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Dulces Flagelaciones - Anonimo

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Los protagonistas de esta

inquietante novela descubren que


el castigo no siempre produce dolor.
También puede generar placeres
inefables cuando se administra en
las condiciones apropiadas. Por
ejemplo, en el clímax de una orgía
cuando dos hombres y una
jovencita, o dos mujeres y un
jovencito, o vaya usted a saber
cuántas personas de uno y otro
sexo, alternan sus vaivenes con
sonoras palmadas o restallantes
zurriagazos de una vara de abedul.
Los gemidos que se oyen ¿son
producto de la caricia lacerante o
del feroz orgasmo?
Anónimo

Dulces
Flagelaciones
Selecciones eróticas Sileno -
00
ePub r1.0
Titivillus 25.06.17
Título original: Initiation Rites
Anónimo, 1994
Traducción: Julia Dora Allegre

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
Prólogo

Carta de sir Clifford Norton a su


amiga, la señorita Clara Birchem

Mi querida Clara:
Un episodio de mi juventud pasa
esta noche por mi mente, vibrante,
creando una imagen panorámica; y
mientras mis pensamientos regresan por
el accidentado sendero de cuarenta
años, que han salpicado mi pelo de gris
y llenado mi vida de espinas y azahares,
hasta un mes que dejó su huella en toda
mi vida, desearía tener el poder de
reproducir el cuadro con todos sus
colores y hacer justicia a la tarea que, a
petición tuya, emprendo esta noche.
Lamento que el favor que me solicitas
me obligue a escribir sobre mí mismo; y
espero, mientras lees esto, que tus ojos
se fijen lo menos posible en el
desagradable personaje que soy.
Nací bajo un sol cálido y un cielo
agradable, donde una mezcla de perfume
de magnolia y jazmín cargaba el aire,
intensificando los sentidos, donde todo
echaba brotes y flores casi al nacer,
donde la soñadora languidez de la
voluptuosidad parecía inherente a todo,
y la chispa sexual esperaba nada más
que el contacto para arder en todo su
esplendor.
Mi introducción a los placeres y
misterios siempre relacionados con el
lecho del Amor no fue confiada a una
principiante, a una tímida adolescente
que da sus primeros pasos hacia el
conocimiento de la ilusión de placeres
prohibidos, sino a una mujer, una mujer
de treinta años que, tras un largo tiempo
aprendiendo de las expertas
manipulaciones y enseñanzas de un
marido, se había convertido en una
maestra en todos los delicados detalles
que rodean las delicias del amor.
¡Con qué claridad la veo esta noche!
Con qué intensidad aprecio su
maravillosa anatomía, que el tiempo
graba cada vez más profundamente en mi
memoria: el patrón por el que desde
entonces he medido todas las
perfecciones femeninas. ¡Ah, la vuelvo a
tener delante, y esta vez desnuda!
¡Mírala! ¿No es hermosa? Fíjate en el
porte de su cabeza, de la que cae
destellando su abundante cabello rubio.
Fíjate en esos ojos ambarinos, esos
labios rojos y húmedos, tan
maravillosamente cincelados, las
mejillas pálidas teñidas por su reflejo.
Mira esos hombros de forma
perfecta y exquisita, moldeados de la
misma manera que los abultados y
hermosos pechos, de pezones tan
puntiagudos y rosados. ¿Qué vientre,
espalda y caderas tuvieron alguna vez
curvas tan elegantes? ¿Qué brazos
redondeados, qué muslos carnosos y
blancos podrían colmar tanto mis
sentidos? Con el recuerdo de esos
cálidos y adorables placeres vuelvo a
sentirla esta noche. Pero su lasciva
forma y su lasciva sensación sólo
existen en la memoria, pues el molde se
rompió al quedar terminado. Su carne
nunca más volvió a tocar mi carne.
Mi iniciadora me arrancó de aquel
pequeño paraíso con deliciosas
promesas y me llevó por un invernáculo
de pasión, donde cada bonita flor estaba
impregnada de un veneno sutil que
destrozaba los nervios, minaba la vida y
aturdía el cerebro; y ese dulce día de
verano en el que Cupido se quitó las
ropas de seda, mostrándome bellezas
que ni siquiera había soñado, selló mi
destino.
Nos sentamos bajo la sombra de un
árbol, en un sitio a donde no podían
llegar los rayos del sol. Después de
quitarme el sombrero y acariciarme el
cabello con las delicadas manos blancas
apoyó mi cabeza en su regazo, me apretó
contra el jadeante pecho y apoyó sus
hermosos labios en los míos y los tuvo
allí, con los ojos cerrados, hasta que
sentí que me quedaba sin aliento;
entonces apartó la cara mientras los ojos
le relucían y su rostro se ruborizaba.
En todo eso había algo que me
gustaba, porque le pedí que me lo
hiciese de nuevo; y ella, exclamando
«Vaya, mi hombrecito», volvió a
apretarme contra su cuerpo y a besarme
hasta que sus labios dejaron mojados
mis labios y mi cara. Cada ataque, cada
presión, parecía crear para mí nuevas y
deliciosas sensaciones que nunca había
conocido; y entonces, allí delante, en el
sitio donde me abotonaba los
pantalones, sentí dolor y un bulto grande
que me molestaba. Inocente, se lo conté.
—A ver —dijo, cariñosa; y una de
sus manos, la que tenía muchos anillos
bonitos en los dedos, bajó y me
desabrochó los pantalones.
Y entonces, lo que nunca había visto
de más de cinco centímetros de largo y
blando como carne de bebé, estaba allí
asomando doce o trece centímetros,
hinchadísimo. Lo que vi, y el dolor, me
asustaron mucho, pero ella me cogió la
polla caliente en la mano, la besó cuatro
o cinco veces y la mordisqueó con
suavidad, diciéndome que no pasaba
nada, y en seguida me sentí bien.
Pero yo seguía totalmente pasivo en
manos de mi bella seductora, y tuve que
soportar que me quitase los pantalones y
me echase hacia atrás sobre la hierba.
Su mano blanca como la nieve subía y
bajaba con entusiasmo, ciñéndome la
polla, dejando al descubierto la
encendida cabeza y estirándome el
frenillo. Se inclinó y su lengua acarició
la punta de mi pene, mientras su otra
mano me hacía esas cosquillas mágicas
(que los franceses llaman patas de
araña) en las pelotas y por la uretra.
De repente mis muslos se
endurecieron. Temblaba con violencia y
tenía una extraña sensación. Creía que
iba a desmayarme cuando el chorro
blanco brotó de mi hinchado glande,
rociándole las mejillas y la lengua con
perlas líquidas y cayó salpicándome el
vientre; ella, mientras tanto, me miraba
la polla con ojos excitados.
Entonces, descuidadamente, se
desabrochó la camisa, y vi lo que nunca
había visto hasta ese momento: dos
hermosos pechos. Qué bonitos parecían,
tan blancos y redondos.
Jadeando y suspirando me frotó con
ellos la cara y los labios, y me pidió con
un susurro que se los mordiese. Y
cuando mis labios apretaron las puntas
pequeñas y duras, el aliento de ella casi
me quemó la cara, y sentí una nueva
alegría y noté que volvía a hincharme.
Entonces sentí que una de sus
cálidas manos bajaba y me cogía la
polla, mientras que con la otra me
agarraba la mano y me la frotaba contra
sus suaves muslos y luego contra la cosa
más suave y bonita que había sentido en
toda mi corta vida, donde me la dejó.
Ay, qué juguete había encontrado, tan
suave, rizado y jugoso; y cuando mi
mano encontró una delicada abertura, la
mujer saltó como si yo le hubiera hecho
daño. Entonces sentí que abría bien las
piernas y me susurraba pidiéndome que
me pusiese encima de ella, cosa que
hice.
Me levantó la camisa y sentí mi
vientre desnudo apretado contra el suyo,
que también estaba desnudo porque
también tenía la camisa abierta. Ah,
cómo me abrazó y me besó, y qué
agradables eran sus brazos desnudos en
mi cara y en mi cuello. Pensé que me iba
a quebrar el cuerpo. Diciéndome en el
oído que hiciese lo que me pedía, estiró
la mano y me cogió el motor que me
estaba matando de dolor y lo puso donde
yo tenía el dedo cuando pensé que le
había hecho daño. «Ahora métemela»,
susurró, y levantó el cuerpo con el mío
encima, y cuando se volvió a apoyar en
el suelo mi polla estaba dentro.
Soltó un gran suspiro, y luego me
apretó y me mordió y fue como si me
estuviera meciendo en un nuevo tipo de
cuna. Aferrándome por las caderas, me
subía y me bajaba, sin permitir que mi
cosa escapara del nido en el que ella la
había metido, y mientras un cosquilleo
me recorría los dedos de las manos y de
los pies y me subía y bajaba por la
espalda, ella empezó a mover la cabeza
de un lado a otro exclamando: «¡Oh, oh,
oh!».
De repente mi iniciadora me rodeó
con las piernas; entonces arqueó la
espalda y se quedó así un instante,
jadeando, tratando de llegar a mis
labios, hasta que me dio un largo y
apasionado beso en la boca. En ese
momento me abandoné y todo se volvió
borroso; sentí que derramaba algo
dentro y encima de aquel maravilloso
juguete con el que me había estado
divirtiendo durante diez minutos. Los
brazos y las piernas de ella dejaron de
apretarme y rodé hacia un lado,
temblando como una hoja; pero ella me
besó, y me dijo al oído que me sentiría
mejor en unos minutos, y tenía razón.
Luego me abrazó y me dijo que
nunca contase lo que había pasado; y
mientras me preguntaba si no me había
parecido muy agradable me volvió a
besar varias veces, me hizo besarla y
allí, con la cabeza entre sus bonitos
pechos, entramos en un embriagador
éxtasis. «¿No te ha parecido
maravilloso?». Bueno, me parecía que
sí; el pequeño paraíso que yo había
creado acababa de ser derribado por el
que ella me había creado. Sonrío cuando
pienso en mi inocencia; qué poco sabía,
aunque era un fornido joven de
dieciocho años.
Imagina, amiga Clara, lo excitante
que es para una mujer de treinta años
con un bonito cuerpo y experiencia, lo
excitante que es, digo, apretar contra sus
abundantes pechos el delgado cuerpo de
un púber; apretar el tupido bosque rubio
de rizos y los carnosos labios del coño
contra la polla y las pelotas de un
muchacho; mirar el primer placer de él,
ver como se endurece y rechina los
dientes de perlas al alcanzar el éxtasis
de la primera corrida, mientras está
perdida en un lujurioso deleite sintiendo
el semen que le inunda el coño
completamente desarrollado y le
empapa los tupidos rizos. Es ese placer
lo que llevó a mi hermosa seductora a
enseñarme esa exquisita felicidad.
Sí, ése fue un día que selló mi
destino. Por la tarde salimos a pasear
por el bosque. Durante un rato ella no
habló; luego, volviéndose hacia mí,
dijo: —Eso que hicimos es lo que hacen
las personas casadas. Mi marido está
enfermo, y hacía meses que me moría de
necesidad por sentir el placer que tu
cuerpo tan tiernamente me dio. —Me
apretó contra su pecho y me besó
rápidamente—. Este tesoro que tengo
entre las piernas ha estado muy solo, y
sentí que contigo podía compartir las
riquezas del sexo. ¡Ah, me has
satisfecho muy bien!
Al oír eso me sentí muy orgulloso, e
inmediatamente le pregunté si podría
hacerlo de nuevo; me besó sonriendo y
dijo que no me preocupara.
Yo tenía un extraño deseo de ver
más.
—Señorita B… —dije—, tiene unas
piernas muy bonitas. ¿Puedo verlas
mejor?
—Sí, por supuesto —respondió ella
—. Por ti haría cualquier cosa.
Se agachó, cogiendo el dobladillo
de la falda y lo levantó por encima de la
cara. ¡Dios! Qué cuadro; los calcetines
apretados, las ligas azules por encima
de las rodillas y los muslos blancos
desnudos. Entonces volvió a bajar la
falda, pero la imagen quedó en mi
mente.
Ella, que con tanta delicadeza me
había quitado la virginidad, conocía el
poder que sus hermosas piernas tenían
sobre mí, y mientras regresábamos
aprovechó cuanta oportunidad se le
presentaba para mostrármelas; y cuando
le pregunté si podía tocarle aquel sitio,
dijo: —Sí, pero hazlo rápido.
Cumplí su orden, y a ella le gustó
tanto como a mí. Levantar la susurrante
falda y meter la mano en aquel musgoso
encanto me produjo la misma intensa
emoción que todavía siento en
situaciones similares.
Espié otra vez debajo de la falda y
vi los muslos blancos y desnudos que
con tanta fuerza me habían apretado.
Qué hermosa y fascinante era cuando se
agachó para desatarse los zapatos; se
quitó las medias de las encantadoras
piernas y luego volvió a levantarse.
—Me gusta —le dije en voz baja.
—Pícaro —exclamó ella—, ¿me has
estado mirando todo este tiempo?
Incliné la cabeza y le dije que me
parecía muy agradable y bonita.
—¿De veras lo crees? —canturreó
—. Dios te bendiga.
Le aseguré que sí, y le pedí que por
favor se desnudara.
Me miró un segundo, encogió los
preciosos hombros, y la blusa se le
deslizó hasta los pies; entonces la vi
completa, desde el cuello hasta los pies,
vi lo que más quería ver: aquel remolino
de vello rubio que casi me había matado
de alegría.
—¿Estás satisfecho ahora? —
preguntó, y se inclinó hacia mí, casi
apoyándome los pechos en la cara.
Y mientras los cogía como si fuera a
quedarme con ellos, la mujer volvió a
ponerse la blusa para quitársela luego
de nuevo.
Mi iniciadora era una magnífica
mujer de treinta años, con unos pechos
inmensos, ojos que irradiaban deseo y
lujuria, muslos y nalgas bien formados y
unos rizos rubios en el coño que casi le
llegaban al ombligo. Se echó boca
arriba en la hierba y de repente abrió
del todo las piernas, dos dedos entre los
carnosos labios de la larga raja de
coral; levantó las nalgas, dobló una
pierna y se introdujo otro dedo en el
jugoso coño; a continuación se lo metió
por el fruncido agujero pardo del
trasero. El dedo desapareció
rápidamente en aquel apretado orificio.
Entonces empezó a mover los dedos
hacia dentro y hacia fuera, dentro de los
dos agujeros. Pronto se descontroló del
todo, y sus dientes rechinaron mientras
se estremecía de lujuria de la cabeza a
los pies; su mano se movía con creciente
energía y pronto brotaron de sus labios
las palabras más obscenas.
—¡Ay, Dios…! ¡Ayyy…! ¡Qué
manera de follar…! ¡Ay, qué fuego tengo
en el coño, cómo me arde el culo! —
gritó, y entonces, con un gemido, arqueó
el cuerpo estremeciéndose mientras se
corría. Sus ojos, clavados en el follaje
que tenía encima, se pusieron brillantes
y se agrandaron—. ¡Dios mío, qué
orgasmo! —exclamó. Entonces sacó los
dedos de los jugosos agujeros, de los
que brotaron torrentes de líquido que le
resbalaron por los muslos.
¡Dios! ¡Qué felicidad! Ahora sabía
lo que quería ella y lo que quería yo. Sí,
se había roto el hielo. Yo era un buen
alumno, y el fuego secreto de mi
juventud acababa de estallar con toda su
furia. Me eché sobre ella como un perro
en celo, ansiando probar y provocar
cada una de sus partes. Le lamí los
brazos, el vientre, las piernas; le mordí
y le chupé los rosados pezones; la besé
de la cabeza a los pies; le acaricié
aquella belleza cubierta de rizos; entré y
salí de ella; metí la cabeza entre sus
ardientes muslos, que la apretaron hasta
que me pareció que iban a romperla; la
recorrí de las rodillas a los labios en un
salvaje delirio de éxtasis recién
descubierto: su aliento me quemaba las
mejillas cada vez que, para descansar, le
apoyaba la cabeza en las palpitantes
tetas.
Entonces, mientras me abrazaba con
fuerza, mi hermosa seductora puso fin a
mis juegos; metió la mano y cogió a su
amiguito, que había alcanzado su
máximo tamaño y no era ningún
holgazán, me hizo acostarme boca
arriba, se inclinó encima y empezó a
mordisquear mi carne viril con ardientes
labios rojos, que estaban húmedos y
calientes y se esmeraban deliciosamente
en mi verga. Luego se echó al suelo
boca arriba, arrastrando mi cuerpo, y me
levantó y me colocó sobre ella con
brazos de acero.
Mientras separaba los temblorosos
muslos, mi lasciva preceptora me dejó
bajar lentamente. Cogió con la mano el
pequeño animal que tan impaciente
estaba por cumplir con su deber, separó
con dulzura el dorado vello del coño y
metió allí a mi rampante amigo. Me
rodeó el cuerpo con los brazos, me besó
y, levantando las nalgas del suelo,
empujó hacia arriba; mi vientre desnudo
se acopló a su suave y carnoso
montículo. Yo empujé hacia abajo,
metiéndome en la húmeda y anhelante
raja. Ella apoyó la cabeza en el suelo
con una sonrisa en los labios y las
mejillas encendidas.
Ahora yo sentía que podía realizar
sin ayuda los movimientos en los que
ella me había iniciado, y en cuanto la
monté trató de besarme y me dijo al
oído: —Muy bien, mi amor. Así, así…,
¡clávame!
Le temblaba tanto la voz que creí
que se estaba ahogando. Había
encontrado el secreto de su ardiente
pasión, y quizá mi mayor orgullo: ¡su
placer era el mío! Recuerdo que
mientras la excitaba con mi dura arma,
moviéndola enérgicamente y luego con
suavidad, soltó un grito contenido,
sofocado, que —lo sé ahora— era el
colmo de la felicidad. Pero me cansé y
me dormí allí en sus brazos; sin
embargo, acoplados en el sueño y el
descanso, la felicidad siguió y siguió de
una manera deliciosa, palpitante, que
casi no se puede expresar en palabras.
—¡Más! ¡Más! —dijo de repente mi
fogosa compañera, y yo, que la amaba
hasta el punto de estar dispuesto a hacer
por ella lo que fuese, empecé otra vez a
moverme con suavidad—. Me encanta
cómo me llenas con ese instrumento. ¡Es
tan grande, tan duro, tan delicioso!
Pero el éxtasis me estaba volviendo
sordo y ciego.
—Me voy a correr —le susurré al
oído—. Me voy a correr… por ti.
Ella estiró las blancas piernas, las
juntó, apretó su vientre contra el mío y
aflojó los brazos.
—¡Vamos —jadeó—, derrama todo
eso en mi vientre, hasta la última gota!
La vista se me nubló, sentí como
salía el ardiente chorro y todo terminó.
Me desplomé sobre el cuerpo de ella,
gozando de aquella carne cálida que me
abrazaba pecho contra pecho.
—Ay, qué maravilloso eres —dijo
mi bonita viciosa mientras me apretaba
contra los labios y me besaba y me
mordisqueaba juguetonamente el cuello
—. No sabes lo feliz que me has hecho,
hasta qué punto has satisfecho mi
turbulenta y ardorosa fiebre.
Rebosante de felicidad, le fui
recorriendo con la mano todos los
encantos, acariciándole el montículo de
vello rubio, subiendo hasta las Iotas, que
mordisqueé un rato hasta que finalmente,
con un beso de ella en los labios, me
dormí mientras me pasaba los dedos por
el cabello y por el vello pegajoso que
tenía más abajo. El sol que brillaba
entre las ramas iluminó su hermosa piel
de terciopelo con tintes losados, y los
dos disfrutamos del calor durante varias
horas.
Después de comer salimos a dar un
paseo en bote. Ella me hablaba mientras
yo remaba con los ojos clavados en su
cuerpo. Al notar que de vez en cuando
echaba una ojeada a sus pequeños pies,
pareció darse cuenta de cuáles eran mis
pensamientos y apartó lo que ocultaba
aquello que yo quería ver. De manera
provocadora, y luego sin reservas, se
levantó la falda para mostrarme sus
carnes. El espectáculo hizo que me
sonrojara.
—Amor mío —dijo, bajándose la
falda y sonriendo tímidamente con
aquellos dientes blancos y hermosos—,
si remas hasta algún sitio bonito y
tranquilo, donde no haya nadie,
podremos estar solos y me levantaré la
falda y abriré las piernas para que
puedas meterte entre ellas y apoyar tu
carne contra la mía.
Remé, y llegamos en seguida a un
lugar cubierto de césped, donde nos
sentamos sobre un delgado chal que ella
extendió en el suelo.
—Ay, ¿no te parece maravilloso? —
dijo—. Qué bien lo vamos a pasar aquí
solos, en esta encantadora sombra.
Me rodeó con un brazo y se dejó
caer hacia atrás en el chal,
arrastrándome con ella. Estábamos los
dos boca arriba, mirando entre las hojas
verdes. Pronto me apretó contra ella y
me preguntó qué deseaba; le respondí
apoyándole una mano en la pechera de
la blusa y ella empezó a
desabrochársela desde el cuello, bolón
por botón, hasta que le vi asomar las
puntas de las tetas, muy blancas y
redondas. Entonces se desabrochó el
corsé.
A esas alturas estaba muy excitado, y
metí las manos y le saqué las tetas.
Luego me inclino y las besé, mordisqueé
y chupé con suavidad, sintiendo que
daría con gusto la vida por consumirlas
en la boca. Tenía una magnífica
sensación en todo el cuerpo cuando me
apretó contra ella y me besó de una
manera nueva, cubriéndome toda la boca
como si estuviera tratando de
devorarme. Me acariciaba la lengua y
me la chupaba como si quisiera
arrancármela de la boca, y me mordía
los labios.
Entonces sentí que su lengua se me
metía en la boca casi hasta la garganta,
mientras su aliento ardoroso me
golpeaba la cara y sus tetas subían y
bajaban acompañando sus exasperados
suspiros de pasión. Miré hacia abajo y
vi que tenía la falda por encima de las
rodillas, y al estirar la mano para
levantarla más y deleitar mis ojos, sentí
que su mano se metía en mi bragueta y
me acariciaba los huevos, que parecían
a punto de estallar de pasión no
consumada.
—Rápido, levántate y quítate los
pantalones —dijo, en cuanto le toqué
con lujuria el rubio nido.
Al levantarme, tuve una maravillosa
vista de sus encantos. ¡Esos muslos
desnudos, tan intensamente invitadores,
y el corte que se escondía detrás del
vello, un tesoro que mi duro y ardiente
dardo de amor trataría de descubrir una
y otra vez! Ya sin los pantalones, me
acerqué a ella y me quedé allí de pie
mirándola, con el pequeño soldado
enhiesto y orgulloso. Ella estiró una
mano y lo cogió, y entonces se incorporó
hasta que pudo tocarlo con los labios.
Ay, cómo lo apretó y mordió y chupó y
lamió y acarició, hasta que tuve la
certeza de que le explotaría en la cara.
Entonces mi bella iniciadora se
apartó de un salto, apoyó las manos en
un tronco y se arrodilló en el suelo,
levantando las caderas y el trasero en el
aire, mostrando totalmente, de la manera
más lasciva, todo el lado inferior de su
anatomía. Yo me arrodillé entre sus
piernas separadas. El magnífico culo me
quedó directamente delante de la cara,
invitándome a saborearlo, tocarlo y
bucearlo. Me deleité mirando y oliendo
el arrugado agujero pardo, rodeado por
pequeños rizos de vello, los gruesos
labios de terciopelo que asomaban del
coño enormemente desarrollado.
Perfectamente situado, apoyé la cara
contra la roja carne del delicioso
conejo, le metí la lengua y me puse a
chuparlo con indecible pasión. Mi meta:
devorarla.
Su pasión escandalosamente lasciva
pronto se manifestó; unos temblores
convulsivos le estremecían el cuerpo; su
coño carmesí se abría y se cerraba
apretándome la lengua. Completaba mis
esfuerzos frotándose el botón rubí que
tenía delante. Le faltaba poco para
llegar al orgasmo.
—Polla…, coño…, follar…,
correrse —oí que murmuraba, hasta que
finalmente, con una espasmódica
contracción de las nalgas, soltó un
chorro de líquido cremoso y espeso,
como una eyaculación masculina, que
me corrió por la cara y el pecho y a ella
por los muslos. Lo lamí sin perderme ni
una gota.
Dejé la cabeza entre las blancas
piernas de ella, y le besé los pequeños
labios del placer hasta que dio media
vuelta, se puso boca arriba y dijo que no
lo podía soportar más.
—¡Ahora! ¡Vamos…, ahora! —
suplicó—. Por favor, dámela ahora.
Abrió las piernas, me metí entre
ellas y apoyé todo mi peso en su vientre.
Entonces, de repente, sentí sus calientes
dedos en mi carne, haciendo cosas, y
supe que había puesto mi endurecida,
presta y rampante espada entre los
deliciosos pliegues de su coño. Sentí
que la tenía entre los mojados rizos del
conejo, deslizándose con suavidad hasta
que quedó incrustada del todo en aquel
jugoso agujero y nuestros cuerpos
apretados uno contra el otro.
¡Ay!, qué placer follarla tan
profundamente. Parecía que con los
labios del coño hacía lo mismo que con
los otros en el momento de besarme. La
persuasiva carne del conejo me engullía
la vara y sentí que me iba a tragar hasta
el corazón, con el cuerpo y todo,
mientras murmuraba: —Ay, qué polla
más agradable. Lléname con tu polla
enorme y maravillosa; dámela entera.
Sacaba y metía rápida y suavemente
la rampante polla, repitiendo el
movimiento hasta que sentí un vértigo de
lujuria y un deseo intenso de hundirme
en ella y no salir nunca más.
Noté que su cuerpo se retorcía
debajo del mío moviendo las nalgas de
una manera nueva, que yo nunca había
sentido y que resultaba muy electrizante
para los dos; ella estaba tan mojada y
suave entre las piernas que yo me perdía
en su resbaladiza copa de amor. Pronto
empezó a levantar y a estirar las piernas,
apretándose las tetas con las manos
mientras movía la cabeza a un lado y a
otro, soltando suaves quejidos por los
labios entreabiertos.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Ya! ¡Ya! —gritó,
mientras abría los ojos y empezaba a
levantar las caderas para ir
vigorosamente al encuentro de mi polla.
Desfallecido de placer, me puse
inmediatamente a arremeter contra
aquella jugosa puertecita. Cuando ella
me rodeó la espalda con las piernas,
apretándome tanto que no podía
moverme, tuve una salvaje, fogosa
sensación de placer, y un segundo más
tarde sus labios de terciopelo sorbían el
chorro ardiente de mi juvenil pasión.
Sus brazos cayeron exánimes a los lados
de su cuerpo; sus piernas se deslizaron
bajando de mi espalda y la sonrisa de su
hermoso rostro decía más que las
palabras.
