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El Pobre de Asis

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En El pobre de Ass, la ltima obra que escribi Kazanttakis antes de su muerte, se recrea la vida de san Francisco de Ass a travs

del relato del hermano Len, un compaero en su recorrido por los caminos de la tierra. Gracias a l asistimos al peregrinaje de san Francisco, de monasterio en monasterio, de aldea en aldea, de desierto en desierto, en busca de Dios. Francisco libra una terrible batalla entre la santidad y la humanidad, de la que saldr victorioso gracias al espritu, gracias al amor. "Slo existe un amor siempre el mismo, sea cual fuere su objeto: una mujer, un hijo, una madre, la patria, una idea, Nos." Nikos Kazantzakis naci en la isla de Creta en 1883. tuvo una vida azarosa; se licencl en Derecho, fue monje en el monasterio de Athos, ministro de su pas, revolucionario, director de un departamento de la Unesco y un gran escritor. Fue uno de los ms grandes novelistas griegos contemporneos y sin duda, el ms famoso Internacionalmente. Sus obras han sido llevadas al cine, medio en el que han logrado un notable xito, como la Inolvidable Zorba el griego y la polmica La ltima tentacin de Cristo.

El pobre de Ass

Nikos Kazantzakis

SALVAT

Diseo de cubierta: Ferran Cartes/Montse Plass Traduccin: Emique Pezzoni

Al Doctor Albert Schweitzer, el San Francisco de Ass de nuestro tiempo. K.

1995 Salvat Editores, S.A. (Para la presente edicin) Helena Kazantzakis De la versin castellana, Carlos Lohl 1989 Editorial Debate

ISBN: ISBN:

84-345-9042-5 (Obra completa) 84-345-9111-1 (Volumen 68)

Depsito Legal: B-37853-1995 Publicado por Salvat Editores, S.A., Barcelona

Impreso por CAYFOSA. Noviembre 1995 Printed in Spain - Impreso en Espaa

INTRODUCCIN

Recuerdas, padre Francisco, a este indigno que hoy toma la pluma para escribir tus hechos y tus gestos? Yo era un mendigo humilde y feo el da de nuestro primer encuentro. Humilde y feo, hirsuto el pelo de la nuca a las cejas, cubierto el rostro de barba, temerosa la mirada. En vez de hablar, balaba como un cordero. Y t, para burlarte de mi fealdad y mi humildad, me apodaste hermano Len. Pero cuando te cont mi vida, te echaste a llorar y me dijiste, atrayndome a tus brazos: -Perdona que me haya burlado de ti Ilamndote len; porque ahora veo que eres un verdadero len, y lo que persigues slo un len verdadero podra perseguirlo. Yo iba de monasterio en monasterio, de aldea en aldea, de desierto en desierto, en busca de Dios. No me cas, no tuve hijos porque buscaba a Dios. Olvid comer el mendrugo de pan y el puado de aceitunas que me daban porque iba en busca

de Dios. Tena seca la garganta a fuerza de pedir, hinchados los pies a fuerza de caminar. Me cans de llamar a las puertas para mendigar, primero mi pan, despus una palabra de bondad, al fin la salvacin. Todo el mundo se burlaba de m y me llamaba simple de espritu. Me zarandeaban, me expulsaban, ya no poda ms. Aprend a blasfemar. Despus de todo, soy un hombre; estaba cansado de caminar, de tener hambre y fro, de llamar a las puertas del cielo sin recibir nunca respuesta. Una noche, en el colmo de la desesperacin, Dios me tom de la mano. Padre Francisco, tambin a ti te haba tomado de la mano, y as nos encontramos. Y ahora, sentado ante el ventanuco de mi celda, miro las nubes primaverales. En el patio del claustro, el cielo est bajo; llueve suavemente; la tierra huele bien. Los limoneros estn floridos, a lo lejos canta un cuclillo. Todas las flores ren, porque Dios se ha hecho lluvia y llueve sobre el mundo. Qu dulzura, Seor, qu felicidad! Cmo se confunden la lluvia y la tierra, el olor del estircol y el del limonero, con el corazn del hombre! En verdad, el hombre es de tierra y por eso se regocija tanto como ella con esa tranquila y acariciadora lluvia de primavera. El agua del cielo riega mi corazn que se hiende para que crezca en l un retoo y surjas t, padre Francisco. Padre Francisco, en mi florece la tierra toda, ascienden los recuerdos, la rueda del tiempo se mueve hacia atrs y as resucitan las horas santas en que recorramos juntos los caminos de la tierra, t al frente y yo pisando tus huellas, en el terror.

Recuerdas nuestro primer encuentro? Fue una noche de agosto. Acababa de llegar a Ass, la famosa. Haba luna llena, el hambre me haca vacilar... Muchas veces -a Dios se lo agradezco- haba gozado de la noble ciudad, pero esa noche me pareci

7 diferente, irreconocible. Casas, iglesias, torreones, ciudadela, bogaban bajo un cielo malva, en medio de un mar de leche. Cuando entr, hacia el crepsculo, por la nueva puerta de San Pedro, una luna perfectamente redonda se levantaba, roja, pacfica como un sol amable, y difunda su luz en cascadas silenciosas desde la fortificacin de la Rocca hasta los techados de las casas y los campanarios, transformando las callejas en arroyos y haciendo desbordar de leche los zanjones. Los rostros de los hombres resplandecan, como iluminados por el pensamiento de Dios. Transportado, me detuve e hice la seal de la cruz, preguntndome si era sa, en verdad, la ciudad de Ass, la ciudad de las casas, los campananos y los hombres, o si haba entrado, antes de morir, en el Paraso. Tend las manos: se llenaron de luna, una luna compacta y dulce como la miel. Sent sobre los labios y las sienes la gracia de Dios que flua. Entonces comprend: "Un santo ha pasado por aqu", exclam, "estoy seguro, respiro su olor en el ai re". Sub por callejas estrechas y tortuosas, chapoteando en el claro de luna, hasta la plaza de San Justo. Era un sbado, haba all mucha gente, se oan voces cascadas,

canciones, aires de mandolina. El olor mareante de los pescados que se frean, el de la carne que se asaba sobre las brasas se mezclaban con los perfumes del jazmn y de las rosas. El hambre me atormentaba las entraas. Me acerqu a un grupo. -Buenas gentes -les dije-, habra alguien aqu, en Ass, la famosa, que pudiera darme limosna? Tengo hambre y sueo, pero no he de quedarme: maana partir. Me observaron de la cabeza a los pies y empezaron a burlarse: -Y quin eres t, hermoso joven? Acrcate un poco, que te admiremos... -Quiz sea Cristo -dije entonces para asustarlos-. A veces desciende a la tierra con figura de mendigo. -Un buen consejo, desdichado: no se te ocurra repetir lo que acabas de decir. No juegues al aguafiestas, sigue bien tu camino. Si no, cuantos estamos aqu te atraparemos y te crucificaremos! Se echaron de nuevo a rer. Sin embargo, el ms joven de ellos se compadeci de m: -Acude a Francisco, el que llaman "cesta agujereada", el hijo de Pedro Bernardonc. El site dar limosna. Tienes suerte. Ayer mismo volvi de Spoleta. Slo debes ir en su busca. Entonces intervino un mocetn con cara de rata y tez olivcea. Se llamaba Sabattino. Aos despus volvimos a encontrarnos, cuando tambin l se hizo compaero de Francisco: juntos, descalzos, recorrimos muchas veces los caminos de la tierra. Esa noche, al or el nombre de Francisco, se puso a cloquear malignamente: -Se march a Spoleta, empenachado y pimpeante en su coraza de oro... Era para cubrirse de gloria, hacerse armar caballero y volver en seguida para pavonearse ante nosotros, como un gallo. Pero Dios es justo: lo hiri en plena frente y nuestro

valiente regres a su casa no como un gallo, sino como un polluelo desplumado. Dio un salto y batiendo las palmas agreg con una risa estpida: -Si hasta han hecho una cancin sobre l! Vamos todos, en coro! Se pusieron a cantar a grito pelado, llevando el comps con palmadas:

8 A Spoleta se march en busca de su armadura; de Spoleta regres tal como lo hizo natura... La vista de la carne y el vino me hizo desfallecer; tuve que apoyarme contra la puerta. -<Dnde est ese Francisco cesta agujereada, a quien Dios guarde? Dnde est? -les pregunt en un soplo. -En el barrio alto -contest el ms joven-. Lo encontrars cantando bajo la ventana de su bella. Me puse en camino, subiendo y bajando las callejas. El hambre me

atenazaba. La~ chimeneas humeaban, yo aspiraba esos olores y senta mis entraas colgantes y secas como un racimo saqueado por los pjaros. Extenuado, me puse a blasfemar: ~Ah!". exclam, lleno de rabia el corazn. "Si no buscara a Dios, qu buena vida podra llevar! Me tragara mis buenas rebanadas de pan blanco, mis suculentos pedazos de cerdc al horno, que me gusta tanto, o liebre en aceite, con cebollitas, laurel y comino, , me zampara un pellejo de vino tinto de Umbra para refrescarme la garganta.

Despu5 ira a entibiarme en los brazos de una viuda, porque tengo odo que no hay calor m~ suave que el de una viuda. Mejor que un brasero!" Caminaba rpidamente, para tener menos fro, corra para escapar a la tentacir de la came asada y las viudas... As llegu a las alturas de la ciudadela, la clebre Rocca. Las altivas murallas estaban en ruinas, las puertas calcinadas. Slo dos torre~ agrietadas subsistan, y ya la hierba silvestre creca en los intersticios de las piedras Pocos aos antes, el pueblo se haba sublevado. Sin poder soportar ya la tirana dt los seores, se haba lanzado contra ese nido de gavilanes para saquearlo. Yo querh recorrerlo para alegrarme hasta hartarme de la desgracia de los grandes. Ellos habiat bebido bien, haban comido bien! Ahora nos tocaba a nosotros! Pero soplaba un vient glacial y tena fro. De modo que baj a la carrera. En las casas, las luces se haban apagado y todo el mundo roncaba despus de h pitanza. Esos pinges burgueses haban encontrado en la tierra a un Dios conform a sus deseos, a la talla del Hombre, que no prohiba ni las mujeres, ni los nios, n la buena vida; mientras que yo, imbcil de m, recorra las calles de Ass implorand al cielo, descalzo, famlico, castaeteando los dientes. Blasfemaba y rezaba sucesiva mente para calentarme cuando, hacia medianoche, cerca de la iglesia del obispado o sonar guitarras y lades. Me acerqu en puntas de pie y me ocult en un prtico Frente a la casa del conde Scifi vi entonces a seis o cinco adolescentes que daban um serenata. Uno de ellos, de baja estatura, una gran pluma en el sombrero, tenso

el cue lo, fija la mirada en una ventana con rejas, cruzados los brazos sobre el pecho, canta ba... Los dems, evidentemente bajo el hechizo de su voz, lo acompaaban con su Instrumentos. Qu voz, Dios mo, qu dulzura, qu pasin! Mandato y rezo a la vez No recuerdo ya las palabras de su cancin para transcribiras aqu, pero s que hablab~ de una blanca paloma perseguida por un gaviln y de un joven que llamaba a la paloma ofrecindole el refugio de su pecho. Cantaba en voz baja, como temiendo desperta a la muchacha que deba de dormir tras la ventana enrejada. El espectculo me conmo vi y los ojos se me llenaron de lgrimas. Cundo, dnde haba odo yo esa voz, esa dulzura en el mandato y la plegaria? Cundo, dnde haba odo yo esa llamada? La paloma que gritaba de terror, el gaviln que la persegua con chillidos penetrantes y, muy lejana, la voz de la Salvacin... Los jvenes se colgaron en bandolera las guitarras y, disponindose a partir, se dirigieron al que haba cantado: -Eh, Francisco! Qu esperas? No ha llegado el momento de que la princesita abra su ventana para arrojarte la rosa! Pero el cantante no respondi y se volvi hacia la plaza desde la cual suban los cantos de las tabernas, todava an abiertas. Fue entonces cuando, en el temor de perderlo, me precipit hacia l. Porque sbitamente lo haba sentido: la paloma no era otra que mi alma, y el gaviln era el diablo, y ese joven, el pecho en que deba encontrar mi refugio. Su cuerpo exhalaba un olor de miel, de cera, de rosa. Comprend; era el olor de la santidad, ese mismo olor

que sube de las reliquias de un santo cuando se abre su relicario de plata. Me quit la capa acribillada de agujeros y cubr con ella la tierra para que Francisco la pisara. Se volvi, me mir y sonri: -Por qu? -pregunt en voz baja. -No lo s, mi joven seor. Por si sola, la capa ha abandonado mis hombros y se ha tendido en el suelo, bajo tus pies. Su sonrisa se extingui. Suspir y, despus de una ligera vacilacin, se inclin hacia mi, turbado: -Has visto alguna seal en el aire? -No lo s, mi joven seor. Todo es seal: mi hambre, este claro de luna, tu voz... Si continas preguntndome, estallar en sollozos. Entonces repiti en un susurro: "Todo es seal", y mir a su alrededor con inquietud. Despus tendi la mano hacia mi y movi los labios, como si todava hubiese querido interrogarme, pero pareci no resolverse. Dio un paso hacia m y me inclin para escuchar lo que iba a decirme. Entonces sent su aliento vinoso en mi cara. -Nada... -dijo irritado-. No me mires as. No tengo nada que decirte. Apret el paso. -Ven conmigo. Lo segu. Estaba vestido de seda, una larga pluma roja adornaba su toca de terciopelo y un clavel floreca en su oreja. "Este es uno que no busca a Dios", pens; "su alma est hundida en su carne". De pronto le tuve lstima. Le toqu el codo. -Perdname, mi joven seor, pero quisiera hacerte una pregunta. T comes, bebes, te vistes de seda, cantas bajo las ventanas.., en fin, tu vida es una verdadera fiesta... Pero, no te falta algo?

El joven se volvi bruscamente. -Nada me falta! -respondi, irritado-. Por qu me preguntas eso? No me gusta que me interroguen. Sent un nudo en la garganta. -Porque tengo lstima de ti, mi joven seor. Alz orgullosamente la cabeza: 10 -Lstima de m! -dijo, echndose a rer-. T? Despus, bajando el tono: -Por qu tienes lstima de mi2 -pregunt con voz anhelante. Se inclin y me mir en los ojos. -Quin eres bajo tus harapos de mendigo? Quin? Despus, alzando nuevamente la voz: -Habla! Di la verdad! Alguien te ha enviado? Quin? Y al no recibir respuesta: -No me falta de nada! -grit, golpeando el suelo con el pie-. No quiero que me compadezcan. Quiero que me envidien. No! No ile falta nada! Baj la cabeza y call. Despus de una pausa breve: -El cielo est demasiado alto, no puedo alcanzarlo. La tierra es buena y hermosa. Y est muy cerca, adems... -Nada est ms cerca de nosotros que el cielo. La tierra est bajo nuestros pies y caminamos sobre ella, pero el cielo est en nosotros. Raleaban las estrellas, declinaba la luna, de los barrios alejados llegaban serenatas apasionadas. El aire de esa noche estaba cargado de perfumes, de amor. Abajo, la plaza bulla. -Si, el cielo est en nosotros, mi joven seor -repet. -Cmo lo sabes? -me pregunt con inquietud -He tenido hambre, he sufrido. Me tom del brazo. -Ven a mi casa. Comers y dormirs, pero no vuelvas a hablarme del cielo.

Basta ya por hoy! Los ojos le brillaban de clera y tena la voz ronca. En torno a la plaza del mercado las tabernas retumbaban de gritos. Una linterna roja arda frente a una vieja barraca en la que entraban jvenes borrachos. De las aldeas vecinas ya llegaban mulos cargados de legumbres y frutos. Dos saltimbanquis plantaban estacas, tendan cuerdas. En todas partes se disponan mesas y se alineaban botellas de vino, de aguardiente y de ron. Eran los preparativos para el mercado del da siguiente, el domingo. Dos borrachos advirtieron a Francisco en la luz de la luna y rieron sin poder contenerse. Uno de ellos tom la guitarra que llevaba en bandolera y empez a cantar, mirndolo con aire burln: El nido haces tan alto que la rama ceder, y el pjaro volar: Qu triste sobresalto! Con la cabeza baja, Francisco escuchaba inmvil: -Tiene razn -murmur-, tiene toda la razon... Deb callar, pero torpe como soy, no pude retener mi lengua: -Qu pjaro? L 11 Francisco me mir. Haba en su rostro tal dulzura que, abandonndome a mi impulso, le tom la mano y se la bes: -Perdname! Entonces pareci serenarse.

-Qu pjaro? -susurr-. Lo s yo mismo, acaso? Suspir profundamente. -No lo s -gimi-, no lo s. Ven, no me hagas preguntas! Me tom firmemente de la mano, como temiendo yerme escapar. Escaparme yo? Y para ir adnde? Desde ese momento, nunca lo dej. Eras t, entonces, padre Francisco, aquel a quien buscaba desde hacia tantos aos? He nacido nicamente para servirte? Lo que me dijiste, a nadie lo has dicho. Me tomaste de la mano y mientras atravesbamos los bosques y franquebamos las montaas, hablaste... Y yo aguzaba el odo y te escuchaba, sin pronunciar palabra. -Si no te tuviera a ti, hermano Len -me decas-, hablara a las piedras, a las hormigas, a las hojas del olivo... Tengo el corazn demasiado lleno; si no lo abro, estallar. Supe as ms cosas sobre ti que nadie en el mundo. Cometiste ms pecados de los que nadie imaginaria; hiciste ms milagros de los que nadie creera. Desde el fondo mismo del Infierno tomaste impulso para remontarte hasta el Cielo. Me lo decas a menudo: "Cuanto ms bajo sea tu punto de partida, ms alta ser tu elevacin. El mayor mrito del cristiano militante no consiste en su virtud, sino en el combate que libra para trasmutar en virtud su impudor, su cobarda, su incredulidad, su malicia. Un da, un glorioso arcngel ir a situarse a la diestra de Dios: no ser Miguel, ni Gabriel, ser Lucifer, que por fin habr trasmutado su horrible negrura en luz". Yo lo escuchaba boquiabierto. "Qu dulces de oir son esas palabras!", pensaba. "De modo que tambin el pecado puede convertirse en el sendero que nos lleva a

Dios? De modo que el pecador tambin puede esperar la salvacin?" Y tu amor por Clara, la hija del noble Favorini Scifi? Soy el nico que lo sabe. Las gentes, con su espritu timorato, creen que slo amabas su alma. Pero t amabas su cuerpo, ante todo. Partiste de ese amor y por un camino lleno de tentaciones y trampas, despus de una larga lucha, llegaste, con el auxilio de Dios, hasta el alma de Clara. Y amaste esa alma sin renunciar nunca a ese cuerpo, pero sin tocarlo nunca. Lejos de ser obstculo, ese amor carnal te llev a Dios, ya que te permiti conocer un gran secreto: las vas y la pugna mediante las cuales la carne se hace espritu. Slo existe un amor, siempre el mismo, sea cual fuere su objeto: una mujer, un hijo, una madre, la patria, una idea, Dios. Obtener una victoria, siquiera en la etapa ms baja del amor, es abrir el camino que lleva al cielo. T combatiste la carne, la amasaste con tus lgrimas y tu sangre, la y al cabo de una larga y terrible hiciste batalla espritu en que fue tus inexorablemente vencida, hiciste espritu. Del mismo modo todas virtudes, que tambin eran carne y otras tantas Claras: llorando, riendo, desgarrndote. Es el camino, el nico; no hay otro. T lo comprendiste y yo me sofocaba siguindote. Un da te pusiste en pie, gimiendo, entre las piedras manchadas con tu sangre; tu cuerpo no era sino una llaga. Me precipit hacia ti, desgarrado el corazn de piedad, y me abrac a tus rodillas gritando: -Hermano Francisco, por qu atormentas tu cuerpo? Es una criatura de Dios y

debes respetarlo. No tienes lstima de la sangre que se derrama? -Hoy, sacudiendo la cabeza-, el virtuoso debe poseer la virtud hasta la santidad y el pecador ha de pecar hasta la bestialidad. Hoy no existen trminos medios. Otra vez, mirando con desesperacin la tierra que quera perderte y el cielo que te rehusaba su auxilio, me dijiste, y an me estremezco: -Hermano demasiado pesado para ti, corderillo de Dios, olvidalo. Me escuchas? -Te escucho, padre Francisco. Yo temblaba de pies a cabeza. Entonces, ponindome la mano sobre el hombro como para impedir que cayera: -Hermano Len, el verdadero santo es el que ha renunciado a todos los goces de la tierra... y a todos los goces del cielo. Pero no bien salieron de tus labios esas palabras mas, tuviste miedo y, recogiendo un puado de tierra, te. llenaste con l la boca. Despus inc miraste, horrorizado: -Qu he dicho? He hablado? No... cllate! Y estallaste en sollozos. Cada noche, a la luz de la lmpara, yo anotaba escrupulosamente todas tus palabras para que no se perdieran. Y tambin tus hechos. Me deca que una sola de tus palabras poda salvar un alma y que si no la entregaba a los hombres, esa alma perdera su salvacin por mi culpa. Muchas veces tom la pluma para escribir, pero renunciaba lleno de temor. Si, y que Dios me perdone: las letras del alfabeto me aterrorizaban. Son genios malos, astuLen, escucha bien. He de decirte algo muy grave. Si es en el punto a que ha llegado la humanidad -me respondiste

tos, impdicos, prfidos. Cuando se abre la escribana para librarlos, huyen desatados, indomables. Se animan, se unen, se separan, se alinean a su antojo sobre el papel, negros, con sus colas y sus cuerpos. Y es intil llamarlos al orden y suplicarles; todo hacen segn les place. As, en su enloquecida zarabanda, destacan socarronamente lo que queramos ocultar y, al revs, se niegan a expresar lo que, en lo ms hondo de nuestro corazn, lucha para salir y hablar a los hombres. Un domingo, saliendo de la iglesia, sent que mi temor desapareca. ",Acaso Dios no sujet a esos genios perversos, mal de su grado, para escribir el Evangelio?", me dije. "Entonces, coraje, alma ma, no tengas miedo. Toma la pluma y escribe!" Pero tambin esa vez mi pgina permaneci en blanco. Los que escribieron el Evangelio eran apstoles. Uno tenda al ngel, otro al Len, el tercero al Buey y el cuarto al Aguila para dictarles lo que deban escribir. Pero yo... Fue as como durante aos, sin poder decidirme, transportaba tus palabras, transcritas fielmente, una a una, a pellejos de animales, trozos de papel y de corteza. "Cundo llegar el momento~, me deca, ~en que la vejez me tornar incapaz de correr por el mundo? Entonces me retirar a un convento para que Dios me d fuerzas, en la calma de mi celda, a fin de poner sobre el papel, como en la leyenda, tus palabras y tus obras. Para la salvacin del mundo, padre Francisco". Estaba impaciente. Vea las palabras cobrar vida y agitarse sobre las pieles, los trozos de papel y las cortezas. E imaginaba a Francisco errante, sin techo, agotado,

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la mano tendida como un mendigo. Lo vea deslizarse en el patio del convento el nico que lo vea- y entrar en mi celda. Anteayer. todava, durante el crepsculo, soplaba el viento del norte, hacia fro y yo haba encendido mi hornillo de barro cocido (el padre superior me ha dado permiso para hacerlo, porque ya soy viejo y no tengo resistencia). Inclinado sobre un pergamino, lea la Vida de los santos. El aire estaba poblado de milagros que me laman como llamas. Ya no me encontraba sobre la tierra. De pronto, siento que hay alguien detrs de m. Me vuelvo: Francisco estaba junto al fuego. Me pongo de pie de un brinco. -Padre Francisco -exclam-. Has dejado el Paraso? -Tengo cabeza. Tena miel y pan. Me precipito para darle de comer, pero en el instante en que me vuelvo: nadie. Era un signo de Dios, un mensaje manifiesto: "Francisco yerra por la tierra, sin fuego ni techo. Hazle una morada!". Me invadi el mismo temor y luch largo tiempo contra mi mismo. Despus, fatigado, pos la cabeza sobre el pergamino y, en cuanto me dorm, tuve este sueo: Estaba tendido bajo un rbol florido. Una brisa primaveral soplaba desprendiendo las flores que caan sobre mi. Qu dicha, qu dulzura, qu felicidad! Era como si el sopo de Dios me acariciara, semejante a una brisa perfumada. No poda ser otro que el rbol del Paraso! Sbitamente, mientras contemplaba el cielo a travs de las ramas, fueron fro -respondi-, tengo fro y hambre, busco dnde posar mi

a posarse en cada una de ellas pjaros diminutos como las letras del alfabeto. Uno solo al principio, despus dos, luego tres que se pusieron a brincar por todo el rbol, formando grupos de dos, de tres o de cuatro, cantando a coro, arrebatados de entusiasmo. El rbol ya no era sino un canto suave, un canto de pasin, de amor y de indecible tristeza, Y advert que era yo mismo, profundamente hundido en la tierra primaveral, cruzados los brazos sobre el pecho, que eran mis propias entraas el punto de donde parta ese rbol cuyas races, envolviendo mi cuerpo, absorban su savia. Las alegras y las penas de mi vida se haban vuelto pjaros canoros. Despert. El canto an vibraba en mi, la brisa de Dios me acariciaba. Haba dormido toda la noche sobre el pergamino. Era el alba. Me alc y me puse ropas limpias. Las campanas redoblaban los maitines, me persign y baj a la iglesia. Apliqu la frente, la boca, el pecho sobre las lajas. Comulgu. Acabada la misa, no dirig la palabra a nadie, para conservar puro el aliento, y volv corriendo, volando casi, a ini celda. Sin duda me sostenan ngeles. No los vea, pero oa el ruido de sus alas. Al fin tom la pluma, hice la seal de la cruz y empec a escribir tus Hechos y tus Gestos, padre Francisco. Que Dios me asista!

