El primer volumen de El capital contiene tres o
cuatro alusiones bastante marginales al protestantismo y, sin embargo, de ellas se
deriva todo el debate en torno a la relación entre la religión en general, y el
protestantismo en particular, y el modo capitalista de producción. De modo
parecido, El capital tiene una nota a pie de página sobre Descartes que relaciona sus
opiniones (los animales como máquinas, lo real en contraposición a lo
especulativo, la filosofía como medio de dominar la naturaleza y perfeccionar la
vida humana) con el «período de las manufacturas» y plantea el interrogante de
por qué Hobbes y Bacon eran los filósofos favoritos de los primeros economistas
mientras que los economistas posteriores preferían a Locke. (Por su parte, Dudley
North creía que el método de Descartes había «empezado a liberar la economía
política de sus viejas supersticiones») [2]. En el decenio de 1890 los no marxistas ya
usaban esto como ejemplo de, la notable originalidad de Marx, e incluso hoy
proporcionaría material para un seminario de por lo menos un semestre. Con todo,
ninguno de los aquí presentes necesitará que le convenzan de la genialidad de
Marx o de la amplitud de sus conocimientos e inquietudes; y debería
comprenderse que es inevitable que gran parte de lo que escribió sobre
determinados aspectos del pasado refleje el conocimiento histórico que existía en
su tiempo.

La concepción materialista de la historia merece analizarse de modo más


extenso porque hoy día la discuten y critican no sólo los no marxistas y los
antimarxistas, sino también los marxistas. Durante generaciones fue la parte menos
discutida del marxismo, a la vez que se la consideraba —acertadamente, a mi
modo de ver— su núcleo. Marx y Engels la elaboraron al hacer la crítica de la
filosofía y la ideología alemanas y va dirigida esencialmente contra la creencia de
que «las ideas, los pensamientos, los conceptos producen, determinan y dominan a
los hombres, sus condiciones materiales y la vida real». [3] A partir de 1846 esta
concepción siguió siendo esencialmente la misma. Puede resumirse en una sola
frase, que se repite con variaciones: «No es la conciencia lo que determina la vida,
sino la vida lo que determina la conciencia». [4] Ya aparece ampliada en La ideología
alemana:

Esta concepción de la historia, pues, se basa en exponer el proceso real de


producción —a partir de la producción material de la vida misma— y comprender
la forma de relación conectada con este modo de producción y creada por él, a
saber: la sociedad civil en sus diversas etapas, como base de toda la historia;
describirla en su actuación como el estado y también explicar cómo todos los
diferentes productos teóricos y formas de conciencia, religión, filosofía, moral, etc.,
etc., surgen de ella, y seguir el proceso de su formación desde esa base; así pues, es
posible, por supuesto, presentar todo el asunto en su totalidad (y por consiguiente,
también, la acción recíproca de estos diversos aspectos unos en otros).[5]

Deberíamos señalar de paso que para Marx y Engels el «proceso real de


producción» no es sencillamente la «producción material de la vida misma», sino
algo más amplio. Empleando la justa formulación de Eric Wolf, es «la compleja
serie de relaciones mutuamente dependientes entre la naturaleza, el trabajo, el
trabajo social y la organización social».[6] También deberíamos señalar que los seres
humanos producen tanto con las manos como con la cabeza.[7]

Esta concepción no es historia, sino una guía de la historia, un programa de


investigación. Citando de nuevo La ideología alemana:

Donde la especulación termina, donde la vida real empieza, allí, en


consecuencia, empieza la ciencia real, positiva, la exposición de la actividad
práctica, del proceso práctico de la evolución humana … Cuando se describe la
realidad, la filosofía autosuficiente [die selbständige Philosophie] pierde su medio de
existencia. En el mejor de los casos su lugar sólo puede ocuparlo un resumen de los
resultados más generales, abstracciones que se derivan de la observación de la
evolución histórica de los hombres. Estas abstracciones en sí mismas, divorciadas
de la historia real, no tienen absolutamente ningún valor. Sólo pueden servir para
facilitar la ordenación del material histórico, para indicar la secuencia de sus
estratos separados. Pero en modo alguno proporcionan una receta o esquema,
como sí la proporciona la filosofía, para recortar pulcramente las épocas de la
historia.[8]

La formulación más completa se encuentra en el prefacio de 1859 a


Contribución a la crítica de la economía política. Hay que preguntar, por supuesto, si
uno puede rechazarla y seguir siendo marxista. Sin embargo, está clarísimo que
esta formulación ultraconcisa requiere que se la amplíe: la ambigüedad de sus
términos ha dado pie a un debate en torno a exactamente qué son las «fuerzas» y
«relaciones sociales» de producción, qué constituye la «base económica», la
«superestructura», etcétera. También está clarísimo desde el principio que, dado
que los seres humanos tienen conciencia, la concepción materialista de la historia
es la base de la explicación histórica, pero no la explicación histórica misma. La
historia no es como la ecología: los seres humanos deciden y piensan en lo que
sucede. No está tan claro si es determinista en el sentido de permitimos descubrir
lo que inevitablemente sucederá, a diferencia de los procedimientos generales de la
transformación histórica. Porque es sólo de modo retrospectivo que puede
resolverse firmemente la cuestión de la inevitabilidad histórica, e incluso entonces
sólo como tautología: lo que sucedió era inevitable, porque no sucedió nada más;
por tanto, las otras cosas que podrían haber sucedido tienen una importancia
puramente teórica.

Marx quería demostrar a priori que cierto resultado histórico, el comunismo,


era el fruto inevitable de la evolución de la historia. Pero en modo alguno está claro
que esto pueda probarse por medio del análisis histórico científico. Lo que
resultaba evidente, desde el principio mismo, era que el materialismo histórico no
era determinismo económico: no todos los fenómenos no económicos de la historia
pueden derivarse de fenómenos económicos específicos, y acontecimientos y
fechas en particular no son determinados en este sentido. Incluso los defensores
más rígidos del materialismo histórico dedicaron extensos análisis al papel de la
casualidad y del individuo en la historia (Plejánov); y, sean cuales sean las críticas
filosóficas que puedan hacerse a sus formulaciones, Engels no fue en absoluto
ambiguo sobre esto en sus últimas cartas a Bloch, Schmidt, Starkenburg y otros. El
propio Marx, en textos tan específicos como El dieciocho brumario y sus artículos
periodísticos del decenio de 1850, no nos deja ninguna duda de que su punto de
vista era básicamente el mismo.

En realidad, el argumento crucial sobre la concepción materialista de la


historia se ha referido a la relación fundamental entre ser social y conciencia. Este
se ha centrado no tanto en consideraciones filosóficas («idealismo» frente a
«materialismo», por ejemplo) o incluso en cuestiones político-morales («¿cuál es el
papel del “libre albedrío” y de la acción humana consciente?», «si la situación no
está madura, ¿cómo podemos actuar?»), como en problemas empíricos de historia
comparada y antropología social. Un argumento típico sería que es imposible
distinguir las relaciones sociales de producción de las ideas y los conceptos (esto
es, la base de la superestructura), en parte porque esto mismo es una distinción
histórica retrospectiva, y en parte porque las relaciones sociales de producción las
estructuran la cultura y unos conceptos que no pueden reducirse a ellas. Otra
objeción sería que, como un modo de producción dado es compatible con tipos n
de conceptos, éstos no pueden explicarse mediante reducción a la «base». Así,
sabemos de sociedades que tienen la misma base material pero formas muy
variadas de estructurar sus relaciones sociales, su ideología y otros rasgos
superestructurales. Hasta este punto, las visiones del universo que tienen los
hombres determinan las formas de su existencia social, al menos tanto como éstas
determinan aquéllas. Por consiguiente, lo que determina estas opiniones debe
analizarse de modo muy diferente: por ejemplo, siguiendo a Lévi-Strauss, como
serie de variaciones sobre un número limitado de conceptos intelectuales.

Dejemos de lado la cuestión de si Marx hace abstracción de la cultura. (Mi


opinión personal es que en sus escritos históricos propiamente dichos es
exactamente lo contrario de un reduccionista económico). La verdad básica sigue
siendo que el análisis de cualquier sociedad, en cualquier momento de la evolución
histórica, debe empezar con el análisis de su modo de producción: es decir, de: a) la
forma técnico-económica del «metabolismo entre el hombre y la naturaleza»
(Marx), la manera en que el hombre se adapta a la naturaleza y la transforma por
medio del trabajo; y b) las medidas sociales por medio de las cuales se moviliza,
despliega y asigna el trabajo.

Esto es así hoy. Si deseamos comprender algo de la Gran Bretaña o la Italia


de finales del siglo XX, es obvio que debemos empezar por las transformaciones
masivas del modo de producción que tuvieron lugar en los decenios de 1950 y
1960. En el caso de las sociedades más primitivas, la organización del parentesco y
el sistema de ideas (del cual la organización del parentesco es, entre otras cosas, un
aspecto) dependerán de si se trata de una economía recolectora o de una economía
productora de alimentos. Por ejemplo, como ha señalado Wolf, [9] en una economía
recolectora de alimentos abundan los recursos para quien posea la capacidad de
obtenerlos, y en una economía productora de alimentos (agrícolas o pastoriles) el
acceso a estos recursos es restringido. Es necesario definirla, no sólo aquí y ahora,
sino también a través de las generaciones.

Ahora bien, aunque el concepto de base y superestructura es esencial


cuando se define una serie de prioridades analíticas, la concepción materialista de
la historia es objeto de una crítica más seria. Porque Marx sostiene no sólo que el
modo de producción es primario y que la superestructura debe en algún sentido
ajustarse a «las distinciones esenciales entre seres humanos» que dicho modo
entraña (esto es, las relaciones sociales de producción), sino también que hay una
inevitable tendencia evolutiva a que las fuerzas productivas materiales de la
sociedad se desarrollen y de esta forma entren en contradicción con las relaciones
de producción y sus expresiones superestructurales relativamente inflexibles, que
entonces tienen que ceder. Como ha argüido G. A. Cohen, en tal caso esta
tendencia evolutiva es tecnológica, en el sentido más amplio de la palabra.

El problema no es tanto por qué tiene que existir tal tendencia, ya que es
indiscutible que, a lo largo de la historia del mundo en conjunto, ha existido hasta
el momento presente. El verdadero problema es que esta tendencia es
patentemente no universal. Podemos encontrar una explicación convincente para
muchos casos de sociedades que no muestran la citada tendencia, o en las cuales
ésta parece detenerse en cierto punto, pero no es suficiente. Podemos afirmar que
existe una tendencia general a progresar de la recolección a la producción de
alimentos (donde ésta no sea imposible o innecesaria por razones ecológicas), pero
no podemos afirmar que exista en el caso de los modernos avances de la tecnología
y la industrialización, que han conquistado el mundo desde una y sólo una base
regional.
Esto parece crear una situación sin salida. O bien no existe una tendencia
general a que las fuerzas materiales de producción de la sociedad se desarrollen, o
sólo lo hagan hasta cierto punto; y entonces la evolución del capitalismo occidental
debe explicarse sin referencia primaria a tal tendencia general, y la concepción
materialista de la historia puede usarse, cuanto más, para explicar un caso especial.
(Señalo de paso que rechazar la opinión de que los hombres actúan
constantemente de un modo que tiende a incrementar su control de la naturaleza
es a la vez poco realista y genera grandes complicaciones históricas y de otra clase).
O, en caso contrario, existe dicha tendencia histórica general, y entonces tenemos
que explicar por qué no ha funcionado en todas partes, o incluso por qué en
muchos casos (China, por ejemplo) es evidente que se ha contrarrestado de manera
eficaz. Al parecer, sólo la fuerza, la inercia o alguna otra fuerza de la estructura y la
superestructura sociales por encima de la base material podrían haber detenido el
movimiento de dicha base.

A mi modo de ver, esto no crea un problema insuperable para la concepción


materialista de la historia como modo de interpretar el mundo. El propio Marx,
que distaba mucho de ser unilineal, ofreció una explicación de por qué algunas
sociedades evolucionaron de la Antigüedad clásica al capitalismo pasando por el
feudalismo, y también de por qué otras sociedades (un conjunto inmenso que Marx
agrupó de forma general bajo el modo asiático de producción) no siguieron el
mismo proceso. Sin embargo, sí crea un problema muy difícil para la concepción
materialista de la historia como manera de cambiar el mundo. El núcleo del
argumento de Marx al respecto es que la revolución tiene que venir porque las
fuerzas de producción han alcanzado, o deben alcanzar, un punto en el cual son
incompatibles con el «tegumento capitalista» de las relaciones de producción. Pero
si se puede demostrar que en otras sociedades no ha habido ninguna tendencia a
que las fuerzas materiales crezcan, o que su crecimiento ha sido controlado,
desviado o la fuerza de la organización y la superestructura sociales le ha
impedido que causara una revolución en el sentido del Prefacio de 1859, entonces,
¿por qué no iba a suceder lo mismo en la sociedad burguesa? Por supuesto, es
posible e incluso relativamente fácil formular una defensa histórica más modesta
de la necesidad o tal vez la inevitabilidad del paso del capitalismo al socialismo.
Pero entonces perderíamos dos cosas que eran importantes para Karl Marx y,
desde luego, para sus seguidores (incluido yo): a) la sensación de que el triunfo del
socialismo es el final lógico de toda la evolución histórica hasta la fecha; y b) la
sensación de que señala el final de la «prehistoria» por cuanto no puede y no
quiere ser una sociedad «antagónica».

Esto no afecta al valor del concepto de «modo de producción», que el


Prefacio de 1859 define como «el conjunto de las relaciones productivas que
constituyen la estructura económica de una sociedad y forman el modo de
producción de los medios materiales de existencia». Sean cuales sean las relaciones
sociales de producción, y sean cuales sean las otras funciones que puedan tener en
la sociedad, el modo de producción constituye la estructura que determina qué
forma tomarán el crecimiento de las fuerzas productivas y la distribución del
excedente, cómo la sociedad puede o no puede cambiar sus estructuras y cómo, en
momentos apropiados, puede ocurrir u ocurrirá la transición a otro modo de
producción. También determina la serie de posibilidades superestructurales. En
resumen, el modo de producción es la base de nuestra comprensión de la variedad
de sociedades humanas y sus interacciones, así como de su dinámica histórica.

El modo de producción no es idéntico a la sociedad: la «sociedad» es un


sistema de relaciones humanas, o, para ser más exactos, de relaciones entre grupos
humanos. El concepto «modo de producción» sirve para identificar las fuerzas que
guían la alineación de estos grupos; lo cual puede hacerse de diferentes maneras en
distintas sociedades, dentro de ciertos límites. ¿Forman los modos de producción
una serie de etapas evolutivas, ordenadas cronológicamente o de otra manera?
Parece que poca duda cabe de que el propio Marx consideraba que formaban una
serie en la cual la creciente emancipación del hombre respecto de la naturaleza y el
creciente control que ejercía sobre ella afectaban tanto a las fuerzas como a las
relaciones de producción. Según esta serie de criterios, podría pensarse que los
diversos modos de producción se encuentran dispuestos en orden ascendente. Pero
si bien está claro que no puede considerarse que algunos de estos modos sean
anteriores a otros (por ejemplo, considerar que los que requieren la producción de
artículos básicos o máquinas de vapor son anteriores a los que no la requieren), la
lista de modos de producción de Marx no tiene por objeto formar una sucesión
cronológica unilineal. De hecho, se observa que en todas las etapas de la evolución
humana menos las primeras diversos modos de producción han coexistido e
interactuado.

Un modo de producción encama tanto un programa determinado de


producción (una manera de producir basándose en determinada tecnología y
determinada división productiva del trabajo) como «una serie específica, histórica,
de relaciones sociales a través de las cuales se emplea el trabajo para arrancar
energía de la naturaleza por medio de herramientas, habilidades, organización y
conocimiento» en una fase dada de su evolución, y a través de las cuales el
excedente producido socialmente se hace circular, se distribuye y se usa para la
acumulación o algún otro propósito. Una historia marxista debe considerar ambas
funciones.
En esto radica la deficiencia de un libro muy original e importante del
antropólogo Eric Wolf: Europe and the Peoples without History. El libro trata de
demostrar cómo la expansión mundial y el triunfo del capitalismo han afectado a
las sociedades precapitalistas que ha integrado en su sistema mundial; y cómo el
capitalismo se ha visto, a su vez, modificado y moldeado por el hecho de
encontrarse incrustado, en cierto sentido, dentro de una pluralidad de modos de
producción. Es un libro sobre conexiones más que causas, aunque las conexiones
pueden resultar esenciales para el análisis de las causas. Expone de modo brillante
una manera de captar «los rasgos estratégicos de … [la] variabilidad» de diferentes
sociedades; esto es, cómo podrían o no podrían modificarse a causa del contacto
con el capitalismo. Por cierto, que también proporciona una guía iluminadora de
las relaciones entre los modos de producción y las sociedades dentro de ellos y sus
ideologías o «culturas».[10] Lo que no hace —ni, de hecho, se propone hacer— es
explicar los movimientos de la base material y la división del trabajo y, por ende,
las transformaciones de los modos de producción.

Wolf trabaja con tres modos de producción amplios o «familias» de ellos: el


«modo ordenado por el parentesco», el modo «tributario» y el «modo capitalista».
Pero si bien tiene en cuenta la conversión de las sociedades cazadoras y
recolectoras de alimentos en sociedades productoras dentro del modo ordenado
por el parentesco, su modo «tributario» es un vasto continuo de sistemas que
incluye tanto lo que Marx llamó «feudal» como lo que llamó «asiático». En todos
ellos, los que se apropian del excedente son en esencia grupos gobernantes que
ejercen la fuerza política y militar. Hay mucho que decir a favor de esta
clasificación amplia, sacada de Samir Amin, pero su inconveniente radica en que
está claro que el modo «tributario» incluye sociedades que se encuentran en etapas
muy diferentes de la capacidad productiva: de los señores feudales occidentales de
la Alta Edad Media al imperio chino; de economías sin ciudades a economías
urbanizadas. Sin embargo, sólo toca de manera periférica el análisis del problema
esencial de por qué, cómo y cuándo una variante del modo tributario generó el
capitalismo desarrollado.

En resumen, el análisis de los modos de producción debe basarse en el


estudio de las fuerzas materiales de producción que existan: el estudio, esto es,
tanto de la tecnología como de su organización, y del aspecto económico. Porque
no olvidemos que en el mismo Prefacio, cuyo pasaje posterior se cita tan a menudo,
Marx arguyó que la economía política era la anatomía de la sociedad civil. No
obstante, en un sentido el análisis tradicional de los modos de producción y su
transformación debe ampliarse, y, en realidad, así lo han hecho obras marxistas
recientes. La transformación real de un modo en otro se ha visto con frecuencia en
términos causales y unilineales: se arguye que dentro de cada modo hay una
«contradicción básica» que genera la dinámica y las fuerzas que llevarán a su
transformación. Dista mucho de estar claro que esta opinión sea del propio Marx
—excepto para el capitalismo— y, desde luego, ocasiona grandes dificultades e
interminables debates, especialmente en relación con el paso del feudalismo al
capitalismo en Occidente.

Parece más útil formular los dos supuestos siguientes. En primer lugar, que
los elementos básicos dentro de un modo de producción que tienden a
desestabilizarlo entrañan la posibilidad, más que la certeza, de la transformación,
pero, según la estructura del modo, también fijan ciertos límites para la clase de
transformación que es posible. En segundo lugar, que los mecanismos que
conducen a la transformación de un modo en otro pueden no ser exclusivamente
internos, es decir, estar dentro de dicho modo, sino que tal vez surjan de la
conjunción y la interacción de sociedades estructuradas de manera diferente. En
este sentido, toda evolución es mixta. En vez de buscar sólo las condiciones
regionales específicas que llevan a la formación de, pongamos por caso, el sistema
peculiar de la Antigüedad clásica en el Mediterráneo, o a la transformación del
feudalismo en capitalismo dentro de los feudos y las ciudades de la Europa
occidental, deberíamos examinar los diversos caminos que llevan a las confluencias
y encrucijadas en las cuales, en cierta etapa de la evolución, se encontraron estas
zonas.

Gracias a este planteamiento —que a mí me parece que se ajusta


perfectamente al espíritu de Marx, y para el cual, si hace falta, puede encontrarse
alguna autoridad textual— resulta más fácil explicar la coexistencia de sociedades
que avanzan más por el camino que lleva al capitalismo y sociedades que no
evolucionaron de esta manera hasta que el capitalismo penetró en ellas y las
conquistó. Pero también llama la atención sobre el hecho, del cual son cada vez
más conscientes los historiadores del capitalismo, de que la evolución misma de
este sistema es mixta: que edifica sobre materiales que ya existen, utilizándolos y
adaptándolos, pero viéndose a su vez determinada por ellos. El estudio reciente de
la formación y la evolución de las clases trabajadoras ha ilustrado este extremo. De
hecho, una de las razones por las cuales durante los últimos veinticinco años de la
historia del mundo se han producido transformaciones sociales tan hondas es que
tales elementos precapitalistas, que hasta ahora eran partes esenciales del
funcionamiento del capitalismo, finalmente han resultado demasiado erosionados
por el desarrollo capitalista para seguir desempeñando su importantísimo papel.
Pienso, por supuesto, en la familia.
Permítanme volver ahora a los ejemplos de la importancia singular que
Marx tiene para los historiadores que cité al empezar esta charla. Marx sigue
siendo la base esencial de todo estudio apropiado de la historia, porque —de
momento— sólo él ha tratado de formular un planteamiento metodológico de la
historia en conjunto, así como de considerar y explicar todo el proceso de la
evolución social de la humanidad. En esto es superior a Max Weber, su único rival
verdadero como influencia teórica en los historiadores, y en muchos sentidos un
importante complemento y correctivo. Puede concebirse una historia basada en
Marx sin aditamentos weberianos, pero la historia weberiana es inconcebible
excepto en la medida en que tome a Marx, o al menos a la Fragestellung marxista,
como punto de partida. Investigar el proceso de la evolución social de la
humanidad significa hacer el tipo de preguntas que formula Marx, aunque no se
acepten todas sus respuestas. Pasa lo mismo si deseamos responder a la segunda
gran pregunta que se encuentra implícita en la primera: esto es, ¿por qué esta
evolución no ha sido uniforme y unilineal, sino extraordinariamente desigual y
combinada? Aparte de las de Marx, las únicas respuestas que se han sugerido son
en términos de la evolución biológica (por ejemplo, la sociobiología), pero resulta
evidente que no son satisfactorias. Marx no dijo la última palabra —lejos de ello—,
pero sí dijo la primera, y seguimos obligados a continuar el discurso que él
empezó.

El tema de la presente charla es Marx y la historia y no es mi misión prever


el debate en torno a cuáles son o deberían ser los principales temas para los
historiadores marxistas de hoy. Pero no quisiera concluir sin hablarles de dos
temas que me parece que exigen atención urgente. El primero ya lo he
mencionado: es la naturaleza mixta y combinada de la evolución de cualquier
sociedad o sistema social, su interacción con otros sistemas y con el pasado. Es, si
lo desean, la ampliación de la famosa máxima de Marx según la cual los hombres
hacen su propia historia, pero no como ellos quieren, «en circunstancias que se
encuentran, dan y transmiten directamente desde el pasado». El segundo es la
clase y la lucha de clases.

Sabemos que ambos conceptos son esenciales para Marx, al menos en el


análisis de la historia del capitalismo, pero también sabemos que los conceptos
están mal definidos en sus escritos y han provocado muchos debates. Gran parte
de la historiografía marxista tradicional no ha logrado resolver el problema y a
causa de ello se ha visto en dificultades. Permítanme que les ponga un solo
ejemplo. ¿Qué es una «revolución burguesa»? ¿Podemos pensar que una
«revolución burguesa» la «hace» una burguesía, es el objetivo de la lucha de una
burguesía por el poder contra un antiguo régimen o clase gobernante que
obstaculiza la institución de una sociedad burguesa? ¿O cuándo podemos pensar
en ella de esta manera? La crítica actual de las interpretaciones marxistas de las
revoluciones inglesas y la francesa ha sido eficaz, en gran parte porque ha
demostrado que semejante imagen tradicional de la burguesía y de la revolución
burguesa no es apropiada. Deberíamos haberlo sabido. Como marxistas o, de
hecho, como observadores realistas de la historia, no seguiremos a los críticos y
negaremos la existencia de tales revoluciones, ni vamos a negar que las
revoluciones inglesas del siglo XVII y la revolución francesa supusieron cambios
fundamentales y reorientaciones «burguesas» de las respectivas sociedades. Pero
tendremos que pensar con mayor exactitud sobre lo que significan.

¿Cómo, entonces, podemos resumir el efecto de Marx en la manera de


escribir historia cien años después de su muerte? Podemos hacer cuatro
observaciones esenciales.

La influencia de Marx en los países no socialistas es sin duda mayor entre los
historiadores de hoy que entre los de cualquier otra época de mi propia vida —y
mi memoria se remonta a cincuenta años atrás— y, probablemente, mayor que en
cualquier otro momento desde su muerte. (Obviamente, la situación en los países
comprometidos de forma oficial con sus ideas no es comparable). Esto es necesario
decirlo porque en el momento actual se observa una tendencia bastante
generalizada entre los intelectuales, especialmente en Francia e Italia, a alejarse de
Marx. El hecho es que la influencia de Marx puede verse no sólo en el número de
historiadores que afirman ser marxistas, aunque es muy elevado, y en el número
de los que reconocen su importancia histórica (como, por ejemplo, Braudel en
Francia, la escuela de Bielefeld en Alemania), sino también en el gran número de
historiadores exmarxistas, a menudo eminentes, que mantienen el nombre de Marx
delante del mundo (como Postan). Además, muchos elementos que, hace cincuenta
años, subrayaban principalmente los marxistas y forman ahora parte de la
corriente principal de la historia. Es verdad que esto no se ha debido sólo a Karl
Marx, pero probablemente el marxismo ha sido la influencia principal en la
«modernización» de la forma de escribir historia.

Tal como se escribe y comenta hoy, al menos en la mayoría de los países, la


historia marxista toma a Marx en su punto de partida y no en su punto de llegada.
No quiero decir que discrepe necesariamente de los textos de Marx, aunque esté
dispuesta a discrepar de ellos cuando contengan errores de hecho o hayan perdido
vigencia. Está claro que así ocurre en el caso de sus puntos de vista sobre las
sociedades orientales y el «modo de producción asiático», pese a que sus
percepciones solían ser brillantes y profundas, y también en el caso de sus puntos
de vista sobre las sociedades primitivas y su evolución. Como ha señalado un libro
reciente sobre el marxismo y la antropología escrito por un antropólogo marxista:
«El conocimiento que Marx y Engels tenían de las sociedades primitivas era del
todo insuficiente como base para la antropología moderna». [11] Tampoco quiero
decir que la historia desee necesariamente modificar o abandonar las líneas
principales de su concepción materialista, aunque esté dispuesta a considerarlas
con espíritu crítico donde sea necesario. Personalmente, no quiero abandonar la
concepción materialista de la historia. Pero la historia marxista, en sus versiones
más fructíferas, más que comentar los textos de Marx lo que hace ahora es utilizar
sus métodos, excepto en los casos en que esté claro que tales textos merecen
comentarse. Tratamos de hacer lo que el propio Marx todavía no hizo.

La historia marxista es hoy plural. Una única interpretación «correcta» de la


historia no es un legado que nos dejó Marx: pasó a formar parte del patrimonio del
marxismo, especialmente a partir de alrededor de 1930, pero esto ya no se acepta ni
es aceptable, al menos allí donde las personas puedan elegir. Este pluralismo tiene
sus desventajas. Son más obvias entre las personas que teorizan sobre la historia
que entre las que la escriben, pero son visibles incluso entre estas últimas. No
obstante, da lo mismo que pensemos que estas desventajas son mayores o menores
que las ventajas, lo cierto es que el pluralismo de la obra marxista de hoy es un
hecho ineludible. En realidad, nada malo hay en ello. La ciencia es un diálogo entre
puntos de vista diferentes basado en un método común. Sólo deja de ser ciencia
cuando no hay ningún método para decidir cuál de las opiniones enfrentadas es
errónea o menos fructífera. Por desgracia, esto es frecuente en historia, pero en
modo alguno es privativo de la historia marxista.

La historia marxista de hoy no está, y no puede estar, aislada del resto del
pensamiento y el estudio históricos. Esta afirmación tiene dos vertientes. Por un
lado, los marxistas ya no rechazan —excepto como fuente de materia prima para
su trabajo— los escritos de los historiadores que no afirman ser marxistas o que, de
hecho, son antimarxistas. Si tales escritos son buenos, hay que tenerlos en cuenta.
Esto, sin embargo, no nos impide criticar ni librar una batalla ideológica incluso
contra los buenos historiadores que actúan como ideólogos. Por otro lado, el
marxismo ha transformado hasta tal punto la corriente principal de la historia, que
con frecuencia es hoy imposible distinguir si determinada obra la ha escrito un
marxista o un no marxista, a menos que el autor o la autora declare su postura
ideológica. No es motivo para lamentarse. Me gustaría que en el futuro nadie
preguntase si los autores son marxistas o no, porque entonces los marxistas
podrían sentirse satisfechos de la transformación de la historia conseguida por
medio de las ideas de Marx. Pero estamos lejos de semejante utopía: las luchas
ideológicas y políticas, de clase y de liberación del siglo XX hacen que incluso sea
impensable. En el futuro inmediato tendremos que defender a Marx y al marxismo
dentro y fuera de la historia, contra quienes los atacan por motivos políticos e
ideológicos. Al defenderlos, defenderemos también la historia, y la capacidad del
hombre para comprender cómo el mundo ha llegado a ser lo que es hoy, y cómo
puede el género humano avanzar hacia un futuro mejor.
12. TODOS LOS PUEBLOS TIENEN HISTORIA

Este es un análisis más completo del importante estudio de Eric Wolf, Europe and
the Peoples without History, utilizado en el capítulo precedente. Se publicó en el Times
Literary Supplement, 28 de octubre de 1983.

El célebre descubrimiento que hace el niño en el cuento de Andersen —que


el emperador no llevaba ropa— entrañaba otra proposición: que debería llevar
algunas prendas. Pero ¿de qué clase? No se necesita más que el sentido común de
un profano en la materia para señalar, pese al escepticismo historiográfico de
moda, que las ciencias sociales y la historia misma necesitan «una historia que sea
capaz de explicar cómo nació el sistema social del mundo moderno y que se
esfuerce por entender analíticamente todas las sociedades, incluida la nuestra». Se
necesita un esfuerzo considerable por parte de una gran inteligencia y una gran
lucidez mental, por no hablar de muchas lecturas y mucho valor, para bosquejar
cómo podría construirse una historia dotada de semejantes características,
tomando por ejemplo toda la evolución del mundo desde más o menos 1400. Eso y
nada menos es lo que se propone hacer el libro de Eric Wolf.

Wolf cuenta con una preparación excepcional para acometer esta tarea. A
diferencia de la mayoría de los antropólogos anglonorteamericanos, se le conoce
menos por «su» tribu o región que por su tema: la gente que se dedica a la
agricultura. Su libro Los campesinos (1966) es la mejor introducción al tema que
existe y el gran público conoce a su autor por un estudio del elemento campesino
en las revoluciones de nuestro tiempo, Peasant Wars of the Twentieth Century. Ha
publicado obras no sólo sobre su especialidad, es decir, la América Central, las
haciendas, las plantaciones y los campesinos, sino también sobre los orígenes del
islamismo y sobre la formación de naciones. Es coautor de The Hidden Frontier
(1974), soberbio estudio histórico-antropológico de dos comunidades tirolesas
vecinas pero de diferente etnia y lectura esencial para los estudiosos de la
nacionalidad moderna. Como es natural, está asociado desde hace mucho tiempo
con la primera revista interdisciplinaria moderna de su clase, Comparative Studies in
Society and History.
La tradición antropológica contra la cual se rebela Wolf es la que trata a las
sociedades humanas (esto es, en la práctica las micropoblaciones que han sido
objeto de trabajo de campo y monografías) como sistemas independientes, que se
reproducen por sí mismos e idealmente se estabilizan también por sí mismos. Pero
Wolf arguye que ninguna tribu o comunidad es o ha sido alguna vez una isla, y el
mundo, que es una totalidad de procesos o sistemas interrelacionados, no es y
nunca ha sido una suma de grupos y culturas humanos independientes. Lo que
aparece como invariable y que se reproduce por sí mismo es no sólo el resultado de
hacer frente al constante y complejo proceso de tensiones internas y externas, sino
que a menudo es fruto del cambio histórico. Lo que les sucedió a los mundurucú
del valle del Amazonas, que pasaron del patrilocalismo y el patrilinealismo a la
desacostumbrada combinación de matrilocalismo y asignación patrilineal, bajo el
efecto del auge del caucho brasileño, probablemente les había sucedido a muchas
de las «tribus» que encontraron los etnógrafos del siglo XIX y a las que se
consideró vestigios prehistóricos o ahistóricos «primitivos», como algún celacanto
humano colectivo. No hay ningún pueblo sin historia o que se pueda comprender
sin ella. Su historia, al igual que la nuestra, es incomprensible fuera de su marco en
un mundo más amplio (que ha pasado a ser limítrofe con el mundo habitado) y,
ciertamente, en el último medio milenio no se puede comprender excepto por
medio de las intersecciones de diferentes tipos de organización social, cada uno de
ellos modificado por la interacción con los demás.

Para los historiadores interesados en presentar la historia actual en términos


mundiales, este planteamiento tiene la ventaja de darles una justificación auténtica
de su trabajo, que normalmente llevan a cabo sin mejores motivos que los que
inducen a los comercios a describir sus artículos en árabe o japonés, o los que
reflejan la imagen de la política contemporánea (la de las dos veces mal llamadas
«Naciones Unidas») y de la economía contemporánea y evidentemente mundial.
También reduce a la insignificancia los argumentos favorables o contrarios al
eurocentrismo. Que las fuerzas que transformaron el mundo a partir del siglo XV
fueron europeas en sentido geográfico es obvio. El espacio que en un moderno
libro de texto de historia mundial debe ocupar tal o cual región no europea es una
cuestión relativamente trivial, excepto en las aulas de los estados donde se
encuentran tales regiones o para sus diplomáticos culturales. De lo que se trata es
de que la historia consiste en la interacción de entes sociales estructurados (y
repartidos geográficamente) de distintas maneras, los cuales se dan formas nuevas
mutuamente. Europa y no Europa no pueden separarse más que los beduinos y los
sedentarios de Ibn Jaldún: cada una es la historia de la otra.

Wolf arguye que, de hecho, la forma geográfica de interacción es meramente


un aspecto especial de una pauta más general. La historia de las clases trabajadoras
en la sociedad industrial plantea exactamente los mismos problemas que la de las
repercusiones del capitalismo en sociedades en teoría tradicionales
«supuestamente detenidas en algún nivel intemporal de la evolución». «De hecho,
las dos ramas de la historia no son sino una». O, en términos todavía más
generales, tanto si una sociedad exporta capitalismo como si lo importa, tanto si
pertenece al «núcleo» como a la «periferia», se ha desarrollado y evoluciona a
partir de una pluralidad de ordenamientos sociales. En este sentido, en historia
macrocosmo y microcosmo son lo mismo.

¿Cómo debe analizarse esta mezcla de órdenes? El mérito principal del libro
de Wolf no reside en su capacidad de sintetizar críticamente lo que se ha escrito
sobre el mundo desde 1400, anotado en cuarenta y cinco páginas de bibliografía.
Otros pueden hacer igual, corriendo el riesgo inevitable de exponer los flancos al
fuego de los francotiradores especialistas. Reside en el intento de proporcionar una
manera de captar los «rasgos estratégicos de … [la] variabilidad» en los «diferentes
sistemas sociales y entendimientos culturales» que el capitalismo europeo encontró
en su expansión y, por consiguiente, «los procesos fundamentales que funcionan
en la interacción de los europeos con la mayoría de la población del mundo».

La prueba de un libro como este no es, pues, si aceptamos su interpretación


de los anales históricos, o los expertos cuyas conclusiones Wolf acepta, modifica o
reinterpreta. No perdería gran parte de su interés si, pongamos por caso, resultara
que el concepto de las «ondas largas» del desarrollo capitalista que Wolf acepta es
insostenible, o que sus fuentes sobre los mundurucú son incorrectas. La cuestión es
más bien si su planteamiento analítico es superior a otros.

Es una cuestión que está relacionada inevitablemente con un planteamiento


marxista de la historia, toda vez que está claro que Wolf asigna un lugar central a
dos conceptos básicamente marxistas: la producción como «el complejo de
relaciones de mutua dependencia entre la naturaleza, el trabajo social y la
organización social» y la cultura o el sistema de ideas que consideramos que se
encuentra «dentro del ámbito definido de un modo de producción que sirve para
poner la naturaleza en condiciones de que el hombre la use». La «mente» para él
no «sigue un rumbo independiente propio». Para los efectos de su libro, la
evolución a largo plazo de la humanidad, o la posible secuencia de formaciones
sociales, no hace al caso y no se analiza, exceptuando comentarios al margen de su
argumento. No se ocupa de la famosa «contradicción» entre el desarrollo de las
fuerzas productivas materiales de la sociedad y las relaciones productivas
existentes, excepto en la medida en que las tensiones estructurales de este tipo
dentro de cualquiera de los «modos de producción» y las que surgen de la
influencia recíproca entre varios modos puedan o no afectar a su problema. Las
ideas marxistas se emplean aquí principalmente para explicar las «interacciones
mundiales de los conjuntos humanos en el último medio milenio, aunque es
evidente que también tienen por objeto explicar las correspondientes a cualquier
otro período.

Las posturas concretas de Wolf en los animados debates marxistas


internacionales en torno a la teoría y la historia no tendrán gran interés para los no
especialistas, como no lo tienen tampoco sus discrepancias específicas con varias
escuelas de antropólogos. Las largas notas bibliográficas, en las cuales habla de sus
fuentes y sus deudas intelectuales, arrojan un poco de luz sobre estas cuestiones.
Cabría señalar meramente que lo que más le interesa no son las relaciones causales,
sino la variabilidad y la combinación. De ahí la importancia fundamental que para
su análisis tienen varios «modos de producción», esto es, la «movilización social, el
despliegue y la asignación del trabajo». Porque su valor es precisamente que el
modo de producción «que se usa de forma comparativa … llama la atención sobre
variaciones importantes en los sistemas político-económicos y nos permite
visualizar sus efectos», así como comprender los «apoyos variables y cambiantes»
del desarrollo del capitalismo mundial, que «con frecuencia se hallaban
incrustados en diferentes modos de producción».

Tres «modos» amplios de esta clase tienen una relación directa con su
propósito, el cual, muy sensatamente, no muestra ningún interés por la
clasificación exhaustiva y —cabría añadir— es incompatible con una visión lineal
evolutiva: un «modo capitalista», un «modo tributario» y un «modo ordenado por
el parentesco». Ninguno de ellos es idéntico al concepto de «sociedad», pues éste
pertenece a un nivel diferente de abstracción y tiene un alcance explicativo
diferente. Puede añadirse que Wolf sostiene que cada modo tiende a generar sus
propios tipos de «cultura» o universos simbólicos que, en sus diversas versiones,
generalizan las «distinciones esenciales entre los seres humanos» que cada modelo
entraña.

Su modelo analítico del «modo capitalista» es más o menos clásicamente


marxista. El «modo tributario» es un continuo de sistemas en el cual se extrae
tributo de los productores por medios políticos y militares que van de los sistemas
de poder muy concentrado a los de poder sumamente difuso y varían en sus
formas de recaudar, hacer circular y distribuir el tributo. El «feudalismo» y el
«modo de producción asiático» del debate marxista clásico se consideran entre las
posibles variantes de un modo en el cual los excedentes se extraen esencialmente
de forma no económica. Wolf afirma que los campos más amplios que constituye la
interacción política y comercial de las sociedades tributarias tienen su equivalente
en «civilizaciones» o zonas de ideología con un modelo predominante del orden
cósmico, que tiende a girar alrededor de una sociedad tributaria hegemónica que
ocupa un lugar central en cada zona.

La dinámica histórica de tales sociedades estaba, al menos en el viejo


mundo, estrechamente ligada al flujo y reflujo de poblaciones pastoriles nómadas
—que se analizan con agudeza—, pero también «al ensanchamiento y el
estrechamiento de la transferencia del excedente mediante el comercio por tierra».
Porque, con excepciones bastante raras (por ejemplo, donde todo el excedente se
consume en el lugar mismo o, como quizá entre los incas, donde virtualmente no
hay comercio), la distribución del excedente suele depender en parte de comprar y
vender, y de grupos especiales que se dedican a estas actividades. Esto y la
actividad mercantil que forma parte esencial del modo tributario requieren control,
si se quiere que la comercialización de las mercancías y los servicios sobre los que
se apoya el poder tributario no corran el riesgo de «una reorganización de las
prioridades sociales» que la aleje de los gobernantes políticos, o militares. En
determinadas circunstancias, como ocurrió en la Europa medieval y más adelante,
cuando los comerciantes europeos, respaldados por el poder independiente, se
inmiscuyeron en sociedades no europeas, ejercer dicho control se vuelve difícil. Sin
embargo, a diferencia de Weber y de marxistas «del mercado mundial» como
Frank y Wallerstein, Wolf insiste en la simbiosis básica del comercio y los modos
precapitalistas. El capitalismo pasa a ser dominante sólo con la industrialización.
Mientras la producción estuvo dominada por el tributo y el parentesco, la
actividad mercantil no conduce automáticamente al capitalismo, aunque podría
tender en esa dirección haciendo que los productores directos dependan del
mercado, como en la «protoindustria» o, indirectamente, extendiendo la
esclavitud. A juicio de Wolf, «el trabajo de los esclavos nunca ha constituido un
importante modo independiente de producción, sino que ha desempeñado un
papel secundario proporcionando mano de obra bajo todos los modos», en
especial, para el capitalismo, durante su expansión en ultramar.

El parentesco, en el «modo ordenado por el parentesco», no se considera


esencialmente un mecanismo para la regulación social de la descendencia biológica
ni un sistema de construcciones simbólicas (aunque obviamente es ambas cosas
también), sino una manera de ordenar el trabajo social y el acceso a él. Las maneras
de instaurar tales derechos y reivindicaciones son muy variadas, pero está claro
que son más sencillas donde los recursos están distribuidos ampliamente y a
disposición de cualquier persona sana (como en las «bandas» recolectoras de
alimentos) que donde están restringidos, como ocurre cuando el cultivo de plantas
o la cría de animales transforma la naturaleza.

Esta segunda situación entraña no sólo una división social del trabajo
bastante más compleja, sino «un cuerpo transgeneracional de reivindicaciones y
contrarreivindicaciones respecto del trabajo social» mediante genealogías reales o
ficticias, y los elementos de un orden político-social desigual que amenaza con
sobrepasar los límites del parentesco. Es posible contenerlo mientras no haya otro
mecanismo, para agregar o movilizar mano de obra aparte de las relaciones
concretas que haya instaurado el parentesco, esto es, mientras las alianzas y las
oposiciones no sean entre clases de personas y los gobernantes en potencia no
puedan echar mano de recursos exteriores. Parece que el modo ordenado por el
parentesco se convierte en sociedad de clases, y con ella en sociedades poseedoras
de estados, ya sea por medio de la transformación de los linajes «de jefes» en una
clase gobernante, en especial cuando tales aristocracias «proceden a conquistar y
gobernar a poblaciones extranjeras», o cuando grupos ordenados por el parentesco
pasan a relacionarse con sociedades tributarias o capitalistas que pueden ofrecer a
los jefes recursos externos y, por ende, «posibles seguidores ajenos al parentesco y
libres de la carga que el mismo comporta». De ahí, según arguye Wolf, la
escandalosa disposición de los jefes a colaborar con los europeos que se dedicaban
a la trata de esclavos y al comercio de pieles.

Ni «Europa» ni el «pueblo sin historia» en sus diversas versiones de modos


precapitalistas hubieran evolucionado como evolucionaron sin los otros.

Sin embargo, si la relación es bilateral, es también claramente asimétrica.


Exceptuando algunos matices, Wolf tiene poco que añadir a lo mucho que se ha
escrito sobre la expansión europea y su importancia para el desarrollo del
capitalismo. Lo que resultará nuevo para la mayoría de los lectores, especialmente
los que hayan sido educados en la historia convencional, es su forma de tratar las
sociedades no europeas y su adaptación bajo el efecto de la penetración capitalista.
El estudio inicial del mundo en 1400 es muy recomendable. No sólo es una
introducción excelente para el profano en la materia —entre otras cosas por su
sentido de la geografía humana—, sino también un análisis esclarecedor y crítico
no exento de interpretaciones originales, en especial sobre la India, de las virtudes
y los defectos de las sociedades nómadas pastoriles, de la estructura de castas de la
India, del este y el sureste de Asia, así como de la América precolombina, de la
cual, como es comprensible, se ocupa de modo más extenso.

