La Inmortalidad Del Alma Humana - Antonio Millán-Puelles
La Inmortalidad Del Alma Humana - Antonio Millán-Puelles
La Inmortalidad Del Alma Humana - Antonio Millán-Puelles
LA
INMORTALIDAD
DEL ALMA HUMANA
Edición p óstuma dirigida p o r
]OSÉ M. a BARRIO MAESTRE
RIALP
LA INMORTALIDAD DEL ALMA HUMANA
ANTONIO MILLÁN-PUELLES
LA INMORTALIDAD
DEL ALMA HUMANA
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 2008 by FOMENTO DE FUNDACIONES
© 2008 de la presente edición by EDICIONES RIALP, S. A.
Alcalá, 290. 28027 Madrid
ISBN: 978-84-321-3669-6
Depósito Legal: M.
Fotocomposición: M. T. S. L.
PRESENTACIÓN ............................................ 9
MI QUERIDO MAESTRO, por Alejandro
Llano.............................................................. 15
PRÓLOGO....................................................... 27
5
§ 4. DEFINICIONES DESCRIPTIVAS ................... 88
§ 5. LAS DEFINICIONES EXTRÍNSECAS . . . . . . .. . . . . 92
6
§ 5. EL ARGUMENTO BASADO EN LA CONCEP-
CIÓN DEL HOMBRE COMO IMAGEN Y SE-
MEJANZA DE DIOS. (ESPECIAL REFEREN-
CIA A LAS FÓRMULAS COINCIDENTES DE
CASIODORO Y RÁBANO MAURO) ........... 182
§ 6. UN ARGUMENTO DE GóMEZ PEREIRA .... 185
§ 7. LAS RAZONES DE DESCARTES ................ 187
§ 8. LA INTERPRETACIÓN DE SPINOZA ........... 190
§ 9. LA EXPLICACIÓN DE LEIBNIZ . . . . . . . . . . . . . . . . . 192
§ 10. EL RACIOCINIO DE LOCKE ..................... 195
§ 11. EL ARGUMENTO DE BERKELEY .............. 197
§ 12. EL RAZONAMIENTO DE CHR. WOLFF ..... 199
§ 13. LA PRUEBA DE KANT ............................. 200
§ 14. LA POSICIÓN DE FICHTE ........................ 203
7
PRESENTACIÓN
9
preclara de la filosofía como forma de pensar, y tam-
bién de vivir.
Nunca quiso simplificar la filosofía. A lo largo de
toda su carrera docente, su esfuerzo no consistía en
rebajarla para que estuviera al alcance de los estu-
diantes, sino en habilitarnos para que llegáramos a
entenderla en toda su profundidad. Fuera de la uni-
versidad, en conferencias, coloquios, y cuando no se
dirigía a un público especialmente versado en estas
cuestiones, los temas filosóficos adquirían un atrac-
tivo e interés capaz de entusiasmar a cualquiera, y
que difícilmente podía dar a la filosofía quien no se
ha esforzado mucho en profundizar en ella y acla-
rarla. La clave de su peculiar estilo docente era la
perfecta combinación entre claridad y profundidad.
Sus escritos distan mucho de la lucubración abs-
tracta y esotérica que algunos adscriben al trabajo
filosófico. Nada más lejano a su estilo, franco y abier-
to. Sus tesis son nítidas, su discurso bien ensam-
blado. Tanto en sus escritos como en el discurso oral,
e incluso en la conversación informal sobre cuestio-
nes de pensamiento, el lector, oyente o interlocutor
tenía y tiene siempre la impresión de estar ante quien
no tiene nada que ocultar, y mucho menos algo que
aparentar.
Su pensamiento y su estilo filosófico es el de un
realismo no simplista ni dogmático: abierto siempre
al diálogo con la tradición viva, al contraste con las
eternas cuestiones del pensamiento occidental, y al
enriquecimiento con otras posturas alternativas, sin
caer jamás en un sincretismo irenista. Su convicción
más neta: la riqueza de lo real, que se deja entender
y, al mismo tiempo, se sustrae, invitando siempre a
10
nuevas profundizaciones y ampliaciones de la investi-
gación. Su actitud respecto de las ideas que no compar-
tía era de una honestidad extraordinaria, la del noble
reconocimiento de los puntos que entendía verdaderos
y la de poner de relieve, siempre con respeto, pero sin
la menor concesión, lo que le parecía falso. La estima
que profesaba por determinados filósofos en ningún
caso le impedía rebatir -con un rigor argumental im-
pecable y una exquisita elegancia humana- aquellos
planteamientos de los que discrepaba.
Todos los que le conocieron saben bien de su hon-
radez intelectual, y quienes hemos frecuentado sus
lecciones no hemos visto en él una sola concesión a
un planteamiento extraño al interés por la verdad.
Era patente, además, que vivía lo que decía, y que se
hacía cargo plenamente de todas las consecuencias,
tanto teoréticas como prácticas, de los planteamien-
tos que defendía.
Hablar de Millán-Puelles, en fin, es hablar de filo-
sofía. Toda su vida se enmarca en el ideal del sabio,
el que busca y ama el saber, con la conciencia de no
acabar nunca de poseerlo en plenitud. Su personali-
dad puede describirse como la de un hombre entre-
gado por entero al trabajo filosófico. Desde que la
lectura de las Logische Untersuchungen, de E. Hus-
serl, le arrancara de sus estudios de Medicina, que
sólo llegó a comenzar, su biografía intelectual es la
de quien ha tenido como meta permanente la bús-
queda de la verdad y el servicio abnegado a ella.
Ha dedicado un esfuerzo exhaustivo al estudio de
los clásicos del pensamiento occidental; su dominio
del aristotelismo, del tomismo, de la tradición kan-
tiana y de la fenomenológica -cuyos textos leía en la
11
lengua original con perfecta soltura- encuentra difícil
parangón entre sus contemporáneos. Pero también ha
dedicado muchas horas a leer a los clásicos de la lite-
ratura universal, en especial los del Siglo de Oro es-
pañol. Su castellano tiene la gracia de la expresión
afortunada, justa, tantas veces paradójica. La consis-
tencia de su discurso, la envergadura de sus plantea-
mientos y la penetrante profundidad de sus observacio-
nes componen, junto con la elegancia de su expresión,
un trabajo filosófica y literariamente cabal.
No son estas palabras un elogio gratuito, sino un
sincero y justísimo homenaje a quien, a mi entender,
ha encamado mejor, entre todos los filósofos que he
conocido, los grandes ideales socráticos que dieron
lugar al surgimiento del pensamiento en Occidente.
***
El 22 de marzo de 2005 expiraba Antonio Millán-
Puelles. Su último aliento estuvo dedicado a prepa-
rarse espiritualmente para el tránsito a la eternidad,
y a tratar de corresponder, con las escasas fuerzas
que le quedaban, a los cuidados y desvelos de sus fa-
miliares y allegados. El penúltimo lo empleó preci-
samente en redactar el trabajo que ahora presenta-
mos. Desafortunadamente el empeoramiento de su
ya delicada salud no le permitió terminarlo. Ofrece-
mos el escrito, tal como lo dejó, ciertamente inaca-
bado, pero dotado de una relativa integridad.
De manera especial en sus obras de madurez, D. An-
tonio proponía su pensamiento sobre cualquier asunto
filosófico en diálogo con los grandes pensadores que
de eso mismo se habían ocupado, y antes de exponer
12
su propio punto de vista examinaba cuidadosamente
todas las posturas que acerca del particular conside-
raba relevantes. Aquí tenemos un detallado estudio
sobre la inmortalidad del alma humana en los gran-
des pensadores, desde la Antigüedad hasta Fichte.
Quedó sin redactar lo relativo a algún autor posterior
a Fichte y, sobre todo, la propia postura de D. Antonio
acerca del problema filosófico de la inmortalidad del
alma humana. En los primeros capítulos, en los que
se ocupa de una presentación panorámica de la cues-
tión haciendo una aproximación a las nociones de
alma, hombre, muerte e inmortalidad, pueden co-
lumbrarse quizá las líneas por las que discurriría el
desarrollo de su propia postura filosófica. Aunque es
claro que falta lo principal, creemos que vale la pena
dar publicidad a lo que ya hay, pues supone una
aportación de peso a la discusión filosófica sobre el
problema. Dios, a quien siempre buscó D. Antonio
con la cabeza, además de con el corazón, ya le habrá
descubierto todos los detalles de este asunto que a
nosotros nos resulta ahora tan complejo.
Agradezco al profesor Alejandro Llano, uno de
los discípulos más queridos y admirados por D. An-
tonio, la deferencia de contribuir a esta edición con
el texto que reproducimos seguidamente.
13
MI QUERIDO MAESTRO
15
mucho más lo que pudiera decir Antonio, ante las ta-
zas ya vacías de café, que el discurso académico anun-
ciado. Así es que continuamos a pie firme durante dos
horas más, a vueltas con las aporías que barajábamos.
Llegado un momento, yo me encontraba físicamente
agotado y a duras penas conseguía seguir prestando
atención a lo que se discutía. Millán continuaba im-
pertérrito. Sólo cuando la audiencia de la lección a la
que no habíamos asistido volvió a salir del aula, nues-
tro coloquio se interrumpió. Al quedarme en un aparte
con él, le dije que acababa de comprender por qué ha-
bía llegado a desarrollar una asombrosa capacidad fi-
losófica. Me miró sorprendido.
Y así, hasta el final de su vida en este mundo. No
deja de ser significativo -aunque en modo alguno
previsto- el hecho de que su última enfermedad
coincidiera con la escritura de esta obra inacabada
sobre la inmortalidad del alma. Porque, para Millán-
Puelles, la filosofía era vida, expresión culminante
de lo que Aristóteles llamó bios theoretikós. Y sabía
que la muerte, ya vecina, y la pervivencia del alma
tras ella, constituyen claves para la comprensión y
encaminamiento de la totalidad de la vida. En la en-
traña de su lógica implacable y de su minuciosidad
fenomenológica, latía un temple anhelante de la
única luz que ilumina la existencia humana: la lum-
bre de la verdad. N o admitía compromisos con la
verdad, ni temía enfrentarse con ella. La miraba cara
a cara, amorosamente. De ahí que en su trabajo filo-
sófico no eludiera los temas más arduos ni se retra-
jera ante los que pudieran resultar polémicos. Lo
cual le deparó discípulos incondicionales -entre los
que yo figuro en último lugar- y adversarios contu-
16
maces, los cuales no perdonaban al Profesor Millán-
Puelles que no se hubiera plegado como ellos a la
transformación del oficio filosófico en burocracia o
trivialidad.
Millán-Puelles nos deja como legado, además de
su ejemplo de pensador hondo y riguroso, una obra
filosófica publicada que no encuentra parangón en
el pensamiento hispano de la segunda mitad del si-
glo xx y comienzos del XXI. Los que la han se-
guido paso a paso, conocen su hilo conductor. Y sa-
ben que, con un permanente horizonte metafísico,
Millán ha desarrollado una ontología del espíritu que
investiga la articulación de las facultades superiores
en la estructura trascendental del sujeto. Razón y li-
bertad son temas de los que siempre parte y a los que
continuamente retorna. Por eso es un gran conoce-
dor del alma, tema central de la filosofía clásica y
moderna, del que más recientemente se teme con
frecuencia hablar, cual si fuera científicamente inco-
rrecto. Como Agustín de Hipona, Millán-Puelles an-
daba sobre todo deseoso de conocer a Dios y al
alma, es decir, la trascendencia pura y simple. Nunca
pensaba que fueran asuntos privativos de la teología,
sino que distinguía sin separar lo propio de la fe y lo
propio de la razón. Como cristiano cabal y ejemplar
católico, tenía presente que la fe es un libre obsequio
de la razón impulsada por la gracia, y que la inteli-
gencia filosófica puede llegar por sus propios me-
dios a dilucidar los preámbulos de la esperanza: la
existencia de un Dios personal y la inmortalidad del
alma humana.
Ante la pérdida de la presencia terrena del amigo
entrañable y del insustituible maestro, el hecho de
17
que Antonio dejara este libro inacabado nos priva de
sus últimas palabras de caminante hacia la luz y ha-
cia la vida. Nos ha dejado con la miel en los labios.
Hubiéramos dado cualquier cosa por poder tener
ahora en nuestras manos la segunda parte de este es-
tudio, en el que -tras las valiosas precisiones con-
ceptuales y el recorrido histórico completo- Millán
hubiera abordado derechamente la cuestión de la
pervivencia del alma tras la muerte. No hay asunto
de mayor interés humano, y nadie estaba en nuestro
tiempo mejor preparado que él para abordar sin ti-
mideces ni ambigüedades un tema tan serio.
En este texto póstumo e incompleto, se refleja la
quintaesencia del estilo filosófico de Millán Puelles.
Urgido, sin duda, por la escasez de un tiempo que
vislumbraba corto, dejó esta vez casi completamente
de lado la acostumbrada brillantez literaria de su
prosa, y lo fió todo a la precisión conceptual y a la
contundencia argumentativa. N o hay nada conven-
cional en su discurso. Si su razonamiento avanza por
lo común en coincidencia con Aristóteles y Tomás
de Aquino, no es en modo alguno por fidelidades de
escuela y mucho menos por vinculaciones ideológi-
cas, del todo ausentes aquí. Lo cual se muestra
cuando no vacila lo más mínimo (como en las obras
por él publicadas) en apartarse de sus pensadores
preferidos cuando no considera acertados sus plantea-
mientos o concluyentes sus razones. No le guía tam-
poco el interés puramente retórico o, por decirlo así,
apologético. Prueba de ello es la atención que presta,
por ejemplo, al problema de la (no) posibilidad de
una aniquilación del alma por parte de Dios, cues-
tión a la que casi nadie se refiere hoy, por más que
18
haya sido un tema central en la filosofía moderna.
La comparación del discurso de Millán con el de al-
gunos bestsellers actuales sobre el tema algo nos
dice de la penuria intelectual por la que actualmente
atravesamos.
Aunque todavía no se llegue en él a abordar temá-
ticamente el argumento nuclear, el texto de que dis-
ponemos nos ofrece ya significativas anticipaciones
del desarrollo teórico que habría de acometerse en la
segunda parte de esta obra. La argumentación de Mi-
llán-Puelles, considerada sistemáticamente, partiría
de la consideración del alcance universal del conoci-
miento intelectual y del querer libre, para pasar des-
pués a las operaciones inmanentes, a las facultades
superiores, y al hombre como sujeto del que el alma
es forma esencial. Quien desee hacerse una idea es-
quemática de los hitos de tal razonamiento, puede
acudir al Léxico Filosófico (1984), donde Millán-
Puelles dedica una voz completa a la inmortalidad
del alma humana (pp. 358-368). Pero es su obra en-
tera la que prepara y apoya el tratamiento de un pro-
blema en cuya dilucidación se dan cita acuciantes
perplejidades existenciales y erizadas dificultades fi-
losóficas.
Especialmente relevante para el propósito aquí
perseguido es la antropología trascendental que Mi-
llán ha desarrollado en varios de sus libros, y que en-
cuentra su expresión cumplida en La estructura de
la subjetividad (1967), obra a la que su autor remite
varias veces en estas páginas.
Se trata de una teoría del sujeto humano en la que
se establece que a la conciencia del hombre le co-
rresponde un carácter tautológico, inseparable de
19
una ineludible heterología. Intimidad y trascendencia
suelen aparecer, en las antropologías convencionales,
como dimensiones contrapuestas. La versión actual
de esta dialéctica sería la que se establece entre identi-
dad e igualdad. Pero lo cierto es que no hay contrapo-
sición entre estos dos vectores. Porque lo mismo que
hace de mí un ser íntimo e irrepetible, eso mismo me
lanza a la conversación con los otros y a la apertura
hacia la infinitud del ser. En términos clásicos, podría
decirse que, por una parte, el alma es la forma del
cuerpo (anima forma corporis) y, por lo tanto, lo que
implanta al hombre en la realidad y hace de él un ente
mundano, aunque no simplemente intramundano. El
alma, como forma sustancial, me da el ser (forma dat
esse ), pero en modo tal que me abre a la posesión de
las demás formas (animaformaformarum). Doble
rendimiento de una única alma que sólo es posible si
toda ella es espiritual, si no se agota en constituir la
actualidad de una posibilidad, sino que es insepara-
blemente la posibilidad de otras muchas actualidades.
El alma es el principio común de la intimidad hu-
mana y de la humana trascendencia. La concepción
antropológica de Millán-Puelles se encuentra así tan
alejada de un inmanentismo subjetivista como de la
pérdida de sustancialidad en la intimidad de la per-
sona. Antonio Millán no es un personalista, en el
sentido actualmente usual, pero sabe muy bien cuál
es el fundamento ontológico que hace del hombre
una persona, y que sólo puede estribar en la índole
espiritual del alma humana, la cual constituye a su
vez la raíz de su inmortalidad.
En Léxico Filosófico, dentro de la mencionada voz
sobre la inmortalidad del alma humana, puede leer-
20
se: «No sólo tenemos cuerpo, sino también espí-
ritu; y así como en cierta forma somos realmente el
cuerpo que en calidad de nuestro, en la acepción más
esencial e íntima sentimos, así también en cierta
forma somos el espíritu que tenemos y en virtud del
cual estamos capacitados para todos nuestros actos
de entender y para todas las voliciones realizables
por nuestra potencia volitiva» (p. 359). Desde luego,
ni soy un cuerpo que está misteriosamente habitado
por un alma, ni soy un alma accidentalmente vincu-
lada a un cuerpo. Entre otras cosas, porque no hay
cuerpo humano sin alma. No deja de tener su interés
que la fórmula clásica, adoptada incluso por el Con-
cilio de Vienne, sea siempre anima forma corporis y
nunca anima forma materiae primae. Porque no hay
que entender la forma y la materia como una especie
de coprincipios inicialmente aislados que, al unirse,
dieran lugar a ese animal racional que es la persona
humana. La realidad primaria y completa es el ser
humano en su original unidad. Mientras que la mate-
ria prima no es principio de nada, por carecer de toda
posible consistencia. De manera que, en el caso del
hombre, no hay materia prima que valga antes o
fuera del cuerpo, que está siempre ya animado por el
alma. Con lo cual se resuelven, desde el fundamento,
ciertos problemas que atribulan hoy día a la bioética.
Cabría entonces objetar que, correlativamente,
tampoco podría haber alma humana separada del
cuerpo y, por lo tanto, que no sería posible la inmor-
talidad del alma individual. Pero esto segundo no se
sigue de lo anteriormente mantenido. Aunque la per-
vivencia del alma plantea problemas respecto a su
individuación y forma de conocimiento, tales difi-
21
cultades -que en buena parte han sido abordadas
por Tomás de Aquino- no invalidan la tesis filosó-
fica de la inmortalidad. Desde luego, nuestra identi-
dad nos parece difícilmente separable de las sensa-
ciones, emociones y experiencias, así como de sus
respectivos recuerdos. Y es cierto que el alma sepa-
rada no puede tener directamente conocimientos
sensibles, pero nada impide que haga uso de las fa-
cultades superiores, es decir, del entendimiento y la
voluntad.
Hace años conocí a uno de los primeros expertos
mundiales en dolores de cabeza, que tenía la original
característica de no haber tenido nunca dolor de ca-
beza; lo cual no le impedía en modo alguno estudiar
este fenómeno y, en ocasiones, incluso curarlo.
Como decía Wittgenstein, la idea de una cantidad
negativa no va necesariamente unida a la experien-
cia de haber tenido números rojos en la cuenta co-
rriente del banco. En todo caso, el propio Santo To-
más advierte -en su comentario al capítulo XV de
1 Corintios- que el alma no es el yo (anima mea non
est ego), porque a mi realidad sustancial pertenece
también el cuerpo; y llega a advertir que «sin la re-
surrección del cuerpo la inmortalidad del alma no
sería fácil (haud jacile ), incluso difícil ( immo diffi-
cile ), de demostrar». Lo cual no debe llevar a mante-
ner, como han hecho últimamente algunos teólogos,
que lo propio del cristianismo es defender la resu-
rrección de los cuerpos y no la inmortalidad de las
almas. Porque es obvio que la resurrección de los
cuerpos sería imposible si no hubiera inmortalidad
de las almas. Y, de cualquier modo, la resurrección
de la carne no es un tema filosófico, mientras que sí
22
lo es -y muy importante-la inmortalidad del alma
humana, que -según acertadamente sostiene Mi-
llán-Puelles- es demostrable con independencia de
la teología de la fe.
Desde su ser, el ser humano se abre a todo el ser,
porque está constitutivamente orientado a la reali-
dad. Es un ser «onto-lógico» porque tiene el poder
de captar lo real como real, y lo irreal como irreal,
según ha mostrado Millán-Puelles en un impresio-
nante libro titulado Teoría del objeto puro (1990).
Esta peculiar condición «onto-lógica» determina la
posición del hombre en el mundo, que es una im-
plantación libre, en la medida en que no sólo el hom-
bre está físicamente en el mundo sino que también
el mundo está intencionalmente en el hombre, lo
cual determina lo que algunos antropólogos contem-
poráneos han llamado su posición excéntrica. El
hombre está en el mundo, por lo cual posee una di-
mensión material (corporal), que le integra en el
plexo de las cosas intramundanas, y él mismo pre-
senta una estructura reiforme: no es propiamente una
cosa, pero sí una cuasi-cosa. Mas el mundo está en
el hombre de una manera que no puede ser a la vez
material, lo cual supone que no sea una cosa entre
las cosas, sino que trascienda el contexto natural en
el que se encuentra integrado, e incluso su propia na-
turaleza, a través de la cual se integra en tal contexto.
De ahí que sea concebible la existencia de esa di-
mensión suya irreductible a la materia una vez que
el hombre haya muerto. Muere el hombre, pero no
todo en él muere. No es que él o ella pervivan de al-
gún modo, como en una especie de existencia fan-
tasmagórica o mágica. No. Es que algo del hombre
23
subsiste tras la muerte, porque su alma no se co-
rrompe al corromperse el cuerpo.
En la filosofía actual se aclimata difícilmente esta
realidad de la pervivencia del alma tras la muerte,
precisamente porque el pensamiento filosófico se
encuentra hoy día aquejado de diversas formas de
naturalismo. Por carencias de método -a pesar de
la aparente inflación metodológica- resulta arduo
pensar en algo que no tenga una consistencia mate-
rial o, al menos, que esté naturalmente vinculado
con procesos físicos, psíquicos o culturales. Lo pro-
pio del método filosófico es la superación de los
contenidos en busca de los actos. Esto es lo que se
ha venido haciendo en el pensamiento occidental
desde Aristóteles hasta Kant, con prolongaciones
significativas en el idealismo alemán, la fenomeno-
logía, el análisis lingüístico o la hermenéutica nora-
dical. Pero tal capacidad parece que ha decaído re-
cientemente de manera generalizada. Se nos antoja
hoy imprescindible atenerse a los contenidos, a lo
que Kant llamaría la Sachheit, la realitas, a costa de
la posible elevación a aquello que trasciende todo
contenido, toda res, toda cosa; a aquello que es la ga-
nancia pura de un proceso de descosificación, y que
sólo puede entenderse como espíritu en su signifi-
cado ontológico más serio.
El naturalismo es incapaz de una comprensión del
conocimiento que no suponga una cierta traslación
de los contenidos externos a una especie de recinto
interno al que llamamos mente, o bien una compro-
bación de que esos contenidos se encontraban ya en
la conciencia. Y algo semejante acontece con la voli-
ción, de la que se piensa que ha de estar causada por
24
un acontecimiento psíquico de índole emocional o
desiderativa. Con un equipaje conceptual tan tosco,
la sutil cuestión de la espiritualidad de un alma que
es la forma sustancial de un ser vivo -un animal ra-
tionale- resulta prácticamente inabordable.
La cuestión de la inmortalidad del alma es una de
las más difíciles con las que se puede enfrentar el fi-
lósofo. Además de su complejidad técnica, se ve
acechada por deformaciones del pensamiento que se
han dado tanto en el período clásico como en la mo-
dernidad, hasta nuestros días. El platonismo y el ra-
cionalismo se mueven en su elemento cuando afron-
tan la pervivencia de una realidad espiritual, pero no
encuentran modo de resolver el problema de la uni-
dad del ser humano como un compuesto de cuerpo y
alma. Por el contrario, al positivismo naturalista y al
materialismo les resulta inconcebible la propia exis-
tencia de un espíritu que no sea mero epifenómeno
de procesos físicos y psíquicos. Ambos extremos
tienden a cosificar la realidad humana. Y esta reifi-
cación es la debilidad común de la mayor parte de
teorías antropológicas actuales.
Gracias a su profundidad metafísica y a su agu-
deza fenomenológica, Millán-Puelles sortea estos
riesgos y nos ofrece una antropología equilibrada y
penetrante, en la que la inmortalidad del alma no se
contrapone a la unidad psicosomática del ser hu-
mano. Así se puede comprobar en esta obra, cuyo
carácter inacabado puede entenderse como una cifra
del tema que en ella se aborda. La morada perma-
nente del hombre no se encuentra en este mundo, por
lo que todo empeño que acometamos en nuestro la-
borar terreno -también la filosofía- está abocado
25
a la inconclusión. Pero no es un inacabamiento por
liquidación, sino por plenitud. Antonio ha encontrado
ya lo que buscaba, mas no sólo por lo que pudiera
atisbar en su fatiga conceptual, sino en la realidad go-
zosa de una vida definitivamente lograda. Ahora co-
noce de veras la realidad misma de aquello que al-
canzó a tientas con su ansia de verdad y su tenacidad
conceptual. Sabe ya qué significa la afirmación de
que no todo moriría en él: Non omnis moriar.
26
PRÓLOGO
27
personal fe de cristiano. Se trata, así, de una investi-
gación exclusivamente filosófica, no de teología de
la fe, bien que con ella comparta la inequívoca afir-
mación de la inmortalidad del alma propia del hom-
bre. Mi punto de partida, así como los conceptos y
los datos que utilizo, no vienen de ningún dogma re-
velado, sino del análisis, pura y simplemente racio-
nal, de la vida del hombre en este mundo con todos
sus efectivos condicionamientos materiales.
La antropología en la que las tesis sustentadas en
esta investigación se inscriben no es -obviamente,
no puede ser- la de signo materialista; mas tam-
poco es una antropología espiritualista en la acep-
ción según la cual la esencia propia del hombre con-
siste sólo en su espíritu, sin que en ella intervenga de
ningún modo el cuerpo, ni más ni menos que como
si el ser humano, por su dignidad de persona, no que-
dase rectamente definido al atribuirle la índole de
animal racional (donde lo racional, sin dejar de re-
presentar la dimensión más noble de la persona hu-
mana, se comporta, no obstante, como algo funda-
mental y radicalmente constitutivo del efectivo
animal que cada hombre es).
En La estructura de la subjetividad he desarro-
llado a mi manera la antropología del nexo del
cuerpo y del alma humanos. Aquí vuelvo a ocu-
parme de algunas de las cuestiones que en esa oca-
sión traté, pero ahora las examino desde el punto de
vista de la inmortalidad del alma humana, uno de los
asuntos de mayor relevancia en la psicología filosó-
fica y que, sin embargo, debe ser estudiado en su ín-
tima conexión con otros asuntos y cuestiones de in-
ferior alcance inmediato. Tal es, sobre todo, el caso
28
de la irreductible diferencia entre el conocimiento
intelectivo y el sensorial: una diferencia en la que,
junto con la libertad propia del hombre, me pro-
pongo centrar la superación del empirismo y de sus
inevitables corolarios en la interpretación del modo
humano de ser.
29
LAS CLAVES CONCEPTUALES
DE LA INMORTALIDAD
DEL ALMA HUMANA
31
De acuerdo con todo ello, la Primera Parte de este
libro tiene un capítulo inicial dedicado a las tres pri-
meras claves conceptuales de la noción de la inmor-
talidad del alma humana (a saber, las ideas de la
vida, de la muerte y de la inmortalidad), siendo el
objeto de un segundo capítulo el concepto del hom-
bre, mientras que el capítulo tercero trata de la no-
ción del alma en general; y, por último, un cuarto ca-
pítulo se ocupará de la específica noción del alma
humana.
32
1:
CAPÍTULO
LAS TRES PRIMERAS CLAVES
CONCEPTUALES DE LA NOCIÓN
DE LA INMORTALIDAD DEL ALMA
HUMANA
§ l. LA IDEA DE LA VIDA
33
Las voces griegas ~io<; y l;ro'JÍ, de las que proce-
den, respectivamente, los términos españoles «bio-
logía» y «zoología», presentan diferencias de matiz,
determinadas en cada ocasión por el contexto y que
se cifran -aunque no siempre- en que ~io<; de-
signa en la mayor parte de los casos el modo o lama-
nera de vivir, mientras que l;ro'JÍ significa el vivir
mismo, cualesquiera que sean sus modos y los recur-
sos que lo hacen posible. -En un conocido Diccio-
nario etimológico de la lengua griega se declara que
el sentido de ~io<; no es el hecho de vivir, sino la
manera de vivir, sobre todo si se habla de hombres,
aunque a veces si se habla de animales (se sobreen-
tiende, no humanos), de donde vienen las expresio-
nes «modos de vivir» y «recursos» 2• Y en ese mismo
Diccionario etimológico el vocablo sro'JÍ aparece in-
cluido en el artículo dedicado al verbo l;córo, que sig-
nifica vivir, y el sustantivo nombra la propiedad de
ser viviente, distinguiéndose así de ~io<;3 •
A la vista de estos informes tan escasamente ilus-
trativos, pienso que lo mejor que cabe hacer para
dar algún paso hacia delante en el esclarecimiento
de la idea de la vida es fijar la atención en lo que
solemos concebir como viviente, en concreto las
plantas, los animales en general, los hombres y el
34
propio Dios 4 • El hecho de que los califiquemos de
vivientes supone que los concebimos como seres en
los cuales se da la vida, sin que ello quiera decir que
todos la poseen del mismo modo: antes por el con-
trario, les damos nombres distintos porque pensa-
mos que son distintas sus vidas, aunque tampoco
esto excluye que nos los representemos provistos de
un cierto denominador común: la vida en tanto que
vida, lo que hace que vivan esos seres que califica-
mos de vivientes. ¿Mas qué es eso, cómo lo pode-
mos definir?