¡Ay!, esa mujer, ese día, cómo había
entrado en mi vida. Yo le pertenecía en
cuerpo y alma; ella era mi sol, mi vida;
no pensaba nada que no fuera para ella,
no hacía nada que no fuera para sacarle
una sonrisa. Podía mirarla a la cara y a
los ojos durante horas sin cansarme.
Poco sabía entonces de los asuntos del
corazón; lo que podía sufrir; lo que
podía soportar; sin embargo, qué poco
tiempo faltaba para que el mío fuese
puesto a prueba. Los días iban y venían,
pero mi deseo de ver sus encantos no
disminuía, de conocer una y otra vez la
deliciosa embriaguez que encontraba en
sus brazos.
Pero mi amante no siempre
complacía mis deseos, pues sabía que
para su placer, para igualar su pasión,
yo tenía que recuperarme, pero siempre
era cariñosa y dulce, y fuera del acto
nunca me negaba lo que yo deseaba ver
o tocar. Sí, el molde se rompió después
de conocer esas caderas y esas piernas
tan bien formadas. Nos entreteníamos
practicando ciertos juegos lascivos. A
veces, cuando estábamos de pie, me
permitía agacharme y meterme debajo
de su falda, y mientras le rodeaba las
caderas con los brazos me permitía
enterrarle la cara entre los hermosos
muslos y apretar la boca contra el
rosado palacio del placer hasta que casi
me asfixiaba.
Entonces ella se agachaba un poco,
doblando las rodillas para que yo
pudiese pasarle la mano entre las
piernas y tocarle con un dedo el botón
rubí enmarcado en seda rubia; mi otra
mano se metía por debajo de los muslos
e introducía un dedo en el agujero del
coño, que, como un tajo escarlata, se
abría entre los rizos dorados. Luego se
producían unos movimientos enérgicos y
ella tenía en seguida un orgasmo. Yo
veía como brotaban las perlinas gotas
del amor mientras su cuerpo se
estremecía de lujuria. Cuando todo
había terminado, ella se tendía en el
suelo y se quedaba boca arriba con la
cabeza echada hacia atrás, los
encantadores muslos separados, y entre
los hinchados labios de su raja
bermellón brotaba un chorro de líquido
cremoso.
Yo estaba perdidamente enamorado
de esa voluptuosa y ardiente mujer, que
se me entregaba sin reservas, complacía
todos mis caprichos sexuales y conocía
todos mis antojos y fantasías. Sus besos
eran de fuego; sus ágiles piernas eran
puertas al paraíso; sus besos me
recorrían el cuerpo entero; sus dedos,
con sus toques mágicos en mi polla, mis
pelotas, mi trasero, me enloquecían de
lujuria; su coño, caliente, húmedo,
velludo y generoso, me chupaba el alma
y el corazón. A menudo desfallecía entre
sus suaves muslos, pero sus diestros
toques nunca dejaban de despertarme y
ponerme de nuevo en acción.
¿Qué mujer podría igualar a mi
lasciva seductora, que me montaba,
hundía mi polla en su conejo y la
exprimía y succionaba con convulsos
latidos de suprema lujuria, siempre
dispuesta a hacer vibrar aquel bonito y
redondo trasero y arrancarme chorros de
semen? ¿O quién, poniéndose encima de
mí, podría frotar una dulce raja de rizos
dorados contra mi boca, reanimándome
al mismo tiempo con las manos y los
labios la decaída polla, hasta hacerle
lanzar los tesoros contra la ágil lengua?
Tendido boca arriba, con el voluptuoso
coño de ella en la cara, y su lengua y sus
labios en mi polla, me provocaba
aquella felicidad líquida que los otros
labios quizá no habían logrado darme.
En medio de esas voluptuosas
sesiones, a veces me balbuceaba
palabras indecentes que me excitaban
más.
—¡Folla! ¡Folla! ¡Córrete!
¡Mastúrbame! ¡Oh, sí, fóllame! —decía,
excitándome para que eyaculase.
Finalmente, cuando mi polla
anhelaba campos nuevos y pastos más
verdes, ella me ofrecía el trasero de
suaves curvas, y separándose las nalgas
con los dedos me mostraba la rosada y
arrugada puerta de Sodoma, en cuyas
apretadas profundidades yo disparaba
mi semen.
Ay, cuántas veces le abría las
carnosas nalgas y le inspeccionaba el
fruncido orificio, metiéndole primero
los dedos y luego penetrándolo con la
lengua antes de hundir la dura y caliente
polla en el agujero sagrado. La alegría
de ser chupado por un sitio tan apretado,
por una seductora tan bonita, era más de
lo que podía soportar. Los deliciosos
músculos que me apretaban y estrujaban
me arrancaban el iodo del placer a los
pocos instantes de entrar en aquel sitio
especial.
Debido a sus grandes e hinchados
pechos, mi bonita rubia también era una
experta en el arte de «follar con las
tetas». Se acostaba boca arriba y yo le
ponía la dura y encendida polla en lie
los globos y ella los apretaba desde los
lados para dejar a mi pene
completamente encerrado en el blanco
pliegue. Entonces yo me movía adelante
y atrás, arriba y abajo, mientras la
cabeza morada aparecía y desaparecía
ante aquellos ojos extasiados hasta que
se producía el dulce orgasmo, y el
chorro de semen saltaba y le inundaba
los pechos. A esas alturas olla estaba tan
excitada que con meterle un poco un
dedo o pasarle la punta de la lengua por
la tórrida vagina ya se le desbordaba la
mágica fuente del néctar de la felicidad.
En pocas palabras, mi lasciva
amante era de lo más complaciente, y
nada la detenía. Hasta me permitía, con
gran placer, que le penetrase el conejo
en esas fechas periódicas de su ciclo
femenino en las que «ondeaba la
bandera roja», fechas en las que las
mujeres tienen el doble de ganas y aman
al hombre que no se fija en los
obstáculos.
Un día, mi bella libertina quiso
viajar a la ciudad y regresar por la
noche, y me pidió que la acompañase.
Lo primero que hicimos al llegar fue ir a
un hotel, donde nos dieron una
confortable habitación. Apenas
acabábamos de echar las cortinas
cuando ella empezó a desnudarse,
quitándose la ropa prenda a prenda,
mientras yo, maravillado, la miraba con
ojos muy abiertos. Fue deshaciéndose de
una y otra cosa hasta que sólo le
quedaron las medias y la blusa. Pareció
dudar un segundo, y entonces se quitó
también eso y a continuación caminó
como una reina hasta la cama y se acostó
poniéndose las manos sobre la cabeza.
Qué dulce era.
—Vamos, amor, quítate tú también la
ropa —dijo—. Desnúdate para mí y ven
a acostarte conmigo.
Sentí una gran alegría. Iba a estar
otra vez en el paraíso, y para eso lo
único que tenía que hacer era seguir el
consejo de ella y quitarme la ropa.
Primero me deshice el nudo de la
corbata y se la arrojé. Luego me quité la
chaqueta. Me desabroché la camisa, me
quité los pantalones y me quedé allí en
ropa interior y calcetines. Me di cuenta
de que me había desvestido en la mitad
del tiempo que había emitiendo ella, y
ya tan desnudo como mi amante subí a la
cama y me acosté junto a ella. Por fin
tenía la oportunidad de follarla en un
cómodo hotel, un sitio célebre por los
retozos de los amantes. Pero dolorosa y
sorprendentemente no pude, al principio,
cumplir con mi deber en esa ocasión
especial.
Por supuesto, me metí en la cama
con ella, pero cuando llegó el momento
de clavarle la rampante vara fracasé por
completo, en parte, estoy seguro, a causa
de un exceso de ansiedad y en parte a
causa de los nervios. Mi amante fingió
no percatarse de mi fláccido tronco,
pero mediante algunos toques astutos y
muchas caricias, y la exhibición en
innumerables posturas de su encantador
cuerpo desnudo, procuró quitar
importancia a lo que no era más que una
situación pasajera, producida por un
deseo demasiado intenso de
complacerla.
Cogió su juguete, mi espada, con la
suave y blanca mano, y la acarició y la
torturó deliciosamente mientras la veía
fortalecerse y crecer. Después de
mordisquearme un poco en el vientre y
lamerme la piel tirante y suave de la
polla, las pelotas y la parte interior de
los muslos me rodeó con los brazos y
me apretó contra ella en la cama,
cubriéndome de besos. En cuanto aflojó
el abrazo me metí en la boca uno de los
pezones de aquellos pechos níveos
(ahora recuerdo que eso me hizo correr
una chispa eléctrica por todos los cables
del cuerpo; todavía hoy la siento).
Le había puesto la mano sobre el
carnoso conejito que tenía entre los
suaves muslos, y a medida que mi dedo
iba entrando, despacio, pareció que las
dos sensaciones simultáneas la
excitaban. Con las mejillas cada vez
más encendidas, me cogió la polla, que,
finalmente, encantadoramente, había
recuperado todo su tamaño, y vibraba en
la mano de ella. Entonces juntó las dos
almohadas en la cama y me dijo cómo
quería que me acostase. Una vez
cumplidas las instrucciones, la polla que
ella anhelaba tener clavada entre los
musgosos labios se erguía dura y
orgullosa.
Entonces insistió en acostarse de
lado en la cama, frente a mí, que estaba
un poco de lado y boca arriba. A
continuación levantó la pierna, y yo
acerqué la cara al muslo que se apoyaba
en la cama y vi la preciosa raja de vello
rubio, y le apliqué los labios y la lengua.
Como ella seguía con la pierna
levantada, mientras lamía vi los
encantadores rizos que iban hacia atrás y
le rodeaban el ojete. Eso me permitía
usar la mano para frotarle enérgicamente
el inflamado clítoris, lo que la excitaba
con locura y la llenaba de lujuria.
Mientras me acariciaba las pelotas con
aquella mano suave pronto llegó al
orgasmo, y su ardiente muslo me cayó en
la cara. Vi cómo le latía el ojete
mientras el roño le vibraba corriéndose
copiosamente, lanzando pequeños
chorros que me empaparon el brazo.
Aquel glorioso orgasmo era la excitada
eyaculación del coño fogoso de una
mujer voluptuosa y apasionada.
En cuanto se recuperó, se me colocó
encima, en posición de follar. Sentía
como sus manos hambrientas asían mi
duro pedazo de carne y lo metían entre
los labios calientes y aterciopelados del
carnoso coño. Tras un suave movimiento
de su parte, un ligero empujón hacia
arriba, lo tuvo todo dentro. Mi polla, en
toda su gloria, había entrado fácilmente
en su jugoso palacio del placer y se
deslizaba entrando y saliendo entre las
engrasadas paredes, buscando la
culminación. Ella jadeaba sintiendo mi
dura máquina de perforar. Levantaba las
caderas para empujarme con la
entrepierna. Debo decir que parecía
realmente encantada con lo que tenía
dentro.
—¡Me follas deliciosamente! —
dijo, con una mezcla de alegría y
orgullo.
Y entonces empezó a subir y a bajar,
frotándose contra mi polla de una
manera muy especial que nunca más
volví a conocer; sus pechos, saltando
sobre mí con cada movimiento, parecían
transmitir fuego a mis venas y a mi
cerebro. Éramos un solo y palpitante
órgano sexual.
Sentía que me mojaba todo por
donde estábamos unidos, pero la
sensación era también ardiente y
deliciosa; y mientras seguía
moviéndose, vi que cogía sus pechos y
se los masajeaba con una fuerza erótica
tan fuerte que temí que se los aplastase.
De repente sus movimientos se
aceleraron; sus labios se hincharon;
cerró los ojos y echó la cabeza hacia
atrás. Adelantó los brazos y los encogió
de nuevo, y todo su cuerpo empezó a
temblar. En el instante en que ella
llegaba al borde del placer, mi propio
placer alcanzó su cima; y mientras mi
mensajero del amor abría las alas y
volaba, el orgasmo de ella me inundó de
jugosa crema. Cayó sobre mí con todo
su peso, casi aplastándome los huesos, y
la abracé, disfrutando de su conejo
mojado contra mi polla y mi ingle
empapadas, y de la carne de su cuerpo.
Se quedó un rato jadeando y
respirando entrecortadamente, y cuando
saltó al suelo vi que la polla que tanto
consuelo le había dado tenía unas
delicadas manchas carmesí, que también
estaban en mi vientre. Al verlas se
ruborizó profundamente, y dijo que no
tenían ninguna importancia. Me lavó con
una esponja y luego me puse la camisa, y
me quedé acostado de cara a la pared,
como ella me había pedido. Pronto
volvió con la blusa puesta, y me cogió
en sus brazos; le apoyé la cabeza en el
blanco pecho y nos dispusimos a dormir.
Me dormí con un sentimiento de
asombro: se me había permitido
compartir el misterio de una mujer, y
compartir sus partes femeninas durante
el más femenino de todos los momentos.
Después de despertar y estampar un
lujurioso beso en la cresta de mi polla,
mi salaz amante, que se había excitado
un rato con el dedo corazón, se me puso
encima, hasta quedar arrodillada a
horcajadas sobre mi cara. Entonces,
agachándose un poco y echándose hacia
adelante, ofreció a mi encantada vista su
magnífico trasero, con el apretado y
arrugado ojete rosa rodeado de rizos
diminutos; y abajo vi la espléndida raja
coralina de su encantador coño, con los
labios interiores bien abiertos,
esperando con lujuria expectante, y la
gloriosa mata dorada de vello que le
cubría el monte de Venus y se le
extendía hacia arriba, como ya describí
antes, hasta el ombligo. ¡Qué delicioso
plato de lujuria habían puesto a mi
alcance!
Mi fogosa iniciadora apretó
entonces su coño delicioso contra mi
ávida boca, y mi lengua se deleitó en la
húmeda y perfumada abertura y mis
labios chuparon el bulto carmesí de su
clítoris, que era de un tamaño inmenso a
causa de sus muchas experiencias de
amor y lujuria. Le chupé realmente todo
el trasero, lamiendo, mamando,
saboreando. La verdad es que ella
tampoco se quedaba quieta. Se metió
toda la cabeza de mi polla en la boca.
Allí estábamos los dos, acostados,
vientre contra vientre, devorándonos,
besándonos, lamiéndonos mutuamente
los tesoros sexuales; cada uno con un
dedo metido en el ojete de su amante, yo
con una mano palpándole las tetas desde
abajo, ella a mí las pelotas.
Nos complacimos en la más
embriagadora lascivia, pero eso no
podía durar mucho tiempo. Nuestros
cuerpos se retorcían; su rampante coño
parecía agrandarse y tragar la mitad de
mi cara; mi inflamado pene parecía estar
completo dentro de su boca. Con un
grito sofocado, nos corrimos los dos, y
el semen blanco le salió burbujeando de
las comisuras de los labios en pulsantes
latidos, mientras sus espesos y viscosos
jugos inundaban mi rostro. Los dos
tragamos y sorbimos la eyaculación del
otro, y luego nos separamos, jadeando
con intenso placer. Pero, como
Mesalina, mi lujuriosa amante estaba
lassata sed non satiata, cansada pero
todavía insatisfecha. Después de un
último beso, nos levantamos y nos
vestimos, y a las nueve estábamos en la
cabaña.
El último éxtasis que conocí metido
entre sus voluptuosos muslos fue ese día
que me llevó con ella a la ciudad; y esa
noche mi joven corazón conoció los
primeros dolores y los primeros
problemas. Dos días más tarde me besó
dulcemente en la puerta, diciendo que
nunca más me olvidaría. (Eso ha sido
mutuo). En esa despedida me apretó
entre sus brazos níveos, me dejó que le
tocara y palpase con toda libertad los
pechos, pero me disuadió de cualquier
intento de meterle la mano debajo de la
blusa; en realidad, cuando intenté tocar
de nuevo la carne que me había llegado
a resultar tan familiar como la mía
propia, ella me apartó la mano,
diciendo: —No, ya no.
Mi cerebro febril esbozó y volvió a
esbozar la figura bella, lozana, que
había desvelado a mis ojos ávidos, la
chispa que había descubierto y alentado
con mi ardiente deseo.
Después de unas largas semanas me
sentí de nuevo vencedor, y al recuperar
las fuerzas volví al estudio. Pero en esos
días de lujuria, mi impúdica seductora
me había inyectado en las venas un
dulce veneno que ha seguido ahí durante
años; por eso he sacrificado salud y
ambición. Confiando en que la lectura
de estas palabras, estimada Clara[1], te
recompense con todas las agradables
emociones que esperabas, quiero que
sepas, por favor, que aunque he vivido
para la lujuria, sé que hay un tiempo y un
lugar para todo, y jamás intentaría amar
a alguien demasiado joven para entender
las consecuencias de sus actos.
Harry
Un joven guapo de piel lozana llamado
Harry Staunton, hijo de un comerciante
de Londres, que había sido enviado al
pueblo de Allsport por razones de salud,
transitaba por uno de los caminos que
bordeaban el pueblo cuando le llamó la
atención una bella joven llamada Julia,
cuyas piernas totalmente desarrolladas
empezaban a hacer que las faldas cortas
que llevaba resultasen gravemente
excitantes para los señores que visitaban
la casa de su madre. A menudo, las
visitas masculinas apenas lograban
refrenar sus deseos de satisfacer la
excitación de sus pollas apretándolas
contra el cuerpo núbil de la bella
señorita. Y, por decirlo de alguna
manera, esta bella joven, todo un
semillero de deseos, no se oponía a que
su carne se apoyase contra la de un
hombre.
Hay que admitir que el
temperamento ardoroso de la joven la
animaba a dar esa oportunidad a los
hombres con la mayor frecuencia
posible, aunque no podía explicarse el
placer que eso producía en ella y en los
demás. Le hacían cosquillas alrededor
de las caderas y debajo de los brazos y
le pellizcaban el trasero y de vez en
cuando le palpaban las encantadoras
tetas. Y a través de los pantalones, le
apretaban la polla contra las caderas.
La señorita Wynne se estaba
abrochando una liga cuando Harry, al
doblar una esquina, tropezó de repente
con ella. Como no era ésa la primera
vez que se encontraban, Julia se bajó las
ropas y esperó a que él se acercase. Él
llegó y le cogió la mano, y ella,
sonrojada, expresó su placer por verlo
de nuevo.
La noche anterior habían estado
jugando a las prendas con unos amigos,
y en un momento dado Harry la había
besado; además, sin saber por qué, le
había metido la lengua en la boca y la
había dejado allí hasta que la polla le
empezó a latir con tanta violencia que
ella la percibió contra el vientre a través
de la ropa.
Después, toda la noche, buscaron
cualquier ocasión para estar juntos. En
un momento cayeron varios unos sobre
otros, y al quedar Harry y Julia en el
fondo, él tuvo tiempo suficiente para
meterle la mano debajo de la ropa,
hurgarle dentro de las bragas y palparle
el muslo terso y caliente y después el
coño, que estaba cubierto por una pelusa
suave. El viscoso rocío de Julia le dejó
los dedos pegajosos.
Esa noche Julia no hizo nada más
que soñar con la lengua de Harry
tocándole la suya mientras la besaba y
reproduciendo las mismas sensaciones
que había sentido cuando el dedo de él
se había metido entre los labios de su
coño.
Antes de que amaneciese había
renovado la sensación usando su propio
dedo. Sus propias exploraciones habían
sido una verdadera experiencia sensual;
se había abierto el conejo con dedos
calientes y ansiosos, e imaginado que
eran la lengua de Harry abriéndole el
coño. Entonces se metió un dedo,
fingiendo que era de Harry, y revolvió
entre el jugo de su excitación, hasta que
quedó totalmente mojado. Su dedo viajó
entonces hasta la misma cima del coño
en busca del dulce pimpollo de lujuria
que tanto quería aliviarla. Tocó y jugó y
acarició hasta dar con el movimiento
perfecto, y pronto se descubrió
apretándose el pimpollo con abandono,
frotándolo ferozmente hasta que salió el
primer chorro de pasión, y no lo soltó
hasta que el último flujo de amor le
corrió bajando entre los muslos. No era
entonces nada raro que se alegrase de
encontrar a su amante.
Harry le rodeó la cintura con el
brazo y, apretándola contra su cuerpo, la
besó y le metió la lengua en la boca.
Ella lo buscó con la suya, y mientras
estaban amorosamente enlazados, él no
sólo le hizo sentir la polla dura contra el
cuerpo, como en la noche anterior, sino
que le cogió la mano y le hizo estrujarla.
—Ay, Harry, ¿qué es eso? —
murmuró la bonita y joven criatura,
encerrando espontáneamente entre los
dedos la polla palpitante.
—Mete la mano dentro de mis
pantalones, querida, y siente mi amor
por ti —respondió él apretándose contra
ella, como si quisiera penetrarla a través
de la ropa, mientras ella se apretaba
contra él con igual fuerza.
Le desabotonó los pantalones, metió
su mano pequeña y delicada dentro y le
palpó la polla; estaba tan caliente que
casi le quemó la mano. Sin embargo, la
piel era suave y lisa y delicada.
—Siéntela desnuda, querida,
mientras yo te siento a ti —dijo Harry
de nuevo.
Se inclinó y metió la mano por
debajo de la ropa de Julia, subió entre
sus muslos y le cogió el coño, como
prólogo a la introducción del dedo.
Palpó, acarició y masturbó el delicado
montículo. Masajeó los pliegues de los
labios del coño.
Dominada por sus sensaciones, la
joven había salido esa mañana sin
bragas, y Harry, al encontrar totalmente
desnudo el encendido y palpitante
conejo, le sacó el brazo de la cintura. Le
levantó las enaguas y le palpó las
caderas y el culo con una mano mientras
la estimulaba suavemente con la otra.
Ella, después de levantarle a él la
camisa, había cogido su dura polla con
la mano, y llevada nada más que por la
naturaleza, mientras la frotaba, la
acariciaba y manipulaba, empezó a
ponerla cerca del sitio donde jugaban
los dedos de Harry. Quería que le
metieran aquella polla dura en su
caliente, cachondo y ansioso coño. Y
Harry, ay, qué no habría hecho por
hundir su polla en aquel dulce, delicioso
y desvergonzado coño. Estaban
realmente a punto de follar cuando, para
su disgusto, los interrumpieron.
Caminando hacia ellos desde la otra
punta del camino, venía la señorita
Birchem, la guapa y voluptuosa
institutriz de una escuela para caballeros
jóvenes. Había espiado el acto amoroso
de Harry y Julia y había visto como el
excitado joven levantaba las ropas de la
dama, mientras el trasero de ella
quedaba a la vista.
La institutriz también había visto
algo que le había producido más
emoción en su propio conejo: la polla
del guapo Harry acariciada por la mano
de la bella Julia. El espectáculo la había
enloquecido, y en ese momento había
sentido necesidad de apoyarse contra un
árbol para que ellos no la viesen. Allí
podría frotarse su propio coño hasta
correrse mientras miraba como follaban
esos dos.
Con piernas temblorosas, la señorita
Birchem se había levantado las ropas
para jugar un momento con su velludo
coño y separarle los labios; había
metido el dedo hasta la primera
articulación y empezado a estimular
rápidamente el sensible clítoris.
Siguió haciendo eso, mientras los
pechos le palpitaban y todo el cuerpo le
oscilaba bajo la influencia de las
sensaciones que experimentaba, hasta
que vio a Harry y a Julia en contacto tan
estrecho que daban la sensación de estar
realmente follando.
Eso le exacerbó enormemente las
sensaciones, y con un jadeo y un rápido
movimiento de su ágil cintura, la
institutriz se corrió con tanta intensidad
que casi soltó un grito.
En ese momento Harry acababa de
meter su polla dentro del conejo de
Julia. Ella estaba postrada, y habría
perdido el himen si el joven no se
hubiera contenido.
Pero cuando acababa de penetrar
parcialmente aquel cuerpo tembloroso,
mientras ella lo besaba con pasión, él
tuvo un orgasmo y eyaculó el blanco y
cremoso semen directamente en aquel
clítoris; aunque él perdió su carga antes
de que a ella la deslumbrase el placer
orgásmico, la sensación de esas gotas
lujuriosas en el clítoris y en el conejo
era más fuerte que el placer que ella
obtenía con su propio dedo.
Eso hizo que Julia lo abrazase aún
más estrechamente, rodeándolo con las
piernas para que se le hundiese todavía
más en el cuerpo, en su deseo de que
siguiese el placer que apenas había
saboreado. Realmente le importaba
Harry: estaba chiflada por él. Y Harry
estaba chiflado por ella. Pero la señorita
Birchem había parado en seco su
placentera masturbación, muy
defraudada por la eyaculación precoz de
Harry y molesta porque Julia no se había
corrido todavía.
Se acercó a ellos y les interrumpió
la diversión y el amoroso abrazo. Esta
lujuriosa institutriz era una apasionada
de la flagelación, y prefería que un
caballero le azotase las nalgas antes de
estimularla con el dedo para ayudarla a
correrse.
Después le gustaba azotar las nalgas
de algún caballero, y mirar el efecto que
eso tenía en su polla, sobre todo si
follaba al mismo tiempo con una
muchacha; le aumentaba de vez en
cuando la excitación acariciándole y
chupándole los testículos, hasta que por
fin lo hacía eyacular con una lluvia de
éxtasis, durante la cual empezaba a
flagelarlo despiadadamente. La
sensación de tener en la mano la carne
de una nalga o una vara de abedul
bastaba para excitarla durante mucho
tiempo.
La imagen del encantador trasero de
Julia cuando Harry le levantó la ropa
llenó a la institutriz de ardientes deseos
de azotarla suavemente mientras Harry
enterraba la polla en su propio coño,
pues todavía le faltaba una abundante
eyaculación para calmar la lujuria que le
quemaba el corazón y la ingle.
Al ver a la señorita Birchem, los
amantes trataron de cubrirse
rápidamente. Julia se bajó la ropa y
Harry trató de esconder la polla
mientras la cachonda institutriz los
encaraba. Pero los cogió a ambos al
mismo tiempo, a Harry por la polla,
haciendo que su cabeza se endureciese
como pocas veces y a Julia por el muslo
a medio cubrir, diciendo: —¡Ay, jóvenes
malvados! ¡Con apenas veinte años y
practicando lo que sólo marido y mujer
deben practicar! ¿Qué le ha estado
haciendo él a usted, señorita, con esta
polla grande, dura, palpitante y
desnuda? ¿Sabe que está muy mal
permitir que los muchachos metan esa
cosa en su coño hasta que se haya
casado con uno de ellos? ¡O al menos
hasta haber cumplido treinta años, como
yo, cuando el coño se moja aún más con
el deseo, como el mío en este momento!
Y exprimiendo furtivamente el
conejo de Julia para averiguar si estaba
muy mojado y si le habían eyaculado
dentro, la institutriz miró lascivamente
al joven, se levantó la ropa y mostró a
los fascinados ojos de Harry unas
piernas de belleza sin par, cubiertas por
atractivas medias de seda. Deseaba con
pasión mostrar a la escandalizada pareja
el coño aún sediento.
