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DESCARTES

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RENÉ DESCARTES

Filósofo y matemático francés.


Después del esplendor de la
antigua filosofía griega y del
apogeo y crisis de la escolástica
en la Europa medieval, los
nuevos aires del Renacimiento y
la revolución científica que lo
acompañó darían lugar, en el
siglo XVII, al nacimiento de la
filosofía moderna.

El primero de
los ismos filosóficos de la
modernidad fue el racionalismo; Descartes, su iniciador, se propuso hacer tabla
rasa de la tradición y construir un nuevo edificio sobre la base de la razón y con la
eficaz metodología de las matemáticas. Su “duda metódica” no cuestionó a Dios,
sino todo lo contrario; sin embargo, al igual que Galileo, tuvo que sufrir
persecución a causa de sus ideas.

Biografía

Nació en La Haye (Turaine; Francia) el 31 de Marzo de 1596 y murió en


Estocolmo (Suecia) el 11 de Febrero de 1650 a causa de una afección pulmonar.
Su familia pertenecía a la rica burguesía y su madre murió cuando él tenía un año
de edad. Fue educado en el colegio de La Flèche, regentado por los jesuitas y
considerado uno de los más famosos de Europa; allí permaneció entre 1604 y
1615, estudiando a los clásicos. Debido a su frágil salud, en el colegio tenía
permiso para permanecer en la cama hasta las 11 horas de la mañana y conservó
esta costumbre el resto de su vida. Los estudios en este centro tuvieron una
importancia decisiva en su formación intelectual; conocida la turbulenta juventud
de Descartes, sin duda en La Flèche debió cimentar la base de su cultura. Las
huellas de tal educación se manifiestan objetiva y acusadamente en toda la
ideología filosófica del sabio.

El programa de estudios propio de aquel colegio era muy variado: giraba


esencialmente en torno a la tradicional enseñanza de las artes liberales, a la cual
se añadían nociones de teología y ejercicios prácticos útiles para la vida de los
futuros gentilhombres. Aun cuando el programa debía de resultar más bien ligero y
orientado en sentido esencialmente práctico, los alumnos más activos o curiosos
podían completarlos por su cuenta mediante lecturas personales.

Años después, Descartes criticó la educación recibida. Tras su etapa en La


Flèche, Descartes obtuvo el título de bachiller y de licenciado en Derecho por la
facultad de Poitiers (1616), y a los veintidós años partió hacia los Países Bajos,
donde sirvió como soldado en el ejército de Mauricio de Nassau. En 1619 se
enroló en las filas del duque de Baviera.

Según relató Descartes en el Discurso del Método, durante el crudo invierno de


ese año se halló bloqueado en una localidad del Alto Danubio, y allí permaneció
encerrado al lado de una estufa y lejos de cualquier relación social, sin más
compañía que la de sus pensamientos. En tal lugar, y tras una fuerte crisis de
escepticismo, se le revelaron las bases sobre las cuales edificaría su sistema
filosófico: el método matemático y el principio del cogito, ergo sum. Víctima de una
febril excitación, durante la noche del 10 de noviembre de 1619 tuvo tres sueños,
en cuyo transcurso intuyó su método y conoció su profunda vocación de consagrar
su vida a la ciencia.

Tras renunciar a la vida militar,


Descartes viajó por Alemania y los
Países Bajos y regresó a Francia en
1622, para vender sus posesiones y
asegurarse así una vida
independiente; pasó una temporada
en Italia (1623 - 1625) y se afincó
luego en París, donde se relacionó
con la mayoría de científicos de la
época.

En 1628 decidió instalarse en


Holanda, país en el que las
investigaciones científicas gozaban
de gran consideración y, además, se veían favorecidas por una relativa libertad de
pensamiento. Descartes consideró que era el lugar más favorable para cumplir los
objetivos filosóficos y científicos que se había fijado, y residió allí hasta 1649.

Los cinco primeros años los dedicó principalmente a elaborar su propio sistema
del mundo y su concepción del hombre y del cuerpo humano. En 1633 tenía ya
una investigación avanzada sobre la redacción de un amplio texto de metafísica y
física titulado Tratado sobre la luz; sin embargo, la noticia de la condena
de Galileo le asustó, puesto que también Descartes sostenía en aquella obra el
movimiento de la Tierra, opinión que no creía censurable desde el punto de vista
teológico. Como temía que tal texto pudiera contener teorías condenables,
renunció a su publicación, que tendría lugar póstumamente.