Gran parte de lo que dice Wolf sobre la transformación de la sociedad bajo el


efecto del comercio y la conquista europeos será nuevo para toda persona que no
haya seguido los notables y recientes avances de la etnohistoria y la historia de
África e Indoamérica. Virtualmente todo lo que dice sobre ello es apasionante. La
pura novedad histórica de configuraciones culturales en apariencia «primitivas»
como las de los indios de las praderas (adoptadas «en el transcurso de unos pocos
años» por pedestres cazadores-recolectores y pastores que usaban el caballo y las
armas de fuego importados de Europa); el efecto del comercio de pieles europeo en
la economía, la política y la cultura de los hurones, los iroqueses y los cree; y los
diferentes efectos del comercio de pieles ruso en Asia y Norteamérica: todas estas
cosas ofrecerán perspectivas nuevas a la mayoría de nosotros. Como es natural, a
Wolf le resulta muy útil su especialización en América Latina. Sus colegas
antropólogos sin duda no tardarán en demostrar si aceptan la «visión histórica»
que él hace de algunos de los pueblos que fueron el tema de varias de las
monografías más célebres de esta especialidad.

La principal virtud del libro de Wolf —el hecho de que se concentre en la


interacción, la mezcla y la modificación mutua— es a la vez su mayor defecto, ya
que tiende a no prestar la debida atención a la naturaleza del dinamismo que ha
impulsado al mundo en su recorrido desde la prehistoria hasta las postrimerías del
siglo XX. Este es un libro sobre relaciones más que sobre causas. O, mejor dicho, el
autor ha replanteado los problemas de la génesis y la evolución del capitalismo de
forma menos fundamental que los de las interconexiones esenciales para él. No
cabe duda de que esta tarea es más apropiada para los historiadores que para los
antropólogos. Su descripción del desarrollo del capitalismo es una aportación útil a
un debate en el que en modo alguno participan sólo los marxistas y que en tiempos
recientes ha recuperado gran parte de su viveza y es valioso principalmente
porque señala de modo claro aspectos que suelen pasarse por alto como, por
ejemplo, por qué la fuerza laboral del capitalismo evolucionó como «mano de obra
libre» y no de alguna otra forma. La aportación más interesante de Wolf al debate
es la que más se acerca a su preocupación principal. Es su insistencia en los
«procesos continuos por medio de los cuales simultáneamente se crean y
segmentan clases trabajadoras», al reclutarse la fuerza laboral «de una amplia
variedad de procedencias sociales y culturales e [insertarse] … en jerarquías
políticas y económicas variables». Hoy en día, «dentro de un mundo cada vez más
integrado, somos testigos del crecimiento de diásporas proletarias cada vez más
diversas». Esta frase, la última de un libro muy impresionante, forma una
conclusión característicamente sugestiva y abierta del mismo.

Europe and the People without History es la obra de una poderosa inteligencia
teórica, pero es una obra inspirada por un sentido vivido de las realidades sociales.
Detrás del análisis de Wolf, moderado en su estilo pero expresado con un notable
don para la exposición concisa y lúcida, hay una trayectoria personal e intelectual
que ha llevado al autor desde Viena y las comunidades obreras de Bohemia
septentrional devastadas por la Gran Depresión, hasta los Estados Unidos y las
plantaciones y campesinos del tercer mundo. Al igual que todos los buenos
antropólogos, es un «observador participante», en este caso de la historia del
mundo que es su tema. Este libro sólo podía escribirlo un «hijo de la tierra que
tiembla», por citar el título de una de las obras del propio Wolf. Es un libro
importante que será muy comentado. El año del centenario de la muerte de Marx
aún no ha terminado, pero cabe dudar que durante el mismo se haya publicado
una obra más original que ilustre con ejemplos la influencia viva de aquel gran
pensador.
13. NOTA SOBRE LA HISTORIA BRITÁNICA Y LOS
ANNALES

En 1978 Immanuel Wallerstein fundó el «Centro Fernand Braudel» en la


Universidad Estatal de Nueva York en Binghamton y, con motivo de la visita del propio
Braudel a la universidad, organizó un coloquio sobre la influencia de este gran historiador
y de la revista Annales: Économies, Sociétés, Civilisations, que heredó de sus fundadores,
Marc Bloch y Lucien Febvre. Mis comentarios sobre la influencia de la historia francesa en
Gran Bretaña aparecieron en Review, 1 (invierno-primavera de 1978), pp. 157-162.
Constituyen un puente entre los capítulos precedentes y los siguientes.

Quisiera añadir una o dos apostillas sobre la acogida que Annales tuvo en
Gran Bretaña.

La primera observación que me gustaría hacer es que lo que ha influido en


Inglaterra, en la medida en que podamos hablar de influencia, no es tanto Annales
concretamente como lo que podríamos llamar la nouvelle vague francesa en la
historia. Annales es parte de esto y, desde luego, es una parte cada vez más
importante, gracias a la triple significación de Fernand Braudel. En primer lugar,
influyó por ser el autor de un gran libro que —y en esto me parece que discrepo de
Peter Burke— leímos con gran apasionamiento muchos de nosotros, casi desde el
momento en que apareció, y que ha sido influyente de varias maneras que no es
muy fácil definir. En segundo lugar, a partir de cierto momento, dejó su huella en
nosotros como director de la propia Annales. Y, en tercer lugar, y tal vez sea lo más
importante, es el hombre que convirtió la VI e Section de la École Pratique, que
ahora es la Escuela de Estudios Superiores de Ciencias Sociales, en el motor y el
centro principal de las ciencias sociales francesas durante el período de una
generación. Con ello integró gradualmente la mayor parte de lo que acabo de
llamar nouvelle vague en la historia francesa y la asoció con los Annales y este grupo
y la introdujo en el ámbito de los mismos.

No digo esto sencillamente para expresar —cosa que me gustaría hacer de


paso— el aprecio que me inspiran Fernand Braudel y los largos años de amistad
con él, sino como explicación de por qué estamos hablando de los efectos de los
Annales, mientras que, en realidad, nos estamos ocupando de los efectos de un
fenómeno más amplio en la historia francesa. Por ejemplo, hemos oído decir que,
en Polonia, ponían en la misma categoría a Labrousse y Braudel y personas así. A
ojos de los polacos, no había ninguna distinción muy clara entre ellos. En general,
ocurre lo mismo en Inglaterra. En ciertos sentidos, era Labrousse tanto como Marc
Bloch y más que Lucien Febvre; era Georges Lefebvre tanto como Braudel.
Nosotros los considerábamos a todos parte de una escuela francesa que
admirábamos y que en Inglaterra muchos teníamos por lo más interesante en
historiografía. Pero, por supuesto, esta historiografía fue concentrándose y
centrándose progresivamente en los Annales.

Esta es una cuestión. Hay una segunda. Pienso que Peter Burke exagera un
poco el retraso con que los Annales y los principales historiadores franceses fueron
acogidos en Gran Bretaña. Pienso que a algunos de nosotros, al menos en
Cambridge, nos dijeron que leyéramos los Annales ya en el decenio de 1930. Lo que
es más, cuando Marc Bloch vino y nos habló en Cambridge —todavía lo recuerdo
como el gran momento que entonces pareció y fue— nos fue presentado como el
más grande de los medievalistas vivos, pienso que con mucha razón. Quizá fue
debido en concreto a un fenómeno local, la presencia en Cambridge de Michael
Postan, que a la sazón ocupaba la cátedra de historia económica y era un hombre
de afinidades insólitamente cosmopolitas y amplios conocimientos. Pero también
se debió a otro fenómeno que ya se ha mencionado en esta conferencia, a saber: la
curiosa confluencia, por medio de la historia económica, del marxismo y la escuela
francesa. Fue en el terreno de la historia económica y social —que, por supuesto,
figuraba al principio en la cabecera de los Annales— donde nos conocimos. Los
jóvenes marxistas de aquel tiempo encontraban que la única parte de la historia
oficial que tenía algún sentido para ellos, o al menos que podían usar, era la
historia económica, o la historia social y económica. Esta fue, pues, la causa del
encuentro.

¿Puedo añadir que la historia económica, o la historia económica y social, ha


sido el cauce principal de la influencia, la influencia directa y la relación del grupo
de los Annales con la historia británica hasta la generación de Peter Burke? En
algunos aspectos, la organización de la historia económica en el mundo, por medio
de los Congresos y la Asociación de Historia Económica Internacional, fue durante
mucho tiempo un condominio anglofrancés y gran parte de la representación
francesa en el mismo la integraban precisamente las personas con las que a los
historiadores económicos ingleses del tipo que fuera les resultaba más fácil
colaborar, esto es, Fernand Braudel y sus colegas, discípulos y alumnos.
Menciono esto de paso, pero también me gustaría mencionar brevemente
otra cosa de paso, el hecho curioso, al que también se han referido anteriores
conferenciantes, de que había existido una relación entre los Annales y los
marxistas. Como dice Peter Burke, en general los marxistas creían estar luchando
en el mismo bando que los Annales, aunque hubo veces, por ejemplo en Francia
durante el decenio de 1950, en que los que estábamos fuera de Francia éramos
criticados por nuestros camaradas de las partes más sectarias del Partido
Comunista francés por colaborar con reaccionarios. Curiosamente, sin embargo,
este sentimiento nunca fue importante en Gran Bretaña. Y esto es extraño porque, a
lo largo de la historia, los marxistas se han mostrado más inclinados a separarse de
las escuelas no marxistas y a señalar en qué se diferenciaban de ellas y por qué los
demás estaban equivocados, que a convergir con ellos o, en todo caso, a trabajar
paralelamente con ellos. Y, pese a ello, como mencionó K. Pomian y confirmó Peter
Burke y también pueden confirmar personas como Rodney Hilton y yo mismo, la
relación entre la izquierda marxista de varios países y los Annales ha sido, por
razones que quizá valga la pena investigar, mucho más amistosa y cooperativa. Tal
vez es por este motivo que en el primer número de Past and Present hicimos
referencia a los Annales, lo cual no quiere decir, pienso yo, que en otros aspectos los
Annales influyeran notablemente en nosotros. Tratábamos de hacer algo distinto y,
pese a ello, respetábamos y deseábamos demostrar nuestro respeto por este gran
predecesor en lo que podríamos denominar «historia de oposición», historia contra
el «establishment». Desde luego, cuando fundamos nuestra revista, ellos ya no iban
contra el «establishment»; habían vencido. Pero eso es otra cuestión.

Sin embargo, pienso que hay una razón más concreta por la cual los Annales
y su grupo ejercieron cierta influencia importante o al menos cierto estímulo en
Gran Bretaña, quizá más de lo que Peter Burke está dispuesto a reconocer. Me
parece que en los años de la posguerra, Francia fue el único país donde se hizo un
esfuerzo constante y sistemático por explorar lo que ahora sabemos —Wallerstein
será el primero en convenir en ello— que fue un período crucial en la evolución del
mundo moderno, a saber: la economía de los siglos XVI y XVII. Por supuesto, el
gran libro de Braudel no es un simple monumento a su interés, sino que también,
en cierto sentido, lo realzó. Pero Braudel no fue el único. Hubo muchos otros en
Francia que también se interesaron por ello: pienso, por ejemplo, en el famoso
artículo que Pierre Vilar escribió entonces, «El tiempo del Quijote», que, aunque de
manera diferente, también se ocupaba de un problema parecido del siglo XVI, la
crisis, la transición al siglo XVII. Y es indudable que fue en los Annales y por medio
de ellos que esta concentración de energías históricas (intelectuales, si así lo
prefieren) francesas, esta fase histórica, encontró su expresión más significativa y
concentrada. No cabe duda de que se debió al interés que el siglo XVI despertaba
tanto en Febvre como en Braudel.

Era algo relativamente nuevo. Los primeros Annales, los de los años treinta,
no tenían este interés en particular en el centro de sus inquietudes. Y tal vez valga
la pena investigar la razón por la cual apareció. Sé por qué surgió entre los
marxistas. Está claro que su aparición se produjo en los primeros años cincuenta
durante un debate en torno al libro Estudios sobre el desarrollo del capitalismo de
Maurice Dobb. Esencialmente, el famoso debate entre Sweezy y Dobb fue en torno
a la cuestión de exactamente dónde nos encontrábamos entre los siglos XV y XVIII,
qué importancia tuvo este período en la evolución de la economía del mundo
moderno. Y muchos, al examinar este difícil problema, nos sentimos atraídos de
forma natural por las personas que en Francia, con un punto de vista diferente —y
espero que Fernand Braudel me perdone si subrayo que él no es marxista—,
habían empezado a interesarse por ello. Durante breve tiempo me atrajo
personalmente la idea de abandonar mi propio siglo para hacer una incursión en el
estudio de la crisis del siglo XVII, y, al examinar ahora mis artículos, encuentro
muchísimas referencias a los Annales, a artículos aparecidos en los Annales, a
personas de los Annales, a Braudel, a Meuvret, a personas de este tipo. ¿En qué otra
parte hubiera encontrado las referencias en aquel entonces? Y, de hecho, al
debatirse el asunto en aquel tiempo, recuerdo que Hugh Trevor-Roper dijo que
esto no era nada nuevo. Los franceses llevaban haciéndolo desde siempre.

Pues tenía razón. Los franceses lo habían hecho siempre y nombrar a Trevor-
Roper demuestra que el interés por este problema no existía en una sola escuela de
historiadores británicos, sino que afectaba a varias. ¿Por qué? También aquí me
parece, al echar la vista atrás, que podemos ver que los siglos XVI y XVII son un
período crucial en la evolución del mundo moderno, pero sigue sin estar claro del
todo por qué a tales alturas nos dio por concentrarnos en este período. Desde
luego, en los primeros años de Past and Present, nos encontramos con que la mayor
parte de los artículos que nos ofrecían se ocupaban de los siglos XVI y XVII. Era en
aquel tiempo un asunto de rabiosa actualidad, por así decirlo. Y pienso que si hubo
cierta unión entre el marxismo y los Annales fue debido al interés por este
problema, que, de la oscura manera en que actúan las disciplinas académicas y las
ciencias, había pasado a ocupar el centro de la atención, al menos entre las
personas con inquietudes económicas y sociales a largo plazo.

Pero dejemos ya las incursiones en la historia y la memoria relacionadas con


la acogida que los Annales tuvieron en Gran Bretaña. Permítanme decir ahora unas
cuantas palabras sobre lo que los Annales hacen en estos momentos, sobre lo que
hacen o, mejor dicho, lo que deberían hacer. No es de nuestra incumbencia decirles
a los Annales lo que deberían hacer. La verdad es que no quiero hablar mucho de la
actual crisis de los Annales. Pienso que no es exagerado hablar de crisis. Revel la
mencionó de una manera. Peter Burke la mencionó cuando dijo que los Annales no
hablaban un lenguaje, sino varios lenguajes entre los cuales no siempre hay una
inteligibilidad mutua total. En todo caso, me parece que esta gran revista pasa
actualmente por una crisis propia de la mitad de la vida, pero la naturaleza exacta
de esta crisis es algo que quizá pueda analizarse en otra parte.

Más bien quiero decir algo relacionado con las referencias muy interesantes,
y pienso que muy útiles, de Peter Burke al problema de la historia de las
mentalidades. En realidad no importa el nombre que demos al tema. Nosotros lo
llamamos «historia de las mentalidades» una vez más para indicar nuestra deuda
con los franceses, que se han interesado sistemáticamente por él, aunque no creo
que esto signifique que los historiadores franceses se hayan ocupado de él más que
otros. Desde luego, pese al enorme valor de las aportaciones de personas asociadas
con los Annales, no creo que en Inglaterra los que se ocupan de la historia de las
«mentalidades» tengan contraída una gran deuda directa con los Annales, excepto
en el campo de la Edad Media, donde me parece que Bloch es claramente
fundamental. Yo diría, por ejemplo, que incluso algunas de las personas que en
Francia han hecho una labor óptima en este campo, al menos en lo tocante al
período más reciente, no pertenecen al grupo de los Annales, aunque han ido
acercándose poco a poco a él. Vovelle es un hombre que ahora está claramente
integrado, por así decirlo, pero que no empezó en los Annales ni cerca de ellos, en
absoluto. Y lo mismo cabe decir de Agulhon, cuyo nombre pienso que debe
mencionarse. Así es como debe ser. Pienso que una de las grandes virtudes de la
escuela de los Annales es precisamente que ha sido lo bastante grande como para
recibir a cualquiera que haga aportaciones tan originales. Desde luego en
Inglaterra, el libro de Georges Lefebvre El gran pánico de 1789 tuvo una importancia
desproporcionada en lo que se refiere a llamar la atención de los que nos
ocupábamos de la historia de la gente corriente, la historia de las masas, sobre el
problema de las mentalidades.

Pero además de estas influencias extranjeras, ha habido importantes


influencias locales o, si quieren, internacionales: por ejemplo, Marx y el marxismo,
incluido Gramsci. En primer lugar, ha subrayado la relación absolutamente
esencial entre el mundo de las ideas y los sentimientos y la base económica, si
quieren, la manera en que las personas se ganan la vida en la producción. En
segundo lugar, después de todo, el modelo marxista de la base y la
superestructura, piensen lo que piensen ustedes de él, entraña una consideración
de la superestructura así como una base, esto es, la importancia de las ideas. No se
reconoce de forma general que en el análisis de la revolución inglesa del siglo XVII
fueron marxistas como Christopher Hill quienes se opusieron de forma constante a
los deterministas económicos puros en lo referente a la importancia del
puritanismo como creencia de la gente y no como si fuese sólo una especie de
espuma encima de las estructuras de clase o los movimientos económicos.

Por otra parte, el marxismo ha insistido en el argumento que ha presentado


Peter Burke, a saber: la importancia crucial de la estructura de clases, de la
autoridad, de los diversos intereses de los gobernantes y los gobernados y las
relaciones entre ellos en el campo de las ideas también. Además de este elemento
marxista, pienso en la doble influencia a la que se ha referido Peter Burke. En
primer lugar, tenemos una tradición nacional de estudio de la cultura en un
sentido casi antropológico cuyos representantes son gente como Raymond
Williams o incluso Edward Thompson, en sus escritos sobre la cultura del siglo
XIX, tanto la alta como la mediana. Han generalizado esto en una historia de las
mentalidades. Pero, más concretamente, pienso en la importancia de la
antropología social. Peter Burke la mencionó. En Gran Bretaña este tipo de
antropología ha sido la disciplina crucial en las ciencias sociales, al menos la única
que algunos historiadores, yo entre ellos, han encontrado siempre interesante y de
la cual siempre hemos podido sacar provecho. No sólo Evans-Pritchard, sino toda
clase de gente, Max Gluckman y su grupo, todo tipo de antropólogos sociales, que
en cierto sentido nos han enseñado o estimulado, aunque pienso que muy pocos
historiadores han tomado los modelos antropológicos sociales en su totalidad. De
hecho, con frecuencia los hemos criticado, y seguimos criticándolos, por no
comprender la evolución histórica. Con todo, el concepto de una sociedad y sus
interacciones, incluidas las mentales, nos ha estimulado muchísimo.

Y esto me lleva a lo último que quería comentar. Tal vez sea debido a este,
digamos, sesgo antropológico social (en el sentido británico) que yo mismo tengo
la sensación de que el futuro de los estudios de la mentalidad es distinto del futuro
de los que han llevado a cabo por lo menos algunos de nuestros colegas franceses.
No es sencillamente el estudio de la otredad de la mentalidad que Peter Burke
mencionó. No es necesario creer en la dualidad de Lévy-Bruhl para pensar que la
gente del siglo XVI realmente parecía pensar de forma muy diferente. Este
descubrimiento de la otredad es importante. Es importante ver, por ejemplo, qué
diferente era el sentido del tiempo en el período preindustrial, como Edward
Thompson y otros han intentado demostrar, descubrir qué diferente era el sentido
de la historia, como Moses Finley ha tratado de señalar al analizar los clásicos. Esto
es muy importante, y hasta que lo hayamos descubierto realmente no podemos
hacer mucho con el pasado.
Sin embargo, mucho menos útil me parece la búsqueda de estructuras
profundas y en particular la búsqueda de la conscience. Puede que sea totalmente
heterodoxo, pero no pienso que los historiadores tengan mucho que aprender de
Freud, que era mal historiador, como se vio siempre que escribió algo relacionado
con la historia. No tengo ninguna opinión sobre la psicología de Freud, pero
considero que el descubrimiento tardío de Freud en Francia, unos cuarenta años
después que el resto del mundo, en modo alguno es un hecho totalmente positivo.
Me parece que fue negativo, en la medida en que dirige la atención hacia el
inconsciente o las estructuras profundas y la distrae de la cohesión, no diré que
«consciente», pero, en cualquier caso, lógica. No presta la debida atención al
sistema. Me parece que el problema de las mentalidades no es sencillamente el de
descubrir que la gente es diferente y de qué manera lo es y hacer que los lectores
sientan la diferencia, como tan bien hace Richard Cobb. Es encontrar una relación
lógica entre varias formas de comportamiento, de pensamiento y de sentimiento,
verlas como formas que concuerdan unas con otras. Es, si quieren, ver por qué
tiene sentido, pongamos por caso, que la gente crea que los ladrones famosos son
invisibles e invulnerables, aun cuando sea obvio que no lo son. No debemos ver
estas creencias puramente como una reacción emocional, sino como parte de un
sistema coherente de creencias relativas a la sociedad, relativas al papel de los que
creen y al papel de aquellos que son objeto de tales creencias. Veamos, por ejemplo,
la cuestión de los campesinos. ¿Por qué exigen tierra los campesinos? ¿Por qué
exigen solamente tierra sobre la cual creen tener ciertos tipos de derechos jurídicos
o morales? ¿Cuál es la naturaleza de estos derechos? ¿Por qué no escuchan a las
personas que les piden que exijan tierra basándose en otros motivos, como, por
ejemplo, los que proponen los modernos radicales políticos? ¿Por qué parecen
tener simultáneamente argumentos pidiendo tierra o justicia que a nosotros se nos
antojan incompatibles? No es que sean tontos. No es que no sepan lo que les
conviene. Debería haber alguna cohesión.

Pienso que el programa, para la historia de las mentalidades, tiene menos de


descubrimiento que de análisis. Lo que me gustaría hacer no es sencillamente, al
igual que Edward Thompson, salvar al mediero y al campesino, sino también al
noble y al rey del pasado, de la condescendencia de los historiadores modernos
que creen saberlo todo, que creen saber qué es un argumento lógico y teórico. Lo
que me gustaría hacer y pienso que deberíamos hacer es ver la mentalidad como
un problema no de empatía histórica o de arqueología o, si quieren, de psicología
social, sino de descubrimiento de la cohesión lógica interna de sistemas de
pensamiento y comportamiento que encajan en la manera en que la gente vive en
sociedad, en su clase en particular y en su particular situación de la lucha de clases,
contra los de arriba o, si quieren, los de abajo. Me gustaría devolverles a los
hombres del pasado, y en especial a los pobres del pasado, el don de la teoría. Al
igual que el héroe de Molière, han estado hablando en prosa desde el principio.
Sólo que mientras que el hombre de la obra de Molière no lo sabía, pienso que ellos
lo han sabido siempre, pero nosotros, no. Y pienso que deberíamos saberlo.
14. SOBRE EL RENACER DE LA NARRATIVA

Este ensayo fue una aportación crítica a un debate que, al igual que tantos otros en
el campo de la historia, comenzó Lawrence Stone, durante mucho tiempo colega mío en la
junta de Past and Present, en torno al renacer de la historia narrativa. Fue publicado en el
n.º 86 de la citada revista (febrero de 1980), pp. 2-8.

Lawrence Stone cree que se está produciendo un renacer de la «historia


narrativa» porque ha habido un declive de la historia dedicada a hacer «las
grandes preguntas sobre el porqué», la «historia científica» generalizadora. Piensa
que, a su vez, esto se debe a la desilusión con los modelos esencialmente
deterministas y económicos de la explicación histórica, sean marxistas o de otra
clase, que han tendido a dominar en la posguerra; a la disminución del
compromiso ideológico de los intelectuales occidentales; a la experiencia
contemporánea que nos ha recordado que la acción y la decisión políticas pueden
dar forma a la historia; y al hecho de que la «historia cuantitativa» (otra aspirante a
la condición de «científica») no haya cumplido lo que se esperaba de ella. [1] Dos
preguntas forman parte de este argumento que he simplificado de manera brutal:
¿qué ha sucedido en el campo de la historiografía, y cómo hay que explicar estos
hechos? Dado que todo el mundo está de acuerdo en que los «hechos», en la
historia, son siempre seleccionados, moldeados y tal vez deformados por el
historiador que los observa, hay cierto grado de parti pris, por no decir de
autobiografía intelectual, en la forma en que Stone trata las dos preguntas, como lo
hay también en mis comentarios al respecto.

Pienso que podemos aceptar que en los veinte años que siguieron a la
segunda guerra mundial se produjo un acusado descenso de la historia política y
religiosa, en el uso de «ideas» para explicar la historia, y un notable recurso a la
historia socioeconómica y a la explicación histórica en términos de «fuerzas
sociales», como señaló Momigliano ya en 1954.[2] Tanto si las llamamos
«económico-deterministas» como si no, estas corrientes de la historiografía pasaron
a ser influyentes, y en algunos casos dominantes, en los principales centros
historiográficos occidentales, por no mencionar, por otras razones, los orientales.
También podemos aceptar que en años recientes ha habido mucha diversificación y
un acentuado renacer del interés por temas que eran bastante más marginales en
relación con las inquietudes principales de las personas ajenas a la historia que en
aquellos años se convirtieron en lo contrario, si bien tales temas nunca fueron
desatendidos. Al fin y al cabo, Braudel escribió sobre Felipe II además de sobre el
Mediterráneo, y la monografía de Le Roy Ladurie titulada Le Carnaval de Romans (el
de 1580) fue precedida por una crónica mucho más breve, pero sumamente
perceptiva, del mismo episodio en su libro Les Paysans du Languedoc.[3] Si los
historiadores marxistas del decenio de 1970 escriben libros enteros sobre el papel
de los mitos radicales-nacionales como, por ejemplo, la leyenda galesa de Madoc,
Christopher Hill al menos escribió un artículo muy influyente sobre el mito del
yugo normando en los comienzos del decenio de 1950. [4] Con todo, probablemente
se ha producido un cambio.

Que esto equivalga a un renacer de la «historia narrativa» tal como la define


Stone (la ordenación básicamente cronológica del material en «un solo relato
coherente, aunque con argumentos secundarios» y concentrándose «en el hombre
y no en las circunstancias») es difícil de determinar, ya que Stone evita de modo
deliberado hacer un estudio cuantitativo y se concentra en «una sección muy
pequeña pero desproporcionadamente destacada de la profesión histórica en
conjunto».[5] No obstante, hay indicios de que la vieja vanguardia histórica ya no
rechaza, desprecia y combate la tradicional «historia de acontecimientos», ni
siquiera la historia biográfica, como parte de ella hacía en otro tiempo. El propio
Fernand Braudel no ha escatimado los elogios a un ejercicio notablemente
tradicional de historia narrativa popular: el intento de Claude Manceron de
presentar los orígenes de la Revolución francesa por medio de una serie de
biografías coincidentes en parte de gentes de la época, importantes y modestas. [6]
Por otra parte, la minoría histórica cuyo supuesto cambio dé inquietudes examina
Stone en realidad no ha adoptado la historia narrativa. Si dejamos de lado a los
conservadores o neoconservadores historiográficos deliberados como los
«anticuarios empiricistas» británicos, hay muy poca historia narrativa sencilla entre
las obras que Stone cita o menciona. Para casi todas ellas el acontecimiento, el
individuo, incluso la captación de algún estado anímico o forma de pensar del
pasado, no son fines en sí mismos, sino el medio de esclarecer alguna cuestión más
amplia que va mucho más allá de la narración de que se trate y sus personajes.

En resumen, los historiadores que continúan creyendo en la posibilidad de


generalizar sobre las sociedades humanas y su evolución siguen interesándose por
«las grandes preguntas sobre el porqué», aunque puede que a veces se concentren
en preguntas diferentes de las que ocupaban su atención hace veinte o treinta años.
En realidad no hay ninguna prueba de que tales historiadores —los historiadores
por los cuales se interesa principalmente Stone— hayan abandonado «el intento de
producir una coherente … explicación del cambio en el pasado». [7] Que ellos (o
nosotros) también consideren que su intento es «científico» dependerá sin duda de
nuestra definición de «lo científico», pero no tenemos por qué entrar en este
disputa sobre etiquetas. Asimismo, dudo mucho que tales historiadores se sientan
«obligados a volver al principio de indeterminación», [8] como tampoco pensaba
Marx que sus escritos sobre Luis Napoleón fueran incompatibles con la concepción
materialista de la historia.

Es indudable que hay historiadores que han abandonado tales intentos, y,


desde luego, hay algunos que los combaten, tal vez con fervor acrecentado por el
compromiso ideológico. (Tanto si el marxismo ha decaído intelectualmente como si
no, no se advierte una gran disminución de la polémica ideológica entre los
historiadores occidentales, aunque puede que los participantes y los temas
específicos no sean los mismos que hace veinte años). Probablemente, la historia
neoconservadora ha ganado terreno, al menos en Gran Bretaña, tanto bajo la forma
de los «jóvenes anticuarios empiricistas» que «escriben detalladas narraciones
políticas que niegan de modo implícito que haya en la historia algún sentido
profundamente arraigado excepto los caprichos fortuitos de la fortuna y la
personalidad»,[9] como bajo la de obras por el estilo de los notables descensos de
Theodore Zeldin (y Richard Cobb) a aquellos estratos del pasado para los cuales
«casi todos los aspectos de la historia tradicional» no tienen importancia, incluida
la contestación de preguntas.[10] Y es probable que también haya ganado terreno lo
que cabría llamar «historia izquierdista antintelectual». Pero esto no es lo que
interesa a Stone, salvo de forma muy tangencial.

¿Cómo, entonces, podemos explicar los cambios en el tema y las inquietudes


de la historia, en la medida en que se hayan producido o se estén produciendo?

Puede sugerirse que un elemento de tales cambios refleja la notable


ampliación del campo de la historia en los últimos veinte años, tipificado por el
auge de la «historia social», ese recipiente amorfo donde cabe todo, desde los
cambios de la psique humana hasta los símbolos y los rituales, y especialmente la
vida de todas las personas, desde los mendigos hasta los emperadores. Como ha
comentado Braudel, esta «histoire obscure de tout le monde» es la «historia a la
que, de diferentes maneras, tiende en la actualidad toda la historiografía». [11] Este
no es el lugar apropiado para especular sobre las razones de esta inmensa
ampliación del campo, que, desde luego, no choca forzosamente con el intento de
producir una explicación coherente del pasado. Sin embargo, sí incrementa la
dificultad técnica de escribir historia. ¿Cómo deben presentarse estas
complejidades? No es raro que los historiadores hagan experimentos con distintas
formas de presentación, entre las que destacan las tomadas en préstamo de las
antiguas técnicas de la literatura (que ha hecho sus propios intentos de presentar la
comédie humaine), y también de los modernos medios audiovisuales, en los cuales
estamos saturados todos menos los más viejos de nosotros. Lo que Stone denomina
«las técnicas puntillistas» son, al menos en parte, intentos de resolver estos
problemas técnicos de presentación.

Los experimentos de esta clase son especialmente necesarios para la parte de


la historia que no puede subsumirse bajo el epígrafe de «análisis» (o el rechazo del
análisis) y que Stone más bien deja de lado, a saber: la síntesis.

El problema que comporta unir las diversas manifestaciones del


pensamiento y la acción humanos en un período determinado no es nuevo ni ha
dejado de reconocerse. Ninguna historia de la Inglaterra de Jacobo I es satisfactoria
si omite a Bacon o le trata sólo como abogado, político o figura de la historia de la
ciencia o de la literatura. Asimismo, hasta los historiadores más convencionales lo
reconocen, incluso cuando sus soluciones (uno o dos capítulos sobre ciencia,
literatura, educación o lo que sea agregados al cuerpo principal de texto político-
institucional) son insatisfactorias. Sin embargo, cuanto más amplia sea la serie de
actividades humanas que se acepten como campo legítimo del historiador, cuanto
más claramente se comprenda la necesidad de determinar relaciones sistemáticas
entre ellas, mayor será la dificultad de lograr una síntesis. Naturalmente, esto es
mucho más que un problema técnico de presentación, pero también es eso. Incluso
los que en su análisis continúan guiándose por algo como el modelo «jerárquico de
tres pisos» consistente en una base y superestructuras, modelo que Stone rechaza,
[12]
pueden encontrarse con que es una guía insuficiente de la presentación, aunque
probablemente menos insuficiente que la narración cronológica sin más.

Dejando de lado los problemas de presentación y síntesis, cabe sugerir otras


dos razones de peso para un cambio. La primera es el éxito mismo de los «nuevos
historiadores» en los decenios de la posguerra. El éxito se consiguió gracias a una
simplificación metodológica deliberada, la concentración en lo que se veía como la
base socioeconómica y los factores determinantes de la historia, a expensas de la
tradicional historia narrativa, y a veces, como en el caso de la guerra de los
franceses contra la «historia de acontecimientos», enfrentándose directamente a
ella. Aunque hubo algunos casos extremos de reduccionistas económicos y otros
que rechazaban a la gente y los acontecimientos por considerarlos escarceos
insignificantes en la longue durée de structure y conjoncture, este extremismo no era
compartido de modo universal en los Annales ni entre los marxistas que —
especialmente en Gran Bretaña— nunca dejaron de interesarse por los
acontecimientos o la cultura, ni consideraban que la «superestructura» dependiera
siempre y completamente de la «base». Sin embargo, el triunfo mismo de obras
como las de Braudel, Goubert y Le Roy Ladurie, que Stone subraya, no sólo dejó a
los «nuevos» historiadores libres para concentrarse en los aspectos de la historia
que hasta ahora se marginaban deliberadamente, sino que hizo que estos aspectos
pasaran a ocupar un lugar más avanzado en el programa de dichos historiadores.
Como un eminente annalista, Le Goff, señaló hace varios años, «la historia política
volvería de modo gradual con todas sus fuerzas tomando prestados los métodos, el
espíritu y el planteamiento teórico de las mismas ciencias sociales que la habían
empujado a un segundo plano».[13] La nueva historia de hombres y mentes, ideas y
acontecimientos cabe verla como algo que complementa —en vez de suplantar— el
análisis de estructuras y tendencias socioeconómicas.

Pero cuando los historiadores se ocupen de estos asuntos de su programa,


puede que prefieran abordar su «explicación coherente del cambio en el pasado»
de manera ecológica, por así decirlo, más que como geólogos. Tal vez prefieran
empezar con el estudio de una «situación» que encame y ejemplifique la estructura
estratificada de una sociedad pero empuje a la mente a concentrarse en las
complejidades y las interconexiones de la historia real, más que empezar con el
estudio de la estructura misma, en especial si para esto pueden apoyarse en parte
en obras anteriores. Esto, como reconoce Stone, es la raíz de la admiración que en
algunos historiadores despiertan obras como la «atenta lectura» que hace Clifford
Geertz de una pelea de gallos en Bali. [14] No entraña ninguna necesidad de escoger
entre la monocausalidad y la multicausalidad, y, desde luego, ningún conflicto
entre un modelo en el cual algunos factores determinantes históricos se consideren
más poderosos que otros y el reconocimiento de interconexiones, tanto verticales
como horizontales. Una «situación» puede ser un buen punto de partida, como en
el estudio que lleva a cabo Ginzburg de la ideología popular basándose en el caso
de un solo ateo de pueblo en el siglo XVI o un solo grupo de campesinos friulanos
acusados de brujería.[15] Estos asuntos también podrían abordarse de otras
maneras. Puede ser un punto de partida necesario en otros casos, como en el
magnífico estudio que hace Agulhon de cómo, en un tiempo y un lugar
determinados, los habitantes de un pueblo francés pasaron del tradicionalismo
católico al republicanismo radical.[16] En todo caso, para ciertos fines es probable
que los historiadores lo escojan como punto de partida.

Así pues, no hay ninguna contradicción necesaria entre Les Paysans du


Languedoc, de Le Roy Ladurie, y Montaillou, del mismo autor, como no la hay entre
las obras generales de Duby sobre la sociedad feudal y su monografía sobre la
batalla de Bouvines, ni entre La formación de la clase obrera en Inglaterra y Whigs and
Hunters de E. P. Thompson.[17] Optar por ver el mundo a través de un microscopio
en lugar de un telescopio no es ninguna novedad. Mientras aceptemos el hecho de
que estamos estudiando el mismo cosmos, la elección entre microcosmo y
macrocosmo consiste en seleccionar la técnica apropiada. Es significativo que en la
actualidad sean más los historiadores que encuentran útil el microscopio, pero esto
no significa forzosamente que rechacen los telescopios por considerarlos
anticuados. Hasta los historiadores de la mentalité, ese término vago que tiene
significados diversos que Stone, tal vez acertadamente, no trata de aclarar, no
evitan de manera exclusiva ni predominante la visión amplia. Al menos han
aprendido esta lección de los antropólogos.

¿Explican estas observaciones el «amplio grupo de cambios en la naturaleza


del discurso histórico» de Stone? [18] Tal vez no. Sin embargo, demuestran que es
posible explicar gran parte de lo que Stone examina diciendo que es la
continuación por otros medios de empresas históricas pasadas, en vez de pruebas
de su descrédito. No quisiera negar que algunos historiadores las consideran
desacreditadas o indeseables y desean cambiar su discurso en consecuencia, por
varias razones, algunas de las cuales son dudosas desde el punto de vista
intelectual mientras que otras deben tomarse en serio. Está claro que algunos
historiadores han pasado de las «circunstancias» a los «hombres» (incluidas las
mujeres), o han descubierto que un sencillo modelo de base-superestructura y la
historia económica no son suficientes o —dado que el resultado de tales
planteamientos ha sido muy valioso— ya no son suficientes. Es muy posible que
algunos se hayan convencido de que hay incompatibilidad entre sus funciones
«científicas» y «literarias». Pero no es necesario analizar las actuales modas en el
campo de la historia sólo como rechazo del pasado, y en la medida en que no
pueden analizarse exclusivamente en tales términos, no servirá.

Todos ansiamos descubrir adónde van los historiadores. Hay que dar la
bienvenida al ensayo de Stone como intento en ese sentido. Sin embargo, no es
satisfactorio. A pesar de negarlo, el ensayo combina el examen de los cambios
«observados en la moda histórica» con «juicios de valor sobre qué modos de
escribir historia son buenos y qué modos son menos buenos», [19] en especial sobre
estos últimos. Pienso que es una lástima, no porque dé la casualidad de que
discrepo de él en lo que se refiere al «principio de indeterminación» y la
generalización histórica, sino porque, si el argumento es erróneo, también debe ser
insuficiente el diagnóstico de los «cambios en el discurso histórico» que se haga en
términos de este argumento. Al igual que el irlandés mítico a quien un viajero
preguntó cuál era el camino para llegar a Ballynahinch, uno está tentado de
detenerse, reflexionar y contestar: «Si yo fuera usted, no partiría de aquí en
absoluto».
15. POSMODERNISMO EN LA SELVA

En el presente capítulo he utilizado el fascinante e importante estudio de los


saramacca de Surinam hecho por Richard Price, para investigar la utilidad histórica de
algunos de los planteamientos «posmodernistas» que actualmente están de moda. Esta
reseña de Alabi’s World, de Price, se publicó en la revista New York Review of Books, 6 de
diciembre de 1990, pp. 46-48, con el título de «Escaped Slaves of the Forest».

Poco después de conquistar el Nuevo Mundo e instalarse en él, los españoles


empezaron a usar la palabra «cimarrón», cuya etimología es objeto de debate, para
referirse a los animales domésticos importados de Europa que se habían escapado
y vuelto a la libertad natural. Por razones obvias, en las sociedades donde existía la
esclavitud, el término también se aplicaba a los esclavos que se escapaban y vivían
en libertad fuera del mundo de sus amos. Al pasar a la lengua de otros amos, el
término se convirtió en marron o maroon. Que la misma palabra la aplicaran los
bucaneros del Caribe a los marineros que eran expulsados de su comunidad y
obligados a vivir en la naturaleza abandonados en alguna isla induce a pensar que
la libertad no se consideraba un lecho de rosas.

La vida de cimarrón, ya se tratara de fugas (principalmente temporales)


individuales (petit marronage) o de comunidades más numerosas formadas por
esclavos huidos (grand marronage), acompañaba inevitablemente a la sociedad de
las plantaciones con esclavos. No puede decirse que su historia haya sido
desatendida —desde luego, no lo ha sido en Brasil o en Jamaica—, pero no cabe
duda de que el conocimiento que tenemos de ella ha avanzado muchísimo durante
los últimos veinte años. La «nueva historia social» de los decenios de 1960 y 1970
no podía pasar por alto un tema con un atractivo tan obvio para los intereses
técnicos y políticos de tantos de los historiadores que la cultivan: un tema en el que
se combinaban la protesta social y el estudio del anonimato de la base, la liberación
de los negros y el antiimperialismo o al menos las inquietudes del tercer mundo, y
parecía idealmente apropiado para ejemplificar aquella relación entre la historia y
la antropología social que a la sazón estaba produciendo resultados tan
interesantes. Y el nuevo interés por la historia de los cimarrones no podía por
menos de señalar en dirección a Surinam.

Porque en Surinam, antigua colonia holandesa en la costa de Guayana que


ahora es un decepcionante estado pequeño e independiente, seis antiguas
comunidades de cimarrones todavía constituyen el 10 por 100 de la población de
un país pequeño y de una mezcla extraordinaria. Esto es notable. Porque a las
comunidades de cimarrones les costó sobrevivir, aun cuando el último esclavo
fugitivo individual y auténtico vivió lo suficiente para contar su vida a un escritor
cubano en el decenio de 1960.[1] Como lo más probable era que los esclavos se
fugaran poco después de llegar de África, las comunidades de cimarrones libres
fuera del alcance de la sociedad colonial se fundaban con la mayor facilidad en las
primeras etapas de tales sociedades, en los siglos XVI y XVII. El mayor de los
quilombos brasileños, Palmares, alcanzó su apogeo en el decenio de 1690, poco antes
de caer después de sesenta años de guerra. Incluso cuando las potencias coloniales
se veían obligadas a firmar tratados reconociendo la independencia de los
cimarrones, como sucedió de vez en cuando en varios países, tales tratados
raramente duraban. Dudo que fuera de Surinam existan hoy comunidades de
negros libres que no hayan dejado de considerar vinculantes los tratados en virtud
de los cuales se reconoció su libertad a mediados del siglo XVIII.

Richard Price, cuyo libro Maroon Societies, junto con un capítulo de From
Rebellion to Revolution, de Eugene Genovese, proporciona la mejor introducción al
tema,[2] es hoy la principal autoridad en materia de cimarrones en general y en los
de Surinam («negros de la selva») o, mejor dicho, en una de sus comunidades, los
saramacca, a quienes ha dedicado muchos años de investigación. Ya ha escrito
mucho sobre ellos, especialmente en su obra precursora First Time: The Historical
Vision of an Afro-American People,[3] que es una crónica de la formación y la guerra
de independencia de los saramacca basada en documentos escritos y en el «sentido
causal y marcadamente lineal de la historia», transmitido de forma oral, de los
propios saramacca; un sentido que ocupa un lugar central en la identidad de los
mismos y que, dicho sea de paso, hace que los historiadores los encuentren
fascinantes. Alabi’s World continúa la historia después de la independencia, en el
momento en que la sociedad saramacca se asentó, y emplea el método consistente
en contar «la vida y la época» de un tal Alabi (1740-1820), que fue jefe supremo de
su pueblo durante casi cuarenta años. Sin embargo, contiene suficiente material de
introducción sobre los orígenes de los cimarrones de Surinam para poner a los
lectores en antecedentes; porque, como dicen los saramacca: «Si olvidamos las
acciones de nuestros antepasados, ¿cómo podemos tener la esperanza de evitar que
nos devuelvan a la esclavitud de los blancos?».
Price ha escogido un tema que tiene igual importancia para los historiadores
y los antropólogos sociales, aparte del heroísmo de las luchas de los cimarrones.
Porque las sociedades de cimarrones plantean interrogantes fundamentales.
¿Cómo grupos fortuitos de fugitivos cuyos orígenes son muy diferentes, que no
tienen nada en común salvo la experiencia del transporte en barcos negreros y la
esclavitud en las plantaciones, llegan a formar comunidades estructuradas?
¿Cómo, en sentido más general, se fundan sociedades a partir de cero? ¿Qué
relaciones existen entre las sociedades de exesclavos que rechazan el cautiverio y la
sociedad dominante en cuyas márgenes viven, en un curioso tipo de simbiosis,
porque, como ha señalado Price en otra parte, [4] la vida de cimarrón no era una
simple huida, una vuelta a la vida de campesino en la jungla, sino también,
curiosamente, «una especie de occidentalización»? ¿Exactamente qué obtenían o
podían obtener del viejo continente tales comunidades de refugiados, al menos en
los tiempos en que la mayoría de sus miembros habían nacido en África? Porque
aunque a los observadores les pareciese que las comunidades de cimarrones tenían
sentimientos africanos —y quizá, novedad histórica, conciencia de una africanidad
común, ya que no podían haber estado en el viejo mundo— no es fácil encontrar
modelos y precedentes específicos y africanos de sus instituciones.

