Tratado Del Amor de DIOS
Tratado Del Amor de DIOS
Tratado Del Amor de DIOS
PRESENTACIÓN
San Francisco de Sales es uno de los autores que más hondamente han
influido en la espiritua-lidad posterior, principalmente a través de su
magnífico Tratado del amor de Dios ( 1616).
El segundo libro está dedicado al origen del amor divino, que son las
perfecciones infinitas de Dios, con las que arrastra nuestra voluntad
engendrando en ella el amor.
Las oraciones místicas que mejor describe el santo obispo de Ginebra son las
de recogimiento incluso, quietud y contemplación extática, que describe a la
luz de los escritos de la reforma del Car-melo.
No hay duda de que los últimos libros de este Tratado, son los más
interesantes.
LIBRO PRIMERO
Que contiene una preparación de toda la obra
Dios, pues, al querer que todas las cosas fuesen buenas y bellas, redujo la
multitud y la diversidad de las mismas a una perfecta unidad, y, por decirlo
así, las dispuso según un orden monárquico, haciendo que todas se
relacionasen entre sí, y, en último término, con Él, que es el rey soberano.
Redujo todos los miembros a un cuerpo, bajo una cabeza; con varias
personas, formó una familia; con varias familias, una ciudad; con varias
ciudades, una provincia; con varias provincias, un reino, y sometió todo el
reino a un solo rey.
timo que Nuestro Señor dice que hay eunucos que son tales para el reino de
los cielos, es decir, que no son eunucos por impotencia natural, sino por
industria de la voluntad, para conservarse en la santa continencia. Es locura
mandar a un caballo que no engorde, que no crezca, que no de coces; si se
quiere esto de él, es menester disminuirle la comida; no hay que darle
órdenes; para dominarle, hay que frenarle.
Por esta causa, las demás pasiones y afectos son buenos o malos, viciosos o
virtuosos, según que sea bueno o malo el amor del cual proceden, pues de tal
manera derrama sus cualidades sobre todas ellas, que no parecen ser otra cosa
sino el mismo amor. San Agustín, reduciendo todas las pasiones y todos los
afectos a cuatro, dice: «El amor, por su tendencia a poseer lo que ama, se
llama concupiscencia o deseo; una vez lo tiene y lo posee, se llama gozo;
cuando huye de lo que le es contrario, se llama temor; si esto le acontece y lo
siente, se llama tristeza; por consiguiente estas pasiones son malas, si el
amor es malo, y son buenas, si el amor es bueno»4.
2 Rom., VII, 23
3 Decivit.,l,XIV,c.9.S. Agustín.
La voluntad no se mueve sino por sus afectos, entre los cuales, el amor, como
el primer móvil y el primer sentimiento, pone en marcha todos los demás y
produce todos los restantes movimientos del alma.
Estos afectos son más o menos nobles y espirituales, según que sean más o
menos elevados sus objetos, y según que se hallen en un plano más o menos
encumbrado de nuestro espíritu; porque hay afectos que proceden del
razonamiento fundado en los datos que nos procura la experiencia de los
sentidos; los hay que se originan del estudio de las ciencias humanas; otros
estriban en motivos de fe; otros, finalmente, nacen del simple sentimiento y
conformidad del alma con la verdad y la voluntad divina. Los primeros se
llaman afectos naturales, porque, ¿quién hay que no desee naturalmente la
salud, lo necesario para comer y vestir, las dulces y agradables
conversaciones?
La voluntad gobierna todas las demás facultades del espíritu humano; pero
ella es gobernada por su amor, que la hace tal cual es. Ahora bien, entre todos
los amores, el de Dios es el que tiene el cetro, y de tal manera la autoridad y
el mando están inseparablemente unidos a su naturaleza, que, si no es el
dueño, deja al instante de ser, y perece.
Estos anhelos o veleidades no son sino como una miniatura del amor, que
puede llamarse amor de aprobación, porque, sin ninguna pretensión, el alma
se complace en el bien que conoce, y, no pudiéndolo desear de hecho,
protesta que de buen grado lo desearía, y reconoce que es verdaderamente
apetecible.
Hay deseos y aspiraciones que todavía son más imperfectos que los que
acabamos de mencionar, porque su movimiento no se detiene entre la
imposibilidad o extrema dificultad de conseguir el objeto, sino ante la sola
incompatibilidad del deseo con otros deseos o quereres más poderosos.
10
Luego, la conveniencia del amante con la cosa amada es la primera fuente del
amor, y esta conveniencia consiste en la correspondencia, la cual no es otra
cosa que la mutua relación que hace a las cosas aptas para unirse, para
comunicarse alguna perfección. Pero esto se entenderá mejor en el decurso de
este tratado.
En todos los tiempos y entre los hombres más santos del mundo, ha sido el
beso la señal del afecto y del amor, y así se practicó entre los primeros
cristianos como lo testifica San Pablo cuando dice a los romanos y a los
corintios: Saludaos mutuamente, los unos a los otros con el ósculo santo.
Y, como creen muchos, Judas, para dar a conocer a Nuestro Señor, empleó el
beso porque este divino Salvador besaba ordinariamente a sus discípulos
cuando se encontraba con ellos; y no sólo a sus discípulos, sino también a los
niños, a los cuales tomaba amorosamente en sus brazos, como ocurrió con
aquel del cual sacó la comparación para invitar tan solemnemente a los
discípulos a la caridad del pró-
jimo. Muchos presumen que este niño fue San Marcial, según dice el obispo
Jansenius 6.
Siendo, pues, el beso la señal viva de la unión de los corazones, la esposa que
no desea, en todas sus pretensiones, otra cosa que unirse con su amado,
exclama: Reciba yo un ósculo de su boca; como si dijera: ¿Cuándo será que
yo derramaré mi alma en su corazón y que Él derramará su corazón en mi
alma, para que así, felizmente unidos, vivamos inseparables?
5Cant.,1,1
7 Act.,IV,32
8 Jn., XVII, 2.
11
Hay que advertir, empero, que hay uniones naturales, como las de semejanza,
de consanguinidad y la unión de la causa con el efecto; y hay otras que, no
siendo naturales, pueden llamarse voluntarias, porque si bien son conformes
con la naturaleza, no se producen sin la intervención de la voluntad, como la
unión que nace de los beneficios, los cuales, indudablemente, unen al que los
recibe y al que los da; la unión que es el fruto del trato y de la compañía y
otras semejantes. Las uniones voluntarias, son, en efecto, posteriores al amor,
pero, a la vez, causas de éste, por ser su fin y su única pretensión; de suerte
que, así como el amor tiende a la unión, de la misma manera la unión
extiende, con frecuencia, y acrecienta el amor.
Pero ¿a qué clase de unión tiende? Es verdad que es el hombre el que ama, y
que ama por la voluntad; pero la voluntad del hombre es espiritual; luego
también lo es la unión que su amor pretende, tanto más, cuanto que el
corazón, sede y manantial del amor, no sólo no se perfecciona, sino que se
envilece cuando se une a las cosas corporales.
Ocurre raras veces que los que saben mucho, saben bien lo que saben; porque
la virtud o la fuerza del entendimiento, cuando se derrama en el conocimiento
de muchas cosas, es menos enérgica y vigorosa que cuando se concentra en la
consideración de un solo objeto. Luego, cuando el alma emplea su virtud
afectiva en diversas suertes de operaciones amorosas, fuerza es que su acción,
así dividida, sea menos vigorosa y perfecta.
Tres son, en nosotros, las clases de operaciones amorosas: las espirituales, las
racionales y las sensuales. Cuando el amor esparce su fuerza por estas tres
operaciones es, sin duda, más extenso, pero es menos intenso.
¿No vemos cómo el fuego, símbolo del amor, forzado a salir por la única
boca del cañón, produce una explosión prodigiosa, la cual sería mucho más
floja si el cañón poseyese dos o tres aberturas? Siendo, pues, el amor, un acto
de nuestra voluntad, el que quiera tener un amor, no solamente noble y
generoso, sino fuerte, vigoroso y activo, ha de procurar retener su virtud y su
fuerza dentro de los límites de las operaciones espirituales, porque, quien
quisiera aplicarlo a las operaciones de la parte sensitiva o sensible de nuestra
alma, debilitaría proporcionalmente las operaciones de la parte intelectual, en
las cuales consiste precisamente la esencia del amor.
El amor es como el fuego, cuyas llamas son tanto más claras y delicadas
cuanto más delicada es la materia, y no se pueden extinguir si no es
ahogándolas y cubriéndolas de tierra. Cuando más elevado y espiritual es su
sujeto, más vivos, más duraderos y más permanentes son sus afectos, hasta el
punto de que no es posible arruinar este amor si no es rebajándolo a las
uniones viles y rastreras. Co-9 Job., 1,14
12
mo dice San Gregorio, entre los placeres espirituales y los corporales, hay
esta diferencia, a saber, que éstos producen el deseo antes de que se posean, y
el hastío cuando ya se tienen; mas las espirituales causan disgustos cuando no
se tienen, y placer cuando se alcanzan.
XI Que hay en el alma dos porciones y de qué manera
Tenemos una sola alma, Teótimo, y ésta es indivisible; pero en esta alma hay
diversos grados de perfección, porque es viviente, sensible y racional, y,
según son diversos estos grados, también ella tiene diversidad de propiedades
y de inclinaciones, por las cuales se siente movida a huir o a unirse con las
cosas.
En cuanto somos racionales, tenemos una voluntad que nos inclina en pos del
bien, según lo conocemos o juzgamos como tal por el discurso. Ahora bien,
en nuestra alma, en cuanto es racional, advertimos claramente dos grados de
perfección, que el gran San Agustín, y con él todos los doctores, ha llamado
porciones del alma, una inferior y otra superior, llamadas así porque la
primera discurre y saca sus consecuencias según lo que percibe y
experimenta por los sentidos, y la segunda discurre y saca sus consecuencias
según el conocimiento intelectual, que no se funda en la experiencia de los
sentidos, sino en el discernimiento y en el juicio del espíritu; por esta causa,
la parte superior se llama también comúnmente espíritu o parte mental del
alma, y la inferior se llama ordinariamente sentido o sentimiento y razón
humana.
Ahora bien, la parte superior puede discurrir según dos clases de luces, a
saber, según la luz natural, como lo hacen todos los filósofos y todos los que
discurren científicamente, o según la luz natural, como lo hacen todos los
filósofos y según la luz sobrenatural, como lo hacen los teólogos y los
cristianos, en cuanto fundan sus discursos sobre la fe y la palabra de Dios
revelada; y todavía de una manera más particular aquellos cuyo espíritu es
conducido por especiales ilustraciones, inspiraciones y mociones celestiales,
por lo que la porción superior del alma es aquella por la cual nos adherimos y
nos aplicamos a la obediencia de la ley eterna.
10 Gen.,XVII,
13
XII Que en estas dos porciones del alma hay cuatro diferentes grados de
razón Tres atrios poseía el templo de Salomón: uno era para los gentiles y los
extranjeros que querí-
En este templo místico, también existen tres atrios, que son tres diferentes
grados de razón; en el primero, discurrimos según la experiencia de los
sentidos; en el segundo, discurrimos según las ciencias humanas; en el
tercero, discurrimos según la fe; por último, además de esto, hay también una
cierta eminencia o suprema cumbre de la razón y facultad espiritual, que no
es guiada por la luz del discurso, ni de la razón, sino por una simple visión
del entendimiento y un simple sentimiento de la voluntad, por los cuales el
espíritu asiente y se somete a la verdad y a la voluntad de Dios.
Ahora bien, esta cumbre o cima de nuestra alma, este lugar eminente de
nuestro espíritu aparece sencillamente representado en el santuario o mansión
sagrada. Porque:
11 Mat.,XXVI,38.
12 Luc.,XXII,42.
14
Finalmente,
Después que las reflexiones y, sobre todo, la gracia de Dios, han persuadido a
la cúspide y suprema eminencia del espíritu que asienta y que haga el acto de
fe a manera de decreto, no deja, empero, el entendimiento de discurrir de
nuevo sobre estafe ya concebida, para considerar los motivos y las razones de
la misma; sin embargo, los discursos de la teología se hacen en la parte
superior del alma, y los asentimientos se hacen en la cumbre del espíritu.
Ahora bien, como quiera que el conocimiento de estos cuatro diversos grados
de la razón es en gran manera necesario para entender todos los tratados de
las cosas espirituales, he querido explicarlos ampliamente.
15
5.° Cuando con este amor no preferimos mucho un amigo a los demás, se
llama amor de simple dilección; pero cuando, por el contrario, le preferimos
grandemente y en mucho, entonces esta amistad se llama dilección de
excelencia.
Pero la palabra amor representa más fervor, más eficacia y más actividad que
la palabra dilección, de suerte que, entre los latinos, la dilección es muy
inferior al amor. Por consiguiente, el nombre de amor, como el más
excelente, es el que justamente se ha dado a la caridad, como el principal y
más 13 Homil.,II,inCant.
14 Decivit,l,XIV,c.47.
16
eminente de todos los amores. Por todas estas razones, y porque pretendo
hablar de los actos de caridad más bien que del hábito de la misma he
llamado a esta pequeña obra Tratado del amor a Dios.
Cuanto más necesitado es el pobre, más ávido está de recibir, como el vacío
de llenarse. Es, pues, un dulce y agradable encuentro, el de la abundancia, y
el de la indigencia, y, si Nuestro Señor no hubiese dicho que es mayor
felicidad el dar que el recibir, casi no podríamos decir cuál es el mayor
contento: el del bien abundante, cuando se derrama y se comunica, o el del
bien desfallecido e indigente cuando toma y recibe. Ahora bien, donde hay
más felicidad hay más satisfacción; luego mayor placer siente la divina
bondad en dar sus gracias, que nosotros en recibirlas.
¿no tiene, acaso, razón de exclamar: Ah, no he sido yo creada para este
mundo? Existe algún soberano bien del cual dependo y algún artífice infinito
que ha impreso en mí este insaciable deseo de saber y este apetito que no
puede ser saciado. Por esta causa es necesario que yo tienda y me dirija hacia
él, para juntarme y unirme con su bondad, a la cual pertenezco y de la cual
soy. Tal es la razón de conveniencia que existe entre Dios y nosotros.
17
XVI Que nosotros tenemos una inclinación a amar a Dios sobre todas las
cosas Si hubiese hombres que viviesen en aquel estado de integridad y
rectitud original en que estuvo Adán cuando fue creado, aunque no tuviesen,
de parte de Dios, otro auxilio que el que da a cada criatura para que pueda
hacer las acciones que le son convenientes, no sólo sentirían la inclinación a
amar a Dios sobre todas las cosas, sino también podrían realizar esta tan justa
tendencia; porque, así como este divino autor y dueño de la naturaleza
coopera y ayuda, con su mano poderosa, al fuego para que suba hacia lo alto,
y a las aguas para que corran hacia el mar, y a la tierra para que gravite hacia
abajo y se detenga al llegar a su centro; de la misma manera, habiendo
plantado Él mismo, en el corazón del hombre, una natural y singular
inclinación, no sólo a amar el bien en general, sino, además, a amar en
particular y sobre todas las cosas a su divina bondad, la mejor y la más
amable de todas, exigiría la suavidad de su soberana providencia que ayudase
a estos dichosos hombres, que acabamos de mencionar, con tantos auxilios
cuantos fuesen necesarios para que esta inclinación pudiese ser practicada y
realizada.
Y este auxilio, por una parte, debería ser natural, como conveniente a una
naturaleza inclinada al amor de Dios, en cuanto es autor y soberano dueño de
la naturaleza, y, por otra parte debería ser sobrenatural, como correspondiente
a una naturaleza adornada, enriquecida y honrada con la justicia original, que
es una cualidad sobrenatural, procedente de un especialísimo favor de Dios.
Pero el amor sobre todas las cosas, que se practicaría con estos auxilios, se
llamaría natural, porque las acciones virtuosas reciben su nombre de sus
objetos y motivos, y este amor, del cual hablamos, tendería a Dios solamente
en cuanto es conocido como autor, señor y supremo fin de toda criatura por la
sola luz natural, y por consiguiente, como amable y estimable sobre todas las
cosas por inclinación y propensión natural.
Ocurre con frecuencia entre las perdices, que se roban mutuamente los
huevos para incubar-los, ya sea por la avidez que sienten de ser madres, ya
sea por la ignorancia, que les impide conocer los huevos propios. Y he aquí
una cosa extraña, pero bien comprobada, a saber, que el perdigón que ha
salido del huevo y se ha criado bajo las alas de una madre ajena, en cuanto
oye por primera vez la voz de la verdadera madre, que puso el huevo del cual
ha nacido, deja a la perdiz ladrona y se dirige hacia su primera madre, y ya en
pos de ella, por la correspondencia que guarda con su primer origen,
correspondencia que antes no aparecía, sino que permanecía oculta,
escondida y como dormida en el fondo de la naturaleza, hasta el momento del
encuentro con su objeto, por el cual excitada y como despertada de repente,
produce su efecto e inclina el apetito del perdigón hacia su primordial deber.
Lo mismo ocurre, Teótimo, con nuestro corazón; porque, aunque haya sido
incubado, sustentado y criado entre las cosas corporales, bajas y transitorias,
y, por decirlo así, bajo las alas de la naturaleza, sin embargo, a la primera
mirada que dirige hacia Dios, al primer conocimiento que de Él recibe, la
natural y primera inclinación a amar a Dios, que estaba como aletargada y era
como imperceptible, despierta al instante, y aparece inopinadamente como
una chispa que surge de entre las cenizas, la cual, al tocar a nuestra voluntad,
le comunica un impulso del amor supremo, debido al primer principio de
todas las cosas.
18
Nuestra infeliz naturaleza, lastimada por el pecado, hace como las palmeras
que acá tenemos, cuyas producciones son imperfectas y como unos ensayos
de sus frutos, pero el dar dátiles enteros, maduros y sazonados, está reservado
a las regiones más cálidas. Así nuestro corazón humano produce ciertos
comienzos al amor de Dios, pero el llegar a amar a Dios sobre todas las
cosas, cu lo cual consiste la verdadera madurez del amor que se debe a esta
suprema bondad, sólo es patrimonio de los corazones animados y asistidos de
la gracia celestial y que viven en santa caridad; y este pequeño e imperfecto
amor, cuyos movimientos siente en sí misma la naturaleza, no es sino un
cierto querer sin querer, un querer que quisiera, pero que no quiere, un querer
estéril, que no produce verdaderos efectos, un querer paralítico15, que ve la
saludable piscina del santo amor, pero que no tiene fuerza para arrojarse a
ella; querer del cual el Apóstol, hablando en la persona del pecador, exclama:
Aunque hallo en mí la voluntad para hacer el bien, no hallo como
cumplirla16.
Mas, si no podemos naturalmente amar a Dios sobre todas las cosas, ¿por qué
tenemos esta natural inclinación a ello? ¿No es una cosa vana el que la
naturaleza nos incline a un amor que no nos puede dar? ¿Por qué nos da la
sed de un agua tan preciosa, si no puede darnos a beber de ella? ¡Ah,
Teótimo, qué bueno ha sido Dios para con nosotros!
Pero esta infinita mansedumbre nunca supo ser tan rigurosa con la obra de
sus manos; vio que estábamos rodeados de carne, la cual es un viento que se
disipa, un soplo que sale y no vuelve18. Por esta causa, según las entrañas de
su misericordia, no quiso arruinarnos del todo ni quitarnos la señal de su
gracia perdida, para que mirándole y sintiendo en nosotros esta inclinación a
amarle, nos esforzásemos en hacerlo, y para que nadie pudiese decir con
razón: ¿Quién nos mostrará el bien? 19. Porque, aunque por la sola
inclinación natural no podamos llegar a la dicha de amar a Dios cual
conviene, con todo, si la aprovechamos fielmente, la dulzura de la divina
bondad nos dará algún socorro, merced al cual podremos pasar más adelante,
y, si secundamos este primer auxilio, la bondad paternal de Dios nos
favorecerá con otro mayor y nos conducirá de bien en mejor, con toda
suavidad, hasta el soberano amor, al que nuestra inclinación natural nos
impele, porque es cosa cierta que al que es fiel en lo poco y hace lo que está
en su mano, la divina bondad jamás le niega su asistencia para que avance
más y más.
Luego, la inclinación a amar a Dios sobre todas las cosas, que naturalmente
poseemos, no en balde permanece en nuestros corazones, porque, en cuanto a
Dios, se sirve de ella como de una asa, para mejor cogernos y atraernos; por
este medio, la divina bondad tiene, en alguna manera, prendidos nuestros
corazones como pajarillos, con una cuerda para tirar de ella, cuando le plazca
a su misericordia apiadarse de nosotros; y, en cuanto a nosotros, es como un
signo y memorial de nuestro primer principio y Creador, a cuyo amor nos
incita, adviniéndonos secretamente que pertenecemos a su divina bondad. Es
lo que ocurre a los ciervos, a los cuales los grandes personajes mandan poner
collares con sus escudos de armas, y después los sueltan y dejan libres por los
bosques.
16 Rom.,VII,18.
17 Thren.,II,15
18 Sal.LXXVn,39.
19 Salm. IV, 6.
19
20
LIBRO SEGUNDO
I Que las perfecciones divinas son una sola, pero infinita perfección
Por mucho que digamos —leemos en la Escritura— nos quedará mucho que
decir; mas la suma de cuanto se puede decir, es que el mismo está en todas
las cosas. Para darle gloria, ¿qué es lo que valemos nosotros? Pues, siendo
El todopoderoso, es superior a todas sus obras. Bendecid al Se-
No, Teótimo, jamás llegaremos a comprenderlo, pues, como dice San Juan,
es más grande que nuestro corazón23 . Sin embargo, que todo espíritu alabe
al Señor24 , nombrándole con todos los nombres más eminentes que se
pueden encontrar, y, como la mayor de las alabanzas que podemos tributar-le,
confesemos que nunca puede ser bastante alabado, y asimismo, como nombre
el más excelente que podemos darle, protestemos que su nombre es sobre
todo su nombre, y que es cosa imposible para nosotros el nombrarle
dignamente.
24 Sal. CL, 6.
21
TRATADO DEL AMOR DE DIOS – San Francisco de Sales
San Crisóstomo hace notar que todo lo que Moisés, al describir la creación
del mundo, dijo empleando muchas palabras, el glorioso San Juan lo expresó
en una sola, cuando dijo que por el Verbo, es decir, por esta palabra eterna,
que es el Hijo de Dios fueron hechas todas las cosas 25 .
Como el impresor, Dios da el ser a toda la variedad de criaturas que han sido,
son y serán, por un solo acto de su voluntad omnipotente, sacando de su idea,
esta admirable diversidad de personas y de otras cosas, que se suceden según
las estaciones, las edades y los siglos, cada una según su orden y según lo que
deben ser, pues esta suprema unidad del acto divino es opuesto a la confusión
y al desorden, mas no a la distinción y a la variedad, de las cuales, por el
contrario, se sirve, para producir la belleza, reduciendo todas las diferencias y
diversidades a la proporción, y la proporción al orden a la unidad del mundo,
que comprende todas las cosas creadas, así visibles como invisibles, el
conjunto de las cuales se llama universo, tal vez porque toda su diversidad se
reduce a la unidad, como si universo significara único con diversidad y
diversidad con unidad.
Las aventuras de José fueron maravillosas por su variedad y por los viajes de
uno a otro confín. Sus hermanos, que le habían vendido para perderle,
quedaron después admirados, al ver que había llegado a ser virrey y temieron
grandemente que se mostrase ofendido de la injuria que contra él habí-
25 Juan, I ,3.
22
Ahora bien, entre todas las criaturas que esta soberana omnipotencia pudo
producir, parecióle bien escoger la misma humildad, que después se unió
efectivamente a la persona de Dios-1111 o, y a la cual destinó al honor
incomparable de la unión personas con su divina majestad, para que
eternamente gozase de la manera más excelente de los tesoros de su gloria
infinita. Habiendo, pues preferido para esta dicha a la humanidad sacrosanta
de nuestro Salvador, la suprema Providencia dispuso no limitar su bondad a
la sola persona de su amado Hijo, sino derramarla, en abundancia El mismo,
sobre muchas otras criaturas, y entre la innumerable multitud de cosas que
podía producir, escogió crear a los hombres y a los ángeles, para que
acompañasen a su Hijo, participasen de sus gracias y de su gloria y le
adorasen y alabasen eternamente.
23
embargo, para dar testimonio de que, por parte de la bondad divina, estaban
destinados al bien y a la gloria, los creó en estado de justicia original, la cual
no era otra cosa que un amor suavísimo que los disponía, inclinaba y
conducía hacia la felicidad eterna.
lica.
Todo, pues, ha sido hecho para este Hombre divino, el cual, por lo mismo, es
llamado el pri-mogénito de toda criatura, poseído por la divina Majestad
desde el principio de sus caminos, antes de que hiciese cosa alguna; creado
al comienzo, antes de los siglos, porque en Él fueron hechas todas las cosas,
y Él es antes que todas ellas, y todas las cosas están establecidas en Él, y Él
es el jefe de toda la Iglesia, poseyendo, en todo, la primacía 29 .
27 Sal.LXXVII,39.
28 Sal.CXXIX,7.
29 Coloss.,I,15-18.
24
32 Sant.,II,13.
33 Sal.CXLIV,3.
25
ella; de forma que fue rescatada de una manera tan excelsa, que aunque el
torrente de la iniquidad original hizo que sus desdichadas olas batiesen hasta
muy cerca de la concepción de esta sagrada Señora, con tanto ímpetu como lo
hizo contra las demás hilas de Adán, con todo, al llegar allí, no pasó más
adelante, sino que se detuvo, como antiguamente el Jordán, en tiempo de
Josué y por los mismos respetos; porque este río detuvo la corriente de sus
aguas en reverencia del paso del Arca de la Alianza, y el pecado original
retiró sus aguas reverente y temeroso en presencia del verdadero tabernáculo
de la alianza eterna.
Por lo cual, esta sagrada madre, como reservada que estaba enteramente para
su hijo, fue por él rescatada, no sólo de la condenación, s i no también de
todo peligro de la misma, asegurándole la gracia y la perfección de la gracia,
de suerte que su marcha fue como la de una bella aurora, que, desde el
momento en que despunta, va continuamente creciendo en claridad hasta
llegar a la plenitud del día.
Hay, además, otras almas a las cuales quiso Dios dejar expuestas por algún
tiempo no al peligro de perder la salvación, sino más bien al peligro de perder
su amor, y, de hecho, permitió que lo perdiesen, y no les aseguró el amor por
toda su vida, sino para el fin de la misma y para cierto tiempo precedente.
Tales fueron David, los apóstoles, la Magdalena y muchos más, los cuales,
durante algún tiempo, vivieron fuera del amor de Dios, pero después, una vez
convertidos, fueron confirmados en la gracia hasta la muerte, de manera que,
desde entonces, quedaron, en verdad, sujetos a algunas imperfecciones, pero
permanecieron exentos de todo pecado mortal y, por consiguiente, del peligro
de perder el divino amor, y fueron como los amantes sagrados de la celestial
esposa, cubiertos con la vestidura nupcial de su santísimo amor, aunque no,
por ello, coronados, porque la corona es un adorno que corresponde a la
cabeza, es decir a la parte principal de la persona.
Ahora bien, como quiera que la primera parte de la vida de las almas de esta
categoría ha estado sujeta al amor de las cosas terrenas, no pueden llevar la
corona del amor celestial, sino que les basta llevar la vestidura, que las hace
capaces del tálamo nupcial del divino esposo y de ser eternamente felices con
Él.
34 Cant.,VI,8.
26
¿Quién no ve que entre los cristianos, los medios de salvación son más
grandes y más eficaces que entre los bárbaros, y que, entre los mismo
cristianos, hay pueblos y ciudades cuyos pastores son más capaces y
producen más fruto? Ahora bien negar que estos medios exteriores sean
favores de la Providencia divina o poner en duda que contribuyan a la
salvación y a la perfección de las almas, sería una ingratitud con la celestial
bondad, y equivaldría a desmentir la verdadera experiencia, que nos hace ver
que allí donde estos medios exteriores abundan, los interiores son más
eficaces y obtienen un éxito mayor.
35 Eccl.XXIV,24.
36 Mat.,V,45.
37 Jn.I,9.
38 Mat.,XIIL4.
39 Eccl.,XLIV,20.
40 Apoc.,II, 17.
41 1 Cor., XV, 41
27
Pero nos hemos de guardar de querer jamás inquirir por qué Dios ha otorgado
una gracia a uno más bien que a otro, o por qué ha derramado, con mayor
abundancia, sus favores sobre unos lugares con preferencia a otros. No,
Teótimo, no caigas nunca en esta curiosidad, porque, poseyendo todos
suficientemente, o mejor dicho, abundantemente, lo que se requiere para
nuestra salvación, ¿qué razón puede tener hombre alguno de quejarse si Dios
se ha complacido en dar a unos sus gracias con más generosidad que a otros?
En las cosas sobrenaturales: cada uno tiene su propio don: quien de una
manera quien de
otra42 , dice el Espíritu Santo. Es, por lo mismo, una impertinencia, querer
indagar por qué San Pablo no tuvo la gracia de San Pedro, ni San Pedro la de
San Pablo; por qué San Antonio no fue San Atanasio; ni San Atanasio, San
Jerónimo; porque a estas preguntas se responde que la Iglesia es un jardín
matizado de infinitas flores, por lo que es menester que sean de diferentes
tamaños, de diferentes colores y de diferentes perfumes, en una palabra, de
diferentes perfecciones. Todas tienen su valor, su gracia y su esmalte, y
todas, en el conjunto de su variedad, nos ofrecen una hermosura por demás
agradable y perfecta.
Mas, para manifestar con mayor viveza lo abrasado de este deseo, nos
impone este amor en términos admirables: Amarás al Señor Dios tuyo con
todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu
mente44 .
Con lo cual, nos da bien a entender que no sin objeto nos ha dado la
inclinación natural, pues, para que esta inclinación no permanezca ociosa, nos
apremia para que la empleemos por este mandamiento general, y, para que
este mandamiento general pueda ser practicado, no deja a hombre viviente sin
procurarle, en abundancia, todos los medios que, al efecto, se requieren. El
sol visible todo lo toca con su calor vivificante, y, como enamorado universal
de las cosas inferiores, les da el vigor necesario para que produzcan sus
efectos; de la misma manera la divina bondad anima a todas las almas y
alienta todos los corazones para que le amen, sin que hombre alguno pueda
esconderse a su calor.
42 1 Cor., VII, 7.
45 Prov.,I, 20 y sig.
46 Ez.XXXIII, l0 y ll.
28
El Apóstol, como se ve, opone las riquezas de la bondad de Dios a los tesoros
de malicia del corazón impenitente, y dice que el corazón del malo es tan rico
en iniquidad, que llega a despreciar las riquezas de la benignidad, por la cual
Dios le llama a penitencia, y hay que advertir que no son únicamente las
riquezas de la bondad divina las que el pecador obstinado desprecia, sino las
riquezas con que le mueve la penitencia, riquezas que nadie puede, con
excusa, desconocer.
Esta rica, colmada y abundante suficiencia de medios, que Dios concede a los
pecadores para que le amen, aparece de manifiesto casi en toda la Escritura;
porque contemplad a este divino amante junto a la puerta: no llama
simplemente, sino que se detiene a llamar; llama al alma: Levántate, apre-
súrate, amiga mía 50 . M ire, pues, la aldaba de mi puerta para que entrase
mi Amado 51 . Si predica en medio de las plazas, no se limita a predicar, sino
que anda clamando, es decir, en un continuo clamor.