A esta pregunta ha de dársele una respuesta de
signo positivo. Indudablemente, deja de darse esa
respuesta si nos limitamos a decir que la vida con-
siste en algo que no todos los cuerpos tienen. Por lo
demás, tampoco responderíamos de un modo posi-
tivo si declarásemos que la vida es algo cuya pose-
sión no requiere la corporeidad, ya que es posible
atribuirla a Dios en tanto que concebido como un ser
absolutamente incorpóreo, y porque asimismo cabe
considerar como efectivas actividades vitales las in-
te lecciones y las voliciones ejercidas por los seres
humanos.
«Llamo vida -dice Aristóteles- al hecho de que
por sí mismo algo se nutre, crece y decrece» 5 • Mas
esta declaración no perfila completamente lo que
35
Aristóteles piensa que es la vida. Así lo hace ver la
afirmación aristotélica de que «Dios es el eterno y
más noble viviente, de modo que hay en Dios una
vida en continua duración e interminable» 6 • Y la ra-
zón en la que Aristóteles se basa para atribuir la vida
a Dios es que el acto del entendimiento es vida, y
aquél (se refiere a Dios) es acto intelectivo 7 , con lo
cual se hace lícito pensar que la intelección humana
es también vida.
La descripción aristotélica de la vida como el he-
cho de que por sí mismo algo se nutre, crece y de-
crece, no considera la vida en todas sus manifesta-
ciones, sino en las que le atañen cuando se da en las
sustancias que son realidades corpóreas, sin que esto
implique que todos los cuerpos naturales tengan vida
-Aristóteles lo niega expresamente 8- ni que en to-
dos los que la tienen se den únicamente el nutrirse,
el crecer y el decrecer. Para Santo Tomás, la explica-
ción que de la vida da Aristóteles señalando sólo estos
hechos se efectúa según el modo de un ejemplo más
que según el propio de una definición9• Y en verdad
puede admitirse que se trata únicamente de un ejem-
plo, mas no está de sobra el añadir que ese ejemplo se-
6 «cjlái!EV Oll 'tOV 6EOV Ei Vat l;c\x>v tllOtoV apt<n:OV óS<n:E Sroll Kat
airov cruvexil¡; x:ai atoto¡; imápX,Et 'tcp eecp», Met., 1072 b 28-30.
7 «tl yap vou evÉpyEta l;cmí, ex:Eivo¡; oe ti evÉpyEta», Met.
1072 b 27.
8 «De las sustancias que son cuerpos naturales, unas tienen
36
ñala lo que es la vida en su más baja o mínima expre-
sión, la que no falta en ningún viviente corpóreo, es
decir, la que, además de estar dada en las plantas, se
da también en todos los animales, sin excluir, por
tanto, al hombre según su propia dimensión de animal.
De acuerdo con ello, por debajo de ese nivel no
hay vida alguna, frente a lo que sostiene el «hilozoís-
mo» (de ÜA.ll =materia, y sCOJÍ =vida) con su afirma-
ción de que todas las realidades materiales viven.
Aristóteles no pudo hacer ninguna descalificación
de la tesis hilozoísta porque no encontró, en los pen-
sadores que le antecedieron, una expresión clara y
taxativa de esta tesis, tal como, v.gr. la hizo, en cam-
bio, la física de los pensadores estoicos.
En varias ocasiones se ha ocupado Kant del hilo-
zoísmo. Aquí puede bastarnos la impugnación que le
dedica en los siguientes términos: «La inercia de la
materia no es ni significa otra cosa que la falta de vida
de la materia en sí misma( ... ) Como capaz de modifi-
car el estado de una sustancia el único principio in-
terno que conocemos no es otro que el deseo, ni tam-
poco sabemos de otra actividad interna que no sea el
pensar, con el sentimiento, a él subordinado, del pla-
cer y del displacer, y las ganas o la volición.( ... ) En la
ley de la inercia Uunto a la permanencia de la sustan-
cia) está fundada absoluta y completamente la posibi-
lidad de una auténtica ciencia de la naturaleza. El hi-
lozoísmo sería lo contrario de lo primero y, por tanto,
también la muerte de la filosofía de la naturaleza» 10 •
10 <<Die Triigheit der Materie ist und bedeutet nichts anders, als
ihre Leblosigkeit, als Materie an sich selbst ( ... ). Nun kennen wir
kein anderes inneres Princip einer Substanz, ihren Zustand zu
37
En este pasaje Kant rechaza una desmesura opo-
niéndole otra, ya que la afirmación de que toda ma-
teria vive (hilozoísmo) se halla tan fuera del común
sentir como lo está, a su vez, la negación de que real-
mente viva lo que no ejerce la intrínseca actividad
que es el pensar, ni el sentimiento, a él subordinado,
del placer y del displacer, ni el deseo o volición (te-
sis kantiana). Sostener, según hace Kant, que en sí
misma no tiene vida la materia es claramente admi-
sible, siempre que no se confunda a la materia con el
ente que la posee y que también puede estar deter-
minado por algo que ella no es. Ciertamente, se ha
de admitir que, si se da la posesión de vida, ello no
se debe a la posesión de materia (y en este punto
coincidimos con Kant por su rechazo de que en sí
misma tenga vida la materia), sino al estar provisto
de algo que la materia en sí misma no es, pero que
también se encuentra en lo que la tiene. Y, de esta
suerte, a ningún pensador aristotélico le repugnaría
la negación de que el vivir esté dado en y con lama-
teria prima (i.e. la 1tPCÓ'tll üA.11 afirmada por Aristóte-
les como potencia pasiva pura); pero, en cambio, es-
taría en desacuerdo con la negación de que lo dotado
de esa materia primordial -la dada en todos los
38
cuerpos- se encuentre, por el sólo hecho de tenerla,
radicalmente imposibilitado de vivir.
En el concepto kantiano de la vida, tal como lo
podemos advertir en el texto arriba citado, hay una
cierta coincidencia parcial con la noción aristotélica
de la sCOJÍ según la hemos visto perfilada en Sobre el
alma 11, 442 a 14-15. En efecto, dado que la falta de
vida (Leblosigkeit) es imputada por Kant a la mate-
ria justamente en cuanto materia 11 y como quiera que
esa falta de vida la atribuye Kant a la inercia, hay
que pensar que el concepto kantiano de la vida es la
idea de una cierta autodeterminación, lo cual coin-
cide, sin duda, con el «por sí mismo» (ot'<hnou)
asignado por Aristóteles a las funciones vitales del
nutrirse y del crecer y el decrecer. Y la coincidencia
es solamente parcial por la bien clara razón de que el
autodeterminarse no se da, según Kant lo concibe,
nada más que en el ejercicio del pensar y en el de las
otras actividades intrínsecas dependientes de este
ejercicio, mientras que para Aristóteles, en cambio,
el nutrirse, el crecer y el decrecer son cosas que por
sí mismo lleva a cabo el ser en el que se dan y al cual
el Estagirita no le exige que piense ni que realice
ninguna de las actividades intrínsecas que se subor-
dinan a la del pensar.
***
11 La materia en cuanto materia es lo designado por Kant con la
39
La noción de la vida ha sido reiteradamente exa-
minada por Santo Tomás en varios de sus escritos.
Ya en su Comentario al tratado aristotélico Sobre el
alma dice el Aquinatense que «la índole propia de la
vida consiste en que algo es apto para moverse a sí
mismo, y el movimiento se entiende aquí en un sen-
tido amplio, por cuanto también la operación inte-
lectual es denominada movimiento. Porque decimos
que son sin vida los seres que sólo pueden moverse
por un principio extrínseco» 12 •
La dilatada acepción, dada en este pasaje, al término
«movimiento» no me resulta enteramente plausible,
sobre todo si tengo en cuenta que la vida se da también,
y según una forma supereminente, en Dios, donde no
hay posibilidad de cambio alguno. E incluso si me li-
mito a considerar la vida en los vivientes creados, me
encuentro con que no toda operación es motus, aunque
haya operaciones que lo impliquen por ejercerse con
una cierta transición de la potencia al acto.
En el mismo sentido del texto aquinatense del co-
mentario al tratado aristotélico sobre el alma se en-
cuentran las siguientes declaraciones: «El vivir es
atribuido a algunos seres porque se ve que se mueven
por sí, no por otros. Y esta es la razón de que por
cierta semejanza decimos que viven los seres que pa-
recen moverse por sí, desconociendo el vulgo sus
motores, como el agua viva de la fuente que mana,
no el agua de la cisterna o del estanque en quietud, y
12 <<Propria autem ratio vitae est ex hoc, quod aliquid est natum
40
como el azogue, que parece tener cierto movimiento.
Porque propiamente se mueven por sí las únicas rea-
lidades que a sí mismas se mueven, compuestas de
algo que es motor y algo que es movido, como las
animadas. De ahí que digamos que éstas son las úni-
cas que propiamente viven( ... ). Y puesto que las ope-
raciones sensibles son con movimiento, se dice, ade-
más, que vive todo cuanto se actualiza a sí mismo
para sus propias operaciones, aunque no sean con
movimiento, por lo cual el entender, el apetecer y el
sentir son acciones vitales» 13 •
Esencialmente lo mismo vuelven a expresar las si-
guientes declaraciones: «De un modo propio se dice
que son vivientes los seres que se mueven con alguna
especie de movimiento, ya se tome el movimiento en
sentido propio, tal como así se llama al acto de lo im-
perfecto( ... ), ya se tome en común, tal como se deno-
mina movimiento al acto de lo perfecto, por cuanto al
entender y al sentir se les llama moverse» 14 •
per se, non ab alio moveri. Et propter hoc illa quae videntur per se
moveri, quorum motores vulgus non percipit, per similitudinem di-
cimus vivere: sicut aquam vivam fontis fluentis, non autem cister-
nae vel stagni stantis; et argentum vivum, quod motum quendam
habere videtur. Proprie enim illa sola per se moventur quae movent
seipsa, composita ex motore et moto, sicut animata. Unde haec sola
proprie vivere dicimus ( ... ). Et quia operationes sensibiles cum
motu sunt, ulterius omne illud quod agit se ad proprias operationes,
quamvis non sint cum motu, dicitur vivere: unde intelligere, appe-
tere et sentire actiones vitae sunt», Sum. Cont. Gent., 1, cap. 97.
14 <<Illa proprie sunt viventia, quae seipsa secundum aliquam
41
Para el lector no familiarizado con la doctrina y la
terminología aquinatenses habrá de ser útil explicar
el alcance de la diferencia entre lo que en el texto
que acabamos de ver se denomina «acto de lo imper-
fecto» (actus imperjecti) y lo que se llama «acto per-
fecto» (actus perfectus) en ese mismo lugar. Aunque
en otras ocasiones la expresión actus imperfecti
pueda tomarse con un sentido distinto, el que hace al
caso en la presente ocasión es denominativo de algo
no enteramente hecho cuando se ejerce, de manera
que ya no se ejerce cuando está enteramente hecho,
tal como, v.gr., el acto de edificar deja de realizarse
cuando está por completo realizado. -No cabe de-
cir lo mismo respecto del entender y del sentir, así
como del querer, pues los actos correspondientes se
dan enteros cuando son ejercidos, en virtud de lo
cual cada uno es acto de algo perfecto ( actus per-
fecti) según la acepción en que llamamos perfecto a lo
completo, pues ninguna de esas tres operaciones se
lleva a cabo de una manera sucesiva, i.e. por partes
que conforme van siendo van dejando de ser una tras
otra. O se las ejerce enteramente, o enteramente están
por ejercer. (Cosa distinta es que los objetos de esas
operaciones, no ellas mismas, puedan estar dados par-
cialmente, según ocurre si entiendo sólo un aspecto,
una parte, de algo, o si capto de una manera sensorial
lo que no es más que una parte, o un cierto aspecto, de
algún objeto sensible, o si lo que quiero no es la tota-
lidad de algo que yo conozco, porque ni lo primero es
un semientender, ni lo segundo es un semisentir, ni lo
tercero es un semiquerer. Sería ilícito atribuir a unas
operaciones la parcialidad que -si así, en efecto,
acontece- conviene a sus respectivos objetos).
42
Indudablemente, la mejor -la más rigurosa y
clara- de las descripciones que Santo Tomás ha he-
cho de la entidad del vivir es la consignada en este
otro pasaje: «Se ha de considerar que de algunos se-
res decimos que viven en razón de que operan por sí
mismos y no como movidos por otros, por lo que
cuanto más compete esto a algo, tanto más perfecta-
mente se encuentra en ese algo la vida» 15 • -A este
modo de hacer la definición del vivir o de la vida lo
considero como la más clara y rigurosa de las defini-
ciones aquinatenses de la vida, porque omite la idea
del movimiento o cambio, ya que no siempre es la
vida 16 un cierto moverse, o cambiarse, que algo lleva
a cabo por sí mismo. La vida más noble o perfecta,
la de Dios, excluye todos los tipos de mutabilidad.
***
En un libro que dediqué al análisis lógico de los
conceptos metafísicos he definido la vida como
acción inmanente 11• En los pensadores de la Escuela
43
este tipo de acción es habitualmente atribuido, de
manera exclusiva, al conocer y al apetecer, es decir,
a unas operaciones que no salen de lo que por sí
mismo las ejerce, de tal forma que en su sujeto está
el principio y el término de ellas, comportándose,
así, como lo que por sí mismo y en sí mismo las rea-
liza. -A mi modo de ver, las operaciones cognosci-
tivas y apetitivas no son las únicas acciones in-
manentes, según se piensa en la Escuela. También
llamo acciones inmanentes a otras operaciones bien
distintas del conocer y del apetecer, pero que en
aquello que las cumple tienen su principio originario
y su término propio, lo cual sin duda conviene a las
actividades de carácter vegetativo, en primer lugar a
la nutrición, y, en segundo lugar, al crecimiento. (El
decrecer o menguar no debe considerarse como acti-
vidad vegetativa, porque si bien acontece en los se-
res dotados de un vivir que tiene ese carácter, no es
propiamente una actividad o acción.)
Incluyo la nutrición y el crecimiento en el reperto-
rio de las acciones inmanentes porque los seres en
los que el nutrirse y el crecer se cumplen las realizan
por sí y en sí, aunque extrínsecamente se encuentren
condicionados por algo que ellos no son y aunque
estas actividades puedan tener también efectos en
realidades distintas de aquellas que las ejercen. Ac-
tuar bajo alguna externa condición no es nada que
excluya en su sujeto el comportarse como un autén-
tico principio originario. También el apetecer y el
conocer pueden tener un condicionamiento externo
-salvo en el caso de Dios-, sin que por ello el
agente de estas actividades deje de obrar por sí y en
sí, a lo cual puede añadirse que a su vez el conocí-
44
miento y la apetición pueden tener, de una manera
indirecta o mediata, algún efecto externo a ellos y al
respectivo agente.
***
Un posible reparo a la definición aquí propuesta
de la vida como acción inmanente es el que surge si
se considera la reproducción en su índole de algo
cuyo agente opera por sí mismo (aunque pueda estar
condicionado de una manera extrínseca), pero al que
justo como reproductor le es esencial y, consiguien-
temente, necesario (no sólo posible), tener un efecto
externo.
A esta objeción respondo haciendo ver que la acti-
vidad reproductiva es acción inmanente, aunque se
dé con un efecto externo al ser que la lleva a cabo,
porque la índole propia de la acción inmanente no es
incompatible con que tenga un efecto externo a
aquello que la realiza. Incompatible con la índole
propia de la acción inmanente sería (además de que
su sujeto no actuara verdaderamente, por sí mismo,
sino tan sólo movido por otro) que excluyera el
darse en su agente, de tal manera que realmente no
le afectara en modo alguno. Ahora bien, la reproduc-
ción no deja de afectar a su sujeto, y en este sentido
es inmanente a él, por más que surta un efecto que le
es exterior. -Este mismo argumento lo he presen-
tado ya en otra ocasión, exponiéndolo en los térmi-
nos que siguen: «Todas las actividades propiamente
vegetativas (no las que las preceden como condicio-
nes o requisitos suyos, ni en calidad de resultados
que se derivan de ellas) son acciones que permane-
45
cenen los propios agentes que las realizan. La nutri-
ción y el crecimiento son, consideradas en sí mis-
mas, acciones inmanentes. Y la reproducción, aun-
que tenga un efecto separable de sus sujetos activos
y -en tanto que se separa, externo a ellos- es im-
posible sin acción inmanente. Lo prueba el hecho de
que la actividad reproductiva no la ejercen los entes
cuyas acciones son sólo las transeúntes, y a los cua-
les la vida no se les atribuye: los que llamamos cuer-
pos inanimados» 18 • (El cuerpo inanimado, además
de operar únicamente como movido por algo externo
a él, tampoco queda afectado en sí mismo al ejercer
sobre otro ser su actividad.)
***
Otro posible reparo a la definición de la vida
como acción inmanente es el que tal vez pueda venir
de la consideración de la enfermedad como algo que
sólo cabe en los seres que tienen vida. La enferme-
dad no puede ser acción inmanente alguna, porque
es algo que se padece, es decir, no una acción, sino
una pasión, y, sin embargo, no se da en los seres que
carecen de vida, sino tan sólo en los provistos de
ella. -A esto respondo que la enfermedad presu-
pone la vida, pero no la es. Sin estar vivo no es posi-
ble enfermar, pero el enfermar no es el vivir, por más
que lo presuponga. -Por otra parte, la lucha del vi-
viente enfermo contra su enfermedad no sólo presu-
pone en él la vida, sino que es vida en él, pero esa
46
lucha no es una enfermedad y desde luego es una
acción inmanente, una actividad que el enfermo rea-
liza por sí mismo (aunque cuente con el auxilio de
algo que le es externo) y en sí mismo también.
***
El cambiarse a sí mismo de lugar, la autolocomo-
ción, es vida; tiene la índole de una acción inmanente,
porque el animal que se traslada actúa en verdad por
sí mismo (sin que esto excluya todo condiciona-
miento que le venga de algo exterior) y porque en sí
mismo ese animal queda afectado por ella, aunque
esto tampoco impida que en algo externo al agente
de la autolocomoción se produzca un efecto externo
a él.
La diferencia entre el por sí y el en sí pertinentes
al animal que se traslada es un caso especial de la
que en general atañe a toda acción inmanente, sin
excluir la que conviene sólo a Dios. Sin embargo,
frente a la posibilidad, actualizada en los seres fini-
tos, de que el por sí vaya unido a un condiciona-
miento que proviene de fuera, en el por sí divino no
hay posibilidad de semejante condicionamiento en
modo alguno, por cuanto Dios es el ser del que de-
penden todos los demás y que de ninguno de los de-
más depende. Por otro lado, aunque Dios tiene el po-
der de provocar efectos en lo exterior a Él, no cabe
que lo exterior a Él exista sin que de Él dependa,
mientras que los efectos producidos por los vivien-
tes creados pueden, en cambio, darse en realidades
no subordinadas a ellos. Y, en fin, la imposibilidad
de todo género de autolocomoción en el vivir divino
47
no es en este vivir ningún defecto, sino la lógica con-
secuencia de la absoluta ubicuidad de Dios (propie-
dad que en ningún sistema panteísta es atribuible al
Ser Supremo, pues la presencia de Dios en cada una
de las demás realidades es cosa bien diferente de la
presencia de esas realidades en la propia entidad di-
vina).
***
La noción de la vida es el concepto de una perfec-
ción pura o simple, i.e. la idea de una perfección en
cuya esencia no entra imperfección alguna. Que la
vida es una cierta perfección se echa de ver cuando
se considera el valor positivo que le reconocemos en
oposición a la falta de vida, tanto si esta falta es, por
así decirlo, algo innato -según conviene a los seres
donde el vivir no ha existido ni puede existir ja-
más- como si es algo sobrevenido a un ser donde
el vivir existió.
Indudablemente, la vida vegetativa y la de los ani-
males todos -la del hombre también, no sólo en lo
que coincide con los demás animales- son algo en
lo que se dan imperfecciones y, por tanto, no son per-
fecciones puras o simples, sino mixtas; mas ello no
se debe a que los seres en los que éstas se dan son se-
res vivos, sino al modo (limitado o relativo, no abso-
luto) de su propio vivir. Así, pues, la vida en tanto
que vida, no en cuanto dada en las plantas, en los ani-
males no humanos y en los hombres, tiene el carácter
de una perfección pura o simple, lo cual permite atri-
buirla a Dios, en quien ninguna imperfección es posi-
ble y donde todas las perfecciones que no incluyen
48
ningún defecto son realmente (no conceptualmente)
idénticas entre sí, a la vez que a su poseedor.
Por su carácter de perfección pura o simple, no in-
cluye la vida en su propia esencia la necesidad, ni si-
quiera la posibilidad, de llegar a dejar de ser. Si en
su esencia incluyera esa posibilidad, la vida no po-
dría darse en Dios, y otro tanto debe decirse de la ne-
cesidad de vivir, como quiera que la necesidad pre-
supone o implica la posibilidad. (N o cabe que lo
necesario -en su sentido más estricto y riguroso-
no sea también posible).
Según la clásica definición propuesta por Boecio,
la eternidad divina es la cabal posesión, toda ella
dada a la vez, de una vida que es interminable 19 • Así,
pues, la vida en cuanto tal, no en tanto que divina, ni
en tanto que no divina, no incluye en su propia esen-
cia la imposibilidad, ni tampoco la posibilidad, de
dejar de ser. Ni lo uno ni lo otro le convienen por su
misma índole de vida, sino por el modo o la manera
en que, según los casos, los vivientes la tienen.
Ahora bien, la existencia de seres vivos que de
jacto dejan de ser no es pensable sin el concepto del
dejar de vivir, i.e. sin la noción de la muerte. Pase-
mos ahora a hacer su análisis.
§ 2. EL CONCEPTO DE LA MUERTE
49
la muerte se refieran a ella en tanto que afecta al
hombre y no dediquen una suficiente atención -si
es que le prestan alguna- a lo que la muerte es en
cuanto tal y no sólo en tanto que humana. Es com-
prensible este enfoque privilegiada y hasta abusiva-
mente antropológico en razón del gran interés que
en cada hombre suscita la consideración de su pro-
pia muerte y la de los seres más queridos por él, aun-
que también, a veces, la de otros hombres con los
que no ha mantenido ningún trato recíproco y que
pueda calificarse de verdaderamente personal.
Sin embargo, como la idea de la muerte en cuanto
tal, i.e. en general, in communi, no puede dejar de
hallarse en la noción de la muerte que afecta al hom-
bre, resulta lógicamente necesario hacer su análisis
para poder efectuar más adelante, con la mayor cla-
ridad y precisión posibles, el del concepto de la
muerte humana 20 •
La etimología de la voz «muerte» nos remite al vo-
cablo latino mors, cuyo sentido más ancho es el de ce-
sación de la vida, y tal es asimismo la primera y más
dilatada de las acepciones del término español
«muerte», al que vienen a unirse con cierto carácter si-
nonímico las palabras «defunción», «óbito», «falleci-
miento», «expiración» y algunas otras más por el es-
tilo, si bien debe tenerse en cuenta que lo así designado
es más bien el primer momento de la muerte y no
aquello en lo que ésta misma consiste prescindiendo
de todo género de determinaciones temporales.
50
Con la palabra mors se corresponde el término
eávato<;, del cual proceden algunas voces españo-
las cuyo significado tiene que ver con la cesación
de la vida, aunque a veces el término griego se em-
plea para nombrar una personificación simbólica de
la muerte o para designar el cuerpo muerto. En un
Diccionario etimológico que ya está citado en el § 1
de este mismo Capítulo veo la siguiente explica-
ción del origen de eávato<;: «Para encontrar una
etimología plausible, hay que anteponer dhw, evo-
cándose entonces el aor. sánscrito a-dhwani, con el
significado de "se extinguió", "desapareció"» 21 • Sin
embargo, el concepto de la muerte no es idéntico a
los de la extinción y la desaparición. Toda muerte
es una extinción, mas no toda extinción es una
muerte; y otro tanto debe decirse de la muerte y la
desaparición.
La muerte implica o presupone la vida como
aquello a lo que se opone. Y como quiera que la re-
lación de oposición es imposible sin ningún modo
de reciprocidad, se ha de admitir que la vida es algo
opuesto a la muerte, dado que, a su vez, ésta se
opone necesariamente a aquélla. Ahora bien, aunque
en verdad la vida es opuesta a la muerte, no es ver-
dad que consista en darse como su opuesto, análoga-
mente a como en verdad el ser es opuesto a la nada,
mientras que no es verdad que en la oposición a la
nada estribe o consista el ser.
51
Por una esencial retro-ferencia la noción de la
muerte no solamente se opone, sino que también
presupone, la noción de la vida. Por el contrario,
ésta, aunque se opone a aquélla, no la presupone en
modo alguno: no nos conduce, por retro-ferencia, a
la noción de la muerte. Si esto no fuese verdad, sería
menester pensar que la noción de la vida divina pre-
supone la idea de la muerte de Dios, de tal manera
que Dios no podría vivir sin haber muerto, i.e. sin
haber perdido antes la vida, lo cual es inadmisible
no ya sólo en el caso de Dios, sino asimismo en el
caso de los otros seres vivientes, puesto que por ne-
cesidad nos llevaría a un inagotablemente reiterado
círculo vicioso, donde el vivir presupondría el morir
y éste, a su vez, no podría dejar de presuponer el vi-
vir, y así, inevitablemente, in infinitum.
Hechas estas aclaraciones, con las que se niega
que la noción de la vida sea una idea cuyo ser con-
siste en oponerse a la noción de la muerte, el análisis
de ésta nos exige dar un nuevo paso en virtud del
cual venga a determinarse el modo de oposición que
los conceptos de la vida y de la muerte mantienen
entre sí. -Cuatro son los modos de oposición seña-
lados desde Aristóteles (Met. 1018 a 20-22) para las
ideas: el de la oposición contradictoria, el de la pri-
vativa, el de la contraria y el de la relativa. Tratemos
de ver ahora cuál de ellos es el que conviene a la
oposición conceptual de la muerte y la vida.
a) La analogía, que antes he señalado, entre la
oposición de los conceptos de la nada y del ser, por
una parte, y, por otra, la oposición de los conceptos
de la muerte y la vida, puede hacernos pensar que,
por ser la primera una oposición de contradicción, es
52
también de contradicción la que debe atribuirse a la
segunda, a la que los conceptos de la muerte y la
vida mantienen entre sí. Mas esto debe rechazarse
de inmediato, a la vista del hecho lógico de que la
oposición de contradicción es la más completa y ra-
dical de las que entre los conceptos puede haber, por
no admitir término medio alguno, ni siquiera de ca-
rácter negativo, según cabe advertir al comparar los
conceptos de la nada y el ser. (No hay, no puede ha-
ber, ningún concepto que no lo sea ni de algún ser, ni
de la nada tampoco, entendiéndose aquí por ella la
nada absoluta o pura, no el relativo no-ser que sin
duda conviene a todo ser finito o relativo.)
Entre los conceptos de la muerte y la vida se da
un término medio negativo o, para decirlo de otro
modo, neutral respecto de la muerte y de la vida: un
concepto de algo que no es ninguna de ellas: v.gr. la
noción de todo cuerpo no viviente y que tampoco
está muerto, porque nunca vivió, como es el caso de
cualquier sustancia mineral. -Otros ejemplos: los
colores, los olores, los sonidos, etc. (ninguno de los
cuales es muerte ni es vida, ni tampoco viven ni es-
tán muertos). Y es igualmente otro caso toda imagen
especular, no por ser una sustancia mineral el espejo,
sino porque la imagen en él reflejada no es muerte ni
es vida, ni algo muerto, ni algo viviente. -Muchos
otros ejemplos cabe aducir, pero los consignados son
bastantes para ilustrar la idea del término negativo
entre la vida y la muerte.
(Por lo demás, la posibilidad de un término medio
positivo entre la muerte y la vida consistiría en lapo-
sibilidad de algo que a la vez que fuese vida fuese
muerte también: como quien dice, la posibilidad de
53
un imposible absoluto -no la de la idea correspon-
diente-, dada la incondicionada validez del princi-
pium contradictionis, cuya negación sería tan sólo
aparente, porque ella misma sería la afirmación de
ese mismo principio: de lo contrario, estaría mante-
niendo, paradójicamente, que ningún negar es afir-
mar, ni ningún afirmar es un negar: vale decir, que
es válido el principium contradictionis).
b) La oposición privativa -la más cercana a la
contradictoria- es la que entre sus polos, respecti-
vamente la posesión y la privación de algo uno y lo
mismo, tiene un término medio positivo, a saber, un
sujeto apto para ambas, aunque no, claro está, para
las dos a la vez. Pues bien, un sujeto apto para la po-
sesión de la vida y para su privación lo es todo
cuerpo viviente como apto o capaz para estar dotado
de vida y para llegar a quedarse sin ella. Por tanto, la
oposición entre la vida y la muerte es una oposición
de carácter o signo privativo, ya que tanto el vivir
como el morir son posibles -aunque no los dos a la
vez- a todo cuerpo viviente.
Pero, además de un término medio positivo, la
oposición privativa puede tener también un término
medio negativo, tal como ocurre, pongamos por caso,
en la oposición entre la facultad de ver y la ceguera,
ya que cabe no ser ni la una ni la otra, sino algo ajeno
a las dos, como lo son respecto de la vida y de la
muerte las sustancias minerales, y los colores, los so-
nidos, los olores, etc., a los que debe añadirse, entre
otros casos, la imagen especular, según quedó ya ex-
plicado en el apartado a) de este mismo § 2.
Contra la tesis del carácter privativo de la oposi-
ción entre la muerte y la vida cabe argumentar ba-
54
sándose en que el sujeto de la privación no deja de
ser en virtud de ella, mientras que, en cambio, la
muerte hace que su sujeto pierda el ser, si es verdad
que el ser en los vivientes es vivir. Mas aunque
desde luego en los vivientes el vivir es ser, ello no
implica que el vivir sea todo el ser de los vivientes
corpóreos. Cuando un cuerpo pierde la vida no se
queda también sin su corporeidad. Continúa siendo
cuerpo, aunque no el mismo, sino otro, o un con-
junto de realidades materiales sin esencial unidad
(sobre lo segundo habremos de volver). Mas enton-
ces es claro que la muerte de un viviente corpóreo
no se opone a su vida según una antilogía por com-
pleto idéntica a la que se da entre la privación y la
posesión en cuanto tales, ya que el sujeto de la una y
de la otra es numéricamente el mismo (no sólo el
mismo de una manera específica, o bien de un modo
genérico).