Por desgracia, el autor, aun siendo muy consciente de interrogantes como


los que acabamos de ver, no ha tratado de responder directamente a ellos. Su libro,
que es fascinante pero desconcierta, trata en realidad de choques culturales,
enfrentamientos y diálogos de sordos, y no en menor medida entre las opiniones
de Richard Price sobre cómo debería escribirse la historia y las de historiadores y
antropólogos más tradicionales.

Dado que el personaje principal del libro, Alabi, acabó haciéndose cristiano,
mientras que la esencia de ser saramacca era el rechazo de los valores de los
blancos, entre ellos el cristianismo, o cuando menos la no aceptación de los
mismos, el choque entre culturas tiene que estar en el centro de un libro que hable
de él. Los cristianos son aún una pequeña minoría entre los «negros de la selva» de
Surinam. Dado que gran parte o, mejor dicho, la mayor parte de la información de
Price sobre la vida de los cimarrones en el siglo XVIII procede de la voluminosa
correspondencia de los misioneros moravianos, que eran los únicos blancos en
contacto permanente con los saramacca, dos tipos de equívoco cultural ocupan
también un lugar central: el de los hermanos y las hermanas moravianos, que al
parecer poseían una capacidad monumental para no enterarse de lo que ocurría a
su alrededor, y el de los investigadores modernos, para quienes la visión del
mundo de fanáticos pietistas del siglo XVIII como los moravianos, con su culto
sensual, casi erótico, a las heridas de Cristo es casi con seguridad menos
comprensible que el de los exesclavos. Intentar (por más que sea inútilmente)
comprender a «su» pueblo elegido es lo que se supone que deben hacer todos los
antropólogos de campo; pero la reacción más común de la mayoría de los
modernos racionales ante los sectores más fanáticos y radicales de las iglesias
occidentales aún tiende a ser una mezcla de lástima fascinada y repulsión.

Sin embargo, la incertidumbre cultural se encuentra integrada en el libro de


Price de un tercer modo. En años recientes la antropología-etnografía y, en medida
bastante menor, la historia se han visto convulsionadas y debilitadas (bajo
epígrafes generales como, por ejemplo, «posmodernismo») por las dudas sobre la
posibilidad del conocimiento objetivo o la interpretación unificada, es decir, sobre
la legitimidad de la investigación tal como se entendía hasta ahora. Las diversas y
contradictorias justificaciones de semejante retirada son tanto epistemológicas
como políticas además de sociales (¿es la antropología «un intento etnocéntrico de
incorporar a otros» o «parte de la práctica hegemónica occidental», por no
mencionar la dominación masculina?), [5] pero todas ellas causan bastantes
dificultades a quien se dedica a estas disciplinas. Desde luego, cuando el colorido
natural de la resolución queda debilitado por la pálida cobertura de la
preocupación, las palabras todavía pueden sustituir ampliamente a la acción, como
prueba Hamlet y confirma lo que se ha llamado «el giro literario de la
antropología».[6] Pero «un historiador etnográfico sedicente» o etnohistoriador
como Richard Price sigue estando obligado a hacer el trabajo que se asigna a sí
mismo.

Porque, por mucho que apliquemos a la etnografía o a la historia los


términos de la creación literaria, esos términos que están de moda y dan por
sentado lo que se pretende probar, «el acto básico de la narrativa en cualquier
proyecto de escribir etnografía es la construcción de un conjunto que garantice la
verificabilidad de los hechos».[7] En resumen, no es y no puede ser narrativa. Y en
la medida en que cualquier intento de descripción antropológica acepta la
«verificabilidad de los hechos» no puede ni siquiera evitar totalmente la terrible
acusación de «positivismo».

Pero ¿no equivale cualquier «conjunto» a «la imposición de algún orden


arbitrario»? Price indica claramente que comparte el horror a un orden como el que
siguen ahora muchos de sus colegas en el campo de la antropología. Por tanto,
«evita usar categorías occidentales modernas como la religión, la política, la
economía, el arte o el parentesco a modo de principios para la organización» y, con
gran pesar de lectores y colegas, se niega incluso a recopilar un índice «que
fomente las consultas siguiendo líneas etnológicas», porque cree que esta
costumbre desempeña un «papel pernicioso y ofuscador en el entendimiento
intercultural». Al parecer, considera que dos principios para organizar el material
son seguros: la narración cronológica, especialmente en la forma lineal de la
biografía, y una especie de polifonía en la cual las diversas voces de las fuentes
hablan unas al lado de otras con la del autor, cada una de ellas distinguida, en este
caso, por un tipo de letra diferente. ¿Podría ir más lejos el relativismo o la
abdicación de la autoridad del autor (occidental, imperialista, masculino,
capitalista o lo que sea)?

El resultado es sin duda un esfuerzo espléndido por recuperar el pasado del


tipo de personas que generalmente son irrecuperables, personas con dificultades
para expresarse y generalmente no documentadas como individuos. Es también la
presentación de una experiencia sumamente conmovedora: la de un pueblo cuya
identidad incluso hoy, mientras trabajan en la estación espacial francesa o para
Alcoa, se apoya en recuerdos de una lucha armada contra forasteros que tuvo
lugar hace dos o tres siglos y que sigue dispuesto a reanudar. Pero ¿qué utilidad
tiene como historia o antropología, en vez de como materia prima para ambas
disciplinas? ¿Y hasta qué punto cumple los requisitos posmodernos por los que
tanto parece preocuparse el propio Price?

Inevitablemente, lo que estaba planeado como polifonía resulta un aria con


acompañamiento. Hay sólo una voz y una concepción: las del autor. Entre sus
fuentes los «funcionarios» holandeses, los funcionarios coloniales encargados de
tratar con los «negros de la selva» libres, no hablan en nombre propio, en absoluto.
Se les cita aquí principalmente por acontecimientos y fechas que son convenientes
para la narración del autor, y por la frustración que expresan con frecuencia. Nos
quedamos a oscuras en lo que se refiere a las estrategias de los plantadores y las
autoridades, aunque no es difícil adivinar que, dado que era imposible evitar que
los esclavos escaparan a la jungla tropical en una sociedad continental de
plantaciones, la política lógica era reconocer tarde o temprano la independencia de
las comunidades de cimarrones en el hinterland por medio de un tratado, a cambio
de la promesa de obligar a futuros refugiados a volver sobre sus pasos, pagándoles
con dinero o con la entrega gratuita («tributo») de artículos de la costa que ligaban
la economía de los cimarrones a la colonia. Deducimos que se seguía esta política y
que se buscaba a los líderes de los cimarrones y se les persuadía de llegar a un
acuerdo. ¿Qué opinión tenían los colonizadores del funcionamiento de este
sistema? De nuevo nos quedamos a oscuras. ¿Estaban quizá convencidos de que el
sistema reducía de verdad el número de fugas de esclavos, al tiempo que también
se quejaban amargamente de que los cimarrones no cumplían el trato? ¿Es cierto
que las fugas disminuyeron? No nos lo dicen.
Asimismo, mientras que los hermanos moravianos hablan extensamente en
nombre propio, la mayoría de sus prolijas cartas sirven al autor como fuente
etnográfica de tipo tradicional. Su mérito consiste en que estuvieron en el lugar
hace dos siglos, pero, a diferencia de Price, que puede corregirlos, no comprendían
lo que estaban observando. Los saramacca contemporáneos, por supuesto, hablan
en nombre propio literalmente, toda vez que el autor ha hablado con ellos y ha
grabado sus propios intentos de describir el pasado por medio de los relatos que
les han transmitido; Price también transmite algunos de los escritos pasados de los
saramacca. Pero podemos decir sin temor a equivocarnos que estas palabras por sí
solas, sin el marco y él comentario que da el autor, dirían muy poco al lector no
informado. Porque, aun suponiendo que los saramacca comprendieran fácilmente
los textos, no son el tipo de «escritos históricos» a que estamos acostumbrados, y,
en todo caso, es natural que cuando se escribe sobre otras culturas haya que
explicar lo que en casa no necesita explicación. La única voz que realmente nos
habla es la de Richard Price.

Sin embargo, la naturaleza de su proyecto dista mucho de estar clara, aparte


de la actual insistencia en la antropología de campo como autoanálisis («aunque
concibo el presente libro en el modo biográfico más que autobiográfico») y la
admirable intención de recordarnos que las luchas de su pueblo, y las nuestras, en
modo alguno han terminado. Por un lado, Alabi’s World «se ha concebido, entre
otras cosas, como una etnografía de los primeros tiempos de la vida
afroamericana». Por otro lado, Price comparte la opinión de que «el objetivo
principal del análisis histórico es la recuperación … de la realidad vivida de la
gente en su pasado», objetivo que no agota el análisis histórico para muchos de
nosotros y afirmación carente de sentido a menos que haya acuerdo previo sobre
de qué fragmentos de una infinita «realidad vivida» estamos hablando.

Esa, desde luego, es precisamente la dificultad de una historia-antropología


social que abandone la vieja creencia en los procedimientos y las vocaciones de
ambas disciplinas, por insuficientes que puedan ser sub specie aeternitatis, en
especial para la clase de modelos intelectuales que se han impuesto de modo
general en los departamentos de literatura. Se hace muy difícil dar una estructura
tanto intelectual como expositiva o literaria a tus escritos, aparte del riesgo de que
tu tema sea deconstruido en fragmentos unidos sólo por la «experiencia» común
de una incomunicable crisis de identidad. [8]

Ejemplo de esta dificultad es la decisión del autor de dividir su libro en un


texto principal y una extensa y desestructurada «sección de notas y comentarios
que es casi tan larga como el texto principal». Podemos decir sin temor a
equivocarnos que esta segunda sección contiene el 90 por 100 de lo que interesaría
a la mayoría de los historiadores y posiblemente antropólogos de la vieja escuela.
Aparte de las alusiones que se hacen de paso en el texto, es aquí donde
descubrimos cómo nacieron los grupos y clanes que componen la sociedad
saramacca, «cuya respectiva identidad común se derivó de una combinación de
orígenes putativos en las plantaciones y parentesco matrilineal putativo». Al
parecer, este sistema matrilineal evolucionó, de un modo que aún no se ha
aclarado, en las sociedades de cimarrones en la época posterior a la esclavitud,
pero las notas de Price ahondan en la cuestión de por qué ciertas mujeres (a veces
recién llegadas) eran elegidas de manera retrospectiva como fundadoras de nuevos
clanes. Las notas, pero no el texto, también investigan el necesario sincretismo de
una sociedad en la cual un joven saramacca, incluso a mediados del siglo XVIII,
podía tener «bisabuelos que procedían de hasta ocho grupos africanos diferentes»
y la coexistencia de ritos africanos de distinto origen que hasta cierto punto
compartían todos los saramacca pero eran mantenidos por grupos especiales de
adeptos. Aquí encontramos información sobre la demografía, el asentamiento, la
distribución e incluso, dadas las circunstancias, la forma natural, saramacca, de
referirse a su territorio en términos lineales: «río arriba», «río abajo», «en el
interior», «cerca del río».

Sólo las notas nos dan algo más que información indirecta sobre cómo los
saramacca se ganaban el sustento en la selva tropical, qué cultivaban, qué cazaban
(treinta y tres especies según los moravianos) y qué se negaban a cazar en ciertas
ocasiones rituales (veinticinco de ellas). Y en qué medida comerciaban, qué
vendían y qué compraban (cacahuetes, canoas, madera y arroz a cambio de sal,
azúcar, artículos para el hogar, herramientas, adornos y armas de fuego ilegales).
Parece extraño que aspectos tan obvios de la «realidad vivida» se traten sólo como
parte del aparato de la erudición.

Por otro lado, sólo en las notas podemos descubrir algo acerca de las
complejas y ambiguas relaciones de los cimarrones con los indios, de quienes tanto
aprendieron sobre cómo vivir en el hinterland, y otros aspectos diversos que el
autor opina que «hubieran desequilibrado la alternancia narrativa/descriptiva del
texto principal». Es posible que, de hecho, este procedimiento sea «textualmente
más rico que los que ya se han intentado», pero no cabe duda de que complica la
lectura de algo que parece una aportación importante a un tema importante.

En cuanto al texto, quizá algunos lectores se preguntarán qué puede retener


su interés (aparte de la simple curiosidad que despiertan los lugares lejanos y
exóticos) en la compleja biografía de un hombre que, según reconoce el propio
autor, en el mejor de los casos era un jefe no muy emprendedor ni influyente de
unos cuatro mil guayaneses selváticos en una época poco apasionante. Para el
autor, desde luego, el relato no tiene importancia porque haya dedicado veinte
años de su vida a estudiar a saramacca, sino más bien porque sólo así puede
demostrar la extraordinaria memoria histórica de esta comunidad, un conjunto de
conocimiento oral que conservan, en parte envuelto en el secreto ritual, y que les
permite recordar con detalle personas, acontecimientos y relaciones del siglo XVIII.
La comparación de fuentes que hace Price así lo demuestra sin dejar lugar a dudas
y le brinda una base lógica y erudita para su procedimiento.

Pero, aunque satisfaga al autor, ¿ayuda al lector a «penetrar en mundos


existenciales diferentes del suyo y evocar la textura de los mismos»? No está claro
que sea así. Para todo intento de comprensión desde otra cultura y otro siglo es
fundamental la actitud de los cimarrones ante la esclavitud y la no esclavitud. (He
comprobado que una palabra que Price traduce por «libertad» aparece una sola
vez en todos los textos saramacca que se citan y que, según se dice, equivalen al 80
por 100 de todo el material escrito correspondiente al período que se estudia). La
cuestión es compleja y confusa. Nuestros supuestos y los de los cimarrones tienen
una sola cosa en común: probablemente ambos están de acuerdo en que la
condición de los esclavos de los propietarios blancos era la de propiedades vivas
como el ganado («bienes muebles») de las cuales podían disponer sin limitación
alguna. Ni tan sólo aquí está claro si los cimarrones, que a veces poseían lo que los
blancos consideraban «esclavos» y, desde luego, a veces perseguían y devolvían a
los fugitivos de las plantaciones, consideraban que la esclavitud era siempre
teóricamente inaceptable, o sólo rechazaban algunas situaciones de dependencia
absoluta: por ejemplo, cuando el propietario mostraba una crueldad excesiva o de
alguna otra forma sobrepasaba los límites de lo que se aceptaba tácitamente como
la «economía moral» del poder sobre la gente. Sin embargo, aunque el libro de
Price, como es natural, contiene muchas referencias al tema, me parece que ni
siquiera el lector atento puede basarse en él para hacerse una idea de cómo veían
los saramacca asuntos como la esclavitud y la propiedad de personas y tierra. El
modo de exposición que Price ha elegido sencillamente no lo permite.

Pero es algo que han hecho a menudo, como cosa normal, al estudiar
períodos y sociedades por lo menos tan remotos como los saramacca, historiadores
analíticos de la Edad Media, desde F. W. Maitland hasta Georges Duby, que
desconocían los requisitos de los posmodernistas, pero eran muy conscientes de
que el pasado es otro país donde las cosas se hacen de manera diferente, de que
debemos comprenderlo aun cuando los mejores intérpretes sigan siendo forasteros
con prejuicios. A juzgar por la sensibilidad y la calidad de su trabajo de
investigación, Price está plenamente capacitado para seguir los pasos de dichos
historiadores cuando no se lo impide un proyecto que es más apropiado para la
deconstrucción que para la construcción.

Sin embargo, lo que Alabi’s World puede expresar de manera vivida son los
errores de interpretación. Cómo y por qué no cabía en la cabeza de los negros de la
selva que todos los blancos no eran muy ricos. Cómo el cristianismo perdió toda su
capacidad de convencer al aplicarle los saramacca su visión práctica y funcional de
las fuerzas espirituales. Los saramacca sacaron la conclusión de que era obvio que
una persona que no hubiese pecado no necesitaba a Cristo, que había resucitado a
causa de los pecados de los hombres. En todo caso, si eras pecador, los dioses
hubieran hecho algo al respecto mucho antes. «La gente de aquí reza todos los
días. ¿No se enfadará su dios al ver que le dan tanto trabajo?». Observando a los
moravianos con un buen sentido de las estadísticas, se fijaron en que «los cristianos
enferman más a menudo». No era un argumento convincente a favor de Jesús.

Voltaire (que, dicho sea de paso, denunció la tortura de los esclavos de


Surinam) no entendería gran parte de los asuntos de los saramacca, pero en esto
los hubiese aplaudido. Como, de hecho, les aplaudieron otros observadores de la
era de la razón y la ilustración, siempre en busca de pruebas de lo que afirmó el
poeta alemán del siglo XVIII: «Mira, nosotros los salvajes somos mejores seres
humanos, después de todo» (Seht wir Wilden sind doch bess’re Menschen).

Es un gran placer [escribió un exmisionero] ver una gente que está tan
contenta con su suerte. Gozan de los frutos de su trabajo y desconocen el veneno
del odio.

Bien, las cosas eran más complicadas de lo que se desprende de estas


palabras, pero después de trabar conocimiento, por medio de Alabi’s World, de
estos hombres y mujeres independientes, llenos de confianza en sí mismos,
tranquilos y orgullosos, a gusto con el mundo, comprendes lo que quiso decir.

Sin embargo, dediquemos un último pensamiento a quienes tenían una


extraña «realidad vivida» que la técnica de Price consigue evocar: los moravianos.
Vivían con los paganos ignorantes en condiciones que con frecuencia parecían «un
anticipo de cómo debía de ser el infierno». No estaban preparados para la selva y
no tenían experiencia, por lo que sufrieron y murieron como moscas: sastres,
zapateros o tejedores de lino alemanes, hombres y mujeres honrados que no
comprendían nada y vestían ropa europea poco apropiada para la jungla, que
duraban unos cuantos meses o semanas y predicaban a Jesús el Crucificado con
Sangre y Heridas, en medio de los escorpiones y los jaguares, antes de reunirse
gozosamente con Él. Dependían por completo de los cimarrones, que los miraban
con malos ojos por ser blancos, se burlaban de ellos y de vez en cuando los
perseguían. Tocaban música y se sentían molestos cuando los negros bailaban al
compás de la misma. Fracasaron en todas sus empresas excepto en la de recopilar
el diccionario saramacca-alemán del hermano Schumann, tarea que requirió nueve
dolorosos meses. Sus sucesores permanecen en Surinam y todavía son el único
camino por el que los saramacca pueden acceder a la lectura y la escritura.

Para nosotros siguen siendo tan incomprensibles como para los cimarrones
de la selva. Pero no neguemos nuestra admiración a unos hombres y unas mujeres
que, a su manera, sabían cuál era el objetivo de su vida.
16. SOBRE LA HISTORIA DESDE ABAJO

Escribí este ensayo como aportación a la Festschrift de 1985 en honor de mi amigo,


camarada y colaborador, el difunto George Rudé. Se publicó en Frederick Krantz, ed.,
History from Below: Studies in Popular Protest and Popular Ideology, Oxford, 1988, pp.
13-28. El texto se leyó por primera vez como conferencia en la Concordia University,
Montreal, donde Rudé era profesor.

La historia de los de abajo, la historia vista desde abajo o la historia de la


gente corriente, de la cual George Rudé fue un precursor distinguido, ya no
necesita anunciarse. Sin embargo, todavía puede beneficiarse de algunas
reflexiones sobre sus problemas técnicos, que son a la vez difíciles e interesantes,
probablemente más que los de la historia académica tradicional. Reflexionar sobre
algunos de ellos es el propósito del presente ensayo.

Pero antes de ocuparme de mi tema principal, permítanme preguntar por


qué la historia de los de abajo es una moda tan reciente: esto es, por qué la mayor
parte de la historia que escriben los cronistas contemporáneos y eruditos
posteriores desde el principio de la alfabetización hasta, pongamos por caso,
finales del siglo XIX, nos dice tan poco sobre la gran mayoría de los habitantes de
los países o estados que eran el tema de dicha historia, por qué la pregunta de
Brecht «¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas?» es típicamente del siglo
XX. La respuesta nos hace entrar tanto en la naturaleza de la política —que hasta
hace poco era el tema característico de la historia— como de las motivaciones de
los historiadores.

En tiempos pasados, la mayor parte de la historia se escribía para glorificar a


los gobernantes y, tal vez, para que éstos la usaran en la práctica. De hecho, ciertos
tipos de historia aún cumplen esta función. Es indudable que no son las masas
quienes leen esas gruesas biografías neovictorianas de políticos que recientemente
han vuelto a ponerse de moda. No está claro quién las lee, aparte de un puñado de
historiadores profesionales y unos cuantos estudiantes que tienen que consultarlas
para escribir sus ensayos. Me he sentido muy desconcertado al leer esas supuestas
listas de libros más vendidos que siempre parecen incluir el último superventas de
este género. Pero, desde luego, los políticos se los zampan como si fueran
palomitas de maíz, al menos si saben leer. Es natural. No sólo tratan de gente como
ellos, y de actividades como las suyas, sino que hablan de eminentes ejercitantes de
su propio oficio de los cuales —si los libros son buenos— pueden aprender algo.
Roy Jenkins todavía cree que vive en el mismo universo que Asquith, del mismo
modo que Harold Macmillan sin duda pensaba que, en cierto sentido, hombres
como Salisbury y Melbourne eran contemporáneos suyos.

Ahora bien, durante la mayor parte de la historia hasta finales del siglo XIX,
y en la mayoría de los países, normalmente los asuntos prácticos de la política de la
clase dirigente requerían sólo alguna consulta esporádica con la masa de la
población. Podían tomarse como cosa normal, salvo en circunstancias muy
excepcionales como, por ejemplo, las grandes revoluciones o insurrecciones
sociales. No quiere decir esto que las masas estuvieran contentas ni que no fuera
necesario tenerlas en cuenta. Significa sencillamente que los términos de la relación
estaban dispuestos de un modo que garantizaba que el descontento no saldría de
unos límites aceptables, esto es, que las actividades de los pobres normalmente no
amenazarían el orden social. Asimismo, en su mayor parte se situaban en un nivel
inferior a aquel donde se desarrollaba la política de la gente principal: por ejemplo,
un nivel local y no nacional. A la inversa, la gente corriente aceptó su condición de
subalterna durante la mayor parte del período y se limitó a luchar —si luchaba—
contra los opresores con los que tenía contacto directo. Si puede hacerse una
generalización no arriesgada sobre la relación normal entre campesinos y reyes o
emperadores en el período anterior al siglo XIX, es que consideraban que el rey o el
emperador era justo por definición. Si el rey o el emperador sabía lo que tramaba la
nobleza terrateniente —o, con mayor probabilidad, algún noble en concreto—,
impedía que oprimiera a los campesinos. Así que, en cierto sentido, él estaba fuera
del mundo de la política de ellos y viceversa.

Naturalmente, hay excepciones de esta generalización. Me inclino a creer


que China es la principal, porque se trata de un país donde, hasta en los tiempos
del imperio celeste, los levantamientos de campesinos no eran fenómenos raros
como los terremotos o las epidemias de peste, sino fenómenos que podían ser, eran
y se esperaba que fuesen capaces de derribar dinastías. Pero, por regla general, no
lo eran. Así pues, la historia de los de abajo pasa a estar relacionada o a formar
parte del tipo de historia que se escribía tradicionalmente —la que trataba de
grandes decisiones y acontecimientos políticos— sólo a partir del momento en que
la gente corriente se convierte en un factor constante en la toma de tales decisiones
y en tales acontecimientos. No sólo en momentos de excepcional movilización
popular como, por ejemplo, las revoluciones, sino en todo momento o durante la
mayor parte del tiempo. En general, esto no empezó a suceder hasta la era de las
grandes revoluciones a finales del siglo XVIII. Pero en la práctica, por supuesto, no
adquirió importancia hasta mucho después. Fuera de los Estados Unidos incluso
las típicas instituciones de la democracia burguesa —esto es, elecciones por
sufragio masculino universal (el voto de las mujeres es un fenómeno aún más
posterior)— fueron excepcionales hasta las postrimerías del siglo XIX. La economía
basada en el consumo en gran escala es un fenómeno de este siglo, al menos en
Europa. Y los dos procedimientos característicos para descubrir las opiniones de la
gente —el estudio del mercado mediante muestreo y su vástago el sondeo de la
opinión pública— son de una juventud inverosímil si se miden de acuerdo con
criterios históricos. En efecto, fueron fruto del decenio de 1930.

Por tanto, la historia de la gente corriente como campo de estudio


especializado empieza con la historia de los movimientos de masas del siglo XVIII.
Supongo que Michelet es el primero de los grandes historiadores de los de abajo: la
Gran Revolución francesa es el núcleo de su obra. Y desde entonces, la historia de
la Revolución francesa, en especial desde que el jacobinismo fue revivificado por el
socialismo y la Ilustración, por el marxismo, ha sido el terreno de pruebas de este
tipo de historia. Si hay un solo historiador que se anticipe a la mayoría de los temas
de la labor contemporánea, es Georges Lefebvre, cuya obra El gran pánico de 1789,
traducida al inglés después de cuarenta años, sigue siendo notablemente actual.
Por decirlo de forma más general: fue la tradición francesa de historiografía en
conjunto, empapada en la historia, no de la clase dirigente francesa, sino del pueblo
francés, la que determinó la mayoría de los temas e incluso los métodos de la
historia desde abajo. Marc Bloch además de Georges Lefebvre. Pero en otros países
este campo no empezó realmente a florecer hasta después de la segunda guerra
mundial. De hecho, no empezó a avanzar de verdad hasta mediados del decenio
de 1950, momento en que el marxismo pudo hacer su plena aportación al mismo.

Para el marxista o, de forma más general, el socialista, el interés por la


historia de los de abajo aumentó al crecer el movimiento obrero. Y aunque esto fue
un incentivo muy poderoso para estudiar la historia del hombre corriente —en
especial de la clase obrera—, también puso unas anteojeras muy eficaces a los
historiadores socialistas. Como era natural, estuvieron tentados de estudiar, no
cualquier tipo de gente corriente, sino la gente corriente a la que se podía
considerar antecesora del movimiento: no los obreros como tales, sino más bien
como cartistas, sindicalistas, militantes laboristas. Y también estuvieron tentados
—lo cual era igualmente natural— de suponer que la historia de los movimientos y
las organizaciones que llevaron a la lucha obrera y, por tanto, en un sentido real
«representaban» a los trabajadores, podía sustituir a la historia de la gente
corriente misma. Pero no es así. La historia de la revolución irlandesa de 1916-1921
no es idéntica a la historia del IRA, la del Ejército Ciudadano, la del Sindicato de
Trabajadores de los Transportes Irlandeses o la del Sinn Fein. Basta leer las grandes
obras teatrales de Sean O’Casey sobre la vida en los barrios bajos de Dublín
durante el citado período para ver cuántas más cosas había en las bases. Hasta el
decenio de 1950 no empezó la izquierda a emanciparse de este planteamiento
estrecho.

Fueran cuales fueran sus orígenes y sus dificultades iniciales, la historia


desde abajo ya ha despegado. Y al mirar atrás para examinar la historia de la gente
corriente, no nos limitamos a darle una importancia política retrospectiva que no
siempre tenía, sino que intentamos, de modo más general, explorar una dimensión
desconocida del pasado. Y esto me lleva a los consiguientes problemas técnicos.

Todo tipo de historia tiene sus problemas técnicos, pero en la mayoría de los
casos se da por sentado que ya existe un conjunto de fuentes cuya interpretación
plantea dichos problemas. La disciplina clásica de la erudición histórica, tal como
la cultivaron en el siglo XIX profesores alemanes y de otras nacionalidades, partía
de este supuesto que casualmente encajaba muy bien en la moda predominante del
positivismo científico. Este tipo de problema académico sigue dominando en unas
cuantas ramas muy anticuadas del saber como, por ejemplo, la historia de la
literatura. Para estudiar a Dante, hay que dominar el arte de interpretar
manuscritos y de resolver los problemas que surgen cuando unos manuscritos se
copian de otros, porque el texto de Dante depende del cotejo de manuscritos
medievales. Para estudiar a Shakespeare, que no dejó ningún manuscrito, sino
muchas ediciones impresas y viciadas, significa convertirse en una especie de
Sherlock Holmes del ramo de la imprenta de principios del siglo XVII. Pero en
ninguno de los dos casos hay muchas dudas sobre lo principal del tema que
estudiamos, a saber: las obras de Dante o de Shakespeare.

Ahora bien, la historia de los de abajo difiere de tales temas, y, de hecho, de


la mayor parte de la historia tradicional, puesto que sencillamente no existe ya un
conjunto de material relativo a ella. Es verdad que a veces tenemos suerte. Una de
las razones por las cuales el estudio de la Revolución francesa ha sido el origen de
tanta historia moderna de las bases es que en este gran acontecimiento histórico se
combinan dos características que raras veces aparecen juntas antes de aquella
fecha. En primer lugar, por tratarse de una gran revolución, sencillamente actuaron
en ella y llamaron la atención numerosas personas del tipo que antes destacaba
muy poco fuera del círculo que formaban sus familiares y vecinos. Y en segundo
lugar, las documentó por medio de una vasta y laboriosa burocracia que las
clasificó y guardó en los archivos nacionales y departamentales de Francia, lo cual
fue beneficioso para el historiador. De Georges Lefebvre a Richard Cobb, los
historiadores de la Revolución francesa han descrito de modo vivido las
satisfacciones y los problemas que supone recorrer la campiña francesa en busca de
los franceses del decenio de 1790; pero principalmente las satisfacciones, ya que al
llegar el estudioso a Angulema o a Montpellier y localizar los archivos apropiados,
prácticamente todos los viejos y polvorientos legajos de papeles —perfectamente
legibles, a diferencia de la apretada letra de los siglos XVI y XVII— contenían
información muy valiosa. Da la casualidad de que los historiadores de la
Revolución francesa son afortunados; más afortunados que los británicos, por
ejemplo.

En la mayoría de los casos el historiador de los de abajo encuentra sólo lo


que busca y no lo que ya le está esperando. La mayoría de las fuentes
correspondientes a la historia de los de abajo sólo han sido reconocidas como tales
fuentes porque alguien ha hecho una pregunta y luego se ha puesto a buscar
desesperadamente la manera —cualquier manera— de responder a ella. No
podemos ser positivistas y creer que las preguntas y las respuestas surgen de
modo natural del estudio del material. Generalmente no hay material hasta
después de que nuestras preguntas lo hayan revelado. Veamos, por ejemplo, la
demografía histórica, disciplina que florece en la actualidad y que se apoya en el
hecho de que los nacimientos, los matrimonios y las defunciones se anotaban en
los registros parroquiales desde, más o menos, el siglo XVI. Esto era sabido desde
hacía mucho tiempo y, a decir verdad, muchos registros de este tipo se
imprimieron para facilitar la tarea de los genealogistas, que eran las únicas
personas que mostraban gran interés por ellos. Pero cuando los historiadores
sociales se pusieron a trabajar con ellos, al tiempo que se ideaban técnicas para
analizarlos, resultó que podían hacerse tremendos descubrimientos. Ahora
podemos averiguar en qué medida la gente del siglo XVII practicaba el control de
la natalidad, en qué medida padecía hambrunas u otras catástrofes, cuál era su
esperanza de vida en diversos períodos, qué probabilidades había de que hombres
y mujeres contrajesen segundas nupcias, si se casaban jóvenes o ya mayores,
etcétera. Hasta el decenio de 1950, sólo podíamos especular sobre estas cosas en lo
que se refiere a los períodos en que aún no se confeccionaban censos.

Es cierto que, una vez nuestras preguntas han revelado nuevas fuentes de
material, éstas mismas plantean considerables problemas técnicos: a veces
demasiados, a veces insuficientes. Los demógrafos históricos han ocupado
sencillamente gran parte del tiempo en los detalles técnicos de su análisis, que son
cada vez más complejos. Por este motivo, gran parte de lo que publican en la
actualidad sólo tiene interés para otros demógrafos históricos. El espacio de tiempo
que transcurre entre la investigación y el resultado es insólitamente largo.
Debemos tener presente que gran parte de la historia de los de abajo no produce
resultados rápidos, sino que es necesario recurrir a un tratamiento complicado y
caro que lleva mucho tiempo. No es como recoger diamantes en el lecho de un río,
sino que se parece más a la moderna extracción de diamantes y oro, que requiere
grandes inversiones de capital y el empleo de alta tecnología.

En cambio, algunos tipos de material relativo a la gente corriente todavía no


han sido un estímulo suficiente para pensar en la correspondiente metodología. La
historia oral es buen ejemplo de ello. Gracias al magnetófono, la historia oral se
cultiva mucho ahora. Y la mayoría de los recuerdos grabados en cinta parecen lo
bastante interesantes, o poseen suficiente atractivo sentimental, para ser su propia
recompensa. Pero, en mi opinión, nunca haremos uso apropiado de la historia oral
hasta que determinemos qué es lo que puede fallar en el recuerdo, del mismo
modo que hemos determinado qué es lo que puede salir mal cuando se copian
manuscritos a mano. Los antropólogos y los historiadores africanos ya han
empezado a determinarlo en el caso de la transmisión intergeneracional de hechos
de boca en boca. Por ejemplo, sabemos durante cuántas generaciones pueden
transmitirse de modo más o menos exacto ciertas clases de información (por
ejemplo, las genealogías) y sabemos también que la transmisión de
acontecimientos históricos siempre es propensa a los resúmenes cronológicos. Por
citar un ejemplo personal, el recuerdo del levantamiento de obreros en 1830, tal
como se conserva hoy en Tisbury, Wiltshire, y en sus alrededores abarca, como si
fueran contemporáneas, cosas que ocurrieron en 1817 y en 1830.

Pero la mayor parte de la historia oral de hoy consiste en recuerdos


personales, que son un medio muy poco Fiable de preservar hechos. Lo que ocurre
es que la memoria es menos un mecanismo de registro que un mecanismo
selectivo, y la selección, dentro de unos límites, cambia constantemente. Lo que
recuerdo de mi vida de estudiante en Cambridge es diferente hoy de lo que era
cuando tenía treinta o cuarenta y cinco años. Y a no ser que le haya dado una
forma convencional con el objeto de aburrir a la gente (todos conocemos a los que
hacen esto con sus experiencias durante la guerra), es probable que sea diferente
mañana o el año que viene. En este momento nuestros criterios para juzgar las
fuentes orales son casi exclusivamente instintivos o no existen. O bien parece
correcto o no lo parece. Por supuesto, también podemos cotejarlo con alguna
fuente independiente verificable y aprobarlo porque dicha fuente lo confirma. Pero
esto no nos acerca más al problema crucial, que consiste en saber qué podemos
creer cuando no hay ninguna posibilidad de cotejar la información que tenemos.

La metodología de la historia oral no es sólo importante para comprobar si


los recuerdos de ancianas y ancianos grabadas en cinta son dignas de confianza.
Un aspecto importante de la historia desde abajo es lo que las personas corrientes
recuerdan de los grandes acontecimientos a diferencia de lo que sus superiores
piensan que deberían recordar, o lo que los historiadores pueden determinar que
en verdad sucedió; y en la medida en que convierten sus recuerdos en mitos, cómo
se forman tales mitos. ¿Qué sentía realmente el pueblo británico en el verano de
1940? Los datos del Ministerio de Información presentan un panorama que difiere
un poco de lo que la mayoría de nosotros creemos ahora. ¿Cómo podemos
reconstruir o bien los sentimientos originales o la formación de los mitos?
¿Podemos separar unos de otros? Estas preguntas no son insignificantes. Mi
opinión personal es que no requieren sólo que se recopilen e interpreten
cuestionarios retrospectivos grabados en cinta, sino que se hagan experimentos, si
es necesario en conjunción con psicólogos. Intervienen en ello muchos factores
metodológicos, hipotéticos y de tipo más arbitrario. La curva de apoyo a la Alianza
Liberal-Socialdemócrata indicaba, por medio de preguntas mensuales, cómo
votaría la gente si mañana se celebraran elecciones generales, pero no indica nada
sobre su comportamiento político excepto cómo responden a esta pregunta en
particular y el supuesto de que la intención de voto es la variable crucial en
política. No se basa en ningún modelo de cómo realmente las personas se deciden
en política, y no investiga su conducta política, sino su opinión actual sobre
determinado hecho político en circunstancias hipotéticas. Pero si descubrimos el
equivalente de los sondeos retrospectivos de la opinión, lo que hacemos es
investigar lo que la gente realmente pensaba o hacía.

A veces es posible hacer esto descubriendo realmente sus opiniones. Por


ejemplo, Hanak analizó opiniones relativas a la primera guerra mundial en las
diferentes nacionalidades del imperio Habsburgo usando para ello las cartas
censuradas que mandaban y recibían los soldados en el frente, y Kula, en Polonia,
ha publicado una colección de cartas que parientes emigrados mandaron a
campesinos polacos a finales del siglo XIX y que fueron interceptadas por la policía
zarista. Pero esto es raro, porque durante la mayor parte del pasado la gente era en
general analfabeta. Es mucho más común inferir sus pensamientos de sus acciones.
Por decirlo de otro modo, basamos nuestro trabajo histórico en un descubrimiento
realista que hizo Lenin, a saber: que abstenerse de votar puede ser una manera de
expresar tu opinión tan eficaz como depositar tu voto en la urna. A veces, por
supuesto, estamos a medio camino entre la opinión y la acción. Así, Marc Ferro
investigó la actitud de diferentes grupos ante la guerra y la revolución en Rusia
analizando los telegramas y las resoluciones que se enviaron a Petrogrado en las
primeras semanas de la Revolución de febrero: esto es, antes de que los mítines
públicos, los consejos de obreros, campesinos o soldados o lo que fuera hubiesen
adquirido etiquetas o carácter partidistas. Mandar una resolución a la capital es
una acción política, aunque en los comienzos de una gran revolución es probable
que ocurra más a menudo que en otros momentos. Pero el contenido del telegrama
es opinión, y las diferencias entre, pongamos por caso, las opiniones de obreros,
campesinos y soldados son importantes. Así, los campesinos «exigían» con mucha
más frecuencia que elevaban peticiones. Se oponían más a la guerra que los
obreros, que también tenían menos confianza en sí mismos. En aquel momento los
soldados no se oponían en absoluto a la guerra, pero se quejaban de los oficiales. Y
así sucesivamente.

Pero las fuentes más finas son las que se limitan a registrar acciones que
tienen que indicar implícitamente ciertas opiniones. Son casi siempre el resultado de
buscar alguna manera —cualquier manera— de hacer una pregunta que ya está en
la mente del historiador. Además, en general son muy concluyentes. Supongan,
por ejemplo, que quieren descubrir qué cambios obró la Revolución francesa en el
sentimiento monárquico en Francia. Marc Bloch, al investigar la creencia, que
durante muchos siglos fue general, de que los reyes de Francia e Inglaterra podían
hacer milagros, señala que en la coronación de Luis XVI, en 1774, 2400 escrofulosos
se presentaron para que el monarca los curase del «mal del rey» mediante la
imposición de manos. Pero cuando Carlos X resucitó el antiguo ceremonial de
coronación en Reims, en 1825, y fue persuadido, muy a su pesar, de resucitar
también la ceremonia de curación por parte del rey, sólo se presentaron 120
personas. Entre el último rey prerrevolucionario y 1825 había desaparecido
virtualmente de Francia la creencia shakespeariana de que «hay tal divinidad
ciñendo a un rey». No se puede discutir esta conclusión.

De modo parecido, el ocaso de las creencias religiosas tradicionales y el auge


de las seculares se han investigado analizando testamentos e inscripciones
funerarias. Porque, si bien el doctor Johnson dijo que al escribir inscripciones
lapidarias un hombre no está bajo juramento, es todavía más cierto que es más
probable que exprese sus opiniones religiosas en tales contextos que otras veces. Y
no sólo estas opiniones. Vovelle ha ilustrado de modo muy bonito el ocaso, en la
Provenza del siglo XVIII, de la creencia en una sociedad jerárquica estratificada
contando la frecuencia con que aparece la fórmula testamentaria «debe enterrarse
de acuerdo con su rango y su condición». Disminuye continuamente y de modo
muy acentuado durante todo el siglo. Pero —detalle interesante— no de forma más
acentuada que, pongamos por caso, la invocación de la Virgen María en los
testamentos provenzales.

Supongan que buscamos otras maneras de descubrir cambios de actitud ante


la religión tradicional y decidimos pasar del entierro al bautismo. En los países
católicos los santos proporcionan el conjunto principal de nombres de pila. En
realidad, sólo ofrecen la inmensa mayoría de tales nombres a partir de la época de
la Contrarreforma, por lo que también esto puede decirnos algo sobre la
evangelización o reevangelización de la gente corriente en el período de la Reforma
y la Contrarreforma. Pero en algunas partes los nombres puramente seculares
pasan a ser comunes en el siglo XIX, y a veces son nombres deliberadamente no
cristianos, o incluso anticristianos.

Un colega florentino encargó a sus hijos que llevaran a cabo una pequeña
investigación consistente en comprobar en los listines de teléfonos toscanos la
frecuencia con que aparecían nombres sacados premeditadamente de fuentes
seculares, pongamos que de la ópera y la literatura italianas (Espartaco, por
ejemplo). Resulta que esto se correlaciona especialmente bien con las zonas donde
en otro tiempo el anarquismo ejerció influencia, más que con las de influencia
socialista. Así que podemos inferir —lo que también es probable por otros motivos
— que el anarquismo era algo más que un simple movimiento político y tendía a
poseer algunas de las características de una conversión activa, un cambió en todo
el modo de vida de sus militantes. Es posible que la historia social e ideológica de
los nombres de persona se haya investigado en Inglaterra (por alguien que no sea
aquel caballero que anualmente sigue la pista de los nombres que aparecen en los
anuncios del Times), pero, si se ha investigado, no he tenido ocasión de ver tales
estudios. Sospecho que no hay ninguno, al menos que sea obra de un historiador.

Así pues, con más o menos ingenio, lo que el poeta llamó «los sencillos
anales de los pobres» —los escuetos registros de nacimientos, matrimonios y
defunciones— pueden aportar información en cantidades sorprendentes. Y todo el
mundo puede probar suerte en el juego de los historiadores y tratar de descubrir
maneras de no limitarse a especular sobre qué canciones cantaban las sirenas (sir
Thomas Browne), sino de encontrar realmente algunos testimonios indirectos de
tales canciones. Gran parte de la historia de los de abajo es como el rastro del
antiguo arado. Puede parecer que desapareció para siempre con los hombres que
araron el campo hace muchos siglos. Pero todo fotógrafo aéreo sabe que, bajo cierta
luz y desde cierto ángulo, las sombras de los caballones y los surcos olvidados hace
mucho tiempo todavía son visibles.

Sin embargo, el simple ingenio no nos lleva lo bastante lejos. Lo que


necesitamos —tanto para comprender lo que pensaban los que tenían dificultades
para expresarse como para demostrar la veracidad o la falsedad de nuestras
hipótesis sobre ello— es un panorama coherente o, si lo prefieren, un modelo.
Porque nuestro problema no es tanto descubrir una buena fuente. Hasta las
mejores fuentes —digamos que las demográficas sobre nacimientos, matrimonios y
defunciones— iluminan sólo ciertas zonas de lo que la gente hacía, sentía y
pensaba. Lo que normalmente tenemos que hacer es reunir una gran variedad de
información a menudo fragmentaria: y para ello debemos, si me perdonan la
expresión, componer nosotros mismos el rompecabezas, esto es, resolver cómo
tales fragmentos de información deberían encajar unos con otros. Esta es otra
manera de repetir lo que ya he recalcado, a saber: que el historiador de los de abajo
no puede ser un positivista de la vieja escuela. Debe saber, en cierto modo, qué es
lo que busca y, sólo si lo sabe, puede reconocer si lo que encuentra encaja con su
hipótesis o no; y si no encaja, tiene que pensar en otro modelo.

