Las Cosas Muertas - Cristian Carniello
Las Cosas Muertas - Cristian Carniello
Las Cosas Muertas - Cristian Carniello
ISBN 978-987-86-1644-5
ISBN 978-987-86-1644-5
Primera edición
Mendoza, Argentina 2019
Paria 9
Siete años sin baile 21
La voz entre los árboles 27
Donde mar y cielo son uno 35
La bienvenida del Conde 47
Parasomnia 57
El césped bajo los pies 65
Balada para piano y violín en Sol menor 75
Su rostro en mármol 83
Un fino arte 103
Tan fugaz como el humo 111
Sobre la vida, la muerte, la magia y lo eterno 119
Un clavel para Cordelia 127
Epílogo 135
Agradecimientos 141
Su carne sólida nunca se había alejado,
pues el amanecer lo encontraba en el mismo lugar,
pero cada noche su espíritu adoraba vagar
por abismos y mundos distantes del día ordinario.
“Alienación”
H. P. Lovecraft
Yo soy:
sin embargo, lo que soy nadie conoce
o le importa, mis amigos me abandonan
como a un recuerdo perdido;
yo soy el consumidor de mis males,
se levantan y desaparecen en el anfitrión inconsciente,
como sombras en el amor y el olvido de la muerte;
¡y sin embargo, yo soy!
Y vivo como las sombras echadas
en la nada del desprecio y el ruido,
en el mar vivo de los sueños despiertos,
donde no hay sentido de la vida ni alegrías,
pero el gran naufragio de los afectos de mi vida;
siempre los más queridos —los que más amé—
son ahora extraños, más y más extraños todavía.
“Yo soy”
John Clare
Paria
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aún conservaban una pizca de gentileza. Veía
también las bolsas bajo ellos y la barba incipiente
sobre las mejillas coronadas por lo que alguna vez
fue una sonrisa.
En ocasiones, el reflejo mostraba sus fanta-
sías, aquel antihéroe desterrado, de rasgos curti-
dos y en cuyos labios se vislumbraba su crueldad
y sed de justicia.
A veces, observaba la figura andrógina que
destellaba en su perfección. Sus ojos, como sire-
nas negras, eran el premio y perdición de cual-
quier mortal.
En otras, en lugar de espejos, el loco crea-
ba ventanas por donde la brisa de la primavera
entraba y embellecía el lugar. Dejaba que el sol
embriagara con su calor todo su cuerpo y reci-
taba odas al son de los gorriones que se posaban
sobre el alféizar.
Por las noches, si la ventana aún estaba allí, el
loco estiraba su brazo a través de la rendija para
que la abundancia argéntea de la luna inunda-
ra sus manos y las transformara en las garras de
alguna criatura de la noche. Deambulaba en sus
fantasías, aullando y volando, al acecho de sus
presas, hasta que finalmente los tuviera entre sus
fauces para cerrarlas sobre los cuerpos, que tem-
blaban y derramaban sangre por doquier.
También, sí era lo suficientemente afortuna-
do, la ventana aparecía para permitirle apreciar
los cambios de estaciones.
La primavera llegaba esplendorosa. Las aves
cantaban mientras las arboledas se teñían de
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desolación de la ventisca y, de nuevo, reía hasta
caer dormido.
Así es como pasaban sus días en aquella habi-
tación. Los tratamientos tenían poca importan-
cia para él ya que incluso antes de perder la cor-
dura los sabía experimentos crueles y sin sentido,
destinados más al deleite morboso de los médi-
cos que a curar cualquiera haya sido la pestilencia
que padecía antes de entrar.
Si bien su percepción del tiempo se había de-
teriorado, él sabía que no siempre había compar-
tido su cabeza con los demás personajes que veía
en el espejo. Debía de haber un tiempo remoto
en que su voz fuera la única en debatir dentro de
él. No obstante, no era un hombre desagradecido.
Cualquier compañía resultaba grata y bienvenida
en su pequeña prisión. Por eso, siempre las recibía
con el mayor regocijo posible.
En la mayoría de los casos, la visita que más
apreciaba era la suya. Al fin y al cabo, nadie lo co-
nocía tan bien como él mismo. A diferencia de la
imagen del espejo, se aparecía como un espectro
de lo que solía ser su vida, como un vago recuerdo
de tiempos mejores. A veces, incluso le tomaba
un par de minutos reconocerse sin sus harapos o
ni el cabello sucio y desaliñado.
En sus visitas, su imagen caminaría galante
hacia la mesa que su mente había dispuesto con
tanta prolijidad en el centro de la habitación, se
quitaría el sombrero de hongo, dejándolo sobre la
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ya que no era amor ni nostalgia lo que lo atraía a
él, sino una profunda admiración. Ansiaba exhi-
bir la misma gloria que aquel hombre; la misma
soberbia. La misma crueldad.