La señorita Birchem tenía los muslos
lisos y blancos como el marfil y un
vientre de encantadora dulzura, y debajo
un mechón de vello oscuro rizado que
estaba húmedo a causa de la reciente
incursión allí abajo con la mano
masturbadora. En medio asomaba la
punta de los labios rosados del coño
carnoso pero estrechamente cerrado.
Harry sintió el olor almizclado del sexo
y el deseo que brotaba de entre aquellas
piernas, y quedó fascinado por la
escena.
—¿Se da cuenta, señorita? —dijo,
disfrutando de la admiración con que
Harry le observaba el bello conejo—.
Para poder disfrutar como yo de la
penetración de una polla, tiene que
esperar hasta que se le hinche así de
deseo. Y tiene que esperar a tener edad
suficiente para que se le ponga tan
mojado y jugoso como el mío en el
momento de follar.
Mientras Harry la miraba
desorbitado, dobló un instante las
rodillas para enseñar bien el coño y
separar los ardientes labios y mostrar
los pliegues carnosos y el jugoso
agujero del sexo, que goteaba como un
grifo.
—Pero ahora me da placer —dijo
Julia, mirando más la polla hinchada de
su amante que las hermosas piernas
desnudas de la lasciva institutriz.
—Pues no debería dárselo, así que
le aplicaré unos buenos azotes por su
mala acción —dijo la mujer lujuriosa y
sensual, con todo el cuerpo ardiendo de
excitación mientras observaba el
encantador culo de Julia, que había
descubierto del todo.
La señorita Birchem imaginó que le
gustaría ver la cara de la joven
apareciendo entre sus rodillas, que
podría enseñarle el dulce arte de las
caricias entre mujeres.
Entonces la señorita Birchem dejó a
sus víctimas y recogió un manojo grande
de varas de abedul que crecían allí
alrededor, y Julia se ruborizó al ver que
las estaba atando con unas cintas que
había sacado del bolsillo; la joven
empezó a sentir un hormigueo en el culo,
excitada por lo que iba a recibir, una
sensación no del todo desagradable pero
sí nueva.
Ahora, armada con esa vara verde,
la lúbrica institutriz cogió a Julia de la
mano y dijo: —Cuánto debo azotarla
para corregir sus alocados sentimientos;
pero tanto me ha excitado
permitiéndome ver como recibía en su
coño la polla de este joven caballero
que debo insistir en que la meta en el
mío.
»Cuando yo tenía su edad —
continuó la libidinosa mujer—, un
caballero me metió la polla, pero en ese
momento me produjo dolor, no placer.
Por lo tanto, pocas veces he dejado que
alguien me follase, aunque mi pasión ha
seguido aumentando sin parar. Por lo
tanto, me veo obligada a recurrir a
hombres de alrededor de veinte años
para que me follen, y Harry debe
hacerlo ahora mismo. Harry debe dar a
mi coño hinchado y hambriento esa
virilidad grande y dura.
»Ven al terraplén —prosiguió la
fogosa institutriz—, y siéntate para que
puedas ponerme sobre tus piernas y
metérmela desde abajo, mientras coloco
a Julia sobre mis rodillas para hacerle
una advertencia: que no se debe volver a
dejar follar hasta que sea una mujer de,
digamos, treinta años, como yo. No hay
nadie cerca que pueda molestarnos
mientras lo hacemos.
Los dos amantes, ingenuos e
intrigados por el súbito control que la
institutriz había tomado de su acto
amoroso, y francamente excitados por el
espectáculo de aquellas piernas
desnudas y aquel conejo hambriento, la
siguieron sin dudar.
La lujuriosa mujer hizo que el joven
se sentase en el herboso terraplén. Harry
tenía la polla erguida y dura, y le latía
violentamente, deseando entrar en
aquella bella fornicadora, que se estaba
levantando la ropa por detrás,
mostrando de nuevo las gloriosas
piernas y muslos y el más espléndido
par de nalgas que una dama podía
exhibir.
Entonces la lujuriosa señorita
Birchem, siguiendo su indecente estilo,
se sentó con las piernas bien separadas
sobre el muchacho, que en su avidez por
meter la ardiente polla en aquel
profundo coño rosa, la cogió por la
cintura, creando un sentimiento de celos
en la mente de Julia, que vio con qué
rapidez él estaba dispuesto a follar otro
coño.
La concupiscente institutriz cogió
una vez más la polla del joven y,
sentándose sobre ella, dejó que le
explorase la abertura del coño, y
entonces guio la cabeza húmeda
mientras se sentaba sobre él con gran
fuerza y la polla se enterraba hasta la
raíz. Harry gimió de placer al sentir
como aquella vieja seductora le recibía
toda la herramienta.
Excitado como estaba, Harry
empezó a follarla violentamente,
enterrado en el conejo mientras la mujer
indecente levantaba el vestido de Julia,
destapándole así impúdicamente el coño
a la encantadora muchacha, lo mismo
que el culo. El coño de la institutriz se
encendió todavía más al ver allí delante
aquella dulce carne joven.
La voluptuosa institutriz hizo ahora
que Julia se le acostase sobre los
muslos, y la sostuvo pasándole una
pierna por encima, estremeciéndose de
lujuria cuando la carne desnuda de la
joven entró en contacto con la suya.
La desvergonzada mujer separó
entonces con suavidad las nalgas de la
muchacha y le examinó las dos aberturas
entre las piernas: el encantador agujerito
rosa que parecía un carnoso capullo y el
oscuro y apretado ojete. En las garras de
semejante Mesalina, la sumisa Julia
tembló pensando excitada en lo que le
iba a ocurrir. Su conejo se mojó más al
sentir la mirada exploradora de aquella
mujer mayor, y luego las manos.
La viciosa mujer metió el dedo entre
las nalgas de Julia y suavemente le
penetró el carnoso coño que parecía un
capullo, acción que llevó a Julia a
apretarse contra los muslos de la
institutriz y a contraer los músculos del
trasero; entonces la institutriz retiró el
dedo mojado del coño de Julia, y
despacio lo metió en el apretado orificio
de al lado. Julia, a quien nunca le habían
explorado esa parte del cuerpo, se
encogió. Imperturbable, la señorita
Birchem siguió follando con el dedo la
apretada y arrugada abertura,
imaginando en la mente que también
saborearía ese agujero de Julia.
Despacio, sensualmente, la impúdica
institutriz sacó el dedo del culo de Julia,
y entonces cogió la vara de abedul y
empezó a azotar a la bonita muchacha
con golpes suaves pero firmes, haciendo
que la vara besase el dulce trasero
blanco de la joven con un leve silbido y
un delicioso escozor. Julia, que al
principio se resistía a la sensación de
ese lento y sensual flagelo, empezó a
buscarlo con gemidos de placer. Eso
excitó notablemente a la señorita
Birchem, cuyo coño estaba siendo al
mismo tiempo espléndidamente follado
por la dura verga tiesa del amante de
Julia.
Con la polla de Harry enterrada en
el coño hasta las mismas pelotas, la
señorita Birchem casi se volvió
frenética de placer, y siguió mirando y
azotando con suavidad el culo de Julia,
con un vigor que aumentaba con cada
embestida de la polla de Harry en su
coño. Pronto estuvieron los tres
retorciéndose de placer, corriéndose con
explosiones salvajes y palpitantes, todos
menos Julia, a la que tampoco esta vez
dejaron llegar al orgasmo.
—Ya arreglaremos eso —prometió
la señorita Birchem a la joven, dejando
de azotarle el trasero para pasar a otra
diversión—. Sí, ya lo arreglaremos.
Habiendo tenido ella y Harry un
orgasmo completo, la institutriz instruyó
al joven para que mirase mientras ella
se colocaba entre los lechosos muslos
de Julia. Hizo que la muchacha separase
bien las piernas, para poner el coño y el
culo bien a su alcance. Mientras la tenía
en esa posición tan vulnerable, la
institutriz empezó a castigarle las nalgas
con moderación, y finalmente le apoyó
una palma en la misma abertura de la
puerta trasera. Apretó la mano contra el
agujero y la hizo vibrar de tal manera
que le estimulaba tanto el culo como el
coño. Entonces, como un lujurioso
demonio, se lanzó a saborear la abertura
castaña, y la lamió hasta que estuvo
increíblemente mojada. Exploró a la
joven con destreza y placer, hasta
dejarla tan húmeda que sólo deseaba
continuar; luego introdujo la lengua en el
agujero y se puso a follar el sabroso
bocado hasta que Julia gimió e imploró
que la dejasen llegar al orgasmo. Clavó
la lengua bien adentro, aflojando el
esfínter, y después reemplazó la lengua
por un dedo que metió profundamente en
el apretado agujero, y siguió hasta la
parte superior del coño de Julia y le
lamió el clítoris hinchado y caliente.
Julia giró como un animal,
implorando a la institutriz que la
chupase todavía con más fuerza. La
señorita Birchem deslizó otro dedo en el
abierto conejo rosa, tapando entonces
todos los agujeros mientras mamaba el
perlado rocío lujurioso del clítoris de
Julia. La muchacha apretó el coño contra
la boca de la mujer mayor, y tiró de ella
agarrándole la cabeza con las manos. Y
Harry, con la polla cada vez más dura al
ver eso, miró como la mujer mayor,
explorando con los dedos y la lengua
aquella palpitante vagina virgen, hacía
que Julia se retorciese dominada por un
orgasmo total.
—¡Voy a estallar! —gritó Julia,
mientras los músculos del coño y del
culo se le estremecían—. ¡Ay, ya viene
el orgasmo!
Al decir eso, los últimos chorros del
jugo de la alegría brotaron de aquel
bonito conejo, y la institutriz lamió con
avidez las gotas perladas.
Entonces la institutriz se ocupó de
Harry, frotándose contra él hasta que el
guapo joven volvió a encenderse de
pasión. Lo obligó a inclinarse y lo azotó
con una pequeña rama mandándole
impulsos eróticos por todo el cuerpo.
Entonces le lamió el ojete con la misma
destreza que había empleado con Julia, y
de repente se apartó.
Al ver eso, Julia llegó otra vez a un
punto de ebullición de lujuria no
satisfecha, y lo mismo le pasó a Harry.
La señorita Birchem los hizo ponerse
uno frente al otro y masturbarse las
partes pudendas con gran satisfacción.
Pero les advirtió: —Si os corréis, os
flagelaré a ambos y os provocaré dolor.
Si contenéis el orgasmo, viviréis juntos
la más grande lujuria.
Harry, muy estimulado por todo lo
que había visto y se había hecho, no
pudo de ningún modo contener la
simiente, que se le derramó en la mano
con un potente estallido; fiel a su
palabra, la institutriz lo castigó con una
vara de abedul hasta que gritó pidiendo
clemencia. Esto sirvió para despertar
aún más lascivia en Julia, que volvía a
necesitar con urgencia un orgasmo pero
quería contenerse para experimentar
todavía lo que más deseaba: la polla de
Harry enterrada dentro de su cuerpo,
¡rasgándole el himen y robándole la
preciosa virginidad!
La señorita Birchem
Cuando la señorita Birchem dijo que
ningún caballero podía follarla, mentía.
Primero había sido amante de un noble,
sir Clifford, que después de haber
llevado una vida voluptuosa en
compañía de mujeres que lo habían
secundado en todos sus caprichos y
todos sus extraños deseos, había
terminado exigiendo más estímulos a sus
pasiones que lo que todas esas ardientes
mujeres podrían ofrecer.
Al principio su deseo más
extravagante era disfrutar azotando el
trasero de la señorita Birchem. Ella se
sometía encantada: en un primer
momento para complacerlo, pero
después para complacerse a sí misma,
pues debajo de su apariencia correcta y
modesta ardía un violento fuego.
Pronto desarrolló una pasión tan
tórrida que imploraba a su amante que le
administrase la vara de abedul en el
ardiente trasero, satisfacción que él
nunca le negaba, aunque ningún exceso
de lascivia salaz era para ella
suficientemente voluptuoso.
Una pasión de desmedida lujuria por
las suaves y dulces flagelaciones
dominó pronto a la señorita Birchem, y
las sensaciones eran tan deliciosas que
cuando por algún motivo no podía
satisfacer sus deseos sensuales, sufría
física y mentalmente.
Con el tiempo, su coño dejó de
parecer suficientemente apretado para la
polla de sir Clifford cuando la follaba, y
eso creaba insatisfacción en el ardiente
agujero del coño de la señorita Birchem.
Entonces, en una ocasión, mientras
estaba arrodillada en la cama ofreciendo
las nalgas desnudas a su amante para
que él se las flagelara y azotara, el
espectáculo de esa carne desnuda llevó
a sir Clifford a proponerle follarla por
el provocativo ano. Para ella era algo
nuevo.
Las manos y la vara de sir Clifford
la habían estimulado tanto, y habían
generado tanto calor en sus partes
pudendas, que pensó que le daría placer
recibirlo por allí, y consintió,
entusiasmada. Con la polla hinchada al
máximo, él se inclinó sobre aquella
criatura desnuda, que tenía la cara
ardiente y los pechos palpitantes casi
enterrados en la cama blanda. Se untó
con un poco de aceite la enhiesta verga y
luego hizo lo mismo con el agujero
oscuro y apretado.
Entonces, llevando la punta de la
polla hasta delante del orificio que
deseaba penetrar, dio un empujón
inicial, y la cabeza atravesó la puerta
virgen. Arremetiendo otro poco,
consiguió meter buena parte de aquella
herramienta en el cuerpo de la mujer. Al
principio eso produjo un exquisito
placer a la señorita Birchem, que alentó
a su amante a seguir entrando.
Más cuando la polla le forzó más y
más el agujero, entrando aparentemente
con mucha dificultad, intentó alejarse.
Pero él estaba demasiado excitado para
detenerse, y el ardor y la sorprendente
estrechez del trasero lo incitaban a
seguir.
Sir Clifford había estado agarrando
a su amante por los hombros, pero ahora
le pasó una mano por debajo de los
pechos para sentir y mover esos
deliciosos globos. Metió la otra mano
por debajo del vientre de la señorita
Birchem y le cogió el ardiente coño.
El baronet abrió los labios
aterciopelados y buscó y encontró el
clítoris, que frotó suavemente con los
dedos, y así la estimuló hasta convertirla
en una masa de palpitante deseo sexual
capaz de soportar cualquier cosa.
Acariciándola y metiéndole al
mismo tiempo la polla en el ano, la
señorita Birchem terminó recibiendo
toda aquella enorme herramienta, con lo
que disfrutaba de un doble placer. Su
culo estaba deliciosamente colmado por
la polla de su amante. ¡Los dos se
sentían en el séptimo cielo!
El cuerpo de la señorita Birchem
estaba ahora bañado de feliz sudor, y los
dos se movían sincronizadamente; sus
suspiros y exclamaciones de goce
resonaban en la habitación, lo mismo
que los jadeos de sir Clifford. De
repente los movimientos de ella se
aceleraron, anunciando el orgasmo.
Sir Clifford sintió que no podía
contenerse un segundo más, y que
fatalmente iba a derramarse en aquella
apretada vaina. También ella se sentía
dominada por un ardor animal mientras
aquella polla le taladraba, machacaba y
follaba el ahora engrasado y forzado
agujero del culo. Ambos dieron rienda
suelta a sus sensaciones, y el baronet
disparó un chorro de leche dentro de la
señorita Birchem, mientras su mano
trabajaba ansiosamente para recibir los
jugos que brotaban de aquel convulso y
espasmódico conejo.
Desde ese momento, sir Clifford
folló a su amante más de esa manera que
de cualquier otra, hasta que la novedad
se gastó un poco y tuvo la idea de que le
gustaría ver cómo la follaba otro,
mientras él observaba el efecto que eso
producía en ella y en el fulano enterrado
en su coño.
Como de costumbre, el noble la
había desnudado por completo y, para
variar, la había acostado sobre sus
piernas, en una posición que le permitía
azotarle las maravillosas nalgas con la
suave y dulce vara de abedul. Cada vez
que la vara golpeaba las nalgas
carmesíes, la señorita Birchem gritaba:
—¡Oh, cielos! ¡Mi culo, mi trasero!
¡Azótalo, vapuléalo, castígalo, flagélalo,
amado mío! Soportaré todo lo que
puedas dar a tu amada. Ay, después de
esto tienes que meterme tu encantadora
verga.
Locamente excitado por esos gritos y
esos ruegos, sir Clifford dijo:
—¡Pues sí, claro que sí! —Tiró la
vara y cogió a la señorita Birchem en
brazos, acostándola en la cama. Ella se
puso boca arriba, con los muslos
separados y el coño palpitante, con los
labios mostrando tanta vibrante
actividad muscular que él se excitó al
máximo.
El baronet saltó a la cama y se
acostó sobre ella, vientre contra vientre.
Entonces, boca contra boca y lengua
contra lengua, su polla maravillosa
penetró aquel coño anhelante y ella le
rodeó la cintura con las piernas y el
cuello con los brazos. Demasiado llena
de felicidad para hablar por un tiempo,
de vez en cuando ella retiraba la lengua
de la boca de sir Clifford y preguntaba:
—¿Te gusta follarme así?
—Muchísimo, amor mío.
—Qué no haría yo por darte placer.
Cualquier cosa, todo lo que me pidieras,
porque tu polla es tan divina…, pero te
corres demasiado rápidamente —dijo la
señorita Birchem, al sentir la ardiente
leche.
—¡No puedo evitarlo! Ay, Dios, eres
tan bonita, y tu coño palpita tanto…
—Pero quiero que me folles hasta
que me corra —lo animó la lujuriosa
mujer, deseando complacerse en la más
embriagadora lascivia.
—¿Permitirás que un criado te folle
mientras soy testigo del placer que le
das?
—Cualquier cosa que nos produzca
placer —contestó su fogosa amante.
Sir Clifford se levantó y se vistió,
mientras ella seguía en la misma postura
que cuando él la había gozado, con las
piernas abiertas, jugando con los
pezones rosados —ahora abultados y
duros— de los encantadores pechos.
Después de ponerse la chaqueta, sir
Clifford se detuvo primero a besarle la
boca de cereza, luego, por un momento,
a chuparle los encantadores pechos y
finalmente a lamerle el fascinante coño,
que levantó buscando la caricia.
Entonces la tapó con una sábana y salió
de la habitación.
El baronet volvió pronto
acompañado por un joven guapo y
apuesto. Lo había llamado a la
biblioteca cuando partió a cumplir su
misión, y le preguntó cómo andaba con
las criadas y si había desvirgado a
alguna de ellas.
El joven, ruborizándose como una
virgen, dijo que nunca les había hecho
nada, y tampoco ellas a él.
—Entonces, William —dijo su amo
—, ¿te gustaría estar con una mujer
desnuda? Una mujer que disfrutarías
mucho y que te devoraría la polla.
¿Gozarías con su conejo si te dejara
follarla?
William no sospechó que el baronet
se refería a la señorita Birchem, que
unos años antes había sido su amante.
Pero la polla empezaba a abultarle en el
pantalón, así que el baronet lo llevó
adonde estaba ella, que durante todo ese
tiempo había seguido estimulándose el
coño para no perder la excitación.
Sir Clifford cerró la puerta y
condujo a William hasta la cama, le
cogió una mano y se la metió despacio
debajo de la sábana, pasándola por las
piernas y los muslos, y la dejó en el
conejo mojado por tanta estimulación.
Al ver que la sangre del joven se
encendía de deseo, su amo levantó
despacio la sábana, hasta los pechos de
su amante, dejando sólo la cara oculta.
William temblaba como una hoja, y su
polla parecía haber crecido hasta el
doble de su tamaño; tenía una extraña
sensación.
Totalmente pasivo en manos de su
amo, el muchacho permitió que sir
Clifford le bajase los pantalones hasta
los pies, dejándolo listo para saltar a la
cama. El libidinoso baronet cogió
entonces la polla del joven criado, que
estaba hinchada y tiesa, y dijo: —
Acuéstate sobre ella, William. Pondré tu
polla en su coño, y si es cierto que no
has andado follando con las criadas,
¡tendrás una gran resistencia cuando te
metas en ese conejo!
La señorita Birchem no habló para
que no la delatara la voz, pero cuando
sintió que el joven se metía entre sus
temblorosos muslos, levantó el coño
hacia él. En un instante William le clavó
lo que parecía una barra de hierro
candente, tan espantosamente tieso y
ardiente estaba su miembro viril.
Llevado por sus propias y agudas
sensaciones, William comenzó a
arremeter espasmódicamente, y en
cuanto tuvo toda la verga metida supo,
debido a la intensidad de su placer, que
podrían hacerle cualquier cosa y él no
sería capaz de defenderse.
Sir Clifford separó las piernas del
chico y las puso a ambos lados de los
muslos de su amante. Inmediatamente, la
señorita Birchem rodeó a William con
las piernas, reteniéndole así firmemente
la polla. Acomodando un cuerpo al otro,
pronto disfrutaron del goce más
voluptuoso y salaz imaginable.
Inclinado sobre la cama, sir Clifford
miró con lascivia cómo iba y venía la
polla del joven dentro de los pliegues
húmedos del coño de su amante. El
vientre de la mujer ardía buscando
recoger cada centímetro de aquella tiesa
vara. Hacía girar las caderas, moviendo
convulsamente el coño.
El éxtasis sexual se apoderó de
todos los que estaban en la cama. Los
jugos del coño rezumaban con cada
embestida, y cuando llegaron al
orgasmo, la mutua eyaculación lo
desbordó todo.
Tras una breve pausa y para su gran
placer, el criado empezó de nuevo a
follar el encantador y palpitante cuerpo
que tenía debajo. Sir Clifford estaba
bastante satisfecho de su propio y
magnífico instrumento, y había creado,
con la forma de su polla, un consolador
perfecto. Fabricado con una goma
cubierta de vello negro rizado, era un
modelo exacto del tieso y glorioso
miembro del baronet.
El amo engrasó con esmero la polla
perfectamente formada y pintada, con
pelotas y todo, y al encontrar una
oportunidad metió el consolador en el
culo de su amante, sobre quien tuvo un
electrizante efecto. Retorciéndose y
contoneándose locamente, la señorita
Birchem embriagó de placer al joven
criado.
Como en muchas otras mujeres
lujuriosas, la relación tuvo un poderoso
efecto en la naturaleza erótica de la
señorita Birchem, y su amante le
prometió repetir la escena a la tarde
siguiente, cuando ella se destaparía la
cara y se mostraría. Al día siguiente,
cuando se sentaron en el salón, ella le
recordó la promesa.
—Querida —dijo el baronet—,
anoche me agotaste tanto que temo que
mi polla no pueda levantarse.
—¿En serio? —exclamó ella—.
Entonces tengo que azotarte hasta que lo
logre.
Y metiendo la mano debajo del sofá
en el que estaba sentada, sacó una
formidable vara de abedul.
—Venga aquí, caballero —dijo, y la
fornicadora comenzó a desabotonarle
los pantalones—. Túmbese sobre mis
rodillas —agregó, cuando terminó de
desabrocharlo, mientras se levantaba las
enaguas por encima del coño para que el
vientre, la polla y las pelotas de sir
Clifford estuviesen en contacto con sus
muslos desnudos.
Incluso mientras le apartaba la
camisa para que el contacto íntimo no
tuviese impedimentos, la polla de su
amante empezó a levantarse sola; y
cuando por fin se tumbó sobre sus
rodillas y la polla se acercó al conejo,
estaba tan dura que con un poco de
ayuda la inflamada cabeza anidó entre el
vello suave que la cubría.
Entonces, mientras la señorita
Birchem lo azotaba, la excitación de su
amante aumentó tanto que empezó a
embestirla, empujando con el pene de
lado hasta que logró enterrarlo del todo
y mezclar su vello con el de ella.
Mientras su amante lo azotaba con
furia, el baronet le folló el conejo hasta
que supo que no podía contener más la
eyaculación, y le suplicó que parase.
Ella obedeció, y sir Clifford se levantó
y se acomodó rápidamente la ropa.
La lujuriosa mujer pronto se tiró
sobre la cama en actitud voluptuosa, con
el vestido suficientemente desordenado
para mostrar la belleza de sus piernas y
abierto por delante para revelar el
encanto de sus pechos.
Sir Clifford tocó entonces la
campanilla, y apareció William.
—Cierra la puerta y ven aquí —dijo
el baronet.
William obedeció, y después de
cerrar la puerta se acercó a la cama.
Estaba encantado de ver a su primera
seductora, la señorita Birchem.
El amo le indicó por señas que se
acercase a la cama, y su salaz amante
abrió los brazos para recibirlo. William
no tardó en enterrar su hermoso rostro
entre los suaves pechos. Entretanto, el
amo le sacó la polla y también le bajó
los pantalones, y empezó a besar y
acariciar el culo, las pelotas y la polla
del joven, ante la lujuriosa mirada de la
señorita Birchem.
William sintió en seguida la agonía
de la lujuria, aumentada por el cuerpo
de la mujer y las acciones del hombre.
Ella no hacía nada por interferir en la
seducción del baronet, pero su coño
ardía mientras William, cuya polla
estaba ahora en la boca del hombre
mayor, le chupaba las tetas.
El trío siguió follando durante largo
tiempo, hasta que sir Clifford quiso
cambiar de nuevo y la señorita Birchem
deseó agrandar su campo de experiencia
vital y atender su carrera.
Se le dio una escuela, que dirigía en
el momento en que transcurre la acción.
Spanker
Después de que Harry Staunton
eyaculara en su propia mano, su polla se
volvió demasiado fláccida para seguir
dándole placer a la señorita Birchem; y
cuando la institutriz liberó a Julia de la
posición boca abajo en la que la había
tenido, todos se levantaron del suelo.
Insatisfecha con la cantidad de
placer que él le había dado —si
hubiesen estado solos lo habría obligado
a follarla violentamente de nuevo—,
pero viendo que Julia no había
satisfecho el deseo despertado por los
azotes en el culo, prometió que la joven
recibiría más placer.
La institutriz colocó entonces a Julia
sobre sus piernas, asegurándose de que
su carne desnuda estuviese en contacto
con ella, le levantó el vestido despacio
y pidió a Harry que se arrodillase
delante de la bella muchacha.
Entonces esta lujuriosa mujer puso
la cabeza del joven caballero entre los
muslos desnudos de Julia y le enseñó
exactamente cómo tenía que acariciarla.
Harry obedeció, sosteniendo a la
encantadora damisela por los muslos,
mientras su lengua entraba y salía,
tocando con la punta el clítoris.
La boca del joven se metió en el
conejo de su amante con gran placer y
deseo, explorando con la lengua los
dulces rincones y pliegues rosados.
Tanto deseaba follarla que le llenó el
coño con su enorme lengua. Y jugó con
el lado interior de sus muslos, moviendo
los dedos como si tocara un instrumento
musical. Julia se retorcía y apretaba el
conejo contra la cara de Harry con tanta
lujuria que no podía pensar más que en
el orgasmo.