Por consiguiente, considerando todo lo hasta aquí
dicho en este apartado b ), pienso que entre la vida y
la muerte se da una oposición no estricta o propia-
mente privativa, pero asimilable en cierto modo a
ella, en virtud de lo cual me parece lícito llamarla,
para darle algún nombre, una cuasi privativa oposi-
ción. (Tan desmesurado me resulta el identificarla
por ejemplo a la oposición privativa, como el omitir,
o el negar, que con ésta tiene mucho en común).
e) Que sus dos polos disten máximamente dentro
de un mismo género es el primero de los requisitos
de la oposición de contrariedad, y este requisito no
se cumple en el modo según el cual las nociones de
la muerte y de la vida se oponen entre sí. No se cum-
ple, ante todo, porque no hay ningún género del que
55
esas dos nociones sean especies en razón de su con-
tenido (no, por supuesto, en razón de que las dos son
nociones). Cosa distinta es que la idea del cuerpo
muerto y la del cuerpo viviente pertenezcan al
mismo género: el de la noción de lo corpóreo, que
en tanto que tal se encuentra en el contenido de
aquéllas.
Ciertamente, se ha de admitir que por sus respec-
tivos contenidos las ideas de la muerte y de la vida
tienen en común el no ser la noción de ningún mine-
ral; pero esta coincidencia negativa no subsume a
esas dos ideas en la de un género únicamente a ellas
aplicable. Y aunque cabe tomar como si fuese gené-
rica la índole de todo cuanto no es un mineral, tam-
poco dentro de ese amplísimo género negativo dis-
tan entre sí máximamente las nociones de la muerte
y de la vida. Es aún mayor la distancia entre el con-
cepto de la potencia pasiva pura y el concepto del
acto puro, o sea, de Dios.
Otro esencial requisito de la oposición por contra-
riedad es que sus polos sean entre sí incompatibles
en un mismo sujeto. Indudablemente este requisito
lo cumple la oposición de los contenidos en el caso
de las ideas de la muerte y la vida porque el sujeto
del morir y del vivir es el mismo en la más rigurosa
de las acepciones: no sólo el mismo de una manera
específica, sino también el mismo individualmente.
Si la identidad del sujeto en cuestión no fuese más
que específica, el morir y el vivir no serían en él in-
compatibles, como ciertamente no lo son la muerte
de un individuo y la vida de otro. -Sin embargo, la
oposición de los conceptos de la muerte y la vida no
es de contrariedad, porque no basta que uno de los
56
requisitos de este modo de oposición se cumpla: es
necesario que se cumplan todos, y ya vimos que falta
el primero de ellos por no haber género alguno del
que sean especies el contenido de la idea de la
muerte y el de la idea de la vida.
Además, debe tenerse en cuenta que la oposición
entre contrarios tiene la propiedad -no un requisito
y parte de la esencia misma- de que son positivos
sus dos polos, vale decir, que ninguno de ellos es ne-
gación, exclusión, del otro, lo cual evidentemente no
es el caso en la oposición de los conceptos de la
muerte y la vida, pues aunque ésta se opone a la
muerte no consiste en negarla o eliminarla.
d) El primero de los caracteres esenciales de la
oposición relativa, a saber, la dependencia real de
uno de los extremos respecto del otro, no se encuen-
tra en la oposición entre el contenido de la idea de la
muerte y el de la idea de la vida. Comprobémoslo en
cada una de las tres modalidades de la dependencia
real.
La primera de esas tres modalidades es la depen-
dencia real del efecto respecto de su causa intrínseca
o de su causa extrínseca. Ninguno de los dos modos
de la causa intrínseca es atribuible a la muerte en su
relación con la vida, ni a la inversa, pues ninguna de
ellas se comporta como la causa material, ni como la
causa formal, de la otra. Entiendo aquí por «causa
material» lo que en la tradición aristotélica se de-
signa con ese nombre: aquello de lo que algo está he-
cho y en lo cual ese algo es. Por tanto, puedo decir
que ni la muerte está verdaderamente hecha de la
vida, ni es en ella, como tampoco la vida está verda-
deramente hecha de la muerte ni en ella tiene ser en
57
modo alguno. Tal vez estas aclaraciones parezcan
una solemne e inútil perogrullada. Sin embargo, no
están realmente de sobra si tomamos en considera-
ción las mutuas penetraciones que a la muerte y a la
vida se atribuyen en algunas muestras de la litera-
tura romántica, donde el oscuro poder de las emo-
ciones prevalece sobre la luz de la razón. Y otro
tanto, e incluso más, puede decirse de las mutuas
identificaciones de la muerte y la vida en el plano
que es propio de la causa formal, aunque por su-
puesto, no se la nombre así en el lenguaje romántico.
En la tradición aristotélica se llama causa formal a
lo que se comporta como acto en los seres que tie-
nen un componente pasivo, y así no cabe afirmar que
la muerte es causa formal de la vida, ni que la vida
es causa formal de la muerte.
Un segundo modo de dependencia real es el del
efecto en relación a su causa eficiente. Ahora bien,
ni la vida es causa eficiente de la muerte, ni la
muerte es causa eficiente de la vida. Que un ser vivo
pueda dar muerte a otro no quiere decir que la vida
pueda ser productora de la muerte. La vida no es, en
cuanto tal, un ser vivo (en Dios lo es, pero no sim-
plemente por ser vida, sino por ser divina), y desde
luego no es algo que tenga vida y no la sea.
Por otra parte, aunque es real también la depen-
dencia del medio en relación a esa causa final o fina-
lidad, es asimismo cierto que la muerte no es un me-
dio para la vida, como tampoco es ésta un medio
para la muerte: si lo fuera, habría que pensar que en
Dios la vida es un medio para su propia extinción o
que Dios tendría que morir para dar cumplimiento a
la finalidad de su vivir, nada de lo cual es compati-
58
ble con la aseidad de Dios ni con la eternidad como
atributo exclusivamente divino. (La aseidad y la
eternidad son asignables filosóficamente a Dios, i.e.
le son asignables sin basarlas en ningún dogma re-
velado.)
El tercer modo de la dependencia real es el propio
de lo condicionado en tanto que referido a lo que le
es condicionante. Y tampoco este modo conviene a
la oposición conceptual de la muerte y la vida, pues
en ningún caso es el morir algo condicionante del vi-
vir, ni éste es en todos los casos un condicionante de
aquél.
Hay un término medio negativo entre el concepto
del vivir y el del morir, pero ello no basta para que
sea relativa -o, lo que es igual, entre relativos- la
oposición que atañe a esos dos conceptos. (Tal como
ya antes se ha explicado, la oposición relativa presu-
pone la dependencia real de uno de sus extremos res-
pecto del otro.)
***
Al entender la muerte como cesación de la vida, no
la pienso, en manera alguna, como extinción relativa o
parcial, sino, por el contrario, absoluta o total. Por
tanto, no doy el nombre de muerte a ninguna de las su-
cesivas extinciones de las varias etapas -salvo la úl-
tima- de una y la misma vida. Cada una de esas eta-
pas deja realmente de ser (no, por supuesto, de
ser-una-etapa, sino de ser simplemente) para dar paso
a otra, y en todas ellas el vivir se mantiene en el mismo
sujeto mientras éste no llega propiamente a extinguirse
de un modo definitivo en el ser que venía teniendo.
59
«En la experiencia concreta, dice M. F. Sciacca,
vivir es un continuo morir» 22 • No puedo dejar de dis-
crepar de tan brillante y paradójica afirmación. Su
autor, de quien por muchos conceptos tengo una
gran estima, no declara concretamente en qué con-
siste esa concreta experiencia, que él afirma, del vi-
vir como un continuo morir. Desde luego, el autor
del presente libro no recuerda haberla tenido alguna
vez en calidad de verdadera percepción y no de ob-
jeto de abstracta elucubración. En resolución, me re-
sulta una inadmisible desmesura considerar como un
morir lo que tan sólo es el extinguirse de todas las
etapas, menos la última, que una vida llega a tener.
En referencia al término «muerte», J. Ferrater Mora
escribe que «por equívoco que parezca el término y
por delgado que sea el hilo que lo vincula a las múlti-
ples realidades que tan insuficientemente llamamos
«mortales», nos es forzoso conservar el vocablo, por-
que sólo él expresa, con relativa exactitud, el común
fondo mortal que hay en toda existencia en la medida
en que es efectivamente existente» 23 • Ahora bien, una
vez hechas estas explicaciones -llamémoslas así-
habría que haber declarado en qué consiste ese «co-
mún fondo mortal» y por qué se da en toda existencia
en la medida en que efectivamente es existencia y no
por otra razón. Mas ninguna de esas dos declaraciones
subsigue, ni de cerca ni de lejos, al pasaje citado. Por
lo demás, fácilmente se nota que hay en él una gratuita
p. 11.
23 El sentido de la muerte (edit. Suramericana, Buenos Aires
1947), p. 31.
60
y abusiva equiparación del significado metafísico del
adjetivo «mortal» con lo nombrado por este mismo
adjetivo en su más propia acepción (inconfundible con
la del término «viviente» y con la de «existente»).
***
La idea de la muerte como total o absoluta extin-
ción de la vida no se opone al dogma cristiano de la
resurrección de los muertos que fueron hombres; y
no se opone precisamente porque la total o absoluta
extinción de la vida en un ser que la tiene y que la
puede perder está supuesta en el concepto de la resu-
rrección en cuanto tal. Lo que sigue teniendo algún
vivir, por muy escaso o débil que éste sea, continúa
en posesión de la índole de viviente y no cabe, por
tanto, atribuirle la de resucitado. A ello debo añadir
que al hacer esta observación no me apoyo en el con-
tenido de mi fe de cristiano. Tal como ya anuncié en
la «declaración de intenciones» con que este libro se
inicia, toda la investigación en él expuesta es pura y
simplemente filosófica. El hecho de que nada esté en
ella disconforme con mi fe de cristiano es cosa bien
diferente de que el objetivo de esta investigación sea
demostrar la verdad de algún contenido propio de esa
fe. Incluso cabe que una argumentación filosófica de-
muestre la posibilidad de algún contenido propio de
esa fe, pero ciertamente no cabe que un razonamiento
filosófico demuestre la posibilidad de la resurrección
de lo que aún no ha muerto enteramente, es decir, de
una manera absoluta, no relativa o parcial.
***
61
La muerte afecta a los vivientes corpóreos, a los
dotados de cuerpo, tanto si en ellos hay 24 también
algo incorpóreo, como si no lo hay . ¿Mas cómo se
da la muerte en estos seres? La pregunta así formu-
lada no es la que se responde al afirmar que la
muerte consiste en la cesación de la vida. No se pre-
tende explicar qué es el morir, sino cómo, de qué
manera éste se da en los vivientes corpóreos hacién-
doles dejar de ser vivientes.
La más clara y más breve entre las descripciones
que conozco de la manera en que se da la muerte en
los vivientes de índole corpórea es: «el cese de la
función del organismo como un todo, sin esperanza
de recuperación» 25 • En el mismo lugar y de inme-
diato, se añade que «ese cese del funcionamiento del
organismo como un todo no supone el de cada una
de las células, de los tejidos y de los órganos que lo
componen». Así, pues, a la pregunta por cómo se da
la muerte en el viviente de índole corpórea, la res-
puesta es que el modo según el cual este viviente
muere consiste en la extinción de su peculiar unidad.
A esa extinción podemos también llamarle corrup-
ción en la más fuerte de las acepciones, aunque no
en la más general, ya que aquí se aplica solamente a
los seres corpóreos en los cuales hay vida. La pér-
dida de la vida en estos seres se da según el modo
del cese por el que llega a extinguirse la unidad fun-
62
cional que entre sí mantenían en cada uno de ellos
los respectivos órganos corpóreos.
§ 3. LA NOCIÓN DE LA INMORTALIDAD
63
así como la inmortalidad, es una negatio negationis:
en suma, una perfección, el valor positivo de la per-
manencia o conservación de la vida.
Como ya vimos en el § 2 de este mismo Capítulo,
las ideas de la vida y de la muerte se contraponen la
una a la otra según una oposición de carácter cuasi
privativo. Otro tanto debe decirse de la oposición en-
tre el concepto de la inmortalidad y el de la mortali-
dad. Ello se entiende en virtud de que el primero im-
plica la noción de la vida, mientras que el segundo
presupone la noción de la muerte. Y no se trata de
una oposición privativa stricto sensu, porque para
tener este carácter no es suficiente que uno de los ex-
tremos se comporte como una privación, sino que
además se requiere que el sujeto de ambos extremos
sea capaz de lo que le falta, de tal suerte, por tanto,
que la carencia de ello no le sea eventual, sino, por
el contrario, necesaria. Ninguna de estas condicio-
nes se cumple en la oposición de los conceptos de la
inmortalidad y la mortalidad. El sujeto de la mortali-
dad, lo mortal, no es naturalmente apto para la in-
mortalidad y, en consecuencia, no cabe que ésta le
falte sólo eventualmente. O también: el sujeto de la
inmortalidad, lo inmortal, no es apto para la mortali-
dad, de donde se sigue que la falta -llamémosla
así- de ésta no le conviene de un modo eventual,
sino, por el contrario, de una manera necesaria.
***
El Diccionario de la Real Academia Española
presenta como significado de la voz «inmortalidad»
el de «calidad de lo inmortal», declarando, a su vez,
64
el sentido de la palabra «inmortal» con la fórmula
«no mortal, o que no puede morir». -En el mismo
Diccionario se define «mortal» con la expresión
«que ha de morir», consignándose luego otras acep-
ciones, ciertamente no inusitadas, pero que no hacen
al caso, y entre las cuales destaca la de «que oca-
siona o puede ocasionar muerte, espiritual o corpo-
ral». En este sentido lo mortal no se opone a lo
inmortal, dado que lo segundo no es lo que no oca-
siona, o no puede ocasionar, muerte alguna.
La principal objeción que en este asunto debe di-
rigírsele al afamado Diccionario es doble:
1a Al definir lo mortal como lo que ha de morir
viene a asignarle tanta necesidad como la que de no-
morir atañe a lo que es incapaz de muerte. ¿No es, por
el contrario, lo mortal lo que tiene la posibilidad de
morir, con o sin la necesidad respectiva, de una manera
análoga, v.gr. a como lo frágil es lo que puede rom-
perse sin que para ello sea necesario que se rompa?
2a Definir lo inmortal como lo que no puede morir
es pecar por exceso. Los minerales no pueden morir
y, sin embargo, ningún mineral es inmortal, justa-
mente en razón de que para morir es menester vivir,
y ningún mineral vive. Ya en su momento observa-
mos que la atribución de la muerte a la naturaleza
inorgánica constituye una abusiva equiparación del
sentido estricto y propio de la palabra «muerte» y el
uso traslaticio o metafórico de esa misma palabra. (Si
comenzamos a dejarnos llevar por equiparaciones de
esa clase, terminaremos sumidos en la densa y pro-
funda noche en la que todos los gatos son pardos.)
***
65
R. Goclenius (1547-1628) llega a distinguir hasta
cuatro acepciones de la inmortalidad, según declara
en el texto que transcribo a continuación: «La in-
mortalidad se toma de cuatro modos. l. Por la impo-
tencia o, mejor, imposibilidad absoluta, y por na-
turaleza, de morir, y así únicamente Dios tiene
inmortalidad o más bien es la inmortalidad misma.
2. Por la impotencia de morir, como un gratuito
efecto de la creación, según la inmortalidad conviene
a los ángeles y al alma humana. 3. Por la impotencia
de morir, debida a la gracia de un don o, equivalen-
temente, a la piedad divina: así los cuerpos de los bea-
tos tendrán incorruptibilidad o inmortalidad. 4. Por
la potencia de no morir, o negación del acto de mo-
rir, en razón de alguna hipótesis, aunque aquello a lo
cual esta negación conviene sea en sí mortal» 27 •
A la vista de esta clasificación de los sentidos de
la inmortalidad, el lector puede reprocharme el ha-
berla incluido aquí, puesto que dos de las cuatro
acepciones que Glocenius registra contienen en su
formulación algunos términos de la teología cris-
tiana de la fe, siendo así que ya en el inicio mismo
de esta obra manifesté mi propósito de limitarme en
66
ella al desarrollo de una investigación exclusiva-
mente filosófica. -Paso a dar la respuesta. En pri-
mer lugar, el uso de la palabra «creación» no se efec-
túa únicamente en la teología que presupone los
llamados dogmas de fe. La noción de Dios como
creador (en la acepción más rigurosa y estricta) se
encuentra en razonamientos de índole pura y simple-
mente filosófica por cuanto en ellos no hay ninguna
premisa que como tal se tome en calidad de dato re-
velado.
En segundo lugar, el significado del término «gra-
cia» (que interviene en las acepciones 2 y 3) y el de
la palabra «don» (que en la 3 aparece) pueden ser
considerados y tratados desde un punto de vista filo-
sófico, aunque sea más habitual el uso de esos voca-
blos en la teología de la fe. E incluso en el lenguaje
más común se habla de gracias y dones a los que no
se atribuye la condición de sobrenaturales, sin que
por ello se niegue que los haya también de esa condi-
ción. Y la filosofía puede probar la posibilidad, no la
existencia efectiva, de las gracias y dones sobrenatu-
rales, ni más ni menos que como también puede pro-
bar la posibilidad, no la efectiva existencia, del con-
tenido de los dogmas de fe. (Si así no fuera, no podría
haber filósofos que creyesen dogmas revelados).
El hecho de que la primera de las cuatro acepcio-
nes que Glocenius registra sea la propia de la inmor-
talidad absoluta, la única natural sensu strictissimo
por ser irrecepta, no hace dudoso el valor de la in-
mortalidad en las demás acepciones, de la misma
manera en que el Ser Absoluto, por completo irre-
cepto, no hace dudoso el valor de los demás seres.
Una inmortalidad recibida es una auténtica inmorta-
67
lidad. Aquello a lo cual conviene es ciertamente in-
mortal: de lo contrario, no habría recibido ninguna
capacidad de no morir.
Respecto de la acepción 2 no he de hacer ninguna
observación, salvo la de que la inmortalidad del án-
gel no es un asunto filosófico y que la inmortalidad
del alma humana la examinaré cuando ya haya ana-
lizado la idea del hombre y el concepto del alma en
general. Y acerca de la acepción 3 no tengo nada que
decir aquí, pues se refiere a un asunto claramente ex-
trafilosófico. -En cambio, la acepción 4 es de ín-
dole filosófica, aunque de ella me limitaré a decir lo
indispensable para evitar que lo mantenido por Go-
clenius quede tergiversado y hasta llegue a resultar
contradictorio. La inmortalidad en esta acepción
conviene a algo mortal en el sentido de lo que en sí
mismo, i.e. en razón de su propia esencia, es algo a
lo que el morir no le es imposible y que, sin em-
bargo, no muere si no se da alguna condición nece-
saria para que su vida se extinga. La expresión ex hy-
pothesi, empleada en el texto de Goclenius, apunta
precisamente a la suposición de que no se dé esa
condición necesaria para que se acabe la vida de
algo a lo que el morir no le es imposible por la esen-
cia o naturaleza que le resulta propia.
En suma: la noción de la inmortalidad es el con-
cepto de la imposibilidad de morir en cuanto dada,
como irrecepta o como recibida, en un ser viviente y
que tan sólo en Dios es incondicionada. Que esta im-
posibilidad de morir esté dada en un ser viviente es
un requisito justificado por una doble razón: a) por-
que la inmortalidad presupone la vida en el sujeto al
cual se la atribuye; b) porque ningún mineral es un
68
ser viviente. Y que la imposibilidad de morir es in-
condicionada sólo en Dios se debe, en resolución, a
que únicamente en Dios es irrecepto -por tanto, in-
condicionado también- el ser y todo cuanto lo im-
plique (i.e. todo lo que es real).
69
II:
CAPÍTULO
EL CONCEPTO DEL HOMBRE
§ l. CONSIDERACIONES NOMINALES
70
oportunas reservas, es usual mantener que horno
viene de humus, término al que se asigna el sentido
de tierra o suelo en su concreta acepción material,
no en el abstracto sentido de lo que in genere se
comporta como un cierto apoyo o una base, impli-
cando o sin implicar materia alguna. -Y la razón
alegada a favor de esta declaración etimológica es la
patente afinidad de humanus y humus, a lo que viene
a añadirse, aunque no siempre se haga mención de
ella, la manifiesta conexión de humanus y horno, de
tal manera que aquél supone éste y de él se deriva.
***
El vocablo horno sapiens no pertenece al latín de
la Antigüedad, ni al de la Edad Media, ni tampoco al
de los inicios de los tiempos que se califican de mo-
dernos. Lo acuñó Linneo para designar la especie hu-
mana28. No me parece acertado. ¿Hay tal vez alguien
que sea horno pero no, en cambio, sapiens, en la
acepción linneana, es decir, capaz de conocer las co-
sas, de ser consciente de sí mismo, encontrándose
también en posesión de una voluntad refleja? Mas si
en ese sentido es sapiens todo horno, entonces la ex-
presión horno sapiens es tan inútil y supervacánea
como las fórmulas «triángulo que es polígono», «vir-
tud que es hábito», etc. Y lo mismo se ha de observar
respecto de la expresión horno faber si se acepta la
explicación de Franklin según la cual el hombre es
un animal que fabrica herramientas o instrumentos
71
(a tool making animal). Muy distinto es el caso de
otras expresiones como horno ludens, horno oecono-
micus, en las que no se trata de indicar un denomina-
dor común a todos los hombres, sino modos o tipos
del ser humano respectivamente caracterizados por
una cierta inclinación o cualidad predominante.
***
Además del ya citado calificativo «humano», son
vocablos afines -no sinónimos- de la palabra
«hombre» los términos humanidad y humanitario.
Con el primero de estos dos términos se designa la
totalidad de los hombres, el conjunto al que todo ser
humano pertenece por su índole humana, o bien esta
misma índole. En el sentido de la totalidad de los
hombres se comporta como un sustantivo concreto y
es la denominación de un colectivo. Por el contrario,
tomado como expresivo de la índole humana fun-
ciona según el modo de un sustantivo abstracto, aná-
logamente a como el vocablo «triangularidad» es la
denominación abstracta de lo que todos los triángu-
los tienen en común. (Hay también otras acepciones
del término «humanidad» que aquí no son relevan-
tes, como las de «propensión a las tentaciones cama-
les», «flaqueza propia del hombre», «mansedum-
bre» y «corpulencia» o «gordura»).
Humanitario significa principalmente inclinado o
propenso al bien de los demás hombres, no al de
otros seres vivientes, por lo cual la acepción de esta
misma palabra en el sentido de «compasivo» o «be-
néfico» resulta excesivamente dilatada, puesto que
cabe sentir compasión del sufrimiento de un animal
72
no humano y procurar el bien de ese animal, sin que
este comportamiento pueda calificarse propiamente
de humanitario.
Humanismo es una palabra que no en todos los ca-
sos designa el enaltecimiento del hombre en tanto
que hombre o, al menos, una valoración positiva,
aunque moderada, del modo humano de ser. -Que
no siempre se da ese significado a la palabra «huma-
nismo» es cosa que se comprueba al reparar en el
bien conocido hecho de que este mismo vocablo se
usa para designar el cultivo de las llamadas letras
humanas, especialmente la literatura griega y latina
de la Antigüedad clásica. -En este uso la relación
con el concepto del hombre no es directa, sino indi-
recta o mediata.
***
De la voz griega aveprono<; derivan algunos tér-
minos españoles, donde se encuentra incluido como
el primero, o como el segundo, de sus componentes.
Así acontece, v.gr. en «antropología» y «antropofa-
gia», o bien en «filántropo» y «misántropo».
En un prestigioso Diccionario Etimológico en-
cuentro los datos siguientes: «aveprono<;, masculino
y a veces femenino, «hombre», «ser humano», en el
sentido del lat. horno. (Desde Homero, durante toda
la historia del griego hasta nuestros días ( ... ). Se
opone inicialmente a eeó<;, y se emplea sobre todo
en plural por Homero; designa al hombre como es-
pecie ( ... ). Etimología ignorada. Frisk enumera
abundantes etimologías. Ver también Seller ( ... ),
quien subraya que la etimología debiera partir de la
73
función de la palabra, que consiste en oponer la clase
de los humanos a la de los dioses» 29 •
Dado el claro antropomorfismo de la concepción
de los dioses en la mitología griega, resulta algo ex-
traña la contraposición de los hombres (avep(l)']tot) a
unos dioses (8e1ot) que con ellos comparten, incluso
aumentados, unos defectos y unas pasiones radical-
mente incompatibles con la excelencia propia de la
divinidad en cuanto tal. ¿Serían semejantes dioses
algo más que hombres inmortales, pero tan hombres
como los que se mueren?
(Además de ser ignorada la etimología de
aveprono<;, no se sabe tampoco la de 8eó<;. En am-
bos casos hay únicamente conjeturas, y no se ve por
qué mantiene Seller que la función de la palabra
avep(l)']tO<; es oponer la clase de los hombres a la de
los dioses).
***
La inexistencia de términos sinónimos de la pala-
bra «hombre» se hace patente en el caso del lenguaje
vulgar, y tampoco resulta desmentida por el empleo
de algunos vocablos cultos, tales como «microcos-
74
mos» y «pitecántropo». El primero de estos dos tér-
minos designa, según ciertos filósofos, «el hombre
considerado como reflejo y resumen del universo»
(Diccionario de la Real Academia Española). Ahora
bien, fácilmente se entiende que decir, por ejemplo,
que todo hombre es mortal no es decir que todos los
reflejos y resúmenes del universo son mortales. Y
por lo que atañe al término «pitecántropo» baste ob-
servar que con él se designa un «supuesto tipo hu-
mano representado por restos fósiles y que algunos
han considerado como intermedio entre el hombre y
el mono» (también según el mismo Diccionario).
Aun pasando por alto esa situación intermedia que
algunos le atribuyen, no cabe considerar lo que sería
«un determinado tipo de hombre» como si fuese el
hombre en general.
Por otra parte es bien cierto que en el lenguaje
vulgar se usa frecuentemente la palabra individuo,
tomándola como sinónimo de hombre. Pero indivi-
duo es exactamente lo mismo que indiviso, algo que
entre sus notas no incluye la condición propia del
hombre, aunque en su extensión conceptual o ám-
bito de aplicabilidad lo contiene como uno de sus ca-
sos, no como el único. Y otro tanto acontece con la
palabra persona, en cuya extensión conceptual en-
tran todos los hombres, pero también Dios y los án-
geles. (Que haya quienes no admiten la existencia de
Dios ni de ningún ángel no quiere decir que al ex-
cluirlos no los piensen como personas. Lo que ex-
cluyen es que sean efectivas, reales, calificándolas
de ficticias o ilusorias).
75
§ 2. DEFINICIÓN ESENCIAL METAFÍSICA
76
bien ser el «gatuperio» de una mezcla de caracteres
de lo felino y lo humano» 30 •
De la esencial diferencia entre el conocimiento
sensitivo y el intelectivo tratarán algunas de las más
relevantes consideraciones que habrán de llevarse a
cabo en la Segunda Parte de este libro, concreta-
mente al argumentar la tesis de la inmortalidad del
alma humana. Aquí no es necesario ir más allá de los
tres puntos siguientes.
pp. 257-258.
77
fieste desprovisto de su concreta e irreductible sin-
gularidad. Y en el punto e) queda afirmada una in-
nata potencia de abstracción, gracias a la cual llega a
ser captado mentalmente algo que los sentidos no
aprehenden, por más que los datos de ellos sean
efectivamente indispensables en calidad de punto de
partida. (Si nuestras ideas fuesen innatas, ningún
ciego de nacimiento carecería de la idea del color, ni
podría haber ningún sordo a quien le faltase la no-
ción del sonido).
***
La fórmula «animal racional» expresa la defini-
ción esencial metafísica del hombre porque el pri-
mero de sus componentes designa el género próximo
del ser humano, mientras que su segundo compo-
nente nombra la diferencia que de un modo especí-
fico distingue al ser humano de todos los demás se-
res de su mismo género próximo.
Para el lector desconocedor de la lógica de inspi-
ración aristotélica31 me parece oportuno dejar decla-
rado aquí el sentido de las expresiones «esencia me-
tafísica» y «esencia física». Se da el nombre de
esencia metafísica a la que primordial o radical-
mente es constitutiva y distintiva de aquello de que
se trate, mientras que se llama esencia física al con-
78
junto de todas las propiedades, tanto las primordia-
les como las derivadas o secundarias, que pertene-
cen a aquello cuya peculiaridad se trata de declarar.
Ninguna esencia, ni metafísica ni física, es su de-
finición. Por eso cabe que, aunque todos los seres
tienen su respectiva esencia metafísica, no todos
sean susceptibles de una definición que la declare o
explique. En la lógica clásica se preceptúa que la de-
finición esencial metafísica se lleve a cabo seña-
lando el género próximo de lo que se pretende defi-
nir y la diferencia específica por la que aquello que
se trata de definir se distingue de todo lo que con ello
comparte ese mismo género próximo. En conse-
cuencia, no puede haber una definición esencial me-
tafísica de Dios, por cuanto el Supremo Ser no se
inscribe en género alguno 32 y tampoco es posible la
definición esencial metafísica para los géneros su-
premos del ente real finito -las categorías de Aris-
tóteles- precisamente porque son géneros supre-
mos, es decir, de tal índole que por encima de ellos
no hay ningún otro género (ni próximo ni remoto).
El nombre de animal designa el género próximo
del hombre porque significa aquello en lo que éste
coincide esencial y primordialmente con otros seres.
No sería lícito poner en la definición esencial meta-
física del ser humano una expresión como, por ejem-
plo, «vertebrado», pues no designa algo esencial-
mente relevante en el hombre, según lo prueba la
posibilidad de entender correctamente el ser humano
79
sin que su condición de vertebrado sea objeto de in-
telección. -Por el contrario, la índole de animal ha
de tomarse en consideración para disponer de una
correcta idea del hombre. El ser humano no se con-
cibe realmente a sí mismo como algo que tiene, pero
que no es, un cuerpo apto para el conocimiento sen-
sorial. En primer lugar, no tiene el hombre un cuerpo
tal como tiene, pongo por caso, la ropa con que se
viste o unas gafas que lleve puestas. En segundo lu-
gar, los dolores físicos, y los placeres físicos tam-
bién, que el hombre siente, implican una conciencia
-no exhaustiva, pero sí, en cambio, efectiva- de
nuestra propia índole corpórea. En tercer lugar, no
confundimos esta corporeidad con la de los cuerpos
que carecen de conocimiento sensorial de ellos mis-
mos y de los demás cuerpos. Y, por último, la tesis
según la cual lo que llamo mi cuerpo es el cuerpo
que me es más próximo no puede ser admitida, por-
que la proximidad, lo mismo que su contrario, atañe
a un cuerpo en relación a otro u otros, no en relación
a algo exento de toda corporeidad.