En 1637 apareció su famoso Discurso del método, presentado como prólogo a tres
ensayos científicos. Por la audacia y novedad de los conceptos, la genialidad de
los descubrimientos y el ímpetu de las ideas, el libro bastó para dar a su autor una
inmediata y merecida fama, pero también por ello mismo provocó un diluvio de
polémicas, que en adelante harían fatigosa y aun peligrosa su vida.

Descartes proponía en el Discurso una duda metódica, que sometiese a juicio


todos los conocimientos de la época, aunque, a diferencia de los escépticos, la
suya era una duda orientada a la búsqueda de principios últimos sobre los cuales
cimentar sólidamente el saber. Este principio lo halló en la existencia de la propia
conciencia que duda, en su famosa formulación “pienso, luego existo”. Sobre la
base de esta primera evidencia pudo desandar en parte el camino de su
escepticismo, hallando en Dios el garante último de la verdad de las evidencias de
la razón, que se manifiestan como ideas “claras y distintas”.

El método cartesiano, que Descartes propuso para todas las ciencias y disciplinas,
consiste en descomponer los problemas complejos en partes progresivamente
más sencillas hasta hallar sus elementos básicos, las ideas simples, que se
presentan a la razón de un modo evidente, y proceder a partir de ellas, por
síntesis, a reconstruir todo el complejo, exigiendo a cada nueva relación
establecida entre ideas simples la misma evidencia de éstas. Los ensayos
científicos que seguían al Discurso ofrecían un compendio de sus teorías físicas,
entre las que destaca su formulación de la ley de inercia y una especificación de
su método para las matemáticas.

Los fundamentos de su física mecanicista, que hacía de la extensión la principal


propiedad de los cuerpos materiales, fueron expuestos por Descartes en
las Meditaciones metafísicas (1641), donde desarrolló su demostración de la
existencia y la perfección de Dios y de la inmortalidad del alma, ya apuntada en la
cuarta parte del Discurso del método. El mecanicismo radical de las teorías físicas
de Descartes, sin embargo, determinó que fuesen superadas más adelante.

Conforme crecía su fama y la divulgación de su filosofía, arreciaron las críticas y


las amenazas de persecución religiosa por parte de algunas autoridades
académicas y eclesiásticas, tanto en los Países Bajos como en Francia. Nacidas
en medio de discusiones, las Meditaciones metafísicas habían de valerle diversas
acusaciones promovidas por los teólogos; algo por el estilo aconteció durante la
redacción y al publicar otras obras suyas, como Los principios de la
filosofía (1644) y Las pasiones del alma (1649).

Cansado de estas luchas, en


1649 Descartes aceptó la
invitación de la reina Cristina de
Suecia, que le exhortaba a
trasladarse a Estocolmo como
preceptor suyo de filosofía.
Previamente habían mantenido
una intensa correspondencia, y,
a pesar de las satisfacciones
intelectuales que le
proporcionaba Cristina,
Descartes no fue feliz en "el país
de los osos, donde los
pensamientos de los hombres
parecen, como el agua, metamorfosearse en hielo". Estaba acostumbrado a las
comodidades y no le era fácil levantarse cada día a las cuatro de la mañana, en
plena oscuridad y con el frío invernal royéndole los huesos, para adoctrinar a una
reina que no disponía de más tiempo libre debido a sus obligaciones. Los
espartanos madrugones y el frío pudieron más que el filósofo, que murió de una
pulmonía a principios de 1650, cinco meses después de su llegada.

La filosofía de Descartes

Descartes es considerado como el iniciador de la filosofía racionalista moderna por


su planteamiento y resolución del problema de hallar un fundamento del
conocimiento que garantice su certeza, y como el filósofo que supone el punto de
ruptura definitivo con la escolástica. En el Discurso del método (1637), Descartes
manifestó que su proyecto de elaborar una doctrina basada en principios
totalmente nuevos procedía del desencanto ante las enseñanzas filosóficas que
había recibido.

Convencido de que la realidad entera respondía a un orden racional, su propósito


era crear un método que hiciera posible alcanzar en todo el ámbito del
conocimiento la misma certidumbre que proporcionan en su campo la aritmética y
la geometría. Su método, expuesto en el Discurso, se compone de cuatro
preceptos o procedimientos: no aceptar como verdadero nada de lo que no se
tenga absoluta certeza de que lo es; descomponer cada problema en sus partes
mínimas; ir de lo más comprensible a lo más complejo; y, por último, revisar por
completo el proceso para tener la seguridad de que no hay ninguna omisión.