14 Seor, juro decir la verdad; ayuda a mi memoria. Ilumina mi espritu, Seor, no me dejes pronunciar una palabra superflua. Montaas y llanuras de Umbra, erguios y testimoniad! Piedras manchadas con su sangre de mrtir, caminos polvorientos o cubiertos de fango, sombras cavernas, cimas nevadas, navo que lo llevaste a la Arabia salvaje, leprosos, lobos, bandidos, y vosotros, pjaros, que lo osteis orar, acudid! Yo, el hermano Len, tengo necesidad de vosotros, venid, ayudadme a decir la verdad, toda la verdad; la salvacin de mi alma depende de ello. Tiemblo, pues suele ocurrirme que no puedo distinguir entre la verdad y la mentira. Francisco se vierte en mi espritu como el agua, cambia constantemente de rostro y ya no puedo encontrarlo. Era bajo? Era un coloso? No puedo afirmar nada con la mano sobre el corazn. Muchas veces se me mostr enclenque, de cara ingrata, seca, con barba raa, labios gruesos e inmensas orejas velludas, tiesas como las de un conejo, siempre atentas al mundo visible e invisible. Sin embargo, sus manos eran delicadas, sus dedos ahusados como los de un hombre de noble ascendencia... Cuando hablaba o rezaba, cuando crea estar solo, flmulas celestes brotaban de su cuerpo; era un arcngel que bata vivamente el aire con sus alas rojas. Quien lo sorprenda as, en mitad de la noche, retroceda aterrorizado para no quemarse con el fuego. -Padre Francisco -le gritaba yo-, vas a quemar el mundo. Entonces avanzaba hacia mi, tranquilo, sonriente; su rostro ya haba

recobrado la dulzura, la amargura, la debilidad de un rostro humano. Un da recuerdo que le pregunt: -Padre Francisco, cmo se te aparece Dios cuando te encuentras solo en la oscuridad? Me respondi: -Como un vaso de agua fresca, hermano Len, un vaso de agua de Juvencia. Tengo sed, bebo esa agua y mi sed se calma por la eternidad. Sorprendido, exclame: -Como un vaso de agua fresca? Dios? -Por apropiado para los labios del hombre que Dios. Pero aos despus, agotado, el padre Francisco, que no era ya sino un montn de huesos y pelos, me dijo en voz baja para que no lo oyeran otros hermanos: -Dios es un incendio, hermano Len. Arde y nosotros ardemos con l. Cuanto ms procuro abarcarlo en mi recuerdo, ms segura me parece una cosa: qu te asombras? Nada hay ms simple, ms refrescante y ms

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L desde la tierra que hollaban sus pies hasta su cabeza, su talla era ms bien pequea, estoy seguro de ello. Pero a partir de su cabeza, Francisco era inmenso. Recuerdo con nitidez dos partes de su cuerpo: sus pies y sus ojos. Soy un mendigo, me he pasado la vida con mendigos, he visto millares de pies condenados a caminar

por las piedras, el polvo, el fango, la nieve. Pero nunca he visto pies tan sufridos, tan lastimosos, tan flacos, rodos por los caminos y cubiertos de llagas sangrientas. A veces, cuando el padre Francisco dorma, me inclinaba y le besaba los pies. Era como si besara todo el sufrimiento humano. Y sus ojos? Quien los vea una vez ya no poda olvidarlos. Eran grandes, rasgados en forma de almendra, de un negro profundo. Las gentes decan: "Nunca he visto ojos tan dulces, tan claros", y mientras lo decan esos ojos se abran como trampas y descubran las entraas, corazn, riones y pulmones, que ardan. A menudo miraba a alguien pero sin verlo. Porque a travs de la piel y la carne, a travs de la cabeza del hombre que se encontraba ante l, perciba el crneo, la cabeza del muerto. -Me gustas, hermano Len -me dijo un da acaricindome el rostro-, me gustas porque dejas que el gusano se pasee libremente por tus labios y tus orejas, sin espantarlo. -Qu gusano? No lo veo! -Lo ves, sin duda, cuando rezas o cuando sueas con el Paraso. Pero no lo espantas porque sabes bien que ese gusano es un enviado de Dios, nuestro Gran Rey. Dios celebra una gran boda en el cielo y nos enva al gusano para invitarnos: Saludos de parte del Gran Rey! Acudid!". Cuando estaba acompaado, le gustaba jugar y rer. A veces tomaba dos trozos de madera y finga tocar el violn e improvisaba canciones en honor de Dios. Lo hacia para infundir coraje a los hombres, porque sabia que los sufrimientos del alma y del

cuerpo hambriento superan la resistencia humana... Pero cuando estaba solo estallaba en sollozos. Se golpeaba el pecho, rodaba sobre las ortigas y las zarzas, levantaba los brazos al cielo gritando: "Todo el da te busco desesperadamente, oh mi Dios; por la noche, cuando duermo, eres T el que me busca! Cundo nos encontraremos?. En una ocasin lo oi gritar, con los ojos perdidos en el Cielo: -No quiero seguir viviendo, desvisteme, Seor, librame de mi cuerpo, tmame! Por la maana, cuando naca el da y los pjaros empezaban a cantar, o al medioda, cuando se sumergan en la fresca sombra del bosque, o bien por la noche, bajo las estrellas, indecible. -Hermano Len -me deca con los ojos llenos de lgrimas-. Qu prodigio! Cmo imaginar a Aquel que cre tanta belleza? Cmo nombrarlo? -Dios, padre Francisco -le responda yo. -No, no con ese nombre! -exclamaba-. Ese nombre es terrible, rompe los huesos. No, no Dios, sino Padre! Una noche la luna era un disco perfecto en medio del cielo y la tierra, inmaterial, flotaba en el espacio. Francisco recorra las calles de Ass, asombrado de que las gentes no estuvieran en los umbrales de sus casas para admirar ese milagro. De sbito, corri, trep por el campanario de la iglesia y empez a tocar a rebato. La gente despert sobresaltada, temiendo un incendio, y se precipit semidesnuda en el patio de San Rufino. Y al ver que Francisco agitaba furiosamente la campana, le preguntaron: al claro de luna, Francisco se estremeca con una felicidad

16 E -Por qu tocas? Qu pasa? -Levantad los ojos -les respondi l desde lo alto del campanario-. Mirad esa luna! Tal era el pobre Francisco; al menos, as lo vea yo. Porque, habr manera de saber quin era en realidad? Lo saba acaso l mismo? Un da de invierno, en la Porcincula, Francisco se calentaba al sol en el umbral de una puerta, cuando lleg un hombre joven, sin aliento, y se detuvo frente a l. -Dnde est Francisco, el hijo de Bernardone? -pregunt-. Dnde est el nuevo santo? Quiero arrojarme a sus pies. Hace meses y meses que vago por los caminos en su busca. Por el amor de Cristo, hermano, dime dnde se encuentra. -Dnde sacudiendo la cabeza-. Francisco? El hijo de Bernardone? Tambin yo, hermano, lo busco. Hace aos que lo busco. Dame la mano y vayamos en pos de l. Se puso de pie, tom al joven de la mano y lo llev consigo. est Francisco, el hijo de Bernardone? -respondi Francisco

Poda yo adivinar esa noche, cuando lo encontr en Ass, el destino de ese muchacho que cantaba bajo las ventanas de su amada, con una pluma roja en el sombrero? Me tom de la mano, atravesamos la ciudad corriendo y llegamos ante la morada de Bernardone. Entramos con precaucin para no despertar al ogro; Francisco me llev a comer y me prepar una cama. Al alba, despus de haber dormido bien, me levant, abr la puerta sin hacer ruido y me deslic afuera. Era domingo, haba una gran misa en la

iglesia de San Rufino y fui a instalarme ante el prtico para mendigar. Me sent sobre el len de piedra que se encuentra a la izquierda del portal de la iglesia y esper a la multitud de cristianos. En esos das los cristianos cambian de alma al cambiar de hbito, el Infierno y el Paraso los preocupan, tienen miedo, esperan y abren su bolsa a los menesterosos. Me haba quitado la caperuza y de cuando en cuando caan monedas tintineando. Una dama de alcurnia, vieja y medio loca, se inclin y me pregunt quin era yo, de dnde venia y si haba visto a su hijo, aprisionado durante la guerra por los caballeros de Siena. Cuando abra la boca para contestarle, el seor Bernardone, padre de Francisco, apareci. Lo conoca de antiguo, pero nunca me haba dado limosna. Tienes brazos y piernas!, me gritaba siempre, trabaja!. Un da le respond: -No trabajo, pero busco a Dios! -As te cuelguen! -grit con su voz de trueno, y su sequito estall en una carcajada. Llegaba con paso majestuoso acompaado de su mujer, doa Pica, para oir la misa en la iglesia. Mi Dios, qu hombre terrible! Llevaba una larga tnica de seda escarlata, bordada con ribetes de plata, una gran toca de terciopelo negro y zapatos a la polaca de igual color. Su mano izquierda jugaba con una cruz que colgaba de una cadenilla de oro. Bernardone era fornido, de ancha mandbula, gran papada, nariz aquilina, ojos grises y fros semejantes a los de un halcn. No bien lo vi, me encog en mi rincn. Tras l trotaban cinco o seis mulos cargados hasta reventar de mercancas preciosas: sedas, terciopelos, galones de oro y

brocados 17 U maravillosos. Cinco arrieros armados vigilaban las bestias, porque las calles eran un hervidero de bandidos. Bernardone acuda, pues, a la iglesia con sus mercancas. Quera que el Santo las bendijera y pudiera reconocerlas en caso de que se encontraran en peligro. Como cada vez que parta de viaje, propondra a san Rufino: Protege mis mercancas y te traer de Florencia una lmpara cincelada de plata... todos los dems santos, que no tienen ms que lmparas de vidrio, se pondrn celosos... Junto a l, cruzadas las manos sobre el vientre, altivo el andar, bajos los ojos y el pelo cubierto con un velo azul, estaba doa Pica, la Francesa. Era hermosa, graciosa, dulce. Adivin en su rostro que sola dar limosnas. Tend la mano, pero no me vio. O ms bien prefiri no darme limosna delante de su marido. Cruzaron el umbral de la gran puerta y desaparecieron en la iglesia. Muchos aos despus, una maana, a punto de partir a predicar la Buena Nueva en las aldeas, Francisco, que pensaba en su madre y su padre, suspir: -Ah, todava no he podido reconciliarlos! -A quines? De quines hablas, hermano Francisco? -De mi padre y mi madre. Luchan en mi desde hace aos y, te lo aseguro, esa lucha es toda mi vida. Pueden tomar nombres diferentes: Dios y Satans, espritu y carne, bin y mal, luz y tinieblas, pero nunca son otros que mi padre y mi madre. Mi padre grita: "Gana dinero, enriqucete, cambia tu oro' seor Slo el rico y el

son dignos de vivir. No seas bueno, te perders; si te rompen un diente, rompe una mandbula. No trates de que te quieran, procura ser temido. No perdones, golpea!". Y la voz de mi madre, aterrorizada, me dice quedamente, para que mi padre no pueda orla: "S bueno, mi Francisco, ama a los pobres, a los humildes, a los desheredados! Perdona a quienes te hayan ofendido!. Mi padre y mi madre luchan en mi y me esfuerzo por reconciliarlos. Pero no se reconcilian, hermano Len, y sufro.. En efecto, el seor Bernardone y doa Pica se haban reunido en el corazn de Francisco y lo atormentaban. Pero fuera del corazn de su hijo, cada uno tena su propio cuerpo y ese da iban a la iglesia, el uno junto a la otra, para oir la misa. Cerr los ojos, escuch las voces frescas de los nios que cantaban y el sonido del rgano que manaba del triforio haciendo vibrar el aire con sus acordes. Pens: Es la voz de Dios, la voz del pueblo, severa, todopoderosa...". Los ojos cerrados, escuchaba, era feliz. As, a horcajadas sobre el len de mrmol, me pareci que entraba en el Paraso. Un canto muy dulce, el perfume del benju y, en una cestilla, pan, olivas y vino.., el Paraso no es otra cosa. Porque yo, y que Dios me perdone, no comprendo ni jota de esos espritus, esas almas sin cuerpo de que hablan los telogos. Si cae una migaja de pan, me inclino, la recojo y la beso, porque s con certeza que esa migaja representa un pedazo del Paraso. Pero mendigos nicamente los mendigos pueden comprender esas cosas. Y a los

me dirijo. Mientras me paseaba por el Paraso montado en el len de mrmol, una sombra se extendi sobre mi. Abr los ojos: Francisco estaba all. El oficio haba terminado, acaso me haba dormido, y los mulos cargados con las mercancas preciosas haban salido del patio de la iglesia. Francisco estaba ante m, plido, con los labios temblorosos y los ojos llenos de visiones. -Ven, te necesito -me dijo con voz ronca. Se adelant apoyado en su bastn de pomo de marfil. Pero las rodillas se le doblaban y de cuando en cuando tena que apoyarse en una pared. Se volvi: -Estoy enfermo -me anunci-. Sostnme hasta la casa, voy a acostarme. Y te quedars junto a m. Tengo que pedirte algo. En la plaza, los saltimbanquis haban terminado de plantar sus mstiles y de tender sus cuerdas. Llevaban trajes abigarrados y bonetes rojos, puntiagudos y con cascabeles. Era domingo. Ancianos, hombres y mujeres, sentados en el suelo, un pan en el delantal, vendan gallinas, huevos, queso, hierbas medicinales, blsamos para las quemaduras y amuletos contra el mal de ojo. Un viejo malicioso, que tena una rata blanca en una jaula, deca la buenaventura. -Seor Francisco -exclam-, hazte decir la buenaventura! Se dice que estas ratas vienen directamente del Paraso. Por eso son blancas y conocen secretos. Pero Francisco, asido de un mstil, respiraba con dificultad. Entonces lo tom por el talle y lo llev a la morada del seor Bernardone. Dios mio, cmo pueden resignarse a morir los ricos? Escaleras de mrmol, cma-

ras con cielos rasos dorados, sbanas de lino y de seda!... Lo ayud a tenderse en su cama, cerr los ojos en seguida, agotado. Sentado sombras y relmpagos. Sus prpados se estremecan como si una claridad enceguecedora los hiriera. Sospech una presencia terrible por encima de l. Al fin lanz un grito, abri los ojos y se sent en la cama, aterrorizado. Me precipit, puse una almohada de plumas bajo su espalda y me prepar a preguntarle qu tena, cuando me cerr la boca con un gesto. -Cllate -murmuro. Despus se acurruc en el almohadn de plumas, tiritando. Sus ojos iban de un lado a otro: miraban con espanto hacia el interior de su ser. Le temblaba el mentn. Entonces comprend: -Has visto a Dios, lo has visto! -exclame. Se prendi de mi brazo. -Cmo lo sabes? -pregunt con angustia-. Quin te lo ha dicho! -Nadie. Pero al verte temblar, he adivinado. Slo la vista de un len o de Dios puede hacer temblar de ese modo. Irgui la cabeza en el almohadn: -No, no lo he visto -murmur-. Lo he odo. Mir a su alrededor con angustia. -Sintate! -me dijo-. No te acerques. no me toques! -No te toco, tengo miedo de tocarte. Si te tocara en este momento, mi mano se volvera ceniza. Sacudi la cabeza y sonri. Los destellos reaparecieron en sus ojos. -Tengo algo que preguntarte -dijo-. Ante todo, ha vuelto mi madre de la misa? -Todava no. Debe de estar conversando con sus amigas. a su cabecera, vea pasar sucesivamente por su cara plida

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-Tanto mejor; cierra la puerta Call, y poco despus: -Tengo algo que preguntarte -repiti. -Estoy a tu servicio, mi joven seor. Te escucho. -Me has dicho que te pasabas la vida buscando a Dios. Cmo lo buscas? Gritando? Llorando? Cantando? O ayunando? Cada uno debe de tener su propio camino que lo lleve a Dios. Cul es el tuyo? Baj la cabeza, preocupado, vacilante. Saba qu camino segua para buscar a Dios, pensaba en l con frecuencia, pero no me atreva a hablar. En esa poca me avergonzaba ante los hombres porque no tena pudor ante Dios. -Por qu no me respondes? -dijo Francisco con tono quejoso-. Pase por un momento difcil y te pido que me ayudes. Aydame! Me contarle. -Te parecer extrao, seor, pero la va que he elegido para ir al encuentro de Dios es la pereza. Si no hubiera sido perezoso habra llevado una vida ordenada como todos los hombres, habra aprendido un oficio, habra abierto tina tienda de carpintero, de tejedor, de zapatero, habra trabajado el da entero, me habra casado y no habra tenido tiempo para buscar a Dios. Para qu buscarle tres pies al gato?, me habra dicho. Habra derrochado toda mi energa para ganarme el pan, tener hijos, dirigir a una mujer. En tales condiciones, dnde encontrar el tiempo de vagabundear, cmo conservar un corazn puro para pensar en Dios? Por suerte, nac perezoso. Me aburra ttabajar, casarme, tener hijos, crearme preocupaciones. En el invierno, me tenda al sol, y en el verano, a apenaba. Senta un nudo en la garganta, y tom la decisin de

la sombra. Por la noche, acostado en la terraza de una casa, de cara al cielo, miraba la luna y las estrellas. Pero, cmo quieres no pensar en Dios mirando la luna y las estrellas? Ya no poda dormir. Me deca: Quin hizo esto y por qu? Quin me hizo ami mismo y por qu? O bien: Dnde puede encontrarse Dios?. Pues quera encontrarlo y plantearle todas estas cuestiones. Has de saber que la piedad necesita de la peeza y el ocio; no escuches lo que te dicen. Un obrero que vuelve fatigado a su casa al atardecer olvida la existencia de Dios. Tiene hambre y slo piensa en comer. Rie con su mujer, castiga a sus hijos sin motivo, sencillamente porque est fatigado, irritado. Despus cierra los puos y duerme... Despus despierta un instante, su mujer est a su lado, la abraza, vuelve a cerrar los puos y se hunde otra vez en el sueo. Ni un minuto para pensar en Dios! Pero quien no tiene trabajo, ni mujer, ni hijos tiene todo el tiempo posible para pensar en l. Al principio lo hace por curiosidad, pero poco apoco lr~ angustia va insinundose... No sacudas la cabeza, seor, me has preguntado, te respondo. -Sigue, hermano Len, habla, no te detengas. Entonces, en ese caso, tambin el diablo, como la pereza, podra llevar a Dios? Me das valor, sigue hablando. -,Qu ms puedo decirte, seor? Conoces lo dems. Mis padres ne haban dejado algn dinero, lo he gastado todo. Entonces tom mi alforja y part ea busca de Dios, de puerta en puerta, de convento en convento, de aldea en aldea... Dnde est? Alguien lo ha visto? Era como si persiguiera a una fiera terrible. Algunos rean, otros

me arrojaban piedras, otros me golpeaban. Pero yo, insistente, volva a partir cada vez en busca de Dios. -Y lo has encontrado? Senta sobre mi el jadeo de Francisco. -Cmo encontrado, mi joven seor? Ped consejo a toda clase de gente: sabios, santos, locos, prelados, trovadores, centenarios. Pero cada uno me indicaba un camino diferente: cul elegir? Perda la cabeza. El camino que lleva a Dios, me dijo un sabio de Bolonia, es la mujer y el hijo. Csate. Y otro, un loco: "Si quieres encontrar a Dios, no lo busques. Si quieres verlo, cierra los ojos, si quieres orlo, tpate las orejas. Eso es lo que hago yo!. Y cerr los ojos, junt las manos y se ech a llorar. Una mujer que viva enteramente desnuda en un bosque slo pudo darme este grito como respuesta: "Amor! Amor!. Corra bajo los pinos y se golpeaba el pecho. En otra ocasin encontr a un santo en una gruta. A fuerza de llorar haba perdido la vista; la suciedad y la santidad haban hecho escamosa su piel. Fue el que me dio la respuesta ms justa y terrible. Al solo pensar en ella se me eriza el pelo. -Qu respuesta es sa? Quiero conocerla! -dijo Francisco temblando. -Me prostern ante l y le pregunt: "Santo ermitao, voy en busca de Dios. Mustrame el camino!. No hay camino, me respondi, golpeando el suelo con el bastn. Qu hay, entonces?, dije, espantado. Un abismo: salta! Un abismo? se es el camino? se es el camino! Todos los caminos llevan a la tierra, el abismo lleva a Dios. Salta! No puedo, anciano. Entonces, csate y deja de pensar en Dios!

Y me despidi con una seal de su brazo esqueltico. De lejos, oa sus sollozos. -Todos lloraban? -murmur Francisco, aterrorizado-. Todos? Los que haban encontrado a Dios y los que no lo haban encontrado? -Todos! -Por qu, hermano Len?

Callamos. Francisco haba hundido la cara en el almohadn. Respiraba con dificultad. Para reconfortarlo, le dije: -Escucha, seor, creo haber visto la huella de Sus pasos dos o tres veces en la vida. Un da... aunque esta vez estaba borracho... Lo vi detrs de m, un instante. Abri simplemente la puerta de la taberna donde yo hacia hulla con mis amigos y despus desapareci. Otra vez fue en el bosque, durante una noche de tormenta. A la luz de un relmpago vi la punta de su manto. Pero me pregunto si el relmpago mismo no era su manto. Otra vez, durante el ltimo invierno, en una alta montaa, vi huellas de pasos sobre la nieve. Mira, los pasos de Dios!, dije a un pastor. Pero el pastor se ech a rer. No ests en tu sano juicio, mi pobre viejo.., me dijo. "Son los pasos del lobo. Un lobo ha pasado por aqu. No contest. Qu poda decir a ese pastor? Una mente grosera, llena de corderos y de lobos, qu poda comprender? Pero estoy seguro de que eran los pasos de Dios sobre la nieve... Seor, perdname, hace ya doce anos que Lo busco y no he encontrado otra cosa. Francisco baj la cabeza y se sumi en sus pensamientos: -Quin justamente sabe -murmur despus de un corto silenciosi Dios no es

la busca de Dios. Esas palabras me asustaron. Tambin Francisco tuvo miedo, ya que ocult su rostro entre las manos. 20 21 ~Qu demonio habla por mi boca? -gimi, desesperado. En cuanto a m, temblaba, estupefacto. Dios seria la busca de Dios? Ay de nosotros! Nos callamos. Los ojos de Francisco se haban cerrado. Tena las mejillas rojas y le castaeteaban los dientes. Lo cubr con una gruesa manta de lana, pero la apart bruscamente de si. -Quiero tener fro -dijo-. Djame! Y adems, no me mires. Mira a otro lado! Me puse de pie para marcharme, pero su rostro expres la clera. -Sintate. Adnde vas? Por qu me dejas solo en el peligro? T has hablado, has aliviado tu corazn. Ahora me corresponde a mi... En qu piensas? Tienes hambre? Come, abre la despensa y come. Bebe vino tambin, adquiere fuerzas. Es grave lo que tengo que decir. -No tengo ganas de comer ni de beber -le respond, herido-. Crees que no soy ms que un vientre! Sabe que he nacido para escuchar. Habla, pues; soportar cualquier cosa que digas. -Dame un vaso de agua. Tengo sed. Bebi, se apoy en el almohadn, entreabri la boca, aguz el odo y escuch. Todo estaba en calma. La casa, vaca. En el patio, un gallo empez a cantar. -Se dira que nos hemos quedado solos en el mundo, hermano Len. Oyes a alguien en la casa? Y fuera? Hemos escapado del diluvio. Call, y poco despus:

Alabado sea Dios! -exclam. Hizo la seal de la cruz y me mir. Sent que su mirada me atravesaba el alma de lado a lado. Call de nuevo y me puso la mano sobre una rodilla. -Bendceme, padre Len -dijo-. Eres mi confesor, confisame. Y al ver que yo vacilaba: -Pon tu mano sobre mi cabeza -dijo, imperativo- y di: En el nombre de Dios, confisate, pecador Francisco, hijo de Bernardone! Tu corazn est lleno de pecados, vacialo y sers aliviado! Pero yo no hablaba. ~Haz lo que te digo! -estall encolerizado. Puse la mano sobre su frente. Arda. -En el nombre de Dios -murmur-, confisate, pecador Francisco, hijo de Bernardone. Tu corazn est lleno de pecados, vacialo y sers aliviado! Entonces, con serenidad al principio, pero conmovido y jadeando cada vez ms a medida que hablaba, Francisco empez su confesin. -Hasta ahora, mi vida no era ms que festines, borracheras y canciones, trajes de seda y plumas rojas. Durante el da engaaba a la gente, amontonaba dinero y lo gastaba sin cuenta. Por eso me han apodado cesta agujereada. Por la noche, todo no era sino goces. S, sa es la vida que he llevado. Pero ayer, despus de medianoche, cuando regresamos y te dormiste, una sombra se abati sobre mi. La casa se haba vuelto demasiado estrecha y me ahogaba. Baj silenciosamente la escalera y me deslic en el patio. Abr la puerta como un ladrn y me precipit a la calle. La luna empezaba a borrarse en el cielo. Todo estaba tranquilo, las luces apagadas, la ciudad dormitaba

en los brazos de Dios. Respirar el aire fresco me hizo bien. Al pasar frente a la iglesia de San Rufino me sent fatigado y me sent sobre el len de mrmol que custodiaba su entrada, precisamente en el lugar en que hoy te encontr mendigando. Lo acarici largamente pasando la mano por su garganta hasta que ca sobre el hombrecillo que devora el len. Tuve miedo. Me dije: Qu len es ste? ,Por qu le han confiado la custodia de esta puerta? Quin puede ser para que devore as a los hombres? Dios? Satans?. De pronto, me encontr entre dos precipicios, haciendo equilibrio sobre una franja de tierra ancha como un pie. Sent vrtigo. Grit: "No hay nadie? Nadie que me oiga? Me he quedado solo en la tierra? Dnde est Dios? No oye, no tiende Su mano sobre mi cabeza? Siento vrtigo, voy a caer.... Enmudeci. miraba fijamente al cielo, a travs de la ventana. Quise tomarle la mano para calmarlo, pero me rechaz bruscamente y exclam: -Djame, no quiero calmarme. Su voz habiase vuelto ronca y anhelosa. -Clamaba a Dios y al diablo sucesivamente -continu-. Poco me importaba que fuera uno u otro el que acudiera. Lo que quera era no sentirme solo. Por qu, tan de repente, ese temor a la soledad? En ese instante habra entregado mi alma a cualquiera, a Dios o a Satans. Me era lo mismo. A toda costa necesitaba un compaero. Y mientras escrutaba el cielo con desesperacin, oi una voz. Se detuvo, en la imposibilidad de recobrar su aliento. Su respiracin se haba vuelto an ms difcil. Inmvil,

-Oi una voz -repiti mientras el sudor le brotaba en gruesas gotas sobre la frente. -Una voz? -dije-. Qu voz, Francisco? Qu deca? -No pude distinguir las palabras. No, no era una voz, ms bien era el rugido de una fiera. Acaso sala del len de mrmol sobre el que estaba sentado... Me puse de pie de un salto. Naca el da. El rugido an resonaba en mi, corra de mi corazn a mi cintura, de un hueco de mis entraas a otro, como un trueno. Las campanas redoblaban los maitines; hu hacia lo alto de la ciudad, hacia el lado de la ciudadela. Corra sin parar. Y de sbito, mi sangre se hiela... Detrs de mi, alguien me llamaba: Adnde corres, Francisco? Adnde corres? Nada puede salvarte!. Me vuelvo: nadie! Reinicio la carrera y al cabo de un instante, la voz de nuevo: "Francisco, Francisco, has nacido para esta vida de libertinaje? Para divertirte, cantar y seducir a las muchachas?. Esta vez no me vuelvo. Tena miedo. Corra para escapar a la voz, y entonces una piedra empez a gritar ante m: "Francisco, Francisco, has nacido para esta vida de libertinaje? Para divertirte, cantar y seducir a las muchachas?. Con el pelo erizado de miedo, continu mi carrera. Pero la voz me persegua. Comprend entonces muy ntidamente que no provena del exterior. Era intil que corriera, no poda escapar de ella. La voz estaba en m; alguien gritaba en mi, el hijo de Bernardone, el libertino, pero era otro que el habitual, otro mejor que yo. Quin? No lo s. Otro, sencillamente. Al fin llegu a la ciudadela, sin aliento. En ese momento preciso, el sol

apareci tras la montaa. El mundo se ilumin y entibi. Me detuve. La voz volvi a hablarme, pero muy quedo, como si me descubriera algn secreto. Con la cabeza reclinada sobre el pecho, escuchaba. Digo toda la verdad, padre Len, te lo juro. La voz murmur: Francisco, Francisco, tu alma es una paloma y el gaviln que la persigue es Satans. 22 23

Ven a refugiarte en mi seno. Eran las palabras de mi cancin, las que cantaba todas las noches bajo una ventana... Pero ahora, hermano Len, s por qu las he compuesto y cul es su profundo sentido... Call y sonri. Despus inclin la cabeza y repiti en un murmullo: -Francisco, Francisco, tu alma es una paloma y el gaviln que la persigue es Satans. Ven a refugiarte en mi seno... Volvi a callar. Pareca ms sereno. Comprend que ahora poda tocarlo sin peligro de quemarme. Me inclin, le tom la mano y se la bes. -Francisco, hermano mio -le dije-, cada hombre, hasta el menos creyente, lleva a Dios profundamente oculto en su corazn, envuelto en su carne... Es Dios quien ha gritado en ti. Francisco cerr los ojos. No haba dormido en toda la noche y tena sueo. -Duerme, Francisco -le dije dulcemente-, el sueo es tambin un ngel de Dios. Ten confianza! Pero dio una especie de brinco en su cama y abri desmesuradamente los ojos:

-Y ahora, qu hacer? -dijo ahogadamente-. Aconsjame. Me dio lstima. Tambin yo, desde hacia aos, erraba mendigando consejos. -Mantn la cabeza apoyada contra el pecho -respond- y escucha. Ese otro que hay en ti volver a hablar, sin duda. Haz, entonces, lo que te diga. Oi que se abra suavemente la puerta del patio. Se oy un ruido ligero. Doa Pica volva de la iglesia. Estaba sola... respir. El seor Bernardone deba estar en camino hacia Florencia, a caballo. Dije: -Tu madre ha vuelto, Francisco. Duerme. Me voy. -No te vayas. El viejo no est aqu. Dormirs en casa. No me dejes solo, por favor! -Ya no ests solo, Francisco, lo sabes muy bien. Abrigas a un compaero poderoso, has odo su voz. Entonces, de qu tienes miedo? -Pero es justamente de l de quien tengo miedo, hermano Len. No lo comprendes? Qudate. Le puse la mano sobre la frente. A..rdia. Su madre entr en el cuarto, sonriendo. -Hijo mio, te traigo el auxilio de la Virgen -dijo ponindole en la mano una rama de albahaca. II

Cuntos das y cuntas noches dur la enfermedad de Francisco? No puedo decirlo, porque no tengo la nocin del tiempo. Slo s que cuando se acost aquel famoso domingo, la luna estaba en su ltimo cuarto y tuvo tiempo de volverse llena y de reiniciar su mengua antes de que Francisco dejara el lecho. Se lo oa luchar en su sueo. A veces lanzaba gritos furiosos debatindose en la cama, a veces se acurrucaba

en un rincn, temblando. Ms tarde, cuando se restableci, nos cont que durante toda su enfermedad se haba batido ya contra los sarracenos, ante Jerusaln, ya contra los demonios que surgan de la tierra, descendan de los rboles, brotaban de las entraas de la noche y lo perseguan. Su madre y yo nos habamos quedado solos a su cabecera. A veces doa Pica se levantaba e iba a llorar en un rincn. Despus se secaba los ojos con su pauelito blanco, volva a sentarse, tomaba un abanico de plumas de pavo real y abanicaba a su hijo, que arda de fiebre. Una noche, Francisco tuvo un sueo. Nos lo cont al da siguiente. No por la maana, porque la emocin an ofuscaba su espritu, sino al atardecer, a la hora en que sopla una brisa refrescante y en que la lmpara de aceite difunde su dulzura sobre el mundo. Haba soado que agonizaba y en el momento de entregar su alma, la puerta se abra, dando paso a la Muerte. No llevaba una hoz, sino una larga pinza de hierro como las que utilizan los verdugos para atrapar a los perros rabiosos. Se acerc a su cama: De pie, hijo de Bernardone! Partamos!. Adnde? Te atreves a hacerme esa pregunta? Tenias tiempo por delante, pero lo derrochaste en el libertinaje, el lujo y las canciones. Blandi su pinza, y Francisco se acurruc en sus almohadas, temblando. Djame, djame un ao siquiera, dame el tiempo de arrepentirme. La Muerte se ech a rer dejando caer sus dientes sobre las sbanas de seda. Es demasiado tarde ahora, todo eso era tu vida, no tienes otra. La has jugado y has perdido. En

marcha! ~Slo tres meses!, suplicaba Francisco. Un mes... tres das... un da! Pero la Muerte, sm responder, acerc su pinza y atrap a Francisco, que despert con un grito desgarrador. Francisco mir a su alrededor. El canario que doa Pica haba llevado a su cuarto y cuya jaula haba colgado en la ventana para distraer al enfermo trinaba con el pico vuelto hacia el cielo. -Alabado sea el Seor! -exclam Francisco alegremente, con la frente baada en sudor-. Alabado sea el Seor! Palpaba las sbanas, las barras de la cama, buscaba las rodillas de su madre. Al fin se volvi hacia mi. 24 Estoy vivo? -Ests bien vivo, mi joven seor. No tengas miedo! Batid las palmas y su rostro se ilumin. -Entonces, tengo tiempo todava! Dios sea alabado! Rea y besaba las manos de su madre al mismo tiempo. -Has tenido un sueo, hijo mo? -pregunt doa Pica-. Que te traiga suerte! Hasta la noche, Francisco no dijo una sola palabra. Doa Pica lo abanicaba con plumas de pavo real. Record una cancin de cuna que tarareaba cuando era nio para hacerlo dormir. Entonces entreabri los labios y se puso a cantar en provenzal con voz baja y niuy dulce. Cant largo rato, agitando el abanico. Mientras tanto, inclinado sobre Francisco, yo contemplaba su rostro, inundado por una luz misteriosa. Alrededor de su boca se haban borrado las arrugas, y tambin entre las cejas. La piel se le haba 25 -Es cierto, pues... -murmur, y sus ojos relampagueaban-. Es cierto...

puesto lisa como la de un nio, su cara brillaba como un guijarro acariciado por un mar tranquilo y fresco...