***
En referencia a ciertos usos terminológicos habi-
tuales en algunos «personalistas» he escrito: «( ... )
figura en las costumbres terminológicas de algunos
personalistas la distinción del qué y del quién, de tal
manera que si se trata de personas, y del hombre, por
supuesto, entre ellas, no se ha de preguntar qué es,
sino quién es. -Se olvida que para poder justificar
que toda persona es un quién, es menester saber qué
es eso de ser-persona, y que para poder dar cuenta
80
de que toda persona es alguien es necesario saber
que toda persona es algo. (El abuso de algunos de
estos giros lingüísticos hace que quien lo comete
quede expuesto a lo que le ocurrió a un profesor per-
sonalista al iniciar un día su lección con la pregunta
"¿quién es el hombre?". Un alumno, sin poder re-
primirse, le preguntó a su vez "¿qué hombre es ése
por el que Vd. pregunta?"» 33 •
Viene todo esto a cuento de que si cabe preguntar
qué es, pero no quién es un animal, entonces no
puede ser un animal el hombre, contra lo que se dice
en su esencial definición metafísica. -Por otro lado,
es usual en algunos filósofos (y teólogos sensu
stricto, al menos en la intención) el declarar la esen-
cia propia del hombre valiéndose de expresiones en
las que no aparece de una manera explícita y en el co-
mienzo de la definición la palabra «animal». Frente a
ellos dice Martín Rhonheimer, refiriéndose al hom-
bre: «No es ni «espíritu en el mundo» (K. Rahner) ni
«razón en la naturaleza» (W. Korff). El hombre no
tiene cuerpo, instintos, sensibilidad, sino que es to-
das esas cosas. No pertenece al género de los espíri-
tus, sino al género de los animalia: es un ser vivo
(un mamífero) dotado de razón, animal rationale» 34•
***
«( ... ) definir al hombre diciendo que es un animal
inteligente, racional, un animal que sabe, horno sa-
81
piens, es -afirma Ortega- sobremanera expuesto,
porque a poco rigor que usemos al emplear estas pa-
labras, si nos preguntamos «¿es el hombre, aun el
genio mayor que haya existido, de verdad y en toda
la exigida plenitud del vocablo, inteligente, de ver-
dad entiende con plenitud de entendimiento, de verdad
sabe algo con inconmovible e integral saber?», pronto
advertiremos que es cosa sobremanera dudosa y pro-
blemática»35.
Enteramente acertada es la réplica del prof. J. J.
Escandell: «Pero ¿acaso la racionalidad que se atri-
buye al hombre en la definición significa precisa-
mente «entender con plenitud de entendimiento» o
«saber algo con inconmovible o integral saber»?
( ... )Es por completo falso que así sea( ... ). Al fin y
al cabo, saber algo con «movible y parcial saber» no
deja de ser un saber auténtico que supone, sin duda,
verdadera y genuina racionalidad en quien lo tu-
viere. Todo esto es tan obvio, tan accesible al enten-
dimiento más humilde, que el tener que notárselo a
Ortega causa no poca incomodidad» 36.
También se podría añadir que no es cosa proble-
mática y dudosa -así Ortega la califica- que el
hombre entienda con plenitud de entendimiento y
que sepa algo con inconmovible e integral saber. No
es cosa problemática y dudosa, sino por completo
falsa, mas no porque el hombre entienda con pleni-
tud de entendimiento y sepa algo con inconmovible
82
saber, sino porque no conoce de ese modo ninguna
realidad, ni siquiera la suya propia. La capacidad in-
telectiva humana no es la del Ser Absoluto, i.e. no es
la de Dios.
***
Otro reparo a la definición del hombre como ani-
mal racional es el expresado por R. Frondizi en los
siguientes términos: «¿Qué es el hombre? La pre-
gunta es sencilla y parece dirigirse a lo esencial.
Pero ahí radica justamente la primera dificultad: su-
poner que el hombre tiene una esencia, un «qué»,
una naturaleza invariable. Esta pregunta originó una
gran variedad de respuestas. La tradicional tiene su
origen en Grecia y, más concretamente en Aristóte-
les: el hombre es un animal racional. Tal definición
por género próximo y diferencia específica es inob-
jetable desde el punto de vista lógico. La duda es si
responde a la realidad, si el hombre tiene una esen-
cia definible de ese modo» 37 •
También a esta objeción da una buena réplica el
Prof. J. J. Escandell: «( ... )la duda de Frondizi es si-
multánea ( ... ) con la afirmación de que aquella clá-
sica definición es «inobjetable» desde el punto de
vista lógico. De modo, pues, que el profesor argen-
tino admite en general la posibilidad( ... ) de fórmu-
las definitorias lógicamente válidas, pero falsas en
realidad. Mas esta tesis presenta un grave problema.
Porque, supuesto que se acepte la validez lógica de
83
la definición del hombre como animal racional, y su-
puesta también la falta de alcance real de la fórmula
animal racional como definición del hombre, habrá
que pensar, por tajante necesidad, lo siguiente: que
si un X es realmente un hombre, tal X es sólo lógica-
mente un animal racional, pero no lo es en realidad.
Sobre la base de los mencionados supuestos, la afir-
mación verdadera de que «X es un hombre» no im-
plica la verdad (real, no «meramente lógica») de la
afirmación «X es un animal racional». Pero ¿tiene
acaso sentido decir de algo que es una cierta cosa,
pero que no es lo que su propia definición, por ló-
gica que ésta sea, contiene? Es absurdo, sin duda de
ninguna clase, que algo pueda ser humano sin ser
animal racional, si «animal racional» es la adecuada
definición del hombre» 38 •
84
tafísica es la definición que la declara, tampoco la
esencia física consiste en la definición correspon-
diente. Lo que en la lógica clásica se llama «defini-
ción esencial física» no es, en manera alguna, el con-
junto de todas las propiedades del ser que en cada
ocasión se trata de definir, sino la frase mediante la
cual se expresan las partes esenciales de ese ser que
entre sí son realmente diferentes. De este modo, la
definición esencial física del hombre es la que se ex-
presa con la fórmula «sustancia que se compone de
un cuerpo físico orgánico y un principio vivificante
de índole racional».
Sobre esta base podemos entonces pensar que si
concebimos el alma humana como un principio ra-
cional unido al cuerpo humano y realmente distinto
de él, debe hacerse la definición esencial física del
hombre mediante la fórmula «sustancia integrada por
un cuerpo natural orgánico y un alma racional». Pero
es el caso que aquí no hemos entrado todavía en el
esclarecimiento de la idea de lo que es en general el
alma, ni tampoco en el del concepto de lo que es el
alma propia del hombre. En consecuencia, no me
pueden ser lícitos por el momento ni el proponer, ni
el justificar, una definición esencial física del hombre
en la que el concepto del alma humana esté presente.
Bien es verdad, por otra parte, que aquí tampoco
se ha llevado a cabo ningún esclarecimiento de la
noción de animal, ni la de que con la palabra «racio-
nal» se expresa. Aquí no se ha efectuado ese doble
esclarecimiento por tratarse de dos nociones común-
mente bien conocidas incluso por quienes no están
familiarizados con la terminología filosófica. Quie-
nes se encuentran en esa situación entienden por ani-
85
mal -a diferencia del mineral y de la planta- un
ser dotado de conocimiento sensitivo, y califican de
racional -distinguiéndolo bien de irracional- a lo
que tiene la capacidad de pensar o, equivalente-
mente, de entender. (Con esto no pretendo sostener
que cualquier hombre sin conocimiento de la termi-
nología filosófica esté de acuerdo con la definición
del ser humano como animal racional. Lo que quiero
decir es que no hace falta conocer la terminología fi-
losófica para poder comprender esa definición, aun-
que por supuesto es indispensable un cierto grado de
desarrollo de la capacidad intelectiva, el cual, indu-
dablemente, no está dado en los primeros años de la
vida humana ni tampoco es posible en quienes pade-
cen graves perturbaciones, congénitas o adquiridas,
de su capacidad de intelección.)
***
El primero de los conceptos expresados por la de-
finición esencial física del hombre, a saber, la no-
ción de sustancia, es la idea de algo no determina-
tivo de un sujeto que, en cuanto tal, le sirve de
soporte. A ello se añade en el caso de las sustancias
creadas, y consiguientemente en el del hombre, la
nota de ser sujeto de inhesión de todas las determi-
naciones, necesarias o eventuales, que en calidad de
accidentes le conciernen, bien entendido que entre
esas determinaciones no se halla la de constar de un
cuerpo físico orgánico y de un cierto principio vivi-
ficante de índole racional.
La expresión «cuerpo físico» se ha de tomar aquí,
ante todo, en el sentido del cuerpo natural (<!>úau; =
86
natura), en tanto que contrapuesto, por un lado, al
cuerpo artificial y, por otro lado, al cuerpo matemá-
tico. Los cuerpos artificiales son también, a su modo
y manera, cuerpos orgánicos (compuestos de partes
diversas que funcionan como instrumentos), pero di-
fieren de los naturales por su condición de máqui-
nas, es decir, por su carencia de unidad per se, ya
que sólo son meros agregados, y porque no tienen
vida (= capacidad de acción inmanente) 39 • Y, a su
vez, el cuerpo físico o natural se distingue del cuerpo
matemático por ser éste un objeto irreal según el
modo en que la matemática lo entiende (o sea, pres-
cindido, abstraído, de todas las determinaciones que
no son las consideradas y atendidas en el peculiar sa-
ber del matemático).
Con la fórmula «principio vivificante de índole
racional» se designa lo que intrínsecamente hace que
ciertos cuerpos físicos orgánicos tengan vida de
hombre, i.e. no sólo la que poseen los animales no
humanos (los capaces de conocimiento sensitivo,
pero no de sobrepasar este modo de conocer), sino
también la vida en que consiste el entender o pensar
(según antes quedó advertido). Mas el principio vi-
vificante, de índole racional, por el que ciertos cuer-
pos físicos orgánicos tienen vida de hombres, no es
uno sólo para todos ellos, sino respectivamente uno
para cada uno de los cuerpos humanos con que en
cada caso compone una concreta sustancia.
87
§ 4. DEFINICIONES DESCRIPTIVAS
88
También es un ejemplo de definición descriptiva
la que se expresa mediante la fórmula «animal capaz
de lloraD>. Este ejemplo es tan válido como inusitado.
Lo segundo puede comprobarse en cualquier tratado
de lógica clásica. Y lo primero se pone de manifiesto
al advertir que el llanto es algo corpóreo (no puede
no serlo el derramar lágrimas, abundantes o escasas)
y, a la vez, presupositivamente racional, como quiera
que implica la intelección de aquello que lo motiva.
Y asimismo el «llorar por dentro», sin manifestación
visible alguna, conlleva una actividad de carácter
nervioso juntamente con una cierta intelección. Sin
ningún modo de actividad nerviosa no habría un llo-
rar efectivo, sino sólo un apenarse o condolerse, si tal
cosa fuera posible sin ninguna repercusión de carác-
ter somático y concretamente en los nervios.
***
«Animal libre» (en la acepción de dotado de liber-
tad de arbitrio) es otra definición descriptiva del ser
humano. Todo hombre es un animal dotado natural-
mente de libertad de arbitrio (aunque alguna pertur-
bación haga de jacto imposible el llegar a ejercerla
por impedir el uso de la razón) y ningún animal na-
turalmente dotado de libre arbitrio es un ser de ín-
dole no humana. Ello no obstante, esta definición no
declara la esencia metafísica, ni tampoco la esencia
física, del hombre, por lo cual es tan sólo una defini-
ción descriptiva, aunque bien calificable de propia-
mente dicha en virtud de la equivalencia que el con-
cepto «animal dotado de libre arbitrio» tiene con el
concepto «hombre».
89
«Sin disminuir en nada la validez de la definición
clásica del hombre como animal racional, hoy senti-
mos como más expresiva de la peculiar perfección
humana su caracterización como animalliberum» 42 •
-Acerca de esta apreciación tengo escrito en otro
libro el comentario que seguidamente reproduzco:
«El hecho -puro y simple hecho- de que la carac-
terización del hombre como animalliberum nos re-
sulte (a quienes efectivamente les resulte así) «más
expresiva» de la peculiar perfección humana, no de-
muestra que esa caracterización sea lógicamente
más correcta que la definición clásica del hombre
como animal racional. A veces una definición des-
criptiva( ... ) puede sustituir ventajosamente a una
definición esencial metafísica, pero ello se deberá en
todas las ocasiones a simples motivos subjetivos o
-equivalentemente- psicológicos, no a razones
auténticamente lógicas y objetivas ( ... ). L. Claven
no sostiene (se lo impide su bien probado sentido del
rigor filosófico) que el definir al hombre como ani-
mal libre sea lógicamente más perfecto que el defi-
nirlo como animal racional. Porque no dice Claven
que la fórmula animalliberum es más expresiva de
la peculiar perfección humana, sino que hoy la senti-
mos como más expresiva de esa peculiar perfección.
Lo cual, en el mejor de los casos, reflejaría una opi-
90
nión mayoritaria en un cierto tiempo y que podría
llegar a ser minoritaria, o tal vez la opinión de nadie,
en un tiempo ulterior, sin que nada de todo ello tenga
algo que ver con la escala del valor lógico de las de-
finiciones» 43 •
***
Se me ocurre, aunque en ello no pongo ningún én-
fasis especial, que «animal capaz de aprender a
escribir» o «animal capaz de aprender a leer» son
asimismo ejemplos de definición descriptiva, pro-
piamente dicha, del ser humano, pero no por la nota
del aprender (también aprenden, en una ancha acep-
ción del término, los animales no humanos), sino
porque tanto el escribir como el leer presuponen una
actividad del cuerpo y un efectivo entender o pensar.
(Ciertamente, tanto la capacidad de aprender a escri-
bir como la de aprender a leer pueden quedar pertur-
badas o totalmente impedidas en sus correspondien-
tes ejercicios, ni más ni menos que la capacidad de
reír o la de llorar. -En cambio, ninguna de todas es-
tas capacidades puede ser perturbada o enteramente
impedida, por lo que se refiere a su ejercicio, en los
animales no humanos, como quiera que éstos care-
cen de tales capacidades o aptitudes.)
E igualmente son definiciones descriptivas, pro-
piamente dichas, del hombre, las expresadas en fór-
mulas tales como «animal capaz de jugar a la lote-
ría» o «animal naturalmente dotado de aptitud, en
91
principio, para enviar correos electrónicos», u otras
por el estilo, siempre con las salvedades señaladas
para los ejemplos antes mencionados.
***
La descripción del hombre como «animal bípedo
e implume» es el ejemplo habitualmente alegado
para ilustrar el modo de definir que se realiza por
conjunción o agregación de accidentes (per conge-
riem accidentium). Es indudablemente una defini-
ción descriptiva, pero menos perfecta que las antes
mencionadas, pues las notas de bípedo e implume,
aunque de hecho convienen a todo animal que es
hombre, no exigen de una manera necesaria que sean
humanos los animales que las tienen. Ni inmediata
ni mediatamente sería contradictorio que un animal
bípedo e implume careciese de la aptitud de pensar o
entender, ni que un animal dotado de esta aptitud no
fuese implume ni bípedo. -Mas con estas observa-
ciones no pretendo negarle todo valor a esa defini-
ción per congeriem accidentium, ni a ninguna otra
de su estilo. Sólo quiero hacer ver que tales defini-
ciones son menos valiosas que las que definen al
hombre incluyendo en su descripción alguna carac-
terística no meramente somática.
92
vas, sin excluir la que se lleva a cabo por conjun-
ción de accidentes. La diferencia entre las esencia-
les y las descriptivas consiste en que las esenciales
manifiestan algo íntimo, no sólo intrínseco al hom-
bre, mientras que las descriptivas definen al ser hu-
mano por algo que no le es íntimo (esencial sensu
stricto ), sino intrínseco solamente. -Ahora bien,
frente a las definiciones intrínsecas del hombre (o
de cualquier otro ente susceptible de ellas) la lógica
clásica admite otro tipo de definiciones, las de ca-
rácter extrínseco, en concreto las que se llevan a
cabo declarando la causa eficiente o la causa final
(o ambas a la vez) de lo que se pretende definir. Los
ejemplos más habituales son la definición del reloj
como máquina construida por el hombre para indi-
car las horas y la definición del alma humana como
sustancia incompleta creada por Dios y destinada a
la felicidad.
Aquí, no habiendo todavía dilucidado el concepto
del alma en general ni el del alma del hombre, no po-
demos analizar la definición del alma humana, una
definición que es, por cierto, una declaración en la
que intervienen nada menos que cuatro ideas (sus-
tancia incompleta, creación, Dios y felicidad) que
exigen, para poder ser bien entendidas, no pocas no-
ciones implicadas o presupuestas por ellas.
En un caso bien diferente se encuentran otras de-
finiciones extrínsecas, según puede comprobarse,
por ejemplo, en la definición del reloj como máquina
usada para indicar las horas, o en la definición del
pantano como lago construido por el hombre. Pero
entre los ejemplos ofrecidos por los representantes
de la lógica clásica no encuentro ninguna definición
93
extrínseca del ser humano (salvo las pertinentes a la
teología de la fe o inferibles de esta teología).
N o cabe considerar como extrínseca la definición
que algunos llaman per additamentum: aquella en la
que una cosa se explica -dice J. J. Urráburu- por
su modo de relacionarse o habérselas con algo ex-
terno a la esencia de ella44 • -Lo exterior a la esen-
cia de la cosa así definida no puede, evidentemente,
ser esencial a ella, pero la relación a ese algo externo
puede ser esencial a la cosa que se trata de definir,
por lo cual la definición per additamentum no es ex-
trínseca, sino descriptiva a su modo y manera.
***
No encuentro en los cultivadores de la lógica sim-
bólica o matemática ninguna definición extrínseca
del hombre (como tampoco observo en ellos la ape-
lación a lo que en la lógica clásica lleva el nombre
de esencia), de donde resulta que no cabe atribuirles
ninguna definición esencial del ser humano, salvo la
de carácter descriptivo y que se toma de la posición
del hombre en la escala zoológica. Un resumen de
los diversos tipos de definición presentados por los
lógicos simbólicos o matemáticos puede encontrarlo
el lector en el artículo Definición, apartado 4, deJa-
mes G. Colbert, Jr., en la Gran Enciclopedia Rialp
(Madrid 1972).
aliquid, quod est extra rei essentiam», cf. Comp. phi/os. scholast.,
vol 1 (Matriti, E. O. Typ. Aug. Avrial, 1902), p. 62.
94
III:
CAPÍTULO
LA NOCIÓN GENERAL DEL ALMA
§ l. ETIMOLOGÍA Y SINONIMIAS
95
como v.gr. ecuánime, pusilánime y magnánimo se
refieren a seres de los que no basta decir que son
cuerpos vivientes o lo han sido, puesto que además
están dotados de ciertas características que implican
la posesión del modo humano de ser).
El término ánimo, que entre sus usos tiene el de
sinónimo de alma, proviene del vocablo latino ani-
mus, sinónimo, a veces, de anima. Esta sinonimia se
mantiene en la expresión animum effare, que signi-
fica morir, exhalar el último suspiro: quedarse sin
alma, i.e. sin el aliento o hálito vital. Tomados lite-
ralmente, los vocablos latinos anima y animus nom-
bran algo que es cuerpo sumamente sutil, pero no in-
material, y que está dado en cuerpos en los que
existe vida. -En cualquier caso, a través del origen
latino del término que la nombra, la noción general
del alma aparece como el concepto de algo determi-
nante de la vida corpórea.
***
Anima y animus se corresponden con la voz griega
ave¡.¡.o<;, que significa viento, tal como en sánscrito
las palabras anita y anilah. El viento es aire, pero no
en general, sino cuando se mueve. Si su causa no es
conocida se propende a pensar que el viento es aire
que se mueve a sí mismo, un aire dotado de vida, lo
cual da pie a una acepción metafórica según la cual
ave¡.¡.o<; tiene el sentido de una agitación o pasión aní-
mica desordenada. (Para esta acepción se aduce el
testimonio de Sófocles en Antígona, 929).
El término psiquis, según el Diccionario de la Real
Academia Española, se usa en Filosofía para nombrar
96
el alma. En verdad este término no es usado por los fi-
lósofos nada más que en muy contadas ocasiones. Muy
distinto es el caso de la palabra psique, con la cual se
traslada al idioma español la voz griega 'lfUXlÍ, bien que
con inflexiones y matices que no siempre responden a
un mismo uso de esta voz en su propio lenguaje.
Recojo de P. Chantraine las explicaciones que si-
guen: «'lfUXlÍ: f ... «soplo, respiración, hálito» ( ... ),
«fuerza vital, vida», netamente sentida como un so-
plo.( ... ) El alma del ser viviente, sede de suspensa-
mientos, emociones, etc. ( ... ) De donde este ser
mismo ( ... ) La parte inmaterial e inmortal del ser
( ... ).Antiguamente, el alma separada de un muerto,
soplo más o menos material que habita en el Hades
y aparece bajo la forma de una cosa ligera y móvil,
semejante a un humo, o a los murciélagos( ... ); la
palabra llegó pronto a designar una mariposa (Arist.
HA 55 la), precisamente una especie nocturna, laja-
lena( ... ). Etimología: 'lfUXlÍ aparece como un post-
verbal de 2 wúxro, soplar, emitir un soplo»46 •
Hay una clara coincidencia semántica de anima y
'lfUXlÍ· Con ambos términos se significa algo mate-
rial y muy sutil, relacionado con la vida, o bien algo
inmaterial y viviente que existe en el ser humano,
vale decir, en un ser de índole corpórea, pero que no
es únicamente cuerpo, como tampoco es únicamente
espíritu. (En ningún caso nombran anima y 'lfUXlÍ
algo dado en seres incorpóreos).
***
46 Vid. Dictionnaire Étmologique de la Langue Grecque (ed.
97
El sustantivo psique y el adjetivo psíquico no tie-
nen actualmente un alcance semántico tan dilatado
como el del uso originario del primero en la lengua
griega y especialmente en Aristóteles. Un inequí-
voco testimonio de ello lo podemos encontrar en las
observaciones del tomista y dominico M. Barbado
que a continuación reproduzco: «Las palabras no
siempre conservan el significado primitivo indicado
a veces por la etimología; y, por tanto, que en los oí-
dos de Aristóteles y de otros filósofos antiguos el
término psíquico significara lo mismo que animado
o viviente no quiere decir que haya de tener hoy tan
ancha significación. El juez supremo e irrecusable
en materia de lenguaje es el uso común, y éste ha
sentenciado, desde hace bastantes años, que el asen-
dereado adjetivo signifique cosa referente a la vida
cognoscitiva o afectiva, sin meterse en más averi-
guaciones sobre el constitutivo esencial del psi-
quismo, sus diferencias con lo físico o lo fisiológico,
su extensión, etc., etc.»47 • Y más adelante: «aquellos
psicólogos que en un ataque de filosofismo declaran
sinónimas las voces psíquico y vital, después, al sen-
tirse mortales y querer hablar para que los entiendan,
¿dicen, por ejemplo, que ejecutan actos psíquicos al
estornudar y al escupir? ¿Afirman, por ventura, que
tienen perturbadas las facultades psíquicas cuando
han hecho malla digestión?» 48 •
Tras estas observaciones me guardaré muy mucho
de declarar sinónimas las voces psíquico y vital (no
98
sea que se me reproche el incurrir en un súbito «ata-
que de filosofismo»), pues realmente no tienen el
mismo significado en el uso que desde hace ya bas-
tantes años se viene haciendo de ellas. Pero una cosa
es declarar sinónimos esos vocablos y otra recono-
cer que todo lo psíquico es vital, aunque no todo lo
vital es psíquico en la actual acepción de la otra pa-
labra ¡ni tampoco en su sentido aristotélico! Y con
esta aclaración tengo bastante para no dejar de reco-
nocer asimismo que en los cuerpos vivientes hay
algo no meramente corpóreo (de lo contrario, todos
los cuerpos vivirían y ninguno podría morir) que no
es tampoco la vida misma de esos seres, sino un
principio intrínseco de ella: un principio vital, gra-
cias al cual son, por naturaleza, capaces de acciones
inmanentes. (Qué cosas son las acciones así califica-
das quedó ya expuesto en el § 1 del Capítulo 1).
Por lo demás, al referirme a ese principio vital se-
gún lo entendió el Estagirita usaré con pleno dere-
cho la palabra 'lfUXlÍ porque es la que él empleó para
dar nombre a ese principio vital y porque no puedo
admitir que quienes toman la palabra psique en su
actual sentido conozcan la lengua griega mejor que
la conoció el propio Aristóteles.
99
ser viviente» (la caractéristique propre de l'etre vi-
vant)49. En este modo de declarar lo que es el alma
según su concepción aristotélica se encuentra uno de
los muy escasos defectos que pueden advertirse en
la mencionada traducción. Porque en la concepción
aristotélica no cabe que el alma constituya la carac-
terística propia del ser viviente, ya que para el Esta-
girita Dios es «el viviente eterno y más noble» (se-
gún quedó consignado en el § 1 del Capítulo 1), y
ello es inconciliable con que en Dios haya alma, si
por ésta se entiende la wuxr\ aristotélica, la cual,
como veremos, está intrínsecamente relacionada con
algo que es corpóreo y que gracias a ella tiene vida.
Bien es verdad que en alguna ocasión atribuye
Aristóteles al alma el comportarse «como el princi-
pio de los vivientes»: oÍov ÓPXll nov l;córov50 ; y esto,
si lo tomamos en absoluta literalidad, implicaría que
también hay en Dios un alma, puesto que en Dios
hay vida y, por cierto, en máximo grado. Sin em-
bargo, el contexto inmediato de esa declaración se
refiere a la utilidad del conocimiento del alma, ante
todo para el saber que se ocupa de la naturaleza
(<!>úau;) por la cual entiende Aristóteles primordial-
mente la realidad mutable o, dicho con mayor exac-
titud, el principio, la apxil de esa realidad. Por otra
parte, la afirmación de que el alma se comporta
como el principio de los vivientes no es propuesta
por Aristóteles en calidad de una definición expresa-
lOO
mente referida a lo que el alma es en general. -De
esa definición no habla Aristóteles antes del libro ~
de su célebre escrito sobre el alma.
***
No presenta Aristóteles de una manera abrupta su
definición del alma en general, sino que le antepone
la explicación de las ideas que en ella van a interve-
nir. «Uno de los géneros, decimos, es la sustancia.
En un primer sentido la sustancia es la materia, i.e.
lo que de suyo no es ningún ser determinado; en un
segundo sentido es la forma, lo especificativo por lo
cual la materia alcanza en cada caso un determinado
ser; en un tercer sentido es el compuesto de esos dos
principios. Además, la materia es potencia 5 1, la
forma es acto, y esto en dos sentidos: como el saber
o como su ejercicio» 52 • E inmediatamente: «Se ve
que en primer lugar son sustancias los cuerpos 53, en
particular los que son cuerpos naturales 54, pues éstos
son los principios de los otros. Entre los cuerpos na-
51 Se sobreentiende, pasiva.
52 <<AÉ'YOJ.U::v oi] yÉvo¡; EV 'tt tcOV Óvtrov ti]v oucríav, taÚtTJ¡; OE:
tó J.LEV ro¡; ÜAT]V, o x:a6'aútó J.LEV OUK Ecrtt tÓOE 'tt, EtEpov OE
J.Lopcjli]v x:at eioo¡;, x:a6'ilv iío11 Aéyetat tóoe n, x:at tpítov, tó Éx:
tOÚtrov. "&rtt o' i] J,LEv ÜAT] OúvaJ,Lt¡;, tó o' Eioo¡; EvtEAÉXEta, Kat
toiíto otxci>¡;, tó J,LEv ro¡; E1tt<mÍJ.L1J, tó o'ro¡; tó eeropei V», vid. Ilept
'lfUXfí¡;, B 412 a 5-10.
53 Adviértase que Aristóteles habla aquí de la sustancia como
uno de los géneros -tal como aparece en uno de los textos ahora ci-
tados- por lo cual no puede incluir a Dios en la extensión de la idea
respectiva.
54 En oposición a los artificiales y, también, a los cuerpos mate-
máticos.
101
turales unos tienen vida y otros no la tienen. Doy el
nombre de vida al55 alimentarse, crecer y extinguirse
por sí mismo. También todo cuerpo natural viviente
será una sustancia, tomando «sustancia» en el sen-
tido del compuesto [de materia y forma] Pero ya que
se trata de un cuerpo de esa índole -o sea, dotado de
vida- no podrá ser el alma, porque el cuerpo no en-
tra en el número de los atributos de un sujeto, sino
que, por el contrario, él mismo es sujeto y materia» 56 •
Al final de este texto no se nos dice todavía qué es
el alma, pero sí que no puede ser el cuerpo (el vi-
viente tampoco), porque éste se comporta realmente
como sujeto o materia, es decir, como lo determinado
por la existencia en él de la vida, no como lo determi-
nante de la existencia de la vida en él. Y entonces, en
lógica consecuencia, surge la definición aristotélica
del alma: «De ahí se sigue necesariamente que el
alma es sustancia, en el sentido de forma, de un
cuerpo natural que en potencia tiene vida. Ahora bien,
la sustancia que es forma es acto; por consiguiente, el
alma es el acto de un cuerpo de esa índole» 57•
'tO <j>'llatKá' 'taÜ'ta yap 'tcOV aUcov apxaí. Trov OE <j>UGtKcOV 'tO J.LEv
EXEt l;cof¡v, 'tO o'oux: EXEt' l;cm]v OE Aéyco Ti]v ot'ainoü 'tpo<l>tlv 'tE
Kat aÚ~T]GtV Kat <j>6Íatv."fl<rtE 1tfiV GcOJla <j>OOtKOV JlE'tÉXOV l;OJií¡;
ouaía dv ELT], ouaía o'oihco¡; eó<; auv6É't1]''EnEI. o'e<rtt x:a\. GcOJla
'tOtÓVOE, l;cm]v yap exov, OUK dv ELT] 'tO GcOJla 1Í 'lf'llXTÍ' ou yáp E<rtt
'tcOV x:a6'imoKEtJ.1ÉVO'll 'tO GcOJla J.LfiAAOV o'có¡; U7tOKEÍJ.1EVOV x:a\.
ÜAT]», op. cit. 412 a 11-19.