¿Cómo construimos nuestros modelos? Desde luego, intervienen en ello —


con bastante fuerza— el saber, la experiencia, sencillamente el conocimiento
amplio y concreto del tema propiamente dicho. Esto nos permite eliminar hipótesis
obviamente inútiles. Pondré un ejemplo absurdo. En un examen celebrado en
Londres un africano respondió a una pregunta sobre la revolución industrial en
Lancashire diciendo que la industria algodonera se creó allí porque Lancashire es
un lugar tan apropiado para cultivar algodón. Da la casualidad de que sabemos
que no lo es y, por tanto, la respuesta se nos antoja absurda, aunque podría no
parecerlo en Calabar. Pero abundan las respuestas que son igualmente absurdas y
podrían evitarse mediante información igualmente elemental. Por ejemplo, si no
da la casualidad de que sabemos que en el siglo XIX la palabra «artesano» se usaba
en Inglaterra de modo casi exclusivo para referirse a un asalariado especializado, y
que la palabra «campesino» generalmente se refería a un peón agrícola, podríamos
cometer algunos disparates considerables en relación con la estructura social
británica del citado siglo. Disparates de esta clase se han cometido —los
traductores continentales persisten en traducir la palabra journeyman por
«jornalero»— y quién sabe a cuántos análisis de la sociedad del siglo XVII
perjudica nuestra ignorancia de cuál era o cuáles eran exactamente el significado o
los significados de la palabra servant o yeoman. Hay sencillamente cosas que es
necesario saber sobre el pasado, razón por la cual la mayoría de los sociólogos son
malos historiadores: no quieren dedicar tiempo a averiguarlo.

También necesitamos imaginación —preferiblemente junto con información


— con el fin de evitar el mayor peligro que corre el historiador: el anacronismo.
Prácticamente todos los tratamientos populares de la sexualidad victoriana
adolecen del defecto de no comprender que nuestras propias actitudes sexuales
sencillamente no son las mismas que las de otros períodos.

Es un error total dar por sentado que los Victorianos —todos ellos excepto
una minoría pequeña y más bien atípica— adoptaban las mismas actitudes que
nosotros ante la sexualidad, sólo que la suprimían u ocultaban. Pero es bastante
difícil hacer el esfuerzo de imaginación necesario para comprender esto, tanto más
cuanto que la sexualidad parece ser algo bastante invariable y todos nos creemos
expertos en la materia.

Pero el conocimiento y la imaginación solos no bastan. Lo que necesitamos


construir, o reconstruir, es, hablando en términos ideales, un sistema de
comportamiento o pensamiento, un sistema coherente, y es preferible que
consecuente; un sistema que, en ciertos sentidos, pueda inferirse una vez
conozcamos lo que es básico, es decir, los supuestos y parámetros sociales y las
tareas de la situación, pero antes de que sepamos muchas cosas sobre tal situación.
Permítanme que ponga un ejemplo. Cuando comunidades de campesinos indios
del Perú ocuparon la tierra a la que creían tener derecho, en especial a principios
del decenio de 1960, de forma casi invariable actuaron de un modo muy
estandarizado: toda la comunidad se reunía, con las esposas, los hijos, el ganado y
los aperos y acompañamiento de tambores e instrumentos de viento y de otros
tipos. En cierto momento —generalmente al amanecer— cruzaban todos la línea,
derribaban las cercas, avanzaban hasta el límite del territorio que reivindicaban,
empezaban inmediatamente a construir chozas pequeñas tan cerca de la nueva
línea como fuera posible y comenzaban a apacentar el ganado y cultivar la tierra.
Curiosamente, otras ocupaciones de tierra por parte de campesinos en momentos y
lugares diferentes —por ejemplo en el sur de Italia— se hacían exactamente de la
misma forma. ¿Por qué? Dicho de otro modo, ¿en qué supuestos hay que basarse
para comprender este comportamiento muy estandarizado que, como es obvio, no
era determinado culturalmente?

Supongan que decimos: en primer lugar, la ocupación tiene que ser


colectiva, a) porque la tierra pertenece a la comunidad y b) porque todos los
miembros de la comunidad deben participar en ello para reducir al minino las
represalias e impedir que las discusiones entre los que se jugaron el tipo y los que
no se lo jugaron perjudiquen la unidad de la comunidad. Porque, al fin y al cabo,
infringen la ley y, a menos que la revolución triunfe, es indudable que se les
castigará, aunque se atienda realmente a sus exigencias. ¿Podemos verificar esto?
Pues, hay muchas pruebas de la importancia de minimizar las represalias. Así, en
los levantamientos de campesinos japoneses antes de la restauración Meiji, muchos
poblados fueron «coaccionados» de modo convencional para que secundaran el
levantamiento, lo cual proporcionó a sus autoridades una excusa oficial para
participar. Según Lefebvre, algo parecido sucedió en los pueblos franceses en 1789.
Si todo el mundo puede decir: «Lo siento, pero no tuve más remedio que
participar», es probable que las autoridades, a su vez, tengan una excusa oficial
para limitar el castigo que se sienten obligadas a imponer a los rebeldes. Porque,
desde luego, tienen que vivir con los campesinos del mismo modo que éstos tienen
que vivir con ellas. El hecho de que un grupo gobierne y el otro sea subalterno no
significa que los gobernantes no necesiten tener en cuenta a los gobernados.

Muy bien. Ahora, ¿cuál es la forma más conocida de movilizar a toda la


comunidad? La fiesta del pueblo o su equivalente: la combinación de ritual y
diversión colectivos. Y, por supuesto, una ocupación de tierras es ambas cosas:
tiene que ser un asunto muy serio y solemne, ya que se trata de recuperar tierra
que pertenece al poblado, pero también es probable que sea lo más apasionante
que le ha sucedido al poblado desde hace mucho tiempo. Así pues, es natural que
en el levantamiento haya algo propio de la fiesta del pueblo. De ahí la música, que
también sirve para movilizar y convocar a la gente. ¿Podemos verificar esto? Pues,
una y otra vez vemos en estas movilizaciones campesinas que la gente —en
especial la gente joven— se viste con la ropa de fiesta; y, desde luego, vemos que
en algunas regiones se bebe mucho durante el acto.

¿Por qué la invasión tiene lugar al amanecer? Es de suponer que por buenas
razones de índole militar: para pillar al otro bando desprevenido y tener como
mínimo un poco de luz diurna que les permita instalarse. Pero ¿por qué se instalan
con chozas, animales y aperos, en vez de limitarse a esperar el momento de repeler
a los terratenientes o la policía? En realidad, casi nunca tratan seriamente de
repeler a la policía o al ejército, por una razón muy buena: saben que no lo
conseguirán porque son demasiado débiles. Los campesinos son más realistas que
muchos de los insurrectos de extrema izquierda. Saben de sobra quién va a matar a
quién si se produce un enfrentamiento. Y lo que es más importante: saben quién no
puede huir. Saben que puede haber revoluciones, pero también saben que su
victoria no depende de ellos, de su poblado en concreto. Así que normalmente las
ocupaciones en masa de tierra vienen a ser una prueba. Por lo general, en la
situación política hay algo que se ha filtrado hasta los poblados y los ha
convencido de que los tiempos están cambiando: la estrategia normal de pasividad
tal vez puede sustituirse por la actividad. Si tienen razón al pensar así, nadie
vendrá a echarles de la tierra. Si se equivocan, lo sensato es retirarse y esperar el
próximo momento apropiado. Pero, sin embargo, no sólo deben reivindicar la
tierra, sino vivir realmente en ella y trabajarla, sobre todo esto último, porque su
derecho sobre ella no es como el derecho de propiedad burgués, sino que se parece
más al derecho de propiedad en el estado de la naturaleza de que habló Locke:
depende de mezclar el trabajo propio con los recursos de la naturaleza. ¿Podemos
verificar esto? Pues, sí, gracias a la Rusia del siglo XIX sabemos muchas cosas sobre
la creencia de los campesinos en el llamado «principio del trabajo». Y, de hecho,
podemos ver el argumento en acción: en el Cilento, al sur de Nápoles, antes de la
revolución de 1848 «en el día de Navidad los campesinos salían siempre a las
tierras que reivindicaban con el fin de llevar a cabo faenas agrícolas, con lo cual
pretendían mantener el principio ideal de posesión de sus derechos». Si no trabajas
la tierra, no es justo que seas su propietario.

Podría ponerles otros ejemplos. De hecho, he intentado esta clase de


construcción —que confieso que me parece que aprendí de los antropólogos
sociales— con otros problemas: por ejemplo, el problema del bandidaje social, otro
fenómeno que se presta a este tipo de análisis, porque está muy estandarizado.

Supone tres pasos analíticos: en primer lugar, tenemos que identificar lo que
los médicos llamarían «el síndrome», es decir, todos los «síntomas» o pedacitos del
rompecabezas que deben juntarse o, como mínimo, un número suficiente de ellos
para poder continuar. En segundo lugar, tenemos que construir un modelo que
explique todas estas formas de comportamiento, esto es, descubrir una serie de
supuestos que hagan que las diferentes clases de comportamiento que forman esta
combinación armonicen unas con otras de acuerdo con algún esquema de
racionalidad. En tercer lugar, tenemos que descubrir si hay pruebas
independientes que confirmen estas conjeturas.

El paso más difícil es el primero, ya que se apoya en una mezcla formada


por el conocimiento previo del historiador, sus teorías sobre la sociedad, a veces su
presentimiento, instinto o introspección, y, por regla general, el propio historiador
en realidad no ve claramente cómo hace su selección inicial. Al menos este es mi
caso, aun cuando me esfuerzo mucho por ser consciente de lo que hago. Por
ejemplo, ¿en qué nos basamos para escoger una variedad de fenómenos sociales
dispares que generalmente se tratan como comentarios curiosos al margen de la
historia y clasificarlos juntos como miembros de una familia de «rebelión
primitiva», de lo que podríamos llamar «política prepolítica»: bandidaje, disturbios
urbanos, ciertas clases de sociedades secretas, ciertas clases de sectas milenarias y
de otra índole, etcétera? La primera vez que lo hice no lo sabía realmente. Entre
muchas cosas a las que podría prestar atención (y es obvio que no hago caso de
algunas de ellas), ¿por qué me fijo en la importancia de la indumentaria en los
movimientos campesinos; la indumentaria como símbolo de la lucha de clases, por
ejemplo en la hostilidad siciliana entre las «gorras» y los «sombreros», o en los
levantamientos de campesinos en Bolivia, en los cuales los indios que ocupan las
ciudades obligan a la gente de la ciudad a quitarse los pantalones y vestirse con
ropa de campesino (esto es, de indio)? ¿La indumentaria como símbolo de la
rebelión misma, como en el caso de los peones agrícolas que en 1830 se
endomingaron para ir a presentar sus reivindicaciones a la burguesía agraria,
indicando con ello que no se encontraban en el estado normal de opresión, que
equivale al trabajo, sino en el estado de libertad que equivale a fiesta y diversión?
(Recuerden que incluso en los comienzos del movimiento obrero el concepto de la
huelga y el de la fiesta no están separados claramente: los mineros «juegan»
cuando están en huelga, y los planes de los cartistas para una huelga general en
1839 eran planes para una «fiesta nacional»). No lo sé, y esta ignorancia es
peligrosa, porque puede hacer que no me dé cuenta de que introduzco mis propios
supuestos contemporáneos en el modelo, o de que omito algo importante.

La segunda fase del análisis también es difícil, ya que puede ser que
sencillamente impongamos una construcción arbitraria a los hechos. Con todo, en
la medida en que el modelo pueda ponerse a prueba —a diferencia de muchos
modelos muy bonitos, como, por ejemplo, los estructuralistas—, esto no causa
demasiados problemas. Más los causa cierta vaguedad sobre lo que tratamos de
probar. Porque suponer que cierta clase de comportamiento tiene sentido
basándose en ciertos supuestos no equivale a afirmar que es sensato, que es
racionalmente justificable. El gran peligro de este procedimiento —ante el cual han
sucumbido numerosos antropólogos de campo— es equiparar todo
comportamiento como igualmente «racional». Ahora bien, parte de él lo es. Por
ejemplo, el comportamiento del buen soldado Schweik, al que, por supuesto, las
autoridades militares habían declarado imbécil de verdad, era cualquier cosa
menos un imbécil. Era indudablemente la forma más eficaz de autodefensa para
alguien en su situación. Una y otra vez, al estudiar el comportamiento político de
los campesinos en un estado de opresión, descubrimos el valor práctico de la
estupidez y una negativa a aceptar cualquier innovación: la gran ventaja de los
campesinos es que hay muchas cosas que sencillamente no puedes obligarles a
hacer, y, en general, la ausencia de todo cambio es lo más apropiado para el
campesinado tradicional. (Pero, desde luego, no olvidemos que muchos de estos
campesinos no juegan sólo a ser espesos, sino que lo son realmente). A veces el
comportamiento era racional en ciertas circunstancias, pero deja de serlo al
cambiar éstas. Pero también abundan los tipos de comportamiento que no son
nada racionales, en el sentido de que sean medios eficaces de alcanzar fines
prácticos definibles, sino que son meramente comprensibles. Un ejemplo obvio de
esto es el renacer de las creencias en la astrología, la brujería, varias religiones
marginales y creencias irracionales que hoy se observa en Occidente, o ciertas
formas de comportamiento violento, como —por poner el ejemplo más común— la
locura que se apodera de tantas personas cuando suben a un coche. El historiador
de los de abajo no abdica de su juicio, o al menos no debería abdicar.

¿Cuál es el objeto de todos estos ejercicios? No es sencillamente descubrir el


pasado, sino explicarlo y proporcionar así un vínculo con el presente. En historia es
enorme la tentación de limitarse a descubrir lo que hasta ahora no se sabía y
disfrutar de lo que encontremos. Y como una parte tan grande de la vida, e incluso
más del pensamiento, de la gente corriente se desconoce por completo, esta
tentación es todavía mayor en la historia desde abajo, tanto más cuanto que
muchos de nosotros nos identificamos con los desconocidos hombres y mujeres —
las aún más desconocidas mujeres— corrientes del pasado. No es mi deseo
desaconsejar que se haga esto. Pero la curiosidad, el sentimiento y las
satisfacciones del estudio de las cosas antiguas no son suficientes. Lo mejor de tal
historia constituye una lectura maravillosa, pero eso es todo. Lo que queremos
saber es por qué, además de qué. Descubrir que en los pueblos puritanos de
Somerset en el siglo XVII, o en las unions de la Ley de Pobres de la época victoriana
en Wiltshire, a la muchacha que daba a luz un hijo ilegítimo no la consideraban
pecadora o «poco respetable» si tenía buenos motivos para creer que el padre
pensaba casarse con ella, es interesante e induce a reflexionar. Pero lo que
realmente queremos saber es el porqué de tales creencias, cómo encajaban en el
resto del sistema de valores de aquellas comunidades (o de la sociedad en general,
de la cual formaban parte) y por qué cambiaron o no cambiaron.

El vínculo con el presente también es obvio, porque el proceso de


comprenderlo tiene mucho en común con el proceso de comprender el pasado,
aparte de que comprender cómo el pasado se ha convertido en el presente nos
ayuda a comprender éste, y es de suponer que algo del futuro. Buena parte del
comportamiento de gente de todas las clases sociales de hoy es, de hecho, tan
desconocido y poco documentado como gran parte de la vida de la gente corriente
del pasado. Los sociólogos y otros encargados de observar la evolución de la vida
cotidiana van constantemente a la zaga de su presa. E incluso cuando somos
conscientes de lo que hacemos como miembros de nuestra sociedad y nuestro
tiempo puede que no lo seamos del papel que nuestros actos y nuestras creencias
desempeñan en la formación de la imagen de lo que todos desearíamos considerar
un cosmos social ordenado —incluso los que se consideran fuera de él—, o en la
expresión de nuestro intento de adaptarnos a sus cambios. Muchas de las cosas
que hoy se escriben, dicen y hacen sobre las relaciones familiares pertenecen
claramente al reino de los síntomas más que al diagnóstico.
Y, como en el pasado, una de nuestras tareas es descubrir la vida y los
pensamientos de la gente corriente y rescatarlos de la «enorme prepotencia de la
posteridad» de Edward Thompson, así que nuestro problema actual consiste
también en quitar los supuestos igualmente presuntuosos de los que piensan que
conocen lo que son tanto los hechos como las soluciones y pretenden imponerlos a
la gente. Debemos descubrir lo que las personas realmente quieren de una
sociedad buena o siquiera tolerable y, lo que en modo alguno es lo mismo —
porque puede que en realidad no lo sepan—, lo que necesitan de tal sociedad. Eso
no es fácil, en parte porque cuesta librarse de los supuestos predominantes sobre
cómo debería funcionar la sociedad, algunos de los cuales (la mayoría de los
liberales, por ejemplo) ayudan muy poco a orientarse, y en parte porque en
realidad no sabemos qué hace que una sociedad funcione en la vida real: incluso
una sociedad mala e injusta. Hasta estas alturas del siglo XX todos los países que
conozco no han sabido resolver, por medio de una planificación deliberada, un
problema que, durante muchos siglos, parecía no plantear grandes dificultades a la
humanidad, a saber: cómo construir una ciudad que funcione y sea a la vez una
comunidad humana. Eso debería darnos que pensar.

Los historiadores de los de abajo dedican gran parte de su tiempo a


averiguar cómo funcionan las sociedades y cuándo no funcionan, además de cómo
cambian. No pueden dejar de hacerlo, toda vez que su tema, la gente corriente,
constituye el grueso de toda sociedad. Empiezan con la enorme ventaja de saber
que en gran parte ignoran los hechos o las respuestas de sus problemas. También
tienen la gran ventaja de los historiadores sobre los científicos sociales que recurren
a la historia: la de saber qué poco sabemos del pasado, qué importante es
averiguarlo y cuánto trabajo arduo en una disciplina especializada se necesita con
tal fin. También tienen una tercera ventaja. Saben que lo que la gente quería y
necesitaba no era siempre lo que sus superiores, o los que eran más listos y más
influyentes, pensaban que debían tener. Estas son pretensiones bastante modestas
para nuestro oficio. Pero la modestia no es una virtud desdeñable. Es importante
que recordemos de vez en cuando que no sabemos todas las respuestas relativas a
la sociedad y que el proceso de descubrirlas no es sencillo. Quizá es poco probable
que quienes planifican y dirigen la sociedad ahora escuchen. Los que quieren
cambiar la sociedad y con el tiempo planificar su evolución también deberían
escuchar. Si algunos de ellos escuchan, se deberá en parte a la labor de
historiadores como George Rudé.
17. LA CURIOSA HISTORIA DE EUROPA

El original de este capítulo es la versión inglesa de una conferencia sobre Europa y


su historia que pronuncié en alemán, bajo los auspicios de la Fischer Taschenbuch Verlag,
que lanzó su nueva serie Europäische Geschichte con motivo del congreso anual de
historiadores alemanes (Munich, 1996). Una versión de la conferencia en alemán la publicó
Die Zeit el 4 de octubre de 1996. Esta versión (más larga) se publica aquí por primera vez.

¿Pueden los continentes tener historia como continentes? No confundamos


la política, la historia y la geografía, especialmente en el caso de estas formas que
aparecen en las páginas de los atlas y no son unidades geográficas naturales, sino
meramente nombres que los seres humanos hemos dado a parte de la masa
continental del mundo. Además, desde el principio, esto es, desde la Antigüedad,
época en que por primera vez se bautizaron los continentes del Viejo Mundo, ha
estado claro que se pretendía que estos nombres tuvieran algo más que un mero
significado geográfico.

Piensen en Asia. Si no me equivoco, desde 1980 el censo de los Estados


Unidos ha concedido a los habitantes del país la opción de calificarse de «asiático-
norteamericanos», seguramente por analogía con «africano-norteamericanos», que
es la palabra que los actuales negros estadounidenses prefieren que se utilice para
referirse a ellos. Supongo que un asiático-norteamericano es un norteamericano
nacido en Asia o descendiente de asiáticos. Pero ¿qué sentido tiene clasificar a los
inmigrantes turcos bajo la misma denominación que los procedentes de Camboya,
Corea, las Filipinas o Pakistán, por no hablar de ese territorio indiscutiblemente
asiático que es Israel, aunque a sus habitantes no les gusta que les recuerden este
hecho geográfico? En la práctica, estos grupos no tienen nada en común.

Si la examinamos con mayor atención, la categoría de «asiático» nos dice


más sobre nosotros que sobre mapas. Por ejemplo, arroja un poco de luz sobre las
actitudes que los norteamericanos o, de modo más general, los «occidentales»
adoptamos ante las partes de la humanidad que tienen su origen en las regiones
que en otro tiempo se conocían por el nombre de «el Este» o «el Oriente». Los
observadores y, más adelante, los conquistadores, gobernantes, colonizadores y
empresarios occidentales buscaron un común denominador para poblaciones que
eran claramente incapaces de enfrentarse a ellos, pero que, de forma no menos
clara, pertenecían a culturas antiguas y arraigadas y a entes políticos que merecían
respeto, o al menos consideración seria de acuerdo con los criterios de los siglos
XVIII y XIX. No eran lo que en aquel tiempo llamaban «salvajes» o «bárbaros», sino
que pertenecían a una categoría diferente, a saber: la de «orientales», cuyas
características como tales explicaban, entre otras cosas, su inferioridad ante
Occidente. El influyente libro Orientalism, del palestino Edward Said, ha captado
de forma excelente el tono típico de la arrogancia europea en relación con el
«Oriente», aun cuando subestima bastante la complejidad de las actitudes
occidentales en este campo.[1]

Por otra parte, hoy día la palabra «asiático» tiene un segundo significado
que es más restringido desde el punto de vista geográfico. Cuando Lee Kwan Yew
de Singapur anuncia una «vía asiática» y un «modelo económico asiático», tema
que han adoptado alegremente expertos en gestión e ideólogos occidentales, no
nos ocupamos de Asia en su conjunto, sino de los efectos económicos del legado
geográficamente localizado de Confucio. En resumen, continuamos el viejo debate
que inició Marx y amplió Max Weber, el debate sobre la influencia de
determinadas religiones e ideologías en el desarrollo económico. En otro tiempo el
motor del capitalismo lo alimentaba el protestantismo. Hoy Calvino está pasado de
moda y lo que se lleva es Confucio, tanto porque las virtudes protestantes son
difíciles de localizar en el capitalismo occidental como porque los triunfos
económicos del este de Asia han tenido lugar en países marcados por el legado de
Confucio —China, Japón, Corea, Taiwán, Hong Kong, Singapur, Vietnam— o han
sido obra de una diáspora empresarial china. Se da la circunstancia de que en Asia
están hoy las sedes de todas las principales religiones del mundo excepto el
cristianismo e incluido lo que queda del comunismo, pero las regiones culturales
no confucianas del continente no hacen al caso en la actual moda del debate
weberiano. No pertenecen a esta Asia.

Tampoco pertenece a ella, por supuesto, la prolongación occidental de Asia


que conocemos por el nombre de Europa. Desde el punto de vista geográfico, como
sabe todo el mundo, no tiene fronteras orientales, y el continente, por tanto, existe
exclusivamente como construcción intelectual. Incluso la línea divisoria
cartográfica que aparece en los atlas de la escuela tradicional —los montes Urales,
el río Ural, el mar Caspio, el Cáucaso, que son tanto más fáciles de recordar en la
mnemotecnia alemana que en otras lenguas— se basa en una decisión política.
Como recientemente nos ha recordado Bronislaw Geremek, [2] cuando en el siglo
XVIII V. Tatishchev escogió los montes Urales como divisoria entre Europa y Asia,
deseaba conscientemente romper con el estereotipo que asignaba el estado de
Moscú y sus herederos a Asia. «Se requirió la decisión de un geógrafo e historiador
y la aceptación de una convención». Por supuesto, fuera cual fuese el papel de los
Urales, la frontera original entre Europa (esto es, los helenos) y los pueblos que los
helenos definían como «bárbaros» cruzaba las estepas al norte del mar Negro. La
Rusia meridional forma parte de Europa desde hace mucho más tiempo que
muchas de las regiones que ahora se incluyen automáticamente en Europa, pero
sobre cuya clasificación geográfica los especialistas aún discutían a finales del siglo
XIX, por ejemplo Islandia y Spitsbergen.

Por supuesto, que Europa sea una construcción no significa que no existiera
o no exista. Siempre ha habido una Europa, desde que los antiguos griegos le
pusieron nombre. Sólo que se trata de un concepto cambiante, divisible y flexible,
aunque quizá no tan elástico como Mitteleuropa, el ejemplo clásico de programa
político disfrazado de geografía. Exceptuando la actual República Checa y las
regiones colindantes, ninguna parte de Europa aparece en todos los mapas de la
Europa central, pero algunos de éstos abarcan todo el continente excepto la
península ibérica. Sin embargo, la elasticidad del concepto de «Europa» no es tanto
geográfica —por razones prácticas todos los atlas aceptan la línea de los Urales—
como política e ideológica. En los Estados Unidos, durante la guerra fría, la
asignatura «historia de Europa» abarcaba principalmente la Europa occidental.
Desde 1989 se ha extendido a la Europa central y a la oriental «al cambiar la
geografía política y económica de Europa».[3]

El concepto original de Europa se apoyaba en un enfrentamiento doble: la


defensa militar de los griegos contra el avance de un imperio oriental en las
guerras persas, y el encuentro de la «civilización» griega y los «bárbaros» escitas en
las estepas del sur de Rusia. A la luz de la historia subsiguiente, vemos esto como
un proceso de enfrentamiento y diferenciación, pero sería igualmente fácil ver en
ello simbiosis y sincretismo. De hecho, como nos recuerda Neal Ascherson en su
bella obra Black Sea,[4] que siguió a Iranians and Greeks in Southern Russia, de
Rostovtzeff, generó «civilizaciones mixtas, muy curiosas y muy interesantes», en
esta región donde se cruzan influencias asiáticas, griegas y occidentales que bajan
por el Danubio.

Sería igualmente lógico ver toda la civilización mediterránea de la


Antigüedad clásica como sincrética. Después de todo, importó su escritura, como
más adelante su ideología imperial y su religión estatal, del Oriente Próximo. De
hecho, la actual división entre Europa, Asia y África no tiene sentido —al menos
un sentido que se corresponda con el presente— en una región en la cual los
griegos vivieron y florecieron de igual manera en los tres continentes. (Hasta
nuestro trágico siglo no han sido expulsados definitivamente de Egipto, Asia
Menor y la región póntica). ¿Qué sentido podía tener en el apogeo del no dividido
imperio romano, que era felizmente tricontinental y estaba dispuesto a asimilar
cualquier cosa útil, llegara de donde llegara?

Las migraciones e invasiones desde las regiones de los pueblos bárbaros no


eran nuevas. Todos los imperios de la franja de civilización que iba del este de Asia
al oeste y se adentraba en el Mediterráneo tenían que hacerles frente. Sin embargo,
la caída del imperio romano dejó el Mediterráneo occidental, y bastante más tarde
el oriental, sin imperios ni gobernantes capaces de enfrentarse a ellos. A partir de
ese momento podemos ver la historia de la región situada entre el Cáucaso y
Gibraltar como un milenio de lucha contra los conquistadores que llegaban del
este, el norte y el sur: de Atila a Solimán el Magnífico, o incluso al segundo sitio de
Viena en 1683.

No es extraño que la ideología que ha formado el núcleo de la «idea


europea» desde Napoleón hasta la Comunidad Económica Europea, pasando por
el movimiento paneuropeo del decenio de 1920 y Goebbels —es decir, un concepto
de Europa que excluye deliberadamente partes del continente geográfico—, guste
de apelar a Carlomagno. Aquel Carlos el Grande gobernó la única parte del
continente europeo a la que no habían llegado los invasores, al menos desde el
auge del islamismo, y, por tanto, podía afirmar que era «la vanguardia y el
salvador del Occidente» contra el Oriente, como dijo el presidente austríaco Karl
Renner en 1946, alabando la supuesta «misión histórica» de su propio país. [5] Dado
que el mismo Carlomagno era un conquistador que hizo avanzar sus fronteras
contra los sarracenos y los bárbaros del este, incluso podría considerarse que pasó
de la «contención» a «hacer retroceder», como decía la jerga de la guerra fría.

Es cierto que en aquellos países nadie pensaba en términos de «Europa»


salvo un pequeñísimo círculo de clérigos que habían recibido una educación
clásica. La primera contraofensiva auténtica de Occidente contra los sarracenos y
los bárbaros no se llevó a cabo en nombre del «regnum Europaeum» de los
panegiristas carolingios, sino en nombre del cristianismo (romano): como cruzadas
contra el islam en el sureste y el suroeste y cruzadas contra los paganos del Báltico
en el noroeste. Incluso cuando los europeos empezaron su verdadera conquista del
globo en el siglo XVI, la ideología de cruzada de la reconquista española es fácil de
reconocer en la de los conquistadores del Nuevo Mundo. Antes del siglo XVII los
europeos no se reconocían a sí mismos como continente, sino más bien como fe.
Cuando estuvieron en condiciones de desafiar el poderío de los principales
imperios orientales a finales de siglo, la conversión de los no creyentes a la fe
verdadera ya no podía competir ideológicamente con la contabilidad por partida
doble. La superioridad económica y militar reforzó ahora la creencia de que los
europeos eran superiores a todos los demás no como portadores de una
civilización de modernidad, sino colectivamente como tipo humano.

«Europa» había estado a la defensiva durante un milenio. Ahora, durante


medio milenio, conquistó el mundo. Ambas observaciones hacen que sea imposible
separar la historia de Europa de la historia del mundo. Lo que desde hace tiempo
ha sido obvio para los historiadores de la economía, los arqueólogos y otros
investigadores del tejido pasado de la vida cotidiana (Alltagsgeschichte) ahora
debería aceptarse de modo general. Hasta la idea misma de una historia de Europa
definida cartográficamente sólo fue posible con la ascensión del islamismo, que
separó de manera permanente las costas meridional y oriental del Mediterráneo de
sus costas septentrionales. ¿Qué historiador de la Antigüedad clásica insistiría en
escribir la historia sólo de las provincias del imperio romano situadas en el norte
del Mediterráneo, como no fuera empujado por el capricho o la ideología?

Sin embargo, separar Europa del resto del mundo es menos peligroso que la
costumbre de excluir partes del continente geográfico de algún concepto ideológico
de «Europa». Los últimos cincuenta años deberían habernos enseñado que tales
redefiniciones del continente no pertenecen a la historia, sino a la política y la
ideología. Hasta el final de la guerra fría esto era perfectamente obvio. Después de
la segunda guerra mundial, Europa, para los norteamericanos, significaba «la
frontera oriental de lo que dio en llamarse “civilización occidental”». [6] «Europa»
terminaba en las fronteras de la región controlada por la URSS y se definía por el
no comunismo o el anticomunismo de sus gobiernos. Naturalmente, se intentó dar
un contenido positivo a este resto, para lo cual, por ejemplo, se decía que era la
zona de la democracia y la libertad. Sin embargo, esto parecía poco convincente
incluso a ojos de la Comunidad Económica Europea antes de la mitad del decenio
de 1970, momento en que los regímenes patentemente autoritarios del sur de
Europa desaparecieron —España, Portugal, los coroneles griegos— y Gran
Bretaña, país indiscutiblemente democrático pero dudosamente «europeo»,
finalmente ingresó en ella. Hoy es aún más obvio que las definiciones
programáticas de Europa no sirven. La URSS, cuya existencia unía a «Europa», ya
no existe, a la vez que la variedad de los regímenes que hay entre Gibraltar y
Vladivostok no la oculta el hecho de que todos, sin ninguna excepción, declaren su
adhesión a la democracia y al libre mercado.
Así pues, buscar una «Europa» programática única sólo sirve para que se
entablen debates interminables sobre los problemas que aún no se han resuelto, y
quizá son irresolubles, de cómo ampliar la Unión Europea, esto es, cómo convertir
en un ente único y más o menos homogéneo un continente que durante toda su
historia ha sido económica, política y culturalmente heterogéneo. Nunca ha habido
una sola Europa. La diferencia no puede eliminarse de nuestra historia. Siempre ha
sido así, incluso cuando la ideología prefería vestir a «Europa» con atuendo
religioso más que geográfico. Es cierto que Europa era el continente específico del
cristianismo, al menos lo fue entre la ascensión del islamismo y la conquista del
Nuevo Mundo. Sin embargo, apenas se habían convertido los últimos paganos
cuando se hizo evidente que, como mínimo, dos variedades de cristianismo que
distaban mucho de ser fraternales se enfrentaban en el territorio de Europa, y la
Reforma del siglo XVI añadió varias más. Para algunos (hay que reconocer que casi
siempre son polacos y croatas) la frontera entre el cristianismo de Roma y el
ortodoxo es «incluso hoy, una de las divisiones culturales más permanentes del
mundo».[7] Incluso hoy Irlanda del Norte demuestra que la antigua tradición de
sangrientas guerras religiosas intraeuropeas no ha muerto. El cristianismo es una
parte de la historia europea que no puede arrancarse, pero no ha sido una fuerza
unificadora de nuestro continente en mayor medida que otros conceptos aún más
típicamente europeos como son, por ejemplo, la «nación» y el «socialismo».

La tradición que considera a Europa no un continente, sino un club del cual


sólo pueden ser socios los aspirantes a los que el comité del club considere
apropiados es casi tan antigua como el nombre «Europa». Naturalmente, dónde
termina «Europa» depende de la posición en que se encuentre uno. Como sabe
todo el mundo, para Metternich «Asia» empezaba en la salida oriental de Viena,
opinión que seguía encontrando eco a finales del siglo XIX en una serie de artículos
que el vienés Reichpost publicó contra los húngaros «bárbaros y asiáticos». Para los
habitantes de Budapest estaba claro que la frontera de la Europa auténtica pasaba
entre húngaros y croatas, y para el presidente Tudjman resulta igualmente claro
que pasa entre croatas y serbios. Sin duda los rumanos orgullosos se consideran
europeos esenciales y parisienses espirituales exiliados entre los atrasados eslavos,
aun cuando Gregor von Rezzori, el escritor austríaco nacido en Bucovina, los
calificó en sus libros de «magrebíes», esto es, «africanos».

La verdadera distinción, pues, no tiene que ver con la geografía; pero


tampoco está relacionada necesariamente con la ideología. Demarca la
superioridad que se siente respecto de una inferioridad que se imputa, tal como la
definen los que se consideran «mejores», es decir, los que suelen pertenecer a una
clase intelectual, cultural o incluso biológica superior a la de sus vecinos. La
distinción no es forzosamente étnica. En Europa, como en otras partes, la frontera
entre civilización y barbarie que se reconoce de modo más universal pasaba entre
los ricos y los pobres, es decir, entre los que tenían acceso a lujos, educación y al
mundo exterior, y los demás. En consecuencia, la más obvia división de este tipo
cruzaba las sociedades en vez de separar unas de otras, esto es, era principalmente
entre la ciudad y el campo. Los campesinos eran indiscutiblemente europeos —
¿quién era más indígena que ellos?—, pero ¿con qué frecuencia los cultos
románticos, folkloristas y científicos sociales del siglo XIX, aunque a menudo
admiraban o incluso idealizaban su arcaico sistema de valores, los trataban como a
un «vestigio» de alguna etapa anterior y, por ende, más primitiva de la cultura,
una etapa que se había conservado hasta aquel momento gracias al atraso y el
aislamiento? No era la gente de la ciudad, sino la del campo la que tenía su lugar
en los nuevos museos etnográficos que la gente culta inauguró en varias ciudades
de la Europa oriental entre 1888 y 1905 (como en Varsovia, Sarajevo, Helsinki,
Praga, Lemberg/Lvov, Belgrado, San Petersburgo y Cracovia).

No obstante, la línea divisoria pasaba entre pueblos y estados. En todos los


países de Europa había quienes desde un lado de alguna frontera miraban a
vecinos bárbaros o, como mínimo, gente técnica o intelectualmente atrasada. En
nuestro continente la habitual pendiente cultural-económica desciende en
dirección al este o hacia el sureste desde la Île-de-France y la Champaña, lo cual
hace que resulte más fácil clasificar a los vecinos indeseables como «asiáticos», en
especial los rusos. Sin embargo, no olvidemos la pendiente que va de norte a sur,
que decía a los españoles que «realmente» pertenecían a África más que a Europa,
punto de vista que comparten los habitantes del norte de Italia en relación con sus
conciudadanos que viven al sur de Roma. Los bárbaros del norte, que devastaron
Europa en los siglos X y XI, sin nada detrás de ellos salvo hielo ártico, eran el único
pueblo que no podía asignarse a ningún otro continente. En todo caso, se han
convertido en los ricos y pacíficos escandinavos y su barbarie se conserva sólo en la
sanguinaria mitología de Wagner y el nacionalismo alemán.

Y, pese a ello, las cumbres de la civilización europea desde las cuales las
pendientes llevaban a otros continentes no hubieran podido descubrirse hasta que
la totalidad de Europa dejó de pertenecer al reino de la barbarie. Porque incluso en
las postrimerías del siglo XIV estudiosos de la región de la alta cultura como el
gran Ibn Jaldún habían mostrado poco interés por la Europa cristiana. «Sabe Dios
lo que pasa allí», comentó dos siglos más tarde Sa’id ibn Akhmad, cadí de Toledo,
que estaba convencido de que de los bárbaros del norte no podía aprenderse nada.
Parecían bestias más que hombres. [8] Es obvio que en aquellos siglos la pendiente
cultural iba en la dirección contraria.
Pero precisamente en esto radica la paradoja de la historia de Europa. Estos
cambios de sentido o interrupciones muy históricos son su característica específica.
Durante toda su larga historia la franja de altas culturas que se extendía del este de
Asia a Egipto no experimentó ninguna recaída en la barbarie, pese a todas las
invasiones, conquistas y convulsiones. Ibn Jaldún veía la historia como un duelo
eterno entre los nómadas pastores y la civilización asentada, pero en este conflicto
eterno los nómadas, aunque a veces eran victoriosos, siguieron siendo los rivales y
no los vencedores. China bajo los mongoles y los manchúes y Persia invadida por
conquistadores procedentes del Asia central continuaron siendo faros de la alta
cultura en sus regiones. Lo mismo puede decirse de Egipto y Mesopotamia, ya
fuera bajo los faraones y los babilonios, los griegos, los romanos, los árabes o los
turcos. Invadidos durante un milenio por los pueblos procedentes de las estepas y
el desierto, todos los grandes imperios del mundo sobrevivieron con una sola
excepción. Sólo el imperio romano fue destruido de modo permanente.

Sin este derrumbamiento de la continuidad cultural, que se hizo sentir


incluso en el modesto nivel de la jardinería y el cultivo de flores, [9] no hubiera sido
necesario ni concebible un «Renacimiento», esto es, un intento de volver, después
de mil años, a un legado cultural y técnico olvidado pero supuestamente superior.
¿Quién, en China, necesitaba volver a los clásicos que todo candidato tenía que
aprenderse de memoria para los exámenes de estado, que se celebraron
anualmente, sin interrupción, desde mucho antes de la era cristiana? La errónea
convicción de los filósofos occidentales, sin excluir a Marx, de que una dinámica de
la evolución histórica sólo podía descubrirse en Europa, pero no en Asia ni en
África, se debe, al menos en parte, a esta diferencia entre la continuidad de las
otras culturas alfabetizadas y urbanas y a la discontinuidad en la historia de
Occidente.

Pero sólo en parte. Porque es indiscutible que desde finales del siglo XV la
historia del mundo se volvió eurocéntrica y continuó siéndolo hasta el siglo XX.
Todo lo que distingue el mundo de hoy del mundo de los emperadores Ming y
mongoles y los mamelucos tuvo su origen en Europa, ya sea en la ciencia y la
tecnología, en la economía, en la ideología y la política, o en las instituciones y
costumbres de la vida pública y privada. Ni siquiera el concepto del «mundo»
como sistema de comunicaciones humanas que abarca todo el globo podía existir
antes de que los europeos conquistasen el hemisferio occidental y surgiera una
economía mundial capitalista. Esto es lo que fija la situación de Europa en la
historia del mundo, lo que define los problemas de la historia europea, y, de hecho,
lo que hace que una historia específica de Europa sea necesaria.
Pero esto es también lo que hace que la historia de Europa sea tan peculiar.
Su tema no es un espacio geográfico o una colectividad humana, sino un proceso.
Si Europa no se hubiera transformado y con ello transformado el mundo, no
existiría una historia única y coherente de Europa, porque «Europa» no hubiera
existido más de lo que existe el «Sureste asiático» como concepto e historia (al
menos antes de la era de los imperios europeos). Y, de hecho, una «Europa»
consciente de sí misma como tal, y más o menos coincidente con el continente
geográfico, no aparece hasta la época de la historia moderna. Sólo podía aparecer
cuando ya no era posible definir de modo defensivo a Europa como el
«cristianismo» contra los turcos y, a la inversa, cuando los conflictos religiosos
entre los cristianos retrocedieron ante la secularización de la política estatal y la
cultura de la ciencia y la erudición modernas. Así pues, desde algún momento del
siglo XVII, la «Europa» nueva y con conciencia de la propia identidad aparece bajo
tres formas.

En primer lugar, apareció como sistema estatal internacional, en el cual se


suponía que la política exterior del estado la determinaban «intereses»
permanentes, definidos como tales por una «razón de estado» que se mantenía
distanciada de la fe religiosa. En el transcurso del siglo XVIII, Europa adquirió su
moderna definición cartográfica, al tomar el sistema la forma de una oligarquía de
facto de lo que más adelante daría en llamarse «las potencias», de la cual Rusia era
parte integrante. Europa era definida por las relaciones entre las «grandes
potencias» que, hasta el siglo XIX, fueron exclusivamente europeas. Pero este
sistema estatal ha dejado de existir.

En segundo lugar, «Europa» consistía en una comunidad, que ahora era


posible, de estudiosos o intelectuales que por encima de las fronteras geográficas,
las barreras lingüísticas, las adhesiones al estado, las obligaciones o la fe personal
estaban entregados a la tarea de construir un edificio colectivo, a saber: ese
moderno Wissenschaft que abraza todo el conjunto de la actividad intelectual, la
ciencia y la erudición. La «ciencia» en este sentido apareció en la región de la
cultura europea y, hasta el comienzo de nuestro siglo, permaneció virtualmente
limitada a la zona geográfica comprendida entre Kazán y Dublín, aunque, forzoso
es reconocerlo, con huecos en algunas partes del sureste y el suroeste del
continente. Lo que se ha convertido en la «aldea global» en que vivimos hoy, o al
menos pasamos parte de nuestra vida, era entonces la «aldea europea». Pero hoy
día la global se ha tragado a la europea.

En tercer lugar, «Europa», especialmente en el transcurso del siglo XIX,


apareció como un modelo de educación, cultura e ideología en gran parte urbano,
aunque desde el principio se consideró que el modelo podía exportarse a las
comunidades de colonizadores europeos establecidas en ultramar. Cualquier mapa
mundial de las universidades, teatros de la ópera y museos y bibliotecas públicos
que existían en el siglo XIX lo demostrará rápidamente. Pero lo mismo cabe decir
de un mapa que indique la distribución de las ideologías de origen europeo en el
siglo XIX. La democracia social como movimiento político y (desde la primera
guerra mundial) sustentador del estado era y sigue siendo casi totalmente europea,
y lo mismo hay que decir de la Segunda Internacional (marxista-socialdemócrata),
pero no del comunismo marxista de la Tercera Internacional después de 1917. El
nacionalismo del siglo XIX, especialmente en sus formas lingüísticas, es difícil de
encontrar fuera de Europa incluso hoy día, aunque, por desgracia, parece que
variedades de matiz principalmente confesional o racial han penetrado en otras
partes del Viejo Mundo en decenios recientes. Estas ideas se remontan a la
Ilustración del siglo XVIII. Es aquí donde encontramos —suponiendo que la
encontremos— la herencia cultural más duradera y específicamente europea.

Sin embargo, todas estas características de la historia de Europa no son


primarias, sino secundarias. No existe ninguna Europa históricamente homogénea,
y los que andan buscándola van por mal camino. Sea cual sea nuestra definición de
«Europa», su diversidad, el auge y la caída, la coexistencia, la interacción dialéctica
de sus componentes, es fundamental para su existencia. Sin ella es imposible
comprender y explicar los acontecimientos que condujeron a la creación y el
control del mundo moderno por medio de procesos que alcanzaron la madurez en
Europa y en ninguna otra parte. Preguntar cómo el Occidente se soltó del Oriente,
cómo y por qué el capitalismo y la sociedad moderna se desarrollaron plenamente
sólo en Europa, es hacer las preguntas fundamentales de la historia europea. Sin
ellas, no habría necesidad de la historia de este continente en contraposición a la
del resto.