Para sus visitas, una enorme puerta, digna del
palacio del más poderoso señor, se abriría en el
espejo y por ella entraría triunfante aquel prínci-
pe exiliado que el loco imaginaba siendo recibi-
do con los vítores que lo consideraba merecedor:
se figuraba un gran puente de piedra caliza, en el
centro de una ciudadela de mármol, con tres enor-
mes campanas colgando libremente y sonando en
la bienvenida de su gran señor, mientras su pue-
blo arrojaba desde arriba miles de pétalos de rosas
blancas. Entonces, cuando por fin estuviera frente
a él, el loco se arrodillaría y cruzaría su brazo sobre
su pecho en señal de respeto.
El hombre le indicaría con una seña que nue-
vamente se pusiera de pie y le pediría que lo si-
guiera por los jardines del palacio en el que ahora
se había convertido la habitación del loco.
–Los traidores han caído, amigo mío. El reino
es mío nuevamente y todo te lo debo a ti.
–El placer, mi valiente señor, ha sido mío
–diría sonrojado y propinando reverencias en el
camino–. Nadie en este mundo ha sufrido de la
crueldad y las injusticias como usted. Traiciona-
do por su propio padre y enviado injustamente
al exilio, tan solo por haber obrado acorde a lo
que su corazón le demandó. ¡Pero, oh, señor mío!
Ahora que los traidores han caído, levantará glo-
ria de estas ominosas cenizas.
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Eso es. Sé bueno. ¿Por qué no puedes ser así de
bueno todo el tiempo? –sus caricias, poco a poco,
se tornarían más duras. Lo lastimarían y el loco
gemiría asustado, como un animal herido–. Sabes
que nadie es culpable de esto, excepto tú. ¿No es
así? –su voz era suave y meliflua, pero mantenía
una imponencia a la cual el loco no se resistía.
Pronto, el ser, aquella retorcida alucinación,
asestaría un fuerte golpe en su cabeza y tomaría
la cabeza del loco por el cabello.
–Me repugnas. Eres la cosa más desagrada-
ble que jamás podría haber existido –tomaría con
más fuerza de los cabellos del loco y los jalaría
hacia arriba para que éste alzara la vista a ella o él.
El loco, por su parte, intentaría por todos los
medios no entablar contacto visual con aquel ser,
pero lentamente, la tentación lo haría ceder has-
ta que los ojos de ambos se unieran en un lazo
irrompible que, durante unos instantes, lo des-
pojaría de la cordura que restaba en su cabeza,
hasta reducirlo a no más que una carcasa inerte
de todo pensamiento o sentimiento, más que la
vergüenza y el horror.
Los ojos del ángel, espectro o alucinación,
absorberían con la desmedida voracidad de los
agujeros negros cada rastro de lo que el loco era, o
había sido. Cada minúscula aspiración de lo que
ansiaba ser, de la libertad que tan desesperada-
mente anhelaba y dejarían en él la misma deso-
lación de aquel paraje, poblado solo por un negro
y sinuoso torrente que representaba lo más bajo
que había dentro de él.
20 | Cristian Carniello
Siete años
sin baile
24 | Cristian Carniello
Antes de que la pieza hubiese terminado, la
impaciencia se apoderó de los invitados. Arranca-
ron de sus rostros las máscaras y sombreros y se
lanzaron a los brazos de sus parejas. Rasgaban las
ropas, se besaban y comenzaban sin decoro una
orgía, abriéndose paso para huir a sus habitaciones.
Pero ya no huían presos de sus vicios, ni
gritaban por no poder contener sus instintos
más básicos.
Huían, gritaban, se atropellaban y golpeaban
por el horror y la histeria que se desató cuando un
borracho incauto, sin poder resistir la gracia de la
dama, trató de despojar a Moretta de su atuendo
y descubrió que, tras el óvalo de terciopelo, no
se encontraba el virginal rostro que el vino había
retratado en su mente, sino unos ojos azul pálido,
fuera de órbita, dentro de cuencas sombrías y una
sonrisa lánguida y mal formada.
El hombre se arrojó a un lado completamente
aterrado y Bauta se quitó la máscara, dibujando
en las facciones fundidas que reposaban sobre su
cabeza enjuta una expresión de desaprobación
frente a aquella descortesía. Tomó a su amante y
reanudaron su waltz impasibles al tumulto, apro-
vechando el espacio que éste dejaba para ellos.
Siete años sin baile era demasiado tiempo in-
cluso para los muertos.
30 | Cristian Carniello
el tiempo los barrió de la existencia, pero desde
que las personas llegaron no he vuelto a oír la
música de los faunos, ni a ver a las hadas ilumi-
nando la noche como estrellas minúsculas.
Me costó acostumbrarme al principio, pero las
personas trajeron consigo bellezas que yo no co-
nocía, así que no tardé en amarlas también. Este
lenguaje, que ahora domino tan bien, lo aprendí
al escucharlos, y con él he dado nombre a todo lo
que he visto desde mi despertar.
Recuerdo la primera vez que vi a dos amantes
corriendo de la mano, temerosos de perderse y de
ser encontrados. Sus risas eran hermosas, casi veía
el color de su música. Los seguí hasta un claro y vi
que sus ojos brillaban con más intensidad que las
estrellas que los amparaban. Entonces, viéndolos
quererse, los quise también.