57 <<Avayx:awv apa Ti]v 'lf'llXiJV ouaíav EiVat eó<; Eioo¡; GCÓJla'tO¡;
102
Con todo, y como quien ata un cabo suelto, Aristó-
teles hace inmediatamente una aclaración del sentido
en que usa el término acto (E:vn:A.ÉXEta) al incluirlo
en la definición del alma: «Pero el acto se dice de dos
modos: o como la ciencia o como su ejercicio. Es
claro, por tanto, que el alma es acto como la ciencia
lo es. Porque en el tener alma se dan el sueño y la vi-
gilia58, y la vigilia se corresponde con el ejercicio de
la ciencia, y el sueño con la posesión de ésta sin su
ejercicio. Ahora bien, la prioridad en el orden del de-
venir, y para un mismo sujeto, pertenece a la ciencia.
Por consiguiente, el alma es el acto primero de un
cuerpo natural que en potencia tiene vida, y ese es el
caso de todo cuerpo natural orgánico. Así, pues, si ha
de proponerse una definición general que se aplique
a toda especie de alma, digamos que ésta es el acto
primero de un cuerpo natural orgánico» 59 .
Hay en este pasaje aristotélico tres cosas que acaso
pueden resultar extrañas: en primer lugar, la compara-
ción con la ciencia y con su ejercicio; en segundo lu-
gar, la idea de «acto primero»; y, en tercer lugar, la re-
ferencia que al cuerpo natural orgánico se hace sin
103
ninguna mención de la potencialidad de éste para la
vida precisamente en el caso de los cuerpos que viven.
a) La comparación con la ciencia y con su ejerci-
cio puede efectivamente resultar extraña cuando se
trata del alma en general, de tal modo, por tanto,
que no quede limitada a los vivientes corpóreos do-
tados del hábito de la ciencia y que ejercen la acti-
vidad -mejor, las actividades- pertinentes al uso
de este hábito. -Ahora bien, la comparación que
aquí hace Aristóteles con el hábito de la ciencia y
con su ejercicio se limita a expresar una analogía, en
razón de la cual se advierte que respecto del cuerpo
natural orgánico, poseedor de alma, el comporta-
miento de ésta es como el del hábito de la ciencia
respecto del sujeto poseedor de este mismo hábito.
b) La idea de acto primero interviene aquí porque
de suyo el alma es acto, no potencia, y por serlo de
un modo originario o primordial, vale decir, no algo
que lo implique o presuponga tal como el ejercicio
de la ciencia, aun siendo acto, no es acto originario o
primordial, sino actividad, acción. (Toda actividad o
acción es acto, mas lo inverso no es cierto).
e) La no inclusión de la potencialidad pasiva que
el cuerpo natural orgánico tiene respecto de la vida,
es justificable por no ser necesaria esa inclusión
cuando se ha vuelto a explicar cómo el alma es acto
primordial u originario en el cuerpo que vive, lo cual
lleva consigo que ese cuerpo venga a comportarse
como potencia pasiva respecto de su alma y también,
consiguientemente, respecto del vivir que de un
modo intrínseco y radical depende de ella.
***
104
La definición aristotélica del alma en general no
ha de entenderse como si la idea del alma fuese para
el Estagirita el concepto de un cierto género íntegra-
mente dado, como tal, en sus diversas especies. La
noción del alma como un género (en su más propio
sentido) no es atribuible, en modo alguno, a Aristó-
teles. Así lo ponen inequívocamente de manifiesto
las siguientes explicaciones de E. Barbotin y A. Jan-
none: «Entre las diversas facultades del alma, distin-
tamente distribuidas entre los seres vivientes, se da
la relación de lo anterior y lo posterior: el alma sen-
sitiva contiene al alma nutritiva, mas no a la inversa;
a su vez, el alma intelectual envuelve a las otras dos
sin ser envuelta por ellas. Nos encontramos ante un
orden de implicación como en el caso de las figuras
geométricas, y no ante un orden de realización total
de lo superior en lo inferior, como el del género rea-
lizado en las especies» 60 •
Tanto el alma vegetativa como la sensitiva y la in-
telectiva son realidades que según su concepción
aristotélica se dan únicamente en ciertos cuerpos
(los dotados de vida) y en razón de ello debe califi-
carse de corpórea el alma -toda alma- no porque
ella misma sea cuerpo (cosa que ya hemos visto ex-
105
presamente rechazada por Aristóteles), sino por su
poder de dar vida a unos cuerpos determinados. Mas
de aquí no se sigue que el alma, tal como Aristóteles
la entiende, sea inseparable del cuerpo natural orgá-
nico al que ella puede informar. He aquí un texto que
no debe quedar desatendido:
«El alma no es separable del cuerpo en algunas, al
menos, de sus partes, si su naturaleza admite el te-
nerlas, lo cual no es dudoso, pues en efecto hay par-
tes del alma cuyo acto es el de los órganos corres-
pondientes. Mas no es menos cierto que para algunas
otras partes nada impide la separación, ya que no son
el acto de ningún órgano corpóreo» 61 •
Lo que en este pasaje queda designado con la ex-
presión «partes del alma» no es otra cosa que las po-
tencias anímicas activas u operativas, i.e. las faculta-
des o inmediatos principios de acción pertinentes al
alma en cada caso según la determinada especie de
ésta. En tal sentido es claro que el alma tiene partes
y que algunas de ellas son inseparables del cuerpo, a
saber, las facultades que se califican de orgánicas
porque tienen necesidad de algún órgano corpóreo
para ejercer su función. Aristóteles admite otras fa-
cultades que no tienen necesidad de ningún órgano
corpóreo (no las nombra en este pasaje, pero se trata,
sin duda, del entendimiento y de la voluntad). Estas
facultades son separables del cuerpo, y el alma que
106
las posee no deja de tener una cierta índole corpórea
en el sentido de que incluso estando separada sigue
teniendo la capacidad de unirse a un cuerpo físico
orgánico: una capacidad que permanece, aunque de
jacto esa alma no se encuentre unida a cuerpo al-
guno. La definición aristotélica del alma no apunta a
un hecho contingente, sino a una esencial capacidad.
(Bien es verdad que con esto no se resuelve, como
de un plumazo, la cuestión de la inmortalidad del
alma humana -un asunto que exige, para su ade-
cuado tratamiento, haber probado o, por el contrario,
desmentido, el efectivo carácter inmortal de las po-
tencias anímicas superiores-, pero queda invali-
dada la objeción según la cual la tesis de la inmorta-
lidad del alma humana resultaría incompatible con
la definición aristotélica del alma en general).
§ 3. EL COMENTARIO AQUINATENSE
107
alma en general sin entrar en la consideración de sus
especies (salvo cuando es preciso para evitar confu-
siones y sólo de una manera muy sumaria).
El Aquinate propone una definición más breve
que la de Aristóteles, aunque enteramente fiel a ella:
«Entendemos por alma aquello por lo que el viviente
vive» 62 • Esta fórmula implica la distinción real, no
meramente conceptual, entre el viviente, su vida y
aquello por lo que vive. Lo definido es lo último,
pero lo es sobre la base de su efectiva distinción real
del viviente y de su vida. Sólo así queda excluido de
antemano el reproche que a la definición aquina-
tense cabe hacerle fundándose en que Dios, el vi-
viente máximo, no puede tener alma, por la misma
razón -la absoluta simplicidad de la naturaleza di-
vina- por la que no puede tampoco tener cuerpo ni
componerse, en unidad de naturaleza, con algo que
sea cuerpo o que lo tenga.
Pasemos ahora a considerar la manera en que hace
Santo Tomás su glosa de la definición aristotélica de
lo que es, en general, el alma. Se trata de un argu-
mento no esquemático, sino sumamente pormenori-
zado y más perfilado y nítido que algunas de las ex-
plicaciones propuestas por Aristóteles. Aquí me
limitaré a lo que tengo por más relevante en el co-
mentario del Aquinate a esas explicaciones.
a) Tras haber afirmado, con Aristóteles, que el
alma es sustancia en el sentido de forma del cuerpo
natural que en potencia tiene vida, dice Santo To-
más: «Ahora bien, dijo que en potencia tiene vida, y
108
no simplemente que tiene vida, en tanto que por
cuerpo que tiene vida se entiende la sustancia vi-
viente compuesta, mientras que el compuesto no se
pone en la definición de la forma. Y la materia del
cuerpo vivo es lo que se compara a la vida como la
potencia al acto, y el alma es acto según el cual vive
el cuerpo. Es como si dijera que la figura es acto, no
del cuerpo que en acto la tiene, pues ese cuerpo es
compuesto de acto y figura, sino del cuerpo que es
sujeto de ésta, el cual se compara a la figura como la
potencia al acto» 63 •
b) Con el fin de evitar la tergiversación del sen-
tido en que al alma se le atribuye la índole propia de
la forma sustancial y para dejar bien asegurada la
idea de que en cada cuerpo viviente hay sólo un
alma, Santo Tomás explica: «Es de saber que la dife-
rencia entre la forma sustancial y la accidental con-
siste en que la forma accidental no hace que algo sea
en acto simplemente, sino en acto sólo en tal o cual
sentido, como grande o blanco, o cualquier otra cosa
similar. En cambio, la forma sustancial hace ser en
acto simplemente. De ahí que la forma accidental
advenga a un sujeto que ya en acto preexiste, mien-
tras que la forma sustancial no adviene a un sujeto
109
que ya preexiste en acto, sino sólo en potencia, asa-
ber, la materia prima. Por lo cual se hace patente la
imposibilidad de que una misma cosa tenga varias
formas sustanciales, pues la primera de ellas haría
que ese ente fuese simplemente en acto, y todas las
demás sobrevendrían accidentalmente, pues no le
harían ser simplemente en acto, sino ser de un modo
relativo» 64 •
e) Insistiendo en la unicidad de la forma sustan-
cial de cada cosa: «Por lo cual se invalida la tesis que
en su libro Fons Vitae sostiene Avicebrón, quien
puso que según el orden de los géneros y las espe-
cies es el orden de las formas sustanciales en una y
la misma cosa; así, por ejemplo, en este individuo
humano hay una forma por la cual es sustancia, y
otra por la cual es cuerpo, y una tercera, por la cual
es cuerpo animado; etc. Porque, de acuerdo con lo
dicho anteriormente, es necesario afirmar que una y
la misma forma sustancial sea aquella por lo que un
determinado individuo es esta determinada sustancia
y es cuerpo y cuerpo animado, etc. Pues la forma
110
más perfecta da a la materia lo que le da la menos
perfecta y todavía más. De ahí que el alma no sólo
haga ser sustancia y cuerpo, lo cual también la forma
de la piedra lo hace, sino que además hace ser
cuerpo animado. Por tanto, que el alma es acto del
cuerpo y que el cuerpo es el sujeto y materia de ella
no ha de entenderse como si el cuerpo estuviese ya
constituido por una forma que le hace serlo, y que le
sobreviene el alma haciéndole ser un cuerpo vivo,
sino que ha de entenderse que por el alma no sólo es,
sino que es cuerpo que vive. El ser cuerpo, que se
comporta como lo más imperfecto, es algo material
respecto de la vida» 65 •
d) En explicación del sentido y del por qué del
cuerpo orgánico: «Y se llama cuerpo orgánico a lo
que tiene diversidad de órganos. Ahora bien, en el
cuerpo que tiene vida esta diversidad es necesaria en
111
razón de las diversas operaciones del alma. Pues el
alma, por ser la forma más perfecta entre las de las
cosas corporales, es principio de diversas operacio-
nes, exigiendo así la diversidad de órganos en lo que
por ella es perfectible. En cambio, por su imperfec-
ción, las formas de las cosas inanimadas son princi-
pios de pocas operaciones, por lo cual no exigen en
sus perfecciones la diversidad de órganos» 66• (La ar-
gumentación no me resulta convincente, porque para
que haya diversidad de órganos no es necesario que
haya mucha diversidad de operaciones: basta con
que se den dos operaciones diferentes.)
e) Acerca de la inmediata unión del alma y el
cuerpo: «El modo en que el alma y el cuerpo se unen
es cosa sobre la que muchos han dudado. Afirman
algunos que hay ciertas entidades intermedias por
las que el alma se uniría al cuerpo y en cierto modo
se ligaría a él. Mas no hay ya lugar para esta duda,
porque el alma es forma del cuerpo. ( ... ) En el libro
octavo de la Metafísica se hace ver que el unirse por
sí misma la forma a la materia es el unirse de lama-
teria a la forma para que la materia sea en acto» 67 •
112
f) Sobre la separabilidad del alma y el cuerpo:
«Evidentemente, puesto que se ha probado que el
alma es acto de todo el cuerpo, y las potencias son
actos de las partes, y el acto y la forma no se separan
de aquello de lo cual son acto y forma, resulta que
en su totalidad, o en alguna de sus partes, el alma no
puede separarse del cuerpo, si su naturaleza le per-
mite el tener partes. Es patente, en efecto, que algu-
nas partes del alma son actos de algunas partes del
cuerpo, como si digo que la facultad de ver es el acto
del ojo. Sin embargo, respecto de algunas partes no
es imposible que el alma se separe, pues algunas par-
tes del alma no son acto de cuerpo alguno, como más
abajo se demostrará para lo que concierne al enten-
dimiento» 68 •
g) Santo Tomás hace constar que Aristóteles dis-
tingue cuatro modos del vivir, «de los cuales uno es
por el entendimiento, el segundo por el sentido, el
tercero por el movimiento local y la quietud que se
le opone, y el cuarto por la nutrición, el decremento
iam locum non habet, cum ostensum sit, quod anima sit forma cor-
poris. ( ... ) Ostensum est enim in octavo metaphysicae quod forma
per se unitur materiae, sicut actus eius; et idem est materiam uniri
formae, quod materiam esse in actU>>, op. cit., n. 234.
68 <<Quia enim ostensum est quod anima est actus totius corporis,
113
y el aumento. Afirma, por tanto, cuatro modos del vi-
vir, mientras que antes había distinguido cinco géne-
ros de operaciones del alma, pues lo que ahora pre-
tende diferenciar son los modos del vivir según los
grados de los vivientes( ... ). En algunos vivientes se
dan sólo la nutrición, el aumento y el decremento; a
saber, en las plantas. En algunos se dan, juntamente
con esos modos, el sentido sin movimiento local, así
en los animales imperfectos, como son las ostras. En
otros se da también el movimiento local, como en los
animales perfectos, que se trasladan con movimiento
progresivo( ... ). En algunos se da también el entendi-
miento, a saber, en los hombres. El modo apetitivo,
que es el quinto añadido a estos cuatro, no interviene
en la diversificación de los grados de los vivientes.
Pues donde hay sentido hay apetito» 69 •
114
CAPÍTULO IV:
LA NOCIÓN ESPECÍFICA
DEL ALMA HUMANA
115
dentro de la fórmula en cuestión? (¿Acaso no es un
vivir el sentir, ni lo es tampoco el entender?)
A la primera dificultad respondo que la posesión
de la capacidad de entender es, en tanto que dada en
un viviente dotado de cuerpo, algo exclusivamente
pertinente al alma intelectiva, y que para Aristóteles
se trata de la propia del ser humano como viviente
que es animal racional, vale decir, capaz de ir más allá
del mero conocimiento sensitivo 71 • -La expresión
«entendemos» sólo puede tener por sujeto activo «no-
sotros los hombres», los únicos vivientes corpóreos
capaces de entender, además de provistos de la capa-
cidad de sentir y de la de vivir con vida vegetativa.
Por lo que atañe al significado de la expresión «vivi-
mos», antepuesta a «sentimos» y «entendemos», y
dado que el sentir y el entender son realmente modos
también de vivir, sólo puede admitirse que aquí se está
refiriendo al peculiar vivir característico de la vida ve-
getativa, el de más bajo nivel, el cual es el que el mismo
Aristóteles declara cuando dice «llamo vida al hecho
de que algo se nutre, crece y decrece por sí mismo» 72 •
(El término «primordialmente», incluido en la defi-
nición que nos ocupa, es necesario para evitar la con-
fusión del alma humana con las potencias que le per-
tenecen y que también son algo por lo cual vivimos,
sentimos y entendemos, bien que no de un modo ori-
ginario, como quiera que esencialmente presuponen
el alma de la cual son facultades o potencias).
***
71 Cf. el§ 2 del Capítulo 11.
72 Texto ya citado en el § 1 del Capítulo l.
116
Ninguna objeción presenta Santo Tomás a la fór-
mula acuñada por Aristóteles, de quien afirma: «dice
que el alma es aquello por lo que primordialmente vi-
vimos, sentimos, nos movemos 73 y entendemos»:
«dicit, quod anima est primum quo et vivimus, et sen-
timus, et movemur, et intelligimus» 14• La referencia al
cambiar de lugar no aparece en la fórmula de Aristó-
teles, pero es fiel, sin embargo, al pensamiento de
éste, tal como de inmediato se comprueba en el si-
guiente pasaje del Estagirita sobre las diversas mane-
ras del vivir: «Hay varios modos de lo que se llama
la vida, y basta que uno sólo de ellos se dé en un su-
jeto para que a éste se le llame viviente, ya sea el en-
tendimiento, la sensación, el movimiento y el reposo
según el lugar, y hasta el movimiento en que consiste
la nutrición, el decrecer y el crecer» 75 • (Aristóteles
usa en este caso la voz «entendimiento» para desig-
nar algo que propiamente no es ningún modo de vi-
vir, sino la potencia o facultad que se comporta como
principio inmediato -no como el originario o pri-
mordial- de la actividad de entender.)
***
Tres asuntos de esencial interés trata Santo To-
más entre los que examina en su Cuestión Dispu-
nápxlJ J.LÓVOV, l;flv aÚ'tÓ <j>aJ.LEV, OLOV vo\íc;, ataEn,crtc;, KÍVllcrtc; Kat
mácnc; 1Í x:ma 'tónov, en x:ív11crtc; 1Í x:ma 'tpo<j>T¡v x:al. q¡eícnc; 'te
x:al. aix;Tlcrtc;>>, Vid. IIept 'lfUXfíc;, 413 a 22.
117
tada sobre el alma: a) si el alma humana puede ser
forma y sustancia individual; b) si el alma está com-
puesta de materia y forma; e) si en el hombre el
alma racional, sensible y vegetativa es una única
sustancia. Veamos lo que acerca de estos tres asun-
tos dice el Aquinatense:
a) «En el género de la sustancia el individuo no
sólo tiene el poder subsistir por sí, sino el ser algo
completo en alguna especie y género de sustancia,
por lo cual el Filósofo, en el libro de los Predica-
mentos, llama a la mano y al pie, y a los demás
miembros, partes de las sustancias, en vez de sustan-
cias primeras o segundas, porque aunque como es
propio de las sustancias, no son en algún sustrato,
sin embargo no participan completamente de la na-
turaleza de alguna especie, por lo cual no están en
alguna especie, o en género alguno, nada más que
por reducción» 76 •
El sentido global de estas explicaciones puede re-
sumirse diciendo que el alma humana no es idéntica
al hombre, sino que consiste en la forma sustancial
de éste y, por lo mismo, no es sustancia específica-
mente completa, aunque pueda subsistir separada
del cuerpo. Santo Tomás no demuestra en esta oca-
118
sión la separabilidad del alma respecto del cuerpo
humano, pero sin duda la admite. N o entraré en el
asunto, reservándolo para la Segunda Parte de este
libro, la que examina las pruebas de la inmortalidad
del alma humana. Mas en este momento es, sin em-
bargo, oportuno hacer constar que el alma propia del
hombre no es ningún accidente del ser humano y de
esta suerte es sustancia (todo lo incompleta que le
corresponde ser en razón de la especie) porque en su
unión con el cuerpo humano no presupone a éste
como algo ya constituido sin ninguna necesidad de
que el alma racional le haga ser cuerpo de un hom-
bre y no de un animal irracional, ni de una planta.
b) Tras haberse referido a la tesis que entre otros
mantiene Avicebrón y según la cual el alma tiene
propiedades de la materia, como el recibir, el hacer
de sujeto de determinación y otras por el estilo,
Santo Tomás argumenta contra esa tesis: «La forma
que adviene a la materia constituye la especie. Por
tanto, si el alma está compuesta de materia y forma,
por la misma unión de la forma a la materia del alma
se constituiría una especie en la naturaleza de las co-
sas. Ahora bien, lo que por sí tiene especie no se une
a algo distinto para constituir una especie sin que de
algún modo uno de los dos se corrompa, tal como
ocurre con los elementos que se unen para compo-
ner la especie de un mixto. Así, pues, el alma no se
uniría al cuerpo para constituir la especie humana,
sino que ésta consistiría totalmente en el alma. Lo
cual patentemente es falso, porque si el cuerpo no
perteneciera a la especie del hombre, el alma le ad-
vendría de un modo accidental. N o puede decirse
que, según esto, tampoco la mano está compuesta de
119
materia y forma, porque no tiene especie completa,
sino que es parte de una especie, ya que es mani-
fiesto que la materia de la mano no se perfecciona
separadamente por su forma, sino que es una única
forma la que a la vez perfecciona a la materia del
cuerpo y a todas sus partes, lo cual no podría decirse
del alma si ésta se compusiera de materia y forma
( ... ), a menos que alguien dijese que la materia del
alma es una parte de la materia corporal, lo que es
por completo absurdo» 77 •
La argumentación es aplicable a cualquier tipo de
alma. Y la referencia a la propia del hombre es, por
tanto, una consecuencia lógicamente extraída de la
imposibilidad general de que un alma pueda compo-
nerse de materia y de forma. De suyo, toda alma es
120
forma únicamente, y su unión con el cuerpo al que
da vida no confiere ningún carácter propio de la ma-
teria: antes por el contrario, al quedar informada por
el alma, la materia llega a ser un componente de un
cuerpo que tiene vida.
e) A la pregunta de si en el hombre el alma racio-
nal, sensitiva y vegetativa es, o no es, una sola y
única sustancia, responde Santo Tomás: «El alma ra-
cional da al cuerpo humano lo que el alma sensitiva
le da al bruto y la vegetativa a las plantas, y algo
además de todo ello; por lo cual en el hombre ella
misma es vegetativa, sensitiva y racional. De esto da
también testimonio el hecho de que, al intensificarse
la operación de una potencia, se impide la operación
de otra, y continuamente hay redundancia de una po-
tencia a otra distinta, lo cual no ocurriría a no ser que
todas las potencias radicasen en una misma esencia
anímica» 78 •
d) También merecen especial atención, a modo
de complementos del pasaje que acabamos de leer,
estas otras dos explicaciones:
a) «En el hombre el alma sensitiva no es alma
irracional, sino sensitiva y racional a la vez. Mas es
verdad que de las potencias del alma sensitiva algu-
nas son irracionales en sí mismas, pero participan de
121
la razón en tanto que la obedecen; en cambio, las po-
tencias del alma vegetativa son absolutamente irra-
cionales porque no obedecen a la razón» 79 •
~) «Así como el animal, en cuanto animal, no es
racional ni irracional, pero el mismo animal es hom-
bre y el animal irracional es bruto, así el alma sensi-
ble, en cuanto tal, no es racional ni irracional, pero
la misma alma sensitiva en el hombre es racional, y
en el bruto irracional» 80 •
est anima sensibilis et rationalis simul. Sed verum est quod poten-
tiae animae sensitivae, quaedam quidem sunt irrationales secun-
dum se, sed participant rationem secundum quod obediunt rationi;
potentiae autem animae vegetabilis sunt penitus irrationabiles, quia
non obediunt rationi>>, ibidem, p. 324.
80 <<Sicut animal, in quantum animal, neque est rationale neque
irrationale: sed ipsum animal rationale est horno, animal vero irra-
tionale est animal brutum; ita anima sensibilis, in quantum huius-
modi, neque rationalis neque irrationalis est; sed ipsa anima sensi-
bilis in homine est rationalis, in brutis vero irrationalis>>, también
en la p. 324 de la citada ed. Marietti de la Quaest. disp. de anima.
122
plantas puedan autodeterminarse en modo alguno, de
tal suerte que además de negarles el tener alma como
principio intrínseco de vida, se les niega también la
vida misma en cualquiera de sus modalidades.
Ya por esta razón la psicología de Kant es polar-
mente opuesta a la de Aristóteles y Santo Tomás
conjuntamente tomados. Pero hay, además, otras ra-
zones de esa esencial divergencia, la más importante
de las cuales consiste en la triple negación de la sus-
tancialidad, la simplicidad y el conocimiento de la
permanencia del yo (con el que el ser pensante
queda identificado). Veámoslo en los lugares donde
más directa y claramente expone Kant su argumen-
tación sobre este asunto.
a) «Si comparamos la teoría del alma, como la fi-
siología del sentido interno, con la teoría del cuerpo,
como una fisiología de los objetos del sentido ex-
terno, nos encontramos con que aparte de que en am-
bas es mucho lo que empíricamente puede ser cono-
cido, se da, sin embargo, la notable diferencia de que
en la segunda, a partir del mero concepto de un im-
penetrable ser extenso, es mucho lo que a priori
puede ser conocido, mientras que en la primera nada
puede ser conocido sintéticamente a priori a partir
del concepto de un ser pensante. La causa de ello es
ésta: Aunque el fenómeno presente al sentido ex-
terno coincide con el del sentido interno en ser fenó-
meno, aquél, el del sentido externo, tiene algo esta-
ble o permanente, que depara un sustrato básico para
las mutables determinaciones y, con ello, un con-
cepto sintético, a saber, el del espacio y el de un fe-
nómeno de él, mientras que el tiempo, en el cual
consiste la única forma de nuestra intuición interna,
123
no tiene nada permanente, debido a lo cual da a co-
nocer tan sólo el cambio de las determinaciones, no
el objeto determinado por ellas. Porque en lo que lla-
mamos el alma todo está en continuo flujo y no es
permanente nada, salvo quizás (si así queremos lla-
marlo) el simple yo, puesto que esta representación
no tiene ningún contenido ni, por tanto, nada múlti-
ple por virtud de lo cual parece representar o, mejor
dicho, designar un objeto simple. ( ... )Mas este yo
no es ni intuición ni concepto de objeto alguno, sino
la mera forma de la conciencia que puede acompa-
ñar a ambas representaciones y elevarlas así a cono-
cimientos»81.
124
Que el yo, identificado por Kant con el alma como
ser pensante, esté dado en una intuición -la del
tiempo- donde no se capta nada estable o perma-
nente, es cosa que sólo puede admitirse si se pasa
por alto el hecho de que el yo se reconoce a sí mismo
como el mismo ser que es afectado por sus mutables
determinaciones. Y así, v.gr., nadie podría tener nin-
gún recuerdo si de ninguna manera se captase preci-
samente como el mismo ser que antes vivió lo que
por él está siendo recordado. Esa fundamental y sus-
tancial permanencia del yo en el ejercicio de la acti-
vidad de la memoria no se opone al fluir de las
mutables determinaciones que se van dando en el
tiempo. No se trata de la permanencia de algo inmó-
vil, sino, por el contrario, de la que es necesaria para
que las cambiantes determinaciones del yo tengan
un idéntico punto de referencia, un sustrato, del cual
son determinaciones efectivas que en cuanto tales
pueden ser recordadas como entre sí distintas, pero a
la vez pertinentes a uno y el mismo sujeto, el que las
recuerda. Y otro tanto cabe advertir respecto de he-
chos como el sentirse responsable, el arrepentirse, el
prometer, el cumplir lo prometido, etc. En todos
ellos el yo se auto-reconoce como sustancialmente
idéntico a sí mismo a través de su propio devenir,
aunque no filosofe sobre esta sustancial identidad,
sino que la vive pensándola realmente, lo cual pone
de manifiesto que se trata de algo muy diferente de
lo captado en el ejercicio de una pura y simple acti-
vidad sensitiva.
b) «Si el alma es, o no, una sustancia simple,
puede sernas por completo indiferente para la expli-
cación de sus fenómenos, porque ninguna posible
125
experiencia puede explicarnos de una manera intui-
tiva y, por tanto, in concreto, el concepto de un ser
simple; y de esta suerte, respecto de toda intelección
que de la causa de los fenómenos fuese posible es-
perar, es enteramente vacío y no cabe que valga
como un principio de explicación de lo que la expe-
riencia interna y externa nos suministra» 82 •
Lo que Kant llama fenómeno (Erscheinung), sin
cuya noción este texto resultaría ininteligible, im-
plica precisamente en el propio sistema kantiano una
doble contradicción. En primer lugar, el fenómeno,
tal como Kant lo describe, es el efecto producido en
la sensibilidad por algo que en sí mismo no conoce-
mos ni nos es posible conocer, la cosa en sí. Así,
pues, ésta se comporta como causa activa del fenó-
meno, respecto del cual el comportamiento de la
sensibilidad es, en cambio, de índole meramente pa-
siva. Ahora bien, Kant apela a la cosa en sí haciendo
uso del principio de causalidad, del que por otra
parte afirma que sólo sirve para enlazar fenómenos
con fenómenos, no con algo ultrafenoménico, y así
venimos a topar con una insalvable contradicción en
la doctrina de Kant, tal como muy pronto se le re-
prochó con pleno acierto (Jacobi, Fichte, etc.).
82 «Üb die Seele eine einfache Substanz sei, oder nicht, das kann
126
Y la otra contradicción está en el hecho de que
Kant sostiene que lo sensorialmente cognoscible es
tan sólo nuestro modo de ser afectados por algo que
no conocemos, a lo cual, sin embargo, llama <<nues-
tra manera de percibir las cosas», siendo así que se
trataría, por el contrario, de nuestra manera de no
percibirlas. Tal vez sospeche el lector que en lo que
acabo de decir hay por mi parte una deformación o
tergiversación de lo afirmado por Kant. Así, pues,
me parece que lo mejor que puedo hacer para salir al
paso de esa sospecha es aducir el pasaje kantiano
donde veo la contradicción: «Hemos querido decir
que toda nuestra intuición no es más que la represen-
tación del fenómeno; que las cosas que intuimos no
son en sí mismas como las intuimos nosotros, ni sus
relaciones están constituidas en sí mismas tal como
me aparecen y que, si suprimimos nuestro sujeto o
solamente la constitución subjetiva de los sentidos
en general, toda la índole de los objetos y sus rela-
ciones en el espacio y el tiempo, e incluso el espacio
y el tiempo desaparecerían y sólo como fenómenos
pueden existir en nosotros, no en sí mismos. Para
nosotros queda enteramente desconocido qué sean
en sí los objetos, con independencia de toda la re-
ceptividad de nuestra sensibilidad. No conocemos
nada más que nuestra manera de percibirlos» 83 • Por
nicht als die Vorstellung von Erscheinung sei; dass die Dinge, die
wir anschauen, nicht das an sich selbst sind, wofür wie sie ans-
chauen noch ihre Verhiiltnisse so an sich selbst beschaffen sind, als
sie uns erscheinen, und dass, wenn wir unser Subject oder auch nur
die subjective Beschaffenheit der Sinne überhaupt aufbeben, alle
die Beschaffenheit, alle Verhiiltnisse der Objecte im Raum und
127
consiguiente, insisto: no podemos conocer nuestra
manera de percibir los objetos si no los percibimos,
y no es posible que los percibamos si de lo que en sí
mismos son no conocemos absolutamente nada, se-
gún pretende Kant.