Si nos exhorta a que nos convirtamos, parece que nunca se cansa de repetir:
Convertíos, convertíos y haced penitencia; volver a Mí; vivid. ¿Por qué has
de morir, oh casa de Israel? 52 En suma, este divino Salvador nada olvida
para mostrar que sus misericordias se extienden sobre todas sus obras, que su
misericordia sobrepuja al juicio 53 , que su redención es copiosa54 , que su
amor es infinito, y, como dice el Apóstol, que es rico en misericordia55 , y
que, por consiguiente desearía que todos los hombres se salvasen56 y que
ninguno pereci ese57 .
Pues bien, como ves, oh Teótimo, nos ha salvado no a causa de las obras de
justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia 60 , por esta caridad
antigua o, por mejor decir, eterna, que 48 Apoc.,III,29.
50 Cant.,II, 10.
51 Cant.,V,6.
53 Sal.CXLIV,9; Sant.,II,13.
54 Sal.CXXIX,7.
55 Efes.,II,4.
56 I Tim.,II,4.
57 II Ped.,III,9.
58 Jerem.,XXXI,3..
59 Jn.,I,47.
60 Tit.,III,5.
29
Mira, Teótimo, como los que han tenido menos atractivos se han movido a
penitencia, y los que han tenido más, han permanecido en su obstinación; los
que tienen menos motivos, acuden a la escuela de la sabiduría, los que tienen
más, persisten en su locura.
Así se hará el juicio comparativo, según lo hacen notar todos los doctores,
juicio que no puede tener otro fundamento sino el hecho de que, habiendo
sido unos favorecidos con tantas o menos gracias que los otros, habrán
rehusado su consentimiento a la misericordia, mientras los otros, habiendo
sido objeto de iguales o menores atractivos, habrán seguido la inspiración y
se habrán entregado a una 61 Jn., VI, 44.
62 II Cor., III, 5
63 Sal., XX, 4.
64 44 Mat.,XI,21.
30
¿Por qué Lucifer, tan encumbrado por naturaleza y sublimado por la gracia,
cayó, y tantos ángeles menos aventajados permanecieron fieles hasta el fin?
Es cierto que los que perseveraron, deben, por ello, a Dios, toda alabanza,
pues, por su misericordia, los creó y los conservó buenos; mas Lucifer y
todos sus secuaces, ¿a quién pueden atribuir su caída, sino, como dice San
Agustín, a su voluntad, la cual, en uso de su libertad, se apartó de la divina
gracia, que tan suavemente los había prevenido? ¿Cómo caíste del cielo, oh
lucero 65 , tú que, como una hermosa aurora, apareciste en este mundo
invisible revestido de la claridad primera, como de los primeros resplandores
de una nueva mañana, que debía crecer hasta el mediodía 66 de la gloria
eterna?
¡OH Dios mío! ¡Con cuan poco tiempo haríamos grandes progresos en la
santidad, si recibié-
Aunque el Espíritu Santo, como un manantial de agua viva, inunda por todas
partes nuestro corazón, para derramar en él su gracia, sin embargo, no
queriendo que ésta entre en nosotros sino por el libre consentimiento de
nuestra voluntad, no lo vierte sino según la medida de su agrado y de nuestra
disposición y cooperación, tal como lo dice el sagrado concilio, el cual
también, según me parece, por causa de la correspondencia de nuestros
consentimiento con la gracia, llama a la recepción de ésta, recepción
voluntaria.
En este sentido, nos exhorta San Pablo a no recibir la gracia de Dios en vano
67 . Sucede a veces que, sintiéndonos inspirados para hacer mucho, no
aceptamos toda la inspiración, sino tan sólo una parte, como lo hicieron
aquellas personas del Evangelio, las cuales, invitadas, por inspiración de
nuestro Señor, a seguirle, quisieron reservarse: el uno el dar primero
sepultura a su padre 68 , y el otro el ir a despedirse de los suyos.
66 46 Prov.,IV, 18.
67 II Cor., VII, 1.
31
tro amor sanio. Mas, cuando ya no hay vacío y no prestamos más nuestro
consentimiento, entonces se detiene.
¿Por qué causa no hemos progresado en el amor de Dios tanto como San
Agustín, San Francisco, Santa Catalina de Génova o Santa Francisca? Porque
Dios no nos ha concedido esta gracia. Mas
El devoto hermano Rufino, con motivo de una visión que tuvo de la gloria a
que llegaría el gran Santo Francisco, por su humildad, le hizo esta pregunta:
Mi querido padre, os ruego que me di-gáis qué opinión tenéis de vos mismo.
Respondió el santo: Ciertamente, me tengo por el mayor pecador del mundo
y por el que sirve menos al Señor. Pero, replicó el hermano Rufino: ¿cómo
podéis decir esto en verdad y en conciencia, cuando otros muchos, como es
manifiesto, cometen muchos y muy grandes pecados, de los cuales, gracias a
Dios, vos estáis exento?
Ve, pues, Teótimo, el parecer de este hombre, que casi no fue hombre, sino
un serafín en la tierra. Es para mí un verdadero oráculo el sentir de este gran
doctor en la ciencia de los santos, el cual, educado en la escuela del
Crucificado, no respiraba sino según las divinas inspiraciones. Por esta causa,
dicha sentencia ha sido alabada y repetida por todos los devotos de los
tiempos posteriores, muchos de los cuales creen que el gran Apóstol San
Pablo habló en el mismo sentido, cuando dijo que era el
XII Que los llamamientos divinos nos dejan en completa libertad para
seguirlos o para no acep-tarlos
Hay que colocar en una categoría especial a estas almas privilegiadas, sobre
las cuales se ha complacido Dios en derramar sus gracias, no a manera de
afluencia, sino de verdadera inundación, ejercitando en ellas, no sólo la
liberalidad y la efusión, sino la prodigalidad y la profusión de su amor.
La justicia divina nos castiga, con frecuencia, en este mundo, con penas que,
por ser ordinarias, son 70 I Tim.,1,15.
72 Hech.,IX, 15.
32
Llegó ello a noticia de los habitantes de aquel lugar, que por feliz providencia
eran fieles de Jesucristo, y proveyeron en seguida a la necesidad de los
soldados, con tanta solicitud, cortesía y afecto, que Pacomio se sintió
arrebatado de admiración, y, como preguntase qué gente era aquella, tan
bondadosa, amable y simpática, le dijeron que eran cristianos, e, inquiriendo
acerca de su ley y de su 73 Jn., IV, 10.
33
manera de vivir, supo que creían en Jesucristo, hijo unigénito de Dios, y que
hacían bien a toda clase de personas, con la firme esperanza de recibir del
mismo Dios una espléndida recompensa. El pobre Pacomio, aunque de buen
natural, había dormido hasta entonces el sueño de la infidelidad; y he aquí
que, de repente, encontrase con Dios en la puerta de su corazón, y, por el
buen ejemplo de aquellos cristianos, como por una dulce voz,
Dios propone los misterios de la fe a nuestra alma entre las obscuridades y las
tinieblas, de suerte que no vemos las verdades, sino que tan sólo las
entrevemos, tal como ocurre cuando la tierra está cubierta de niebla. Y, sin
embargo, esta obscura claridad de la fe, una vez ha penetrado en nuestro
espíritu, no por la fuerza de los discursos y de los argumentos, sino por la
sola suavidad de su presencia, se hace creer y obedecer con tanta autoridad,
que la certeza que nos da de la verdad sobrepuja a todas las demás certezas
del mundo, y de tal manera sujeta todo nuestro espíritu con todos sus
razonamientos, que, comparados con ella, no merecen crédito alguno.
El Espíritu Santo, que anima al cuerpo de la Iglesia, habla por boca de sus
jefes, según la promesa del Señor. Los doctores, con sus estudios y discursos,
proponen la verdad, pero son los rayos del sol de justicia los que dan la
certeza y producen el asenso. Esta seguridad que el espíritu humano siente
por las cosas divinas y por los misterios de la fe, comienza por un sentimiento
amoroso de complacencia, que la voluntad recibe de la hermosura y de la
suavidad de la verdad propuesta; de suerte que la fe supone un comienzo de
amor que nuestro corazón siente por las cosas divinas.
34
Y ésta es la manera como amamos a Dios por la esperanza; no para que sea
nuestro bien, sino porque nosotros somos suyos; no como si fuese para
nosotros, sino en cuanto nosotros somos para Él.
Amamos a nuestros bienhechores, porque son tales para con nosotros; pero
les amamos más o menos, según sean más o menos grandes sus beneficios.
¿Por qué, pues, Teótimo, amamos a Dios con este amor de concupiscencia?
Porque es nuestro bien. Más ¿por qué le amamos soberanamente? Porque es
nuestro bien sumo.
Ahora bien, cuando digo que amamos soberanamente a Dios, no digo, por
esto, que le amamos con amor sumo; pues el sumo amor es el amor de
caridad. En la esperanza, el amor es imperfecto, pues no tiende a la bondad
infinita en cuanto es tal en sí misma, sino tan sólo en cuanto es tal para
nosotros; sin embargo, porque, en esta clase de amor, no existe otro motivo
más excelente que el que nace de la consideración del soberano bien, por esto
decimos que por él amamos soberanamente, aunque nadie, en verdad, puede,
con este sólo amor, ni observar los mandamiento de Dios ni llegar a la vida
eterna, porque es un amor más de afecto que de efecto, cuando no va
acompañado de la caridad.
35
siones, llegaban a hacer penitencia por alguna obra buena. No hablo aquí sino
de la penitencia virtuosa, la cual, según la diversidad de los motivos de los
cuales proviene, es también de diferentes especies.
36
Tened piedad de mí, Dios mío, tened piedad de mí, ya que mi alma tiene
puesta en Vos su confianza77.
Sálvame, oh Dios, porque las aguas han entrado hasta mi alma78. Trátame
como a uno de tus jornale-ros79 Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un
pecador80. No sin razón han dicho algunos que la oración justifica; porque la
oración penitente, o el arrepentimiento suplicante, al levantar el alma hacia
Dios y al unirla de nuevo con su bondad, obtienen, indudablemente, el
perdón, en virtud del santo amor producido por aquel santo movimiento.
Debemos, por lo mismo, echar mano de aquellas jaculatorias que suponen un
amoroso arrepentimiento y un deseo ansioso de reconciliación con Dios, para
que presentando, por su medio, al Salvador nuestra tribulación 81
derramemos nuestras almas delante y dentro de su compasivo corazón, que
las escuchará con benevolencia.
fe82.
78 Sal., LXVIII, 2.
79 Luc.,XV,19.
81 Sal.,CXLI,3.
82 Marc.,IX,23.
37
guía en nuestro viaje, por la santa penitencia; nos guarda de los peligros y de
los asaltos del demonio, y nos consuela, anima y fortalece en las dificultades.
83 63 Rom., V, 5.
84 64 Sal.,XLIV,10.
38
LIBRO QUINTO
Ahora bien, este movimiento, con respecto a Dios, se practica de esta manera:
Sabemos por la fe que la divinidad es un abismo incomprensible de toda
perfección, soberanamente infinito en excelencia, infinitamente soberano en
bondad. Esta verdad, que la fe nos enseña, es atentamente considerada por
nosotros en la meditación, en la cual contemplamos este inmenso cúmulo de
bienes que hay en Dios, o bien a la vez como un conjunto de todas las
perfecciones, o bien distintamente, considerando sus excelencias una a una,
por ejemplo, su omnipotencia, su sabiduría, su bondad, su eternidad, su
infinidad.
¡Qué feliz es, el alma que se complace en conocer y saber que Dios es Dios y
que su bondad es una bondad infinita! Porque este celestial esposo, por esta
puerta de la complacencia, entra en ella y cena88 con nosotros, y nosotros
con Él. Nos apacentamos con Él en su dulzura, por el placer que en ella
sentimos, y saciamos nuestros corazones en las perfecciones divinas, por el
bienestar que en ellas encontramos. Y esta perfección es una cena, por el
reposo que a ella sigue, pues la complacencia nos hace reposar dulcemente en
la suavidad del bien que nos deleita, del cual hartamos nuestro corazón;
porque, como ya lo sabes, Teótimo, el corazón se apacienta de las cosas que
le agradan, y así decimos que uno 86 L Sal.XCIX,3.
87 2 Jn., XIV, 23
88 3Apoc.,III,20.
39
zón 93.
¿Cómo es posible ser bueno y no amar tan gran bondad? Los príncipes de la
tierra tienen los tesoros en sus arcas y las armas en sus arsenales; mas el
príncipe celestial tiene sus tesoros en su seno y sus armas en su pecho, y,
puesto que su tesoro y su bondad, lo mismo que sus armas, son sus amores,
su seno se parece al de una dulce madre, provisto de tantos atractivos para
cautivar al tierno niño, cuanto puede él desear.
El bien infinito pone fin al deseo, cuando causa el gozo, y pone fin al gozo
cuando excita el deseo; por lo que no puede ser gozado y deseado al mismo
tiempo. Pero el bien infinito hace que reine el deseo en la posesión, y la
posesión en el deseo, porque puede satisfacer el deseo con su santa presencia,
y darle siempre vida con la grandeza de su excelencia.
90 Jn.,IV,34.
91 Cant.,V, 1.
92 Prov.,VIII,31.
93 Cant.,I,3.
40
yo o que muera poco importa para mí, pues mi amado vive una vida triunfal
eternamente. La misma muerte no puede entristecer al corazón que sabe que
su soberano amor vive. Bástale al alma que ama que aquel a quien ama más
que a sí misma esté colmado de bienes eternos, pues vive más en el que ama
que en el que anima, y ya no es ella la que vive, sino su amado en ella94.
Pero considera, sobre todo, cómo el amor atrae todas las penas, todos los
tormentos, los trabajos, los sufrimientos, los dolores, las heridas, la pasión, la
cruz y la muerte de nuestro Redentor hacia el corazón de su madre
santísima96, por lo que pudo muy bien decir que era para ella un manojito de
mirra en medio de su corazón97.
¡Qué gozo, Dios mío! ¡Y qué bien lo expresa este anciano! Porque quiere
decir con estas palabras: Ya moriré contento, porque he visto tu rostro, que su
alegría es tan grande que es capaz de hacer que sea gozosa y agradable la
misma muerte, que es la más triste y la más horrible de cuantas cosas hay en
el 94 Gal., II, 20.
96 Luc., II, 35
97 Cant.,1,12.
102 17Gén.,XLV,27.
103 18Gén.,XLVI,30.
41
¿cómo puede una amante fiel contemplar tantos tormentos en su Amado, sin
quedar transida, lívida y consumida de dolor?
Es una cosa indecible hasta qué punto desea el Salvador entrar en nuestras
almas por este amor de complacencia dolorosa. ¡Ah! —exclama— ábreme,
hermana mía, amiga mía, paloma mía, mi purí-
sima, porque está llena de rocío mi cabeza y del relente de la noche mis
cabellos110. ¿Qué es este rocío y qué es este relente de la noche, sino las
aflicciones y las penas de la pasión? Quiere, pues, decirnos el divino amor del
alma: Yo estoy cargado de las penas y de los sudores de mi Pasión, toda la
cual transcurrió en medio de las tinieblas de la noche o en medio de las
tinieblas que produjo el sol, cuando se oscureció en la plenitud del mediodía.
Abre, pues, tu corazón hacia Mi, como las madreperlas abren sus conchas del
lado del sol, y derramaré sobre ti el rocío de mi Pasión, que se convertirá en
perlas de consuelo.
105 20Mat.,XXVI,38.
106 21Exod.,III,2.
107 22Cant.,II,2.
110 25 Cant., V, 2.
42
TRATADO DEL AMOR DE DIOS – San Francisco de Sales
ro, y ninguno es futuro para Dios, pues todo bien está en Él eternamente
presente, porque la presencia del bien en su divina Majestad no es otra cosa
que la divinidad misma. No pudiendo, pues, desear nada para Dios con deseo
absoluto, forjamos ciertos deseos imaginarios y condicionales de esta
manera: Se-
ñor, vos sois mi Dios, que, lleno de vuestra infinita bondad, no podéis
necesitar mis bienes111 ni otra cosa alguna; mas, si, imaginamos un
imposible, pudiese llegar a creer que os falta algún bien, no cesaría nunca de
deseároslo, aun a costa de mi vida, de mi ser y de todo cuanto hay en el
mundo.
Dios, colmado de una bondad que está por encima de toda alabanza y de todo
honor, no recibe ninguna ventaja ni acrecentamiento de bien de todas las
bendiciones que le tributamos; no es, por ello, más rico ni más grande, ni más
feliz, ni tiene mayor contento, porque su dicha, su contento, su grandeza y sus
riquezas no consisten ni pueden consistir en otra cosa que en la divina
infinidad de su bondad.
Con todo, como quiera que, según nuestra ordinaria manera de ver, el honor
es considerado como uno de los más grandes efectos de nuestra benevolencia
para con los demás, de suerte que, merced a él, no 111 26 Sal., XV, 2.
43
Pero este deseo de alabar a Dios que la santa benevolencia excita en nuestros
corazones, es insaciable; porque el alma quisiera disponer de alabanzas
infinitas, para tributarlas a su Amado, pues ve que sus perfecciones son más
que infinitas, y así, sintiéndose muy lejos de poder satisfacer sus deseos, hace
supremos esfuerzos de afecto para, en alguna manera, alabar a esta bondad
tan laudable, y estos esfuerzos de benevolencia se acrecientan
admirablemente por la complacencia; porque según el alma va encontrando
bueno a Dios, saborea más y más su dulzura, se complace en su infinita
belleza, y quisiera entonar más fuertemente las bendiciones y las alabanzas
que le rinde.
El glorioso san Francisco, en medio del placer que le causaba el alabar a Dios
y el entonar sus cánticos de amor, derramaba abundantes lágrimas y dejaba
caer, de puro desfallecimiento, lo que entonces tenía en la mano,
permaneciendo, con el corazón desmayado y perdiendo muchas veces el
respirar a fuerza de aspirar a las alabanzas de Aquel a quien nunca podía
alabar bastante.
Ésta es la divina pasión que movió a predicar, tanto y arrostrar tantos peligros
a los Javieres, a los Berzeos, a los Antonios y a esta multitud de Jesuitas, de
capuchinos, de toda suerte e religiosos y de eclesiásticos, en las Indias, en el
Japón, en el Marañón, para hacer conocer, reconocer y adorar el santo
nombre de Jesús, en medio de tantos pueblos. Esta es la pasión santa, que ha
hecho escribir tantos libros 119 34 Sal. CL, 6.
44
de piedad, fundar tantas iglesias, levantar tantos altares, tantas casas piadosas,
en una palabra, que hace velar, trabajar y morir a tantos siervos de Dios entre
las llamas del celo que las consume y devora.
¡Cuan amable es este templo, donde todo resuena en alabanzas! ¡Qué dulzura
para los que viven en esta morada santa, donde tantos ruiseñores celestiales
entonan, con una santa emulación de amor, los himnos de la suavidad eterna!
Luego, el corazón que, en este mundo, no puede cantar ni oír a su placer las
divinas alabanzas, siente un deseo sin igual de ser liberado de los lazos de
esta vida, para partir hacia la otra, donde es perfectamente alabado el amante
celestial, y este deseo, una vez dueño del corazón, se hace tan potente y
apremiante en el pecho de los sagrados amantes, que, echando fuera los
demás deseos, les hace sentir hastío por todas las cosas de la tierra, y hace
que el alma desfallezca y enferme de amor, y esta pasión va a veces tan lejos,
que, si Dios lo permite, llega a causar la muerte.
Este santo admirable, como un orador que quiere concluir y cerrar todo su
discurso con alguna breve sentencia, puso fin a todos sus anhelos y deseos, de
los cuales estas sus últimas palabras fueron como el compendio; palabras a
las cuales juntó tan estrechamente su alma, que expiró cuando las
pronunciaba. ¡Qué dulce y amable muerte fue aquella!
En este santo ejercicio, vamos subiendo de grado en grado, por las criaturas
que nos invitan a alabar a Dios, pasando de las insensibles a las racionales e
intelectuales, y de la Iglesia militante a la triunfante, en la cual nos
remontamos, por los ángeles y los santos, hasta que sobre todos ellos
encontramos ala santísima Virgen, que con un tono incomparable alaba y
glorifica a Dios más alta, santa y deliciosamente de lo que todas las criaturas
juntas jamás podrían hacer.
dice—, suene tu voz en mis oídos, pues tu voz es dulce, y lindo tu rostro121.
Mas estas alabanzas, que esta. Madre del amor hermoso122, con todas las
criaturas, da a la Divinidad, aunque excelentes y admirables, son, con todo,
infinitamente inferiores al mérito de la bondad de 120 35Sal.CXLI,8.
122 37Ecl.,XXIV,24.
45
Dios. Va, pues, ésta más lejos, e invita al Salvador a alabar y glorificar al
padre celestial con todas las bendiciones que su amor filial puede inspirarle.
Y entonces, Teótimo, el espíritu llega a un punto de silencio, pues no
podemos hacer otra cosa que admirarnos. ¡Oh, qué cántico el del Hijo al
Padre! ¡Cuan hermoso es este Amado entre los hijos de los hombres! ¡Qué
dulce es su voz, como que brota de los labios en los cuales está derramada la
plenitud de la gracia! 123
Todos los demás están perfumados, pero El es el perfume mismo; todos los
demás están embalsamados, pero Él es el mismo bálsamo124. El Padre eterno
recibe las alabanzas de los demás como el olor de las flores; pero, al oír las
bendiciones que el Salvador le da, exclama sin dudar: He aquí el olor de las
alabanzas de mi Hijo, como el olor de un campo florido, el cual bendijo el
Señor125.
He aquí a este divino amor del Amado, como se pone detrás de la pared de su
humanidad126;
ved como está atisbando por las llagas de su cuerpo y por la hendidura de su
costado, como por unas ventanas y celosías, a través de las cuales nos mira.
Sí, Teótimo, el amor divino sentado sobre el corazón del Salvador, como
sobre su trono real, mira por la hendidura de su costado a todos los corazones
de los hijos de los hombres.
Si le viésemos tal como es, moriríamos de amor por Él, pues somos mortales,
como Él murió por nosotros mientras fue mortal, y como moriría ahora si no
fuese inmortal. ¡Oh si oyésemos a este divino corazón cantar con voz de
infinita dulzura el cántico de alabanzas a la divinidad! ¡Qué gozo, qué
esfuerzos los de nuestro corazón, para lanzarse a oírle para siempre!
Este querido amigo de nuestras almas nos mueve ciertamente a ello: Ea,
levántate —dice—, sal de ti misma, levanta el vuelo hacia Mi, paloma mía,
hermosa mía127, hacia esta morada, donde todo es gozo y donde todas las
cosas no respiran sino alabanzas y bendiciones. Todo florece allí128; todo
espar-
ce dulzuras y perfumes; las tórtolas dejan oír sus arrullos por el ramaje; ven,
amada mía muy querida, y, para verme mejor, corre a las mismas ventanas
por las cuales te miro; ven a contemplar mi corazón en la abertura de mi
costado, que fue abierta cuando mi cuerpo, fue tan lastimosamente
destrozado en el árbol déla cruz; ven y muéstrame tu rostro129. Haz que o
iga tu voz130, porque quiero juntarla con la mía; así será lindo tu rostro y
dulce tu voz131 ¡Qué suavidad en nuestros corazones cuando nuestras voces
unidas y mezcladas con la del Salvador participarán de la infinita dulzura de
las alabanzas que este Hijo muy amado tributa a su eterno Padre!
Por esta causa, después del primer pasmo causado por la admiración que se
apodera de nosotros ante una alabanza tan gloriosa, como lo es la que el
Salvador da a su Padre, no podemos dejar de reconocer que la Divinidad
todavía es más laudable, pues no puede ser alabada ni por todas las criaturas
ni 123 38Sal.,XLIV,3.
124 39Cánt.,I,2.
46
por la humanidad misma de su Hijo eterno, sino por sí misma, que es la única
que puede dignamente nivelar su suma bondad con una suprema alabanza.
Esta es la causa por la cual añadimos este versículo de gloría a cada salmo y a
cada cántico, se-gún la costumbre antigua de la Iglesia oriental, cuya
introducción en Occidente pidió San Jerónimo al papa San Dámaso, en
reconocimiento de que todas las alabanzas humanas y angélicas son
demasiado bajas para poder ensalzar dignamente a la divina bondad y que,
para que ésta pueda ser dignamente alabada, es menester que sea ella misma
su propia gloria, su alabanza, y su bendición.
¡Qué complacencia, qué gozo para el alma que ama, ver su deseo satisfecho,
pues su Amado es infinitamente alabado, bendecido y glorificado por sí
mismo! Y, aunque al principio el alma amante haya sentido ciertos deseos de
poder alabar lo bastante a Dios, con todo, al volver sobre sí misma, reconoce
que no puede alabarle cual conviene y permanecer en una humilde
complacencia, al ver que la divina bondad es infinitamente laudable y que
sólo puede ser suficientemente alabada por su propia infinidad.
Es así como los serafines de Isaías, cuando adoran y alaban a Dios, cubren su
faz y sus pies132,
para confesar su insuficiencia en conocer y servir bien a Dios; pues los pies,
sobre los cuales andamos, representan la servidumbre, pero vuelan con dos
alas133, movidas continuamente por la complacencia y la benevolencia, y su
amor toma su descanso en medio de esta dulce inquietud.
El corazón del hombre nunca está tan inquieto como cuando le impiden el
movimiento, por el cual se dilata y se contrae sin cesar, y nunca está tan
sosegado como cuando se siente libre en sus movimientos; de suerte que su
tranquilidad está en el movimiento.
132 Is.,VI,2.
133 Ibid.
47
son cada día renovados, es decir, progresan, por sus buenas obras, en la
justicia que han recibido por la divina gracia; y quedan más y más
justificados, según estas celestiales enseñanzas; El justo justifíquese más y
más, y el santo más y más se santifique 135. Combate por la j usticia hasta la
muerte136.
En esta escalera el que no sube, baja 137; en este combate, el que no vence
es vencido.
Los que corren el estadio, si bien todos corren, uno solo se lleva el premio.
Corred, pues, de tal manera que lo ganéis138. ¿Cuál es el premio, sino
Jesucristo, y cómo podréis lograrlo, si no le seguís? Si le se-guís, andaréis y
correréis siempre, pues Él nunca se detiene, sino que continúa en su carrera
de amor y de obediencia, hasta la muerte, y muerte de cruz139.
Es, por lo tanto, un favor extremado hecho a nuestras almas, el que puedan
crecer indefinidamente y cada día más en el amor de Dios, mientras están en
esta vida caduca.
134 Sal.,LXXXIIL8.
136 Ecl.,IV,33.
139 Fil.,II,8.
141 Sal.,CXVIII,l.
48
TRATADO DEL AMOR DE DIOS – San Francisco de Sales
¿Ves, Teótimo, este vaso de agua142 o este pedazo de pan que un alma santa
da a un pobre por amor a Dios? Pues bien, esta acción, ciertamente
insignificante y casi indignante consideración, según el juicio humano, es
recompensada por Dios, que al instante concede por ella un aumento de
caridad.
Digo que es Dios quien hace esto, porque la caridad no crece por sí misma,
como el árbol que produce sus ramas y hace, por su propia virtud, que las
unas salgan de las otras; al contrario, como quiera que la fe, la esperanza y la
caridad son virtudes que tiene su origen en la bondad divina, debemos tener
siempre nuestros corazones sueltos e inclinados hacia ella, para impetrar la
conservación y el aumento de estas virtudes. Oh Señor—nos hace decir la
santa Iglesia—, dadnos aumento de fe, de esperanza y de caridad143 a
imitación de aquellos que decían al Salvador. Señor, aumenta nuestra fe144,
y, según la advertencia de San Pablo, el cual asegura que poderoso es Dios
para colmarnos de todo bien145.
Las abejas fabrican la deliciosa miel, que es su obra más preciada; más no por
esto la cera fa-bricada también por ellas, deja de tener su valor y de hacer que
su trabajo sea muy recomendable. El corazón amante, se ha de esforzar en
hacer las obras con gran fervor, y ha de procurar que sean de un precio muy
subido; pero, a pesar de ello, si las hace más pequeñas, no perderá del todo su
recompensa, porque Dios se lo agradecerá, es decir, le amará cada vez un
poco más, y nunca Dios comienza a amar más aun alma que vive en caridad,
sin que, a la vez, se le aumente, pues nuestro amor a Él es el propio y peculiar
efecto de su amor a nosotros.
Tal es el amor que Dios tiene a nuestras almas, tal el deseo de hacernos crecer
en el amor que debemos profesarle. Su divina dulzura hace que todas nuestras
cosas sean útiles; todo lo convierte en bien; hace que redunden en provecho
nuestro todos nuestros quehaceres, por humildes y sencillos que sean.
3.°, la alivia contra las inclinaciones depravadas y contra los malos hábitos
contraídos por los pecados pasados;
144 Luc.,XVII,5.
49
Sobre todo es necesaria una asistencia especial de Dios al alma que tiene
puesto el amor santo en empresas señaladas y extraordinarias; porque, si bien
la caridad, por pequeña que sea, nos da la suficiente inclinación, y, como creo
la fuerza bastante para aspirar y para acometer empresas excelentes y de gran
importancia, nuestros corazones tienen necesidad de ser impelidos y
levantados por la mano y por el movimiento de este gran Señor. Así S.
Antonio y S. Simeón Estilita estaban en caridad y en gracia de Dios, cuando
se resolvieron a emprender un género de vida tan levantado, y también la
bienaventurada madre Teresa, cuando hizo el voto especial de obediencia; S.
Francisco y S. Luis, cuando em-prendieron el viaje a ultramar para la gloria
de Dios; el bienaventurado Francisco Javier, cuando consagró su vida a la
conversión de los indios; S. Carlos, cuando se puso al servicio de los
apestados; S. Pau-lino, cuando se vendió para rescatar el hijo de la pobre
viuda: jamás, empero, hubieran tenido arranques tan audaces y generosos, si
a la caridad, que estaba en sus corazones, no hubiera añadido Dios las
inspiraciones, las advertencias, las luces y las fuerzas especiales, por las
cuales les animaba y lanzaba hacia estas proezas de valor espiritual.
¿No veis al joven del Evangelio, al cual nuestro Señor amaba, de lo que se
desprende que vivía
Así como una tierna madre que lleva consigo a su hijito, le ayuda y le
sostiene según lo necesi-te, unas veces dejándole dar algunos pasos en los
lugares llanos y menos peligrosos; otras dándole la mano y aguantándole;
otras tomándole en brazos y llevándole; de la misma manera, nuestro Señor
tiene un cuidado continuo de la dirección de sus hijos, es decir, de los
hombres que viven en caridad, haciéndoles andar delante de Él, dándoles la
mano en las dificultades, sosteniéndolos Él mismo en sus penas, pues ve que
de otra manera, se les harían insoportables. Lo cual declara por Isaías, cuando
dice: Yo soy el Señor tu Dios, que te tomo por la mano y te estoy diciendo:
No temas, que Yo soy el que te soco-
rro151. Debemos, pues, con gran ánimo, tener una firmísima confianza en
Dios y en sus auxilios, porque, si correspondemos a su gracia, llevará al cabo
la buena obra de nuestra salvación, tal como la ha comenzado152, obrando
en nosotros no sólo el querer sino el ejecutar153, como lo advierte también
el santo concilio de Trento.