Quise ser como ellos. No presté mucha aten-
ción a las demás personas que llegaban. Cazado-
res, exploradores o perdidos, ninguno se parecía a
mis amados. Incluso llegué a descuidar a las de-
más criaturas por seguir a los enamorados adon-
de fuesen, para fundirme en el agua con que se
bañaban o acariciar su piel junto al viento.
Los amé hasta el día en que uno de ellos vino
solo. Acompañándolo en su espera sin poder
consolar su llanto, hice mío su dolor. ¿Quién
más lo entendería tan bien como yo? Luego
de tres noches, sus ojos se cerraron. Creo que
me vio abrazándolo en ese momento, pero no
estoy seguro.
32 | Cristian Carniello
Sentí sus ropas asfixiar sus cuerpos frágiles, su
miedo y su soledad. Quise despertar e ir con ellos,
gritarles que incluso en medio de aquella deses-
peración seguían teniéndose los unos a los otros,
pero cuando desperté ya todos habían muerto.
Todo era hermoso en este bosque. Incluso yo,
que no me parezco a nadie, ni siquiera al que al-
guna vez fui. Veo las montañas y me pregunto si
los faunos cantan en ellas. Quizás haya alguien
como yo allí. Alguien que desde el pico más alto
se funda en su bruma, se cubra con la nieve o se
lance desde él al viento.
Aquí las plantas mueren, los animales huyen
y las personas solo vienen a suicidarse, como si la
desesperanza del pasado los llamara. Me gustaría
morir también. Todo debe tener su fin, incluso el
bosque, incluso yo.
38 | Cristian Carniello
–Cada noche, una balsa sale hacia el oriente
–le dijo señalando la ventana–. Puedes quedarte
cuanto tiempo desees, pero si te marchas, jamás
podrás volver.
Y antes de que la niña pudiera siquiera pensar
en alguna pregunta para formularle, la sombra se
había desvanecido sin más; entonces la niña, lue-
go de tan abrumadora travesía, se permitió des-
cansar por primera vez en mucho tiempo.
Esa noche no habría marineros irrumpiendo
en su habitación. No habría golpes ni abusos. No
habría sudor ajeno mezclándose con sus lágrimas.
Esa noche, el océano le había obsequiado libertad.
Los días pasaron casi imperceptibles. La
sombra rara vez se dejaba ver, aunque le hacía sa-
ber a la niña que aún estaba allí. Ella, para evitar
el aburrimiento, resolvió hurgar entre los volú-
menes de la biblioteca. Los leyó una y mil veces,
sobre todo a esos que eran sus favoritos cuando
aún tenía familia. Aunque poco tenían que ver
esos libros de páginas enmohecidas con los de su
colección, que eran antiguos. Sí, pero tenían las
ilustraciones más hermosas que había visto. In-
cluso antes de que supiera leer, con solo verlas
sentía que viajaba a adentro de las historias.
A veces pasaba todo el día pensando en su ho-
gar. Se preguntaba si luego de tanto tiempo al-
guien aún la recordaba, si de verdad seguía siendo
su hogar. Todo era igual en sus sueños. Allí los
piratas nunca se la habían llevado, sus hermanos
seguían jugando con su padre en los jardines y su
madre le cantaba antes de dormir.
40 | Cristian Carniello
la luz del faro se encendía y, a lo lejos, la ballena
se asomaba por el horizonte trayendo su canción.
La niña no dejaba de admirar su belleza, pero
las preguntas comenzaron a invadirla. Buscó res-
puestas en cada uno de los libros de su bibliote-
ca: historias, catálogos, leyendas y enciclopedias.
Ninguno le aportaba información. Solamente le
quedaba interrogar a la sombra y para eso tendría
que encontrarla.
De alguna forma, el espectro supo de sus in-
tenciones y previó aquella situación. Le facilitó el
trabajo apareciendo en su habitación incluso an-
tes de que ella tomara el valor de ir a increparla.
Caminó hacia la ventana y esperó a que la niña
la siguiera. Se agachó y la observó a través del
manto de sombras que cubría su rostro.
—¿De verdad quieres saberlo? —dijeron
las voces de la sombra en la cabeza de la niña.
—Hay seres que no fueron creados para entender
y participar en los saberes olvidados. No puedo
negarme a entregarte este conocimiento, pero no
sé qué eventos podrían desencadenarse.
No dudó. La niña aceptó el trato de la sombra
y tomó su mano raquítica para ver con sus ojos,
saber una de sus verdades.
Fue como pasar a través de una telaraña.
Primero, la sensación de romper algo que no
se podía ver, pero que ahora se adhería a ella.
Y luego, la comprensión. Saber de súbito que
aquello siempre estuvo allí.
El mar era viscoso, el cielo turbulento, y el
faro poco más que un peñasco en medio de la
42 | Cristian Carniello
canción. Caminó por la playa y por toda la isla
hasta detenerse junto a la balsa. Aún faltaba para
el anochecer. Se preguntaba si tendría que ver a
la ballena sin su velo mientras ambas navegaban
hacia el oriente. Se entristeció sabiendo que lo
último que jamás escucharía sería su canto.
