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Cenizas de La Memoria. La Resta de Alia Trabucco

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Cenizas de la memoria: La resta de Alia Trabucco

Nombre del libro: La resta

Autor: Alia Trabucco

Editorial: Demipage

Lugar y año de publicación: Santiago de Chile, 2014

ISBN: 9788494262227

N° de páginas: 292

Por Mirko Covacevich Pérez


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La resta (Demipage, 2014), de Alia Trabucco Zerán (Santiago de Chile, 1983), es una
novela narrada a dos voces que transcurre en el Chile de posdictadura, a lo largo de
veintitrés capítulos que se van intercalando entre ambas narraciones. Sus protagonistas son
dos jóvenes que viven la transición al neoliberalismo como hijos de padres opositores al
Régimen Militar. Felipe, de carácter caótico y desenfrenado, se la pasa divagando
obsesivamente sobre la posibilidad de restar muertos, mediante una aritmética alucinatoria
que busca “igualar la cantidad de muertos y las tumbas” (13). Iquela, de personalidad más
metódica y racional, vive a la sombra de una madre controladora y el recuerdo de la larga
convalecencia de su padre –un delator de compañeros revolucionarios–, atrapada en un
pasado que le impide seguir con su propia vida. Ambos jóvenes, que crecieron juntos al
cuidado de Consuelo, madre de Iquela, y que se encuentran inexorablemente unidos por
esa historia política y familiar común, emprenden un viaje a Mendoza junto a Paloma,
recién llegada de Alemania, para ayudarla a recuperar el cadáver de su madre, muerta en
el exilio y extraviada durante su repatriación desde Berlín a Santiago (porque, como
advierte Trabucco, sólo los muertos se repatrian; los vivos retornan).

“¿Caían cenizas en mi infancia?” (173), se pregunta Iquela, mientras mira por la ventana
de la carroza fúnebre que la aleja de la ciudad a la que quizá no regrese nunca. La bruma
de la cordillera, el color gris que opaca su memoria, el humo que sale de la boca de Paloma,
no sólo desdibujan sus recuerdos, sino que se ciernen extrañamente sobre su entorno: una
lluvia de cenizas cae sobre Santiago, sepultando a la capital bajo una espesa capa de polvo.
Y es en este paisaje borroso, apocalíptico, donde aparecen, cada vez en mayor número, y
sin explicación aparente, “los cuerpos dominicales, cadáveres semanales o quincenales”
(11). ¿Pero quiénes son estos muertos-vivos con los que se topa Felipe en sus derivas
urbanas? ¿Son acaso víctimas anónimas de una ciudad desmemoriada que desaparece bajo
las cenizas? ¿Son los cuerpos extraviados del pasado que, como viajeros en el tiempo,
reaparecen inexplicablemente desperdigados en las esquinas, plazas y parques? ¿Los
presuntamente muertos, cuyo paradero, aunque sospechado, es todavía incierto? ¿O quizá
los propios protagonistas, herederos del vacío histórico, condenados a vivir descifrando
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huellas de otra época, deambulando como muertos vivientes entre las cenizas de las
memorias de sus padres?

Esta primera novela de Alia Trabucco plantea éstas y otras muchas preguntas sobre los
efectos de la dictadura de Pinochet en las generaciones posteriores; preguntas incómodas
que surgen espontáneamente de sus escenas cargadas de simbolismo; “preguntas
incorrectas” (cit. en Manrique Sabogal) –en palabras de la autora–, por cuanto interpelan
no a la generación impersonal que retrata la historiografía, sino a la de los propios padres
y sus amigos. En el epílogo del libro, Lina Meruane se pregunta si los hijos podrán
“volverse, algún día, protagonistas de su tiempo, de sus propios pesares y placeres” (282).
Es por ello que la noción de posmemoria acuñada por Hirsch –la memoria de los hijos–
juega un rol fundamental dentro de la trama: “En La resta, el relato se entreteje a través de
un diálogo constante entre la memoria de los padres que se adhiere —casi
inevitablemente— a la generación de los hijos; quienes fueron forjando su sentir y sus
estructurales mentales en torno a un pasado fuerte del que jamás serían protagonistas, sino
meros marginados de la historia” (Rodríguez 474). Jóvenes sin derecho a la inocencia,
inscritos en un ciclo nostálgico, caracterizado por la muerte y la incertidumbre, que arrastra
sin rumbo a toda una generación. Esto queda claramente expresado en las meditaciones de
Iquela, cuando, ya frente al féretro de Ingrid, duda si comunicarle a su amiga el hallazgo,
proyectándola hipotéticamente hacia un futuro determinado por la pérdida: “Permanecí
inmóvil frente a esa hoja: una simple etiqueta que yo podía despegar y esconder […]
prolongando esa búsqueda por años, por el resto de los días de Paloma, regalándole así una
causa y que ella no tuviera que buscar nunca más nada, porque su destino quedaría atado a
la historia de su madre perdida” (251).