150 Mat.,XIX,21.
151 Is., XVI, 13.
152 Fil.,I,6.
50
Pero esta serie de socorros y favores no es igual en todos los que perseveran,
porque en unos es mucho más breve, como en los que se convierten a Dios
poco antes de su muerte, tal como le ocurrió al buen ladrón; al dichoso
portero que vigilaba a los cuarenta mártires de Sebaste, quien, al ver que uno
de ellos perdía el ánimo y dejaba la palma del martirio, se puso en su lugar, y
en un momento fue hecho, de una vez, cristiano, mártir y bienaventurado; y a
otros mil, de quienes hemos visto o sabido que han tenido la dicha de morir
bien, después de haber vivido mal.
51
vuestra mansión, oh Padre eterno. ¡Ah Señor! ¿Qué me queda por hacer sino
confesar que sois mi Dios por los siglos de los siglos?
Tal es, pues, el orden de nuestra marcha hacia la vida eterna, para cuya
ejecución la divina Providencia ha dispuesto, desde la eternidad, la multitud,
de gracias necesarias para ello, con la mutua dependencia de unas con
respecto a otras.
Ha querido, en primer lugar, con verdadero deseo, que, aun después del
pecado de Adán, todos los hombres se salven, pero de una manera y por unos
medios adecuados a la condición de su naturaleza dotada de libre albedrío, es
decir, ha querido la salvación de todos los que han prestado su
consentimiento a las gracias y a los favores que les ha preparado, ofrecido y
distribuido con esta intención.
Ahora bien, quiso que, entre estos favores, fuese el primero el de la vocación,
y que ésta fuese tan compatible con nuestra libertad, que pudiésemos
aceptarla o rechazarla a nuestro arbitrio; a aquellos de quienes previo que la
aceptarían, quiso procurarles los santos movimientos de la penitencia;
dispuso que se concediese la santa caridad a los que hubiesen de secundar
estos movimientos; tomó el acuerdo de dar los auxilios necesarios para
perseverar a los poseedores de esta caridad, y a los que habían de
aprovecharse de estos divinos auxilios, resolvió otorgarles la perseverancia
final y la gloriosa felicidad de su amor eterno.
Podemos, pues, dar razón del orden de los efectos de la Providencia en lo que
atañe a nuestra salvación, descendiendo desde el primero hasta el último, es
decir, desde el fruto, que es la gloria, hasta la raíz de este hermoso árbol, que
es la redención del Salvador; porque la divina bondad da la gloria según sean
los méritos, los méritos según la caridad, la caridad según la penitencia, la
penitencia según la obediencia a la vocación, y la vocación según la
redención del Salvador, en la cual se apoya aquella mística escala de Jacob,
que, del eterno Padre, donde los elegidos son recibidos y glorificados, y del
lado de la tierra, surge del seno y del costado abierto del Señor, muerto en la
cima del Calvario.
Y que este orden en los efectos de la Providencia, con su mutuo enlace, haya
sido dispuesto por la voluntad eterna de Dios, aparece atestiguado por la
santa Iglesia, en una de sus oraciones solemnes, de esta manera: Omnipotente
y eterno Dios, que de vivos y muertos eres árbitro, y que usas de
misericordia con todos aquellos que, por su fe y sus obras, sabes que han de
ser tuyos156, como si dijese que la gloria, que es la consumación y el fruto de
la misericordia divina para con los hombres, sólo está reservada a aquellos
que, según la previsión de la divina sabiduría, serán, en el porvenir, fieles a la
vocación y abrazarán la fe viva, que obra por la caridad.
Pero, ruégote, Teótimo, que veas con qué ardor desea Dios que seamos
suyos, pues con esta intención se ha hecho todo nuestro, dándonos su muerte
y su vida: su vida, para que fuésemos exentos de la muerte eterna; y su
muerte, para que pudiésemos gozar de la eterna vida. Permanezcamos, pues,
en paz, y sirvamos a Dios para ser suyos en esta vida mortal, y aún más en la
vida eterna.
157 24 Fil.,II,8.
158 25 Jn.,XV,5.
159 Jn.,XV,6.
52
VI Que no podemos llegar a esta perfecta unión de amor con Dios en esta
vida mortal
¡Oh Dios mío! —dice San Agustín—, habéis creado mi corazón para Vos y
jamás tendrá reposo hasta que descanse en Vos: mas, ¿qué cosa puedo
apetecer en el suelo y qué he de desear sobre la tierra? Sí, Señor, porque Vos
sois el Dios de mi corazón, y mi herencia por toda la eternidad160. Sin
embargo, esta unión, a la cual nuestro corazón aspira, no puede llegar a su
perfección en esta vida mortal.
VII Que la caridad de los santos, en esta vida mortal, iguala y, aún
excede, a veces, a la de los bienaventurados
Cuando, después de los trabajos y de los azares de esta vida mortal, las almas
buenas llegan al puerto de la eterna, son elevadas hasta el más alto grado de
amor a que pueden llegar, y este final acrecentamiento de amor que se les
concede en recompensa de sus méritos, se les reparte, no según una buena
medida, sino según una medida apretada y bien colmada, hasta
derramarse163, como lo dijo nuestro Señor; de suerte que el amor que se da
como premio es, en cada uno, mayor que el que se le dio para merecer. Ahora
bien, no sólo cada uno en particular tendrá en el cielo un amor que jamás
tuvo en la tierra, sino que, además, el ejercicio del más pequeño grado de
caridad, en la vida celestial, será mucho más excelente y dichoso,
generalmente hablando, que el de la mayor caridad que se haya tenido, se
tenga o se pueda tener en esta vida caduca. Porque en el cielo los santos
practican el amor incesantemente, sin interrupción alguna, mientras que, en
este mundo, los más grandes siervos de Dios, obligados y tiranizados por las
necesidades de esta vida de muerte, se ven en el trance de tener que padecer
mil y mil distracciones, que, con frecuencia, los desvían del ejercicio del
santo amor.
161 Cant.,III,4.
163 Luc.,VI,38.
53
No es cosa ordinaria el que los pastores sean más valientes que los soldados,
y, sin embargo, David, pequeño pastor, que, al llegar al ejército de Israel, vio
que todos eran más diestros que él en el ejercicio de las armas, fue el más
valiente de todos164. Tampoco es cosa ordinaria el que los hombres mortales
tengan más caridad que los inmortales; mas a pesar de ello, ha habido
mortales que, siendo inferiores en el ejercicio del amor a los inmortales, los
aventajan en la caridad y en el hábito amoroso.
No alegues que esta Virgen estuvo sujeta al sueño, Teótimo. Porque ¿no ves
que su sueño es un sueño de amor, de suerte que su mismo Esposo la deja que
duerma cuanto le plazca? Atiende bien a estas palabras: Os conjuro —dice—,
que no despertéis a mi amada, hasta que ella quiera169. Esta reina celestial
jamás dormía sino de amor, pues no concedía ningún reposo a su cuerpo más
que para vigorizarlo y hacerlo más apto para mejor servir, después, a su Dios;
acto, ciertamente, muy excelente de caridad.
Porque, como dice el gran San Agustín, esta virtud nos obliga a amar
convenientemente a nuestros cuerpos, en cuanto son necesarios para la
práctica de las buenas obras; forman parte de nuestra persona y han de ser
partícipes de la felicidad eterna. Un cristiano ha de amar a su cuerpo como a
la imagen viviente del cuerpo del Salvador encarnado, como nacido, con Él,
del mismo tronco, y, por consiguiente, como algo que está unido con Él por
lazos de parentesco y consanguinidad, sobre todo después de haber renovado
la alianza por la recepción real de este divino cuerpo del Redentor, en el
adora-ble sacramento de la Eucaristía, y de habernos dedicado y consagrado a
su soberana bondad, por el bautismo, la confirmación y los demás
sacramentos.
54
también porque era la fuente viva del cuerpo del Salvador y le pertenecía
íntimamente por un derecho incomparable! Por esto, cuando entregaba su
cuerpo angelical al reposo del sueño, le decía: Descansa, trono de la
Divinidad; reposa un poco de tus fatigas y repara tus fuerzas con esta dulce
tranquilidad.
¡Qué consuelo oír a San Juan Crisóstomo contar a su pueblo el amor que le
tenía! «Cuando la necesidad del sueño —dice—, cierra mis párpados, la
tiranía de mi amor a vosotros abre los ojos de mi espíritu; y muchas veces,
entre sueños, me ha parecido que os hablaba, porque el alma acostumbra a
ver, en sueños, por la imaginación, lo que ha pensado durante el día. Así,
cuando no os veo con los ojos de la carne, os veo con los ojos de la caridad.»
¡Ah, dulce Jesús!
¿Qué debía soñar vuestra santísima Madre, mientras dormía y su corazón
velaba? Tal vez soña-ba, algunas veces, que, así como nuestro Señor había
dormido sobre su pecho, como un corderito sobre el blando seno de su madre,
de la misma manera dormía Ella en su costado abierto, como blanca paloma
en los agujeros de las peñas170. De suerte que su sueño, en cuanto a la
actividad del espíritu, era parecido al éxtasis, aunque, en cuanto al cuerpo,
fuese un dulce y agradable alivio y descanso. Y, si alguna vez soñó, los
progresos y el fruto de la redención obrada por su Hijo, en favor de los
ángeles y de los hombres171, ¿quién podrá jamás imaginar la inmensidad de
tan grandes delicias? ¡Qué coloquios con su querido Hijo! ¡Qué suavidad por
todas partes!
172 Eccl.,XXIV,24.
55
El deseo que precede el gozo hace que el sentimiento de éste sea más agudo y
refinado, y, cuanto más apremiante y más fuerte, es el deseo, más agradable y
deliciosa es la cosa deseada. ¡Oh Jesús mío! ¡Qué gozo para el corazón
humano ver la faz de la Divinidad, faz tan deseada, faz que es el único deseo
de nuestras almas! Nuestros corazones tienen una sed que no puede ser
extinguida por los goces de la vida mortal. No tengas j amas reposo ni
tranquilidad en esta tierra, alma mía, hasta que hayas encontrado las frescas
aguas de la vida inmortal y de la Divinidad santísima, que son las únicas que
pueden extinguir tu sed y calmar tus deseos.
tulaos con Jerusalén y regocijaos con ella, a fin de que, así, saquéis
abundante copia de delicias de su consumada gloria. Vosotros seréis
llevados a su regazo y acariciados sobre su seno178.
Felicidad infinita, de la cual no sólo tenemos las promesas, sino también las
prendas en el santí-
175 Sal.,XLI,2.
56
Luego este hijo, infinita imagen y figura de su Padre infinito, es un solo Dios
absolutamente único e infinito con el Padre, sin que exista ninguna distinción
o diferencia de sustancia de personas. Así Dios, que es sólo, no es, por esto,
solitario; porque es solo en su única y simplicísima divinidad; pero no es
solitario, porque es Padre e Hijo en dos personas. ¡Qué gozo, qué alegría, al
celebrar este nacimiento eterno, que se hace en los esplendores de los
santos180; o, mejor dicho, al verlo.
Visión, que de tal manera llenó de gozo el corazón amante de San Bernardo,
que conservó de ella, durante toda su vida, un recuerdo en extremo
emocionante, de suerte que, si bien durante toda su vida, como una abeja
sagrada, recogió siempre de todos los misterios divinos la miel de mil suaves
y celestiales consuelos, todavía la solemnidad de este nacimiento le llenaba
de una suavidad particular, y hablaba con un placer sin igual de la natividad
de su Maestro. Pues bien, si una visión mística e imaginaria del nacimiento
temporal y humano del Hijo de Dios, por el cual nacía hombre de una mujer,
y virgen de una virgen, arrebató y conmovió tan fuertemente el corazón de un
niño, ¿qué ocurrirá, cuando nuestros espíritus gloriosamente iluminados con
la claridad de la bienaventuranza, verán aquel nacimiento eterno, por el cual
el Hijo procede Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
divina y eternamente? Entonces nuestro espíritu se juntará, por una
incomprensible complacencia, a este objeto tan delicioso, y, por una
inmutable atención, permanecerá unido a él eternamente.
ritu Santo
Mas este amor no transcurre como el amor que las criaturas intelectuales se
tienen las unas a las otras o a su Creador. Porque el amor creado es un
conjunto de impulsos, suspiros, uniones y vínculos que se entrelazan y
forman la continuación del amor mediante una dulce sucesión de
movimientos espirituales.
Pero el amor divino del Padre eterno a su Hijo se realiza por un solo suspiro,
recíprocamente exhalado por el Padre y por el Hijo, que, de esta suerte,
permanecen juntamente unidos y ligados.
Y, como quiera que el Padre y el Hijo que suspiran tienen una esencia y una
bondad infinita, por la cual suspiran, es imposible que el suspiro no sea
infinito, y, como que no puede ser infinito sin que sea Dios, resulta que este
espíritu suspirado por el Padre y por el Hijo es verdadero Dios. Y, no
habiendo ni pudiendo haber más que un solo Dios, este espíritu es menester
que sea una tercera persona divina, la cual, con el Padre y con el Hijo, no sea,
sino un solo Dios. Y porque este amor es producido a manera de suspiro o
inspiración, se llama Espíritu Santo.
180 Sal.,CIX,3.
57
XIV Que la santa cruz de la gloria servirá para la unión de los espíritus
bienaventurados con Dios
Sin embargo, hay una gran diferencia entre los rayos que envía a nuestros
ojos y la luz que Dios creará en nuestros entendimientos en el cielo; porque el
rayo del sol corporal no fortalece nuestros ojos, que son flacos e impotentes
para verle, sino que los ciega, deslumbrándolos y desvaneciendo su débil
vista; en cambio, esta sagrada luz de la gloria, al encontrar a nuestros
entendimientos ineptos e incapaces de ver la divinidad, los eleva, vigoriza y
perfecciona de una manera tan excelente, que, por una maravilla
incomprensible, miran y contemplan directa y fijamente el abismo de la
divina claridad en sí misma, sin quedar deslumbrados y sin cerrarse ante la
grandeza infinita de su brillo.
Y así como Dios nos ha dado la luz de la razón, por la cual podemos
conocerle como autor de la naturaleza, y la luz de la fe, por la cuál le
consideramos como fuente de la gracia, asimismo nos dará la luz de la gloria,
por la cual le contemplaremos como fuente de la bienaventuranza y de la vida
eterna, pero fuente que no contemplaremos de lejos, como lo hacemos ahora
por la fe, sino por la luz de la gloria, sumergidos y abismados en ella.
58
59
LIBRO CUARTO
simo, de tal manera sostiene y confirma en su amor, que están fuera de todo
peligro de perderlo. Hablamos para el resto de los mortales, a los cuales el
Espíritu Santo dirige estas advertencias: Mire no caiga el que piensa estar
firme181. M antén lo que tienes182. Esforzaos para asegurar vuestra voca-
ción por medio de las buenas obras183.
¿Cómo es posible que un alma, que posee el amor de Dios, pueda un día
perderlo? Porque donde hay amor hay resistencia al pecado. Y, puesto que el
amor es fuerte como la muerte e impla-cable como el infierno187 en e l
combate, ¿cómo es posible que las fuerzas de la muerte o del infierno, es
decir, los pecados, venzan al amor, que, por lo menos, les iguala en fuerza, y
les aventaja en los auxilios y en derecho? ¿Cómo se explica que un alma
racional, que haya gustado una vez una tan grande dulzura, como lo es la del
amor divino, pueda seguir la vanidad de las criaturas?
183 II Ped.,1,10.
187 Cant.,Vlll,6.
191 Cant,11,15.
60
atraer el hierro, sin privarle, con todo, de dicha propiedad, la cual obra en
cuanto el impedimento es removido; de la misma manera, la presencia del
pecado venial no arrebata a la caridad su fuerza y su potencia para obrar, pero
la entorpece, en cierto modo, y la priva del uso de su actividad, de suerte que
queda inactiva, estéril e infecunda.
Es cierto que ni el pecado venial ni el afecto al mismo son contrarios a la
resolución esencial de la caridad, que es la de preferir a Dios sobre todas las
cosas, pues, por este pecado, amamos alguna cosa fuera de razón, pero no
contra razón; nos inclinamos, con algún exceso y más de lo que conviene, a
la criatura, pero sin preferirla al Creador; nos entretenemos demasiado en las
cosas de la tierra, pero no dejamos por ellas las celestiales. En una palabra,
este pecado hace que andemos con retraso por el camino de la caridad, pero
no nos aparta de él, por lo que, no siendo el pecado venial contrario a la
caridad, jamás la destruye, ni en todo ni en parte.
Esto sucedió a nuestra madre Eva, cuya perdición comenzó por cierto
entretenimiento que halló en conversar con la serpiente y en la complacencia
que sintió al oírla hablar del acrecentamiento de su ciencia, y al ver la
hermosura del fruto prohibido; de suerte que aumentando la complacencia
con el entretenimiento y éste con la complacencia, se encontró, al fin, tan
comprometida, que, dejándose llevar hasta el consentimiento, cometió el
desdichado pecado, al cual arrastró después a su esposo192
Dios no quiere impedir que las tentaciones nos combatan, para que,
resistiendo, se ejercite más y más la caridad, y pueda, por el combate,
reportar la victoria, y, por la victoria, obtener el triunfo. Pero el que tengamos
cierta inclinación a deleitarnos en las tentaciones, proviene de la condición de
nuestra naturaleza, que ama tanto el bien, que está expuesta a ser atraída por
todo lo que de bien tiene alguna apariencia; y lo que la tentación nos ofrece
como cebo siempre tiene este aspecto. Porque, como enseñan las sagradas
Letras, o es un bien honroso según el mundo, a propósito para provocar la
soberbia de la vida mundana, o un bien deleitable a los sentidos, para
arrastrarnos a la concupiscencia de la carne, o un bien útil para enriquecernos
y para incitarnos a la avaricia o concupiscencia de los ojos193. Si nuestra fe
fuese tal, que supiese discernir entre los verdaderos bienes, que 192 12 Gen.,
III, l y sig.
61
Con todo su séquito, es decir, con todos los dones del Espíritu Santo y demás
virtudes celestiales, que son sus inseparables compañeras, si no son sus
disposiciones y propiedades; y no queda, en nuestra alma, ninguna virtud de
importancia, fuera del don de la fe, que, con su ejercicio, puede hacernos ver
las cosas eternas, y el de la esperanza con su acción, los cuales, aunque tristes
y afligidos, mantienen en nosotros la calidad y el título de cristiano que se
nos confió por el bautismo. ¡Qué espectáculo más lamentable para los
ángeles de paz, el ver cómo el Espíritu Santo y su amor salen de las almas
pecadoras!
El amor a Dios, que nos lleva hasta el desprecio de nosotros mismos, nos
hace ciudadanos de la Jerusalén celestial; el amor a nosotros mismos, que nos
impele hacia el desprecio de Dios, nos hace esclavos de la Babilonia infernal.
Ahora bien, es cierto que hacia el desprecio de Dios camina-mos poco a
poco; mas cuando llegamos a él, entonces, en seguida y en un instante, la
caridad se separa de nosotros, o, mejor dicho, perece eternamente. En este
desprecio de Dios consiste el pecado mortal, y un solo pecado mortal
ahuyenta la caridad del alma, en cuanto rompe el vínculo y la unión de ésta
con Dios, que es la obediencia y la sumisión a su voluntad. Y, así como el
corazón humano no puede estar vivo y partido, tampoco la caridad, que es el
corazón del alma y el alma del corazón, nunca puede ser lesionada sin que
muera.
Los hábitos que adquirimos sólo por los actos humanos, no perecen por un
solo acto contrario, pues nadie dirá que un hombre sea intemperante por
haber cometido un solo acto de intemperancia, ni que un pintor no sea un
buen artista, por haberse equivocado una vez en su arte; así como todos estos
hábitos no se engendran en nosotros sino por la impresión de uña serie de
muchos actos, de la misma manera, no los perdemos sino por una prolongada
interrupción de sus actos o por una multitud de actos contrarios. Pero la
caridad nos es arrebatada en un instante, en seguida que, desviando nuestra
voluntad de la obediencia que debemos a Dios, acabamos de consentir en la
rebelión y en la deslealtad, a la cual la tentación nos incita.
Todos los hombres somos viajeros, en esta vida mortal; casi todos nos hemos
dormido voluntariamente en la iniquidad ; y Dios, sol de justicia, ha lanzado
a manera de dardos, no sólo suficientemente, sino también con abundancia,
los rayos de sus inspiraciones sobre todos nosotros, y ha dado calor a
nuestros corazones con sus bendiciones, tocando a cada uno con los
atractivos de su
62
amor. ¿Cuál es la causa de que sean tan pocos los que se sienten movidos por
estos alicientes y que sean muchos menos los que por ellos se dejan prender?
Mas, en cuanto a los que permanecen en el sueño del pecado, ¡con cuánta
razón, oh Dios mío, se lamentan, gimen, lloran y se duelen! porque han caído
en la más lamentable desdicha; pero sólo tienen razón de dolerse y de
quejarse de sí mismos, porque han despreciado y sido rebeldes a la luz,
reacios a los atractivos, y se han obstinado contra la inspiración; de suerte
que sólo a su malicia deben, para siempre, su maldición y su confusión, pues
son los únicos autores de su pérdida, los únicos causantes de su condenación.
Así, habiéndose quejado los japoneses a San Francisco Javier, su apóstol, de
que Dios, que había tenido tan gran cuidado de otras naciones, parecía haber
olvidado a sus predecesores, no habiéndoles concedido su conocimiento, por
falta del cual pudieran haberse perdido, respondióles el varón de Dios que,
habiendo sido plantada la ley divina natural en el alma de todos los mortales,
si sus antepasados la observaron, fueron, sin duda, iluminados por la luz
celestial; pero, si la quebrantaron, merecieron ser condenados.
¿Qué tienes que no hayas recibido? —dice el Apóstol, hablando de los dones
de ciencia, elocuencia y de las demás cualidades de los pastores eclesiásticos
—, y, si lo que tienes lo has recibido, ¿de qué te jactas, como si no lo
hubieses recibido? 195. Es verdad que todo lo hemos recibido de Dios, pero,
por encima de todas las cosas, hemos recibido los bienes sobrenaturales del
santo amor.
Dime, pues, ahora, ¿qué parte tienes en todo esto para que puedas
vanagloriarte? Si Dios no te hubiese prevenido, no hubieras jamás sentido su
bondad, ni por consiguiente, consentido en su amor, ni siquiera hubieras
tenido un solo buen pensamiento para Él. Su movimiento ha dado su ser y su
vida al tuyo, y, si su liberalidad hubiera sido siempre inútil para tu salvación.
Confieso que has cooperado a la inspiración con tu consentimiento; pero, tu
cooperación ha traído su origen de la ac-ción de la gracia y, a la vez, de tu
libre voluntad; así que, si la gracia no hubiese prevenido y llenado tu corazón
con su auxilio, jamás hubieras podido ni querido prestar tu cooperación.
194 Rom.,1,20,21.
63
Es tan débil el espíritu humano, que, cuando quiere investigar con excesiva
curiosidad las causas y las razones de la voluntad divina, se embaraza y
enreda entre los hilos de mil dificultades, de los cuales, después, no puede
desprenderse. Se parece al humo, que, conforme sube, se hace más sutil, y
acaba por disiparse. A fuerza de querer remontarnos con nuestros discursos
hacia las cosas divinas, por curiosidad, nos envanecemos en nuestros
pensamientos196 y, en l ugar de llegar al conocimiento de la verdad, caemos
en la locura de nuestra vanidad197.
Porque nuestra temeridad nos impele siempre a indagar por qué Dios da más
medios a unos que a otros; por qué atrae a su amor a uno con preferencia a
otro.
Dios hace todas las cosas con gran sabiduría, ciencia y razón, pero de suerte
que, no habiendo penetrado el hombre en el divino consejo, cuyos juicios y
planes están muy por encima de nuestra capacidad, debemos adorar
devotamente sus decretos, como sumamente justos, sin indagar los motivos,
que reserva para Sí, para mantener nuestro entendimiento en el respeto y en la
humildad que se le deben.
San Agustín, en muchos pasajes de sus obras, enseña esta misma práctica:
«Nadie —dice—
que secretos, no son por esto injustos199. Decimos otra vez: ¿Quién eres tú,
ho hombre, para recon-
«Tal vez —dice — está la razón en la previsión de las buenas obras que hará
aquel que es atraído; pero poder decir qué buenas obras son éstas, la
previsión de las cuales sirve de motivo a la divina voluntad, ni lo sé
claramente, ni quiero escudriñarlo; y no existe más razón que la de cierta
congruencia, de suerte que podríamos dar alguna, y ser otra. Por lo mismo,
no podemos indicar con certeza ni la verdadera razón ni el verdadero motivo
de la voluntad de Dios en este punto; porque, 196 Rom., 1,21.
199 Ep.CV.
200 De bono perseq., XXII.
64
aunque la verdad sea certísima, está, con todo, muy lejos de nuestros
pensamientos, de manera que nada podemos decir con seguridad, si no es
por revelación de Aquel a quien todas las cosas son conocidas. Y, puesto que
no era conveniente para nuestra salvación el conocimiento de estos secretos,
era útil que los ignorásemos, para conservarnos en humildad; por lo cual
Dios no quiso reve-larlos, y ni aún el mismo Apóstol se atrevió a
investigarlos, sino que, al contrario, reconoció la insuficiencia de nuestro
entendimiento a este propósito, cuando exclamó: ¡Oh profundidad de los
tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios! 202.
¿Se puede hablar más santamente Teótimo, de un tan santo misterio? Éstas
son las palabras de un muy santo y juicioso doctor de la Iglesia.
Se cuenta de los indios que se divierten días enteros junto a un reloj, para oír
como da las horas a su debido tiempo, y que, al no poder adivinar como se
hace aquello, no dicen, empero, que ocurre sin arte ni razón, sino que
permanecen arrebatados por el afecto y reverencia que sienten por aquellos
que gobiernan los relojes, a los que admiran como a seres sobrehumanos.
Nosotros, vemos también el universo, sobre todo la naturaleza humana, como
un reloj, con una variedad tan grande de acciones y movimientos, que no
podemos impedir nuestra admiración. Y
sabemos, en general, que estas piezas tan diversas sirven todas, o para
mostrar, la santísima justicia de Dios, o para manifestar la triunfante
misericordia de su bondad, como por un toque de alabanzas.
Creamos, pues, que, así como Dios es el autor y el padre de todas las cosas,
así también tiene cuidado de ellas por su providencia, la cual abarca toda la
máquina de las criaturas; y, sobre todo, creamos que Él preside todos
nuestros asuntos, aunque nuestra vida aparezca agitada por tantas
contrariedades y accidentes, cuya razón desconocemos, para que, no
pudiendo llegar a este conocimiento, admiremos la razón soberana de Dios,
que sobrepuja todas las cosas; porque, entre nosotros, suelen ser fácilmente
conocidas; mas lo que está por encima de la cumbre de nuestra inteligencia,
cuanto más difícilmente se entiende, tanto mas excita nuestra admiración.
Ciertamente, las razones de la Providencia serían muy bajas, si estuviesen al
alcance de nuestros débiles espíritus; serían menos amables en su suavidad y
menos admirables en su majestad, si estuviesen menos ale-jadas de nuestra
capacidad.»
202 Rom.,XI,33.
203 Ecl.,III,22.
205 Sab.,VIII,I
206 Sab.XI,21.
65
Antes bien ¿qué no hemos de esperar siendo hijos de un Padre tan rico en
bondad para amarnos y querernos salvar, tan sabio para disponer los medios
convenientes para ello, tan prudente en aplicarlos, tan bueno en querer, tan
clarividente en ordenar, tan prudente en ejecutar?
Resumiendo, no eran voces de un hombre vivo, sino, por decirlo así de una
roca, de una roca hueca e inerte, las cuales reproducían tan bien la voz
humana, de la cual traían su origen, que cualquier ignorante se hubiera
quedado sorprendido y burlado.
66
Algunos jóvenes hemos visto bien formados en el amor de Dios, los cuales,
una vez maleados, no han dejado de dar grandes muestras de su virtud
pasada, aun en medio de su desdichada ruina; y, repugnando a los vicios
presentes el hábito adquirido mientras vivían en caridad, ha sido difícil,
durante algunos meses, discernir si tenían o no caridad, si eran virtuosos o
viciosos, hasta que el tiempo ha dado claramente a conocer que estos
ejercicios virtuosos no nacían de la caridad presente, sino de la caridad
pasada; no del amor perfecto, sino del amor imperfecto, que la caridad había
ido dejando en pos de sí, como señal de haber tenido en aquellas almas su
morada.
Ahora bien, este amor imperfecto es bueno de suyo, porque siendo hijo de la
santa caridad y algo perteneciente a su cortejo, no puede ser sino bueno, y
habiendo estado al servicio de la caridad, durante la estancia de ésta en el
alma, está presto a servirla de nuevo, cuando vuelva, y, aunque no puede
realizar los actos propios del amor perfecto, no, por esto, es despreciable,
porque esta es la condición de su naturaleza.
Sin embargo, aunque este amor imperfecto es bueno en sí, es, empero,
peligroso, pues muchas veces nos contentamos con él, porque, como que
tiene muchos rasgos exteriores e interiores propios de la caridad, creemos que
es ésta la que poseemos, nos complacemos en él y nos tenemos por santos; y,
en medio de esta vana persuasión, los pecados que nos han arrebatado la
caridad crecen, aumentan y se multiplican tanto, que acaban por ser dueños
de nuestro corazón.
El amor propio nos engaña. Por poco que nos apartemos de la caridad, forja
en nuestra apre-ciación este hábito imperfecto, y nos complacemos en él,
como si fuese la verdadera caridad, hasta que algún rayo de luz nos hace ver
que nos hemos engañado.
¡Dios mío! ¿No es lástima grande ver cómo un alma, que en su imaginación
cree ser santa, y que vive tranquila como si tuviese caridad, descubre, al fin,
que su santidad era fingida, que su reposo era un letargo y que su gozo era
una ilusión?
67
tuvieron pulso, ni siquiera para colocar las flechas en el arco, ni ánimo para
mirar la punta de las de sus enemigos.
Pero, si sentimos una desconfianza tan desmesurada, que nos parece que no
tendremos ni fuerza, ni valor, y llegamos a caer en la desesperación,
apropósito de imaginarias tentaciones, como si no estuviésemos en caridad y
gracia de Dios, entonces hemos de hacer una resolución firme, a pesar del
desaliento que sintamos, de ser fieles en todo cuanto pueda acontecemos, aun
en las tentaciones que nos dan pena; y hemos de confiar en que, cuando
lleguen, Dios multiplicará su gracia, doblará sus auxilios y nos ayudará
cuanto sea necesario, pues el hecho de que nos parezca que no nos da fuerzas
en una guerra imaginaria, no significa que no nos las de cuando llegue la
ocasión. Porque, así como muchos han perdido el valor en el combate, otros,
en cambio, han cobrado unos alientos y una resolución en presencia del
peligro y de la necesidad, que nunca hubieran sentido en su ausencia. De la
misma manera, muchos siervos de Dios, al representarse tentaciones no
reales, se han espantado, hasta perder el valor, y, en medio de las tentaciones
verdaderas, se han portado con la mayor valentía. No es, por lo tanto,
necesario, mi querido Teótimo, que siempre sintamos el valor que se requiere
para vencer al león rugiente, que da vueltas en torno nuestro, buscando a
quien devorar209, porque esto podría fomentar la vanidad y la presunción.
Basta que tengamos el buen deseo de combatir vale-rosamente y una absoluta
confianza en que el Espíritu divino nos asistirá con sus auxilios, cuando la
ocasión de emplearlos se ofreciere.