Mientras la noche caía, las nubes se acumula-
ban en el cielo anunciando que pronto acontece-
ría una tormenta.
La música era cada vez más cercana. La niña
ya estaba subiéndose a la balsa cuando escuchó
el estruendo. Una explosión y luego el llanto. Un
alarido estremecedor que rompió la solemnidad
que reinaba. Corrió, siguiendo el ruido.
Tal como había temido, al llegar se encontró
con el mar de fantasmas errabundos, deambu-
lando por el agua y a lo lejos, un barco de vapor
maniobraba para apuntar a la ballena; listo para
abrir fuego nuevamente sobre ella, que se retorcía
malherida sobre el agua.
El navío reanudó los disparos. Cada golpe que
acertaba desataba el grito estridente de la ballena,
cuya sangre se volcaba en el agua, tiñéndola poco
a poco de escarlata.
En su desesperación, la niña volteó al faro y
pidió a gritos el socorro de la sombra. Nubes de
humo negro escapaban por la ventana y se arroja-
ban turbulentas hacia el navío, deshaciéndose en
cada golpe para volver a materializarse y atacar
nuevamente en otro flanco. Pero incluso el poder
de la sombra era insuficiente para batallar contra
44 | Cristian Carniello
La niña, o lo que alguna vez fue una niña,
luego de terminar el trabajo de su hermana y
guiar a los espíritus –las ánimas y los hombres
del navío, porque como es bien sabido, la mar
no tiene memoria– más allá del faro, a su eterno
descanso, inició su travesía. Cantaba aquel arru-
llo que alguna vez la hubiese despertado y mos-
trado aquellos misterios y maravillas que termi-
naron por sellar su destino.
Tal como su predecesora, regresaría cada
atardecer acarreando con su canto a las almas
que vagaban en el océano y, aunque su esencia
era cada vez menos humana, siempre albergó la
esperanza de arribar y encontrarse en el faro con
alguien merecedor de uno de los más amenos sa-
beres olvidados.
50 | Cristian Carniello
los libros e historietas que ya no podía pedir a mis
amigos y por los que solía desvelarme.
Pero la noche ya no era mi cómplice. Ya no
podía apañarme en ella para mis lecturas, porque
tan pronto como las luces se iban, comenzaban a
aparecer los monstruos, monstruos que ninguno
de mis héroes se atrevería a encarar.
Mis abuelos los llamaban pesadillas, pero eran
reales para mí. No estaba durmiendo cuando veía
sus sonrisas asomarse entre las sombras; su respi-
ración era tan ruidosa que difícilmente mantenía
los ojos cerrados por más de unos segundos.
Me parece recordar todos los detalles de la
primera noche: acababa de terminar una historieta
que me hizo pensar en Porthos. Me preguntaba
qué estaría haciendo en esos momentos cuando
escuché una risa. Me destapé eufórico. Creí que de
algún modo mi nostalgia lo había traído de visita,
pero me di cuenta de que no era su voz. Tampoco
la de alguno de mis abuelos. Era una voz rasposa
que reía a susurros. Se estaba burlando.
Volví a la cama y me cubrí con las sábanas
para que se fuera. ¿Qué más podía hacer?
Unos instantes de silencio me hicieron pensar
que lo había imaginado todo. Pero al destapar mi
rostro lo vi: su piel semejaba la corteza de un ár-
bol y su aliento me sofocaba. Estaba parado junto
a mí. Volvió a reírse en cuanto empecé a llorar. Y
creí ver en sus ojos una advertencia, como si dije-
ra que aún no me tocaría, aunque pronto lo haría
y esperaba ansioso aquel momento.
52 | Cristian Carniello
monstruo, todos parecían esperar a que algo
sucediera. Era como si se fueran pasando la
voz entre ellos de que en algún lado había un
niño cuyos abuelos no querían revisar bajo su
cama o dentro del armario y que estaban muy
disgustados por el enorme gasto en sábanas que
habían hecho el último mes. Un niño que estaba
tan abrumado que no podía gritar al verlos.
Yo ya no leía ni veía televisión. No tanto por
las órdenes de mi abuela, sino porque no podía.
En los últimos días apenas me había atrevido a
cerrar los ojos por si el momento que ellos espe-
raban llegaba por fin.
Los monstruos me dieron dos semanas de
descanso. Fueron días en los que, con algo de es-
fuerzo, dormí por varias horas, sin que el crujido
de los muebles me hiciera despertar. Unos días
después de mi cumpleaños, incluso me aventuré
a ojear unas historietas de Drácula que mi maes-
tra me había regalado.
“¡Sea bienvenido a mi morada! Entre por su
propia voluntad, entre sin temor y deje aquí parte
de la felicidad que lleva consigo”.
La bienvenida del Conde aún me pone los
pelos de punta. Pero mirando un poco atrás, creo
que entendí.
Esa misma noche, cuando más seguro me
sentía en el amparo de mi castillo, los monstruos
regresaron. Todos ellos. Yo estaba soñando. Creo
que fue la primera vez que soñé con una mujer
54 | Cristian Carniello
–¡Sean bienvenidos a mi morada! –les dije–.