Hacia la noche, abri los ojos, con aire sereno. Se incorpor, mir a su alrededor como si viera el mundo por primera vez y nos sonri. Entonces nos cont su sueo... Pero a medida que lo contaba, el miedo se apoderaba nuevamente de l y su mirada se llenaba de sombra. Su madre le acarici la mano y entonces se calm. -Madre -dijo-, hace un instante, mientras dorma, me cre nio. Y t me mecas, temblorosa. Madre, me parece que me has dado a luz por segunda vez! Le tom la mano, se la cubri de besos y su voz se hizo acariciadora como la de un nio: -Madre, mamita, cuntame un cuento. Su rostro babia adquirido una expresin cndida, tartamudeaba. Su madre tuvo miedo. Uno de sus hermanos, clebre trovador en Avin, derrochador y libertino como l, haba perdido la razn a fuerza de beber y cantar. Caminaba en cuatro patas, balaba, mordisqueaba la hierba tomndose por un carnero... Y ahora Francisco le peda cuentos como si hubiera vuelto a caer en la infancia! Dios mio, seria el castigo de un pecado! Estara manchada su sangre? -Qu cuento, hijo mo? -pregunt, ponindole la mano sobre la frente para refrescara. -El que quieras. madre. Cuntame una historia de tu pas. Por ejemplo, la de Pedro, el monje salvaje que caminaba descalzo.

-Qu Pedro? -El heresiarca de Lyon. -Pero se no es un cuento! -Me hablabas mucho de l cuando yo era nio. Crea que era un cuento y tema tanto miedo de ese santo como del coco. Cuando no me portaba bien, recuerdas, t me decas: "Espera, vendr el monje a buscarte!, y yo me esconda tras un silln por miedo a ser descubierto. -Pedro, el famoso monje de Lyon? -dije yo, interesado-. Lo conociste, seora? He odo contar cosas terribles y extraordinarias sobre l... Te lo suplico, seora, lo has visto?, cuntame... Lo conociste? Cmo era? Tambin yo me puse en marcha para verlo, pero cuando llegu ya estaba muerto. Francisco sonri y para burlarse de su madre: -Mam haba mandado a paseo sus sandalias y quera seguirlo descalza, segn parece. Pero no se lo permitieron, la secuestraron, despus la casaron y el nacimiento de su hijo la hizo olvidarse de todo. Era un hijo lo que ella quera y no Dios. -No lo he olvidado, pero ahora tengo otras preocupaciones -dijo suspirando-. Cmo podra olvidarlo? An lo veo en sueos. Francisco se apoy en sus almohadones. Haba dormido el da entero y su cuerpo gozaba de un dulce reposo. -Escucho -dijo, cerrando los ojos. Doa Pica haba enrojecido. Con la cabeza inclinada sobre el pecho, call un largo rato. Sus prpados batan como las alas de un pjaro herido. El famoso monje estaba profundamente hundido en la noche de sus entraas y ella vacilaba, se resista a llevarlo a la luz. -No quieres or un cuento de veras, hijo mio? -dijo al fin con voz

suplicante. Francisco abri los ojos y frunci el ceo. -No. quiero se. Ese y no otro. Cuntanos cmo conociste al monje, cundo, dnde y qu te dijo. Y cmo te escapaste. O montones de cosas sobre l, pero no las creo. Por fin ha llegado el momento de saber la verdad! Se volvi hacia m: -Cada uno de nosotros tiene un secreto en su vida. Ese es el secreto de mi madre. -Y bien, hijo mio, te dir todo -dijo doa Pica, conmovida-. Clmate. Puso ambas manos en el hueco de su delantal; sus dedos eran ahusados como los de su hijo. Empez a atormentar nerviosamente su pauelito. -Era un atardecer -empez lentamente, como recordando con esfuerzo-. El atardecer de un sbado. Yo estaba en el patio de nuestra casa y regaba tranquilamente los tiestos de albahaca, de mejorana, de claveles. Un geranio rojo acababa de florecer. Ante la planta, admiraba su belleza cuando de sbito oi golpear violentamente la puerta. La puerta se abre y me vuelvo, asustada... Un monje hosco estaba frente a m. Llevaba una tnica hecha jirones con una gruesa cuerda en la cintura. Estaba descalzo. Abr la boca para gritar pero me lo impidi con un gesto. Que la paz sea en esta casa, dijo. Su voz era grave y ruda, pero sent, oculta en el fondo de esa aspereza, una tristeza indecible. Tena ganas de hacerle una multitud de preguntas: quin era? Qu buscaba? Lo perseguan? Y por qu? Pero ningn sonido poda salir de mi garganta. Si, me persiguen, dijo, adivinando mi pregunta por el movimiento de mis labios. "Son

los enemigos de Cristo quienes me persiguen. Soy el monje Pedro. No has odo hablar de m? Yo soy aquel que alz el pendn de Cristo bordado con azucenas blancas, el que recorre las provincias y las aldeas con los pies desnudos, famlico, el que ha tomado el ltigo de manos de Cristo y arroja del templo de Dios a los sibaritas, a los mentirosos, a los miserables. No acab de hablar cuando se oy un gran ruido en la calle. Eran pisadas, corridas, gritos de amenaza y golpes violentos contra las puertas. La 26 puos, se volvi hacia la puerta dcl patio y apret los labios con aire sarcstico. "Han olido en el aire a su gran enemigo, a Cristo", gru, y se precipitan para crucificarlo por segunda vez. Eh, Pilato y Caifs! ;Se acerca, se acerca el Juicio Final!". La multitud se alej sin atreverse a golpear en nuestra puerta y se dirigi hacia el puente. Qued a solas en el patio COfl el monje. Con los ojos fijos en el geranio rojo, temblaba. La fuerza que brotaba de ese hombre me paralizaba. Su mirada posada en mi expresaba a la vez la clera y la ternura. Tom el geranio, lo arranc, lo deshoj. Lanc un grito y mis ojos se llenaron de lgrimas. Entonces frunci las espesas cejas: "No tienes vergienza de mirar las criaturas en vez de mirar al Creador? Todas las bellezas y los primores de la tierra deben perecer, pues son las que nos impiden ver y admirar con sumo placer al Gran Invisible". Francisco, que hasta entonces haba escuchado, se sobresalt. 27 campana de la iglesia del barrio empez a sonar furiosamente. El monje cerr los

ANo, no es cierto! -grit. Se volvi hacia mi. ~Qu dices t, hermano I.en? -No s qu decir, mi joven seor. soy un hombre simple y, para creer, tengo que ver, oir y tocar. Slo mirando lo visible puedo imaginar lo invisible. -La belleza es hija de Dios -dijo Francisco, mirando, por la ventana abierta, el patio, la madreselva y algunas nubecillas que bogaban en el cielo-. La belleza es hija de Dios, eso es lo que yo s. Slo mirando a nuestro alrededor podemos imaginar el rostro del Seor. Ese geranio que tu monje deshoj lo precipitar al Infierno. 1Lo hizo para salvar mi alma! -respondi doa Pica-. Qu es un geranio comparado con un alma humana? Mi monje, como t dices, entrar en el Paraso con ese geranio en la mano, porque salv mi alma. ~,Salv tu alma? -dijo Francisco mirando a su madre con sorpresa-. Cmo? Porque tu padre intervino y lo expuls. Eso es lo que me habas dicho... Por qu haberme ocultado la verdad. -Cuando eras nio no hubieras comprendido, hijo mo... Despus, te habras redo... Ahora, con la enfermedad, tu carne se ha calmado y puedes escuchar los mensajes secretos de Dios sin burlarte. Por eso te dir la verdad. Habla, madre, habla! -exclam Francisco, conmovido-. Te escuchar no slo sin burlarme, sino llorando, quiz. Tienes razn, ha llegado el momento de escuchar. Y antes de acabar su frase se deshizo en lgrimas. Su madre tuvo miedo y lo tom en sus brazos. <Por qu lloras, hijo mi<Y? .Por qu tiemblas? -Porque siento en mi tu propia sangre, tu propia sangre, madre... Doa Pica sec sus sienes y su cuello con el pauelito y despus me mir un instante. como vacilando antes de hablar frente a mi. Entonces me puse de pie.

LQuieres que salga. noble dama? -dije. Pero Francisco extendi la mano y orden: -Qudate. No irs a ninguna parte. No tengas vergenza, madre, sigue... Mir a doa Pica, que me ech una mirada penetrante; frunca el ceo, me juzgaba... -Qudate -dijo por fin-. No tengo vergenza, mi corazn es puro. Hablar. -Entonces? -dijo Francisco mirando a smi madre con impaciencia. -El monje puso su mano sobre mi cabeza -dijo doa Pica reanudando su relatoy sent que una llama descenda a mi cerebro, me apretaba la garganta, quemaba mis entraas. Tena ganas de estallar en sollozos o de ponerme a bailar en medio del patio o de precipitarme en la calle. Tena ganas de quitarme las sandalias y de partir por los caminos para no volver nunca a la casa de mi padre... Arda. Qu llama era sa? Debe de ser Dios", grit en mi interior. "Es as como penetra en el hombre." Las mejillas, el cuello de doa Pica habanse vuelto de prpura. Se alz, tom la jarra de cristal de sobre la ventana, llen un vaso de agua y bebi. Despus volvi a llenar el vaso y bebi por segunda vez como queriendo extinguir el fuego que arda en ella. -y entonces? -dijo Francisco, impaciente-~ Entonces? Doa Pica baj la cabeza. -Y bien, hijo mo, perd la razn. La casa de mi padre habiase vuelto demasiado estrecha para mi y cuando el monje abri la puerta y me hizo seales de que lo siguiera, sin vacilar arroj mis sandalias en medio del patio y corr hacia l. Francisco abri desmesuradamente los ojos. Quera hablar, pero no poda. Yo lo mir con inquietud. Era el miedo 1o que trastornaba de tal modo su expresin? El

miedo, la alegra o la burla? Acaso los tres estados, uno tras otro. O bien los tres al propio tiempo. Al fin pudo mover los labios para decir: -,Partiste? 1o seguiste? Abandonaste tu casa? -Si -contest doa Pica y su voz estaba ahora tranquila, sin angustia-. Tena diecisis aos, el corazn abierto de par en par. dispuesto a admitir todos los milagros... Y ese da, Dios se me haba aparecido... A ciertas muchachas. El se muestra como un seor joven y hermoso. A mi, se me mostr como un monje rudo, rotoso, descalzo. Caminaba rpidamente y yo trotaba detrs. Me hablaba de la miseria, de la ignorancia, del Paraso y del Infierno, y la tierra se deslizaba bajo mis pies desnudos; un brinco y subira al cielo... Cuntas montaas atravesamos! Entrbamos en las aldeas como conquistadores. El monje trepaba a una piedra en mitad de la plaza, levantaba los brazos y lanzaba el anatema sobre los ateos, los impos y los poderosos de la tierra. iluminar su rostro terrible, para que los campesinos temblaran vindolo. Mientras tanto, mi padre haba enviado caballeros en mi busca. Despus de recorrer montaas y aldeas, me descubrieron. Mi hermano, que estaba con ellos, me tom, me alz a la grupa de su caballo y me devolvi a casa. Call. Mir a su hijo y le sonri. -Pocos das despus, me casaban... Francisco cerr los ojos. Entonces, en el gran silencio, se oy cantar al canario, tendido el cuello hacia el cielo. Haba debido cantar mientras hablaba mi ama, pero Y cuando empezaba a anochecer, lo preceda con una antorcha para

no lo habamos odo. Nuestro espritu estaba colmado por la visin de esa muchacha que corra descalza, sin aliento, detrs de un monje salvaje. De pronto Francisco abri los ojos. Su voz era grave: -Quiero estar solo! -dijo. 28 29 Su madre y yo salimos sin decir una palabra. Francisco no permiti que nadie entrara en su cuarto esa noche. Lo omos suspirar y levantarse de cuando en cuando para ir a tomar aire a la ventana. Por la maana lo oi gritar: "Hermano Len!". Acud. Tendido sobre las sbanas, temblaba y su cara era cerosa. -Hermano Len -me dijo sin mirarme-, soy un hombre perdido. A mi derecha est el abismo de Dios, y a mi izquierda, el de Satans. Sin alas, estoy perdido. Caigo! -Qu tienes, Francisco? -le dije, estrechndolo entre mis brazos-. Por qu tiemblas? -La sangre de mi madre! -murmur-. La sangre de mi madre! La locura! -No era la locura, Francisco, era Dios quien la empujaba. -Era la locura! Durante toda la noche so que arrojaba mis sandalias en el patio de mi madre y que caa en un precipicio... Tenda las manos para coger algo de qu asirme, pero slo vea el vacio! Mientras hablaba, Francisco levant los brazos muy alto y los agit como alas. Le acarici la frente lentamente, tiernamente. Se calm poco a poco. Despus su cabeza cay sobre su pecho, como la de un pjaro herido, y poco despus se durmi. Mientras dorma, lo contempl procurando, a la luz del sueo que haba abierto en l todas las puertas, adivinar qu lo atormentaba. Por qu su rostro cambiaba as a cada instante? A veces levantaba las cejas, asombrado, o bien frunca los

labios, expresando una pena inmensa. En otros momentos, una gran claridad inundaba su rostro y entonces sus prpados mariposeaban, incapaces de soportar la luz. Bruscamente estir un brazo y me tom de un hombro, espantado. -Hermano Len, lo has visto? -A quin? -Acaba de desvanecerse en el aire. No, an est ah! -Pero de qu hablas, mi joven seor? Ests soando? -No, no sueo! Hermano Len, hay algo ms cierto que la verdad? Y bien, era eso! Se sent en la cama frotndose los ojos. -No dorma -continu-. Lo he visto entrar a travs de la puerta cerrada, los brazos adelante como un ciego, vestido con harapos mil veces remendados... Ola a carne podrida. Se acerc a mi cama, me busc con la mano y me encontr. "Eres t el hijo de Bernardone?" Soy yo." Vamos, levntate, desvisteme, lvame y dame de comer!" No imploraba, ordenaba. Me levant y empec a desvestirlo. Qu de andrajos, Dios mio! Y qu pestilencia! Cuando qued desnudo, vi su cuerpo lamentable, sus piernas hinchadas, sus pies cubiertos de llagas, sus sienes marcadas por un hierro enrojecido. En la frente haba una herida roja en forma de cruz. Pero lo que ms me horroriz fueron los grandes agujeros sangrantes que tena en las manos y en los pies. Una vez ms le pregunt: Quin eres?", mirndolo con terror. Respondi: Lvame!". Fui a calentar agua y lo lav. Despus se sent all, en ese cofre. "Ahora quiero comer!" Le traje un gran plato lleno. Se inclin, tom un puado de cenizas del hogar, lo extendi sobre su alimento y se puso a comer. Despus se puso de pie y me tom

la mano. Su rostro estaba ms sereno; me miraba con ternura y compasin. Ahora eres mi hermano", me dijo. Si te inclinas sobre m, vers tu cara. Si me inclino sobre

30 t, ver mi cara, porque eres mi hermano. Hasta pronto, me voy." Adnde vas?" "Adonde

t vayas. Hasta pronto!" Y desapareci. An huelo su hedor. Quin poda ser? Quin? Qu piensas t, hermano Len? No respond y me deslic ligeramente desde el cofre en que estaba sentado, temiendo tocar al Invisible. Quin poda ser, en efecto? Un mensajero de las fuerzas tenebrosas o un enviado de los poderes luminosos? Lo que era evidente, y yo lo senta claramente, era que en torno de ese joven seor se libraba una gran batalla. Pasaron tres das. La sangre empez a colorear las plidas mejillas de Francisco, sus miembros readquirieron fuerzas, sus labios enrojecieron y l pidi de comer. Al mismo tiempo que su cuerpo, su alma se afirmaba y al mismo tiempo que su alma, el mundo mismo. Todo regresaba a la vez: los objetos del cuarto, el patio, los pozos, la vid, los gritos de la calle y, por la noche, las constelaciones del cielo. Todas las cosas retornaban a los lugares que Dios y el tiempo les haban asignado. El cuarto da, al alba, mientras las campanas de San Rufino redoblaban, doa Pica se encamin a la iglesia, seguida de su vieja nodriza. Bernardone no haba regresado de su viaje. Las campanas sonaban alegremente, porque en ese 23 de setiembre se

festejaba a san Damiano, el santo bienamado de Ass. Su capillita, junto al camino que conduca a la llanura, se caa en ruinas. Antao, haba sido gloriosa. Cada ao, en ese mismo da, se celebraba en ella al santo con gran pompa y se cubra su imagen de presentes de oro y plata. Pero ahora la capilla estaba medio derruida y slo quedaba en ella una gran cruz bizantina sobre la cual pesaba un Cristo ensangrentado y verdoso. Una bien extraa dulzura emanaba de ese Cristo. Un sufrimiento no divino, pero si humano; se lo oa llorar y morir como un hombre. Los fieles que se arrodillaban a sus pies mirndolo se estremecan como si ellos mismos fueran crucificados. Yo haba acudido muy temprano junto a Francisco. Doa Pica me haba concedido un cuartito cerca del de su hijo, pues el enfermo me reclamaba sin cesar y no deba alejarme. Esa maana lo encontr sentado en su cama, con aire dichoso. Me esperaba. -Ven, len de Dios -me grit-. Veo que te has peinado la melena y qtme te has atusado el bigote a la manera de los leones. Te has lamido... Has comido'? -Bendita sea tu madre -respond-. Antes de partir para la iglesia. me ha hecho llevar pan, queso y leche. A fe ma, mi joven seor, me parece que empiezo a volverme len. Ri. -Sintate -me dijo, mostrndome el cofre esculpido cercano a su cama. El canario cantaba siempre. El sol lo haba achispado, y su garganta estaba llena de canciones. -Un canario es como un alma humana -murmur Francisco-. Ve los barrotes que lo aprisionan, pero no desespera, canta. Canta y, t vers, hermano Len, un

da su canto romper los barrotes. Sonrei. Es tan fcil romper los barrotes?", pens. Pero Francisco, que haba visto mi sonrisa, se entristeci. -Qu! No lo crees? Nunca se te ha ocurrido la idea de preguntarte si el cuerpo, los huesos, la carne, los pelos existen de veras? O bien slo existe el alma, en definitiva?

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-No, nunca me lo he preguntado. Soy un hombre simple, t lo sabes, y mi espritu tambin es simple. -Tampoco a mi, herrmano Len, se me haba ocurrido esa duda. Pero despus de la enfermedad... A ti Dios te ha llamado y te ha conducido por el sendero de la pereza. Mientras que a mi me ha llevado a l por el camino de la enfermedad. Y no durante el da, sino durante la noc~he, mientras dorma y no poda resistirme a El. En mis sueos pensaba: existe el c-uerpo? No habr sino el alma? Se llamar cuerpo la parte visible y tangible de esa alma? Todas las noches, durante mi enfermedad, senta que mi cuerpo se levantaba s. uavemente sobre la cama. Despus sala por la ventana, se paseaba en el patio, se po saba sobre la vid y por fin se detena, suspendido en

el vacio, sobre los tejados de Ass. Entonces descubr el Gran Secreto. No hay cuerpo, hermano Len, no hay cuerpo. Slo existe el alma! Salt en su cama, radiante el rostro de alegra. -Y si slo existe el alma -exclam-, slo el alma, hasta dnde podemos ir, hermano Len? Puesto que no hay cuerpo que nos estorbe, de un salto podemos llegar al Cielo! Yo callaba. No comprenda bien las palabras de Francisco, pero mi corazn lo comprenda todo. -Y ese salto lo he dado ya en mis sueos -sigui Francisco-. Cuando se suea, no hay nada ms simple Pero lo dar tambin despierto, ya vers. He tomado la decisin, la sangre de mi niacire grita en mi. S que ser muy difcil... Me ayudars, hermano Len? -Si, pero, cmo? Tengo escasa instruccin y mi espritu es limitado. Desde luego, me queda el corazn, paro qu hars t con l? Es loco de nacimiento el desdichado, y orgulloso, como un mendigo que es. No te fes de l. Cmo quieres que te ayude en tales condiciones? ~T puedes ~ Escucha! Maana me levantar, me tomars en tus brazos e iremos a la capilla de San Damiano. ~,A San Damiano? Sabes que hoy se celebra su fiesta? No has odo las campanas? <,Hoy es su fiesta? -exclam Francisco, batiendo palmas-. Es por eso, entonces! -Qu? -He tenido un sueo .. He visto a san Damiano en sueos... Anoche acudi a mi sueo, descalzo, andrajoso. Se apoyaba en muletas y lloraba. Entonces corr hacia l para ayudarlo, le bes las manos y le dije: "Santo de Dios, no llores. Qu

te ha ocurrido? No ests en el Paraso?". "Tambin en el Paraso se llora", me respondi6 sacudiendo la cabeza, porque nos da pena de quienes todava se arrastran sobre la tierra. Te he visto, acostado, tranquilo en tu lecho de plumas, y tuve lstima de ti. Duermes, Francisco! No tienes vergenza? La Iglesia est en peligro". Est en peligro? Pero qu puedo hacer yo? Qu quieres que haga? "Tiende la mano, prstale tus hombros, no la dejes caer!" Yo? Yo? El hijo de Bernardone?" "T, Francisco de Ass! El mundo se desmorona, Cristo est en peligro! Levntate! Sostn el mundo para que no caiga. La Iglesia est a punto de caer en ruinas como mi propia capilla. Reconstryela!" Me puso la mano en los hombros y me empuj violentamente. Entonces despert, espantado. Descubri su espalda: ~Mira. creo que todava se ve la marca de sus dedos. Me acerqu, pero retroced en seguida, haciendo la seal de la cruz. .Dios sea loado! -murmur, temblando. Sobre el hombro de Francisco se podan apreciar con notable claridad huellas azuidas, parecidas a extraas marcas de dedos. .Son los dedos de san Damiano -dijo Francisco-, no tengas miedo. Y poco despus: Comprendes ahora por qu iremos la capillita? Est desmoronndose y somos nosotros quienes la reconstruiremos. Nosotros dos, hermano Len, con piedras y cal. llenaremos de aceite la lamparilla extinguida del santo para poder iluminar de nuevo su rostro. ~Eso es todo lo que l tena que ordenarte, Francisco? O bien...

eso es todo! -dijo Francisco obligndome a callar, como si hubiera temido que yo agregara algo-. Empecemos por eso ahora y calla! Call. Pero mi corazn lata con fuerza porque senta que ese sueo de Francisco de Dios y se trataba de un mensaje secreto y terrible. Sabia que cuando Dios apodera de un hombre, lo arrastra inexorablemente de cima en cima, hasta destrozarlo en mil pedazos. Y mientras Francisco se incorporaba alegremente en su cama, yo temmblaba de miedo.

Al da siguiente, al despertarme, Francisco ya estaba en pie. Apoyado en el brazo de su madre, recorra la casa en todo sentido. Con los ojos bien despiertos, alegre, los cuartos espaciosos, los cofres labrados, las santas imgenes sobre el triptico como si todo lo viera por primera vez. En el momento en que lo distingu, de pie el patio, admiraba los brocales con sus rebordes de mrmol, y los tiestos de plantas wrosas: albahaca, mejorana, claveles, que recordaban a doa Pica su querida patria soleada. Y en un nicho cavado en la pared, la estatuilla de piedra de la virgen de Avicon el nio Jess en los brazos. -Salud, len de Dios! -exclam al verme, con la risa retozndole en los labios-. es el len que se dirige a los corderos y les pide limosna en vez de comrselos. Se volvi hacia su madre. -Madre, cul es el evangelista que tena un len por camarada? Lucas? -No, hijo mo, Marcos -respondi su madre suspirando-. Vas tan poco a la igleque no puedes saberlo. -Entonces yo soy Marcos y ste es mi len -dijo Francisco apoyndose en mi-. marcha! -Adnde vas, hijo mio? -exclam la madre-. No ves que apenas puedes tenerte pie?

-Nada temas, madre. Mira: tengo a mi len. Me tom del brazo y dijo: -Bendito sea Dios! Despus se persign. Pero en el umbral de la puerta. se detuvo.

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-Madre, qu da es hoy? -Domingo, hijo mio. -S, pero qu da del mes? -Veinticuatro de setiembre, hijo mio. Por qu? -Entra en la casa, madre, y escribe detrs de la imagen de Cristo en nuestro trptico: Hoy, domingo 24 de setiembre del ao de gracia de 1206 despus del nacimiento del Salvador, mi hijo Francisco naci por segunda vez. III

Qu partida maravillosa! La alegra nos daba alas que nos llevaban a travs de las callejas de Ass. Pasamos la plaza de San Jorge, despus la puerta de la ciudad y por fin el camino que bajaba a la llanura. Era una maana de otoo. Una bruma impalpable cubra los olivos y los viedos. Colgaban los racimos y otros esperaban a los vendimiadores en el suelo. Los becafigos volaban hambrientos piando alrededor de las higueras, donde quedaban algunos frutos llenos de miel. En cada hojuela de olivo temblaba una gota de luz, y ms all, la campia dorma porque la dulce bruma matinal no se haba levantado an. Los campos segados estaban dorados y, entre el rastrojo, brillaban las ltimas amapolas vestidas de

prpura, como los prncipes, con una cruz negra sobre el pecho Qu alegra! La tierra entera saltaba de dicha. Francisco estaba desconocido. Dnde encontraba tanto mpetu y tanta fuerza? Ya no necesitaba de mi, me preceda, esbelto, ligero como un ngel, cantando aires de trovadores en la lengua de su madre. Pareca ver el mundo por primera vez. Dos bueyes blancos pasaron, coronados de hierbas. Francisco se detuvo, sorprendido, y los contempl: balanceaban lentamente su pescuezo lustroso, y de un lengetazo laman sus hocicos hmedos. Francisco levant la mano y los salud: -Qu combatientes. Se acerc, acarici los anchos flancos y los bueyes se volvieron para mirarlo con expresin humana. -Si fuera Dios -me dijo riendo-, permitira a los bueyes entrar en el Paraso, con los santos... Puedes imaginarte un paraso sin asnos, sin bueyes y sin pjaros? Los ngeles y los santos no bastan! Ri de nuevo. -Y sin un len? -agreg-. Sin ti, hermano Len? -Y sin un trovador, sin ti, Francisco? -dije, acaricindole los largos cabellos sobre los hombros. Reanudamos el camino. La pendiente nos ayudaba, corrimos. De pronto, Francisco se detuvo, sorprendido: -Adnde vamos? Por qu corremos? nobleza! -murmur-. Son colaboradores de Dios y grandes

-A San Damiano, mi joven seor! Ya lo has olvidado? Francisco sacudi la cabeza, esta vez con amargura. -Y yo que crea que bamos a liberar el Santo Sepulcro -dijo

lastimosamente. -Los dos solos? -dije en tono burln. 34 35 -No somos dos -contest Francisco, y su rostro se ilumin-. Somos tres. Me estremec. Era cierto, ramos tres, y de ello provena nuestro mpetu y nuestra confianza. En verdad, nuestra marcha no era una marcha de paz. Parecamos un ejrcito: el joven seor, el mendigo y Dios a la cabeza, al asalto... Cuntos aos han pasado desde entonces? Francisco subi al cielo, yo no he sido juzgado digno de ser arrancado de la tierra. He envejecido, se me han cado el pelo y los dientes, se me hinchan las rodillas, tengo las venas como de madera... En este instante sostengo la pluma y la mano me tiembla. El papel ya est lleno de manchas y lgrimas, pues mis ojos lloran. Sin embargo, al recordar esa maana tengo ganas de saltar, de tomar mi bastn, de retomar el camino e ir a tocar las campanas para agitar a todo el mundo. Tienes razn, padre Francisco, el cuerpo no existe, slo existe el alma y ella es el ama. Levntate, alma ma, recuerda esa maana en que volamos hacia San Damiano y cuenta todo, sin temor de los hombres abotagados e imbciles. Mientras corriamos oyronse en el aire gritos y risas de muchachas. Apretamos el paso y pronto estuvimos frente a las ruinas de San Damiano. Las paredes de la

capilla estaban agrietadas y ya invadidas por las malas hierbas. El campanil derrumbado an yaca en el patio junto a su campana sin voz. De todas partes nos llegaban gritos agudos y risas, pero no veamos un alma. Francisco me miro. -La iglesia entera resuena de risas -dijo-. Debe de estar llena de ngeles. -~Y si fueran demonios? -dije, pues empezaba a inquietarme-. Vamos, partamos de aqu! -Los demonios no ren de este modo, hermano Len; son ngeles. Esprame aqu, si tienes miedo. Entrar solo en la capilla. Me avergonc de mi mismo. -No, no tengo miedo, te sigo. La puerta penda, desmantelada. Franqueamos el umbral lleno de cizaa. Dos pichones huyeron de un ventanuco y desaparecieron. No podamos ver nada en la penumbra, pero adivinamos, en medio del altar, la vieja cruz con el cuerpo exange de Cristo. A sus pies, la imagen de san Damiano y una lmpara sin aceite. Avanzamos lentamente, con dificultad. El aire estaba como poblado de alas. -Ahora, san Damiano aparecer con sus muletas -dijo suavemente Francisco, que quera demostrar su valor, aunque su voz temblaba.

Por

el

estrecho

tragaluz

del

santuario

se

vea

un

verdor.

Era

el

jardincillo de la iglesia. El romero y la madreselva embalsamaban el aire. -Salgamos al jardn -dijo Francisco-. Aqu se ahoga uno. Pero en el instante de franquear la puerta, se elevaron tras el altar suspiros, jadeos

y rumores de sedas o de alas. Francisco me tom del brazo. -Oyes? Me parece... De sbito tres jovencitas vestidas de blanco surgieron de su escondite, pasaron frente a nosotros como flechas y se lanzaron al jardn dando chillidos. All estallaron en una risa burlona, como si hubieran adivinado nuestro temor. Francisco se precipit al patio y lo segu.

