Hobsbawm Eric - Sobre La Historia
Hobsbawm Eric - Sobre La Historia
Hobsbawm Eric - Sobre La Historia
Sobre la historia
Título original: On history
Si bien varios de ellos son breves y poco sistemáticos —los límites de lo que
se puede decir en una conferencia de cincuenta minutos se notan en la mayoría de
ellos—, no dejan de ser intentos de resolver una serie coherente de problemas.
Éstos son de tres clases que se solapan unas con otras. En primer lugar, me ocupo
de los usos y los abusos de la historia tanto en la sociedad como en la política, así
como de la comprensión y —al menos así lo espero— la reestructuración del
mundo. Dicho de modo más específico, examino el valor que tiene la historia para
otras disciplinas, especialmente para las ciencias sociales. En cierto modo, estos
ensayos son, por así decirlo, anuncios de mi oficio. En segundo lugar, hablo de lo
que ha sucedido entre los historiadores y otros eruditos que investigan el pasado.
Entre ellos hay tanto estudios y evaluaciones críticas de varias tendencias y modas
históricas como intervenciones en debates sobre, por ejemplo, el posmodernismo y
la cliometría. En tercer lugar, los ensayos tratan del tipo de historia que yo cultivo,
es decir, de los problemas fundamentales a los que deberían hacer frente todos los
historiadores serios, de la interpretación histórica que más útil me ha sido al
hacerles frente; y también de cómo en la historia que he escrito se notan mi edad,
mis antecedentes, mis creencias y mi experiencia de la vida. Probablemente los
lectores comprobarán que, de un modo u otro, todos estos factores se reflejan en
cada uno de los ensayos.
Lo que opino sobre todos estos asuntos resultará claro al leer el texto. No
obstante, quiero añadir una o dos palabras de aclaración acerca de dos temas del
presente libro.
Es sin duda la mejor guía para quienes, como yo, se han ocupado de la
ascensión del capitalismo moderno y la transformación del mundo desde el final
de la Edad Media europea.
Pienso que esta convergencia es una grata demostración de una de las tesis
fundamentales de los presentes ensayos, a saber: que la historia está comprometida
con un proyecto intelectual coherente y ha hecho progresos en lo que se refiere a
comprender cómo el mundo ha llegado a ser lo que es hoy. Naturalmente, no
quisiera sugerir que no se puede o no se debe distinguir entre historia marxista e
historia no marxista, por heterogénea y mal definida que sea la carga que llevan
estos dos contenedores. Los historiadores que siguen la tradición de Marx —y esto
no incluye a todos los que dicen ser marxistas— tienen una aportación significativa
que hacer a este esfuerzo colectivo. Pero no están solos. Y tampoco su trabajo, o el
de otros, debería juzgarse según las etiquetas políticas que, ellos u otros, pongan
en su solapa.
Los ensayos reunidos en este volumen se escribieron en distintos momentos
de los últimos treinta años, principalmente como disertaciones y aportaciones a
conferencias o simposios, a veces como reseñas de libros o colaboraciones
destinadas a esos peculiares cementerios académicos que son las Festschriften o
colecciones de estudios que se presentan a un colega académico en alguna ocasión
que pide celebrarse o apreciarse. Los ensayos van dirigidos a un público que oscila
entre el de carácter general, principalmente en las universidades, a los grupos
especializados de historiadores o economistas profesionales. Los capítulos 3, 5, 7, 8,
17 y 19 se publican por primera vez, aunque una versión del capítulo 17 con el
texto original en alemán, que di como conferencia en relación con la anual
Historikertag alemana, se publicó en Die Zeit. Los capítulos 1 y 15 se publicaron
por primera vez en la New York Review of Books; los capítulos 2 y 14, en la revista de
historia Past and Present; los capítulos 4, 11 y 20 han aparecido en la New Left
Review; el capítulo 6, en Daedalus, la revista de la Academia Norteamericana de
Artes y Ciencias; los capítulos 10 y 21, en Diogenes, bajo los auspicios de la
UNESCO. El capítulo 13 apareció en Review, bajo los auspicios del Centro Fernand
Braudel de la Universidad Estatal de Nueva York en Binghamton; el capítulo 18 lo
publicó en forma de folleto la Universidad de Londres. Se dan detalles de la
Festschrift para la cual fueron escritos los capítulos 9 y 16 al empezar los mismos,
y, en general, se hace lo propio con las fechas de los textos originales y, donde haga
falta, el motivo por el cual se escribieron. Agradezco a todos, cuando es necesario,
el permiso para publicar de nuevo los ensayos.
E. J. Hobsbawm
1. DENTRO Y FUERA DE LA HISTORIA
¿Qué ocurre en la actualidad? Pues que hay un nuevo modelo que todo el
mundo se ha apresurado a copiar, y que implica la adopción de la democracia
parlamentaria en la esfera política y de formas extremas del capitalismo de libre
mercado en el ámbito de la economía. En su forma actual, no se trata todavía de un
modelo propiamente dicho, sino más bien de una reacción contra lo sucedido en
épocas anteriores. Si se le concede la oportunidad de desarrollarse, es posible que
acabe echando raíces y se convierta en algo más viable. Sin embargo, aunque así
fuera, a la luz de la historia desde 1918 es poco probable que esta región consiga
entrar, salvo contadas excepciones, en el club de las naciones «realmente»
avanzadas y modernas. Las consecuencias de imitar al presidente Reagan y a la
señora Thatcher han sido decepcionantes incluso en aquellos países que no se han
visto asolados por la guerra, el caos y la anarquía. Debo añadir que la aplicación
del modelo de Reagan y Thatcher tampoco ha producido resultados demasiado
brillantes en sus países de origen, para decirlo de un modo mesurado y
típicamente inglés.
Esto es todo lo que deseaba decirles acerca del deber del historiador. Sin
embargo, antes de terminar, me gustaría recordarles algo más. El hecho de ser
estudiantes de esta universidad les convierte a ustedes en personas privilegiadas.
Lo más probable es que, como alumnos que son de una institución ilustre y
prestigiosa, gozarán, si así lo quieren, de una posición social destacada, tendrán
mejores carreras y ganarán más dinero que otra gente, aunque nunca tanto como
un próspero hombre de negocios. Lo que deseo recordarles es algo que me dijeron
a mí cuando empecé a enseñar en la universidad. «Aquellos por los que estás aquí
—me dijo mi propio profesor— no son estudiantes tan brillantes como tú. Son
estudiantes mediocres con mentes faltas de imaginación que se licencian sin pena
ni gloria con un aprobado justito y cuyos exámenes dicen todos las mismas cosas.
Los que son realmente buenos pueden cuidar de sí mismos, aunque disfrutarás
enseñándoles. Pero son los otros los que de verdad te necesitan».
En los siguientes capítulos se intenta dar una idea general de las relaciones
existentes entre el pasado, el presente y el futuro, que constituyen el verdadero objeto de
estudio del historiador. El presente capítulo se basa en la ponencia que sirvió de apertura a
la conferencia sobre «El sentido del pasado y la historia» organizada en 1970 por la revista
Past and Present y que apareció en el número 55 de dicha publicación (mayo de 1972) con
el título de «The Social Function of the Past: Some Questions».
Sin duda, el «pasado social formalizado» es más rígido, puesto que establece
el modelo que deberá aplicarse en el presente y suele ser el tribunal de apelación
ante el que se dirimen los conflictos e incertidumbres de la actualidad: ley equivale
a costumbre, que es la sabiduría de la edad en las sociedades analfabetas. Los
documentos en que se conserva dicho pasado, y que de ese modo adquieren una
cierta autoridad espiritual, cumplen la misma función en las sociedades cultas y en
las que lo son tan sólo en parte. Es posible que una comunidad de indios
americanos reivindique el derecho a la propiedad de unas tierras comunales sobre
la base de una posesión que data de tiempos inmemoriales o del recuerdo de una
posesión que tuvo lugar en el pasado (y que con toda probabilidad pasaba de una
generación a otra de un modo sistemático) o de determinados fueros o decisiones
legales que se remontan a la era colonial y que se han conservado con todo
cuidado: ambos poseen gran valor como documentos en que quedó registrado un
pasado que se considera como la norma por la que se rige el presente.
II
Sin embargo, aun a falta de un modelo general que resulte útil para explicar
esta reimplantación selectiva, habría que hacer una distinción entre los intentos de
este tipo que se quedaron en un mero plano simbólico y los que efectivamente se
llevaron a cabo. Los llamamientos a la recuperación de una antigua moral o
religión siempre se efectúan con la intención de obtener resultados tangibles. Si
tienen éxito, en principio ninguna chica mantendrá relaciones sexuales antes del
matrimonio o todo el mundo asistirá a misa, por poner un ejemplo. Por el
contrario, aun admitiendo el componente estético presente en él, el deseo de
reconstruir con toda exactitud la fábrica de Varsovia destruida por las bombas tras
el fin de la segunda guerra mundial o, a la inversa, el de derribar determinados
testimonios que dan prueba de un proceso renovador como el monumento a Stalin
en Praga, es puramente simbólico. Se podría pensar que ello se debe a que lo que
en realidad la gente quiere reconstruir es demasiado vasto e indefinido para
conseguir devolverlo a la vida gracias a una serie de acciones restauradoras
concretas: este es el caso, por ejemplo, de la «grandeza» o la «libertad» de épocas
pasadas. La relación que existe entre la restauración real y la simbólica puede
llegar a ser verdaderamente compleja y hasta es posible que ambos elementos se
den al mismo tiempo. Para justificar la reconstrucción del edificio del parlamento
en la que Winston Churchill tanto insistía podrían aducirse motivos de eficacia, es
decir, que el mantenimiento de un diseño arquitectónico favorecía un modelo muy
concreto de política, debate y ambiente parlamentarios que resultaban esenciales
para el funcionamiento del sistema político británico. No obstante, como ya
sucediera con la elección del estilo neogótico para los edificios, también parece
indicar la presencia de un importante componente simbólico, tal vez incluso de
una forma de magia que, a través de la recuperación de una parte pequeña aunque
emocionalmente muy significativa de ese pasado perdido, consigue restaurar la
totalidad del mismo.
¿Qué clase de innovaciones actúan de este modo y bajo qué condiciones? Los
más evidentes son los movimientos nacionalistas, ya que la historia es la materia
prima que se moldea con más facilidad durante el proceso de construcción de las
«naciones» de nueva planta que constituye su principal objetivo. ¿Qué otros
movimientos se comportan así? ¿Puede decirse que es más probable que unas
aspiraciones tiendan más que otras a definirse de esta forma, por ejemplo las
relacionadas con la cohesión social de los grupos humanos o las que encarnan el
«sentido de la comunidad»? Es necesario dejar la pregunta sin responder.
III
El problema del rechazo sistemático del pasado sólo surge cuando se admite
que la innovación es a un tiempo inevitable y aconsejable desde un punto de vista
social: es decir, cuando es sinónimo de «progreso». Esto plantea dos cuestiones
distintas: cómo se llega a reconocer y legitimar la innovación como tal innovación,
y qué forma asume la situación derivada de ella (es decir, cómo se formula un
modelo de sociedad cuando el pasado ya no puede proporcionarlo). La primera es
la que resulta más fácil de contestar.
Sabemos muy poco del proceso que ha logrado convertir los términos
«nuevo» y «revolucionario» (tal como se usan en el lenguaje publicitario) en
sinónimos de «mejor» y «más atractivo», por lo que sería muy necesaria una
investigación a fondo del tema. Sin embargo, a primera vista parece que se tienen
menos reparos en aceptar la novedad o incluso una innovación de carácter
constante cuando está relacionada con el control que los seres humanos ejercemos
sobre la naturaleza, como ocurre, por ejemplo, con la ciencia y la tecnología,
debido a las evidentes ventajas que buena parte de ella ofrece incluso a los más
fervientes partidarios de la tradición. ¿Es que alguna vez las bicicletas o las radios
han sido objeto de un ataque ludita digno de mención? Por otro lado, mientras que
a algunos grupos humanos les pueden parecer atrayentes determinadas
innovaciones de tipo sociopolítico, al menos con vistas al futuro, las implicaciones
sociales y humanas de la innovación (incluyendo la innovación técnica) suelen
suscitar una mayor oposición, por motivos igualmente obvios. Es posible que los
constantes avances que se producen en materia tecnológica sean recibidos
favorablemente por los mismos que muestran un profundo disgusto ante la rápida
transformación que experimentan las relaciones humanas (por ejemplo, en materia
sexual y familiar) y a los que incluso les cuesta imaginar que dichas relaciones
puedan estar sujetas a un continuo proceso de cambio. Cuando se rechaza incluso
la innovación tecnológica de utilidad demostrada, la razón se encuentra
generalmente, por no decir siempre, en el miedo a la transformación social, es
decir, a la conmoción que la acompaña.
Pero ¿qué ocurre con los que además necesitan la capacidad de prever, de
concretar un futuro que en nada se parece al pasado? Tratar de hacerlo sin recurrir
a algún tipo de ejemplo resulta extraordinariamente difícil y a menudo nos
encontramos con que las personas que más esfuerzo dedican a la innovación
sienten la tentación de buscar uno, por muy inverosímil que sea, y lo incluyen en el
propio pasado, o en lo que viene a ser lo mismo, la «sociedad primitiva»,
considerada como una modalidad en que el pasado del hombre coexiste con su
presente. Sin duda, los socialistas de los siglos XIX y XX utilizaron el «comunismo
primitivo» como un elemento de análisis, pero el hecho de que lo emplearan
muestra con claridad la ventaja de contar con un precedente concreto incluso para
aquello que no lo tiene, o, al menos, con un ejemplo de cómo resolver los nuevos
problemas, aunque las soluciones que en el pasado se dieran a problemas análogos
resulten inaplicables al presente. Por supuesto, no existe ninguna necesidad teórica
de describir el futuro con toda exactitud, pero, en la práctica, la exigencia de que se
prediga o se formule un modelo que lo explique es demasiado fuerte para hacer
caso omiso de ella.
IV
De ahí la importancia crucial que tiene Karl Marx para los historiadores, ya
que toda su concepción y su análisis parten de dicha base, algo que hasta ahora no
ha hecho nadie más. Con ello no estoy afirmando que Marx esté en lo cierto o
incluso que sus propuestas sean aceptables, sino que su punto de vista es
imprescindible, como dijo muy bien Ernest Gellner (y nadie es menos marxista que
este distinguido estudioso):
Independientemente de que la gente crea o no de verdad en el esquema
marxista, no ha aparecido ni en el Este ni en el Oeste ningún otro modelo bien
articulado que le haga la competencia, y, como la gente parece tener necesidad de
reflexionar tomando como punto de partida un marco conceptual del tipo que sea,
incluso (o quizás sobre todo) los que no aceptan la teoría marxista de la historia
suelen apoyarse en sus ideas cuando desean expresar lo que en realidad creen. [1]
Ahora bien, el análisis del proceso histórico plantea una serie de preguntas
que están directamente relacionadas con nuestros problemas. Tomemos como
ejemplo una de las más evidentes. Durante la mayor parte de la historia, los seres
humanos dedicaron sus esfuerzos a la producción de alimentos de primera
necesidad: digamos que entre el 80 y el 90 por 100 de la población. En la
actualidad, el caso de los Estados Unidos demuestra que una población agrícola
del orden del 3 por 100 de los habitantes de un país no sólo puede producir
suficiente comida para alimentar al otro 97 por 100, sino también a mucha de la
población mundial restante. Lo mismo sucedió durante la mayor parte de la era
industrial, cuando la producción de bienes manufacturados y servicios, incluso en
los casos en que no había que emplear a demasiados trabajadores, requería una
enorme cantidad de mano de obra que aumentó progresivamente con el paso del
tiempo. En la actualidad, sin embargo, la tendencia se está invirtiendo de una
forma acelerada. Por primera vez en la historia ya no es necesario que la mayoría
de los seres humanos tengan que «ganarse el pan con el sudor de su frente», como
dice la Biblia. Y da la casualidad de que este avance se ha producido en un
momento histórico muy reciente. Aunque hacía mucho tiempo que venía
prediciéndose, el descenso del campesinado en el mundo occidental no adquirió
un carácter drástico hasta las décadas de 1950 y 1960, y la disminución de la mano
de obra productiva no agrícola que la sociedad necesitaba —aunque fue prevista
por Marx, y únicamente por él, lo cual no deja de ser interesante— es aún más
reciente, y sigue estando enmascarada, o ha sido algo más que compensada, por el
aumento del empleo en el sector terciario. Y, por supuesto, ambos continúan
siendo fenómenos de ámbito regional más que mundial. Ahora bien, una
transformación tan radical de la estructura laboral secular de la humanidad
necesariamente ha de tener consecuencias trascendentales, ya que, desde el final de
la era de la «opulencia de la edad de piedra» de la que hablaba Marshall Sahlins, la
totalidad del sistema de valores de la mayoría de los hombres y las mujeres ha
convertido el acceso al empleo en una necesidad ineludible, en el hecho
fundamental de la existencia humana.
La historia no cuenta con una fórmula magistral para averiguar cuáles serán
las consecuencias exactas de dicho cambio, ni posibles soluciones para los
problemas que probablemente creará o que tal vez haya creado ya. Pero sí puede
señalar una dimensión del problema que tiene carácter urgente, concretamente la
de la necesidad de la redistribución social. Durante la mayor parte de la historia, el
mecanismo básico que ha hecho posible el crecimiento económico ha sido la
apropiación por parte de minorías de uno u otro tipo del excedente social generado
por la capacidad productiva del ser humano con el objeto de invertirlo en nuevas
mejoras, a pesar de que no siempre ha sido este el destino que se le ha acabado
dando. El crecimiento ha sido posible gracias a la desigualdad. Ahora bien, hasta la
fecha, este hecho se ha visto compensado por el enorme crecimiento registrado en
la cantidad total de riqueza existente que, como señaló Adam Smith, ha
conseguido que un peón de una economía desarrollada se encuentre en una
posición más desahogada que el jefe de una tribu india y que, en general, ha
permitido que cada generación disfrute de un mayor bienestar económico que las
que la precedieron. Pero, aunque haya sido a un nivel muy modesto, siempre han
compartido dichos beneficios a través de la participación en el proceso productivo:
es decir, mediante el acceso a un puesto de trabajo, o, en el caso de los campesinos
y artesanos, gracias a los ingresos recibidos a cambio de la venta de sus productos
en el mercado. Puesto que, en el mundo desarrollado, el campesinado ha visto
cómo disminuía de un modo drástico la autosuficiencia a la que estaba
acostumbrado.
Así pues, incluso dando por sentado que funciona bien y está muy
extendido, lo más probable es que, en las condiciones que he planteado, el
mecanismo haga que aumenten y se agudicen tanto las desigualdades económicas
como las de cualquier otro tipo, como ocurre con la mayoría superflua y el resto de
la población. ¿Qué ocurre entonces? Ya no es posible dar por válido el supuesto
tradicional de que, incluso destruyendo algunos puestos de trabajo, el crecimiento
económico genera aún más en otros sitios.
Tenemos
La única potencia no occidental que Occidente temía era la única que tenía la
posibilidad de atacarla en su propia casa: la desaparecida URSS.
Las conferencias que empiezan con la de hoy tienen por fin conmemorar a
David Glass. Fue uno de los estudiosos más distinguidos que han enseñado en la
LSE, con la cual estuvo asociado durante tanto tiempo y cuya reputación debe
mucho a la presencia de David Glass en ella. Podría añadir que David Glass
representaba las mejores tradiciones de la LSE en unos momentos en que no podía
decirse lo mismo de todos los que estaban en ella: las tradiciones de comprensión
de la sociedad con el fin de mejorarla, de un radicalismo instintivo, de una
institución cuyos estudiantes, al igual que él mismo, no habían nacido en cuna de
oro. Es típico que concluyera su primer libro sobre demografía —disciplina de la
cual fue en vida su más eminente cultivador— haciendo un llamamiento a
«proporcionar condiciones en las cuales la clase trabajadora pueda educar a sus
hijos sin que por ello tenga que pasar apuros económicos y sociales». Se
enorgullecía de ser el primer científico social elegido miembro de la Royal Society
desde el gran doctor William Farr en 1855, porque se veía a sí mismo (al igual que
Farr) como científico social en y para la sociedad, en vez de limitarse a tratar de ella.
Por otra parte, incluso cuando los historiadores y los filósofos quieren hacer
una clara distinción entre el pasado y el futuro, como la hacen algunos, nadie más
les seguirá. Todos los seres y sociedades humanos tienen sus raíces en el pasado —
el de su familia, su comunidad, su nación u otro grupo de referencia, o incluso en
el de la memoria personal— y todos definen su posición en relación con él, positiva
o negativamente. Hoy día tanto como en cualquier otra época: uno casi está
tentado de decir «más que nunca». Lo que es más, la mayor parte de la acción
consciente de los seres humanos que se basa en el aprendizaje, la memoria y la
experiencia constituye un inmenso mecanismo que sirve para afrontar
constantemente el pasado, el presente y el futuro. Intentar prever el futuro
interpretando el pasado es algo que las personas no pueden evitar. Tienen que
hacerlo. Lo requieren los procesos corrientes de la vida humana consciente, por no
mencionar la política pública. Y, por supuesto, tratan de predecirlo basándose en el
supuesto justificado de que, en conjunto, el futuro está relacionado de forma
sistemática con el pasado, que a su vez no es una concatenación arbitraria de
circunstancias y acontecimientos. Las estructuras de las sociedades humanas, sus
procesos y mecanismos de reproducción, cambio y transformación, son de un tipo
que restringe el número de cosas que pueden suceder, determina algunas de las
que sucederán y permite asignar más o menos probabilidades a gran parte del
resto. Esto entraña cierta posibilidad de predecir (aunque hay que reconocer que
limitada). Pero, como sabemos todos, esto en modo alguno es lo mismo que hacer
pronósticos acertados. Con todo, merece la pena tener presente que la
imposibilidad de predecir ocupa un lugar tan importante principalmente porque
los argumentos relativos a la predicción tienden a concentrarse, por razones
obvias, en las partes del futuro donde la incertidumbre parece máxima, y no en
aquellas donde es mínima. No necesitamos que los meteorólogos nos digan que la
primavera seguirá al invierno.
Por desgracia, una de estas series de razones es la fuerza del deseo humano.
Tanto la predicción humana como la meteorológica son empresas poco seguras e
inciertas, aunque no se puede prescindir de ellas. Por otro lado, los que utilizan la
meteorología saben que no pueden —o, si lo prefieren, todavía no pueden—
cambiar el tiempo. Procuran planear sus acciones de una forma que les permita
sacar el mayor provecho de lo que no pueden cambiar. Es probable que los seres
humanos utilicen las predicciones de forma muy parecida en los casos
relativamente raros en que se basan en ellas para tomar medidas reales. Mi difunto
suegro, después de sacar la conclusión acertada de que Austria no podría evitar a
Hitler, trasladó su negocio de Viena a Manchester en 1937, pero pocos judíos
vieneses fueron tan lógicos como él. Sin embargo, los seres humanos, en conjunto,
se inclinan a recurrir a las previsiones históricas en busca de conocimientos que les
permitan alterar el futuro; no sólo, por así decirlo, cuándo deben proveerse de
bronceador, sino cuándo deben crear sol. Dado que está claro que algunas
decisiones humanas, grandes o pequeñas, influyen en el futuro, esta expectativa no
debe descartarse por completo. Sin embargo, afecta al proceso de prever,
generalmente de modo adverso. Así, a diferencia de la meteorología, las
predicciones históricas van acompañadas de un comentario continuo por parte de
quienes piensan que tales previsiones son imposibles o no aconsejables por
diversas razones, generalmente porque no nos gusta lo que nos dicen. Los
historiadores también padecen la desventaja de carecer de una clientela fiel que,
sea cual sea su ideología, necesite previsiones meteorológicas con regularidad y
urgencia: los marineros, los agricultores y demás.
Sin embargo, no podemos culpar sólo a los clientes. También a los profetas
les corresponde su parte de culpa. El propio Marx estaba comprometido con un
objetivo concreto de la historia humana, el comunismo, y con un papel concreto
para el proletariado antes de llevar a cabo el análisis histórico que, según creía él,
demostraba su carácter ineluctable… de hecho, antes de saber mucho sobre el
proletariado. En la medida en que sus predicciones precedieron a su análisis
histórico, no puede decirse que se apoyaran en dicho análisis, aunque esto no
significa necesariamente que fueran erróneas. Como mínimo debemos procurar
distinguir las predicciones basadas en el análisis de las que se basan en el deseo.
Así, en el famoso pasaje que habla de la tendencia histórica de la acumulación
capitalista, la predicción que hace Marx de la expropiación del capitalista
individual por medio de «las leyes inmanentes de la producción capitalista misma»
(esto es, por medio de la concentración de capital y la necesidad de una forma cada
vez más social del proceso laboral, el uso consciente de tecnología y la explotación
planificada de los recursos del globo) se apoya en un análisis histórico-teórico
diferente y más significativo que la predicción de que el proletariado mismo como
clase será el «expropiador de los expropiadores». Las dos predicciones, aunque
vinculadas, no son idénticas y, en realidad, podemos aceptar la primera sin aceptar
la segunda.
Todos los que hemos hecho predicciones —¿y quién no las ha hecho?—
conocemos estas tentaciones psicológicas o, si lo prefieren, ideológicas. Y tampoco
las hemos evitado. Si los que hacen predicciones históricas adoptaran ante las
depresiones y anticiclones sociales que predicen una actitud tan imparcial como la
de los meteorólogos, el arte de hacer pronósticos históricos estaría más avanzado
de lo que está. Creo que esto, junto con la pura ignorancia, es el principal obstáculo
que encuentra en su camino quien hace predicciones. Es un obstáculo mucho
mayor que el hecho de que las predicciones puedan verse refutadas por las
medidas que tomen deliberadamente las personas que son conscientes de ellas.
Hay pocas pruebas empíricas de que hasta ahora tales medidas se hayan tomado a
menudo o de manera eficaz. La generalización empírica menos arriesgada que
puede hacerse sobre la historia es todavía que nadie hace mucho caso ni siquiera
de sus lecciones obvias, como puede confirmar cualquier estudioso de la política
agraria de los regímenes socialistas o la política económica de la señora Thatcher.
Por desgracia, Edipo sigue siendo una parábola de la humanidad enfrentada al
futuro, pero, lamentablemente, con una diferencia importante: Edipo quería
sinceramente evitar matar a su padre y casarse con su madre (como el oráculo
predijo acertadamente), pero no pudo. La mayoría de los profetas y sus clientes
tienden a argüir que las predicciones desagradables pueden evitarse de alguna
forma porque son desagradables, que no quieren decir lo que dicen, o que saldrá
algo que las invalide.
Tal vez sea útil, al llegar aquí, examinar un ejercicio concreto de predicción
retrospectiva bajo esta luz: la revolución rusa, episodio donde la percepción
posterior realmente puede confrontarse con la previsión de aquel momento. Dado
que esto entraña inevitablemente cierta consideración de lo que hubiera podido
pasar, la predicción retrospectiva podría considerarse una forma de historia
contrafáctica (esto es, la historia como hubiera podido suceder pero no sucedió). Y
así es, pero, no obstante, debería distinguirse de la forma más común y divulgada
de especulación contrafáctica en este campo, la de los «cliómetras». No es mi
propósito negar el interés de semejantes análisis de coste-beneficio del pasado —
porque esto es lo que vienen a ser—, ni hablar de su validez. Me limito a señalar
que en la forma que se ha puesto de moda en la historia económica cuantitativa,
normalmente no tienen nada que ver con la evaluación de las probabilidades
históricas. Puede que una economía que utilizara esclavos fuese económicamente
viable, eficiente y una buena proposición comercial —no voy a entrar en ese debate
—, pero la cuestión de si era probable que durase no se ve afectada por estas
proposiciones, sólo los argumentos sobre su capacidad de durar. De hecho,
desapareció en todas partes en el siglo XIX, y su decadencia y caída se predijeron
con confianza y acierto. La predicción, retrospectiva o no, consiste en evaluar
probabilidades, o no es nada.
Eran muchos los que preveían que iba a haber una revolución en Rusia, con
independencia de las circunstancias concretas e imprevisibles de su estallido real
en 1905 y 1917. ¿Por qué? Está claro que porque un análisis estructural de la
sociedad rusa y sus instituciones inducía a creer que era improbable que el zarismo
superase sus debilidades y contradicciones internas. En el caso de que fuese
correcto, tal análisis anularía en principio las pequeñas esperanzas no cumplidas…
como así sucedió realmente. Aunque reconozcamos que en teoría una buena
política y unos gobernantes capaces tal vez hubiesen resuelto el problema, sólo
hubieran podido hacerlo, por así decirlo, empujando la piedra de Sísifo cuesta
arriba hasta la cúspide con el fin de hacerla rodar hacia abajo en la dirección
correcta. De hecho, el zarismo tuvo medidas políticas eficaces y buenos estadistas
de vez en cuando, así como un asombroso historial de crecimiento económico, lo
cual ha hecho que algunos liberales creyeran erróneamente que quizá todo hubiera
salido bien de no haber sido por accidentes como la guerra y Lenin. No era
suficiente. Las probabilidades eran contrarias al zarismo, aunque Lenin, como
político, actuara sabiamente al dejar abierta la posibilidad de que, por ejemplo, la
política agraria de Stolipin diera buenos resultados.