Entren por su propia voluntad; ¡entren sin te-
mor y dejen aquí parte de la felicidad que traen
con ustedes! –vi al viejo Ullot y lo recordé en el
árbol–. Y si no traen felicidad, entonces puedo
prestarles de la mía. Amigos.
Dejaron de visitarme después de aquella noche.
Ha pasado mucho tiempo. En ese momento no
conocía nada sobre el estrés postraumático, sueños
lúcidos, ni parálisis de sueño. En algún momento
llegué a convencerme de que nada había sucedido.
Aunque sigo encontrándome con ellos en los
lugares habituales: libros, historietas y películas.
Incluso tuve el placer de invitar a mis propias his-
torias a aquéllos que no aparecían tan seguido. A
mi forma y a pesar de las expectativas que se tie-
nen sobre un adulto, nunca olvidé a mis amigos.
Ayer, sin embargo, luego de años sin tener en
mente los acontecimientos, vi al señor Ullot. Yo
estaba llegando del trabajo cuando sentí la pal-
mada fría en mi hombro y el murmullo ininte-
ligible. Volteé y vi la figura esbelta que seguía de
largo. Los gusanos ya habían limpiado todo su
rostro, por lo que me es difícil saber si su nueva
sonrisa iba para mí. Yo sí le sonreí. Estaba con-
tento de volver a ver a mi viejo amigo, así que lo
invité a pasar a mi castillo. De seguro dejaría algo
de la felicidad que llevaba.
60 | Cristian Carniello
de ella. ¿Era la anciana del abrigo de piel quien la
había sorprendido hurtando en la tienda? ¿O ha-
bía sido la mujer que ahora encabezaba la fila? No.
A esa mujer la había visto en un bar. El mismo bar
donde conoció al hombre de camisa roja.
De pronto, comenzó a pensar demasiado fuer-
te y esta vez sí llamó la atención de las personas
que formaban la fila. Su cabeza dolía, quizás pro-
ducto del centenar de ojos que descansaban sobre
ella, o quizás por lo mucho que le urgía despertar.
La puerta volvió a abrirse y la mujer del bar
entró en ella. Esta vez lo vio. La luz que emanaba
del portal abrazaba y engullía a la mujer que ape-
nas caminó hacia ella. Escuchó las voces que pro-
venían de su interior –o de sus afueras– como un
coro de niños jugando, pero fuera de tono y a des-
tiempo. Quería escapar. Quería huir a cualquiera
de los paisajes que la habían llevado allí.
Intentó soñar otra puerta, una que la llevara a
un bosque o a un río. Una que hiciera que abriera
los ojos en la sucia comodidad de su habitación.
La gente seguía entrando. Ya no había espe-
ra, ahora todo era prisas, empujones y gritos. La
fila se rompió y las personas se arrastraban para
aglomerarse en torno a la puerta. Escuchó sus
uñas raspando el suelo y la languidez con la que
gemían. Veía la luz y supo que incluso su cuer-
po durmiente se sentía encandilado. En especial
cuando los brazos la alcanzaron a ella por sobre
todos los demás.
62 | Cristian Carniello
miraba, con ojos que eran como estrellas ¿Estaba
muriéndose? Alguien cantaba.
Su brazo se movió. Soltó el aire que venía
conteniendo y se sentó en la cama. En la habita-
ción de al lado, el ruido del televisor le hizo saber
que era de madrugada. Tomó el vaso de agua de
la mesa que tenía cerca y bebió tratando de recor-
dar qué había soñado.
68 | Cristian Carniello
Recordó lo que Ofelia le había dicho ha-
cía unas semanas: «Ya ni siquiera puedo sen-
tir el césped bajo mis pies». No podía decírselo.
No era justo.
Siguieron conversando. Sabrina desviaba
el tema cada vez que Ofelia intentaba pregun-
tarle por la universidad. ¿Era quejarse aún peor
que presumir?
–¿Has escrito algo nuevo? –preguntó Ofelia
de repente.
–Un poema, nada más. No he tenido tiempo
con todos los trabajos –le dijo.
–Quiero escucharlo.
–No, no. En serio no he tenido tiempo ni
siquiera para corregirlo.
–Entonces tengo que escucharlo ahora. Cla-
ramente mi criterio es mucho mejor que el tuyo y
voy a saber qué es lo que hay que cambiar.
Terminó por ceder. Siempre llevaba su cua-
derno en la mochila. Tiempo atrás, Ofelia tam-
bién hubiese llevado uno para llenarlo con boce-
tos o dibujos de gatos. Incluso habían llegado a
fantasear con la idea de escribir juntas su propia
serie de historietas.
Sabrina sacó el cuaderno. Encontró entre las
últimas páginas las líneas que había escrito en
Historia del Arte mientras el profesor les expli-
caba las cuatro páginas de fundamentación de la
materia, y comenzó a leerle a Ofelia:
70 | Cristian Carniello
–Es melodramático hasta para ser tuyo. Las
metáforas son horribles y el ritmo parece sacado
de una canción de rock progresivo hecha por una
banda con un baterista sin una mano. Dejando
todo eso de lado, ¿qué es lo que anda tan mal?