§ 3. EL ALMA HUMANA Y EL YO
Zeit, ja selbst Raum und Zeit verschwinden würden und als Ers-
cheinungen nicht an sich selbst, sondem nur in uns existieren kon-
nen. Was es für eine Bewandtniss mit den Gegenstiinden an sich
und abgesondert von aller dieser Receptivitiit unserer Sinnlichkeit
haben moge, bleibt uns giinzlich unbekannt. Wir kennen nicht als
unsere Art, sie wahrzunehmen», KrV, Tranz. Ásthetik, Allgemeine
Anmerkungen zur transzendentalen Ásthetik, ed. cit., p. 65.
128
del concepto del yo no es la del alma, como quiera
que no hay ningún alma en Dios, dado que Dios no
tiene ningún cuerpo ni se une, en calidad de forma
sustancial, a cuerpo alguno.
¿No cabría, sin embargo, que el peculiar yo de
cada hombre fuese una cierta parte del alma propia
de éste? -Ello sería posible, y no sólo posible, sino
absolutamente necesario, si el yo humano no fuese
en cada caso la integridad del hombre respectivo, se-
gún vamos a comprobar en las explicaciones subsi-
guientes:
a) el yo no es en cada hombre la conciencia que
éste posee de sí mismo, sino el sujeto de esa con-
ciencia suya, y no únicamente cuando la está ejer-
ciendo, sino también cuando está sólo en potencia
de llevar a cabo ese ejercicio, tal como ocurre
cuando se halla bajo los efectos de una anestesia to-
tal. Quien está en esa situación es el mismo yo que
de ella sale y que, por tanto, no puede ser autocon-
ciencia actual, aunque tampoco puede ser sin la apti-
tud o capacidad para su ejercicio;
b) el nombre por el que está el pronombre «yo»
designa un ser que puede darse cuenta intelectiva-
mente de sí mismo y, si no se trata de Dios, ni de
nada que fuese un puro espíritu, designa un ente
dotado del alma racional indispensable para la au-
toconciencia intelectiva y al que también pertenece
el cuerpo que está informado por esa misma alma
racional.
La noción de lo designado con el pronombre po-
sesivo «mío» es análoga, no unívoca. Manteniendo
un eje común que en cada hombre es el respectivo
«yo» -o sea, ese mismo hombre como capaz de au-
129
toconciencia intelectiva- son entre sí muy distintas
las acepciones de la palabra «mío». Mi cuerpo y mi
alma son míos en calidad de partes integrantes de mi
ser esencial y de esta suerte son el analogatum prin-
ceps de todo lo que con el pronombre posesivo
«mío» es designado por mí. El resto de cuanto llamo
mío no lo es de un modo, digámoslo así, estricta-
mente íntimo y radical. Como lo más remoto de lo
que de esa forma llamo mío, pero también como
algo que no deja de ser efectivamente mío a su modo
y manera, me encuentro, v.gr., con mi audífono, o
con el papel en el que escribo, o con la mesa de la
que soy dueño; etc., etc. Y no son mías en calidad de
partes integrantes de mi ser esencial las actividades
que realizo, aunque sin duda son mías de una ma-
nera más propia que la de los ejemplos que acabo de
aducir, puesto que en todos ellos lo mío me es ex-
terno, mientras que las actividades que realizo se
comportan como algo que me es interno en el sen-
tido de que pertenecen formalmente a mi vida, aun-
que algunas tengan efectos exteriores a mí. -In-
cluso mi propia vida es mía en un sentido bien
distinto de aquel en el que son míos mi alma y mi
cuerpo. Mi vida no constituye mi propia esencia,
sino que la supone ya constituida precisamente por
mi cuerpo y mi alma en sustancial unidad. Ninguna
vida es sustancia -salvo la vida divina- en el sen-
tido de lo que posee la capacidad natural de ser sin
ser sustentado por algún sujeto de inhesión 84 •
130
e) Si digo, v.gr., que he recorrido a pie tantos o
cuántos kilómetros, no puedo querer significar que
haya sido sólo mi cuerpo lo que los ha recorrido, de
tal manera que yo no me haya desplazado mientras
mis pies andaban, pero tampoco puedo significar
que haya sido sólo mi alma lo que se ha trasladado.
Quien ha recorrido esos kilómetros soy yo, de quien
son partes integrantes esenciales lo que llamo mi
alma y lo que llamo mi cuerpo. (De mi alma debo
afirmar que sólo per accidens, no per se, ha cam-
biado de lugar, ya que no es cuerpo alguno, aunque
sin ella no habrían podido dar mis pies ni un solo
paso de los que yo he dado libremente.)
***
Tampoco el yo identificado al egoísmo puede ser
el alma del hombre, ni tan siquiera la del que actuase
131
de una manera egoísta en todas las ocasiones, como
si fuera imposible que alguna vez no se comportase
de ese modo 85 . Cabe que un yo sea egoísta y que en
cuanto tal, no en tanto que es un yo, merezca ser re-
probado incluso por el mismo hombre en que él con-
siste, pero en cambio no cabe que el yo egoísta sea
realmente el alma de ese hombre, porque el alma no
puede dejar de ser el alma, mientras que el yo afecta-
do por el egoísmo puede dejar de hallarse así afec-
tado y conservar, sin embargo, el alma que poseía
como parte integrante de su ser esencial.
***
«El yo -afirma Pascal- tiene dos cualidades: es
injusto en sí por hacerse el centro de todo, y es eno-
joso para los demás, por querer hacerlos siervos su-
yos»86. -Evidentemente, el yo así caracterizado por
Pascal no puede serlo el divino. Mas tampoco es po-
sible que consista en el respectivo yo de cada hom-
bre, pues ello exigiría que todo hombre fuese egoísta
inevitablemente, o bien que pudiera darse la posibi-
lidad de un hombre sin ningún yo, al menos en algu-
nas ocasiones de su vida. Por último, no es posible
que el yo caracterizado por Pascal sea verdadera-
mente un alma humana, ya que no es necesario en
modo alguno que ésta sea egoísta, ni tampoco que
132
no lo sea. Tan sólo de una manera eventual y desde
luego per accidens puede ser, o no ser, egoísta el
alma humana, según que respectivamente el hombre
que la tiene se esté, o no se esté, comportando de una
manera egoísta. Y ni el alma del hombre ni ninguna
otra realidad puede ser en sí misma lo que ella es
sólo per accidens.
133
tas, a su vez, por los objetos correspondientes, pase-
mos a examinar qué operación ejerce el entendi-
miento y a qué objeto se refiere, explicando después
qué operación ejerce la voluntad y a qué objeto se
refiere su ejercicio.
La operación de la facultad intelectiva es lo que se
denomina intelección, i.e. el entender: una actividad
que va más allá del conocimiento sensorial, aunque
lo presupone en el caso del entendimiento del hom-
bre. En qué consista ese ir más allá del conocimiento
sensitivo es cosa que no cabe esclarecer sin haber
determinado antes el objeto de este conocimiento.
Lo que sensorialmente conocemos es en todos los
casos algo corpóreo y singular. (Para evitar posibles
interpretaciones erróneas, adviértase que «corpóreo»
y «cuerpo» no son lo mismo. Lo sensorialmente cog-
noscible puede ser un cuerpo, pero cabe también que
no lo sea, sino que consista en algo que por depen-
der de algún cuerpo se califica rectamente de corpó-
reo, v. gr., un color, un sonido, un olor, etc.). Y por
otra parte no será tampoco inútil la advertencia de
que la voz «singular», arriba empleada, juntamente
con el término «corpóreo», para la determinación del
objeto del conocimiento sensitivo, significa aquí
«individual» como contrapuesto a «universal» o
«abstracto», y de ningún modo en el sentido de algo
que en virtud de su propia índole es «extraordinario»
o que se sale de lo común o más frecuente.
En cambio, el objeto propio e inmediato del hu-
mano conocimiento intelectivo es abstracto, univer-
sal, y tiene por contenido, aunque nunca lo alcance
de una manera exhaustiva, lo que un dato del cono-
cimiento sensorial es o lo que es algo no sensorial-
134
mente cognoscible. Si a ese «lo que es», captado en
el conocimiento humano intelectivo, lo denomina-
mos quiddidad (voz derivada del término latino
quid, cuyo significado es el qué, lo que algo es), lla-
mamos quidditativo al objeto captado intelectiva-
mente por el hombre y que va más allá de lo captado
en el conocimiento sensorial (humano o no humano)
porque si bien los datos sensoriales tienen en sí la
respectiva quiddidad, ésta no es sensorialmente
aprehensible. Así, el árbol que veo tiene en sí mismo
la quiddidad correspondiente, pero mi vista no la
capta, no la ve; yo la conozco, aunque no de modo
exhaustivo, entendiendo que eso que veo es un árbol
(y no lo entiendo de una manera exhaustiva porque
tan sólo Dios conoce íntegramente cualquier ser, in-
cluyendo las relaciones con todos los demás seres).
Otro ejemplo: entender el calor no es nada que au-
mente nuestra temperatura, mientras que, en cambio,
el sentirlo la eleva. Si yo no me enfrío ni me caliento
no siento frío ni calor, pero de ningún modo esto me
impide entenderlos, captar lo que cada uno de ellos
es. (Ciertamente, si nunca hubiera sentido frío ni ca-
lor no podría conocer qué es aquél ni qué es éste,
pero tampoco lo podría entender si yo no fuera ca-
paz de ir más allá de sentirlos).
***
Lo que es la individualidad en cuanto tal no lo
capta ningún conocimiento sensitivo, aunque el ob-
jeto de este conocimiento es en todos los casos algo
individual. En cambio, y aunque el objeto del hu-
mano conocimiento intelectivo nunca deja de ser
135
universal o abstracto, este conocimiento no sólo
puede aprehender la individualidad en cuanto tal,
sino asimismo in concreto lo individual sensible, no
conociéndolo de una manera inmediata o directa,
sino en tanto que objeto de un conocimiento sensi-
tivo del cual tenga conciencia la facultad humana de
entender. Ello permite que esta facultad lleve a cabo
juicios cuyo predicado es universal o abstracto y
cuyo sujeto es algo individual y sensible, según
acontece v.gr. si afirmo, o si niego, que estoy viendo
una encina. Y, por otra parte, también puede el en-
tendimiento humano conocerse a sí mismo in con-
creto, es decir, como este determinado entendi-
miento que ejerce su individual autoconciencia 87
***
Específicamente la voluntad humana se determina
por la operación que le compete, la volición, que, a
su vez, queda determinada de una manera específica
en virtud de su objeto: a saber, el bien intelectiva-
mente conocido por el hombre. Ello no quiere decir
que consista en ese bien considerado abstractamente
136
lo que hace de objeto de la volición humana; antes
por el contrario, todas nuestras voliciones se refieren
a algún bien concreto y singular, desde luego no
siempre el mismo, pero que con todos esos otros bie-
nes concretos y singulares tiene en común la índole
de bien y la de ser así apreciado intelectivamente por
un hombre (en cada caso, el que ejerce la volición).
La volición no subsigue a un conocimiento espe-
culativo, teórico, abstraído de la disposición en la
que el sujeto cognoscente se encuentra, sino que re-
sulta de un conocimiento práctico, i.e. que no pres-
cinde, no abstrae, de esa disposición subjetiva. Así
se explica que pueda ser objeto de volición humana
algo objetivamente malo para el hombre que lo ape-
tece en tanto que lo aprecia como un bien por su sin-
tonía o conveniencia con la disposición en que ese
hombre se halla. Y eso es lo que nos ocurre si nos
dejamos llevar por alguna afección desordenada, lo
cual implica que esa afección es algo que podemos
eliminar cuando nuestro propio entendimiento no
está cegado por ella, lo que a su vez supone que ha-
yamos puesto los medios para resistirla y anularla.
Tales medios son otras disposiciones subjetivas de
signo contrario, suscitadas por representaciones sen-
soriales bajo el control de nuestra voluntad cuando
ejercemos la libertad de opción o de albedrío.
La voluntad humana es libre, con libertad de albe-
drío, según dos modalidades: la libertad de ejercicio
y la de especificación. La primera es la de querer o
no querer, y la segunda la de querer esto o aquello.
Para la primera se usa también la fórmula «libertad
de contradicción» por cuanto el querer y el no que-
rer son contradictorios entre sí. En cambio, la líber-
137
tad de especificación se denomina como «libertad de
contrariedad» por ser entre sí contrarios el querer
esto y el querer aquello.
Tenemos una íntima conciencia de nuestro albe-
drío, como también la tenemos de la irreprimible ne-
cesidad de nuestro comportamiento en determinadas
ocasiones. Consentir no es lo mismo que sentir, aun-
que evidentemente lo supone. Así, mi libertad de ar-
bitrio no tiene arte ni parte en el hecho de que me en-
tren ganas de beber (salvo en el caso de que, con
anterioridad a este hecho, lo hubiese provocado yo
de algún modo). Por otra parte, incluso si no estoy
teniendo sed, puedo tomar la libre decisión de beber
algo, v.gr. ese vaso de agua que el médico me ha
mandado ingerir muchas veces a lo largo del día (un
mandato bien distinto, por supuesto, de toda irrepri-
mible fuerza física que actúe sobre mí). Finalmente,
la exclusión del libre arbitrio humano dejaría sin
sentido a todo el orden moral88 •
***
La voluntad humana es una facultad espiritual, in-
corpórea, tal como lo es el entendimiento humano y
precisamente por ser éste de índole espiritual, incor-
pórea. Nuestra facultad volitiva tiene necesidad de
él, mas no según el modo en que el efecto depende
de su causa eficiente. El entendimiento del hombre
no es productivo de ninguna volición, aunque sin él
138
no hay volición humana alguna, ni actúa eficiente-
mente ad extra por sí mismo, sino por medio de la
voluntad (pues lo conocido es, como conocido, en el
cognoscente y no fuera de él). Y, en definitiva, sola-
mente lo que es espiritual está dotado de la capaci-
dad de tener por objeto su propio ser. Lo material es
inepto para captar su propia realidad: dicho de otra
manera, es esencialmente irreflexivo.
139
V: CAPÍTULO
¿ES INCORRECTA LA FÓRMULA
«INMORTALIDAD DEL ALMA HUMANA»?
§ l. PRIMERA EXPOSICIÓN
ist rein vom lebendigen Sprachen her betrachtet das diesen Verbum
und diesen Adjektiven zugeordnete Subjekt allein der Mensch sel-
ber, der ganze Mensch aus Leib und Seele>>, cf. Tod und Unster-
blichkeit (Kosel-Verlag, München 1968), p. 53.
140
Ante esta singular declaración no puedo dejar de
preguntarme: ¿es que no mueren los animales no hu-
manos? ¿Ni tampoco las plantas mueren? Pieper no
explica lo que él llama el sentido «estricto» del mo-
rir, ni nos dice tampoco en qué consiste el morir en
su acepción no estricta, la que convendría, según él,
a los animales no humanos y a las plantas. Cierta-
mente, no es que Pieper niegue que mueran las plan-
tas y los animales no humanos, sino que el morir que
les atañe sea un estricto morir, aunque como ya he
dicho, deja sin explicar en qué consiste el morir es-
trictamente tomado y qué sea el morir en acepción
no estricta.
Por supuesto, la muerte de un hombre es en sí algo
mucho más grave que la muerte de un animal no hu-
mano o la de una planta. Y si Pieper se hubiese limi-
tado a decir esto, nada tendría yo que oponerle, aun-
que no ignoro que algún aberrante ecologista estaría
en las antípodas del modo mío de pensar90 , y así pre-
feriría, v.gr., la muerte de un ser humano a la de un
perro o a la destrucción de un viejo roble. Mas la
existencia de aberraciones de este género es posible
tan sólo desde el reconocimiento de que también las
plantas y los animales no humanos mueren y no, por
cierto, en un sentido meramente traslaticio o metafó-
rico: ¿Y podría afirmarse con verdad que es traslati-
cio o metafórico el sentido en que Pieper toma el vo-
cablo «muerte» cuando niega que los animales no
humanos y las plantas mueran en la acepción estricta
141
del morir? A ello se opone la irreductible diferencia
entre el sentido no estricto y el metafórico. O dicho
de otra manera: lo contrario de la acepción estricta
es la acepción lata, no la metafórica o figurativa. El
morir se da formalmente no ya sólo en el hombre,
sino asimismo en otros seres que no son humanos,
mientras que, en cambio, un morir figurativo o me-
tafórico se da no sólo en seres que no son humanos,
sino también en otros que carecen de vida.
***
Si por muerte se entiende la separación del cuerpo
y el alma, de tal manera que aquél llegue a corrom-
perse, mientras que ésta es, por el contrario, inco-
rruptible, entonces lo que por muerte se entiende no
es la muerte considerada in genere, sino exclusiva-
mente la del hombre. Pieper llega al extremo de atri-
buir a Santo Tomás la tesis de que la separación del
cuerpo y el alma pertenece a la índole misma de la
muerte o es esa misma índole. Para justificar esta te-
sis atribuyéndola a Santo Tomás, recurre Pieper a un
texto del aquinatense Compendium Theologiae, pero
citando sólo una parte de él. Según Pieper, «la ratio
mortis, el concepto de la muerte, indica que el alma
se separa del cuerpo, animam a corpore separari» 91 •
Y es verdad que Santo Tomás hace esta afirmación,
pero no es cierto que la haga refiriéndose a la muerte
der "Begriff' des Todes besagte, dass die Seele sich von Leibe
trenne, animam a corpore separari», cf. Tod und Unsterblichkeit,
ed. cit., p. 46.
142
en general. He aquí el texto completo: «La muerte
de Cristo fue conforme a nuestra muerte en lo que
atañe a la índole de la muerte, que consiste en que el
alma se separe del cuerpo, pero hay algo en lo que la
muerte de Cristo fue distinta de nuestra muerte. Por-
que morimos como sujetos a la muerte por necesi-
dad natural o forzados por alguna violencia; Cristo,
en cambio, murió no por necesidad, sino por su pro-
pia potestad y propia voluntad» 92 •
Previamente a la diferencia entre la muerte de
Cristo y nuestra muerte, se expone en este pasaje la
coincidencia entre ellas, la cual consiste en la sepa-
ración del cuerpo y el alma; pero no debe pasar inad-
vertida otra coincidencia todavía anterior a la men-
cionada, a saber, la que se da entre los términos de la
comparación, humanos ambos, dado que Cristo,
además de ser Dios, es también hombre. Por tanto,
el id quod est de ratione mortis no lo es pura y sim-
plemente de toda muerte considerada en general,
sino de toda muerte que tenga la condición de hu-
mana. Y es esto último lo que indudablemente no
queda atendido por Pieper en su lectura del texto
aquinatense. (La referencia al carácter humano y no
sólo divino de la persona de Cristo no la introduzco
yo, faltando así a mi propósito de atenerme exclusi-
vamente a una investigación filosófica, del asunto
143
tratado en este libro. Esa referencia está implícita en
el modo según el cual Santo Tomás establece la dis-
tinción entre la muerte de Cristo y nuestra muerte. Y,
por lo demás, la cita de este texto teológico, no me-
ramente filosófico, de Santo Tomás no la introduzco
yo, sino Pieper. Yo me limito a tener en cuenta en
ella lo que hay de común, según Santo Tomás, entre
nuestra muerte y la de Cristo como hombre.)
***
Para que la muerte no afecte en sentido estricto a
realidades no humanas (según pretende Pieper) es
necesario que tampoco a esas realidades les perte-
nezca en sentido estricto la vida. -Ahora bien, ad-
mitir que la vida humana es incomparablemente
superior a la vida de otras realidades que con el hom-
bre coinciden en ser limitadas, no absolutas, es cosa
perfectamente compatible con el reconocimiento de
que la vida se da en los animales no humanos y en
las plantas no de una manera metafórica, sino de un
modo propio, no figurativo o traslaticio (tal como lo
es, v.gr., la vida que se atribuye a un artefacto capaz
de durar mucho con buen rendimiento y del cual de-
cimos que tiene una larga vida).
***
La referencia que en el texto ya citado de la pá-
gina 53 hace Pieper al lenguaje viviente está formu-
lada de tal modo que sólo al hombre atañe el morir
tomado en sentido estricto y considerado en ese
mismo lenguaje. Mas en ningún momento encontra-
144
mos en Pieper una clara delimitación del concepto
del lenguaje viviente. Las largas consideraciones
que aparecen en la parte final del capítulo 2 de su
obra sobre la muerte y la inmortalidad se limitan a
proponer ejemplos relativos a la muerte del hombre.
Y es comprensible que sea esta muerte lo significado
en la mayor parte de las ocasiones por el verbo mo-
rir (Sterben), ya que es la que más importa al ser hu-
mano. Pero de ahí a sostener que únicamente al
hombre se refiere el verbo «morir» en ese mismo
lenguaje hay una diferencia que no cabe negar, pues
ese mismo lenguaje contiene giros y fórmulas que se
usan popularmente y no sólo en el lenguaje propio
de las ciencias para expresar cosas tales como, por
ejemplo, que ha muerto natural o violentamente un
caballo, o que una epidemia de filoxera ha causado
la muerte de todas las vides de una plantación.
§ 2. SEGUNDA EXPOSICIÓN
145
En el Nuevo Testamento no se habla, ni una sola vez,
del «alma inmortal». La palabra misma «inmortali-
dad» aparece sólo tres veces, y en ellas la inmorta-
lidad no es atribuida al alma, sino al Cristo resucitado
y al hombre -de nuevo corpóreo- del futuro eón. Y
también en la gran Teología es casi desconocida la ex-
presión compleja «inmortalidad del alma». Por ejem-
plo, Tomás de Aquino, por regla general, no nombra
inmortal al alma; él habla más bien de su índole im-
perecedera, y de su indestructibilidad (incorruptibili-
tas). Pero si se trata de la inmortalidad en relación al
hombre, entonces Santo Tomás tiene ante la vista úni-
camente los hombres paradisíacos y los resucitados
de entre los muertos al final de los tiempos» 93 •
93 «Noch ein mal, also: es stirbt der Mensch! Und wenn in bezug
146
El comienzo de este pasaje no añade ninguna
efectiva novedad a lo ya dicho al final del texto que
inmediatamente le precede en la misma página 53.
Se trata pura y simplemente de una cabal repetición,
sin ningún tipo de matiz diferencial, de lo ya afir-
mado al decir que la atribución de la inmortalidad ha
de ser hecha, para que tenga plenitud de sentido, al
hombre entero y no a su alma.
Una vez consignada enfáticamente esta repeti-
ción, con la que nada se prueba, se nos dice cuál es
el uso de la palabra «inmortalidad» en el Antiguo
Testamento, señalando que el hecho de que este uso
resulte sorprendente se debe a la costumbre, por
cualquier razón, de tener como una de las afirmacio-
nes esenciales del Libro Santo la afirmación de la in-
mortalidad del alma. Ahora bien, con este informe
del uso de la palabra «inmortalidad» en el Libro
Santo no se da ningún argumento filosófico -pura
y simplemente filosófico- de que el alma incorrup-
tible no merezca calificarse de inmortal. Y conviene
advertir sobre este asunto cuatro cosas:
a) La cuestión de la inmortalidad del alma hu-
mana no puede quedar resuelta apelando a la Biblia
si el planteamiento que de la cuestión se hace es de
índole filosófica, y no puede quedar resuelta con esa
apelación ni siquiera para un filósofo creyente, por-
que éste, en cuanto filósofo, no argumenta con datos
de la Revelación, sino con hechos e ideas natural-
mente captables. Ni tampoco el filósofo creyente
opera, en cuanto filósofo, con datos tomados en
préstamo a la teología de la fe.
b) Es obvio que el filósofo creyente no puede con-
tradecir ni siquiera uno solo de los contenidos de su fe;
147
si se opusiera a alguno, dejaría, eo ipso, de ser creyente.
Pero entre los contenidos de la fe del cristiano, en la
que se incluyen los del Antiguo y los del Nuevo Testa-
mento, no hay ninguna tesis donde se niegue la inmor-
talidad del alma humana. Una cosa es el uso de la voz
«inmortalidad» y otra cosa es la tesis donde se afir-
mase, o se negase, la inmortalidad del alma humana.
e) De la afirmación según la cual es incorruptible
el alma humana no se sigue la negación de que esa
misma alma sea inmortal. Y, por otra parte, de que
Santo Tomás no hubiera atribuido casi nunca la in-
mortalidad al alma humana no se seguiría que para él
fuese incorrecto el hacer esa atribución. («Casi nunca»
no es lo mismo que «nunca», y Pieper no menciona in
concreto la excepción implicada por el «casi descono-
cida» con que él califica la utilización del término ver-
bal «inmortalidad del alma» por Santo Tomás.)
d) Que sea inmortal el hombre paradisíaco y el
resucitado al final de los tiempos, además de algo no
afirmado, ni tampoco negado, con validez filosófica,
no es cosa de la que lógicamente se infiera que es in-
mortal el alma humana, ni que esa misma alma sea
mortal. -Ciertamente, no dice Pieper lo segundo,
pero por las razones ya indicadas y rebatidas, cali-
fica de incorrecta la expresión «inmortalidad del
alma humana», apelando en definitiva, como tam-
bién hemos visto, a motivos no filosóficos.
§ 3. TERCERA EXPOSICIÓN
148
de que el morir, o el no morir, estrictamente toma-
dos, sólo pueden acontecerle al hombre, no al alma.
Además, ese uso, ya por el mismo vocablo, más bien
favorece la falsa representación de que en la muerte
el hombre no muere en el fondo realmente. De ahí
que aparezca como algo lleno de sentido el no ha-
blar de la inmortalidad del alma, sino de su indes-
tructibilidad y de la imposibilidad de su anonada-
miento, según hacen los grandes maestros de la
Cristiandad» 94 •
Dos son las novedades aportadas por este texto:
en primer lugar, la idea de que el uso del término
«inmortalidad del alma» favorece la falsa represen-
tación de que en la muerte el hombre no muere en el
fondo realmente; y en segundo lugar, la afirmación
de que los grandes maestros de la Cristiandad, al re-
ferirse al alma, no hablan de su inmortalidad, sino
de su incorruptibilidad.
De nada nos servirá el intento, por más que lo rei-
teremos, de encontrar entre las ideas expuestas en la
obra de Pieper sobre la muerte y la inmortalidad al-
guna argumentación por la cual resulte plausible la
tesis de que en la muerte el hombre no muere real-
149
mente en el fondo 95 • Ahora bien, para poder admitir
que la expresión «inmortalidad del alma» favorece
la falsa representación de que, al morir, el hombre
no muere en el fondo realmente, es menester que
quien emplea esa expresión esté pensando una de es-
tas dos cosas: o que el alma es, sit venia verbo, algo
así como la totalidad del hombre, o que es realmente
el constitutivo fundamental del ser humano. Pieper
no demuestra que alguna de esas dos cosas sea pen-
sada por quienes emplean la expresión «inmortali-
dad del alma». Ni lo podría demostrar, porque quie-
nes usan esta expresión afirman que el hombre
muere, aunque su alma perviva. Y, además, Pieper
no explica por qué razón la tesis de la incorruptibili-
dad del alma humana no equivaldría a la afirmación
de que ésta no muere, siendo así que al seguir vi-
viendo no se encuentra afectada por la muerte, aun-
que muera el hombre al corromperse el cuerpo.
Pasemos a la otra novedad. ¿Confirman los datos
históricos la afirmación, categóricamente hecha por
Pieper, de que los grandes maestros de la Cristian-
dad, al referirse al alma prefieren hablar de su inco-
rruptibilidad e imposibilidad de anonadamiento, en
vez de atribuirle la inmortalidad?
En el Libro Segundo de los Soliloquia, San Agus-
tín hace uso de la expresión «inmortalidad del alma»
-sin juzgarla inapropiada o incorrecta- en varias
ocasiones: Cap. l. De inmortalitate animae; cap. IV.
Ex falsitatis se u veritatis perpetuitate possitne co-
150
lligi animae immortalitas?; cap. XIII. Immortalitas
animae colligitur. Y hay una obra de San Agustín
con el expreso título De immortalitate animae.
Frente a estos datos cabría, en principio, objetar
que las dos obras citadas son anteriores a la conver-
sión de su autor. Pero es el caso que de ningún modo
San Agustín las ha descalificado o rechazado, en lo
que a su contenido se refiere, en ninguno de los es-
critos que compuso siendo ya converso. (Los claros
reparos que en las Retractationes -1, cap. V, n. 1-
dirige al De inmortalitate animae se refieren única-
mente a la forma, no al contenido o fondo doctrinal.
El testimonio de San Agustín se corrobora con el de
su discípulo Claudiano Mamerto, para quien el alma
es inmortal y el cuerpo es mortal, cf. De statu ani-
mae, Libro 111, cap. 22.)
Nada hay en Boecio que de algún modo pueda fa-
vorecer o acreditar la opinión de Pieper. Según ati-
nadamente observa L. Rey Altuna96 , la inmortalidad
del alma fue admitida por Boecio, más como un
principio indiscutible que como solución a un pro-
blema. Y para la cuestión que ahora discutimos lo
relevante es que Boecio hace uso de la expresión
«inmortalidad del alma».
«¿Cómo podrían las almas de los hombres ser
imagen o semejanza de Dios -argumenta Casio-
doro- si la muerte les pusiera término?»: Num que-
madmodum poterunt esse imago aut similitudo Dei,
si animae hominum mortis termini clauderetur?»
(De anima, c. 2).
151
San Anselmo escribe: «Si el alma humana fuese
mortal, su amor a la inteligencia no la haría feliz
eternamente, ni su desprecio eternamente despre-
ciada. Así, pues, tanto si ama como si desprecia
aquello para lo cual fue creada, es necesario que sea
inmortal. ¿Mas qué se ha de pensar de algunas almas
racionales consideradas incapaces tanto de amar
como de despreciar la inteligencia suprema, según
se comprende que son las almas de los niños? ¿Son
mortales o son inmortales? Pero indudablemente to-
das las almas humanas son de la misma naturaleza.