¿Por qué varias personas, en contra de la mayoría de las aspiraciones y
expectativas occidentales (incluidas las de los marxistas rusos, entre ellos Lenin),
llegaron a dudar de que una revolución rusa diera como resultado un gobierno
burgués-democrático de tipo occidental? Porque pronto resultó evidente que los
liberales o cualquier otro grupo de clase media eran demasiado débiles para
alcanzar esta solución. De hecho, la debilidad de la clase media rusa quedó al
descubierto entre 1905 y 1917 en unos momentos en que la burguesía rusa estaba
adquiriendo mucha más fuerza y más confianza en sí misma que antes de 1900.
Demasiado confiada en 1917, según ha argüido por lo menos un buen historiador
que cree que la radicalización de los trabajadores urbanos en 1917 se vio
precipitada por un intento de reimponer el control en las fábricas, lo que ya no era
posible. Hoy esta predicción sería más fácil, siquiera porque desde 1914 hemos
aprendido hasta qué punto son históricamente específicas las condiciones para los
regímenes liberales-democráticos estables, hasta qué punto es condicional el
compromiso de la burguesía y los estratos intermedios con tales regímenes y qué
precarios pueden ser. A la luz de estas lecciones de la historia —que en modo
alguno son imprevisibles si nos acordamos de Burckhardt y otros vaticinadores
conservadores— hubiéramos podido considerar la posibilidad de una opción no
democrática pero capitalista en vez del bolchevismo: tal vez un régimen militar-
burocrático. Pero, en vista del derrumbamiento de las fuerzas armadas en 1917, es
obvio que esto no era nada probable.
En cambio, el resultado real de octubre de 1917 sin duda parecía estar entre
las opciones menos probables en 1905 y difícilmente más probable en febrero de
1917: una Rusia comprometida con la instauración del socialismo bajo el liderazgo
bolchevique. Hasta los marxistas opinaban de modo unánime que las condiciones
para la revolución proletaria en Rusia sola sencillamente no existían. Kautsky y los
mencheviques argüían, con bastante lógica, que el intento estaba condenado al
fracaso. En todo caso, los bolcheviques eran una minoría. Tan improbable era este
resultado, que sigue estando de moda atribuir la revolución de octubre
enteramente a la decisión de Lenin de llevar a cabo una especie de golpe de estado
en el breve período en que había probabilidades de que saliese bien. Por supuesto,
había razones estructurales por las cuales tal resultado no era tan completamente
inverosímil como parecía. Sabemos de gobiernos marxistas que han subido al
poder por medio de la revolución precisamente en el tipo de países donde los
marxistas no esperaban tal resultado. (También sabemos, por cierto, que tales
revoluciones pueden tener resultados muy diferentes). En 1908 el propio Lenin ya
había llamado la atención sobre esta clase de «material inflamable en la política
mundial» y previó lo que más adelante se denominaría «teoría del eslabón más
débil» de las perspectivas revolucionarias. Sin embargo, no había forma de
predecir, a diferencia de esperar, una victoria bolchevique, y todavía menos un
éxito duradero. No obstante, el análisis basado en la predicción distaba mucho de
ser imposible. Era, de hecho, la base de la política de Lenin. Es de todo punto
absurdo tener a Lenin por voluntarista. La acción estaba en función de lo que era
posible y nadie trazaba el mapa del territorio cambiante sobre la marcha con más
cuidado que él ni con un sentido más inexorable de lo que era imposible. De hecho,
el régimen soviético perduró —y con ello se convirtió en algo que estaba muy lejos
de las expectativas originales de Lenin— sencillamente porque, una y otra vez,
reconoció lo que había que hacer, gustara o no. Aunque hubiera querido ser un
voluntarista como Mao, no estaba en condiciones de serlo en 1917, toda vez que no
podía hacer que sucediera nada tomando decisiones: no controlaba
automáticamente ni siquiera su partido, que a su vez no controlaba muchas cosas.
Sólo después de convertirse en gobiernos pueden los revolucionarios ordenar a la
gente que haga cosas, dentro de unos límites que ni tan sólo los gobiernos fuertes
reconocen siempre.
Es en este punto donde lo único que se puede hacer con la niebla que oculta
el paisaje del futuro es disiparla un poco. Como vio claramente el propio Lenin, la
perduración del régimen era mucho más incierta que su instauración. Ya no
dependía de una especie de «surfing» político —encontrar la ola grande y dejarse
llevar por ella—, sino de una coyuntura de factores variables nacionales e
internacionales que no podían preverse. Además, en la medida en que los
acontecimientos futuros dependían ahora de la política —esto es, de decisiones
conscientes, posiblemente erróneas y sin duda variables—, el rumbo del futuro
mismo se vio desviado por su intervención. Así pues, la decisión bolchevique de
fundar una nueva Internacional, pero negar la entrada en ella a todos salvo a los
que se ajustaran a los criterios del bolchevismo, tal vez parecía sensata cuando
otras revoluciones europeas parecían inminentes o posibles en el período 1919-
1920; pero la escisión entre los socialdemócratas y los comunistas y su hostilidad
mutua han perdurado y creado problemas imprevisibles para ambos desde
entonces, en circunstancias variadas y muy diferentes. Aquí la diferencia entre la
previsión y la visión posterior es crucial. En todo caso, la predicción se ve
interrumpida por pasajes de oscuridad que sólo pueden iluminarse de modo
retrospectivo, cuando sabemos lo que «tenía que suceder» sencillamente porque en
realidad no sucedió nada más. En la medida en que la perduración de la
revolución bolchevique dependía de circunstancias internacionales, quizá se
hubiera podido apostar por ella a partir de finales de 1918, aunque durante
algunos meses después de octubre de 1917 su futuro no fue realmente previsible.
En cambio, debido a su perduración y su permanencia, volvió a encontrar su plena
justificación. Por desgracia, no recuerdo ninguna previsión realista que debería
haber imaginado el futuro a largo plazo de la URSS como algo muy distinto de lo
que ha sido en realidad. Es posible imaginar otras hipótesis que hubieran sido
mucho menos crueles e intelectualmente desastrosas, pero ninguna que no hubiera
defraudado las grandes esperanzas de 1917.
De las predicciones cronológicas que conozco, las únicas que inspiran cierta
confianza son las que se basan en alguna periodicidad regular detrás de la cual
sospechamos que hay un mecanismo explicable, incluso cuando no lo
comprendemos. Los economistas son los mayores buscadores de tales
periodicidades, aunque la demografía también entraña algunas (aunque sólo sea
mediante la sucesión y la maduración de generaciones y grupos de edad). Otras
ciencias sociales también han afirmado que han descubierto periodicidades, pero
pocas de ellas son muy útiles excepto en predicciones muy especializadas. Por
ejemplo, si el antropólogo Kroeber está en lo cierto, las dimensiones de los vestidos
de mujer «alternan con bastante regularidad entre máximas y mínimas, separadas
por un promedio de unos cincuenta años en la mayoría de los casos». (No expreso
ninguna opinión sobre esto, prescindiendo de la importancia que tenga para el
gremio de la aguja). Sin embargo, como ya hemos señalado (p. 42), al menos una
clase de periodicidad ha mostrado una importancia mayor, si bien en gran parte
enigmática, aun cuando no se me ocurre ninguna explicación de las llamadas
«ondas largas de Kondratiev» que goce de gran aceptación, y aun cuando los
escépticos hayan dudado de su existencia. Pero sí nos permiten hacer predicciones
no sólo sobre la economía, sino también, de forma más general, sobre los campos
social, político y cultural que acompañan a los ciclos alternantes. De hecho, la
periodización de la historia de los siglos XIX y XX que tan útil encuentran los
historiadores de Europa coincide en gran parte con las ondas de Kondratiev. Por
desgracia para los que hacen predicciones, estas ayudas a la predicción son raras.
Sin embargo, tengo la obligación de decir que los historiadores, al igual que
los científicos sociales, son más bien impotentes cuando se enfrentan al futuro, no
sólo porque todos lo somos, sino porque no tienen una idea clara sobre qué es
exactamente el conjunto o la serie que están investigando y —a pesar de la soberbia
labor precursora de Marx— exactamente cómo interactúan sus diversos elementos.
¿Qué es exactamente la «sociedad» (singular o plural), que es lo que nos ocupa?
Los ecólogos pueden afirmar que delimitan sus ecosistemas, pero pocos estudiosos
de la sociedad humana, excepto algunos antropólogos que se ocupan de
comunidades pequeñas, aisladas y «primitivas», afirman que pueden hacer lo
mismo; especialmente no pueden hacerlo en el mundo moderno. Avanzamos a
tientas. Lo máximo que podemos afirmar los historiadores es que, a diferencia de
la mayoría de las ciencias sociales, nos es imposible eludir los problemas de
nuestra ignorancia. A diferencia de ellos, no estamos tentados a esforzamos en pos
de una falsa precisión tratando de imitar a las ciencias naturales, que son más
prestigiosas; y que, después de todo, nosotros y los antropólogos tenemos un
conocimiento sin paralelo de las variedades de la experiencia social humana. Y
quizá también que en el campo de los estudios humanos sólo nosotros debemos
pensar en términos de cambio, interacción y transformación históricos. Únicamente
la historia proporciona orientación y quien afronte el futuro sin ella no es sólo
ciego, sino peligroso, especialmente en la era de la alta tecnología.
Permítanme que les ponga un ejemplo extremo. Tal vez recordarán ustedes
que en junio de 1980 el sistema de observación norteamericano informó de que los
rusos habían disparado misiles y durante varios minutos el arsenal nuclear de los
Estados Unidos se preparó de forma automática para entrar en acción, hasta que se
comprobó que todo se reducía a un error de un ordenador. Si el portero de este
teatro entrase ahora mismo en la sala para informamos de que acababa de estallar
la guerra nuclear, ni los seres humanos pesimistas tardarían tres minutos en sacar
la conclusión de que el portero tenía que estar equivocado, y por razones
esencialmente históricas. Es muy improbable que estallara una guerra nuclear sin
que hubiese alguna crisis preliminar, por corta que fuese, o alguna otra señal
premonitoria, y nuestra experiencia de los últimos meses, semanas o incluso días
sencillamente no ha dado ninguna señal en este sentido. Desde luego, si
estuviéramos en medio de algo parecido a la crisis de los misiles de Cuba en 1962,
tal vez nos sentiríamos menos confiados. Resumiendo, tenemos en nuestra mente
un modelo racional de cómo estallan o es probable que estallen las guerras
mundiales, modelo que se fundamenta en una combinación de análisis e
información relativa al pasado. Basándonos en ello, evaluamos las probabilidades
al tiempo que no excluimos necesariamente las posibilidades a menos que sean lo
bastante remotas como para que no valga la pena tenerlas en cuenta. No creo que
hoy día Canadá dedique mucho tiempo a trazar planes para evitar una guerra con
los Estados Unidos, o, a pesar de las apariencias, que Gran Bretaña trace planes
para hacer frente a una invasión francesa. Sin embargo, a no ser que se hagan
semejantes evaluaciones, estamos tentados de suponer que cualquier cosa puede
pasar en cualquier momento, suposición que también subyace en las películas de
horror y en las expectativas de los aficionados a los ovnis. O, si deseamos
limitamos a casos donde pueden tomarse precauciones prácticas, seguimos el
procedimiento igualmente irracional que consiste en formular «el peor caso» y
preparamos para él, especialmente cuando, como funcionarios, nos echarán la
culpa si las cosas van mal. Es igualmente irracional porque el peor caso no es más
probable que el mejor caso, y hay una diferencia considerable entre tomar
precauciones contra los peores casos y tomar medidas para hacer frente a ese caso:
por ejemplo, cuando en 1940 el gobierno británico quería meter a todos los
refugiados alemanes y austríacos entre alambre de espino.
Esto todavía deja muchas cosas que los historiadores pueden aportar a
nuestra investigación del futuro; al descubrimiento de lo que los seres humanos
pueden y no pueden hacer al respecto; a la determinación de los marcos y, por
consiguiente, los límites, las potencialidades y las consecuencias de las acciones
humanas; a la distinción entre lo previsible y lo imprevisible y entre tipos
diferentes de previsión. Entre otras cosas, pueden ayudar a desacreditar aquellos
absurdos y peligrosos ejercicios de construcción de autómatas mecánicos para la
predicción que son populares entre algunos de los que buscan prestigio científico:
personas que —de nuevo cito a un sociólogo real— piensan que la forma de
predecir revoluciones consiste en cuantificar la pregunta «¿en qué medida tiene
que ser extensa y rápida la modernización al principio con el fin de que produzca
la revolución social?» por medio de «la recogida de datos comparativos, tanto
representativos como temporales». No son los marxistas quienes hacen esto.
Pueden y deberían desacreditar los ejercicios aún más peligrosos de futurología
que piensan lo impensable como opción de pensar lo que puede pensarse. Pueden
tener a los extrapoladores estadísticos en jaque. Pueden, de hecho, decir algo sobre
lo que es probable que suceda y todavía más sobre lo que no es probable. No les
harán mucho caso, esto es fundamental en la historia. Pero es posible que les
escuchen un poquito más si, de hecho, dedican más tiempo a evaluar y mejorar su
capacidad de decir algo sobre el futuro y a pregonarlo un poco mejor. A pesar de
todo, aún tienen algo que pregonar.
5. ¿HA PROGRESADO LA HISTORIA?
¿Ha progresado la historia? Es natural que haga esta pregunta alguien que
se acerca a la jubilación y lleva cuarenta años estudiando historia como
universitario, estudiante investigador y, desde 1947, profesor del Birkbeck College.
Es casi otra manera de preguntar: ¿qué he estado haciendo con mi vida
profesional? Casi, pero no del todo. Porque la pregunta da por sentado que la
palabra «progreso» puede aplicarse a una disciplina como la historia. ¿Es así?
Ahora bien, es obvio que la historia tiene algo en común con esta segunda
clase de disciplina, siquiera porque los historiadores no sólo escriben libros, sino,
sobre todo, porque leen libros, entre los cuales hay algunos muy antiguos. En
cambio, los historiadores sí quedan desfasados, aunque probablemente a un ritmo
más lento que los científicos. No leemos a Gibbon como todavía leemos a Kant o
Rousseau, porque están a tono con nuestros propios problemas. Leemos a Gibbon,
aunque sin duda admirando enormemente su erudición, no para aprender cosas
relativas al imperio romano, sino por sus méritos literarios; es decir, la mayoría de
los historiadores que ejercen no lo leen en absoluto, excepto en sus horas libres. Si
leemos las obras de historiadores más antiguos, se debe a que o bien nos han
proporcionado algún conjunto permanente de materia prima de carácter histórico,
como puede ser una edición no superada de crónicas medievales, o porque da la
casualidad de que se han interesado por un tema sobre el que no se ha trabajado
posteriormente pero que, por una razón u otra, ha vuelto a interesamos: dicho de
otro modo, porque en lo que se refiere a este tema no son historiadores antiguos.
Esta es la base económica de la industria de reimpresión de libros de historia. Pero,
desde luego, el hecho mismo de que un libro pueda aflorar de nuevo a la superficie
al cabo de más de un siglo de publicarse por primera vez plantea, al menos de
modo implícito, precisamente la pregunta que me estoy haciendo a mí mismo esta
tarde: ¿podemos hablar de «progreso» en el caso de la historia, y si la respuesta es
afirmativa, cuál es su carácter?
Una forma de evitar tales debates consiste en ver qué ha pasado realmente
en la investigación histórica durante las últimas generaciones y preguntar si esto
indica una tendencia sistemática de la evolución de la disciplina. Esto no es prueba
de «progreso», pero es muy posible que indique que en esta disciplina hay algo
más que una especie de canoa académica que se balancea sobre las olas del gusto
personal, de la política y la ideología del momento o incluso sencillamente de la
moda.
Este parecer era, en realidad, una reacción que hubo a mediados y finales del
siglo XIX contra la evolución anterior de la historia, especialmente en el siglo XVIII.
Sin embargo, esto no es lo que me importa aquí. Y, en todo caso, los historiadores y
los economistas y sociólogos con mentalidad de historiador del siglo XVIII, ya
fuera en Escocia o en Gotinga, todavía eran técnicamente incapaces de resolver el
problema de escribir una historia en verdad completa que determinara las
regularidades generales de la organización social y el cambio social, estableciera
una relación entre ellas y las instituciones y los acontecimientos de la política y
también tuviese en cuenta la singularidad de los acontecimientos y las
peculiaridades de las decisiones conscientes de los seres humanos. Lo que quiero
resaltar es que la postura extrema que representaba la ortodoxia de Ranke, que era
la dominante en las universidades occidentales, encontró oposición no sólo por
motivos ideológicos, sino también debido a su estrechez y su insuficiencia; y que se
batía en retirada, aun estando consolidada.
Es sencillamente imposible pasar por alto estas cosas. Está claro que la
Alemania Occidental y la Alemania Oriental han seguido caminos muy diferentes
porque desde 1945 cada una de ellas ha adoptado una serie muy diferente de
instituciones y medidas políticas basadas en diferentes grupos de ideas. No estoy
diciendo que no hubiera podido pasar de otra manera. El problema de la
inevitabilidad histórica del determinismo es un problema muy diferente —no
pienso ocuparme de él aquí— y la cuestión del papel de la conciencia y la cultura
o, empleando términos marxistas, de las relaciones entre la base y la
superestructura, con frecuencia se ha embrollado y oscurecido al confundirse las
dos. Lo que estoy diciendo es que la historia no puede prescindir de la conciencia,
la cultura y la acción intencional dentro de instituciones que sean obra del hombre.
¿Puedo añadir que creo que el marxismo es, con mucho, el mejor método para
abordar la historia porque tiene una conciencia más clara que la de otros métodos
de lo que pueden hacer los seres humanos como sujetos y forjadores de la historia
y también de lo que no pueden hacer como objetos de la historia? Y es el mejor,
dicho sea de paso, porque Marx, como virtual inventor de la sociología del
conocimiento, también desarrolló una teoría sobre cómo las ideas de los
historiadores mismos probablemente se verán afectadas por su ser social.
Que es así, que nosotros los historiadores actuamos en la zona gris donde la
investigación de lo que es —incluso la elección de lo que es— se ve afectada de
modo constante por quiénes somos y qué queremos que suceda o no suceda: esto
es una realidad de nuestra vida profesional. Y, pese a ello, tenemos un tema. Me
pongo al lado de aquel gran y olvidado filósofo de la historia que escribió sus
notables prolegómenos de la historia universal hace justo 600 años —entre 1375 y
1381—: Ibn Jaldún (véase el prefacio, p. 9).
II
No ocurre así, desde luego, en el caso de las técnicas y los métodos en que
los historiadores ya son deudores netos en gran medida y se endeudarán o
deberían endeudarse todavía más y de forma sistemática. No deseo hablar de este
aspecto del problema de la historia de la sociedad, pero puedo hacer, de paso, una
o dos observaciones. Dada la naturaleza de nuestras fuentes, difícilmente podemos
avanzar mucho más allá de una combinación de la hipótesis sugestiva y de la
ilustración anecdótica oportuna sin las técnicas para el descubrimiento, el
agrupamiento estadístico y el tratamiento de grandes cantidades de datos, donde
sea necesario con la ayuda de la división del trabajo de investigación y los recursos
tecnológicos, que otras ciencias sociales crearon hace ya mucho tiempo. En el
extremo opuesto, tenemos igual necesidad de las técnicas para la observación y el
análisis a fondo de individuos, grupos pequeños y situaciones específicos que
también se crearon fuera de la historia y que tal vez sean adaptables a nuestros
propósitos: por ejemplo, la observación participante de los antropólogos sociales,
la entrevista a fondo, quizá incluso los métodos psicoanalíticos. Como mínimo,
estas técnicas diversas pueden estimular la búsqueda de adaptaciones y
equivalentes en nuestro campo que tal vez ayuden a responder a preguntas que,
por lo demás, son impenetrables.[6]
Mucho más dudosa me parece la perspectiva de convertir la historia social
en una proyección hacia atrás de la sociología, así como de convertir la historia
económica en teoría económica retrospectiva, porque en la actualidad estas
disciplinas no nos proporcionan modelos útiles ni marcos analíticos para el estudio
de transformaciones socioeconómicas históricas a largo plazo. De hecho, el grueso
de su pensamiento no se ha ocupado de tales cambios, ni siquiera se ha interesado
por ellos, si exceptuamos tendencias como el marxismo. Además, cabe argüir que
en aspectos importantes sus modelos analíticos se han creado sistemáticamente, y
de forma muy provechosa, abstrayendo del cambio histórico. Sugiero que esto
ocurre especialmente en la sociología y en la antropología social.
IV
demografía y parentesco;
Más serios son los problemas conceptuales, que los historiadores no siempre
han afrontado claramente, lo cual no impide hacer una buena labor (los caballos
pueden reconocerlos y montarlos personas que no saben definirlos), pero induce a
pensar que hemos tardado en afrontar los problemas más generales de la
estructura y las relaciones sociales y sus transformaciones. A su vez, estos
problemas plantean otros de índole técnica como, por ejemplo, los del posible
cambio de especificación de la pertenencia a una clase con el paso del tiempo, lo
cual complica el estudio cuantitativo. También plantea el problema más general de
la multidimensionalidad de los grupos sociales. Por poner unos cuantos ejemplos,
existe la conocida dualidad marxista del término «clase». En un sentido, es un
fenómeno general de toda la historia postribal; en otro sentido, es fruto de la
moderna sociedad burguesa; en un sentido, casi una construcción analítica para
comprender fenómenos que sin ella serían inexplicables; en otro, un grupo de
personas a las que realmente se ve que son las unas para las otras (o «están bien
juntas») en la conciencia de su propio grupo o de otro o de ambos a la vez. Por su
parte, estos problemas de la conciencia plantean la cuestión del lenguaje de clase:
las terminologías cambiantes, a menudo coincidentes y a veces faltas de realismo
de tal clasificación contemporánea[12] sobre las cuales todavía sabemos muy poco
en términos cuantitativos. (Aquí los historiadores podrían examinar con
detenimiento los métodos y las preocupaciones de los antropólogos sociales
mientras efectuaban —como están efectuando L. Girard y un grupo de la Sorbona
— el estudio cuantitativo sistemático del vocabulario sociopolítico.)[13]
Por otro lado, hay grados de clase. Como dice Theodore Shanin, [14] el
campesinado de El dieciocho brumario de Marx es una «clase de baja condición de
clase», mientras que el proletariado de Marx es una clase de «condición de clase»
muy alta, quizá máxima. Hay problemas relacionados con la homogeneidad o la
heterogeneidad de las clases; o lo que tal vez venga a ser lo mismo, con su
definición en relación con otros grupos y sus divisiones y estratificaciones internas.
En el más general de los sentidos, hay el problema de la relación entre
clasificaciones, necesariamente estáticas en cualquier momento dado, y la realidad
múltiple y cambiante que subyacen en ellas.
Es muy posible que la dificultad más grave sea la que nos lleva directamente
a la historia de la sociedad en su conjunto. Nace del hecho de que la clase define no
un grupo de personas aisladas, sino un sistema de relaciones, tanto verticales como
horizontales. Así, es una relación de diferencia (o similitud) y de distancia, pero
también una relación cualitativamente distinta de función social, de explotación, de
dominación/sujeción. Por consiguiente, cuando se estudia la clase debe estudiarse
también el resto de la sociedad de la cual forma parte. Los propietarios de esclavos
no pueden comprenderse sin esclavos, y sin los sectores no esclavos de la sociedad.
Cabría argüir que para la autodefinición de las clases medias europeas del siglo
XIX era esencial la capacidad de ejercer poder sobre gente (ya fuera por medio de
la pobreza, el hecho de tener sirvientes o incluso —mediante la estructura
patriarcal de la familia— esposas e hijos), al tiempo que nadie ejercía poder directo
sobre dichas clases medias. Así pues, los estudios de las clases, a menos que se
limiten a un aspecto deliberadamente restringido y parcial, son análisis de la
sociedad. Por tanto, los más convincentes, como los de Le Roy Ladurie, van mucho
más allá de los límites de su nombre.
Hay tal vez una ventaja más específica. Una preocupación fundamental de
los que trabajan en este campo ha sido el nacionalismo y la construcción de
naciones y en este caso la situación colonial puede proporcionar una aproximación
más estrecha al modelo general. Aunque los historiadores apenas han tratado de
abordarlo aún, el complejo de fenómenos que pueden denominarse
nacionales/nacionalistas es claramente crucial para entender la estructura y la
dinámica sociales en la era industrial, y así ha llegado a reconocerlo parte de la
labor más interesante que se ha hecho en el campo de la sociología política. El
proyecto titulado «Centre Formation, Nation-Building and Cultural Diversity» que
dirigen Stein Rokkan, Eric Allardt y otros proporciona algunos planteamientos
muy interesantes.[20]
Pero, aunque les hablo con cierta satisfacción, también les hablo con mucha
modestia defensiva. No soy economista y, según los criterios de algunos de mis
colegas, ni siquiera soy un verdadero historiador de la economía, aunque, por
supuesto, estos criterios también hubieran excluido a Sombart, Max Weber y
Tawney. No soy matemático ni filósofo, dos ocupaciones en las cuales se refugian a
veces los economistas cuando el mundo real les aprieta demasiado, y cuyas
proposiciones podrían parecer a tono con ellos. En resumen, hablo como profano
en la materia. Lo único que me estimula a abrir la boca, aparte del placer de constar
en los anales como Conferenciante Marshall, es la sensación de que, en el estado
actual de su disciplina, tal vez los economistas se encuentren dispuestos a escuchar
las observaciones de un profano, basándose en que no pueden tener menos que ver
con la actual situación del mundo que algunas de las que escriben ellos mismos.
Espero de modo especial que escuchen a un profano que hace un llamamiento a
favor de una mayor integración, o, mejor dicho, reintegración, de la historia en la
ciencia económica.
Esto resulta tanto más extraño cuanto que la historia y la ciencia económica
crecieron juntas. Sugiero que si la economía política clásica se asocia de modo
concreto con Gran Bretaña, no es debido sencillamente a que Gran Bretaña fuera
uno de los precursores de la economía capitalista. Después de todo, el otro
precursor, los Países Bajos en los siglos XVII-XVIII, se distinguió menos como
productor de teóricos de la economía. Fue debido a que los pensadores escoceses
que tanto aportaron a la disciplina se negaron específicamente a aislar la ciencia
económica del resto de la transformación histórica de la sociedad en la cual se
veían comprometidos. Hombres como Adam Smith consideraban que vivían una
transición de lo que los escoceses, probablemente antes que nadie, llamaron
«sistema feudal» de la sociedad a otro tipo de sociedad. Deseaban acelerar y
racionalizar dicha transición, aunque sólo fuese para evitar los resultados políticos
y sociales probablemente perjudiciales que podía tener el dejar que el «Progreso
Natural de la Opulencia» se las arreglara solo, puesto que podía convertirse en un
«orden antinatural y retrógrado».[4] Cabría argüir que si los marxistas reconocían
que el resultado del desarrollo capitalista podía ser la barbarie, Smith reconoce que
ésta era el posible resultado del desarrollo feudal. Por consiguiente, abstraer la
economía política clásica de la sociología histórica a la que Smith dedicó el tercer
libro de su obra La riqueza de las naciones es un error tan grande como separarla de
su filosofía moral. De modo parecido, la historia y el análisis permanecían
integrados en Marx, el último de los grandes economistas políticos clásicos. De una
manera un poco distinta y menos satisfactoria desde el punto de vista analítico
ambos permanecieron integrados con la ciencia económica entre los alemanes.
Recordemos que a finales del siglo XIX Alemania probablemente poseía más
puestos de enseñanza de ciencia económica y más libros sobre el tema que los
británicos y los franceses juntos.
