Cuento S
Cuento S
Cuento S
D
e pronto, comenzó a llover. Como le
gustaba la lluvia, fue hasta la ventana y
asomó su regocijo a través del vidrio.
Entonces la vio. La mujer, más bonita que la
lluvia, cruzaba la calle deprisa al par que
luchaba por abrir un paraguas sobre su
preciosa cabeza. Agitó la mano alborozado, y su
mente suspiró el nombre: "Constanza!
¡Constanza!". Pero fue inútil, la dama, que tres
pisos más abajo no podía oírlo, fastidiada porque el paraguas seguía sin obedecerle,
detuvo un taxi y se perdió en el tránsito. Se asombró, la Constanza real se veía todavía
más hermosa que la que conservaba en sus recuerdos. La había amado mucho, hacía
años. Por ella hasta hubiese matado si se lo hubiera pedido.
La siguiente mañana, aguardó tras la ventana con dulce impaciencia. Se le había
ocurrido que quizá Constanza vivía en los alrededores y tendría la fortuna de observarla
de nuevo, a la misma hora. Tuvo suerte. La muchacha apareció radiante por la vereda.
El corazón se le ausentó unos segundos. Cuando lo recuperó, volvió a intentarlo y llamó
suavemente: “¡Constanza! ¡Constanza!". Pero fue en vano, la dama, que tres pisos más
abajo no podía oírlo, apurada, abordó un micro y se extravió en la ciudad. Ya no se
sorprendió, la Constanza real era decididamente te más bella que la que guardaba en su
memoria. Había estado enamorado de la joven tanto, y de tal modo, que hubiera sido
capaz de matar por ella.
Temprano, al otro día, ya disponía una guardia al pie de la ventana. Su ansiedad
le había dictado que, con seguridad, tornaría a verla cruzar la calle y esta vez gritaría tan
fuerte que si lo escucharía. Puntualmente, Constanza brotó en la vereda y desplazó su
sinuoso andar hacia la calle. Qué linda estaba, más linda aún que la que atesoraba en los
bolsillos de su alma. La había amado con tal intensidad que incluso habría matado por
ella. La mujer, tres pisos más abajo y como si lo percibiera, de improviso, paralizó su
caminar y alzó los ojos hacia él, buscando. Feliz hasta el paroxismo, apoyó su boca en el
vidrio de la ventana y clamó: "i Constanza! ¡Constanza!". Pero ni un solo sonido salió de
sus labios. No debía hacer ruido. Se lo habían prohibido. Y no quería que le quitaran la
tiza con la que dibujaba ventanas en los muros. De Cuentos para matar... te, Eco
Ediciones, Bs. As., 2008.
C
on la última guerra atómica, la humanidad y la
civilización desaparecieron. Toda la tierra fue
como un desierto calcinado. En cierta región
de Oriente sobrevivió un niño, hijo del piloto de una
nave espacial. El niño se alimentaba de hierbas y
dormía en una caverna. Durante mucho tiempo,
aturdido por el horror del desastre, sólo sabía llorar y
clamar por su padre. Después sus recuerdos se
oscurecieron, se disgregaron, se volvieron arbitrarios y
cambiantes como un sueño; su horror se transformó
en un vago miedo. A ratos recordaba la figura de su padre, que le sonreía o lo
amonestaba,, o ascendía a su nave espacial, envuelta en fuego y en ruido, y se perdía
entre las nubes. Entonces, loco de soledad, caía de rodillas y le rogaba que volviese.
Entretanto la tierra se cubrió nuevamente de vegetación; las plantas se cargaron
de flores; los árboles, de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comenzó a
explorar el país. Un día, vio un ave. Otro día vio un lobo. Otro día, inesperadamente, se
halló frente a una joven de su edad que, lo mismo que él, había sobrevivido a los
estragos de la guerra atómica.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó.
-Eva-contestó la joven- ¿Y tú?
-Adán.
C
uentan los hombres dignos de fe (pero Alá
sabe más) que en los primeros días hubo un
rey de las islas de Babilonia que congregó a
sus arquitectos y magos y les mandó construir un
laberinto tan perplejo y sutil que los varones más
prudentes no se aventuraban a entrar, y los que
entraban se perdían. Esa obra era un escándalo,
porque la confusión y la mara villa son operaciones
propias de Dios y no de los hombres. Con el andar
del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el
rey de Babilonia (para hacer burla a la simplicidad
de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto,
donde vagó afrentado y confundido hasta la
declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios
no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía un
laberinto mejor y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó
a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan
venturosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo
rey. Lo amaró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le
dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo, en Babilonia me quisiste perder
en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha
tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que
forzar, ni fatigosas galerías que recorrer ni muros que te veden el paso. Luego le desató
las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La
gloria sea con Aquel que no muere.
S
obre el brocal desdentado del viejo pozo,
una cruz de palo roída por la carcoma
miraba en el fondo su imagen simple.
Toda una historia trágica.