209 I Ped..V,8.
68
LIBRO QUINTO
Ahora bien, este movimiento, con respecto a Dios, se practica de esta manera:
Sabemos por la fe que la divinidad es un abismo incomprensible de toda
perfección, soberanamente infinito en excelencia, infinitamente soberano en
bondad. Esta verdad, que la fe nos enseña, es atentamente considerada por
nosotros en la meditación, en la cual contemplamos este inmenso cúmulo de
bienes que hay en Dios, o bien a la vez como un conjunto de todas las
perfecciones, o bien distintamente, considerando sus excelencias una a una,
por ejemplo, su omnipotencia, su sabiduría, su bondad, su eternidad, su
infinidad. Cuando hemos logrado que nuestro entendimiento se fije
atentamente en la grandeza de los bienes que encierra este divino objeto, es
imposible que nuestra voluntad no se sienta tocada de la complacencia en
este bien, y, entonces, haciendo uso de nuestra libertad y de la autoridad que
tenemos sobre nosotros mismos, movemos a nuestro corazón a que reponga y
refuerce su primera complacencia con actos de aprobación y regocijo. ¡ Ah
— dice entonces el alma devota—, qué hermoso eres, amado mío, qué
hermoso eres! Eres todo deseable; eres el mismo deseo.
II Que por la santa complacencia somos hechos como niños en los pechos
de nuestro Señor
¡Qué feliz es, el alma que se complace en conocer y saber que Dios es Dios y
que su bondad es una bondad infinita! Porque este celestial esposo, por esta
puerta de la complacencia, entra en ella y cena 212 con nosotros, y nosotros
con Él. Nos apacentamos con Él en su dulzura, por el placer que en ella
sentimos, y saciamos nuestros corazones en las perfecciones divinas, por el
bienestar que en ellas encontramos. Y esta perfección es una cena, por el
reposo que a ella sigue, pues la complacencia nos hace reposar dulcemente en
la suavidad del bien que nos deleita, del cual hartamos nuestro corazón;
porque, como ya lo sabes, Teótimo, el corazón se apacienta de las cosas que
le agradan, y así decimos que uno se apacienta de honor, otro de riquezas,
empleando el lenguaje del Sabio, el 210 1 Sal. XCIX, 3.
211 Jn.,XIV, 23
69
nos 215. Ahora bien, el divino esposo va a su huerto cuando viene al alma
devota, pues como quiera que tiene todas su delicias en estar con los hijos de
los hombres216, ¿dónde puede tener mejor morada que en la región del
espíritu que ha hecho a su imagen y semejanza? En este jardín, Él mismo
planta la amorosa complacencia que tenemos en su bondad, y de la cual nos
apacentamos; como, asimismo, su bondad se apacenta y se complace en
nuestra complacencia. De esta manera, introducimos el corazón de Dios en el
nuestro, derrama Él su bálsamo precioso, y así se practica lo que con tanto
regocijo dice la sagrada esposa: Introdújome el rey en su gabinete;
saltaremos de contento y nos regocijaremos en Ti, conservando la memoria
de tus amores, superiores a las delicias del vino; por eso te aman los rectos
de corazón 217 -
¿Cómo es posible ser bueno y no amar tan gran bondad? Los príncipes de la
tierra tienen los tesoros en sus arcas y las armas en sus arsenales; mas el
príncipe celestial tiene sus tesoros en su seno y sus armas en su pecho, y,
puesto que su tesoro y su bondad, lo mismo que sus armas, son sus amores,
su seno se parece al de una dulce madre, provisto de tantos atractivos para
cautivar al tierno niño, cuanto puede él desear.
El bien infinito pone fin aL deseo, cuando causa el gozo, y pone fin al gozo
cuando excita el deseo; por lo que no puede ser gozado y deseado al mismo
tiempo. Pero el bien infinito hace que reine el deseo en la posesión, y la
posesión en el deseo, porque puede satisfacer el deseo con su santa presencia,
y darle siempre vida con la grandeza de su excelencia.
214 Jn.,IV,34.
215 Cant, V, 1.
216 Prov.,VIII,31.
70
que ama que aquel a quien ama más que a sí misma esté colmado de bienes
eternos, pues vive más en el que ama que en el que anima, y ya no es ella la
que vive, sino su amado en ella218.
Pero considera, sobre todo, cómo el amor atrae todas las penas, todos los
tormentos, los trabajos, los sufrimientos, los dolores, las heridas, la pasión, la
cruz y la muerte de nuestro Redentor hacia el corazón de su madre
santísima220, por lo que pudo muy bien decir que era para ella un manojito
de mirra en medio de su corazón221.
¡Qué gozo, Dios mío! ¡Y qué bien lo expresa este anciano! Porque quiere
decir con estas palabras: Ya moriré contento, porque he visto tu rostro, que su
alegría es tan grande que es capaz de hacer que sea gozosa y agradable la
misma muerte, que es la más triste y la más horrible de cuantas cosas hay en
el mundo. El amor es fuerte como la muerte228, y las alegrías del amor
vencen las tristezas de la muerte, porque la muerte no las puede matar, sino
que las aviva.
220 Luc.,11,35
221 Cant.,1,12.
224 Luc.,XIX,41.
226 Gén.,XLV,27.
227 Gén.,XLVI,30.
71
234 Cant., V, 2.
72
TRATADO DEL AMOR DE DIOS – San Francisco de Sales
sima Reina y Madre del amor, cuya sagrada alma cantaba las magnificencias
236 y engrandecía al Se-
Dios, colmado de una bondad que está por encima de toda alabanza y de todo
honor, no recibe ninguna ventaja ni acrecentamiento de bien de todas las
bendiciones que le tributamos; no es, por ello, más rico ni más grande, ni más
feliz, ni tiene mayor contento, porque su dicha, su contento, su grandeza y sus
riquezas no consisten ni pueden consistir en otra cosa que en la divina
infinidad de su bondad.
Con todo, como quiera que, según nuestra ordinaria manera de ver, el honor
es considerado como uno de los más grandes efectos de nuestra benevolencia
para con los demás, de suerte que, merced a él, no sólo no suponemos
indiferencia alguna en aquellos a quienes honramos, sino que más bien
reconocemos que abunda en toda clase de excelencias; de aquí que hagamos
objeto de esta benevolencia a Dios, el cual no se limita a agradecerla, sino
que la exige, como conforme a nuestra condición, y como cosa tan propia
para dar testimonio del amor respetuoso que le debemos, que aún nos manda
rendirle y referir a Él todo el honor y toda la gloria.
236 Luc.,I,46.
237 Luc.,1,47.
238 Fil.,III,8.
239 Cant.,II,16.
73
Pero este deseo de alabar a Dios que la santa benevolencia excita en nuestros
corazones, es insaciable; porque el alma quisiera disponer de alabanzas
infinitas, para tributarlas a su Amado, pues ve que sus perfecciones son más
que infinitas, y así, sintiéndose muy lejos de poder satisfacer sus deseos, hace
supremos esfuerzos de afecto para, en alguna manera, alabar a esta bondad
tan laudable, y estos esfuerzos de benevolencia se acrecientan
admirablemente por la complacencia; porque según el alma va encontrando
bueno a Dios, saborea más y más su dulzura, se complace en su infinita
belleza, y quisiera entonar más fuertemente las bendiciones y las alabanzas
que le rinde.
El glorioso san Francisco, en medio del placer que le causaba el alabar a Dios
y el entonar sus cánticos de amor, derramaba abundantes lágrimas y dejaba
caer, de puro desfallecimiento, lo que entonces tenía en la mano,
permaneciendo, con el corazón desmayado y perdiendo muchas veces el
respirar a fuerza de aspirar a las alabanzas de Aquel a quien nunca podía
alabar bastante.
es decir, todo lo que vive, que no viva ni respire más que para su Creador.
Ésta es la divina pasión que movió a predicar, tanto y arrostrar tantos peligros
a los Javieres, a los Berzeos, a los Antonios y a esta multitud de Jesuitas, de
capuchinos, de toda suerte e religiosos y de eclesiásticos, en las Indias, en el
Japón, en el Marañón, para hacer conocer, reconocer y adorar el santo
nombre de Jesús, en medio de tantos pueblos. Esta es la pasión santa, que ha
hecho escribir tantos libros de piedad, fundar tantas iglesias, levantar tantos
altares, tantas casas piadosas, en una palabra, que hace velar, trabajar y morir
a tantos siervos de Dios entre las llamas del celo que las consume y devora.
74
¡Cuan amable es este templo, donde todo resuena en alabanzas! ¡Qué dulzura
para los que viven en esta morada santa, donde tantos ruiseñores celestiales
entonan, con una santa emulación de amor, los himnos de la suavidad eterna!
Luego, el corazón que, en este mundo, no puede cantar ni oír a su placer las
divinas alabanzas, siente un deseo sin igual de ser liberado de los lazos de
esta vida, para partir hacia la otra, donde es perfectamente alabado el amante
celestial, y este deseo, una vez dueño del corazón, se hace tan potente y
apremiante en el pecho de los sagrados amantes, que, echando fuera los
demás deseos, les hace sentir hastío por todas las cosas de la tierra, y hace
que el alma desfallezca y enferme de amor, y esta pasión va a veces tan lejos,
que, si Dios lo permite, llega a causar la muerte.
Este santo admirable, como un orador que quiere concluir y cerrar todo su
discurso con alguna breve sentencia, puso fin a todos sus anhelos y deseos, de
los cuales estas sus últimas palabras fueron como el compendio; palabras a
las cuales juntó tan estrechamente su alma, que expiró cuando las
pronunciaba. ¡Qué dulce y amable muerte fue aquella!
En este santo ejercicio, vamos subiendo de grado en grado, por las criaturas
que nos invitan a alabar a Dios, pasando de las insensibles a las racionales e
intelectuales, y de la Iglesia militante a la triunfante, en la cual nos
remontamos, por los ángeles y los santos, hasta que sobre todos ellos
encontramos ala santísima Virgen, que con un tono incomparable alaba y
glorifica a Dios más alta, santa y deliciosamente de lo que todas las criaturas
juntas jamás podrían hacer.
dice—, suene tu voz en mis oídos, pues tu voz es dulce, y lindo tu rostro245.
Mas estas alabanzas, que esta Madre del amor hermoso 246 con todas las
criaturas, da a la Divinidad, aunque excelentes y admirables, son, con todo,
infinitamente inferiores al mérito de la bondad de Dios. Va, pues, ésta más
lejos, e invita al Salvador a alabar y glorificar al padre celestial con todas las
bendiciones que su amor filial puede inspirarle. Y entontes, Teótimo, el
espíritu llega a un punto de silencio, pues no podemos hacer otra cosa que
admirarnos. ¡Oh, qué cántico el del Hijo al Padre! ¡Cuan hermoso es este
Amado entre los hijos de los hombres! ¡Qué dulce es su voz, como que brota
de los labios en los cuales está derramada la plenitud de la gracia! 247.
Todos los demás están perfumados, pero El es el perfume mismo; todos los
demás están embalsamados, pero Él es el mismo bálsamo248. El Padre eterno
recibe las alabanzas de los demás como el olor de las flores; pero, 244 Sal.
CXLI, 8.
245 Cant., II, 14.
246 Ecl.,XXIV,24.
247 Sal.,XLIV,3.
248 Cánt.,I,2.
75
al oír las bendiciones que el Salvador le da, exclama sin dudar: He aquí el
olor de las alabanzas de mi Hijo, como el olor de un campo florido, el cual
bendijo el Señor249.
He aquí a este divino amor del Amado, como se pone detrás de la pared de su
humanidad 250;
ved como está atisbando por las llagas de su cuerpo y por la hendidura de su
costado, como por unas ventanas y celosías, a través de las cuales nos mira.
Sí, Teótimo, el amor divino sentado sobre el corazón del Salvador, como
sobre su trono real, mira por la hendidura de su costado a todos los corazones
de los hijos de los hombres.
Si le viésemos tal como es, moriríamos de amor por Él, pues somos mortales,
como Él murió por nosotros mientras fue mortal, y como moriría ahora si no
fuese inmortal. ¡ Oh si oyésemos a este divino corazón cantar con voz de
infinita dulzura el cántico de alabanzas a la divinidad! ¡Qué gozo, qué
esfuerzos los de nuestro corazón, para lanzarse a oírle para siempre! Este
querido amigo de nuestras almas nos mueve ciertamente a ello: Ea, levántate
—dice—, sal de ti misma, levanta el vuelo hacia Mi, paloma mía, hermosa
mía 251, hacia esta morada, donde todo es gozo y donde todas las coas no
respiran sino alabanzas y bendiciones. Todo florece allí252; todo esparce
dulzuras y perfumes; las tórtolas dejan oír sus arrullos por el ramaje; ven,
amada mía muy querida, y, para verme mejor, corre a las mismas ventanas
por las cuales te miro; ven a contemplar mi corazón en la abertura de mi
costado, que fue abierta cuando mi cuerpo, fue tan lastimosamente
destrozado en el árbol déla cruz; ven y muéstrame tu rostro 253. Haz que
oiga tu voz254, porque quiero juntarla con la mía; así será lindo tu rostro y
dulce tu voz 255 ¡Qué suavidad en nuestros corazones cuando nuestras voces
unidas y mezcladas con la del Salvador participarán de la infinita dulzura de
las alabanzas que este Hijo muy amado tributa a su eterno Padre!
Por esta causa, después del primer pasmo causado por la admiración que se
apodera de nosotros ante una alabanza tan gloriosa, como lo es la que el
Salvador da a su Padre, no podemos dejar de reconocer que la Divinidad
todavía es más laudable, pues no puede ser alabada ni por todas las criaturas
ni por la humanidad misma de su Hijo eterno, sino por sí misma, que es la
única que puede dignamente nivelar su suma bondad con una suprema
alabanza.
¡Que sea Dios glorificado con la gloria que, antes de toda criatura, tenía en su
infinita eternidad y en su eterna infinidad! Esta es la causa por la cual
añadimos este versículo de gloría a cada salmo y a cada cántico, según la
costumbre antigua de la Iglesia oriental, cuya introducción en Occidente
pidió San Jerónimo al papa San Dámaso, en reconocimiento de que todas las
alabanzas huma-249 Gen., XXVII, 27
76
¡Qué complacencia, qué gozo para el alma que ama, ver su deseo satisfecho,
pues su Amado es infinitamente alabado, bendecido y glorificado por sí
mismo! Y, aunque al principio el alma amante haya sentido ciertos deseos de
poder alabar lo bastante a Dios, con todo, al volver sobre sí misma, reconoce
que no puede alabarle cual conviene y permanecer en una humilde
complacencia, al ver que la divina bondad es infinitamente laudable y que
sólo puede ser suficientemente alabada por su propia infinidad.
Es así como los serafines de Isaías, cuando adoran y alaban a Dios, cubren su
faz y sus pies256, para confesar su insuficiencia en conocer y servir bien a
Dios; pues los pies, sobre los cuales andamos, representan la servidumbre,
pero vuelan con dos alas 257, movidas continuamente por la complacencia y
la benevolencia, y su amor toma su descanso en medio de esta dulce
inquietud. El corazón del hombre nunca está tan inquieto como cuando le
impiden el movimiento, por el cual se dilata y se contrae sin cesar, y nunca
está tan sosegado como cuando se siente libre en sus movimientos; de suerte
que su tranquilidad está en el movimiento.
256 Is.,VI,2.
257 Ibid.
77
LIBRO SEXTO
2.a, la teología especulativa trata de Dios con los hombres y entre los
hombres; la teología mística habla de Dios con Dios y en Dios;
La meditación lo mismo puede hacerse para el bien que para el mal. Sin
embargo, la palabra meditación se emplea ordinariamente en el sentido de
atención a las cosas divinas, para excitarse al amor de las mismas.
78
decir, sólo mira los objetos cuya consideración puede hacernos buenos y
devotos. De suerte que la meditación no es otra cosa que un pensamiento
atento, reiterado o entretenido voluntariamente en el espíritu, para mover la
voluntad a santos y saludables afectos y resoluciones.
Las pequeñas abejas se llaman ninfas o larvas hasta que fabrican la miel, y
entonces se llaman abejas. Asimismo la oración se llama meditación hasta
que produce la miel de la devoción; después de esto se convierte en
contemplación.
El deseo de obtener el amor divino nos hace meditar, pero el amor obtenido
nos hace contemplar, porque el amor hace que encontremos una suavidad tan
grande en la cosa amada, que no se harta nuestro espíritu de verla y
considerarla.
79
¿Quién te parece, Teótimo, que amaría más la luz, el ciego de nacimiento que
supiese todo cuanto los filósofos han discurrido acerca de ella y todas las
alabanzas que se le han tributado, o el labrador que, con clarísima visión,
siente y gusta del agradable esplendor del sol naciente? Aquél tiene más
conocimiento, y éste más goce; y este goce produce un amor más vivo y
animado que el que engendra el simple conocimiento del discurso; porque la
experiencia de un bien lo hace infinitamente más amable que toda la ciencia
que acerca de él se puede poseer. Comenzamos a amar por el conocimiento
que la fe nos da de la bondad de Dios, la cual, después, saboreamos y
gustamos por el amor; y el amor aviva nuestro gusto, y el gusto refina nuestro
amor, de suerte que, así como las olas, agitadas por las ráfagas del viento, se
encumbran como a porfía, al chocar entre sí; de una manera parecida el gusto
del bien realza el amor al mismo, y el amor realza el gusto, según ya lo dijo la
divina sabiduría: Los que de mí comen, tienen siempre hambre de mi, y tienen
siempre sed los que de mí beben 259. ¿Quién amó más a Dios, el teólogo
Okam, a quien algunos llamaron el más sutil de los mortales, o santa Catalina
de Genova, mujer ignorante?
Con todo es menester confesar que la voluntad, atraída por el deleite que
siente en su objeto, se siente más fuertemente movida a unirse con él, cuando
el entendimiento, por su parte, le da a conocer la excelencia de su bondad;
porque entonces es atraída e impelida a la vez: impelida por el conocimiento,
y atraída por el deleite; de suerte que la ciencia no es, de suyo, contraria, en
manera alguna, a la devoción; y, si ambas andan juntas, se ayudan
admirablemente, si bien acontece, con demasiada frecuencia, que, a causa de
nuestra miseria, la ciencia impide el nacimiento de la devoción, pues la
ciencia hincha y enorgullece, y el orgullo, que es contrario a toda virtud, es la
ruina de la devoción. Ciertamente, la ciencia eminente de Cipriano, Agustín,
Hilario, Crisóstomo, Basilio, Gregorio, Buenaventura y Tomás, no sólo
ilustró mucho, sino también refino en gran manera su devoción, y,
recíprocamente, su devoción no sólo realzó, sino también perfeccionó
extraordinariamente su ciencia.
San Bernardo había meditado toda la Pasión paso por paso después, reunidos
los principales puntos, formó con ellos un ramillete dé amoroso dolor, y,
poniéndolo sobre su pecho, para convertir su meditación en contemplación,
exclamó: Manojito de mirra es para miel amado mío 260.
259 Ecl. XXIV , 29
260 Cant I. 12
80
De una manera parecida —dicen los teólogos—, los ángeles más elevados en
gloria tienen de Dios y de las criaturas un conocimiento mucho más simple
que sus inferiores, y que las especies o ideas por las cuales ven son más
universales; de suerte que, las cosas que los ángeles menos perfectos ven
mediante varias especies y diversas miradas, los más perfectos las ven con
menos especies y menos actos de su visión.
Y el gran San Agustín, a quien sigue Santo Tomás, dice que en el cielo no
tendremos estas grandes mudanzas, variedades, cambios y rodeos de
pensamientos e ideas, que van y vienen de un objeto a otro y de una cosa a
otra, sino que, con un solo pensamiento, podremos atender muchas y diversas
cosas, y poseer su conocimiento. A medida que el agua se aleja de su origen,
se divide y derrama en diversos surcos, si no se tiene gran cuidado en
encauzarla toda junta, y las perfecciones se separan y dividen a medida que se
alejan de Dios, que es su fuente; mas, cuando se acercan a Él, se unen, hasta
quedar abismadas en aquella soberana y única perfección, que es la unidad
necesaria de la mejor parte, que Magdalena escogió y que, en manera
alguna, le será arrebatada261.
justas disposiciones262. ¡Oh, cuan dulces son a mis entrañas tus palabras,
más que la miel a mi bo-
262 Sal.,CXVIII,68.
264 Jn.,XX,28.
81
No hablo aquí del recogimiento por el cual los que quieren orar se ponen en
la presencia de Dios, entrando dentro de sí mismos, y recogiendo, por decirlo
así, su alma en su corazón, para mejor hablar con Dios; porque este
recogimiento se procura por mandato del amor, el cual, al incitarnos a la
oración, nos obliga a emplear este medio, para hacerla cual conviene; de
suerte que este recogimiento de nuestro espíritu es obra nuestra.
Esto se hace de esta manera. Nada es tan natural al bien como unir y atraer
hacia sí las cosas que pueden sentirlo, como ocurre con nuestras almas, las
cuales buscan siempre y se dirigen hacia su tesoro, es decir, hacia lo que
aman. Sucede, pues, a veces, que nuestro Señor derrama impercepti-blemente
en el fondo del corazón cierta dulce suavidad, que da testimonio de su
presencia, y, entonces, las potencias, y aun los sentidos externos del alma, por
una especie de secreto consentimiento, se vuelven del lado de aquella parte
interior.
Este mismo contento pueden sentir, por imitación, los que, habiendo
comulgado, saben, con certeza de fe, lo que ni la carne ni la sangre, sino el
Padre celestial les ha revelado266, es decir que su Salvador está en cuerpo y
alma presente, con una presencia enteramente real, en su cuerpo y en su alma,
por este adorabilísimo sacramento; así sucede a muchos santos y devotos
fieles, que, habiendo recibido el divino sacramento, su alma se cierra, y todas
las facultades se recogen, no sólo para adorar a este Rey soberano,
nuevamente presente, con una presencia admirable, en sus entrañas, sino
también por el increíble consuelo y refrigerio espiritual de que gozan, al
sentir, por la fe, este germen divino de inmortalidad en su interior.
82
Ahora bien, este reposo va, a veces, tan lejos en su apacibilidad, que toda el
alma y todas las potencias permanecen como adormecidas, sin movimiento ni
acción alguna, fuera de la voluntad; y aun ésta no hace otra cosa que recibir el
bienestar y la satisfacción que la presencia del Amado le comunica. Y lo más
admirable es que la voluntad no se da cuenta de este bienestar y de este
contento que recibe, gozando insensiblemente de ellos, puesto que no piensa
en sí misma, sino tan sólo en la presencia de Aquel i que le comunica este
placer, tal como suele ocurrir muchas veces t cuando, sorprendidos por un
ligero sueño, entreoímos únicamente lo que nuestros amigos dicen junto a
nosotros, pero sin darnos cuenta de ello.
Sin embargo, el alma que, en este dulce reposo, goza del delicado sentimiento
de la presencia divina, aunque no se dé cuenta de este gozo, da a entender
bien a las claras cuan preciado y amable es para ella, cuando se lo quieren
arrebatar o cuando alguna cosa le desvía de él; porque entonces la pobre
alma, deshecha en lamentos, grita y, a veces, llora, como un niño pequeño al
cual despiertan cuando dormía bien, mostrando la satisfacción que sentía de
su sueño, por el dolor que manifiesta al despertar. Por lo que el Pastor divino
conjura a las hijas de Sión por los corzos y los ciervos de los campos que no
despierten a su amada hasta que ella quiera268 es decir, hasta que despierte
por sí mismo. No, Teótimo, el alma de esta manera sosegada en su Dios no
dejaría nunca este reposo por los mayores bienes del mundo.
Luego, cuando te halles en esta simple y pura confianza filial junto a nuestro
Señor, permanece en ella, mi querido Teótimo, sin moverte en manera alguna
para hacer actos sensibles, ni del entendimiento ni de la voluntad; porque este
amor simple de confianza y este adormecimiento amoroso de tu espíritu en
los brazos del Salvador contiene, por excelencia, todo cuanto puedas andar
267 Cant, II, 16,17.
269 Lc.,X,39
270 Cant.,V,13.
271 Lc.,X,41,4-2
83
buscando para tu placer. Es mejor dormir en este sagrado pecho, que velar
fuera de él, donde quiera que sea.
Sin embargo, no hemos de creer que corramos peligro de perder esta sagrada
quietud a causa de los actos del cuerpo o del espíritu que no son debidos ni a
ligereza ni a indiscreción. Porque, co-mo dice la bienaventurada madre
Teresa, es una superstición ser demasiado celoso de este reposo, hasta el
extremo de no toser, ni respirar por miedo de perderlo, ya que Dios, que da
esta paz, no la retira por tales movimientos necesarios, ni por las
distracciones o divagaciones del espíritu, cuando son involuntarias. Además,
la voluntad, una vez gustado el cebo de la divina presencia, no deja de
saborear sus dulzuras, aunque el entendimiento y la memoria se le escapen y
anden a la desbandada tras los pensamientos extraños e inútiles.
Es verdad que nunca la quietud del alma es tan grande como cuando el
entendimiento y la memoria van acordes con la voluntad; pero, con todo,
nunca deja de existir una verdadera tranquilidad espiritual, pues ésta reina en
la voluntad, que es la señora de todas las demás facultades. Hemos visto el
caso de un alma, en gran manera entregada y unida a Dios, la cual, a pesar de
ello, conservaba el entendimiento y la memoria tan libres de toda ocupación
interior, que oía distintamente lo que se decía en torno suyo y lo retenía
fuertemente, aunque le era imposible responder ni desprenderse de Dios, al
cual estaba adherida por la aplicación de la voluntad, de tal manera que no
podía ser reti-rada de esta ocupación sin sentir gran dolor, que la provocaba a
gemidos, aun en lo más fuerte de su consolación y reposo.
Con todo, la paz del alma es mucho mayor y más dulce cuando no se hace el
menor ruido a su alrededor, y cuando nada la obliga a ningún movimiento ni
del corazón ni del cuerpo, pues siempre prefiere ocuparse en la suavidad de la
presencia divina; mas cuando no puede impedir las distracciones de las
demás facultades, conserva, a lo menos, la quietud en la voluntad, que es la
facultad por la cual recibe el gozo del bien.
84
En otras ocasiones, oye hablar al Esposo, pero ella no sabe qué decirle,
porque el placer de oírle o la reverencia que le tiene, la obligan al silencio; o
también porque está tan seca y tan decaída de espíritu, que sólo tiene fuerzas
para oír, mas no para hablar, tal como les acontece corporalmente a los que
comienzan a dormir o están muy débiles por alguna enfermedad.
Y ésta parece que fue la gran pasión amorosa de aquel gran amigo del
Amado, que decía: Vivo yo, o más bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo
vive en mí 275; y Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios276.
274 Cant, V, 2.
85
Oíd las ansias dolorosas, pero amorosas, de un regio amante: Sedienta está mi
alma del Dios fuerte y vivo. ¡Cuando será que yo llegue y me presente ante la
faz de Dios! Mis lagrimas me han servido de pan día y noche, desde que me
están diciendo: ¿Dónde está tu Dios? 277. También la sagrada Sularnitis,
toda anegada en sus amorosos dolores, habla así a las hijas de Jerusalén: ¡Ahí
—les dice—, os conjuro que, si hallareis a mi Amado, le digáis mi pena,
porque desfallezco, herida de su
amor278.
Hay en la práctica del amor sagrado, una especie de herida que, a veces, hace
Dios en el al-ma que quiere en gran manera perfeccionar. Porque le infunde
unos admirables sentimientos y unos incomparables atractivos por su
soberana bondad, como acosándola y solicitando su amor; y entonces el alma
se lanza con fuerza, como para volar más alto hacia su divino objeto; pero, al
mismo tiempo, se siente, también fuertemente retenida y no puede volar,
como pegada a las bajas miserias de esta vida y por su propia impotencia;
desea alas de paloma para volar y hallar reposo279, y no las encuentra. No
es el deseo de una cosa ausente el que hiere el corazón, pues el alma siente
que su Dios está presente y la ha introducido ya en la pieza donde guarda el
vino y ha enarbolado sobre su corazón el estandarte de su amor280.
ritu generoso; más el dolor que causa no deja de ser muy amable, porque el
que desea amar gusta también de desear, y se tendría por el ser más miserable
del universo, si no desease continuamente amar lo que es tan soberanamente
amable. Deseando amar, recibe de ello el dolor; pero gustando de desear
recibe de ello la dulzura.
XIII De algunos otros medios por los cuales el amor santo hiere los
corazones Se produce otra herida de amor, cuando el alma siente muy bien
que ama a su Dios, y, sin embargo, Dios la trata como si no supiese que la
ama, o como si desconfiase de su amor. Porque, mi querido Teótimo, el alma
padece extremas angustias, pues se le hace insoportable el ver el semblante
que Dios pone de desconfianza en ella.
San Pedro estaba bien seguro de que nuestro Señor lo sabía todo y de que no
podía ignorar que le amaba; mas, porque la repetición de estas palabras: «¿me
amas?» tenía la apariencia de cierta desconfianza se entristeció sobremanera.
¡ Ah! la pobre alma que sabe muy bien que está resuelta a morir antes que
ofender a Dios pero que no siente una sola brizna de fervor, sino al contrario,
una frialdad extrema, que la tiene toda entorpecida y débil, hasta el punto de
que cae en las más lamentables imperfecciones; esta alma—digo—, está toda
herida; porque es muy doloroso su amor, cuando ve que Dios aparenta, en su
semblante, ignorar cuánto le ama, y que la deja como una criatura, que no le
pertenece; y le parece que, en medio de sus defectos, sus distracciones y sus
frialdades, lanza nuestro Señor contra ella este reproche: ¿Cómo puedes decir
que me amas, si tu alma no está conmi-277Sal.,XLI,4.
278 Cant., V, 8.
279 Sal.,LIV,7.
86
go? Lo cual es, para ella, un dardo de dolor que atraviesa su corazón, pero un
dardo de dolor que procede del amor, porque, si no amase, no se afligiría por
la aprensión que tiene de que no ama.
El mismo amor nos hiere, a veces, con solo considerar la multitud de los que
desprecian el amor de Dios, hasta el punto de desfallecer por ello de angustia.
El gran San Francisco, creyendo que nadie le oía, lloraba un día, sollozaba y
se lamentaba tan fuertemente, que un personaje, al oírle, corrió hacia él, como
quien corre en auxilio de alguien a quien quieren matar; y, al verle solo, le
preguntó: ¿Por qué gritas así buen hombre? ¡Ah! --dijo—, lloro porque
nuestro Señor ha padecido tanto por nuestro amor, y nadie piensa en ello. Y,
dichas estas palabras, comenzó de nuevo a derramar lágrimas; y aquel buen
personaje se puso también a gemir y a llorar con él.