36 r No parecan atemorizadas en modo alguno, pero la mayor enrojeci hasta las orejas al ver a Francisco. Este, apoyado en el montante de la puerta, se secaba la cara cubierta de sudor. La joven se acerc a l, cada vez ms excitada y sonriente. Una rama de olivo cargada de frutos coronaba su frente. Francisco retrocedi un paso, como temeroso. -La conoces? -le pregunt en voz baja. -Cllate -respondi, palideciendo. La jovenzuela se atrevi: -Seor Francisco -dijo burlona-, sois bienvenido a nuestra humilde morada. Francisco la miraba. No responda, pero le temblaba el mentn. -Te encuentras en la casa de san Damiano -contest yo, para cubrir el silencio de Francisco-. Desde cundo la ocupis t y tus amigas? Las otras dos muchachas, algo ms jvenes -tendran trece o catorce aos-, se acercaron lentamente, la mano sobre los labios para sofocar las risas. -Desde esta maana -respondi la joven-. Hemos resuelto quedarnos todo el da. Esta es mi hermana Agnese y sta nuestra vecina Hermelinda. Hemos trado una

cesta llena de provisiones y frutas. Se volvi de nuevo hacia Francisco. -Si le agrada al seor Francisco, lo invitamos a almorzar. Ya que se ha dignado venir a nuestra casa, lo recibimos como amigo. -Clara -dijo l dulcemente-, te deseo buenos das. No bromeaba. Su voz sala de lo ms hondo de su corazn y la joven se sinti conmovida por ella. -Hemos venido a jugar -dijo en tono quejoso, como reprochndole que estropeara su placer. -Yo he venido porque he tenido un sueo, y no para jugar. -Has disimular. -Antes lo estaba, pero ahora he sanado -respondi Francisco. -No comprendo. -Quiera Dios que un da comprendas, Clara. -Un da te oi cantar... -dijo la joven, que ya no saba qu decir para prolongar la conversacin. -Me oas todas las noches, Clara, pero ya no volvers a orme. Ella sacudi la cabeza. Sus rizos cayeron sobre sus hombros y el lazo que los sostena se desanud. -Por qu? -dijo con los ojos clavados en el suelo. -No lo s todava, no me lo preguntes. Quiz vaya a cantar bajo otra ventana. -Bajo otra ventana? Cul? La ventana de quin? Francisco baj la cabeza. -La de Dios... -murmur tan quedo que la joven no lo oy. -Cul? -repiti Clara dando un paso hacia l-. La ventana de quin? Esta vez Francisco no respondi. -Ven, Clara -dijo una de las nias-. Ven a jugar. Por qu le hablas? Las dos tiraban de ella por el brazo para llevrsela, pero Clara permaneca inmvil estado enfermo? -pregunt ella con una ternura que procuraba

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L y enrollaba en sus dedos el lazo cado de su pelo. Era delgada, esbelta, estaba vestida de blanco y sin adornos, salvo una crucecilla de oro, la de su bautismo, y una azucena de plata a guisa de amuleto sobre el joven pecho apenas formado. Lo que sorprenda en ella eran sus cejas finas, que se estremecan con vehemencia, dando a sus ojos negros y almendrados una constante expresin de severidad y de clera. Al fin tom sus cabellos despeinados como si hubiera querido vengarse en ellos, los torci y los anud con el lazo de seda verde. Despus se volvi hacia sus compaeras: -Vamos -dijo con despecho-. Vamos ms lejos, a la otra capilla, la Porcincula, y dejemos en paz al seor Francisco. Parece que ha tenido un sueo! Hermelinda recogi su cesta a regaadientes; Agnese, la hermana menor, tom el cestillo de frutos, y las tres, con Clara a la cabeza, se marcharon en direccin a la llanura. -Nos hemos salvado... -dijo Francisco lanzando un profundo suspiro, como si acabara de escapar de un gran peligro.

Se

acuclill

en

el

umbral

mir

cmo

brillaban,

se

esfumaban

desaparecan las siluetas de las tres jvenes tras los olivares. -Nos hemos salvado... -repiti ponindose de pie.

Se acercaba el medioda. Francisco me mir. Todo temor haba desaparecido de su expresin. -Hermano Len -dijo con voz resuelta-, no habamos dicho que los dos ramos todo un ejrcito y que partamos para liberar el Santo Sepulcro? No sonras. Ten fe! Para empezar, haremos cosas fciles y poco a poco nos consagraremos a las grandes. Y cuando estn hechas las cosas grandes, emprenderemos las imposibles. Comprendes lo que digo? O crees que sigo en mi cama, delirando? -Las quieres decir? -Acurdate de ese ermitao renombrado que viva en la copa de un rbol. Eres t quien me habl de l. Cuando le pediste un consejo, no te dijo: Alcanza lo que no puedes alcanzar~? Y bien, hermano Len, alcanzaremos el fin que no podemos alcanzar. En este instante tomamos impulso en las ruinas de San Damiano. Comprendes? -No me hagas preguntas, Francisco -respond, con el corazn tan lleno de fuego que hubiera podido consumir un bosque entero-. Ordena! -Primero recogeremos piedras. El dinero de Bernardone que an conservo en mi bolsa servir para comprar herramientas de albail y cal para reconstruir la capilla. Nos procuraremos tambin tejas para el techo, pintura para las ventanas y las puertas y aceite para la lamparilla del santo. Sabe Dios desde hace cunto no arde! De acuerdo? Me recoga las mangas. Sus palabras me haban transportado. -Cundo empezamos? -En seguida. San Damiano se moja, se desploma y tropieza en la oscuridad. cosas imposibles, hermano Francisco? -dije, atemorizado-. Qu

No puede esperar. Y nuestra alma, hermano Len, crees que puede esperar? Adelante, compaero, en nombre de Dios! Se quit la capa de terciopelo y empez a alinear las piedras talladas que haban rodado por el patio. Yo trabajaba a su lado, transportando los escombros en mi

38 tnica y amontonndolos. Mientras trabajaba, Francisco cantaba canciones de amor que conoca desde nio. Los trovadores haban iniprovisado esas cancioncillas para alabar a la mujer amada, pero al cantarlas ese da Francisco pensaba sin duda en la Santa Virgen. Era de noche cuando volvimos a la casa. Durante el camino, habamos hablado de piedras, cal y herramientas. Era como si hablramos de Dios y la salvacin del mundo. Por primera vez comprend que tras el ms humilde menester se teje el destino del hombre. Tambin Francisco estaba profundamente conmovido. Senta que no hay tarea grande o pequea y que poner un guijarro sobre un muro derruido es apuntalar al mundo todo que amenaza derruirse, es sostener el alma que vacila...

Doa Pica, inquieta, estaba en la ventana, aguardando nuestro regreso en el crepsculo. Nos vio desde lejos y baj a abrirnos la puerta ella misma, resuelta a regaar a su hijo que, an enfermo, haca imprudencias. Pero cuando le vio la cara, no pudo

sino mirarlo con sorpresa. Al fin abri la boca: -Por qu brilla as tu rostro, hijo mio? -dijo. -No es nada todava, madre! -respondi Francisco riendo-. Estamos slo en el principio, en el primer escaln... y hay 77.000 escalones! Despus, tomndola del brazo, le dijo al odo: -Esta noche, el hermano Len comer con nosotros, en la misma mesa.

El

da

siguiente,

al

alba,

salimos

de

la

casa

deslizndonos

como

ladrones. Compramos en el mercado un martillo y una paleta para cada uno, pinceles y pintura. Y despus de encargar tejas y cal, nos encaminamos rpidamente hacia San Damiano. El cielo estaba ligeramente nublado. Un vientecillo helado bajaba de la montaa. Hacia fro. Los gallos cantaban en los patios, animales y personas despertaban, los olivos brillaban, los bueyes ya haban empezado su jornada de trabajo. -Tambin el alma despierta cada maana -dijo Francisco volvindose hacia mi-. Unce sus cinco bueyes y se pone a trabajar y a sembrar. -A sembrar qu? -El reino de los cielos! O el Infierno... -respondi Francisco inclinndose para recoger una margarita amarilla al borde del camino. Pero en el momento de cortar el tallo, desisti. -Dios la ha enviado para embellecer el camino. No apartemos de su misin a las criaturas de Dios -dijo haciendo con la mano una seal a la margarita, como si saludara a su propia hermana. Cuando llegamos a la capilla en ruinas, el cura del lugar, sentado en el umbral, se calentaba al sol. Era viejo, con la espalda curvada por los aos, deteriorado por

la miseria como la iglesilla de San Damiano. Francisco, que lo haba visto de lejos, se detuvo, sorprendido -Estar viendo a san Damiano? -murmur. Pero se recobr rpidamente, dio unos pasos y reconoci al sacerdote.

39

-Es el padre Antonio! Lo conozco -dijo dirigindose hacia el anciano para Saludarlo. Se inclin y le bes la mano. -Con tu permiso, padre Antonio, vamos a reconstruir la iglesia. San DanVano, a quien he visto en sueos, me lo ha pedido y le he dado mi palabra. El sacerdote levant la cabeza bruscamente. Los ojos permanecan ardientes como llamas en ese rostro arruinado. -Por reproche-. He envejecido sirvindolo, he gastado todo lo que tena en aceite para su lmpara, en esco.. has para barrer la iglesia, en incienso, en vino para lavar su icono. Nunca, sin embargo, se me present en sueos para decirme una palabra de amistad. Y ahora... Se ha dirigi~ do a ti. No eres el hijo de Bernardone, Francisco el libertino, el que corre las calles toda la noche con su guitarra? -Si -respondi Francisco-. El mismo. -Pero qu espera Dios de ti? -Nada -respondi Francisco-, nada. Pero yo espero todo de El. qu no me lo pidi a m? -dijo en tono colrico, lleno de

-Qu es todo? -La salvacin de mi alma. El sacerdote baj la cabeza, avergonzado, se puso la mano ante los ojos para protegerlos del resplandor del sol y call. Francisco y yo nos recogimos las mangas y empezamos a trabajar. Despus de todo, poco a poco, sin darnos cuenta, empezamos a cantar. Corrimos aquiy all, recogiendo piedras, y cuando lleg la cal, tomamos nuestras paletas. -Qu parecemos? -dije a mi compaero. -Dos pjaros que construyen su nido en la primavera -dijo riendo. El sacerdote se haba levantado y nos miraba, silencioso. De cuando en cuando echaba una mirada furtiva hacia Francisco y se persignaba. Al medioda se dirigi la casa cercana a la iglesia y nos trajo, en un plato de madera, dos roscas de pan, dos puados de aceitunas negras, una cebolla y una bota de vino. -El apstol Pablo recomienda que el trabajador coma y se fortalezca -dijo sonriendo. Descubrimos de repente que tenamos hambre y nos sentamos en el patio para almorzar. -Has comido alguna vez un pan ms sabroso? -dijo Francisco masticando alegremente su rosca de cebada-. Has probado aceitunas mejores? Has bebido un vin< tan delicioso? -Slo una vez, pero en sueos. Me encontraba en el Paraso. El hambriento suc con hogazas, se dice. Un ngel se acerc a mi con un plato idntico a ste, con UI pan de cebada, aceitunas, una cebolla y una bota de vino. Vienes de lejos, me ~debes de tener hambre. Sintate y bebe antes de mostrarte a Dios. Me tend en

II hierba del Paraso y empec a comer. Cada bocado que tragaba se trasmutaba en espri tu, inmediatamente. El pan, el vino, las olivas, la cebolla, todo se volva espritu ei mi. Como me ocurre ahora. Reanudamos el trabajo, tallando piedras, preparando la cal, calafateando los rnur( agrietados. Cantbamos todas las canciones que conocamos. Y la noche empez a cae un momento dado, me pareci vislumbrar a san Damiano que nos miraba, contento, el umbral de la capilla. Pero en seguida supe que era el sacerdote quien nos sonrea. -Tal vez sea san Damiano -dijo Francisco mirando al anciano con respeto-. Acaso despus de tantos aos de rezos y de pobreza, el sacerdote se ha unido con el santo los dos se han convertido en un solo y nico ser. Despus del trabajo, cuando, tarde en la noche, fuimos a saludar al padre Antonio, su rostro resplandeca como el de un santo.

No s cuntos das y semanas pasaron as. El tiempo flua cantando, como el agua un arroyo, y nosotros acompabamos su cancin. Mientras utilizbamos sucesivaente el martillo, la paleta, el pincel y alinebamos las tejas sobre el techo, el sol ica, suba y despus se ocultaba. Al morir el da, la estrella vespertina se prenda el cielo, y nosotros regresbamos a Ass, alegres, blancas las manos de cal... Slo s que durante esos das y esas semanas sentimos la dicha, la prisa y el amor 1 pajaro que construye su nido y que, en nuestra vida, esos das de alegra intensa

brillaran como una boda. -Qu quiere decir esto? -me dijo Francisco una maana, al iniciar la tarea-. el mundo se ha transformado? Soy yo el que ha cambiado? Lloro y ro a la vez ~o caminar sobre la tierra y floto en el espacio! Y t, hermano Len? -Yo tengo la impresin de ser un gusano profundamente hundido en la tierra. Toda tierra pesa sobre mi y me aplasta. Entonces empiezo a cavar un pasadizo para salir a superficie. Es un trabajo duro este de atravesar todo el espesor de la tierra, pero paciente, porque cuando salga a la luz siento que me transformar en mariposa. -Es eso! Es eso exactamente! -exclam Francisco alegremente-. He comprenahora! Que Dios te proteja, hermano Len! Somos dos gusanos de tierra y deseamos convertirnos en mariposas. Adelante, pues, mezcla la cal, transporta las piedras, dame la paleta!

Acabbamos de reconstruir la capilla de San Damiano cuando el viejo Bernardone regres de su viaje. Se asombr al no encontrar a su hijo en la tienda. Francisco parta alba, regresaba por la noche y coma solo. Ya no se lo vea. -Adnde va, pues, tu hijo querido tan temprano, en vez de ocuparse de nuestro comercio? -pregunt a su mujer con tono irritado. sta baj los ojos. -Ha tenido un sueo -dijo tmidamente-. San Damiano, grande es su merced, apareci y le orden reconstruir su iglesilla. -Y entonces? -Parte todas las maanas para trabajar. -Solo? Con sus propias manos? -Con sus propias manos. -Solo? -Con su amigo, el mendigo.

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41

Bernardone frunci el ceo y apret los puos. -Pica, tuya es la culpa -dijo-; tu hijo sigue un mal camino y tuya es la culpa. -Ma? -Tuya. De tu sangre. En tu familia hay trovadores locos, bien lo sabes. Los ojos de la madre se llenaron de lgrimas. Bernardone tom su bastn. -Pues yo lo sacar de all -dijo-. No es slo tu sangre la que corre en l. Tiene mi sangre, adems. No est del todo perdido. Poco antes del medioda, llegaba a la capilla de San Damiano. Su rostro estaba sombro. Jadeaba. -Eh, maese albail, baja, te necesito. -Bienvenido, seor Bernardone. Qu deseas? -respondi Francisco desde lo alto de su techo. -Mi tienda se cae en ruinas. Baja y ven a repararla. -Perdname, seor Bernardone, pero no reparo las tiendas; al contrario, las derribo. Bernardone rugi. Golpe furiosamente las lajas del patio con el bastn. Quera hablar, pero de pronto las palabras le faltaban. -Baja rpido, soy yo quien te lo ordena. No me reconoces? Soy tu padre! -Slo Dios es mi padre, seor Bernardone, y nadie ms. Bernardone se mostraba bastante furioso. Se haba detenido en pleno sol y yo vea el vaho que envolva todo su cuerpo y humedeca su pecho. -Y yo? -grit---. Quin soy yo? -Eres el seor Bernardone, propietario de una gran tienda sobre la plaza de Ass, que amontona oro en sus cofres y despoja al pobre mundo en lugar de vestirlo. Advertido por los gritos, el sacerdote acudi. Ante el viejo Bernardone, comprendi la situacin en seguida, se acerc temeroso y sac de su seno la bolsa de dinero

que Francisco le haba entregado para que comprase el aceite destinado a la lmpara del santo. -Te pido perdn, seor Bernardone -dijo-. Este dinero es tuyo. Es tu hijo quien me lo ha dado, pero no lo he tocado. Bernardone tom la bolsa y sin volverse siquiera hacia el sacerdote se la meti en su amplio bolsillo. Despus volvi a blandir el bastn hacia el techo. -Maldito' -grit . Baja un instante, que te rompo los huesos! -Esprame! -contest Francisco, y se dispuso a bajar. Por mi parte, dej mi paleta y aguard para ver lo que ocurra. Francisco se sacudi las ropas llenas de polvo y de cal y avanz hacia su padre. El viejo Bernardone lo miraba, sus ojos lanzaban llamas. No se mova ni hablaba. Con el bastn alzado, esperaba que su hijo se acercara. En el momento en que ste se inclinaba con los brazos cruzados sobre el pecho para saludarlo, el viejo Bernardone levant su pesada mano y le asest un pesado bofetn en la mejilla derecha. Entonces Francisco le present la izquierda: -Golpea la otra, ahora, seor Bernardone... -dijo con dulzura-, golpea la otra para que no est celosa... Iba a precipitarme para defender a mi amigo, pero me rechaz. -No te mezcles en los designios de Dios, hermano Len -dijo-. Este hombre ayuda a su hijo a encontrar la salvacin. Golpea, seor Bernardone!

42 Entonces Francisco, pero su brazo se inmoviliz en el aire, como petrificado. El sudor le caa de la frente en el viejo se encoleriz. Levant el bastn para golpear a

anchas gotas y sus labios se haban puesto azules. En su rostro se lea el miedo, se adverta que haca intiles esfuerzos para mover el brazo, pero un ngel irritado deba detenerlo. Francisco no vea a ese ngel ni yo tampoco, pero oamos el rumor de sus alas sobre nuestras cabezas. -No es nada, padre -dijo Francisco viendo los ojos llenos de miedo de Bernardone-. No es nada... no tenga usted miedo. Apiadado, quiso ayudarlo, cuando bruscamente el viejo se desplom sobre las piedras. Cuando volvi en s, el sol brillaba en el cielo. El sacerdote an tena la copa de agua que haba ido a buscar para reanimarlo y Francisco, en cuclillas, le sostena la cabeza mirando a lo lejos el monte Subasio baado en luz. Bernardone se incorporo y tom su bastn. Me precipit para sostenerlo, pero me rechaz. Despus se irgui por completo agotado, y se sec el sudor de la cara sin pronunciar palabra ni echar una mirada a su hijo, an sentado en el suelo. Al fin sacudi sus ropas y se alej con paso lento, apoyndose en su bastn. Pronto se lo vio cmo desapareca en el recodo del camino. Esa noche, Francisco no volvi a su casa. Haba descubierto una gruta cerca de San Damiano, unos das antes, y sola refugiarse en ella durante largas horas. Para rezar, sin duda alguna, porque cuando regresaba, un halo de luz vibraba alrededor de su cabeza, como el que se ve en las imgenes de los santos. Nos instalamos en esa gruta. Flotaba en ella un acre olor a tierra. Nos acostamos sin comer ni cambiar una sola palabra, una piedra bajo la cabeza a guisa de

almohada. Yo estaba cansado y me dorm en seguida. Cuando despert, deba de ser el alba; advert a Francisco sentado en la entrada de la gruta, la cabeza entre las rodillas y lanzando gritos dbiles y lastimosos, como si tratara de llorar suavemente para no molestarme. Muy a menudo, en los aos que siguieron, me fue dado or llorar a Francisco. Pero esa maana gema como un nio que tiene hambre y que no tiene madre. Me arrastr hasta la entrada, me arrodill a su lado y levant los ojos al cielo. Algunas estrellas flotaban todava en el espacio lechoso. Una de ellas, la ms grande, titilaba con luces verdes, rosadas y azules. -Qu estrella es sa, hermano Francisco? -le pregunt para arrancarlo de su meditacin La conoces? Dej de llorar. -Debe de ser un arcngel. Quizs el arcngel Gabriel... Resplandeca as la maana en que descendi sobre la tierra para visitar a la Virgen! Y poco despus: -Y esta estrella de brillo tan particular que ves danzar hacia Oriente y que pronto se ahoga en la luz del sol es Lucifer. -Lucifer! -dije sorprendido-. Es ms brillante que el arcngel Gabriel! Por qu? Es injusto! Es as como Dios lo ha castigado? -Si -respondi Francisco con voz sofocada-. Sabe que no hay castigo ms duro que recibir bien por mal. Por qu te asombras? -me pregunt poco despus-. No

43 ha hecho lo mismo conmigo, el misero, el granuja, el infame Lucifer? Una noche, en vez de lanzar el rayo sobre mi para reducirme a cenizas, qu hizo? Envi a san Damiano para que me dijera en mi sueo: "La iglesia se derrumba, sostnla! Tengo fe en ti!". Pens que hablaba de la capilla derruida... Y la he reconstruido... Pero ahora... Lanz un suspiro. -Ahora?... -dije a mi vez, mirndolo con inquietud. -Ahora, mi corazn no est tranquilo. No! No! San Damiano no hablaba de la capillita; pens en ella toda la noche... Empiezo a comprender el sentido de su terrible mensaje. Call. -No puedo conocerlo tambin yo, hermano Francisco? Dile que me siento dichoso. -Dejars de sentirte as, desdichado, tendrs miedo. S paciente, sigueme y ten confianza... Comprenders poco a poco y llorars. Y acaso quieras retroceder. El camino ser arduo y empinado, tal vez largo, adems... Le tom la mano y quise besrsela, pero me lo impidi. -Ir donde me lleves, hermano Francisco. A partir de ahora, no me pidas nada. Slo tienes que ordenarme! Nos callamos. Miramos la claridad creciente del amanecer. El flanco de la montaa haba pasado del violeta al rosa y del rosa al blanco inmaculado. Los olivares, la tierra, las piedras rean. El sol apareci en la cima de una roca. Arrodillados en la entrada de las sombra caverna, levantamos los brazos para saludarlo. Deb bajar a San Damiano para recoger las herramientas, barrer la iglesia

y poner orden en ella. -Regala las herramientas al viejo cura -dijo Francisco-. Pero antes de dejrselas, bsalas una por una, porque han cumplido bien su misin. Ya no las necesitamos. La Iglesia que hemos de reparar ahora no se reconstruye con ayuda de la cal ni con una paleta. Abr la boca para pedirle explicaciones, pero la cerr en seguida. "Un da", me dije, "comprender. Paciencia! ~. -Puedes partir -dijo Francisco-. Yo no saldr hoy de la gruta. Quiero rogar a Dios, tengo mucho que decirle; que me d fuerzas. Hay un abismo ante mi; cmo puedo llegar a Dios? aos despus, cuando Francisco, muy enfermo, se preparaba a dejar el mundo de los vivos. Recuerdo que era de noche. Francisco estaba acostado frente a la Porcincula, en el suelo, y no poda dormir. Las ratas del campo correteaban a su alrededor, tratando de devorar lo poco de carne que le quedaba. Me llam y me pidi que me sentara junto a l, para espantarlas y hacerle compaa. Durante esa velada me cont lo que haba ocurrido aos antes en la gruta. Una vez solo, se haba acostado boca abajo, besando la tierra y llamando a Dios. "S que T ests en todas partes", gritaba. "Basta que levante una piedra para descubrirte, basta que me incline en un pozo para ver en l Tu rostro, y cada gusano que miro tiene Tu nombre grabado en el lomo, en el lugar mismo en que sus alas ya despuntan. T ests asimismo en esta caverna y en el bocado de tierra que ahora tengo Part. Lo que ocurri ese da en la gruta no lo supe sino muchos

en los labios. Y T me ves, y T me oyes, y T tienes piedad de mi..."

44 Pv ~Entonces, Padre, escchame. Anoche, en esta misma gruta, grit lleno de alegra: "He hecho, Seor, cuanto me has ordenado, he reconstruido, he consolidado la capilla de San Damiano~'. Y t respondiste: ~~No es bastante!'~. "No es bastante? Qu ms debo hacer? Ordname!" Entonces volv a oir Tu voz: "Francisco, Francisco, hay que consolidar a Francisco, el hijo de Bernardone!". Cmo consolidarlo, Seor? Las vas son mltiples, cul es la ma? Cmo vencer a los demonios que habitan mi alma? Son innumerables! Si no me ayudas, estoy perdido! Cmo impedir que la carne se interponga encontr a la muchacha en San Damiano me sent trastornado. Cuando volv a ver a mi padre, me sent trastornado. Cmo liberarme, Seor, de mi padre, mi madre y de la mujer? Cmo liberarme de la tentacin del bienestar? Cmo liberarme del orgullo, del amor a la gloria, de la felicidad? T sabes que los demonios mortales son siete, y los siete roen mi corazn. Cmo liberarme de este Francisco, Seor?" As haba gritado y delirado, debatindose todo el da, acostado boca abajo, en la gruta. Hacia el crepsculo, a la hora en que yo recorra todava las calles de Ass mendigando, haba odo que una voz lo llamaba: entre nosotros y nos separe, Seor? T mismo lo viste: cuando

-Francisco! -Aqu estoy, Seor, a Tus rdenes! -Francisco, puedes ir a Ass, tu ciudad natal, donde todos te conocen, y frente a la casa de tu padre ponerte a cantar y a danzar batiendo las manos y gritando mi nombre? Francisco escuchaba, estremecindose. Y la voz volvi a decir por encima de l, ms cerca esta vez, en su odo: -Puedes pisotear, envilecer a ese Francisco? Nos estorbaba, nos impide reunirnos! Hazlo desaparecer! Los nios te perseguirn y te arrojarn piedras. Las muchachas se asomarn a sus ventanas y se echarn a rer. T estars cubierto de heridas, sangrando, pero dichoso, y exclamars: "Tenga la bendicin de Dios quien me arroje una piedra una vez. Tenga dos veces la bendicin de Dios quien me arroje dos piedras. Tenga tres veces la bendicin de Dios quien me arroje tres piedras hacerlo? Lo puedes? Callas. Por qu? Francisco escuchaba, temblando. .~No puedo", pensaba, "no puedo no se atreva a confesrselo. -Seor -dijo al fin-, no querras enviarme a otra ciudad y ordenarme que en ella baile y grite Tu nombre en mitad de la plaza? Pero la voz se haba elevado, grave y llena de desdn: -No, irs a Ass! Entonces Francisco mordi la tierra que oprima sus labios y sus ojos se llenaron de lgrimas: -Seor, piedad! Dame el tiempo de preparar mi alma y mi cuerpo! No te pido ms que tres das y tres noches! Nada mas. . pero . Puedes

Y la voz volvi a tronar, no ya al odo de Francisco, sino en sus entraas: -No, ahora mismo! -Por qu tan rpido, Seor? Por qu quieres castigarme tan duramente? Entonces la voz de Dios se alz esta vez en el corazn de Francisco ligera y tierna: -Porque te quiero! 45

L Y el corazn de Francisco se apacigu de sbito, una fuerza nueva lo penetr, su rostro se ilumin. Se alz, fue hasta la entrada de la gruta; sus rodillas estaban firmes. El sol declinaba. Se persign y dijo: -~En marcha! Yo regresaba, lleno el cesto de costras de pan seco que haba mendigado. Lo vi a la entrada de la gruta, el rostro parecido a un sol naciente. Me sent deslumbrado y he puse la mano pan. sobre Has mi frente todo para el da proteger sin mis ojos. debes Quera de tener decirle: hambre. "Francisco, trado estado comer, Sintate, comeremos~~. Pero tuve vergenza, porque en ese mismo instante sent que ese hombre no tena necesidad de alimento. En cuanto me vio levant la mano: -Vamos! -dijo. -Adnde? -Vamos a "saltar"! Vacil, sin atreverme a preguntar. A saltar qu? No comprenda. Me precedi y, poco despus, los dos caminbamos por la ruta de Ass. Iv

Caa

la

noche.

El

cielo

era

una

prpura

sombra.

Extraas

nubes

refrescaban compasivas la tierra an tibia del calor del sol. La llanura de Umbra reposaba. Haba dado a los hombres trigo, vino, aceite; haba cumplido su deber. Ahora miraba al cielo con confianza, esperando la lluvia que hara germinar en ella nuevos granos. Los trabajadores volvan de los campos precedidos de sus bueyes. Cuando pasamos, esos animales gordos y bonachones nos miraban, sin asombro, casi afectuosamente, como si nosotros mismos furamos bueyes de otra raza que regresramos despus de una jornada de trabajo a nuestro establo lleno de paja y de buen heno. Francisco caminaba delante, pensativo. A veces se detena, miraba el cielo y aguzaba el odo atentamente. Pero slo oa el dulce murmullo del viento en los rboles y a lo lejos, en la direccin de Ass, el ladrido de los perros. Entonces suspiraba y reanudaba la marcha. De pronto se detuvo y me esper: -Hermano Len -me dijo confidencialmente-, sabes bailar? Me ech a rer: -Bailar! No vamos a un casamiento, que yo sepa! -Si vamos a un casamiento, no te ras. La sierva de Dios se casa... -Qu sierva de Dios? -El alma. Se une con su gran Amante. -Dios, hermano Francisco? -Dios. Tenemos que bailar en medio de la plaza, frente a la casa de Bernardone; all es donde tendrn lugar las bodas. Debemos batir las manos y cantar, para que la multitud se amontone y nos arroje piedras y cscaras de limn a guisa de confites.