Y no me digas que nada porque voy a saber que
me estás mintiendo. Soy tetraplégica, no estúpida
–soltó Ofelia, en parte riendo y en parte conte-
niendo algo de enojo.
Sabrina no respondió. Solamente miraba
a Ofelia sin dejar de sentirse la peor amiga del
mundo.
–¡Basta ya! Mujer, soy tu mejor amiga. No
importa que mi vida sea mil veces más miserable
que la tuya. Ya que no puedo tener mis propios
dramas de adolescente universitaria, lo menos
que espero es escuchar los de otros.
–Es que no creí que fuera justo –dijo en
voz baja, como temiendo que Ofelia fuera a ti-
rársele encima.
–¡No soy una cosita frágil! ¡Por Dios! Ya estoy
rota, lo único que puedo hacer es escuchar. Soy la
amiga perfecta y no lo estás aprovechando.
Sabrina comenzó a llorar. Corrió hasta el cos-
tado de la camilla y besó a Ofelia en todo el rostro.
–¡Ya para! –dijo entre risas– ya me diste sue-
ño. ¿Por qué no mejor me dejas dormir? –Sabrina
le dio un último beso en las mejillas y se alejó de
su rostro.
–No te merezco.
72 | Cristian Carniello
noche. Pájaros volando en un cielo quieto y apaga-
do y luego Ofelia descalza, corriendo por el campo.
–Mis pies... el césped –decía mientras señala-
ba el suelo–. Gracias –fue lo último que escuchó
antes de que el teléfono sonara.
Lo manoteó aún con los ojos cerrados, pero
ya había dejado de sonar así que lo dejó debajo de
la almohada mientras se ponía boca abajo.
–Ya no te muevas tanto. Algunas tratamos de
descansar –se quejó Ofelia, que estaba tendida a
su lado.
Sabrina volteó de golpe. No había nadie; aún
estaba dormida.
El teléfono vibró debajo de la almohada que
ahogaba el ruido de la música. Esta vez alcan-
zó a atenderlo. Era Tamara, la madre Ofelia.
Estaba llorando y casi no podía hablar, pero
Sabrina entendió.
78 | Cristian Carniello
Clara mostraba una destreza sublime con su
instrumento y tenía poco para envidiarle a Sofía
en el piano. Podía ejecutar sin problemas ambas
partes de todo cuanto llevaban compuesto. Pero
era a su mujer a quien las musas susurraban ideas
por las noches y no a ella. Los pocos avances que
hizo en ese tiempo se parecían más bien a arre-
glos o improvisaciones que a la minuciosa crea-
ción que habitaba en los compases anteriores.
Finalmente, cuando el virus la atacó a ella
también, la encontró exhausta y al borde de la
derrota. La fiebre prácticamente resultaba una
excusa conveniente para darse por vencida. Re-
solvió no dar aviso a nadie respecto de su situa-
ción. Sabía que no tomaría mucho tiempo hasta
que, en medio de uno de los delirios de la fiebre,
su corazón se detuviera para siempre poniendo
fin a aquella carga.
En sus sueños, dos manos acariciaban el pia-
no esperando que ella respondiera con el violín.
También oía a la pluma arañando el papel y olía
los cigarrillos de Sofía. Despertaba con la ilusión
de verla sonriente con la obra completa entre sus
manos. Pero todo oscurecía cuando encontraba
que el cuarto estaba igual que la noche anterior,
hundiéndola en la más desesperación más pro-
funda, hasta que el sudor frío que manaba de ella
volvía a dormirla.
Para su instancia final sabía que ya no tenía
fuerzas para destrozar nada, pero la idea de
80 | Cristian Carniello
Comprobaron su afinación, tomaron aire y,
con un grácil gesto, acordaron estar listas para
tocar. Piano y violín lloraron juntos cada nota
y la música prosiguió hasta que la luz de la ma-
ñana inundó la habitación. En ella, un cuerpo
descansaba en paz sobre la cama. A su lado yacía
un tintero, volcado sobre las sábanas, una pluma
y un cuaderno con partituras. Las últimas notas
escritas en él permanecían húmedas y sus hojas
estaban regadas con lágrimas, de esas que afloran
con alegría.
86 | Cristian Carniello
Pero eran muchos los personajes que habita-
ban la casa.
Estaba El Fisgón, por ejemplo. El escultor
nunca había tenido la posibilidad de verlo por
completo, puesto que siempre rehuía de la vista de
los demás, pero lo sentía adonde quiera que fuese.
Era normal para él encontrarse en cualquier
salón o habitación, realizando cualquiera de sus
actividades habituales y en el momento de mayor
concentración, cuando todo se sumía en comple-
to silencio, escuchar sus manos girando con cui-
dado el picaporte y sentir el lento y prolongado
chirriar de la puerta, rompiendo aquella calma de
forma súbita y violenta. Se asomaba por la rendi-
ja y pasaba horas sin hacer otra cosa que observar
y respirar con un constante y denso jadeo.