Pero, de cualquier manera que esto sea lo más admirable en estas heridas
recibidas por el divino amor es que su dolor es agradable, y que todos los que
lo sienten y lo aceptan no quisieran cambiar este dolor por todas las dulzuras
del universo. No hay dolor en el amor, y, si lo hay, es un dolor muy
apreciado. Un serafín, que tenía en la mano una flecha de oro, de cuya punta
salía una pequeña llama, la lanzó contra el corazón de la bienaventurada
madre Teresa, y, al quererla sacar, parecióle a esta virgen que le arrancaban
las entrañas; el dolor era tan grande que sólo tenía fuerzas para pro-rrumpir
en débiles y pequeños gemidos, pero era, a la vez, un dolor tan amable, que
nunca hubiera querido verse libre de él. Tal fue también el dardo de amor que
arrojó Dios al corazón de la gran santa Catalina de Génova, en los comienzos
de su conversión, con el cual quedó toda trocada y como muerta al mundo y a
las cosas creadas, para no vivir sino por su Creador. Manojito de mirra
amarga
87
LIBRO SÉPTIMO
¡Dios mío y todas las cosas!, este sentimiento, digo, cuando se detiene por
algún tiempo en un corazón amoroso, se dilata, se extiende, se hunde por una
íntima penetración en el espíritu, lo empapa más y más de su sabor, todo lo
cual no es más que un aumento de unión, tal como ocurre con el un-güento o
el bálsamo, el cual, al caer sobre el algodón, se mezcla y se une de tal
manera, poco a poco, con él, que al fin, es imposible decir si el perfume es el
algodón o si el algodón es el perfume.
284 Sal.,CXIII,103.
88
Otras veces nos parece que somos nosotros los que comenzamos a juntarnos
y a abrazarnos con Dios, antes de que Él se junte con nosotros, porque
sentimos la acción de la unión de nuestro lado, sin sentirla del lado de Dios,
el cual, sin duda, nos previene siempre, aunque no siempre sintamos esta
prevención.
Ved al niño Marcial; que fue, según se dice, el bienaventurado niño del cual
se habla en San Marcos (cap. IX). Nuestro Señor le tomó, le levantó y le tuvo
durante largo tiempo entre sus brazos.
¡Oh hermoso niño Marcial! ¡Qué feliz eres al ser cogido, tomado, llevado,
unido, juntado y estrecha-do contra el celestial pecho del Salvador y al ser
besado por su sagrada boca, sin que cooperes de otra manera que no
oponiendo resistencia a estas divinas caricias! Al contrario, San Simeón
abraza y oprime sobre su seno al mismo Señor, sin que el Señor aparente
cooperar a esta unión, aunque, como canta la Iglesia, el viejo llevaba al Niño,
mas el Niño dirigía al viejo.
Figúrate, por otra parte, un alma buena, pero no tan santa como aquellas, que,
durante el mismo tiempo han permanecido en oración de unión. Pregunto
ahora, ¿quién está más unido, más abrazado, más asido a Dios, aquellos
grandes santos que duermen o esta alma que ora?
Este ejercicio de la unión con Dios puede también practicarse por medio de
breves y pasajeros, pero frecuentes movimientos de nuestro corazón hacia
Dios, a manera de oraciones jaculatorias hechas con esta intención. ¡Ah,
Jesús! ¿Quién me concederá la gracia de que forme con Vos un solo espíritu?
¡Ah Señor! Puesto que vuestro corazón me ama, ¿por qué no me arrebata
hacia sí, tal como yo lo quiero?
Los sagrados éxtasis, son de tres ciases; el del entendimiento, el del afecto y
el de la acción; el uno se produce por la admiración, el otro por la devoción y
el tercero por la operación. La admiración se engendra en nosotros por el
descubrimiento de una nueva verdad, que no conocíamos ni esperábamos
conocer. Y, sí a la nueva verdad que descubrimos, se junta la belleza y la
bondad, entonces la admiración que de ella nace es en gran manera deliciosa.
89
Alguna vez da Dios al alma una luz no sólo clara, sino también creciente,
como el alba del día; y, entonces, como los que han encontrado una mina de
oro, que siempre ahondan más y más, para encontrar con mayor abundancia
el tan deseado metal, así el entendimiento va profundizando en la
consideración de su divino objeto; porque de la misma manera que la
admiración ha dado origen a la contemplación y a la teología mística; y,
porque esta admiración, cuando es fuerte, nos saca fuera de nosotros mismos
y nos eleva por la viva atención y aplicación de nuestro entendimiento a las
cosas celestiales, nos lleva consiguientemente hasta el éxtasis.
Dios, padre de toda luz, soberanamente bueno y bello, por su belleza atrae
nuestro entendimiento, para que le contemple, y por su bondad atrae nuestra
voluntad para que le ame. Como bello, al llenar nuestro entendimiento de
delicias, derrama su amor en nuestra voluntad; como bueno, al llenar nuestra
voluntad de su amor, excita nuestro entendimiento a contemplarle. El amor
nos provoca a la contemplación y la contemplación al amor; de donde se
sigue que el éxtasis y el arrobamiento dependen totalmente del amor; porque
es el amor el que mueve al entendimiento a la contemplación, y a la voluntad
a la unión; de manera que, finalmente, hemos de concluir, con San Dionisio,
que el amor divino es extático y no permite que los amantes sean de sí
mismo, sino de la cosa amada. Por esta causa, el admirable apóstol San
Pablo, poseído de este divino amor y hecho partícipe de su fuerza extática
exclamaba, con labios divinamente inspirados: Vivo yo, más no yo, sino que
Cristo en
mí287.
Con el fin, pues, de que se puedan distinguir los éxtasis divinos de los
humanos y diabólicos, los siervos de Dios nos han dejado muchos
documentos. Mas, por lo que a mí toca me bastará, para mi propósito,
proponeros dos señales de éxtasis bueno y santo.
289 7 Rom., V, 5.
90
Pero dejar todos nuestros bienes, amar la pobreza, llamarla y tenerla por
deliciosa dueña; considerar como una felicidad y una bienaventuranza los
oprobios, los desprecios, la abyección, las persecuciones y los martirios;
mantenerse dentro de los términos de una castidad absoluta, y, finalmente,
vivir en el mundo y en esta vida mortal contra todas las opiniones y las
máximas mundanas y contra la corriente del río de esta vida, mediante una
habitual resignación, renuncia y abnegación de nosotros mismos, esto no es
vivir humanamente, sino sobrehumanamente; no es vivir en nosotros, sino
fuera y por encima de nosotros, y, puesto que nadie puede salir de esta
manera de sí mismo, si el Padre eterno no le atrae292, sigúese que este
género de vida es un arrobamiento continuo y un éxtasis perpetuo de acción y
operación.
¿Qué quieren, pues, decir Teótimo, estas palabras del Apóstol: Vosotros
estáis muertos. Es como si dijera: Vosotros no vivís ya en vosotros mismos,
ni dentro del cercado de vuestra condición natural; vuestra alma no vive
según ella misma, sino sobre sí misma. Luego, nuestra vida está escondida
en Dios, con Jesucristo, y cuando Jesucristo, que es nuestro amor, y, por
consiguiente nuestra vida espiritual, aparecerá el día del juicio, entonces
nosotros apareceremos con Él en la gloria 294; es decir, Jesucristo nuestro
amor nos glorificará, comunicándonos su felicidad y su esplendor.
VII Cómo el amor es la vida del alma. Prosigue el discurso sobre la vida
extática 291 I Reg., X, 11.
294 Col.,III,4.
91
Por lo cual nuestra vida está oculta en Él, y, cuando Él aparezca glorioso,
nuestra vida y nuestro amor aparecerán, asimismo, con Él, en Dios. Así, San
Ignacio, decía que su amor estaba crucificado, como si hubiese querido decir:
Mi amor natural y humano, con todas las pasiones que de él dependen, está
clavado en la cruz; yo le he dado muerte como a un amor mortal, que hacía
vivir mi corazón con una vida también mortal, y, así como mi Salvador fue
crucificado y murió, según su vida mortal, para resucitar a una vida inmortal,
de la misma manera yo he muerto con Él en la cruz, según mi amor natural,
que era la vida mortal de mi alma, para resucitar a la vida sobrenatural de un
amor que, pudiendo ejercitarse en el cielo, es también, por consiguiente,
inmortal.
Al ver, pues, a una persona que, en la oración, tiene unos arrobamientos por
los cuales sale y se eleva sobre sí misma en Dios, pero que, a pesar de ello,
no tiene el éxtasis de la vida, es decir, no lleva una vida realzada y unida a
Dios por la abnegación de las concupiscencias mundanas y la mortificación
de los deseos y de las inclinaciones naturales, por la dulzura interior, la
simplicidad, la humildad y sobre todo por una continua caridad, cree,
Teótimo, que todos estos arrobamientos son muy dudosos y peligrosos; son
arrobamientos propios para hacerse admirar de los hombres, mas no para
santificarlos.
Porque ¿qué bien puede sacar un alma de ser arrobada en Dios, en la oración,
si su conversación y su vida son arrebatadas por los afectos terrenos, bajos y
naturales?
Bienaventurados los que viven una vida sobrenatural, extática, levantada por
encima de sí mismos, aunque no sean arrobados sobre sí mismos en la
oración. Muchos santos hay en el cielo, que jamás estuvieron en éxtasis o en
arrobamiento durante la contemplación. Porque, ¡cuántos mártires y grandes
santos y santas vemos, en la historia, los cuales jamás tuvieron, en la oración,
otro privilegio que el de la devoción y el fervor! Pero jamás ha habido santo
alguno que no haya tenido el éxtasis y el arrobamiento de la vida y de la obra,
remontándose sobre sí mismo y sobre sus inclinaciones naturales.
San Pablo nos propone el más fuerte, el más apremiante y el más admirable
argumento, para inclinarnos a todos al éxtasis y al arrobamiento de la vida y
de la obra. Escucha, Teótimo, las ardientes y celestiales palabras de este
apóstol todo él extasiado y transportado al amor de su maestro.
por ellos297. ¡Oh Dios mío! ¡Qué fuerte es esta consecuencia en materia de
amor! Jesucristo murió por nosotros; nos dio la vida con su muerte; nosotros
no vivimos, sino porque Él murió; nuestra vida, 295 Reg., XVIII, 21. —
Melcom, el ídolo conocido también por Moloch.
92
por lo tanto, no es nuestra, sino de Aquel que nos la adquirió con su muerte;
luego no debemos vivir más en nosotros, sino en Él; no para nosotros, sino
para Dios.
Consagremos al divino amor con que murió nuestro Salvador, todos los
momentos de nuestra vida, refiriendo a su gloria todas nuestras empresas,
todas nuestras conquistas, todas nuestras obras, todas nuestras acciones todos
nuestros pensamientos y todos nuestros afectos. Contemplemos a este divino
Redentor tendido sobre la cruz en la cual muere de amor por nosotros.
¿Por qué no nos arrojamos en espíritu sobre Él, para morir en la cruz con Él,
que por nuestro amor quiso también morir? Me cogeré de Él, deberíamos
decir si tuviésemos generosidad, moriré con Él y me abrasaré en las mismas
llamas de su amor; un mismo fuego consumirá a este divino Creador y a su
ruin criatura. Mi Jesús es todo mío y yo soy todo suyo298; y viviré y moriré
sobre su pecho; ni la muerte ni la vida me separarán jamás de Él299.
Así, es, cómo se realiza el éxtasis del verdadero amor, cuando ya no vivimos
según las razones y las inclinaciones humanas, sino por encima de ellas,
según las inspiraciones y los sentimientos del divino Salvador de nuestras
almas.
El amor es fuerte como la muerte 300. Algunas veces el amor sagrado es tan
violento, que efectivamente causa la separación del cuerpo y del alma,
haciendo morir a los amantes con una muerte tan dichosa que vale más que
cien vidas.
Así como es propio de los réprobos morir en pecado, así es propio de los
elegidos morir en el amor y gracia de Dios; pero con todo, acaece de una
manera muy diferente. El justo nunca muere de una manera imprevista,
porque gran previsión de la muerte es el haber perseverado en la justicia
cristiana hasta el fin.
Mas ¿cómo han podido morir en el amor de Dios, sin pensar siquiera en Dios
en el momento de su tránsito?
Muchos santos, empero, han muerto no sólo en caridad y con el hábito del
amor celestial, si-no también en el acto y en la práctica de éste. San Agustín
murió en el ejercicio de la santa contrición; San Jerónimo, mientras exhortaba
a sus queridos hijos al amor de Dios, del prójimo y de la 298 Cant.,II, 16.
299 Rom., VIII, 38,39.
301 Sab.,IV,7.
93
¡Qué dichosa es esta muerte! ¡Qué dulce es esta amorosa saeta, que al
herirnos con la herida incurable de la santa dilección, hace que
languidezcamos para siempre y que enfermemos de unos latidos de corazón
tan fuertes, que, al fin, es menester morir! Estos sagrados desfallecimientos y
estos trabajos soportados por la caridad, acortaron los días a los divinos
amantes, como santa Catalina de Sena, San Francisco, el jovencito Estanislao
de Kostka, San Carlos, y tantos otros, que murieron tan jóvenes.
Este es el efecto más violento que el amor produce en un alma y que exige de
antemano una gran desnudez de todos los afectos que pueden tener al corazón
pegado al mundo o al cuerpo; de suerte que, así como el fuego, después de
haber separado, poco apoco, la esencia de su masa, hace salir la quinta
esencia, de la misma manera, el amor santo, después de haber liberado el
corazón humano de todos los humores, inclinaciones y pasiones, en la medida
de lo posible, hace, después, salir el alma, para que, por esta muerte preciosa,
a los divinos ojos, pase a la gloria inmortal.
San Basilio había contraído una estrecha amistad con un célebre médico,
judío de nación y de religión, con el intento de atraerle a la fe de nuestro
Señor, lo cual, empero, no pudo conseguir, hasta que quebrantado de ayunos,
de vigilias y de trabajos, llegó al artículo de la muerte y le preguntó cuál era
su parecer acerca de su salud, conjurándole que se lo dijese francamente, lo
cual hizo el médico, después de tomarle el pulso.
304 Mt, V, 7.
94
XII Que la santísima Virgen Madre de Dios murió de amor por su Hijo
sericordia305. Un santo que tanto había amado en vida no podía morir más
que de amor; porque, no pudiendo su alma amar a su sabor a su amado Jesús,
en medio de las distracciones de esta vida, y habiendo cumplido ya la misión
que le fue confiada durante la infancia del Señor, ¿qué le quedaba por hacer,
sino decir al Padre celestial: ¡oh, Padre!, yo he cumplido el encargo que me
habéis confiado, y después a su Hijo; ¡Hijo mío! así como tu Padre celestial
puso tu cuerpo entre mis manos, el día de tu venida al mundo, así en este día
de mi partida de este mundo, pongo mi espíritu en las tuyas.
Tal como me imagino, hubo de ser la muerte de este gran patriarca, hombre
escogido para hacer, al servicio del Hijo de Dios, los más tiernos y los más
amorosos oficios, cuales jamás se hicieron ni se harán, después de los que
desempeñó su celestial esposa, verdadera Madre natural de este mismo Hijo,
de la cual es imposible imaginar que muriese de otra muerte que de amor,
muerte la más noble de todas, y debida, por consiguiente, a la vida más noble
que jamás ha existido entre las criaturas; muerte de la cual los mismos
ángeles desearían morir, si de morir fuesen capaces.
No podía caber una impetuosidad agitada en este celestial amor del corazón
maternal de la Virgen, porque el amor es de suyo dulce, gracioso, apacible y
tranquilo, y si alguna vez procede por saltos y sacude el espíritu, ello es
debido a que encuentra resistencia.
95
La gloriosa Virgen, hecha partícipe de todas las miserias del género humano,
menos de aquellas que tienden inmediatamente al pecado, las empleó
utilísimamente en el ejercicio y acrecentamiento de las virtudes de la
fortaleza, de la templanza, de la justicia de la prudencia, de la pobreza, de la
humildad, del sufrimiento y de la compasión, de suerte que aquellas miserias
no opusieron ningún obstáculo, sino, al contrario, ofrecieron al amor celestial
muchas ocasiones de robustecerse con continuados ejercicios y progresos.
Nuestro corazón ha sido hecho por Dios, que lo atrae continuamente y que no
cesa de hacer sentir en él los alicientes de su celestial amor.
4. el orgullo y la vanidad;
3. siempre purísima;
4. siempre humildísima;
El amor había hecho sentir, junto a la cruz, a esta divina esposa, los supremos
dolores de la muerte; era, pues, razonable que, al fin, la muerte le comunicase
las soberanas delicias del amor.
96
TRATADO DEL AMOR DE DIOS – San Francisco de Sales
LIBRO OCTAVO
jos e inspiraciones
Con el placer que nuestro corazón recibe de la cosa amada, atrae hacia sí las
cualidades de ésta, porque el deleite abre el corazón, como la tristeza lo
encoge, por lo que la sagrada Escritura emplea, con frecuencia, la palabra
dilatar en lugar de la palabra alegrar. Estando, pues, abierto el corazón por el
placer, las impresiones que producen las cualidades de las cuales aquel
depende pene-tran fácilmente en el espíritu, y con ellas también las otras
dimanan del mismo objeto, las cuales, aunque no desagraden, no dejan
empero de penetrar en nosotros mezcladas con el placer.
307 1 Tim.,1,9.
97
La doctrina cristiana nos propone claramente las verdades que Dios quiere
que creamos.
Ahora bien, como que esta voluntad de Dios significada procede a manera de
deseo y no de un querer absoluto, podemos o bien seguirla obedeciendo o
bien resistirle desobedeciendo, porque tres son los actos de la voluntad de
Dios en este punto: quiere que podamos resistir, desea que no resistamos, y
permite, sin embargo, que resistamos si queremos.
Por esta razón, se hace a manera de deseo y no de querer absoluto. Pues bien,
lo mismo ocurre con la voluntad de Dios significada, pues por ella quiere
Dios, con verdadero deseo, que hagamos lo que Él nos manifiesta, y, para
ello, nos da todo lo que se requiere, exhortándonos e instándonos a que lo
empleemos. En esta clase de favores no se puede pedir más.
98
TRATADO DEL AMOR DE DIOS – San Francisco de Sales
Para esto besamos el libro, en el lugar del Evangelio, para adorar la santa
palabra que nos da a conocer la voluntad celestial. Para esto, muchos santos y
santas llevaban antiguamente el Evangelio escrito sobre sus pechos, como
reconfortante, tal como se lee de Santa Cecilia, y tal como, de hecho, se
encontró el de San Mateo sobre el corazón de San Bernabé difunto, escrito de
su propia mano.
gracias sobre ellos. Nada es tan agradable y delicioso para las personas libres
como el hacer su voluntad.
Pero acontece muchas veces que los medios para llegar a alcanzar la
salvación, considerados en conjunto y en general, son gratos a nuestro
corazón, pero, en sus pormenores y en particular, le parecen espantosos. ¿No
vemos, acaso, al pobre San Pedro dispuesto a recibir, en general, toda suerte
de penas y aun la misma muerte para seguir a su Maestro? Y sin embargo,
cuando llegó la ocasión, palideció, tembló y renegó de su Señor a la sola voz
de una criada.
Todos pensamos que podemos beber el cáliz de nuestro Señor juntamente con
Él; pero cuando, en realidad, se nos ofrece, huimos y lo dejamos todo.
Cuando las cosas se nos presentan en concreto, producen una impresión más
fuerte e hieren más sensiblemente la imaginación. Por esta causa en la
Introducción de la Vida Devota aconsejo que, en la santa oración, después de
los afectos generales, se hagan resoluciones particulares. David aceptaba en
particular las aflicciones como una preparación para la perfección, cuando
cantaba: Bien me está que me hayas humillado, para que apren-da tus
justísimos preceptos312.
Así fueron los apóstoles, los cuales se gozaron en las tribulaciones, pues de
ellas recibían el favor de padecer ignominias por el nombre de su Salvador
313.
310 Prov.,VIII,31.
312Sal.,CXVIII, 7 1
313 Hech.,V,41.
99
Nunca es más agradable un presente que cuando nos lo hace un amigo. Los
más suaves mandatos se hacen ásperos si un corazón tirano y cruel los
impone, y nos parecen muy amables, cuando los dicta el amor. La
servidumbre le parecía a Jacob un reinado, porque procedía del amor.
Muchos guardan los mandamientos como quien toma una medicina, a saber,
más por temor de morir y condenarse que por el placer de vivir según el
agrado de Dios. \ Al contrario, el corazón enamorado ama los mandamientos,
y cuanto más difíciles son, más dulces y agradables le parecen, porque así
mejor complace al Amado y es mayor el honor que le tributa. Entonces deja
escapar y canta himnos de alegría, cuando Dios le enseña sus mandamientos
y sus justificaciones314.
314 Sal.,CXVIII, 17 1
Todos los consejos han sido dados para la perfección del pueblo cristiano,
mas no para la perfección de cada cristiano en particular. Hay circunstancias
que los hacen unas veces imposibles, otras inútiles, otras peligrosos, otras
dañosos, por lo cual nuestro Señor dice de uno de estos consejos lo que
quiere que se entienda de todos: Quien pueda tomarlo que lo tome317, como
si dijera, según lo expone San Jerónimo: quien pueda ganar y llevarse el
honor de la castidad, como premio de su reputación, que lo tome, pues es el
premio propuesto a los que corren denodadamente. Luego, no todos pueden,
o mejor dicho, no es conveniente a todos la guarda de todos los consejos,
pues, habiendo sido dados en favor de la caridad, ha de ser ésta la regla y la
medida que hemos de seguir en la práctica de los mismos.
Así, pues, cuando la caridad lo ordena, se sacan los monjes y los religiosos de
los claustros, para hacerlos cardenales, prelados y párrocos, y hasta para que
contraigan matrimonio para la quietud de los reinos, según hemos dicho más
arriba y según ha ocurrido algunas veces.
Ahora bien, si la caridad obliga a salir de los claustros a los que, por voto
solemne, están ligados con ellos, con mucha mayor razón y por un motivo de
menor importancia se puede, por la autoridad de esta misma caridad,
aconsejar a muchos que permanezcan en sus casas, que conserven sus bienes,
que se casen, y hasta que tomen las armas y vayan a la guerra, a pesar de ser
una profesión tan peligrosa.
Todo se hace por la caridad, y la caridad todo lo hace por Dios; todo ha de
servir a la caridad, más ella no ha de estar al servicio de nadie, ni siquiera de
su amado, del cual no es sierva, sino esposa. Por esto es ella la que ha de
regular la práctica de los consejos; porque a unos les ordenará la castidad, y
no la pobreza; a otros la obediencia, y no la castidad; a otros el ayuno, y no la
limosna; a otros la limosna, y no el ayuno; a unos la soledad; a otros el
ministerio pastoral; a unos la conversación; a otros la soledad. En resumen, la
caridad es un agua sagrada que fecunda el jardín de la Iglesia, y aunque es
incolora, cada una de las flores que hace crecer tiene su color diferente. Ella
produce mártires, más rojos que la rosa; vírgenes más blancas que el lirio; a
unos les comunica el fino morado de la mortificación; a otros el amarillo de
los cuidados del matrimonio, valiéndose de los diversos consejos para la
perfección de las almas, tan felices de vivir bajo su mando.
101
dirigirá todas las almas, todos los corazones, todas las voluntades, y el
nombre de honor de los cristianos no será otro que la voluntad de Dios en
ellos, voluntad que reinará sobre todas las voluntades y las transformará todas
en sí misma, de suerte que la voluntad de los cristianos y la voluntad de Dios
no serán más que una sola voluntad.
Dios no sólo escucha la oración de sus fieles, sino también sus solos deseos y
la sola preparación de sus corazones para orar; tan favorable es y tan propicio
a hacer la voluntad de los que le aman. ¿Por qué, pues, no hemos de ser
nosotros recíprocamente celosos de seguir la santa voluntad de nuestro Señor,
de suerte que no sólo hagamos lo que manda, sino también lo que da a
entender que le agrada y desea? Las almas nobles, para abrazar un designio,
no tienen necesidad de otro motivo que el saber que su Amado lo desea.
Las palabras con las cuales nuestro Señor nos exhorta a desear la perfección y
a tender a ella son tan enérgicas y apremiantes, que no es posible disimular la
obligación que nos incumbe de com-prometernos a realizar este intento . Sed
santos —dice—- puesto que Yo soy santo324. El que es jus to justifíquese
más y más, y el santo más y más se santifique325. Sed perfectos como vuestro
Padre celestial es perfecto326.
324 Levit.,XI,44.
325 Ap.,XXII , 11.
102
Se puede, sin pecado, no seguir los consejos, debido a tener puesto el afecto
en otras cosas, por ejemplo se puede no vender lo que se posee y no darlo a
los pobres por falta de valor para una renuncia tan grande. Puede uno casarse
por amor a una mujer o por no tener la fuerza que se requiere para emprender
la guerra contra la carne. Pero hacer expresa profesión de no seguir ni uno
solo de los consejos, esto no se puede hacer, sin que redunde en desprecio de
quien los ha dado.
Ahora bien, entre los hombres, es posible despreciar sus consejos sin
despreciar a los que los dan, porque no es despreciar a un hombre creer que
se ha equivocado. Pero, cuando se trata de Dios, no aceptar su consejo y
despreciarlo, no puede ser sino efecto de estimar que no ha aconsejado bien,
lo cual no se puede pensar sin espíritu de blasfemia, ya que ello equivale a
suponer que Dios no es suficientemente bueno para querer o aconsejar bien.
Lo mismo se diga de los consejos de la Iglesia, la cual, por razón de la
continua asistencia del Espíritu Santo, que la ilustra y la guía por el camino
de la verdad, nunca puede dar un mal consejo.
IX Prosigue el discurso precedente. Cómo todos deben amar, aunque no
practicar, todos los consejos evangélicos, y cómo, a pesar de ello, debe
cada uno practicar los que puede Aunque cada cristiano, en particular, no
puede ni debe practicar todos los consejos, está, empero, obligado a amarlos,
porque todos son buenos.
lico, porque Dios lo ha dado, no puede dejar de apreciar los demás, pues son
todos de Dios.
Exige la caridad que, para ayudar a vuestro padre o a vuestra madre, viváis
con ellos; pero, sin embargo, conservad el amor y la afición al retiro y no
tengáis puesto el corazón en la casa paterna, sino en la medida necesaria para
hacer en ella lo que la caridad requiere. No es conveniente, por causa de
vuestro estado, que guardéis una castidad perfecta; guardad, empero, a lo
menos, la que, sin faltar a la caridad, os sea posible guardar. El que no pueda
hacerlo todo, que haga alguna parte. No estáis obligados a ir en pos del que
os ha ofendido, porque es él quien ha de volver sobre sí y ha de acudir a
vosotros para daros satisfacción, pues, de él ha procedido la injuria y el
ultraje; pero haced lo que el Salvador os aconseja: adelantaos a hacerle bien,
devolvedle bien por mal: echad sobre su cabeza y sobre su corazón ascuas
encendidas 328 de caridad, que todo lo abrasen y le fuercen a amaros.
No estáis obligados por el rigor de la ley a dar limosna a todos los pobres que
encontréis, si-no tan sólo a los que tengan de ella gran necesidad; pero, según
el consejo del Salvador, no dejéis de dar a todos los indigentes que os salgan
al paso, en cuanto vuestra condición y vuestras verdaderas 328 Rom., XII, 20.
103
Hay en los consejos diversos grados de perfección. Prestar a los pobres, fuera
de los casos de extrema necesidad, es el primer grado del consejo de la
limosna, el dar la propia persona, consagrándola al servicio de los pobres.
Visitar a los enfermos, que no lo están de extrema gravedad, es un acto muy
laudable de caridad; servirles es aún mejor; pero dedicarse a su servicio, es lo
más excelente de este consejo, que los clérigos de la Visitación de enfermos
practican, en virtud de su propio instituto, como también muchas señoras, a
imitación de aquel gran santo, Sansón, noble y médico romano, el cual, en la
ciudad de Constantinopla, donde fue sacerdote, se dedicó enteramente, con
admirable caridad, al servicio de los enfermos, en un hospital que comenzó a
construir allí, y que levantó y terminó el emperador Justiniano; y a imitación,
asimismo, de las santas Catalina de Sena y de Génova de Isabel de Hungría y
de los gloriosos amigos de Dios, San Francisco e Ignacio de Loyola, que, en
los comienzos de sus Religiones, practicaron estos ejercicios con un ardor y
un provecho espiritual incomparable.
Los medios para inspirar, de los cuales se vale son infinitos. San Antonio,.
San Francisco, San Anselmo y otros mil, recibían con frecuencia las
inspiraciones por la vista de las criaturas. El medio ordinario es la
predicación; pero, algunas veces, aquellos a quienes la palabra no aprovecha
son instruidos por las tribulaciones, según el decir del profeta: La aflicción
dará inteligencia al oí-
do 329, o sea, los que, al oír las amenazas del cielo sobre los malos, no se
enmiendan, aprenderán la verdad por los acontecimientos y los hechos y
llegarán a ser cuerdos mediante la aflicción. Santa María Egipciaca se sintió
inspirada al ver una imagen de Nuestra Señora; San Antonio, al oír el
Evangelio que se lee en la misa; San Agustín, al oír contar la vida de San
Antonio; el duque de Gandía, al contemplar el cadáver de la emperatriz
difunta; San Pacomio, ante un ejemplo de caridad; San Ignacio de Loyola,
con la lectura de las vidas de los santos.
Cuando yo era joven, en París, dos estudiantes, uno de los cuales era hereje,
pasaban una noche por el arrabal de Saint Jacques, en una francachela,
cuando oyeron el toque de maitines de los cartujos. Preguntó el hereje a su
compañero cuál era el motivo de ello, y le explicó con qué devoción se
celebraban los divinos oficios en aquel monasterio. ¡Dios mío —exclamó—
qué diferente es del nuestro el ejercicio de estos religiosos! ellos hacen el
oficio de los ángeles y nosotros el de los brutos animales, y, queriendo ver
por experiencia, el día siguiente, lo que sabía por el relato de su compañe-329
Is., XXVIII, 19.
104
ro, encontró a aquellos padres en sus asientos del coro, colocados como
estatuas de mármol, inmóviles, en una serie de nichos, sin pensar en otra cosa
que en la salmodia, que recitaban con una atención y una devoción
verdaderamente angélicas, según la costumbre de esta santa orden; tanto, que
aquel pobre joven, arrebatado por la admiración, fue presa de una gran
consolación, al ver a Dios tan bien adorado entre los católicos, y tomó la
resolución, como lo hizo más tarde, de ingresar en el seno de la Iglesia,
verdadera y única esposa de Aquel que le había visitado con su inspiración,
en el mismo lugar infame y abominable en que estaba.
Las almas que no se limitan a hacer lo que por medio de los mandamientos y
de los consejos exige de ellas el divino Esposo, sino que, además, están
prontas para seguir las santas inspiraciones, son las que el Padre celestial
tiene dispuestas para ser esposas de su Hijo muy amado.
Hay inspiraciones que tienden tan sólo a una extraordinaria perfección de los
ejercicios ordinarios de la vida cristiana. La caridad con los pobres es un
ejercicio ordinario de los verdaderos cristianos, pero ejercicio ordinario que
fue practicado con extraordinaria perfección por San Francisco y por Santa
Catalina de Sena, cuando llegaron a lamer y a chupar las úlceras de los
leprosos y de los cancerosos, y por el glorioso San Luís, cuando servía de
rodillas y con la cabeza descubierta a los enfermos, lo cual llenó de
admiración a un abad del Cister, que le vio manejar y cuidar en esta postu-ra
a un desgraciado enfermo lleno de úlceras horribles y cancerosas.
¿qué necesidad hay de muchas consultas? Basta hacer una buena a pocas
personas que sean prudentes y capaces de aconsejar en este negocio, y que
puedan ayudarnos a tomar una rápida y sólida resolución. Pero, una vez
hemos deliberado y nos hemos resuelto en esta materia, como en todas las
que se refieren al servicio de Dios, es menester que permanezcamos firmes e
invariables, sin dejamos conmover por ninguna clase de apariencia de un
mayor bien, porque, como dice el glorioso San Bernardo, el espíritu maligno,
para distraemos de acabar una obra buena, nos propone otra que parece
mejor, y, una vez hemos comenzado ésta, nos presenta una tercera,
contentándose con que empece-mos muchas veces, con tal que nada llevemos
a buen fin. Tampoco conviene pasar de una comunidad religiosa a otra sin
motivos de mucho peso, dice Santo Tomás.