-Por qu no confites de verdad, hojas de laurel y flores de azahar, hermano Francisco? Por qu piedras y cscaras de limn? -Es la voluntad del Novio, hermano mio. Reanud la marcha sin agregar nada. Vea sus tobillos dbiles y sus pies descalzos, cubiertos de sangre. De sbito, empez a correr. Presa de un ardiente deseo de llegar, volaba hacia Ass. Pero no bien llegamos a la puerta de la ciudad, sus rodillas flaquearon. Me detuvo, me tom del brazo y con voz dbil y suplicante: -Hermano Len -dijo-, te acuerdas de la noche en el Monte de los Olivos? Recuerdas cmo Cristo levant los brazos al cielo gritando: "Padre, aparta de mi este Cliz? Temblaba y el sudor le baaba la frente. Lo he visto! Yo estaba all y Lo he visto Temblaba... 46 47 -Clmate, rezars y yo mendigar. Por la noche nos sentaremos los dos ante un mendrugo de pan y hablaremos de Dios. Le hablaba con dulzura, porque sus ojos ardan y me daban miedo. Pero l estaba tan lejos de mi, all, en el Monte de los Olivos, que no poda orme. -Temblaba -repiti-, temblaba... Y sin embargo, tom el cliz y de un solo trago lo bebi hasta las heces! Francisco resuelto y se volvi para mirarme y levantar la mano: -Vamos! Jess, aydame! -aadi, ms bajo. Corr tras l, porque adivinaba su dolor y deseaba compartirlo. "A qu se parece dej mi brazo, franque el umbral de la ciudad con paso Francisco, no tiembles. Volvamos a nuestra gruta. Maana

el alma humana?", pensaba, considerando la palidez de Francisco. "Se parece a un nido lleno de huevos o a una tierra sedienta que interroga al cielo a la espera de lluvia? El alma humana es un lamento que sube al cielo." Francisco se volvi y me mir: -Hermano Len, puedes partir si quieres! -No quiero partir -respond-. Aunque t te vayas, ahora me quedara. -Si pudiera partir siquiera, escapar... pero no puedo. Levant los ojos al cielo: -. . si detrs del agua, detrs del pan, detrs del beso est Tu rostro, si detrs de la sed, detrs del hambre, detrs de la pureza est Tu rostro, cmo podra yo escapar de Ti? De un salto estuvo en la primera caleza. No bien se encontr en la plaza de San Jorge, se puso a saltar, a batir las palmas y a gritar: -Eh, acudid todos, aproximaos, venid para que escuchis la nueva locura! Era la hora en que los hombres regresaban de las huertas y los viedos, con sus asnos. Los mercaderes y los artesanos cerraban sus tiendas y se reunan en las tabernas para beber una pinta de vino y charlar agradablemente entre amigos. Las viejas estaban sentadas frente a sus puertas, opaca la mirada, cansadas de mirar las calles, las personas y los asnos de Ass, mientras los jvenes y las muchachas, recin cambiados y lavados, iban y venan en ese atardecer del sbado por la ciudad oblonga. Soplaba una brisa fresca, las nubes se haban dispersado, los lazos ondeaban en las cabelleras de las muchachas y los jvenes, llenos de deseo y de odio, las codiciaban. Ya se oan los primeros lades en las tabernas.

De

pronto,

risas,

gritos,

corridas.

La

multitud

se

volvi

vio

Francisco, en el otro extremo de la plaza. Se haba recogido el manto y bailaba gritando: -Eh, acudid, hermanos mos! Escuchad la nueva locura! Tras l un grupo de nios se burlaba y lo persegua. Corr tras ellos, tratando de asustarlos con mi bastn, pero siempre haba otros que se precipitaban hacia Francisco. El, sereno, sonriente, se detena de cuando en cuando, levantaba las manos por encima de ellos y proclamaba: "Bendito sea una vez quien me arroje una piedra. Bendito sea dos veces quien me arroje dos piedras. Bendito sea tres veces quien me arroje tres piedras. Y las piedras arreciaban sobre l. Ya brotaba sangre de la frente y el mentn de Francisco. Los parroquianos salan 1 48 de las tabernas y se echaban a rer. Los perros, excitados, empezaban a ladrar. Yo me haba puesto frente a l para recibir mi parte de piedras, pero l me apartaba. Saltando como un poseido, cubierto de sangre, cantaba: "Escuchad, hermanos, la nueva locura!". La multitud rea, los jvenes silbaban, maullaban, ladraban para cubrir su voz, y las muchachas se apretujaban contra las columnas del templo antiguo lanzando chillidos. De la taberna ms cercana alguien se dirigi a Francisco. Eh!, no eres Francisco el libertino? Cuntanos un poco tu nueva locura... 1Cuenta, cuenta! -pidieron, burlonas, algunas voces. Y Francisco abri los brazos al pueblo, que lo vitore, y grit: Amor! Amor! Amor! Y mientras corra de un extremo a otro de la plaza, una muchacha asomada al bal-

cn de una casa seorial lo miraba con el rostro baado en lgrimas. Clara! -llam una voz desde el interior-. Clara! Pero la muchacha no se movi. De pronto se oy un rugido. La sangre se me hel, la multitud se apart, los gritos cesaron. Un coloso se precipit sobre Francisco, lo tom de la nuca y lo sacudi furiosamente; era su padre, el seor Bernardone. Vamos, ven! -rugi. Pero Francisco trep a una columna del templo, desde cuya escalinata hablaba a la multitud. <Adnde? - A casa! - Mi casa es sta, la plaza, y todos estos hombres y estas mujeres que me insultan son mi padre y mi madre! El furor se apoder del viejo Bernardone. Con las dos manos tom a su hijo por el talle. 1No, no me ir, no me ir! -gritaba Francisco, trepando ms alto por la columna-. No tengo ni padre ni madre, no tengo casa, slo tengo a Dios. La multitud estall en risas. -No tenamos ningn Polichinela para distraernos -dijo un individuo con cara de rata (era Sabattino: yo lo haba reconocido)-. Gracias a Dios, tenemos ahora al hijo de Bernardone. A tu salud, Francisco, oso de Dios! Hop! Salta, baila!

En ese instante el obispo de Ass atravesaba la plaza. Era un anciano venerable, bueno, ameno. Cuando pensaba en el Infierno temblaba, cuando pensaba en el Paraso temblaba tambin. Suplicaba a Satans que se arrepintiera, que cesara toda

resistencia y tranquilamente, humildemente, entrara en el Paraso. A esa hora volva de su excursin cotidiana por los barrios pobres. Tras l caminaba su dicono, con una cesta vaca donde haba llevado los vveres distribuidos entre los desdichados. El obispo llevaba un largo cayado con punta de marfil. Sorprendido por los gritos, se detuvo. Francisco segua aullando: "No tengo sino a Dios! No tengo sino a Dios!", y las risas de la multitud estallaban. Al obispo le pareci que un hombre en peligro lo llamaba en su ayuda. Apret el paso y lleg al lugar. Todava no era noche cerrada, algunas luces crepusculares iluminaban dbilmente la ciudad. El obispo reconoci a Francisco y al viejo Bernardone que, despus de atrapar a su hijo, procuraba llevrselo. Levant el cayado: -Seor Bernardone -dijo con voz severa-, es vergonzoso para un notable ofrecer tal espectculo. Si tienes una disidencia con tu hijo, hazme el favor de entrar en el obispado; all juzgaremos. Y volvindose hacia Francisco: -No te obceques, hijo mio. Has llamado a Dios, y yo soy su representante en Ass. Ven conmigo. Francisco dej la columna, se volvi y vindome cerca de l: -Sigueme, Len -dijo-. Estamos al pie del camino empinado de que te he hablado... El obispo abri la marcha; Francisco y yo lo seguimos. El viejo Bernardone camin detrs de nosotros. Despus venia la multitud, a cierta distancia, excitada. Francisco se volvi hacia m: -Hermano Len -me dijo en voz baja-. Tienes miedo? O vergenza? En ese

caso, te lo repito: si quieres, puedes irte! -Mientras est contigo, hermano Francisco, no tendr miedo ni vergenza. Nunca te dejar. -Todava tienes tiempo -insisti-. Tengo piedad de ti. Vete! Conmovido, estall en sollozos. Entonces Francisco me palme el hombro tiernamente. -Bien, leoncillo, qudate. El patio del obispado estaba oscuro. Entramos. La multitud se desliz detrs de nosotros y tambin algunos notables, curiosos de contemplar la decadencia del hijo de Bernardone. Se encendi el candelabro y la gran sala se ilumin. Sobre el trono episcopal, un Cristo soberbio, regordete, de mejillas rosadas, estaba clavado en su cruz. El obispo se persign y ocup su trono. A su derecha, el seor Bernardone; a su izquierda, Francisco. Detrs, cinco o seis notables; ms lejos, la multitud. Recuerdo exactamente cuanto pas esa tarde: las palabras del obispo, la dulzura de Francisco, cuyo rostro resplandeca, la furia de Bernardone... Pero no me demorar en contarlo para llegar ms rpidamente a lo esencial, al gran momento en que Francisco se irgui, desnudo, ante Dios y ante los hombres. El obispo subi, pues, a su trono, y se persign. -En nombre de Dios, seor Pedro Bernardone, te escucho. Qu reprochas a tu hijo? -Reverendsimo Padre -respondi el viejo con voz ronca de rabia-, este hijo mio no est en sus cabales. Tiene sueos insensatos, oye voces, toma el oro de mi cofre y lo derrocha... Me arruina! Hasta ahora lo hacia para divertirse. Yo me deca: es

joven, esto pasar. Pero desde hace algn tiempo, desespero. Frecuenta a los piojosos, duerme en grutas, llora y re sin motivo y ltimamente se le ha ocurrido reconstruir las capillas en ruinas. Esta noche, bailando en medio de la plaza, ha superado los limites. Es el hazmerrer de todo el mundo... Deshonra mi sangre, no quiero volver a oir hablar de l!

50 pv -Y entonces? -dijo el obispo. -Entonces... -dijo el viejo Bernardone levantando la mano sobre la cabeza de su hijo-, entonces, delante de Dios y de los hombres, reniego de l, lo desheredo. Ya no es mi hijo. Un rumor sordo se elev entre los notables y la multitud, pero el obispo lo hizo cesar de un ademn. Despus se volvi hacia Francisco, que escuchaba con la cabeza baja. -Qu puedes responder en tu defensa, Francisco, hijo de Dios? Francisco levant la cabeza: -Nada! Esto, solamente... Y antes de que nadie tuviera tiempo de impedirselo, arranc de su cuerpo sus ropas de terciopelo, hizo con ellas un montn y sereno, sin una palabra, se inclin y las dej a los pies del viejo Bernardone. As, completamente desnudo, tal como su madre lo haba puesto en el mundo, se detuvo ante el trono del obispo. -Reverendsimo Padre -dijo-, estas ropas eran todo lo que me quedaba de

l. Se las devuelvo. Ya no tiene hijo, ya no tengo padre. Nos hemos apartado uno de otro. Todos nos quedamos perplejos. Algunos tenan los ojos llenos de lgrimas. Bernardone se inclin, recogi el montn de ropas y lo puso bajo su brazo. El obispo baj de su trono, hmedos los ojos. Se quit el manto y cubri con l el cuerpo desnudo de Francisco. -Por vergenza ante los hombres? -No, reverendsimo padre -respondi Francisco humildemente-, no tengo verguenza sino ante Dios. Perdname! Despus se dirigi a los notables y a la multitud. -Hermanos, adelante, ya no dir: mi padre Pedro Bernardone, sino: Padre nuestro que ests en los cielos. Rompo as los lazos que me encadenaban a la tierra y me precipito hacia el cielo, mi verdadera morada. Esto, hermanos mos, es lo que Dios me ha ordenado. sta es la nueva locura! El viejo Bernardone ya no poda contenerse. Enloqueca de rabia. Se arroj sobre Francisco, pero el obispo tuvo tiempo de intervenir. -Ya no tienes ningn derecho sobre l. Contn tu ira, Bernardone! El padre de Francisco ech una mirada feroz a su alrededor. Se mordi los labios para no blasfemar, apret las ropas bajo su brazo y se march golpeando la puerta tras de si. El obispo se volvi entonces hacia m: -Ve y pide al jardinero que te d ropas viejas para cubrir a Francisco. hasta ahora he llamado Pedro Bernardone a mi padre. En qu has hecho eso, hijo mio? -dijo tristemente-. No tienes

Corr y pronto aparec con un manto todo remendado que haba pertenecido al jardinero. Despus de trazar en l una gran cruz de tiza, Francisco se visti. Despus se inclin, bes la mano del olispo y, volvindose otra vez hacia los notabIes y la multitud: -Adis, hermanos! Y que el Seor tenga piedad de vuestras almas! El obispo acompa a Francisco hasta el patio.

51

L -Cuidate -le dijo-, ests al borde de la exageracin... -All est Dios, Reverendsimo Padre. El sacerdote sacudi la cabeza. -La virtud misma debe tener mesura, si no, cae en la arrogancia. -Es el hombre quien observa mesura. Dios est ms all de la mesura y yo me dirijo hacia l, Reverendsimo Padre -dijo Francisco acercndose a la puerta, porque tena prisa por marcharse. El obispo le tom la mano con compasin: -No te apresures, hijo mio -dijo-. No entables el combate antes de venir a yerme. Soy viejo, he sufrido mucho. He pasado por donde t pasas hoy y creo que por ello podr ayudarte. -Vendr, Reverendsimo Padre, vendr a pedir tu bendicin. Despus franque los umbrales del obispado. Corr tras l. La luna no se haba levantado an y el cielo, cargado de nubes, pesaba sobre la ciudad oscura. Un viento hmedo soplaba como si ya hubiera llovido en las

montaas. Las calles estaban desiertas; en las casas, se encendan las lmparas. Era la hora de la comida. Nos quedamos un buen rato en la puerta del obispado. Adnde ir? En qu direccin? Hacia la llanura o hacia la montaa? Hacia el desierto o hacia los hombres? Dios est en todas partes, en la llanura como en la montaa, y todos los caminos son sagrados. Francisco no haba elegido an. Permaneca inmvil, en la oscuridad. -Y ahora, hermano Francisco, adnde iremos? Ri dulcemente, con aire candoroso: -Al cielo! No sientes que ya hemos dejado la tierra? En marcha, hermano Len -agreg, y tom la direccin del monte Subasio. Salimos de Ass por la puerta del Norte, que se abra a la campia desierta. Francisco callaba. Como caminaba delante, poda distinguir en la oscuridad su cuerpo delgado que henda el camino cual espada, mientras que su manto de remiendos, demasiado ancho, se hinchaba a su alrededor y bata como un ala. Yo estaba cansado, tena hambre. Me detuve y mir a Ass tendida abajo, a mis pies. Las luces brillaban todava, se oa el rumor de los hombres y el ladrido de los perros. Apareci una luna triste y empaada. Francisco, que no oy mis pasos a sus espaldas, se volvi: -Eh, hermano Len! Por qu vacilas? No recuerdas lo que dijo Cristo? No mires detrs de ti. Sacude el polvo de tus pies. El polvo de Ass, el de tu padre y tu madre, el polvo de los hombres! -Tranquilizate, -dije-. Pero, ay, Dios no me ha hecho hroe, ni cobarde, y por eso mi corazn vacila... hermano Francisco, es lo que hago, sacudo el polvo

Reanudamos francesas.

nuestra

marcha

Francisco

empez

canturrear

canciones

Estaba contento. Una vez ms haba obedecido a Dios, haba bailado y gritado Su nombre en la plaza de Ass. Abandonando a su padre y a su madre, rompiendo los lazos que lo encadenaban a la tierra, se haba redimido y su alegra era tanto ms intensa cuanto la prueba haba sido ms dura. Atravesamos un bosque de encinas. La luna proyectaba sobre las piedras, a travs

52 de las ramas, su plida y triste claridad. De cuando en cuando una lechuza volaba bajo, sobre nuestras cabezas. Y sbitamente, mientras Francisco cantaba, se oyeron pasos en direccin hacia nosotros. La cancin se cort bruscamente. -Este bosque es un refugio de bandidos! -dije-. Estamos perdidos. -Nada tenemos que perder -respondi Francisco-. No tengas miedo. Los pasos se acercaban con ruidos de ramas rotas y de repente seis o siete bandidos se yerguen ante nosotros blandiendo cuchillos. Dos de ellos me aprisionan mientras los dems se precipitan sobre Francisco. -Quin eres? -le gritan apretando los dientes. -Soy el heraldo del Gran Rey -responde tranquilamente Francisco. -Qu vienes a hacer aqu? -He venido a invitar a mis amigos, los bandidos, a dirigirse al cielo. El Gran Rey festeja unas bodas, casa a Su hijo y los convida a Su mesa. Uno de los hombres se acerca con una antorcha encendida, mira el rostro famlico de Francisco, sus pies sangrantes, su manto remendado:

-T, el heraldo del Gran Rey? T? Andrajoso como ests? Empiezan a revisar a Francisco para buscar su bolsa. En vano. Buscan tambin en el cesto que yo llevo a la espalda, pero ya no queda nada en l, ni siquiera un pedazo de pan viejo. De nuevo observan a Francisco a la luz de la antorcha. -Debe intilmente. -Dmosles una buena tunda y arrojmoslos a un foso -dijo otro-. Al menos nos habremos molestado por algo. Se pusierona golpearnos, con las colas de buey que les servan de ltigos. Yo gritaba de dolor, pero Francisco, cada vez que reciba un golpe, se persignaba murmurando: Loado sea el Seor!~. -Eh, muchachos! -dijo uno de los bandidos, sealando a Francisco-. No es un loco, es un Santo! -Es lo mismo -respondi otro, que pareca el jefe-. Ahora tienen lo suyo... al foso con ellos! Nos tomaron por los pies y los hombros y nos arrojaron en el foso. Despus se marcharon, blasfemando y gritando. Entonces Francisco tendi la mano y me acarici la espalda. -Te duele, hermano Len? -Y t pretendes que no te duela? La resistencia de la carne tiene sus lmites!... -No insultes a la carne. Recuerda lo que hemos dicho: tambin la carne puede trasmutarse en espritu un da... Te lo juro, hermano Len: no me duele. El foso era hondo, nos cost subir. A mitad de camino, nos deslizamos y volvimos a caer en el fondo. -No estamos mal aqu -dijo Francisco-; buscbamos un refugio para pasar de ser un loco -dice uno de ellos-, nos hemos molestado

la noche: aqu lo tenemos, Dios nos lo ha enviado. Grande es su gracia! Durmamos aqui y maana el Seor nos enviar el sol para mostrarnos el camino. Nos apretujamos el uno contra el otro, porque hacia fro. Me arda la espalda, pero estaba tan cansado que me dorm en seguida. Dorma tambin Francisco? No creo, porque en mi sueo oi una voz que cantaba. L 53 Despunt el da. Salimos del foso en cuatro patas y reanudamos el camino. Callbamos, pero a veces hablbamos de Dios, del tiempo o del invierno que ya pesaba sobre la naturaleza. Y cuando, desde lejos, veamos una aldea, Francisco me tiraba alegremente de la manga. -Vamos, hermano Len, rpido! -deca-. En alguna de esas casitas un alma espera la salvacin. Vamos a buscarla! Entrbamos en la aldea y Francisco llamaba con su voz de pregonero: -Eh, campesinos, acercaos! Distribuyo novedades, apuraos, que es gratis. Habamos encontrado en el camino una campana de carnero y Francisco la agitaba al pasar por las callejas. Los campesinos acudan, hombres y mujeres, para ver qu llevbamos y distribuamos gratuitamente. Entonces, Francisco suba a una piedra y se pona a hablar del amor: ~'Amemos a Dios y a los hombres, sean enemigos o amigos nuestros, amemos a los animales, a los pjaros, a la tierra que pisamos. Hablaba del amor con exaltacin, y cuando las palabras empezaban a faltarle, estallaba en sollozos. Muchos rean al escucharlo, otros se enfadaban. Los nios le arrojaban piedras. Algunos se acercaban despacio y le besaban la mano. Despus bamos a mendigar de

puerta en puerta. Nos daban un mendrugo de pan que comamos bebiendo el agua de los brocales, despus de lo cual nos dirigamos hacia otra aldea. Los das y las semanas pasaban. No los contbamos. El tiempo pareca una bola que corre por una pendiente. No s en qu aldea un viejo amigo de Francisco, antiguo compaero de fiestas, vio a mi compaero cuando anunciaba sus mercancias~ en la plaza. Estupefacto, acudi: -Francisco, mi viejo amigo, qu haces? Quin te ha puesto en este estado? - Dios! -contest Francisco sonriendo. -Dnde estn tus ropas de seda, la pluma roja de tu sombrero y tus anillos de oro? -Es Satans quien me las haba prestado. Se las he devuelto. El amigo miraba el manto harapiento, los pies descalzos, la cabeza despeinada, y no entenda. -De dnde vienes, dime? -pregunt al fin, compasivo. -Del otro mundo -respondi Francisco. -Y adnde vas? -Al otro mundo. -Y por qu cantas? -Para no perder mi camino. El amigo sacudi la cabeza, con aire desesperado. Ese muchacho deba de tener buen corazn, porque tom a Francisco de la mano y me hizo seas de seguirlo. -Francisco, viejo amigo, si he comprendido bien, quieres salvar al mundo. Pero escchame. Ahora es invierno. Ven a mi casa. Te dar ropas abrigadas para que no te congeles y mueras de fro, porque si mueres, cmo, entonces, podrs salvar al mundo? -Llevo a Dios -dijo Francisco-, no tengo fro. El amigo se ech a rer. -Llevas a Dios, pero eso no basta. Es preciso adems un traje abrigado.

Temes aplastar un gusano porque tienes piedad de l, ten piedad de tu cuerpo... Es un gusano, tambin l... Y no olvides -agreg, viendo vacilar a Francisco- que necesitas tu cuerpo para salvar al mundo... Sin l... 1 54 -Tienes razn -dijo Francisco-. Razonas bien. Si, en verdad, an necesito cuerpo. Seguimos al amigo hasta su casa. Era rico. Dio a Francisco un largo blusn lana gruesa, un par de sandalias, una especie de cayado. -Toma las ropas de mi pastor -dijo el amigo-. Vstete. Francisco mir con detenimiento el sayo y se lo prob. Le llegaba hasta los tobilli Se puso el capuchn, se lo quit y ri como un nio. -Estoy contento -dijo al fin-. El color de estas ropas es muy parecido al de tierra en otoo, cuando se la remueve. Rufino -agreg-, te lo pido por el amor Dios: da a mi hermano un sayo parecido. El amigo estaba contento: -Seria gracioso -dijo- que gracias a estas ropas que te he dado, que te asemej a un fraile, mi nombre se conservara en el recuerdo de los hombres. Tienes la int~ cin, tambin t, como san Benito, de crear alguna orden de monjes? -Yo? O Dios? Es a l a quien has de preguntrselo. Es a l a quien se lo pregul yo mismo. Se alej, se puso de nuevo el hbito, tom un pedazo de cuerda en el patio y lo anud en torno a la cintura. Mientras tanto, el amigo busc otro sayo para mi. 1 vest y, como Francisco, anud un trozo de cuerda en mi cintura. La espalda se 1 calent. Rufino tom mi cesto, baj a la bodega y lo llen de provisiones. Al

fin, Fn cisco tendi la mano a su amigo: -Toma esta mano de arcilla! -dijo. El amigo sonri. -Mi querido amigo, hermano Rufino -continu Francisco-, quiera Dios que da entres en el Reino del Cielo vestido con este hbito. Hasta el prximo encuent -Dnde? -dijo Rufino riendo-. En el Reino del Cielo? -No, en el reino de la tierra. Quiera Dios que un da tambin t tomes el cami del gozo perfecto. Seguimos el camino. El cielo estaba nublado, hacia fro. -Ves? -dijo Francisco riendo-. Cuando no pensamos siquiera en vestirnos y mentarnos, es Dios quien piensa en ello, envindonos a un Rufino con un saco de pro siones y dos sayos de lana...

Mientras nos dirigamos hacia el este, admirbamos nuestro hbito nuevo con a gria infantil. Era como si furamos a la guerra despus de calamos nuestras armadur -No hay mayor alegra -me dijo Francisco- que la de obedecer la voluntad Dios. Sabes por qu, hermano Len? -Cmo podra saberlo? Explicamelo. -Porque en el fondo de nosotros mismos no deseamos sino lo que desea Di Slo que lo ignoramos. Entonces el Seor desciende en nosotros, despierta nues alma y le seala lo que desea sin saberlo. se es el secreto, hermano Len. Obede a la voluntad de Dios significa obedecer a nuestra voluntad ms secreta. En el fmi del ms indigno de los hombres dormita un servidor de Dios.

-Es por eso que has reconstruido San Damiano? Has obedecido a una voluntades secretas e ignoradas que Dios te ha revelado durante tu sueo? Es motivo por el cual abandonaste a tu padre y a tu madre? -Ese es. Y por ese mismo motivo lo abandonaste todo para seguirme. -Pero a veces nosotros tenemos varias voluntades al mismo tiempo. Me pr cmo podemos reconocer la de Dios. -Es la ms dura -respondi Francisco con un suspiro. A lo lejos oyronse truenos. El aire ola a lluvia. -Y ahora -volv a preguntarle-, cul es tu deseo profundo, hermano Francia Puedes descubrirlo antes de que Dios te lo revele? Francisco baj la cabeza y volvi a suspirar. -No puedo, ay de mi! -dijo al fin-. S perfectamente qu es lo que no quiel pero ignoro lo que quiero. -Dime qu es lo que no quieres, hermano Francisco; dime lo que odias y te riza ms que ninguna otra cosa. Y disclpame si te lo pido... Francisco vacil un momento. Abri la boca, volvi a cerrarla y al fin se -No me gustan los leprosos, por ejemplo... No puedo verlos. Con slo cascabeles que agitan para prevenir a los transentes, me desvanezco. Perdname, nada en el mundo me repugna ms que los leprosos. Escupi y se apoy contra un rbol, porque senta nuseas. -El alma humana es perversa, dbil y desdichada -murmur-. Seor, cuii te apiadars de ella, y cundo la salvars? Empez a llover. Nos cubramos con las capuchas y apretamos el paso para rpidamente a la aldea ms cercana. Pas una muchacha. -Bendecidme, santos de Dios -dijo saludndonos. Francisco se puso la mano sobre el corazn y respondi al saludo sin levantar

ojos. La muchacha era bonita, bien formada y graciosa. -Por qu no levantaste los ojos para mirarla, hermano mio? -pregunt. -Cmo poda levantar los ojos sobre la prometida de Cristo? Caminbamos siempre por la campia desolada. Ni un alma en ella. La noche cado y llova cada vez ms. -Busquemos una gruta donde refugiarnos -dije-. Dios no quiere que vayai~ ms lejos. -Dios no quiere que vayamos ms lejos, tienes razn, hermano Len. Por lot tampoco nosotros lo queremos! Nuestra busca a lo largo de la montaa nos hizo descubrir una gruta. Entra en ella y Francisco se acost, satisfecho. -Dios enva la lluvia, pero enva tambin los capuchones -dijo-. Y cuand lluvia aumenta, enva una gruta. -Cunta sabidura! -dije. -Cunta bondad! -corrigi Francisco. Abr la alforja y tom una parte de las provisiones que el amigo Rufino nos dado. Despus de comer, muertos de fatiga, nos acurrucamos uno contra otro dormir. Yo concili el sueo en seguida, como un verdadero campesino que era. mi preocupacin no era tan grande como para perturbar mi sueo. Pero Francisco pernianeci despierto toda la noche. Al amanecer me toc con el pie. -Despierta! Amanece... -Todava es de noche -le respond, medio dormido-. Por qu ests tan apurado? -No soy yo quien est apurado, hermano Len. Es l! Levntate! Me levant. -Has tenido un sueo? -pregunt. -No. No he podido dormir en toda la noche. Al rayar el da, cerr los ojos y supliqu a Dios: "Padre, djame dormir. Soy un obrero, Tu obrero; he hecho cuanto me has ordenado: he reconstruido San Damiano, he bailado en la plaza y me he convertido en el hazmerrer de la multitud en Ass. He abandonado a mi padre y a mi madre. Por qu no me dejas dormir? No es bastante?". Entonces una voz seve-

ra reson sobre mi cabeza: No, no es bastante!. Te lo juro, hermano Len, no dorma. No era un sueo. Todo puede ser un sueo, t y yo, esta gruta y la lluvia. Sin embargo, esa voz no la oi en sueos. No es bastante?", exclam, lleno de temor. Qu quieres de mi ahora?" Levntate! Amanece. Reanuda la marcha. Oirs el sonar de un cascabel. Ser un leproso. Soy yo quien te lo enva. Arrjate sobre l y bsalo en la boca. Me oyes? Finges no orme... Por qu no respondes? Yo no poda soportar... T no eres un Padre!, le grit. T no quieres a los hombres. Eres todopoderoso y te burlas de nosotros sin piedad. Me has odo, hace unas horas, cuando deca a mi compaero que no poda soportar a los leprosos y no te has demorado en arrojarme a los brazos de un leproso. No hay camino ms fcil para los pobres humanos que quieren ir hacia Ti?" No, no lo hay, dijo entonces la voz, sin agregar una palabra. Yo escuchaba estremecindome. -Y ahora... -dije con honda piedad a Francisco, que se haba levantado tropezando y miraba hacia el exterior de la gruta, presa del terror. No me oy. -Y ahora... -repet. -Ahora qu? -dijo Francisco-. No hay ahora. Levntate y vayamos a su encuentro. -Al encuentro de quin? Francisco baj la voz y sent temblar su cuerpo agotado. -El leproso... -respondi en voz muy baja. Salimos de la gruta. Amaneca. La lluvia haba cesado. Las nubes rodaban en el cielo como empujadas por el sopo de Dios. En cada hoja de rbol penda y centelleaba

tina gota de agua y en cada gota de agua se reflejaba el arco iris. Retomamos el camino hacia la llanura que an dorma envuelta en la bruma matiilal. Francisco caminaba delante a grandes pasos. El sol se levant detrs de la montaa y calent la tierra. Ms all de los pinos extenda una gran ciudad. -Qu ciudad es sa? -No lo s, hermano Francisco. Todo parece nuevo. Quiz sea Ravena. De pronto Francisco se detuvo, muy plido. Me tom del brazo. -Los cascabeles!... -murmur.