Por lo cual, y no siendo dudoso que hay algunas in-
mortales, es necesario que toda alma sea inmortal» 97 •
(Aquí no me interesa discutir la validez filosófica
de estos razonamientos. Solamente los tomo en cali-
dad de datos confirmativos de cómo uno de los gran-
des maestros de la Cristiandad no ha rechazado la
fórmula «inmortalidad del alma humana»).
Domingo Gundisalvo, maestro de numerosos cris-
tianos medievales, escribió un tratado De inmortali-
tate animae, donde la noción de la incorruptibilidad
no sustituye al concepto de la inmortalidad, sino
152
que, por el contrario, se comporta como equivalente
suyo. (Gundisalvo, efectivamente, argumenta la in-
mortalidad del alma humana basándose en la impo-
sibilidad de que la corrupción llegue a afectarle en
ninguno de los diversos modos en que cabe que algo
se corrompa.)
Tampoco en San Alberto Magno la inmortalidad y
la incorruptibilidad del alma aparecen como contra-
puestas, sino como equivalentes entre sí: «El alma
humana es inmortal e incorruptible, y( ... ) la causa
de esta inmortalidad e incorruptibilidad está en el
modo en que es por la causa eficiente que es Dios» 98 •
Del mismo parecer que San Alberto Magno es su
discípulo más célebre, Santo Tomás de Aquino, pues
si bien es cierto que éste en alguna ocasión habla de
la inmortalidad sin mencionar la incorruptibilidad99 ,
o a la inversa 100, también es verdad que en alguna otra
ocasión habla conjuntamente de la inmortalidad y de
la incorruptibilidad. -El hecho de que en Summ.
Theol., 1, q. 97, a. llas refiera al hombre -paradisía-
co- y no al alma, deja intacta la validez de la equi-
valencia de ambas entre sí, frente a lo mantenido por
Pieper al referir la incorruptibilidad al alma humana
y en cambio la inmortalidad, así como la mortalidad,
únicamente al hombre.
***
98 Summ. Theologica, 11 Pars, q. 73.
99 <<Moriente carne, anima remanet immortalis>>, cf. Cont.
Gent., Libro IV, cap. 55.
100 <<Necesse est dicere animam humanam, quam dicimus intellecti-
153
A los hasta aquí citados, podemos añadir, entre
otros, los testimonios que siguen: San Buenaventura
(In II Sent., dist. 19, a. 1, q. 1); Petrus Hispanus (De
anima, cap. IX: De inmortalitate); Capreolo (In IV
Sent., dist. 43, q. 2, concl. 1); Marsilio Ficino (Theol.
Plat. De Inmort. Animarum, lib. VIII, c. 21); Caye-
tano (In Eccl., c. III, v. 21) 101 ; Domingo de Soto
(Comm. Fratris Dominici Soto in Quartum Sent. l/,
dist. XLIII, q. 1, a.1); Báñez («es ciertísimo que se-
gún la verdadera filosofía el alma es incorruptible e
inmortal», cf. Super Primam Partem Divi Thomae,
q. 75, a.6); Suárez, para quien el alma humana, prin-
cipio intelectivo, es incorruptible e inmortal por na-
turaleza (De anima, I, cap. 10, n. 16); y Juan de
Santo Tomás (Cursus Philosophicus Thomisticus,
Phil. Natur., IV P, Q. 19, art. 1: Quomodo naturaliter
constet animam rationalem esse inmortalem et per
se subsistens). -De otros autores posteriores no
hago mención por estimar que los testimonios ya
aducidos bastan para probar, frente a Pieper, que la
expresión «inmortalidad del alma humana» la han
usado realmente unos grandes maestros de la Cris-
tiandad.
alma sea inmortal, nos lo creemos por la fe, y está conforme con
razones probables>>. Lo que niega Cayetano es que haya habido au-
ténticas demostraciones filosóficas de la inmortalidad del alma, no
que sea admisible el hablar de esta inmortalidad. Él mismo la ad-
mite por fe y no deja de reconocer la existencia de razones proba-
bles a favor de ella.
154
VI:CAPÍTULO
LOS ARGUMENTOS DEFICIENTES
102 «Gut bezeugt ist für PYTHAGORAS die Lehre der Seelen-
155
-Desde el punto de vista filosófico, no desde el cro-
nológico o histórico, dan pie estas declaraciones a
una doble cuestión: a) ¿Cómo se prueba que la me-
tempsicosis es un auténtico hecho y no el objeto de
una creencia vana o ilusoria?; b) ¿De qué modo po-
dría la metempsicosis constituir una demostración
de la inmortalidad del alma humana? (Ninguna de
estas cuestiones es tratada por T. Ricken en su doble
declaración porque el punto de vista desde el cual la
efectúa no es, ni en la primera ni en la segunda parte
de ella, el propiamente filosófico, sino sólo el mera-
mente informativo.)
Cuenta F. Copleston que «en su Vida de Pitágo-
ras, Diógenes Laercio nos habla de un poema de Je-
nófanes, en el que éste refiere que Pitágoras, ha-
biendo visto a alguien golpear a un perro, le dijo que
no siguiera haciéndolo porque en los gemidos del
animal había reconocido la voz de un amigo» 103 •
Lo mismo cuenta K. Pdichter: «Jenófanes, el fun-
dador de la escuela eleática, se burla (en Dióg. Laer-
cio, 8, 36, vers. 11 B 7) de la doctrina pitagórica de la
metempsicosis, en estos versos:
1980), p. 45.
156
de compasión y dijo: párate y no le azotes porque en
él está el alma de un amigo al que he reconocido por
la VOZ» )» 104.
La burla que, según este relato, hace Jenófanes de
la doctrina pitagórica de la metempsicosis está per-
fectamente justificada, pues no existe prueba alguna
de la verdad -como tampoco de la verosimilitud-
de semejante doctrina. Ciertamente es verdad que en
ocasiones algo experimentado o vivido realmente
por vez primera es captado, no obstante, como vi-
vido con anterioridad, sin ninguna impresión de
cuándo lo fue, ni de haberlo olvidado. ¿Cómo se ex-
plica entonces la impresión de haberlo vivido antes?
-En un estudio expresamente dedicado a la eluci-
dación de lo irreal en sus diversas formas he escrito:
«Con los términos «previamente dado a la concien-
cia» se menciona de un modo implícito la esencial
condición cronológicamente antecedente, y radical-
mente presupuesta, de la objetivación que tiene lu-
gar en el recuerdo como forma especial de iteración.
Si esa condición esencial no se cumple, lo objeti-
vado como «previamente dado a la conciencia» no
es el término intencional de un efectivo recuerdo,
sino sólo una construcción de esa falsa memoria a la
cual los psicólogos dan el nombre de «paramnesia».
157
Cuando el patológico fenómeno así designado acon-
tece, se da en la subjetividad en acto la impresión de
lo dejá vu, cuya falsedad, si bien consiste, evidente-
mente, en no haber existido el previo aprehender im-
plícito en semejante impresión, no estriba en que
ésta no existe (la paramnesia no es una forma del
olvido). Por tanto, aunque lo objetivado en las vi-
vencias de la seudomemoria sea real, de un modo
concomitante se constituye en ellas una peculiar
irrealidad, a saber, la que atañe a lo que de ese modo
es objetivado y justamente en tanto que objetivado
de ese modo. (A ese tipo de lo irreal podemos regis-
trarlo con el nombre de «lo irreal paramnésico») 105 •
Ahora bien, incluso dando por cierto, sin fundamen-
to alguno, que la metempsicosis fuese algo real, aún
quedaría por ver cómo constituiría una demostración
de la inmortalidad del alma humana. Porque es el caso
que si alguna vez la metempsicosis dejara de darse, no
podría ser prueba alguna de la inmortalidad del alma
propia del hombre, ya que esta inmortalidad exigi-
ría que la transmigración de cada una de las almas hu-
manas no dejara de darse en ninguna ocasión. Dicho de
otra manera: para que la metempsicosis sea posible es
necesario que el alma de cada hombre que muere so-
breviva, por donde viene, en suma, a resultar que la
transmigración de las almas humanas no condiciona
la inmortalidad de estas almas, sino que justamente
es esa inmortalidad lo que sería un imprescindible re-
quisito para la transmigración infinitamente reiterable.
***
105 Cf. Teorfa del objeto puro, ed. cit., pp. 442-443.
158
Gorgias, Fedón, República, Fedro y Timeo son las
obras platónicas más relevantes para la cuestión de
la inmortalidad del alma humana. -Veamos por se-
parado lo que en cada una de ellas se nos dice acerca
de esta cuestión y tratemos de ver si los argumentos
respectivos tienen algún valor para probar que las al-
mas humanas son realmente inmortales.
En el Gorgias pone Platón en boca de Sócrates,
que conversa con Caliclés, un mito, diciéndole a su
interlocutor: «Así, pues, escucha lo que se suele lla-
mar una bella historia, que tú tomarás por un cuento
y que yo tengo por una historia verdadera: en cali-
dad de verdaderas te ofrezco las cosas de las que voy
a hablarte. [... ] Desde el tiempo de Crónos, y todavía
hoy, entre los dioses existe para los hombres una ley,
por la cual el que muere tras una vida enteramente
justa y santa va después de su muerte a las islas de
los Bienaventurados, donde habita a cubierto de to-
dos los males, en una felicidad perfecta, mientras
que el injusto e impío va al lugar de la expiación y
del castigo, llamado el Tártaro» 106•
La primera de las observaciones que aquí deben
hacerse es que en este relato no se habla de las almas
humanas, sino de los hombres, aunque de ellas cabe,
no obstante, decir que están implícitas en la mención
106 «'Ax:oue oi], cjlaaí, JláA.a K<XAoU A.óyou, ov <ri> J!ÉV 1Í'YTÍO'IJ JlU-
eov, cix; Éyro OtJl<Xt, Éyro M A.óyov· cix; aA.Tleíi yap OV'ta O'Ot A.É~ro a
J!ÉA.A.ro AÉ'YEtV. [ ... ]"'Hv otív VÓJloc; OOE 7tEpt av6pcónrov É1tt Kpó-
VOU, x:a\. ae\. vuv E'tt E<rttV ÉV eeoic;, 'tcOV av6pcónrov 'tOV JlEV Ot-
x:aíroc; 'tOV ~íov oteA.6óV'tat x:a\. óaíroc;, ÉnetMv 'tEAEU'tTÍO'IJ, de;
Jl<XKáprov vtíaouc; amÓV't<X oix:Eiv ÉV 1tá01J EUO<XtJlOVÍQ ÉK'tóc;
K<XKcOV, 'tOV M aoí x:roc; x:a\. a6Éroc; de; 'tO ñic; 'tÍGEcix; 'tE x:a\. oíKTlc;
OEa¡.tffi'tTÍptov, o 011 Táp'tapov x:aA.oumv, iÉvat», 523 a 1 - b 5.
159
de éstos, sobre todo teniendo en cuenta las referen-
cias a la justicia y la injusticia, la santidad y la im-
piedad, que evidentemente no son determinaciones
de carácter corpóreo. Pero en el relato de Sócrates
no aparece ningún razonamiento que demuestre la
inmortalidad del alma humana. Sócrates afirma que
él tiene por verdadera la bella historia de su relato,
pero no dice por qué la juzga verdadera. Así, pues,
en el Gorgias la inmortalidad del alma humana es
sostenida por Platón apoyándose sólo en que la
afirma (no en que la prueba) Sócrates, lo cual es a
todas luces una pobre argumentación.
***
El Fedón presenta cuatro argumentaciones en fa-
vor de la inmortalidad del alma humana.
a) La primera se apoya inicialmente en una anti-
gua tradición según la cual «allá abajo [se refiere al
Hades] están las almas que allí han llegado desde
aquí y vuelven aquí mismo renaciendo de quienes
han muerto( ... ). Pues no podría haber nuevo naci-
miento para almas que no existieran» 107•
Para dar mayor fuerza al argumento, aborda la
cuestión de si no sólo los hombres sino también los
demás animales y las plantas o, dicho en general, to-
dos los seres que nacen provienen de su contrario en
107 «l:KE'IfCÓJ.LE6a OE a'Ó'tO 't'ÍjOE 1t1J, eh' apa EV 'í\toou eiat V ai.
160
el caso de que lo tengan 108 • Y después de presentar
una serie de ejemplos muy diversos, dice: «Mante-
nemos este principio universal de toda generación:
que las cosas nacen de las que les son contrarias» 109 •
El pensamiento de que las cosas nacen de las que
les son contrarias lleva a Platón a la tesis de la circu-
laridad de las generaciones, i.e. a la afirmación de
que lo proveniente de lo que le es contrario se com-
porta, a su vez, como aquello de lo que después ese
contrario proviene. Esta tesis es prolijamente repe-
tida y ejemplificada por Platón desde 71 a 8 hasta 72
a 3, donde concluye que no menos proceden de los
muertos los vivientes que de los muertos los muer-
tos, y que ello es suficiente indicio de la necesidad
de admitir que las almas de los muertos existen en
alguna parte y que desde allí vuelven a nacer 110 •
Y después de rechazar 111 la hipótesis de la no cir-
cularidad de las generaciones de los contrarios, Pla-
tón insiste en que los vivientes proceden de los
muertos y en que las almas de los muertos tienen una
existencia 112, añadiendo que la suerte de las almas
buenas es mejor, y peor la de las malvadas.
161
Críticamente, alega con acierto K. Pdichter, se ha
de reparar aquí en que la tesis de que todos provie-
nen de un contrario no es sostenible (lo sano no ne-
cesita provenir de lo enfermo, ni lo recto de lo
curvo), y también se ha de reparar en que el argu-
mento derivado de la imposibilidad del tránsito de la
vida a la muerte presupone la todavía no demostrada
homogeneidad del alma, pues un alma compuesta
puede descomponerse en sus elementos integrantes,
y en consecuencia, dejar para siempre de existir,
pero sus elementos integrantes, en composición con
los de otras almas, son aprovechados para la produc-
ción de un nuevo viviente 113 •
~) Otra argumentación que en el Fedón se pro-
pone para la inmortalidad del alma humana es la que
apela a la doctrina platónica de la anamnesia o remi-
niscencia. «Nuestro aprender no es quizá otra cosa
que un recordar, y así, en conformidad con ello, es
necesario que en un tiempo anterior hayamos sido
instruidos de aquello de lo cual ahora nos acorda-
mos. Mas esto sería imposible si nuestra alma no hu-
biera estado en alguna parte antes de tomar por la ge-
neración esta forma humana. Por consiguiente, de
113 «Kritisch ist hier zu bemerken, dass die These, alles entstehe
aus seinem Gegenteile nicht haltbar ist (Gesundes braucht nicht aus
Krankem, Gerades nicht aus Krummem zu entstehen), und dass das
aus der Unmoglichkeit des einseitigen Übergangs vom Leben zum
Tode hergeleitete Argument die noch nicht beweisene Einheitlich-
keit der Seele voraussetzt. Denn eine zusammengesetzte Seele
kann sich in ihre Bestandteile auflosen und damit für immer autho-
ren zu existieren, ihre Bestandteile aber in Zusammenführung mit
denen anderer Seelen zur Schopfung eines neuen lebendigen ver-
wendet werden», op. cit., p. 266.
162
esta manera es verosímil que nuestra alma sea in-
mortal» 114 •
Literalmente tomado, el argumento no suministra
la certeza de una verdad propiamente dicha, sino ex-
clusivamente algo verosímil o probable. Para ser una
prueba suficiente de la inmortalidad del alma humana
necesita complementarse con la demostración de que
realmente el aprender es en el hombre un recordar115 •
Tal demostración existe, y en espléndida forma. Los
hombres sometidos a un interrogatorio bien llevado
dicen por sí mismos (sin que nadie les ayude) lo que
acertadamente se ha de responder, y si no hubiese en
ellos un conocimiento intelectivo y un recto juicio se-
rían incapaces de dar esas respuestas 116 •
La necesidad del recto juicio (op8ó<; A.óyo<;) para
dar esas respuestas adecuadas es cosa bien evidente,
mas con ello no se demuestra la inmortalidad del
alma humana (ni Platón lo pretende). En cambio, la
necesidad del conocimiento intelectivo (afirmada
u
1t0t, eav n¡;; x:aA.<il<; EpiD'tQ, aU'tOt A.éyo'\JO't 1taV'ta EX,Et. Kaí 'tOt,
Ei ¡.ti] E'túyxavev autoi¡;; E1tt<mÍil11 EVOUO'a Kat ópeo¡;; A.óyo¡;;, OUK
éiv otoí t'~aav 'tOU'tO notfí<mt>>, Fed6n, 73 a 5-8.
163
con la del recto juicio) es la necesidad de un saber
anterior, de lo cual se infiere que éste no es para ella
ningún requisito imprescindible, y así la muerte cor-
pórea no lleva consigo la anímica. Ahora bien, para
que esta argumentación fuese verdaderamente con-
cluyente habría de ser intachable la doctrina plató-
nica del conocimiento intelectivo (E1tt<J't1Í!l11) como
un saber posible para el hombre independientemente
de su cuerpo y, por lo mismo, con independencia,
también, respecto de todo conocimiento sensorial y
de los datos que con él se consiguen. Mas ninguna
de tales independencias es realmente demostrada por
Platón, sin que ello quiera decir que éste rechace, an-
tes por el contrario, inequívocamente admite, la ne-
cesidad de los datos sensoriales, aunque sólo como
recordatorios imprescindibles para que la anamnesia
acontezca. Pero es el caso que Platón rechaza toda
mediación de esos datos para el conocimiento inte-
lectivo que la anamnesia presupone, y de ningún
modo demuestra la imposibilidad de un conoci-
miento intelectivo que se logre abstrayendo de los
datos sensibles las esencias inteligibles que hay en
ellos 117 •
y) Admitiendo que nuestra alma exista antes de
que nazcamos, «queda por demostrar que incluso
después de nuestra muerte existirá no menos que an-
164
tes de nuestro nacimiento» 118 • «Mas esa demostra-
ción -dice el Sócrates platónico a sus interlocuto-
res Simmias y Cebes- ya la tenéis en el supuesto
de que consintáis en unir en uno solo este argumento
[se refiere al de la anámnesis] y el de que todo lo que
vive nace de lo muerto» 119 •
Frente a este razonamiento se ha de observar que
la unión de los argumentos ya expuestos en a) y ~)
da lugar tan sólo a la recíproca complementación
meramente cronológica de lo prenatal y lo postmor-
tal, no a una mutua superación de las insuficiencias
de uno y otro argumento. La suma de éstos deter-
mina la unión de sus insuficiencias, no la efectiva
corrección de unas por otras.
o) Su desarrollo comprende desde 78 b 9 hasta 80
e 2, y su primer paso consiste en admitir que sólo lo
que es compuesto se puede descomponer y así extin-
guirse120. En un segundo paso se sostiene que lo que
siempre se comporta del mismo modo es verosímil-
mente lo no compuesto, mientras que lo compuesto
es lo que se comporta unas veces de un modo y otras
de otro 121 . En su tercer paso se afirma que lo que va-
165
ría en su comportamiento es sensorialmente cognos-
cible, mientras que los que se mantienen idénticos
no pueden conocerse nada más que en la reflexión
del pensar 122 • Y en un cuarto paso se repite que el
alma es cosa invisible 123 •
Así, pues, el alma humana, no pudiendo ser sen-
sorialmente cognoscible, tampoco puede cambiar en
su modo de comportarse, pues todo lo sensorial-
mente cognoscible se comporta unas veces de un
modo y otras de otro, lo cual se debe a que es algo
compuesto, de donde resulta que se puede descom-
poner y así extinguirse, mientras que el alma hu-
mana no se puede descomponer, por no ser algo
compuesto, según se infiere de las características
que a lo compuesto se atribuyen en los pasos se-
gundo y tercero ya expresamente consignados.
La insuficiencia de este intento platónico de pro-
bar la inmortalidad del alma humana se echa de ver
al advertir que el hecho de que todo lo sensorial-
mente captable sea compuesto no demuestra que
todo lo compuesto sea sensorialmente captable, con
lo cual es posible que algo que escapa a nuestro co-
nocimiento sensorial no se halle libre de composi-
ción, ni tampoco, por tanto, de descomposición
como forma de extinguirse o deshacerse. (Y a esto
cabe añadir que la necesidad de ser compuesto para
poder cambiar no demuestra, por sí sola, que lo que
122 <<ÜUKo'iív toútrov ¡.tE:v Kdv d'lfato Kav lome; Kav taic; dV..mc;
ÓpatÓV» 79 b 12-13.
166
no puede cambiar no puede ser compuesto ni tam-
poco, por tanto, llegar a descomponerse.)
E) Este argumento se resume en el siguiente es-
quema: el alma, que es lo que hace que el cuerpo
esté vivo 124 no puede recibir en sí lo contrario a lo
que ella aporta (o sea, no puede recibir en sí la
muerte) 125 ; por tanto, el alma es inmortal 126. -Y es
indudable que, mientras existe, no puede el alma re-
cibir en sí la muerte, pero esto no prueba la imposi-
bilidad de que el alma deje de existir (o sea, no cons-
tituye ninguna demostración de que el alma sea
inmortal).
***
La argumentación que en la República se presenta
a favor de la inmortalidad del alma humana empieza
propiamente con la definición del mal y del bien: el
mal es lo que merma y destruye, mientras que el bien
es lo que conserva y conforta 127 • A continuación se
establece la tesis de que hay un bien y un mal para
cada cosa 128• Y después de otras consideraciones tan
prolijas como innecesarias, y tras haberse afirmado
que para el alma hay algo que la hace mala y que en
124 «' A7toKpÍVO'\l oi¡, ~ o' oc;, qí dv 'tt E'Y'YÉVE't<Xt crcó¡.tan l;rov
608 e 6- 609 a 5.
167
ese caso están sus vicios 129 , se rechaza que la injusti-
cia y los demás vicios desnaturalicen al alma, la co-
rrompan y la lleven a la muerte 130. Y así la inmortali-
dad del alma queda, en conclusión, radicalmente
mantenida frente a todo razonamiento que la niegue,
porque «si algo no muere ni por un mal que le es
propio, ni por otro que le es ajeno, es patente que
siempre ha de existir y que, si siempre existe, es in-
mortal»131.
No cabe que sea ésta una auténtica prueba de la
inmortalidad del alma humana, porque el concepto
general del mal como lo corruptor y destructivo de
aquello a lo cual afecta (según aparece en el primero
de los textos citados) es palmariamente incompati-
ble con la tesis según la cual los males propios o pe-
culiares del alma humana -la injusticia y los demás
vicios morales- no hacen que ese alma deje de
existir, i.e. no hacen que muera.
***
La prueba que Platón aduce en el Fedro se resume
en la tesis de que aquello que se comporta como mo-
tor de sí mismo es inmortal, mientras que lo que
mueve como movido por otro es algo que deja de
129 «'l'uxil ap' OUK E<rttV ó 1tOtEi auri¡v K<XKTÍV ( ... ) aotKÍ<X 'tE
168
existir cuando cesa el movimiento que lo pone en
acción 132, y se fundamenta esta tesis en que lo auto-
motor, por no poder abandonarse a sí mismo -o
sea, por no poder dejar de ser lo que él mismo es
esencialmente- no puede dejar de mover sin ser
movido; o sea, no puede dejar de vivir 133 •
El reparo que fundamentalmente debe hacerse a
esta prueba platónica estriba en que la evidente im-
posibilidad de que el alma deje de ser alma no de-
muestra la imposibilidad de que el alma deje de ser.
O lo que es igual: Platón tendría que haber demos-
trado, y no lo hace, que para ser principio intrínseco
de movimiento es necesario estar siempre mo-
viendo, por tanto, estar siempre siendo motor.
***
En el Timeo afirma Platón que «cuando un hom-
bre se ha entregado a la concupiscencia y los exce-
sos de la sensualidad, cuando abundantemente ha
practicado estos vicios, por necesidad todos sus pen-
samientos se hacen mortales; por tanto, él mismo
llega a hacerse enteramente mortal, en tanto que ello
169
es posible, y en él no queda más que lo mortal, por
haber sido tanto el desarrollo de esa parte suya. En
cambio, cuando en sí mismo un hombre ha cultivado
el amor de la ciencia y de los pensamientos verdade-
ros, cuando entre todas sus facultades la principal-
mente ejercida ha sido la de pensar en las cosas in-
mortales y divinas, ese hombre, si llega a tener
contacto con la verdad, es, sin duda, absolutamente
necesario que pueda gozar enteramente de la inmor-
talidad, en cuanto la naturaleza humana pueda partí-
cipar de ella. Porque incesantemente rinde un culto a
la divinidad, ya que siempre mantiene en buen es-
tado al Dios que habita en él, por lo cual es inevita-
ble que sea extraordinariamente dichoso» 134•
La radical insuficiencia de este texto platónico
está en la completa ausencia de justificación de la
necesidad, en él inequívocamente proclamada, de
que llegue a ser inmortal el hombre que ha vivido
dedicado a las cosas inmortales y divinas. Y aunque
no adoleciera de esa total carencia de justificación,
134 «Tci> J.J,Ev otív 1tepl. ta~ E:mOu¡.tía~ ii 1tepl. <j>tA.ovuda~ teA.eu-
170
ya señalada, este pasaje platónico serviría tan sólo
como prueba de la inmortalidad del alma de ciertos
hombres, no de la inmortalidad del alma humana en
general, y con independencia del comportamiento
moral del hombre al que en cada caso pertenece.
***
En los fragmentos de Aristóteles titulados Eude-
mos, Protrépticos y De la Filosofía se repiten, sin
ningún añadido o comentario de especial interés, al-
gunos de los razonamientos de Platón sobre la in-
mortalidad del alma humana, y se encuentran, por
tanto, justamente las mismas insuficiencias ya ad-
vertidas en el examen crítico de esos razonamientos.
(Las ideas más propias y originales de Aristóteles
acerca del alma humana y de su inmortalidad están
en el tratado que lleva el nombre de Ilept wuxf\<;, y
de ellas habremos de ocuparnos en su lugar oportuno
dentro de la Segunda Parte de este libro).
171
en que, no por haber dejado de vivir, han roto todo
contacto con los vivientes, entonces se ha de pensar
que esta opinión es verdadera» 135 • Y también: «Si el
consentimiento universal nos hace admitir que las
almas subsisten, es, en cambio, un método racional
lo que habrá que seguir para descubrir dónde viven
y cómo son» 136 •
El uso de los giros hipotéticos («si cuando hay
consentimiento universal...», «si en todo tiempo y
lugar los hombres convienen ... », «si el consenti-
miento universal nos hace admitir... ») no pasa de ser
en este caso un recurso al servicio de un pensa-
miento inequívocamente categórico. Así lo confirma
el hecho de que ya el propio Cicerón había conside-
rado como el argumento más poderoso en favor de
la inmortalidad de las almas el tácito juicio que la
naturaleza misma efectúa al hacer que todos los
hombres tengan la mayor preocupación por lo que
les ocurrirá cuando ellos mueran 137•
-Y Séneca: «Mucho crédito damos a lo que to-
dos los hombres creen, y es argumento de verdad
u tique sunt, consentiunt esse aliquid, quod ad eos pertineat, qui vita
cesserint, nobis quoque idem existimandum est», Tuscul. Quaest.,
1, 15 (Edic. Classiques Garnier, Paris, s.n., p. 37). -En mi versión
del original latino me atengo a la propuesta hecha por C. Appuhn
(en la mencionada edición Gamier).
136 «Permanere animas arbitramur consensu notionum omnium,
172
para nosotros el hecho de que todos crean lo mismo,
tal como inferimos la existencia de dioses porque,
entre otras cosas, esta opinión es común a todos los
hombres.( ... ) Cuando tratamos de la eternidad de las
almas no es poca la importancia que para nosotros
tiene el consentimiento de los hombres, los cuales
temen o reverencian a los dioses de los infiernos» 138•
***
El consentimiento universal, afirmado por Cice-
rón y por Séneca, no es verdaderamente universal si
por tal cosa se entiende que no hay ningún hombre
(en ningún lugar, ni en ningún tiempo) que real-
mente no lo comparta. No es cierto que todos los
hombres admitan que sus almas son inmortales, y ni
siquiera admiten todos los hombres la existencia de
almas humanas. -Por lo demás, en la mejor de las
situaciones (i.e. cuando en verdad no tenga quien
discrepe de él) lo que el consentimiento universal
genera es la fe, no la ciencia, dado que ésta requiere
la evidencia mediata, la que se obtiene por demos-
tración.
***
173
Además de la que recurre al consentimiento uni-
versal hay en Séneca otra explicación de la inmorta-
lidad del alma: «Así como la llama no puede ser
aplastada( ... ); así como el aire no puede ser herido ni
dividido( ... ); de la misma manera el alma, hecha de
algo extremadamente sutil, no puede quedar apresada
ni triturada dentro de un cuerpo. ( ... ) Entonces hay
que preguntarse si puede ser inmortal. Al menos, ten
esto por cierto: Dado que sobrevive al cuerpo, y en
virtud de ello no perece, nada podría triturada, ya que
una inmortalidad restringida no es concebible y por-
que nada es perjudicial a lo etemo» 139 •
Tampoco este argumento es válido, porque el so-
brevivir al cuerpo hace imposible el dejar de ser
cuando éste muere, pero no, en cambio, el dejar de
ser en algún tiempo ulterior. (Por lo demás, el estar
hecha de algo extremadamente sutil no significa lo
mismo que no ser, en modo alguno, un cuerpo, sino
que implica justamente el serlo y, en consecuencia,
la posibilidad de corromperse).
§ 3. LA POSICIÓN DE PLOTINO
modum aer (... )non laeditur, nec scinditur quidem ( ... ) sic anima,
qui ex tenuissimo constat deprehendi non potest, nec intra corpus
affligi ( ... ) itaque de illo quaerendum est, an possit immortalis esse.
Hoc quidem certum habe: Si superatus est corpori, propter quod
non perit, proteri illum nullo genere posse, quoniam nulla inmorta-
litas cum exceptione est ne quidquam nocivum aeterno est», Epist.
ad Luc., ep. 57 (p. 69 en la edic. Les Belles Lettres, París 1963).