El sistema utilizado por


Descartes para cumplir el primer
precepto y alcanzar la certeza es
“la duda metódica”. Siguiendo
este sistema, Descartes pone en
tela de juicio todos sus
conocimientos adquiridos o
heredados, el testimonio de los
sentidos e incluso su propia
existencia y la del mundo. Ahora
bien, en toda duda hay algo de lo
que no podemos dudar: de la
misma duda. Dicho de otro
modo, no podemos dudar de que
estamos dudando. Llegamos así a una primera certeza absoluta y evidente que
podemos aceptar como verdadera: dudamos.

Pienso, luego existo

La duda, razona entonces Descartes, es un pensamiento: dudar es pensar. Ahora


bien, no es posible pensar sin existir. La suspensión de cualquier verdad concreta,
la misma duda, es un acto de pensamiento que implica inmediatamente la
existencia del "yo" pensante. De ahí su célebre formulación: pienso, luego existo
(cogito, ergo sum). Por lo tanto, podemos estar firmemente seguros de nuestro
pensamiento y de nuestra existencia. Existimos y somos una sustancia pensante,
espiritual.

A partir de ello elabora Descartes toda su filosofía. Dado que no puede confiar en
las cosas, cuya existencia aún no ha podido demostrar, Descartes intenta partir
del pensamiento, cuya existencia ya ha sido demostrada. Aunque pueda referirse
al exterior, el pensamiento no se compone de cosas, sino de ideas sobre las
cosas. La cuestión que se plantea es la de si hay en nuestro pensamiento alguna
idea o representación que podamos percibir con la misma “claridad” y “distinción”
(los dos criterios cartesianos de certeza) con la que nos percibimos como sujetos
pensantes.
Clases de ideas

Descartes pasa entonces a revisar todos los conocimientos que previamente


había descartado al comienzo de su búsqueda. Y al reconsiderarlos observa que
las representaciones de nuestro pensamiento son de tres clases: ideas “innatas”,
como las de belleza o justicia; ideas “adventicias”, que proceden de las cosas
exteriores, como las de estrella o caballo; e ideas “ficticias”, que son meras
creaciones de nuestra fantasía, como por ejemplo los monstruos de la mitología.

Las ideas “ficticias”, mera suma


o combinación de otras ideas, no
pueden obviamente servir de
asidero. Y respecto a las ideas
“adventicias”, originadas por
nuestra experiencia de las cosas
exteriores, es preciso obrar con
cautela, ya que no estamos
seguros de que las cosas
exteriores existan. Podría ocurrir,
dice Descartes, que los
conocimientos ”adventicios”, que
consideramos correspondientes
a impresiones de cosas que
realmente existen fuera de nosotros, hubieran sido provocados por un “genio
maligno” que quisiera engañarnos. O que lo que nos parece la realidad no sea
más que una ilusión, un sueño del que no hemos despertado.

Del Yo a Dios

Pero al examinar las ideas “innatas”, sin correlato exterior sensible, encontramos
en nosotros una idea muy singular, porque está completamente alejada de lo que
somos: la idea de Dios, de un ser supremo infinito, eterno, inmutable, perfecto. Los
seres humanos, finitos e imperfectos, pueden formar ideas como la de "triángulo"
o "justicia". Pero la idea de un Dios infinito y perfecto no puede nacer de un
individuo finito e imperfecto: necesariamente ha sido colocada en la mente de los
hombres por la misma Providencia. Por consiguiente, Dios existe; y siendo como
es un ser perfectísimo, no puede engañarse ni engañarnos, ni permitir la
existencia de un “genio maligno” que nos engañe, haciéndonos creer que es real
un mundo que no existe. El mundo, por lo tanto, también existe. La existencia de
Dios garantiza así la posibilidad de un conocimiento verdadero.
Esta demostración de la existencia de Dios constituye una variante del argumento
ontológico empleado ya en el siglo XII por San Anselmo de Canterbury, y fue
duramente atacada por los adversarios de Descartes, que lo acusaron de caer en
un círculo vicioso: para demostrar la existencia de Dios y así garantizar el
conocimiento del mundo exterior se utilizan los criterios de claridad y distinción,
pero la fiabilidad de tales criterios se justifica a su vez por la existencia de Dios.
Tal crítica apunta no sólo a la validez o invalidez del argumento, sino también al
hecho de que Descartes no parece aplicar en este punto su propia metodología.

Res cogitans y res extensa

Admitida la existencia del mundo exterior, Descartes pasa a examinar cuál es la


esencia de los seres. Introduce aquí su concepto de sustancia, que define como
aquello que “existe de tal modo que sólo necesita de sí mismo para existir”. Las
sustancias se manifiestan a través de sus modos y atributos. Los atributos son
propiedades o cualidades esenciales que revelan la determinación de la sustancia,
es decir, son aquellas propiedades sin las cuales una sustancia dejaría de ser tal
sustancia. Los modos, en cambio, no son propiedades o cualidades esenciales,
sino meramente accidentales.