56 57

Y en efecto, de inmediato o un ruido de cascabeles, todava lejano. Nos detuvimos. Francisco temblaba. Los cascabeles se acercaban cada vez ms. -Llega... -tartamude mi compaero apoyndose en m-. Llega... -Vmonos! Huyamos! -le dije, tironendolo por la cintura. -Para ir adnde? Para huir de la voluntad divina? Cmo? Imposible, desdichado hermano Len. poblarn de leprosos. Slo desaparecern cuando hayamos cado en sus brazos. Vamos, ten valor y sigamos! Los cascabeles sonaban ya muy cerca de nosotros, tras los rboles. -Valor, Francisco, hermano mio -le dije-. Dios te dar la fuerza para Tomemos otro camino! -En cada camino encontraremos un leproso. Ya vers, todos los caminos se

resistir. Pero Francisco ya se haba precipitado en direccin al ruido. Entonces apareci el leproso. Llevaba un bastn cargado de cascabeles, que agitaba. Francisco corra con los brazos abiertos. Pero cuando el leproso lo mir, se detuvo y lanz un grito agudo. Las rodillas se le doblaron. Era el miedo o el agotamiento lo que le impeda avanzar? Me acerqu y mir con horror. La nariz del leproso estaba medio podrida, sus manos mutiladas y su boca era una llaga purulenta. Francisco se arroj sobre l, lo abraz y lo bes en los labios. Despus lo tom en sus brazos, lo cubri con su capucha y se encamin lentamente hacia la ciudad. Sin duda haba en los alrededores algn leprosario donde quera dejarlo. Yo lo segua, con los ojos llenos de lgrimas. Dios es duro, muy duro, pens; no tiene piedad por los hombres. Pens en lo que Francisco me haba dicho horas antes: La voluntad de Dios es nuestra voluntad ms profunda, la que ignoramos. No, no era cierto! Dios nos deca ms bien: Qu es lo que ms detestas9 desgraciado Francisco debi besar al leproso que ahora llevaba en los brazos. Poco antes del medioda, gruesas gotas de lluvia empezaron a caer. Nos acercbamos a la ciudad. De pronto, la ciudad se irgui ante nosotros, resplandeciente en el sol, con sus torres, sus iglesias y sus casas. Francisco se detuvo bruscamente. Se inclin, apart la capucha que cubra al leproso y lanz un grito: sus brazos estaban vacos! Eso es precisamente lo que Yo amo. Esto te disgusta? Y bien, es lo que ms aprecio!". As fue como el

Se

volvi,

me

mir,

trat

de

hablar,

pero

sus

labios

estaban

como

paralizados. Su rostro arda con un fuego intenso. Su barba, su nariz, su boca, todo desapareca en las llamas. Rod por el suelo; despus. boca abajo, empez a besar la tierra y a sollozar. De pie junto a l, me estremeca. No haba sido un leproso de verdad, sino el propio Cristo que haba bajado a la tierra para probar a Francisco! Un campesino que pasaba lo vio en el suelo, llorando bajo la lluvia. Se detuvo y pregunt: -Por qu llora? Qu le han hecho? ~,Quiz lo han atacado y golpeado los bandidos? -No -le respond-. Cristo ha pasado por aqu hace un instante, hermano. Lo ha visto y llora de alegra. El campesino se encogi de hombros, se ech a rer y se alej. Francisco abri los ojos por fin. Mir el cielo lleno de nubes y la lluvia que caa lentamente. Despus se volvi hacia mi; incapaz de hablar todava, me sonri. Enton58

J ces me sent junto a l, en medio del camino, y le bes y acarici el rostro, para mitigar los efectos del rayo divino que dej humeante su cuerpo. Cuntas horas permanecimos as, abrazados, sin pronunciar palabra? No puedo decirlo, recobrado el habla. CHas visto, hermano Len? Has comprendido? -He visto, hermano Francisco, he visto, pero slo una cosa he pero cuando nos levantamos, era casi de noche. Francisco haba

comprendido: Dios se burla de nosotros. -Pues yo he comprendido esto: todos los leprosos, los invlidos, los pecadores, cuando los besamos en la boca... Call, sin atreverse a acabar su pensamiento. -Sigue, no me dejes en las tinieblas... Pas un largo rato. Al fin, tristemente, Francisco continu: todos esos, los leprosos, los invlidos, los pecadores, perdname, Seor, se transforman en Cristo si los besamos en la boca. Cuando llegamos a la gran ciudad, que era la clebre Ravena, era de noche, pero todava podamos distinguir sus grandes pinos frondosos y sus redondas torres en la penumbra. El vasto hlito del mar nos envolva y nos refrescaba. -Ravena es una ciudad noble -dijo Francisco-, llena de palacios, de iglesias y de gloria. Me gusta. -Pasemos empezado, los ros crecen, no podemos ir a ninguna parte. Aqu, como en cualquier lugar, hay almas que te esperan, hermano Francisco. No podamos ir ms lejos. Estbamos demasiado cansados. Nos detuvimos as fuera de la ciudad, en el famoso convento de San Apolinario. Pero las puertas estaban herrumbradas y por la noche nunca se abran a nadie. Empez a llover a torrentes. -Dormiremos aqu ante la puerta -dijo Francisco-. Y maana por la maana, si Dios quiere, entraremos para rezar. De repente sinti que tena hambre. LNo hay nada en tu alforja, hermano Len? -pregunt. -Nada, hermano, nada. Slo la campana de carnero. Tienes hambre? -Esperar hasta maana -dijo-. La ciudad es grande y habr en ella un aqu el invierno -propuse-. La estacin de las lluvias ha

pedazo de pan para nosotros. Hicimos la seal de la cruz y nos apretujamos uno contra otro frente a la puerta, porque estbamos empapados y hacia fro. -Hermano Francisco -dije-, explicame, siempre me he hecho esta pregunta sin poder respondrmela nunca: quin tiene razn? Los que no piden limosna y la rechazan cuando la ofrece alguien? Los que no la piden, pero la aceptan? O bien los que la piden? -La santa humildad exige que tendamos la mano, que pidamos la limosna y que la aceptemos, hermano Len. Lo dems no es sino orgullo. Los ricos deben a los pobres, acreedores de su deuda. No me preguntes ms, duerme. Ests cansado, yo tambin Buenas noches!

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Comprend que Francisco tena prisa por quedarse a solas con Dios. Cerr los y durante la noche entera i me pareci or hablar rer, y llorar sucesivamente. A la n na siguiente permanecimos ante la puerta y esperamos que el monje portero viniera

a abrirnos. A travs de la reja podamos ver en la luz del patio el jardn florido, laureles, los cipreses, las celdas abovedadas. En medio se encontraba el pozo co~ brocal de mrmol y al fondo se vea la clebre iglesia construida y adornada por ht obreros llegados de Ono ente. El sol apareci al mismo tiempo que el anciano s defectuoso, de barbas blancas y rizadas, que andaba descalzo. Su boca desdentada ticaba sin cesar. En cuanto nos vio, su expresin se endureci. -Mendigos! -exclam, encolerizado-. El convento no es para vosotros, mu -No somos intiles, padre guardin -respondi Francisco con dulzura-; trabajamos, tambin tambin nosotros -El Infierno! -El Infierno? -Si, el Infierno: nu mestro corazon. El portero gru como un perro, pero no dijo nada. Puso la llave en la cerradura y abri la puerta. Entramos. Los monjes no estaban en sus celdas, porque el rezo matutino ya haba empezado. Se oa un canto muy suave. La luz del da ya haba ga el claustro, los pjaros se haban despertado. Un monjecito, inclinado sobre el brocal eextraa agua. Dos esbeltos cipreses, rectos como espadas, encuadraban la iglesia como ddos arcngeles. Un laurel frondoso, en medio del patio, esparca su aroma. Francisco recogi una hoja y la bes. Llevndola en su mano derecha como clirio encendido, empuj la puerta de la iglesia y entr. Yo tena sed, esper a que mel monjecillo hubiera subido el cubo. Despus de beber y refrescarme, hice la seal de la cruz y agradec a Dios por darme la sed y por darme el agua. Entr en la iglesia, que ola a benju. En las sillas de coro los monjes La luz entraba por los vitrales, roja, azul, verde. Vi a Francisco arrodillado sobre lajas, fijos los ojos ms all del altar, en xtasis. Segu su mirada... Dios Tenemos llaves, cerramos y abrimos. -Qu es lo que ahu ns, insensatos!

mo, milagro! Era el Paraiso? Un inmenso mosaico verde, blanco y dorado representaba a san Apolinario, vestido con su estola dorada, rezando, altas las manos. A su derecha y a su izquierda, corderos blancos, cipreses, rboles cargados de frutos y de ngE Qu follaje, qu frescura, qu dulzura! Qu profunda serenidad y qu verdeante dera donde el alma podra pacer en la vida eterna! A pesar de mi espirituu obtuso, me sent trastornado. Me arrodill junto a Francisco y me deshice en llanto. -Cllate -me dijo en voz baja-, no llores, no ras, no hables. Entrgate. No s cmo dejamos la iglesia, ni si los monjes nos dieron un pedazo de pan. no s tampoco cmo entramos en la ciudad. Recuerdo tan slo que la recorrimos de uno a otro extremo, mirando a las personas, las torres y los palacios, sin ver otra cosa que una verde pradera con un santo en el medio y corderos blancos que corran alegremente para saludar el ro. Y por encima, una cruz inmensa, que envolva el es con sus brazos abiertos. Hacia el atardecer, ir nos detuvimos en una gran plaza. En el centro se alzaba ja de Cristo que llevaba una oveja sobre los hombros, la oveja perdida devuelta al redil. Los descendan barrios para encontrarse. La lluvia haba cesado, el aire purificado ola a pino. Francisco tom la campana de carnero para llamar a la poblacin, pero cambi de Volvi la campana a su lugar, se sent en el suelo y mir a la multitud que pasaba. cuclill a su lado. De sbito se volvi y me dijo: ~Hermano Len, ya he visto en alguna parte esta pradera verde donde pacen los corderos. a san Apolinario y sus pastores celestes, los ngeles. Dnde? artesanos cerraban sus talleres, los muchachos y las jvenes

Cundo? Procuro recordar, pero no lo consigo. La he visto en sueos? Call y bruscamente bati palmas, alegre: ~Dios sea loado! Ya s. Hace horas que me atormentaba... Su rostro estaba radiante y sus ojos llenos de esmeraldas. -Es en mi corazn donde la haba visto -murmur, feliz. La noche caa y a medida que aumentaban las sombras ms distintos nos llegaban los gritos de la ciudad. Ravena estaba tendida en la sombra como un monstruo saciado, Ljezas innumerables, innumerables bocas de hombres, de perros, de caballos, lades, guitarras. Ravena ladraba, rea, relinchaba y cantaba. Y de pronto, mientras la ciudad nos envolva, me pareci que la estatua, en medio de la plaza, se transformaba. oNo era ya la oveja perdida lo que Cristo tena en su espalda, pero si la ciudad de 3Ravena. -En qu piensas? -me pregunt Francisco viendo que miraba la estatua. -Pienso que no es la oveja lo que Cristo vuelve al redil, pero s Ravena. -No, tampoco es Ravena. hermano Len. Es el mundo entero. .Callamos detenerse ~junto a nosotros. Tena una larga barba blanca de rizos apretados, pero extraamente a afeitados los bigotes. A la luz de las linternas y las tahonas, pudimos distinguir sun rostro curtido y marcado de hondas cicatrices. eSe sent cerca de nosotros y nos interpel: -Excusadme, lo que acabis de decir me ha gustado. Desde esta maana os veo mvagabundear por la ciudad, mudos, vacias las alforjas, y me pregunto qu clase de ~hombres sois. Mendigos? No tenis de ello ms que el aspecto. Holgazanes? Santos? xFrancisco se ech a rer, levant la mano y seal la estatua de Cristo. -Somos la oveja perdida y buscamos a Cristo en todas partes. No es Cristo quien de nuevo. Entonces un gran anciano de aspecto imponente fue a

bbusca, anciano. Nosotros Lo buscamos. -Y es aqu, en Ravena, donde pensis encontrarlo? -dijo el viejo con tono sarEDO. -Acaso no est en todas partes? -respondi Francisco-. Entonces es bien posi~e se dignara mostrrsenos en Ravena! aEl anciano sacudi la cabeza cana, se mes lentamente la barba y bajando la voz dijo: -Tambin yo Lo busqu en otro tiempo.., y Lo encontr. Fue en el furor de una la, muy lejos, en el otro extremo del mundo. Para mostrrsenos tom el rostro rde un hombre, el de un gran rey. 'Susspir y sentimos que algo se desgarraba en l. Francisco se acerc y le puso rmano en la rodilla.

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-Anciano, te lo suplico en nombre de Cristo que est sobre nosotros, dinos cmo y dnde Lo encontraste. Aydanos a encontrarlo! El viejo baj la cabeza y call un largo rato. No sabia por dnde empezar su relato. Abra la boca, volva a cerrarla, sin decidirse a hablar. -Fue en Oriente, en la santa ciudad de Jerusaln, hace unos veinte aos. Extrao mundo el de Oriente. Los perfumes y los olores repugnantes se mezclan, hay all palmas como las que se ven en los iconos y otros rboles an ms curiosos, cargados de una especie de racimos cuyo tamao alcanza el de un hombre. Las mujeres se cubren de la cabeza a los pies, como fantasmas. Se tien de rojo las palmas de las manos y tambin los pies, as como las uas, que por lo dems nunca muestran. Nosotros lo comprobamos desvistiendo a algunas que habamos capturado. Y los hombres... cuan-

do estn a caballo, se unen a l de tal manera que no es posible distinguir al caballo de su cabalgadura; dos cabezas, seis piernas: un solo ser. Su rey, el sultn Saladino, un valiente de verdad, vestido de oro y perlas, poda montar su caballo mientras el animal corra al galope. Su palacio estaba lleno de surtidores, de yataganes y mujeres. Se instalaba sobre el Santo Sepulcro, cruzaba las piernas y amenazaba a la cristiandad atusndose los bigotes. Francisco suspir. -Dios inactivos, aqu, en Ravena, vagando y mendigando, en vez de correr para rescatar la tumba de Cristo! Vamos, hermano Len, de pie. Qu esperas? Si quienes salvar tu alma, hay que empezar por salvar el Santo Sepulcro! El anciano sacudi la cabeza. -Ah, la juventud! Cree que basta con querer conquistar el mundo para conseguirlo. Es lo que pensaba tambin yo en otros aos. Era un padre de familia rico. Posea campos, bueyes y un caballo blanco que quera como a un hijo. Lo abandon todo, slo me llev el caballo... Cosi a mis espaldas una cruz de pao rojo y me puse en marcha para liberan el Santo Sepulcro. Volvi a callar e hizo un ademn de impotencia. -No s por dnde empezar -dijo-. Todava tengo la cabeza llena de mares y desiertos! Me diriga, pues, hacia mi meta, la santa Jerusaln, viajando ya en barco, ya a caballo... Conoc a un nmero incalculable de hombres extraos, brbaros, de razas y lenguas diferentes... Vi tambin la clebre Constantinopla, la reina de mio, qu vergenza! -exclam-. Y nosotros, que nos quedamos

las ciudades, tendida a la vez sobre dos continentes: Europa y Asia... No crea en mis ojos! Qu son los sueos a su lado? La mente humana es incapaz de imaginar un sueo tan hermoso. Cuntos palacios maravillosos, cuntas iglesias pude ver en ella! Cuntas fiestas, cuntas mujeres!... Vagaba sin poder saciar mis ojos, olvidando el Santo Sepulcro, Dios me perdone! Cuando por fin llegu a Jerusaln, la tumba de Cristo haba cado en manos de los cristianos y el rey... Empu sus barbas y se cubri con ellas el rostro. Despus de un momento de silencio: .el rey de Jerusaln era un muchacho de unos veinte aos. Lo llamaban Balduino. Pero no era un ser humano, no, estoy seguro... Era acaso, que Dios me perdone, el que yo buscaba? Cuando lo vi por primera vez, me estremec de horror. Ese da,

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j los sarracenos lanzaban un nuevo ataque para recobrar Jerusaln. El rey haba ordenado a los clarines que reunieran las tropas. Nos habamos puesto las armaduras y los pendones flotaban al viento. Estbamos alineados por millares en la llanura, unos a pie, otros a caballo, esperando... Entonces ...Cmo recordar ese momento de desgarranlientO? Entonces lo vi por primera vez. En ese instante comprend que el

alma humana es todopoderosa, que Dios habita enteramente al hombre y que no es necesario ir a buscarlo en los confines del mundo, ya que basta con mirar en nuestro corazn. El rey estaba tendido en unas angarillas. Se le pudra el rostro, las manos, los pies no tenan dedos... Adems estaba ciego, porque la lepra le haba rodo tambin los ojos. Como estaba muy cerca de l, quise verlo. Me inclin, pero ola tan mal que deba taparme la nariz. Ese cuerpo no era ms que un amasijo de carne podrida, pero en esa podredumbre el alma del rey permaneca en pie, inmortal. Cmo Dios, en medio de tal infeccin, no senta nuseas? El terrible sultn sitiaba la inexpugnable fortaleza de Krach, en el desierto de Moab, al otro lado del Man Muerto. Al frente del ejrcito, el rey atraves el desierto con un calor intolerable. Mientras avanzbamos, agotados, ese desecho ptrido que yaca en las angarillas diriga una fuerza tal, una llama tal que el aire vibraba y crepitaba alrededor, como un pino incendiado. El viejo guerrero call. No quera o no poda seguir hablando? Puse la mano sobre su rodilla y le supliqu que continuara. -Todos esos recuerdos me trastornan -dijo al fin-. Nunca vi que el misterio de Dios se manifestara de manera tan patente. Cuando el rey muri, a los veinticuatro aos, yo estaba en Jerusaln, en la gran sala del palacio donde yaca. Su madre, la insensata, la insaciable, y su hermana Sibila, hermosa, vanidosa, sensual, estaban a su cabecera. La sala estaba llena de barones, de condes, de marqueses y de toda

una multitud de nobles sanguinarios que slo esperaban la muerte del rey para echarse sobre el reino de Jerusaln como perros rabiosos. Entre ellos, Balduino entreg su alma a Dios, digno, silencioso, con una corona de espinas sobre su cabeza podrida. El viejo guerrero se mordi los labios, gruesas lgrimas caan sobre sus mejillas arrugadas. Francisco haba apoyado la cabeza sobre las rodillas. De repente, en las sombras, estall en sollozos. El anciano se sec las lgrimas, avergonzado y furioso contra si mismo por haber llorado. Se apoy en el suelo, se puso de pie con esfuerzo y sin un ademn de adis y sin agregar una palabra se march. Francisco segua llorando. -Eso es lo que podemos llamar un alma -murmur al fin levantando la cabeza-. Ese es Dios, se es un hombre de verdad. A partir de hoy, ese leproso caminar frente a nosotros y nos mostrar el camino. Vamos, hermano Len, de pie! ~,Adnde vamos, por el amor de Dios? -Regresamos a Ass. Desde all tomaremos otro impulso para "saltar~. Ven, holgazn del Seor, levntate! ~A esta hora? Si, a esta hora! Crees acaso que Dios puede esperar a que amanezca?

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A lo largo de todo el camino nos gui el rey de los leprosos. Llova, los ros se desbordaban, los caminos se inundaban y nos hundamos en el fango hasta las rodillas. Tenamos fro y hambre. En casi todas las aldeas nos echaban a pedradas y cuando Francisco gritaba: ;Amor! A mor! Amor!, los campesinos nos soltaban los perros. -<,Qu son estos inconvenientes que soportamos comparados con el amor de Dios? -me deca Francisco a modo de consuelo-. Piensa en el rey leproso! Una noche, agotados de hambre y de fro, empapados hasta los huesos, distinguimos desde lejos un convento iluminado y nos pusimos a correr con la esperanza de que los monjes, apiadados de nosotros, nos permitieran entrar, nos dieran un pedazo de pan y nos dejaran sentarnos junto al fuego. Llova, la noche era impenetrable, caamos en las fosas del camino, pero nos levantbamos en seguida y reanudbamos la carrera. Yo maldeca a la lluvia, la oscuridad y el fro; Francisco corra delante e improvisaba canciones. Qu maravilla!, cantaba. Qu de alas en el fango! Dios est en el aire! Cuando las orugas piensan en Ti, Seor, se convierten en mariposas! Abra alegremente los brazos para sentir la lluvia y el viento. Hermano barro!, gritaba chapoteando en los charcos de agua, hermano viento!. Se par y me esper. Yo me haba herido al caer en una fosa y me arrastraba renqueando. -Hermano Len -me dijo-, acabo de componer una cancioncilla. Quieres escucharla? -No es ste el momento de componer cancioncillas, hermano Francisco

-respond, irritado. -Si animalillo que se present a las puertas del Paraso fue el caracol. Pedro se inclin y lo acanici con su bastn. Qu vienes a buscar aqu, pequeo caracol? La inmortalidad. Pedro se ech a rer. La inmortalidad! Y qu hars t con la inmortalidad? No te ras, dijo el caracol. No soy tambin yo una criatura de Dios? No soy un hijo de Dios como el arcngel Miguel? Soy el arcngel Caracol, eso es! Y dnde estn tus alas de oro, tus sandalias rojas, tu espada? Estn dentro de mi. Duermen, esperan. Qu esperan? El Gran Momento. Qu Gran Momento? Este, respondi el caracol, y al decir ste dio un gran salto y entr en el Paraso. GHas caracoles, hermano Len. Dentro de nosotros estn las alas y la espada, y si queremos entran en el Paraso tenemos que dar el salto. Vamos, atleta, salta! entendido? -me pregunt Francisco riendo-. Nosotros somos los no las componemos ahora, cundo, entonces? Escucha: el primer

65 y Me tom de la mano y corrimos juntos. Pero al cabo de un momento se detuvo sin aliento. -Hermano Len, escucha bien lo que he de decirte, aguza el odo. Me escuchas? Tengo la sensacin de que no quieres demasiado la vida que llevamos, te parece dura

y te sientes apenado. -No, hermano Francisco, no me siento apenado, pero sueles olvidar que somos seres humanos. Yo no lo olvido, sa es la diferencia. -Hermano Len, sabes qu es el gozo perfecto? No respond. Sabia bien qu era el gozo perfecto: llegar a ese convento, ser admitido por el hermano portero, sentarme cerca de la chimenea frente a un gran fuego, comer abundantemente y beber vino aejo de las bodegas del monasterio. Pero cmo hablar a Francisco de cosas tan sensatas? Para l, el hambre reemplazaba al pan, y la sed al agua y al vino. Cmo poda comprender a quienes tenan hambre y sed? -Y aunque furamos los ms santos -continu Francisco-, los ms queridos de Dios sobre la tierra, acurdate de esto que te digo, hermano Len: no consistira en eso el gozo perfecto. Seguamos avanzando en la oscuridad. Francisco volvi a pararse. -Hermano Len! -exclam muy fuerte, porque no poda yerme en la noche-. Aunque diramos la luz a los ciegos y arrojramos a los malos espritus de los hombres y resucitramos a los muertos. recurdalo bien, hermano Len: no consistira en eso el gozo perfecto. Yo callaba. Se puede discutir con un santo? Se puede en verdad discutir con el diablo, pero no con un santo. Yo callaba, pues. Seguamos avanzando, tropezando con las piedras y las ramas de rboles que el viento haba arrancado. Francisco volvi a detenerse. -Y aunque hablramos todas las lenguas del universo, las de los hombres y las de los ngeles, aunque predicando la palabra de Dios pudiramos convertir a los infie-

les, recuerda bien lo que te digo, hermano Len: no consistira en eso el gozo perfecto. Yo tena hambre, los pies me dolan tanto que ya no poda caminar. -Entonces, cul es el gozo perfecto? -dije, despechado. -Pronto lo vers -respondi Francisco. apretando el paso. Poco despus llegamos al convento. La puerta estaba cerrada, pero en las celdas haba luz todava. Francisco tir del cordn de la campanilla. Yo me acurruqu en un rincn de la puerta, empapado. Esperamos, decirlo, pero -pecado confesado est a medias perdonado- maldeca para mis adentros el destino que me haba unido a Francisco, esa fiera de Dios. Sin saberlo, era como el rey leproso de Jerusaln: un puado de huesos y de carne enteramente habitados por Dios. Por eso resista el hambre, la sed y el fro. Por eso las piedras que le arrojaban le parecan azahares. Pero yo era un hombre, un hombre sensato y desdichado. Tena hambre, y las piedras que me tiraban eran piedras reales. Una puerta interior se abri y resonaron pasos a lo largo del claustro. El portero!, pens. Dios sea loado, ha tenido piedad de nosotros! -Quines sois para venir a esta hora? -pregunt una voz ruda. -Somos dos humildes servidores de Dios, hambrientos y transidos, que venimos aguzando el odo. Nos abrira el portero? Me averguenza

66 a pedir asilo por esta noche en vuestro santo convento. Abre, herman portero! -dijo Francisco con voz dulce. -Largaos! -rugi la voz-. Vosotros, servidores de Dios! Qu buscis en los caminos en medio de la noche? Sois bandidos, y no otra cosa. Atacis a las

gentes y las matis, incendiis los conventos. Fuera de aqu! -No tienes un poco de piedad? -exclam a mi vez-. Nos dejars morir de fro? Por el amor de Dios, abre, hermano, danos un rincn donde guarecernos de la lluvia, danos un pedazo de pan, somos cristianos, ten piedad! Se oyeron bastonazos contra las lajas del patio. -Esperad un poco, granujas, que salga para romperos las costillas! -dijo la voz ruda, y el cerrojo de la puerta chirni. Francisco se volvi hacia m. -Hermano Len, prtate bien, no intentes resistirte. La puerta se abri y un monje colosal surgi ante nosotros con una estaca en la mano. Asi a Francisco y grit: -Miserable, Toma, aqu tienes! Y la estaca se abati sobre el cuerpo dbil y sufniente de Francisco. Me precipit para librar a mi compaero, pero ste levant la mano. -No te opongas a la voluntad de Dios, hermano Len! Golpea, hermano portero, t eres mi salvacin. El portero ri malignamente, se volvi y me tom de la nuca: -Ahora a ti, bnibonazo! Bland mi bastn para defenderme, pero Francisco me grit, desesperado: -Hermano resistirte. -Tendr defender, sbelo! -Si me quienes, deja que el hermano portero haga su deber! Dios le ha dado la misin de golpearnos, que nos golpee, pues! Arroj mi bastn y me cruc de brazos. que dejarme matar, entonces? -grit, indignado-. No, me Len, te lo suplico, por el amor de Cristo, no trates de asesino, bandido, has venido a desvalijar el convento!

-Golpea, hermano portero -dije, con los labios temblorosos de rabia-. Golpea, y que la clera de Dios te lleve! Nuestro verdugo nos escuchaba riendo. Su aliento ola a vino y ajo. La estaca se abati regularmente sobre mi y sent que los huesos se me rompan. Sentado en el suelo, en el fango, Francisco me hablaba y me daba valor. -No grites, hermano Len, no blasfemes, no te resistas. Acurdate del rey leproso, acurdate de Cristo. cuando lo crucificaban. S valiente. Despus de cumplir con su deber, el portero nos dio un puntapi a cada uno, entr y corri el cerrojo. Me tir en un rincn, el cuerpo dolorido y blasfemando para mis adentros sin atreyerme a abrir la boca. Entonces Francisco se arrastr hasta mi, me tom de la mano Y acanici tiernamente mi espalda dolorida. Despus se apretuj contra m, abrazndose para comunicarnos nuestra tibieza. -Hermano Len -me dijo al odo, como temiendo que otros lo oyeran-, ste es el gozo perfecto. L 67

En esta ocasin exageraba el hermano Francisco. Tuve un ataque de clera. -El llamara ms bien impertinencia perfecta. El corazn del hombre se vuelve impertinente a fuerza de aceptar nicamente lo que le disgusta. Dios le dice: He creado para ti carne para comer, vino para beber, fuego para calentarte, y l, impertinente, responde: gozo perfecto! -grit-. Lo que t llamas gozo perfecto yo lo

No, no quiero nada!. Cundo responder que s, ese orgulloso insensato? -Cuando Dios le abra los brazos y le diga: Ven!. Por qu crees t que el corazn grio: No! a todas las satisfacciones insignificantes? Para desembarazarse ms rpidamente de ellas y llegar pronto al gran Si, hermano Len. -No puede ocurrir de otro modo? -No conducirlo al gran .S, hermano. -Entonces, por qu ha creado Dios los bienes de la tierra? Por qu nos ha servido una mesa tan rica? -Para probar nuestro valor. -Tienes respuesta para todo, hermano Francisco. Nunca podra discutir contigo. Djame lormir, ms bien. El sueo es ms compasivo que Dios. Quiz suee con pan. Cerr los ojos y el sueo -bendito sea!-, el misericordioso sueo acudi para tomarmr. Al alba, alguien me sacudi. Era Francisco. -Escucha, hermano Len... ah est! Se oan los pasos del portero y el entrechocarse de las llaves que colgaban de su cinto. La puerta se abri. -Dios sea loado -murmur-, nuestros tormentos han acabado. Y avanc un pie para franquear el umbral. Francisco me mir. Sus ojos centellearon, llenos de santa malicia. -Entramos? -me pregunt-. Qu dices, leoncillo de Dios? Entramos? Comprend que quera burlarse porque yo tena hambre y soy incapaz de resistir a esa necesidad. Quise jactarme... -No, no entremos! Yo, por mi parte, no entrar. Y d un paso atrs. puede ocurrir sino as. Solamente esos No innumerables pueden

Francisco se arroj en mis brazos. -Muy bien, mi valiente hermanito Len! Cunto te quiero! Despus, dirigindose al convento: -Ans, convento inhspito, el hermano Len no necesita de ti, no quiere entrar. Hicimos la seal de la cruz y nos alejamos. Francisco bailaba de dicha. El sol apareci; ya no llova. Recin lavado, el mundo reluca. Los rboles y las piedras rean. Ante nosotros, dos mirlos sacudieron sus alas mojadas, nos miraron y se pusieron a silbar con aire burln. Se burlaban de nosotros, estoy seguro. Francisco los salud con un ademn. -Sabes que los mirlos son los monjes de los pjaros? Mira cmo estn vestidos. -Times razn, hermano Francisco -dije riendo-. Cierta vez, en un convento cerca de Perum, vi un mirlo al que haban enseado a cantar el Kyre eleison. Era todo un monje, r efecto. Francisco suspir: -Ah, si pudiramos ensear a hablar a los pjaros. a los bueyes. a los perros, a los lobos, a los jabales... Si pudiramos ensearles esas dos palabras tan slo: Kyrie eleison! Cada maana, al despertar de la naturaleza. ese grito de glorificacin subira de todos los rboles, de todos los establos, de todos los patios y de todos los bosques. -Enseemos antes esas palabras a los hombres -dije-. Los pjaros y los dems animales no necesitan de ellas, me parece. No pecan. Francisco me mir con los ojos muy abiertos. -Lo que dices es muy justo, hermano Len. De todas las criaturas vivientes, el hombre es el nico que comete pecados.