105
Así nuestro enemigo, al ver que un hombre, inspirado por Dios, emprende
una profesión o un método de vida apropiado a su avance en el amor
celestial, le persuade que emprenda otro camino, de mayor perfección, en
apariencia, y, después de haberle desviado del primero, poco a poco le hace
imposible la marcha por el segundo, y le propone un tercero, para que
ocupándole en la busca continua de diversos y nuevos medios de perfección,
le impida emplear alguno y, por consiguiente, llegar al fin por el cual los
había buscado, que es la perfección. Habiendo, pues, cada uno encontrado la
voluntad de Dios, en su vocación, procure permanecer santa y amorosamente
en ella, y practicar los ejercicios propios de la misma, según el orden de la
prudencia y con el debido celo de la perfección.
Amado 332. Y aunque ella sea belicosa y guerrera, es, a la vez, de tal manera
apacible333, que, en medio de los ejércitos y de las batallas, prosigue en sus
acordes de una melodía sin igual.
¿Qué veréis —dice— en la Sulamitis, sino los coros de los ejércitos? Sus
ejércitos son coros, es decir, conciertos de cantores, y sus coros son ejércitos,
porque las armas de la Iglesia y las del alma devota no son otra cosa que las
oraciones, los himnos, los cantos y los salmos. Así, los siervos de Dios que
han sentido las más altas y sublimes inspiraciones han sido los más dulces y
los más apacibles del universo: Abraham, Isaac y Jacob. Moisés es calificado
como el más suave de todos los hombres334; David es recomendado por su
mansedumbre.
331 Ibid.,3.
332 Cant.,V,6.
334 Num.,XII,3.
106
Hablo de una humildad noble, real, jugosa, sólida, que nos haga suaves en la
corrección, manejables y prontos en la obediencia. Cuando el incomparable
Simeón Estilita era todavía novicio en Thelede335, se hizo inflexible al
parecer de los superiores, que querían impedirle la práctica de sus extraños
rigores, con los que se ensañaba desordenadamente en sí mismo; y llegó la
cosa al punto de ser despedido del monasterio, como poco asequible a la
mortificación del corazón y excesivamente dado a la del cuerpo.
Pero habiendo sido después llamado de nuevo y hecho más devoto y prudente
en la vida espiritual, se portó de otra manera, como lo prueba el siguiente
hecho. Porque, cuando los eremitas de los desiertos vecinos a Antioquía
tuvieron noticia de la vida extraordinaria que llevaba sobre su columna, en la
cual parecía un ángel terreno o un hombre celestial, le enviaron un mensajero,
escogido entre ellos, al cual dieron la orden de que le dijese en nombre de
todos:
«¿Por qué, Simeón, dejas el camino real de la vida devota, trillado por
tantos y tan grandes santos, que en él nos han precedido, y sigues otro
desconocido de los hombres y tan alejado de todo cuanto se ha visto y oído
hasta ahora? Deja esta columna y confórmate, como todos los demás, con la
manera de vivir y con el método de servir a Dios empleado por los buenos
padres, predecesores nuestros».
roca, en el lugar llamado Mandra336. De esta manera, esta ave del Paraíso,
viviendo en el aire, sin tocar el suelo, dio un espectáculo de amor a los
ángeles y de admiración a los hombres. Todo es seguro en la obediencia, y
todo es sospechoso fuera de ella.
Cuando Dios envía sus inspiraciones a un corazón, la primera que deja sentir
es la de la obediencia. El que dice que está inspirado y se niega a obedecer a
los superiores y a seguir su parecer, es un impostor. Todos los profetas y
todos los predicadores que han sido inspirados por Dios, han amado siempre
a la Iglesia, se han sujetado a su doctrina, siempre han recibido su
aprobación, y nada han 335 Monasterio de Siria.
107
anunciado con tanta energía como esta verdad: En los labios del sacerdote ha
de estar el depósito de la ciencia, y de su boca se ha de aprender la ley337.
Por lo regular, ninguna de estas cosas aventaja tanto a las otras, que se
requiera una larga de-liberación acerca de ellas. En estos trances, es menester
proceder con buena fe y no andar con sutile-zas, hacer con libertad lo que
bien nos parezca, para no dar lugar a que nuestro espíritu pierda el tiempo y
se ponga en peligro de inquietud, escrúpulo y superstición. Ahora bien, lo
dicho siempre se ha de entender de los casos en que no hay gran
desproporción entre una obra y la otra y no aparecen circunstancias notables
en favor de una de las partes.
108
LIBRO NOVENO
neplácito de Dios
Fuera del pecado, nada se hace sino por la voluntad de Dios llamada absoluta
y de beneplácito, voluntad que nadie puede impedir y que sólo se conoce por
sus efectos, los cuales, una vez se han producido, nos manifiestan que Dios
los ha querido y dispuesto.
Mas, porque los efectos de su justicia son ásperos y llenos de amargura, los
endulza siempre, mezclándolos con los de su misericordia, y hace que, en
medio de las aguas del diluvio de su justa indignación, se conserve el verde
olivo, y que el alma devota, como una casta paloma, pueda, al fin,
encontrarle, si quiere meditar amorosamente al modo de esta ave. Así la
muerte, las aflicciones, los sudores, los trabajos, en que abunda nuestra vida,
los cuales, por justa disposición de Dios, son las penas de pecado, son
también, por su dulce misericordia, las gradas para subir al cielo, los medios
para aprovecharnos de la gracia y los méritos para obtener la gloria.
Bienaventurados son el hambre la sed, la pobreza, la tristeza, la enfermedad,
la muerte y la persecución, porque son verdaderamente justos castigos de
nuestras faltas pero castigos de tal manera templados y de tal manera
aromatizados por la suavidad, la mansedumbre y la clemencia divina, que su
amargura es una amargura amabilí-
sima.
109
Amar los sufrimientos y las aflicciones, por amor de Dios, es el punto más
encumbrado de la caridad; porque, en esto, nada hay que sea amable, fuera de
la voluntad divina; hay una gran contradicción por parte de nuestra
naturaleza, y no sólo se renuncian los placeres, sino también se abrazan los
tormentos y los trabajos.
El maligno espíritu sabía muy bien que era éste el ultimo refinamiento del
amor, cuando, después de haber oído de labios de Dios que Job era justo,
recto y temeroso de Dios, que huía de todo pecado y que permanecía firme en
su inocencia, tuvo todo esto en muy poca cosa, en comparación con el
sufrimiento de las aflicciones, por las cuales hizo la última y suprema prueba
del amor de este gran siervo a Dios; y, para que estos sufrimientos fuesen
extremados, los hizo consistir en la pérdida de todos sus bienes y de todos sus
hijos, en el abandono de todos sus amigos; en una fuerte contradicción por
parte de sus más allegados, y de su misma esposa; contradicción llena de
desprecios, de burlas, de reproches, a todo lo cual juntó casi todas las
enfermedades que puede padecer un hombre, especialmente una llaga
general, cruel, infecta y horrible.
Ahora bien, mira al gran Job, como rey de los desgraciados de la tierra,
sentado sobre un estercolero, como sobre el trono de la miseria, cubierto de
llagas, de úlceras, de podredumbre, como quien anda vestido con el traje real
adecuado a la cualidad de su realeza; en medio de un tan grande abyección y
anonadamiento, que, de no haber hablado, no se po-dría discernir si era un
hombre convertido en estercolero, o sí el estercolero era un montón de
podredumbre en forma de hombre, oye como exclama: Si recibimos los
bienes de la ma-no de Dios, ¿por qué no recibiremos también los males?
339.
¡Dios mío! ¡Cuan grande es el amor de estas palabras! Considera que has
recibido los bienes de la mano de Dios y da una prueba de que no había
estimado tanto estos bienes por ser bienes, cuanto porque venían de la mano
del Señor. De lo cual concluye que es menester soportar amorosamente las
adversidades, pues proceden de la misma mano del Señor, igualmente amable
cuando reparte aflicciones que cuando da consolaciones. Todos reciben
gustosamente los bienes; pero recibir los males, es tan sólo propio del amor
perfecto, que los ama tanto más, cuanto que no son amables sino por la mano
que los envía.
110
Heroica y más que heroica fue la indiferencia del incomparable San Pablo:
estoy apretado —dice a los Filipenses— por dos lados, pues deseo verme
libre de este cuerpo y estar con Jesucristo, cosa muchísimo mejor, y también
permanecer en esta vida por vosotros340. En lo cual fue imitado por el gran
obispo San Martín, quien, al llegar al fin de su vida, a pesar de que se
abrasaba en deseos de ir a Dios, no dejó, empero, de manifestar que, con
gusto, hubiera permanecido entre los trabajos de su cargo, para el bien de su
querido rebaño.
El corazón indiferente es como una pelota de cera entre las manos de Dios,
para recibir de una manera igual todas las impresiones del querer eterno: un
corazón indiferente para elegir, igualmente dispuesto a todo, sin ningún otro
objeto para su voluntad que la voluntad de Dios; que no pone su afecto en las
cosas que Dios quiere, sino en la voluntad de Dios que las quiere. Por esta
causa, cuando la voluntad de Dios se manifiesta en varias cosas, escoge, al
precio que sea, aquella en la cual aparece más clara. El beneplácito de Dios se
encuentra en el matrimonio y en la virginidad, pero porque resplandece más
en la virginidad, el corazón indiferente la escoge, aun a costa de la vida, tal
como acaeció a la hija espiritual de San Pablo, Santa Tecla, a Santa Cecilia, a
Santa Ágata y a otra símil.
341 Cant.,I,3.
111
Muchas veces Dios, para ejercitarnos en esta santa indiferencia, nos inspira
designios muy elevados, cuya realización no desea; y, entonces, así como es
menester comenzar y continuar la obra con osadía, aliento y constancia, en la
medida de lo posible, del mismo modo es menester conformarse suave y
tranquilamente con el éxito de la empresa que a Dios pluguiere darnos. San
Luís, movido por la inspiración, pasa el mar, para conquistar Tierra Santa; el
éxito es adverso, y él se conforma dulcemente. Prefiere la tranquilidad de este
asentamiento que la magnanimidad del designio. San Francisco se va a
Egipto, para convertir a los infieles o morir mártir entre ellos; tal es la
voluntad de Dios, pero regresa sin haber logrado ni lo uno ni lo otro, y
también es ésta la voluntad de Dios.
Fue también voluntad de Dios que San Antonio de Padua desease el martirio
y que no lo lograse. El bienaventurado Ignacio de Loyola, después de haber
puesto en marcha, con grandes trabajos, la Compañía de Jesús, cuyos
hermosos frutos contemplaba, previendo otros mucho mejores para el
porvenir, sintióse, empero, con alientos para asegurar que, si la Compañía
llegase a deshacerse, cosa para él la más áspera, le bastaría media hora para
so-segarse y quedar tranquilo en la voluntad de Dios. Aquel doctor y santo
predicador de Anda-lucía, Juan de Ávila, después de haber concebido el
designio de fundar, una comunidad de clérigos reformados, para el servicio
de la gloria de Dios, cuando tenía ya el plan muy ade-lantado desistió de su
intento con una dulzura y una humildad incomparables, al ver que los jesuitas
eran suficientes para la realización de esta empresa.
112
¡Oh, qué felices son estas almas, animosas y fuertes para las empresas que
Dios les inspira, y, al mismo tiempo, dóciles y flexibles en dejarlas, cuando
Dios así lo dispone! Estos son los rasgos de una indiferencia perfectísima: el
desistir de hacer un bien, cuando a Dios así le place, y el volver atrás en el
camino comenzado, cuando la voluntad de Dios, que es nuestro guía, así lo
ordena.
Así, ¿no podemos poner afecto en ninguna cosa, y hemos de dejar todos los
negocios a merced de los acontecimientos? No hemos de olvidar nada de
cuanto se requiere para el buen éxito de las empresas que Dios ha puesto en
nuestras manos, pero siempre con la condición de que sí el éxito es adverso,
lo aceptemos con tranquilidad y dulzura, porque tenemos el mandato de
poner un gran cuidado en las cosas que se refieren a la gloria de Dios y que
nos han sido confiadas, pero no estamos obligados ni corre a cuenta nuestra
el obtener un buen éxito, porque no depende de nosotros. Ten cuidado de él
342, le fue dicho al dueño del mesón, en la parábola de aquel pobre hombre
que yacía medio muerto entre Jerusalén y Jericó. Hace Notar San Bernardo
que no se le dijo: Cúralo, sino: Ten cuidado de él. Así los apóstoles, con un
cariño incomparable, predicaron primeramente a los judíos, aunque sabían
que al fin tendrían que dejarlos, como una tierra estéril, para dirigirse a los
gentiles. Corresponde a nosotros el sembrar y el regar, pero el dar el fruto
343 sólo es propio de Dios.
El labrador nunca será reprendido por no tener una buena cosecha, sino por
no haber arado y sembrado bien las tierras. No nos inquietemos, si siempre
nos vemos novicios en el ejercicio de las virtudes; porque, en el monasterio
de la vida devota, todos se creen siempre novicios y, en él, toda la vida está
destinada a probación, y no hay señal más evidente de ser, no ya novicio, sino
digno de expulsión y de reprobación, que el creerse profeso y tenerse por tal,
porque, según la regla de esta orden, no la solemnidad de los votos, sino el
cumplimiento 342 Lc, X, 35.
343 1 Cor., III, 6.
113
Pero, una vez cometido el pecado, hagamos cuanto podamos para que sea
borrado, a imitación de nuestro Señor, quien volvería a padecer la muerte
para librar a una sola alma del pecado. Pero, si el pecador se obstina,
lloremos, Teótimo, suspiremos, roguemos por él, juntamente con el Salvador
de nuestras almas, quien habiendo, durante su vida, derramado muchas
lágrimas por los pecadores, murió, finalmente, con los ojos anegados en
llanto y con su cuerpo bañado en sangre, lamentando la muerte de ellos. Este
sentimiento conmovió tan vivamente a David, que desfalleció su corazón:
Desmayé de dolor, por causa de los pecado-
res que abandonaban tu ley 345. Y el gran Apóstol confiesa que siente un
continuo dolor 346
Sin embargo, por obstinados que sean los pecadores, no nos desalentemos en
su ayuda y servicio; porque ¿acaso sabemos si harán penitencia y se
salvarán? Bienaventurado aquel que, como San Pablo, puede decir a sus
prójimos: No he cesado, de día y de noche de 344 Sal.,CXVIII, 137.
345 Sal.,CXVIII,53.
114
amonestar con lágrimas a cada uno de vosotros347; y por lo tanto, estoy lim
pio de la sangre de todos, pues no he dejado de intimaros todos los designios
de Dios348. Mientras permanezcamos dentro de los límites de la esperanza
de que el pecador se pueda enmendar, los cuales son tan extensos como los
límites de la vida, nunca debemos rechazarle, sino que hemos de rogar por él
y ayudarle tanto cuanto su desgracia lo permita.
adelante nos vamos a los gentiles 349. Os será quitado el reino de Dios y
dado a gentes que
rindan fruto 350, porque solo podemos detenernos en llorar demasiado sobre
unos, cuando no es en detrimento del tiempo necesario para procurar la
salvación de otros. Ciertamente, dice el Apóstol que siente un dolor continuo
por la pérdida de los judíos; pero lo dice de la misma manera que decimos
nosotros que bendecimos a Dios en todo tiempo, pues esto no quiere decir
otra cosa sino que le bendecimos con mucha frecuencia y en toda ocasión.
348 lbid.,26,27.
349 Hech.,XX,31.
115
Luego, el cantor que, al principio, cantaba a Dios y para Dios, canta ahora
más a sí mismo y para sí mismo que para Dios; si se complace en cantar, no
es tanto para alegrar los oídos de Dios, cuanto para alegrar los suyos. Y,
puesto que el cántico del amor divino es el más excelente de todos, lo ama
también más, no por causa de las divinas excelencias que en él son alabadas,
sino porque el aire del canto es, por ello, más delicioso y agradable.
¿No ves —diremos a un obispo— que Dios quiere que cantes el himno
pastoral del divino amor en medio de tu grey, que este mismo autor te mandó,
por tres veces, apacentar, en la persona del apóstol San Pedro, el primero de
todos los pastores? ¿Qué responderás a esto? Que en Roma y en París hay
más deleites espirituales, y que el divino amor se puede practicar allí con más
suavidad. ,¡Dios mío! no es por vuestro agrado que este hombre quiere
cantar, sino por el gusto que siente en ello; no os busca a Vos en el amor, sino
el contento que le causa el ejercicio de este amor. Los religiosos desearían
cantar el cántico de los prelados, y los casados el de los religiosos, con el fin,
según dicen ellos, de poder mejor amar y servir a Dios.
116
Es sin duda, muy difícil amar a Dios sin amar, a la vez, el placer que causa el
amarle; pero, no obstante, hay mucha diferencia entre el contento que
produce el amor a Dios porque es bello, y el que produce el amarle porque su
amor nos es agradable. Debemos, pues, buscar en Dios el amor de su belleza,
y no el placer que hay en la belleza de su amor. El que, cuando ruega a Dios,
se da cuenta de que ruega no atiende perfectamente a la oración, porque
distrae su atención de Dios, a quien ruega. El mismo cuidado que muchas
veces ponemos en no distraernos es, con frecuencia, causa de grandes
distracciones.
Pues bien, si era Dios a quien amaba, ¿por qué ha dejado de amarle, ya que
Dios siempre es el mismo? Amaba la consolación de Dios, y no el Dios de la
consolación.
X De la perplejidad del corazón que ama sin que sepa que agrada al
Amado Muchas veces no sentimos ningún consuelo en los ejercicios del
amor sagrado, y, como los cantores sordos, no oímos nuestra propia voz, ni
podemos gozar de la suavidad de nuestro canto; al contrario, aparte de esto,
nos sentimos acosados de mil temores, turbados de mil ruidos, que el
enemigo hace en torno de nuestro corazón, sugiriéndonos el pensamiento de
que quizás no somos agradables a nuestro Señor de que nuestro amor es inútil
y aun falso y vano, pues no nos causa ningún consuelo. Entonces trabajamos
no sólo sin placer sino con gran tedio, no viendo ni el fruto de nuestro trabajo
ni el contento de Aquel por quien trabajamos.
El alma que anda muy cargada de penas interiores si bien puede creer, esperar
y amar a Dios, y, en realidad, así lo haga, sin embargo no tiene fuerza para
discernir si cree, espera y ama a su Dios, pues la angustia la llena y la abate
tan fuertemente, que no puede volver sobre sí misma para ver lo que hace;
por esta causa, figura que no tiene fe, ni esperanza, ni caridad, sino tan sólo
fantasmas, e inútiles impresiones de estas virtudes que siente sin sentirlas, y
como extrañas, mas no como familiares de su alma.
¿Qué podrá, pues, hacer el alma que vive en este estado? En tales momentos,
Teóti-mo, no sabe cómo sostenerse, entre tantas congojas, y sólo tiene fuerza
para dejar morir su voluntad en las manos de la voluntad de Dios, a imitación
del dulce Jesús, el cual, cercado a la muerte, exhalando el último suspiro, dijo
con una gran voz y con muchas lágrimas: Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu351 palabras que fueron las últimas de todas y por las cuales el
Hijo muy amado dio la prueba suprema de su amor al Padre. Nosotros,
cuando las convulsiones de las penas espirituales nos priven de toda suerte de
alivio y de los medios de resistir, pongamos nuestro espíritu en manos del
eterno Hijo, que es nuestro verdadero padre, y bajando la cabeza en señal de
asentimiento a su beneplácito, entreguémosle toda nuestra voluntad.
XII Cómo la voluntad, una vez muerta a sí misma, vive puramente en la
voluntad de Dios No dejamos de hablar con propiedad, cuando, en nuestro
lenguaje, llamamos tránsito a la muerte de los hombres, significando con ello
que la muerte no es más que un paso de una vida a otra, y que al morir no es
sino atravesar los límites de esta vida mortal para ir a la inmortal.
Ciertamente, nuestra voluntad, como nuestro espíritu, nunca puede morir;
pero, a veces, va más allá de los confines de su vida ordinaria, para vivir toda
en la voluntad divina, y es entonces cuando ni puede ni quiere querer cosa
alguna, sino que se entrega totalmente y sin reservas al beneplácito de la
divina Providencia, confundiéndose de tal manera con este divino beneplácito
que ya no aparece más, sino que está toda oculta, con Jesucristo, en Dios,
donde vive, aunque no ella, sino la voluntad de Dios en ella.
La suma perfección de nuestra voluntad consiste en que esté tan unida con la
del soberano Bien como la de aquel santo que decía: Oh Señor, me habéis
conducido y guiado hacia vuestra voluntad; que quiere decir que no había
hecho uso de su voluntad para conducirse a sí mismo, sino simplemente se
había dejado guiar y llevar por la de Dios.
118
XIII Del ejercicio más excelente que podemos practicar en medio de las
penas interiores y exteriores de esta vida, mediante la indiferencia y la
muerte de nuestra voluntad Bendecir a Dios y darle las gracias por todos
los acontecimientos, que su Providencia ordena, es, en verdad, una ocupación
muy santa; pero, cuando dejamos a Dios el cuidado de querer y de hacer lo
que le plazca en nosotros, sobre nosotros y de nosotros, sin atender a lo que
ocurre, aunque lo sintamos mucho, procurando desviar nuestro corazón y
aplicar nuestra atención a la bondad y a la dulzura divina, bendiciéndolas, no
en sus efectos ni en los acontecimientos que ordenan, sino en sí mismas y en
su propia excelencia, entonces hacemos, sin duda, un ejercicio mucho más
eminente.
Mis ojos están siempre fijos en el Señor, porque El ha de sacar mis pies del
lazo352.
Me parece, pues, mejor decir que el alma que está en esta indiferencia y que,
en lugar de querer cosa alguna, deja a Dios querer lo que le plazca, mantiene
su voluntad en una simple y general espera, porque esperar no es hacer u
obrar, sino estar dispuesto a cualquier acontecimiento. Y, si reparáis en ello,
veréis que esta espera del alma es verdaderamente voluntaria, y, sin embargo,
no es una acción, sino una simple disposición para recibir lo que acaeciere; y,
cuando los acontecimientos han llegado y han sido aceptados, la espera queda
transformada en un consentimiento o aquiescencia; pero, antes de que
ocurran, el alma permanece en una simple espera, indiferente a todo lo que a
la divina voluntad pluguiere ordenar.
preparado para todo cuanto quieran hacer de Mí? Mas te ruego, Teótimo, que
consideres que, así como nuestro Salvador, después de la oración resignada
que hizo en el huerto de los Olivos, y después de su prendimiento, se dejó
atar y conducir según el capricho de los que le 352 Sal.,XXIV, 15.
353 Ibid.
354 Is.,L,5.
355 Ibid.,6.
119
otra vez 358. Lavé mis pies de toda suerte de afectos, ¿y me los he de volver
a ensuciar? Desnudo salí de las manos de Dios, y desnudo volveré a ellas. El
Señor me había dado muchos deseos; el Señor me los quitó; bendito sea su
santo nombre 359. Sí, Teótimo, el mismo Señor que nos hace desear las
virtudes, en los comienzos, nos quita después el afecto a las mismas y a todos
los ejercicios espirituales, para que con más sosiego, pureza y simplicidad no
nos aficionemos a cosa alguna fuera del beneplácito de su divina Majestad.
Porque, como la hermosa y prudente Judit guardaba en sus cofres sus bellos
trajes de fiesta, y, sin embargo, no les tenía afición alguna, no se los vistió
jamás en su viudez, sino cuando, inspirada por Dios, marchó para dar muerte
a Holofernes; así, aunque nosotros hayamos aprendido la práctica de las
virtudes y los ejercicios de devoción, no debemos aficionarnos a ellos ni
vestir con ellos nuestro corazón, sino a medida que sepamos que es el
beneplácito de Dios.
Y así como Judit anduvo siempre vestida con el traje de luto, hasta que Dios
quiso que luciera sus galas, de la misma manera debemos nosotros
permanecer apaciblemente revestidos de nuestra miseria y abyección, en
medio de nuestras imperfecciones y flaquezas, hasta que Dios nos levante a la
práctica de acciones más excelentes.
358 Cant., V, 3.
360 Colos.,III,9,10
120
que sienta un afecto enteramente nuevo, amando todas estas mismas cosas,
pero en el lugar que les corresponde; no según las consideraciones humanas,
sino porque el celestial Esposo lo quiere y lo manda; y porque ha dispuesto
de esta manera el orden de la caridad362. Si el alma se ha despojado del
viejo afecto a los consuelos espirituales, a los ejercicios de devoción, a la
práctica de las virtudes y aún al adelanto en la perfección, ha de revestirse de
otro afecto del todo nuevo, amando todos estos favores celestiales, no porque
perfeccionan y adornan nuestro espíritu, sino porque así el nombre del Señor
es santificado, su reino enri-quecido y su divino beneplácito glorificado.
Así San Pedro vistióse en la prisión: no por elección suya, sino conforme el
ángel se
dice— ¿qué queréis que haga? 364 es decir, ¿a qué cosas os place que me
aficione? pues, al derribarme en tierra, me habéis hecho abandonar mi propia
voluntad. ¡ Ah, Señor! poner en su lugar vuestro beneplácito, y enseñadme a
hacer vuestra voluntad, porque sois mi Dios 365.
El que ha dejado todas las cosas por Dios, no ha de volver a tomar ninguna,
sino en la medida que Dios lo quiera; no ha de alimentar su cuerpo, sino de la
manera que Dios lo ordene, para servir al espíritu; no ha de estudiar, sino
para ayudar al prójimo y a su propia alma, se-gún la intención divina; ha de
practicar las virtudes, mas no las que son de su agrado, sino las que quiere
Dios.
El amor es fuerte como la muerte366, para hacer que lo dejemos todo, pero
es magní-
362 Cant.,II,4.
363 Hech.,XII,8.
364 IbÍd.,IX,6.
366 Cant.,VIII,6.
121
LIBRO DÉCIMO
¡Si pudiésemos entender cuan obligados estamos a este soberano Bien, que
no sólo nos permite, sino que nos manda que le amemos! No sé si he de amar
más vuestra infinita belleza, que una tan divina bondad me manda amar, o
vuestra divina bondad, que me manda amar una tan infinita belleza.
Dios, el día del juicio, imprimirá, de una manera admirable, en los espíritus
de los condenados, el sentimiento de lo que perderán; porque la divina
Majestad les hará ver claramente la suma belleza de su faz y los tesoros de su
bondad; y, a la vista de este abismo infinito de delicias, la voluntad, con un
esfuerzo supremo, querrá lanzarse hacia Él para unirse con Él y gozar de su
amor; pero será en vano, porque, a medida que el claro y bello conocimiento
de la divina hermosura vaya pene-trando en los entendimientos de estos
infortunados espíritus, de tal manera la divina justicia irá qui-tando fuerzas a
la voluntad, que no podrá ésta amar en manera alguna al objeto que el
entendimiento le propondrá y le representará como el más amable; y esta
visión, que debería engendrar un tan grande amor en la voluntad, en lugar de
esto engendrará en ella una tristeza infinita, la cual se convertirá en eterna por
el recuerdo que quedará para siempre en estas almas de la soberana belleza
perdida; recuerdo estéril para todo bien y fértil en trabajos, penas, tormentos
y desesperación inmortal.
368 Sal.,LVIII,7.
122
bienaventurados, sino por la práctica del mismo! ¡Oh amor celestial, qué
amable eres a nuestras almas!
II Que este divino mandamiento del amor tiende hacia el cielo, pero, con
todo, es impuesto a los fíeles de este mundo
Bienaventurados, Señor, los que moran en tu casa; alabarte han por los
siglos de los si-
glos 372.
Mas no hemos de pretender este amor, tan sumamente perfecto, en esta vida
mortal, pues no tenemos todavía ni el corazón, ni el alma, ni el espíritu, ni las
fuerzas de los bienaventurados. Basta que amemos con todo el corazón y con
todas las fuerzas que tengamos. Mientras somos niños pequeños sabemos
como niños, hablamos como niños, amamos como niños373; más cuando
seremos perfectos, en el cielo, seremos liberados de nuestra infancia, y
amaremos a Dios con perfección. Con todo, mientras dura la infancia de
nuestra vida mortal, no hemos de dejar de hacer lo que dependa de nosotros,
según nos ha sido mandado, pues no sólo podemos, sino que es facilísimo,
como quiera que todo este mandamiento de amor, y de amor de Dios, que,
por ser soberanamente bueno, es soberanamente amable.
El hombre se entrega todo por el amor, y se entrega tanto cuanto ama; está,
pues, enteramente entregado a Dios, cuando ama enteramente a la divina
bondad, y cuando está de esta manera entregado, nada debe amar que pueda
apartar su corazón de Dios.
No sólo entre los que aman a Dios de todo corazón, hay quienes le aman más
y quienes le aman menos, sino que una misma persona se excede, a veces, a
sí misma, en este soberano ejercicio 371 Tim. 1, 9.
373 I Cor.,Xffl,ll.
123
del amor de Dios sobre todas las cosas. ¿Quién no sabe que hay progresos en
este santo amor, y que el fin de los santos está colmado de un más perfecto
amor que los comienzos?
Todos los verdaderos amantes son iguales en dar todo su corazón, con todas
sus fuerzas; pe-ro son desiguales en darlo todos diversamente y de diferentes
maneras, pues algunos dan todo su corazón con todas sus fuerzas, pero menos
perfectamente que otros. Unos lo dan todo por el martirio, otros por la
virginidad, otros por la pobreza, otros por la acción, otros por la
contemplación, otros por el ministerio pastoral, y, dándolo todos todo, por la
observancia de los mandamientos, unos, empero, lo dan más imperfectamente
que otros.
No amó, pues, una cosa superflua y de suyo peligrosa, pero la amó con
superfluidad y peligro. El amor a nuestros padres, amigos y bienhechores es,
de suyo, un amor según Dios, pero no es lícito amarlos con exceso; las
mismas vocaciones, por espirituales que sean, y nuestros ejercicios de piedad
(a los cuales debemos aficionarnos) pueden ser amados desordenadamente,
cuando son preferidos a la obediencia o a un bien más universal, o cuando se
pone en ello el afecto como en el último fin, siendo así que no son sino
medios y preparativos para la realización de nuestro anhelo final, que es el
divino amor.
Y estas almas que no aman sino lo que Dios quiere que amen, pero que se
exceden en la manera de amar, aman verdaderamente a la divina bondad
sobre todas las cosas, pero no en todas las cosas, porque a las mismas cosas
cuyo amor les está permitido, aunque con la obligación de amarlas según
Dios, no las aman solamente según Dios, sino por causas y motivos que no
son contrarios a Dios, pero que están fuera de Él. Tal fue el caso de aquel
pobre joven que, habiendo guardado los mandamientos desde sus primeros
años 376, no deseaba los bienes ajenos, pero amaba con demasiada ternura
los propios. Por esto, cuando nuestro Señor le aconsejó que los diese a los
pobres11, se puso triste y melancólico. No amaba nada que no le fuese lícito
amar, pero lo amaba con un amor superfluo y demasiado cerrado.