Pero justamente estas preguntas nos llevan de vuelta a la tierra de nadie que
hay entre la historia y la ideología o, para ser más exactos, entre la historia y el
sesgo cultural. Porque los historiadores deben renunciar al viejo hábito de buscar
factores específicos, que se encuentran sólo en Europa e hicieron que nuestra
cultura fuese cualitativamente distinta de otras y, en consecuencia, superior a ellas:
por ejemplo, la singular racionalidad del pensamiento europeo, la tradición
cristiana, tal o cual cosa concreta heredada de la Antigüedad clásica como, por
ejemplo, el derecho romano relativo a la propiedad. En primer lugar, ya no somos
superiores, como parecíamos ser cuando hasta todos los campeones mundiales de
ajedrez, que es un juego indiscutiblemente oriental, eran, sin excepción,
occidentales. En segundo lugar, ahora sabemos que no hay nada específicamente
«europeo» u «occidental» en el modus operandi que, en Europa, llevó al capitalismo,
a las revoluciones científica y tecnológica y demás. En tercer lugar, ahora sabemos
que debemos evitar las tentaciones del post hoc, propter hoc. Cuando Japón era la
única sociedad industrial no occidental, los historiadores registraron la historia
japonesa en busca de similitudes —por ejemplo, en la estructura del feudalismo
japonés— que pudieran explicar la singularidad del desarrollo japonés. Ahora que
abundan las economías industriales no occidentales y prósperas, la insuficiencia de
tales explicaciones salta a la vista.

Pese a todo, la historia de Europa continúa siendo única. Como señaló Marx,
la historia de la humanidad es la historia del control creciente ejercido sobre la
naturaleza en la cual y de la cual vivimos. Si nos imaginamos dicha historia como
una curva, ésta mostrará dos subidas muy acentuadas. La primera corresponde a la
«revolución neolítica» del ya fallecido V. Gordon Childe, la que trajo la agricultura,
la metalurgia, las ciudades, las clases y la escritura. La segunda es la revolución
que trajo la ciencia, la tecnología y la economía modernas. Es probable que la
primera ocurriese de modo independiente, en grados variables, en diferentes
partes del mundo. La segunda ocurrió sólo en Europa y, por ende, durante unos
cuantos siglos convirtió Europa en el centro del mundo y a unos cuantos estados
europeos, en los amos del globo.

Esta era, «la era de Vasco de Gama», como la llama el diplomático e


historiador indio Sardar Panikkar, ahora ha terminado. Ya no sabemos
exactamente qué hacer en relación con la historia de Europa en un mundo que ya
no es eurocéntrico. «Europa —citando de nuevo a John Gillis— ha perdido su
centralidad espacial y temporal»[10]. Algunos intentan errónea e infructuosamente
negar el papel especial que la historia de Europa desempeñó en la historia del
mundo. Otros se atrincheran detrás de la mentalidad de «la “fortaleza Europa” que
parece que empieza a asomar» y que es mucho más reconocible en la otra orilla del
Atlántico que aquí. ¿Cuál tiene que ser la dirección de la historia de Europa? Al
finalizar el primer siglo posteuropeo desde Colón, nosotros, como historiadores,
necesitamos replantear su futuro como historia regional y también como parte de
la historia del mundo.
18. EL PRESENTE COMO HISTORIA

Este capítulo, escrito cuando me encontraba a punto de publicar una historia del
«siglo XX corto» (1914-1991) [Historia del siglo XX], que casi coincide con mi vida, fue la
conferencia Creighton que pronuncié en la Universidad de Londres en 1993. El texto lo
publicó en forma de folleto la universidad con el título de The Present as History: Writing
the History of One’s Own Times.

Se ha dicho que la historia es siempre historia contemporánea disfrazada.


Todos sabemos que hay algo de verdad en ello. Al escribir sobre el imperio
romano, el gran Theodor Mommsen, como liberal alemán de la «cosecha» del 48,
también se refería al nuevo imperio alemán. Detrás de Julio César distinguimos la
sombra de Bismarck. Lo mismo es aún más evidente en el caso de Ronald Syme.
Detrás de su César se encuentra la sombra de los dictadores fascistas. Sin embargo,
una cosa es escribir la historia de la Antigüedad clásica, o de las cruzadas, o de la
Inglaterra de los Tudor como hijo del siglo XX, como tienen que hacer todos los
historiadores de estos períodos, y otra cosa muy distinta es escribir la historia de tu
propia vida. Los problemas y las posibilidades que ello comporta son el tema de
mi conferencia de esta noche. Examinaré principalmente tres de estos problemas: el
de la fecha de nacimiento del propio historiador, o, de modo más general, de las
generaciones; los problemas de cómo la perspectiva con que contemplas el pasado
puede cambiar a medida que avanza la historia; y el problema de cómo librarse de
los supuestos de la época que comparte la mayoría de nosotros.

Les hablo como alguien que, durante la mayor parte de su carrera como
historiador esencialmente del siglo XIX, de modo deliberado se ha mantenido
apartado, al menos en sus escritos profesionales, aunque no en los demás, del
mundo posterior a 1914. Al igual que las luces de Europa de sir Edward Grey, las
mías también se apagaron después de Sarajevo; o, como ahora debemos aprender a
llamarlo, de la primera crisis de Sarajevo, la de 1914, que el presidente Mitterrand
trató de recordar al mundo visitando dicha ciudad el 28 de junio de 1992,
aniversario del asesinato del archiduque Francisco Fernando. Por desgracia, ni un
solo periodista, que yo sepa, captó lo que representaba una referencia obvia para
todos los europeos cultos de mi edad.

Sin embargo, por diversas razones me encuentro finalmente escribiendo


sobre la historia del siglo XX corto: el período que empieza en Sarajevo y que
(como ahora podemos reconocer con tristeza) también termina en Sarajevo, o mejor
dicho, con el derrumbamiento de los regímenes socialistas de la Unión Soviética y,
por ende, de la mitad oriental de Europa. Esto es lo que me ha llevado a reflexionar
sobre escribir la historia de la propia vida, porque, como alguien que nació en 1917,
la mía coincide virtualmente con el período sobre el que ahora trato de escribir.

Con todo, la misma expresión «la propia vida» representa hacer una petición
de principio. Da por sentado que la experiencia vital de un individuo es también
una experiencia colectiva. En cierto sentido resulta obvio que esto es cierto, aunque
paradójico. Si la mayoría de nosotros reconoce los principales hitos de la historia
mundial o nacional en su vida, no se debe a que todos los hayamos experimentado,
aunque es posible que así haya ocurrido en el caso de algunos o incluso que en el
momento de producirse reconociéramos que se trataba de un hito. Se debe a que
aceptamos el consenso de que son hitos. Pero ¿cómo se forma este consenso? ¿Es
realmente tan general como suponemos desde nuestra perspectiva británica,
europea u occidental? Probablemente no hay más de media docena de fechas que
sean hitos simultáneos en la historia respectiva de todas las regiones del mundo. El
año 1914 no está entre ellas, aunque es probable que sí lo estén el final de la
segunda guerra mundial y la Gran Depresión de 1929-1933. Hay otras que, aunque
no destaquen de modo especial en la historia nacional de tal o cual país, deberían
entrar en ella sencillamente por sus repercusiones mundiales. La Revolución de
octubre es uno de tales acontecimientos. En la medida en que exista tal consenso,
¿hasta qué punto es permanente, hasta qué punto está sometido a los cambios, a la
erosión, a la transformación y cómo o por qué? Trataré de examinar estos
interrogantes más adelante.

Sin embargo, si dejamos de lado este marco de historia contemporánea que


han construido para nosotros y en el cual debemos encajar nuestras propias
experiencias, son nuestras. Todo historiador o historiadora tiene su propia vida,
una posición privada desde la cual examina el mundo. Tal vez la comparte con
otros que se hallan en una situación comparable, pero, entre los 6000 millones de
seres humanos que hay en el mundo en este fin de siglo, estos grupos paritarios
son insignificantes desde el punto de vista estadístico. Mi propia posición está
construida, entre otros materiales, con una infancia en la Viena del decenio de
1920, los años de la ascensión de Hitler en Berlín, que determinaron mis ideas
políticas y mi interés por la historia, y la Inglaterra, y en especial Cambridge, de los
años treinta, que confirmó ambas cosas. Sé que, supongo que debido en gran parte
a estas cosas, mi ángulo visual es diferente incluso del de otros historiadores que
comparten o compartían mi tipo de interpretación histórica y trabajaban en el
mismo campo —digamos que la historia de los obreros en el siglo XIX— hasta
cuando sacábamos las mismas conclusiones sobre los mismos problemas. Es
probable que, cada uno a su manera, sientan lo mismo todos los demás
historiadores a quienes gusta un poco de introspección analítica. Y cuando no
escribes sobre la Antigüedad clásica o el siglo XIX, sino sobre tu propia vida es
inevitable que la experiencia personal de estos tiempos dé forma a la manera de
verlos, e incluso a la manera de valorar los datos a los que todos debemos recurrir
y luego presentar, con independencia de nuestros puntos de vista. Si tuviera que
escribir sobre la segunda guerra mundial, durante la cual serví sin distinguirme en
nada y sin pegar un solo tiro en serio, en cierto sentido tengo que ver las cosas de
manera diferente de como las ven mis amigos cuya experiencia de la guerra fue
distinta: por ejemplo, el difunto E. P. Thompson, que sirvió en calidad de jefe de
blindado en la campaña de Italia, o el africanista Basil Davidson, que combatió al
lado de los partisanos en Vojvodina y Liguria.

Si así ocurre en el caso de los historiadores de la misma edad y del mismo


origen, la diferencia entre las generaciones es suficiente para dividir
profundamente a los seres humanos. Cuando les digo a mis alumnos
norteamericanos que recuerdo el día en Berlín en que Hitler se convirtió en
canciller de Alemania me miran como si acabara de decirles que estaba presente en
el Ford’s Theatre cuando el presidente Lincoln fue asesinado en 1865. Para ellos
ambos acontecimientos son igualmente prehistóricos. Para mí, sin embargo, el 30
de enero de 1933 es una parte del pasado que todavía es parte de mi presente. El
colegial que aquel día volvió a casa andando con su hermana al salir de la escuela
y vio el titular del periódico sigue estando en alguna parte de mí. Todavía puedo
ver la escena, como en un sueño.

Estas divisiones de edad son aplicables a los historiadores también. Así lo ha


ilustrado de modo elocuente el debate en torno a Churchill, the End of Glory: A
Political Biography, el reciente libro de John Charmley. La discusión no gira en torno
a hechos, ni siquiera en torno a los relativos a la muy deficiente capacidad de juicio
de Churchill como político y estratega. Hace ya mucho tiempo que nadie discute
seriamente estos hechos. Y tampoco gira exclusivamente en torno a si Neville
Chamberlain tenía más razón que los que querían oponer resistencia a la Alemania
hitleriana. También se refiere a la experiencia de vivir el año 1940 en Gran Bretaña,
experiencia que los hombres de la edad del doctor Charmley no pueden haber
conocido. Muy pocos de los que tuvieron la suerte de vivir aquel momento
extraordinario de nuestra historia dudaron entonces, o dudan ahora, de que
Churchill expresara con palabras lo que la mayoría del pueblo británico —mejor
dicho, lo que el pueblo británico— sentía en aquellos momentos. Desde luego, yo
no dudé de ello en aquel entonces, cuando era zapador y formaba parte de una
unidad muy de clase obrera que trataba de construir unas defensas a todas luces
insuficientes contra una invasión en las costas de East Anglia. Lo que me
impresionó entonces fue que mis compañeros de la 560 Field Company
automáticamente, sin pensarlo, dieron por absolutamente seguro que
continuaríamos luchando. No era que tuviéramos que continuar, ni que optásemos
por ello, ni que siguiéramos a nuestros líderes, sino que sencillamente no
pensamos en la opción de no continuar. Sin duda fue el reflejo de hombres
demasiado ignorantes o irreflexivos para reconocer la situación desesperada en
que se encontraba Gran Bretaña después de la caída de Francia, y que resultaba
obvia incluso para un joven intelectual desplazado sin más información que la que
recibía de los vendedores de periódicos de Norfolk. Y, pese a ello, incluso entonces
vi claramente que había una grandeza sin pretensiones en aquel momento, tanto si
nos da por llamarlo «la hora mejor de Gran Bretaña» como si no. C’était magnifique
— et c’était la guerre: y Churchill lo expresó con palabras. Pero entonces, yo estaba
allí.

Eso no quiere decir que Charmley, biógrafo de Neville Chamberlain, no


haga bien al sacar de nuevo a relucir los argumentos a favor de los partidarios de
apaciguar a Hitler, cosa que es muy fácil para un historiador de treinta años y pico,
pero casi imposible para los historiadores de la generación de la guerra. Sin duda
los partidarios del apaciguamiento tenían sus argumentos, cuya fuerza no
reconocían los jóvenes antifascistas de los años treinta, toda vez que nuestros fines
no eran los de Chamberlain y Halifax. En sus propios términos, que eran también
los de Churchill —la preservación del imperio británico—, sus argumentos eran
mejores que los de Churchill, excepto en una cosa. Al igual que su contemporáneo
Charles de Gaulle, que era más grande, sabía que para un pueblo la pérdida del
sentido de la dignidad, el orgullo y el respeto a sí mismo puede ser peor que
perder guerras e imperios. Esto podemos verlo al examinar la Gran Bretaña de
hoy.

Y, sin embargo, como nuestra generación sabe sin necesidad de acudir a los
archivos, los partidarios de apaciguar a Hitler se equivocaron, y Churchill, por una
vez, acertó al darse cuenta de que era imposible hacer un trato con Hitler. En
términos de la política racional tenía sentido, basándose en el supuesto de que la
Alemania de Hitler era una «gran potencia» como cualquier otra y jugaba de
acuerdo con las reglas probadas y cínicas de la diplomacia respaldada por la
fuerza, como hasta Mussolini suponía. Pero no lo era. Casi todo el mundo, en
algún momento del decenio de 1930, creyó que podían hacerse pactos de esa clase,
incluso Stalin. La gran alianza que finalmente luchó contra el Eje y lo derrotó no
nació porque los partidarios de resistir se impusieran a los de apaciguar, sino
porque la agresión alemana obligó a los futuros aliados a unirse entre 1938 y finales
de 1941. Lo que tuvo que hacer Gran Bretaña en 1940-1941 no fue escoger entre la
voluntad ciega de resistir sin la menor perspectiva visible de victoria y la búsqueda
de una paz negociada «de acuerdo con condiciones razonables», porque incluso
entonces había motivos claros para pensar que semejante paz no era posible con la
Alemania de Hitler. Lo que se le ofrecía era, o, en el mejor de los casos, parecía ser,
una versión ligeramente más decorosa de la Francia de Pétain. Y el hecho de que
Churchill, pese a las opiniones en sentido contrario que se encuentren en los
archivos, convenciera al gobierno habla por sí solo. Pocos pensaban que la paz
fuera algo más que un eufemismo de la dominación nazi.

No deseo sugerir que probablemente sólo las personas que recuerdan 1940
sacarán esta conclusión. Sin embargo, un historiador joven tiene que hacer un
esfuerzo de imaginación para sacarla, tiene que estar dispuesto a dejar en suspenso
creencias que se basan en su propia experiencia de la vida y debe llevar a cabo
mucho trabajo de investigación que es difícil. Nosotros no necesitamos hacer nada
de todo esto. Desde luego, tampoco deseo dar a entender que al evaluar las
consecuencias de seguir luchando en 1940, el doctor Charmley se equivoque tanto
como al evaluar la situación de aquel momento. Las discusiones sobre opciones
contrafácticas no pueden resolverse con pruebas documentales, toda vez que éstas
se refieren a lo que sucedió y las situaciones hipotéticas no sucedieron. Pertenecen
a la política o a la ideología y no a la historia. No me parece que Charmley tenga
razón, pero la presente conferencia no es lugar para esta discusión.

Les ruego que no me malinterpreten. Lo que hago no es simplemente


presentar argumentos a favor de los historiadores viejos del siglo XX frente a los
jóvenes. Empecé mi carrera como joven historiador entrevistando a supervivientes
de la Fabian Society de antes de 1914, preguntándoles cosas sobre su tiempo, y la
primera lección que aprendí fue que ni siquiera valía la pena entrevistarles a
menos que averiguase más cosas sobre el tema de la entrevista de las que ellos
podían recordar. La segunda lección fue que, en lo referente a cualquier hecho que
pudiera verificarse de modo independiente, la memoria tendía a fallarles. La
tercera lección fue que era inútil tratar de hacerles cambiar sus ideas, ya que éstas
se habían formado hacía mucho tiempo y ya eran fijas. Sin duda, los historiadores
de veinte o treinta años y pico todavía viven esta experiencia en relación con sus
fuentes de edad avanzada, entre las cuales, en principio, tiene que haber
historiadores que son también ciudadanos de edad más bien avanzada. No
obstante, tenemos algunas ventajas. No es la menor de ellas, para los que se
proponen escribir la historia del siglo XX, el simple hecho de saber, sin hacer
ningún esfuerzo especial, cuánto han cambiado las cosas. Los últimos treinta o
cuarenta años han sido la era más revolucionaria de la historia documentada.
Nunca antes el mundo, esto es, las vidas de los hombres y las mujeres que viven en
la Tierra, se ha visto transformado de modo tan profundo, dramático y
extraordinario en un período tan breve. Captar intuitivamente este hecho resulta
difícil para las generaciones que no han visto cómo era antes el mundo. Un
exmiembro de la banda de Giuliano, el bandido siciliano, que había vuelto a su
ciudad natal cerca de Palermo después de pasar veinte años en la cárcel me dijo
una vez, perdido y desorientado: «Donde antes había viñedos ahora hay palazzi».
(Se refería a los bloques de pisos de los promotores inmobiliarios). En efecto,
estaba en lo cierto. El país donde naciera se había vuelto irreconocible.

Las personas que tienen la edad suficiente para recordar no aceptan estos
cambios como lo más natural del mundo. A diferencia de los jóvenes historiadores,
que tienen que hacer un esfuerzo especial para ello, estas personas saben que «El
pasado es otro país. Allí hacen las cosas de modo diferente». Puede que esto haya
tenido una relación directa con nuestra forma de juzgar tanto el pasado como el
presente. Por ejemplo, como alguien que vivió la ascensión de Hitler en Alemania,
sé que los nazis que en aquel tiempo veías en la calle se comportaban de modo
muy diferente de como se comportan los neonazis de hoy. Entre otras cosas, dudo
que en los primeros años treinta hubiera constancia de que una casa de judíos
fuera atacada e incendiada, con sus habitantes dentro, por jóvenes nazis que
actuaran sin haber recibido órdenes concretas en tal sentido, como hoy ocurre muy
a menudo con las casas de inmigrantes turcos y de otras procedencias. Puede que
los jóvenes que hacen esto usen los símbolos de la era de Hitler, pero representan
un fenómeno político diferente. En la medida en que el principio de la
comprensión histórica es una apreciación de la otredad del pasado, y que el peor
pecado de los historiadores es el anacronismo, tenemos una ventaja innata que
compensa nuestras numerosas desventajas.

Sin embargo, tanto si damos a la ancianidad ventaja sobre la juventud como


si no, en un sentido el cambio de generación es visiblemente fundamental tanto
para escribir como para cultivar la historia del siglo XX. No hay ningún país donde
al desaparecer la generación política que tuvo experiencia directa de la segunda
guerra mundial, no se haya producido un cambio importante, aunque a menudo
silencioso, en su política, así como en su perspectiva histórica de la guerra y —
como es evidente tanto en Francia como en Italia— de la Resistencia. Esto es
aplicable, de modo más general, al recuerdo de cualquiera de los grandes
cataclismos y traumas de la vida nacional. No me parece que fuera casualidad que
una historia de Israel que no esté dominada por la mitología y la polémica
nacionalistas no apareciese en dicho país hasta mediados del decenio de 1980:
digamos que cuarenta años después de la fundación del estado de Israel; o que
hasta el decenio de 1960 la historia de Irlanda escrita por los irlandeses no se
emancipara realmente del legado tanto de los mitos fenianos como de los
contramitos unionistas.

Permítanme que me ocupe ahora de la segunda de mis observaciones, que es


lo contrario de la primera. No tiene que ver con el efecto de la edad del historiador
ni de su perspectiva del siglo, sino del efecto que el paso de los años del siglo surte
en la perspectiva del historiador, sea cual sea su edad.

Empezaré por una conversación que Harold Macmillan y el presidente


Kennedy sostuvieron en 1961. Macmillan opinaba que los soviéticos «tienen una
economía boyante y pronto aventajarán a la sociedad capitalista en la carrera en
pos de la riqueza material». Por absurda que ahora parezca tal afirmación, a finales
de los años cincuenta abundaban las personas bien informadas que opinaban así, o
que, por lo menos, no descartaban tal posibilidad, especialmente después de que
los soviéticos demostraran que habían vencido a los norteamericanos en el campo
de la tecnología espacial. No hubiera sido absurdo que un historiador de entonces
aceptara este punto de vista. Nuestra sabiduría no estriba en que necesariamente
comprendamos los mecanismos de la economía soviética mejor que los
economistas de 1961, sino en que el paso del tiempo nos ha proporcionado el arma
definitiva del historiador: la visión retrospectiva. En este caso, la visión
retrospectiva es correcta, pero también puede ser engañosa. Por ejemplo, desde
1989 es frecuente que muchos observadores, en especial economistas que
comprenden mejor la teoría del mercado que la realidad histórica, piensen que la
economía soviética y otras parecidas han quedado reducidas a un montón de
ruinas, porque en esto se convirtieron después del derrumbamiento del bloque
soviético y de la Unión Soviética. En realidad, aunque en el decenio de 1980 ya era
obvio que dichas economías chirriaban y eran inferiores a las capitalistas, tanto en
tecnología como en la capacidad de proporcionar bienes y servicios a sus
ciudadanos, y que iban decayendo poco a poco, a su modo eran un sistema
económico que funcionaba. No estaban al borde del derrumbamiento. De hecho,
mi amigo Ernest Gellner, crítico del comunismo durante toda su vida, pasó un año
en Moscú a finales de los ochenta y recientemente ha sugerido que si la URSS
hubiera podido aislarse totalmente del resto del mundo, como una especie de
pequeño planeta independiente, es casi seguro que sus habitantes hubieran estado
de acuerdo en que durante el mandato de Brézhnev llevaban una vida mejor y más
fácil que cualquier generación rusa anterior.

De lo que se trata aquí no es sencillamente de la capacidad de predicción del


historiador o de cualquier otra persona. Quizá valdría la pena analizar por qué son
tan pocos los acontecimientos dramáticos de la historia mundial de los últimos
cuarenta años que respondieron a predicciones o siquiera a expectativas. Incluso
me aventuraría a decir que la posibilidad de predecir la historia del siglo XX ha
disminuido claramente desde la segunda guerra mundial. Después de 1918, eran
frecuentes las predicciones de otra guerra mundial e incluso se predijo la depresión
mundial. Pero, después de la segunda guerra mundial, ¿predijeron los economistas
los «treinta años gloriosos» del gran auge mundial? No. Creyeron que iba a
producirse una crisis económica de posguerra. ¿Predijeron el fin de la edad de oro
a principios del decenio de 1970? La OCDE predijo que continuaría, incluso se
aceleraría, el crecimiento del 5 por 100 anual. ¿Predijeron los actuales problemas
económicos, que son lo bastante serios como para haber roto el tabú que durante
medio siglo pesaba sobre la palabra «depresión»? No mucho. Las predicciones se
hacían y se hacen basándose en modelos mucho más avanzados que los existentes
en el período de entreguerras, así como basándose en enormes e inauditas
aportaciones de datos que se tratan a la velocidad de la luz por medio de la
maquinaria más compleja y perfeccionada. No es mejor el expediente de los que
hacen predicciones políticas, que son unos aficionados al lado de los otros. Sin
embargo, no tengo tiempo para examinar aquí la naturaleza y las consecuencias
metodológicas de estos fallos. El aspecto en el que quiero concentrarme es que
incluso el pasado documentado cambia a la luz de la historia subsiguiente.

Permítanme poner un ejemplo. Muy pocas personas negarían que una época
de la historia del mundo terminó con el derrumbamiento del bloque soviético y la
Unión Soviética, prescindiendo de cómo interpretemos los acontecimientos de
1989-1991. Se ha vuelto una página de la historia. El simple hecho de que sea así
basta para cambiar la percepción de todos los historiadores del siglo XX que
todavía viven, porque convierte un espacio de tiempo en un período histórico con
su propia estructura y su propia coherencia o incoherencia: «el siglo XX corto»,
como lo llama mi amigo Ivan Berend.

Seamos quienes seamos, no podemos por menos de ver el siglo en conjunto


de manera diferente de como lo hubiéramos visto antes de que 1989-1991 insertara
su signo de puntuación en su fluir. Sería absurdo decir que ahora podemos
distanciamos de él, como del siglo XIX, pero al menos podemos verlo en conjunto.
En una palabra, la historia del siglo XX escrita en el decenio de 1990 tiene que ser
cualitativamente distinta de la que se haya escrito antes.

Permítanme concretar todavía más. Cuando por primera vez me pidieron


que escribiese un libro sobre el siglo XX para redondear o complementar los tres
volúmenes que había escrito sobre el XIX, es decir, hace unos cinco años, me
pareció que podía ver el siglo corto como una especie de díptico. Su primera mitad
—de 1914 al período posterior a la segunda guerra mundial— fue obviamente una
época catastrófica durante la cual se derrumbaron todos los aspectos de la sociedad
capitalista liberal del siglo XIX. Fue una era de guerras mundiales a las que
siguieron revoluciones sociales y el derrumbamiento de los antiguos imperios, una
era en que la economía mundial estuvo al borde de la quiebra, a la vez que las
instituciones democráticas liberales caían o eran derrotadas casi en todas partes. La
segunda mitad, a partir de finales del decenio de 1940, fue exactamente lo
contrario: una era en que, de un modo u otro, la sociedad capitalista liberal se
reformó y restauró y floreció como nunca antes. Y el «gran salto adelante»,
extraordinario, inaudito y sin parangón, de esta economía mundial en el tercer
cuarto del siglo XX (largo) me pareció —y todavía me parece— el rasgo del paisaje
del siglo XX que los observadores considerarán fundamental en el tercer milenio.
Era posible, incluso entonces, ver el sector socialista del mundo no como sustituto
económico mundial del capitalismo —en el decenio de 1980 su inferioridad ya era
evidente—, sino como fruto de la era catastrófica del capitalismo. En los años
ochenta ya no parecía el sustituto mundial del capitalismo, como había parecido a
muchos en el decenio de 1930. Aunque su futuro parecía problemático, ya no se
veía como central. Por otra parte, todo el mundo era consciente de que la edad de
oro del gran salto adelante había tocado a su fin en los primeros años setenta. Los
historiadores de la economía conocen muy bien estas largas oscilaciones de veinte
a treinta años de auge económico seguidos de un período mucho más
problemático, más o menos de la misma duración. Se remontan como mínimo al
siglo XVIII y se las conoce mejor por el nombre de «ondas largas de Kondratiev» y
de momento son de todo punto inexplicables. No obstante, aunque estos cambios
de ritmo mundial, por así decirlo, generalmente han tenido consecuencias políticas
e ideológicas bastante importantes, estas consecuencias no parecían lo bastante
graves como para turbar el panorama general. Recordarán ustedes que los últimos
años del decenio de 1980 fueron un período de auge importante en el mundo
capitalista desarrollado.

En el plazo de uno o dos años se hizo claramente necesario replantear esta


forma binaria del siglo XX. Por un lado, el mundo soviético se derrumbó, con
consecuencias económicas imprevistas pero catastróficas. Por otro lado, cada vez
era más evidente que la economía misma del mundo occidental estaba en apuros,
los más graves que había conocido desde los años treinta. Al empezar el decenio de
1990, hasta Japón se tambaleaba, y los economistas una vez más empezaron a
preocuparse por el paro en masa en lugar de por la inflación, como en los tiempos
prehistóricos del decenio de 1940. Aunque ahora eran asesorados por ejércitos de
economistas más numerosos que nunca, gobiernos de todos los tipos se
encontraron, una vez más, sin saber qué hacer o reducidos a la impotencia.
Después de todo, el fantasma de Kondratiev había vuelto a atacar. Ahora también
parecía que, aunque los sistemas políticos orientales dejaban de existir, tampoco
era posible seguir contando con la estabilidad de los sistemas no comunistas, tanto
en el mundo desarrollado como en el tercer mundo. En pocas palabras, la historia
del siglo XX corto parecía ahora un tríptico o un emparedado: una edad de oro
relativamente breve entre dos períodos de crisis importante. Todavía no
conocemos el resultado del segundo período de crisis. Habrá que dejar que de ello
se ocupen los historiadores del próximo siglo.

Cuando presenté mi primera sinopsis a la editorial no veía las cosas de esta


manera. No podía verlas de esta manera, aunque quizá un historiador mejor que
yo sí las hubiera visto así. Como, por suerte, soy un autor que deja las cosas para
más tarde, ya las veía así cuando por fin me puse a escribir. Lo que había cambiado
no eran los hechos de la historia del mundo desde 1973 tal como yo los conocía,
sino la súbita conjunción de acontecimientos tanto en el Este como en Occidente
desde 1989, que casi me obligó a ver los últimos veinte años con una perspectiva
nueva. Cito mi experiencia no porque quiera persuadirles a ver el siglo con esta
perspectiva también, sino sólo para demostrar cómo vivir dos o tres años
dramáticos puede cambiar la forma en que un historiador contempla el pasado.
¿Un historiador que escriba dentro de cincuenta años verá nuestro siglo bajo esta
luz? ¿Quién sabe? Que a mí me preocupe no importa. Pero es casi seguro que el
historiador o la historiadora estará menos a merced de movimientos de la
climatología histórica a plazo relativamente corto, tal como los experimentan
quienes los viven. Esta es la situación difícil en que se halla el historiador o la
historiadora de su propio tiempo.

Permítanme pasar ahora al tercer problema que comporta escribir la historia


del siglo XX. Afecta a los historiadores de todas las generaciones y, por desgracia,
está menos sujeto a una revisión rápida a la luz de los acontecimientos históricos,
aunque afortunadamente no es inmune a la erosión del cambio histórico. Me hace
volver a la cuestión del consenso histórico que ya he mencionado. Me refiero a la
pauta general de las ideas que tenemos sobre nuestro tiempo, pauta que se impone
a nuestra observación. Hemos vivido un siglo de guerras de religión y esto nos ha
afectado a todos, incluidos los historiadores. No es sólo la retórica de los políticos
la que trata los acontecimientos del siglo como una lucha entre el bien y el mal,
Cristo y el Anticristo. La Historikerstreit o «batalla de los historiadores» alemanes
del decenio de 1980 no era en torno a si el período nazi debía verse como parte de
la historia de Alemania, más que como extraño paréntesis de pesadilla en dicha
historia. Sobre esto no había verdadero desacuerdo. De lo que se trataba era de si
alguna actitud histórica ante la Alemania nazi que no fuera de condena total no
corría el riesgo de rehabilitar un sistema absolutamente infame, o al menos de
mitigar sus crímenes. En un nivel inferior, a muchos de nosotros el
comportamiento de los jóvenes que se convierten en gamberros del fútbol nos
parece aún más escandaloso y aterrador si lo acompañan cruces gamadas y
tatuajes de las SS. Y, a la inversa, las subculturas que de manera deliberada
adoptan estas modas se valen de ellas para declarar su rechazo total de los
principios convencionales de una sociedad que ve en estos símbolos —literalmente
— los signos del infierno. La fuerza de estos sentimientos es tal, que, mientras
pronuncio estas frases, soy consciente —y ello me inquieta— de que todavía a estas
alturas algunos pueden interpretarlas como señal de ser «blando con el nazismo»
y, por ende, es necesario negarlo de algún modo.

El peligro de las guerras de religión es que continuamos viendo el mundo en


términos de juegos de suma cero, de divisiones binarias mutuamente
incompatibles, incluso cuando las guerras han terminado. Setenta años y pico de
conflicto ideológico mundial han hecho que casi sea una segunda naturaleza
dividir las economías del mundo en socialistas y capitalistas, es decir, economías
estatales y economías basadas en el sector privado, y pensar que hay que elegir
entre un tipo u otro. Si consideramos que el conflicto entre los dos tipos es normal,
los decenios de 1930 y 1940, durante los cuales el capitalismo liberal y el
comunismo estalinista hicieron causa común contra el peligro de la Alemania nazi,
nos parecerán anómalos. A mí todavía me lo parecen, aunque está claro que en
cierto sentido fueron el gozne central de la historia del siglo XX. Porque el
sacrificio de la URSS y las ideas de planificación y gestión macroeconómicas que
allí se aplicaron por primera vez fueron los factores que salvaron al capitalismo
liberal y ayudaron a reconstituirlo. El saludable temor a la revolución fue en gran
parte el incentivo para ello.

Pero ¿estos decenios centrales del siglo parecerán tan anómalos al


historiador de 2093 que, al mirar atrás, observará que, en realidad, las mutuas
declaraciones de hostilidad entre el capitalismo y el socialismo nunca llevaron a
una verdadera guerra entre ellos, aunque algunos países socialistas lanzaron
operaciones militares contra otros y lo mismo hicieron algunos países no
socialistas?
Si el famoso e imaginario observador marciano echara una ojeada a nuestro
mundo, ¿de veras optaría por hacer semejante división binaria? ¿Clasificaría el
marciano las economías sociales y políticas de los Estados Unidos, Corea del Sur,
Austria, Brasil, Singapur e Irlanda bajo el mismo epígrafe? ¿Colocaría la economía
de la URSS, que se derrumbó bajo el peso de la reforma, en la misma casilla que la
de China, que, como es obvio, no corrió la misma suerte? Si nos pusiéramos en el
lugar de tal observador, no nos costaría encontrar otra docena de pautas en las
cuales las estructuras económicas de los países del mundo entran más fácilmente
que en un binario lecho de Procusto. Pero nos encontramos una vez más a merced
del tiempo. Aunque ahora es posible por lo menos abandonar la pauta de
contrarios binarios que se excluyen mutuamente, todavía falta mucho para que
esté claro cuál de las opciones imaginables puede sustituirla de la manera más útil.
Una vez más, tendremos que dejar que el siglo XXi tome sus propias decisiones.

Poco tengo que decir sobre la limitación más obvia del historiador
contemporáneo, a saber: la inaccesibilidad de ciertas fuentes, toda vez que me
parece uno de sus problemas menos importantes. Desde luego, todos sabemos de
casos en que tales fuentes son esenciales. Está claro que gran parte de la historia de
la segunda guerra mundial era forzosamente incompleta o incluso errónea hasta
que en el decenio de 1970 se permitió escribir sobre la famosa organización de
Blenchey donde se descifraban los mensajes en clave del enemigo. Sin embargo, en
lo que se refiere a esto, la situación del historiador de su propia época no es peor
que la del historiador del siglo XVI, sino mejor. Al menos nosotros sabemos qué es
lo que podría estar a nuestra disposición (y tarde o temprano, en la mayoría de los
casos, lo estará), mientras que las lagunas de la información sobre el pasado es casi
seguro que son permanentes. En todo caso, el problema fundamental para el
historiador contemporáneo, el historiador de estos tiempos interminablemente
burocratizados, documentados e investigados, es el tremendo exceso de fuentes
primarias más que la escasez de las mismas. Hoy día hasta los últimos grandes
archivos, los del bloque soviético, se han puesto a disposición de los
investigadores. De lo último que podemos quejarnos es de que las fuentes sean
insuficientes.

Tal vez se sentirán aliviados al ver que concluyo con un tono de modesto
optimismo esta conferencia sobre las dificultades de escribir la historia de nuestro
propio tiempo. Quizá piensen que no compensa el escepticismo de mis
comentarios anteriores. Pero no quisiera que me interpretasen mal. Hablo como
alguien que realmente trata de escribir sobre la historia de su propio tiempo y no
como alguien que intenta demostrar hasta qué punto ello es imposible. Sin
embargo, la experiencia fundamental de toda persona que haya vivido gran parte
de este siglo se compone de error y sorpresa. La mayoría de las veces ha ocurrido
lo inesperado. Todos nosotros nos hemos equivocado más de una vez en nuestros
juicios y expectativas. Algunos se han sentido agradablemente sorprendidos por el
rumbo de los acontecimientos, pero es probable que los decepcionados sean más
numerosos y que su decepción haya sido más aguda a causa de la esperanza o
incluso, como en 1989, la euforia que sintieron antes. Sea cual sea nuestra reacción,
el descubrimiento de que estábamos en un error, que no podemos haber entendido
como era debido, tiene que ser el punto de partida de nuestras reflexiones sobre la
historia de nuestro tiempo.

Hay casos —quizá el mío es uno de ellos— en que este descubrimiento


puede ser especialmente útil. Gran parte de mi vida, probablemente la mayor parte
de mi vida consciente, ha estado dedicada a una esperanza que se ha visto
claramente defraudada, y a una causa que ha fracasado visiblemente: el
comunismo que empezó con la Revolución de octubre. Pero nada hay como la
derrota para agudizar la mente del historiador. Me permitirán que concluya con un
pasaje de un viejo amigo de convicciones muy diferentes que ha utilizado esta
observación para explicar los logros de toda una serie de innovadores históricos
que van de Herodoto y Tucídides a Marx y Weber. He aquí lo que escribe el
profesor Reinhard Koselleck:

El historiador que está en el bando victorioso se inclina fácilmente a


interpretar el éxito a corto plazo en términos de una teleología ex post a largo plazo.
No así los vencidos. Su experiencia primaria es que todo sucedió de forma
diferente de como se esperaba o se había planeado … Tienen mayor necesidad de
explicar por qué ocurrió algo que no era lo que ellos pensaban que ocurriría. Esto
puede estimular la búsqueda de causas de alcance medio y largo plazo que
expliquen la … sorpresa … y generen percepciones interiores más duraderas de,
por consiguiente, mayor fuerza explicativa. A la corta, puede que la historia la
hagan los vencedores. A la larga, los aumentos de la comprensión histórica han
salido de los vencidos.

Koselleck tiene razón, aunque fuerce un poco el argumento. (Para ser justo
con él, debería añadir que, conociendo la historiografía alemana de ambas
posguerras, no sugiere que la experiencia de la derrota baste por sí sola para
garantizar buena historia). Con todo, aunque tenga razón sólo en parte, el final del
presente milenio debería inspirar mucha historia buena e innovadora. Porque, al
terminar el siglo, el mundo está más lleno de pensadores derrotados que lucen una
variedad muy grande de insignias ideológicas que de pensadores triunfadores,
especialmente entre quienes son lo bastante viejos como para tener una memoria
muy larga.

Veamos si está en lo cierto.


19. ¿PODEMOS ESCRIBIR LA HISTORIA DE LA
REVOLUCIÓN RUSA?

El presente texto, que aquí se publica por primera vez, fue la conferencia Isaac
Deutscher que pronuncié en Londres el 3 de diciembre de 1996. Su finalidad es analizar,
entre otras cosas, el problema de la historia contrafáctica (la que responde a la pregunta
«¿Y si…?»).

He escogido mi tema como tributo a Isaac Deutscher, cuya obra más


duradera es un clásico de la historia de la Revolución rusa, a saber: su biografía de
Trotski. Así que la respuesta inmediata a la pregunta del título es que, obviamente
sí.

Pero esto no responde a una pregunta de alcance más amplio: ¿podemos


escribir alguna vez la historia definitiva de algo, no simplemente la historia tal
como la vemos hoy, o la veíamos en 1945, incluida, por supuesto la Revolución
rusa? Aquí, en un sentido obvio, la respuesta es que no, a pesar de que hay una
realidad histórica objetiva que los historiadores investigan con el fin de determinar,
entre otras cosas, la diferencia entre los hechos y la ficción. Son ustedes libres de
creer que Hitler escapó de los rusos y se refugió en el Paraguay, pero no es así. Sin
embargo, todas las generaciones hacen sus propias nuevas preguntas sobre el
pasado. Y seguirán haciéndolas. Y recuerden una cosa: en la historia del mundo
moderno hacemos frente a una acumulación casi infinita de documentos públicos y
privados. No hay forma de hacer siquiera conjeturas sobre lo que los futuros
historiadores buscarán y encontrarán en ellos que no se nos haya ocurrido. Los
archivos revolucionarios franceses han tenido a los historiadores ocupados durante
200 años y no hay señales de que su rendimiento decrezca. No hemos hecho más
que empezar a escalar el Himalaya de documentación que contienen los archivos
soviéticos. De modo que una historia definitiva no es posible. Y, pese a ello, la
historia como actividad seria es posible porque los historiadores pueden ponerse
de acuerdo sobre lo que están comentando, sobre los interrogantes que analizan e
incluso sobre un número de respuestas suficientes para reducir sus diferencias de
manera que el debate tenga suficiente sentido.
En el campo de la historia de Rusia en el siglo XX esto ha sido casi imposible
durante mucho tiempo. Ahora el final de la Unión Soviética ha cambiado
inevitablemente la manera en que todos los historiadores ven la Revolución rusa,
porque ahora pueden verla —de hecho, están obligados a verla— con una
perspectiva diferente, como el biógrafo de un personaje fallecido en lugar de un
personaje vivo. Es patente, desde luego, que transcurrirá mucho tiempo antes de
que las pasiones de los que escriben la historia de la URSS se hayan enfriado hasta
quedar en la temperatura tibia de quienes hoy día escriben la historia de la
Reforma protestante, que en otro tiempo daba pábulo a agrias discusiones entre los
estudiosos católicos y protestantes, o los que escriben sobre la revolución de 1688
fuera del Derry de Martin McGuinness y los Bushmills del reverendo Ian Paisley,
hogar de «un whisky protestante», según me dijo una vez un bebedor irlandés con
ideología. En lo que antes era la URSS y en los países sucesores de los estados
socialistas la historia de la Revolución rusa todavía se escribe con este espíritu,
razón por la cual es probable que de allí no salga nada excepto nuevas fuentes,
pero no buena historia. Incluso fuera, la mayoría de nosotros estamos todavía
demasiado cerca en lo que se refiere a nuestras emociones y somos demasiado
parciales para ver la guerra fría entre el capitalismo y el comunismo —debido a
que los dos sistemas nunca llegaron a enfrentarse en el campo de batalla— del
mismo modo que vemos la guerra de los Treinta Años.

Hay otra cosa. Podemos juzgar la revolución que supuso el principio de la


URSS, pero todavía no su fin, y no hay duda de que esto afectará al juicio histórico.
La catástrofe en que se ha visto sumida la gente corriente de la antigua URSS al
desaparecer el viejo sistema aún no ha terminado. Sugiero que el salto súbito y
revolucionario que se le ha impuesto, el salto del viejo sistema al capitalismo, ha
desbaratado la economía quizá más que la segunda guerra mundial, más que la
Revolución de octubre, y la economía de la región ya ha tardado más tiempo en
recuperarse de la catástrofe que en los años veinte y cuarenta. Nuestra valoración
de todo el fenómeno soviético sigue siendo provisional. No obstante, ya es posible
preguntar en qué pueden ponerse legítimamente de acuerdo hoy los historiadores
de la Revolución rusa. ¿Podemos alcanzar un consenso sobre algunos interrogantes
que es necesario plantear en relación con la historia de la Revolución rusa, así
como sobre algunos elementos de la misma que pueden determinarse en firme
mediante las reglas de la investigación y la verificación y que, por tanto, no pueden
discutirse seriamente?

Un problema radica en que los más difíciles entre estos interrogantes están
fuera del alcance de los habituales métodos de corroboración y refutación que
emplean los historiadores, toda vez que se refieren a lo que hubiera podido
suceder y no sucedió. Ahora podemos conocer gran parte de lo que ocurrió
realmente porque disponemos de información sobre ello, aunque durante
prácticamente toda la vida de la URSS gran parte de ello fue inaccesible, estuvo
escondido en los archivos, detrás de puertas cerradas con llave y barricadas
oficiales de mentiras y verdades a medias. Por esto habrá que descartar una
enorme cantidad de lo que se escribió durante la época y prescindir de la
ingeniosidad con que se usaron las fuentes fragmentarias y de la verosimilitud de
sus conjeturas. Sencillamente ya no lo necesitaremos. El libro de Robert Conquest
El gran terror, por ejemplo, desaparecerá como principal tratamiento de su tema,
simplemente porque ahora tenemos a nuestra disposición las fuentes de los
archivos, aunque éstas no eliminarán toda discusión. Se leerá a Conquest como
notable precursor en el intento de valorar el terror estalinista, pero se considerará
que el intento ha quedado inevitablemente desfasado como tratamiento de los
terribles hechos que intentó investigar. En resumen, con el tiempo se le leerá más
por lo que su libro nos dice sobre la historiografía de la era soviética que por lo que
nos dice sobre su historia. Los datos mejores o más completos, cuando estén
disponibles, reemplazarán a los deficientes e incompletos. Esto bastará para
transformar la historiografía de la era soviética, aunque no responderá a todas
nuestras preguntas, en particular las referentes a los comienzos del período
soviético antes de la plena burocratización del régimen, cuando el gobierno y el
partido soviéticos en realidad no estaban enterados de muchas de las cosas que
ocurrían en su territorio.