-Tambin es el nico que puede superar su propia condicin y entrar en el Paraso, hermano Francisco. Los pjaros y los dems animales no pueden... -No lo sabemos -objet Francisco-. Nadie sabe hasta dnde puede llegar la misericordia divina. As, hablando de Dios, de los pjaros y los hombres, una maana llegamos a nuestra Ass bienamada. Sus torres, sus campanarios, su castillo. sus cipreses y sus olivares llenaron de felicidad nuestra alma. La mirada de Francisco se empa. -Estoy amasado con esa tierra -dijo-. soy una lmpara hecha con esta arcilla. Se inclin, recogi un poco de tierra y la bes. -Debo a Ass un puado de tierra y se la devolver. Hermano Len, cuando muera, treme aqu para enterrarme. Caminbamos redoblaban al finalizar el oficio. De pronto. apenas acabada su frase. Francisco se detuvo y se apoy contra una pared. Respiraba penosamente. Corr hacia l. pero tuve que detenerme tambin yo sin aliento. Frente a nosotros, vestida de blanco, con una rosa roja asomando en el pecho, estaba Clara, la hija del conde Scifi. Pero qu plida y triste esta vez! Desde el da en que la habamos encontrado en San Damiano -ya estaba lejosdeba de haber pasado muchas noches sin dormir, llorando, ~v la jovencita de entonces se haba convertido en una mujer. Al ver a Francisco, Clara sinti flaquear sus rodillas. Solamente la vergenza le impidi dar media vuelta. Reuni todo su valor, levant los ojos y los fij con una mirada severa y tierna a la vez en Francisco. Despus dio un paso hacia l. por una calleja cubierta. Era domingo. Las campanas

observ sus harapos, sus pies descalzos cubiertos de fango, su rostro famlico y sacudi la cabeza con desdn. -No tienes vergenza! -dijo con voz sofocada por la desesperacin. -Por qu? -Piensa en tu padre, en tu madre, en mi... Adnde te arrastras? Qu gritas? Por qu bailas en plena calle como un saltimbanqui? Francisco escuchaba, con la cabeza baja. la espalda combada, casi de rodillas. Clara se inclin y sus ojos se llenaron de lgrimas. -Me das pena -dijo-. Cuando pienso en ti. el corazn se me parte. -Tambin yo... -dijo Francisco, tan quedo que slo yo lo o. 68 1 Clara se sobresalt y su rostro se ilumin. Haba adivinado la respuesta de Francisco por el movimiento de sus labios. -Tambin t, Francisco, tambin t piensas en mi? -dijo, y su pecho se agit. Pero Francisco levant la cabeza. -Yo? Jams! Y extendi el brazo como para apartarla de su camino. La joven lanz un grito. Su nodriza corri hacia ella para sostenerla, pero Clara la despidi. Sus ojos relampagueaban. -Maldito sea quien se opone a las leyes de Dios! -exclam, exasperada-. Maldito sea quien exhorta a los hombres a no casarse, a no tener hijos, a no fundar un hogar, a no ser hombres verdaderos, hombres que amen la guerra, el vino, las mujeres y la gloria! ;Maldito sea quien exhorta a las mujeres a no ser mujeres verdaderas, mujeres que amen el lujo, la buena vida, el amor!... 69

Si, s, un verdadero ser humano no puede desdear todas esas cosas, mi pobre Len, me deca tambin yo admirando la rudeza, la belleza de la muchacha y la altivez de sus palabras. Su nodriza se acerc y enlaz el talle de su ama: -Vamos, hija ma -dijo-, nos miran... La joven pos la cabeza sobre el pecho de la anciana y estall en sollozos. Slo Dios sabia cuntos meses hacia que acumulaba en su corazn esas palabras, ardiendo en deseos de encontrarse con Francisco para arrojrselas a la cara y aliviarse. Ahora acababa de decirselas, pero su corazn segua henchido. La nodriza se la llev suavemente. En el momento en que doblaban la esquina de la calleja, Clara se detuvo. Desprendi la rosa roja que adornaba su vestido y la arroj a Francisco, que permaneca inmvil, baja la cabeza. -Toma! Acurdate de este mundo! La rosa rod a los pies de Francisco. -Vamos, ahora -dijo la joven a su nodriza-. Ya ha acabado todo. Francisco permaneci inmvil, los ojos clavados en el suelo. Levant plenamente la cabeza y mir a su alrededor con aire asustado. Despus me apret el brazo. -Se ha marchado? -pregunt en voz muy baja. -Si. se ha marchado -respond, recogiendo la rosa. -No la toques! -grit Francisco-. Djala al borde del camino para que no la pisen. Y no mires detrs de ti. Partamos! -Adnde vamos? A Ass? Este encuentro no presagia nada bueno. Tomemos otro camino. -Iremos a Ass -dijo Francisco, y ech a correr-. Toma la campana y -exclam ella-. Acptala, desdichado, y acurdate de m!

agtala. Casarse, tener hijos, fundar un hogar, qu abominacin! -Ay. hermano Francisco! Que Dios me perdone, pero creo que en verdad la muchacha tena razn. Un verdadero hombre... -El hombre verdadero es el que supera los limites del ser humano. Eso es lo que yo pienso. Y ahora, te lo ruego, cllate. Call. comprenda cada vez ms claro que hay dos caminos para llegar a Dios: el primero, horizontal y uniforme, que lleva al hombre en buenas condiciones, casi siempre casado, padre de familia, gordo, harto, vinoso en el aliento; el segundo, empinado y escabroso, que reduce al santo que lo elige, antes de llegar a la cumbre, a un puado de huesos y pelos del que parte un hedor de suciedad e incienso. Hubiera preferido el primero, por mi parte, pero nadie me haba pedido mi opinin. Haba emprendido el camino empinado y escabroso... Que Dios me diera fuerzas para resistir hasta el fin! Entramos gritando: Acudid, acudid para escuchar la nueva locura!. Los paseantes se detenan. Yo pensaba: Dentro de un instante empezarn a tirarnos piedras atencin. Avanzbamos. Bernardone estaba en el umbral de su tienda, amarilla la tez, combada la espalda. Cuando vio a su padre, Francisco vacil, quiso volver sobre sus pasos y cambiar de calle. -Valor, hermano Francisco -le susurr tomndolo por el brazo-. Es aqu donde . Pero todo permaneca tranquilo. Tuve miedo. Nadie nos prestaba en la ciudad. Yo caminaba delante, agitando la campana y Qu poda decir? Desde que comparta la vida de Francisco,

has de demostrar tu bravura. Bernardone interior y volvi con un bastn, rugiendo. Francisco dio un paso adelante y, sealndome, dijo: -Este es mi padre, seor Bernardone. Este hombre me bendice, mientras que t me maldices. Este es mi padre -repiti, y tomndome la mano la bes. Los ojos de Bernardone se llenaron de lgrimas. Se los sec con la manga. Algunas personas se haban detenido y miraban con malignidad a ese rico mercader y a su hijo harapiento. Al mismo tiempo pasaba el padre Silvestre, cura de la parroquia de San Nicols. Su primer movimiento fue intervenir y reconciliar a padre e hijo. Pero renunci en seguida: Que se arranquen los ojos, si les place!, murmur, y sigui su camino hacia la iglesia. Bernardone baj la cabeza sin hablar. De pronto, la cara se le cubri de arrugas. Como las rodillas le temblaban, tuvo que apoyarse en su bastn. Mir largamente a su hijo, y al fin su voz se alz quejosa: -No tienes piedad de tu madre? Francisco palideci. Abri la boca para hablar, pero le temblaba la barbilla. -No tienes piedad de tu madre? -repiti Bernardone-. Llora da y noche. Ven a la casa, que te vea... -Pedir antes permiso a Dios -respondi Francisco. -Qu Dios es ese que puede impedirte ver a tu madre? -dijo Bernardone mirando a su hijo con aire suplicante. -No s -respondi Francisco-, no s... Djame pedirselo. Y se dirigi hacia lo alto de la ciudad, hacia la fortaleza. Me volv un instante y se volvi y se sobresalt al vernos. Desapareci en el

vi a Bernardone petrificado en medio de la calle, apretndose la garganta con la mano derecha, como si quisiera ahogar los sollozos o las maldiciones. En verdad, qu Dios es se?, murmur pensando en mi pobre madre muerta. Qu Dios es ese que separa al hijo de su madre? Mir a Francisco, que caminaba delante de m con paso apretado. Ya haba llegado casi hasta la fortaleza. Senta, oculta en ese cuerpo dbil, medio muerto, una fuerza 70 71

sobrehumana e implacable que se burlaba de un padre y de una madre y que acaso se regocijaba de haberlos abandonado. En verdad, qu Dios era se? No comprenda. Ah, si pudiera deslizarme sin ser visto en una calleja desierta y huir! Entrar en una taberna, sentarme a una mesa y golpear las manos... Eh, tabernero! Trae pan, vino, carne, tengo hambre. Estoy cansado de tener hambre, aprate. Y si Francisco, el hijo de Bernardone, te pregunta: "Has visto al hermano Len?", respndele: "No, no lo he visto!" Francisco conoca una gruta profunda en la ladera de la montaa. Era all donde quera aislarse. -Hermano Len -me dijo al separarse de mi-, debo permanecer aqu. Solo, durante tres das. Tengo muchas cosas que preguntar a Dios y debemos estar a solas, l y yo. Volveremos a vernos dentro de tres das. A medida que hablaba, su cuerpo disminua y se dilua en la penumbra de la gruta.

Se arrodill ante la entrada, tendi los brazos hacia el cielo y lanz un grito desgarrador, como si invitara a Dios a mostrarse. Quin sabe, pens, si saldr con vida de esa plegaria Francisco estaha en peligro. Presenta que el combate seria terrible y que la vida de

Durante tres das vagabunde y mendigu en Ass. Cada noche pona sobre una piedra, frente a la gruta, lo que me haban dado cristianos caritativos y me marchaba deprisa. Pero al da siguiente encontraba el alimento intacto en el mismo lugar. Un da en que pasaba frente a la casa de Bernardone, la seora Pica, que me haba visto por la ventana, baj y me hizo entrar. Quiso hablarme, pero sus sollozos se lo impedan. Cunto marchitado y profundas arrugas surcaban ahora su rostro a cada lado de la boca. Se sec los ojos con su pauelito. -Dnde est? -dijo al fin-. Qu hace? -Est en una gruta. Reza... -Dios no le permite venir a yerme? -No lo s, seora, reza, consulta a Dios, no ha tomado an ninguna decisin. -Toma un escabel, sintate y cuntame todo, porque el dolor de una madre es muy grande; grande, perdname Seor, como Dios mismo. Se lo cont todo, a partir del da en que su hijo se haba desnudado ante el obispo, el encuentro con el leproso, que no era otro que Cristo, nuestro viaje a Ravena y la haba envejecido y cambiado! Sus rosadas mejillas se haban

narracin del viejo guerrero, los golpes recibidos en el convento y el dolor de Clara. Pica escuchaba. Las lgrimas corran por sus mejillas y en su cuello blanco. Cuando termin, se puso de pie, se acerc a la ventana y aspir un poco de aire. Una pregunta terrible estaba al borde de sus labios, pero no se atreva a formularla. Sent piedad de ella. -Seora desfallecer, una a una, todas las etapas que lo llevan a Dios. La tempestad puede aullar en l y el mundo precipitarse en el abismo, pero su espritu permanece lcido y calmo, te lo juro por mi alma. Al orme la seora Pica sacudi la cabeza y sus ojos empaados por las lgrimas brillaron. Se persign. -Dios sea loado! -murmur-. Seor, no te pido otra gracia! Llam a la nodriza. -Toma las alforjas y llnalas. Y volvindose hacia mi: -Si te doy ropas de lana para l, se las pondr? -No, no se las pondr, seora. -No tiene fro? -No. Lleva a Dios sobre la piel. -Y t, no tienes fro? Quieres que te d ropas abrigadas? -Si, yo tengo fro, seora. Me avergenza decirlo, pero tengo fro. Sin embargo, no me atrever a ponerme las ropas abrigadas que quieres darme. -Por qu? -No s, noble dama. A causa de Francisco... de mi mismo.., de Dios, acaso. Ay, el camino que he elegido no es reposado! Suspir. Ah, cmo me hubiera gustado llevar una tnica de franela, -le dije, adivinando su pensamiento-, tu hijo asciende sin

gruesas medias de lana y sandalias en buen estado para no tener los pies siempre cubiertos de llagas. Y un manto bien grueso, con menos agujeros. La nodriza reapareci, con las alforjas llenas. La seora Pica se alz. -Ve... y que Dios te proteja. Di a mi hijo que lo que no he podido hacer yo misma en otra poca, querra que l lo hiciera... Y que mi bendicin lo acompae!

Pasaron los tres das. Al cuarto, muy temprano, sub a la gruta, me detuve ante la entrada y esper. Las alforjas estaban llenas de alimentos, gracias al buen corazn de la seora Pica. Me alegraba mucho por ello, pero temblaba ante la idea de volver a ver a Francisco. Es un peligro muy grande hablar a Dios durante tres das, porque puede uno quedar hundido en un abismo espantoso en el que Dios puede resistir, pero el hombre perece. Quin sabe en qu abismo me arrojar su secreta entrevista de tres das? Valor, alma ma! Me tomar del manto de Francisco, aunque me arrastre al precipicio. . . Y mientras reflexionaba, Francisco apareci en la entrada de la gruta. Resplandeca como un carbn ardiente. La plegaria le haba devorado an ms carne, pero lo que quedaba de ella brillaba como un alma. Una extraa dicha erraba en su rostro. Me tendi la mano. -Y bien, hermano Len -me dijo-. Ests dispuesto? Te has revestido de tu armadura de guerra, tu cota de mallas, tus rodilleras y tu yelmo con plumas blancas?

Sus ojos relampagueaban como si tuviera fiebre y cuanto ms se acercaba a mi, ms distingua los ngeles y las visiones que llenaban su mirada. Sent miedo. Habra perdido la razn? Adivinando mi temor, se ech a rer. -Hasta ahora -dijo-, se han empleado muchos nombres para glorificar a Dios. 72 73

Yo he descubierto otros. Lo llamar Abismo Insondable, Insaciable, Implacable, Infatigable, Insatisfecho, el que nunca dice a un desdichado ser humano: Basta ya! Se acerc a mi, acerc sus labios a mi odo y con voz tronante: -No es bastante! -grit-. No es bastante! Si quieres saber, hermano Len, lo que Dios me ha dicho sin tregua durante estos tres das y estas tres noches en la gruta, escucha bien: No es bastante!. Eso es lo que l grita todos los das a todas las horas de la noche al desdichado ser humano: "No es bastante!. Pero ya no puedo ms, lloriquea el hombre. An puedes!, responde Dios. Estallar!, lloriquea el hombre. Estalla". responde Dios. La voz de Francisco se enronqueci y una gruesa lgrima brot de sus ojos. Sent lstima por l. -Qu quiere de ti ahora? -dije, irritado-. No has reconstruido San Damiano? -No es bastante! -No has abandonado a tu padre y a tu madre? -No es bastante! -No has besado al leproso? -No es bastante!

-Qu pretende ahora? -Le he preguntado: Seor, qu quieres de m?, y me ha respondido: Baja a mi iglesia de la Porcincula, y all te lo dir. Entonces, hermano Len, debemos ir a la Porcincula para ver lo que quiere. Haz la seal de la cruz, y no vacilemos! Bajamos la montaa corriendo y sin detenernos en Ass llegamos a la campia. Hacia un fro hiriente, era el mes de febrero, los rboles no estaban floridos y la tierra se mostraba cubierta de una blanca helada. Daba la impresin de que acababa de nevar. Pasado San Damiano y el olivar, entramos en un bosquecillo de pinos y de encinas. El sol haba caldeado las ramas de los pinos y el aire ola agradablemente. Francisco se detuvo: respiraba profundamente, dichoso. -Qu soledad! -murmur-. Qu paz! Y mientras hablaba, un conejo surgi entre las ramas bajas, enderez las orejas, se volvi y nos vio. Nos mir tranquilamente, sin miedo, y se alz sobre las patas traseras, como para bailar. Despus desapareci entre las matas. -Has visto, hermano Len? -dijo Francisco, conmovido-. Has visto a nuestro conejillo? Se ha alegrado de vernos y ha hecho una gracia para saludarnos. Es un buen presagio. Tengo la intuicin de que vamos por el buen camino. Seguimos avanzando y pronto, entre los troncos de las encinas verdes, apareci la iglesia de Santa Maria de los ngeles, la Porcincula. Estaba construida en mrmol viejo. Las enredaderas y la madreselva la envolvan tiernamente. Alrededor, algunos muros ruinosos. Y de sbito, como si hubiera salido

de esa iglesia solitaria y encantadora para saludarnos, se irgui ante nosotros un almendro en flor, semejante a una muchacha vestida de blanco. -Es Santa Maria de los Angeles -murmur Francisco. Los ojos se nos llenaron de lgrimas y nos persignamos. -Hermano almendro! -dijo Francisco abriendo los brazos-, hermano almendro! Te has adornado para nosotros. Aqu estamos, dichosos de verte...

74 Ii Se acerc y acarici el tronco del almendro: -Bendita sea la mano que te plant. Bendita sea la almendra que te engendr. T te adelantas, no tienes miedo, eres el primero, hermanito, que se ha atrevido a florecer, oponindose al invierno. Aqu, bajo tus ramas en flor, si Dios lo quiere, vendrn un da a sentarse los primeros hermanos. Empujamos la puerta y entramos en la iglesia. Flotaba en ella un olor a tierra hmeda. La ventana estaba desmantelada. En el suelo haba yeso y pedazos de madera, cados del techo. Las araas haban tejido en torno a la estatua de la Virgen una red espesa y delicadamente trabajada. Apart las telas de araas y nos prosternamos. Al fondo de la iglesia se destacaba una pintura de la Virgen, vestida de azul claro, con los pies desnudos reposando sobre una afilada medialuna. Una multitud de ngeles de redondos carrillos y brazos poderosos la sostenan mientras suba al cielo. El Santo Evangelio estaba abierto sobre el altar. Viejo, manchado por los dedos

de los hombres, rodo por las ratas, verde de moho. Francisco me apret el brazo. -Hermano Len, se es el signo! Lee lo que dice el Evangelio en la pgina en que est abierto. Dios mismo lo ha abierto para manifestarnos Su voluntad. Lee en voz alta, para que tu voz retumbe en la iglesia y para que Santa Maria de los An eles se alegre despus de tantos aos de silencio. g Los rayos de sol que entraban por el ventanuco caan sobre el Evangelio. Me inclin y le en voz alta: Y cuando hayis partido, predicad y decid: "Que el Reino de los Cielos est cerca. No tomis nada, ni dinero, ni cobre en vuestros cintos. Ni saco para el viaje, ni dos tnicas, ni sandalias, ni bastones". Nada, nada, nada! Nada nos llevaremos, Seor! -grit Francisco, y su voz era penetrante como la de un halcn-. Hgase tu voluntad. Nada! Slo nuestros ojos, nuestros brazos, nuestras piernas y nuestras bocas para anunciar que el Reino de los Cielos esta cerca. Me arrastr afuera, arroj su bastn y se despoj de sus sandalias. -Haz como yo -me orden-. No has odo? Ni bastn, ni sandalias! (Y las alforjas? -pregunt, apretando desesperadamente las alforjas llenas. Las alforjas tambin! No has odo? Ni saco para el viaje! -Dios alforjas de mis hombros-. Por qu es tan inhumano con nosotros? -Porque nos quiere -respondi Francisco-. No te quejes. -No me quejo, pero tengo hambre. Y nuestras alforjas estn llenas de alimentos. Comamos, al menos, antes de arrojarlas. Francisco me mir con compasin. -Come t, hermano Len -dijo-; yo puedo resistir el hambre. Me sent en el suelo, abr las alforjas y me puse a comer con avidez. exige demasiado del hombre -protest y lentamente retir las

Haba una bota de vino, y beb todo su contenido. Com y beb cuanto pude, y ms an, como el camello que se prepara a cruzar el desierto. Mientras tanto, Francisco me hablaba: -Dios tiene razn, hermano. Hasta ahora, nos hemos ocupado de nuestras mseras

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personas, de nuestras propias almas y de nuestra propia salvacin. Y no es bastante! Ahora tenemos que luchar por la salvacin de los dems. Si no salvamos a los dems, no podemos salvarnos. Y cmo debemos luchar, Seor?, pregunt a Dios. Ve a la Porcincula, y te lo dir. All oirs mi orden. La he odo y t la has odo tambin. d y predicad: el Reino de los Cielos est cerca... Esa es nuestra tarea, hermano, compaero de lucha. Reunamos en torno a nosotros cuantos hermanos podamos, capaces de predicar, corazones capaces de amar, pies capaces de caminar largo tiempo. Seamos los nuevos cruzados y partamos todos juntos para liberar el Santo Sepulcro. Qu Santo Sepulcro? El alma humana!... Call, y despus: -Ella es el verdadero Santo Sepulcro! Jess crucificado yace en el cuerpo del hombre. Es al alma humana a quien dedico todo mi sacrificio, hermano Len, es a ella... No slo a las nuestras, sino tambin a la de todos los hombres. Adelante! Has comido y bebido, ahora partamos en busca de nuevos compaeros. T y yo no basta-

mos. Necesitamos millares. Se volvi hacia Ass. La ciudad brillaba bajo el sol, como una rosa abierta. Francisco se persign y me tom de la mano. -Vamos Francisco! Haz como yo, aleja al hermano Len, ya que un nuevo combate nos espera. No dije nada, lo segu. Es el abismo lo que nos espera, pens, tomndome del manto de Francisco. -dijo-. Quin me impeda hasta ahora reunirme con Dios?

De vuelta a Ass, nos detuvimos en la plaza. Francisco tom la campana de carnero que penda de su cinto y se puso a agitarla para atraer a los habitantes. Algunos hombres salieron de las tabernas donde beban tranquilamente, pues era domingo. Francisco les dio la bienvenida, con las manos extendidas: -Paz a los hombres de buena voluntad! -deca a cada uno-. Paz a los hombres de buena voluntad! Cuando la plaza estuvo llena, abri los brazos y dijo: -Paz! Paz en vuestros corazones, en vuestras casas y con vuestros enemigos! Paz en el mundo! El Reino de los Cielos est cerca! Su voz enronqueca. Repeta siempre lo mismo, y cuando no poda hablar se echaba a llorar. -Paz, paz! -recomenzaba-. Hagamos paces con Dios, con los hombres, con nuestro corazn! Cmo? Slo existe un medio: amar. Amor, amor! -gritaba, y volva a estallar en llanto. Las gentes ya no rean ni se burlaban. Las mujeres salan de sus casas o se suban a los tejados para escucharlo.

Todos los das, Francisco recorra las calles de Ass y predicaba con las mismas palabras temprano en la maana corra, agitando la campana de carnero, a travs de las calles de Ass para informar a todos los habitantes que Francisco hablara. Una tarde la prdica estaba a punto de terminar y nos preparbamos a subir a nuestra gruta, cuando un mercader de telar, llamado Bernardo de Quintavalle. se acerc a Francisco. Era algo mayor que l. Su rostro era grave, sus ojos azules y pensativos. Nunca haba acompaado a Francisco en sus antiguas juergas. Como me lo confi despus~ se pasaba varias horas de la noche estudiando las Santas Escrituras. La aspereza de Jahv lo atemorizaba, pero cuando llegaba al Nuevo Testamento. Cristo llenaba su corazn de dulzura y tristeza. Al comienzo, lo que se contaba sobre Francisco lo hacia rer y pensaba que reparar las iglesias en ruinas, besar a los leprosos y desvestirse delante de todo el mundo no eran sino nuevos caprichos del hijo mimado de Bernardone. Pero al cabo de algn tiempo, el antiguo juerguista recorra las calles predicando una "nueva locura", para emplear sus propias palabras, empuando una campana de carnero. De qu locura se trataba? Bernardo no comprenda muy bien. Cada da, vea a Francisco en la plaza. gritando, llorando, luchando para salvar a los hombres del pecado, segn pretenda... Era el mismo muchacho que pasaba las noches divirtindose? Dios le haba dado realmente la luerza de resistir el hambre, la desnudez, el desprecio? "Si me atreviera", pensaba y las mismas lgrimas. Tambin yo lloraba, pero sin hablar. Muy

Bernardo, ira a hablarle. No deja de perturbar mi espritu y de llamarme. Qu quiere de m?. Esta tarde, Bernardo, sin contenerse, acercse a Francisco y le dijo: Francisco, te acuerdas de m? Soy Bernardo de Quintavalle. Consiente en pasar la noche en mi casa. Francisco lo mir. En los ojos de Bernardo vio la tristeza y un gran fervor. -Hermano Bernardo -exclam-, qu milagro, en verdad. Anoche, justamente, te he visto en sueos. Es Dios quien te enva, hermano mo, y me siento dichoso de verte. Tu venida tiene un sentido secreto, vamos! Me hizo una sea: -Hermano Len, ven conmigo. No debemos separarnos. Fuimos a casa de Bernardo. Tendieron la mesa. Francisco se puso a hablar de Dios, del alma humana y del amor. El aire hormigueaba de ngeles. Los criados escuchaban, apoyados contra la puerta. Por la ventana abierta, vean el Paraso. verdeante, resplandeciente de luz. Los santos se paseaban en l con los ngeles. sobre un csped eterno, platicando, con las manos juntas, mientras los querubines y los serafines brillaban sobre ellos como estrellas. Pero siempre. Ms all de la ventana, el patio reapareci con su brocal rodeado de flores. Una criada se ech a llorar. El Paraso la haba admitido en su seno por un breve instante y de pronto haba vuelto a ser una simple criada en la tierra. Era casi medianoche. Bernardo haba escuchado con la cabeza baja. transportado. En el silencio que sigui a las palabras de Francisco, se represent a su nuevo cuando Francisco dej de hablar, el mundo volvi a ser el de

amigo, cantando en un camino y volvindose de cuando en cuando para indicarle con seas que lo siguiera. -Francisco -dijo, levantando la cabeza-, durante todo el tiempo que has hablado he tenido la impresin de que el mundo se desvaneca. Ya no quedaba sino el alma humana, cantando sobre el abismo. Sobre el abismo de Dios. Pero no poda distinguir la parte de realidad del sueo. Se dice que la noche es la ms fiel mensajera de Dios. La ms querida, tambin. Veremos qu mensaje me traer. 76 77

Agreg, mientras se pona de pie: -Esta noche, Francisco, dormiremos en el mismo cuarto tu y yo. Se ech a rer para ocultar su emocion. -Se dice que la santidad es una enfermedad contagiosa! Veremos! Bernardo tena sus propsitos. Quera probar a Francisco. No bien se acost, fingi que se dorma y empez a roncar. Francisco, creyendo a Bernardo sumido en el sueo, opt por levantarse, se arrodill en el piso, junt las manos y empez a rezar en voz baja. Bernardo, aguzando el odo, no oy sino estas palabras: -Mi Dios y mi todo! Mi Dios y mi todo! Y eso dur hasta el alba. Slo entonces, Francisco volvi a su cama y pareci dormirse. Bernardo se levant. Haba pasado la noche llorando, mientras oa a Francisco. Sali al patio. Ya despierto, yo sacaba agua del pozo. Me volv y vi que tena los ojos rojos. -Qu ha sucedido, seor Bernardo? -le pregunt.

-Francisco no ha dormido en toda la noche; ha rezado. Una gran llama arda en su rostro. -No era una llama, seor! Era Dios! Francisco sali, a su vez. Entonces Bernardo se arroj a sus pies. -Un pensamiento me atormenta, Francisco. Ten piedad de mi y alivia mi corazn. Francisco tom a su amigo de la mano y lo alz. -Te escucho, hermano Bernardo, pero no soy yo quien podr aliviar tu corazn, sino Dios. Habla, sin embargo, dime tu pesar. -Un poderoso Seor me ha confiado un gran tesoro para que lo guarde en depsito. Lo he guardado durante aos, pero ahora pienso partir para un largo y peligroso viaje. Qu har de ese tesoro? -Debes Francisco-. Quin es ese seor tan poderoso? -Cristo. Todo lo que poseo, a Cristo se lo debo, a l pertenece. Cmo devolvrselo? Entonces Francisco reflexiono. -Lo que me planteas -dijo al fin- es asunto muy grave, hermano Bernardo. No puedo responderte. Vayamos a la iglesia y preguntemos al propio Cristo. devolvrselo a quien te lo ha confiado -respondi con calma

Nos disponamos a salir, cuando llamaron a la puerta. Bernardo abri y lanz un grito de alegra: -T, Pedro? Tan temprano? Cmo ha ocurrido? Pero ests muy plido... Pedro era un eminente jurista de la universidad de Bolonia. De cuando en cuando iba a descansar a Ass, su ciudad natal. Das antes, su ms querido discpulo haba muerto en Bolonia. Sin poder soportar su pena, el jurista haba corrido a

refugiarse en su casa familiar, resuelto a no ver a nadie. -Ests solo, Bernardo? -pregunt. -No, Francisco, el hijo de Bernardone, est aqu. T lo conoces. Est con un amigo. -Hablar frente a ellos, no me importa -dijo Pedro, y entr en el patio.