Pronto llegó a un éxtasis celestial, y
apretó la cabeza del joven contra el
conejo ardiente con todas sus fuerzas,
mientras el cuerpo le temblaba de
emoción, casi cegada por las lágrimas
que le inundaban los ojos; su intención
de correrse era clara.
Mientras Harry estaba ocupado en
darle placer a Julia, la señorita Birchem
le bajó los pantalones, y usando con
destreza los dedos, pronto le provocó
una erección que aumentó el ardor con
que él vorazmente chupaba el coño
joven y húmedo de Julia.
Julia pronto echó la cabeza hacia
atrás. Sus ojos se cerraron y todo su
cuerpo tembló, mientras su dulce licor
manaba entrando en la boca de su
amante. El jugo salió en el mismo
momento en que sentía una enorme
explosión sexual interior. En cuanto se
hubo recuperado, la ávida institutriz
cogió la polla de Harry entre las manos
y la guio hasta el blanco: el agujero
abierto y hambriento de Julia.
La cabeza descansó un momento en
la mojada abertura mientras buscaba el
camino. Harry empujó, despacio, hasta
que llegó a mitad del camino; pero Julia,
loca de deseo, lo quería todo y ya, e
imploró a la institutriz que la ayudase a
perder la virginidad. Con una fuerte y
dura palmada en el trasero, la malvada
seductora impulsó la polla de Harry a
las profundidades del coño de Julia. La
muchacha chilló mientras su vaina
virgen se partía en dos, y Harry gimió de
puro placer al verse tan profundamente
clavado en la almeja de su amada. Sin
entrar en intrincados preliminares,
empezó a bombear y a follar a la
muchacha; ella hacía girar las caderas,
levantaba el cuerpo y hacía todo lo que
podía para aprovechar ese momento. Su
clítoris se frotaba contra el vello púbico
del joven mientras la follaba, y pronto el
cremoso rocío de la lujuria le explotó en
el útero. Cuando los músculos del coño
empezaron a apretar la herramienta,
Harry disparó su carga en las
profundidades de la muchacha. Por los
muslos de ella corrieron unas gotas de
sangre virgen, que también mojaron la
polla. La institutriz miraba la escena con
orgullo y excitación, lo que la impulsó a
estimularse hasta correrse mientras
aquellos dos follaban hasta lograr lo
mismo.
Al tiempo que se desarrollaba toda
esa acción, el señor Spanker, un galante
vendedor de caballos, paseaba por los
prados, pensando en la madre de Julia,
cuya belleza desnuda acostumbraba
disfrutar en el retiro de su propia
habitación.
Desde detrás del seto que daba
sobre el terraplén donde se había
sentado la señorita Birchem mientras el
joven Harry chupaba a Julia, el señor
Spanker había sido testigo de cómo
Harry estimulaba y luego follaba a la
cachonda joven, guiado por la fogosa
institutriz.
La escena le había resultado
demasiado fuerte; pues mientras Harry
taladraba el coño de la damisela con la
lengua, y después con la polla, el señor
Spanker había eyaculado por obra de su
propia mano. Por lo tanto temía que se
notase su presencia, pues sospechaba
que su polla no secundaría sus deseos.
El vendedor de caballos los dejó
solos y se fue a casa. Pero antes de
llegar, el recuerdo de lo que había visto
le endureció la polla; y al entrar, tuvo
urgencia de buscar a su esposa, a la que
halló vistiéndose.
La exuberante propietaria de la casa
quedó rápidamente sin vestido y sin
corsé. Acosada en la cama, rodeó con
los muslos el cuello de su marido, que
frenéticamente le metió la lengua en el
ojete.
Después, el señor Spanker se liberó
del abrazo de su esposa, en el mismo
momento en que ella empezaba a
mojarse de la excitación que le producía
ese voluptuoso proceder. A continuación
le enterró la polla en el coño y la folló
furiosamente; ella disfrutaba tanto del
inesperado ataque que lo ayudó todo lo
posible.
Cuando terminó de correrse, el
libertino dejó a su insatisfecha esposa
por los brazos de la señora Wynne, cuyo
cuerpo deseaba más que nunca, después
de ver la belleza desnuda de su hija y la
alegría amorosa que había
experimentado. La señora Spanker tuvo
por lo tanto que satisfacerse con un
criado que estaba en la casa y al que
decidió seducir quedándose en el mismo
estado en que su marido la había dejado.
Después de estimularse, se levantó
con la intención de vestirse y buscar a
Augustus para llevarlo a su dormitorio
con el pretexto de que tenía que arreglar
algo, hasta que pudiese seducirlo y
tenerlo entre sus piernas.
Entonces esta desvergonzada
matrona estimularía la polla del hombre
y finalmente se la sacaría. Levantándose
las ropas por encima del vientre,
metería dentro la tiesa herramienta y lo
excitaría despiadadamente hasta
obligarlo a abrazarla y apretarla y
follarla hasta el fin.
Ocurrió que el momento de esos
lascivos pensamientos de seducción
coincidió con el momento en que la
señora Spanker oyó a Augustus pasar
por delante de su puerta. La abrió de
prisa, casi desnuda como estaba, con los
pechos blancos completamente al aire,
la espalda y los hombros cubiertos sólo
por el largo cabello, las piernas
desnudas hasta más de la mitad, y lo
llamó.
En unos minutos la fogosa mujer
estaba en la cama, sin camisa y
rodeando con las piernas al guapo y
fornido criado, con la polla de él
enterrada en el coño, y los dos cuerpos
vibrando con palpitante éxtasis
celestial…, hasta que ella lo obligó a
sacar la polla y lo estimuló
despiadadamente, masturbándose el
conejo pero prohibiéndole tocarlo. Eso
enloqueció al hombre de lujuria. Tanto
lo martirizó que él cogió la polla y la
frotó furiosamente hasta eyacularle
encima de la pierna. Luego se negó a
follarla a pesar de sus súplicas. Los
planes de la mujer se habían frustrado, y
el sirviente siguió virgen, pero por poco
tiempo. Ya le llegaría su hora.
Mientras tanto, el señor Spanker
estaba en la casa de la señora Wynne;
pero ella, que no lo esperaba, había
salido a cumplir una cita con otro
amante, en cuya compañía pasaba las
horas, entre las sábanas de una cama
blanda. Pero su hija Julia había llegado
a la casa un rato antes.
Cuando llegó, el señor Spanker
encontró a Julia en el salón, apenas
recuperada de la confusión de los
sentidos provocada por la nueva y
deliciosa función de amor y lujuria en la
que había participado. Como eran viejos
amigos, la ahora radiante veinteañera
pronto se le sentó en las rodillas.
Al sentir algo duro contra la pierna,
la joven, más informada que antes
después de la lección que la institutriz la
había enseñado, tocó con la mano y dijo
con naturalidad: —¡Oh! ¿Qué es?
¿Tienes un ratón dentro del bolsillo?
—Pon aquí la mano, y toca el ratón
—dijo el vendedor de caballos.
Le ayudó a meter la mano dentro de
los pantalones. Cuando los dedos
desnudos de Julia tocaron la ardiente
polla, la apretó y después sacó la mano.
—No es un ratón, pues no tiene nada
de pelo —dijo la muchacha, siguiéndole
el juego.
—Sólo le tocaste la nariz, querida.
Mira aquí.
Y sacó toda la verga. Ella se bajó de
las rodillas, con los ojos chispeantes
como si sintiera una gran curiosidad por
ver y tocar y hasta probar aquella cosa.
El señor Spanker se levantó, se
desabrochó todos los botones y mostró
no sólo la tiesa polla sino las pelotas
cubiertas de vello.
—¡Dios mío! ¿Qué puede ser esto?
—dijo la recién desflorada Julia.
—Te lo mostraré, querida —dijo el
señor Spanker. Y sentándose de nuevo
con las piernas abiertas, la metió entre
ellas.
Entonces, con poca dificultad,
consiguió que ella aplicase la ávida
boca a su ardiente polla.
Cuando iba a llegar al punto de
ebullición, el señor Spanker sintió un
loco deseo de poseer aquel conejo.
—¡Ay, querida, tengo que follarte!
—murmuró, y repitió la expresión con
más énfasis.
Se acomodó hasta tener la cara de la
muchacha a la altura de la suya y la
polla cerca del coño. Abrió los dulces
pétalos y apretó la polla contra ellos.
Empezó a empujar, a clavar, a penetrar
un poco más cada vez que ella levantaba
las caderas. Finalmente logró meterla
toda.
A Julia eso le producía sensaciones
tan deliciosas que lo ayudaba apretando
el coño contra la polla, aunque de vez en
cuando, mientras él intentaba clavarse
hasta las pelotas, exclamaba: «¡Ay,
cómo me duele!». Después de todo,
aquella misma tarde le habían robado la
virginidad.
El lujurioso vendedor de caballos
estaba realmente desesperado por
poseerla, pero temía no poder hacerlo
con ese coño tan tierno. Así que decidió
llevarla arriba, bañarle el conejo herido
y, una vez refrescada, follarla.
No había nadie en la casa más que la
criada, y Julia estaba bastante segura,
como muy bien sabía el señor Spanker.
Así que le dijo a la deliciosa Julia: —
Deja que te lleve arriba, querida, y te dé
un baño. Eso te aliviará y entonces
podré penetrarte con vigor, sin hacerte
daño.
—Llévame, entonces —dijo Julia—,
pues tengo muchas ganas de que me
folles bien follada.
La llevó al cuarto de baño de la
madre, dentro del dormitorio, y después
de desnudarla y ponerla en la bañera,
dejó que el agua corriera por su cuerpo.
Por un momento no pudo resistirse y le
chupó las encantadoras y palpitantes
tetas.
Lavó con una esponja el semen y la
sangre virgen de su día de sexo, le
masajeó con suavidad el dulce y recién
desflorado órgano sexual y lo acarició
de manera lujuriosa y provocativa. Le
frotó y acarició el clítoris hasta que se
puso duro, y luego la ayudó a salir del
baño y le echó un perfume seductor.
Entonces le secó tiernamente el cuerpo
con una toalla, la llevó a la cama de la
madre y acostó a la belleza totalmente
desnuda.
Con la dócil ninfa allí acostada,
temblando de deseo, los ojos fijos en la
tiesa polla a punto de perforarla, su
adorador le puso una almohada debajo
del culo y le levantó el coño hasta
ponerlo a la altura de su polla.
Entonces, separándole los muslos y
metiéndose entre ellos, el señor Spanker
se acercó tanto que su polla le tocó el
coño. Separó los labios rosados con el
pulgar y el índice y apuntó con la vara
ardiente al estrecho conejo, y entonces,
apoyándose encima, empezó a follarla
destruyendo cualquier rastro de
virginidad que pudiese quedar en aquel
dulce coño.
—Rodéame la espalda con las
piernas, querida —exigió el lascivo
vendedor de caballos.
Julia obedeció y ayudó a que sus
muslos bonitos sirvieran de apoyo para
la cabeza del señor Spanker; le apretaba
el cuello con las rodillas, dejándole las
piernas sobre la espalda. En esa
posición estiró el coño al máximo, y
cada empujón que daba ahora lo llevaba
más y más adentro de aquella dulce
cueva, que cada vez recibía con más
facilidad la carne de la polla dura,
caliente, penetrante. El señor Spanker,
con la rampante vara contra el coño un
poco estropeado, dio un fuerte empujón,
y la maravillosa herramienta se hundió
del todo en el conejo y resbaló entrando
y saliendo entre las mojadas paredes del
deseo.
Julia murmuraba:
—¡Ay! ¡Tu polla es tan grande y tan
tiesa que hace daño, pero es un daño tan
delicioso!
—Muérdeme el cuello, querida
muchacha gritó su seductor—. Cada vez
estoy más adentro, y con un solo
empujón llegaré al fondo.
La damisela hizo lo que le pedían, y
luego contuvo un grito mientras se
hundía en ella hasta las pelotas y su
coño se llenaba con la gran polla que
tenía dentro. Agarrándola de las nalgas y
levantándole las caderas contra su ingle,
el señor Spanker clavaba una y otra vez
la verga en ese nuevo amor, y los dos se
mojaban abundantemente mientras sus
órganos se frotaban expresando una
honda lujuria.
Cuando su amante se retiró, Julia
cerró los ojos y se quedó quieta; sólo
sus nalgas hacían de vez en cuando
movimientos espasmódicos, mientras la
leche blanca le brotaba en preciosas
gotas. Cuando se hubo recuperado, el
señor Spanker se apoyó en las manos y
las rodillas para lamer, chupar, y curar
con la lengua aquel dulce conejo. Eso
produjo otra cremosa y jugosa emisión.
Después Julia se incorporó y se echó
sobre el brazo del señor Spanker,
escondiendo la cara en su pecho,
mientras su seductor continuaba
acariciándole el ahora adulto coño.
Julia
Deseando vivamente después de esto
disfrutar de la amorosa muchacha con
total tranquilidad y en un estado de total
desnudez para ambos, el señor Spanker
hizo que Julia le prometiese encontrarse
con él al día siguiente en su
apartamento; entonces la llevaría a una
casa de citas y la follaría de nuevo.
Su seductor no intentaría entonces ni
después follar a Julia bajo el techo de su
madre; pues por muy aficionada que
fuese esa dama al placer sensual, podría
no aprobar tal actividad por parte de su
hija, aunque la muchacha tuviese la edad
y el criterio necesarios para esas cosas.
El señor Spanker también deseaba
aplicarle en el bonito trasero una dulce y
ligera flagelación, como le había visto
hacer a la señorita Birchem. Julia
acudió a la cita, vestida de manera más
acorde con su nueva condición de mujer
desflorada.
Hacia la tarde del día anterior,
después de todo lo que el señor Spanker
había hecho con ella, la voluble
muchacha pensó que le gustaría ver si
Harry Staunton la buscaba en el camino
donde se había producido la primera y
sensual escena de flagelación.
Por lo tanto andaba paseando por el
mismo sitio, cerca de una puerta que
daba a un campo cubierto de flores
silvestres, cuando sir Clifford, el ex
amante de la señorita Birchem, atinó a
pasar por allí. Se acercó a la hermosa y
dulce muchacha, que rezumaba
femineidad, y trató de seducirla y
poseerla sin pérdida de tiempo.
El enamorado baronet le preguntó
adonde conducía aquel camino entre los
campos, y después de oír la explicación
de ella, sir Clifford la abrumó con tantos
piropos sobre su hermosura que la cara
de Julia se ruborizó; la muchacha
parecía jadear de excitación. ¡Ah, qué
agradable era recibir piropos como
mujer!
El noble le pidió entonces que lo
acompañara, para no perderse. Julia
aceptó en seguida. Desconocía los
trucos que los hombres usan para
seducir y raptar a las mujeres jóvenes,
pero conocía lo suficiente sobre los
deseos de los varones como para saber
que una simple mirada podía llevar a la
cópula, si el momento y el sitio eran los
adecuados. Había que pasar por encima
de una puerta, y el galante baronet
ayudó a la atractiva joven a subir.
Mientras lo hacía, sus ojos gozaron
mirando aquellas magníficas
extremidades. «Ah, qué piernas —pensó
—, cómo me gustaría recorrerlas con la
lengua, hasta el nido de placer que
espera allí arriba».
Cuando le ayudó a pasar la pierna
por encima de la última madera, no sólo
se las ingenió para que su vestido
estuviese desacomodado y se le viese
una parte del muslo sino que su mano se
deslizó subiendo por su carne cálida
hasta tocarle el coño.
Ay, qué sorpresa cuando los firmes
dedos del baronet se metieron de
repente en su nido de amor; sin embargo,
no se sentía en condiciones de detenerlo.
En realidad, cuando le tocó los ardientes
labios del conejo, la sensación fue
indescriptiblemente exquisita.
—Déjame pasar al otro lado para
ayudarte a bajar, querida —dijo el
caballeroso noble, con voz suave,
quitándole de la manera más natural la
mano de la raja.
Julia asintió ruborizada; parecía
controlar perfectamente su destino
sexual con ese tramposo y maduro
baronet.
Soltándole el aterciopelado coño
con una enérgica presión, el ávido
baronet se inclinó hacia ella, y extendió
los brazos para recibirla. Julia saltó, y
su ropa voló hacia arriba mostrando sus
jóvenes encantos mientras él la cogía.
La hierba era alta y estaba cubierta de
margaritas y ranúnculos dorados.
Pensando que él la seguiría, la
tentadora muchacha se alejó corriendo y
se puso a recoger flores, con la cara
encendida y los pechos palpitándole de
emoción sensual. Su admirador estuvo
muy pronto a su lado, e hizo también
como que recogía flores silvestres,
buscando las que estaban junto al
vestido de ella.
Pero como la muchacha tenía las
piernas abiertas al agacharse, la mano
del galante caballero tuvo poca o
ninguna dificultad para encontrar el
pequeño y seductor coño, en el que
rápidamente metió el dedo. Al tocarle
excitadamente el clítoris, ella se echó
hacia adelante, sobre su brazo, mientras
él seguía acariciándola.
La voluptuosa Julia apoyó el bello
rostro sobre el hombro de sir Clifford,
disfrutando profundamente del placer
que él le provocaba. Sin dejar en ningún
momento de manipularle el húmedo
coño, el hombre sacó entonces la polla y
le pidió a la muchacha que la acariciara.
Julia gozaba con la idea de tocar y
mimar aquella herramienta de acero, y
no se amilanó al ver la enorme e
imponente verga. La cogió con
verdadera lujuria, y empezó a frotarla
con suavidad, levantando y bajando el
puño, mientras con la otra mano le
acariciaba las pelotas.
El noble estaba bastante
impresionado con la habilidad de
aquella mano para estimular pollas, y se
relajó entregándose por completo a los
expertos movimientos. Julia apretaba y f
rotaba, provocando su virilidad, hasta
que él no pudo resistirse y empezó a
levantar las caderas apretando la ingle
contra los dedos. Al llegar a ese punto,
con el orgasmo cada vez más cerca, sus
pensamientos pasaron al reino de la
fornicación. Imaginó que separaría los
dulces muslos que llevan al templo de
amor de Julia, abriría la rosada carne
que era la llave al inundo del placer
para ambos y metería su espada por la
mismísima puerta del cielo; empujaría
centímetro a centímetro, propulsado
nada más que por la lujuria. ¡Ay, estaba
a punto de derretirse!
Julia frotó la magnífica polla con
dedos delicados hasta que él estuvo a
punto de correrse, delatando con la
mirada que también ella estaba llegando
rápidamente a la misma condición,
estimulada sólo por el placer que le
daba ese trabajo manual. Él habría
preferido retrasar su orgasmo y el de
ella, para poder disfrutarla más, y
follarla del todo.
Pero eso era imposible, y el
libidinoso baronet se vio obligado a
lanzar su caliente chorro en la mano de
Julia; ella, mientras tanto, estimulada
por el dedo del noble, dio rienda suelta
a sus propias sensaciones y se corrió
maravillosamente, soltando un hondo
suspiro.
Cuando se hubieron recuperado, sir
Clifford todavía deseaba follarla, y por
lo tanto le rogó que lo acompañara al
rincón más lejano del campo, donde
nadie los vería. Ella aceptó en seguida.
El hombre le ayudó a levantarse y se
marcharon juntos.
Tras acostar a la apetitosa joven
sobre la hierba, que formaba un lecho
natural, el libertino le desabrochó la
parte delantera del vestido y,
liberándole los pechos, comenzó a
hacerle el amor en las tetas. Cogió con
las manos los pechos rosados, maduros,
redondos, y acarició y apretó la carne
blanca y suave hasta que sus dedos
encontraron unos pimpollos duros y
deliciosos. Ella disfrutaba con éxtasis
de todas esas amorosas caricias y
arqueaba la espalda, haciendo girar las
caderas mientras él le apretaba con
suavidad y le tiraba de los pezones.
Sosteniendo un dulce y rosado pezón
entre el pulgar y el índice de cada mano,
los apretó hasta que los chorros de
placer empezaron a brotar del coño de
Julia. Las manos de sir Clifford le
hacían jadear y gemir, porque la
excitaban de la manera más deliciosa.
Los dedos apretaban y tiraban de los
pequeños pimpollos, y de vez en
cuando, con mucha suavidad, hasta le
clavaban una uña.
—¡Ay, me muero de placer! —dijo
Julia con un gemido—. Por favor,
comparte conmigo las habilidades de tu
boca.
Muy atento, el noble apoyó los
labios en los hermosos globos y se
metió un pezón y después otro en la
cálida boca. Le estimuló la carne
pasando la lengua por aquí y por allá;
las caderas de Julia respondieron con
más movimientos circulares. Y su coño,
ardiendo de deseo, empezó a hincharse y
a gotear, soltando los fluidos de la
pasión. Cuando él se puso a mamarle las
endurecidas y calientes tetas, Julia,
temblando de deseo, le suplicó que la
follase.
—Nunca en mi vida había sentido
tanto ardor —gimió—. El placer que me
produciría tu dura polla entrando y
saliendo de mi mojado nido de amor, me
llenaría de frenesí y de pasión.
Viendo lo excitada que estaba, el
voluptuoso noble le levantó el vestido y
poco a poco le liberó el ardiente coño, y
se preparó para aplicar sus labios a los
labios del conejo, mojado y húmedo
como estaba a causa de su reciente
orgasmo; el libertino sólo pensaba en
sorber amorosamente aquella deliciosa
almeja y en lamerle el clítoris, ahora
totalmente erguido y duro. Le rogó a
Julia que volviera a correrse
abundantemente en su boca.
Inclinó la cabeza ante la encantadora
mujer que compartía su pasión y puso su
cara contra el húmedo, rosado y
suplicante coño. Separó la dulce carne
con las dos manos y dejó a la vista los
rosados e hinchados pliegues. Devoró
con los ojos la deliciosa imagen, y
aspiró por la nariz el almizclado
perfume del conejo, llevando la lengua
directamente al botón de placer. Empezó
a chuparle el clítoris.
Julia enloqueció de placer, y empujó
el coño contra la cara del noble; la leve
sensación de la incipiente barba le hizo
frotarse la raja contra aquellos labios
con total desenfreno; sus manos tiraron
del cabello del hombre, apretándole la
boca con más firmeza contra el coño.
Aunque Julia mantenía todo el
tiempo el clítoris contra la boca de sir
Clifford, él logró mover ligeramente la
lengua y ponérsela en la entrada del
conejo. La muchacha se estremeció,
deseando con el coño que esa lengua
fuese más adentro. El caballero, usando
los pulgares para abrirla del todo,
arremetió contra el agujero hasta clavar
del todo la lengua.
Julia entonces empezó a corcovear
como un potro salvaje, apretando
desinhibidamente su mojada, excitada y
jugosa cueva contra la boca y la cara del
hombre. Y mientras él le llenaba el coño
con la lengua gorda y mojada, el clítoris
se refregaba contra la nariz,
produciéndole a la muchacha una
deliciosa sensación.
—¡Ah…, ah…, sí! —gemía—. Me
estás sacando los jugos del cuerpo y
todavía no he tenido la oportunidad de
devorarte la dura polla con mi ajustado
coño.
Entonces sus caderas se levantaron
frenéticamente mientras su cuerpo,
dominado por la lujuria, se estremecía
con un impresionante orgasmo que llenó
la boca de sir Clifford. Al sentir
aquellos temblores, el caballero le
ayudó solícitamente a terminar la tarea
chupándole el delicioso clítoris. Y por
ese trabajo recibió un jugoso chorro,
que lamió y se refregó por la cara.
Eso hizo que su polla se pusiese
dura y ardiente. Se metió entre los
muslos de Julia y puso la cabeza
escarlata de su vara en la abertura
rosada del coño, y, metiendo ambas
manos por debajo y separando las
nalgas, la levantó ligeramente hacia él.
Empujó la polla despacio al
principio, luego la metió hasta el fondo
y empezó a moverse hacia adelante y
hacia atrás. De repente oyeron el ruido
de unos pasos; pero como era evidente
que venían del otro lado del seto, sabían
que no podían verlos y siguieron con su
maravillosa tarea.
Pero sir Clifford y su amante oyeron
que los recién llegados evidentemente se
reclinaban detrás del seto, y eran
también miembros de los dos sexos. De
pronto Julia susurró: —Es mi madre y su
criado.
La señora Wynne y su criado
buscaban sin duda el placer, pues
después del sonido de besos hubo otro,
lascivo, que indicaba que se estaban
chupando o que habían empezado a
follar.
—Me voy a correr —murmuró la
madre.
—Yo también —exclamó el criado.
Eso tuvo tanto efecto sobre Julia que
perdió el control y se corrió entre
frenéticas convulsiones, bañando la
polla del baronet con su perlado rocío.
Sir Clifford y Julia pronto se
separaron, pues no querían que los
sorprendiesen, pero Julia sentía aún más
lujuria que antes, y corrió a la casa del
señor Spanker. Al llegar allí, se arrojó
en sus brazos, y él la acomodó en un
sillón, se arrodilló delante de ella y le
dio una buena dosis de placer.
Le levantó la falda y le quitó las
bragas, dejando a la vista la tierna carne
del conejo; viendo que estaba perlado
por los jugos del deseo y perfumada por
evidentes actividades lujuriosas, le
aplicó los labios aún con más deseo y
urgencia.
La devoró con una boca hambrienta
y la lamió y chupó hasta que ella le
retuvo con tuerza la cara contra el
clítoris, empujando el coño hacia arriba
hasta que estalló y se corrió una vez
más.
A estas alturas Julia era totalmente
consciente de que había atravesado del
todo la línea que separa a una seductora
virgen de una tía guarra. Deseaba probar
más frutos de la vida sexual y después
quería ahondar en los placeres que da en
el trasero una flexible vara de abedul.
Era hora de iniciarse en todos los
desmesurados excesos de la lujuria.
Después de darse un banquete con
aquel coño delicioso, rebosante de sexo,
el señor Spanker invitó a Julia a una
especial casa de citas, para que le
flagelasen el trasero y pudiese así
iniciarse en el lúbrico mundo de la
disciplina. Estaba ávida por conocer a
algunos de los hombres y mujeres que se
deleitaban con la práctica de la
flagelación en todas sus formas, como
acompañamiento o como aliciente para
llegar al paroxismo del amor; la
dominación física de una criatura del
sexo opuesto producía a algunas
personas una intensa excitación sensual.
La lujuriosa joven no tenía ninguna
duda de que su seductor también poseía
esa manía, y que lo que iba a infligirle
agregaría pasión a su goce mutuo.
La casa que estaban a punto de
visitar era, en realidad, un burdel, donde
se guardaban varas y látigos para
flagelar los traseros de los clientes o los
delicados encantos de las ninfas
venales, según deseos expresados y
pagados, mientras los más voluptuosos
entregaban grandes sumas a la celestina
para desflorar a vírgenes trémulas.
La casa de
flagelación
Julia estaba influida por varias
emociones cuando entró en la habitación
donde tendrían lugar las operaciones,
pero por su temperamento las
sensaciones lascivas que había
experimentado ya le inflamaban la
lujuria.