124
V De otros dos grados de mayor perfección por los cuales podemos amar
a Dios sobre todas las cosas
Hay almas que aman tan sólo lo que Dios quiere. Almas felices, pues aman
aDios, a sus amigos en Dios y a sus enemigos por Dios, pero no aman ni una
sola sino en Dios y por Dios. Refiere San Lucas que nuestro Señor invitó a
que le siguiese a un joven que le amaba mucho, pero que también amaba
mucho a su padre, por lo cual deseaba volver a él377; y el Señor le corta esta
superfluidad de su amor y le da un amor más puro, no sólo para que ame a
Dios más que a su padre, sino también para que ame a su padre únicamente
en Dios. Deja a los muertos el cuidado de enterrar a sus muertos; mas tú, ve
y anuncia el reino de Dios 378. Y estas almas, Teótimo, como ves, gozando
de una tan grande unión con " el Esposo, merecen participar de su calidad y
de ser reinas, como Él es rey, pues le están todas dedicadas, sin división ni
separación alguna, no amando nada fuera de Él y sin Él, sino tan sólo en Él y
por Él.
Finalmente, por encima de todas estas almas hay una absolutamente única,
que es la reina de la reinas, la más amable, la más amante y la más amada de
todas las amigas del divino Esposo, la cual no sólo ama a Dios sobre todas las
cosas y en todas las cosas, sino únicamente a Dios en todas las cosas; de
suerte que no ama muchas cosas, sino una sola cosa, que es Dios. Y, porque
solamente ama a Dios en todo lo que ama, le ama igualmente en todas partes,
fuera de todas las cosas y sin todas las cosas, según lo exige el divino
beneplácito.
Si es tan sólo Ester a quien ama Asuero, ¿por qué le amará más cuando anda
perfumada y adornada que cuando viste en traje ordinario? Si sólo amo a mi
Salvador, ¿por qué no he de amarle tanto en el Calvario como en el Tabor,
pues es el mismo, en uno y otro monte?
¿Por qué no he de decir con el mismo afecto, en uno y otro lugar: Señor,
bueno es estarnos
aquí 379. La verdadera señal de que amamos a Dios sobre todas las cosas es
amarle igualmente en todo, pues siendo Él siempre igual a Sí mismo, la
desigualdad de nuestro amor para con Él no puede tener su origen sino en la
consideración de alguna cosa que no es Él. Esta sagrada amante no ama más
a su Rey con todo el universo, que si estuviese solo sin el universo; porque
todo lo que está fuera de Dios y no es Dios, es nada para ella.
Alma toda pura, que no ama, ni aún el mismo cielo, sino porque el Esposo es
amado en él; Esposo tan soberanamente amado en el paraíso, que aunque no
lo tuviera para darlo, no por esto sería menos amable ni menos amado por
esta animosa amante, que no sabe amar el paraíso de su Esposo, sino a su
Esposo del paraíso, y que no tiene en menos estima el calvario, mientras su
Esposo está sacrificado en él, que el cielo, donde está glorificado. El que pesa
las pequeñas bolas encontra-das en las entrañas de Santa Clara de
Montefalco380, el mismo peso encuentra en cada una en particular que en
todas ellas juntas. Así el gran amor encuentra a Dios solo tan amable, como a
Él junto con todas las criaturas, cuando no ama a éstas sino en Dios y por
Dios.
Son tan pocas estas almas tan perfectas, que cada una de ellas es llamada
unigénita de su madre381, porque no ama sino su palomar, y, además,
perfecta382 porque por el amor se ha convertido en una misma cosa con la
divina perfección, por lo que puede decir con humildísima verdad: Yo no soy
sino para mi Amado, y El está todo inclinado hacia mí383.
Jamás hubo criatura mortal que amase al celestial Esposo con un amor tan
perfectamente pu-ro, fuera de la Santísima Virgen, que fue, a la vez, su madre
y su esposa. Mas, en cuanto a la prácti-377 Ibid., y Luc, XVIII, 21-23.
383 Ibid.
125
ca, por parte de las otras almas, de estas cuatro clases de amor, es imposible
vivir mucho sin pasar de la una a la otra.
Las almas que, como las doncellas, andan todavía enredadas en muchos
afectos vanos y peligrosos, no dejan, a veces, de tener algunos sentimientos
de amor más elevado y más puro; mas, como quiera que estos sentimientos
no son más que vislumbres y relámpagos pasajeros, no se puede afirmar que,
por ello, hayan salido ya estas almas del estado de novicias y aprendizas.
Mas, puesto que, a pesar de esto, dichas almas amaban, de ordinario, a Dios
con un amor perfectamente puro, debemos afirmar que permanecieron en el
estado de perfecta dilección. Porque, así como los buenos árboles jamás
producen frutos venenosos, aunque si alguno verde, también los grandes
santos no cometen nunca pecado mortal alguno, pero sí algunas acciones
inútiles, poco ma-duras, ásperas, bruscas y mal sazonadas, y, entonces, hay
que reconocer que estos árboles son fruc-tuosos, de lo contrario, no serían
buenos; pero no hay que negar que algunos de sus frutos no son provechosos;
los pequeños movimientos de ira, y los pequeños amagos de alegría, de risa,
de vanidad y de otras pasiones parecidas, son movimientos inútiles e
ilegítimos. Y, sin embargo, siete veces, es decir, con mucha frecuencia, los
produce el justo 384.
VI Que el amor de Dios sobre todas las cosas es común a todos los
amantes Aunque sean tan diversos los grados del amor entre los verdaderos
amantes, con todo no hay más que un solo mandamiento de amor, que obliga
igualmente a todos, con una obligación absolutamente igual, aunque sea
observada de muy diferentes maneras y con infinita variedad de perfecciones,
no existiendo quizás ni almas en la tierra, ni ángeles, en el cielo, que tengan
entre sí una perfecta igualdad de dilección; pues, así como una estrella es
diferente de otra estrella en claridad385, lo mismo ocurrirá entre los
bienaventurados resucitados, cada uno de los cuales entonará un cántico de
gloria y recibirá un nombre que nadie conoce, sino el que lo recibe386. Mas
¿cuál es el grado de amor, al cual el mandamiento obliga a todos, siempre,
igual y universalmente?
Ya sabes, Teótimo, que hay muchas clases de amores: por ejemplo, hay el
amor paternal, el filial, el nupcial, el de sociedad, el de obligación, el de
dependencia, y otros mil, todos los cuales son diferentes en excelencia, y de
tal manera proporcionados a sus objetos, que no se pueden aplicar o distraer
hacia otros. El que amase a su padre con un amor exclusivamente fraternal no
le amaría bastante; el que amase a su mujer tan sólo como a su padre, no la
amaría convenientemente; el que amase a su criado con amor filial, cometería
una impertinencia.
ritos por los cuales se otorgan, también los amores son diferentes según la
variedad de las bondades amadas. El sumo honor corresponde a la suma
excelencia, y el sumo amor a la suma bondad. El amor de Dios es el amor sin
par, porque la bondad de Dios es la bondad sin igual. Escucha Israel: El
Señor Dios nuestro es el solo Señor; por lo tanto, amarás al Señor Dios tuyo
con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas 387.
126
ciemos en tan alto grado el bien de serle agradables, que lo preferimos y nos
aficionamos a él sobre todas las cosas.
Ahora bien, ¿no ves que el que ama a Dios de esta suerte, tiene toda su alma
y toda su energía consagradas a Dios, pues siempre y para siempre, en todas
las circunstancias, preferirá la gracia de Dios a todas las cosas, y estará
siempre dispuesto a dejar todo el universo, para conservar el amor debido a la
divina bondad? En una palabra, es el amor de excelencia, o la excelencia del
amor, lo que se manda a todos los mortales en general, y a cada uno de ellos
en particular, desde que han llegado al uso de la razón: amor suficiente para
cada uno y necesario a todos para salvarse.
De lo dicho se sigue que el amor a Dios sobre las cosas ha de tener enorme
alcance. Hade sobreponerse a todos los afectos, vencer todas las dificultades
y preferir el honor de la amistad de Dios a todas las cosas; y digo a todas las
cosas, absolutamente, sin excepción y reserva de ningún género, y lo digo
con gran encarecimiento, porque se encuentran personas que dejarían
animosamente todos los bienes, el honor y la propia vida por nuestro Señor,
las cuales sin embargo, no dejarían por Él otras cosas de mucha menor
consideración.
Fue enseguida sacado de la cárcel, para ser conducido al lugar donde había de
recibir la corona del martirio. Apenas Nicéforo se dio cuenta de ello, corrió
sin demora hacia Sapricio, y,
127
Como Sapricio no hiciese caso, el pobre Nicéforo, dando un rodeo por otra
calle, se le puso otra vez delante, y, con las misma humildad, conjuróle de
nuevo a que le perdonara, con estas palabras: ¡Oh mártir de Cristo!,
perdonadme la ofensa que os hice, como hombre que soy, expuesto a fallar;
porque, he aquí que pronto una corona os será dada por el Señor, a quien no
habéis negado, sino que habéis confesado su nombre en presencia de muchos
testigos. Pero Sapricio, prosiguiendo en su obstinada dureza, no le respondió
palabra.
Y sin embargo, porque, por otra parte, prefiere, antes que la voluntad divina,
la satisfacción que su ánimo cruel siente en su odio a Nicéforo, se queda
corto en la carrera, y cuando llega el momento de alcanzar y ganar el premio
de la gloria por el martirio, cae lastimosamente, se rompe el cuello y va a dar
de cabeza en la idolatría.
Es, pues, muy cierto, mi querido Teótimo, que no nos basta amar a Dios más
que a nuestra propia vida, si no le amamos de una manera general y absoluta,
y sin excepción alguna sobre todo lo que amamos o podemos amar.
128
Pero me dirás: ¿Acaso nuestro Señor no nos dio a conocer cual sea el colmo
del amor, cuando dijo que nadie tiene amor más grande que el que da la vida
por sus amigos ? 390. Es verdad que entre los actos y testimonios del amor
divino, no hay otro mayor que el de arrostrar la muerte por la gloria de Dios.
Sin embargo, también es verdad que, aunque sea uno solo el acto y uno solo
el testimonio que merezca el nombre de obra maestra de la caridad, con todo,
además de éste, son muchos los otros actos que la caridad exige de nosotros,
y los exige con tanto mayor ardor y energía, cuanto que son actos más fáciles
y más generalmente necesarios para todos los amantes y más generalmente
necesarios para la conservación del santo amor.
¡Oh miserable Sapricio! ¿Te atreverías a decir que amabas a Dios cual
conviene amarle, cuando posponías su voluntad a la pasión de odio y de
rencor que sentías contra el pobre Nicéforo?
Querer morir por Dios es el más grande, pero no el único acto de amor que le
debemos; y querer este solo acto, rechazando los demás, no es caridad sino
vanidad. La caridad no es fanfarrona, y lo sería en extremo, si queriendo
complacer al Amado en cosas dificultosas, le desagradase en las fáciles.
¿Cómo podrá morir por Dios el que no quiere vivir según Dios?
Un espíritu bien equilibrado, deseoso de dar la vida por un amigo, estaría sin
duda, dispuesto a padecer cualquier otra cosa por él, pues ha de haber
despreciado todas las cosas el que antes ha despreciado la muerte. Pero el
espíritu humano es débil, inconstante y caprichoso; ésta es la causa por la
cual los hombres prefieren, a veces, morir, a soportar penas más ligeras, y
dan gustosamente su vida en aras de ciertas satisfacciones sumamente necias,
pueriles y vanas. Habiendo sabido Agri-pina que el hijo que llevaba en su
seno sería emperador, pero que le daría muerte: Que me mate —
dijo—, con tal que llegue a reinar. Mira el desorden de este corazón
locamente maternal; prefiere el encumbramiento de su hijo a su propia vida.
Mas, en esta vida mortal, no nos sentimos apremiados todos a amarle tan
soberanamente, pues no le conocemos tan perfectamente. En el cielo, donde
le veremos cara a cara, le amaremos de corazón a corazón, es decir, al ver
todos, si bien cada uno según su medida, la infinita hermosura con una visión
extremadamente clara, seremos arrebatados por el amor de su infinita bondad,
con un encanto tan fuerte, que no querremos ni podremos hacerle jamás
resistencia. Pero, en esta tierra, donde no vemos esta soberana bondad en su
belleza, sino que tan sólo la entrevemos en medio de nuestras obscuridades,
nos sentimos inclinados y atraídos, pero no arrebatados a amarle más que a
nosotros mismos; sino antes al contrario, aunque tenemos esta santa
inclinación a amar a la Divinidad sobre todas las cosas, no tenemos, empero,
fuerza para ponerla en práctica, si esta misma divinidad no derrama
sobrenaturalmente sobre nuestros corazones su santísima caridad.
129
De esta manera, pues, la misma caridad que produce los actos de amor a Dios
produce, al mismo tiempo, los actos de amor al prójimo. Y así como Jacob
vio que una misma escalera tocaba al cielo y a la tierra y servía a los ángeles
tanto para subir como para bajar, igualmente sabemos nosotros que un mismo
amor se extiende a amar a Dios y a amar al prójimo, levantándonos a la unión
de nuestro espíritu con Dios y conduciéndonos a la amorosa compañía de los
prójimos, pero de tal suerte que amamos al prójimo en cuanto es la imagen y
la semejanza de Dios, creada para comunicar con la divina bondad, para
participar de su gracia y gozar de su gloria.
ñado del ángel Rafael, a casa de Raquel, su pariente, al cual, con todo, era
desconocido, en cuanto Raquel puso sus ojos en él, en seguida, como cuenta
la Escritura, volviéndose a Ama, su mujer, le dijo: ¡Cuan parecido es este
joven a mi primo hermano! Dicho esto, les preguntó: ¿De dónde sois, oh
jóvenes, hermanos nuestros? A lo cual respondieron: Somos de la tribu de
Neftalí, de los cautivos de Nínive.
130
de ternura 394. ¿No veis cómo Raquel, sin conocer a Tobías, le abraza, le
acaricia, le besa y llora de amor, abrazado a él? ¿De dónde proviene este
amor, sino del que tiene al viejo Tobías, su padre, a quien tanto se parece este
joven? Bendito seas —le dice— más ¿por qué? No es ciertamente porque
eres un buen joven, pues todavía no lo sé; porque eres hijo de Tobías y te
pareces a tu padre, que es un hombre muy bueno.
XI Del celo o celos que debemos tener para con nuestro Señor
El corazón de Dios es tan abundante en amor, su bien es tan infinito, que
todos pueden po-seerlo sin que, por esto, ninguno lo posea menos, pues esta
infinita bondad no puede agotarse, aunque llene todos los espíritus del
universo; porque, después que todo está colmado de ella, su infinidad se
conserva toda entera, sin la menor disminución. El sol no mira menos una
rosa, aunque mire mil millones de otras flores, que si mirara a ella sola. Y
Dios no derrama menos su amor sobre un alma, aunque ame a una infinidad
de ellas, que si amase a aquella sola, pues la fuerza de su amor no disminuye
un punto por la multitud de rayos que despida, sino que siempre permanece
en toda la plenitud de su inmensidad.
El celo que hemos de tener para con la divina Bondad es ante todo odiar,
ahuyentar, estorbar, rechazar, combatir y derribar todo lo que es contrario a
Dios, es decir a su voluntad, a su gloria y a la santificación de su nombre.
Aborrecí la injusticia dice David— y la detesté395 ¿No es así, Señor, que yo
he aborrecido a los que te aborrecían ? ¿ Y no me consumía interiormente
por causa de tus ene-
Contempla, Teótimo, a este gran rey. ¡De qué celo está animado. No odia
simplemente la iniquidad, sino que abomina de ella; se consume de pena, al
verla; se desmaya y desfallece, la persigue, la derriba y la extermina. De la
misma manera, el celo, que devoraba el corazón de nuestro Salvador hizo que
arrojase y que, al mismo tiempo, vengase la irreverencia y la profanación que
aquellos vendedo-res y traficantes cometían en el templo398.
En segundo lugar, el celo nos hace ardientemente celosos por la pureza de las
almas, que son esposas de Jesucristo, según dice el Apóstol a los Corintios:
Yo soy amante celoso de vosotros, en 394 Mt., XXII, 37 y sig.
395 II Ped., I, 4.
131
nombre de Dios, pues os tengo desposados con este único Esposo, que es
Cristo, para presentaros a El como una casta virgen 399.
Con lo cual quiere decir el glorioso San Pablo a los Corintios: He sido
enviado por Dios a vuestras almas, para tratar del matrimonio de una eterna
unión entre su Hijo nuestro Salvador y vosotros; yo os he prometido a Él
para presentaros como una virgen casta a este divino Esposo, y he aquí
porque estoy celoso; mas no son celos propios, sino con los celos de Dios, en
cuyo nombre he tratado con vosotros.
Estos celos, Teótimo, hacían morir y desfallecer, todos los días, a este santo
Apóstol: No hay día —dice— en que yo no muera por vuestra gloria400.
¿Quién enferma, que no enferme yo con él?
Ved qué cuidado y qué celos el de una clueca para con sus polluelos, pues
nuestro Señor no juzgó esta comparación indigna de su Evangelio. La gallina
es un animal sin valor y sin generosidad, mientras no es madre; pero, en
cuanto llega a serlo, tiene un corazón de león, siempre con la cabeza erguida,
siempre con los ojos vigilantes; siempre volviendo la vista a todos lados, por
insignificante que sea la apariencia de peligro para sus pequeñuelos; no se
presenta enemigo ante sus ojos, contra el cual no se lance, en defensa de sus
polluelos, por los que tiene una solicitud continua, que la hace andar siempre
cacareando y gimiendo.
En los celos humanos, tememos que la cosa amada sea poseída por algún
otro; pero el celo que tenemos por Dios hace que, al contrario, temamos, ante
todo, no ser enteramente poseídos por El. Los celos humanos nos hacen
temer no ser bastante amados; los celos cristianos nos infunden el temor de
no amar bastante.
Siendo el celo como un ardor y vehemencia del amor, necesita ser sabiamente
dirigido, pues de lo contrario violaría los términos de la modestia y de la
discreción; no porque el divino amor, por vehemente que sea, pueda ser
excesivo, ni en sí mismo ni en los movimientos e inclinaciones que imprime
en los espíritus, sino porque, en la ejecución de sus proyectos, echa mano del
entendimiento, ordenándole que busque los medios para el éxito y de la
audacia o de la cólera para vencer las dificultades, con lo cual acaece, con
frecuencia, que el entendimiento propone y hace emprender caminos
demasiado ásperos y violentos, y que la cólera o la audacia, una vez
excitadas, no pudiendo contenerse en los límites que señala la razón, arrastran
el corazón al desorden, de suerte que el celo, de esta manera, se ejerce
indiscreta y desordenadamente, lo cual lo hace malo y reprensible.
El celo emplea la ira contra el mal, pero le ordena siempre, con gran
encarecimiento, que, al destruir la iniquidad y el pecado, salve, si puede, al
pecador y al malo. Aquel buen padre de familia que nuestro Señor describe
en el Evangelio, sabía bien que los siervos fogosos y violentos suelen ir más
allá de las intenciones de su dueño, pues, al ofrecerse los suyos para ir a
escardar, a fin de arran-399 Ibid., CXVIII, 139.
132
Ciertamente, Teótimo, la ira es un siervo que, por ser fuerte, animoso y muy
emprendedor, realiza mucha labor; pero es tan ardiente, tan inquieto, tan
irreflexivo e impetuoso, que no hace ningún bien sin que, ordinariamente,
cause, al mismo tiempo, muchos males.
El amor propio nos engaña con frecuencia y nos alucina, poniendo en juego
sus propias pasiones bajo el nombre de celo. El celo se ha servido alguna vez
de la cólera, y ahora la cólera, en des-quite, se sirve del nombre del celo, para
encubrir su ignominioso desconcierto. Digo que se sirve del nombre del celo,
porque no puede servirse del celo en sí mismo, por ser propio de todas las
virtudes, sobre todo de la caridad, de la cual depende el celo, el ser tan
buenas, que nadie puede abusar de ellas.
Pero hay personas que creen que es imposible tener mucho celo sin montar
fuertemente en cólera, y que nada se puede arreglar sin echarlo a perder todo;
siendo así que, por el contrario, el verdadero celo nunca se sirve de la cólera;
porque, así como el hierro y el fuego no se aplican a los enfermos, sino
cuando no queda otro recurso, de la misma manera el santo celo no echa
mano de la cólera sino en los casos de necesidad extrema.
Un día en que nuestro Señor pasaba por Samaría, envió a buscar alojamiento
en una ciudad; pero sus habitantes, al saber que nuestro Señor era judío de
nación y que iba a Jerusalén, no quisieron admitirle. Viendo esto sus
discípulos, Santiago y Juan, dijeron: ¿Quieres que mandemos que llueva
fuego de cielo y los devore? Pero Jesús, vuelto a ellos, les respondió,
diciendo: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del hombre no ha
venido para perder hombres, sino para salvar-los405.
Santiago y Juan, que querían imitar a Elías, haciendo caer fuego del cielo
sobre los hombres, fueron reprendidos por nuestro Señor, el cual les dio a
entender que su espíritu y su celo eran dulces, mansos y bondadosos, y que
no empleaba la indignación y la cólera sino muy raras veces, cuando no había
esperanza de poder sacar provecho de otra manera. Santo Tomás, aquel gran
astro de la Teología, estaba enfermo de la enfermedad de que murió, en el
monasterio de Fosanova, de la orden del Císter, cuando he aquí que los
religiosos le pidieron que les hiciese una breve exposición del sagrado Cantar
de los Cantares, a imitación de San Bernardo.
Ciertamente, ninguno de nosotros es San Pablo para saber hacer las cosas a
propósito. Pero los espíritus agrios, mal humorados, presuntuosos y
maldicientes, al dejarse llevar de sus inclinaciones, de su humor, de sus
aversiones y de su jactancia, quieren cubrir su injusticia con la capa del celo,
y cada uno, bajo el nombre de fuego sagrado, se deja abrasar por sus propias
pasiones. El celo por la salvación de las almas hace desear las prelacias, dice
el ambicioso; hace correr de acá para allá al monje destinado al coro, dice
este espíritu inquieto; es causa de rudas censuras y murmuraciones contra los
prelados de la Iglesia y contra los príncipes temporales, dice el arrogante. No
hablan estos sino de celo, mas no aparece tal celo, sino tan sólo la
maledicencia, la cólera, el odio, la envidia y la ligereza de espíritu y de
lengua.
XIV Cómo nuestro Señor practicó todos los actos más excelentes de
amor
Después de haber hablado tan largamente de los actos sagrados del amor
divino, para que más fácil y santamente conserves su recuerdo, voy ahora a
ofrecerte un compendio y resumen de los mismos. La caridad de Cristo nos
apremia412, dice el gran Apóstol. Sí, ciertamente, Teótimo, esta caridad nos
fuerza y hace violencia, con su infinita dulzura, practicando durante toda la
obra de nuestra redención, en la cual apareció la benignidad y el amor de
Dios para con los hombres413; porque
1,° Nos amó con amor de complacencia, por que tuvo sus delicias en estar
con los hijos de los hombres414, y en atraer al hombre hacia Sí, haciéndose
Él mismo hombre.
134
5.° Estuvo en éxtasis, no sólo porque, como dice San Dionisio, salió fuera de
Sí mismo, en un exceso de su amorosa bondad, extendiendo su providencia a
todas las cosas y permaneciendo en todas ellas; sino también, porque, según
dice San Pablo, se dejó a Sí mismo, se vació de Sí mismo, se despojó de su
grandeza y de su gloria, descendió del trono de su incomprensible majestad,
y, si es lícito hablar así, se anonadó a Sí mismo415, para venir a nuestra
humanidad, llenarnos de su divinidad, colmarnos de su bondad, elevarnos a
su dignidad y darnos el divino ser de hijos de Dios.
6.° Admiróse muchas veces por amor, como le ocurrió con el centurión y con
la cananea.
7.° Contempló al joven que hasta entonces había guardado los mandamientos,
y deseó en-caminarlo hacia la perfección.
9.° Tuvo ternuras con los pequeñuelos, a los que tomó en sus brazos y
acarició amorosamente; con María, con Magdalena y con Lázaro, sobre quien
lloró, como también sobre Jerusalén.
10.° Estuvo animado de un celo sin par, el cual, como dice San Dionisio, se
convirtió en celos, y alejó, en cuanto estuvo en su mano, todo mal de su
amada naturaleza humana, con peligro y aun a costa de su propia vida,
echando de ella al diablo, príncipe de este mundo, que parecía ser su rival.
11.° Padeció mil dolencias de amor; porque ¿de dónde podían proceder estas
divinas palabras: Con un bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo tengo
oprimido mi corazón hasta que lo vea cumplido! 416. Veía la hora en que
había de ser bautizado con su sangre, y desfallecía, mientras no llegaba: el
amor que nos profesaba le apremiaba a librarnos, con su muerte, de la muerte
eterna. Y así se entristeció, sudó sangre de angustia, en el huerto de los
Olivos, no sólo por el extremado dolor que su al-ma sentía, en la parte
inferior de su razón, sino también por el amor que, por nosotros, sentía en la
parte superior de la misma; el dolor le infundía espanto ante la muerte, y el
amor grandes deseos de ella, de suerte que un rudo combate y una cruel
agonía se entabló entre el deseo y el horror a la muerte, hasta provocar una
gran efusión de sangre, que manó como de unas fuente, chorreando hasta el
sue-
lo 417.
12.° Finalmente este divino Amante murió entre las llamas y los ardores de
su infinita caridad para con nosotros y por la fuerza y la virtud del amor; es
decir, murió en el amor, por el amor, para el amor y de amor. Porque, aunque
los crueles suplicios fueron suficientísimos para hacer morir a cualquiera, con
todo jamás la muerte hubiera podido entrar en la vida de Aquel en cuyo poder
están las llaves de la vida 415 TU, ni, 4.
416 Prov.,VIII,31.
135
Sin embargo, esta muerte amorosa del Salvador no tuvo lugar por vía de
arrobamiento. Porque el objeto por el cual su caridad le llevó a la muerte no
fue tan amable que pudiese arrebatar a aquella alma divina, la cual salió de su
cuerpo impelida y lanzada por la anuencia y la fuerza del amor, como arroja
la mirra su primer licor, por su sola abundancia, sin que nadie se lo saque ni
la exprima, según lo que el mismo Señor dijo, como ya lo hemos notado:
Nadie me arranca ni arrebata la vida, sino que la doy de mi propia voluntad
425. ¡Dios mío, qué brasero, para inflamarnos en la práctica de los ejercicios
del santo amor a un Salvador tan bueno, el ver que El los practicó por
nosotros, que somos tan malos! Esta es, pues, la caridad de Cristo que nos
apremia 426.
426 Ibid.
136
LIBRO ONCE
El alma que está en pecado puede hacer actos buenos, que, siendo naturales,
son re-compensados con premios naturales, y, siendo civiles, son pagados
con moneda civil y humana, es decir, con comodidades de orden temporal. La
condición de los pecadores no es la de los demonios, cuya voluntad está de
tal manera torcida e inclinada al mal, que no puede querer ningún bien. No es
éste el estado del pecador en el mundo; yace en medio del camino, entre
Jerusalén y Jericó, herido de muerte, pero no ha muerto todavía, porque
como dice el Evangelio, lo han dejado medio vivo4271; y como está medio
vivo, puede también hacer acciones débiles, y no obstante las cuales, moriría
miserablemente empapado en su propia sangre, si el misericordioso
samaritano no aplicase su aceite y su vino a sus heridas,, y no lo llevase al
mesón 4282, para hacerlo curar a sus expensas.
137
protección especial de Dios. Porque los enemigos del hombre son ardorosos,
inquietos y se mueven continuamente para precipitarlo; y, cuando ven que
llega la ocasión en que debe practicar las virtudes prescritas, levantan mil
tentaciones, para hacerle caer en las cosas prohibidas, y entonces la
naturaleza, sin la gracia, no se puede liberar del precipicio. Porque, si
vencemos, Dios nos da la victoria por la virtud de nuestro Señor
Jesucristo429, como dice San Pablo. Velad y orad, para no caer en la
tentación430 . Si nuestro Señor dijese tan solo: Velad, creeríamos poder
hacer algo por nosotros mismos; pero, cuando añade: Orad, da a entender que
si Él no guarda nuestras almas en el tiempo de la tentación, en vano velarán
los que las guardan431.
II Que el amor sagrado hace que las virtudes sean mucho más
agradables a Dios de lo que lo son por su propia naturaleza
Mas las virtudes de los amigos de Dios, aunque, de suyo, no sean más que
morales y naturales, están, empero, ennoblecidas y son encumbradas a la
dignidad de obras santas.
¡Oh suma bondad de Dios, que favorece tanto a sus amantes, hasta el punto
de estimar en mucho sus más insignificantes acciones, por poca que sea su
bondad, y de ennoble-cerlas de una manera excelente, dándoles el título y la
cualidad de santas! Ello es debido a la contemplación de su Hijo muy amado,
a cuyos hijos adoptivos quiere honrar, santificando todo cuanto de bueno hay
en ellos, los huesos, los cabellos, los vestidos, los sepulcros y aun la
sombra432; de sus cuerpos; la fe, la esperanza, el amor, la religión y aun la
sobriedad, la urbanidad y la afabilidad de sus corazones.
431 Sal.CXXXVI, 1
432 Hech., V 15
434 Job. I, 1
138
Todas las virtudes reciben un nuevo lustre y una más excelente dignidad de la
presencia del amor sagrado; mas la fe, la esperanza, el temor de Dios, la
piedad, la penitencia y todas las demás virtudes que, por sí mismas, miran
particularmente a Dios y a su honor, no sólo reciben la impresión del amor
divino, que las eleva a una eximia dignidad, sino que, además, se inclinan
totalmente hacia él, se asocian a él, y le siguen y le sirven en todas las
ocasiones.
Por esto entre todos los actos virtuosos, debemos practicar cuidadosamente
los actos de religión y de reverencia a las cosas divinas; los de fe, de
esperanza, de santo temor de Dios, hablando con frecuencia de las cosas
celestiales, pensando en la eternidad y aspirando a ella, frecuentando las
iglesias y las funciones sagradas, haciendo lecturas devotas, observando las
ceremonias de la religión cristiana; porque el santo amor se alimenta, en la
medida de sus deseos, entre estos ejercicios, y esparce sobre ellos sus gracias
y dones con mayor abundancia que sobre los actos de las virtudes
simplemente humanas.
lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta 436 en una palabra, que
todo lo hace, sin
Porque, ¿qué otra cosa quiere decir el glorioso Apóstol, cuando inculca que
la cari-
dad es benigna, paciente, que todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta
437, sino que la caridad ordena y manda a la paciencia que sea paciente, a la
esperanza que espere y a la fe que crea? Y es verdad, Teótimo, que con esto
también da a entender que el amor es el alma y la vida de todas las virtudes,
como si quisiera decir que la paciencia no es bastante paciencia, ni la fe
bastante fiel, ni la esperanza bastante confiada, ni la mansedumbre bastante
dul-435 Rom. VIII , 28
139
ce, si el amor no las anima y vivifica. Y esto mismo también nos significa
este vaso de elección438 cuando dice que sin la caridad nada le aprovecha, y
que él mismo nada es439, porque es como si dijera que, sin el amor, no es
paciente, ni manso, ni constante, ni fiel, ni confiado, en el grado que es
menester para servir a Dios, en lo cual consiste el verdadero ser del hombre.