No está a mi alcance hablar de las razones por las cuales la teoría económica
evolucionó en esta dirección después de 1870, aunque conviene tener presente que
las diferencias entre los dos bandos en la guerra de los métodos eran en gran parte
las que existen entre los liberales o neoliberales económicos y los partidarios de la
intervención del gobierno. Detrás del descontento de los institucionalistas
norteamericanos con la ciencia económica neoclásica estaba la convicción de que
era necesario ejercer más control social sobre las empresas, en especial las grandes
empresas, y que también era necesario que el estado interviniera más de lo que
solían prever los neoclasicistas. Los historicistas alemanes, que inspiraron una
parte tan grande del institucionalismo norteamericano, eran en esencia partidarios
de la intervención de una mano visible y no de una mano oculta: la del estado. Este
elemento ideológico o político es obvio en el debate. Hizo que los herejes de la
economía trataran el neoclasicismo prekeynesiano como poco más que un ejercicio
de relaciones públicas a favor del capitalismo partidario del laissez-faire, punto de
vista poco apropiado, aunque no sea totalmente irrazonable para los lectores de
Mises y Hayek.
En segundo lugar, los heterodoxos eran mucho más conscientes tanto de las
cosas que nunca permanecen igual como de los cambios históricos reales habidos
en la economía capitalista. Han tenido lugar dos grandes transformaciones de
dicha economía durante los últimos cien años. El primero, hacia finales del siglo
XIX, es aquel contra el que la gente de la época trató de luchar bajo etiquetas como
«imperialismo», «capitalismo financiero», «colectivismo» y otras, a la vez que se
reconocía que los diversos aspectos del cambio estaban relacionados. El primero de
estos cambios se observó relativamente pronto, aunque no se analizó como era
debido; pero pienso que lo hizo exclusivamente gente que era heterodoxa o
marginal: historicistas alemanes como Schulze-Gaevernitz o Schmoller; J. A.
Hobson, y, desde luego, marxistas como Kautsky, Hilferding, Luxemburg y Lenin.
En esta etapa la teoría neoclásica no tenía nada que decir sobre ello. De hecho,
Schumpeter, lúcido como siempre, arguyó en 1908 que la «teoría pura» no podía
tener nada que decir sobre el imperialismo salvo lugares comunes y reflexiones
filosóficas inexactas. Al cabo de un tiempo, cuando él mismo trató de dar una
explicación, partió del dudoso supuesto de que el nuevo imperialismo de la época
no tenía ninguna relación intrínseca con el capitalismo, sino que era una reliquia
sociológicamente explicable de la sociedad precapitalista. Marshall era consciente
de que algunas personas pensaban que la concentración económica era fruto del
desarrollo capitalista y se preocupaban por los trusts y los monopolios. Sin
embargo, hasta el final de su vida los consideró casos especiales. Su creencia en la
eficacia del libre comercio y la entrada libre de nuevos competidores en las
industrias parecía inquebrantable. Es cierto que, como realista, nunca supuso que
la competencia fuera perfecta, pero mostraba pocas señales de reconocer que la
economía capitalista ya no funcionaba como en el decenio de 1870. Sin embargo, al
publicarse Industry and Trade en 1919, ya no era razonable suponer que estas
cuestiones, por importantes que fuesen en Alemania y los Estados Unidos, no
tenían ninguna importancia en Gran Bretaña. Hasta la Gran Depresión no se ajustó
la teoría neoclásica a la «competencia imperfecta» como norma de la economía.
Mientras que los heterodoxos quizá tardaron más de lo que cabía esperar en
reconocer una nueva fase del capitalismo, parece que los economistas ortodoxos
mostraron poco interés por el asunto. En 1972 el ya fallecido Harry Johnson —
inteligencia sumamente poderosa y lúcida, pero no imaginativa— aún predecía
que la expansión y la prosperidad mundiales continuarían ininterrumpidamente
hasta finales de siglo salvo si estallaba otra guerra mundial o se producía el
derrumbamiento de los Estados Unidos. Pocos historiadores hubieran mostrado
tanta confianza.
Cabe la posibilidad de que los economistas estuvieran de acuerdo sobre el valor que
tiene la historia para su disciplina, pero no que los historiadores pensaran lo mismo sobre el
valor de la ciencia económica para la suya. Esto se debe en parte a que la historia abarca un
campo mucho más amplio. Como hemos visto, es un inconveniente obvio de la ciencia
económica como disciplina que se ocupa del mundo real el hecho de que seleccione algunos y
sólo algunos aspectos del comportamiento humano como «económicos» y deje que del resto
se encarguen otros. Mientras su tema se defina por la exclusión, los economistas no podrán
hacer nada al respecto, por más conscientes que sean de sus limitaciones. Como ha dicho
Hicks: «Cuando se cobra conciencia de [los] vínculos (que conectan la historia económica
con las cosas que normalmente consideramos que son ajenas a ella), nos damos cuenta de
que el reconocimiento no es suficiente».[1]
Tampoco es una gran ayuda para los historiadores —aunque me parece más
interesante— felicitar a los antropólogos de la economía por haber descubierto la
«opulencia de la edad de piedra». Esto nos recuerda que hasta las economías más
primitivas normalmente pueden adquirir un excedente superior al que se necesita
para el consumo inmediato y la reproducción del grupo, pero no nos dice por qué
algunas destinan un valioso tiempo de trabajo y unos recursos igualmente valiosos
a un fin en lugar de a otro. ¿Por qué, por ejemplo, las tradicionales comunidades de
pastores de Cerdeña organizaban periódicamente fiestas colectivas en las que se
despilfarraba gran parte de su modesto excedente a expensas de su capacidad de
ahorrar e invertir? Sin duda alguna esta elección puede analizarse
microeconómicamente en términos de las preferencias individuales relacionadas
con el bienestar. ¿No podemos decir que es mejor que los pobres coman a veces
tanta carne como puedan en lugar de no comer nunca suficiente carne? Del mismo
modo, puede que tomarse muy de vez en cuando unas vacaciones seguidas sea
preferible a tomarse una serie de días libres. Pero esto significa pasar por alto la
función socioeconómica de tales fiestas, que es obvia tanto para los antropólogos
como para los historiadores y consiste, de hecho, en dispersar y redistribuir los
excedentes acumulados con el fin de evitar una desigualdad económica excesiva.
Son una de las técnicas que se emplean para mantener el sistema de intercambio
mutuo entre unidades teóricamente iguales, lo cual garantiza la permanencia de la
comunidad. Tampoco explicaría un análisis de la elección racional-individual la
diferencia entre esta pauta de consumo y la que se está manifestando ahora en el
hinterland sardo a medida que va penetrando en él la opulenta sociedad de
consumo.
Por otra parte, las limitaciones de la cliometría son serias, aunque dejemos a
un lado la reserva muy general de otro premio Nobel sobre una historia económica
puramente cuantitativa, a saber: que «forzosamente nos encontraremos, al volver
al pasado, con que los aspectos económicos de la vida están menos diferenciados
de otros aspectos de lo que lo están hoy». [9] Son cuádruples. En primer lugar, en la
medida en que proyecta sobre el pasado una teoría esencialmente ahistórica, su
relación con los problemas más generales de la evolución histórica no está clara o
es marginal. Los historiadores de la economía, incluso los cliómetras, se quejan de
la «incapacidad de los economistas para construir modelos que expliquen los
grandes acontecimientos como la Revolución industrial». [10] Por esto muchos
historiadores de la economía han sido reacios a subirse al carro de la cliometría.
Los historiadores se pasan la vida ocupándose de economías que no están en
equilibrio, sea cual sea la tendencia de los sistemas de mercado a equilibrar
rápidamente la economía tras una perturbación. Después de todo, es la tendencia
de los equilibrios a desestabilizarse lo que tiene importancia para el estudio del
cambio y la transformación históricos. Pero la teoría económica no ha concentrado
gran parte de su atención en tales economías. Si aplicamos el análisis del equilibrio
de modo retrospectivo, corremos el peligro de hacer las grandes preguntas de los
historiadores.
Desde el punto de vista del historiador, estos supuestos deben ser realistas o
no valen nada. Si empleamos el supuesto de previsión perfecta de los hombres de
negocios para construir datos, la cuestión de su validez empírica es crucial. Alterar
los supuestos, ya sean sobre el modelo o sobre los datos, puede influir mucho tanto
en los datos como en las respuestas. Supongamos, por ejemplo, que, al igual que
muchos historiadores de la economía, rechazamos el concepto de una «revolución
industrial» británica, alegando que el crecimiento agregado de la economía
británica entre 1760 y 1820 fue modesto, lo cual es otra forma de decir que las
industrias que experimentaron una transformación espectacular durante este
período quedaron cubiertas por el grueso de las actividades económicas que
cambiaron más lentamente y estaban organizadas de forma tradicional. Como se
ha señalado, en estas circunstancias los cambios bruscos en el conjunto de la
economía son una imposibilidad matemática. [11] (Se me ocurre una pregunta
interesante: ¿hasta qué punto podríamos demostrar cualquier crecimiento
significativo durante el período si incluyéramos en el PNB no sólo los bienes y
servicios que entren en las transacciones del mercado, sino también la inmensa
masa de producción no pagada ni contada de bienes y servicios como, por ejemplo,
los correspondientes a las mujeres y los niños en el seno de la familia?). En
resumen, «por tanto, medir las tasas de crecimiento agregado siguiendo la
tradición de Kuznets tal vez no es la mejor estrategia para tratar de comprender la
revolución industrial, aunque tiene sus aplicaciones». [12] Por otra parte, la
formulación de supuestos diferentes sobre los efectos económicos indirectos de
construir ferrocarriles (e imputar cantidades de acuerdo con ello) ha permitido
argüir que los ferrocarriles aportaron muy poco o mucho al PNB de un país.
Si se quiere que la teoría tenga una utilidad más que marginal para los
historiadores (y sugiero que también en la práctica social), debe especificarse de un
modo que la acerque más a la realidad social. No puede permitirse a sí misma, ni
siquiera en sus modelos, hacer abstracción de la torpeza real de la vida, como, por
ejemplo, las dificultades prácticas de la sustitución. Se me ocurre el ejemplo de la
agricultura. Aunque es algo que ha sorprendido de modo constante a los
defensores del crecimiento económico, sabemos que una forma de estructura
agraria y organización productiva no puede reemplazar sencillamente a otra
dentro de la escala de tiempo requerida por la política, ni siquiera cuando puede
probarse que es más productiva desde el punto de vista económico. El mundo del
desarrollo económico se divide en países que han sabido respaldar su
industrialización y su urbanización con una agricultura eficiente y muy productiva
y países que no han sabido hacer lo mismo. Los efectos económicos del éxito o del
fracaso son inmensos: en general, los países con el porcentaje más alto de población
agrícola son los que tienen dificultades para alimentarse o, en todo caso, para
alimentar a su población no agrícola, que crece rápidamente, mientras que los
excedentes de alimentos del mundo proceden, en general, de una población
relativamente minúscula en unos cuantos países avanzados. Pero el tipo de análisis
que se encuentra en los libros de texto normales —pienso en el de Samuelson— no
arrojan ninguna luz sobre este problema, porque, como han señalado Paul Bairoch
y muchos otros, «la productividad agrícola depende mucho más de factores
estructurales que la productividad industrial», razón por la cual «no comprender
… las diferencias históricas es tanto más grave». [13] El verdadero problema aquí
siempre ha sido, y sigue siendo, no tanto cómo idear una receta general para la
«revolución agrícola», verde o del color que sea. Los buenos resultados, como
señaló Milward, se han obtenido generalmente por medio de la reforma adaptada
a las condiciones específicas de la agricultura regional.[14]
Dicho de otro modo, es inútil argüir que la agricultura alemana del siglo XIX
hubiera dado mejores resultados si toda ella hubiese seguido la pauta de
Mecklemburgo con menos del 36 por 100 de la tierra en propiedades campesinas, o
la de Baviera, con más del 93 por 100 en tales propiedades, aunque pudiéramos
demostrar de modo concluyente que una pauta era muchísimo más eficiente que la
otra. El análisis debe empezar con la coexistencia de ambas, y las dificultades de
transformarlas una en otra. Tampoco podemos convertir un análisis a posteriori en
una explicación causal.
La verdad es que la elección económica puede verse seriamente limitada por
factores institucionales e históricos, incluso muy a largo plazo. Vamos a suponer
que aceptamos que la abolición de un campesinado tradicional, compuesto
básicamente por unidades de subsistencia familiar que producen cierto excedente,
es la mejor manera de alcanzar una revolución agrícola, y supongamos también
que la mejor forma de sustituirlo son grandes fincas o granjas comerciales que
utilizan mano de obra contratada. En algunos casos esto ha dado buenos
resultados.[15] Sin embargo, puedo citar por lo menos una región latinoamericana
donde empresarios comerciales racionales intentaron llevar a cabo este programa
de modo eficaz y fracasaron, sencillamente porque carecían de poder para librarse
de una densa población campesina. Las realidades sociales les obligaron a adoptar
métodos semifeudales que ellos sabían que no eran óptimos. Y dado que, a pesar
de Marx, los casos de rápida expulsión de masas o expropiación de poblaciones
campesinas bastante densas son raros antes del cruel siglo XX, la fuerza histórica
de tales factores no debe subestimarse. Al analizar tanto el cambio agrícola como el
crecimiento económico en general, es imposible separar los factores no económicos
de los económicos; desde luego, es imposible a corto plazo. Separarlos es
abandonar el análisis histórico, esto es, el análisis dinámico de la economía.
Para los historiadores el interés de tales análisis radica en la luz que arrojan
sobre el mecanismo de transformación económica en las circunstancias específicas
en las cuales, históricamente, tuvo o dejó de tener lugar. Como es natural, esto
incluye la larga era anterior a la revolución industrial, que, desde luego, sólo
reviste interés periférico para la mayoría de los economistas, entre ellos los del
desarrollo. No obstante, incluso para los historiadores el período en que esta clase
de desarrollo combinado tiene una importancia especial son los siglos —y los
historiadores continúan discutiendo sobre la fecha que señala este momento crítico
— en que todas las economías del globo fueron objeto, de un modo u otro, de
conquista, penetración, inclusión, adaptación y, finalmente, asimilación por parte
de la economía capitalista, que en su origen era regional [hecho que demostró de
manera dramática, después de escribir este ensayo, la caída de las economías
socialistas, que durante varios decenios a partir de la Revolución rusa, afirmaron
que ofrecían una opción económica mundial que sustituiría al capitalismo]. Esta
aparente homogeneización ha hecho que los científicos sociales y los ideólogos
estuvieran tentados de simplificar la historia en un modelo de eslabón único de
«modernización» y desarrollo económico en «crecimiento». Pocos historiadores
sucumben a esta tentación. Sabemos que el desarrollo de la economía, por no
hablar de ninguna parte determinada de ella, no es simplemente una reunión de
las condiciones previas para el «crecimiento» y luego la fluctuante carrera hacia
adelante, la maratón rostoviana en la cual todos siguen la misma ruta para llegar a
la misma meta, aunque empiezan en momentos diferentes y corren a velocidades
también diferentes. Tampoco depende meramente de «acertar con la política
económica», esto es, aplicar correctamente una teoría económica «correcta» e
intemporal, sobre lo cual da la casualidad de que no hay acuerdo entre los
economistas.
En su sentido más amplio, puede que no sea más que otra manera de negar
la posibilidad de una ciencia puramente objetiva y libre de valores, proposición de
la que hoy día pocos historiadores, científicos sociales y filósofos disentirían
totalmente. En el extremo opuesto está la inclinación a subordinar los procesos y
conclusiones de la investigación a los requerimientos del compromiso ideológico o
político del investigador y a lo que esto signifique, incluida su subordinación a las
autoridades ideológicas o políticas que el investigador acepte: por más que las
mismas estén reñidas con lo que serían dichos procesos y conclusiones sin tales
dictados. Más comúnmente, por supuesto, el investigador interioriza estos
requerimientos, que de esta forma se convierten en características de la ciencia, o
mejor dicho (dado que el partidismo entraña la existencia de un adversario), de la
ciencia «correcta» contra la ciencia «incorrecta»: de la historia de las mujeres frente
a la historia machista, de la ciencia proletaria frente a la ciencia burguesa, etcétera.
Con todo, primero hay que hacer una proposición importante sobre el
partidismo «objetivo». Se trata de que el partidismo en la ciencia (utilizando la
palabra en el sentido general del término alemán Wissenschaft) se apoya en el
desacuerdo no sobre hechos verificados, sino sobre su selección y su combinación,
y sobre lo que puede inferirse de ellos. [2] Da por sentados procedimientos no
controvertidos para verificar o refutar los datos, y procedimientos no
controvertidos de argumentación sobre ello. Thomas Hobbes dijo que los hombres
ocultarían o incluso pondrían en duda los teoremas de la geometría si éstos
chocaran con los intereses políticos de la clase gobernante. Puede que sea cierto,
pero en las ciencias no hay lugar para esta clase de partidismo.[3] Si alguien desea
argüir que la Tierra es plana o que la crónica bíblica de la creación es literalmente
cierta, hará bien en no estudiar para astrónomo, geógrafo o paleontólogo. A la
inversa, los que se oponen a que la crónica bíblica de la creación se incluya en los
libros de texto de las escuelas de California como «hipótesis posible» [4] no actúan
así porque tengan opiniones partidistas (que bien pueden tenerlas), sino porque se
apoyan en un consenso universal entre los científicos en el sentido de que no sólo
es dicha crónica errónea desde el punto de vista fáctico, sino que ningún
argumento favorable a ella puede considerarse científico. Por lo que se ve, no es
una «hipótesis científica posible». Poner en tela de juicio la refutación de la tesis de
que la Tierra es plana, o de la creencia de que Dios hizo el mundo en siete días, es
poner en duda lo que conocemos como razón y ciencia. Hay personas dispuestas a
hacerlo explícita o implícitamente. Si se diera el caso improbable de que tuvieran
razón, nosotros como historiadores, científicos sociales o científicos de otro tipo nos
encontraríamos sin trabajo.
II
Sin embargo, sigue habiendo una zona gris entre la erudición y la afirmación
política que quizá afecta a los historiadores más que a otros, porque desde tiempo
inmemorial se les ha utilizado para legitimar las pretensiones (por ejemplo,
dinásticas o territoriales) de los políticos. Se trata de la zona de la vindicación
política. Sería una gran falta de realismo esperar que los estudiosos se abstuvieran
de actuar como vindicadores, en especial si (como sucede a menudo) creen no sólo
que unos argumentos deben presentarse por patriotismo o por algún otro
compromiso político, sino porque son en verdad válidos. Es inevitable que haya
profesores búlgaros, yugoslavos y griegos que, incluso sin que los gobiernos, los
partidos o las iglesias les insten a ello, estén dispuestos a luchar hasta la última
nota a pie de página por su forma de interpretar la cuestión de Macedonia. Hay,
por supuesto, abundantes casos en que los historiadores, aunque su postura
personal sea de indiferencia, también acepten la obligación partidista de presentar
unos argumentos que respalden a su gobierno en la reivindicación de alguna
frontera en litigio o que escriban un artículo sobre la tradicional amistad entre el
pueblo sildavo y el pueblo ruritano en unos momentos en que Sildavia se esté
esforzando por mejorar sus relaciones diplomáticas con Ruritania. Sin embargo,
aunque los académicos sin duda continuarán actuando como vindicadores, con
más o menos convicción, y aunque el elemento de vindicación es inseparable de
todo debate, es necesario ver con claridad la diferencia entre esto y el análisis
científico (por partidista que sea).
III
Una vez determinados los límites más allá de los cuales el partidismo deja
de ser científicamente legítimo, permítanme presentar los argumentos a favor del
partidismo legítimo, tanto desde el punto de vista de la disciplina científica o
académica como desde el de la causa con la cual el erudito se siente comprometido.
La segunda es un poco más difícil que la primera, ya que da por sentado que
la causa se beneficiará de la labor del erudito como tal, aunque sea un erudito
comprometido. Pero es obvio que no siempre ocurre así. Hay causas como, por
ejemplo, la creencia en el cristianismo que no sólo no requieren respaldo científico
o académico, sino que, de hecho, pueden verse debilitadas por los intentos de
volver a formular la fe y el dogma en términos que por definición son lo contrario
de ambas cosas. (Por supuesto, la mayoría de estos intentos han sido actos
defensivos contra los ataques de fuerzas seculares). Esto no equivale a negar el
valor del compromiso cristiano como estímulo para ciertas clases de erudición, por
ejemplo la filológica o la arqueológica. Pero es dudoso que esta erudición haya
reforzado alguna vez el cristianismo como fuerza social. A lo sumo podría decirse
que proporciona servicios esotéricos, tal vez determinando la traducción correcta
de textos sagrados para las personas que concedan a esto una importancia más que
científica, o que brinda a la causa argumentos propagandísticos o el prestigio que,
en la mayoría de las sociedades, la erudición y el saber todavía dan al grupo con el
cual aparezcan asociadas. Con todo, la opinión sobre estas cuestiones es hasta
cierto punto subjetiva. Sin duda, para los mormones es importantísimo recoger
gran cantidad de información genealógica sobre antepasados a los que, según
tengo entendido, este proceso acerca más a la verdadera fe, postumamente. Para
los no mormones el ejercicio es interesante y valioso sólo porque de paso ha
producido una de las colecciones más completas de fuentes para la demografía
histórica.
Pero ¿hasta qué punto necesita para ello tener una forma específica de
compromiso? ¿No le es indiferente a un régimen que sus economistas sean en su
fuero interno conservadores o revolucionarios con tal que le resuelvan los
problemas? ¿No se hubiera beneficiado más la URSS de biólogos antiestalinistas
que conocieran su trabajo que de lysenkoitas que no lo conocieran? (Como dijo un
líder comunista chino: «¿Qué más da que los gatos sean blancos o negros, siempre
y cuando cacen ratones?»). O, dándole la vuelta a la pregunta, ¿no debe un
marxista comprometido, en la medida en que sea un buen experto, esperar que sus
conclusiones sean beneficiosas incluso para aquellos a quienes desea combatir?
Sea cual sea el caso de las ciencias naturales —y no voy a hablar de ello
porque no estoy capacitado— el argumento es irrefutable en las ciencias sociales.
Es difícil señalar un gran economista interesado en la formación que no estuviera
profundamente comprometido desde el punto de vista político, por la misma
razón que es difícil pensar en algún gran científico médico que no estuviera
profundamente comprometido con la curación de las enfermedades humanas. Las
ciencias sociales son en esencia «ciencias aplicadas» que, como dijo Marx, se
concibieron para cambiar el mundo y no meramente para interpretarlo (o para
explicar por qué no es necesario cambiarlo). Lo que es más, incluso hoy día, al
menos en el mundo anglosajón, el típico teórico de la economía no se considera a sí
mismo productor de «ciencia» para el consumo de su «bando» (como los científicos
antifascistas que durante la última guerra persuadieron a sus gobiernos de que era
posible fabricar armas nucleares), sino que más bien piensa que es un cruzado por
derecho propio —un Keynes o un Friedman— o por lo menos participante activo y
declarado en los debates sobre política pública. Keynes no sacó su política de la
Teoría general, sino que escribió la Teoría general para que su política tuviese una
base más sólida, además de un medio de difusión más eficaz. El vínculo directo
con la política es menos claro entre los grandes sociólogos, dado que la naturaleza
de su disciplina hace que sus prescripciones generales sean más difíciles de
formular en términos de medidas políticas específicas de los gobiernos, con la
posible excepción de los fines propagandísticos (incluidos los educativos). Sin
embargo, apenas es necesario demostrar el profundo compromiso político de los
padres fundadores de la sociología, y, de hecho, ha habido veces en que toda la
disciplina como tema académico casi se ha visto abrumada por los diversos
partidismos de sus cultivadores. No requiere un gran esfuerzo presentar
argumentos parecidos en el caso de otras ciencias sociales, incluida —si optamos
por incluirla— la historia.
Por otra parte, el poder del statu quo se veía muy reforzado si las enseñanzas
corrientes de las ciencias sociales no se presentaban como opiniones de base y
orientación políticas, sino como verdades eternas descubiertas sin más propósito
que la búsqueda de la verdad por parte de una clase de hombres que trabajaban en
ciertas instituciones que eran garantes tanto de la imparcialidad como de la
autoridad. Más que intervenir en política, los profesores de la Alemania imperial,
que formaban un grupo notoriamente partidista, reforzaban su bando con
declaraciones ex cathedra de lo que era «indiscutible». El intelectual como miembro
de una categoría profesional, como miembro de un estrato social y como teólogo
secular tenía un importante incentivo para afirmar que él —más raramente ella—
estaba por encima de la guerra. Sin embargo, en lo que se refiere al presente
argumento, no es necesario ni posible ahondar más en este asunto.
Que en el pasado las ciencias, y en especial las ciencias sociales, hayan sido
inseparables del partidismo no prueba que éste sea ventajoso para ellas, sino sólo
que es inevitable. La idea de que el partidismo es beneficioso tiene que basarse en
el argumento de que contribuye al avance de la ciencia. Puede contribuir, y ha
contribuido a ello, en la medida en que proporciona un incentivo para cambiar los
términos del debate científico, un mecanismo para inyectar nuevos temas, nuevos
interrogantes y nuevos modelos de respuesta («paradigmas», como los llama
Kuhn) desde fuera. No cabe duda de que esta fertilización del debate científico por
los estímulos y las críticas desde fuera del campo de investigación específico ha
sido enormemente beneficiosa para el avance científico. Hoy día esto se reconoce
de manera general, aunque normalmente se piensa que los estímulos exteriores
proceden de otras ciencias, y en parte por este motivo se fomentan toda clase de
contactos y empresas «interdisciplinarias».[11] No obstante, en las ciencias sociales,
y probablemente en todas las ciencias que se cree que tienen consecuencias para la
sociedad humana (aparte, quizá, de las puramente tecnológicas), «fuera» es en
gran parte, mejor dicho, principalmente, la experiencia, las ideas y la actividad del
científico como persona y como ciudadano, hijo de su tiempo. Y los científicos
partidistas son los que con mayor probabilidad usarán la experiencia «de fuera» en
su labor académica.
Esto no quiere decir que sea probable que todo compromiso político tenga
esta clase de efectos innovadores en la ciencia y la erudición. Gran parte de la
erudición partidista es trivial, escolástica o, si forma parte de un conjunto de
doctrina ortodoxa, tiene por fin probar la verdad predeterminada de dicha
doctrina. Gran parte de ella plantea pseudoproblemas de un tipo que recuerda la
teología y luego trata de resolverlos, y tal vez incluso se niega a considerar
problemas reales por razones doctrinales. No sirve de nada negarlo, si bien esta
forma de proceder no es privativa de estudiosos conscientes de su propio
partidismo. Además, suele haber un punto pasado el cual el compromiso
ideológico o político, del tipo que sea, tienta seriamente al estudioso a hacer lo que
es ilegítimo desde el punto de vista científico. El caso del ya fallecido profesor Cyril
Burt es una prueba de este peligro. Se ha demostrado que este eminente psicólogo
estaba tan convencido de la insignificancia de los factores ambientales en la
formación de la inteligencia humana, que falsificó los resultados de sus
experimentos para que resultasen más persuasivos. [13] Sin embargo, apenas es
necesario hacer hincapié en los peligros y las desventajas de la erudición partidista.
Sí hay que recalcar sus ventajas, que son menos obvias.
Los tres capítulos siguientes, que introducen una sección sobre polémicas históricas,
se ocupan específicamente de Marx y la historia. Los dos primeros son intentos —median
quince años entre ambos— de valorar el efecto de Marx en los historiadores
contemporáneos. El presente capítulo lo escribí para el simposio «El papel de Karl Marx en
la evolución del pensamiento científico contemporáneo», que se celebró en París, bajo los
auspicios de la UNESCO, en mayo de 1968. Fue publicado en el consiguiente volumen del
International Social Science Council, Marx and Contemporary Scientific Thought/Marx et
la penseé scientifique contemporaine, La Haya y París, 1969, pp. 197-211, en Diogenes, 64,
pp. 37-56, y en otras publicaciones.
El interrogante inmediato que se nos plantea es hasta qué punto esta nueva
orientación se ha debido a la influencia marxista. Un segundo interrogante es de
qué manera la influencia marxista sigue contribuyendo a ella.
No cabe duda de que la influencia del marxismo fue muy grande desde el
principio. Hablando en términos generales, sólo otra escuela o corriente del
pensamiento que apuntaba a la reconstrucción de la historia tuvo influencia en el
siglo XIX: el positivismo (ya sea con pe minúscula o mayúscula). El positivismo,
hijo tardío de la Ilustración del siglo XVIII, no pudo ganarse nuestra admiración
sin límites en el siglo XIX. Su principal aportación a la historia fue introducir
conceptos, métodos y modelos de las ciencias naturales en la investigación social y
aplicar a la historia los descubrimientos de las ciencias naturales que parecieran
apropiados. Estos logros no fueron insignificantes, pero sí limitados, tanto más
cuanto que lo más próximo a un modelo del cambio histórico, una teoría de la
evolución cuyo modelo era la biología o la geología y que a partir de 1859 recibió
estímulo y ejemplo del darvinismo, es sólo una guía muy esquemática e
insuficiente de la historia. En consecuencia, los historiadores inspirados por Comte
o Spencer han sido pocos y, al igual que Buckle o incluso historiadores más
grandes como Taine o Lamprecht, su influencia en la historiografía fue limitada y
temporal. La debilidad del positivismo (o del Positivismo) fue que, a pesar de que
Comte estaba convencido de que la sociología era la más elevada de las ciencias,
tenía poco que decir acerca de los fenómenos que caracterizan a la sociedad
humana, a diferencia de los que podían derivarse directamente de la influencia de
factores no sociales o tener por modelo las ciencias naturales. Las opiniones que
tenía sobre el carácter humano de la historia eran especulativas, cuando no
metafísicas.