En la cámara de flagelación había
una cama grande con colchón de plumón.
De los postes y otros puntos salían
pesadas cuerdas de seda que se usaban
para atar las extremidades a la persona
que iba a ser flagelada, de manera que el
operador pudiese ver perfectamente el
efecto.
También había cojines de terciopelo
que podían colocarse entre los muslos
de la víctima, para que la fricción y el
suave contacto del terciopelo le
ayudaran a correrse mientras era
flagelada. La ardiente curiosidad y el
deseo de placeres amorosos casi
enloquecían a la damisela.
Por toda la habitación había
artilugios de flagelar de diversos tipos.
Uno estaba hecho de tal manera que
cuando ataban allí a alguien la espalda
quedaba en posición horizontal, y de la
parte inferior del aparato salía un
consolador suficientemente largo como
para llegar al coño y penetrarlo.
Otro artilugio era como un caballo
de balancín, sobre el que se estiraba la
mujer boca abajo abrazando con las
piernas los lados del aparato. Cada silla
tenía un diseño diferente y un uso
especial, pensado para una forma
especial de lujuria, fabricada para la
gratificación de un capricho especial.
El señor Spanker explicó el uso de
esos diversos objetos, y su joven amante
se fue excitando cada vez más hasta que
al fin estuvo dispuesta a hacer
«cualquier cosa». Su seductor le quitó el
sombrero y la chaqueta, y luego le
desabrochó los botones superiores del
vestido, sacándole las palpitantes tetas.
Jugó con ellas durante un rato,
sosteniéndolas y acariciándolas con sus
grandes manos. Incapaz de contenerse,
se inclinó y le chupó los suculentos
pezones. Esta acción, combinada con las
caricias, consiguió estimularlos a los
dos hasta un grado increíble, y sus ingles
empezaron a encenderse con el calor de
la excitación sexual. Al sentir que su
carne no soportaba ya las restricciones
de la ropa, procedió a sacarse una
prenda tras otra y pronto quedó ante el
señor Spanker en un estado de perfecta
desnudez. El vendedor de caballos
siguió su ejemplo y, metiéndole el brazo
desnudo entre los muslos y cogiéndola
por la parte inferior del cuerpo, la
levantó y la puso sobre la cama.
El señor Spanker estiró entonces a la
jadeante muchacha boca abajo, y le ató
las manos con cintas de terciopelo
sujetas a las cuerdas de seda que
colgaban de la cabecera de la cama
firmemente atadas a los dos postes.
Luego procedió del mismo modo con las
piernas, que ató a los pies de la cama.
¡Cielos! ¡Qué espectáculo se le
presentaba! La carne blanca y palpitante
de la muchacha se estremecía y todos
sus músculos estaban tensados hasta el
límite. Por debajo de los brazos
levantados se le veían los bonitos
pechos, y la separación de las piernas
permitía que se le viese perfectamente el
húmedo interior del coño con el clítoris
bastante duro y rojo.
También se le veía el maravilloso
ano anidado entre las redondas nalgas.
Después de manipularlo durante un rato,
él libidinoso libertino se agachó con
avidez y le lamió todo el blanco culo.
Apoyando la nariz en el surco, apoyó la
lengua en el orificio después de
ablandarlo con los dedos.
Abrió el apretado agujero y recorrió
el arrugado anillo con la lengua mientras
los espasmos de este nuevo tipo de
placer recorrían la ingle y los muslos de
Julia. El señor Spanker metió la lengua
despacio, empujando contra la estrecha
puerta trasera hasta que pudo entrar un
poco más en ese nuevo túnel de lujuria.
La recién descubierta forma de placer
hacía jadear a Julia, y esas muestras de
excitación animaban al seductor a hundir
cada vez más la lengua hasta que
finalmente la tuvo enterrada casi hasta
los dientes, agrandando de tal forma el
pasillo que ahora podría empezar a
follarla espléndidamente con la lengua.
Y eso hizo, moviéndola en el ojete hacia
adelante y hacia atrás, rápida y
excitantemente. Ella, con toda
naturalidad, empezó a levantar el trasero
y apretárselo contra la boca, buscando
la lengua, enterrándosela de tal manera
que sentía que se abría toda y que la
invasión de un espacio tan apretado
empezaba a producirle un leve dolor.
Cuando se dio cuenta de que ella
sentía ahora tanto dolor como placer, el
señor Spanker le metió un grueso dedo
hasta el fondo del ano, reemplazando
por un rato la lengua con esa
herramienta más dura y más intensa. Ella
retrocedió y trató de apartarse, pero él
siguió empujando, hundiendo el dedo
hasta que ella empezó a retorcerse,
incómoda. Sólo entonces quitó él
rápidamente el dedo del culo de Julia y
lo reemplazó otra vez con la textura
suave, acariciante y resbaladiza de la
lengua. Ella se relajó de nuevo,
aflojando el esfínter lo suficiente como
para recibir toda aquella lengua sin
molestias.
Después de que el voluptuoso
vendedor de caballos le hubo lamido y
mojado abundantemente el ojete con su
saliva, que la hacía gemir de placer,
metió las manos debajo de la hermosa
criatura. Palpó el jugoso coño con una
mano y se lo acarició con suavidad
mientras le frotaba los pezones con la
otra, hasta que ella llegó al borde del
orgasmo, y entonces detuvo todos sus
movimientos y miró con ojos golosos el
espasmo que recorría cada fibra de
aquella raja de coral.
El atormentador escogió entonces
una flexible vara de abedul y empezó a
azotarla con suavidad en las nalgas y en
el lado interior de los muslos,
aumentando poco a poco las fuerzas de
los golpes que caían uno tras otro en el
tembloroso trasero de la damisela, más
y más rápido, más y más fuertes, hasta
que toda la piel empezó a enrojecer.
Julia se estremecía con cada golpe, y
empezó a quejarse de que era mucho y
muy fuerte, pero el señor Spanker era
despiadado y siguió flagelándola
durante otro minuto. Entonces se detuvo
un momento, le metió un dedo en la
ardiente vulva y se la volvió a acariciar
con suavidad, mientras la azotaba con el
otro brazo tratando más de excitarla que
de hacerle daño.
Una sensación deliciosa y
desconocida se apoderó de Julia. Eso la
obligó a arquear la espalda y a levantar
las nalgas para ir en busca del látigo. El
atormentador estaba ahora frenético y
aumentó hasta tal punto la fuerza de los
golpes que la hizo gritar: —¡Ay! ¡Me
está cortando la piel!
Eso hizo que la opulenta propietaria
de la casa de flagelación irrumpiera en
la cámara. El señor Spanker le hizo
señas para que no hiciera notar su
presencia, y ella se quedó mirando con
ojos furiosos y nariz irritada la excitante
escena que allí se representaba, hasta
que se vio obligada a levantarse las
ropas y empezar a acariciarse el conejo.
Sentada cerca en una silla, separó
los amplios muslos y las anchas caderas
y mostró un coño peludo de labios
gruesos. Era tan rosado que casi parecía
rojo, y al separar los pliegues el señor
Spanker sintió el embriagador perfume
almizclado. La mujer se metió un dedo
en el coño y lo sacó para lamerlo y
probar el jugo de su propia lujuria.
Cuando volvió a poner la mano en el
coño, deslizó dos dedos entre los
gruesos labios y empujó metiéndolos
hasta el fondo del palpitante conejo. Con
la otra mano se frotaba furiosamente el
clítoris.
La celestina enloquecía de
voluptuosidad. Le temblaban las
rodillas, y los pechos, que estaban
descubiertos, subían y bajaban
violentamente. Meneando el cuerpo en
todas direcciones, separó más los
muslos y levantó el trasero, y
arrojándose sobre el aparato de flagelar
que tenía el consolador hizo que le
entrara todo en la vagina, y con la
energía de sus movimientos pronto se
corrió y lo llenó de jugos.
Mientras tanto, Julia gritaba:
—¡Ay! ¡Azótame con más fuerza!
¡Haz lo que quieras…, las sensaciones
me enloquecen! —Ya no sentía dolor,
sino el más embriagador de los
placeres, y enseguida sufrió la agonía de
un éxtasis final—: ¡Oh, cielos! Mi
culo…, mi coño…, me corro… ¡Voy a
correrme!
Con un aullido de placer, la
lujuriosa joven alcanzó un húmedo
orgasmo, abriendo y cerrando el
encantador agujero rosado con cada
movimiento de cadera y endureciendo
las nalgas con cada espasmo.
Mientras la carnosa celestina yacía
casi inconsciente, el señor Spanker
desatornilló el consolador del aparato y,
oliendo cómo estaba a causa de los
líquidos que acababan de bañarlo, lo
metió con suavidad en el ojete de Julia
moviendo rápidamente el miembro
artificial hacia adelante y hacia atrás,
metiéndolo y sacándolo del arrugado
agujero marrón.
El cuerpo de la encantadora
muchacha se puso rígido, tan
maravilloso era el efecto que ese
artefacto producía sobre su naturaleza
erótica. El amante le sacó esa magnífica
polla artificial del ojete y se la metió en
el dulce coño, y la muchacha empezó a
mover el cuerpo hacia arriba y hacia
abajo, frotándolo involuntariamente
contra el aparato.
La dama de la casa de flagelación
suplicaba ahora al señor Spanker que la
azotase. Se había desnudado y estaba
acostada boca abajo sobre un lecho
construido de tal manera que el
terciopelo se ajustaba a cada curva de
su cuerpo. El libertino fue hasta la parte
superior del lecho, se inclinó un poco
hacia adelante y empezó a flagelarla con
profunda violencia sensual.
Esto la excitó enseguida, y estiró la
mano cogiéndole el pene, que estaba a
punto de estallar. Poniéndoselo entre los
labios, lo chupó lujuriosamente
contrayendo los músculos de la boca
alrededor del palpitante miembro, que
avanzaba y retrocedía mientras ella lo
mamaba hasta provocarle un orgasmo
que le estremeció todo el cuerpo. La
copiosa eyaculación del señor Spanker
le provocó una intensa agonía de placer.
La lasciva celestina, con gotas de
semen todavía en los labios, miró
suplicante a su atormentador, y él se
inclinó y la besó con fervor, recibiendo
en la boca parte del rocío que él había
depositado en la de ella.
El señor Spanker le acarició
entonces los firmes muslos y el rizado
monte de Venus y le frotó el suave y
mojado pimpollo rojo. Masajeándole el
lascivo conejo con la palma de la mano,
la llevó rápidamente al orgasmo. Con
una espasmódica contracción de nalgas,
la mujer lanzó un espeso chorro de
líquido perlino sobre la mano del
caballero y se quedó allí unos minutos
inundada de felicidad.
Cuando eso hubo terminado,
descubrieron que Julia los miraba
atentamente.
—¡Oh! —dijo ella—. Ven a mí otra
vez. No me dejes.
—Ahora recibirás el placer de una
mujer, querida —dijo su amante—. Aquí
nuestra amiga te iniciará.
La celestina se levantó de su lecho y
fue a liberar a Julia de las ataduras. La
acostó boca arriba y ella se tendió a su
lado, mirando hacia abajo, y empezó a
besarle el coño y a estimulárselo con la
lengua, como lo hacía el señor Spanker
pero con algo más de suavidad.
Después pasó una pierna por encima
de la cabeza de Julia y se quedó allí a
horcajadas, apoyándole el coño contra
la cara. Entonces enterró la cabeza entre
los muslos de la joven y la chupó
ardientemente, moviendo su propio coño
sobre la boca de la muchacha de manera
tal que ella pudiese retribuirle el placer.
—Querida —dijo el señor Spanker
—, ése es el sabor que tiene el conejo
de otra mujer. Ábrele bien el coño
peludo y lámeselo como a ti te gusta que
te lo laman, en los mismos lugares, y las
dos tendréis un orgasmo.
La boca de Julia buscó primero el
gordo e hinchado clítoris de la celestina,
y disfrutó de la extraña sensación de
recorrer aquel dulce pimpollo hasta que
el coño empezó a apretarle la boca
furiosamente.
Al mismo tiempo, Julia sentía que su
conejo era deliciosamente chupado, y
por alguien que tenía mucha más
experiencia que ella en el arte de amar a
las mujeres. La celestina usaba los
dedos para penetrar tanto el coño como
el ojete de Julia, tan excitada ahora, que
jadeaba y gemía, enviando con la boca
intensas vibraciones al fogoso coño de
la celestina.
La propietaria de la casa de
fornicación y flagelación empezó a
descontrolarse al sentir la lengua de la
joven y oír aquellos gemidos. Abrió el
conejo de Julia con manos fuertes y
literalmente hundió la cara en la ardiente
raja. La chupaba como si fuera un
delicioso fruto tropical, con la nariz y la
boca pegadas al agujero. Las dos
mujeres se estimularon con tanta soltura
y desinhibición que sus coños
alcanzaron la cima del deseo al mismo
tiempo, estallando con chorros de
líquido tan caliente que las lenguas
parecían llamas lamiendo un incendio.
Las caderas se movieron
espasmódicamente, los coños se
apretaron, los ojetes se cerraron
mientras los úteros se contraían con
explosivo deleite y las dos mujeres
jadeaban de placer.
Al final, cada una apoyó la exhausta
boca en los muslos de la otra. Pero
cuando volvieron a ser conscientes del
sitio donde estaban, se dieron cuenta de
que habría que apagarle el fuego al
señor Spanker. La polla del vendedor de
caballos era tan grande y le sobresalía
tanto, que se podría haber usado
perfectamente para colgar algo.
—Tengo que hundirme en un coño
mientras siento el látigo en el culo —
dijo, jugueteando con la pétrea verga—.
Ay, veros a las dos con la boca en el
coño de la otra me resulta insoportable
si no hago en seguida algo con mi
herramienta. Descansemos primero un
momento, mientras yo miro cómo os
laváis mutuamente los coños. Entonces
decidiré de quién es mi polla y de quién
mis nalgas.
La celestina fue a buscar la
palangana y lavó con cuidado el dulce
conejo que tan deliciosamente había
amado. Se echó boca arriba en la cama e
invitó a Julia a que le lavase el coño y
el culo. Sabía que eso excitaría aún más
al señor Spanker, que no tardó en tomar
la decisión.
Con la dura polla todavía en la
mano, se acercó a la cama.
—Tengo que follar este coño grande
y peludo ahora mismo —dijo—. Y a ti,
Julia, amor mío, te toca hacer lo que
quieras con mis nalgas. Flagélame,
cariño, mientras aporreo con mi carne
esta encantadora gruta que tan
íntimamente has disfrutado.
La enorme polla estallaba de lujuria
mientras él calculaba cuál sería la mejor
posición para meterla dentro de aquel
coño suculento y generoso.
Colocó a la dueña de casa en un
sillón y la echó hacia atrás, dejándola a
la altura de sus rodillas; el sillón era
suficientemente alto como para poner el
conejo a la altura de su rampante ariete,
que ahora se había estirado al máximo.
Las piernas de la mujer estaban en alto,
con los pies en el aire.
En esa posición fue follada la
opulenta dueña de la casa, hasta que
ambos se corrieron en el más
extraordinario éxtasis; mientras Julia
flagelaba sin parar las nalgas del señor
Spanker, un río de semen hirviente
inundó el útero de la celestina. Una
hermosa criada que había entrado
durante el acto se vio rápidamente
dominada por la pasión.
En seguida se montó una orgía. La
criada se quitó la ropa y se acostó boca
abajo en un sillón, y el señor Spanker la
folló por el culo mientras Julia chupaba
con frenesí el relajado conejo de la
lujuriosa celestina. Luego, abrazando a
la voluptuosa mujer, Julia se frotó el
excitado pimpollo y el coño contra las
mismas partes de ella. Eso les produjo
tal espasmo de placer, que con el
orgasmo no sólo se mojaron las grutas,
los montes de Venus y los vientres, sino
los muslos, los ojetes y las nalgas, hasta
caer al suelo completamente agotadas.
Después se sentaron todos juntos y
brindaron con champán.
Un poco más tarde, el vendedor de
caballos y su joven amante salieron de
la casa de flagelación. Pero acordaron
una cita para el lunes siguiente, cuando
esperaban en la casa a varias muchachas
de dieciocho y diecinueve años, que
nunca habían sido folladas ni
acariciadas y que habían sido llevadas
de otro país por un acaudalado noble,
para ver cómo las desfloraban y les
hacían todas las impudicias y
obscenidades que su desbocada lujuria
era capaz de imaginar.
La señora Minette
El lunes, como estaba acordado, el
señor Spanker y Julia volvieron a visitar
la casa de flagelación. Encontraron a la
opulenta dueña, la señora Minette,
sentada en la habitación que ya hemos
descrito, con una suelta bata de seda
forrada de plumón de cisne. Los saludó
con afecto y estrujó cariñosamente a
Julia, lo que la hizo temblar de deseo.
—Necesitaré vuestra ayuda y la de
mis dos criadas —dijo la lasciva
celestina—, porque tendré a varias
jóvenes y a un muchacho de diecinueve
años, y quizá no haya más remedio que
usar la fuerza para frotarlos como
corresponde y hacerlos llegar al
orgasmo.
El vendedor de caballos y su joven
amante estaban más que dispuestos a
prestar su ayuda.
—En cuanto al caballero que ha
hecho lo necesario para enviar aquí a
esos jóvenes —resumió la dueña de
casa—, estará en la habitación de al
lado y lo mirará todo por un agujero en
el tabique, mientras una de mis socias,
arrodillada delante de él, le chupa la
polla.
Julia no sabía que el caballero era
en realidad sir Clifford, el libidinoso
baronet. Y nadie sabía que sir Clifford
chuparía, follaría y recibiría lo mismo
de parte de la socia de la señora
Minette, mientras él veía como las
vírgenes eran desvirgadas.
Poco después entraron las criadas,
vestidas con batas y con los pechos al
aire, llevando a una encantadora joven
de unos diecinueve años con cuerpo de
ninfa, casi de niño, caderas estrechas y
pechos pequeños. Aumentaba su
atractivo el aire de timidez y de
modestia. La señora Minette la rodeó en
seguida con el brazo.
Le dijo que ya vería que su
«escuela» estaba pensada para hacerla
feliz, que no debía tener miedo, que todo
lo que iba a ocurrir sólo aumentaría su
dicha. La joven respondió que le
asustaba mucho la idea de estar en un
internado, pero que no dudaba de que
todo saldría bien.
La señora Minette le dio una copa de
vino y un poco de tarta y siguió
hablando con ella, acariciándola de vez
en cuando. Empezó pasándole con
suavidad una mano por la mejilla;
después fueron los pechos pequeños y
turgentes. Cuando terminó de tomar el
vino, la joven se ruborizó. Parecía
incómoda, como si por dentro tuviese
alguna extraña sensación. Al ver eso, la
dueña de la casa le rodeó con fuerza la
pequeña y elegante cintura y aumentó las
caricias.
La señora Minette apretó entonces
de manera un poco más evidente los
pequeños, redondos y deliciosos
pechos. La atractiva muchacha, algo
asustada, mostraba cierta resistencia, y
entonces, Julia, que había estado
mirando fascinada, se acercó por el otro
lado y empezó también a acariciarla.
Por fin lograron desabrocharle el
vestido y sacarle las pequeñas tetas, y
cada una de ellas se puso a chuparle un
rosado pezón. La joven empezó a
forcejear y a gritar. El señor Spanker,
enardecido por una extraña sensación de
lascivia, se plantó delante de ella y le
levantó las cortas enaguas.
Una virginal timidez se apoderó de
la joven. Con la cara y el cuello
encendidos por la vergüenza, gritaba
con toda su voz y se defendía con todas
sus energías. Eso no hizo más que
excitar al vendedor de caballos, que le
separó las piernas a la fuerza y le rasgó
las bragas, dejando a la vista un
maravilloso coñito rosado totalmente
cubierto por un suave vello castaño
claro.
Después de introducirle dos dedos
en el otro orificio, el pardo y pequeño,
el libertino se agachó, le agarró los
muslos y le besó todo el suave vientre y
el pequeño monte de Venus. Entonces
apretó los labios contra la hendidura
bermeja y empezó a chuparla, metiendo
la lengua hasta donde podía mientras las
otras dos atormentadoras la sostenían
para facilitar sus operaciones.
Exhausta de miedo y de extrañas
sensaciones, la dulce niña se desmayó, y
la llevaron a la cama y la desnudaron
del todo. Luego cogieron gruesas
cuerdas de seda, le levantaron las
rodillas y se las ataron debajo de los
pechos, de manera que su trasero quedó
bien elevado cuando la pusieron boca
abajo en la cama.
La dueña de la casa le frotó entonces
la carne de las encantadoras nalgas, se
las separó y buscó los labios rosados
del diminuto y apretado conejo. Aquel
último reducto era tan suave como las
nalgas. La señora Minette tocó los
labios en flor de aquel simpático coño,
abrumada por tan deliciosa imagen.
Desde donde ella estaba, los labios
sobresalían de manera espectacular.
Entonces la celestina se inclinó y se
puso a chupar con fruición aquella
perfumada y estrecha raja virgen.
Deslizó con suavidad la experta lengua
por el intacto clítoris y por el
inmaculado conejo. Chupó con dulzura
deseando sólo darle placer y alegría.
Chupó el coño hasta que empezó a latir
y a hincharse de excitación, haciendo
que su propio conejo se hinchase de
deseo; sosteniéndola por los hombros, le
pidió a Julia que la flagelase. Era algo
que la muchacha estaba deseando con
desesperación, y en seguida obedeció
tan agradable orden, animada por una
extraña y deliciosa sensación de lujuria.
Después de descargar uno o dos
punzantes golpes, la víctima recuperó el
conocimiento y empezó a gritar de
miedo y de dolor.
—Pégale con más fuerza —dijo la
dueña de la casa.
Julia, ahora histérica, no necesitaba
ningún incentivo, y azotó el suave
trasero como una posesa.
—¡Ay! ¡Me estás matando! —gritó la
virgen—. ¡Ay! ¡Mi culo!
Como una auténtica sacerdotisa de
Venus, la señora Minette abrió con
avidez los abultados labios del coño de
la ninfa y le puso un dedo en el pequeño
botón que tenía entre los labios de
terciopelo. A medida que los
movimientos de su mano se aceleraban,
el perfumado aliento de la dulce criatura
también se aceleraba, y sus muslos
temblaban, y su flagelado trasero subía y
bajaba como enseña la naturaleza.
Los gritos eran cada vez más
débiles. Trataba de liberarse de la
posición en la que la tenían, y por los
movimientos convulsos que hacía era
evidente que estaba a punto de tener el
primer orgasmo de su vida. Con un
movimiento final de caderas, hizo
rechinar los dientes de nácar y el dedo
de la dueña quedó mojado de rocío,
producto del éxtasis virginal de la niña.
—Te haremos sentir mucho más que
esto —dijo la señora Minette.
Por señas le pidió a Julia que dejase
de azotar a la chica, orden que Julia
obedeció con evidente desgana, y la
libidinosa mujer cogió un pequeño
consolador. Metiendo primero un dedo
en la raja, que latía bajo las nalgas
escarlata, empezó a acariciar de nuevo
el delicioso clítoris y el virgen agujero
del culo.
Retiró entonces el dedo y metió con
suavidad la cabeza del consolador en la
vulva carmesí; los labios del coño de la
joven envolvieron seductoramente el
aparato. La señora Minette empezó a
moverlo hacia adelante y hacia atrás,
hasta que el calor de la excitación
provocó en aquel conejo otro gozoso
orgasmo. En ese momento, con un brutal
empujón, la señora Minette le metió la
polla artificial hasta el fondo,
rompiendo el himen y provocándole un
delicioso dolor, en el mismo instante en
que los jugos perlinos empezaban a salir
del ahora adulto coño.
La niña gritaba y luchaba
desoladamente, con lo que sólo
conseguía excitar más a sus
atormentadores, y el señor Spanker
cogió a Julia y la folló salvajemente,
perforándole al mismo tiempo con un
dedo el arrugado agujero marrón,
mientras su joven amante, ahora una
fogosa puta, le apretaba las pelotas con
sus delicados dedos.
Mientras tanto, la opulenta dueña de
la casa metía el consolador hacia todos
lados dentro del delicioso conejo que
acababa de violar, para abrirlo del todo,
pero antes de terminar sus operaciones
no pudo contener un orgasmo y cayó en
la cama al lado de su víctima,
mojándose abundantemente.
Al ver eso, las dos criadas
acudieron a aliviarla. Como la señora
Minette tenía pechos abultados y duros
con largos pezones y un ojete magnífico,
una criada le chupaba un poco los
pezones y otro poco el ano, mientras la
otra le sacaba de la vagina hasta la
última gota de licor que su amorosa
lengua podía producir, enloqueciendo
así de lascivia a su voluptuosa ama.
Llevaron entonces a la joven recién
desflorada a otra habitación y la
acostaron en una cama, donde la
cuidaron con esmero para que pudiera
recuperarse y participar en los más
desmedidos excesos de lujuria. Después
de un breve descanso hicieron pasar a
otras tres vírgenes de exquisita belleza.
Eran un poco mayores que la última y
por ese motivo les excitaron aún más la
sensualidad, hasta iniciarlas en placeres
que les arrancarían ferozmente la
virginidad.
Como se había acordado, dos
vírgenes fueron conducidas por las
criadas y la tercera por Julia y el señor
Spanker hasta unas sillas, donde al
sentarse entró en acción un ingenioso
mecanismo que sostuvo con firmeza las
manos y los pies de la ocupante.
El miedo paralizó a las hermosas
ninfas; estaban impresionadas por su
propia desnudez y por la amenaza de la
enhiesta polla del señor Spanker.
Excitados ante la idea de que los
estuviesen mirando esas encantadoras
muchachas, tan inocentes, los viciosos
atormentadores empezaron a poner en
práctica todas las perversiones
imaginables.
Era evidente que cuando el
experimentado grupo hubiese terminado
su tarea, esas vírgenes se habrían
iniciado en muchas variedades sexuales.
Julia se arrodilló delante del señor
Spanker y le chupó la rampante polla
mientras el vendedor de caballos
mamaba a una de las criadas, que se
había agachado sobre su cara y le
apretaba el coño contra los labios,
mientras la señora Minette, con un dedo
en el conejo y otro en el ojete de la
muchacha, acariciaba ambos orificios al
tiempo que recibía el mismo tratamiento
por parte de la otra criada.
Esos lascivos atormentadores
empezaron pronto a revolcarse por el
suelo en un confuso montón, ondulando
en frenéticos abrazos voluptuosos, y al
llegar el tembloroso orgasmo, torrentes
de semen hirviente y jugos de coño
fogoso corrieron por las caras y los
cuerpos de una y otro, mientras se
relajaban, satisfechos.