Hacía mucho tiempo, cuando fue recién
herida la tierra y pura el agua como sangre
cristalina, un caminante sudoroso se sentó en el
borde de piedra para descansar su cuerpo y
refrescar la frente con el aliento que subía del
tranquilo redondel.
Allí lo sorprendieron el cansancio, la
noche y el sueño; su espalda resbaló al apoyo y el hombre se hundió, golpeando
blandamente en las paredes hasta romper la quietud del disco puro.
Ni tiempo para dar un grito o retenerse en las salientes, que le rechazaban
brutalmente. Después del choque. Había rodado llevando con sigo algunos pelmazos de
tierra pegajosa.
Aturdido por el golpe, se debatió sin rumbo en el estrecho cilindro liquido hasta
encontrar la superficie. Sus dedos espasmódicos, en el ansia agónica de sostenerse,
horadaron el barro rojizo. Luego quedó exánime, solo emergida la cabeza, todo el
esfuerzo de su ser concentrado en recuperar el ritmo perdido de su respiración. Con su
mano libre tanteó el cuerpo, en que el dolor nacía con la vida.
Miró hacia arriba: el mismo redondel de antes, más lejano, sin embargo, y en
cuyo centro la noche hacía nacer una estrella tímidamente.
Los ojos se hipnotizaron en la contemplación del astro pequeño, que dejaba,
hasta el fondo. Caer su punto de luz.
Unas voces pasaron no lejos, desfiguradas, tenues: un frío le mordió del agua y
gritó un grito que, a fuerza de terror, se le quedó en la boca.
Hizo un movimiento y el líquido onduló en torno, denso como mercurio. Un
pavor místico contrajo sus músculos, e impelido por esa nueva y angustiosa fuerza,
comenzó el ascenso, arrastrándose a lo largo del estrecho tubo húmedo; unos dolores
punzantes abriéndole las carnes, mirando el fin siempre lejano como en las pesadillas.
Más de una vez, la tierra insegura cedió a su paso, crepitando abajo en lluvia fina;
entonces suspendía su acción tendido de terror, vacío el pecho, y esperaba inmóvil la
vuelta de sus fuerzas.
Sin embargo, un mundo insospechado de energías nacía a cada paso: y como por
impulso adquirido maquinalmente, mientras se sucedían las impresiones de esperanza y
desaliento, llegó al brocal, exhausto, incapaz de saborear el fin de sus martirios.
Allí quedaba, medio cuerpo de afuera, anulada la voluntad por el cansancio,
viendo delante suyo la forma del aguaribay como cosa irreal…
Alguien pasó ante su vista, algún paisano del lugar seguramente, y el moribundo
alcanzó a esbozar un llamado. Pero el movimiento de auxilio que esperaba fue hostil. El
gaucho, luego de santiguarse, resbalaba del cinto su facón, cuya empuñadura, en cruz,
tendió hacia el maldito.
El infeliz comprendió: hizo el último y sobrehumano esfuerzo para hablar; pero
una enorme piedra vino a golpearle la frente, y aquella visión de infierno desapareció
como sorbida por la tierra.
Ahora todo el pago conoce el pozo maldito, y sobre su brocal, desdentado por lo
años de abandono, una cruz de madera semipodrida defiende a los cristianos contra las
apariciones del malo.
LA MISERIA
C
uentan que había un hombre que se llamaba Miseria y era herrero. Ya cansado de
la pobreza, porque no tenía qué darle de comer a los hijos, resolvió entregarle el
alma al diablo por tres bolsas de plata. En el plazo de un año debía venir el diablo
a llevarlo.
Un día se le presenta un viejito andrajoso en un caballo flaco y sin herradura.
El herrero le dio hospedaje, la mujer lo remendó y lo lavó y le colocaron
herraduras al caballo. Cuando el viejito se quiso ir, le dijo al herrero:
-¿Con qué te pagaré el favor que me has hecho?
-No es nada.
-Bueno, te daré tres dones: el que se siente en esta silla no se levantará hasta
que le ordenes; el que entre en esa bolsa no saldrá sin que vos le órdenes y el que suba
en esa planta de nogal no se bajará mientras vos no le ordenes. Se despidió el viejito y se
fue; este había sido tata Dios. Cuando se cumplió el plazo, vino el diablo a buscarlo y el
herrero le dijo:
-Espere que termine de hacer una herradura; siéntese a descansar en esa silla.
Cuando terminó de hacer la herradura, le dijo al diablo:
-Vamos.
Y como el diablo no se podía levantar, se quedó sentado. Al rato le dijo el
diablo al herrero que si lo dejaba levantar le iba a per donar la vida por un año más; el
herrero le ordenó que se levantara y el diablo se fue. Cuando se cumplió el otro año,
vinieron tres diablos a llevarlo y el hombre les dijo:
-Esperen que acabe de hacer
esta herradura; suban a comer nueces.
Se subieron los diablos al
nogal y no se podían bajar;
desesperados, le dijeron al herrero que
le iban a perdonar un año más la vida si
los dejaba bajar. El herrero les ordenó a
los diablos que bajaran y se fueron.