El Fisgón era alguien tímido y no le gustaba ser
descubierto en su pasatiempo. Y cada vez que el
escultor volteaba a verlo o cerraba con llave alguna
puerta para mantener su privacidad, oía un sobre-
salto, la seguidilla de maldiciones y quejas, y poste-
riormente sus pasos rápidos al compás de su huida.
También había tenido encuentros con El Pia-
nista, alguien mucho menos introvertido pero in-
finitamente más irascible.
Pasaba días enteros interpretando trinos fre-
néticos y las más melancólicas sonatas. A veces
la música venía como una suave caricia en me-
dio de la noche, como un arrullo que le permi-
tía al escultor conciliar el descanso, pero otras,
el espíritu del artista deliraba de pasión y tocaba
88 | Cristian Carniello
Desde el momento en el que puso un pie en
aquel lugar, sintió una repentina sensación de
desespero y angustia. Y en un instante, una gro-
tesca escena se materializó frente a sus ojos: al
menos treinta personas encadenadas y sobre el
suelo, gimiendo y suplicando. Todas mostrando
de alguna forma el sufrimiento padecido en vida.
Quizás algunas lo hicieran por hambre, otras por
enfermedades, otras por frío o por la más pro-
funda fatiga. Pero él sabía que lo que realmente
colmaba aquel lugar de tanta angustia y pesar era
el simple anhelo de libertad.
Cuando notaron su presencia, percibió que
algo cambiaba en el ambiente. Sentía su ira y
su resentimiento contra él. La Esclava los detu-
vo antes de que le hicieran daño y lo llevó hacia
afuera. Sin que el escultor saliera de su miedo
y pudiera preguntarle algo, ella lo miró y le dio
un claro y conciso mensaje: «Si alguna vez llegas
a toparte con nuestra prole, recuerda: Memento
Mori». Acto seguido, se desvaneció.
El escultor también conoció a La Niña. Jamás
buscó otro apodo para ella, puesto que era el úni-
co infante con el que se había cruzado alguna vez
en la mansión. Cosa que realmente lo tranquili-
zaba teniendo en cuenta el temperamento de ésta
en particular.
Una tarde de otoño en la que deambulaba por
los jardines frontales, de regreso de cerrar una
venta con un museo muy importante, junto a un
olmo, encontró una antigua muñeca de porcela-
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quebrajado. Decidió pasar la noche en alguna de
las otras habitaciones, pero fuera adonde fuera,
allí estaba sentada la muñeca, mirándole fijamen-
te, desafiándolo y burlándose. Hasta que al final,
resolvió darla vuelta y evitar así mirarla a sus di-
minutos ojos.
Casi de madrugada, el lento chirrido de la
puerta lo despertó; aún somnoliento, pensando
que se trataba de El Fisgón, volvió a acomodar-
se para continuar su descanso; hasta que sintió
un frío y punzante agarre alrededor de su cuello.
Abrió los ojos e intentó desesperadamente librar-
se de la asfixia, cuando vio que La Niña intentaba
estrangularlo.
–Dije que no nunca vuelvas a tocarla –aque-
lla macabra expresión había vuelto a dibujarse en
su rostro, mientras presionaba con sus diminutos
dedos sobre la piel que le cubría la tráquea.
El escultor estaba quedándose sin aire, mien-
tras se esforzaba por rogar clemencia. Trató sol-
tarse del agarre que La Niña ejercía, pero cuando
lo intentaba, sus manos parecían atravesar una
espesa y helada cortina de humo. Su cuerpo co-
menzó a convulsionar con desesperación, hasta
que lentamente, en la fracción de segundos más
larga de su vida, su vista se nubló y se desvaneció.
Despertó por la mañana, con un fuerte dolor
de cabeza y dos prominentes hematomas en el
cuello. Desde aquella noche, tuvo que acostum-
brarse a dormir con los diminutos y horribles ojos
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que el artista golpeaba las teclas, acentuando vio-
lenta y apasionadamente cada nota, los múltiples
cambios de tiempos y el contraste entre melodías
melancólicas y siniestras eran, sin duda alguna,
rasgos muy marcados en la personalidad del lú-
gubre músico de la mansión.
Antes de concluir aquella hipótesis, percibió
que un espeso y serpenteante hilo de humo apa-
recía sobre el escritorio, ascendiendo lentamente
hasta deformarse en una inquieta nube. A su vez,
el escultor sintió una lenta y pesada respiración a
su lado y mientras se hacía más nítida, notó que
algunas exhalaciones –bastante más pronuncia-
das– liberaban una cálida humareda, más amari-
llenta que la columna que tenía enfrente.
Finalmente, sobre el asiento que había a su
lado, frente al escritorio, se materializaba la fi-
gura de un hombre de mediana edad. De rasgos
marcados, semblante solemne, pero ojos gentiles
cómo los de un niño.
El hombre observaba a través del frío cristal
de la ventana, limitándose a fundir su vista con
el horizonte o con la luna, mientras tarareaba en
voz baja la canción del fonógrafo o refunfuñaba
maldiciones o reproches para sí mismo.