Por otra parte, los debates más intensos en torno a la historia de Rusia en el
siglo XX no han tenido por tema lo que sucedió, sino lo que pudo haber sucedido.
He aquí algunos ejemplos. ¿Era inevitable una revolución rusa? ¿Podría haberse
salvado el zarismo? ¿Iba Rusia camino de un régimen capitalista liberal en 1913?
Una vez hubo ocurrido la revolución, tenemos una serie aún más explosiva de
contrafácticos. ¿Y si Lenin no hubiese vuelto a Rusia? ¿Hubiera podido evitarse la
Revolución de octubre? ¿Qué hubiese ocurrido en Rusia de haberse evitado? De
mayor interés para los marxistas: ¿qué hizo que los bolcheviques decidiesen tomar
el poder con un programa de revolución socialista obviamente falto de realismo?
¿Deberían haber tomado el poder? ¿Y si hubiera tenido lugar la revolución
europea, esto es, la revolución alemana, por la cual apostaron? ¿Podrían los
bolcheviques haber perdido la guerra civil? De no haber sido por dicha guerra,
¿cómo hubieran evolucionado el Partido Bolchevique y la política soviética? Una
vez la hubieran ganado, ¿había posibilidades de volver a la economía de mercado
bajo la NEP («Nueva Política Económica»)? ¿Qué podría haber pasado si Lenin
hubiese seguido en plena acción? La lista no tiene fin y me he limitado a citar
algunas de las preguntas contrafácticas obvias sobre el período que concluyó con la
muerte de Lenin. El objeto de esta conferencia no es responder a estas preguntas,
sino tratar de verlas con la perspectiva de un historiador en activo.

No es posible responder a ellas basándose en datos relativos a lo que


sucedió, toda vez que se refieren a cosas que no sucedieron. Así pues, podemos
decir sin titubear que en el otoño de 1917 una ola enorme de radicalización
popular, cuyos principales beneficiarios fueron los bolcheviques, barrió al gobierno
provisional, por lo que, al producirse la Revolución de octubre, no fue necesario
tomar el poder, sino que bastó con recogerlo de donde lo habían dejado caer.
Tenemos pruebas fehacientes de ello. La idea de que octubre no fue nada más que
una especie de golpe de conspiradores sencillamente no resiste un análisis. Para
darse cuenta de ello es suficiente leer el informe que antes de la Revolución de
octubre escribió el que entonces era corresponsal del Manchester Guardian, Philips
Price, después de hacer una gira de varias semanas por las provincias del Volga. A
propósito, no sé de ningún otro testigo extranjero, buen conocedor de Rusia y de la
lengua rusa, que hiciese una visita parecida al centro del país en aquella época.
Price escribió: «Según he podido observar en las provincias, los fanáticos
maximalistas que todavía sueñan con una revolución social en toda Europa
reunieron recientemente una masa de seguidores inmensa aunque amorfa».
Cuando este artículo, que Price envió desde Yaroslav, llegó a Manchester, los
bolcheviques ya habían tomado el poder, de modo que el periódico lo publicó en
diciembre de 1917 bajo un titular que decía: «Cómo se han hecho con el control los
maximalistas», pero en realidad Price lo había mandado antes de octubre.

Pero, desde luego, es imposible resolver así los interrogantes sobre lo que
podría haber sucedido: por ejemplo, lo que hubiera podido pasar si los
bolcheviques no hubiesen decidido tomar el poder, o si hubieran estado dispuestos
a tomarlo al frente de una amplia coalición con los otros partidos socialistas y
social-revolucionarios. ¿Cómo podríamos saberlo? Philips Price, por ejemplo, en el
mismo artículo sugería la posibilidad de que el enorme odio a la guerra, que, a su
juicio, era lo que unía a «la confusa masa social» de la revolución (cito
textualmente sus palabras) produjese «un Napoleón, un dictador pacifista … que
pondrá fin a la guerra aunque sea a costa de pérdidas territoriales para Rusia y de
las libertades políticas que ha ganado la revolución». Sabemos que ocurrió algo
parecido a esto. Al mirar atrás, vemos que, dada la situación que existía en 1917,
Price sin duda tenía razón al suponer que era inevitable que, de un modo u otro,
Rusia saliese pronto de la guerra. Pero también pensaba que después de que
sucediera esto, la revolución se dividiría en fragmentos que lucharían entre sí, lo
cual llevaría a la derrota. No fue así, pero a un buen observador de entonces
también le parecía muy probable. Como no ocurrió, ni siquiera los historiadores
pueden hacer algo que no sea seguir especulando sobre ello.

Pero ¿exactamente cómo especulamos? ¿Y qué utilidad tienen las


especulaciones, al menos algunas de ellas? Lo malo es que hay, como mínimo, tres
clases distintas de condicionales contrafácticos. Una de ellas, si bien es fascinante,
no sirve para nada desde el punto de vista analítico. Tomemos, por ejemplo, a
Lenin o, para el caso, a Stalin. Sin la aportación personal de estos hombres la
historia de la Revolución rusa sin duda hubiera sido muy diferente. A pesar de la
mucha palabrería política e ideológica de carácter general, los individuos no
siempre influyen tanto en la historia. Por ejemplo, desde 1865 siete presidentes
norteamericanos no llegaron al final de su mandato, porque fueron asesinados o
por otros motivos, pero, si vemos las cosas con la perspectiva del siglo, no parece
que esto haya influido mucho en la marcha de la historia de los Estados Unidos.
Otras veces, en cambio, los individuos sí influyen, como en el caso de Lenin y
Stalin, o, para el caso, en los últimos años de la URSS. Un exdirector de la CIA dijo
al profesor Fred Halliday, en una entrevista de la BBC: «Creo que si Andropov
hubiera sido quince años más joven cuando asumió el poder en 1982, todavía
tendríamos una Unión Soviética, que continuaría decayendo en el plano
económico, cada vez más debilitada en el técnico … pero viva todavía». [1] No me
gusta estar de acuerdo con jefes de la CIA, pero esto me parece completamente
verosímil. Sin embargo, dicho esto, poco más hay que pueda decirse. Podemos
analizar la clase de situaciones históricas que permiten que los individuos influyan
de modo tan decisivo, positiva o negativamente. Es posible seguir el ejemplo de
Alan Bullock en su biografía paralela de Hitler y Stalin e investigar qué hacen
luego para reforzar su poder personal, como sin duda hizo Stalin, aunque es obvio
que Lenin no lo intentó. Es posible determinar los límites de lo que podían
conseguir individuos así, poseedores del poder absoluto en su país, o en qué
sentido sus objetivos y su política no eran específicamente suyos como individuos,
sino característicos de su tiempo, su lugar y su situación.

Por ejemplo, cabe argüir de modo muy convincente que había espacio para
más o menos severidad en el proyecto de industrialización muy rápida mediante la
planificación estatal soviética, pero si la URSS estaba comprometida con tal
proyecto entonces, por grande que fuera el compromiso sincero de millones de
personas,[2] iba a ser necesaria mucha coacción, aun en el caso de que al frente de la
URSS hubiera alguien menos despiadado y cruel que Stalin. O también se puede
argüir, como Moshe Lewin, que ni tan sólo el poder total podía dar a Stalin el
control de la máquina burocrática cada vez más hinchada en que necesariamente
se convirtió la URSS. Sólo el terror, el miedo a la muerte que sentían funcionarios
temporalmente todopoderosos, podía garantizar que obedecerían al autócrata y no
le atraparían en la telaraña burocrática. O también se puede demostrar que, dado
un trasfondo histórico determinado, incluso lo que hacen los autócratas sigue
viejas pautas. Tanto Stalin como Mao sabían que eran sucesores de emperadores
absolutos y tomaron por modelo, al menos hasta cierto punto, a sus predecesores
imperiales: sin duda eran conscientes de que sus súbditos les verían bajo esta luz.
Pero, una vez has dicho todo esto y más, todavía no has contestado a la pregunta
sobre lo que podría haber sucedido. Lo único que has dicho es: «Tal vez las cosas
habrían sido diferentes si Lenin no hubiera podido salir de Suiza hasta 1918», o,
como máximo, «Las cosas podría haber sido muy diferentes» o «no muy
diferentes». Y no puedes ir más lejos, excepto en la ficción.

Un segundo grupo de contrafácticos es un poco más interesante, siquiera


porque ayuda a la historia de la revolución a quitarse las anteojeras de la polémica
ideológica. Veamos la caída del zarismo. Ningún observador serio, ni tan sólo antes
de 1900, esperaba que el zarismo durase hasta bien entrado el siglo XX. Todo el
mundo predecía que iba a haber una revolución en Rusia. El propio Marx, en 1879,
esperaba «un desastre grande y no muy lejano en Rusia; pienso que empezará con
reformas desde arriba que el viejo y deficiente edificio no podrá resistir y que
provocará su derrumbamiento total»,[3] y un político británico dijo a la hija de la
reina Victoria que esta opinión «no era irrazonable». Vistas las cosas en
retrospectiva, parece innegable que las probabilidades del zarismo después de
superar su primera revolución en 1905 eran pocas y virtualmente desaparecieron
mucho antes de la Gran Guerra; y no eran muchas las personas de entonces que
pensaban de otra manera durante más que un momento. No tenemos por qué
preocupamos seriamente por la teoría según la cual la Rusia zarista iba camino de
convertirse en una sociedad capitalista liberal y próspera cuando llegaron la
primera guerra mundial y los bolcheviques, como por arte de magia, y lo echaron
todo a perder. De no ser por los requisitos de la argumentación antimarxista, jamás
se hubiera tomado en serio dicha teoría.

Por cierto, ni siquiera los liberales creen sinceramente que una Rusia liberal,
democrático-parlamentaria tenía muchas posibilidades después de la caída del zar.
A muchos de ellos les gustaría creer que no fue nada más que un golpe leninista lo
que degolló una prometedora democracia liberal rusa, pero no están convencidos
de ello. Les recordaré, de paso, que en las únicas elecciones razonablemente libres
que se celebraron justo después de la Revolución de octubre, las de la Asamblea
Constituyente, los liberales burgueses obtuvieron el 5 por 100 y los mencheviques,
el 3 por 100.

Por otra parte, los comunistas también tienen sus mitos sobre «lo que
hubiera podido ser». Mi generación, por ejemplo, creció oyendo contar la historia
de cómo los líderes socialdemócratas moderados traicionaron a la revolución
alemana de 1918. Los Ebert y los Scheidemann malograron la revolución alemana
potencialmente socialista y proletaria, la Rusia soviética permaneció aislada, y la
evolución lógica que esperaban Marx y Engels no se produjo, a saber: que una
Revolución rusa provocaría la revolución proletaria en países que estaban más
preparados para edificar una economía socialista.

Ahora bien, este mito se diferencia en un aspecto importante del que se


refiere a un zarismo liberalizado. Ningún observador realista de antes de 1917
esperaba seriamente que el zarismo perdurase, y mucho menos que superara sus
problemas, pero en 1917-1918 la hipótesis de Marx y Engels parecía tener muchas
posibilidades de hacerse realidad. No critico a los revolucionarios alemanes y
rusos de 1917-1919 por albergar estas esperanzas, aunque he argüido en otra parte
que en 1920 Lenin ya debería haber sabido que no se cumplirían. Durante unas
cuantas semanas o incluso meses de 1918-1919 pareció probable que la Revolución
rusa se extendiera a Alemania.

Pero no ocurrió así. Pienso que entre los historiadores actuales hay consenso
al respecto. La primera guerra mundial sacudió profundamente a todos los
pueblos que participaron en ella, y las revoluciones de 1917-1918 fueron, sobre
todo, revueltas contra aquel holocausto sin precedentes, especialmente en los
países del bando derrotado. Pero en algunas partes de Europa, y en ninguna de
ellas más que en Rusia, fueron algo más: fueron revoluciones sociales, el rechazo
del estado, las clases dirigentes y el statu quo por parte de los pobres. No pienso
que Alemania perteneciera al sector revolucionario de Europa. No pienso que una
revolución social en Alemania pareciera mínimamente probable en 1913. A
diferencia del zar, sí creo que, de no haber sido por la guerra, la Alemania del
káiser hubiera podido resolver sus problemas políticos. Esto no quiere decir que la
guerra fuese un accidente inesperado e inevitable, pero esa es otra cuestión. Desde
luego, los líderes socialdemócratas moderados querían impedir que la revolución
alemana cayera en manos de los socialistas revolucionarios, porque dichos líderes
no eran ni socialistas ni revolucionarios. De hecho, ni tan sólo habían querido
deshacerse del emperador. Pero no se trata de eso. No había ninguna posibilidad
seria de que estallase una Revolución de octubre, o algo parecido, en Alemania, y,
por tanto, no hubo necesidad de traicionarla.

Pienso que Lenin se equivocó al apostar por una revolución alemana, pero
también pienso que Lenin no podía darse cuenta de ello en 1917 o 1918.
Sencillamente no parecía que fuera así. En esto es en lo que la retrospección
histórica difiere de la valoración de las posibilidades que se hizo entonces. Si
estamos en política para tomar decisiones, como lo estaba Lenin, jugamos tal como
vemos jugar, y era natural que Lenin lo viese de aquella manera. Pero el pasado ha
ocurrido, el partido no puede jugarse de nuevo y, por consiguiente, podemos ver
las cosas con mayor claridad. La revolución alemana no fue un partido que se
perdiera en contraste con el juego anterior del equipo. La Revolución rusa estaba
destinada a edificar el socialismo en un país atrasado que no tardaría en arruinarse
por completo, aunque todavía no me ha convencido el argumento de Orlando
Figes en el sentido de que en 1918 Lenin ya había dejado de pensar en una
revolución que se extendiera a otras partes de Europa. Al contrario, sospecho que
los archivos demostrarán que durante varios años los líderes soviéticos, aunque no
estaban dispuestos a poner en peligro su base de operaciones en Rusia, siguieron
tan comprometidos con la revolución internacional como luego lo estarían Fidel
Castro y Che Guevara, y, si se me permite decirlo, a menudo con tantas ilusiones y
tanta ignorancia de la situación en el extranjero como los cubanos. [4]

Me inclino a pensar que Lenin hubiera querido tomar por asalto el Palacio
de Invierno aunque hubiese tenido la certeza de que los bolcheviques serían
derrotados, por lo que los irlandeses podrían llamar «el principio del
Levantamiento de Pascua»: con el fin de proporcionar inspiración para el futuro,
como hiciera la derrotada Comuna de París. Con todo, tomar el poder y anunciar
un programa socialista era algo que sólo tenía sentido si los bolcheviques pensaban
en una revolución europea. Nadie creía que Rusia pudiera hacerlo sola. Así pues,
¿había alguna necesidad de hacer la Revolución de octubre? Y si la había, ¿con qué
objetivos? Esto nos lleva a la tercera clase de contrafácticos que realmente tienen
que ver con opciones que a la sazón se consideraban posibles. De hecho, no se
trataba de si alguien debía asumir el poder del gobierno provisional de Kerenski.
Este gobierno ya estaba muerto. Ni tan sólo se trataba de quién debía hacerse con
el poder, puesto que los bolcheviques eran los únicos que podían tomarlo, solos o
como socios dominantes de una alianza. Se trataba de cómo: si había que tomarlo
con o sin una insurrección planeada, antes, durante o después del congreso de los
soviets que iba a celebrarse en breve, o formando parte de una coalición amplia o
de otro modo, y con qué objeto, dado que distaba mucho de estar claro que un
gobierno bolchevique, o cualquier gobierno central ruso, pudiera perdurar. Y todos
estos asuntos provocaron verdaderas discusiones en aquel tiempo, no sólo entre
los bolcheviques y otros grupos, sino también entre los propios bolcheviques.

Pero recuerden: si ahora, como historiadores, pensamos que, por ejemplo,


Kamenev hizo bien en oponerse a Lenin, en realidad no estamos valorando las
probabilidades que tenía Kamenev de convencer al Partido Bolchevique en octubre
de 1917. Lo que decimos es: si nos encontráramos en semejante situación hoy,
opinaríamos como él. Estamos hablando del partido ahora o en el futuro, y no del
partido en 1917, cuyo resultado ya no puede cambiarse. Y, además, ¿exactamente
qué queremos decir si de modo retrospectivo decidimos que, pongamos por caso,
hubiera sido mejor que los bolcheviques no se comprometieran, de hecho, con el
gobierno de partido único? ¿Sugerimos que un gobierno de coalición realmente
hubiera afrontado mejor la situación desesperada en que Rusia se encontraba
entonces, o se encontraría más tarde; en caso de haber habido un «más tarde»?
Esto, por cierto, me parece demasiado improbable. ¿O simplemente decimos, como
Gorbachov, que preferiríamos que la Revolución de febrero hubiese evolucionado
de otro modo? Que hubiese sido mejor que de la revolución hubiera surgido una
Rusia democrática es algo en que la mayoría de la gente estaría de acuerdo. Pero se
trata de una afirmación sobre nuestras ideas políticas y no sobre la historia. En
1917 octubre siguió a febrero. La historia debe partir de lo que sucedió. Lo demás
son conjeturas.

Pero a estas alturas debemos dejar de lado las especulaciones y ocuparnos


de la situación real de una Rusia en plena revolución. Las grandes revoluciones de
masas que estallan desde abajo —y Rusia en 1917 fue probablemente el ejemplo
más impresionante de toda la historia— son en cierto sentido «fenómenos
naturales». Son como los terremotos y las inundaciones gigantescas, en especial
cuando, como sucedió en Rusia, la superestructura que forman el estado y las
instituciones nacionales virtualmente se ha desintegrado. Son en gran medida
incontrolables. Es necesario que dejemos de pensar en la Revolución rusa
atendiendo a los objetivos e intenciones de los bolcheviques o cualquier otro
partido, su estrategia a largo plazo y las críticas de su práctica expresadas por otros
marxistas. ¿Por qué, de hecho, no se derrumbaron o fracasaron como hubiera
podido ocurrir tan fácilmente? Al principio el nuevo régimen no tenía ni pizca de
poder y, desde luego, ningún poder armado digno de tenerse en cuenta. La única
baza real que el nuevo gobierno soviético tenía fuera de Petrogrado y Moscú era la
capacidad de expresar lo que el pueblo ruso quería oír. Los objetivos de Lenin —y,
a fin de cuentas, Lenin se salió con la suya en el partido— no hacían al caso. «No
podía tener ninguna estrategia o perspectiva más allá de escoger, de día en día,
entre las decisiones necesarias para la supervivencia inmediata y las que
representaban el riesgo de un desastre inmediato. ¿Quién podía permitirse pensar
en las posibles consecuencias a largo plazo que para la revolución podían tener las
decisiones que había que tomar ahora porque, en el caso de no tomarlas, la
revolución fracasaría y no habría más consecuencias en que pensar?» [5]. Nada
estaba determinado de antemano. Las cosas podían salir mal en cualquier
momento. Hasta 1921 no pudo el régimen contar con ser permanente, examinar el
terrible estado en que se encontraba Rusia o empezar a pensar en años en lugar de
meses o incluso semanas. Para entonces el rumbo que seguiría en el futuro ya
estaba más o menos decidido y distaba mucho de ser el que cualquier marxista,
Lenin incluido, hubiera imaginado para Rusia antes de la revolución. Tanto la
doctrina soviética ortodoxa como la teoría de la conspiración anticomunista
pensaban que la revolución era controlada y dirigida desde arriba: Lenin sabía que
no era así.

¿Cómo, pues, pudo la Revolución de octubre superar la prueba? En primer


lugar —y aquí estoy completamente de acuerdo con A People’s Tragedy, el excelente
libro de Orlando Figes—,[6] los bolcheviques vencieron porque combatían bajo la
bandera roja y, por más que fuese engañosamente, en nombre de los soviets. A fin
de cuentas, los campesinos y obreros rusos preferían los rojos a los blancos, ya que
pensaban que éstos les quitarían la tierra y traerían de nuevo al zar, la nobleza y
los llamados «boorzhooi» (burgueses). Encamaban la revolución que la mayoría de
los rusos habían querido. Y la Revolución rusa, no lo olviden, la hicieron las masas
y durante sus primeros diez años su destino lo determinaron las masas rusas, lo
que las masas querían o no estaban dispuestas a tolerar. El estalinismo puso fin a
esto.

En segundo lugar, los bolcheviques resistieron porque eran la única fuerza


potencial de gobierno de la nación después del zar. En 1917 la alternativa no era, ni
podía ser, entre una Rusia democrática y una Rusia dictatorial, sino entre una
Rusia y ninguna Rusia. Aquí la estmctura leninista centralizada del Partido
Bolchevique, institución construida para la acción disciplinada y, por ende, de facto
para edificar el estado, fue esencial, aunque el coste para la libertad fue mayor que
bajo el zarismo. Pero: si no los bolcheviques, entonces nadie. De hecho, uno de los
pocos logros de la Revolución rusa que ni tan sólo sus enemigos niegan es que, a
diferencia de los otros imperios multinacionales que fueron derrotados en la
primera guerra mundial, los Habsburgo y los otomanos, Rusia no se rompió en
pedazos. La Revolución rusa la salvó como estado multinacional y bicontinental.
Subestimamos sistemáticamente el atractivo que, por tanto, la Rusia soviética tenía
para los patriotas rusos apolíticos, e incluso de derechas, tanto durante la guerra
civil como después de ella: ¿de qué otra manera podemos explicar el curioso
regreso de un grupo reducido pero influyente de emigrados rusos, tanto civiles
como militares, en el período del plan quinquenal? (Puede que más adelante
algunos lamentasen haber vuelto).

En tercer lugar, perduraron porque el atractivo de su causa no era


puramente ruso. Puede que en la guerra civil las potencias extranjeras, por
diversas razones, apoyaran sin entusiasmo a los ejércitos blancos, que eran varios y
mutuamente hostiles; pero después de la Gran Guerra supieron que no podían
enviar fuerzas propias en gran número para proseguir la guerra, y menos aún
contra el régimen que sus soldados consideraban el de la revolución obrera.
Asimismo, después de la guerra los bolcheviques recuperaron el control del
Transcáucaso esencialmente porque Turquía vio en ellos una fuerza contra los
imperialismos británico y francés. Hasta la vencida Alemania, que confiaba en su
propia inmunidad al bolchevismo, se mostró dispuesta a llegar a un acuerdo con
los bolcheviques. En todo caso, cuando el ejército rojo derrotó a los agresores
polacos en 1920 y avanzó hasta Varsovia, el general Seeckt del ejército alemán
envió a Enver Bajá a Rusia con el encargo de sugerir algo que sorprende por su
parecido con la partición de Polonia en 1939 de acuerdo con las cláusulas secretas
del pacto que firmaron Molotov y Ribbentrop. La derrota del ejército rojo ante las
puertas de Varsovia puso fin a tales sugerencias.

Pero las repercusiones internacionales de la Revolución de octubre me llevan


a la última cuestión, que es también mi conclusión. La Revolución rusa tiene en
realidad dos historias entretejidas: su efecto en Rusia y su efecto en el mundo. No
debemos confundirlas. Sin la segunda, sólo se hubiera ocupado de ella un puñado
de historiadores especializados. Fuera de los Estados Unidos, lo único que mucha
gente sabe de la guerra de Secesión es que sirve de marco a Lo que el viento se llevó.
Y, pese a ello, fue a la vez la mayor guerra que hubo entre 1815 y 1914 como, con
mucho, la mayor guerra de la historia de los Estados Unidos, y también puede
decirse que fue como una segunda guerra de la independencia. Significó y significa
mucho dentro de los Estados Unidos, pero muy poco fuera de ellos, porque tuvo
escasos efectos obvios en lo que sucedió en otros países, aparte de los situados más
allá de sus fronteras meridionales.

En cambio, tanto en la historia de Rusia como en la historia del mundo en el


siglo XX la Revolución rusa es un fenómeno sobresaliente, pero no el mismo tipo
de fenómeno. ¿Qué ha significado para los pueblos rusos? Llevó a Rusia a la
cumbre de su poder y su prestigio en el plano internacional, la situó muy por
encima de todo lo que se logró bajo los zares. Stalin tiene un lugar importante y
permanente en la historia de Rusia, tan seguro como el de Pedro el Grande.
Modernizó gran parte de un país atrasado, pero, aunque sus logros fueron
titánicos —y no fue el menor de ellos el haber podido derrotar a Alemania en la
segunda guerra mundial—, el coste humano fue enorme, su economía no tenía
porvenir y estaba destinada al fracaso y su sistema político se desmoronó. Hay que
reconocer que, para la mayoría de sus habitantes que la recuerdan, la vieja era
soviética sin duda parece mucho mejor que lo que los antiguos pueblos soviéticos
están pasando en la actualidad y seguirán pasando durante mucho tiempo. Pero es
demasiado pronto para hacer un balance histórico.

Debemos dejar que los diversos pueblos socialistas y exsocialistas hagan su


propia valoración de las repercusiones que la Revolución de octubre tuvo en su
historia.

En cuanto al resto del mundo, sólo la conocimos de segunda mano.

Como fuerza para la liberación en el antiguo mundo colonial y, en toda


Europa, antes de la segunda guerra mundial y durante ella; como el enemigo por
antonomasia de los Estados Unidos y, de hecho, de todos los regímenes
conservadores y capitalistas durante la mayor parte del siglo, excepto entre 1933 y
1945; como sistema que inspiraba un profundo (y comprensible) desagrado entre
los liberales y los partidarios de la democracia parlamentaria, pero que al mismo
tiempo la izquierda del mundo industrial reconoció, a partir de los años treinta,
como algo que asustaba a los ricos y les obligaba a conceder cierta prioridad
política a las preocupaciones de los pobres. La terrible paradoja de la era soviética
estriba en que el Stalin que experimentó el pueblo soviético y el Stalin que en el
exterior se veía como una fuerza liberadora eran el mismo. Y fue el liberador de
unos, al menos en parte, porque fue el tirano de los otros.

¿Podrán los historiadores llegar alguna vez a un consenso sobre semejante


figura y sobre semejante fenómeno? No veo cómo, en el futuro próximo. Al igual
que la francesa, la Revolución rusa seguirá provocando división de opiniones.
20. LA BARBARIE: GUÍA DEL USUARIO

Este texto fue una conferencia de Amnistía pronunciada en el Sheldonian Theatre de


Oxford en 1994. Se publicó en New Left Review, 206 (1994), pp. 44-54.

No he dado a mi conferencia el título de «La barbarie: guía del usuario»


porque desee instruirles sobre lo que deben hacer para ser unos bárbaros. Ninguno
de nosotros, por desgracia, lo necesita. La barbarie no es algo como el patinaje
sobre hielo, una técnica que hay que aprender; al menos no lo es a no ser que
quieran ustedes convertirse en torturadores o en alguna otra clase de especialista
en actividades inhumanas. Es más bien una consecuencia de la vida en
determinado contexto social e histórico, algo que forma parte del oficio, como dice
Arthur Miller en La muerte de un viajante. La palabra «avispado» expresa mejor lo
que quiero decir porque indica la adaptación real de las personas a la vida en una
sociedad sin las reglas de la civilización. Al comprender esta palabra, nos hemos
adaptado todos a vivir en una sociedad que es incivilizada si se compara con las
pautas de nuestros abuelos o padres, incluso —si se es tan viejo como yo— de
nuestra juventud. Nos hemos acostumbrado a ella. No quiero decir que los
ejemplos de barbarie hayan dejado de horrorizamos. Al contrario, sentir horror de
forma periódica por alguna atrocidad poco corriente forma parte de la experiencia.
Contribuye a disimular hasta qué punto nos hemos habituado a la normalidad de
lo que nuestros padres —sin duda los míos— hubieran considerado que era vivir
en condiciones inhumanas. Tengo la esperanza de que mi guía del usuario ayude a
comprender cómo se ha llegado a esta situación.

El argumento de esta conferencia es que después de unos 150 años de


declive secular, la barbarie ha ido en aumento durante la mayor parte del siglo XX,
y no hay ninguna señal de que este aumento haya terminado. En éste contexto,
interpreto que la palabra «barbarie» significa dos cosas. La primera es el trastorno
y la ruptura de los sistemas de reglas y comportamiento moral por los cuales todas
las sociedades regulan las relaciones entre sus miembros y, en menor medida,
entre sus miembros y los de otras sociedades. La segunda, más específica, es la
inversión de lo que podríamos denominar «el proyecto de la Ilustración del siglo
XVIII», a saber: la instauración de un sistema universal de reglas y principios de
comportamiento moral que se hallaban encamados en las instituciones de estados
dedicados al progreso racional de la humanidad: a la Vida, la Libertad y la
Búsqueda de la Felicidad; a la Igualdad, la Libertad y la Fraternidad; o a lo que sea.
Las dos cosas que entraña la palabra «barbarie» se dan en este momento y
refuerzan sus mutuos efectos negativos en nuestra vida. Así pues, pienso que es
obvia la relación del tema de mi conferencia con el asunto de los derechos
humanos.

Permítanme aclarar la primera forma de avance de la barbarie, es decir, lo


que sucede cuando desaparecen los controles tradicionales. Michael Ignatieff, en su
reciente libro Blood and Belonging, señala la diferencia entre los pistoleros de la
guerrilla kurda en 1993 y los puestos de control en Bosnia. Con gran percepción ve
que en la sociedad sin estado de Kurdistán todo varón recibe un arma de fuego
cuando llega a la adolescencia. Ir armado significa sencillamente que el chico ha
dejado de ser niño y debe comportarse como un hombre. «El acento de significado
en la cultura del arma de fuego refuerza de este modo la responsabilidad, la
sobriedad, el deber trágico». Las armas se disparan cuando hace falta. Al contrario,
desde 1945 la mayoría de los europeos, incluidos los de los Balcanes, han vivido en
sociedades donde el estado gozaba de un monopolio de la violencia legítima. Al
derrumbarse los estados, se derrumbó también dicho monopolio. «Para algunos
jóvenes europeos, el caos resultante de [este derrumbamiento] … ofrecía la
oportunidad de entrar en un paraíso erótico del “todo está permitido”. De ahí la
cultura semisexual y semipornográfica de las armas de fuego en los puestos de
control. Para los jóvenes había una carga erótica irresistible en el hecho de tener un
poder letal en las manos» y usarlo para aterrorizar a los indefensos. [1]

Sospecho que muchas de las atrocidades que se cometen ahora en las


guerras civiles de tres continentes reflejan este tipo de trastorno, que es
característico del mundo de las postrimerías del siglo XX. Pero espero decir una o
dos palabras sobre esto más adelante.

En cuanto a la segunda forma de avance de la barbarie, quiero declarar que


soy parte interesada. Creo que una de las pocas cosas que se interponen entre
nosotros y un descenso acelerado hacia las tinieblas es la serie de valores que
heredamos de la Ilustración del siglo XVIII. Es una opinión que no está de moda en
la actualidad, toda vez que se rechaza la Ilustración porque se la considera
superficial, intelectualmente ingenua o una conspiración de hombres blancos y ya
fallecidos que usaban peluca y se proponían aportar el fundamento intelectual del
imperialismo occidental. Puede que sea o no sea todo esto, pero es también el
único fundamento de todas las aspiraciones a edificar sociedades apropiadas para
que en ellas vivieran todos los seres humanos en cualquier parte de esta Tierra, y
para la declaración y la defensa de sus derechos humanos como personas. En todo
caso, el progreso de la civilidad que tuvo lugar desde el siglo XVIII hasta los
comienzos del XX lo lograron, abrumadora o exclusivamente bajo la influencia de
la Ilustración, gobiernos constituidos por «absolutistas ilustrados», como seguimos
llamándolos ante los estudiantes de historia, así como revolucionarios y
reformadores, liberales, socialistas y comunistas, todos los cuales pertenecían a la
misma familia intelectual. No lo lograron sus críticos. Esta época en que el
progreso no sólo se suponía que era tanto material como moral, sino que lo era
realmente, ha tocado a su fin. Pero el único criterio que nos permite juzgar el
consiguiente descenso a la barbarie, en vez de limitarnos a dejar constancia del
mismo, es el antiguo racionalismo de la Ilustración.

Permítanme que les muestre la anchura del abismo que hay entre el período
anterior a 1914 y el nuestro. No me detendré mucho rato en el hecho de que es
probable que nosotros, que hemos vivido una inhumanidad mayor, nos sintamos
menos horrorizados por las modestas injusticias que escandalizaron al siglo XIX.
Por ejemplo, un solo error de la justicia en Francia (el caso Dreyfus) o veinte
manifestantes encerrados en la cárcel durante una noche por el ejército alemán en
una población de Alsacia (el incidente de Zabern en 1913). Lo que quiero
recordarles a ustedes son las pautas de conducta. Clausewitz, que escribió después
de las guerras napoleónicas, daba por sentado que las fuerzas armadas de los
estados civilizados no mataban a los prisioneros de guerra ni devastaban los
países. Las guerras más recientes en que participó Gran Bretaña, es decir, la de las
Malvinas y la del Golfo, inducen a pensar que esto ya no se da por sentado.
Asimismo, citando la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica, «la guerra
civilizada, según nos dicen los libros de texto, se limita, en la medida de lo posible,
a la incapacitación de las fuerzas armadas del enemigo; de lo contrario, la guerra
continuaría hasta el exterminio de uno de los bandos. “Es con buena razón —y
aquí la Encyclopaedia cita a Vattel, abogado internacional de la noble Ilustración del
siglo XVIII— que esta práctica se ha convertido en costumbre en las naciones de
Europa”». Ya no es costumbre de las naciones de Europa ni de ninguna otra parte.
Antes de 1914 la opinión de que la guerra se hacía contra los combatientes y no
contra las personas que no lo eran la compartían los rebeldes y los revolucionarios.
El programa de Narodnaya Volya, el grupo ruso que mató al zar Alejandro III,
decía explícitamente «que los individuos y grupos ajenos a su lucha contra el
gobierno serían tratados como a neutrales, su persona y sus propiedades serían
respetadas».[2] Más o menos en aquel tiempo Friedrich Engels condenó a los
fenianos irlandeses (con quienes simpatizaba totalmente) por hacer estallar una
bomba en Westminster Hall, con lo cual pusieron en peligro la vida de personas
inocentes. Como antiguo revolucionario con experiencia de los conflictos armados,
opinaba que la guerra debía hacerse contra los combatientes y no contra los civiles.
Hoy día los revolucionarios y los terroristas no reconocen esta limitación más que
los gobiernos que hacen la guerra.

Sugeriré ahora una breve cronología de este deslizamiento por la pendiente


de la barbarie. Sus principales etapas son cuatro: la primera guerra mundial, el
período de crisis mundial comprendido entre el derrumbamiento de 1917-1920 y el
de 1944-1947, los cuatro decenios que duró la guerra fría, y, finalmente, el
derrumbamiento general de la civilización tal como la conocemos que se ha
producido en gran parte del mundo en los años ochenta y después de ellos. Hay
una continuidad obvia entre las tres primeras etapas. En cada una de ellas se
aprendieron las anteriores lecciones de la inhumanidad del hombre para con el
hombre, las cuales se convirtieron en la base de los nuevos avances de la barbarie.
No hay conexiones lineales entre la tercera etapa y la cuarta. El derrumbamiento
de los decenios de 1980 y 1990 no se debe a que unos seres humanos que toman
decisiones hicieran cosas que resultaran bárbaras, como los proyectos de Hitler y el
terror de Stalin; demenciales, como los argumentos que justificaban la carrera hacia
la guerra nuclear; o ambas cosas a la vez, como la revolución cultural de Mao. Se
debe a que los que toman decisiones ya no saben qué hacer con un mundo que ni
ellos ni nosotros podemos controlar, y a que la explosiva transformación de la
sociedad y de la economía desde 1950 produjo un derrumbamiento y una
perturbación sin precedentes de las reglas que gobiernan el comportamiento de las
sociedades humanas. Así pues, las etapas tercera y cuarta coinciden en parte e
interactúan. Hoy día las sociedades humanas se derrumban, pero en unas
circunstancias en que las pautas de conducta pública permanecen en el nivel al que
se vieron reducidas a causa de los anteriores períodos de avance de la barbarie. De
momento no se observan señales claras de que vayan a levantarse de nuevo.

Son varias las razones por las cuales la primera guerra mundial inició el
descenso a la barbarie. En primer lugar, fue el comienzo de la era más sanguinaria
de la historia hasta ahora. Zbigniew Brzezinski ha calculado recientemente que las
«megamuertes» habidas entre 1914 y 1990 ascienden a 187 millones, cifra que —
por especulativa que sea— puede utilizarse como razonable orden de magnitud.
Calculo que corresponde a alrededor del 9 por 100 de la población mundial en
1914. Nos hemos acostumbrado a matar. En segundo lugar, los sacrificios sin
límites que los gobiernos impusieron a sus propios hombres al empujarlos hacia el
holocausto de Verdún e Ypres sentaron un siniestro precedente, siquiera por causar
matanzas aún más ilimitadas entre el enemigo. En tercer lugar, el concepto mismo
de una guerra de total movilización nacional destruyó la columna central de la
guerra civilizada, es decir, la distinción entre combatientes y no combatientes. En
cuarto lugar, la guerra mundial de 1914-1918 fue la primera contienda importante,
al menos en Europa, que tuvo lugar en circunstancias políticas de carácter
democrático y su protagonista fue la población entera o ésta participó activamente
en ella. Por desgracia, las democracias raramente se movilizan a causa de las
guerras cuando consideran que éstas son meros incidentes de la política
internacional basada en el poder, como las veían los antiguos ministerios de
asuntos exteriores. Tampoco las hacen como los soldados o los boxeadores
profesionales para quienes la guerra es una actividad que no requiere odiar al
enemigo, siempre y cuando éste luche de acuerdo con las reglas de la profesión.
Las democracias, como sabemos por experiencia, requieren enemigos
demonizados. Esto, como se vería durante la guerra fría, facilita el progreso de la
barbarie. Finalmente, la escala del derrumbamiento social y político, la revolución
social y la contrarrevolución que siguieron a la Gran Guerra no tenía precedente
alguno.

Esta era de derrumbamiento y revolución dominó los treinta años que


empezaron en 1917. El siglo XX se convirtió, entre otras cosas, en una era de
guerras religiosas en las que un liberalismo capitalista, a la defensiva y en retirada
desde 1947 se enfrentaba a movimientos tanto de comunismo soviético como de
tipo fascista, los cuales también deseaban destruirse mutuamente. De hecho, la
única amenaza real que se cernía sobre el capitalismo liberal en el interior, aparte
de su propio derrumbamiento después de 1914, procedía de la derecha. Entre 1920
y la caída de Hitler ningún régimen en ninguna parte fue derribado por una
revolución comunista o socialista. Pero la amenaza comunista, al ir dirigida contra
la propiedad y los privilegios sociales, infundía más miedo. No era esta una
situación propicia al retorno de los valores civilizados. Tanto más cuanto que la
guerra había dejado un negro poso de impiedad y violencia, además de numerosos
hombres que habían conocido ambas cosas y seguían apegados a ellas. Muchos de
estos hombres proporcionaron el material humano para una innovación que
realmente no había existido jamás antes de 1914, a saber: escuadrones casi oficiales
o tolerados de matones y asesinos que hacían el trabajo sucio que los gobiernos
aún no estaban preparados para hacer oficialmente: Freikorps, Black and Tans,
squadristi. En todo caso, la violencia era cada vez mayor. Hace ya mucho tiempo
que llamó la atención el enorme y repentino aumento del número de asesinatos
políticos que hubo después de la guerra, por ejemplo la de Franklin Ford, el
historiador de Harvard. Asimismo, que yo sepa no hay ningún precedente anterior
a 1914 de las sangrientas luchas callejeras entre adversarios políticos organizados
que llegaron a ser muy comunes tanto en la Alemania de Weimar como en Austria
a finales de los años veinte. Y donde había un precedente, éste era casi trivial. En
los disturbios y batallas de Belfast en 1921 murieron más personas de las que
habían encontrado una muerte violenta durante todo el siglo XIX en aquella
tumultuosa ciudad: 428. Y, sin embargo, los que luchaban por las calles no eran
necesariamente viejos soldados que le habían tomado afición a la guerra, aunque sí
lo era el 57 por 100 de los primeros afiliados al Partido Fascista italiano. Tres
cuartas partes de las tropas de choque nazis de 1933 las formaban hombres
demasiado jóvenes para haber estado en la guerra. La guerra, la indumentaria que
era casi un uniforme (las tristemente célebres camisas pardas) y las armas de fuego
proporcionaban ahora un modelo para los jóvenes desposeídos.

He señalado que después de 1917 la historia del siglo XX sería la de una era
de guerras de religión. «No hay ninguna guerra verdadera excepto la guerra
religiosa», escribió uno de los oficiales franceses que pusieron en marcha la
barbarie de la política contra los insurgentes argelinos en el decenio de 1950. [3] Sin
embargo, lo que hizo que la crueldad, que es resultado natural de las guerras
religiosas, fuera más brutal e inhumana fue el hecho de que la causa del bien (esto
es, de las grandes potencias occidentales) se enfrentara a la causa del mal, cuyos
representantes, la mayoría de las veces, eran gentes que veían rechazada su
reivindicación de la condición de seres humanos de pleno derecho. La revolución
social, y en especial la rebelión colonial, era un desafío al sentido de una
superioridad natural, por así decirlo, sancionada divina o cósmicamente, de los de
arriba sobre los de abajo en sociedades que eran de naturaleza desigual, ya fuera
por nacimiento o por sus logros. La lucha de clases, como nos recordó la señora
Thatcher, suele dirigirse con más rencor desde arriba que desde abajo. La idea de
que personas cuya inferioridad perpetua es un dato de la naturaleza,
especialmente cuando se manifiesta por medio del color de la piel, reivindiquen la
igualdad con sus superiores naturales —y no digamos si se rebelan contra ellos—
era escandalosa en sí misma. Si así ocurría en la relación entre las clases altas y las
bajas, más aún se daba en la relación entre razas. Cabe preguntarse si en 1919 el
general Dyer hubiese ordenado a sus hombres que dispararan contra una multitud
y causasen 379 muertos si los componentes de la misma hubieran sido ingleses, o
incluso irlandeses, en lugar de indios, o si el escenario hubiera sido Glasgow en
vez de Amritsar. Es casi seguro que no. La barbarie de la Alemania nazi fue mucho
mayor contra los rusos, los polacos, los judíos y otras personas consideradas
infrahumanas que contra los europeos occidentales.

Y, sin embargo, la falta de piedad implícita en las relaciones entre los que se
creían superiores «por naturaleza» y los que eran sus inferiores supuestamente
también «por naturaleza» no hizo más que acelerar el avance de la barbarie latente
en todo enfrentamiento entre Dios y el Diablo. Porque en estos enfrentamientos
apocalípticos sólo puede haber un resultado: la victoria total o la derrota total. No
podría concebirse nada peor que el triunfo del Diablo. Como se decía durante la
guerra fría: «Mejor muertos que rojos», lo cual, en cualquier sentido literal, es una
afirmación absurda. En semejante lucha el fin necesariamente justificaba cualquier
medio. Si la única manera de derrotar al Diablo era empleando medios diabólicos,
eso era lo que teníamos que hacer. ¿Por qué, si no, los más apacibles y civilizados
científicos occidentales iban a instar a sus gobiernos a fabricar la bomba atómica?
Si el otro bando es diabólico, entonces debemos dar por sentado que usará medios
diabólicos, aunque no los use en este momento. No pretendo decir que Einstein se
equivocó al considerar que una victoria de Hitler era el peor de los males
imaginables, sólo trato de poner en claro la lógica de estos enfrentamientos, que
forzosamente llevaba al incremento mutuo de la barbarie. Resulta bastante más
claro en el caso de la guerra fría. El argumento del famoso «telegrama largo» de
Kennan en 1946, que proporcionó la justificación ideológica de la guerra fría, no
era diferente de lo que los diplomáticos británicos decían constantemente sobre
Rusia durante todo el siglo XIX: debemos contenerla, si es necesario mediante la
amenaza de emplear la fuerza, o avanzará sobre Constantinopla y la frontera india.
Pero durante el siglo XIX el gobierno británico raramente perdió la calma a causa
de este asunto. La diplomacia, la «gran partida» entre agentes secretos, hasta
alguna que otra guerra, no se confundían con el Apocalipsis. Tras la Revolución de
octubre sí se produjo tal confusión. Palmerston lo hubiera desaprobado; me parece
que también Kennan acabó desaprobándolo.