Sin embargo, si era, por ende, natural, y quizá necesario, que el efecto inicial
del marxismo cobrase una forma simplificada, la selección propiamente dicha de
elementos de Marx también representó una elección histórica. Así, unos cuantos
comentarios que Marx hace en El capital sobre las relaciones entre el protestantismo
y el capitalismo ejercieron una influencia inmensa, es de suponer que debido a que
el problema de la base social de la ideología en general, y de la naturaleza de las
ortodoxias religiosas en particular, era un asunto que despertaba interés inmediato
e intenso.[8] En cambio, algunas de las obras en las cuales el propio Marx más cerca
estuvo de escribir como historiador, como en el caso de la magnífica El dieciocho
brumario, no estimularon a los historiadores hasta mucho después, probablemente
porque los problemas sobre los que más luz arrojan —la conciencia de clase y el
campesinado, pongamos por caso— parecían de interés menos inmediato.
Es casi seguro que el efecto principal que las ideas específicas del propio
Marx han tenido en la historia y en las ciencias sociales en general es el de la teoría
de «la base y la superestructura», es decir, el de su modelo de sociedad compuesta
de diferentes «niveles» que interactúan. No hay necesidad de aceptar la jerarquía
de niveles o el modo de interacción del propio Marx (en la medida en que lo haya
proporcionado)[9] para que el modelo general sea valioso. A decir verdad, ha sido
muy bien acogido de forma general como aportación valiosa incluso por los no
marxistas. El modelo específico de desarrollo histórico de Marx —que incluye el
papel de los conflictos de clase, la sucesión de formaciones socioeconómicas y el
mecanismo de transición de una a otra— ha seguido siendo mucho más
controvertido, incluso, en algunos casos, entre los marxistas. Está bien que sea
objeto de debate y, en particular, que se le apliquen los criterios habituales de
verificación histórica. Es inevitable que se abandonen algunas de sus partes por
estar basadas en datos insuficientes o engañosos, por ejemplo en el campo del
estudio de las sociedades orientales, donde Marx combina una profunda visión
interior con suposiciones erróneas, como en lo que se refiere a la estabilidad
interna de algunas de tales sociedades. No obstante, el presente artículo sostiene
que el principal valor de Marx para los historiadores de hoy reside en sus
afirmaciones sobre la historia y no en sus afirmaciones sobre la sociedad en
general.
La primera es la crítica del mecanismo que domina una parte tan grande de
las ciencias sociales, especialmente en los Estados Unidos, y que recibe su fuerza
tanto de la notable fecundidad de depurados modelos mecánicos en la actual fase
de avance científico como de la búsqueda de métodos para alcanzar el cambio
social que no lleven aparejada la revolución social. Quizá cabría añadir que debido
a la abundancia de dinero y de ciertas tecnologías nuevas y apropiadas para
utilizarlas en el campo social, y de las que se dispone ahora en los países
industriales más ricos, este tipo de «ingeniería social» y las teorías en que se basa
son muy atractivas en tales países. Estas teorías son en esencia ejercicios de
«resolución de problemas». Son extremadamente primitivas y es probable que sean
más rudimentarias que la mayoría de las teorías correspondientes en el siglo XIX.
Así, muchos científicos sociales, ya sea de modo consciente o de facto, reducen el
proceso de la historia a un solo cambio de la sociedad «tradicional» a la «moderna»
o «industrial» (la «moderna» se define en términos de los países industriales
avanzados, o incluso de los Estados Unidos a mediados del siglo XIX, y la
«tradicional» como la que carece de «modernidad»). En la práctica, este gran paso
único puede subdividirse en pasos más pequeños, tales como las etapas de
crecimiento económico de Rostow. Estos modelos eliminan la mayor parte de la
historia y se concentran en un período corto, aunque se reconoce que
importantísimo, a la vez que simplifican demasiado los mecanismos de cambio
histórico incluso para tratar este breve espacio de tiempo. Afectan a los
historiadores principalmente porque el tamaño y el prestigio de las ciencias
sociales que crean tales modelos alientan a los investigadores históricos a
embarcarse en proyectos que acusan su influencia. Es, o debería ser, muy evidente
que no pueden proporcionar ningún modelo satisfactorio de cambio histórico, pero
debido a su popularidad actual es importante que los marxistas nos lo recuerden
constantemente.
Sugiero que estas maneras o bien deben acercarlo más al marxismo o llevar a
una negación del cambio evolutivo. Esto último es lo que me parece que hace el
planteamiento de Lévi-Strauss (y el de Althusser). Aquí el cambio histórico se
convierte sencillamente en la permutación y combinación de ciertos «elementos»
(análogos a los genes en genética, como dice Lévi-Strauss) de los cuales cabe
esperar que, en un plazo suficientemente largo, se combinen para formar pautas
diferentes y, si son suficientemente limitados, agotar las posibles combinaciones. [17]
La historia es, por así decirlo, el proceso de agotar todas las variantes en la etapa
final de una partida de ajedrez. Pero ¿en qué orden? En este caso la teoría no nos
proporciona ninguna orientación.
Para responder a ellos, son necesarias las dos peculiaridades que distinguen
el marxismo de otras teorías estructurales-funcionales: el modelo de los niveles, de
los cuales el de las relaciones sociales de producción es el principal, y la existencia
de contradicciones internas dentro de los sistemas, de las cuales el conflicto de
clases no es más que un caso especial.
Con todo, tanto si han avanzado mucho más allá de Marx como si no, la
aportación de los historiadores marxistas de hoy tiene una importancia nueva que
se debe a los cambios que se están produciendo en las ciencias sociales. Mientras
que la función principal del materialismo histórico en el primer medio siglo
después de la muerte de Engels fue acercar la historia a las ciencias sociales, al
tiempo que se evitaban las simplificaciones excesivas del positivismo, hoy se
encuentra ante la rápida adopción de la perspectiva histórica por parte de las
propias ciencias sociales. Al no recibir ayuda de la historiografía académica, dichas
ciencias han empezado a improvisar de modo creciente la suya propia y aplican
sus propios procedimientos característicos al estudio del pasado, con resultados
que a menudo son técnicamente depurados pero que, como se ha señalado, se
basan en modelos de cambio histórico que en algunos sentidos son aún más
imperfectos que los del siglo XIX. [28] El materialismo histórico de Marx resulta aquí
muy valioso, aunque es natural que los científicos sociales de mentalidad histórica
tengan menos necesidad de la insistencia de Marx en la importancia de los
elementos económicos y sociales en la historia que los historiadores de principios
del siglo XX; y, a la inversa, que puedan sentirse más estimulados por aspectos de
la teoría de Marx que no causaron gran efecto en los historiadores de las
generaciones inmediatamente posmarxistas.
Hay tres razones —dos secundarias y una principal— por las cuales esto es
así, y por las cuales los marxistas, por consiguiente, no sólo comentan la obra de
Marx, sino que también hacen lo que él no hizo. En primer lugar, como sabemos, a
Marx le costaba mucho llevar a término sus proyectos literarios. En segundo lugar,
sus puntos de vista continuaron evolucionando hasta su muerte, aunque dentro de
un marco instaurado a mediados del decenio de 1840. En tercer lugar, la razón más
importante es que en sus obras de madurez Marx estudió deliberadamente la
historia en orden inverso, tomando el capitalismo desarrollado como punto de
partida. El «hombre» era la clave de la anatomía del «mono». Desde luego, esto no
es un procedimiento antihistórico. Significa que el pasado no puede entenderse
exclusiva o principalmente en sus propios términos: no sólo porque forma parte de
un proceso histórico, sino también porque ese proceso histórico solo nos ha
permitido analizar y comprender cosas relativas a ese proceso y al pasado.
El problema no es tanto por qué tiene que existir tal tendencia, ya que es
indiscutible que, a lo largo de la historia del mundo en conjunto, ha existido hasta
el momento presente. El verdadero problema es que esta tendencia es
patentemente no universal. Podemos encontrar una explicación convincente para
muchos casos de sociedades que no muestran la citada tendencia, o en las cuales
ésta parece detenerse en cierto punto, pero no es suficiente. Podemos afirmar que
existe una tendencia general a progresar de la recolección a la producción de
alimentos (donde ésta no sea imposible o innecesaria por razones ecológicas), pero
no podemos afirmar que exista en el caso de los modernos avances de la tecnología
y la industrialización, que han conquistado el mundo desde una y sólo una base
regional.
Esto parece crear una situación sin salida. O bien no existe una tendencia
general a que las fuerzas materiales de producción de la sociedad se desarrollen, o
sólo lo hagan hasta cierto punto; y entonces la evolución del capitalismo occidental
debe explicarse sin referencia primaria a tal tendencia general, y la concepción
materialista de la historia puede usarse, cuanto más, para explicar un caso especial.
(Señalo de paso que rechazar la opinión de que los hombres actúan
constantemente de un modo que tiende a incrementar su control de la naturaleza
es a la vez poco realista y genera grandes complicaciones históricas y de otra clase).
O, en caso contrario, existe dicha tendencia histórica general, y entonces tenemos
que explicar por qué no ha funcionado en todas partes, o incluso por qué en
muchos casos (China, por ejemplo) es evidente que se ha contrarrestado de manera
eficaz. Al parecer, sólo la fuerza, la inercia o alguna otra fuerza de la estructura y la
superestructura sociales por encima de la base material podrían haber detenido el
movimiento de dicha base.
Parece más útil formular los dos supuestos siguientes. En primer lugar, que
los elementos básicos dentro de un modo de producción que tienden a
desestabilizarlo entrañan la posibilidad, más que la certeza, de la transformación,
pero, según la estructura del modo, también fijan ciertos límites para la clase de
transformación que es posible. En segundo lugar, que los mecanismos que
conducen a la transformación de un modo en otro pueden no ser exclusivamente
internos, es decir, estar dentro de dicho modo, sino que tal vez surjan de la
conjunción y la interacción de sociedades estructuradas de manera diferente. En
este sentido, toda evolución es mixta. En vez de buscar sólo las condiciones
regionales específicas que llevan a la formación de, pongamos por caso, el sistema
peculiar de la Antigüedad clásica en el Mediterráneo, o a la transformación del
feudalismo en capitalismo dentro de los feudos y las ciudades de la Europa
occidental, deberíamos examinar los diversos caminos que llevan a las confluencias
y encrucijadas en las cuales, en cierta etapa de la evolución, se encontraron estas
zonas.
La influencia de Marx en los países no socialistas es sin duda mayor entre los
historiadores de hoy que entre los de cualquier otra época de mi propia vida —y
mi memoria se remonta a cincuenta años atrás— y, probablemente, mayor que en
cualquier otro momento desde su muerte. (Obviamente, la situación en los países
comprometidos de forma oficial con sus ideas no es comparable). Esto es necesario
decirlo porque en el momento actual se observa una tendencia bastante
generalizada entre los intelectuales, especialmente en Francia e Italia, a alejarse de
Marx. El hecho es que la influencia de Marx puede verse no sólo en el número de
historiadores que afirman ser marxistas, aunque es muy elevado, y en el número
de los que reconocen su importancia histórica (como, por ejemplo, Braudel en
Francia, la escuela de Bielefeld en Alemania), sino también en el gran número de
historiadores exmarxistas, a menudo eminentes, que mantienen el nombre de Marx
delante del mundo (como Postan). Además, muchos elementos que, hace cincuenta
años, subrayaban principalmente los marxistas y forman ahora parte de la
corriente principal de la historia. Es verdad que esto no se ha debido sólo a Karl
Marx, pero probablemente el marxismo ha sido la influencia principal en la
«modernización» de la forma de escribir historia.
La historia marxista de hoy no está, y no puede estar, aislada del resto del
pensamiento y el estudio históricos. Esta afirmación tiene dos vertientes. Por un
lado, los marxistas ya no rechazan —excepto como fuente de materia prima para
su trabajo— los escritos de los historiadores que no afirman ser marxistas o que, de
hecho, son antimarxistas. Si tales escritos son buenos, hay que tenerlos en cuenta.
Esto, sin embargo, no nos impide criticar ni librar una batalla ideológica incluso
contra los buenos historiadores que actúan como ideólogos. Por otro lado, el
marxismo ha transformado hasta tal punto la corriente principal de la historia, que
con frecuencia es hoy imposible distinguir si determinada obra la ha escrito un
marxista o un no marxista, a menos que el autor o la autora declare su postura
ideológica. No es motivo para lamentarse. Me gustaría que en el futuro nadie
preguntase si los autores son marxistas o no, porque entonces los marxistas
podrían sentirse satisfechos de la transformación de la historia conseguida por
medio de las ideas de Marx. Pero estamos lejos de semejante utopía: las luchas
ideológicas y políticas, de clase y de liberación del siglo XX hacen que incluso sea
impensable. En el futuro inmediato tendremos que defender a Marx y al marxismo
dentro y fuera de la historia, contra quienes los atacan por motivos políticos e
ideológicos. Al defenderlos, defenderemos también la historia, y la capacidad del
hombre para comprender cómo el mundo ha llegado a ser lo que es hoy, y cómo
puede el género humano avanzar hacia un futuro mejor.
12. TODOS LOS PUEBLOS TIENEN HISTORIA
Este es un análisis más completo del importante estudio de Eric Wolf, Europe and
the Peoples without History, utilizado en el capítulo precedente. Se publicó en el Times
Literary Supplement, 28 de octubre de 1983.
Wolf cuenta con una preparación excepcional para acometer esta tarea. A
diferencia de la mayoría de los antropólogos anglonorteamericanos, se le conoce
menos por «su» tribu o región que por su tema: la gente que se dedica a la
agricultura. Su libro Los campesinos (1966) es la mejor introducción al tema que
existe y el gran público conoce a su autor por un estudio del elemento campesino
en las revoluciones de nuestro tiempo, Peasant Wars of the Twentieth Century. Ha
publicado obras no sólo sobre su especialidad, es decir, la América Central, las
haciendas, las plantaciones y los campesinos, sino también sobre los orígenes del
islamismo y sobre la formación de naciones. Es coautor de The Hidden Frontier
(1974), soberbio estudio histórico-antropológico de dos comunidades tirolesas
vecinas pero de diferente etnia y lectura esencial para los estudiosos de la
nacionalidad moderna. Como es natural, está asociado desde hace mucho tiempo
con la primera revista interdisciplinaria moderna de su clase, Comparative Studies in
Society and History.
La tradición antropológica contra la cual se rebela Wolf es la que trata a las
sociedades humanas (esto es, en la práctica las micropoblaciones que han sido
objeto de trabajo de campo y monografías) como sistemas independientes, que se
reproducen por sí mismos e idealmente se estabilizan también por sí mismos. Pero
Wolf arguye que ninguna tribu o comunidad es o ha sido alguna vez una isla, y el
mundo, que es una totalidad de procesos o sistemas interrelacionados, no es y
nunca ha sido una suma de grupos y culturas humanos independientes. Lo que
aparece como invariable y que se reproduce por sí mismo es no sólo el resultado de
hacer frente al constante y complejo proceso de tensiones internas y externas, sino
que a menudo es fruto del cambio histórico. Lo que les sucedió a los mundurucú
del valle del Amazonas, que pasaron del patrilocalismo y el patrilinealismo a la
desacostumbrada combinación de matrilocalismo y asignación patrilineal, bajo el
efecto del auge del caucho brasileño, probablemente les había sucedido a muchas
de las «tribus» que encontraron los etnógrafos del siglo XIX y a las que se
consideró vestigios prehistóricos o ahistóricos «primitivos», como algún celacanto
humano colectivo. No hay ningún pueblo sin historia o que se pueda comprender
sin ella. Su historia, al igual que la nuestra, es incomprensible fuera de su marco en
un mundo más amplio (que ha pasado a ser limítrofe con el mundo habitado) y,
ciertamente, en el último medio milenio no se puede comprender excepto por
medio de las intersecciones de diferentes tipos de organización social, cada uno de
ellos modificado por la interacción con los demás.
¿Cómo debe analizarse esta mezcla de órdenes? El mérito principal del libro
de Wolf no reside en su capacidad de sintetizar críticamente lo que se ha escrito
sobre el mundo desde 1400, anotado en cuarenta y cinco páginas de bibliografía.
Otros pueden hacer igual, corriendo el riesgo inevitable de exponer los flancos al
fuego de los francotiradores especialistas. Reside en el intento de proporcionar una
manera de captar los «rasgos estratégicos de … [la] variabilidad» en los «diferentes
sistemas sociales y entendimientos culturales» que el capitalismo europeo encontró
en su expansión y, por consiguiente, «los procesos fundamentales que funcionan
en la interacción de los europeos con la mayoría de la población del mundo».
Tres «modos» amplios de esta clase tienen una relación directa con su
propósito, el cual, muy sensatamente, no muestra ningún interés por la
clasificación exhaustiva y —cabría añadir— es incompatible con una visión lineal
evolutiva: un «modo capitalista», un «modo tributario» y un «modo ordenado por
el parentesco». Ninguno de ellos es idéntico al concepto de «sociedad», pues éste
pertenece a un nivel diferente de abstracción y tiene un alcance explicativo
diferente. Puede añadirse que Wolf sostiene que cada modo tiende a generar sus
propios tipos de «cultura» o universos simbólicos que, en sus diversas versiones,
generalizan las «distinciones esenciales entre los seres humanos» que cada modelo
entraña.
Esta segunda situación entraña no sólo una división social del trabajo
bastante más compleja, sino «un cuerpo transgeneracional de reivindicaciones y
contrarreivindicaciones respecto del trabajo social» mediante genealogías reales o
ficticias, y los elementos de un orden político-social desigual que amenaza con
sobrepasar los límites del parentesco. Es posible contenerlo mientras no haya otro
mecanismo, para agregar o movilizar mano de obra aparte de las relaciones
concretas que haya instaurado el parentesco, esto es, mientras las alianzas y las
oposiciones no sean entre clases de personas y los gobernantes en potencia no
puedan echar mano de recursos exteriores. Parece que el modo ordenado por el
parentesco se convierte en sociedad de clases, y con ella en sociedades poseedoras
de estados, ya sea por medio de la transformación de los linajes «de jefes» en una
clase gobernante, en especial cuando tales aristocracias «proceden a conquistar y
gobernar a poblaciones extranjeras», o cuando grupos ordenados por el parentesco
pasan a relacionarse con sociedades tributarias o capitalistas que pueden ofrecer a
los jefes recursos externos y, por ende, «posibles seguidores ajenos al parentesco y
libres de la carga que el mismo comporta». De ahí, según arguye Wolf, la
escandalosa disposición de los jefes a colaborar con los europeos que se dedicaban
a la trata de esclavos y al comercio de pieles.
Europe and the People without History es la obra de una poderosa inteligencia
teórica, pero es una obra inspirada por un sentido vivido de las realidades sociales.
Detrás del análisis de Wolf, moderado en su estilo pero expresado con un notable
don para la exposición concisa y lúcida, hay una trayectoria personal e intelectual
que ha llevado al autor desde Viena y las comunidades obreras de Bohemia
septentrional devastadas por la Gran Depresión, hasta los Estados Unidos y las
plantaciones y campesinos del tercer mundo. Al igual que todos los buenos
antropólogos, es un «observador participante», en este caso de la historia del
mundo que es su tema. Este libro sólo podía escribirlo un «hijo de la tierra que
tiembla», por citar el título de una de las obras del propio Wolf. Es un libro
importante que será muy comentado. El año del centenario de la muerte de Marx
aún no ha terminado, pero cabe dudar que durante el mismo se haya publicado
una obra más original que ilustre con ejemplos la influencia viva de aquel gran
pensador.
13. NOTA SOBRE LA HISTORIA BRITÁNICA Y LOS
ANNALES
Quisiera añadir una o dos apostillas sobre la acogida que Annales tuvo en
Gran Bretaña.
Esta es una cuestión. Hay una segunda. Pienso que Peter Burke exagera un
poco el retraso con que los Annales y los principales historiadores franceses fueron
acogidos en Gran Bretaña. Pienso que a algunos de nosotros, al menos en
Cambridge, nos dijeron que leyéramos los Annales ya en el decenio de 1930. Lo que
es más, cuando Marc Bloch vino y nos habló en Cambridge —todavía lo recuerdo
como el gran momento que entonces pareció y fue— nos fue presentado como el
más grande de los medievalistas vivos, pienso que con mucha razón. Quizá fue
debido en concreto a un fenómeno local, la presencia en Cambridge de Michael
Postan, que a la sazón ocupaba la cátedra de historia económica y era un hombre
de afinidades insólitamente cosmopolitas y amplios conocimientos. Pero también
se debió a otro fenómeno que ya se ha mencionado en esta conferencia, a saber: la
curiosa confluencia, por medio de la historia económica, del marxismo y la escuela
francesa. Fue en el terreno de la historia económica y social —que, por supuesto,
figuraba al principio en la cabecera de los Annales— donde nos conocimos. Los
jóvenes marxistas de aquel tiempo encontraban que la única parte de la historia
oficial que tenía algún sentido para ellos, o al menos que podían usar, era la
historia económica, o la historia social y económica. Esta fue, pues, la causa del
encuentro.
Sin embargo, pienso que hay una razón más concreta por la cual los Annales
y su grupo ejercieron cierta influencia importante o al menos cierto estímulo en
Gran Bretaña, quizá más de lo que Peter Burke está dispuesto a reconocer. Me
parece que en los años de la posguerra, Francia fue el único país donde se hizo un
esfuerzo constante y sistemático por explorar lo que ahora sabemos —Wallerstein
será el primero en convenir en ello— que fue un período crucial en la evolución del
mundo moderno, a saber: la economía de los siglos XVI y XVII. Por supuesto, el
gran libro de Braudel no es un simple monumento a su interés, sino que también,
en cierto sentido, lo realzó. Pero Braudel no fue el único. Hubo muchos otros en
Francia que también se interesaron por ello: pienso, por ejemplo, en el famoso
artículo que Pierre Vilar escribió entonces, «El tiempo del Quijote», que, aunque de
manera diferente, también se ocupaba de un problema parecido del siglo XVI, la
crisis, la transición al siglo XVII. Y es indudable que fue en los Annales y por medio
de ellos que esta concentración de energías históricas (intelectuales, si así lo
prefieren) francesas, esta fase histórica, encontró su expresión más significativa y
concentrada. No cabe duda de que se debió al interés que el siglo XVI despertaba
tanto en Febvre como en Braudel.
Era algo relativamente nuevo. Los primeros Annales, los de los años treinta,
no tenían este interés en particular en el centro de sus inquietudes. Y tal vez valga
la pena investigar la razón por la cual apareció. Sé por qué surgió entre los
marxistas. Está claro que su aparición se produjo en los primeros años cincuenta
durante un debate en torno al libro Estudios sobre el desarrollo del capitalismo de
Maurice Dobb. Esencialmente, el famoso debate entre Sweezy y Dobb fue en torno
a la cuestión de exactamente dónde nos encontrábamos entre los siglos XV y XVIII,
qué importancia tuvo este período en la evolución de la economía del mundo
moderno. Y muchos, al examinar este difícil problema, nos sentimos atraídos de
forma natural por las personas que en Francia, con un punto de vista diferente —y
espero que Fernand Braudel me perdone si subrayo que él no es marxista—,
habían empezado a interesarse por ello. Durante breve tiempo me atrajo
personalmente la idea de abandonar mi propio siglo para hacer una incursión en el
estudio de la crisis del siglo XVII, y, al examinar ahora mis artículos, encuentro
muchísimas referencias a los Annales, a artículos aparecidos en los Annales, a
personas de los Annales, a Braudel, a Meuvret, a personas de este tipo. ¿En qué otra
parte hubiera encontrado las referencias en aquel entonces? Y, de hecho, al
debatirse el asunto en aquel tiempo, recuerdo que Hugh Trevor-Roper dijo que
esto no era nada nuevo. Los franceses llevaban haciéndolo desde siempre.
Pues tenía razón. Los franceses lo habían hecho siempre y nombrar a Trevor-
Roper demuestra que el interés por este problema no existía en una sola escuela de
historiadores británicos, sino que afectaba a varias. ¿Por qué? También aquí me
parece, al echar la vista atrás, que podemos ver que los siglos XVI y XVII son un
período crucial en la evolución del mundo moderno, pero sigue sin estar claro del
todo por qué a tales alturas nos dio por concentrarnos en este período. Desde
luego, en los primeros años de Past and Present, nos encontramos con que la mayor
parte de los artículos que nos ofrecían se ocupaban de los siglos XVI y XVII. Era en
aquel tiempo un asunto de rabiosa actualidad, por así decirlo. Y pienso que si hubo
cierta unión entre el marxismo y los Annales fue debido al interés por este
problema, que, de la oscura manera en que actúan las disciplinas académicas y las
ciencias, había pasado a ocupar el centro de la atención, al menos entre las
personas con inquietudes económicas y sociales a largo plazo.
Más bien quiero decir algo relacionado con las referencias muy interesantes,
y pienso que muy útiles, de Peter Burke al problema de la historia de las
mentalidades. En realidad no importa el nombre que demos al tema. Nosotros lo
llamamos «historia de las mentalidades» una vez más para indicar nuestra deuda
con los franceses, que se han interesado sistemáticamente por él, aunque no creo
que esto signifique que los historiadores franceses se hayan ocupado de él más que
otros. Desde luego, pese al enorme valor de las aportaciones de personas asociadas
con los Annales, no creo que en Inglaterra los que se ocupan de la historia de las
«mentalidades» tengan contraída una gran deuda directa con los Annales, excepto
en el campo de la Edad Media, donde me parece que Bloch es claramente
fundamental. Yo diría, por ejemplo, que incluso algunas de las personas que en
Francia han hecho una labor óptima en este campo, al menos en lo tocante al
período más reciente, no pertenecen al grupo de los Annales, aunque han ido
acercándose poco a poco a él. Vovelle es un hombre que ahora está claramente
integrado, por así decirlo, pero que no empezó en los Annales ni cerca de ellos, en
absoluto. Y lo mismo cabe decir de Agulhon, cuyo nombre pienso que debe
mencionarse. Así es como debe ser. Pienso que una de las grandes virtudes de la
escuela de los Annales es precisamente que ha sido lo bastante grande como para
recibir a cualquiera que haga aportaciones tan originales. Desde luego en
Inglaterra, el libro de Georges Lefebvre El gran pánico de 1789 tuvo una importancia
desproporcionada en lo que se refiere a llamar la atención de los que nos
ocupábamos de la historia de la gente corriente, la historia de las masas, sobre el
problema de las mentalidades.
Y esto me lleva a lo último que quería comentar. Tal vez sea debido a este,
digamos, sesgo antropológico social (en el sentido británico) que yo mismo tengo
la sensación de que el futuro de los estudios de la mentalidad es distinto del futuro
de los que han llevado a cabo por lo menos algunos de nuestros colegas franceses.
No es sencillamente el estudio de la otredad de la mentalidad que Peter Burke
mencionó. No es necesario creer en la dualidad de Lévy-Bruhl para pensar que la
gente del siglo XVI realmente parecía pensar de forma muy diferente. Este
descubrimiento de la otredad es importante. Es importante ver, por ejemplo, qué
diferente era el sentido del tiempo en el período preindustrial, como Edward
Thompson y otros han intentado demostrar, descubrir qué diferente era el sentido
de la historia, como Moses Finley ha tratado de señalar al analizar los clásicos. Esto
es muy importante, y hasta que lo hayamos descubierto realmente no podemos
hacer mucho con el pasado.
Sin embargo, mucho menos útil me parece la búsqueda de estructuras
profundas y en particular la búsqueda de la conscience. Puede que sea totalmente
heterodoxo, pero no pienso que los historiadores tengan mucho que aprender de
Freud, que era mal historiador, como se vio siempre que escribió algo relacionado
con la historia. No tengo ninguna opinión sobre la psicología de Freud, pero
considero que el descubrimiento tardío de Freud en Francia, unos cuarenta años
después que el resto del mundo, en modo alguno es un hecho totalmente positivo.