Dos de las asustadas vírgenes
protestaban en voz alta; pero como no
podían moverse, aquellos impúdicos
disfrutaban enormemente tocándoles las
partes pudendas, gozando de la
impotencia de las atractivas ninfas, que
tenían totalmente en sus manos. La
energía que circulaba por la habitación
salía de la lujuria erótica que generaban
tanto los coños como las pollas. Los
deseos eran incontenibles, los jadeantes
pechos estaban cubiertos de húmedos y
suculentos besos, y más de una de las
indefensas ninfas sintió que unos ávidos
dedos se equivocaban de camino y les
rozaban el himen.
—Desde ahora no quiero
ceremonias ni frenos —dijo la celestina
—. Estamos en mi casa. Aquí podemos
hacer todo lo que el amor o la lujuria
nos dictan.
La tercera muchacha estaba
ruborizada, y al examinarle la preciosa y
hasta entonces intacta vulva, Julia la
encontró mojada y palpitante, y al meter
un dedo en la deliciosa vagina virgen,
descubrió que entraba con facilidad.
Evidentemente, la muchacha era de
temperamento muy fogoso, pues a pesar
del terror y de la vergüenza hizo rotar
las caderas alrededor del dedo
explorador de su seductora.
Encantada con la respuesta de la
joven, Julia metió un poco más el dedo,
y luego probó con dos, hundiéndolos
hasta el fondo del útero. Furiosamente,
se puso a follar con el dedo aquel coño
abierto, metiendo un dedo más y
ensanchando la carne virgen hasta el
límite. El propio coño de Julia ardía
ahora de excitación, y empezó a
masajearse el hinchado pimpollo
mientras sus dedos entraban y salían
chapoteando del jugoso coño virgen. Al
sentir que estaba a punto de correrse, se
frotó su propio clítoris con furia y
desenfreno y pegó la boca al ardiente y
rosado pimpollo sin dejar de mover los
dedos dentro del mojado coño que tan
deliciosamente aceptaba sus caricias.
Julia, encendida ahora de pasión,
empujaba cada vez más con los dedos,
hasta que finalmente el delgado himen
cedió, rociándole la mano con sangre
virgen mezclada con lubricante de coño.
La joven se alarmó un poco ante esa
inesperada y repentina desfloración;
gritó con un dolor tan deleitoso que Julia
se corrió. Pero siguió chupando con
fuerza el clítoris que tenía en la boca, y
el cuerpo de su víctima pronto se
estremeció, sacudido por el indecible
placer del primer orgasmo. Julia lamió
el coño hasta haber bebido toda la
sangre virgen y todos los jugos sexuales.
Despacio, sacó los dedos del conejo y
los metió en la boca de la jadeante
joven.
—Prueba tu propio néctar, y los
jugos de tu propia desfloración. —Los
ojos de Julia brillaban de desenfrenada
lujuria—. Quizá aprendas pronto a
lamer tú misma un coño, y a descubrir el
placer que yo misma he tenido al
quitarte la flor. Tu himen ya no es un
estorbo.
Dicho eso, acercó los labios
perfumados de coño a los de la víctima
y le metió la lengua en la boca, y la besó
hasta que la pasión volvió a alcanzar
otra cima. Supo entonces que tenía que
recibir el mismo tipo de atención en su
hirviente conejo.
Julia se unió a los voluptuosos
torturadores, que, provistos de tijeras,
cortaron la ropa de las otras cautivas
hasta la última partícula; luego soltaron
a dos sólo para atarlas a aparatos de
flagelación de tal manera que sus
vientres y montes de Venus quedaron en
estrecho contacto, y los pechos de una
apretados contra los de la otra. A la
tercera, que había sido desflorada por
Julia, se le permitió mirar el proceso.
Una de las criadas recibió la orden de
lavarle delicadamente el desflorado
conejo, para estimularle el deseo sexual
mientras miraba lo que les iban a hacer
a sus amigas. Ningún himen quedaría
intacto después del desenfrenado
desmadre carnal que se produjo a
continuación.
Primero la señora Minette se acercó
a las dos muchachas, les examinó los
coños y se los tocó un poco.
—Sí, estos dos están casi listos para
experimentar lo que ni siquiera han
soñado —dijo, apoyando una mano en
cada conejo—. Asegurémonos de que
estén bien lubricados y jugosos antes de
empezar. Como celestina de esta
maravillosa casa, me tocará en este caso
hacer los honores.
Dicho eso, inclinó la cabeza hacia
los coños vírgenes, fácilmente
accesibles por su proximidad y por la
postura en que estaban atadas las
muchachas, y probó con delicadeza la
rosada carne joven de los conejos,
lamiendo alternativamente uno y otro.
Pasó la lengua arriba y abajo, siguiendo
los tiernos labios, metiendo la punta en
el agujero del coño de vez en cuando,
fascinándose con las diferencias que
mostraban. Una muchacha, pequeña y de
caderas estrechas, con cuerpo infantil,
tenía un coño asombrosamente gordo e
hinchado, con pliegues y pliegues
protegiendo la puerta de la estrecha
abertura. La abertura, ahora mojada y
tersa, parecía muy accesible, un blanco
fácil para la desfloración. La otra
muchacha, también delgada y de aspecto
infantil para su edad, tenía un conejo
pequeño, con muy poco vello. Los
labios eran tan delgados que casi no se
veían. La vulva de color rosa oscuro
llevaba a una pequeña —digamos
minúscula— abertura. La señora Minette
prestó una atención especial a las partes
pudendas de esta muchacha, segura de
que ese coño sería el más difícil de
desflorar.
La hábil lengua hurgó en el ancho,
gordo y abultado conejo, y se deslizó
con facilidad por la abertura. Luego se
zambulló en el coño pequeño y lo lamió
ferozmente, chupando y mamando el
diminuto pero creciente pimpollo y
hundiendo la lengua en el pequeño
agujero con delicioso frenesí. Las dos
vírgenes se sentían excitadas por
sensaciones que no comprendían. Las
caderas se les movían siguiendo el ritmo
de la lengua y los dedos de la celestina,
que follaba con los dedos el conejo
gordo mientras acariciaba el otro con la
boca, y luego lamía el coño gordo
mientras metía el dedo en el apretado
agujero.
El coño de la propia señora Minette
ardía de pasión mientras chupaba y
penetraba deleitosamente con los dedos
a las dos muchachas, y llamó por señas
con la mano libre a la criada que no
estaba ocupada en ese momento y le
indicó que era hora de traer una
selección de consoladores.
—Ay, tiene un agujero tan estrecho
—dijo la dueña de la casa, encantada
con el coño más pequeño— que me
aprieta deliciosamente el dedo. Ojalá yo
fuera un hombre con una polla enorme,
para poder abrirle y desgarrarle
rápidamente el himen. Necesito sentir
algo dentro para poder seguir.
Dicho eso, pidió al señor Spanker
que se acercara por detrás y le metiera
la dura y ardiente polla en el ardiente y
mojado agujero.
El vendedor de caballos la
complació inmediatamente, y la señora
Minette empezó en seguida a gemir,
pidiéndole que la follara rápido y con
fuerza mientras ella realizaba los
gozosos actos sexuales con las vírgenes.
El señor Spanker le clavó tanto la verga
que ella creyó que le iba a salir por la
garganta, y la tenía tan metida que no
podía moverse hacia adelante y hacia
atrás. Por su propia iniciativa, el
hombre le metió la mano por delante y le
tocó el pimpollo del amor; ella le
respondió en unos instantes inundándole
la polla entre gruñidos animales. Su
ronco sonsonete —«oh, ah, ah…»—
vibró en los cuerpos de las vírgenes,
que estaban asustadas por lo que ocurría
pero deliraban de placer.
—¡Ay, me corro! —chilló la señora
Minette; el avanzado estado de
excitación la llevaba a follar con pasión
el apretado agujero de un coño mientras
chupaba con frenesí el clítoris del otro.
En el momento en que ella iba a
correrse, el señor Spanker sacó la
herramienta y le disparó su semen en el
trasero; luego le completó la tarea
frotándola por delante con la palma de
¡la mano.
La señora Minette le dio las gracias
y lo despidió en seguida, para poder
seguir con lo que estaba haciendo —
llevar a las vírgenes al borde del
orgasmo—, y asegurarse de que durante
las actividades posteriores los dos
coños vírgenes estuvieran tan locos de
pasión que no pudiese haber ninguna
protesta.
En sus ojos no se veía más que
lujuria, y sin duda estaba encantada con
toda la carne de conejo que tenía a su
disposición. Sacó el dedo del agujero
del coño más pequeño y se concentró en
el otro, lamiendo los labios gordos y
abultados y volviendo a hurgar con la
lengua en la jugosa abertura de la
muchacha. Cuando logró llevarla a un
alto grado de pasión, apartó la boca y
pasó a la otra virgen.
—Espérame, querida mía, que ya
vuelvo —dijo.
Pasó de nuevo al coño más apretado,
que empezaba a perder el resistente
precinto que lo cerraba.
—Sería un privilegio desgarrar este
coño con una polla grande y dura —le
dijo a la muchacha—. Una polla grande
y dura lo derretiría de placer.
En el momento en que ella decía
esas palabras, sir Clifford, en su
escondite, sin saberlo ninguno de los
que estaban en la habitación, metía su
imponente polla en la boca de la
«socia» encargada de entretenerlo
mientras miraba aquellas frenéticas
desfloraciones. Le apretaba la cabeza
con tanta fuerza que la mujer estaba a
punto de ahogarse, pero su pasión
hervía, y en lo único que podía pensar
era en sacarla del cuerpo y derramarla
en el orificio que tan expertamente lo
chupaba mientras él miraba aquella
impúdica escena. Cuando se produjo la
eyaculación, arqueó la espalda y lo
derramó todo en la boca de la mujer.
Ella le apretaba las nalgas, clavándole
las uñas; cuando empezó a salir el
semen, sir Clifford le ordenó que le
metiese un dedo en el seco ojete. El
dolor agudo acompañado por el intenso
placer casi le hizo desmayarse. Pero la
sumisa puta siguió mamándolo hasta
dejarlo flojo, débil y exhausto.
La señora Minette tenía en cuenta
que estaban actuando para un buen
cliente, e imaginaba que ya habría tenido
varios orgasmos mientras observaba
aquellas actividades. Siguió acariciando
a la virgen más estrecha y entonces se
levantó un poco para ver bien el estado
de cada coño. El gordo estaba tan
mojado que goteaba por el muslo; el
apretado también estaba muy caliente, y
la señora Minette sabía que su trabajo
había servido para agrandar el apretado
agujero y hacerlo más accesible.
Desde su ventajosa posición veía el
coño y el culo de las dos vírgenes, y
vigilaba la colección de consoladores
que descansaban en una bandeja que
acababa de traer la criada. Todos, en la
habitación, trataban de adivinar las
futuras decisiones de la dueña de la
casa, esperando ser incluidos. La criada
que había estado lavando y masajeando
el último coño desflorado recibió la
orden de quedarse a un lado, junto a la
otra criada. Los demás fueron invitados
a acercarse.
—Julia, escoge un instrumento para
este coño carnoso —dijo la señora
Minette— y méteselo por la mojada
abertura.
Para esa muchacha, Julia eligió un
consolador de cuero de unos dieciocho
centímetros de largo y muy grueso.
Separó los labios del conejo y empezó
despacio a meterle la cabeza en el
agujero. La muchacha se retorció y gritó,
pues la pasión se había transformado en
dolor. La otra muchacha, a la que
todavía no habían tocado, empezó a
gritar, asustada.
—¡Por favor, no me hagáis eso! —
suplicó—. ¡Dios mío, se está muriendo
de dolor!
—Estimulala, pero no la desflores
—insistió la celestina—. Eso ya vendrá.
Ahora voy a elegir la herramienta
adecuada para este delicioso agujerito.
Dicho eso, escogió un consolador
pequeño, de los que se usan en el ano,
para aclimatar el encantador conejo a la
dureza del objeto. Apoyó la pequeña
cabeza en el pequeño agujero y empujó
despacio, sin escuchar las súplicas de la
muchacha. Al mismo tiempo frotaba el
pequeño pimpollo del clítoris, aflojando
la tensión y creando otra vez una
sensación placentera. Le pidió a Julia
que hiciese lo mismo con la virgen del
coño gordo. El señor Spanker, con la
polla otra vez dura, miraba sin decir
nada, esperando instrucciones.
—Ahora vamos a meter estos
consoladores sólo lo necesario para que
los sientan, no para desgarrarlas —dijo
la señora Minette.
Cuando los lubricados instrumentos
estuvieron bien colocados, después de
meterse entre los labios de terciopelo
hasta la puerta de cada capilla, la señora
Minette escogió unas pequeñas ramas de
abedul y las distribuyó entre los
invitados y las criadas.
—Os vais a turnar, y al principio
tocaréis apenas la piel; después las
flagelaremos de esa manera eficaz que
todos conocemos y que produce el más
intenso placer.
Todos se turnaron, probando en un
culo y luego en el otro, dejando que las
ramas de abedul besasen los
temblorosos traseros; eso llevaba a las
muchachas a frotarse una contra la otra,
tratando de evitar los golpes, y los
movimientos hacían que los
consoladores se enterrasen cada vez más
en los coños.
—Ahora, todos juntos, vamos a
flagelarlas cuanto nos dé la gana; no hay
que hacerlas sangrar, pero vamos a
dejarlas bien rojas y obligarlas a que
nos pidan clemencia… o algo más. |
Dicho eso, los participantes
eligieron a su víctima y atacaron los
culos desnudos hasta que las muchachas
gritaron de angustia y dolor, y suplicaron
que no las castigaran más; mientras
tanto, la fricción de teta contra teta, de
vientre contra vientre, y el efecto de los
consoladores enterrándose cada vez más
en sus coños estimulaban su energía y su
deseo sexual hasta límites de los que ni
siquiera eran conscientes.
La severidad de los golpes las
excitó más todavía, hasta que se
pusieron a gritar muy fuerte. La señora
Minette pidió a todo el mundo que
interrumpiera su tarea un momento.
—Vamos a ver el efecto de nuestra
obra —dijo—. Comprobemos el estado
de estos coños como consecuencia de la
flagelación y el roce entre ellas y el
movimiento de los consoladores.
Cuando cesaron los latigazos, las
muchachas siguieron frotándose una
contra la otra, clavándose cada vez más
los consoladores en d coño, sin darse
cuenta. El grupo miró asombrado como
los traseros rosados, casi carmesíes,
giraban y se rozaban. La señora Minette
metió una mano entre los inquietos
muslos y sintió la lubricación del amor
que corría entre las dos muchachas;
todavía no se habían corrido, pero sus
cuerpos habían soltado el potente rocío
que cae antes de estallar el volcán. Les
acarició los muslos y les estimuló los
labios del conejo hasta que las dos
muchachas empezaron a besarse y a
lamerse, apretándose una contra la otra
en un esfuerzo quizá desesperado por
generar su propia explosión. Miró con
atención, como todos los demás, los
temblorosos músculos de los coños de
las muchachas; la conclusión fue que
esas muchachas estaban experimentando
un intenso placer erótico, y que era hora
de que entrasen en el mundo de quienes
ya no soportan la carga de la virginidad.
Con Julia a un lado y el señor
Spanker al otro, empezaron a flagelar a
las muchachas, despacio al principio y
después con fuerza, mientras la señora
Minette colaboraba ayudando a meter en
su sitio las pollas de imitación. Un
momento más tarde ya no tuvieron dudas
de que esas muchachas estaban
experimentando una extraña sensación;
trataban de detener el roce de sus
cuerpos, pues eso les clavaba cada vez
más los consoladores, pero no podían
controlar los movimientos involuntarios
cuando recibían los azotes en las nalgas.
La señora Minette escogió en seguida un
consolador más grande, de unos quince
centímetros de largo y mucho más
grueso que el anterior, y tras sacar el
pequeño consolador anal del coño más
estrecho, metió hasta donde pudo el
nuevo consolador por el mismo apretado
agujero. Los atormentadores recibieron
entonces la orden de coger el látigo y
flagelar a las muchachas sin piedad. Los
gritos llenaron la habitación. Al mismo
tiempo, sus movimientos —y el dedo de
la señora Minette— clavaban los
consoladores lo más adentro posible; la
falsa polla de mayor tamaño estaba casi
enterrada del todo en la vagina más
grande y más elástica. Y al descargar
Julia un latigazo especial en el trasero
carmesí, el consolador consiguió por fin
desgarrar el himen; saltaron unas gotas
de sangre virgen y el aparato se enterró
hasta el fondo de aquella capilla
interior. La muchacha chilló al notar esa
extraña sensación, pero al darse cuenta
de que su coño estaba ahora ocupado
por esa vara antes tan temida,
comprendió lo deliciosa que puede
llegar a ser una herramienta como ésa.
Apretó el conejo todo lo posible contra
el aparato, y su estado de ánimo pasó
del miedo a la gozosa lujuria.
Su compañera no estaba nada
cómoda. El consolador grande que había
reemplazado al pequeño y agradable
había entrado sólo a medias, y su
resistente himen aún no había cedido del
todo; ese estado intermedio, entre virgen
y no virgen, le producía un considerable
dolor, y sumado a los latigazos en el
trasero, era un tormento difícil de
soportar. Cuando estaba a punto de
desmayarse, la señora Minette detuvo a
la jauría. A la muchacha desflorada, que
seguía apretándose contra el consolador,
le quitaron las ataduras y la entregaron a
Julia y al señor Spanker, que en seguida
la acostaron en una cama y empezaron a
hacer con ella cosas deliciosas. Julia se
arrodilló delante de ella y la chupó con
gran placer, antes de acercar su propio
coño a los labios de la muchacha y
enseñarle con gran entusiasmo a lamerle
y mamarle el excitado conejo. El señor
Spanker, agradecido de que Julia
hubiese apartado la boca de aquel coño
ex virgen, se puso en seguida a
golpearle la puerta con una polla dura
como una piedra. Entró sin ninguna
dificultad, deslizándose dentro de la
muchacha hasta las pelotas, pues sin el
precinto de seguridad del himen el
jugoso coño era ancho y provocativo, y
sus pensamientos estaban llenos de
lujuria insatisfecha. Todavía no se había
corrido, y fue la inmensa polla del señor
Spanker, sumada al excitante sabor del
coño de Julia, lo que la llevó al borde
del orgasmo.
Pero faltaba penetrar un coño
estrecho y difícil, y la señora Minette
quería tener el placer de destruir el
molesto himen. Eligió de la bandeja un
consolador doble de unos ocho
centímetros de largo y bastante delgado.
Se agachó para meter uno de los lados
en su propio coño y cogiendo un
cinturón especial, introdujo la otra punta
por un orificio que había en el cuero y
se lo ató a la cintura. Quitaron las
ataduras a la muchacha y la acostaron
boca arriba en la mesa. La señora
Minette la montó poniéndole el
consolador en la puerta del coño,
mientras le rozaba las tetas con las
suyas. Comenzó a besar ardientemente a
la joven metiendo la lengua en la boca
de la muchacha para volver a
despertarle la pasión. Luego le chupó y
lamió y acarició las tetas, y cuando la
muchacha empezó a responder y a
apretarse contra su cuerpo, la señora
Minette, con un vigoroso movimiento de
caderas, clavó el pequeño consolador en
la capilla virgen de la muchacha. La
primera embestida llevó al consolador
hasta la mitad del camino e hizo que la
muchacha soltase un grito. La señora
Minette insistió, y un momento más
tarde, con un brusco empujón de
caderas, hundió el consolador en el
coño virgen. El himen cedió, y las dos
pudieron follar hasta que la muchacha,
con las caderas y las piernas y el cuerpo
temblando, empezó a correrse sobre el
falso pedazo de hombre. La señora
Minette atizó y atizó hasta que terminó
de salir la última gota. Insatisfecha con
la pequeñez del aparato, sacó el
consolador del conejo de la muchacha,
se desabrochó el cinturón y quitó la
parte que tenía metida en su propio
coño; inmediatamente saltó a la cara de
la muchacha.
—Ahora aprenderás a chupar con la
misma destreza que te hemos enseñado
—dijo la señora Minette—. Ábreme y
mámame, y luego chúpame el clítoris
hasta que mis perlinos jugos te salpiquen
la cara. Empieza ya, si no quieres que
vuelva a flagelarte con más fuerza
todavía.
La muchacha obedeció, y después de
abrir aquel coño bastante usado exploró
los pliegues y el agujero con lengua
inexperta; por una u otra razón, a la hora
de chupar la muchacha parecía tan
cómoda como una experta, y la señora
Minette no tardó en frotarse el inflamado
coño contra los juveniles labios,
acelerando el orgasmo, que le sacudió el
cuerpo y mojó la cara de la muchacha.
Después las criadas recibieron la
orden de dejar las varas, y las
instrucciones generales fueron que cada
uno hiciera lo que le viniese en gana.
Allá atrás, mientras la orgía continuaba,
sir Clifford estaba ahora enterrado en el
ojete de la mujer que atendía todas sus
necesidades mientras observaba ese
frenético espectáculo de sexo. Estaba a
punto de derramar otra vez la simiente
en el momento en que el señor Spanker,
clavado en el gordo e hinchado coño de
la primera ex virgen, y Julia, con el
conejo pegado a la boca de la muchacha,
llegaban al borde del orgasmo. La
joven, que también estaba a punto de
correrse, chupaba y follaba con tantas
energías que no entendió qué era lo que
pasaba cuando el clímax la sacudió
desde dentro, estallando como un
terremoto.
A continuación hubo una contienda
sexual en la que participaron todos. La
primera en la lista para ser follada fue la
muchacha que Julia había desflorado
con los dedos; estaba muy dispuesta,
pues se había visto obligada a mirar
cómo desfloraban a sus amigas vírgenes
mientras una bonita criada le lavaba el
coño. El primero en acercarse a ella fue
el señor Spanker, que había terminado
con la virgen del coño gordo. Le separó
bien las piernas para mirarle el conejo;
el sitio donde había estado el himen
seguía rojo y en carne viva, pero el
agujero estaba mojado y caliente. El
único problema que tenía el vendedor de
caballos era que había derramado su
simiente en la otra muchacha y
necesitaba que lo chupasen para volver
a estar listo. Ésa era una tarea nueva
para la muchacha, que ávidamente
envolvió con los labios la arrugada
herramienta hasta devolverle la vida,
mientras él le indicaba cómo tenía que
pasar la lengua hacia arriba y hacia
abajo y alrededor de la verga mientras
le chupaba la cabeza. La muchacha le
retiraba la piel hacia atrás mientras lo
mamaba, y por un rato sintió hasta el
fondo de la boca y de la garganta
aquella cosa dura, hasta que él decidió
hacerle probar por primera vez el sabor
de la polla en el agujero.
Levantando las caderas de la
muchacha hacia su pelvis, el señor
Spanker penetró la húmeda raja. La ex
virgen se retorció un poco a causa del
dolor en ese instante inicial, pero pronto
entraron en un desorbitado frenesí,
rodando por toda la habitación hasta que
ella terminó sentada encima de él,
mientras desde abajo el vendedor de
caballos le hundía la enorme polla hasta
las pelotas. Mientras subía y bajaba por
ese poste engrasado, la muchacha perdió
un poco más de sangre virgen,
demostrando que no había sido
desflorada del todo durante las acciones
perpetradas por Julia. El señor Spanker
estaba encantado de tener la polla
metida en un coño todavía virgen. Estiró
la mano y, cogiendo el hinchado clítoris
entre el pulgar y el índice mientras
follaban, lo pellizcó y acarició hasta que
una espesa profusión de jugos sexuales
le rociaron la ingle, excitándolo aún
más. Mientras esos jugos hervían y se
derramaban, el coño latió apretando la
verga, provocándole éxtasis pero
también angustia porque no podía
correrse después de haberse descargado
tantas veces.
—Ahora, para llegar a la cumbre del
placer, necesito otro agujero virgen —le
susurró a la muchacha—. Levántate y
ponte de rodillas, como una perra, y
deja que te la meta por detrás.
Un acto aparentemente tan poco
natural parecía asustarla un poco, y le
suplicó que repensase esa decisión; pero
él quería el ojete, y estaba dispuesto a
hacer lo que fuese para conseguirlo. La
muchacha aceptó de mala gana, y estaba
como él le había pedido cuando se
acercó por detrás y le rozó la suave piel
del culo con la dura polla. Desde atrás,
el vendedor de caballos le cogió las
tetas y se las acarició hasta que se
endurecieron y la lubricación del placer
empezó a hincharle otra vez el conejo.
La ex virgen se sorprendió al sentir que
él se la metía en el coño, pero pronto
descubrió que sólo buscaba engrasarse
para emprender el ataque a la puerta
trasera. Le folló el conejo durante un
rato, y después sacó el pene mojado y lo
apoyó en el arrugado agujero de atrás.
Asustada, la muchacha empezó a
corcovear y a defenderse, lo que le dio a
él la oportunidad de hundirse más. La
cabeza había atravesado el virgen portal
del culo antes de que pudiera darse
cuenta; unos instantes más tarde la
estaba follando con todas sus energías,
ayudado por la lubricación que llegaba
hasta el apretado y espasmódico fondo
del culo. Mientras bombeaba una y otra
vez, clavando la dura y colosal verga en
el estrecho ojete, le acariciaba el botón
del clítoris y le tocaba el jugoso coño,
llevándola al borde del orgasmo en el
momento en que él llegaba al suyo; con
una enorme y profunda embestida,
derramó la simiente y se desplomó
sobre el suave hombro de la muchacha;
la mordió con deliciosa severidad
mientras ambos se corrían y la ingle se
les empapaba de jugos del amor.
Mientras tanto, la señora Minette,
que había terminado sus gozosas tareas
de desfloración, estaba preparada para
probar las delicias del desenfreno
sexual con Julia, cuyo coño guardaba
todavía la humedad del reciente
cunilingus.
—Ven a mis rodillas, Julia —ordenó
la dueña de la casa—. Tengo un placer
que quiero darte a ti sola.
Julia se puso a horcajadas, como una
niña, sobre las rodillas de la mujer
mayor, y se acariciaron y se besaron
hasta que no hubo duda de que no eran
más que una masa de coños mojados,
clítoris duros y pezones tiesos que
suplicaban sexo. Al tenerla así sentada
en las rodillas, el ojete de Julia se
frotaba contra el monte de Venus de la
señora Minette; y Julia sentía el ardor
del deseo sexual que le entraba por el
trasero. Quería que le explorasen y le
adorasen aquel agujero.
—Date media vuelta, querida, y
acuéstate sobre mis piernas —le indicó
la señora Minette.
Julia, después de tomarse un instante
para un último y lujurioso beso de
lengua con la dueña de la casa, obedeció
entusiasmada, y se colocó boca abajo
para que su coño quedase cerca del de
la señora Minette y su ojete estuviese
bien accesible… para lo que fuese. Unas
cosquillas de emoción le recorrieron la
columna vertebral al sentir los dedos de
la mujer que le recorrían el trasero
como si estuvieran tocando un piano,
hasta que buscaron el ojete y separaron
las nalgas.
—Ah, qué deliciosamente estrecha
eres —dijo la señora Minette—, y
cuánto vas a disfrutar lo que te tengo
reservado.