De tanto en tanto, se paraba de su asiento para
volver a colocar la aguja sobre el cilindro de cera o
revoloteaba por la habitación viciada de humo, en-
redando sus manos entre su cabello y negando con
la cabeza. Y a mitad de la noche, cuando abría la
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el pasamanos del descanso y luego se arrojaba
y permanecía allí, balanceándose inerte hasta la
mañana siguiente.
Estaban todos los invitados de la Fiesta del
Año Nuevo, Los Amantes que vivían en una de
las habitaciones de huéspedes, La Anciana del se-
gundo piso, El Jardinero y muchos más.
Durante un tiempo, el escultor pensó que sus
compañeros habían sido dueños o habitantes de
aquel lugar. Espíritus de generaciones pasadas,
terratenientes, esclavos, huéspedes, que en algún
momento de sus vidas habitaron la mansión.
Descubrir su error fue, quizás, lo más descon-
certante que le pasó en aquel lugar.
La luna brillaba hermosa aquella noche en la
que el escultor deambulaba entre fugaces recuer-
dos. Memorias de un tiempo en el que el cielo no
se veía tan gris y en el que las rosas le significaban
mucho más que una mera maraña de espinas.
El aroma a rocío traía a su mente el césped
húmedo bajo sus pies descalzos. Traía las risas y
las luciérnagas revoloteando a su alrededor como
si el cielo mismo hubiese bajado para su deleite y
el de Amalia.
Ella había sido todo lo que el escultor había te-
nido y todo lo que jamás tendría de vuelta. Nunca
nadie le había dado lo que ella y él nunca volvería
a amar a nadie como la había amado a ella. Pero
el escultor, como tantos otros, no había descubier-
to esto sino hasta luego de haberla perdido; hacía
muchos años, la cobardía lo obligó a abandonarla
mientras ella aguardaba por él en el altar.
96 | Cristian Carniello
Descubrió que el hombre con quien se había
casado hizo de su vida un infierno. Supo de las
noches en las que él regresaba ebrio y de todas
las mujeres que llevaba. Supo de cada golpe y de
cada abuso. De todas las noches en las que Ama-
lia rezaba por morir y dar fin a su calvario. De la
jaula en el ático, fría y húmeda. Y supo que las
súplicas de su Amalia eventualmente fueron es-
cuchadas y que aquel viejo había tomado su vida
y la su hija y que nada de eso hubiese sucedido si
él no la hubiese abandonado.
El escultor comenzó a balbucear una serie de
ininteligibles súplicas y disculpas. Se arrodilló
ante ella e intentó abrazar sus piernas, pero ter-
minó por caer de bruces al suelo mientras Amalia
le dedicaba la misma desorbitada mirada que to-
dos en la mansión mostraban.
–No hay disculpa que me devuelva a la vida,
amado mío; ni piedad que mi alma tenga para
ofrecer a la tuya. Y aunque tu egoísmo y cobardía
me hayan traído el más horrible de los futuros, aún
así, sé que tu soledad ha sido la mayor peniten-
cia que podrías haber recibido y sé que, desde ella,
cada lágrima que has derramado ha sido sincera.
“Ahora estás atrapado en este palacio sin
tiempo, donde las almas no encuentran consuelo
ni descanso y sus senderos se cruzan entre las eras.
“Ellos no pueden encontrar la paz, ni conti-
nuar su camino. Y desde el momento en el que
decidiste quedarte aquí, también condenaste tu
alma a este destino.
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Trabajó arduamente en herrajes y engarces
para decorar el piano de cola del salón, incluso se
atrevió a darles la forma de la partitura del acom-
pañamiento de la canción que más que le agra-
daba a El Pianista para que en el futuro, alguien
consiguiera hacer un dueto con él.
Decidió honrar a Los Esclavos con una enorme
y bellísima fuente, para que la cálida caricia del sol
y el viento fuera por siempre su compañera.
La imagen de una pequeña risueña y acompa-
ñada por su tierna muñeca de porcelana decoraba
uno de los muros de la mansión en un bajorrelie-
ve donde, para su suerte, La Niña pasaba horas
jugando, ignorando su anterior pasatiempo de
torturar al escultor.
Le tomó un largo tiempo idear algo para El
Fumador. En un principio, lo más apropiado le pa-
reció conseguir de alguna forma las partituras del
nocturno que éste habituaba escuchar durante sus
apariciones, para dejarlas sobre el piano del salón
y tener la oportunidad de volver a grabarlo en un
nuevo cilindro. Pero por más que lo intentó, ja-
más pudo transcribir correctamente aquella pieza.
Al final, se decidió por tallar para él una pipa de
espuma con la forma de la corneta del fonógrafo
en el hornillo. Luego, lo depositó en uno de los
envases de cartón de los cilindros y lo dejó sobre el
escritorio esperando que El Fumador lo tomara en
su próxima visita. Para su sorpresa, por primera vez
que él haya podido atestiguar, El Fumador salió de
Cristian Carniello