Me parece que fue negativo, en la medida en que dirige la atención hacia el
inconsciente o las estructuras profundas y la distrae de la cohesión, no diré que
«consciente», pero, en cualquier caso, lógica. No presta la debida atención al
sistema. Me parece que el problema de las mentalidades no es sencillamente el de
descubrir que la gente es diferente y de qué manera lo es y hacer que los lectores
sientan la diferencia, como tan bien hace Richard Cobb. Es encontrar una relación
lógica entre varias formas de comportamiento, de pensamiento y de sentimiento,
verlas como formas que concuerdan unas con otras. Es, si quieren, ver por qué
tiene sentido, pongamos por caso, que la gente crea que los ladrones famosos son
invisibles e invulnerables, aun cuando sea obvio que no lo son. No debemos ver
estas creencias puramente como una reacción emocional, sino como parte de un
sistema coherente de creencias relativas a la sociedad, relativas al papel de los que
creen y al papel de aquellos que son objeto de tales creencias. Veamos, por ejemplo,
la cuestión de los campesinos. ¿Por qué exigen tierra los campesinos? ¿Por qué
exigen solamente tierra sobre la cual creen tener ciertos tipos de derechos jurídicos
o morales? ¿Cuál es la naturaleza de estos derechos? ¿Por qué no escuchan a las
personas que les piden que exijan tierra basándose en otros motivos, como, por
ejemplo, los que proponen los modernos radicales políticos? ¿Por qué parecen
tener simultáneamente argumentos pidiendo tierra o justicia que a nosotros se nos
antojan incompatibles? No es que sean tontos. No es que no sepan lo que les
conviene. Debería haber alguna cohesión.
Este ensayo fue una aportación crítica a un debate que, al igual que tantos otros en
el campo de la historia, comenzó Lawrence Stone, durante mucho tiempo colega mío en la
junta de Past and Present, en torno al renacer de la historia narrativa. Fue publicado en el
n.º 86 de la citada revista (febrero de 1980), pp. 2-8.
Pienso que podemos aceptar que en los veinte años que siguieron a la
segunda guerra mundial se produjo un acusado descenso de la historia política y
religiosa, en el uso de «ideas» para explicar la historia, y un notable recurso a la
historia socioeconómica y a la explicación histórica en términos de «fuerzas
sociales», como señaló Momigliano ya en 1954.[2] Tanto si las llamamos
«económico-deterministas» como si no, estas corrientes de la historiografía pasaron
a ser influyentes, y en algunos casos dominantes, en los principales centros
historiográficos occidentales, por no mencionar, por otras razones, los orientales.
También podemos aceptar que en años recientes ha habido mucha diversificación y
un acentuado renacer del interés por temas que eran bastante más marginales en
relación con las inquietudes principales de las personas ajenas a la historia que en
aquellos años se convirtieron en lo contrario, si bien tales temas nunca fueron
desatendidos. Al fin y al cabo, Braudel escribió sobre Felipe II además de sobre el
Mediterráneo, y la monografía de Le Roy Ladurie titulada Le Carnaval de Romans (el
de 1580) fue precedida por una crónica mucho más breve, pero sumamente
perceptiva, del mismo episodio en su libro Les Paysans du Languedoc.[3] Si los
historiadores marxistas del decenio de 1970 escriben libros enteros sobre el papel
de los mitos radicales-nacionales como, por ejemplo, la leyenda galesa de Madoc,
Christopher Hill al menos escribió un artículo muy influyente sobre el mito del
yugo normando en los comienzos del decenio de 1950. [4] Con todo, probablemente
se ha producido un cambio.
Todos ansiamos descubrir adónde van los historiadores. Hay que dar la
bienvenida al ensayo de Stone como intento en ese sentido. Sin embargo, no es
satisfactorio. A pesar de negarlo, el ensayo combina el examen de los cambios
«observados en la moda histórica» con «juicios de valor sobre qué modos de
escribir historia son buenos y qué modos son menos buenos», [19] en especial sobre
estos últimos. Pienso que es una lástima, no porque dé la casualidad de que
discrepo de él en lo que se refiere al «principio de indeterminación» y la
generalización histórica, sino porque, si el argumento es erróneo, también debe ser
insuficiente el diagnóstico de los «cambios en el discurso histórico» que se haga en
términos de este argumento. Al igual que el irlandés mítico a quien un viajero
preguntó cuál era el camino para llegar a Ballynahinch, uno está tentado de
detenerse, reflexionar y contestar: «Si yo fuera usted, no partiría de aquí en
absoluto».
15. POSMODERNISMO EN LA SELVA
Richard Price, cuyo libro Maroon Societies, junto con un capítulo de From
Rebellion to Revolution, de Eugene Genovese, proporciona la mejor introducción al
tema,[2] es hoy la principal autoridad en materia de cimarrones en general y en los
de Surinam («negros de la selva») o, mejor dicho, en una de sus comunidades, los
saramacca, a quienes ha dedicado muchos años de investigación. Ya ha escrito
mucho sobre ellos, especialmente en su obra precursora First Time: The Historical
Vision of an Afro-American People,[3] que es una crónica de la formación y la guerra
de independencia de los saramacca basada en documentos escritos y en el «sentido
causal y marcadamente lineal de la historia», transmitido de forma oral, de los
propios saramacca; un sentido que ocupa un lugar central en la identidad de los
mismos y que, dicho sea de paso, hace que los historiadores los encuentren
fascinantes. Alabi’s World continúa la historia después de la independencia, en el
momento en que la sociedad saramacca se asentó, y emplea el método consistente
en contar «la vida y la época» de un tal Alabi (1740-1820), que fue jefe supremo de
su pueblo durante casi cuarenta años. Sin embargo, contiene suficiente material de
introducción sobre los orígenes de los cimarrones de Surinam para poner a los
lectores en antecedentes; porque, como dicen los saramacca: «Si olvidamos las
acciones de nuestros antepasados, ¿cómo podemos tener la esperanza de evitar que
nos devuelvan a la esclavitud de los blancos?».
Price ha escogido un tema que tiene igual importancia para los historiadores
y los antropólogos sociales, aparte del heroísmo de las luchas de los cimarrones.
Porque las sociedades de cimarrones plantean interrogantes fundamentales.
¿Cómo grupos fortuitos de fugitivos cuyos orígenes son muy diferentes, que no
tienen nada en común salvo la experiencia del transporte en barcos negreros y la
esclavitud en las plantaciones, llegan a formar comunidades estructuradas?
¿Cómo, en sentido más general, se fundan sociedades a partir de cero? ¿Qué
relaciones existen entre las sociedades de exesclavos que rechazan el cautiverio y la
sociedad dominante en cuyas márgenes viven, en un curioso tipo de simbiosis,
porque, como ha señalado Price en otra parte, [4] la vida de cimarrón no era una
simple huida, una vuelta a la vida de campesino en la jungla, sino también,
curiosamente, «una especie de occidentalización»? ¿Exactamente qué obtenían o
podían obtener del viejo continente tales comunidades de refugiados, al menos en
los tiempos en que la mayoría de sus miembros habían nacido en África? Porque
aunque a los observadores les pareciese que las comunidades de cimarrones tenían
sentimientos africanos —y quizá, novedad histórica, conciencia de una africanidad
común, ya que no podían haber estado en el viejo mundo— no es fácil encontrar
modelos y precedentes específicos y africanos de sus instituciones.
Dado que el personaje principal del libro, Alabi, acabó haciéndose cristiano,
mientras que la esencia de ser saramacca era el rechazo de los valores de los
blancos, entre ellos el cristianismo, o cuando menos la no aceptación de los
mismos, el choque entre culturas tiene que estar en el centro de un libro que hable
de él. Los cristianos son aún una pequeña minoría entre los «negros de la selva» de
Surinam. Dado que gran parte o, mejor dicho, la mayor parte de la información de
Price sobre la vida de los cimarrones en el siglo XVIII procede de la voluminosa
correspondencia de los misioneros moravianos, que eran los únicos blancos en
contacto permanente con los saramacca, dos tipos de equívoco cultural ocupan
también un lugar central: el de los hermanos y las hermanas moravianos, que al
parecer poseían una capacidad monumental para no enterarse de lo que ocurría a
su alrededor, y el de los investigadores modernos, para quienes la visión del
mundo de fanáticos pietistas del siglo XVIII como los moravianos, con su culto
sensual, casi erótico, a las heridas de Cristo es casi con seguridad menos
comprensible que el de los exesclavos. Intentar (por más que sea inútilmente)
comprender a «su» pueblo elegido es lo que se supone que deben hacer todos los
antropólogos de campo; pero la reacción más común de la mayoría de los
modernos racionales ante los sectores más fanáticos y radicales de las iglesias
occidentales aún tiende a ser una mezcla de lástima fascinada y repulsión.
Sólo las notas nos dan algo más que información indirecta sobre cómo los
saramacca se ganaban el sustento en la selva tropical, qué cultivaban, qué cazaban
(treinta y tres especies según los moravianos) y qué se negaban a cazar en ciertas
ocasiones rituales (veinticinco de ellas). Y en qué medida comerciaban, qué
vendían y qué compraban (cacahuetes, canoas, madera y arroz a cambio de sal,
azúcar, artículos para el hogar, herramientas, adornos y armas de fuego ilegales).
Parece extraño que aspectos tan obvios de la «realidad vivida» se traten sólo como
parte del aparato de la erudición.
Por otro lado, sólo en las notas podemos descubrir algo acerca de las
complejas y ambiguas relaciones de los cimarrones con los indios, de quienes tanto
aprendieron sobre cómo vivir en el hinterland, y otros aspectos diversos que el
autor opina que «hubieran desequilibrado la alternancia narrativa/descriptiva del
texto principal». Es posible que, de hecho, este procedimiento sea «textualmente
más rico que los que ya se han intentado», pero no cabe duda de que complica la
lectura de algo que parece una aportación importante a un tema importante.
Pero es algo que han hecho a menudo, como cosa normal, al estudiar
períodos y sociedades por lo menos tan remotos como los saramacca, historiadores
analíticos de la Edad Media, desde F. W. Maitland hasta Georges Duby, que
desconocían los requisitos de los posmodernistas, pero eran muy conscientes de
que el pasado es otro país donde las cosas se hacen de manera diferente, de que
debemos comprenderlo aun cuando los mejores intérpretes sigan siendo forasteros
con prejuicios. A juzgar por la sensibilidad y la calidad de su trabajo de
investigación, Price está plenamente capacitado para seguir los pasos de dichos
historiadores cuando no se lo impide un proyecto que es más apropiado para la
deconstrucción que para la construcción.
Sin embargo, lo que Alabi’s World puede expresar de manera vivida son los
errores de interpretación. Cómo y por qué no cabía en la cabeza de los negros de la
selva que todos los blancos no eran muy ricos. Cómo el cristianismo perdió toda su
capacidad de convencer al aplicarle los saramacca su visión práctica y funcional de
las fuerzas espirituales. Los saramacca sacaron la conclusión de que era obvio que
una persona que no hubiese pecado no necesitaba a Cristo, que había resucitado a
causa de los pecados de los hombres. En todo caso, si eras pecador, los dioses
hubieran hecho algo al respecto mucho antes. «La gente de aquí reza todos los
días. ¿No se enfadará su dios al ver que le dan tanto trabajo?». Observando a los
moravianos con un buen sentido de las estadísticas, se fijaron en que «los cristianos
enferman más a menudo». No era un argumento convincente a favor de Jesús.
Es un gran placer [escribió un exmisionero] ver una gente que está tan
contenta con su suerte. Gozan de los frutos de su trabajo y desconocen el veneno
del odio.
Para nosotros siguen siendo tan incomprensibles como para los cimarrones
de la selva. Pero no neguemos nuestra admiración a unos hombres y unas mujeres
que, a su manera, sabían cuál era el objetivo de su vida.
16. SOBRE LA HISTORIA DESDE ABAJO
Ahora bien, durante la mayor parte de la historia hasta finales del siglo XIX,
y en la mayoría de los países, normalmente los asuntos prácticos de la política de la
clase dirigente requerían sólo alguna consulta esporádica con la masa de la
población. Podían tomarse como cosa normal, salvo en circunstancias muy
excepcionales como, por ejemplo, las grandes revoluciones o insurrecciones
sociales. No quiere decir esto que las masas estuvieran contentas ni que no fuera
necesario tenerlas en cuenta. Significa sencillamente que los términos de la relación
estaban dispuestos de un modo que garantizaba que el descontento no saldría de
unos límites aceptables, esto es, que las actividades de los pobres normalmente no
amenazarían el orden social. Asimismo, en su mayor parte se situaban en un nivel
inferior a aquel donde se desarrollaba la política de la gente principal: por ejemplo,
un nivel local y no nacional. A la inversa, la gente corriente aceptó su condición de
subalterna durante la mayor parte del período y se limitó a luchar —si luchaba—
contra los opresores con los que tenía contacto directo. Si puede hacerse una
generalización no arriesgada sobre la relación normal entre campesinos y reyes o
emperadores en el período anterior al siglo XIX, es que consideraban que el rey o el
emperador era justo por definición. Si el rey o el emperador sabía lo que tramaba la
nobleza terrateniente —o, con mayor probabilidad, algún noble en concreto—,
impedía que oprimiera a los campesinos. Así que, en cierto sentido, él estaba fuera
del mundo de la política de ellos y viceversa.
Todo tipo de historia tiene sus problemas técnicos, pero en la mayoría de los
casos se da por sentado que ya existe un conjunto de fuentes cuya interpretación
plantea dichos problemas. La disciplina clásica de la erudición histórica, tal como
la cultivaron en el siglo XIX profesores alemanes y de otras nacionalidades, partía
de este supuesto que casualmente encajaba muy bien en la moda predominante del
positivismo científico. Este tipo de problema académico sigue dominando en unas
cuantas ramas muy anticuadas del saber como, por ejemplo, la historia de la
literatura. Para estudiar a Dante, hay que dominar el arte de interpretar
manuscritos y de resolver los problemas que surgen cuando unos manuscritos se
copian de otros, porque el texto de Dante depende del cotejo de manuscritos
medievales. Para estudiar a Shakespeare, que no dejó ningún manuscrito, sino
muchas ediciones impresas y viciadas, significa convertirse en una especie de
Sherlock Holmes del ramo de la imprenta de principios del siglo XVII. Pero en
ninguno de los dos casos hay muchas dudas sobre lo principal del tema que
estudiamos, a saber: las obras de Dante o de Shakespeare.
Es cierto que, una vez nuestras preguntas han revelado nuevas fuentes de
material, éstas mismas plantean considerables problemas técnicos: a veces
demasiados, a veces insuficientes. Los demógrafos históricos han ocupado
sencillamente gran parte del tiempo en los detalles técnicos de su análisis, que son
cada vez más complejos. Por este motivo, gran parte de lo que publican en la
actualidad sólo tiene interés para otros demógrafos históricos. El espacio de tiempo
que transcurre entre la investigación y el resultado es insólitamente largo.
Debemos tener presente que gran parte de la historia de los de abajo no produce
resultados rápidos, sino que es necesario recurrir a un tratamiento complicado y
caro que lleva mucho tiempo. No es como recoger diamantes en el lecho de un río,
sino que se parece más a la moderna extracción de diamantes y oro, que requiere
grandes inversiones de capital y el empleo de alta tecnología.
Pero las fuentes más finas son las que se limitan a registrar acciones que
tienen que indicar implícitamente ciertas opiniones. Son casi siempre el resultado de
buscar alguna manera —cualquier manera— de hacer una pregunta que ya está en
la mente del historiador. Además, en general son muy concluyentes. Supongan,
por ejemplo, que quieren descubrir qué cambios obró la Revolución francesa en el
sentimiento monárquico en Francia. Marc Bloch, al investigar la creencia, que
durante muchos siglos fue general, de que los reyes de Francia e Inglaterra podían
hacer milagros, señala que en la coronación de Luis XVI, en 1774, 2400 escrofulosos
se presentaron para que el monarca los curase del «mal del rey» mediante la
imposición de manos. Pero cuando Carlos X resucitó el antiguo ceremonial de
coronación en Reims, en 1825, y fue persuadido, muy a su pesar, de resucitar
también la ceremonia de curación por parte del rey, sólo se presentaron 120
personas. Entre el último rey prerrevolucionario y 1825 había desaparecido
virtualmente de Francia la creencia shakespeariana de que «hay tal divinidad
ciñendo a un rey». No se puede discutir esta conclusión.
Un colega florentino encargó a sus hijos que llevaran a cabo una pequeña
investigación consistente en comprobar en los listines de teléfonos toscanos la
frecuencia con que aparecían nombres sacados premeditadamente de fuentes
seculares, pongamos que de la ópera y la literatura italianas (Espartaco, por
ejemplo). Resulta que esto se correlaciona especialmente bien con las zonas donde
en otro tiempo el anarquismo ejerció influencia, más que con las de influencia
socialista. Así que podemos inferir —lo que también es probable por otros motivos
— que el anarquismo era algo más que un simple movimiento político y tendía a
poseer algunas de las características de una conversión activa, un cambió en todo
el modo de vida de sus militantes. Es posible que la historia social e ideológica de
los nombres de persona se haya investigado en Inglaterra (por alguien que no sea
aquel caballero que anualmente sigue la pista de los nombres que aparecen en los
anuncios del Times), pero, si se ha investigado, no he tenido ocasión de ver tales
estudios. Sospecho que no hay ninguno, al menos que sea obra de un historiador.
Así pues, con más o menos ingenio, lo que el poeta llamó «los sencillos
anales de los pobres» —los escuetos registros de nacimientos, matrimonios y
defunciones— pueden aportar información en cantidades sorprendentes. Y todo el
mundo puede probar suerte en el juego de los historiadores y tratar de descubrir
maneras de no limitarse a especular sobre qué canciones cantaban las sirenas (sir
Thomas Browne), sino de encontrar realmente algunos testimonios indirectos de
tales canciones. Gran parte de la historia de los de abajo es como el rastro del
antiguo arado. Puede parecer que desapareció para siempre con los hombres que
araron el campo hace muchos siglos. Pero todo fotógrafo aéreo sabe que, bajo cierta
luz y desde cierto ángulo, las sombras de los caballones y los surcos olvidados hace
mucho tiempo todavía son visibles.
Es un error total dar por sentado que los Victorianos —todos ellos excepto
una minoría pequeña y más bien atípica— adoptaban las mismas actitudes que
nosotros ante la sexualidad, sólo que la suprimían u ocultaban. Pero es bastante
difícil hacer el esfuerzo de imaginación necesario para comprender esto, tanto más
cuanto que la sexualidad parece ser algo bastante invariable y todos nos creemos
expertos en la materia.
¿Por qué la invasión tiene lugar al amanecer? Es de suponer que por buenas
razones de índole militar: para pillar al otro bando desprevenido y tener como
mínimo un poco de luz diurna que les permita instalarse. Pero ¿por qué se instalan
con chozas, animales y aperos, en vez de limitarse a esperar el momento de repeler
a los terratenientes o la policía? En realidad, casi nunca tratan seriamente de
repeler a la policía o al ejército, por una razón muy buena: saben que no lo
conseguirán porque son demasiado débiles. Los campesinos son más realistas que
muchos de los insurrectos de extrema izquierda. Saben de sobra quién va a matar a
quién si se produce un enfrentamiento. Y lo que es más importante: saben quién no
puede huir. Saben que puede haber revoluciones, pero también saben que su
victoria no depende de ellos, de su poblado en concreto. Así que normalmente las
ocupaciones en masa de tierra vienen a ser una prueba. Por lo general, en la
situación política hay algo que se ha filtrado hasta los poblados y los ha
convencido de que los tiempos están cambiando: la estrategia normal de pasividad
tal vez puede sustituirse por la actividad. Si tienen razón al pensar así, nadie
vendrá a echarles de la tierra. Si se equivocan, lo sensato es retirarse y esperar el
próximo momento apropiado. Pero, sin embargo, no sólo deben reivindicar la
tierra, sino vivir realmente en ella y trabajarla, sobre todo esto último, porque su
derecho sobre ella no es como el derecho de propiedad burgués, sino que se parece
más al derecho de propiedad en el estado de la naturaleza de que habló Locke:
depende de mezclar el trabajo propio con los recursos de la naturaleza. ¿Podemos
verificar esto? Pues, sí, gracias a la Rusia del siglo XIX sabemos muchas cosas sobre
la creencia de los campesinos en el llamado «principio del trabajo». Y, de hecho,
podemos ver el argumento en acción: en el Cilento, al sur de Nápoles, antes de la
revolución de 1848 «en el día de Navidad los campesinos salían siempre a las
tierras que reivindicaban con el fin de llevar a cabo faenas agrícolas, con lo cual
pretendían mantener el principio ideal de posesión de sus derechos». Si no trabajas
la tierra, no es justo que seas su propietario.
Supone tres pasos analíticos: en primer lugar, tenemos que identificar lo que
los médicos llamarían «el síndrome», es decir, todos los «síntomas» o pedacitos del
rompecabezas que deben juntarse o, como mínimo, un número suficiente de ellos
para poder continuar. En segundo lugar, tenemos que construir un modelo que
explique todas estas formas de comportamiento, esto es, descubrir una serie de
supuestos que hagan que las diferentes clases de comportamiento que forman esta
combinación armonicen unas con otras de acuerdo con algún esquema de
racionalidad. En tercer lugar, tenemos que descubrir si hay pruebas
independientes que confirmen estas conjeturas.
La segunda fase del análisis también es difícil, ya que puede ser que
sencillamente impongamos una construcción arbitraria a los hechos. Con todo, en
la medida en que el modelo pueda ponerse a prueba —a diferencia de muchos
modelos muy bonitos, como, por ejemplo, los estructuralistas—, esto no causa
demasiados problemas. Más los causa cierta vaguedad sobre lo que tratamos de
probar. Porque suponer que cierta clase de comportamiento tiene sentido
basándose en ciertos supuestos no equivale a afirmar que es sensato, que es
racionalmente justificable. El gran peligro de este procedimiento —ante el cual han
sucumbido numerosos antropólogos de campo— es equiparar todo
comportamiento como igualmente «racional». Ahora bien, parte de él lo es. Por
ejemplo, el comportamiento del buen soldado Schweik, al que, por supuesto, las
autoridades militares habían declarado imbécil de verdad, era cualquier cosa
menos un imbécil. Era indudablemente la forma más eficaz de autodefensa para
alguien en su situación. Una y otra vez, al estudiar el comportamiento político de
los campesinos en un estado de opresión, descubrimos el valor práctico de la
estupidez y una negativa a aceptar cualquier innovación: la gran ventaja de los
campesinos es que hay muchas cosas que sencillamente no puedes obligarles a
hacer, y, en general, la ausencia de todo cambio es lo más apropiado para el
campesinado tradicional. (Pero, desde luego, no olvidemos que muchos de estos
campesinos no juegan sólo a ser espesos, sino que lo son realmente). A veces el
comportamiento era racional en ciertas circunstancias, pero deja de serlo al
cambiar éstas. Pero también abundan los tipos de comportamiento que no son
nada racionales, en el sentido de que sean medios eficaces de alcanzar fines
prácticos definibles, sino que son meramente comprensibles. Un ejemplo obvio de
esto es el renacer de las creencias en la astrología, la brujería, varias religiones
marginales y creencias irracionales que hoy se observa en Occidente, o ciertas
formas de comportamiento violento, como —por poner el ejemplo más común— la
locura que se apodera de tantas personas cuando suben a un coche. El historiador
de los de abajo no abdica de su juicio, o al menos no debería abdicar.
Por otra parte, hoy día la palabra «asiático» tiene un segundo significado
que es más restringido desde el punto de vista geográfico. Cuando Lee Kwan Yew
de Singapur anuncia una «vía asiática» y un «modelo económico asiático», tema
que han adoptado alegremente expertos en gestión e ideólogos occidentales, no
nos ocupamos de Asia en su conjunto, sino de los efectos económicos del legado
geográficamente localizado de Confucio. En resumen, continuamos el viejo debate
que inició Marx y amplió Max Weber, el debate sobre la influencia de
determinadas religiones e ideologías en el desarrollo económico. En otro tiempo el
motor del capitalismo lo alimentaba el protestantismo. Hoy Calvino está pasado de
moda y lo que se lleva es Confucio, tanto porque las virtudes protestantes son
difíciles de localizar en el capitalismo occidental como porque los triunfos
económicos del este de Asia han tenido lugar en países marcados por el legado de
Confucio —China, Japón, Corea, Taiwán, Hong Kong, Singapur, Vietnam— o han
sido obra de una diáspora empresarial china. Se da la circunstancia de que en Asia
están hoy las sedes de todas las principales religiones del mundo excepto el
cristianismo e incluido lo que queda del comunismo, pero las regiones culturales
no confucianas del continente no hacen al caso en la actual moda del debate
weberiano. No pertenecen a esta Asia.
Por supuesto, que Europa sea una construcción no significa que no existiera
o no exista. Siempre ha habido una Europa, desde que los antiguos griegos le
pusieron nombre. Sólo que se trata de un concepto cambiante, divisible y flexible,
aunque quizá no tan elástico como Mitteleuropa, el ejemplo clásico de programa
político disfrazado de geografía. Exceptuando la actual República Checa y las
regiones colindantes, ninguna parte de Europa aparece en todos los mapas de la
Europa central, pero algunos de éstos abarcan todo el continente excepto la
península ibérica. Sin embargo, la elasticidad del concepto de «Europa» no es tanto
geográfica —por razones prácticas todos los atlas aceptan la línea de los Urales—
como política e ideológica. En los Estados Unidos, durante la guerra fría, la
asignatura «historia de Europa» abarcaba principalmente la Europa occidental.
Desde 1989 se ha extendido a la Europa central y a la oriental «al cambiar la
geografía política y económica de Europa».[3]
Sin embargo, separar Europa del resto del mundo es menos peligroso que la
costumbre de excluir partes del continente geográfico de algún concepto ideológico
de «Europa». Los últimos cincuenta años deberían habernos enseñado que tales
redefiniciones del continente no pertenecen a la historia, sino a la política y la
ideología. Hasta el final de la guerra fría esto era perfectamente obvio. Después de
la segunda guerra mundial, Europa, para los norteamericanos, significaba «la
frontera oriental de lo que dio en llamarse “civilización occidental”». [6] «Europa»
terminaba en las fronteras de la región controlada por la URSS y se definía por el
no comunismo o el anticomunismo de sus gobiernos. Naturalmente, se intentó dar
un contenido positivo a este resto, para lo cual, por ejemplo, se decía que era la
zona de la democracia y la libertad. Sin embargo, esto parecía poco convincente
incluso a ojos de la Comunidad Económica Europea antes de la mitad del decenio
de 1970, momento en que los regímenes patentemente autoritarios del sur de
Europa desaparecieron —España, Portugal, los coroneles griegos— y Gran
Bretaña, país indiscutiblemente democrático pero dudosamente «europeo»,
finalmente ingresó en ella. Hoy es aún más obvio que las definiciones
programáticas de Europa no sirven. La URSS, cuya existencia unía a «Europa», ya
no existe, a la vez que la variedad de los regímenes que hay entre Gibraltar y
Vladivostok no la oculta el hecho de que todos, sin ninguna excepción, declaren su
adhesión a la democracia y al libre mercado.
Así pues, buscar una «Europa» programática única sólo sirve para que se
entablen debates interminables sobre los problemas que aún no se han resuelto, y
quizá son irresolubles, de cómo ampliar la Unión Europea, esto es, cómo convertir
en un ente único y más o menos homogéneo un continente que durante toda su
historia ha sido económica, política y culturalmente heterogéneo. Nunca ha habido
una sola Europa. La diferencia no puede eliminarse de nuestra historia. Siempre ha
sido así, incluso cuando la ideología prefería vestir a «Europa» con atuendo
religioso más que geográfico. Es cierto que Europa era el continente específico del
cristianismo, al menos lo fue entre la ascensión del islamismo y la conquista del
Nuevo Mundo. Sin embargo, apenas se habían convertido los últimos paganos
cuando se hizo evidente que, como mínimo, dos variedades de cristianismo que
distaban mucho de ser fraternales se enfrentaban en el territorio de Europa, y la
Reforma del siglo XVI añadió varias más. Para algunos (hay que reconocer que casi
siempre son polacos y croatas) la frontera entre el cristianismo de Roma y el
ortodoxo es «incluso hoy, una de las divisiones culturales más permanentes del
mundo».[7] Incluso hoy Irlanda del Norte demuestra que la antigua tradición de
sangrientas guerras religiosas intraeuropeas no ha muerto. El cristianismo es una
parte de la historia europea que no puede arrancarse, pero no ha sido una fuerza
unificadora de nuestro continente en mayor medida que otros conceptos aún más
típicamente europeos como son, por ejemplo, la «nación» y el «socialismo».