El atributo de los cuerpos es la


extensión (un cuerpo no puede
carecer de extensión; si carece de
ella no es un cuerpo), y todas las
demás determinaciones (color,
forma, posición, movimiento) son
solamente modos. Y el atributo
del espíritu es el pensamiento,
pues el espíritu “piensa siempre”.
Existe, por lo tanto, una sustancia
pensante (res cogitans), carente
de extensión y cuyo atributo es el
pensamiento, y una sustancia que
compone los cuerpos físicos (res
extensa), cuyo atributo es la
extensión, o, si se prefiere, la tridimensionalidad, cuantitativamente mesurable en
un espacio de tres dimensiones. Ambas son irreductibles entre sí y totalmente
separadas. Es lo que se denomina el “dualismo” cartesiano.

En la medida en que la sustancia de la materia y de los cuerpos es la extensión, y


en que ésta es observable y mesurable, ha de ser posible explicar sus
movimientos y cambios mediante leyes matemáticas. Ello conduce a la visión
mecanicista de la naturaleza: el universo es como una enorme máquina cuyo
funcionamiento podremos llegar a conocer mediante el estudio y descubrimiento
de las leyes matemáticas que lo rigen.

La comunicación de las sustancias

La separación radical entre materia y espíritu es aplicada rigurosamente, en


principio, a todos los seres. Así, los animales no son más que máquinas muy
complejas. Sin embargo, Descartes hace una excepción cuando se trata del
hombre. Dado que está compuesto de cuerpo y alma, y siendo el cuerpo material
y extenso (res extensa), y el alma espiritual y pensante (res cogitans), debería
haber entre ellos una absoluta incomunicación.

No obstante, en el sistema cartesiano esto no ocurre, sino que el alma y el cuerpo


se comunican entre sí, no al modo clásico, sino de una manera singular. El alma
está asentada en la glándula pineal, situada en el encéfalo, y desde allí rige al
cuerpo como “el nauta rige la nave”, por medio de los espíritus animales,
sustancias intermedias entre espíritu y cuerpo a manera de finísimas partículas de
sangre, que transmiten al cuerpo las órdenes del alma. La solución de Descartes
no resultó satisfactoria, y el llamado problema de la comunicación de las
sustancias sería largamente discutido por los filósofos posteriores.

Su influencia

Tanto por no haber definido satisfactoriamente la noción de sustancia como por el


franco dualismo establecido entre las dos sustancias, Descartes planteó los
problemas fundamentales de la filosofía especulativa europea del siglo XVII.
Entendido como sistema estricto y cerrado, el cartesianismo no tuvo excesivos
seguidores y perdió su vigencia en pocas décadas. Sin embargo, la filosofía
cartesiana se convirtió en punto de referencia para gran número de pensadores,
unas veces para intentar resolver las contradicciones que encerraba, como
hicieron los pensadores racionalistas, y otras para rebatirla frontalmente, como los
empiristas.

Así, el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz y el holandés Baruch Spinoza


establecieron formas de paralelismo psicofísico para explicar la comunicación
entre cuerpo y alma. Spinoza, de hecho, fue aún más lejos, y afirmó que existía
una sola sustancia, que englobaba en sí el orden de las cosas y el de las ideas, y
de la que la res cogitans y la res extensa no eran sino atributos, con lo que se
llegaba al panteísmo.
Desde un punto de vista completamente opuesto, los empiristas
británicos Thomas Hobbes y John Locke negaron que la idea de una sustancia
espiritual fuera demostrable; afirmaron que no existían ideas innatas y que la
filosofía debía reducirse al terreno de lo conocido por la experiencia. La
concepción cartesiana de un universo mecanicista, en fin, influyó decisivamente
en la génesis de la física clásica, fundada por Newton.

No resulta exagerado afirmar, en suma, que si bien Descartes no llegó a resolver


muchos de los problemas que planteó, tales problemas se convirtieron en
cuestiones centrales de la filosofía occidental. En este sentido, la filosofía moderna
(racionalismo, empirismo, idealismo, materialismo, fenomenología) puede
considerarse como un desarrollo o una reacción al cartesianismo.
Bibliografía
https://www.buscabiografias.com/biografia/verDetalle/597/Rene%20Descartes
https://www.um.es/docencia/pherrero/mathis/descartes/rene.htm
http://www.webdianoia.com/moderna/descartes/desc_bio.htm
https://www.biografiasyvidas.com/biografia/d/descartes.htm

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