Es más fácil ver por qué la civilización retrocedió entre el Tratado de


Versalles y el lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima. El hecho de que en la
segunda guerra mundial, a diferencia de la primera, un bando lo integraran
beligerantes que rechazaban específicamente los valores de la civilización del siglo
XIX y de la Ilustración habla por sí solo. Puede que necesitemos explicar por qué la
civilización del siglo XIX no se recuperó de la primera guerra mundial, en contra
de las expectativas de muchos. Pero sabemos que no. Empezó una era de
catástrofes: guerras seguidas de revoluciones sociales, fin de los imperios,
derrumbamiento de la economía mundial liberal, retirada ininterrumpida de los
gobiernos constitucionales y democráticos, ascensión del fascismo y el nazismo.
Que la civilización retrocediera no es muy extraño, en especial cuando
consideramos que el período terminó con la mayor de todas las escuelas de
barbarie, la segunda guerra mundial. Así que me permitirán que pase por alto la
era de las catástrofes y me ocupe de un fenómeno que es a la vez deprimente y
curioso, a saber: el avance de la barbarie en Occidente después de la segunda
guerra mundial. Lejos de ser una era de catástrofes, el tercer cuarto del siglo XX fue
una era de triunfo para un capitalismo liberal reformado y restaurado, por lo
menos en los principales países donde había «una economía de mercado
desarrollada». Produjo una sólida estabilidad política acompañada de una
prosperidad económica sin parangón. Y, a pesar de ello, el avance de la barbarie
continuó. Permítanme que, a modo de ejemplo, les hable de algo desagradable: la
tortura.

No necesito decirles que a partir de 1782, en diversos momentos, la tortura


fue eliminada oficialmente de los procedimientos judiciales. En teoría dejó de
tolerarse como parte del aparato coactivo del estado. Los prejuicios contra ella eran
tan fuertes, que no se restauró después de la derrota de la Revolución francesa,
que, por supuesto, la había abolido. El famoso o tristemente célebre Vidocq, el
expresidiario convertido en jefe de policía bajo la Restauración, y modelo de
Vautrin, el personaje de Balzac, carecía por completo de escrúpulos, pero no
torturaba. Cabe sospechar que en los rincones de la barbarie tradicional que se
resistieron al progreso moral —por ejemplo, en las prisiones militares o en
instituciones parecidas— la tortura no se extinguió del todo o por lo menos no
desapareció su recuerdo. Me sorprende que la forma básica de tortura que
aplicaban los coroneles griegos en 1967-1974 fuera, de hecho, el antiguo bastinado
turco —que consistía en golpear la planta de los pies— pese a que ninguna parte
de Grecia había estado bajo administración turca durante casi cincuenta años.
También podemos suponer que los métodos civilizados tardaron más en llegar a
los países donde el gobierno luchaba contra elementos subversivos, como en la
Okrana zarista.

Los principales progresos que hizo la tortura entre las dos guerras
mundiales tuvieron lugar bajo regímenes comunistas y fascistas. El fascismo, que
no estaba comprometido con la Ilustración, practicaba la tortura sin límites. Los
bolcheviques, al igual que los jacobinos, abolieron oficialmente los métodos que
utilizaba la Okrana, pero de modo casi inmediato crearon la Cheka, que no
reconocía ninguna restricción en su lucha en defensa de la revolución. Con todo,
una circular telegráfica que Stalin mandó en 1939 induce a pensar que después de
la Gran Guerra «la aplicación de los métodos de presión física por parte de la
NKVD [la sucesora de la Cheka]» no fue legitimada oficialmente hasta 1937, es
decir, fue legitimada como parte del Gran Terror estalinista. De hecho, pasó a ser
obligatoria en ciertos casos. Estos métodos se exportarían a los satélites europeos
de la Unión Soviética después de 1945, pero cabe suponer que en estos regímenes
nuevos había policías con experiencia de tales actividades en los regímenes de la
ocupación nazi.
No obstante, me inclino a pensar que la tortura occidental no aprendió
mucho de la soviética, ni la imitó, aunque es posible que las técnicas de
manipulación mental debieran más a las técnicas chinas que los periodistas
denominaron «lavado de cerebro» al tener conocimiento de ellas durante la guerra
de Corea. Es casi seguro que el modelo fue la tortura fascista, en particular tal
como la practicaban los alemanes en la represión de los movimientos de resistencia
durante la segunda guerra mundial. Sin embargo, no deberíamos subestimar la
buena disposición a aprender las lecciones incluso de los campos de concentración.
Como sabemos ahora, gracias a las revelaciones de la administración Clinton, a
partir de poco después del final de la contienda y hasta bien entrado el decenio de
1970, los Estados Unidos llevaron a cabo experimentos sistemáticos de radiación
con seres humanos, elegidos entre las personas a las que se consideraba de valor
social inferior. Al igual que los experimentos nazis, los que llevaron a cabo los
norteamericanos eran dirigidos o al menos supervisados por médicos, profesión
cuyos miembros, y lo digo con pesar, permitían con demasiada frecuencia que se
les mezclara en la práctica de la tortura en todos los países. Al menos uno de los
médicos a quienes desagradaban estos experimentos protestó ante sus superiores y
les dijo que «olían a Buchenwald». Cabe pensar que no fue el único en percatarse
del parecido.

Permítanme ahora que introduzca a Amnistía, en beneficio de la cual se


celebran estas conferencias. Esta organización, como ustedes saben, se fundó en
1961, principalmente para proteger a los presos políticos y a otros presos de
conciencia. Estos hombres y estas mujeres excelentes descubrieron con sorpresa
que también tenían que ocuparse del uso sistemático de la tortura por parte de los
gobiernos —o de organismos gubernamentales apenas disimulados— en países
donde no esperaban encontrarla. Quizá el provincianismo anglosajón sea lo único
que explica su sorpresa. Ya hacía tiempo que el empleo de la tortura por parte del
ejército francés durante la guerra de independencia de Argelia, 1954-1962, era
motivo de escándalo en Francia. Así que Amnistía tuvo que concentrar gran parte
de sus esfuerzos en la tortura y el informe que publicó en 1975 sigue siendo
fundamental.[4] Dos aspectos de este fenómeno llamaban la atención. En primer
lugar, su empleo sistemático en el Occidente democrático era una novedad, incluso
teniendo en cuenta el extraño precedente de las aguijadas eléctricas que se
utilizaron en las cárceles argentinas después de 1930. El segundo aspecto consistía
en que el fenómeno era ahora puramente occidental, al menos en Europa, como
señaló el informe de Amnistía. «La tortura como costumbre estalinista sancionada
por el gobierno ha cesado. Con unas pocas excepciones … durante el último
decenio no han llegado al mundo exterior informes de tortura en la Europa
oriental». Quizá esto sea menos sorprendente de lo que parece a primera vista.
Desde la lucha a vida o muerte de la guerra civil rusa, la tortura en la URSS —en
contraposición a la brutalidad general de la vida en las cárceles rusas— no se había
empleado para proteger la seguridad del estado. Se usaba para otras cosas, como,
por ejemplo, la organización de juicios ejemplares y parecidas formas de teatro
público.

Disminuyó y cayó junto con el estalinismo. Resultó que los sistemas


comunistas eran frágiles, pero, a pesar de ello, sólo fue necesario el empleo
limitado, incluso nominal, de la coacción armada para mantenerlos de 1957 a 1989.
En cambio, sí es más sorprendente que el período que va de mediados del decenio
de 1950 a finales del de 1970 fuese la era clásica de la tortura occidental, que
alcanzó su apogeo en la primera mitad de los setenta, momento en que floreció
simultáneamente en la Europa mediterránea, en varios países de América Latina
cuyo historial fue inmaculado hasta entonces —Chile y Uruguay son ejemplos que
hacen al caso—, en Suráfrica e incluso, aunque sin aplicación de electrodos a los
genitales, en Irlanda del Norte. Debería añadir que la curva de la tortura oficial en
Occidente ha descendido mucho desde entonces, en parte, cabe esperar, gracias a
los esfuerzos de Amnistía. Con todo, la edición de 1992 de la admirable World
Human Rights Guide deja constancia de que se recurría a la tortura en 62 de los 104
países que examinó y sólo dio el visto bueno sin reservas a quince.

¿Cómo se explica este fenómeno deprimente? Desde luego, no puede


explicarse mediante la racionalización oficial de la costumbre, como en la británica
Comisión Compton, que de forma más bien ambigua informó de lo sucedido en
Irlanda del Norte en 1972. Habló de «información que por motivos operacionales
era necesario obtener tan rápidamente como fuera posible». [5] Pero esto no era
ninguna explicación. No era más que otra forma de decir que los gobiernos habían
dado paso a la barbarie, esto es, que ya no aceptaban la convención según la cual
los prisioneros de guerra no están obligados a decir a sus captores más que su
nombre, su graduación y su número, y que no se usará la tortura para arrancarles
más información, por apremiante que sea la necesidad operacional.

Sugiero que intervienen en ello tres factores. El aumento de la barbarie


occidental después de 1945 tuvo lugar con el trasfondo de las locuras de la guerra
fría, período que algún día a los historiadores les resultará tan difícil de
comprender como la caza de brujas de los siglos XV y XVI. No voy a decir nada
más sobre ello aquí y me limitaré a señalar que el extraordinario supuesto de que
la disposición a desencadenar el holocausto nuclear de un momento a otro fue lo
único que protegió al mundo occidental de su inmediato derrocamiento por parte
de la tiranía totalitaria fue suficiente en sí misma para mermar todas las pautas de
civilidad aceptadas. Asimismo, es obvio que la tortura occidental surgió al
principio, en escala significativa, como parte del inútil intento de una potencia
colonial, o, en todo caso, de las fuerzas armadas francesas, de preservar su imperio
en Indochina y el norte de África. Nada ofrecía más probabilidades de cometer
barbaridades que la supresión de las razas inferiores por parte de las fuerzas de un
estado que poco antes había experimentado la barbarie a manos de la Alemania
nazi y sus colaboradores. Tal vez sea significativo que, siguiendo el ejemplo
francés, en otros países, según parece, la tortura sistemática la hayan aplicado
principalmente los militares más que la policía.

En los años sesenta, tras la Revolución cubana y la radicalización de los


estudiantes, hubo que contar con un tercer elemento. Me refiero a la aparición de
movimientos de insurrectos y terroristas que en esencia representaban intentos de
grupos minoritarios de crear situaciones revolucionarias mediante actos de
voluntad. La estrategia básica de tales grupos era la polarización. Esperaban que,
demostrando que el régimen enemigo había perdido el control de la situación o —
donde ésta era menos favorable— provocándolo para que desencadenase la
represión general, empujarían a las masas pasivas a apoyar a los rebeldes. Ambas
variantes eran peligrosas. La segunda era una franca invitación a una especie de
mutua escalada de terror y contraterror. Un gobierno tenía que ser muy sensato
para resistir la tentación; ni siquiera los británicos en Irlanda del Norte
conservaron la serenidad en los primeros años. Varios regímenes, especialmente
militares, no se resistieron. No hace falta que añada que en una competición de
barbarie comparada las fuerzas del estado llevaban las de ganar… y ganaban.

Pero un siniestro aire de irrealidad envolvía estas guerras subterráneas.


Excepto en las restantes luchas por la liberación de colonias, y tal vez en América
Central, lo que estaba en juego era menos importante que lo que decían los dos
bandos. La revolución socialista no estaba en el orden del día de las diversas
brigadas terroristas de izquierdas. Sus probabilidades reales de vencer y derrocar a
los regímenes existentes mediante la insurrección eran insignificantes, y se sabía
que lo eran. Lo que realmente asustaba a los reaccionarios no eran los estudiantes
con armas de fuego, sino los movimientos de masas que, como Allende en Chile y
los peronistas en Argentina, podían ganar en las elecciones, lo cual era imposible
en el caso de los pistoleros. El ejemplo de Italia demuestra que la política habitual
podía seguir casi como antes, incluso en presencia del más fuerte de estos grupos
de insurrectos en Europa, las brigadas rojas. El logro principal de los
neoinsurrectos fue, pues, permitir que se aumentara el nivel general de fuerza y
violencia. El decenio de 1970 dejó un legado de tortura, asesinatos y terror en el
antes democrático Chile, donde el objetivo no era proteger a un régimen militar
que no corría ningún peligro de que lo derribasen, sino enseñar humildad a los
pobres e instaurar un sistema de economía de mercado libre que estuviera a salvo
de la oposición política y de los sindicatos. En el relativamente pacífico Brasil, que
no era una cultura de naturaleza sanguinaria como Colombia o México, dejó un
legado de escuadrones de la muerte integrados por policías que daban batidas por
las ciudades con la intención de liquidar a los «antisociales» y a los niños sin hogar
que vivían en las calles. Dejó un legado, en casi todo Occidente, de doctrinas
«contra la insurrección» que puedo sintetizar empleando las palabras de uno de los
autores que examinaron estos escritos: «Descontento hay siempre, pero la
resistencia sólo tiene una probabilidad de triunfar contra un régimen liberal-
democrático, o contra un sistema autoritario anticuado e incapaz». [6] En resumen,
la lección de los años setenta fue que la barbarie es más eficaz que la civilización.
Ha debilitado de modo permanente las limitaciones que impone la civilización.

Permítanme que me ocupe finalmente del período actual. Las guerras de


religión en su forma característica del siglo XX más o menos han terminado,
aunque han dejado un substrato de barbarie pública. Tal vez llevamos camino de
volver a las guerras de religión en el sentido antiguo de la expresión, pero me
permitirán que deje de lado este nuevo ejemplo del repliegue de la civilización. El
actual caos de conflictos nacionalistas y guerras civiles no debemos verlo como un
fenómeno ideológico, en absoluto, y todavía menos como la reaparición de fuerzas
primordiales que durante demasiado tiempo se han visto suprimidas por el
comunismo o el universalismo occidental o como se llame en la actual jerga
interesada de los militantes de la política de identidad. Es, a mi modo de ver, una
respuesta a un derrumbamiento doble: el del orden político que representan los
estados que funcionan —cualquier estado eficaz que vigile para evitar la caída en
la anarquía de Hobbes— y el de los antiguos marcos de las relaciones sociales en
gran parte del mundo, es decir, cualquier marco que vigile para evitar la anomie de
Durkheim.

Creo que los horrores de las actuales guerras civiles son fruto de este doble
derrumbamiento. No son la vuelta a antiguas salvajadas, por muchos recuerdos
ancestrales que perduren en las montañas de Herzegovina y Krajina. La fuerza
mayor de una dictadura comunista no impidió que las comunidades bosnias se
degollaran mutuamente. Vivían juntas en paz y, al menos entre alrededor del 50
por 100 de la población urbana de Yugoslavia, miembros de una se casaban con
miembros de la otra con una frecuencia inconcebible en sociedades realmente
segregadas como el Ulster o las comunidades raciales de los Estados Unidos. Si el
estado británico hubiera abdicado en el Ulster como abdicó el estado yugoslavo,
hubiéramos tenido muchos más muertos que los 3000 que ha habido en un cuarto
de siglo. Asimismo, como ha resaltado muy bien Michael Ignatieff, gran parte de
las atrocidades de esta guerra son obra de una variante típicamente
contemporánea de las «clases peligrosas», a saber: varones jóvenes y
desarraigados, de edades comprendidas entre la pubertad y el matrimonio, para
los cuales ya no existen reglas y límites de comportamiento aceptados o eficaces: ni
siquiera las reglas de la violencia que se aceptan en una sociedad tradicional de
luchadores machistas.

Y esto, desde luego, es lo que vincula el explosivo derrumbamiento del


orden político y social de la periferia de nuestro sistema mundial con el
hundimiento más lento de los centros de la sociedad desarrollada. En ambas
regiones cometen cosas incalificables personas que ya no tienen guías sociales que
rijan sus actos. La vieja Inglaterra tradicional que la señora Thatcher tanto hizo por
enterrar se apoyaba en la enorme fuerza de la costumbre y las convenciones. Uno
no hacía «lo que debería» hacerse, sino lo que se hacía: «lo que está bien visto»,
como se decía. Pero ya no sabemos en qué consiste «lo que está bien visto»; sólo
existe «lo particular».

En estas circunstancias de desintegración social y política, deberíamos


esperar un descenso de la civilidad en todo caso, y un crecimiento de la barbarie. Y,
sin embargo, lo que ha hecho que las cosas fueran peores, lo que sin duda hará que
empeoren en el futuro, es ese desmantelamiento constante de las defensas que la
civilización de la Ilustración había levantado contra la barbarie y que he intentado
bosquejar en la presente conferencia. Porque lo peor del asunto es que nos hemos
acostumbrado a lo inhumano. Hemos aprendido a tolerar lo intolerable.

La guerra total y la guerra fría nos han lavado el cerebro y nos han hecho
aceptar la barbarie. Peor aún: han hecho que la barbarie pareciese no tener
importancia, comparada con cosas más importantes como el ganar dinero.
Permítanme concluir con la historia de uno de los últimos avances de la
civilización del siglo XIX, a saber: la prohibición de la guerra química y biológica,
armas ideadas esencialmente para sembrar el terror, ya que su verdadero valor
operacional es escaso. Mediante acuerdo virtualmente universal fueron prohibidas
después de la primera guerra mundial al amparo del Protocolo de Ginebra de 1925,
que debía entrar en vigor en 1928. La prohibición resistió durante la segunda
guerra mundial, excepto, naturalmente, en Etiopía. En 1987 fue rota de modo
despectivo y provocativo por Saddam Hussein, que mató a varios miles de
ciudadanos suyos con bombas de gas tóxico. ¿Quién protestó? Sólo el viejo
«ejército teatral de los buenos», y ni siquiera todos sus componentes; como
sabemos quienes intentamos recoger firmas en aquellos momentos. ¿Por qué tan
poco escándalo? En parte porque ya hacía tiempo que se había abandonado
silenciosamente el rechazo absoluto de estas armas inhumanas. Se había suavizado
hasta dejarlo en la promesa de no ser los primeros en utilizarlas, pero, por
supuesto, si el otro bando las empleaba… Más de cuarenta estados, con los Estados
Unidos a la cabeza, adoptaron esta postura en la resolución de 1969 de la ONU
contra la guerra química. La oposición a la guerra biológica siguió siendo más
fuerte. Los medios de hacerla debían destruirse totalmente al amparo de un
acuerdo de 1972: pero no los químicos. Podríamos decir que el gas tóxico había
sido domesticado con discreción. Los países pobres lo veían ahora sencillamente
como un posible medio de contrarrestar las armas nucleares. Con todo, era terrible.
Y, a pesar de ello —¿es necesario que se lo recuerde a ustedes?—, el gobierno
británico y otros gobiernos del mundo democrático y liberal, lejos de protestar,
callaron e hicieron todo lo posible por ocultar las cosas a sus ciudadanos, al tiempo
que animaban a sus comerciantes a vender más armas a Saddam, entre ellas las
necesarias para gasear a más ciudadanos suyos. No se escandalizaron, hasta que
Saddam hizo algo verdaderamente intolerable. No necesito recordarles qué fue:
atacó los campos petrolíferos que los Estados Unidos consideraban vitales.
21. LA HISTORIA DE LA IDENTIDAD NO ES
SUFICIENTE

El presente ensayo, que discrepa del relativismo de algunas de las actuales modas
intelectuales («posmodernas»), lo escribí para un número especial sobre historia, dirigido
por mi amigo el profesor François Bédarida, director durante mucho tiempo del Institut
pour l’Histoire du Temps Présent, destinado a la revista Diogenes, 42/4 (1994), con el
título de «The Historian between the Quest for the Universal and the Quest for Identity».

Quizá lo mejor sería empezar este examen de la difícil situación del


historiador con una experiencia concreta. A principios del verano de 1944, mientras
el ejército alemán se retiraba hacia el norte de Italia para establecer un frente más
fácil de defender contra el avance de las fuerzas aliadas a lo largo de la llamada
Línea Gótica en los Apeninos, sus unidades perpetraron varias matanzas, que
solían justificar diciendo que eran represalias por las actividades de los «bandidos»
(esto es, los partisanos). Unos cincuenta años más tarde, algunas de estas matanzas
ocurridas en la provincia de Arezzo, de las que hasta entonces sólo se acordaban
los supervivientes de los pueblos y los historiadores locales de la Resistencia,
fueron el motivo de que se celebrara una conferencia internacional sobre el
recuerdo de las matanzas perpetradas por los alemanes en la segunda guerra
mundial.

La conferencia reunió no sólo a historiadores y científicos sociales de varios


países del este y el oeste de Europa y los Estados Unidos, sino también a
supervivientes del lugar, antiguos miembros de la Resistencia y otros interesados.
Ningún tema podía ser menos puramente «académico», incluso cincuenta años
después de que 175 hombres fueran separados de sus mujeres e hijos en Civitella
della Chiana, fusilados y arrojados a las casas incendiadas de su pueblo. Por tanto
—y ello no tiene nada de extraño—, la conferencia se celebró en un extraordinario
ambiente de tensión y malestar. Todo el mundo era consciente de que estaban en
juego asuntos de gran importancia política, incluso existencial. Cada uno de los
historiadores presentes no podía por menos de preguntarse sobre la relación de la
historia con el presente. Después de todo, hacía tan sólo unas semanas Italia, por
primera vez desde 1943, había elegido un gobierno en el que había fascistas y que
estaba entregado al anticomunismo al tiempo que afirmaba que la resistencia del
período 1943-1945 no había sido un movimiento de liberación nacional y, en todo
caso, el asunto pertenecía a un pasado remoto que no tenía nada que ver con el
presente y debía olvidarse.

Todo el mundo se sentía molesto. Los supervivientes de los tiempos de la


resistencia y las matanzas estaban molestos al ver que se sacaban a relucir cosas
que, como sabían todos los hombres y las mujeres del país, era mejor no nombrar.
¿Cómo, salvo mediante un acuerdo tácito de enterrar los conflictos del pasado,
hubiera podido recuperar la vida rural algún tipo de «normalidad» después de
1945? (Un historiador norteamericano presentó un trabajo perceptivo sobre este
mecanismo de silencio selectivo en un pueblo de Istria donde había nacido su
esposa, que era croata). Los antiguos partisanos y, de hecho, la opinión pública de
la Toscana, región profundamente izquierdista, se sentían molestos por vivir en
unos momentos en que la república italiana rechazaba de modo oficial la tradición
de la resistencia contra Hitler y Mussolini, que ellos (con razón) consideraban el
fundamento de dicha república. Los historiadores jóvenes, y cabe suponer que
principalmente de izquierdas, que habían entrevistado o vuelto a entrevistar a los
habitantes de los pueblos con vistas a la conferencia, se escandalizaron al ver que,
como mínimo en un pueblo muy católico, los habitantes culpaban de las matanzas
menos a los alemanes que a los jóvenes del lugar que se habían unido a los
partisanos y, según creían, habían sumido irresponsablemente sus hogares en el
desastre.

Otros historiadores tenían sus propias razones para sentirse contrariados.


Resultaba obvio que a los historiadores alemanes presentes les obsesionaba el
recuerdo de lo que sus padres o abuelos habían hecho o dejado de hacer en 1944.
Virtualmente todos los historiadores no italianos, y varios italianos, nunca habían
oído hablar de las matanzas que habían sido el motivo de que se organizase la
conferencia: lo cual era un inquietante recordatorio de la pura arbitrariedad de la
permanencia y la memoria históricas. ¿Por qué algunas experiencias se habían
convertido en parte de una memoria histórica más amplia, pero no podía decirse lo
mismo de tantas otras? Los participantes rusos no ocultaban su creencia de que
concentrar toda aquella erudición para hablar de las atrocidades nazis era un
medio de desviar la atención de los horrores de Stalin. Los especialistas en la
historia de la segunda guerra mundial, fuera cual fuese su nacionalidad, no podían
evitar preguntarse, cincuenta años después del acontecimiento, si las matanzas de
inocentes habidas en aquella primavera —y que, según se dijo, habían afectado a
más del 1 por 100 de la población de la provincia de Arezzo— eran un precio
justificable a cambio del hostigamiento militar relativamente poco importante que
se había infligido a unas fuerzas alemanas que, en todo caso, ya pensaban retirarse
de la zona en cuestión de días o, a lo sumo, semanas.

El tema mismo de la conferencia, la atrocidad, no podía abordarse de modo


desapasionado. Con mucho acierto, no se prestó atención sólo a la microhistoria
local, sino que también se habló de las mayores atrocidades genocidas, algunos de
cuyos principales historiadores se encontraban presentes, y el problema, más
amplio, de cómo se recuerdan o pueden recordarse estas cosas. Sin embargo,
mientras permanecíamos en la piazza reconstruida de un pueblo que había sido
destruido en otro tiempo y escuchábamos la prolija narración conmemorativa que
los supervivientes y los hijos de los muertos habían construido acerca de aquel
terrible día de 1944, ¿cómo podíamos dejar de observar que nuestro tipo de historia
no sólo era incompatible con el suyo, sino que, además, en algunos aspectos la
perjudicaba? ¿Cuál era la naturaleza de la comunicación entre el historiador que
presentó al alcalde del pueblo la transcripción de los resultados de la investigación
que llevó a cabo el ejército británico pocos días después de ocurrir la matanza y el
alcalde que la recibió? Para uno era una fuente primaria, de archivo, mientras que
para el otro era algo que reforzaba el discurso de la memoria del pueblo, que a los
historiadores no les costó reconocer que era en parte mitológica. Sin embargo,
aquella narración basada en la memoria representaba una forma de aceptar un
trauma que era tan profundo para Civitella della Chiana como el Holocausto lo es
para la totalidad del pueblo judío. Nuestra historia, pensada para la comunicación
universal de lo que pudiera verificarse mediante las pruebas y la lógica, ¿tenía
alguna importancia para el recuerdo de aquella gente, recuerdo que, por su propia
naturaleza, era suyo y de nadie más? Era un recuerdo que, como averiguamos, la
gente de los pueblos se había guardado para sí durante decenios por esta razón,
negándose, impulsada por un acto que nosotros no compartíamos, a investigar los
detalles de una matanza ocurrida en un pueblo vecino porque no se trataba de su
pasado, sino del de sus vecinos. ¿Era nuestra historia comparable con la suya?

Resumiendo, ninguna ocasión hubiera podido exponer mejor el


enfrentamiento entre la universalidad y la identidad en la historia, así como el
enfrentamiento del historiador tanto con el pasado como con el presente.
No obstante, este mismo enfrentamiento demostró que para los
historiadores la universalidad prevalecía necesariamente sobre la identidad. Da la
casualidad de que por lo menos uno de los historiadores que asistían a la
conferencia representaba ambas cosas en su persona. De niño el organizador de la
conferencia había estado en la piazza de Civitella con su madre y había visto cómo
los alemanes se llevaban a rastras a su padre para matarlo. Seguía formando parte
del pueblo, donde pasaba el verano en la vieja casa de la familia. Nadie podía
negar que para él, así como para todos sus seguidores, la matanza tenía recuerdos
y significados que no podía tener para el resto de nosotros, ni siquiera que él leería
los datos de los archivos de modo diferente de como los leería cualquier
historiador que no hubiese vivido la misma experiencia. Y, pese a ello, como
historiador se enfrentó a la narración conmemorativa que el pueblo se había
formado exactamente de la misma manera que los historiadores para los que no
tenía ningún significado personal, a saber: aplicando las reglas y los criterios de
nuestra disciplina. Según sus criterios y los nuestros —según los criterios
universalmente aceptados de la disciplina—, la narración del pueblo tenía que
contrastarse con las fuentes, y según dichos criterios, no era historia, aunque la
formación de la memoria de aquel pueblo, su institucionalización y sus cambios a
lo largo de los últimos cincuenta años formaban parte de la historia. Era en sí
misma tema para la investigación histórica empleando los mismos métodos que en
el caso de los acontecimientos de junio de 1944 que había tratado de aceptar. Sólo
en este sentido tenía la «cultura de identidad [de Civitella]» relación con la historia
de la matanza del historiador. En todos los demás aspectos, era ajena a la cuestión.

Resumiendo, en lo que se refiere a las cuestiones de las que pueden ocuparse


la investigación histórica y la reacción teórica, no había y no podía haber ninguna
diferencia importante entre los estudiosos para los cuales los problemas de
identidad de Civitella eran insignificantes o no tenían interés y un historiador para
el cual eran fundamentales desde el punto de vista existencial. Todos los
historiadores presentes albergaban la esperanza de ponerse de acuerdo sobre la
formulación de las preguntas relativas a las atrocidades nazis, aunque esto no
quiere decir que necesariamente fueran a estar de acuerdo sobre dichas preguntas.
Todos estaban de acuerdo sobre los procedimientos para dar respuesta a tales
preguntas, la naturaleza de los posibles datos que permitirían responder a ellas —
en la medida en que las respuestas dependieran de los datos— y la posibilidad de
comparar acontecimientos que los participantes experimentaron como únicos e
incomunicables. A la inversa, los que eran reacios a someter su experiencia —o la
de su comunidad— a estos procedimientos, o que se negaban a aceptar sus
resultados, eran ajenos a la disciplina de la historia, por más que los historiadores
respetasen sus motivos y sentimientos. De hecho, entre los historiadores presentes
había un consenso impresionante sobre asuntos importantes. Contrastaba
notablemente con el caos de emociones variadas y opuestas que agitaban a los
participantes.

II

El problema para los historiadores profesionales es que su tema tiene


importantes funciones sociales y políticas. Estas funciones dependen de su trabajo
—¿quién sino los historiadores descubre y toma nota del pasado?—, pero al mismo
tiempo están en contradicción con sus criterios profesionales. Esta dualidad se
halla en el centro de nuestro tema. Los fundadores de la Revue Historique eran
conscientes de ello cuando, en el prólogo del primer número, afirmaron que
«Estudiar el pasado de Francia, que será nuestra principal tarea, es hoy una
cuestión de importancia nacional. Nos permitirá devolver a nuestro país la unidad
y la fuerza moral que necesita».[1]

Por supuesto, nada estaba más lejos de su pensamiento positivista, seguro


de sí mismo, que servir a su nación de alguna forma que no fuese mediante la
búsqueda de la verdad. Y, con todo, los no académicos que necesitan y utilizan lo
que producen los historiadores, y que son su mercado mayor y políticamente
decisivo, no se ven afectados por la marcada distinción entre los «procedimientos
estrictamente científicos» y las «construcciones retóricas» que tan central era para
los fundadores de la Revue. Su criterio sobre lo que es «historia buena» es «la
historia que es buena para nosotros»: «nuestro país», «nuestra causa» o
sencillamente «nuestra satisfacción emocional». Les guste o no les guste, los
historiadores profesionales producimos la materia prima para que los no
profesionales la usen bien o mal.

Es probable que el hecho de que la historia esté ligada de modo inextricable


a la política contemporánea —como sigue demostrando la historiografía de la
Revolución francesa— no constituya hoy una dificultad grave, toda vez que los
debates de los historiadores, al menos en los países donde hay libertad intelectual,
se desarrollan dentro de las reglas de la disciplina. Además, muchos de los debates
de mayor carga ideológica entre historiadores profesionales se refieren a cuestiones
de las que los no profesionales saben poco y les importa menos. Sin embargo,
todos los seres humanos, todas las colectividades y todas las instituciones
necesitan un pasado, pero sólo de vez en cuando este pasado es el que la
investigación histórica deja al descubierto. El ejemplo clásico de una cultura de la
identidad que está anclada en el pasado por medio de mitos disfrazados de
historia es el nacionalismo. Sobre esto Ernest Renan dijo lo siguiente hace más de
cien años: «Olvidar, incluso interpretar mal la historia, es un factor esencial en la
formación de una nación, motivo por el cual el progreso de los estudios históricos
es a menudo un peligro para la nacionalidad». Porque las naciones son entidades
históricamente novedosas que pretenden existir desde hace mucho tiempo.
Inevitablemente, la versión nacionalista de su historia consiste en anacronismos,
omisiones, descontextualizaciones y, en casos extremos, mentiras. En menor
medida, esto ocurre en todas las formas de historia de la identidad, antiguas o
nuevas.

En el pasado preacadémico pocas cosas impedían la pura invención histórica


como, por ejemplo, la falsificación de manuscritos históricos (como en Bohemia), la
escritura de una epopeya nacional escocesa antigua y apropiadamente gloriosa
(como «Ossian», de James Macpherson), o la producción de una obra de teatro
público totalmente inventada que pretendiera representar los antiguos rituales de
los bardos, como en Gales. (Esto forma todavía el apogeo del National Eisteddfod
o festival cultural de ese pequeño país que se celebra todos los años). Donde tales
inventos deben someterse a los análisis de un numeroso y acreditado grupo de
estudiosos, esto ya no es posible. La tarea de gran parte de los primeros eruditos
históricos consistía en refutar tales invenciones y deconstruir los mitos edificados
sobre ellas. El gran medievalista inglés J. Horace Round forjó su reputación con
una serie de disecciones sin piedad de los árboles genealógicos de familias de la
nobleza británica que afirmaban descender de los invasores normandos. Round
demostró que tales pretensiones eran falsas. Los análisis no son necesariamente
sólo históricos. El «sudario de Turín», por nombrar un ejemplo reciente de reliquia
sagrada del tipo gracias al cual amasaron su fortuna los centros de peregrinaje
medievales, no pudo resistir la prueba de la datación por el radiocarbono B a la
que fue necesario someterlo.

Sin embargo, la historia como ficción ha recibido un refuerzo académico


procedente de un lugar inesperado: el «creciente escepticismo sobre el proyecto de
racionalidad de la Ilustración». [2] Por suerte, la moda de lo que se conoce (al menos
en el discurso académico anglosajón) por el vago nombre de «posmodernismo» no
ha ganado tanto terreno entre los historiadores como entre los teóricos literarios y
culturales y los antropólogos sociales, ni siquiera en los Estados Unidos, pero viene
a propósito del asunto que estamos examinando, porque pone en duda la
distinción entre la realidad y la ficción, la realidad objetiva y el discurso
conceptual. Es profundamente relativista. Si no hay ninguna distinción clara entre
lo que es verdad y lo que a mí me parece que es verdad, entonces mi propia
construcción de la realidad es tan buena como la de ustedes o de cualquier otra
persona, porque «el discurso es el que hace este mundo, y no el espejo». [3] Citando
al mismo autor, el objeto de la etnografía, y seguramente de cualquier otra
investigación social e histórica, es producir un texto desarrollado de modo
cooperativo, en el cual ni el tema ni el autor ni el lector ni, a decir verdad, nadie,
tenga el derecho exclusivo de la «trascendencia sinóptica». [4] Si, «en el discurso
histórico como en el literario, incluso el lenguaje que es de suponer descriptivo
constituye lo que describe»,[5] entonces no puede considerarse privilegiada ninguna
narración entre las muchas que son posible. No es por casualidad que estos puntos
de vista hayan atraído de modo especial a quienes se consideran a sí mismos
representantes de colectividades o entornos marginados por la cultura hegemónica
de algún grupo (pongamos por caso, los varones heterosexuales, de raza blanca y
de clase media que hayan recibido una educación occidental) cuya pretensión de
superioridad impugnan. Pero es un error.

Sin entrar en el debate teórico en torno a estas cuestiones, es esencial que los
historiadores defiendan el fundamento de su disciplina: la supremacía de los
datos. Si sus textos son ficticios, y lo son en cierto sentido, pues son composiciones
literarias, la materia prima de estas ficciones son hechos verificables. La existencia
o inexistencia de los hornos de gas de los nazis puede determinarse atendiendo a
los datos. Porque se ha determinado que existieron, quienes niegan su existencia
no escriben historia, con independencia de las técnicas narrativas que empleen. Si
en una novela Napoleón volviese vivo de Santa Elena, quizá sería literatura, pero
no podría ser historia. Si la historia es un arte imaginativo, es un arte que no
inventa, sino que organiza objets trouvés. Puede que la distinción parezca
pedantesca y trivial a quien no sea historiador, especialmente a quien utilice
material histórico para sus propios fines. ¿Qué le importa al público teatral que no
haya ningún documento histórico que pruebe que lady Macbeth instó a su esposo a
matar al rey Duncan, o que las brujas predijeron que Macbeth sería rey de Escocia,
como en efecto lo fue en 1040-1057? ¿Qué importaba a los padres fundadores
(panafricanos) de los estados poscoloniales del África Occidental que los nombres
que pusieron a sus países correspondiesen a imperios africanos medievales que no
tenían ninguna relación obvia con los territorios de Ghana o Malí en la actualidad?
¿No era más importante recordarles a los habitantes del África subsahariana,
después de generaciones de colonialismo, que tenían una tradición de estados
independientes y poderosos en alguna parte de su continente, aunque no fuera
precisamente en el hinterland de Accra?
De hecho, la insistencia del historiador —citando una vez más lo que dice el
primer número de la Revue Historique— en «procedimientos estrictamente
científicos, en los que cada afirmación va acompañada de pruebas, referencias de
las fuentes y citas»,[6] a veces resulta pedantesca y trivial, especialmente ahora que
ya no forma parte de una fe en la posibilidad de una verdad científica positivista y
definitiva que le daba cierta grandeza ingenua. Sin embargo, los procedimientos
del tribunal de justicia, que insisten en la supremacía de las pruebas tanto como los
investigadores históricos, y a menudo de forma muy parecida, demuestran que la
diferencia entre la realidad y la falsedad históricas no es ideológica. Es crucial para
muchos propósitos prácticos de la vida cotidiana, siquiera sea porque de ella
dependen la vida y la muerte o algo que es cualitativamente más importante: el
dinero. Cuando una persona inocente es juzgada por asesinato y desea probar su
inocencia, lo que se requiere no son las técnicas del teórico «posmoderno», sino del
historiador de la vieja escuela.

Además, la posibilidad de verificación histórica de las pretensiones políticas


o ideológicas puede ser importantísima, si la historicidad es la base esencial de
tales pretensiones. Esto no ocurre sólo en el caso de las pretensiones territoriales de
estados o comunidades, que suelen ser históricas. La campaña contra los
musulmanes [en 1992] del partido integrista hindú BJP, que provocó grandes
matanzas en la India, se justificó alegando razones históricas. Se pretendía que la
ciudad de Ayodhya era el lugar de nacimiento del divino Rama. Por este motivo la
construcción de una mezquita en un lugar sagrado de los hindúes, supuestamente
por parte del conquistador mogol Babur, fue un insulto musulmán a la religión
hindú y un ultraje histórico. Era necesario destruirla y construir un templo hindú
en su lugar. (La mezquita fue realmente derribada por una muchedumbre de
fanáticos hindúes que el BJP movilizó con tal fin en 1992). Como era de esperar, los
líderes del citado partido declararon que «las cosas de este tipo no las puede
resolver el veredicto de un tribunal», ya que la base histórica de la reivindicación
no existía. Los historiadores indios pudieron demostrar que antes del siglo XIX
nadie había considerado que Ayodhya fuese el lugar de nacimiento de Rama y que
los emperadores mogoles no tenían ninguna relación concreta con la mezquita, a la
vez que se demostró jurídicamente que la reivindicación del lugar por parte de los
hindúes estaba en litigio. En realidad, la tensión específica entre las comunidades
religiosas era reciente. Era una bomba de relojería cuya mecha se había encendido
en 1949, momento en que, a raíz de la partición de la India y la fundación del
Pakistán, se había inventado un «milagro de las imágenes» que aparecían en la
mezquita.[7]

Insistir en la supremacía de las pruebas y en el carácter fundamental de la


distinción entre la realidad y la ficción históricas que puedan verificarse es sólo una
de las maneras de ejercer la responsabilidad del historiador, y, como la invención
histórica real no es lo que era en otro tiempo, quizá no la más importante. Buscar
los deseos del presente en el pasado o, por decirlo con términos técnicos, el
anacronismo es la técnica más común y cómoda para crear una historia que
satisfaga las necesidades de lo que Benedict Anderson ha llamado «comunidades
imaginadas» o colectividades, que en modo alguno son sólo nacionales. [8]

La deconstrucción de mitos políticos o sociales disfrazados de historia forma


parte desde hace tiempo de las obligaciones profesionales del historiador, con
independencia de sus simpatías. Los historiadores británicos, según cabe esperar,
están tan comprometidos con la libertad británica como cualquier otra persona,
pero esto no les impide criticar su mitología. En otro tiempo a todos los niños
británicos les enseñaban en la escuela que la Carta Magna era el fundamento de las
libertades británicas, pero desde la monografía que McKechnie escribió en 1914
todo universitario que estudie historia británica ha tenido que aprender que el
documento que los barones arrancaron al rey Juan en 1215 no tenía como finalidad
ser una declaración de la supremacía parlamentaria y de la igualdad de derechos
para los ingleses libres por nacimiento, aunque como tal se la consideraría en la
retórica política británica mucho después. La crítica escéptica del anacronismo
histórico probablemente es hoy la principal manera en que los historiadores
pueden demostrar su responsabilidad pública. El papel público más importante
que desempeñan hoy, en especial en los numerosos estados que se han fundado o
reconstituido desde la segunda guerra mundial, consiste en ejercer su oficio de tal
modo que constituya «pour la nationalité» (y para todas las demás ideologías de
identidad colectiva) «un danger».

Esto es muy obvio en los casos en que los conflictos internacionales


dependen de argumentos históricos, como en la fase actual de la siempre explosiva
cuestión macedónica. Todo lo referente a este incendiario asunto, que afecta a
cuatro países y a la Unión Europea y puede provocar otra guerra en los Balcanes,
es histórico. La historia aparente que blanden las principales partes enfrentadas es
antigua, porque tanto Macedonia como Grecia (que niega a cualquier otro estado
independiente incluso la utilización del nombre) reclaman ser herederas de
Alejandro Magno. La historia real es relativamente contemporánea, porque la
disputa actual entre Grecia y sus vecinos nace de la división de Macedonia después
de las guerras balcánicas de 1912 entre Grecia, Serbia y Bulgaria. En otro tiempo,
toda ella había formado parte del imperio otomano. Al final, los griegos se
quedaron con la mayor parte. Siempre se han empleado términos de erudición
académica, principalmente etnográficos y lingüísticos, al discutir sobre cuál de los
estados sucesores tiene derecho a qué parte del territorio indefinido pero extenso
de la Macedonia de antes de 1913 (porque el imperio otomano no usaba el
nombre). Los argumentos griegos, que son en la actualidad los que más se oyen, se
apoyan en gran parte en historia anacrónica debido a que los argumentos étnicos y
lingüísticos son más favorables a las reivindicaciones de los eslavos y posiblemente
de los albanos. No son mucho más convincentes que el argumento según el cual
Francia tiene derecho a reivindicar Italia porque Julio César fue el conquistador de
la Galia. Un historiador que señala esto no actúa necesariamente empujado por
prejuicios contra los griegos o a favor de los eslavos, aunque en estos momentos
será más popular en Skopje que en Atenas. Si el mismo historiador señala que la
mayoría de la población de la principal ciudad de la Macedonia (no dividida),
Salónica, no podía identificarse como griega ni como eslava, sino casi con
seguridad como musulmana y judía, será igualmente impopular entre los fanáticos
nacionalistas de tres países.

Sin embargo, casos como este también indican las limitaciones de la función
de los historiadores como destructores de mitos. En primer lugar, la fuerza de su
crítica es negativa. Karl Popper nos enseñó que la prueba de la falsificación puede
hacer que una teoría sea insostenible, pero no aporta en sí misma otra mejor. En
segundo lugar, podemos demoler un mito sólo en la medida en que se apoye en
proposiciones cuyo carácter erróneo pueda demostrarse. Es muy propio de los
mitos históricos, en especial de los nacionalistas, que generalmente sólo unas
cuantas de sus proposiciones puedan desacreditarse de este modo. El ritual
nacional que los israelíes han construido en torno al asedio de Masada no depende
de que la leyenda patriótica que aprenden los escolares israelíes y los turistas
extranjeros sea una verdad histórica que pueda verificarse, y no se ve afectada
seriamente por el justificable escepticismo de los especialistas en la historia de la
Palestina romana. Asimismo, incluso los casos que puedan ponerse a prueba,
cuando no hay datos o éstos son deficientes, contradictorios o circunstanciales, no
se puede refutar de modo convincente ni siquiera una proposición muy
inverosímil. Los datos pueden demostrar de forma concluyente, frente a quienes lo
niegan, que el genocidio que los nazis perpetraron contra los judíos tuvo lugar,
pero, aunque ningún historiador serio duda que Hitler quería la «Solución Final»,
no pueden demostrar que diera una orden específica en este sentido. Habida
cuenta del modo en que actuaba Hitler, es poco probable que diera dicha orden
por escrito y nunca se ha encontrado ninguna. Así pues, mientras que no es difícil
descartar las tesis de M. Faurisson, no podemos rechazar, sin una argumentación
complicada, los que presenta David Irving, como los rechaza la mayoría de los
expertos en este campo.
La tercera limitación de la función del historiador como matador de mitos es
aún más obvia. A la corta, es impotente contra quienes optan por creer los mitos
históricos, en especial si se trata de gente que tiene poder político, lo cual, en
muchos países, y especialmente en los numerosos estados nuevos, entraña el
control de lo que sigue siendo el cauce más importante para impartir información
histórica: las escuelas. Y, que no se olvide jamás, la historia —principalmente la
historia nacional— ocupa un lugar importante en todos los sistemas conocidos de
educación pública. La crítica que los historiadores indios hacen de los mitos
históricos del fanatismo hindú puede convencer a sus colegas académicos, pero no
a los fanáticos del partido BJP. Los historiadores croatas y serbios que se resisten a
la imposición de una leyenda nacionalista a la historia de sus estados han tenido
menos influencia que los nacionalistas a larga distancia de las diásporas croata y
serbia, empujados por una mitología nacionalista que es inmune a la crítica
histórica.