Y, pese a ello, las cumbres de la civilización europea desde las cuales las
pendientes llevaban a otros continentes no hubieran podido descubrirse hasta que
la totalidad de Europa dejó de pertenecer al reino de la barbarie. Porque incluso en
las postrimerías del siglo XIV estudiosos de la región de la alta cultura como el
gran Ibn Jaldún habían mostrado poco interés por la Europa cristiana. «Sabe Dios
lo que pasa allí», comentó dos siglos más tarde Sa’id ibn Akhmad, cadí de Toledo,
que estaba convencido de que de los bárbaros del norte no podía aprenderse nada.
Parecían bestias más que hombres. [8] Es obvio que en aquellos siglos la pendiente
cultural iba en la dirección contraria.
Pero precisamente en esto radica la paradoja de la historia de Europa. Estos
cambios de sentido o interrupciones muy históricos son su característica específica.
Durante toda su larga historia la franja de altas culturas que se extendía del este de
Asia a Egipto no experimentó ninguna recaída en la barbarie, pese a todas las
invasiones, conquistas y convulsiones. Ibn Jaldún veía la historia como un duelo
eterno entre los nómadas pastores y la civilización asentada, pero en este conflicto
eterno los nómadas, aunque a veces eran victoriosos, siguieron siendo los rivales y
no los vencedores. China bajo los mongoles y los manchúes y Persia invadida por
conquistadores procedentes del Asia central continuaron siendo faros de la alta
cultura en sus regiones. Lo mismo puede decirse de Egipto y Mesopotamia, ya
fuera bajo los faraones y los babilonios, los griegos, los romanos, los árabes o los
turcos. Invadidos durante un milenio por los pueblos procedentes de las estepas y
el desierto, todos los grandes imperios del mundo sobrevivieron con una sola
excepción. Sólo el imperio romano fue destruido de modo permanente.
Pero sólo en parte. Porque es indiscutible que desde finales del siglo XV la
historia del mundo se volvió eurocéntrica y continuó siéndolo hasta el siglo XX.
Todo lo que distingue el mundo de hoy del mundo de los emperadores Ming y
mongoles y los mamelucos tuvo su origen en Europa, ya sea en la ciencia y la
tecnología, en la economía, en la ideología y la política, o en las instituciones y
costumbres de la vida pública y privada. Ni siquiera el concepto del «mundo»
como sistema de comunicaciones humanas que abarca todo el globo podía existir
antes de que los europeos conquistasen el hemisferio occidental y surgiera una
economía mundial capitalista. Esto es lo que fija la situación de Europa en la
historia del mundo, lo que define los problemas de la historia europea, y, de hecho,
lo que hace que una historia específica de Europa sea necesaria.
Pero esto es también lo que hace que la historia de Europa sea tan peculiar.
Su tema no es un espacio geográfico o una colectividad humana, sino un proceso.
Si Europa no se hubiera transformado y con ello transformado el mundo, no
existiría una historia única y coherente de Europa, porque «Europa» no hubiera
existido más de lo que existe el «Sureste asiático» como concepto e historia (al
menos antes de la era de los imperios europeos). Y, de hecho, una «Europa»
consciente de sí misma como tal, y más o menos coincidente con el continente
geográfico, no aparece hasta la época de la historia moderna. Sólo podía aparecer
cuando ya no era posible definir de modo defensivo a Europa como el
«cristianismo» contra los turcos y, a la inversa, cuando los conflictos religiosos
entre los cristianos retrocedieron ante la secularización de la política estatal y la
cultura de la ciencia y la erudición modernas. Así pues, desde algún momento del
siglo XVII, la «Europa» nueva y con conciencia de la propia identidad aparece bajo
tres formas.
Pero justamente estas preguntas nos llevan de vuelta a la tierra de nadie que
hay entre la historia y la ideología o, para ser más exactos, entre la historia y el
sesgo cultural. Porque los historiadores deben renunciar al viejo hábito de buscar
factores específicos, que se encuentran sólo en Europa e hicieron que nuestra
cultura fuese cualitativamente distinta de otras y, en consecuencia, superior a ellas:
por ejemplo, la singular racionalidad del pensamiento europeo, la tradición
cristiana, tal o cual cosa concreta heredada de la Antigüedad clásica como, por
ejemplo, el derecho romano relativo a la propiedad. En primer lugar, ya no somos
superiores, como parecíamos ser cuando hasta todos los campeones mundiales de
ajedrez, que es un juego indiscutiblemente oriental, eran, sin excepción,
occidentales. En segundo lugar, ahora sabemos que no hay nada específicamente
«europeo» u «occidental» en el modus operandi que, en Europa, llevó al capitalismo,
a las revoluciones científica y tecnológica y demás. En tercer lugar, ahora sabemos
que debemos evitar las tentaciones del post hoc, propter hoc. Cuando Japón era la
única sociedad industrial no occidental, los historiadores registraron la historia
japonesa en busca de similitudes —por ejemplo, en la estructura del feudalismo
japonés— que pudieran explicar la singularidad del desarrollo japonés. Ahora que
abundan las economías industriales no occidentales y prósperas, la insuficiencia de
tales explicaciones salta a la vista.
Pese a todo, la historia de Europa continúa siendo única. Como señaló Marx,
la historia de la humanidad es la historia del control creciente ejercido sobre la
naturaleza en la cual y de la cual vivimos. Si nos imaginamos dicha historia como
una curva, ésta mostrará dos subidas muy acentuadas. La primera corresponde a la
«revolución neolítica» del ya fallecido V. Gordon Childe, la que trajo la agricultura,
la metalurgia, las ciudades, las clases y la escritura. La segunda es la revolución
que trajo la ciencia, la tecnología y la economía modernas. Es probable que la
primera ocurriese de modo independiente, en grados variables, en diferentes
partes del mundo. La segunda ocurrió sólo en Europa y, por ende, durante unos
cuantos siglos convirtió Europa en el centro del mundo y a unos cuantos estados
europeos, en los amos del globo.
Este capítulo, escrito cuando me encontraba a punto de publicar una historia del
«siglo XX corto» (1914-1991) [Historia del siglo XX], que casi coincide con mi vida, fue la
conferencia Creighton que pronuncié en la Universidad de Londres en 1993. El texto lo
publicó en forma de folleto la universidad con el título de The Present as History: Writing
the History of One’s Own Times.
Les hablo como alguien que, durante la mayor parte de su carrera como
historiador esencialmente del siglo XIX, de modo deliberado se ha mantenido
apartado, al menos en sus escritos profesionales, aunque no en los demás, del
mundo posterior a 1914. Al igual que las luces de Europa de sir Edward Grey, las
mías también se apagaron después de Sarajevo; o, como ahora debemos aprender a
llamarlo, de la primera crisis de Sarajevo, la de 1914, que el presidente Mitterrand
trató de recordar al mundo visitando dicha ciudad el 28 de junio de 1992,
aniversario del asesinato del archiduque Francisco Fernando. Por desgracia, ni un
solo periodista, que yo sepa, captó lo que representaba una referencia obvia para
todos los europeos cultos de mi edad.
Con todo, la misma expresión «la propia vida» representa hacer una petición
de principio. Da por sentado que la experiencia vital de un individuo es también
una experiencia colectiva. En cierto sentido resulta obvio que esto es cierto, aunque
paradójico. Si la mayoría de nosotros reconoce los principales hitos de la historia
mundial o nacional en su vida, no se debe a que todos los hayamos experimentado,
aunque es posible que así haya ocurrido en el caso de algunos o incluso que en el
momento de producirse reconociéramos que se trataba de un hito. Se debe a que
aceptamos el consenso de que son hitos. Pero ¿cómo se forma este consenso? ¿Es
realmente tan general como suponemos desde nuestra perspectiva británica,
europea u occidental? Probablemente no hay más de media docena de fechas que
sean hitos simultáneos en la historia respectiva de todas las regiones del mundo. El
año 1914 no está entre ellas, aunque es probable que sí lo estén el final de la
segunda guerra mundial y la Gran Depresión de 1929-1933. Hay otras que, aunque
no destaquen de modo especial en la historia nacional de tal o cual país, deberían
entrar en ella sencillamente por sus repercusiones mundiales. La Revolución de
octubre es uno de tales acontecimientos. En la medida en que exista tal consenso,
¿hasta qué punto es permanente, hasta qué punto está sometido a los cambios, a la
erosión, a la transformación y cómo o por qué? Trataré de examinar estos
interrogantes más adelante.
Y, sin embargo, como nuestra generación sabe sin necesidad de acudir a los
archivos, los partidarios de apaciguar a Hitler se equivocaron, y Churchill, por una
vez, acertó al darse cuenta de que era imposible hacer un trato con Hitler. En
términos de la política racional tenía sentido, basándose en el supuesto de que la
Alemania de Hitler era una «gran potencia» como cualquier otra y jugaba de
acuerdo con las reglas probadas y cínicas de la diplomacia respaldada por la
fuerza, como hasta Mussolini suponía. Pero no lo era. Casi todo el mundo, en
algún momento del decenio de 1930, creyó que podían hacerse pactos de esa clase,
incluso Stalin. La gran alianza que finalmente luchó contra el Eje y lo derrotó no
nació porque los partidarios de resistir se impusieran a los de apaciguar, sino
porque la agresión alemana obligó a los futuros aliados a unirse entre 1938 y finales
de 1941. Lo que tuvo que hacer Gran Bretaña en 1940-1941 no fue escoger entre la
voluntad ciega de resistir sin la menor perspectiva visible de victoria y la búsqueda
de una paz negociada «de acuerdo con condiciones razonables», porque incluso
entonces había motivos claros para pensar que semejante paz no era posible con la
Alemania de Hitler. Lo que se le ofrecía era, o, en el mejor de los casos, parecía ser,
una versión ligeramente más decorosa de la Francia de Pétain. Y el hecho de que
Churchill, pese a las opiniones en sentido contrario que se encuentren en los
archivos, convenciera al gobierno habla por sí solo. Pocos pensaban que la paz
fuera algo más que un eufemismo de la dominación nazi.
No deseo sugerir que probablemente sólo las personas que recuerdan 1940
sacarán esta conclusión. Sin embargo, un historiador joven tiene que hacer un
esfuerzo de imaginación para sacarla, tiene que estar dispuesto a dejar en suspenso
creencias que se basan en su propia experiencia de la vida y debe llevar a cabo
mucho trabajo de investigación que es difícil. Nosotros no necesitamos hacer nada
de todo esto. Desde luego, tampoco deseo dar a entender que al evaluar las
consecuencias de seguir luchando en 1940, el doctor Charmley se equivoque tanto
como al evaluar la situación de aquel momento. Las discusiones sobre opciones
contrafácticas no pueden resolverse con pruebas documentales, toda vez que éstas
se refieren a lo que sucedió y las situaciones hipotéticas no sucedieron. Pertenecen
a la política o a la ideología y no a la historia. No me parece que Charmley tenga
razón, pero la presente conferencia no es lugar para esta discusión.
Las personas que tienen la edad suficiente para recordar no aceptan estos
cambios como lo más natural del mundo. A diferencia de los jóvenes historiadores,
que tienen que hacer un esfuerzo especial para ello, estas personas saben que «El
pasado es otro país. Allí hacen las cosas de modo diferente». Puede que esto haya
tenido una relación directa con nuestra forma de juzgar tanto el pasado como el
presente. Por ejemplo, como alguien que vivió la ascensión de Hitler en Alemania,
sé que los nazis que en aquel tiempo veías en la calle se comportaban de modo
muy diferente de como se comportan los neonazis de hoy. Entre otras cosas, dudo
que en los primeros años treinta hubiera constancia de que una casa de judíos
fuera atacada e incendiada, con sus habitantes dentro, por jóvenes nazis que
actuaran sin haber recibido órdenes concretas en tal sentido, como hoy ocurre muy
a menudo con las casas de inmigrantes turcos y de otras procedencias. Puede que
los jóvenes que hacen esto usen los símbolos de la era de Hitler, pero representan
un fenómeno político diferente. En la medida en que el principio de la
comprensión histórica es una apreciación de la otredad del pasado, y que el peor
pecado de los historiadores es el anacronismo, tenemos una ventaja innata que
compensa nuestras numerosas desventajas.
Permítanme poner un ejemplo. Muy pocas personas negarían que una época
de la historia del mundo terminó con el derrumbamiento del bloque soviético y la
Unión Soviética, prescindiendo de cómo interpretemos los acontecimientos de
1989-1991. Se ha vuelto una página de la historia. El simple hecho de que sea así
basta para cambiar la percepción de todos los historiadores del siglo XX que
todavía viven, porque convierte un espacio de tiempo en un período histórico con
su propia estructura y su propia coherencia o incoherencia: «el siglo XX corto»,
como lo llama mi amigo Ivan Berend.
Poco tengo que decir sobre la limitación más obvia del historiador
contemporáneo, a saber: la inaccesibilidad de ciertas fuentes, toda vez que me
parece uno de sus problemas menos importantes. Desde luego, todos sabemos de
casos en que tales fuentes son esenciales. Está claro que gran parte de la historia de
la segunda guerra mundial era forzosamente incompleta o incluso errónea hasta
que en el decenio de 1970 se permitió escribir sobre la famosa organización de
Blenchey donde se descifraban los mensajes en clave del enemigo. Sin embargo, en
lo que se refiere a esto, la situación del historiador de su propia época no es peor
que la del historiador del siglo XVI, sino mejor. Al menos nosotros sabemos qué es
lo que podría estar a nuestra disposición (y tarde o temprano, en la mayoría de los
casos, lo estará), mientras que las lagunas de la información sobre el pasado es casi
seguro que son permanentes. En todo caso, el problema fundamental para el
historiador contemporáneo, el historiador de estos tiempos interminablemente
burocratizados, documentados e investigados, es el tremendo exceso de fuentes
primarias más que la escasez de las mismas. Hoy día hasta los últimos grandes
archivos, los del bloque soviético, se han puesto a disposición de los
investigadores. De lo último que podemos quejarnos es de que las fuentes sean
insuficientes.
Tal vez se sentirán aliviados al ver que concluyo con un tono de modesto
optimismo esta conferencia sobre las dificultades de escribir la historia de nuestro
propio tiempo. Quizá piensen que no compensa el escepticismo de mis
comentarios anteriores. Pero no quisiera que me interpretasen mal. Hablo como
alguien que realmente trata de escribir sobre la historia de su propio tiempo y no
como alguien que intenta demostrar hasta qué punto ello es imposible. Sin
embargo, la experiencia fundamental de toda persona que haya vivido gran parte
de este siglo se compone de error y sorpresa. La mayoría de las veces ha ocurrido
lo inesperado. Todos nosotros nos hemos equivocado más de una vez en nuestros
juicios y expectativas. Algunos se han sentido agradablemente sorprendidos por el
rumbo de los acontecimientos, pero es probable que los decepcionados sean más
numerosos y que su decepción haya sido más aguda a causa de la esperanza o
incluso, como en 1989, la euforia que sintieron antes. Sea cual sea nuestra reacción,
el descubrimiento de que estábamos en un error, que no podemos haber entendido
como era debido, tiene que ser el punto de partida de nuestras reflexiones sobre la
historia de nuestro tiempo.
Koselleck tiene razón, aunque fuerce un poco el argumento. (Para ser justo
con él, debería añadir que, conociendo la historiografía alemana de ambas
posguerras, no sugiere que la experiencia de la derrota baste por sí sola para
garantizar buena historia). Con todo, aunque tenga razón sólo en parte, el final del
presente milenio debería inspirar mucha historia buena e innovadora. Porque, al
terminar el siglo, el mundo está más lleno de pensadores derrotados que lucen una
variedad muy grande de insignias ideológicas que de pensadores triunfadores,
especialmente entre quienes son lo bastante viejos como para tener una memoria
muy larga.
El presente texto, que aquí se publica por primera vez, fue la conferencia Isaac
Deutscher que pronuncié en Londres el 3 de diciembre de 1996. Su finalidad es analizar,
entre otras cosas, el problema de la historia contrafáctica (la que responde a la pregunta
«¿Y si…?»).
Un problema radica en que los más difíciles entre estos interrogantes están
fuera del alcance de los habituales métodos de corroboración y refutación que
emplean los historiadores, toda vez que se refieren a lo que hubiera podido
suceder y no sucedió. Ahora podemos conocer gran parte de lo que ocurrió
realmente porque disponemos de información sobre ello, aunque durante
prácticamente toda la vida de la URSS gran parte de ello fue inaccesible, estuvo
escondido en los archivos, detrás de puertas cerradas con llave y barricadas
oficiales de mentiras y verdades a medias. Por esto habrá que descartar una
enorme cantidad de lo que se escribió durante la época y prescindir de la
ingeniosidad con que se usaron las fuentes fragmentarias y de la verosimilitud de
sus conjeturas. Sencillamente ya no lo necesitaremos. El libro de Robert Conquest
El gran terror, por ejemplo, desaparecerá como principal tratamiento de su tema,
simplemente porque ahora tenemos a nuestra disposición las fuentes de los
archivos, aunque éstas no eliminarán toda discusión. Se leerá a Conquest como
notable precursor en el intento de valorar el terror estalinista, pero se considerará
que el intento ha quedado inevitablemente desfasado como tratamiento de los
terribles hechos que intentó investigar. En resumen, con el tiempo se le leerá más
por lo que su libro nos dice sobre la historiografía de la era soviética que por lo que
nos dice sobre su historia. Los datos mejores o más completos, cuando estén
disponibles, reemplazarán a los deficientes e incompletos. Esto bastará para
transformar la historiografía de la era soviética, aunque no responderá a todas
nuestras preguntas, en particular las referentes a los comienzos del período
soviético antes de la plena burocratización del régimen, cuando el gobierno y el
partido soviéticos en realidad no estaban enterados de muchas de las cosas que
ocurrían en su territorio.
Por otra parte, los debates más intensos en torno a la historia de Rusia en el
siglo XX no han tenido por tema lo que sucedió, sino lo que pudo haber sucedido.
He aquí algunos ejemplos. ¿Era inevitable una revolución rusa? ¿Podría haberse
salvado el zarismo? ¿Iba Rusia camino de un régimen capitalista liberal en 1913?
Una vez hubo ocurrido la revolución, tenemos una serie aún más explosiva de
contrafácticos. ¿Y si Lenin no hubiese vuelto a Rusia? ¿Hubiera podido evitarse la
Revolución de octubre? ¿Qué hubiese ocurrido en Rusia de haberse evitado? De
mayor interés para los marxistas: ¿qué hizo que los bolcheviques decidiesen tomar
el poder con un programa de revolución socialista obviamente falto de realismo?
¿Deberían haber tomado el poder? ¿Y si hubiera tenido lugar la revolución
europea, esto es, la revolución alemana, por la cual apostaron? ¿Podrían los
bolcheviques haber perdido la guerra civil? De no haber sido por dicha guerra,
¿cómo hubieran evolucionado el Partido Bolchevique y la política soviética? Una
vez la hubieran ganado, ¿había posibilidades de volver a la economía de mercado
bajo la NEP («Nueva Política Económica»)? ¿Qué podría haber pasado si Lenin
hubiese seguido en plena acción? La lista no tiene fin y me he limitado a citar
algunas de las preguntas contrafácticas obvias sobre el período que concluyó con la
muerte de Lenin. El objeto de esta conferencia no es responder a estas preguntas,
sino tratar de verlas con la perspectiva de un historiador en activo.
Pero, desde luego, es imposible resolver así los interrogantes sobre lo que
podría haber sucedido: por ejemplo, lo que hubiera podido pasar si los
bolcheviques no hubiesen decidido tomar el poder, o si hubieran estado dispuestos
a tomarlo al frente de una amplia coalición con los otros partidos socialistas y
social-revolucionarios. ¿Cómo podríamos saberlo? Philips Price, por ejemplo, en el
mismo artículo sugería la posibilidad de que el enorme odio a la guerra, que, a su
juicio, era lo que unía a «la confusa masa social» de la revolución (cito
textualmente sus palabras) produjese «un Napoleón, un dictador pacifista … que
pondrá fin a la guerra aunque sea a costa de pérdidas territoriales para Rusia y de
las libertades políticas que ha ganado la revolución». Sabemos que ocurrió algo
parecido a esto. Al mirar atrás, vemos que, dada la situación que existía en 1917,
Price sin duda tenía razón al suponer que era inevitable que, de un modo u otro,
Rusia saliese pronto de la guerra. Pero también pensaba que después de que
sucediera esto, la revolución se dividiría en fragmentos que lucharían entre sí, lo
cual llevaría a la derrota. No fue así, pero a un buen observador de entonces
también le parecía muy probable. Como no ocurrió, ni siquiera los historiadores
pueden hacer algo que no sea seguir especulando sobre ello.
Por ejemplo, cabe argüir de modo muy convincente que había espacio para
más o menos severidad en el proyecto de industrialización muy rápida mediante la
planificación estatal soviética, pero si la URSS estaba comprometida con tal
proyecto entonces, por grande que fuera el compromiso sincero de millones de
personas,[2] iba a ser necesaria mucha coacción, aun en el caso de que al frente de la
URSS hubiera alguien menos despiadado y cruel que Stalin. O también se puede
argüir, como Moshe Lewin, que ni tan sólo el poder total podía dar a Stalin el
control de la máquina burocrática cada vez más hinchada en que necesariamente
se convirtió la URSS. Sólo el terror, el miedo a la muerte que sentían funcionarios
temporalmente todopoderosos, podía garantizar que obedecerían al autócrata y no
le atraparían en la telaraña burocrática. O también se puede demostrar que, dado
un trasfondo histórico determinado, incluso lo que hacen los autócratas sigue
viejas pautas. Tanto Stalin como Mao sabían que eran sucesores de emperadores
absolutos y tomaron por modelo, al menos hasta cierto punto, a sus predecesores
imperiales: sin duda eran conscientes de que sus súbditos les verían bajo esta luz.
Pero, una vez has dicho todo esto y más, todavía no has contestado a la pregunta
sobre lo que podría haber sucedido. Lo único que has dicho es: «Tal vez las cosas
habrían sido diferentes si Lenin no hubiera podido salir de Suiza hasta 1918», o,
como máximo, «Las cosas podría haber sido muy diferentes» o «no muy
diferentes». Y no puedes ir más lejos, excepto en la ficción.
Por cierto, ni siquiera los liberales creen sinceramente que una Rusia liberal,
democrático-parlamentaria tenía muchas posibilidades después de la caída del zar.
A muchos de ellos les gustaría creer que no fue nada más que un golpe leninista lo
que degolló una prometedora democracia liberal rusa, pero no están convencidos
de ello. Les recordaré, de paso, que en las únicas elecciones razonablemente libres
que se celebraron justo después de la Revolución de octubre, las de la Asamblea
Constituyente, los liberales burgueses obtuvieron el 5 por 100 y los mencheviques,
el 3 por 100.
Por otra parte, los comunistas también tienen sus mitos sobre «lo que
hubiera podido ser». Mi generación, por ejemplo, creció oyendo contar la historia
de cómo los líderes socialdemócratas moderados traicionaron a la revolución
alemana de 1918. Los Ebert y los Scheidemann malograron la revolución alemana
potencialmente socialista y proletaria, la Rusia soviética permaneció aislada, y la
evolución lógica que esperaban Marx y Engels no se produjo, a saber: que una
Revolución rusa provocaría la revolución proletaria en países que estaban más
preparados para edificar una economía socialista.
Pero no ocurrió así. Pienso que entre los historiadores actuales hay consenso
al respecto. La primera guerra mundial sacudió profundamente a todos los
pueblos que participaron en ella, y las revoluciones de 1917-1918 fueron, sobre
todo, revueltas contra aquel holocausto sin precedentes, especialmente en los
países del bando derrotado. Pero en algunas partes de Europa, y en ninguna de
ellas más que en Rusia, fueron algo más: fueron revoluciones sociales, el rechazo
del estado, las clases dirigentes y el statu quo por parte de los pobres. No pienso
que Alemania perteneciera al sector revolucionario de Europa. No pienso que una
revolución social en Alemania pareciera mínimamente probable en 1913. A
diferencia del zar, sí creo que, de no haber sido por la guerra, la Alemania del
káiser hubiera podido resolver sus problemas políticos. Esto no quiere decir que la
guerra fuese un accidente inesperado e inevitable, pero esa es otra cuestión. Desde
luego, los líderes socialdemócratas moderados querían impedir que la revolución
alemana cayera en manos de los socialistas revolucionarios, porque dichos líderes
no eran ni socialistas ni revolucionarios. De hecho, ni tan sólo habían querido
deshacerse del emperador. Pero no se trata de eso. No había ninguna posibilidad
seria de que estallase una Revolución de octubre, o algo parecido, en Alemania, y,
por tanto, no hubo necesidad de traicionarla.
Pienso que Lenin se equivocó al apostar por una revolución alemana, pero
también pienso que Lenin no podía darse cuenta de ello en 1917 o 1918.
Sencillamente no parecía que fuera así. En esto es en lo que la retrospección
histórica difiere de la valoración de las posibilidades que se hizo entonces. Si
estamos en política para tomar decisiones, como lo estaba Lenin, jugamos tal como
vemos jugar, y era natural que Lenin lo viese de aquella manera. Pero el pasado ha
ocurrido, el partido no puede jugarse de nuevo y, por consiguiente, podemos ver
las cosas con mayor claridad. La revolución alemana no fue un partido que se
perdiera en contraste con el juego anterior del equipo. La Revolución rusa estaba
destinada a edificar el socialismo en un país atrasado que no tardaría en arruinarse
por completo, aunque todavía no me ha convencido el argumento de Orlando
Figes en el sentido de que en 1918 Lenin ya había dejado de pensar en una
revolución que se extendiera a otras partes de Europa. Al contrario, sospecho que
los archivos demostrarán que durante varios años los líderes soviéticos, aunque no
estaban dispuestos a poner en peligro su base de operaciones en Rusia, siguieron
tan comprometidos con la revolución internacional como luego lo estarían Fidel
Castro y Che Guevara, y, si se me permite decirlo, a menudo con tantas ilusiones y
tanta ignorancia de la situación en el extranjero como los cubanos. [4]
Me inclino a pensar que Lenin hubiera querido tomar por asalto el Palacio
de Invierno aunque hubiese tenido la certeza de que los bolcheviques serían
derrotados, por lo que los irlandeses podrían llamar «el principio del
Levantamiento de Pascua»: con el fin de proporcionar inspiración para el futuro,
como hiciera la derrotada Comuna de París. Con todo, tomar el poder y anunciar
un programa socialista era algo que sólo tenía sentido si los bolcheviques pensaban
en una revolución europea. Nadie creía que Rusia pudiera hacerlo sola. Así pues,
¿había alguna necesidad de hacer la Revolución de octubre? Y si la había, ¿con qué
objetivos? Esto nos lleva a la tercera clase de contrafácticos que realmente tienen
que ver con opciones que a la sazón se consideraban posibles. De hecho, no se
trataba de si alguien debía asumir el poder del gobierno provisional de Kerenski.
Este gobierno ya estaba muerto. Ni tan sólo se trataba de quién debía hacerse con
el poder, puesto que los bolcheviques eran los únicos que podían tomarlo, solos o
como socios dominantes de una alianza. Se trataba de cómo: si había que tomarlo
con o sin una insurrección planeada, antes, durante o después del congreso de los
soviets que iba a celebrarse en breve, o formando parte de una coalición amplia o
de otro modo, y con qué objeto, dado que distaba mucho de estar claro que un
gobierno bolchevique, o cualquier gobierno central ruso, pudiera perdurar. Y todos
estos asuntos provocaron verdaderas discusiones en aquel tiempo, no sólo entre
los bolcheviques y otros grupos, sino también entre los propios bolcheviques.
Permítanme que les muestre la anchura del abismo que hay entre el período
anterior a 1914 y el nuestro. No me detendré mucho rato en el hecho de que es
probable que nosotros, que hemos vivido una inhumanidad mayor, nos sintamos
menos horrorizados por las modestas injusticias que escandalizaron al siglo XIX.
Por ejemplo, un solo error de la justicia en Francia (el caso Dreyfus) o veinte
manifestantes encerrados en la cárcel durante una noche por el ejército alemán en
una población de Alsacia (el incidente de Zabern en 1913). Lo que quiero
recordarles a ustedes son las pautas de conducta. Clausewitz, que escribió después
de las guerras napoleónicas, daba por sentado que las fuerzas armadas de los
estados civilizados no mataban a los prisioneros de guerra ni devastaban los
países. Las guerras más recientes en que participó Gran Bretaña, es decir, la de las
Malvinas y la del Golfo, inducen a pensar que esto ya no se da por sentado.