Mientras decía eso, la celestina le
puso un dedo en la entrada, y empujó
muy, muy despacio, y de repente la otra
mano descargó una fuerte y dolorosa
palmada en el trasero de Julia. El golpe
la hizo saltar y mover el culo de tal
manera que el dedo se le clavó del todo.
—Ahí está, bien metido, para que te
abras y te prepares para lo que viene —
dijo la celestina, volviendo a azotar a
Julia todavía con más fuerza y
empezando al mismo tiempo a
estimularle el resbaladizo agujero del
culo.
Los azotes siguieron, y Julia ni
siquiera se dio cuenta del cambio
cuando la mujer, después de meter y
sacar el dedo cuatro o cinco veces, lo
reemplazó por un bien aceitado y
enorme consolador.
—Ay, ¿qué has hecho? ¡Algo me está
rompiendo el culo! —gritó Julia,
aferrándose con fuerza a la pierna de la
mujer, esperando el golpe siguiente.
Pero lo que siguió fue una serie de
pequeñas y deliciosas palmadas,
acompañadas por el enorme y mojado
consolador. Julia consiguió separar los
muslos lo suficiente como para apoyar
su coño contra el de la señora Minette, y
se frotó contra aquella carne hasta que el
orgasmo empezó a acercarse. Sintiendo
que faltaba poco, la celestina metió una
mano en el mojado coño de Julia y se lo
folló con el dedo mientras el consolador
le entraba hasta el fondo del ano. Con un
estremecimiento y un grito, Julia empezó
a correrse. La celestina empujó el
consolador todo lo que pudo y lo dejó
allí, y entonces descargó una feroz
palmada en el trasero carmesí de Julia,
haciéndole soltar un torrente de jugos
mientras se retorcía como un animal
salvaje; con el dedo metido en el coño y
el ojete ocupado por un enorme
consolador, su dique del deseo no
resistió más. El húmedo rocío de su
conejo goteó sobre la señora Minette. La
celestina dejó que los espasmos de la
muchacha terminaran y entonces le
acarició con suavidad las apetitosas
nalgas.
Julia levantó la cabeza y rogó a la
dueña de la casa que le permitiera
ofrecerle el mismo placer, y en seguida
se arrodilló y enterró la cara en el coño
de la mujer, lamiendo la raja excitada y
jugosa. Chupó el clítoris hasta que la
sangre de la señora Minette empezó a
hervir de pasión, y entonces cambiaron
de posición. Ahora Julia tenía a la
celestina acostada sobre las rodillas y le
azotaba seriamente las nalgas mientras
le hurgaba en el ojete. Usaron de nuevo
el ensuciado consolador.
—Ni siquiera lo lubriques —suplicó
la dueña de la casa—. Por favor,
fóllame con fuerza y desgárrame. Hazme
daño mientras me das placer.
Julia obedeció y clavó la dura y
falsa polla en la mujer mientras le
acariciaba el coño; entonces le clavó el
consolador hasta el fondo del ano,
todavía estrecho, y lo dejó allí mientras
empezaba a golpear, pellizcar y azotar el
trasero de la señora Minette. Frenética
de lujuria, la celestina se frotó el coño
contra la pierna y el conejo de Julia
hasta que no pudo negar más el orgasmo.
Cuando terminó de correrse, se levantó,
subió a la silla, poniendo los pies a los
lados de Julia y apretó el ardiente coño
contra la cara de la muchacha.
—Lame lo que me hiciste, y házmelo
de nuevo —exigió—. Chúpame el
clítoris y sácame más jugos. Quiero,
viciosa, correrme en tu cara. Quiero
correrme…, quiero correrme…,
quiero…
Julia no tardó en complacerla, y en
seguida terminó de chupar la copiosa
eyaculación de la voluptuosa celestina,
sintiendo la alegría de haber logrado
semejante éxito con alguien tan
experimentado.
Este encantador espectáculo
enloqueció a las criadas, que se
arrojaron una en los brazos de la otra, y
se acariciaron y chuparon de todas las
maneras imaginables, hasta quedar en la
posición del sesenta y nueve, con las
caras enterradas en los abundantes rizos,
los vientres apretados contra los
voluminosos pechos mientras las
lenguas buscaban las delicadas rajas
escarlata de los ardientes coños hasta
que el mismo placer las dominó, y se
desplomaron en un confuso montón,
mareadas de tantos excesos de lascivia
satisfecha.
No conforme con su goce sexual, una
criada cogió el consolador que había
caído del ano de la celestina y enterró
esa magnífica herramienta de excelente
forma y tamaño en el coño de la otra
criada, hasta que quedó completamente
metido en el húmedo agujero, y se puso
a moverlo constantemente hacia adentro
y hacia afuera, produciendo un efecto
evidente en la otra mujer: ojos
brillantes, mejillas encendidas, pechos
palpitantes, y abultamiento y humedad en
los labios del coño grande y delicioso.
La criada frotó ferozmente a su
compañera hasta que los ojos se le
cerraron y todos los músculos se le
endurecieron y, con un aullido de gozo,
se corrió en una agonía de placer.
Cuando el último espasmo
orgásmico terminó de recorrerle el
cuerpo, la criada que había recibido el
placer sexual empezó a darlo, y cogió el
consolador y lo enterró en el mojado y
ardoroso coño de la compañera
follándola como un hombre en celo. Se
inclinó para besar y chupar el bonito
conejo y el abultado clítoris, y en
seguida una formidable explosión
sacudió el ágil cuerpo de la mujer. Las
criadas volvieron a caer una encima de
la otra, en un montón, apretadas pecho
contra pecho y coño contra coño
mientras recuperaban el aliento y se
reponían.
Es casi imposible contar el éxtasis
que experimentaron, sobre todo en aquel
momento especial en el que los hímenes
de las muchachas fueron desgarrados,
algunos por sus propios e involuntarios
movimientos, entre gritos y forcejeos y
jugosidades. El señor Spanker, que
había derramado tanta simiente, sentía
que iba a desmayarse; le temblaban
todos los músculos y le latía la polla
después de tanta actividad.
Al final de la erótica sesión, todas
las vírgenes fueron bañadas y acostadas
sobre la cama, y exhibidos sus jóvenes
coños y sus arrugados ojetes para placer
de sir Clifford, que en su escondite
estaba casi delirando, exhausto de
lujuria. Para provecho del cliente que
estaba entre bastidores, y también para
todos los que estaban en la habitación,
la celestina se acercó a los coños
abiertos, uno por uno, y les separó aún
más los labios, detallando verbalmente
las heridas que habían sufrido en su
desgarrada virginidad.
Metiendo un dedo en el primer coño,
comentó:
—Y aquí vemos como ha sido
separado el himen de los labios del
coño, y la pequeña herida de donde
hemos sacado la sangre virginal.
Exploró la siguiente y la otra y la
otra, y cuando llegó al conejito estrecho
que ella misma había desflorado, se
detuvo ante el preciado coño y describió
y relató en detalle todo el trabajo que
había dado romper aquel himen.
—Tan resistente y ajustada era la
protección de este coño, que tuve que
abrirlo y ensancharlo usando tres
consoladores diferentes para poder
perforar ese trozo de piel virgen. Y
después se lo tragó todo como una puta,
suplicando que le llenase el coño. Y
miradla: sigue tan estrecha como el
cuello de una botella, con un agujerito
soplapollas que cualquier hombre
podría disfrutar como si nunca hubiera
entrado nadie ahí.
Mientras decía eso, separó los
labios del conejo de la ex virgen,
mostrando el pequeño y oscuro agujero.
Sir Clifford, imaginando lo que sería
chupar y lamer tan magnífico bocado,
ordenó a su atenta compañera que le
pusiese el coño en la boca. La lengua
del noble se metió entre los labios
hinchados y exhaustos y resucitó el
bonito conejo hasta el punto de llevarlo
al borde del orgasmo; lamió dentro de la
raja y luego la lengua rodeó el clítoris
hasta que la mujer empezó a mover la
cabeza de un lado a otro, calentando los
jugos casi hasta el punto de ebullición.
La dueña de la casa invitó a todos
los que estaban en la habitación a
explorar y tocar los traseros de las otras
vírgenes, mientras ella iba directamente
a su favorita personal, cuyo dulce
conejo se exhibía allí ante sus ojos. A
continuación empezó una voluptuosa
orgía de placeres lascivos en la que
todo el mundo chupaba coños, frotaba
traseros y acariciaba ojetes, llevando a
las vírgenes al colmo de la felicidad.
Cuando todos terminaron de correrse se
lamió todo el semen y todos los jugos y
volvieron a sacar las varas de abedul
para ensayar otro final. Todas fueron
colocadas boca abajo, con el trasero al
aire, para recibir los latigazos que
silbaban en el aire e iban aterrizando en
los culos, uno por uno. Sir Clifford, con
los ojos fijos en la escena, estaba ahora
sentado en una silla con la polla otra vez
increíblemente hinchada entre las tetas
de su compañera, que lo follaba con la
ayuda de un aceite, levantando y bajando
el escote. Al ver que aquellos traseros
adquirían un rosado cada vez más
oscuro, exigió que la mujer le cogiese la
verga con la boca, cosa que ella hizo
hasta arrancarle otra vez un chorro de
semen.
A esas alturas todos los
participantes estaban bastante agotados,
y la celestina sabía que había allí más
de un trasero y un mentón y un ojete que
tendrían que descansar y reponerse antes
de poder volver a jugar con el sexo. Dio
por cerrada la sesión e hizo que las
criadas acompañasen a las vírgenes
recién desfloradas a darse unos baños
reparadores y a meterse lo antes posible
en la cama; y desde donde estaba sugirió
de manera indirecta que también se
retirase sir Clifford. A las criadas se les
dijo que se tomaran libre el día
siguiente, a la mujer que tan hábilmente
había complacido a sir Clifford también
un buen período de descanso, y los
invitados, el señor Spanker y Julia, se
vistieron y salieron de la casa de
flagelación. Cuando se iban, el señor
Spanker cogió la mano a la celestina y
se la besó, agradeciéndola todo el
placer que le había dado ese día. Julia,
todavía enamorada de la habilidad y el
talento de la mujer mayor, le besó los
labios con notable pasión y le dijo que
esperaba verla de nuevo. Deslizando la
lengua dentro de la boca de Julia
mientras le rodeaba el cuerpo con los
brazos, la celestina dijo: —Ven a poner
tu cabeza entre mis piernas y tu mano en
mi culo cuando quieras, mi cielo. Aquí
siempre encontrarás placer.
Augustus
Nos días más tarde, Julia y el señor
Spanker volvieron a visitar la casa de
flagelación. La señora Minette les dijo
que había conseguido a un guapo
muchacho de unos diecinueve años para
satisfacer su lujuria, y Julia tembló con
reprimida emoción e imploró a la mujer
que se le permitiera hacer con él lo que
quisiese.
Se le aceptó lo que pedía, a
condición de que sus actos se llevasen a
cabo en presencia del señor Spanker y
la señora Minette. Esta dama salió
entonces de la habitación y regresó en
seguida con un joven bien
proporcionado y de aspecto agradable.
El muchacho tenía un cuerpo fuerte y
armonioso, con buenos bíceps, y su cara
era bastante atractiva. Sus caderas
parecían potentes, y el bulto en los
pantalones indicaba que dentro habitaba
una polla de considerable tamaño. Tenía
un encantador aire de inocencia, y no
daba la impresión de andar por la vida
buscando un puerto donde atracar su
galeón, buscando follar. Tan ingenuo era
frente a las cosas de la casa de la que
era «huésped», que no tenía ni idea de
los artilugios atados a las sillas de
aspecto normal que había en la
habitación. El caso es que fue invitado a
sentarse en una de las sillas de resortes,
y al hacerlo quedó inmediatamente
prisionero.
Pero al reconocer a Augustus, el
guapo criado del señor Spanker, Julia no
aprobó ese procedimiento; y ante una
señal de ella, soltaron inmediatamente al
asombrado joven. Julia entonces se le
acercó y lo abrazó calurosamente,
apretando contra él los encantadores
pechos.
La lasciva damisela empujó
entonces a Augustus hacia la cama e
intentó meterle la mano entre los muslos;
increíblemente, el muchacho forcejeó
tanto que ella no consiguió
desabotonarle los pantalones y sacarle
la polla. Sin embargo, el señor Spanker
y la celestina la ayudaron sosteniendo
los brazos y las piernas del joven, y
Julia logró finalmente desabrocharle, el
pantalón y sacarle la polla con dedos
temblorosos.
La verga de Augustus todavía no
estaba tiesa, pero la cabeza pequeña,
lisa y bonita, tomo la punta de una
bellota, se infló lo necesario como para
demostrar que con manipulación
discreta y la influencia de sentimientos
excitantes pronto llegaría a ponerse
dura. Julia quería colocarlo de nuevo
sobre la silla; de eso se encargó
inmediatamente la exuberante celestina.
Julia metió entonces la mano en los
pantalones abiertos y sacó el pene y los
testículos de Augustus, dedicándose a
contemplar, con verdadero placer, aquel
equipo. Empezó acariciándole el escroto
pardo y arrugado. Los pliegues de la
piel y las venas se destacaban
perfectamente en la polla, y el glande,
unido al resto por un anillo de piel,
adquirió un buen tamaño. Parecía tan
liso, tan delicado, tan agradable, tan
dulce, que Julia lo podría haber besado
allí mismo; con gusto se lo podría meter
en la boca y chuparlo en ese mismo
momento.
Con la sangre hirviéndole en las
venas, una sensación de estremecimiento
en el cuerpo y el pequeño pimpollo
entre las piernas latiéndole con más
violencia que nunca, se sentó delante de
Augustus y se levantó despacio el
vestido. Dejando a la vista el carnoso
trasero y los maravillosos muslos, y
apretándolos con fuerza, la salaz
mozuela metió la mano entre ellos para
calmar la sensación de cosquilleo que
tenía en el dulce coño, y empezó
despacio a estimularse.
Se echó hacia atrás, abrió bien las
piernas y dejó el coño, los muslos y el
vientre a la vista del joven, que miraba
como en trance, con el sexo excitado por
la imagen de la raja de Julia y por el
almizclado olor a sexo que salía de
entre aquellas piernas. Dejó que el
joven viese cada detalle del proceso de
masturbación, y la polla empezó a
levantarse a saltos pequeños hasta que
estuvo despierta y palpitante. Al ver
eso, Julia se arrodilló delante de
Augustus, y después de sacar los
hermosos pechos, puso la verga entre
ellos. Le rodeó la espalda con los
brazos y lo atrajo hacia sí, y empezó a
estimularlo con la fricción de las tetas,
empujándole el prepucio hacia arriba y
hacia abajo.
El joven gimió de placer al
llenársele la polla de sangre e hincharse
hasta alcanzar un tamaño desconocido.
Los inesperados actos de Julia, que
seguía con el brillante glande y con las
pelotas en la mano, estirando la piel
sobre la polla tremendamente erguida, lo
llevaron al borde de la eyaculación.
Ella, sin soltar en ningún momento aquel
instrumento duro como una piedra, lo
frotó hasta que Augustus comenzó a
eyacular; Julia miró entonces con ojos
golosos la espumosa leche que saltaba
del hinchado glande, mientras el
muchacho gemía en voz alta. Sin perder
tiempo, Julia se metió la escarlata
cabeza de la polla en la boca y la rodeó
con los labios, apretándola y
acariciándola con la lengua para gran
satisfacción de Augustus. La ordeñó con
tanta violencia que el joven se vio
obligado a gritar. Pero la feroz moza no
paró hasta que Augustus se descargó
totalmente en su boca, soltando un
ardiente torrente de semen. La dulce
lengua atraía el líquido del amor, que
ella bebía a medida que se le derramaba
en la garganta. Julia estaba en éxtasis,
pero cuando la espesa y cremosa leche
terminó de bajarle por la garganta y su
boca se quedó saboreando aquel gusto
salado, se retiró un poco y contempló el
miembro fláccido del joven.
Con gran decepción, vio como el
arma lujuriosamente rampante bajaba la
cabeza y se retiraba dentro de su funda,
sin dejar de rezumar por el pequeño
orificio de la cabeza unas pocas gotas
del licor blanco lechoso. Mientras lo
miraba, se redujo a una mera sombra de
lo que era hacía un rato, y el prepucio
cubrió gradualmente el glande antes
hinchado y ardiente.
La desenfrenada damisela sugirió
entonces que todos deberían estimularlo,
por turno, hasta que se desmayase de
agotamiento. Esta idea excitó a los
atormentadores, y después de soltar una
vez más a Augusto, lo tendieron sobre la
cama, como habían hecho con Julia en el
momento de iniciarla en los misterios de
la flagelación. Allí le ataron las manos y
las piernas con las cintas de terciopelo
sujetas a los cordones de seda que
colgaban de los postes, y lo azotaron y
estimularon hasta que se volvió
insensible de tanta lujuria.
Julia se metió entre las piernas de él
y se quitó la ropa, prenda tras prenda,
hasta que sus grandes tetas, su vientre
redondo y su amplio trasero quedaron
bien a la vista. Alargó una mano
preciosa y le cogió la polla; el
muchacho se estremeció de sorpresa y
de placer. Entonces ella se acercó más,
para que la carne de sus brazos
desnudos se frotase contra la cara
interior de los muslos de Augustus y
para que sus grandes tetas pudieran
apretarse contra aquella polla y aquellas
pelotas. Julia movía la parte superior
del torso de tal manera que sus tetas y
sus tensos músculos frotaban
deliciosamente el culo y las pelotas del
muchacho. Llegó incluso a coger sus
tetas con las manos y guiarlas a puntos
sexuales estratégicos: frotó los pezones
contra la verga del joven, subiendo y
bajando, se los pasó por las pelotas y
hasta le abrió las nalgas y le atizó con un
pezón en el agujero. Luego se puso a
hacerle cosquillas y a masajearle la
polla hasta que notó que empezaba a
levantarse. Al ver que aquella polla
mostraba ahora todo su tamaño, con una
lisa y brillante cabeza, se inclinó para
besarla.
—¿Cómo diablos puede esa cosa
inocente y pequeña alcanzar
proporciones tan formidables? —dijo la
lujuriosa celestina, mientras se
deslizaba por debajo del joven y dirigía
la tentadora cabeza hacia su ávido coño.
Soltando las más frenéticas
exclamaciones de goce, se corrió al
mismo tiempo que él, y ambos quedaron
totalmente mojados por la suma de sus
abundantes eyaculaciones.
Entonces la sexualmente atrevida
dueña de la casa empezó a lamerle el
ano, y le metió la lengua voraz hasta el
último escondrijo mientras le acariciaba
el escroto y el lado interior de los
muslos. Luego, llevando despacio el
prepucio hacia arriba y hacia abajo, dijo
de repente: —Va a eyacular de nuevo.
Lo noto por el aumento de tamaño y por
la dureza de su encantadora polla.
Y estimulándola con la mayor
rapidez, hizo saltar la leche.
En cuanto ella lo dejó, Augustus
imploró que lo soltasen, diciendo que su
polla estaba tan llagada y dolorida que
casi no podía soportarlo. La lascivia de
la señora Minette, refrenada durante los
azotes y la estimulación del muchacho,
había llegado ahora a su apogeo. La
celestina estaba realmente tan
desesperada como una perra en celo por
sentir una polla en el voluptuoso coño o
en la sedienta boca, y respondió de
manera brutal: —Se te follará y
estimulará hasta que te desmayes.
La polla del muchacho se había
hinchado de lujuria. La señora Minette
bajó la cabeza y se metió el pene en la
boca y lo chupó con deseo y entusiasmo.
Jadeaba y gemía mientras lamía y
chupaba, y finalmente se produjo la
eyaculación. A estas alturas Augustus
estaba totalmente insensible. Entonces lo
soltaron y se lo llevaron de allí.
Después de que él se hubo
marchado, los tres actores que quedaban
en esa escena de perversión sexual
literalmente se miraron con ferocidad,
cada músculo sexual palpitando de
manera salvaje. Se arrojaron unos sobre
otros y se tocaron, apretaron,
estimularon, follaron y chuparon las
partes pudendas, retorciéndose
convulsivamente en el suelo en un
confuso montón. Todos se corrieron casi
en el acto, alcanzando un desmesurado
éxtasis.
Entonces la señora Minette atrajo a
Julia hacia su cuerpo y pronto estuvieron
chupándose mutua y ferozmente. Loca de
voluptuosidad, la lujuriosa celestina se
metió debajo de su gozosa compañera,
en la postura del sesenta y nueve, y le
cruzó las piernas sobre la espalda; y
apretándola, meneó el coño contra la
cara de Julia mientras por turnos le
besaba, mordisqueaba y lamía el dulce
coño. Los labios de los dos jugosos
conejos estaban abiertos y apretados
contra las caras de una manera obscena.
Y ambas disfrutaban inmensamente del
sabor y la textura de su nueva amiga.
El señor Spanker, que miraba la
exhibición con ojos satisfechos, fue
hasta la palangana que había en la
habitación, se lavó la daga viril y
empezó a masturbarse mientras miraba a
las chupacoños enterradas entre las
piernas de la otra. Entonces se acercó a
Julia y, como un perro, le metió la
inmensa flecha carmesí en la deliciosa
abertura, mientras la señora Minette
chupaba el clítoris de coral, y de vez en
cuando los testículos, y pasaba la lengua
por la vagina que tenía encima,
alrededor del pene mojado y palpitante
allí enterrado. En seguida se corrieron
los tres, y los jugos del orgasmo bajaron
formando arroyos. La señora Minette
recibió una doble dosis: néctar de amor
del conejo de Julia y leche caliente del
señor Spanker.
Entonces alguien propuso atar a
Julia al aparato de flagelar que había en
la habitación, de pie y con las piernas y
los brazos bien abiertos. Se puso en
práctica la sugerencia, y la señora
Minette cogió una vara grande de abedul
y empezó a pegarle en el maravilloso
trasero.
El señor Spanker se arrodilló
delante de ella y la lamió con suavidad,
pasando la lengua por el excitado
clítoris.
Como había jugado intensamente con
aquel pimpollo escarlata, y veía a Julia
a punto de correrse, desistió, y a pesar
de las súplicas de ella, se negó a
tocarla. La lasciva muchacha había
entrado en un extraordinario estado de
celo, y su amante miraba con intenso
goce la espasmódica contracción de los
labios del coño, y del vientre y los
muslos, tan grande era su excitación,
mientras la flageladora seguía con sus
golpes, que cada vez enardecía más el
deseo de la muchacha.
Se llamó a una de las criadas y se
ató al señor Spanker de la misma
manera y en el mismo aparato de
flagelar, frente a su impúdica amante.
Los dos entraron entonces en contacto,
labio contra labio, pecho contra pecho, y
la hermosa e inmensa polla quedó
delante de la encantadora abertura, en la
que se metió instantáneamente. La
fogosa puta soltó un suspiro de
satisfacción, y la criada empezó a
flagelar al señor Spanker de la misma
manera en que la señora Minette
flagelaba todavía a Julia.
Qué hermoso espectáculo era ver a
una muchacha bonita de cabello rubio y
ojos azules, blanca como la nieve,
retorciéndose de placer contra su
amante, cuyo cuerpo hacía pensar en una
estatua de bronce, la enorme polla
enterrada en el chorreante coño,
llevando a la muchacha a un ataque de
éxtasis erótico mientras la raíz de la
espléndida verga le frotaba el ardiente e
hinchado clítoris y revolvía entre el
vello dorado.
La consecuencia de todo esto fue que
pronto se disolvieron en la felicidad,
perdiéndose en todos los éxtasis del
deseo satisfecho. Después de haber
soltado a la pareja y de complacerse
unos a otros chupando pollas y conos y
pechos, volvieron a irse de la casa de
flagelación en la que tanto placer
sensual habían experimentado durante
las obscenas orgías, mérito de la salaz
celestina que prefería un trío a un dúo y
un grupo a una solitaria sesión de amor.
Annie
Una muchacha muy bonita, de figura
elegante, caminaba por la calle Jermyn
cuando fue abordada por un caballeroso
joven que, después de una conversación
de un carácter muy halagüeño para ella,
que ganó por completo la confianza de
su sencillo corazón, la persuadió para
que lo acompañase a sus aposentos, que
estaban cerca.
Cuando llegaron, el joven sacó vino
y bizcochos, y la convenció de que los
compartiese con él. Sentada en un lujoso
sofá, bajo la influencia del vino y
fascinada por el joven, se enamoró tanto
que, al rodearle él la cintura con el
brazo y apretarla contra su cuerpo
dándole ardientes besos en los labios
carnosos, ella estaba tan entregada que
se los devolvió, y no pudo resistirse
cuando él empezó a tomarse mayores
libertades.
El joven la apretó contra él y, con
algo de dificultad, le metió la mano en el
vestido y presionó los globos cálidos y
firmes que anidaban allí. La bonita
muchacha forcejeó un poco y dijo: —
¡Oh! ¡No haga eso! ¡Por favor, déjeme
en paz!
—No quiero dejarla en paz —dijo el
joven galán—. Tiene que permitirme
tocar esos suaves y encantadores
pechos.
Dicho esto, logró desabrocharle el
vestido completamente, y sacó con la
mano un globo, que devoró a besos,
desordenándole tanto los sentidos que,
mientras los pechos temblaban ante la
lasciva invasión de su mano —que
ahora moldeaba las tetas dándoles toda
clase de formas—, también consiguió,
poco a poco, levantarle el vestido lo
necesario como para poder meter la otra
mano entre los muslos de la muchacha y
subir palpando hasta llegar a la seda que
cubría su punto de unión.
Esto la alarmó al principio, e intentó
con fuerza quitar de allí la mano; pero al
meter el joven los dedos entre los
aterciopelados labios de la caliente raja,
empezó a estimularse, y esa apasionada
acción le venció por completo. La
jadeante muchacha se rindió del todo, y
se entregó a aquellos brazos, apoyando
la cabeza en el hombro del joven,
entornando los ojos y siguiendo con los
labios los movimientos de aquellos
otros labios cada vez que la besaban.
El joven Don Juan vio que la
muchacha no estaba en condiciones de
resistirse. Por lo tanto sacó la polla,
caliente e hinchada como estaba, pasó
una pierna por encima de ella y le
acercó el tieso aparato lo necesario
como para poner la inflamada cabeza
entre la seda que cubría la entrada al
jugoso coño.
Ahora, sin renunciar al progreso que
había hecho, movió a la muchacha
llevándola a una posición mejor. Le
apoyó la cabeza en un cojín del sofá y le
puso una de las piernas en ese sustituto
de cama. Metido entre ellas, subió
también la otra, y entonces se acostó
sobre la jadeante muchacha, que ahora
tenía el rostro ruborizado con el intenso
carmesí del deseo. Finalmente él quedó
bien colocado entre aquellas piernas,
con el trasero cómodamente situado
entre las rodillas levantadas y con la
polla apostada en la entrada de aquel
coño rosado y húmedo.