Porque el devenir de los hijos de La resta está atado a la historia de sus progenitores,
forzándoles a vivir el presente en función del pasado. Los escombros, las cenizas de las
memorias de sus padres, son los cimientos de sus propias memorias. En palabras de Paul
Ricoeur: “por el recuerdo experimentamos no sólo el carácter pasado de las cosas ausentes,
sino el propio tiempo” (1999 7). El propio tiempo, no tan propio en realidad, se materializa
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a través de la ausencia, o la paradójica “presencia de la ausencia” (2000 533), como señala


el mismo autor en otro lugar, refiriéndose al carácter ambivalente de la huella. Porque “para
pensar la huella, hay que pensarla a la vez como efecto presente y signo de su causa
ausente” (Id. 545). La huella, escindida de su origen, se resignifica como producto; no ya
como resultado del itinerario causa y efecto, sino como mero artefacto. Es la fetichización
de la huella que acusa Huyssen, el enmudecimiento de su mensaje dentro del “marketing
masivo de la nostalgia” (5). En una época anquilosada en los “pretéritos presentes” (Id. 1),
el ahora se vive para restituir el pasado sin reparar en el futuro, o sin “recordar el futuro”
(Id. 23), según lo expresa el mismo autor. Los hijos, entonces, deben remitirse a las huellas
de sus padres para experimentar su realidad, sin otro recurso que estas ausencias-presentes
para desentrañar su propio tiempo. Recordar, de alguna manera, lo que sus padres, ya sea
por obligación, necesidad o voluntad propia, relegaron al olvido. La abundancia, principio
fundamental del neoliberalismo para avanzar (despeñarse) ciegamente, no es más que una
máscara que oculta estas carencias: preguntas sin responder, recuerdos incompletos,
memorias fracturadas. Como las propias máscaras que velan el mundo de los padres, como
lo recordaba Iquela: “porque una chapa no era la cerradura de una puerta, una cúpula no
era el techo de una iglesia, un movimiento no era una acción, ni una facción un rasgo de la
cara” (87).

¿Pero cómo recordar aquello que no se ha experimentado en carne propia? Esta pregunta,
central en el debate de la posmemoria desde su formulación por James Young (Sarlo 125),
parece encerrar la mayor trampa de la memoria. Para Ricoeur, sólo “puede hablarse de la
memoria como modelo del carácter propio de las experiencias vividas del sujeto” (1999
16). Además, dice, “uno no recuerda solo, sino con la ayuda de los recuerdos de otro” (Id.
17). En otras palabras, todo recuerdo está mediado (Sarlo 127). Ya Maurice Halbwachs se
había percatado de ello señalando que es el lenguaje y “todo el sistema de convenciones
sociales que lo acompaña […] lo que nos permite reconstruir en cada momento nuestro
pasado” (324). Quizá por eso Iquela, que trabaja esporádicamente como traductora, se
obsesiona con los múltiples significados de las palabras –“las que significaban algo distinto
para su madre, para la mía, (para todos nuestros padres)” (87)– y se cuestiona sobre los
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deberes éticos de su profesión: “Había un error en el original en inglés y yo me debatía


entre traducir esa oración o corregirla: traducir fielmente el error, reproduciéndolo en
castellano, o hacer una traducción equivocada, alterando el original” (37). ¿Es posible
pensar esta frase como una metáfora de los mecanismos de la memoria? ¿Sobre la
posibilidad de corregir los errores del pasado alterando los recuerdos, borrando
deliberadamente algunos capítulos para “mejorar” la historia?