Asimismo, citando la undécima edición de la Encyclopaedia Britannica, «la guerra
civilizada, según nos dicen los libros de texto, se limita, en la medida de lo posible,
a la incapacitación de las fuerzas armadas del enemigo; de lo contrario, la guerra
continuaría hasta el exterminio de uno de los bandos. “Es con buena razón —y
aquí la Encyclopaedia cita a Vattel, abogado internacional de la noble Ilustración del
siglo XVIII— que esta práctica se ha convertido en costumbre en las naciones de
Europa”». Ya no es costumbre de las naciones de Europa ni de ninguna otra parte.
Antes de 1914 la opinión de que la guerra se hacía contra los combatientes y no
contra las personas que no lo eran la compartían los rebeldes y los revolucionarios.
El programa de Narodnaya Volya, el grupo ruso que mató al zar Alejandro III,
decía explícitamente «que los individuos y grupos ajenos a su lucha contra el
gobierno serían tratados como a neutrales, su persona y sus propiedades serían
respetadas».[2] Más o menos en aquel tiempo Friedrich Engels condenó a los
fenianos irlandeses (con quienes simpatizaba totalmente) por hacer estallar una
bomba en Westminster Hall, con lo cual pusieron en peligro la vida de personas
inocentes. Como antiguo revolucionario con experiencia de los conflictos armados,
opinaba que la guerra debía hacerse contra los combatientes y no contra los civiles.
Hoy día los revolucionarios y los terroristas no reconocen esta limitación más que
los gobiernos que hacen la guerra.
Son varias las razones por las cuales la primera guerra mundial inició el
descenso a la barbarie. En primer lugar, fue el comienzo de la era más sanguinaria
de la historia hasta ahora. Zbigniew Brzezinski ha calculado recientemente que las
«megamuertes» habidas entre 1914 y 1990 ascienden a 187 millones, cifra que —
por especulativa que sea— puede utilizarse como razonable orden de magnitud.
Calculo que corresponde a alrededor del 9 por 100 de la población mundial en
1914. Nos hemos acostumbrado a matar. En segundo lugar, los sacrificios sin
límites que los gobiernos impusieron a sus propios hombres al empujarlos hacia el
holocausto de Verdún e Ypres sentaron un siniestro precedente, siquiera por causar
matanzas aún más ilimitadas entre el enemigo. En tercer lugar, el concepto mismo
de una guerra de total movilización nacional destruyó la columna central de la
guerra civilizada, es decir, la distinción entre combatientes y no combatientes. En
cuarto lugar, la guerra mundial de 1914-1918 fue la primera contienda importante,
al menos en Europa, que tuvo lugar en circunstancias políticas de carácter
democrático y su protagonista fue la población entera o ésta participó activamente
en ella. Por desgracia, las democracias raramente se movilizan a causa de las
guerras cuando consideran que éstas son meros incidentes de la política
internacional basada en el poder, como las veían los antiguos ministerios de
asuntos exteriores. Tampoco las hacen como los soldados o los boxeadores
profesionales para quienes la guerra es una actividad que no requiere odiar al
enemigo, siempre y cuando éste luche de acuerdo con las reglas de la profesión.
Las democracias, como sabemos por experiencia, requieren enemigos
demonizados. Esto, como se vería durante la guerra fría, facilita el progreso de la
barbarie. Finalmente, la escala del derrumbamiento social y político, la revolución
social y la contrarrevolución que siguieron a la Gran Guerra no tenía precedente
alguno.
He señalado que después de 1917 la historia del siglo XX sería la de una era
de guerras de religión. «No hay ninguna guerra verdadera excepto la guerra
religiosa», escribió uno de los oficiales franceses que pusieron en marcha la
barbarie de la política contra los insurgentes argelinos en el decenio de 1950. [3] Sin
embargo, lo que hizo que la crueldad, que es resultado natural de las guerras
religiosas, fuera más brutal e inhumana fue el hecho de que la causa del bien (esto
es, de las grandes potencias occidentales) se enfrentara a la causa del mal, cuyos
representantes, la mayoría de las veces, eran gentes que veían rechazada su
reivindicación de la condición de seres humanos de pleno derecho. La revolución
social, y en especial la rebelión colonial, era un desafío al sentido de una
superioridad natural, por así decirlo, sancionada divina o cósmicamente, de los de
arriba sobre los de abajo en sociedades que eran de naturaleza desigual, ya fuera
por nacimiento o por sus logros. La lucha de clases, como nos recordó la señora
Thatcher, suele dirigirse con más rencor desde arriba que desde abajo. La idea de
que personas cuya inferioridad perpetua es un dato de la naturaleza,
especialmente cuando se manifiesta por medio del color de la piel, reivindiquen la
igualdad con sus superiores naturales —y no digamos si se rebelan contra ellos—
era escandalosa en sí misma. Si así ocurría en la relación entre las clases altas y las
bajas, más aún se daba en la relación entre razas. Cabe preguntarse si en 1919 el
general Dyer hubiese ordenado a sus hombres que dispararan contra una multitud
y causasen 379 muertos si los componentes de la misma hubieran sido ingleses, o
incluso irlandeses, en lugar de indios, o si el escenario hubiera sido Glasgow en
vez de Amritsar. Es casi seguro que no. La barbarie de la Alemania nazi fue mucho
mayor contra los rusos, los polacos, los judíos y otras personas consideradas
infrahumanas que contra los europeos occidentales.
Y, sin embargo, la falta de piedad implícita en las relaciones entre los que se
creían superiores «por naturaleza» y los que eran sus inferiores supuestamente
también «por naturaleza» no hizo más que acelerar el avance de la barbarie latente
en todo enfrentamiento entre Dios y el Diablo. Porque en estos enfrentamientos
apocalípticos sólo puede haber un resultado: la victoria total o la derrota total. No
podría concebirse nada peor que el triunfo del Diablo. Como se decía durante la
guerra fría: «Mejor muertos que rojos», lo cual, en cualquier sentido literal, es una
afirmación absurda. En semejante lucha el fin necesariamente justificaba cualquier
medio. Si la única manera de derrotar al Diablo era empleando medios diabólicos,
eso era lo que teníamos que hacer. ¿Por qué, si no, los más apacibles y civilizados
científicos occidentales iban a instar a sus gobiernos a fabricar la bomba atómica?
Si el otro bando es diabólico, entonces debemos dar por sentado que usará medios
diabólicos, aunque no los use en este momento. No pretendo decir que Einstein se
equivocó al considerar que una victoria de Hitler era el peor de los males
imaginables, sólo trato de poner en claro la lógica de estos enfrentamientos, que
forzosamente llevaba al incremento mutuo de la barbarie. Resulta bastante más
claro en el caso de la guerra fría. El argumento del famoso «telegrama largo» de
Kennan en 1946, que proporcionó la justificación ideológica de la guerra fría, no
era diferente de lo que los diplomáticos británicos decían constantemente sobre
Rusia durante todo el siglo XIX: debemos contenerla, si es necesario mediante la
amenaza de emplear la fuerza, o avanzará sobre Constantinopla y la frontera india.
Pero durante el siglo XIX el gobierno británico raramente perdió la calma a causa
de este asunto. La diplomacia, la «gran partida» entre agentes secretos, hasta
alguna que otra guerra, no se confundían con el Apocalipsis. Tras la Revolución de
octubre sí se produjo tal confusión. Palmerston lo hubiera desaprobado; me parece
que también Kennan acabó desaprobándolo.
Los principales progresos que hizo la tortura entre las dos guerras
mundiales tuvieron lugar bajo regímenes comunistas y fascistas. El fascismo, que
no estaba comprometido con la Ilustración, practicaba la tortura sin límites. Los
bolcheviques, al igual que los jacobinos, abolieron oficialmente los métodos que
utilizaba la Okrana, pero de modo casi inmediato crearon la Cheka, que no
reconocía ninguna restricción en su lucha en defensa de la revolución. Con todo,
una circular telegráfica que Stalin mandó en 1939 induce a pensar que después de
la Gran Guerra «la aplicación de los métodos de presión física por parte de la
NKVD [la sucesora de la Cheka]» no fue legitimada oficialmente hasta 1937, es
decir, fue legitimada como parte del Gran Terror estalinista. De hecho, pasó a ser
obligatoria en ciertos casos. Estos métodos se exportarían a los satélites europeos
de la Unión Soviética después de 1945, pero cabe suponer que en estos regímenes
nuevos había policías con experiencia de tales actividades en los regímenes de la
ocupación nazi.
No obstante, me inclino a pensar que la tortura occidental no aprendió
mucho de la soviética, ni la imitó, aunque es posible que las técnicas de
manipulación mental debieran más a las técnicas chinas que los periodistas
denominaron «lavado de cerebro» al tener conocimiento de ellas durante la guerra
de Corea. Es casi seguro que el modelo fue la tortura fascista, en particular tal
como la practicaban los alemanes en la represión de los movimientos de resistencia
durante la segunda guerra mundial. Sin embargo, no deberíamos subestimar la
buena disposición a aprender las lecciones incluso de los campos de concentración.
Como sabemos ahora, gracias a las revelaciones de la administración Clinton, a
partir de poco después del final de la contienda y hasta bien entrado el decenio de
1970, los Estados Unidos llevaron a cabo experimentos sistemáticos de radiación
con seres humanos, elegidos entre las personas a las que se consideraba de valor
social inferior. Al igual que los experimentos nazis, los que llevaron a cabo los
norteamericanos eran dirigidos o al menos supervisados por médicos, profesión
cuyos miembros, y lo digo con pesar, permitían con demasiada frecuencia que se
les mezclara en la práctica de la tortura en todos los países. Al menos uno de los
médicos a quienes desagradaban estos experimentos protestó ante sus superiores y
les dijo que «olían a Buchenwald». Cabe pensar que no fue el único en percatarse
del parecido.
Creo que los horrores de las actuales guerras civiles son fruto de este doble
derrumbamiento. No son la vuelta a antiguas salvajadas, por muchos recuerdos
ancestrales que perduren en las montañas de Herzegovina y Krajina. La fuerza
mayor de una dictadura comunista no impidió que las comunidades bosnias se
degollaran mutuamente. Vivían juntas en paz y, al menos entre alrededor del 50
por 100 de la población urbana de Yugoslavia, miembros de una se casaban con
miembros de la otra con una frecuencia inconcebible en sociedades realmente
segregadas como el Ulster o las comunidades raciales de los Estados Unidos. Si el
estado británico hubiera abdicado en el Ulster como abdicó el estado yugoslavo,
hubiéramos tenido muchos más muertos que los 3000 que ha habido en un cuarto
de siglo. Asimismo, como ha resaltado muy bien Michael Ignatieff, gran parte de
las atrocidades de esta guerra son obra de una variante típicamente
contemporánea de las «clases peligrosas», a saber: varones jóvenes y
desarraigados, de edades comprendidas entre la pubertad y el matrimonio, para
los cuales ya no existen reglas y límites de comportamiento aceptados o eficaces: ni
siquiera las reglas de la violencia que se aceptan en una sociedad tradicional de
luchadores machistas.
La guerra total y la guerra fría nos han lavado el cerebro y nos han hecho
aceptar la barbarie. Peor aún: han hecho que la barbarie pareciese no tener
importancia, comparada con cosas más importantes como el ganar dinero.
Permítanme concluir con la historia de uno de los últimos avances de la
civilización del siglo XIX, a saber: la prohibición de la guerra química y biológica,
armas ideadas esencialmente para sembrar el terror, ya que su verdadero valor
operacional es escaso. Mediante acuerdo virtualmente universal fueron prohibidas
después de la primera guerra mundial al amparo del Protocolo de Ginebra de 1925,
que debía entrar en vigor en 1928. La prohibición resistió durante la segunda
guerra mundial, excepto, naturalmente, en Etiopía. En 1987 fue rota de modo
despectivo y provocativo por Saddam Hussein, que mató a varios miles de
ciudadanos suyos con bombas de gas tóxico. ¿Quién protestó? Sólo el viejo
«ejército teatral de los buenos», y ni siquiera todos sus componentes; como
sabemos quienes intentamos recoger firmas en aquellos momentos. ¿Por qué tan
poco escándalo? En parte porque ya hacía tiempo que se había abandonado
silenciosamente el rechazo absoluto de estas armas inhumanas. Se había suavizado
hasta dejarlo en la promesa de no ser los primeros en utilizarlas, pero, por
supuesto, si el otro bando las empleaba… Más de cuarenta estados, con los Estados
Unidos a la cabeza, adoptaron esta postura en la resolución de 1969 de la ONU
contra la guerra química. La oposición a la guerra biológica siguió siendo más
fuerte. Los medios de hacerla debían destruirse totalmente al amparo de un
acuerdo de 1972: pero no los químicos. Podríamos decir que el gas tóxico había
sido domesticado con discreción. Los países pobres lo veían ahora sencillamente
como un posible medio de contrarrestar las armas nucleares. Con todo, era terrible.
Y, a pesar de ello —¿es necesario que se lo recuerde a ustedes?—, el gobierno
británico y otros gobiernos del mundo democrático y liberal, lejos de protestar,
callaron e hicieron todo lo posible por ocultar las cosas a sus ciudadanos, al tiempo
que animaban a sus comerciantes a vender más armas a Saddam, entre ellas las
necesarias para gasear a más ciudadanos suyos. No se escandalizaron, hasta que
Saddam hizo algo verdaderamente intolerable. No necesito recordarles qué fue:
atacó los campos petrolíferos que los Estados Unidos consideraban vitales.
21. LA HISTORIA DE LA IDENTIDAD NO ES
SUFICIENTE
El presente ensayo, que discrepa del relativismo de algunas de las actuales modas
intelectuales («posmodernas»), lo escribí para un número especial sobre historia, dirigido
por mi amigo el profesor François Bédarida, director durante mucho tiempo del Institut
pour l’Histoire du Temps Présent, destinado a la revista Diogenes, 42/4 (1994), con el
título de «The Historian between the Quest for the Universal and the Quest for Identity».
II
Sin entrar en el debate teórico en torno a estas cuestiones, es esencial que los
historiadores defiendan el fundamento de su disciplina: la supremacía de los
datos. Si sus textos son ficticios, y lo son en cierto sentido, pues son composiciones
literarias, la materia prima de estas ficciones son hechos verificables. La existencia
o inexistencia de los hornos de gas de los nazis puede determinarse atendiendo a
los datos. Porque se ha determinado que existieron, quienes niegan su existencia
no escriben historia, con independencia de las técnicas narrativas que empleen. Si
en una novela Napoleón volviese vivo de Santa Elena, quizá sería literatura, pero
no podría ser historia. Si la historia es un arte imaginativo, es un arte que no
inventa, sino que organiza objets trouvés. Puede que la distinción parezca
pedantesca y trivial a quien no sea historiador, especialmente a quien utilice
material histórico para sus propios fines. ¿Qué le importa al público teatral que no
haya ningún documento histórico que pruebe que lady Macbeth instó a su esposo a
matar al rey Duncan, o que las brujas predijeron que Macbeth sería rey de Escocia,
como en efecto lo fue en 1040-1057? ¿Qué importaba a los padres fundadores
(panafricanos) de los estados poscoloniales del África Occidental que los nombres
que pusieron a sus países correspondiesen a imperios africanos medievales que no
tenían ninguna relación obvia con los territorios de Ghana o Malí en la actualidad?
¿No era más importante recordarles a los habitantes del África subsahariana,
después de generaciones de colonialismo, que tenían una tradición de estados
independientes y poderosos en alguna parte de su continente, aunque no fuera
precisamente en el hinterland de Accra?
De hecho, la insistencia del historiador —citando una vez más lo que dice el
primer número de la Revue Historique— en «procedimientos estrictamente
científicos, en los que cada afirmación va acompañada de pruebas, referencias de
las fuentes y citas»,[6] a veces resulta pedantesca y trivial, especialmente ahora que
ya no forma parte de una fe en la posibilidad de una verdad científica positivista y
definitiva que le daba cierta grandeza ingenua. Sin embargo, los procedimientos
del tribunal de justicia, que insisten en la supremacía de las pruebas tanto como los
investigadores históricos, y a menudo de forma muy parecida, demuestran que la
diferencia entre la realidad y la falsedad históricas no es ideológica. Es crucial para
muchos propósitos prácticos de la vida cotidiana, siquiera sea porque de ella
dependen la vida y la muerte o algo que es cualitativamente más importante: el
dinero. Cuando una persona inocente es juzgada por asesinato y desea probar su
inocencia, lo que se requiere no son las técnicas del teórico «posmoderno», sino del
historiador de la vieja escuela.
Sin embargo, casos como este también indican las limitaciones de la función
de los historiadores como destructores de mitos. En primer lugar, la fuerza de su
crítica es negativa. Karl Popper nos enseñó que la prueba de la falsificación puede
hacer que una teoría sea insostenible, pero no aporta en sí misma otra mejor. En
segundo lugar, podemos demoler un mito sólo en la medida en que se apoye en
proposiciones cuyo carácter erróneo pueda demostrarse. Es muy propio de los
mitos históricos, en especial de los nacionalistas, que generalmente sólo unas
cuantas de sus proposiciones puedan desacreditarse de este modo. El ritual
nacional que los israelíes han construido en torno al asedio de Masada no depende
de que la leyenda patriótica que aprenden los escolares israelíes y los turistas
extranjeros sea una verdad histórica que pueda verificarse, y no se ve afectada
seriamente por el justificable escepticismo de los especialistas en la historia de la
Palestina romana. Asimismo, incluso los casos que puedan ponerse a prueba,
cuando no hay datos o éstos son deficientes, contradictorios o circunstanciales, no
se puede refutar de modo convincente ni siquiera una proposición muy
inverosímil. Los datos pueden demostrar de forma concluyente, frente a quienes lo
niegan, que el genocidio que los nazis perpetraron contra los judíos tuvo lugar,
pero, aunque ningún historiador serio duda que Hitler quería la «Solución Final»,
no pueden demostrar que diera una orden específica en este sentido. Habida
cuenta del modo en que actuaba Hitler, es poco probable que diera dicha orden
por escrito y nunca se ha encontrado ninguna. Así pues, mientras que no es difícil
descartar las tesis de M. Faurisson, no podemos rechazar, sin una argumentación
complicada, los que presenta David Irving, como los rechaza la mayoría de los
expertos en este campo.
La tercera limitación de la función del historiador como matador de mitos es
aún más obvia. A la corta, es impotente contra quienes optan por creer los mitos
históricos, en especial si se trata de gente que tiene poder político, lo cual, en
muchos países, y especialmente en los numerosos estados nuevos, entraña el
control de lo que sigue siendo el cauce más importante para impartir información
histórica: las escuelas. Y, que no se olvide jamás, la historia —principalmente la
historia nacional— ocupa un lugar importante en todos los sistemas conocidos de
educación pública. La crítica que los historiadores indios hacen de los mitos
históricos del fanatismo hindú puede convencer a sus colegas académicos, pero no
a los fanáticos del partido BJP. Los historiadores croatas y serbios que se resisten a
la imposición de una leyenda nacionalista a la historia de sus estados han tenido
menos influencia que los nacionalistas a larga distancia de las diásporas croata y
serbia, empujados por una mitología nacionalista que es inmune a la crítica
histórica.
III
Las presiones internas y externas en tal sentido pueden ser grandes. Puede
que nuestras pasiones y nuestros intereses nos empujen en esa dirección. Toda
persona judía, por ejemplo, sea cual sea su ocupación, acepta instintivamente la
fuerza de las preguntas con las cuales, durante muchos siglos amenazadores, los
miembros de nuestra minoría hemos afrontado todos los acontecimientos que
tenían lugar en el mundo exterior: «¿Es bueno para los judíos? ¿Es malo para los
judíos?». En épocas de discriminación o persecución nos daba una orientación —
aunque no necesariamente la mejor— sobre el comportamiento privado y público,
una estrategia en todos los niveles para un pueblo disperso. Con todo, no puede ni
debe guiar a un historiador judío, ni siquiera uno que escriba la historia de su
propio pueblo. Los historiadores, por microcósmicos que sean, deben estar a favor
del universalismo, no por lealtad a un ideal al que seguimos apegados muchos de
nosotros, sino porque es la condición necesaria para comprender la historia de la
humanidad, incluida la de cualquier sección especial de la humanidad. Porque
todas las colectividades humanas son y han sido necesariamente parte de un
mundo más amplio y más complejo. Una historia que esté concebida sólo para los
judíos (o los afroamericanos, o los griegos, o las mujeres, o los proletarios, o los
homosexuales) no puede ser historia buena, aunque puede ser reconfortante para
quienes la cultiven.
[1]
Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, Telling the Truth about
History, Nueva York, 1994. <<
[2]
Citado en Charles Issawi, ed. y trad., An Arab Philosophy of History:
Selections from the Prolegomena of Ibn Khaldun of Tunis (1332-1406), Londres, 1950, pp.
26-27. <<
[1]
Estoy en deuda con la magnífica biografía de John Womack sobre Zapata,
Nueva York, 1969, por los detalles sobre el movimiento de Morelos (hay trad. cast.:
Zapata, Siglo XXI, México D. F., 1974). <<
[2]
No hay que confundir estas aspiraciones pseudohistóricas con los intentos
de reinstaurar en las sociedades tradicionales unos regímenes que existieron en
épocas remotas de la historia, restauración que casi con toda seguridad se pretende
que sea exacta: por ejemplo, los levantamientos que hasta la década de los años
veinte de nuestro siglo protagonizaron a veces los campesinos peruanos con la
intención de restablecer el imperio inca; los movimientos chinos, documentados
por última vez a mediados del presente siglo, por reinstaurar la dinastía Ming. De
hecho, para los campesinos de Perú, los incas no eran algo lejano desde un punto
de vista histórico. Eran el «ayer», y lo único que los separaba del presente era una
sucesión de generaciones campesinas idénticas, plegadas una dentro de la otra,
que se dedicaban a hacer lo mismo que habían hecho sus antepasados en la
medida en que se lo permitían los dioses y los españoles. Aplicarles una cronología
sería como introducir un anacronismo. <<
[3]
Valdría la pena analizar de este modo la forma de razonar que tienen los
regímenes revolucionarios tras el triunfo de sus respectivas revoluciones. Puede
que sirviera para arrojar luz sobre el carácter aparentemente indestructible de los
«vestigios burgueses» o tesis como la que postula la intensificación de la lucha de
clases mucho después de acabada la revolución. <<
[4]
Naturalmente, si damos por supuesto que «todo lo que es apropiado está
bien» o cuando menos es inevitable, es posible que aceptemos los resultados de la
extrapolación, tanto si estamos de acuerdo con ellos como si no lo estamos, lo cual,
sin embargo, no elimina el problema. <<
[5]
Véase, por ejemplo, Alan B. Cobban, «Medieval Student Power», Past and
Present, 53 (noviembre de 1971), pp. 22-66. <<
[6]
El énfasis que las campañas de divulgación histórica llevadas a cabo en
Rusia hicieron en la importancia de los inventores rusos durante los últimos años
del gobierno de Stalin, tan exagerada que se convirtió en blanco de las burlas de la
comunidad internacional, lo que hacía en realidad era ocultar los extraordinarios
logros del pensamiento científico y tecnológico ruso del siglo XIX. <<
[7]
Tal vez valiera la pena investigar esta cifra mágica que, según parece,
hasta en las sociedades más desarrolladas, es la consecuencia natural como mínimo
de las cronologías en su modalidad escrita: incluso a los historiadores de la
actualidad les resulta difícil no utilizar el «siglo» y otras unidades arbitrarias de
datación. <<
[1]
Times Literary Supplement, 16 de marzo de 1984. <<
[1]
Véanse los comentarios de A. J. C. Rueter en IX Congrès international des
sciences historiques, Paris, 1950, vol. 1, p. 298. <<
[2]
George Unwin, Studies in Economic History, Londres, 1927, pp. XXIII y 33-
39. <<
[3]
J. H. Clapham, A Concise Economic History of Britain, Cambridge, 1949,
introducción. <<
[4]
Puede que dos citas del mismo documento (Economic and Social Studies
Conference Board, Social Aspects of Economic Development, Estambul, 1964) sirvan
para ilustrar las motivaciones divergentes que subyacen en esta nueva
preocupación. Del presidente turco del comité: «El desarrollo o crecimiento
económico en las regiones económicamente atrasadas es una de las cuestiones más
importantes que hoy debe afrontar el mundo … Los países pobres han convertido
el desarrollo en un elevado ideal. Para ellos el desarrollo económico va asociado a
la independencia política y a un sentido de soberanía». De Daniel Lerner:
«Tenemos detrás de nosotros un decenio de experiencia mundial del cambio social
y el desarrollo económico. Durante el decenio se han hecho numerosos esfuerzos,
en todas las partes del mundo, por fomentar el crecimiento económico sin
provocar el caos cultural, por acelerar el crecimiento económico sin perturbar el
equilibrio social; por promover la movilidad económica sin subvertir la estabilidad
política» (pp. XXIII y 1). <<
[5]
La queja de sir John Hicks es característica: «Mi “teoría de la historia” …
estará mucho más cerca de lo que intentó hacer Marx … La mayoría de [los que
creen que los historiadores pueden usar las ideas para ordenar su material, de tal
modo que la marcha general de la historia pueda ajustarse] … utilizarían las
categorías marxistas, o alguna versión modificada de las mismas; dado que
disponemos de tan poco que pueda sustituirlas, no es extraño que las utilicen. No
obstante, sigue siendo extraordinario que cien años después de El capital, tras un
siglo durante el cual se han producido avances enormes en las ciencias sociales,
hayan aparecido tan pocas cosas nuevas». En A Theory of Economic History,
Londres, Oxford y Nueva York, 1969, pp. 2-3 (hay trad. cast.: Una teoría de la historia
económica, Orbis, Barcelona, 1988). <<
[6]
Así, el muestreo de telegramas y resoluciones enviados a Petrogrado
durante las primeras semanas de la Revolución de febrero de 1917 que ofrece Marc
Ferro equivale, obviamente, a un estudio retrospectivo de la opinión pública. Es
dudoso que se hubiera pensado en ello si antes no se hubiese creado la
investigación de la opinión para fines no históricos. M. Ferro, La Révolution de 1917,
París, 1967. <<
[7]
En la conferencia «New Trends in History», Princeton, Nueva Jersey,
mayo de 1968. <<
[8]
No considero que sean históricos estos mecanismos para imprimir una
dirección a las sociedades como, por ejemplo, la «complejidad creciente». Pueden
ser ciertos, desde luego. <<
[9]
P. Baran, The Political Economy of Growth, Nueva York, 1957, cap. 2. <<
[10]
Para una versión inglesa de este importante artículo, véase Social Science
Information, 9 (febrero de 1970), pp. 145-174. <<
[11]
Cf. «En una visión más amplia de la historia urbana está en juego la
posibilidad de hacer que el proceso social de urbanización sea fundamental en el
estudio del cambio social. Deberían hacerse esfuerzos por conceptualizar la
urbanización de un modo que verdaderamente represente el cambio social». Eric
Lampard en Oscar Handlin y John Burchard, eds., The Historian and the City,
Cambridge, Mass., 1963, p. 233. <<
[12]
Para las posibles divergencias entre la realidad y la clasificación, véanse
los estudios de las complejas jerarquías sociorraciales de la América Latina
colonial: Magnus Mörner, «The History of Race Relations in Latin America», en L.
Foner y E. D. Genovese, eds., Slavery in the New World, Englewood Cliffs, 1969, p.
221. <<
[13]
Véase A. Prost, «Vocabulaire et typologie des familles politiques», Cahiers
de lexicologie, 14 (1969). <<
[14]
T. Shanin, «The Peasantry as a Political Factor», Sociological Review, 14
(1966), p. 17. <<
[15]
A. Dupront, «Problèmes et méthodes d’une histoire de la psychologie
collective», Annales: Économies, Sociétés, Civilisations, 16 (enero-febrero de 1961), pp.
3-11. <<
[16]
Al decir «encajen unos con otros» me refiero a instaurar una relación
sistemática entre partes distintas, y a veces aparentemente no relacionadas, del
mismo síndrome: por ejemplo, la creencia, por parte de la clásica burguesía liberal
del siglo XIX, tanto en la libertad individual como en una estructura familiar de
tipo patriarcal. <<
[17]
Esperamos con ilusión el momento en que la Revolución rusa
proporcione a los historiadores oportunidades comparables para el siglo XX. <<
[18]
R. Braun, Industrialisierung und Volksleben, Erlenbach y Zurich, 1960;
Soziale und kultureller Wandel in einem ländlichen Industriegebiet… im 19. und 20.
Jahrhundert, Erlenbach y Zurich, 1965; J. O. Foster, dass Struggle and the Industrial
Revolution, Londres, 1974. <<
[19]
Eric Stokes, autor de uno de tales intentos, es consciente de aplicar los
resultados del trabajo que se ha hecho en relación con la historia africana: E.