III

Estas limitaciones no disminuyen la responsabilidad pública del historiador.


Ésta se apoya, ante todo, en el hecho, que ya hemos señalado, de que los
historiadores profesionales son los principales productores de la materia prima
que se transforma en propaganda y mitología. Debemos ser conscientes de que es
así, especialmente en una época en que van desapareciendo otros medios de
conservar el pasado: la tradición oral, la memoria familiar, todo lo que depende de
la eficacia de las comunicaciones intergeneracionales que se están desintegrando
en las sociedades modernas. En todo caso, la historia de las grandes colectividades,
nacionales o de otra clase, no se ha apoyado en la memoria popular, sino en lo que
los historiadores, cronistas o aficionados a lo antiguo han escrito sobre el pasado,
directamente o mediante los libros de texto, en lo que los maestros han enseñado a
sus alumnos partiendo de dichos libros, en cómo los autores de narrativa, los
productores de cine o los realizadores de programas de televisión y de vídeo han
transformado su material. Hasta Hamlet, de Shakespeare, tenía su origen en la obra
de un historiador, el cronista danés Saxo Grammaticus. Es esencial que los
historiadores recuerden constantemente esto. Las cosechas que cultivamos en
nuestros campos pueden acabar convertidas en alguna versión del opio del pueblo.

Es cierto, desde luego, que la imposibilidad de separar la historiografía de la


ideología y la política del momento —toda historia, como dijo Croce, es historia
contemporánea— abre las puertas al mal uso de la historia. Los historiadores no se
colocan ni pueden colocarse fuera de su tema como observadores y analistas
objetivos sub specie aeternitatis. Todos nos vemos sumidos en los supuestos de
nuestro tiempo y nuestro lugar, incluso cuando practicamos algo tan alejado de las
pasiones públicas de hoy como la preparación de textos antiguos para su edición.
Muchos de nosotros, como el fundador de la Revue Historique, nos alegramos de
producir trabajos que puedan ser útiles a nuestra gente o a nuestra causa. Sin duda
estaremos tentados de interpretar lo que averigüemos del modo más favorable a la
causa. Puede que sintamos la tentación de abstenemos de investigar temas que
probablemente arrojarán una luz desfavorable sobre ella. No es extraño que los
historiadores hostiles al comunismo fueran mucho más dados a investigar los
trabajos forzados en la URSS que los historiadores que simpatizaban con él. Incluso
puede que estemos tentados de guardar silencio sobre pruebas desfavorables, si
casualmente las descubrimos, aunque luego nos remuerda la conciencia de
estudiosos. Después de todo, no hay ninguna línea clara entre suppressio veri y
suggestio falsi. Lo que no podemos hacer sin dejar de ser historiadores es abandonar
los criterios de nuestra profesión. No podemos decir algo cuya falsedad podemos
demostrar. En esto diferimos inevitablemente de aquellos cuyo discurso no está
sometido a estas limitaciones.

Sin embargo, el principal peligro no es la tentación de mentir, toda vez que,


después de todo, las mentiras no pueden resistir fácilmente el examen riguroso de
otros historiadores en una colectividad de estudiosos libres, aunque la presión y la
autoridad políticas respalden la falsedad, incluso en algunos estados
constitucionales. El principal peligro es la tentación de aislar la historia de una
parte de la humanidad —la del propio historiador, por haber nacido en ella o
haberla elegido— del contexto más amplio.

Las presiones internas y externas en tal sentido pueden ser grandes. Puede
que nuestras pasiones y nuestros intereses nos empujen en esa dirección. Toda
persona judía, por ejemplo, sea cual sea su ocupación, acepta instintivamente la
fuerza de las preguntas con las cuales, durante muchos siglos amenazadores, los
miembros de nuestra minoría hemos afrontado todos los acontecimientos que
tenían lugar en el mundo exterior: «¿Es bueno para los judíos? ¿Es malo para los
judíos?». En épocas de discriminación o persecución nos daba una orientación —
aunque no necesariamente la mejor— sobre el comportamiento privado y público,
una estrategia en todos los niveles para un pueblo disperso. Con todo, no puede ni
debe guiar a un historiador judío, ni siquiera uno que escriba la historia de su
propio pueblo. Los historiadores, por microcósmicos que sean, deben estar a favor
del universalismo, no por lealtad a un ideal al que seguimos apegados muchos de
nosotros, sino porque es la condición necesaria para comprender la historia de la
humanidad, incluida la de cualquier sección especial de la humanidad. Porque
todas las colectividades humanas son y han sido necesariamente parte de un
mundo más amplio y más complejo. Una historia que esté concebida sólo para los
judíos (o los afroamericanos, o los griegos, o las mujeres, o los proletarios, o los
homosexuales) no puede ser historia buena, aunque puede ser reconfortante para
quienes la cultiven.

Por desgracia, como demuestra la situación en extensas partes del mundo en


las postrimerías de nuestro milenio, la historia mala no es historia inofensiva. Es
peligrosa. Las frases que se escriben en teclados aparentemente inocuos pueden ser
sentencias de muerte.
NOTAS

[1]
Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, Telling the Truth about
History, Nueva York, 1994. <<

[2]
Citado en Charles Issawi, ed. y trad., An Arab Philosophy of History:
Selections from the Prolegomena of Ibn Khaldun of Tunis (1332-1406), Londres, 1950, pp.
26-27. <<
[1]
Estoy en deuda con la magnífica biografía de John Womack sobre Zapata,
Nueva York, 1969, por los detalles sobre el movimiento de Morelos (hay trad. cast.:
Zapata, Siglo XXI, México D. F., 1974). <<

[2]
No hay que confundir estas aspiraciones pseudohistóricas con los intentos
de reinstaurar en las sociedades tradicionales unos regímenes que existieron en
épocas remotas de la historia, restauración que casi con toda seguridad se pretende
que sea exacta: por ejemplo, los levantamientos que hasta la década de los años
veinte de nuestro siglo protagonizaron a veces los campesinos peruanos con la
intención de restablecer el imperio inca; los movimientos chinos, documentados
por última vez a mediados del presente siglo, por reinstaurar la dinastía Ming. De
hecho, para los campesinos de Perú, los incas no eran algo lejano desde un punto
de vista histórico. Eran el «ayer», y lo único que los separaba del presente era una
sucesión de generaciones campesinas idénticas, plegadas una dentro de la otra,
que se dedicaban a hacer lo mismo que habían hecho sus antepasados en la
medida en que se lo permitían los dioses y los españoles. Aplicarles una cronología
sería como introducir un anacronismo. <<

[3]
Valdría la pena analizar de este modo la forma de razonar que tienen los
regímenes revolucionarios tras el triunfo de sus respectivas revoluciones. Puede
que sirviera para arrojar luz sobre el carácter aparentemente indestructible de los
«vestigios burgueses» o tesis como la que postula la intensificación de la lucha de
clases mucho después de acabada la revolución. <<

[4]
Naturalmente, si damos por supuesto que «todo lo que es apropiado está
bien» o cuando menos es inevitable, es posible que aceptemos los resultados de la
extrapolación, tanto si estamos de acuerdo con ellos como si no lo estamos, lo cual,
sin embargo, no elimina el problema. <<

[5]
Véase, por ejemplo, Alan B. Cobban, «Medieval Student Power», Past and
Present, 53 (noviembre de 1971), pp. 22-66. <<

[6]
El énfasis que las campañas de divulgación histórica llevadas a cabo en
Rusia hicieron en la importancia de los inventores rusos durante los últimos años
del gobierno de Stalin, tan exagerada que se convirtió en blanco de las burlas de la
comunidad internacional, lo que hacía en realidad era ocultar los extraordinarios
logros del pensamiento científico y tecnológico ruso del siglo XIX. <<

[7]
Tal vez valiera la pena investigar esta cifra mágica que, según parece,
hasta en las sociedades más desarrolladas, es la consecuencia natural como mínimo
de las cronologías en su modalidad escrita: incluso a los historiadores de la
actualidad les resulta difícil no utilizar el «siglo» y otras unidades arbitrarias de
datación. <<
[1]
Times Literary Supplement, 16 de marzo de 1984. <<
[1]
Véanse los comentarios de A. J. C. Rueter en IX Congrès international des
sciences historiques, Paris, 1950, vol. 1, p. 298. <<

[2]
George Unwin, Studies in Economic History, Londres, 1927, pp. XXIII y 33-
39. <<

[3]
J. H. Clapham, A Concise Economic History of Britain, Cambridge, 1949,
introducción. <<

[4]
Puede que dos citas del mismo documento (Economic and Social Studies
Conference Board, Social Aspects of Economic Development, Estambul, 1964) sirvan
para ilustrar las motivaciones divergentes que subyacen en esta nueva
preocupación. Del presidente turco del comité: «El desarrollo o crecimiento
económico en las regiones económicamente atrasadas es una de las cuestiones más
importantes que hoy debe afrontar el mundo … Los países pobres han convertido
el desarrollo en un elevado ideal. Para ellos el desarrollo económico va asociado a
la independencia política y a un sentido de soberanía». De Daniel Lerner:
«Tenemos detrás de nosotros un decenio de experiencia mundial del cambio social
y el desarrollo económico. Durante el decenio se han hecho numerosos esfuerzos,
en todas las partes del mundo, por fomentar el crecimiento económico sin
provocar el caos cultural, por acelerar el crecimiento económico sin perturbar el
equilibrio social; por promover la movilidad económica sin subvertir la estabilidad
política» (pp. XXIII y 1). <<

[5]
La queja de sir John Hicks es característica: «Mi “teoría de la historia” …
estará mucho más cerca de lo que intentó hacer Marx … La mayoría de [los que
creen que los historiadores pueden usar las ideas para ordenar su material, de tal
modo que la marcha general de la historia pueda ajustarse] … utilizarían las
categorías marxistas, o alguna versión modificada de las mismas; dado que
disponemos de tan poco que pueda sustituirlas, no es extraño que las utilicen. No
obstante, sigue siendo extraordinario que cien años después de El capital, tras un
siglo durante el cual se han producido avances enormes en las ciencias sociales,
hayan aparecido tan pocas cosas nuevas». En A Theory of Economic History,
Londres, Oxford y Nueva York, 1969, pp. 2-3 (hay trad. cast.: Una teoría de la historia
económica, Orbis, Barcelona, 1988). <<

[6]
Así, el muestreo de telegramas y resoluciones enviados a Petrogrado
durante las primeras semanas de la Revolución de febrero de 1917 que ofrece Marc
Ferro equivale, obviamente, a un estudio retrospectivo de la opinión pública. Es
dudoso que se hubiera pensado en ello si antes no se hubiese creado la
investigación de la opinión para fines no históricos. M. Ferro, La Révolution de 1917,
París, 1967. <<

[7]
En la conferencia «New Trends in History», Princeton, Nueva Jersey,
mayo de 1968. <<

[8]
No considero que sean históricos estos mecanismos para imprimir una
dirección a las sociedades como, por ejemplo, la «complejidad creciente». Pueden
ser ciertos, desde luego. <<

[9]
P. Baran, The Political Economy of Growth, Nueva York, 1957, cap. 2. <<

[10]
Para una versión inglesa de este importante artículo, véase Social Science
Information, 9 (febrero de 1970), pp. 145-174. <<

[11]
Cf. «En una visión más amplia de la historia urbana está en juego la
posibilidad de hacer que el proceso social de urbanización sea fundamental en el
estudio del cambio social. Deberían hacerse esfuerzos por conceptualizar la
urbanización de un modo que verdaderamente represente el cambio social». Eric
Lampard en Oscar Handlin y John Burchard, eds., The Historian and the City,
Cambridge, Mass., 1963, p. 233. <<

[12]
Para las posibles divergencias entre la realidad y la clasificación, véanse
los estudios de las complejas jerarquías sociorraciales de la América Latina
colonial: Magnus Mörner, «The History of Race Relations in Latin America», en L.
Foner y E. D. Genovese, eds., Slavery in the New World, Englewood Cliffs, 1969, p.
221. <<

[13]
Véase A. Prost, «Vocabulaire et typologie des familles politiques», Cahiers
de lexicologie, 14 (1969). <<

[14]
T. Shanin, «The Peasantry as a Political Factor», Sociological Review, 14
(1966), p. 17. <<

[15]
A. Dupront, «Problèmes et méthodes d’une histoire de la psychologie
collective», Annales: Économies, Sociétés, Civilisations, 16 (enero-febrero de 1961), pp.
3-11. <<

[16]
Al decir «encajen unos con otros» me refiero a instaurar una relación
sistemática entre partes distintas, y a veces aparentemente no relacionadas, del
mismo síndrome: por ejemplo, la creencia, por parte de la clásica burguesía liberal
del siglo XIX, tanto en la libertad individual como en una estructura familiar de
tipo patriarcal. <<

[17]
Esperamos con ilusión el momento en que la Revolución rusa
proporcione a los historiadores oportunidades comparables para el siglo XX. <<

[18]
R. Braun, Industrialisierung und Volksleben, Erlenbach y Zurich, 1960;
Soziale und kultureller Wandel in einem ländlichen Industriegebiet… im 19. und 20.
Jahrhundert, Erlenbach y Zurich, 1965; J. O. Foster, dass Struggle and the Industrial
Revolution, Londres, 1974. <<

[19]
Eric Stokes, autor de uno de tales intentos, es consciente de aplicar los
resultados del trabajo que se ha hecho en relación con la historia africana: E.
Stokes, «Traditional Resistance Movements and Afro-Asian Nationalism: The
Context of the 1857 Mutiny-Rebellion in India», Past and Present, 48 (agosto de
1970), pp. 100-117. <<

[20]
Centre Formation, Nation-Building and Cultural Diversity: Report on a
Symposium Organized by UNESCO (borrador duplicado, s. f.). El simposio se celebró
del 28 de agosto al 1 de septiembre de 1968. <<

[21]
Aunque el capitalismo se ha desarrollado como sistema mundial de
interacciones económicas, en realidad las verdaderas unidades de su desarrollo
han sido ciertas unidades territoriales-políticas —las economías británica, francesa,
alemana, norteamericana—, lo cual tal vez se debe a una casualidad histórica pero
también (la respuesta aún está pendiente) al necesario papel del estado en el
desarrollo económico, incluso en la era del más puro liberalismo económico. <<
[1]
Joseph A. Schumpeter, History of Economic Analysis, Nueva York, 1954, pp.
836-837 (hay trad, cast.: Historia del análisis económico, Ariel, Barcelona, 1982). <<

[2]
R. W. Fogel, «Scientific History and Traditional History», en R. W. Fogel y
G. R. Elton, Which Road to the Past?, New Haven y Londres, 1983, p. 68. <<

[3]
A. G. Hopkins, en su reseña al libro de T. B. Birnberg y A. Resnick, Colonial
Development: An Econometric Study, Londres, 1976, en Economic Journal, 87 (junio de
1977), p. 351. <<

[4]
Véase Hans Medick, Naturzustand und Naturgeschichte der bürgeliehen
Gesellschaft, Gotinga, 1973, p. 264. <<

[5]
J. R. Hicks, en su reseña al libro de J. K. Whitaker, ed., The Early Economic
Writings of Alfred Marshall (1867-1890), en Economic Journal, 86 (junio de 1976), pp.
368-369. <<

[6]
E. von Böhm-Bawerk, «The Historical vs the Deductive Method in Political
Economy», Annals of the American Academy of Political and Social Science, 1 (1980), p.
267. <<

[7]
Joseph A. Schumpeter, Das Wesen und der Hauptinhalt der theoretischen
Nationalökonomie, Leipzig, 1908, p. 578. Véase también su Economic Doctrine and
Method: An Historical Sketch, Londres, 1954, p. 189 (hay trad, cast.: Síntesis de la
evolución de la ciencia económica y sus métodos, Oikos-Tau, Barcelona, 1967). <<

[8]
H. W. Macrosty, The Trust Movement in British Industry, Londres, 1907. <<

[9]
Schumpeter, History of Economic Analysis, p. 10. <<

[10]
Fogel y Elton, Which Road to the Past?, p. 38. <<
[1]
J. R. Hicks, A Theory of Economic History, Londres, Oxford y Nueva York,
1969, p. 167 (hay trad, cast.: Una teoría de la historia económica, Orbis, Barcelona,
1988). <<

[2]
Se amplía en R. Fogel y S. Engermann, Time on the Cross, Londres, 1974
(hay trad, cast.: Tiempo en la cruz. La economía esclavista en los Estados Unidos, Siglo
XXI, Madrid, 1981). <<

[3]
M. Lévy-Leboyer, «La “New Economic History”», Annales: Économies,
Sociétés, Civilisations, 24 (1969), p. 1062. <<

[4]
Joel Mokyr, «The Industrial Revolution and the New Economic History»,
en Joel Mokyr, ed., The Economics of the Industrial Revolution, Londres, 1985, p. 2. <<

[5]
Ibid., pp. 39-40. El asunto se analiza de modo más completo en «Editor’s
Introduction: The New Economic History and the Industrial Revolution», en J.
Mokyr, ed., The British Industrial Revolution: An Economic Perspective, Boulder, San
Francisco y Oxford, 1993, pp. 118-130, esp. 126-128. <<

[6]
John Elster, Logic and Society: Contradictions and Possible Worlds, Chichester
y Nueva York, 1978, pp. 175-221. <<

[7]
Ibid., p. 204. <<

[8]
Robert Fogel, Railroads and American Economic Growth, Baltimore, 1964. <<

[9]
Hicks, Theory and Economic History, p. 1. <<

[10]
Mokyr, The Economics of the Industrial Revolution, p. 7. <<

[11]
Mokyr, The British Industrial Revolution, p. 11. <<

[12]
Mokyr, The Economics of the Industrial Revolution, p. 6. <<

[13]
Paul Bairoch, The Economic Development of the Third World since 1900,
Londres, 1975, p. 196 (hay trad, cast.: El tercer mundo en la encrucijada, Alianza,
Madrid, 1986). <<

[14]
Alan Milward, «Strategies for Development in Agriculture: The
Nineteenth-Century European Experience», en T. C. Smout, ed., The Search for
Wealth and Stability: Essays in Economic and Social History Presented to M. W. Flinn,
Londres, 1979. <<

[15]
Véase E. J. Hobsbawm, «Capitalisme et agriculture: les réformateurs
Ecossais au XVIIIe siècle», Annales: Économies, Sociétés, Civilisations, 33 (mayo-junio
de 1978), pp. 580-601. <<

[16]
Maurice Dobb, Studies in the Development of Capitalism, Londres, 1946, p.
32 (hay trad. cast.: Estudios sobre el desarrollo del capitalismo, Siglo XXI, Madrid,
1988). <<

[17]
Hicks, Theory of Economic History, p. 2. <<

[18]
Hla Myint, «Vent for Surplus», en John Eatwell, Murray Milgate y Peter
Newman, eds., The New Palgrave: A Dictionary of Economics, Londres, 1987, vol. 4,
pp. 802-804. <<

[19]
Witold Kula, Théorie économique du système féodal: pour un modèle de
l’économie polonaise 16e-18e siècles, París y La Haya, 1970. <<

[20]
Abraham Rotstein, «Karl Polanyi’s Concept of Non-Market Trade»,
Journal of Economic History, 30 (1970), p. 123. <<
[1]
Por ejemplo, en el artículo «Parteilichkeit», en G. Klaus y M. Buhr,
Philosophisches Wörterbuch, Leipzig, 1964. <<

[2]
Sin entrar en discusiones filosóficas, todo historiador conoce afirmaciones
sobre el pasado que puede demostrarse que son «verdaderas» o «falsas», como,
por ejemplo, «Napoleón nació en 1769» o «los franceses ganaron la batalla de
Waterloo». <<

[3]
Leviathan, cap. XI: «Porque no dudo que si hubiera sido una cosa contraria
al derecho de dominación de algún hombre, o al interés de los hombres que tienen
dominio que los tres ángulos de un triángulo sean iguales a dos ángulos de un cuadrado,
esa doctrina hubiera sido, si no discutida, mediante la quema de todos los libros de
geometría, suprimida, en la medida en que ello fuera posible para los interesados».
<<

[4]
J. A. Moore, «Creationism in California», Daedalus (verano de 1974), pp.
173-190. <<

[5]
Cf. el rechazo por parte del ya fallecido Zhdanov del argumento según el
cual las cuestiones técnicas y especializadas debían analizarse en publicaciones
especializadas más que en Bolshevik (A. Zhdanov, Sur la littérature, la philosophie et
la musique, París, 1950, pp. 57-58). <<

[6]
Esto es particularmente espinoso donde las ortodoxias de la «política
científica» se ven divididas por cismas y herejías, como es notable que ocurrió en el
seno del movimiento trots-kista. <<

[7]
Esto se ha definido de manera acertada como «una reducción inmediata
no sólo de la ciencia a la ideología, sino de la ideología misma a un instrumento de
propaganda y endeble justificación de posturas políticas adventicias, por medio del
cual los más bruscos cambios de política se legitimaban en todos los casos con
argumentos pseudoteóricos y se presentaban como congruentes con el marxismo
más ortodoxo». S. Timparano, «Considerations on Materialism», New Left Review,
85 (mayo-junio de 1974), p. 6. <<

[8]
Hay que reconocer que los ejemplos más espectaculares de semejante
pseudoerudición, tales como los manuscritos de Königinhof entre los checos,
Osián, o la invención del pseudo-druismo entre los galeses, ocurrieron antes de
que la moderna erudición histórica hiciera que estas ficciones patrióticas dejasen
de ser convincentes. Sin embargo, los nacionalistas checos en general no dieron las
gracias a T. G. Masaryk por demostrar que eran falsas. <<

[9]
Cf. N. Pastore, The Nature-Nurture Controversy, Nueva York, 1949. A
propósito, Karl Pearson había mostrado cierto interés por el marxismo y
confirmado así su interés por las ideologías políticas. <<

[10]
Cf. N. J. Block y Gerald Dworkin, eds., The IQ Controversy, Nueva York,
1976, y la reseña de esta obra que hizo P. B. Medawar en el New York Review of
Books (hay trad. cast. de dicha reseña: Peter Medawar, El extraño caso de los ratones
moteados, Crítica, Barcelona, 1997, pp. 148-163). <<

[11]
No niego la importancia de tal actividad «interdisciplinaria», aunque a
veces tiende a ser poco más que un medio oportuno de forjar un nuevo «campo»
profesional que permita hacer carrera o labrarse una reputación y movilizar
subvenciones económicas. Todavía no está muy claro cómo funciona esta
fertilización interdisciplinaria cruzada. Sin embargo, es posible decir sin temor a
equivocarse que en las ciencias sociales no es fácil separarla del compromiso
ideológico o político no académico: cf. el caso de la «sociobiología», que es un
campo que crece rápidamente. <<

[12]
Para Crick, véase R. Olby, «Francis Crick, D. N. A., and the Central
Dogma», Daedalus (otoño de 1970), pp. 940, 943. Que en la actualidad no se acepte
la teoría de la «creación constante» de Hoyle, cuyos motivos son en gran parte
antirreligiosos, no resta importancia a su intervención en los modernos debates
sobre cosmogonía. La finalidad del presente ensayo no es argüir que el partidismo
científico produzca siempre las respuestas correctas. Mi argumento es que, sea o no
así, puede contribuir al avance del debate científico. <<

[13]
Para dudas previas sobre los estudios de Burt —que se expresaron antes
de que el profesor J. Tizard demostrase que era casi seguro que había hecho
trampas—, véase L. J. Kamin, «Heredity, Intelligence, Politics and Psychology», en
Block y Dworkin, eds., The IQ Controversy, pp. 242-250. No podemos considerar
aquí los intentos de rehabilitarle que se han hecho en fechas más recientes. <<

[14]
Cf. G. T. Marx y J. L. Wood, «Strands of Theory and Research in
Collective Beha-viour», Annual Review of Sociology, 1 (1975), pp. 363-428. <<

[15]
L. Thurow, «Economics 1977», Daedalus (otoño de 1977), pp. 83-85. <<

[16]
T. C. Barker, «The Beginnings of the Economic History Society», Economic
History Review, 30/1 (1977), p. 2; N. B. Harte, «Trends in Publications on the
Economic and Social History of Great Britain and Ireland 1925-1974», Daedalus
(otoño de 1977), p. 24. <<

[17]
K. O. May, «Growth and Quality of the Mathematical Literature», Isis, 59
(1969), p. 363; Anthony, East, Slater, «The Growth of the Literature of Physics»,
Reports on Progress in Physics, 32 (1969), pp. 764-765. <<
[1]
Arnaldo Momigliano, «One Hundred Years after Ranke», en Studies in
Historiography, Londres, 1966. <<

[2]
Encyclopaedia Britannica, Londres, 191011, artículo «History». <<

[3]
Enciclopedia Italiana, Roma, 1963, artículo «Storiografia». <<

[4]
De hecho, durante varios años a partir de 1950 organizaron una
contraofensiva que salió bastante bien gracias al clima favorable de la guerra fría,
pero quizá también a que los innovadores no pudieron consolidar su avance
inesperadamente rápido. <<

[5]
Cf. George Lichtheim, Marxism in Modern France, Londres, 1966. <<

[6]
Times Literary Supplement, 15 de septiembre de 1968. <<

[7]
J. Bonar, Philosophy and Political Economy, Londres, 1893, p. 367. <<

[8]
Estos comentarios causarían una de las primeras penetraciones de lo que
es sin duda una influencia marxista en la historiografía ortodoxa, a saber: el
famoso tema sobre el cual Som-bart, Weber, Troeltsch y otros interpretarían
variaciones. El debate todavía dista mucho de haberse agotado. <<

[9]
Hay que darle la razón a L. Althusser cuando dice que sus análisis de los
niveles «su-perestructurales» continuaron siendo mucho más esquemáticos y más
inconcluyentes que los de la «base». <<

[10]
Huelga decir que la «base» no consiste en tecnología o ciencia económica,
sino en «la totalidad de estas relaciones de producción», esto es, organización
social en el sentido más amplio tal como se aplica a un nivel dado de las fuerzas de
producción materiales. <<

[11]
Obviamente, el uso de este término no entraña ningún parecido con el
proceso de evolución biológica. <<

[12]
Esta rebelión contra el aspecto «evolutivo» del marxismo obedece a
razones históricas, por ejemplo, el rechazo —por motivos políticos— de las
ortodoxias de Kautsky, pero éstas no nos incumben ahora. <<

[13]
Marx a Engels, 7 de agosto de 1866. Marx y Engels, Collected Works, vol.
42, Londres, 1987, p. 304. <<
[14]
En el sentido en que Lévi-Strauss habla de sistemas de parentesco (u otros
mecanismos sociales) como «conjunto coordinado cuya función es asegurar la
permanencia del grupo social»: Sol Tax, ed., Anthropology Today (1962), p. 343. <<

[15]
«Sigue siendo cierto … incluso para una versión apropiadamente
revivificada del análisis funcional, que su forma explicativa es más bien limitada;
en particular, no proporciona una explicación de por qué determinado punto i
aparece en lugar de algún equivalente funcional del mismo en el sistema s»: Carl
Hempel, en L. Gross, ed., Symposium on Social Theory (1959). <<

[16]
Como dice Lévi-Strauss, refiriéndose a los modelos de parentesco, «Si
ningún factor externo afectase a este mecanismo, funcionaría indefinidamente, y la
estructura social permanecería estática. Sin embargo, no es así; y por ello es
necesario introducir en el modelo teórico elementos nuevos que expliquen los
cambios diacrónicos de la estructura»: en Tax, ed., Social Anthropology, p. 343. <<

[17]
«Il est clair, toutefois, que c’est la nature de ce concept de “combinaison”
qui fonde l’affirmation … que le marxisme n’est pas un historicisme: puisque le
concept marxiste de l’histoire repose sur le principe de la variation des formes de
cette “combinaison”». Cf. L. Althusser, Lire le Capital, vol. 2, París, 1965, p. 153. <<

[18]
R. Bastide, ed., Sens et usage du terme structure dans les sciences sociales et
humaines, París, 1962, p. 143. <<

[19]
«On voit par là que certains rapports de production supposent comme
condition de leur propre existence, l’existence d’une superstructure juridico-
politique et idéologique, et pourquoi cette superstructure est necessairement
spécifique … On voit aussi que certains autres rapports de production n’appellent
pas de superstructure politique, mais seulement une superstructure idéologique
(les sociétés sans classes). On voit enfin que la nature des rapports de production
considérés, non seulement appelle ou n’appelle pas telle ou telle forme de
superstructure, mais fixe également de degré d’efficace délégué à tel ou tel niveau de
la totalité sociale»: Althusser, Lire le Capital, p. 153. <<

[20]
Por supuesto, si nos resulta útil, podemos calificarlas de combinaciones
diferentes de un número dado de elementos. <<

[21]
Cabe añadir que es dudoso que puedan clasificarse sencillamente como
«conflictos», aunque en la medida en que concentremos nuestra atención en los
sistemas sociales como sistemas de relación entre personas, normalmente puede
esperarse que adquieran la forma de conflicto entre individuos y grupos o, de
modo más metafórico, entre sistemas de valores, papeles, etcétera. <<

[22]
Si el estado es o no la única institución que tiene esta función ha sido un
interrogante que preocupaba mucho a marxistas como Gramsci, pero no es
necesario que nos ocupemos de él aquí. <<

[23]
G. Lichtheim, Marxism, Londres, 1961, p. 152, señala con acierto que el
antagonismo de clase desempeña sólo un papel subordinado en el modelo
marxista de la ruptura de la sociedad de la Roma antigua. La opinión de que la
causa debieron de ser las «rebeliones de esclavos» no tiene ninguna base en Marx.
<<

[24]
Como dijo Worsley, resumiendo la labor efectuada al respecto, «el cambio
dentro de un sistema debe o bien acumularse para efectuar el cambio estructural
del sistema, o hay que hacerle frente por medio de algún tipo de mecanismo
catártico»: «The Analysis of Rebellion and Revolution in Modern British Social
Anthropology», Science and Society, 25/1 (1961), p. 37. La ritualización en las
relaciones sociales tiene sentido como tal representación simbólica de tensiones
que, de no ser por ella, podrían resultar intolerables. <<

[25]
Cf. las abundantes investigaciones y análisis de sociedades orientales que
se derivan de un número muy reducido de páginas de Marx; algunas de las más
importantes —las de los Grundrisse— no estuvieron a nuestra disposición hasta
hace quince años. <<

[26]
Por ejemplo, en el campo de la prehistoria, la obra del ya fallecido V.
Gordon Childe, quizá el historiador más original de los países de habla inglesa que
aplicó el marxismo al pasado. <<

[27]
Compárense, por ejemplo, los planteamientos que el doctor Eric Williams,
en Capita-lism and Slavery, Londres, 1964 —obra precursora, valiosa e iluminadora
— y el profesor Euge-ne Genovese hacen del problema de las sociedades de
esclavistas en América y la abolición de la esclavitud. <<

[28]
Esto resulta especialmente obvio en campos como la teoría del
crecimiento económico aplicada a sociedades específicas, y las teorías de la
«modernización» en las ciencias políticas y la sociología. <<

[29]
Un buen ejemplo es el análisis de las repercusiones políticas del
desarrollo capitalista en las sociedades preindustriales y, de modo más general, de
la «prehistoria» de los modernos movimientos sociales y revoluciones. <<
[1]
J. R. Hicks, A Theory of Economic History, Londres, Oxford y Nueva York,
1969, p. 3 (hay trad, cast.: Una teoría de la historia económica, Orbis, Barcelona, 1988).
<<

[2]
Citado de Karl Marx, Capital, Harmondsworth, 1976, vol. 1, p. 513 (hay
trad, cast.: El capital, Crítica, Barcelona, 1980). <<

[3]
Karl Marx y Friedrich Engels, The German Ideology, en Collected Works,
Londres, 1976, p, 24 (traducción modificada) (hay trad, cast.: La ideología alemana,
Eina, Barcelona, 1988). <<

[4]
Ibid., p. 37. <<

[5]
Ibid., p. 53. <<

[6]
Eric R. Wolf, Europe and the People without History, Berkeley, 1983, p. 74. <<

[7]
Ibid., p. 15. <<

[8]
Marx y Engels, German Ideology, p. 37. <<

[9]
Wolf, Europe, pp. 91-92. <<

[10]
Ibid., p. 389. <<

[11]
Maurice Bloch, Marxism and Anthropology, Oxford, 1983, p. 172 (hay trad,
cast.: Análisis marxistas y antropología social, Anagrama, Barcelona, 1977). <<
[1]
Lawrence Stone, «The Revival of Narrative: Reflections on a New Old
History», Past and Present, 85 (noviembre de 1979), pp. 3-24. <<

[2]
Arnaldo Momigliano, «A Hundred Years after Ranke», en su Studies in
Historiography, Londres, 1966, pp. 108-109. <<

[3]
Fernand Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de
Philippe II, Paris, 1960 (hay trad, cast.: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la
época de Felipe II, FCE, México, 1976); Emmanuel Le Roy Ladurie, Le Carnaval de
Romans, París, 1979; Emmanuel Le Roy Ladurie, Les Paysans du Languedoc, 2 vols.,
Paris, 1966, vol. 1, pp. 394-399 y 505-506. <<

[4]
Christopher Hill, «The Norman Yoke», en John Saville, ed., Democracy and
the Labour Movement: Essays in Honour of Dona Torr, Londres, 1954, repr. en
Christopher Hill, Puritanism and Revolution: Studies in Interpretation of the English
Revolution of the Seventeenth Century, Londres, 1958, pp. 50-122. <<

[5]
Stone, «Revival», pp. 3, 4. <<

[6]
Fernand Braudel, «Une Parfaite Réussite», en la reseña de Claude
Manceron, La Révolution qui lève, 1785-1787, Paris, 1979, en L’Histoire, 21 (1980), pp.
108-109. <<

[7]
Stone, «Revival», p. 19. <<

[8]
Ibid., p. 13. <<

[9]
Ibid., p. 20. <<

[10]
Theodore Zeldin, France, 1848-1945, 2 vols., Oxford, 1973-1977, traducido
con el título de Histoire des passions françaises, Paris, 1978; Richard Cobb, Death in
Paris, Oxford, 1978. <<

[11]
Braudel, «Une Parfaite Réussite», p. 109. <<

[12]
Stone, «Revival», pp. 7-8. <<

[13]
J. Le Goff, «Is Politics Still the Backbone of History?», en Felix Gilbert y
Stephen R. Graubard, eds., Historical Studies Today, Nueva York, 1972, p. 340. <<

[14]
Clifford Geertz, «Deep Play: Notes on the Balinese Cock-Fight», en su The
Interpretations of Cultures, Nueva York, 1973. <<

[15]
Carlo Ginzburg, Il formaggio ed i vermi, Turin, 1976 (hay trad, cast.: El queso
y los gusanos, Muchnik Editores, Barcelona, 1994); Cario Ginzburg, I benandanti:
ricerche sulla stregoneria e sui culti agrari tra Cinquecento e Seicento, Turín, 1966. <<

[16]
Maurice Agulhon, La République au village, París, 1970. <<

[17]
Le Roy Ladurie, Les Paysans du Languedoc; Emmanuel Le Roy Ladurie,
Montaillou, village occitan de 1294 à 1324, Paris, 1976, traducido por B. Bray con el
título de Montaillou: Cathars and Catholics in a French Village, 1294-1324, Londres,
1978 (hay trad, cast.: Montaillou, aldea occitana, de 1294 a 1324, Taurus, Madrid,
1988); Georges Duby, Le dimanche de Bouvines, 27 juillet 1214, Paris, 1973 (hay trad,
cast.: El domingo de Bouvines: 24 de julio de 1214, Alianza, Madrid, 1988); E. P.
Thompson, The Making of the English Working Class, Londres, 1963 (hay trad, cast.:
La formación de la clase obrera en Inglaterra, Crítica, Barcelona, 1989); E. P. Thompson,
Whigs and Hunters, Londres, 1975. <<

[18]
Stone, «Revival», p. 23. <<

[19]
Ibid., p. 4. <<
[1]
Miguel Barnet, ed., The Autobiography of a Runaway Slave, Nueva York,
1968. El título del original es Biografía de un cimarrón, Alfaguara, Madrid, 1984; la
edición original fue publicada en La Habana, 1967. <<

[2]
Richard Price, ed., Maroon Societies: Rebel Slave Communities in the Americas,
Baltimore, 1979; Eugene D. Genovese, From Rebellion to Revolution: Afro-American
Slave Revolts in the Making of the Modem World, Baton Rouge, 1979. <<

[3]
Richard Price, First Time: The Historical Vision of an Afro-American People,
Baltimore, 1983. <<

[4]
Price, Maroon Societies, p. 12n. <<

[5]
Las citas proceden de una sesión de autocrítica por parte de posmodernos.
«Critique and Reflexivity in Anthropology», Critique of Anthropology, 9/3 (invierno
de 1989), pp. 82 y 86. <<

[6]
Ibid., p. 83. <<

[7]
George E. Marcus, «Imagining the Whole: Ethnography’s Contemporary
Efforts to Situate Itself», Critique of Anthropology, 9/3 (invierno de 1989), p. 7. <<

[8]
Sin embargo, hay que felicitar al autor por evitar deliberadamente las
referencias a Barthes, Bajtin, Derrida, Foucault y otros. <<
[1]
Edward Said, Orientalism, Londres, 1978 (hay trad, cast.: Orientalismo,
PRODHUFI, Madrid, 1990). <<

[2]
Bronislaw Geremek, en Europa-aber wo liegen seine Grenzen?, 104.º
Bergedorfer Gesprächskreis, 10 y 11 de julio de 1995, Hamburgo, 1996, p. 9 <<

[3]
John R. Gillis, «The Future of European History», Perspectives: American
Historical Association Newsletter, 34/4 (abril de 1996), p. 4. <<

[4]
Neal Ascherson, Black Sea, Londres, 1995. <<

[5]
Citado en Gemot Heiss y Konrad Paul Liessmann, eds., Das Millennium:
Essays zu Tausend Jahren Österreich, Viena, 1996, p. 14. <<

[6]
Gillis, «Future of European History», p. 5. <<

[7]
Geremek, Europa, p. 9. <<

[8]
M. E. Yapp, «Europe in the Turkish Mirror», Past and Present, 137
(noviembre de 1992), p. 139. <<

[9]
Jack Goody, The Culture of Flowers, Cambridge, 1993, pp. 73-74. <<

[10]
Gillis, «Future of European History», p. 5. <<
[1]
Fred Halliday, From Potsdam to Perestroika: Conversations with Cold Warriors,
Londres, 1995. <<

[2]
Como se indica, por ejemplo, en Jochen Hellbeck, ed., Tagebuch aus Moskau
1931-1939, Munich, 1996, valioso ejemplo de las notas que tomaron rusos normales
y corrientes —diarios particulares, etcétera— y que han pasado a disposición del
público desde Gorbachov. <<

[3]
Karl Marx y Friedrich Engels, Collected Works, Londres, 1976, vol. 24, p.
581. <<

[4]
Véase la crónica de Richard Gott de «Guevara in the Congo», New Left
Review, 220 (diciembre de 1996), pp. 3-35. <<

[5]
Eric Hobsbawm, The Age of Extremes, Londres, 1994, p. 64 (hay trad. cast.:
Historia del siglo XX, Crítica, Barcelona, 1995). <<

[6]
Orlando Figes, A People’s Tragedy: the Russian Revolution 1981-1924,
Londres, 1996. <<
[1]
Michael Ignatieff, Blood and Belonging: Journeys into the New Nationalism,
Londres, 1993, pp. 140-141. <<

[2]
Wolfgang J. Mommsen y Gerhard Hirschfeld, Sozialprotest, Gewalt, Terror,
Stuttgart, 1982, p. 56. <<

[3]
Walter Laqueur, Guerrilla: A Historical and Critical Study, Londres, 1977, p.
374. <<

[4]
Amnistía Internacional, Report on Torture, Londres, 1975. <<

[5]
Ibid., p. 108. <<

[6]
Laqueur, Guerrilla, p. 377. <<
[1]
G. Monod y G. Fagniez, «Avant-propos», en Revue Historique, 1/1 (1876), p.
4. <<

[2]
Michael Smith, «Postmodernism, Urban Ethnography, and the New Social
Space of Ethnic Identity», en Theory and Society, 21 (agosto de 1992), p. 493. <<

[3]
Stephen A. Tyler, The Unspeakable, Madison, 1987, p. 171. <<

[4]
Stephen A. Tyler, «Post-Modern Ethnography: From Document of the
Occult to Occult Document», en James Clifford y George Marcus, eds., Writing
Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, Nueva York, 1986, pp. 126 y 129. <<

[5]
Smith, «Postmodernism», p. 499. <<

[6]
Monod y Fagniez, «Avant-propos», p. 2. <<

[7]
Romila Thapar, «The Politics of Religious Communities», en Seminar 365
(enero de 1990), pp. 27-32. <<

[8]
Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and
Spread of Nationalism, ed. rev., Londres, 1991. <<
ERIC J. HOBSBAWM (1917-2012) fue educado en el Prinz-Heinrich-
Gymnasium en Berlín, en el St Marylebone Grammar School (ahora desaparecido)
y en el Kings College, Cambridge, donde se doctoró y participó en la Sociedad
Fabiana. Formó parte de una sociedad secreta de la élite intelectual llamada los
Apóstoles de Cambridge. Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió en el cuerpo
de Ingenieros y el Royal Army Educational Corps. Se casó en dos ocasiones,
primero con Muriel Seaman en 1943 (se divorció en 1951) y luego con Marlene
Schwarz. Con esta última tuvo dos hijos, Julia Hobsbawm y Andy Hobsbawm, y
un hijo llamado Joshua de una relación anterior.

Se unió al Socialist Schoolboys en 1931 y al Partido Comunista en 1936. Fue


miembro del Grupo de Historiadores del Partido Comunista de Gran Bretaña de
1946 a 1956. En 1956 cuando acaeció la invasión soviética de Hungría Hobsbawm
no abandonó el Partido Comunista de Gran Bretaña, a diferencia de sus colegas
historiadores, haciendo este hecho posible la especulación sobre si Hobsbawn la
apoyó en su momento. Sin embargo, no se debe confundir su obra con el marxismo
ortodoxo soviético que dictaba la URSS, sino con dentro del marxismo revisionista
europeo. Trabajó con la publicación Marxism Today durante la década de 1980 y
colaboró con la modernización de Neil Kinnock del Partido Laborista.
En 1947 obtuvo una plaza de profesor de Historia en el Birkbeck College, de
la Universidad de Londres. Fue profesor visitante en Stanford en los años 60. En
1978 entró a formar parte de la Academia Británica. Se retiró en 1982, pero
continuó como profesor visitante, durante algunos meses al año, en The New
School for Social Research en Manhattan hasta 1997. Fue profesor emérito del
departamento de ciencias políticas de The New School for Social Research hasta su
muerte.

Hobsbawm, uno de los más importantes historiadores británicos, escribió


extensamente sobre una gran variedad de temas. Como historiador marxista se
centró en el análisis de la «revolución dual» (la Revolución francesa y la
Revolución industrial británica). En ellas vio la fuerza impulsora de la tendencia
predominante hacia el capitalismo liberal de hoy en día. Otro tema recurrente en
su obra fue el de los bandidos sociales, un fenómeno que Hobsbawm intentó situar
en el terreno del contexto social e histórico relevante, al enfrentarse con la visión
tradicional de considerarlo como una espontánea e impredecible forma de
rebelión. Uno de los intereses de Hobsbawm fue el desarrollo de las tradiciones. Su
trabajo es un estudio de su construcción en el contexto del estado nación.
Argumenta que muchas tradiciones son inventadas por élites nacionales para
justificar la existencia e importancia de sus respectivas naciones.

Al margen de su obra histórica, Hobsbawm escribió (bajo el seudónimo de


Frankie Newton, tomado del nombre del trompetista comunista de Billie Holiday)
para el New Statesman como crítico de jazz y en diversas revistas intelectuales sobre
temas diversos, como el barbarismo en la edad moderna, los problemas del
movimiento obrero y el conflicto entre anarquismo y comunismo.
Notas

[*]
[We have got / The Maxim gun and they have not]. <<

[*]
Miembros de la Iglesia milenarista, fundada en el siglo XVIII, que era
partidaria del celibato, la propiedad común y la vida estricta y sencilla. Les
llamaban shakers («los que tiemblan») debido a que formaba parte de su ritual un
baile durante el cual agitaban el cuerpo. (N. del t.) <<

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