Todo ese tiempo detuvo las súplicas
de la muchacha con besos constantes en
la boca entreabierta, que podía explorar
y abrir con la lengua, mientras sus
brazos le rodeaban la espalda. La
enorme verga ya se estaba abriendo
paso por el delicioso agujero de aquel
conejo, mientras ella, por cuenta propia,
separaba las piernas para dejarla
penetrar mejor. Sentía el glande en la
raja, y empujaba hacia arriba tratando
de recibir toda la herramienta.
De repente la trémula muchacha se
horrorizó al ver que se abría la puerta y
entraba otro caballero mayor en la
habitación. Con una cara de vergüenza
tan genuina que no podía ser producto de
una actuación, su amante se desasió de
sus cariñosos brazos y se levantó,
quedando el cuerpo de la muchacha
expuesto a la vista del intruso,
obligándola a cubrirse las partes
pudendas como mejor podía.
Sin embargo, no consiguió eso
inmediatamente, pues su amante se las
había ingeniado para enredar un pie en
su ropa. El intruso logró entonces llegar
a su lado antes de que ella pudiese
incorporarse y taparse. El hombre le
impidió vestirse, cogiendo su ropa
cuando ella intentó extenderla sobre el
cuerpo, y al mismo tiempo empujándola
hacia atrás y dejándola en la misma
posición en que estaba antes.
La temblorosa muchacha se asustó al
oír la voz del intruso:
—¿Así, caballero, es como trae aquí
a las damas jóvenes en mi ausencia?
Salga de la habitación. En cuanto a
usted, señorita, la retendré aquí tal cual
está y mandaré a buscar a sus amigos, a
quienes conozco, para que vean cómo se
comporta cuando no está con ellos.
El ex amante salió furtivamente de la
habitación, y la asustada muchacha
sintió que se hundía en el suelo, pues el
hombre siguió reteniendo su ropa
cuando se quedaron solos. Ella le
suplicó que le permitiese irse, pero él se
negó; y después de gozar un rato
mirando sus encantos, dijo: —¿Qué
deberé hacer con usted: mostrarla o
darle unos cuantos azotes por su mala
acción? Escoja.
Después de unos instantes de
confusión y miedo, la muchacha escogió
la última alternativa. El hombre dejó
entonces que se levantara, y después de
sacar una vara de abedul de un mueble
de la habitación, se sentó, estiró las
piernas hacia adelante y colocó a la
muchacha encima, boca abajo, con la
cabeza colgando como si estuviera
escondiendo la cara, sometiéndose al
castigo que le iban a aplicar.
Durante por lo menos un cuarto de
hora, el cruel caballero se complació en
azotarle el trasero, despacio al
principio, alternando los latigazos con
palmadas primero suaves y luego
fuertes. La muchacha gemía y suplicaba,
y el hombre disfrutaba plenamente de
esos suspiros, a medida que el proceso
de flagelación y palmadas devolvía
gradualmente el lujurioso ardor a aquel
conejo, que las lisonjas de su seductor
habían generado allí al principio. Pronto
esos suspiros fueron más una muestra de
pasión voluptuosa que de cualquier otro
sentimiento.
La pasión empezaba a ser mutua.
Cuando el hombre sintió que debía
follar a la flagelada o permitir que su
leche le mojase los pantalones, la
jadeante muchacha estaba tan dispuesta
como él a que su atormentador la
disfrutase tanto por delante como por
detrás. El verdugo tiró la vara, cogió a
la mujer en brazos y le imploró que le
diese su amistad, afirmando que no
había podido resistir azotarla al ver a
otro disfrutando de sus encantos, y que
le rogaba su perdón.
—Espero que mi polla metida dentro
de usted, como la polla que tenía dentro
cuando interrumpí sus actividades,
enmiende la situación —dijo.
En ese estado de excitación, la
muchacha no pudo resistir la petición.
Al ponerle una mano en el coño, el dedo
del hombre encontró un conejo ardiente
y mojado, y se deslizó entrando allí. La
muchacha arqueó el cuerpo y sonrió, y la
sonrisa la hizo todavía más tentadora.
Besándola con ardor, la colocó
inmediatamente en el sofá, en la misma
postura en que la había encontrado, y se
metió entre sus muslos abiertos. Su polla
estaba dura y enhiesta, y el conejo
mojado, jugoso y listo.
Su enorme polla entró con rapidez, y
empezó a moverse hacia adelante y
hacia atrás hasta que, con un espasmo,
ambos soltaron el exquisito chorro del
amor. Entonces el hombre se apartó pero
no la dejó levantarse; se quedó sentado
a su lado, acariciándole las hermosas
piernas. Después de un rato, hizo
funcionar una campanilla que tenía a su
alcance, y la muchacha oyó el ruido de
unos pasos y suplicó que le dejara
cubrir su desnudez.
Él no se lo permitió, y cuando
apareció el criado, le mostró dónde
acababa de entrar su polla, y las
eyaculaciones unidas que todavía
rezumaban de allí.
—Debo compensarte por haberte
privado de tu novia, aunque sólo haya
sido por un momento. He disfrutado de
ella, y ahora no puedo apartarla de mi
vista —dijo—. Así que si la follas, tiene
que ser mientras yo miro. Estoy seguro
de que ella me concederá ese placer.
Demasiado lascivos a esas alturas, y
para llevar mejor a cabo el plan, la
trasladaron a un sitio más apropiado
para practicar el libertinaje. El
caballero era sir Clifford Norton, y el
criado el mismo William que había
compartido con él el cuerpo voluptuoso
de la señorita Birchem. Era por orden
de sir Clifford que William había salido
a buscar a una muchacha bonita para
hacerla víctima de su lujuria
compartida.
La señorita Annie se encontró en el
dormitorio del baronet. Primero la
desnudaron hasta dejarla en corsé;
después ellos se despojaron de su
propia ropa. Annie fue invitada a
sentarse al pie de la cama y entonces le
levantaron la falda para que sus muslos
y su encantador coño rosa quedasen
totalmente a la vista.
William se acostó boca arriba en la
cama, y sir Clifford le cogió la tiesa
polla y se puso a manipulársela para que
Annie pudiese recibirla en su cuerpo en
estado de total y glorioso desarrollo.
Habían llevado la vara de abedul, pues
la lujuriosa muchacha sabía ahora muy
bien que la flagelación crea una intensa
excitación sensual y es lo que mejor
conduce al paroxismo, como había
sentido al azotarla el baronet.
Ahora Annie castigaba el trasero del
baronet con la magnífica vara de
abedul, mientras él se apoyaba sobre la
cama y estimulaba a su criado. Después
de hacer eso intensamente durante un
rato, la libidinosa muchacha se tiró boca
arriba en la cama y los dos gozaron
mirándole los esplendorosos encantos,
con las tiesas pollas palpitando y
subiendo al ritmo de los latidos de la
sangre.
Entonces William le cogió las tetas y
apretó los pezones erguidos hasta que
ella gimió de placer. Sir Clifford le
frotó el clítoris ahora duro, hinchado y
carmesí. El criado montó entonces a la
jadeante muchacha, y mientras ella lo
apretaba con fuerza entre los brazos, el
baronet guio la palpitante polla de
William hasta meterla en la abierta
vulva. Cuando la verga estuvo bien
metida, la fogosa puta le rodeó la cintura
con las piernas y por un momento se
abandonó del todo a sus lascivas
sensaciones.
Annie excitaba su imaginación y
miraba la polla de sir Clifford, que
estaba temiblemente erguida y dura, con
la roja y encendida cabeza descubierta y
los hilos del frenillo bien estirados. El
baronet, a su vez, observaba el ariete
del criado con el mayor interés, viendo
como desaparecía dentro del cuerpo de
Annie y volvía a aparecer en toda su
gloria al retirarlo de aquella estrecha
cavidad para volver a meterlo con
mayor vigor y placer hasta las
profundidades de la chorreante vagina.
Entonces la apasionada muchacha
tuvo un capricho: que ambos la gozasen
a la vez. Como una reina del amor cuya
palabra es ley, ordenó a sir Clifford que
la montase por detrás de William, para
que ambos pudiesen follarla al mismo
tiempo. El baronet obedeció al instante,
pero si su pene no consiguió llegar hasta
ella, o si encontró algo más atractivo en
el camino, lo cierto es que su gigantesca
herramienta fue a parar a otro sitio antes
de llegar a su ávido coño.
Annie veía perfectamente qué era lo
que ocurría entre el noble y su criado. El
noble tenía la polla enterrada en el culo
de William mientras éste llenaba el
orificio delantero de su nuevo amor. Los
ojos de William estaban a punto de
salirse de sus órbitas, y toda la cara le
ardía de lujuria mientras el aspecto de
sir Clifford indicaba que su lasciva
satisfacción lo estaba literalmente
consumiendo. La escena continuó hasta
que la voluptuosa muchacha sintió que
dentro de ella estallaba un diluvio de
semen caliente que también afectó sus
pasiones, obligándola a dar rienda
suelta a sus sentimientos, que la
dominaron por completo.
Entonces se levantaron y se sentaron
junto al fuego. Después de algunos
juegos lascivos, le quitaron a Annie la
blusa y el corsé que llevaba puestos
hasta ese momento, y el concupiscente
baronet, cuya polla volvía a estar
enormemente tiesa, la colocó sobre sus
piernas y la empaló en su erguida verga;
mientras sir Clifford la follaba, la bonita
muchacha estimulaba la polla de
William y jugaba amorosamente con sus
pelotas, acariciando el prepucio rosado
y apretando los duros testículos
anidados en el arrugado escroto. Tiró
del miembro hacia su boca y lo chupó.
William estaba excitado al máximo,
y qué elocuencia de agradable emoción
mostraron los ojos de Annie al recibir
toda la descarga del baronet en su
glorioso coño, mientras el cremoso
chorro del criado le corría por los
acariciantes dedos y le goteaba en la
boca. Una vez más se prepararon para
follar a la muchacha, esta vez en la cama
de nuevo.
William se tendió boca arriba, y
Annie se acostó sobre él, mientras sir
Clifford, de pie junto a la cama, se
estimulaba y miraba como se
embarcaban en el éxtasis del coito.
Entonces, en medio de la excitación, el
criado cogió el pene del baronet y se
puso a estimularlo mientras seguía
follando a Annie con un vigor que
parecía aumentar a medida que aquel
delicioso conejo se volvía más ardiente
y más cachondo.
Con voz cautivadora, la lujuriosa
muchacha dio rienda suelta a su lascivia,
y repitió ante ellos las palabras más
obscenas que a uno se le puedan ocurrir.
—Ay, fóllame con tu ardiente y
cachonda polla —dijo—. Lléname el
coño con toda la carne de tu lanza.
Después perfórame el culo con la verga,
o perfora o que te perfore el otro. ¡Ay,
ahora somos un solo cuerpo! Sí, señor
—le dijo al noble—. Puede follarme
cuando quiera.
Todo esto enloqueció tanto a sir
Clifford que su cuerpo no quería otra
cosa que follar. Sacó entonces una vara
pequeña y azotó con suavidad el
palpitante trasero de la lasciva
muchacha, que, colmada de placer, lo
desafió a que la flagelase y la follase
hasta que no pudiera más. Las palabras
de ella, su delicioso coño y la manera en
que recibía los azotes, los estimuló hasta
tal punto que no quedaba más remedio
que apagar el fuego de la muchacha con
un buen chorro de leche; William pronto
hizo volar sus eyaculaciones sobre el
vientre de ella, y el baronet dirigió toda
su abundante descarga hacia aquel
flagelado trasero.
Después de este ataque de
voluptuosidad, sir Clifford le llenó de
besos el pecho, el vientre, el coño, los
muslos y las manos, despidió a Annie
con un generoso regalo y acordó un
futuro encuentro, al que prometió asistir
la encantada joven.
William
Una joven de temperamento ardiente,
que tiene la costumbre de probar todas
las delicias de la voluptuosidad en los
brazos de un cariñoso baronet de quien
se ha enamorado, siente que sus juegos
eróticos y sus deliciosas flagelaciones
le estimulan los deseos; entonces el
noble le presenta a su criado, y con él se
embarcan en las orgías más lascivas. Un
día, en ausencia del baronet, el joven le
relata la historia y las aventuras
sexuales de su vida, compartiendo con
ella el secreto de cómo ha llegado a ser
el semental del baronet y su máquina de
follar suplente. Ella lo cuenta así:
William era hijo de un caballero de
buena posición. Pero cuando William
era más joven, el banco en el que su
padre tenía depositado el dinero quebró,
y éste quedó tan afectado por esa
pérdida que se suicidó, dejando en el
desamparo a William y a su madre. Sir
Clifford vivía entonces en el mismo
pueblo, y ya antes se había fijado mucho
en su madre; sin éxito, creía William,
hasta el momento en que había quedado
viuda, o al menos eso es lo que su madre
le había asegurado.
El atento baronet se presentó al
momento, y puso sus recursos
generosamente a su disposición. Por
supuesto, eso llevó pronto a la madre a
terminar secretamente bajo su
protección. William fue enviado a la
universidad. Luego, al cumplir los
dieciocho años, se le hizo regresar para
que viviera con su madre y tapar así ante
el mundo la relación que había con sir
Clifford.
Durante su ausencia, William había
aprendido el secreto del contacto entre
los sexos, y muy pronto descubrió la
relación que había entre su madre y el
baronet. Encontró una vez la
oportunidad de observarlos desde un
hueco escondido y gozar con el amoroso
placer al que estaban entregados, y
envidió al noble la posesión de aquellos
maduros y suculentos encantos
femeninos. Su madre era una mujer
magnífica, de carácter cálido y erótico,
y a los treinta y seis años estaba en la
flor de la vida.
Algunos meses después de su
regreso de la universidad, su anterior
institutriz, la señorita Birchem, lo había
iniciado en el mundo del amor; y al
acercarse a los diecinueve años, oyendo
todo el tiempo los combates de amor
entre su madre y sir Clifford, se le había
desarrollado maravillosamente tanto la
imaginación como el miembro viril;
desde su oculto escondrijo en el
dormitorio, solía masturbarse deseando
todo el tiempo estar enterrado en el
cuerpo hermoso de alguna deliciosa
joven de su edad. Poco después de tener
esa fantasía, William perdió su
virginidad con la señorita Birchem, que
aunque no muy joven, era sexy y
cachonda, y le encantaba tener el coño
lleno de carne de hombres más jóvenes.
Un día, habiéndose masturbado en
exceso, William quedó agotado y se
durmió, sin soltar la hermosa polla
cubierta de semen. La señorita Birchem
estaba de visita y había ido a darse un
baño. Acababa de terminar las
abluciones y se estaba secando en un
estado de perfecta desnudez cuando se
sorprendió al oír unos ronquidos a poca
distancia.
Se acercó al escondrijo, miró y vio a
William con la muy respetable polla en
la mano. El sueño le había vigorizado la
magnífica herramienta, que estaba tiesa.
—¡Dios mío! —gritó su ex
institutriz, sorprendida por lo que estaba
viendo.
Su exclamación despertó al alumno,
que asombrado y encantado vio a su ex
institutriz en toda la gloria de sus
encantos.
Sorprendida de encontrar a William
en esas condiciones, la señorita Birchem
pareció olvidarse de su propio estado.
Excitado, William se levantó de un salto
y arrojó sus brazos sobre aquel cuerpo
desnudo. Ante ese inesperado ataque, la
señorita Birchem retrocedió. Un sofá
que había detrás la hizo tropezar, y cayó
de espaldas, y William le cayó encima,
mostrando así perfectamente sus partes
pudendas.
Mientras le rodeaba la espalda con
los brazos, el muchacho cogió y abrió
furiosamente el tajo bermejo, tratando
ansiosamente de meter allí el
instrumento. La señorita Birchem puso
la mano sobre el rizado monte de Venus,
separó los gordos labios y susurró: —
¡Ah…, sí…, sí…! Fóllame, William
querido —mientras sus maravillosos
senos eran aplastados por aquel cuerpo
atlético.
Todos los movimientos de la mujer
ayudaron a que la polla dura, que ya
empujaba contra el caliente coño, se
enterrase hasta las pelotas, llegando al
fondo de la vagina; y el joven, loco de
lujuria y decidido a follar por primera
vez, empezó a bombear allí dentro, con
todas sus fuerzas, mamando de vez en
cuando las suculentas frambuesas que
iluminaban los globos blancos de los
pechos.
Tanto meter y sacar había estimulado
el útero de la señorita Birchem, y sus
mejillas rosadas se pusieron más
oscuras, sus ojos giraron, sus labios se
separaron y sus suspiros de placer
fueron imitados por los del joven.
Ambos sentían un delicioso bautismo de
humedad en la polla y en el conejo; el
semen acumulado brotó con tanta
abundancia que el joven sintió que
nadaba en olas de éxtasis mientras se
derramaba en su antigua institutriz,
mezclando su orgasmo con el de ella.
Al acabar, William descubrió que la
señorita Birchem se tapaba con las
manos el corto y grueso clítoris de coral
y el velludo y chorreante tajo, donde
terminaba su liso y cálido vientre. Lo
hacía para excitarlo.
William se arrodilló a su lado y se
empeñó en separarle las piernas, pero
ella seguía haciéndolo rabiar. En ese
esfuerzo por obligarla a hacer lo que él
quería, no pudo dejar de mirar el
magnífico trasero que tenía allí
totalmente a la vista, al estar ella
acostada boca abajo con las rollizas
nalgas bien separadas, mostrando, donde
terminaba el profundo surco, el arrugado
y pardo ojete.
El encantador espectáculo de las
gloriosas nalgas, pues ella estaba
especialmente desarrollada en esas
partes, sumado a la idea de que esa
mujer con la que gozaba era su hermosa
ex institutriz, instantáneamente volvió a
despertar su lujuria, y su polla se puso
más rígida que nunca, con el prepucio
que iba descubriendo gradualmente el
ardiente e hinchado glande. El joven
muchacho cubrió de besos el delicioso
cuello y los hombros de la señorita
Birchem.
Ella tenía ahora la pierna derecha
doblada, así que al mirar hacia los pies
del sofá, William vio con incontenible
lujuria los gordos e hinchados labios del
coño, llenos de espuma de su propio
semen que todavía continuaba saliendo:
en otras palabras, se le estiraron del
todo los hilos del frenillo de la ahora
terriblemente palpitante polla.
Sin hacer ruido, William se quitó los
pantalones, y poniéndose de pronto de
rodillas entre las piernas abiertas de
ella, le acarició los blancos muslos,
separó los pequeños rizos alrededor de
los grandes labios aterciopelados y
rápidamente hundió su rígida polla en el
delicioso coño húmedo y listo para
recibirlo.
Ante este renovado ataque, las
caderas de la señorita Birchem subieron
para apretarse contra las suyas, hasta
que volvió a sentir como se le metía
aquel objeto duro y caliente. William se
aferró al sofá con las dos manos y
apretó a la mujer con fuerza, mientras la
bombeaba vigorosamente. A la señorita
Birchem, que lo había ayudado abriendo
bien las piernas, le gustaba la idea de
que él la apretase. Le encantaba la idea
de ser la prisionera de ese apasionado
joven.
Después de acariciarle con suavidad
el tieso clítoris, que brillaba como un
rubí entre lana negra, la hinchada cabeza
de su polla entró de lleno en la húmeda,
caliente y turgente funda; cada
centímetro que entraba le producía más
placer, y las enérgicas operaciones del
rampante ariete dentro de su profunda
gruta hicieron que sus sensuales
pasiones la dominaran por completo.
Saludó los embates de William con
ágiles e impúdicos movimientos de las
caderas y el trasero, y cada empujón le
daba más y más placer. Todo culminó
con una sensación tan arrebatadora que
creyó que el cuerpo se le derretía. Tenía
todo lo que necesitaba, y soltó un
suspiro de profunda satisfacción.
Por un momento William se quedó
quieto, y entonces dio otra media docena
de empujones furiosos, cada uno de los
cuales penetró aquella vagina con un
copioso chorro, que bañaron y calmaron
las membranas, y la señorita Birchem se
perdió con su joven y apuesto amante en
un delicioso orgasmo de éxtasis erótico.
Por un largo rato los amantes se
quedaron totalmente inmóviles, y la dura
verga, que había llenado totalmente
aquella funda, disminuyó de tamaño
hasta que se salió del agujero.
William prometió que nunca contaría
a nadie su relación con la ex institutriz,
incluyendo el baronet y su madre. Pero
contó a la señorita Birchem cómo había
visto una vez a su madre y al baronet
juntos, y cómo había deseado disfrutar
de esas situaciones, en las que una polla
dura y un coño encajan una en el otro
con lasciva devoción. Para William, el
baronet era un buen ejemplo de cómo un
hombre debía tratar a una mujer.
William lo había envidiado,
preguntándose si su polla llegaría a ser
tan grande como la del baronet. La
señorita Birchem, que parecía saber
algo del tema, dijo: —Querido, la tuya
es igual de grande e igual de potente.
¡Qué bien hemos follado!
Dicho eso, cogió su miembro viril
en la mano y lo apretó con suavidad.
Estaba medio blando, pero
instantáneamente se irguió, y la sangre
corrió desde su cabeza y su columna
hasta la polla, la llenó, y la hizo
levantarse e hincharse hasta alcanzar un
tamaño asombrosamente grande. Los
ojos de su amante brillaron de éxtasis, y
como era una mujer sumamente
voluptuosa, la pasión sensual la
transformó. Conviene que William siga
relatando la historia con sus propias
palabras: «Sentí que su mano cogía
automáticamente mi herramienta lasciva.
Vi que sus mejillas se ruborizaban de
asombro y deleite. La vieja sensación de
pasión en sus senos y en su voluminoso
coño se volvió tan intensa que casi no
podía resistir la tentación de
acariciarse, así que deslicé los dedos
por su monte de Venus y su botón de
coral hasta que dos de ellos entraron y
fueron completamente rodeados por los
tejidos húmedos y calientes del
anhelante coño, que instantáneamente los
apretó palpitando, obligando a mi polla
a responder y a ponerse dura como el
hierro.
»—Qué magnífica polla —volvió a
decir la señorita Birchem—. Y qué
suerte tuve de tropezar antes contigo,
cuando te encontré, verga en mano,
roncando. Y qué suerte tuve, desde
luego, de que hayas tropezado y caído
sobre mí. —Sin que William lo supiera,
ella se había estado fijando en su
hermoso cuerpo, su hermoso rostro y sus
encantadores modales desde el
comienzo de la visita. ¡Tropezar con él
así, desnuda, no había sido un accidente!
»—Oh, déjeme darle otro abrazo,
señorita Birchem, con su permiso y
ayuda.
»Le estaba acariciando el coño todo
el tiempo y sentía, por sus frecuentes
palpitaciones, que su lubricidad creaba
un torrente de jugos en aquel coño.
»Se inclinó, besó mi polla y cogió el
glande en su ávida boca para chuparlo.
Dios mío, pensé que podría morirme de
lujuria con la abrumadora sensación que
eso me produjo. Sentí como si cada uno
de mis nervios estuviese a punto de
estallar, tan intenso era el placer que me
producía. Providencialmente, no me
corrí en su boca, acción que me habría
agotado en esa ocasión particular.
»Mi ex institutriz hizo una pausa en
su deliciosa ocupación y dijo: “Cuando
el vino está servido, hay que beberlo”,
conocido refrán del condado que
indicaba consentimiento. Se incorporó y
me pidió que me quitara toda la ropa,
diciendo que si iba a ocurrir que fuese
de la manera más completa. Para eso
necesité poco tiempo. Entonces ella me
llevó a la cama. Se acostó boca arriba,
separó las bonitas piernas y me pidió
que me metiese entre ellas. Su coño
quedó totalmente descubierto. El olor de
nuestro sexo, mezclado con el almizcle,
flotaba en el aire.
»Le pregunté si podía chuparla y
lamerla, y ella me ordenó que cogiese su
coño y lo follase con la lengua y la
boca. Me lancé sobre la dulce abertura
para saborear el rocío del amor que lo
mantenía jugoso y húmedo. Le recorrí el
borde con el dedo, haciendo de vez en
cuando un movimiento vertical. Ahora
jadeaba, y sus caderas giraban
voluptuosamente. Llevó su propia mano
hasta el duro y pequeño clítoris y lo
acarició, despacio al principio y luego
con furia. Pronto se transformó en una
masa de terminaciones nerviosas
desesperadas por un orgasmo.
»—Fóllame —suplicó—. Dios mío,
méteme aquí ese duro pedazo de carne.
—Señaló los hinchados labios del coño,
y luego los separó—. Ven aquí, trae tu
polla a la puerta de mi capilla de amor,
querido.
»Cumpliendo sus deseos, mi dura
polla apoyó la ardiente cabeza en la
mojada entrada de su túnel de amor.
»—Fóllame ahora —ordenó—.
Lléname con esa polla hermosa, dura y
grande. Empieza a meter esa
maravillosa cabeza en mi mojado y
anhelante agujero.
»Hice lo que me pedía, y ella misma
orientó mi desenfrenada polla hacia su
furioso coño, y rodeándome la cintura
con las piernas me abrazó contra su
delicioso pecho, buscando mi boca y
cubriéndola de besos, metiéndome la
lengua y buscando la mía. Después de lo
que ya había hecho con ella, además de
la masturbación en el escondite, no
estaba preparado para correrme de
nuevo sin una considerable preparación.
»Eso era lo más conveniente para la
excitada concupiscencia de mi amante,
que, totalmente perdida en la pasión del
momento, llegó a notables cumbres de
lujuria, y estoy seguro de que se corrió
cuatro veces antes de acompañarme en
los placeres del orgasmo final. Fue una
sensación deliciosamente exquisita. Yo
estuve a punto de desmayarme antes de
quedar perfectamente insensible, pero
ella se había derretido cinco veces en
mis brazos y ésa era la manera más
excitante y memorable de perder mi
virginidad.
»La señorita Birchem me contó
después que había perdido la conciencia
por algún tiempo a causa de todas
aquellas sensaciones, según ella más
intensas que todo lo que había
experimentado hasta ese momento.
Pronto se recuperó con la ayuda de agua
fría y eau de cologne, y cuando yo
recobré el conocimiento, ella se había
puesto una bata. Una deliciosa languidez
se extendía por todo su cuerpo. Apretó
su boca contra la mía en un apasionado
beso, y yo le respondí con un beso tan
apasionado como el de ella.
»Le rogué que volviese a acostarse a
mi lado, pero no quiso; dijo que ya me
había sacado los más copiosos chorros
durante el éxtasis en el que yo le había
llenado el conejo de semen; que ya me
había agotado demasiado y que debía
levantarme y vestirme: era demasiado
pronto para que volviese a derretirme
con otra emoción. Me vi obligado a
aceptarlo, y así terminó mi primera
iniciación en los misterios divinos del
coño de una mujer».
Notas
[1] La señorita Clara Birchem era la
guapa y voluptuosa institutriz de una
escuela en el momento en que transcurre
la acción. <<

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