Stokes, «Traditional Resistance Movements and Afro-Asian Nationalism: The
Context of the 1857 Mutiny-Rebellion in India», Past and Present, 48 (agosto de
1970), pp. 100-117. <<
[20]
Centre Formation, Nation-Building and Cultural Diversity: Report on a
Symposium Organized by UNESCO (borrador duplicado, s. f.). El simposio se celebró
del 28 de agosto al 1 de septiembre de 1968. <<
[21]
Aunque el capitalismo se ha desarrollado como sistema mundial de
interacciones económicas, en realidad las verdaderas unidades de su desarrollo
han sido ciertas unidades territoriales-políticas —las economías británica, francesa,
alemana, norteamericana—, lo cual tal vez se debe a una casualidad histórica pero
también (la respuesta aún está pendiente) al necesario papel del estado en el
desarrollo económico, incluso en la era del más puro liberalismo económico. <<
[1]
Joseph A. Schumpeter, History of Economic Analysis, Nueva York, 1954, pp.
836-837 (hay trad, cast.: Historia del análisis económico, Ariel, Barcelona, 1982). <<
[2]
R. W. Fogel, «Scientific History and Traditional History», en R. W. Fogel y
G. R. Elton, Which Road to the Past?, New Haven y Londres, 1983, p. 68. <<
[3]
A. G. Hopkins, en su reseña al libro de T. B. Birnberg y A. Resnick, Colonial
Development: An Econometric Study, Londres, 1976, en Economic Journal, 87 (junio de
1977), p. 351. <<
[4]
Véase Hans Medick, Naturzustand und Naturgeschichte der bürgeliehen
Gesellschaft, Gotinga, 1973, p. 264. <<
[5]
J. R. Hicks, en su reseña al libro de J. K. Whitaker, ed., The Early Economic
Writings of Alfred Marshall (1867-1890), en Economic Journal, 86 (junio de 1976), pp.
368-369. <<
[6]
E. von Böhm-Bawerk, «The Historical vs the Deductive Method in Political
Economy», Annals of the American Academy of Political and Social Science, 1 (1980), p.
267. <<
[7]
Joseph A. Schumpeter, Das Wesen und der Hauptinhalt der theoretischen
Nationalökonomie, Leipzig, 1908, p. 578. Véase también su Economic Doctrine and
Method: An Historical Sketch, Londres, 1954, p. 189 (hay trad, cast.: Síntesis de la
evolución de la ciencia económica y sus métodos, Oikos-Tau, Barcelona, 1967). <<
[8]
H. W. Macrosty, The Trust Movement in British Industry, Londres, 1907. <<
[9]
Schumpeter, History of Economic Analysis, p. 10. <<
[10]
Fogel y Elton, Which Road to the Past?, p. 38. <<
[1]
J. R. Hicks, A Theory of Economic History, Londres, Oxford y Nueva York,
1969, p. 167 (hay trad, cast.: Una teoría de la historia económica, Orbis, Barcelona,
1988). <<
[2]
Se amplía en R. Fogel y S. Engermann, Time on the Cross, Londres, 1974
(hay trad, cast.: Tiempo en la cruz. La economía esclavista en los Estados Unidos, Siglo
XXI, Madrid, 1981). <<
[3]
M. Lévy-Leboyer, «La “New Economic History”», Annales: Économies,
Sociétés, Civilisations, 24 (1969), p. 1062. <<
[4]
Joel Mokyr, «The Industrial Revolution and the New Economic History»,
en Joel Mokyr, ed., The Economics of the Industrial Revolution, Londres, 1985, p. 2. <<
[5]
Ibid., pp. 39-40. El asunto se analiza de modo más completo en «Editor’s
Introduction: The New Economic History and the Industrial Revolution», en J.
Mokyr, ed., The British Industrial Revolution: An Economic Perspective, Boulder, San
Francisco y Oxford, 1993, pp. 118-130, esp. 126-128. <<
[6]
John Elster, Logic and Society: Contradictions and Possible Worlds, Chichester
y Nueva York, 1978, pp. 175-221. <<
[7]
Ibid., p. 204. <<
[8]
Robert Fogel, Railroads and American Economic Growth, Baltimore, 1964. <<
[9]
Hicks, Theory and Economic History, p. 1. <<
[10]
Mokyr, The Economics of the Industrial Revolution, p. 7. <<
[11]
Mokyr, The British Industrial Revolution, p. 11. <<
[12]
Mokyr, The Economics of the Industrial Revolution, p. 6. <<
[13]
Paul Bairoch, The Economic Development of the Third World since 1900,
Londres, 1975, p. 196 (hay trad, cast.: El tercer mundo en la encrucijada, Alianza,
Madrid, 1986). <<
[14]
Alan Milward, «Strategies for Development in Agriculture: The
Nineteenth-Century European Experience», en T. C. Smout, ed., The Search for
Wealth and Stability: Essays in Economic and Social History Presented to M. W. Flinn,
Londres, 1979. <<
[15]
Véase E. J. Hobsbawm, «Capitalisme et agriculture: les réformateurs
Ecossais au XVIIIe siècle», Annales: Économies, Sociétés, Civilisations, 33 (mayo-junio
de 1978), pp. 580-601. <<
[16]
Maurice Dobb, Studies in the Development of Capitalism, Londres, 1946, p.
32 (hay trad. cast.: Estudios sobre el desarrollo del capitalismo, Siglo XXI, Madrid,
1988). <<
[17]
Hicks, Theory of Economic History, p. 2. <<
[18]
Hla Myint, «Vent for Surplus», en John Eatwell, Murray Milgate y Peter
Newman, eds., The New Palgrave: A Dictionary of Economics, Londres, 1987, vol. 4,
pp. 802-804. <<
[19]
Witold Kula, Théorie économique du système féodal: pour un modèle de
l’économie polonaise 16e-18e siècles, París y La Haya, 1970. <<
[20]
Abraham Rotstein, «Karl Polanyi’s Concept of Non-Market Trade»,
Journal of Economic History, 30 (1970), p. 123. <<
[1]
Por ejemplo, en el artículo «Parteilichkeit», en G. Klaus y M. Buhr,
Philosophisches Wörterbuch, Leipzig, 1964. <<
[2]
Sin entrar en discusiones filosóficas, todo historiador conoce afirmaciones
sobre el pasado que puede demostrarse que son «verdaderas» o «falsas», como,
por ejemplo, «Napoleón nació en 1769» o «los franceses ganaron la batalla de
Waterloo». <<
[3]
Leviathan, cap. XI: «Porque no dudo que si hubiera sido una cosa contraria
al derecho de dominación de algún hombre, o al interés de los hombres que tienen
dominio que los tres ángulos de un triángulo sean iguales a dos ángulos de un cuadrado,
esa doctrina hubiera sido, si no discutida, mediante la quema de todos los libros de
geometría, suprimida, en la medida en que ello fuera posible para los interesados».
<<
[4]
J. A. Moore, «Creationism in California», Daedalus (verano de 1974), pp.
173-190. <<
[5]
Cf. el rechazo por parte del ya fallecido Zhdanov del argumento según el
cual las cuestiones técnicas y especializadas debían analizarse en publicaciones
especializadas más que en Bolshevik (A. Zhdanov, Sur la littérature, la philosophie et
la musique, París, 1950, pp. 57-58). <<
[6]
Esto es particularmente espinoso donde las ortodoxias de la «política
científica» se ven divididas por cismas y herejías, como es notable que ocurrió en el
seno del movimiento trots-kista. <<
[7]
Esto se ha definido de manera acertada como «una reducción inmediata
no sólo de la ciencia a la ideología, sino de la ideología misma a un instrumento de
propaganda y endeble justificación de posturas políticas adventicias, por medio del
cual los más bruscos cambios de política se legitimaban en todos los casos con
argumentos pseudoteóricos y se presentaban como congruentes con el marxismo
más ortodoxo». S. Timparano, «Considerations on Materialism», New Left Review,
85 (mayo-junio de 1974), p. 6. <<
[8]
Hay que reconocer que los ejemplos más espectaculares de semejante
pseudoerudición, tales como los manuscritos de Königinhof entre los checos,
Osián, o la invención del pseudo-druismo entre los galeses, ocurrieron antes de
que la moderna erudición histórica hiciera que estas ficciones patrióticas dejasen
de ser convincentes. Sin embargo, los nacionalistas checos en general no dieron las
gracias a T. G. Masaryk por demostrar que eran falsas. <<
[9]
Cf. N. Pastore, The Nature-Nurture Controversy, Nueva York, 1949. A
propósito, Karl Pearson había mostrado cierto interés por el marxismo y
confirmado así su interés por las ideologías políticas. <<
[10]
Cf. N. J. Block y Gerald Dworkin, eds., The IQ Controversy, Nueva York,
1976, y la reseña de esta obra que hizo P. B. Medawar en el New York Review of
Books (hay trad. cast. de dicha reseña: Peter Medawar, El extraño caso de los ratones
moteados, Crítica, Barcelona, 1997, pp. 148-163). <<
[11]
No niego la importancia de tal actividad «interdisciplinaria», aunque a
veces tiende a ser poco más que un medio oportuno de forjar un nuevo «campo»
profesional que permita hacer carrera o labrarse una reputación y movilizar
subvenciones económicas. Todavía no está muy claro cómo funciona esta
fertilización interdisciplinaria cruzada. Sin embargo, es posible decir sin temor a
equivocarse que en las ciencias sociales no es fácil separarla del compromiso
ideológico o político no académico: cf. el caso de la «sociobiología», que es un
campo que crece rápidamente. <<
[12]
Para Crick, véase R. Olby, «Francis Crick, D. N. A., and the Central
Dogma», Daedalus (otoño de 1970), pp. 940, 943. Que en la actualidad no se acepte
la teoría de la «creación constante» de Hoyle, cuyos motivos son en gran parte
antirreligiosos, no resta importancia a su intervención en los modernos debates
sobre cosmogonía. La finalidad del presente ensayo no es argüir que el partidismo
científico produzca siempre las respuestas correctas. Mi argumento es que, sea o no
así, puede contribuir al avance del debate científico. <<
[13]
Para dudas previas sobre los estudios de Burt —que se expresaron antes
de que el profesor J. Tizard demostrase que era casi seguro que había hecho
trampas—, véase L. J. Kamin, «Heredity, Intelligence, Politics and Psychology», en
Block y Dworkin, eds., The IQ Controversy, pp. 242-250. No podemos considerar
aquí los intentos de rehabilitarle que se han hecho en fechas más recientes. <<
[14]
Cf. G. T. Marx y J. L. Wood, «Strands of Theory and Research in
Collective Beha-viour», Annual Review of Sociology, 1 (1975), pp. 363-428. <<
[15]
L. Thurow, «Economics 1977», Daedalus (otoño de 1977), pp. 83-85. <<
[16]
T. C. Barker, «The Beginnings of the Economic History Society», Economic
History Review, 30/1 (1977), p. 2; N. B. Harte, «Trends in Publications on the
Economic and Social History of Great Britain and Ireland 1925-1974», Daedalus
(otoño de 1977), p. 24. <<
[17]
K. O. May, «Growth and Quality of the Mathematical Literature», Isis, 59
(1969), p. 363; Anthony, East, Slater, «The Growth of the Literature of Physics»,
Reports on Progress in Physics, 32 (1969), pp. 764-765. <<
[1]
Arnaldo Momigliano, «One Hundred Years after Ranke», en Studies in
Historiography, Londres, 1966. <<
[2]
Encyclopaedia Britannica, Londres, 191011, artículo «History». <<
[3]
Enciclopedia Italiana, Roma, 1963, artículo «Storiografia». <<
[4]
De hecho, durante varios años a partir de 1950 organizaron una
contraofensiva que salió bastante bien gracias al clima favorable de la guerra fría,
pero quizá también a que los innovadores no pudieron consolidar su avance
inesperadamente rápido. <<
[5]
Cf. George Lichtheim, Marxism in Modern France, Londres, 1966. <<
[6]
Times Literary Supplement, 15 de septiembre de 1968. <<
[7]
J. Bonar, Philosophy and Political Economy, Londres, 1893, p. 367. <<
[8]
Estos comentarios causarían una de las primeras penetraciones de lo que
es sin duda una influencia marxista en la historiografía ortodoxa, a saber: el
famoso tema sobre el cual Som-bart, Weber, Troeltsch y otros interpretarían
variaciones. El debate todavía dista mucho de haberse agotado. <<
[9]
Hay que darle la razón a L. Althusser cuando dice que sus análisis de los
niveles «su-perestructurales» continuaron siendo mucho más esquemáticos y más
inconcluyentes que los de la «base». <<
[10]
Huelga decir que la «base» no consiste en tecnología o ciencia económica,
sino en «la totalidad de estas relaciones de producción», esto es, organización
social en el sentido más amplio tal como se aplica a un nivel dado de las fuerzas de
producción materiales. <<
[11]
Obviamente, el uso de este término no entraña ningún parecido con el
proceso de evolución biológica. <<
[12]
Esta rebelión contra el aspecto «evolutivo» del marxismo obedece a
razones históricas, por ejemplo, el rechazo —por motivos políticos— de las
ortodoxias de Kautsky, pero éstas no nos incumben ahora. <<
[13]
Marx a Engels, 7 de agosto de 1866. Marx y Engels, Collected Works, vol.
42, Londres, 1987, p. 304. <<
[14]
En el sentido en que Lévi-Strauss habla de sistemas de parentesco (u otros
mecanismos sociales) como «conjunto coordinado cuya función es asegurar la
permanencia del grupo social»: Sol Tax, ed., Anthropology Today (1962), p. 343. <<
[15]
«Sigue siendo cierto … incluso para una versión apropiadamente
revivificada del análisis funcional, que su forma explicativa es más bien limitada;
en particular, no proporciona una explicación de por qué determinado punto i
aparece en lugar de algún equivalente funcional del mismo en el sistema s»: Carl
Hempel, en L. Gross, ed., Symposium on Social Theory (1959). <<
[16]
Como dice Lévi-Strauss, refiriéndose a los modelos de parentesco, «Si
ningún factor externo afectase a este mecanismo, funcionaría indefinidamente, y la
estructura social permanecería estática. Sin embargo, no es así; y por ello es
necesario introducir en el modelo teórico elementos nuevos que expliquen los
cambios diacrónicos de la estructura»: en Tax, ed., Social Anthropology, p. 343. <<
[17]
«Il est clair, toutefois, que c’est la nature de ce concept de “combinaison”
qui fonde l’affirmation … que le marxisme n’est pas un historicisme: puisque le
concept marxiste de l’histoire repose sur le principe de la variation des formes de
cette “combinaison”». Cf. L. Althusser, Lire le Capital, vol. 2, París, 1965, p. 153. <<
[18]
R. Bastide, ed., Sens et usage du terme structure dans les sciences sociales et
humaines, París, 1962, p. 143. <<
[19]
«On voit par là que certains rapports de production supposent comme
condition de leur propre existence, l’existence d’une superstructure juridico-
politique et idéologique, et pourquoi cette superstructure est necessairement
spécifique … On voit aussi que certains autres rapports de production n’appellent
pas de superstructure politique, mais seulement une superstructure idéologique
(les sociétés sans classes). On voit enfin que la nature des rapports de production
considérés, non seulement appelle ou n’appelle pas telle ou telle forme de
superstructure, mais fixe également de degré d’efficace délégué à tel ou tel niveau de
la totalité sociale»: Althusser, Lire le Capital, p. 153. <<
[20]
Por supuesto, si nos resulta útil, podemos calificarlas de combinaciones
diferentes de un número dado de elementos. <<
[21]
Cabe añadir que es dudoso que puedan clasificarse sencillamente como
«conflictos», aunque en la medida en que concentremos nuestra atención en los
sistemas sociales como sistemas de relación entre personas, normalmente puede
esperarse que adquieran la forma de conflicto entre individuos y grupos o, de
modo más metafórico, entre sistemas de valores, papeles, etcétera. <<
[22]
Si el estado es o no la única institución que tiene esta función ha sido un
interrogante que preocupaba mucho a marxistas como Gramsci, pero no es
necesario que nos ocupemos de él aquí. <<
[23]
G. Lichtheim, Marxism, Londres, 1961, p. 152, señala con acierto que el
antagonismo de clase desempeña sólo un papel subordinado en el modelo
marxista de la ruptura de la sociedad de la Roma antigua. La opinión de que la
causa debieron de ser las «rebeliones de esclavos» no tiene ninguna base en Marx.
<<
[24]
Como dijo Worsley, resumiendo la labor efectuada al respecto, «el cambio
dentro de un sistema debe o bien acumularse para efectuar el cambio estructural
del sistema, o hay que hacerle frente por medio de algún tipo de mecanismo
catártico»: «The Analysis of Rebellion and Revolution in Modern British Social
Anthropology», Science and Society, 25/1 (1961), p. 37. La ritualización en las
relaciones sociales tiene sentido como tal representación simbólica de tensiones
que, de no ser por ella, podrían resultar intolerables. <<
[25]
Cf. las abundantes investigaciones y análisis de sociedades orientales que
se derivan de un número muy reducido de páginas de Marx; algunas de las más
importantes —las de los Grundrisse— no estuvieron a nuestra disposición hasta
hace quince años. <<
[26]
Por ejemplo, en el campo de la prehistoria, la obra del ya fallecido V.
Gordon Childe, quizá el historiador más original de los países de habla inglesa que
aplicó el marxismo al pasado. <<
[27]
Compárense, por ejemplo, los planteamientos que el doctor Eric Williams,
en Capita-lism and Slavery, Londres, 1964 —obra precursora, valiosa e iluminadora
— y el profesor Euge-ne Genovese hacen del problema de las sociedades de
esclavistas en América y la abolición de la esclavitud. <<
[28]
Esto resulta especialmente obvio en campos como la teoría del
crecimiento económico aplicada a sociedades específicas, y las teorías de la
«modernización» en las ciencias políticas y la sociología. <<
[29]
Un buen ejemplo es el análisis de las repercusiones políticas del
desarrollo capitalista en las sociedades preindustriales y, de modo más general, de
la «prehistoria» de los modernos movimientos sociales y revoluciones. <<
[1]
J. R. Hicks, A Theory of Economic History, Londres, Oxford y Nueva York,
1969, p. 3 (hay trad, cast.: Una teoría de la historia económica, Orbis, Barcelona, 1988).
<<
[2]
Citado de Karl Marx, Capital, Harmondsworth, 1976, vol. 1, p. 513 (hay
trad, cast.: El capital, Crítica, Barcelona, 1980). <<
[3]
Karl Marx y Friedrich Engels, The German Ideology, en Collected Works,
Londres, 1976, p, 24 (traducción modificada) (hay trad, cast.: La ideología alemana,
Eina, Barcelona, 1988). <<
[4]
Ibid., p. 37. <<
[5]
Ibid., p. 53. <<
[6]
Eric R. Wolf, Europe and the People without History, Berkeley, 1983, p. 74. <<
[7]
Ibid., p. 15. <<
[8]
Marx y Engels, German Ideology, p. 37. <<
[9]
Wolf, Europe, pp. 91-92. <<
[10]
Ibid., p. 389. <<
[11]
Maurice Bloch, Marxism and Anthropology, Oxford, 1983, p. 172 (hay trad,
cast.: Análisis marxistas y antropología social, Anagrama, Barcelona, 1977). <<
[1]
Lawrence Stone, «The Revival of Narrative: Reflections on a New Old
History», Past and Present, 85 (noviembre de 1979), pp. 3-24. <<
[2]
Arnaldo Momigliano, «A Hundred Years after Ranke», en su Studies in
Historiography, Londres, 1966, pp. 108-109. <<
[3]
Fernand Braudel, La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de
Philippe II, Paris, 1960 (hay trad, cast.: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la
época de Felipe II, FCE, México, 1976); Emmanuel Le Roy Ladurie, Le Carnaval de
Romans, París, 1979; Emmanuel Le Roy Ladurie, Les Paysans du Languedoc, 2 vols.,
Paris, 1966, vol. 1, pp. 394-399 y 505-506. <<
[4]
Christopher Hill, «The Norman Yoke», en John Saville, ed., Democracy and
the Labour Movement: Essays in Honour of Dona Torr, Londres, 1954, repr. en
Christopher Hill, Puritanism and Revolution: Studies in Interpretation of the English
Revolution of the Seventeenth Century, Londres, 1958, pp. 50-122. <<
[5]
Stone, «Revival», pp. 3, 4. <<
[6]
Fernand Braudel, «Une Parfaite Réussite», en la reseña de Claude
Manceron, La Révolution qui lève, 1785-1787, Paris, 1979, en L’Histoire, 21 (1980), pp.
108-109. <<
[7]
Stone, «Revival», p. 19. <<
[8]
Ibid., p. 13. <<
[9]
Ibid., p. 20. <<
[10]
Theodore Zeldin, France, 1848-1945, 2 vols., Oxford, 1973-1977, traducido
con el título de Histoire des passions françaises, Paris, 1978; Richard Cobb, Death in
Paris, Oxford, 1978. <<
[11]
Braudel, «Une Parfaite Réussite», p. 109. <<
[12]
Stone, «Revival», pp. 7-8. <<
[13]
J. Le Goff, «Is Politics Still the Backbone of History?», en Felix Gilbert y
Stephen R. Graubard, eds., Historical Studies Today, Nueva York, 1972, p. 340. <<
[14]
Clifford Geertz, «Deep Play: Notes on the Balinese Cock-Fight», en su The
Interpretations of Cultures, Nueva York, 1973. <<
[15]
Carlo Ginzburg, Il formaggio ed i vermi, Turin, 1976 (hay trad, cast.: El queso
y los gusanos, Muchnik Editores, Barcelona, 1994); Cario Ginzburg, I benandanti:
ricerche sulla stregoneria e sui culti agrari tra Cinquecento e Seicento, Turín, 1966. <<
[16]
Maurice Agulhon, La République au village, París, 1970. <<
[17]
Le Roy Ladurie, Les Paysans du Languedoc; Emmanuel Le Roy Ladurie,
Montaillou, village occitan de 1294 à 1324, Paris, 1976, traducido por B. Bray con el
título de Montaillou: Cathars and Catholics in a French Village, 1294-1324, Londres,
1978 (hay trad, cast.: Montaillou, aldea occitana, de 1294 a 1324, Taurus, Madrid,
1988); Georges Duby, Le dimanche de Bouvines, 27 juillet 1214, Paris, 1973 (hay trad,
cast.: El domingo de Bouvines: 24 de julio de 1214, Alianza, Madrid, 1988); E. P.
Thompson, The Making of the English Working Class, Londres, 1963 (hay trad, cast.:
La formación de la clase obrera en Inglaterra, Crítica, Barcelona, 1989); E. P. Thompson,
Whigs and Hunters, Londres, 1975. <<
[18]
Stone, «Revival», p. 23. <<
[19]
Ibid., p. 4. <<
[1]
Miguel Barnet, ed., The Autobiography of a Runaway Slave, Nueva York,
1968. El título del original es Biografía de un cimarrón, Alfaguara, Madrid, 1984; la
edición original fue publicada en La Habana, 1967. <<
[2]
Richard Price, ed., Maroon Societies: Rebel Slave Communities in the Americas,
Baltimore, 1979; Eugene D. Genovese, From Rebellion to Revolution: Afro-American
Slave Revolts in the Making of the Modem World, Baton Rouge, 1979. <<
[3]
Richard Price, First Time: The Historical Vision of an Afro-American People,
Baltimore, 1983. <<
[4]
Price, Maroon Societies, p. 12n. <<
[5]
Las citas proceden de una sesión de autocrítica por parte de posmodernos.
«Critique and Reflexivity in Anthropology», Critique of Anthropology, 9/3 (invierno
de 1989), pp. 82 y 86. <<
[6]
Ibid., p. 83. <<
[7]
George E. Marcus, «Imagining the Whole: Ethnography’s Contemporary
Efforts to Situate Itself», Critique of Anthropology, 9/3 (invierno de 1989), p. 7. <<
[8]
Sin embargo, hay que felicitar al autor por evitar deliberadamente las
referencias a Barthes, Bajtin, Derrida, Foucault y otros. <<
[1]
Edward Said, Orientalism, Londres, 1978 (hay trad, cast.: Orientalismo,
PRODHUFI, Madrid, 1990). <<
[2]
Bronislaw Geremek, en Europa-aber wo liegen seine Grenzen?, 104.º
Bergedorfer Gesprächskreis, 10 y 11 de julio de 1995, Hamburgo, 1996, p. 9 <<
[3]
John R. Gillis, «The Future of European History», Perspectives: American
Historical Association Newsletter, 34/4 (abril de 1996), p. 4. <<
[4]
Neal Ascherson, Black Sea, Londres, 1995. <<
[5]
Citado en Gemot Heiss y Konrad Paul Liessmann, eds., Das Millennium:
Essays zu Tausend Jahren Österreich, Viena, 1996, p. 14. <<
[6]
Gillis, «Future of European History», p. 5. <<
[7]
Geremek, Europa, p. 9. <<
[8]
M. E. Yapp, «Europe in the Turkish Mirror», Past and Present, 137
(noviembre de 1992), p. 139. <<
[9]
Jack Goody, The Culture of Flowers, Cambridge, 1993, pp. 73-74. <<
[10]
Gillis, «Future of European History», p. 5. <<
[1]
Fred Halliday, From Potsdam to Perestroika: Conversations with Cold Warriors,
Londres, 1995. <<
[2]
Como se indica, por ejemplo, en Jochen Hellbeck, ed., Tagebuch aus Moskau
1931-1939, Munich, 1996, valioso ejemplo de las notas que tomaron rusos normales
y corrientes —diarios particulares, etcétera— y que han pasado a disposición del
público desde Gorbachov. <<
[3]
Karl Marx y Friedrich Engels, Collected Works, Londres, 1976, vol. 24, p.
581. <<
[4]
Véase la crónica de Richard Gott de «Guevara in the Congo», New Left
Review, 220 (diciembre de 1996), pp. 3-35. <<
[5]
Eric Hobsbawm, The Age of Extremes, Londres, 1994, p. 64 (hay trad. cast.:
Historia del siglo XX, Crítica, Barcelona, 1995). <<
[6]
Orlando Figes, A People’s Tragedy: the Russian Revolution 1981-1924,
Londres, 1996. <<
[1]
Michael Ignatieff, Blood and Belonging: Journeys into the New Nationalism,
Londres, 1993, pp. 140-141. <<
[2]
Wolfgang J. Mommsen y Gerhard Hirschfeld, Sozialprotest, Gewalt, Terror,
Stuttgart, 1982, p. 56. <<
[3]
Walter Laqueur, Guerrilla: A Historical and Critical Study, Londres, 1977, p.
374. <<
[4]
Amnistía Internacional, Report on Torture, Londres, 1975. <<
[5]
Ibid., p. 108. <<
[6]
Laqueur, Guerrilla, p. 377. <<
[1]
G. Monod y G. Fagniez, «Avant-propos», en Revue Historique, 1/1 (1876), p.
4. <<
[2]
Michael Smith, «Postmodernism, Urban Ethnography, and the New Social
Space of Ethnic Identity», en Theory and Society, 21 (agosto de 1992), p. 493. <<
[3]
Stephen A. Tyler, The Unspeakable, Madison, 1987, p. 171. <<
[4]
Stephen A. Tyler, «Post-Modern Ethnography: From Document of the
Occult to Occult Document», en James Clifford y George Marcus, eds., Writing
Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, Nueva York, 1986, pp. 126 y 129. <<
[5]
Smith, «Postmodernism», p. 499. <<
[6]
Monod y Fagniez, «Avant-propos», p. 2. <<
[7]
Romila Thapar, «The Politics of Religious Communities», en Seminar 365
(enero de 1990), pp. 27-32. <<
[8]
Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and
Spread of Nationalism, ed. rev., Londres, 1991. <<
ERIC J. HOBSBAWM (1917-2012) fue educado en el Prinz-Heinrich-
Gymnasium en Berlín, en el St Marylebone Grammar School (ahora desaparecido)
y en el Kings College, Cambridge, donde se doctoró y participó en la Sociedad
Fabiana. Formó parte de una sociedad secreta de la élite intelectual llamada los
Apóstoles de Cambridge. Durante la Segunda Guerra Mundial, sirvió en el cuerpo
de Ingenieros y el Royal Army Educational Corps. Se casó en dos ocasiones,
primero con Muriel Seaman en 1943 (se divorció en 1951) y luego con Marlene
Schwarz. Con esta última tuvo dos hijos, Julia Hobsbawm y Andy Hobsbawm, y
un hijo llamado Joshua de una relación anterior.
[*]
[We have got / The Maxim gun and they have not]. <<
[*]
Miembros de la Iglesia milenarista, fundada en el siglo XVIII, que era
partidaria del celibato, la propiedad común y la vida estricta y sencilla. Les
llamaban shakers («los que tiemblan») debido a que formaba parte de su ritual un
baile durante el cual agitaban el cuerpo. (N. del t.) <<