De acuerdo a Elizabeth Jelin, “toda memoria es una reconstrucción más que un recuerdo”
(21). Más adelante, la misma autora señala que “la experiencia individual construye
comunidad en el acto narrativo compartido, en el narrar y el escuchar” (37). Siendo la
reconstrucción de la memoria un acto colectivo, toda redención es imposible mientras no
exista una disposición de escuchar al otro, acto comunitario elemental. Pero los
protagonistas de La resta están cansados de escuchar. Los relatos del pasado han permeado
su identidad y envenenan sus relaciones. Si es cierto, como lo afirma Ricoeur, que la
“memoria garantiza la continuidad temporal de la persona” (1999 16), ¿producirá una
memoria fracturada una identidad igualmente fracturada? Felipe, que carga con el mismo
nombre de su padre –un detenido desaparecido–, anhela desesperadamente desprenderse
de la herencia que lo retiene en el pasado: “tú tienes los ojos de tu papá, me decía mi abuela
Elsa, los tienes igualitos, y yo me esfuerzo y digo no, eso es mentira, […] no tengo los ojos
de ningún papá, mis ojos son míos, míos, míos, yo soy hijo de los pétalos y de mi chozna
y de mí mismo, eso soy, hijo de mí mismo” (256-257). Iquela, por su parte, sueña con huir
lejos de las historias de su madre: “hablábamos y ella recordaba, por supuesto,
obligándome a extender mi visita veinte minutos, media hora, treinta y cinco minutos que
se arrastraban lentísimos mientras mi madre repasaba las mismas historias, con idénticos
énfasis y lamentos” (46-47).

En el epílogo, Meruane observa que los protagonistas “saben que lo que está en juego es
la autoridad del relato” (283) y que “la cuestión, la cuestioncita decisiva” está en cómo
cortar, “sin traicionar, sin desangrarse en el proceso, el cordón umbilical de la memoria
que urde familias y amarra el pasado al presente” (284). En efecto, en cierto modo, Felipe
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e Iquela, que todavía habitan la memoria de sus padres como herederos de sus traumas y
sus fantasmas, tienen la posibilidad de salvar (descubrir) su identidad y redimir la historia;
cerrar capítulos y detener el ciclo de preguntas incontestadas; encontrar, en definitiva –y
aunque sólo sea metafóricamente–, los cuerpos de los desaparecidos. Porque para volver a
cero “hay que ayudarse con los muertos; hay demasiados” (264). Aunque esto signifique
dejarlo todo atrás para apropiarse de cadáveres ajenos; huellas mudas de un pasado que,
ante el clamor de tantas voces, no consigue ser escuchado.
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Bibliografía

Halbwachs, Maurice. Los marcos sociales de la memoria. Barcelona: Anthropos Editorial,


2004. Impreso.

Huyssen, Andreas. En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de


globalización. México: Fondo de Cultura Económica, 2002. Impreso.

Jelin, Elizabeth. Los trabajos de la memoria. Madrid: Siglo XXI de España Editores, 2002.
Impreso.

Manrique Sabogal, Winston. «Diez debutantes que descubrir.» El país 03 de Enero de


2015. Electrónico. 2018 de 05 de 07.
<https://elpais.com/cultura/2014/12/31/babelia/1420034946_993175.html>.

Ricoeur, Paul. La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido. Madrid: Arrecife
Producciones, 1999. Impreso.

—. La memoria, la historia, el olvido. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica


Argentina, 2000. Impreso.

Rodríguez Valentín, Ana Eva. «La resta de Alia Trabucco.» Literatura y lingüística 33
(2016): 473-476. Electrónico.

Sarlo, Beatriz. Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión.
Buenos Aires: Siglo XXI Editores, 2005. Impreso.

Trabucco, Alia. La resta. Madrid: Demipage, 2014. Impreso.

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