Los frutos de los árboles injertados son todos según el injerto: si el injerto es
de manzano, da manzanas; si es de cerezo, da cerezas; de suerte que siempre
estos frutos tienen el sabor del tronco. Asimismo, Teótimo, nuestros actos
toman su nombre y su especie de las particulares virtudes de las cuales
proceden, pero sacan de la sagrada caridad el gusto de su santidad; de esta
manera, la caridad es la raíz y la fuente de toda la santidad del hombre. Y, así
como el tallo comunica su sabor a todos los frutos que los injertos producen,
pero de manera que cada fruto no deja de conservar las propiedades naturales
del injerto de donde procede, también la caridad de tal manera esparce su
excelencia y su dignidad sobre las acciones de las demás virtudes, que, a
pesar de ello, deja a cada una el valor y la bondad particular, que cada una
posee por su natural condición.
Por consiguiente, si con igual caridad sufre uno la muerte del martirio y otro
el hambre del ayuno ¿quién no ve que el precio de este ayuno no, por esto,
será igual al del martirio? Porqué ¿quién se atreverá a decir que el martirio no
es en sí mismo más excelente que el ayuno? Y, si es más excelente y, al
sobrevenir la caridad, lejos de arrebatarle esta excelencia, la perfecciona,
tenemos que deja en él las ventajas que naturalmente tenía sobre el ayuno. A
la verdad, ningún hombre de sano juicio igualará la castidad nupcial a la
virginidad, ni el buen uso de las riquezas a la entera renuncia de las mismas.
¿Y quién osará decir que la caridad que sobreviene a estas virtudes les
arrebata sus propiedades y sus privilegios, siendo así que no es una virtud que
destruye y empobrece, sino que mejora, vivifica y enriquece todo cuanto
encuentra de bueno en las almas que gobierna? Tanto dista la caridad de
arrebatar a las virtudes las dignidades y preeminencias que naturalmente
poseen, que, al contrario, teniendo la propiedad de perfeccionar las
perfecciones que encuentra, cuanto mayores son éstas más las perfecciona;
como el azúcar, que en las confituras de tal manera sazona las frutas con su
dulzura, que, si bien las endulza todas, las deja, empero, desiguales en sabor
y suavidad, según sean más o menos sabrosas por naturaleza.
parte; con mayor razón se puede padecer con poca caridad; y así digo que
puede muy bien ocurrir que una virtud muy pequeña tenga más valor en un
alma, en la cual reina ardientemente el amor sagrado, que el mismo martirio
en otra alma, donde el amor es lánguido, dé-
bil y lento. De esta manera, las pequeñas virtudes de Nuestra Señora, de San
Juan y de otros 438 Hech. IX, 15
140
grandes santos, tenían más valor delante de Dios que las encumbradas de
muchos santos inferiores, como muchos impulsos amorosos de los serafines
son más encendidos que los más vehementes de los ángeles del orden
postrero, y como el canto de los ruiseñores princi-piantes es
incomparablemente más armonioso que el de los jilgueros mejor
amaestrados.
La sagrada esposa hirió a su Esposo con una sola trenza de sus cabellos441,
a los que tiene en tanto aprecio que los compara a los rebaños de cabras de
Galaad 442, y no alaba más los ojos de su amante, que son las partes más
nobles de todo el rostro, que la cabellera, que es la más frágil, la más vil y la
más baja, para que sepamos que en un alma prendada del divino amor, las
acciones que parecen más humildes son sumamente agradables a su divina
Majestad.
Las obras de los buenos cristianos tienen un valor tan grande, que, a trueque
de ellas, se nos da el cielo; mas esto no es debido a que proceden de nuestros
corazones, sino a que están teñidas en la sangre del Hijo de Dios, es decir,
porque es el Salvador quien santifica nuestras obras por el mérito de su
sangre.
El sarmiento unido a la cepa lleva fruto, no por su propia virtud, sino por la
virtud de la cepa. Nosotros estamos unidos por la caridad a nuestro Redentor,
como los miembros a la cabeza; por esta causa, nuestros frutos y nuestras
buenas obras, al recibir su valor de Aquel, merecen la vida eterna.
Quien está unido conmigo y Yo con él, éste da mucho fruto443. Y esto es así,
porque el que permanece en Él, participa de su divino Espíritu, el cual está en
medio del corazón humano como una fuente viva, que mana y lanza sus
aguas hasta la vida eterna 444. Así el óleo de la redención derramado sobre
el Salvador como sobre la cabeza de la Iglesia, la triunfante y la militante, se
derrama sobre la sociedad de los bienaventurados, los cuales, como la barba
de este divino Maestro, están adheridos a su faz, y también destila sobre la
sociedad de los fieles, que, como vestiduras, están pegados y unidos por amor
a su divina Majestad; y ambas sociedades como compuestas de verdaderos
hermanos, pueden, por este motivo, exclamar: ¡OH cuan buena y cuan dulce
cosa es el vivir los hermanos en mutua unión! Es como el perfume, que,
derramado en la cabeza, va destilando por la respetable
442 Ibid.VI. 4
141
VII Que las virtudes perfectas jamás están las unas sin las otras
Las virtudes son tales por su conveniencia o conformidad con la razón, y una
acción no se puede llamar virtuosa, si no procede del afecto que el corazón
siente a la honestidad y a la belleza de la razón. El que ama una virtud por
amor a la razón y por la honestidad que en ella relucen, las amará todas, pues
en todas encontrará los mismos motivos; y las amará más o menos según que
la razón se manifieste en ellas más o menos resplandeciente. Quien ama la
liberalidad y no ama la castidad, muestra bien a las claras que no ama la
liberalidad por la belleza de la razón, pues esta belleza es mayor en la
castidad; y donde la causa tiene más fuerza, deberían también ser más fuertes
los efectos. Es, pues, una señal evidente de que aquel corazón no ama la
liberalidad teniendo por motivo la razón y por consideración a ésta; de donde
se sigue que esta liberalidad, que parece una virtud, no tiene sino la
apariencia, pues no procede de la razón, que es el verdadero motivo de las
virtudes, sino de algún otro motivo extraño.
Puede, por lo tanto, ocurrir que un hombre posea unas virtudes y que carezca
de las demás; pero siempre serán o virtudes incipientes, tiernas y como flores
en capullo, o virtudes decadentes y moribundas, como flores marchitas;
porque, por decirlo en pocas palabras, las virtudes no pueden subsistir en su
verdadera integridad, como nos lo aseguran toda la filosofía y la teología.
Es cierto que no se pueden practicar a la vez todas las virtudes, pues las
ocasiones no se presentan juntas; así hay virtudes que algunos santos nunca
han tenido ocasión de practicar. Porque, por ejemplo, ¿qué motivos pudo
tener San Pablo, primer ermitaño, para practicar el perdón de las injurias, la
afabilidad, la magnificencia y la mansedumbre? No obstante, estas almas no
dejan de sentirse de tal manera aficionadas a la honestidad de la razón, que
aun cuando al efecto, las poseen en cuanto al afecto, y están prontas y
dispuestas a seguir y a servir a la razón, en cualesquiera circunstancia, sin
excepción ni reserva alguna.
Existen ciertas inclinaciones que se consideran como virtudes, y no son tales,
sino favores y ventajas de la naturaleza. ¡Cuántas personas hay que por su
condición natural son sobrias, sencillas, dulces, silenciosas, y aun castas y
honestas! Pues bien, todo esto parece ser virtud, y sin embargo carece del
mérito de ésta, de la misma manera que las malas inclinaciones no merecen
ninguna recriminación, hasta que al humor natural se ha añadido el libre y
voluntario consentimiento.
142
Podemos tener alguna clase de virtud sin tener las demás, y, a pesar de esto,
no podemos, en manera alguna, poseer virtudes perfectas sin tenerlas todas;
pero que, en cuanto a los vicios, se pueden tener unos sin tenerlos todos a la
vez; de manera que no se deduce de ello que quien haya perdido todas las
virtudes posea por lo mismo todos los vicios, pues casi todas las virtudes
tienen dos vicios opuestos, no sólo contrarios a la virtud, sino contrarios entre
sí.
Un río salía de este lugar de delicias, para regar el paraíso, y desde allí se
dividía en cuatro brazos447. El hombre es un lugar de delicias, donde Dios
ha hecho brotar el río de la razón y de la luz natural, para regar todo el
paraíso de nuestro corazón; y este río se divide en cuatro brazos, es decir, en
cuatro corrientes, según las cuatro regiones del alma.
2. En segundo lugar, sobre nuestra voluntad, hace que surja la justicia, la cual
no es otra cosa que un perpetuo y firme deseo de dar a cada uno lo que es
debido.
Estos cuatro ríos, así separados, se dividen después en muchos otros, para que
todas las acciones humanas puedan estar bien encaminadas hacia la
honestidad y hacia la felicidad natural.
143
TRATADO DEL AMOR DE DIOS – San Francisco de Sales
El que posee la caridad tiene una perfección que encierra la virtud de todas
las perfecciones o la perfección de todas las virtudes. Por esto, la caridad es
paciente y benigna; no es envidiosa, sino bondadosa, no comete ligerezas,
sino que es prudente; no se hincha de orgullo, sino que es humilde; no es
ambiciosa ni desdeñosa, sino amable y afable; no es quisquillosa en querer lo
que le pertenece, sino franca y condescendiente; no se irrita por nada, sino
que es apacible; no piensa mal, sino que es mansa; no se alegra de lo malo,
sino que se goza con la verdad y en la verdad; todo lo sufre; cree fácilmente
todo el bien que le dicen, sin terquedad, sin disputa, sin desconfianza; espera
todo bien del prójimo, sin jamás desalentarse en el procurarle la salvación;
todo lo soporta449, esperando sin inquietud lo que se le ha prometido.
144
Ahora bien, el que poseyese todas las virtudes, guardaría todos los
mandamientos; el que poseyese la virtud de la religión, guardaría los tres
primeros; el que tuviese la piedad, guardaría el cuarto; el que tuviese la
mansedumbre y la benignidad, guardaría el quinto; por la castidad, se
cumpliría el sexto; por la generosidad, se evitaría el quebrantamiento del
séptimo; por la verdad, se observaría el octavo, y por la templanza se
observarían el noveno y el décimo; y, si no se pueden guardar los
mandamientos sin la candad, con mayor razón no se pueden poseer, sin ella,
todas las virtudes.
Mas las virtudes separadas de la caridad son muy imperfectas, pues, sin ella,
no pueden conseguir su fin, que es hacer al hombre feliz.
La caridad es, entre las virtudes, como el sol entre las estrellas, que distribuye
a todas su claridad y su hermosura. La fe, la esperanza, el temor y la
penitencia suelen andar delante de ella cuando ha llegado, la obedecen y la
sirven como las demás virtudes, y ella las alienta, las adorna y las vivifica
con su presencia.
De manera que, si se pudiese lograr que todas las virtudes estuviesen reunidas
en un hombre, pero que faltase en él la caridad, este conjunto de virtudes
sería, en verdad, un cuerpo perfectamente acabado, en sus partes, como el
cuerpo de Adán, cuando Dios, con mano maestra, lo formó del barro de la
tierra; pero cuerpo sin movimiento, sin vida y sin gracia, hasta que Dios le
inspirase el soplo de vida454, es decir, la sagrada caridad, sin la cual ninguna
cosa aprovecha.
La perfección del amor divino es tan excelente, que perfecciona todas las
demás virtudes, y no puede ser perfeccionada por ellas, ni siquiera por la
obediencia, que es la que puede derramar más perfecciones sobre las demás.
Es verdad que amando obedecemos, y que obedeciendo amamos; pero si esta
obediencia es tan excelentemente amable, es debido a que tiende a la
excelencia del amor, y su perfección depende, no de que, amando, obedez-
camos, sino de que, obedeciendo, amamos. De suerte que así como es
igualmente el fin y la primera fuente de todo lo que es bueno, asimismo el
amor, que es el origen de todo afecto bueno, es también su último fin y su
perfección.
453 Ibid.,V, 3.
145
X Cómo el santo amor, cuando vuelve al alma, hace que revivan todas las
obras que el pecado había hecho perecer
Cuando el hombre justo se hace esclavo del pecado, todas las buenas obras
que antes había hecho quedan miserablemente olvidadas y reducidas a cieno;
mas, al salir del cautive-rio, cuando por la penitencia vuelve a la gracia del
divino amor, las buenas obras precedentes son sacadas del pozo del olvido, y,
tocadas por los rayos de la misericordia celestial, re-viven y se convierten en
llamas tan resplandecientes como jamás lo fueron, para ser puestas sobre el
sagrado altar de la aprobación divina y recuperar su primera dignidad, su
primer precio y su primer valor.
ño, y puede añadir al fin natural de una acción otro fin cualquiera, como
cuando, además de la intención de socorrer al pobre, a la cual tiende la
limosna, tiene la intención de obligar recíprocamente al menesteroso.
Unas veces añadimos al fin propio de la acción un fin menos perfecto; otras
veces un fin de igual o semejante perfección, y otras, finalmente, un fin más
eminente y elevado. Porque aparte del socorro al necesitado, al cual tiende
especialmente la limosna, ¿no se puede acaso pretender, primeramente,
adquirir su amistad; en segundo lugar, edificar al prójimo y, por último,
agradar a Dios? He aquí tres diversos fines, el primero de los cuales es menos
excelente, el segundo algo más y el tercero muchísimo más, que el fin
ordinario de la limosna; de suerte que, como ves, podemos comunicar
diversas perfecciones a nuestros actos, según la variedad de los motivos, fines
e intenciones con que los hacemos.
Hay que dar a cada fin el lugar que le corresponde, y por consiguiente hay
que dar el lugar soberano al fin de agradar a Dios.
146
Para que el espíritu humano siga con facilidad los movimientos y las
inclinaciones de la razón, al objeto de llevar a la dicha natural al que puede
aspirar viviendo según las leyes de la honestidad, tiene necesidad de las
cualidades que hacen al espíritu dulce, obediente y flexible a las leyes de la
razón natural.
Pues bien, Teótimo, el Espíritu Santo, que habita en nosotros, deseando hacer
a nuestra alma obediente a sus divinos mandamientos y celestiales
inspiraciones, que son las leyes de su amor, y en cuya observancia consiste la
felicidad sobrenatural de la vida presente, nos otorga siete propiedades y
perfecciones, las cuales, en la Sagrada Escritura y en los libros de los
teólogos, se llaman dones del Espíritu Santo.
Ahora bien, estos dones no sólo son inseparables de la caridad, sino que, bien
consideradas todas las cosas y propiamente hablando, son las principales
virtudes, propiedades y cualidades de la misma.
Así, la caridad es para nosotros otra escala de Jacob, compuesta de los siete
dones del Espíritu Santo, como de otros tantos peldaños sagrados, por los
cuales los hombres angelicales suben de la tierra al cielo, para ir a juntarse
con el seno de Dios, y por los cuales bajan 455 del cielo a la tierra, para venir
a tomar al prójimo de la mano y conducirlo a la gloria; 1. porque, al subir el
primer peldaño, el temor nos hace evitar el mal;
Pero si, después de haber gozado de estos amorosos favores, queremos volver
la tierra, para atraer al prójimo hacia esta misma felicidad, entonces, llena
nuestra voluntad de un ardentísimo celo, en el primero y más alto peldaño, y
perfumadas nuestras almas con los perfumes de la caridad soberana de Dios,
descendemos al segundo, donde nuestro entendimiento recibe una claridad
sin igual y hace provisión de las ideas y de las imágenes más excelentes, para
gloria de la belleza y de la bondad divinas; de aquí, bajamos al tercero,
donde, por el don de consejo, descubrimos por qué medios hemos de inspirar
a las almas de los prójimos el gusto y la estima de la divina suavidad; en el
cuarto, nos alentamos y recibimos una santa fortaleza, para vencer las
dificultades que se oponen a este designio; en el quinto, comenzamos a
predicar, por el don de la ciencia, exhortando a las almas a practicar la virtud
y a huir del vicio; en el sexto, nos esforzamos en infundirles una santa
piedad, para que, reconociendo a Dios por el padre más amable, le obedezcan
con filial temor; y, en el último, les instamos a que teman los juicios de Dios,
a fin de que, mezclando el temor de ser condenados con la reverencia filial,
dejen más presurosos la tierra, para subir con nosotros al cielo.
456 Cant.,I,l.
147
TRATADO DEL AMOR DE DIOS – San Francisco de Sales
XIII Cómo el amor sagrado comprende los doce frutos del Espíritu
Santo, con las ocho bienaventuranzas del Evangelio
Dice el glorioso San Pablo: El fruto del Espíritu Santo es: caridad, gozo, paz,
paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia,
continencia, castidad457. Pero advierte, Teótimo, que este apóstol divino, al
enumerar los doce frutos del Espí-
ritu Santo, los considera como un solo fruto, pues no dice: los frutos del
Espíritu Santo son la caridad, el gozo, sino: el fruto del Espíritu Santo es la
caridad, el gozo.
Luego, el Apóstol no quiere decir otra cosa sino que el fruto del Espíritu
Santo es la caridad, la cual es gozosa, longánima, dulce, fiel, modesta,
continente y casta, es decir, que el divino amor comunica un gozo y un
consuelo interior, con una gran paz del corazón, que se conserva en las
adversidades por la paciencia y nos hace afables y benignos en el socorro del
prójimo, mediante una cordial bondad para con él, bondad que no es variable
sino constante y perseverante, pues nos da un ánimo dilatado, merced al cual
somos dulces, amables y condescendientes con todos, soportando sus
humores y sus imperfecciones, observando con ellos una lealtad perfecta,
dándoles pruebas de una simplicidad acompañada de confianza, así en
nuestras palabras como en nuestras acciones, viviendo modesta y
humildemente, cer-cenando toda superfluidad y todo desorden en el comer,
beber, vestir, dormir, en las diver-siones y en los demás apetitos voluptuosos,
por una santa continencia, y reprimiendo, sobre todo, las inclinaciones y
rebeldías de la carne con una celosa castidad, para que toda nuestra persona
esté ocupada en el divino amor, así interiormente, por el gozo, la paz, la
paciencia, la longanimidad, la bondad y la lealtad, como exteriormente, por la
benignidad, la mansedumbre, la modestia, la continencia y la castidad.
De manera, Teótimo, que, resumiendo, la santa dilección es una virtud, un
don, un fruto y una bienaventuranza. Como virtud, nos hace obedientes a las
inspiraciones interiores, que Dios nos da por sus mandamientos y consejos,
en cuya ejecución se practican todas las virtudes, por lo que la dilección nos
hace flexibles y dóciles a las inspiraciones interiores, que son como los
mandamientos y los consejos secretos de Dios, en cuya práctica se emplean
los siete dones del Espíritu Santo, de suerte que la dilección es el don de los
dones.
148
XIV Cómo el divino amor emplea todas las pasiones y todos los afectos
del alma y los reduce a su obediencia
Pero, ¿qué método hay que emplear para reducir los afectos y las pasiones al
servicio del divino amor? Combatimos las pasiones: o bien oponiendo a ellas
las pasiones contrarias, o por medio de los más grandes afectos de su mismo
género. Si siento en mí cierta vana esperanza, puedo resistir a ella,
oponiéndole un legítimo desaliento. Puedo también resistir a esta vana
esperanza, oponiendo a ella otra más sólida. Espera en Dios, alma mía,
porque Él es el que ha de sacar tus pies del lazo 460. Ninguno confió en el
Señor y quedó burlado 461.
Nuestro Señor en sus curaciones espirituales, cura a sus discípulos del temor
munda-no, infundiendo en su corazón un temor superior: No temáis —les
dice— a los que matan el cuerpo; temed al que puede arrojar alma y cuerpo
en el infierno 462. Queriendo, en otra ocasión, curarlos de una alegría
rastrera: No tanto habéis de gozaros porque se os rinden los espíritus, cuanto
porque vuestros nombres están escritos en los cielos463; y El mismo rechaza
la alegría mediante la tristeza: ¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque
llorareis! 464.
De esta manera, arranca y sujeta los afectos y las pasiones, desviándolas del
fin hacia el cual el amor propio quiere llevarlas, y encaminándolas hacia un
objeto espiritual.
ritu Santo, la alegría ocupa su lugar junto a ésta? Sin embargo, dice así el
gran Apóstol: La tristeza que es según Dios, produce una penitencia
constante para la salud, cuando la tris-
teza del siglo causa la muerte 465. Hay, pues, una tristeza según Dios, la
ejercitada por los pecadores, en la penitencia, o por los buenos en la
compasión por las miserias temporales del prójimo, o por los perfectos, en el
sentimiento, en la lamentación y en la pena por las 458 Gen., XXV, 22.
461 Ecles.,II,2.
149
150
LIBRO DOCE
Teótimo, el saber si amamos a Dios sobre todas las cosas no está en nuestra
potestad, si el mismo Dios no nos lo revela; pero podemos saber muy bien si
deseamos amarle; y cuando sentimos en nosotros el deseo del amor sagrado,
sabemos que comenzamos a amar.
151
III Que para tener el deseo del amor sagrado es menester cercenar los
deseos terrenales Si el corazón que pretende el amor divino está muy
hundido en los negocios terrenos y temporales, florecerá tarde y con
dificultad; pero, si está en este mundo únicamente en la medida que su
condición requiere, pronto lo veréis florecer en amor y derramar su agradable
fragancia.
Por esto los santos se retiraron a las soledades, para que desprendidos de los
cuidados del mundo pudiesen consagrarse más ardientemente al celestial
amor.
Las almas que desean amar de verdad a Dios, cierran su entendimiento a los
discursos de las cosas mundanas, para emplearlo más ardientemente en la
meditación de las cosas divinas, y concentran siempre todas sus pretensiones
en la única intención que tienen de amar solamente a Dios. El que desea el
divino amor, debe conservar cuidadosamente para él sus ocios, su espíritu y
sus afectos.
San Bernardo no perdía nada del progreso que deseaba hacer en este santo
amor, aunque estuviese en las cortes y en los ejércitos de los grandes
príncipes, ocupado en reducir los negocios de estado al servicio de la gloria
de Dios; cambiaba de lugar, pero no cambiaba de corazón, ni su corazón de
amor, ni su amor de objeto; y, para emplear su propio lenguaje, estos cambios
se producían en torno de él, mas no en él; pues, aunque sus ocupaciones eran
muy variadas, permanecía indiferente a todas ellas, y no recibía el color de
los negocios y de las conversaciones, como el camaleón el de los lugares
donde está, sino que se conservaba siempre unido a Dios, siempre blanco en
pureza, siempre encarnado de caridad y siempre lleno de humildad.
152
¡Qué suavidad, Teótimo, la de este Esposo celestial con esta su dulce y fiel
amante!
Ves, pues, como las ocupaciones necesarias de cada uno, según su vocación
no disminuyen, en manera alguna, el amor divino, sino que, por el contrario,
lo acrecientan y, por decirlo así tiñen de oro las obras de devoción. El
ruiseñor no menos gusta de su melodía cuando canta, que en sus pausas; los
corazones devotos no gustan menos del amor cuando, por necesidad, se
distraen en las ocupaciones exteriores, que cuando están en oración: su
silencio, su voz, su contemplación, sus ocupaciones y su reposo, cantan
igualmente en ellos el himno de su amor.
VII Del cuidado que hemos de tener en hacer con gran perfección
nuestras acciones Si una obra es, de suyo buena, pero no está adornada de la
caridad, si la intención no es piadosa, no será recibida entre las buenas obras.
Si yo ayuno, pero con el intento de aho-471 Sal., XVII, 26.
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Es hacer las acciones pequeñas de una manera muy excelente, el hacerlas con
mucha pureza de intención y con una gran voluntad de agradar a Dios;
entonces nos santifican extraordinariamente. Hay almas que hacen muchas
obras buenas y crecen poco en caridad, porque o las hacen fría y flojamente o
por instinto e inclinación natural, más que por inspiración de Dios o por
fervor celestial; y, al contrario, hay otras que trabajan menos, pero con una
voluntad y una intención tan santas, que hacen enormes progresos en el amor:
han recibido pocos talentos, pero los administran con tanta fidelidad, que el
Señor se lo recompensa largamente.
¡Qué excelentes son los actos de las virtudes, cuando el divino amor les
imprime su sagrado movimiento, es decir, cuando se hacen por motivos de
amor! Mas esto se hace de diferentes maneras.
Tales son todos los que forman parte de las asociaciones piadosas, dedicadas
para siempre a la gloria divina. Tales los que, a propósito, hacen profundas y
firmes resoluciones de seguir la voluntad de Dios, haciendo, con este fin,
retiros de algunos días, para excitar sus almas, con diversas prácticas
espirituales, a la entera reforma de su vida; método santo, familiar a los
antiguos cristianos, pero después casi del todo en desuso, hasta que el gran
siervo de Dios, Ignacio de Loyola, volvió aponerlo en boga, en tiempo de
nuestros padres.
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Dime ahora, Teótimo: ¿Qué diferencia hay entre el que ofrece a Dios cien
escudos y el que le ofrece todas sus acciones? Ciertamente, no hay ninguna,
sino que el uno ofrece una suma de dinero y el otro una suma de actos. ¿Por
qué, pues, no hay que creer que tanto el uno como el otro, al hacer la
distribución de las partes de sus sumas, obran en virtud de sus primeros
propósitos y de sus fundamentales resoluciones? Y si el uno, al distribuir sus
escudos sin atención, no deja de gozar del influjo del primer designio, ¿por
qué el otro, al distribuir sus acciones, no hade gozar del fruto de su primera
intención? El que, de intento, se ha hecho esclavo de la divina bondad, le ha
consagrado, por lo mismo, todas sus acciones.
Acerca de esta verdad, debería cada uno, una vez en la vida, hacer unos
buenos ejercicios, para purgar su alma de todo pecado y tomar una íntima y
sólida resolución de vivir enteramente para Dios, según lo enseñamos en la
primera parte de la Introducción a la vida devota después, a lo menos una
vez al año, debería también hacer un examen de su conciencia y renovar la
resolución primera, indicada en la parte quinta de dicho libro, a la cual te
remito en lo que atañe a este punto.
Además de esto, consagramos, cien y cien veces al día, nuestra vida al amor
divino, por la práctica de las oraciones jaculatorias, las aspiraciones del
corazón de Dios y los retiros espirituales; porque estos santos ejercicios
lanzan y arrojan continuamente nuestros espí-
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do477; Dios mío y mi todo; oh Jesús, Vos sois mi vida. ¡Ah! ¿Quién me hará
la gracia de que muera a mí mismo, para no vivir sino en Vos?
¡Oh amar! ¡Oh morir a sí mismo! ¡Oh el vivir en Dios! ¡Oh el estar en Dios!
¡Oh Dios mío! lo que no es Vos, es nada para mí. El alma que dice esto —
repito— ¿no consagra continuamente sus acciones al celestial Esposo? ¡Oh
qué dichosa es el alma que se ha despojado una vez totalmente y ha hecho de
sí misma la perfecta resignación en manos de Dios, de que hemos hablado
más arriba porque, después, le basta un pequeño suspiro y una mirada
dirigida a Dios, para renovar y confirmar su despojo, su resignación y su
oblación, con la protesta de que no quiere nada que no sea Dios y para Dios,
y de que no se ama a sí misma y cosa alguna del mundo, sino en Dios y por
amor de Dios.
Hecho esto, desplegando, por así decirlo, y levantando los brazos de nuestro
consentimiento, abracemos con gran cariño, ardor y afecto, ya sea el bien que
debemos hacer, ya los males que tengamos que sufrir considerando que así lo
ha querido Dios, desde la eternidad, para que le agrademos y nos sujetemos a
su providencia.
de los montes, que te mostraré 480. Porque, he aquí que este gran hombre,
partiendo al instan-476 Sal.,CXVIII,94.
477 Cant.,11,16.
479 Hebr.,XI,8.
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te con su tan amado y tan amable hijo, hace tres días de amino, llega al pie de
la montaña, deja allí sus criados y el jumento, carga sobre su hijo la leña para
el holocausto, mientras lleva el fuego y el cuchillo; y, según va subiendo, le
dice su hijo: Padre mío. Y él responde:
¿Qué quieres, hijo? Veo —dice— el fuego y la leña; ¿dónde está la víctima
del holocausto?
A lo que responde Abrahan; Hijo mío, Dios sabrá proveerse de víctima para
el holocausto.
Con todo, por otra parte, ¿no ves, Teótimo, como Abraham, durante más de
tres días, vuelve y resuelve en su ánimo la amarga idea y la resolución de este
áspero sacrificio? ¿No sientes compasión de este corazón paternal, cuando,
mientras sube sólo con su hijo, éste, más sencillo que una paloma, le
pregunta: Padre, ¿dónde está la víctima? y que él responde:
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Tenemos libertad para obrar bien u obrar mal; pero escoger el mal no es usar,
sino abusar de la libertad. Renunciemos a esta desdichada libertad y
sujetemos, para siempre, nuestro libre albedrío al amor celestial; hagámonos
esclavos del amor, cuyos siervos son más felices que los reyes. Y si alguna
vez quiere nuestra alma emplear su libertad contra nuestras resoluciones de
servir a Dios eternamente y sin reservas, entonces sacrifiquemos este libre
albedrío y hagámoslo morir a sí mismo, para que viva en Dios.
¿no sabes, Teótimo, que el sumo sacerdote de la ley llevaba sobre sus
espaldas y sobre su pecho los nombres de los hijos de Israel, es decir, unas
piedras preciosas, en las cuales los nombres de los jefes de Israel estaban
grabados? Mira, pues, a Jesús nuestro gran Obispo contémplale en el primer
instante de su concepción y 482 Gal., II, 20.
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considera que ya entonces nos llevaba sobre sus espaldas, aceptando la carga
de rescatarnos con su muerte y muerte en cruz¡Ah, Teótimo, Teótimo! el
alma de este Salvador nos conocía a todos por el nombre y apellido; pero,
sobre todo, el día de su pasión, cuando ofrecía sus lágrimas, sus oraciones, su
sangre y su vida por nosotros, lanzaba, en particular, por ti estos
pensamientos de amor: Padre eterno, tomo a mi cuenta, y cargo con todos los
pecados del pobre Teótimo, hasta sufrir los tormentos y la muerte, para que
quede libre de ellos y, en lugar de perecer, viva; muera Yo con tal que él
viva; sea Yo crucificado, con tal que él sea glorificado. ¡Oh amor soberano
del corazón de Jesús! ¡Qué corazón te bendecirá jamás con la devoción
debida!
Mas ¿de qué exceso, sino del exceso de amor, por el cual la vida fue
arrebatada al Amante para ser dada al amado?
En el Calvario no puede haber vida sin amor, ni amor sin la muerte del
Redentor.
Fuera de allí todo es, o muerte eterna o amor eterno, y toda la sabiduría
cristiana consiste en saber escoger bien. ¡OH amor eterno! mi alma te
requiere y te escoge eternamente. Ven, Espíritu Santo, e inflama nuestros
corazones en tu amor. O amar o morir; o morir o amar.
Morir a todo otro amor, para vivir tan sólo al de Jesús, a fin de que no
muramos eternamente, sino que, viviendo en tu amor eterno, oh Salvador de
nuestras almas, cantemos eternamente: ¡Viva Jesús. Yo amo a Jesús, que vive
y reina por los siglos de los siglos.
Que estas cosas, Teótimo, que han sido escritas para tu caridad, con la gracia
y el favor de la caridad, arraiguen de tal manera en tu corazón, que esta
caridad encuentre en ti el fruto de las santas obras; no tan sólo las hojas de las
alabanzas. ¡Bendito sea Dios!
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TRATADO DEL AMOR DE DIOS – San Francisco de Sales
FIN
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