Al año siguiente vinieron
cincuenta diablos en mula a llevarlo al
herrero; este les dijo: -Voy a ir. Pero
antes se entran todos dentro de esta
bolsa.
Los diablos se metieron y el herrero los agarró a palos. Los diablos le pidieron
que los dejara, que le iban a perdonar la vida si los sacaba de adentro de la bolsa. El
herrero así lo ordenó y los diablos se fueron.
Cuando Miseria se murió, Dios no lo recibió en el Cielo porque había vendido
el alma al diablo.
Bajó al purgatorio y tampoco lo recibieron; entonces se fue al infierno con el
palo. Salieron los diablos a recibirlo y lo vieron a don Miseria con el palo; los diablos
salieron disparando y cerraron las puertas del infierno.
Se volvió a Dios don Miseria y le dijo que los diablos no querían recibirlo.
Entonces Dios lo mandó a que ande por el mundo, y es por eso que la miseria no se
acaba.
B
ouix es un francés que durante
treinta años vivió en el país
consideran dolo suyo', y cuyos
animales vagaban libres devastando las
míseras plantaciones de los vecinos. La
ternera menos hábil de las hordas de
Bouix era ya bastante astuta para
cabecear horas enteras entre los hilos del
alambra do, hasta aflojarlos. Entonces no
se conocía allá el alambre de púa. Pero
cuando se lo conoció, quedaron los
burritos de Bouix, que se echaban bajo el
último alambre, y allí bailaban de costado
hasta pasar del otro lado. Nadie se
quejaba: Bouix era el juez de paz de San
Ignacio.
Cuando Orgaz llegó allá, Bouix
no era más el juez. Pero sus burritos lo
ignoraban, y proseguían trotando por los
caminos al atardecer, en busca de una
plantación tierna que examinaban por
sobre los alambres con los belfos trémulos
y las orejas paradas.
Al llegarle su turno de
devastación. Orgaz soportó pacientemente; estiró algunos alambres, y se levantó
algunas noches a correr desnudo por el to do a los burritos que entraban hasta en su
carpa. Fue, por fin, a quejarse a + Bouix, el cual llamó afanoso a todos sus hijos para
recomendarles que cuidaran a los burros que iban a molestar al "pobrecito señor Orgaz.
Los burritos continuaron libres, y Orgaz tomó un par de veces a ver al francés cazurro,
que se lamentó y llamó de nuevo a palmadas a todos sus hijos, con el resultado anterior.
Orgaz puso entonces un letrero en el camino real, que decía:
¡Ojo! Los pastos de este potrero están envenenados.
Y por diez días descansó. Pero a la noche subsiguiente tomaba a oír el paso
sigiloso de los burros que ascendían la meseta, y un poco más tarde oyó el rac-rac de las
hojas de sus palmeras arrancadas. Orgaz perdió la paciencia y saliendo desnudo fusiló al
primer burro que halló por delante.
Con un muchacho mandó al día siguiente avisar a Bouix que en su casa había
amanecido muerto un burro. No fue el mismo Bouix a comprobar e inverosímil suceso,
sino su hijo mayor, un hombrón tan alto como trigueño y tan trigueño como sombrío. El
hosco muchacho leyó el letrero al pasar portón, y ascendió de mal talante a la meseta,
donde Orgaz lo esperaba con las manos en los bolsillos. Sin saludar apenas, el delegado
de Bouix se aproximó al burro muerto, y Orgaz hizo lo mismo. El muchachón giró un
par de veces alrededor del burro, mirándolo por todos lados.
-De cierto ha muerto anoche... -murmuró por fin-. Y de qué puede haber
muerto...
En mitad del pescuezo, más flagrante que el día mismo, gritaba al sol la
enorme herida de la bala.
- Quién sabe... Seguramente envenenado-repuso tranquilo Orgaz, sin quitar
las manos de los bolsillos.
Pero los burritos desaparecieron para siempre de la chacra de Orgaz.
E
l mono agarró un tronco de árbol, lo subió
hasta el más alto pico de de una sierra, lo
dejó allí, y cuando bajó al llano, explicó a
los demás animales.
-¿Ven aquello que está allá? ¡Es una
estatua, una obra maestra! La hice yo.
Y los animales, mirando aquello que
veían allá en lo alto, sin distinguir que fuere,
comenzaron a repetir que aquello era una obra maestra. Y todos admiraron al mono
como a un gran artista. Todos menos el cóndor, porque el cóndor era el único que podía
volar hasta el pico de la sierra y ver que aquello sólo era un viejo tronco de árbol. Dijo a
muchos lo que había visto; pero ninguno creyó al cóndor, porque es natural en el ser que
camina no creer al que vuela.
EL ZORRO, EL QUIRQUINCHO Y LA CARRETA DE QUESOS de Juan Carlos
Dávalos
La guitarra
Atahualpa Yupanqui