174
alma hace Plotino, la que más propiamente viene al
caso es la expresada en los siguientes términos: «Todo
lo que para existir ha de ser un compuesto se descom-
pone de una manera natural en sus propios compo-
nentes. Ahora bien, el alma es una naturaleza unitaria
y simple, cuya existencia es vida. En consecuencia,
no perecerá. -Si se divide, perece por división y
fragmentación. -Mas no es una masa, ni tiene canti-
dad( ... ). ¿Llegará a destruirse por alteración? -¿Pero
la alteración, cuando es destructiva, suprime la forma
dejando la materia, lo cual no ocurre nada más que
en lo que de ellas se compone. Por consiguiente, si
no puede ser destruída de ninguna de esas maneras,
es necesariamente indestructible» 140 •
Este razonamiento de Plotino es incorrecto por-
que contiene una premisa errónea: la tesis de que so-
lamente lo compuesto de materia y de forma puede
ser destruido. La invalidez de semejante tesis se echa
de ver cuando se repara en estas dos cosas: a) que el
alma del animal irracional no se compone de mate-
ria y forma, sino que es forma tan sólo (aunque in-
serta en una materia); b) y, sin embargo, el animal
irracional tiene un alma que deja de existir cuando
muere el cuerpo al cual informa. Lo segundo se en-
175
tiende con toda claridad a la luz de una de las expli-
caciones que da Santo Tomás de por qué las almas
de los animales irracionales no son inmortales. La
explicación a la que me refiero empieza recordando
que «ninguna operación de la parte sensitiva puede
ser sin que el cuerpo intervenga» (según ha probado
en los Capítulos 66 y 67 del Libro 11 de la Sum. Cont.
Gent.). «Ahora bien, prosigue Santo Tomás, en las al-
mas de los animales irracionales no se da ninguna
operación superior a las de la parte sensitiva, ya que
ni entienden ni razonan, lo cual se hace patente por el
hecho de que todos los animales de la misma especie
operan del mismo modo, como movidos por la natu-
raleza y no como operativos según alguna técnica;
pues toda golondrina hace el nido de la misma ma-
nera, y toda araña hace su tela del mismo modo. Así,
pues, ninguna operación del alma de los animales
irracionales puede realizarse sin el cuerpo. Por tanto,
como quiera que toda sustancia tiene alguna opera-
ción, no es posible que sin el cuerpo del animal exista,
y, en consecuencia, perece al perecer el cuerpo» 141 •
Que toda sustancia tenga alguna operación -tal
como se afirma en este texto- es cosa que no puede
141 <<lam enim ostensum est quod nulla operatio sensitivae partis
esse sine corpore potest. In animabus autem brutorum non est inve-
nire aliquam operationem superiorem operationibus sensitivae par-
tis: non enim intelligunt neque ratiocinantur. Quod ex hoc apparet,
quia omnia animalia eiusdem speciei similiter operantur, quasi a
natura motae et non ex arte operantes: omnis enim hirundo simili-
ter facit nidum, et omnis aranea similiter telam. Nulla igitur est
operatio animae brutorum quae possit esse sine corpore. Cum igi-
tur omnis substantia aliquam operationem habeat, non poterit
anima bruti absque corpore esse. Ergo, pereunte corpore, perit»,
Sum. Cont. Gent., Lib 11, cap. 32.
176
sorprenderle, en cuanto dicha por Santo Tomás, a
quien esté enterado de que el Aquinate analiza el ser
y el operar o actuar, de tal suerte que su mutua vin-
culación se expresa en dos aserciones capitales: ope-
rari sequitur esse y omne ens est propter suam ope-
rationem. -Respecto de la primera, pienso que es
conveniente subrayar que la plenitud de su sentido
no se agota en la afirmación de que el modo de obrar
depende del modo de ser, sino que incluye el pensa-
miento de que el ser sin el obrar (sin ninguna activi-
dad u operación) es imposible; y en lo que atañe a
que todo ente tiene su finalidad en la operación que
le es propia, también conviene advertir que no se
trata sólo de que la peculiar operación de cada ente
es la finalidad propia de él, sino que en general el
operar es la finalidad misma del ser.
Ello no obstante, si a pesar de estas explicaciones
algún lector no acaba de convencerse de que nin-
guna sustancia existe sin tener ninguna operación o
actividad, puede bastarle, para los efectos que aquí
importan, la consideración de que la vida es acción
inmanente (en el sentido ya expuesto en el § 1 del
Cap. 1) y que el alma es principio intrínseco de vida
(vid. § 2 y§ 3 del Cap. 11).
***
Ciertamente, Plotino admite el carácter intelectivo
del alma propia del hombre (aunque también lo atri-
buye a la que él y otros denominan el alma del
mundo), pero no se apoya en ese carácter intelectivo
para demostrar que al alma humana le es imposible
morir. ¿Podría haberse valido de la afirmación de ese
177
mismo carácter, utilizándola como una premisa para
demostrar la inmortalidad del alma humana, tal
como otros pensadores lo han hecho? Sin duda al-
guna, pero el caso es que él no lo hace, limitándose a
ver en la intelectividad del alma humana una prueba
de que ésta es incorpórea y de que, por tanto, no es
ningún compuesto, siéndole así imposible el perecer
por separación de la materia y la forma. Con lo cual,
en definitiva, Plotino incurre en la falta que ya ha
quedado arriba señalada.
178
-No puedo negarlo. -Y si la verdad misma pe-
rece, ¿no será verdadero que ha perecido la verdad?
-¿Quién lo negaría? -Mas lo verdadero no puede
existir si la verdad no existe. -Hace poco lo admití.
-Por consiguiente, de ninguna manera perecerá la
verdad» 142 •
Las dos principales conclusiones, fundamental-
mente solidarias, que este texto contiene son: a) que
la verdad subsiste, aunque el mundo perezca; b) que
si la verdad misma perece, no dejará de ser verdad
que ha perecido. Por lo que a lo primero se refiere,
debe observarse que la extinción del mundo no
puede ser ni verdadera ni falsa para las almas huma-
nas que hubieran estado en él, ya que podría admi-
tirse que esas almas también se han extinguido,
salvo que ya se hubiese demostrado que son impe-
recederas, cosa que todavía no se ha hecho en esta
parte de la argumentación agustiniana. Y por lo que
atañe a la paradójica inferencia de que si la verdad
misma pereciese, habría de ser verdadero que ella
ha perecido, se ha de observar que si la verdad pe-
rece, no puede haber nada falso, ni tampoco nada
142 «Si manebit semper mundus iste, verum est mundum semper
179
verdadero. N o puede haber nada falso, porque lo
falso se opone a lo verdadero, y esa oposición es
imposible si ha perecido toda auténtica verdad; y si
toda auténtica verdad ha perecido, tampoco puede
haber nada que sea efectivamente verdadero, por no
haber ninguna verdad, ni tan siquiera la de que la
verdad ha dejado de ser.
Pasemos ahora a la segunda de las dos tesis se-
ñaladas en el comienzo de este mismo § 4, a saber,
la inferencia de la inmortalidad del alma humana.
«Si siempre permanece lo que pertenece a un su-
jeto, es necesario que éste siempre permanezca. Y
toda disciplina está en el alma que es el sujeto de
ella. Por tanto, es necesario que el alma perma-
nezca siempre, si siempre permanece la disciplina.
Ahora bien, la disciplina es verdad, y tal como la
razón lo demuestra al comienzo de este Libro, la
verdad siempre permanece. Así, pues, el alma per-
manece siempre» 143 •
La premisa mayor de este razonamiento es inta-
chable, puesto que el sujeto en el que algo se da no
puede dejar de ser, si lo que de él así depende sigue
realmente siendo. Pero la conclusión final no es vá-
lida porque se apoya en la perpetuidad de la verdad
según el modo en que esta perpetuidad quedó infe-
rida en el Cap. 11 del Libro 11 de los Soliloquios, y
180
que ya arriba quedó descalificada en tanto que infe-
rida de ese modo.
***
Como una cierta prolongación y recordatorio de
los Soliloquios escribió San Agustín un opúsculo
que lleva el título De immortalitate animae. Acerca
de este opúsculo dirá San Agustín: «Después de los
Soliloquios, habiendo regresado ya del campo a Mi-
lán, escribí un libro Sobre la inmortalidad del alma,
con el fin de que me valiese como recordatorio para
acabar los Soliloquios, que no estaban completos. Y
no sé de qué modo, contra mi voluntad cayó en ma-
nos de los hombres y es nombrado entre mis opúscu-
los. Tan oscuro es por los rodeos de los razonamien-
tos y por la brevedad, que incluso fatiga mi propia
atención y yo mismo apenas lo entiendo» 144•
Como una prolongación de algo ya mantenido en
los Soliloquios pueden tomarse las declaraciones
que hace San Agustín cuando sostiene: «Si la disci-
plina es algún sitio, y no puede ser sino en algún vi-
viente, y si siempre es, y si aquello en lo que algo
siempre es no puede no ser siempre, entonces siem-
181
pre vive aquello en lo cual la disciplina es ( ... ). Y la
disciplina es siempre( ... ). Además, nadie puede ra-
zonar rectamente sin la disciplina ( ... ); es disciplina
la ciencia de cualquier clase de cosas. Así, pues, el
alma humana vive siempre» 145 •
Y he aquí la objeción que lógicamente debe ha-
cerse al enlace, afirmado por San Agustín en estepa-
saje, entre la disciplina, la ciencia y el razonamiento:
si toda disciplina es una ciencia, y sin disciplina -o
sea, sin ciencia de ninguna clase- es imposible ra-
zonar rectamente, será menester negar que la ciencia
sea efecto del razonamiento recto, ya que se admite,
ya que se habría admitido que ocurre justamente lo
contrario. Pero ¿puede haber ciencia humana sin ra-
zonar rectamente? Indudablemente, no: porque la
ciencia humana no es, en tanto que humana, un sa-
ber que se obtiene por pura y simple intuición.
145 «Si alicubi est disciplina, nec esse nisi in eo quod vivit po-
test, et semper est, neque quidquam in quo quid semper est potest
esse non semper; semper vivit in quo est disciplina.( ... ) Item sem-
per est disciplina.( ...) ltem nemo sine disciplina recte ratiocinatur.
( ...) Est ( ...)disciplina quarumcumque rerum scientia. Semper igi-
tur animus humanus vivit>>, De Immortalitate Animae, 1, 1, en op.
cit., T. 39 (Madrid 1988), pp. 16-17.
182
siodoro prefiere el que está basado en la concepción
del hombre como imagen y semejanza de Dios:
«Autores de escritos seculares demuestran, de varios
modos, que son inmortales las almas [se refiere a las
de los hombres] ( ... ).Pero nosotros probamos fácil-
mente por lecciones verídicas, que esas almas son
inmortales. Porque como leemos que están hechas a
imagen y semejanza de su autor, ¿quién se atreverá a
decir, oponiéndose a la autoridad santa, que son
mortales? ( ... )¿Pues cómo podría existir imagen y
semejanza de Dios en lo que se encierra en el límite
de la muerte?» 146 •
En completo paralelismo y punto menos que en
cabal identidad con Casiodoro, argumenta Rábano
Mauro la inmortalidad del alma humana: «Que es in-
mortal se comprueba de varios modos. Pues según
los filósofos todo lo que en sí vive y vivifica a otro
es inmortal.( ... ) Hay también otras proposiciones de
los filósofos con las que se demuestra que es inmor-
tal el alma y cuya enumeración no es necesaria en
gracia a la brevedad. Pero los nuestros (se refiere,
por supuesto, a los cristianos) prueban la inmortali-
dad del alma humana con asertos verídicos. Porque
el alma está hecha a imagen de Dios. ( ... ) Mas de
ningún modo podría estar hecha a imagen y seme-
183
janza de Dios si fuese mortal. Pues por ser inmortal
es semejante a Dios» 147 •
La argumentación es defectuosa, en primer lugar,
porque no prueba filosóficamente (i.e. con el solo re-
curso de la razón humana natural, sin beneficiarse
de ningún dogma revelado) que en efecto el hombre
está hecho a imagen y semejanza de Dios. La de-
mostración pura y simplemente filosófica de que
Dios ha hecho al hombre a imagen y semejanza de
Él, es ciertamente posible, pero ni Casiodoro ni Rá-
bano Mauro la efectúan.
Y, en segundo lugar, tampoco Casiodoro y Rábano
Mauro demuestran filosóficamente que el estar hecho
el hombre a imagen y semejanza de Dios lleve con-
sigo la inmortalidad del alma humana. No por ser Dios
inmortal ha de ser inmortal también el alma propia del
hombre, de la misma manera, v.gr., en que no por ser
Dios inmutable y omnipotente ha de ser también in-
mutable y omnipotente el alma del hombre en tanto
que éste está hecho a imagen y semejanza de Dios.
(Las mismas objeciones deben hacerse también a
Aldier de Clairvaux por argumentar -en su De spi-
ritu et anima, cap. XVIII, ed. Migne- de la misma
manera que Casiodoro y Rábano Mauro).
184
§ 6. UN ARGUMENTO DE GóMEZ PEREIRA
185
La insuficiencia radical de esta argumentación
consiste en una errónea estimación del poder del ins-
trumento justamente en cuanto instrumento. Lo que
como tal se comporta no actúa exclusivamente en
virtud del poder que en sí mismo tiene con indepen-
dencia de la causa a la cual está subordinado, sino
que recibe de esta causa -la llamada causa princi-
pal- otro poder que le permite obtener lo que sin él
no podría conseguir. Así, v.gr. el pincel que Veláz-
quez utilizó para pintar el cuadro de «Las Meninas»
no habría podido pintarlo por sí solo, sin la potencia
que le confería Velázquez al usarlo como instru-
mento. Análogamente, el cuerpo -más en concreto,
una de sus partes, el ojo- no es capaz por sí solo de
efectuar la operación visiva, pero la lleva a cabo ins-
trumentalmente en virtud del poder que el alma sen-
sitiva le confiere.
Dos observaciones complementarias: a) la nutri-
ción no la efectúa ningún órgano corpóreo sin la po-
tencia que el alma (en el caso de las plantas, el alma
vegetativa) le confiere al usarlo como una causa ins-
trumental: si así no fuera, se nutrirían todos los cuer-
pos (los inanimados también); b) la intelección que
186
el hombre lleva a cabo no exige que alguna parte del
cuerpo intervenga como causa instrumental, lo cual
se debe a la esencial diferencia entre el sentir y el en-
tender (cf. § 4 del Cap. IV, si bien tendremos que
volver sobre este punto al considerar las pruebas su-
ficientes de la inmortalidad del alma humana).
149 <<Aprés l'erreur de ceux qui nient Dieu ( ... ), il n'y en a point
187
Hay en este pasaje inicialmente un tratamiento
moral de la cuestión al enlazarlo -bien que sin ex-
plicarlo de una manera cabal- con la repercusión
que en el comportamiento humano tiene la creencia
en la igualdad natural del alma del hombre y la de
los animales carentes de entendimiento. Mas lo que
aquí fundamentalmente más importa es el doble ra-
zonamiento cartesiano según el cual, por un lado, la
independencia respecto del cuerpo le impide a nues-
tra alma el llegar a morir con él, y, por otro lado, el
hecho de que no veamos otras causas destructivas
del alma del hombre nos lleva naturalmente a juz-
garla inmortal.
Por lo que atañe a la conclusión cartesiana de que
la independencia respecto del cuerpo le impide a
nuestra alma el morir con él, son procedentes dos
objeciones: 1a que lo que esa independencia impide
es que el alma muera por morir el cuerpo, no que
muera cuando éste muere; 2a la supervivencia res-
188
pecto del cuerpo no dejaría de darse si nuestra alma
muriese algún tiempo (no importa si poco o mucho)
después de que el cuerpo hubiese ya muerto.
Y a propósito de la otra conclusión -la de que no
vemos otras causas destructivas del alma- cabe ob-
jetar que el no verlas no es lo mismo que ver la im-
posibilidad de que las haya, y tan sólo esto último
tendría un auténtico valor demostrativo en el caso
que nos ocupa.
***
«Absolutamente todas las sustancias o cosas -es-
cribe en otra ocasión Descartes- que para existir
deben ser creadas por Dios, son, por su naturaleza,
incorruptibles, y nunca pueden dejar de ser sin que-
dar aniquiladas por negarles el mismo Dios su con-
curso»150.
-Contra esta argumentación se alza la tesis de
que Dios no niega su concurso a lo que Él mismo
crea dotándolo de una naturaleza inmortal. Y la ra-
zón de esta tesis es que su negación exigiría que
Dios se opusiera a sí mismo, según habría de ocurrir
para que quisiera que lo que Él mismo ha querido
que naturalmente sea inmortal pierda el ser y por
tanto la vida.
***
150 <<Ümnes omnino substantias sive res quae a Deo creari de-
189
Lo que acabo de exponer es también aplicable al
cartesiano (y agustiniano) Malebranche, cuando ar-
gumenta del siguiente modo: «Os confieso que, en
la muerte, Dios puede aniquilar nuestras almas; pero
la inmortalidad de éstas se encuentra suficiente-
mente demostrada cuando se ha probado que son
sustancias distintas del cuerpo, porque la aniquila-
ción de las sustancias es naturalmente imposible» 151 •
-Que Dios pueda, como Malebranche admite, ani-
quilar el alma, significa que puede quitarle el ser, lo
cual es tanto como quitarle la vida, dado que el ser
de lo viviente es vivir, y el morir es la pérdida de
éste. Mas no se trata, en verdad, de que únicamente
Dios pueda hacer que el alma humana muera, sino
de que ni siquiera Él puede hacerlo, porque ello, se-
gún ya arriba se argumentó contra Descartes, exigi-
ría que Dios se opusiera a sí mismo.
§ 8. LA INTERPRETACIÓN DE SPINOZA
151 «Je vous avoüe qu'a la mort Dieu peut anéantir nos ames;
190
necesario, que pertenece a la esencia de la Mente hu-
mana. Pero a la Mente humana no le atribuimos nin-
guna duración temporalmente definible sino en tanto
que expresa la existencia actual del Cuerpo humano,
la cual se explica por la duración y se define por el
tiempo; o sea, no le atribuimos duración nada más
que mientras dura el Cuerpo. Sin embargo, como lo
que con eterna necesidad se concibe por la esencia
misma de Dios es algo, necesariamente será eterno
ese algo que pertenece a la esencia de la Mente» 152 •
No explica Spinoza en qué consiste ese algo que,
según él, existe en la esencia de la mente humana y
que expresa la esencia del Cuerpo del hombre. A ese
algo le atribuye la índole de eterno, la misma que con-
viene al concepto o idea que del cuerpo humano hay
necesariamente en Dios, de donde vendría a resultar
que en la mente humana hay algo eterno, por ser
eterno el concepto que Dios tiene del cuerpo humano.
Y si en la mente humana hay algo eterno, ¿qué es lo
que en ella habría que no lo fuese? La pregunta se jus-
152 <<Mens humana non potest cum corpore absolute destrui, sed
191
tifica por la bien clara razón de que «algo» no es idén-
tico a «todo» (en este caso, ese todo sería la totalidad
de la mente humana, o, mejor, de su esencia).
Por otra parte, en el Escolio que de una manera in-
mediata subsigue al texto en cuestión afirma Spi-
noza que «sentimos y experimentamos que somos
eternos» 153 • Mas lo que así ha de entenderse por
«sentir» y «experimentar» es cosa sobremanera ex-
traña y que no se corresponde en modo alguno con
la acepción habitual de estos vocablos. La demostra-
ción, que Spinoza propone, de que en la esencia de
la mente humana hay algo eterno no sería necesaria,
ni tampoco, en verdad, sería posible, si en la acep-
ción habitual del «sentimos» y el «experimentamos»
nos captásemos a nosotros mismos -y no tan sólo a
nuestras propias mentes- como eternos.
Y, en fin, el panteísmo de Spinoza obligaría a ex-
cluir de la mente humana todo error, juntamente con
todos los actos humanos moralmente incorrectos, ya
que en definitiva habría que atribuirlos a la propia
Divinidad, la única sustancia que el panteísmo spi-
noziano admite y a la que, por tanto, sería menester
pensar como sujeto último de todas las realidades
dependientes.
§ 9. LA EXPLICACIÓN DE LEIBNIZ
192
cía somos conducidos, y que, en el rigor de las ex-
presiones metafísicas, estamos en una cabal inde-
pendencia respecto del influjo de todas las demás
criaturas. Lo cual pone en una maravillosa claridad
la inmortalidad de nuestras almas y la conservación
siempre uniforme de nuestra individualidad, perfec-
tamente bien regulada por su propia naturaleza, al
abrigo de todos los accidentes que provengan de
fuera, cualesquiera que fueran las apariencias con-
trarias. Ningún sistema ha puesto nunca nuestra ele-
vación en una evidencia mayor. Todo espíritu, al ser
como un mundo aparte, autosuficiente, indepen-
diente de cualquier otra entidad creada, englobante
de lo infinito, expresivo del Universo, es tan dura-
dero, tan subsistente y tan absoluto como el mismo
Universo de las criaturas» 154
Así, pues, lo que según Leibniz «pone en una ma-
ravillosa claridad la inmortalidad de nuestras almas»
es nuestra completa independencia respecto del in-
154 <<( ••• ) au lieu de dire que nous ne sommes libres qu'en appa-
rence ( ... ), il faut dire plutot que nous ne sommes entrainés qu'en
apparence, et que dans la rigueur des expressions métaphysiques,
nous sommes dans une parfaite indépendance a l'égard de l'in-
fluence de toutes les autres créatures. Ce qui met encore dans un
jour merveilleux l'immortalité de notre ame, et la conservation tou-
jours uniforme de notre individu, parfaitement bien réglée par sa
propre nature, a l' abri de tous les accidens de déhors, quelque ap-
parence qu'il y ait du contraire. Jamais systeme n'a mis notre élé-
vation dans une plus grande évidence. Tout esprit étant comme un
monde a part, suffisant a lui-meme, indépendant de toute autre créa-
ture, enveloppant l'infini, exprimant l'Univers, est aussi durable,
aussi subsistant, et aussi absolu que l'Univers meme des créatu-
res>>, Systeme nouveau de la nature et de la communication des
substances, § 16, en Gottfried Wilhelm Leibniz Opera Philosophica
(instruxit J.E. Erdmann, Scientia Verlag Aalen 1974), p. 128.
193
flujo de las demás criaturas. Ahora bien, ¿es cierta
esa completa independencia? ¿No dependemos, en
manera alguna, del influjo de los otros seres crea-
dos? La experiencia de nuestra propia vida nos pone
de manifiesto que en no pocas ocasiones influye en
nuestro comportamiento la actividad que sobre no-
sotros ejercen otros seres finitos, así como también
esa misma experiencia nos hace conscientes de que
a su vez ejercemos un cierto influjo sobre seres fini-
tos de nuestra misma índole o de índole diferente.
La absoluta o cabal independencia del hombre res-
pecto de cualquier otro ser, excepto de Dios, es una
exigencia enteramente apriorística del sistema mo-
nadológico de Leibniz, no un auténtico dato de con-
ciencia, y por tanto su validez para probar la inmor-
talidad del alma humana es nula, no en razón de que
esta inmortalidad hubiera de presentarse en la expe-
riencia de nuestra propia vida, sino en razón de que
tal como Leibniz la mantiene se funda en algo in-
compatible con la realidad de esa misma experiencia
según efectivamente la tenemos. Y Leibniz no se li-
mita a hablar aquí del alma humana, ni a conside-
rarla subsistente o superviviente tras la muerte del
hombre. Por el contrario, es cada hombre entero,
todo hombre individual, lo que Leibniz afirma como
algo que permanece sustraído al influjo de las demás
criaturas y, consiguientemente, a salvo de todo peli-
gro de muerte, también del que pudiera pensarse que
afectaría a su alma.
(Y en lo que concierne a la posibilidad de la ani-
quilación del individuo humano y de su alma -ab-
solutamente dependientes de Dios, según por otra
parte admite Leibniz- se ha de señalar que éste no
194
entra en la cuestión, dejando así un vacío que sólo
podría evitarse con el argumento ya arriba expuesto
a propósito de Descartes: Dios se opondría a sí
mismo al querer el no-ser de lo que Él quiere que
tenga una naturaleza inmortal creándolo así).
155 «All the great Ends of Morality and Religion are well enough
195
ción de lo que él denomina los grandes fines de la
moralidad y la religión («the great Ends of Morality
and Religion» ). Y para que esos grandes fines de la
moralidad y la religión queden suficientemente bien
asegurados hace Locke un razonamiento que apela
exclusivamente a Dios como autor de la vida humana
en este mundo y como restaurador de ella en el otro.
Locke afirma no sólo que Dios puede hacer esa res-
tauración, sino que quiere hacerla. Pero Locke no
prueba que la quiera hacer. Se limita a afirmar que la
quiere, sin inferirlo de algo que sea evidente de un
modo inmediato o de un modo mediato, con lo que
viene a resultar sobremanera notable que, sin em-
bargo, considere evidente que quien nos ha dado la
vida humana durante un cierto tiempo en este mundo
tenga que restaurárnosla en el otro, o mejor dicho,
tenga que querer hacer esa restauración.
Dos observaciones más: a) Locke no aporta nin-
gún argumento filosófico para dar por cierta la tesis
de que Dios retribuye a los hombres en la otra vida
según haya sido el comportamiento de cada uno de
ellos en este mundo, ni siquiera deja esbozadas las
consideraciones que pudieran servir de punto de par-
tida lógico (premisas) para el argumento filosófico
cuya conclusión fuera la tesis de esa retribución en
la otra vida; b) tampoco tiene en cuenta Locke el
caso de los seres sensibles e inteligentes que no han
llegado a vivir varios años en este mundo, ya por ha-
ber llegado a alcanzar los dos años tras haber nacido,
ya por no haber llegado a nacer, teniendo exclusiva-
mente una vida intrauterina en la que, no obstante su
carácter humano, son imposibles los méritos mora-
les y los deméritos que se les oponen.
196
§ 11. EL ARGUMENTO DE BERKELEY
156 «lt must not be supposed that they who assert the natural im-
197
De dos modos, uno explícito y otro implícito, es
atribuida aquí por Berkeley al alma propia del hom-
bre una inmortalidad que no es cabal o absoluta, sino
meramente relativa, i.e. únicamente en un cierto y
muy determinado sentido. El primero de esos dos
modos, el explícito, es el correspondiente a la afir-
mación de que el alma humana puede ser aniquilada
por el absoluto poder del Creador, que de una ma-
nera originaria le dio el ser. Y el modo implícito es
el pertinente a la negación de que el alma del hom-
bre pueda ser destruida por efecto de las leyes ordi-
narias de la naturaleza, con lo cual viene a admitirse
que puede morir en virtud de alguna ley no ordinaria
de la naturaleza, es decir, de la que suponga una es-
pecial o extraordinaria intervención divina aniquila-
dora de lo que las leyes naturales ordinarias no pue-
den conseguir que pierda el ser.
De esta suerte, la expresión «inmortalidad natural
del alma humana» no significa en la terminología de
Berkeley que el alma propia del hombre sea de natu-
raleza inmortal, sino que la naturaleza externa a ella
no puede hacer que muera, mientras que Dios, en
198
cambio, puede hacerlo en tanto que la puede aniqui-
lar. -En definitiva, el razonamiento de Berkeley
adolece del mismo defecto que ya arriba quedó se-
ñalado a propósito de Descartes y de Locke: Dios se
opondría a sí mismo al querer retirarle el ser a lo que
Él ha dotado de una naturaleza (i.e., de un intrínseco
y radical principio operativo) incapaz de morir.
157 Ǥ 731. Anima eodem modo quo corpus interit, interire ne-
199
En este razonamiento vuelve a aparecer el mismo
error que acerca de la aniquilación he señalado en
varios de los apartados anteriores.
200
cuanto tal, por depender inseparablemente de una ley
práctica incondicionadamente válida a priori» 158•
Por un lado nos encontramos aquí con que el ob-
jeto necesario de una voluntad determinable por la
ley moral es, según Kant, realizar en el mundo el
más elevado bien, y por otro lado, y también según
Kant, el objeto real de nuestra voluntad es un pro-
greso práctico que tiende infinitamente hacia la
plena adecuación de las disposiciones del ánimo a la
ley moral. Hay así una indudable diferencia entre lo
que Kant llama el objeto necesario de una voluntad
determinable por la ley moral («das nothwendige
Object eines durchs moralische Gesetz bestimmba-
158 <<Die Bewirkung des hochsten Guts in der Welt ist das nothwen-
201
ren Willens») y lo que el propio Kant considera
como el objeto real de nuestra voluntad («das re ale
Object unseres Willens»). ¿Cómo es ello posible sin
incurrir en ninguna contradicción, dado que el ob-
jeto necesario y el objeto real pertenecen a una y la
misma voluntad, la humana, la que por la ley moral
es determinable? No afirmo que en este punto incu-
rra Kant en una auténtica o efectiva contradicción,
pero tampoco puedo dejar de ver como un cierto de-
fecto el hecho de que Kant no se ocupe, en modo al-
guno, de aclarar este oscuro asunto.
Un defecto de mucha mayor envergadura -y, tal
como vamos a comprobar, imposible de corregir-
es el que atañe a la afirmación de la necesidad de un
progreso infinito encaminado hacia la plena adecua-
ción de la voluntad a la ley moral. Según Kant, esa
completa adecuación es una perfección de la que nin-
gún ser racional es capaz en ningún momento de su
existencia en el mundo sensible, por lo cual y siendo,
también según él, prácticamente necesario, sólo
puede encontrarse en un progreso infinito hacia esa
misma completa adecuación. La ineludible objeción
a esta tesis estriba en la absoluta imposibilidad de
que en un proceso infinito, i.e. que nunca termina, se
llegue a alcanzar algo como meta de él. En ningún
momento de ese progreso puede darse la plena ade-
cuación de la voluntad a la ley moral: si en alguno se
diera esa adecuación, el progreso se habría acabado;
y si nunca se acaba ese progreso, nunca la adecua-
ción de la voluntad a la ley moral será completa o
plena, contrariamente a lo que sostiene el propio
Kant, para quien tal adecuación es algo contenido en
el mismo mandato de procurar el bien supremo.
202
§ 14. LA POSICIÓN DE FICHTE
203
acerca de la inmortalidad del espíritu humano. La te-
sis central es, por un lado, negativa y, por otro lado,
condicionadamente positiva, sin duda de ningún gé-
nero. -Lo negado, y ciertamente de un modo incon-
dicional, es la posesión sustancial de la inmortalidad
del espíritu en cada individuo humano. Fichte no da
ninguna prueba de la inexistencia de esa posesión.
-Y lo afirmado es la capacidad del espíritu de cada
hombre para la conquista de la inmortalidad (bajo la
condición de que en la presente existencia se em-
peñe realmente en cumplir la determinación que le
es más íntima). Y tampoco esa capacidad del espí-
ritu de cada hombre queda probada por Fichte.
204
LIBROS DE ANTONIO MILLÁN-PUELLES
PUBLICADOS EN RIALP
ISBN 978-84-321-3669-6
9 788432 136696