78 Era un hombre corpulento, noble de porte, con ojos grises y severos y una barbilla rizada. Pero los estudios y las vigilias haban hundido sus mejillas y su rostro era seco como esos pergaminos preciosos en que los monjes escriben la Pasin de Cristo. Se dej caer en un escabel, sin aliento. Cuando se calm, dijo: -Perdname, discipulo, Guido, a quien quera como a un hijo. Siempre estaba metido en sus libros. A los veinte aos, tena el buen sentido y la instruccin de un anciano. Y, cosa rara, ese espritu brillante era todo pasin y todo llama. Por eso lo quera. Muri anteayer... Apret los labios para sofocar un sollozo, pero dos gruesas lgrimas brotaron en sus ojos. Bernardo llen un vaso de agua y se lo tendi. Pedro bebi. -El da en que agonizaba, me inclin sobre su cabecera: Guido, hijo mio", le dije, si Dios quisiera llamarte a su lado... tendra una gracia que pedirte. Todo lo que quieras, padre mio, respondi. Qu gracia? '<Ven una noche durante mi sueo y dime qu ocurre en el otro mundo. Vendr, murmur el joven tendindome la mano. Y en ese momento entreg su alma. Sal de Bolonia inmediatamente y vine a Ass para esperar en la soledad que el muerto venga a visitarme en sueos. Pedro volvi a callar. La emocin ahogaba su voz. Al fin pudo continuar: tengo que contarte todo, desde el comienzo. Tena un

-Hoy, al alba, ha venido... -Valor, Pedro, recobra tu aliento y cuntanos lo que te dijo. Francisco y yo nos inclinamos para escuchar mejor. -Estaba vestido con una extraa tnica... No, no era una tnica, eran bandas de papel cosidas alrededor de su cuerpo. Quizs eran notas redactadas durante sus estudios, donde deban estar apuntados los problemas, las hiptesis filosficas y jurdicas y las inquietudes teolgicas relativas a nuestra salvacin, tales como la manera de escapar del Infierno, de subir al Purgatorio y, desde l, ganar el Paraso... Se doblegaba bajo el peso del papel y se esforzaba por avanzar sin conseguirlo... El viento soplaba, agitaba los manuscritos que se separaban, descubriendo el esqueleto del joven, manchado de hierba y fango. Guido, hijo mio, exclam, "qu representan esas tiras de papel que llevas y te impiden caminar? Vengo del Infierno", me respondi, "y lucho por llegar al Purgatorio, pero no puedo, estas tiras de papel me lo impiden.... Entonces uno de sus ojos se convirti en una lgrima que cay sobre mi y me quem la mano. Mirad! Pedro levant la mano derecha y nos mostr una llaga roja y redonda como un ojo. El miedo se apoder de nosotros. Slo Francisco sonrea tranquilamente. Pedro se levant. -Y ahora -dijo-, todo ha terminado. Antes de venir aqu he quemado en la chimenea mis manuscritos y mis libros. Me he librado de ellos. Bendito sea mi discipulo bienamado, que me ha transmitido el mensaje desde el otro mundo. Alabado sea el Seor. Una nueva vida comienza.

-Y qu otra va has de emprender, mi querido Pedro? -pregunt Bernardo-. Cul ser tu nueva vida? -No lo s todava, no lo s... -Yo lo s! -exclam entonces Francisco dirigindose hacia la puerta-. Venid Conmigo!

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L ji

Francisco caminaba delante; lo seguan los dos amigos abrazados y tras ellos, yo. Estas dos almas estn dispuestas, pensaba, estn deseosas de tomar el camino empinado y escabroso. . . En la iglesia de San Rufino se deca la misa; haba mucha gente y pasamos frente a ella sin detenernos. Ms lejos estaba la capillita de San Nicols. Estaba desierta. Francisco empuj la puerta y entramos. Sobre el altar, el crucifijo y un cirio encendido. En la pared, una pintura que representaba a san Nicols rodeado de peces, de barcos y de olas. -Hermano Arrodllate, ahora, Cristo te responder. Francisco se acerc al altar, se arrodill, hizo la seal de la cruz y tom el grueso Bernardo -dijo Francisco-, me has dirigido una pregunta.

Evangelio de tapas de plata. -sta es la boca de Cristo -dijo. Abri el Evangelio, puso el dedo en la pgina y ley en voz alta: Si quieres ser perfecto, vende todo lo que posees y dselo a los pobres, para adquirir as un tesoro en el cielo. Cerr el Evangelio y, abrindolo una segunda vez, ley: Si alguien quiere seguirme, que renuncie a si mismo, que tome su cruz y me siga. Francisco -Todava vuelva a abrirse? -No, no! -exclam Bernardo, conmovido-. Ya estoy dispuesto. -Tambin yo estoy dispuesto -dijo una voz tras l. Era Pedro que, de rodillas sobre las lajas, nos escuchaba. -Vamos caminaban cada uno a su lado-. T, Pedro, has obedecido a Cristo quemando lo que era tu riqueza: tus manuscritos, tus libros, tu pluma... No te sientes ms liviano? A ti te toca ahora, Bernardo! Abre tu tienda, llama a los pobres, distribuye entre ellos tus mercancas, cubre a los que estn desnudos, rompe tu vara de medir, vaca tus cofres, da, vuelve a dar, aligrate... Porque debemos dar a nuestros hermanos menesterosos lo que hemos tomado de ellos. La menor pieza de oro pesa sobre el alma, y le impide volar... Despus, volvindose hacia el altar, se dirigi al crucifijo: -Qu baratas nos vendes tus mercancas, Seor! Damos una tenducha y en cambio obtenemos el Reino del Cielo. Quemamos una pila de papeles viejos y por ese precio -dijo Francisco, alegre, abrazando a los dos nefitos, que se volvi entonces hacia -dijo-. Bernardo, Quieres que, que la arrodillado, boca de lo escuchaba llorando. vacilas, Bernardo? Cristo

entramos en la Eternidad. -Partamos sin perder tiempo -dijo Bernardo. Tom de su cinto la llave de la tienda y ech a correr. Los fieles salan de la misa. Las iglesias se cerraban, las tabernas se abran, la multitud se reuna en la plaza. Las nubes se haban disipado, el sol se mostraba, entibiando la tierra, los rboles ostentaban sus primeras hojas. Muchas veces haba visto la primavera en mi vida. Sin embargo, me pareca sentirla por primera vez. Por primera vez, ese ao, saba -y era Francisco quien me lo haba enseado- que todo en la tierra obedece a la misma ley divina, tanto las almas como los rboles. Y tambin el alma tiene su primavera, que la hace abrirse y florecer...

80 Llegamos a la plaza San Jorge. Bernardo abri su tienda y, desde el umbral, se puso a gritar: todos mis bienes en nombre de Dios. Francisco transportaba las piezas de pao y las amontonaba a sus pies. Cmo corran las mujeres, las nias, los ancianos! Cmo les brillaban los ojos, con qu avidez tendan las manos! Bernardo rea, dichoso, bromeando con unos y otros. Con unas grandes tijeras parta y distribua sus riquezas. De cuando en cuando se volva hacia Francisco: Me siento tan feliz! -le deca-. Y tan aliviado! estaba a su derecha y Pedro a su izquierda, mientras yo Acudid, desdichados, descalzos, menesterosos, acercaos! Distribuyo

El padre Silvestre, que pasaba, vio a Bernardo repartir sus bienes. Se sinti apenado. -Qu lstima! -murmur-. Desperdiciar as tal riqueza!... Ese insensato de Francisco le habr trastornado la cabeza, sin duda. Se detuvo y los mir con aire de desaprobacin. Francisco adivin su pensamiento. -Padre Silvestre, recuerdas lo que dijo Cristo? Perdname si te lo recuerdo: "Si quieres ser perfecto, vende lo que posees y dalo a los pobres, a fin de adquirir un tesoro en el cielo. El padre Silvestre tosi, enrojeci y se alej. Francisco se arrepinti en seguida de haberlo humillado. -Padre Silvestre, padre Silvestre! -grit. El sacerdote se volvi. -Te he recordado las palabras de Cristo y te pido perdn. T, sacerdote de Dios, las conoces mejor que yo, pobre pecador. Si Francisco hubiera estado ms cerca, hubiera visto lgrimas en los ojos del sacerdote. Por la noche, ya no quedaban en la tienda ms que las cuatro paredes desnudas. Bernardo tom la vara de medir, la rompi y la arroj a la calle. Hizo lo mismo con las tijeras y se persign. -Alabado sea el Seor! -dijo-. Ahora estoy aliviado. Tom el brazo a Pedro y los dos siguieron a Francisco.

Conducta tan extraa en un rico comerciante y en un docto jurisconsulto no dej de conmover a los habitantes de Ass. Esa misma noche varios notables se reunieron

en casa de un to de Bernardo para concertar la manera de librarse de esa nueva peste. El mal pareca contagioso y atacaba sobre todo a los jvenes. Era preciso tener mucho cuidado! Porque sus hijos podan perder tambin la cabeza y distribuir a los menesterosos los bienes que ellos amasaban en aos y aos con el sudor de su frente. Haba que expulsar a ese loco que extraviaba los espritus y arruinaba las casas. Los viejos notables tomaron la decisin de visitar al obispo y luego la alcalda, para ensayar el medio de detener el escndalo.

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L En la humilde casa de Giovanna, la viuda, un slido mocetn de tez morena se calentaba ante la chimenea, burlndose de su vieja ta, que se persignaba y bendeca el nombre del nuevo santo. As llamaban desde hacia poco a Francisco. -Vamos, un libertino no se transforma tan fcilmente en santo! -deca el mozo-. Mira, si ofrezco a tu san Francisco una buena botella de vino, dejar de ser Egidio, si no lo hago caer en tierra, borracho perdido... Despus lo atar a una cuerda, lo llevar a la plaza y bailar como un oso mientras yo golpeo las manos... Pasaron algunos das. Francisco, los dos nuevos hermanos y yo habamos

dejado Ass para encontrar refugio en la capilla desierta de la Porcincula. Frente al almendro en flor habamos construido una choza de ramas, cubierta de yeso, que fue nuestro primer convento. All rezbamos durante largas horas, arrodillados y con los ojos fijos en el cielo. Francisco nos hablaba del amor, de la pobreza y de la paz. De la paz del alma y de la paz del mundo. Y yo, que al principio no hacia otra cosa que preguntar, haba aprendido a callar, guiando a los nuevos hermanos. Un da que nunca olvidar, Pedro nos dijo: -La mente slo sabe hablar, interrogar y profundizar. Pero el corazn no habla, no pregunta y no profundiza. Avanza hacia Dios y se entrega a l sin palabras. La mente res el abogado de Satans; el corazn es el servidor de Dios. Se prosterna diciendo al Seor: Hgase tu voluntad! Francisco sonri: -Seor Pedro (siempre lo llamaba as por respeto), tienes razn. Cuando yo era colegial, un sabio telogo lleg a Ass durante la Navidad. Subi al plpito en San Rufino y empez un interminable sermn sobre el nacimiento de Cristo, la salvacin del mundo y el terrible misterio de la encarnacin. Todo se confunda en mi mente, senta vrtigos. No pude contenerme y exclam: Maestro, que podamos oir cmo llora Jess en su cuna!. Cuando regresamos a casa, mi padre me castig, pero mi madre me dio la bendicin a hurtadillas. El hermano Bernardo abra pocas veces la boca. Al alba se arrodillaba bajo un rbol para rezar y era evidente, por sus prpados bajos, sus mejillas hundidas y

el imperceptible balbuceo de sus labios, que hablaba a Dios. Y a veces, si al dirigirnos la palabra pronunciaba el nombre de Cristo, se lama los labios como sintindolos baados en miel. Cuando el sol empezaba a subir en el cielo nos dispersbamos: unos para buscar agua o lea, otros para mendigar y Francisco para predicar el amor en las callejas de Ass o en las aldeas vecinas. A menudo llevaba consigo una escoba para barrer las iglesias. -Es la casa de Dios -deca- y yo soy su cuidador. Una maana, era el da de la gran festividad de san Jorge, estbamos arrodillados en la cabaa para la primera plegaria matinal, cuando vi a un individuo que se acercaba con cautela. Llevaba bajo el brazo una gran botella de vino y un objeto envuelto en hojas de limonero. El olor de la carne asada me hostig la nariz. Era un hombre bien constituido, de talla poco comn y cara atezada. Se acerc a nuestra cabaa y se puso a mirarnos a travs de las ramas. Como todas las maanas, Francisco empez a confiarnos lo que haba dicho a Dios 1 y lo que Dios le haba respondido durante la noche anterior. Con la boca abierta, el hombre escondido escuchaba. De pronto se volvi, desapareci corriendo entre los rboles y volvi poco despus, con las manos vacias, para pegar la oreja contra las ramas de la choza. -Seor -deca Francisco-, si te amo nicamente porque deseo entrar en tu Para-

so, enva al ngel de la espada para que me cierre la puerta. Si te amo porque el Infierno me atemoriza, precipitame en el Infierno. Pero si te quiero por Ti, slo por Ti, entonces abre los brazos y recbeme. El hombre que escuchaba resolvi mostrarse. Estaba plido, dos gruesas lgrimas corran por sus mejillas. Se ech a los pies de Francisco y exclam: -Hermano Francisco, perdname! Soy Egidio de Ass, el que se burlaba de ti y el que hizo la apuesta de emborracharte y hacerte bailar en medio de la plaza de San Jorge, con una cuerda al cuello. -Y por qu no? Por qu no bailar, hermano Egidio? -dijo Francisco, riendo-. En la plaza de San Jorge, precisamente, donde el pueblo debe reunirse en este da de fiesta... T golpears las manos y yo bailar. No quiero que pierdas la apuesta. Lo tom del brazo y lo hizo ponerse de pie. -Vamos -dijo-. La multitud espera. Y se marcharon. Al atardecer, Bernardo, Pedro y yo seguamos esperando, sentados ante la choza. -El hermano Francisco tarda -dije-. Seguir bailando? -Siempre est bailando -dijo Pedro, y despus call. Pero de inmediato agreg: -Yo, ay de mi, no habra tenido valor para hacer una cosa semejante. An enrojezco de vergenza ante los hombres y eso significa claramente que no enrojezco de verguenza ante Dios. Mientras conversbamos, lleg Francisco. Y tras l, inmenso, sonriente, caminaba Egidio. Francisco tom a su compaero de la mano y se nos acerco: -Me ha hecho bailar, y lo he hecho bailar -dijo riendo-. Al principio yo bailaba

solo ante Dios mientras l golpeaba las manos. Pero despus el hermano Egidio sinti envidia y se puso a bailar conmigo, tenindome por los hombros. En verdad, nos pareca que toda la Creacin bailaba con nosotros ante Dios. Qu dicha, amigos mos! Bailar en compaa es muy otra cosa que bailar a solas! Al principio, bailan dos, despus tres, despus treinta, despus cien mil, despus todos los hombres... Despus todos los animales, despus los rboles, despus los mares y las montaas, por fin la Creacin toda baila ante el Creador. No es cierto, hermano Egidio? -No quiero hacer ningn otro trabajo -respondi Egidio riendo-. Bailar es maravilloso! Hermano Francisco, me gustara bailar durante siglos, tenindote por los hombros -Bienvenido sea nuestro nuevo hermano! -dijo Francisco abrindole los brazos. -Bienvenido sea! -grit al mismo tiempo que Bernardo y Pedro. Y los tres corrimos hacia Egidio para darle nuestro abrazo. Egidio enrojeci. Quera hablar, pero vacilaba. 82 de vino... Francisco acarici los anchos hombros del coloso: -Hoy festejamos tu nacimiento, hermano Egidio, bebamos un vaso de vino a tu salud. Dios admite a veces que seamos infieles a la santa Hambre y a la santa Sed... Trae, pues, los instrumentos del pecado! Egidio corri a buscar el lechoncillo asado y la botella de vino que haba escondido 83 -Hermano Francisco -dijo por fin-, he trado algo que comer y una botella

en una mata. -A la salud del hermano Egidio! -exclam Francisco levantando la botella para beber.

Das despus, a la hora en que nos dispersbamos para el trabajo de la jornada, el sacerdote Silvestre apareci en el umbral de la Porcincula, cabizbajo, enrojecidos los ojos por el llanto y con las manos temblorosas. Llevaba un lo de ropas. Al verlo, Francisco abri los brazos: -Padre Silvestre, bienvenido seas. Qu buen viento te trae a nuestra humilde morada? -El viento de Dios -respondi el sacerdote-. Las palabras que me has dirigido el otro da eran de fuego, han quemado y purificado mi corazn. -No son mas, padre Silvestre, son las palabras de Cristo. -S, son las palabras de Cristo, hermano Francisco, pero las has repetido de tal manera que me pareci escucharlas por primera vez, como si nunca hubiese ledo el Evangelio. Lo lea, sin embargo, todos los das, pero sin ver entonces ms que simples palabras, palabras que no ardan... Ahora, gracias a ti, he comprendido el sentido de la pobreza y el sentido del amor. He comprendido cul es la voluntad de Dios. Y he venido. -Qu tienes en tu lo? -Ropas, mis mejores sandalias y otras cosas que me son necesarias. Francisco sonri: -Haba una vez un ermitao -dijo- que durante aos y aos interminables procuraba llegar hasta Dios sin conseguirlo. Algo se alzaba siempre entre los dos

para impedrselo. El desdichado lloraba, gritaba, suplicaba, pero en vano... Una maana despert, radiante. Lo haba descubierto! Se trataba de un cntaro que no haba podido abandonar con el resto de sus bienes, porque lo quera demasiado. Lo tom y lo rompi en mil pedazos. Entonces, levantando los ojos, pudo vislumbrar a Dios por primera vez. Padre Silvestre, si quieres ver a Dios, arroja tu lo de ropas... El padre Silvestre vacilaba. Entonces Francisco lo tom tiernamente de la mano: -Ven encontremos. No se entra en el Paraso con los de ropas, padre Silvestre... -Conservar tan slo mis sandalias -dijo el sacerdote, siempre vacilante. -Slo descalzo entrars en el Paraso! -repiti Francisco-. No discutas, hermano. Partamos! conmigo. Dars tu lo por amor de Cristo al primer pobre que

84 1 Dijo, y como el lobo se arroja sobre el corderillo para devorarlo, Francisco se arroj sobre el padre Silvestre para guiarlo al Paraso.

Tu gracia es grande, Seor, y rica. Tiene ojos innumerables, como la cola del pavo real. Tu gracia envuelve el mundo. Se extiende y llena de luz a los ms humildes. As, muy pocos das haban pasado desde la llegada del padre Silvestre, cuando dos hombres miserables, escarnio de Ass, se presentaron a la Porcincula y besaron la mano

de Francisco pidindole que los acogiera entre sus hermanos. Eran Sabattino y otro llamado Juan de Capella, porque siempre usaba, aun cuando dorma, un alto sombrero de terciopelo verde adornado con una cinta roja. Sabattino, lo reconoc en seguida, era el pillastre que se haba burlado de Francisco la famosa noche en que, recin llegado a Ass, yo buscaba a un cristiano que quisiera darme limosna. Era flaco, amarillo de tez, con un hocico de ratn y un lunar peludo sobre la nariz. Juan de Capella, un inmenso gan, tena largos bigotes retorcidos, gran nariz puntiaguda y boca de liebre. Tartamudeaba. -Hermano envidiaba porque t eras rico y yo pobre, porque t eras hermoso y yo feo, porque t eras elegante y yo un andrajoso... Ya no puedo dormir! Y cuando duermo un instante, es para orte decir en sueos: Clmate, hermano Sabattino, nada te reprocho. Durmete!. Tu bondad me despedaza el corazn, hermano Francisco. No puedo ms, y por eso he venido. Haz de milo que quieras. Te seguir hasta la muerte. -Tambin yo -dijo Juan de Capella- te seguir hasta la muerte, hermano Francisco. Estoy cansado del mundo y el mundo est cansado de mi. No tengo otro refugio que Dios. Pero me quedo con una condicin: djame llevar mi sombrero. No quiero capucha. Te parecer extrao, pero me he habituado a este sombrero... como s fuera mi cabeza. Si me lo quitas, tendr la impresin de que me decapitas. Francisco se ech a rer. Pero de inmediato su rostro adquiri una expresin severa: -Cuidado, hermano -dijo-, quizs es el diablo transformado en sombrero quien Francisco, ya no puedo dormir, he hablado mal de ti. Te

est sentado sobre tu cabeza. Cuida que no te empuje por la mala senda. Despus de la capucha puedes rechazar el hbito, despus del hbito puedes rechazar a los hermanos, puedes rechazar el amor... y despus del amor... puedes abjurar de Dios! Francisco call un momento, y despus prosigui: -El camino empinado que seguimos lleva a una cumbre, hermano, y esa cumbre es Dios. Mientras que la mala senda lleva a un abismo y ese abismo es el Infierno. Tu sombrero puede precipitarte directamente al Infierno. Mir a Juan de Capella en los ojos, profundamente, y el nefito, sin poder soportarlo, estall en sollozos. -Si no me das permiso para conservar mi sombrero, ser un hombre perdido. Me ire. Francisco tuvo lstima de l. Puso la mano sobre el hombro de Capella: -Qudate -le dijo-. Confio en Dios.

Son muchos en el mundo los hombres que, aspirando a la salvacin, acuden en cuanto una voz los llama. Ya sean honrados padres de familia o impdicos vagabundos,

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-j una noche oyen pronunciar su nombre en el silencio. Conmovidos, se levantan. Y de sbito su vida pasada se les muestra vana, intil, dominada por el Maligno. Entonces caen a los pies de quien los llama.

-Llvame! -exclaman-. Slvame! Eres t el que esperaba! No pasaba un solo da sin que acudiera un hombre a la Porcincula para arrojarse a los pies de Francisco. -Slvame, presrvame, eres t el que esperaba!... Y poco despus se despojaba de sus ropas para ponerse la tnica gris. Un da lleg un paisano de unos treinta aos, fornido y jovial. Llevaba un cntaro en el cual estaban representados los siete pecados capitales. Se arroj a los pies de Francisco: Hermano mio -dijo-, Padre mio, escchame: estaba tranquilo en mi aldea, cavaba, podaba mi via, vendimiaba, en fin.., viva! No tena ni mujer, ni hijos, ni preocupaciones. desdichado. Mir en mi corazn, que crea inocente, y vi en l los siete pecados capitales. Entonces tom este cntaro, pint en l los siete pecados, escrib sus nombres, y ahora, mira cmo lo rompo a tus pies. Que el diablo se los lleve a los siete... Y rompi el cntaro sobre las piedras. -Que mi corazn se rompa asimismo y que los pecados que lo habitan se desparramen as sobre las piedras -dijo. Francisco le acarici tiernamente la cabeza: -Cmo te llamas, hermano? -Gennadio. -Quiera Dios, Gennadio, que sobre tus ramas acudan millares de almas a construir su nido! Me crea feliz. Pero cuando oi tu voz, supe que era un

86 1 r VI

Adn y Eva estn en el Paraso. Hablan: -Si abriramos la puerta para partir... -~ Para ir adnde, mi bienamada? Fuera encontraremos la enfermedad, el dolor, la muerte. -Si abriramos la puerta para partir... Esas voces, Dios me perdone, estaban en mi y yo las oa. Cuando escuchaba a Francisco, mi alma estaba en el Paraso. Olvidaba el hambre, el fro, el mundo... Pero de sbito, una voz rebelde me gritaba: Mrchate!.

Un da Francisco me encontr llorando. Se inclin: ~Por qu lloras? -dijo golpendome en un hombro. -Recuerdo... Qu recuerdas? -Una maana en que levant la mano y tom un higo de mi higuera. No recuerdas otra cosa? -No, hermano Francisco, y por eso lloro... Francisco se sent en el suelo a mi lado y me tom la mano. -Escucha, hermano Len, te dir una cosa. Pero no la repitas a nadie. -Te escucho, hermano Francisco. Y mientras me tena la mano, senta la tibieza de su cuerpo, ms bien la tibieza de su alma, que calentaba la ma. Callaba... -Te escucho, hermano Francisco -repet. Abandon mi mano, se levant de golpe, habl con voz sofocada: -Hermano Len, la Virtud est muy sola en la cumbre de una roca desierta. Piensa en todos los placeres prohibidos que no ha gustado y llora. Dijo, se march y, cabizbajo, desapareci tras los rboles.

Se dice que si cae una gota de miel en alguna parte, todas las abejas la huelen en el aire y acuden para gustara. As las almas, que olieron la gota de miel que era el alma de Francisco, acudieron a la Porcincula. Al parecer, ese da, lleg nuestro viejo amigo Rufino. El que nos haba dado nuestro primer hbito, dicindonos que Dios no bastaba para calentarnos y necesitbamos ropas abrigadas. Al verlo, Francisco se ech a rer:

87 -Mi calentarte, viejo amigo, me parece que tus ropas abrigadas no bastan para

tambin t necesitas de Dios!... Rufino baj los ojos: -Perdname, hermano Francisco, estaba ciego en esa poca, o ms bien no poda ver otra cosa que el mundo visible. Lo que se oculta tras l se me escapaba. Pero en cuanto viniste a m, algo cambi en mi casa... El aire se llen de voces encantadoras y de manos que me empujaban a partir. Entonces, un da abr mi puerta y part despus de arrojar las llaves en el ro. -Nuestra vida es muy dura, hermano Rufino, cmo podrs sobrellevara? Desdichado de quien est habituado a la buena carne, a las telas suaves y a la ternura de la mujer... -Tres veces desdichado quien no sabe desprenderse de ello -dijo Rufino-. No me desprecies, admteme! -Otra cosa, amigo Rufino. Has frecuentado Bolonia, la sabia, segn creo, y tu cabeza debe de estar llena de interrogantes. Aqu nosotros no planteamos nunca ninguna pregunta, hemos entrado en el dominio de la certeza. No dudo que puedas soportar el hambre, el fro, la castidad... Pero tu espritu podr soportar nuestra certeza sin rebelarse? Porque la rebelin es la tentacin ms grande para el infortunado que ha elegido el rbol del Conocimiento y a quien la Serpiente lame los ojos, la boca y las orejas. Rufino callaba. -Entonces? -pregunt Francisco mirando a su amigo con ternura-. Podrs? -No podr, hermano Francisco! -dijo Rufino con voz desesperada-. No podr!

Francisco lo tom en sus brazos: -Podrs! Has tenido el valor de decir: No podr. Entonces, podrs. El corazn est ms cerca de Dios que el espritu. Obedece a tu corazn. Slo l conoce el camino del Paraso. Ahora, desndate y ponte la tnica gris. Recuerdas el manto de pastor que nos diste? Lo hemos tomado como modelo para cortar nuestras tnicas. Huelen a tierra. Hermano Rufino, vistete de tierra.

Otro da, en una aldea, Francisco vio a un jactancioso que se paseaba, vestido de terciopelo, con su espada, sus espuelas y sus plumas en el sombrero. Tena perfumado el pelo rizado... -Eh, adornarte y atusarte el bigotillo? Ha llegado para ti el momento de ponerte la cuerda alrededor de la cintura, la capucha en la cabeza y de caminar descalzo por el fango. Sgueme y te consagrar caballero del Ejrcito de Cristo. El fanfarrn se acarici el bigote, consider al mendigo que le hablaba y se ech a rer: -Cuando me resuelva, acudir a ti -dijo riendo. No haban pasado tres das, cuando se present en la Porcincula. Como un pjaro fascinado por una serpiente, ngel Tancredi se haba dejado atrapar por las redes de Dios. -He venido -dijo arrodillndose y besando la mano de Francisco-. Estoy harto de pasar el tiempo atusndome el bigote. Acptame! F Pero Elias, el temible tiburn, no cay en las redes de Dios sino algn tiempo despus. t -le grit Francisco-, no te has cansado, nio bonito, de

Francisco y yo estbamos en el umbral de la Porcincula. El sol no se haba puesto an, y los hermanos hacan su jornada de mendicidad. Slo quedaba Bernardo. Se acerc a nosotros y se arroj a los pies de Francisco pidindole la absolucin, como cada vez que iba a rezar, porque nunca sabia si habra de salir con vida del rezo. Francisco, sumido en sus reflexiones, callaba. Miraba sus manos, sus pies, y suspiraba. -Hermano Len -me dijo despus de un largo silencio-, cuando pienso en la Pasin de Cristo, mis pies y las palmas de las manos me duelen como si estuvieran agujereadas... Pero no veo clavos ni sangre. Recuerdo una representacin de la Pasin en la corte de San Rufino por una compaa de cmicos ambulante. Haban manchado 'con pintura roja los pies y las manos del actor que representaba a Cristo. En el momento en que lo clavaban en la cruz lanz un grito tan desgarrador que no pude contenerme y estall en sollozos. El pueblo gimi, las mujeres empezaron a gritar, las lamentaciones siguieron. Terminada la representacin, el actor fue a mi casa. Mi madre lo haba invitado a nuestra mesa. Era alegre y se puso a bromear. Le llevaron agua tibia para lavarse las huellas de pintura en los pies y las manos. Yo, que era muy nio, no comprenda nada. Entonces, no estabas crucificado?, le pregunt. Ri. No, pequeo, estaba representando. Slo han fingido que me crucificaban. Mentiroso!, le grit. Entonces mi madre me subi a su regazo: Cllate, hijo mo, eres demasiado nio todava, no puedes comprender crucifica. Pero ahora he crecido y comprendo. Creo ser

do, pero en verdad no hago ms que imaginar mi crucifixin. No seremos acaso, tambin nosotros, comediantes? Suspir. -Mira mis manos -agreg-, mira mis pies. Dnde estn los clavos? Toda esta angustia no ser acaso ms que una ilusin? Fue entonces cuando apareci a travs de los rboles un hombre de unos treinta aos. Su pelo se asemejaba a una melena de len, tena la frente bombeada, caminaba con paso lento. Se detuvo ante Francisco y lo salud, con una mano sobre su corazn... -Busco a ese Francisco, originario de Ass, que rene hermanos para fundar una orden. Me llamo Elias Bobarone y vengo desde Cortona. He estudiado en la universidad de Bolonia, pero los libros no bastan, quiero emprender una gran misin. -Soy el que buscas, amigo -le dijo Francisco-. No reno hermanos para formar una orden, sino para salvar nuestras almas luchando todos juntos. Somos gentes simpes, iletradas, -Como conseguir con mi instruccin. Conozco bien tu vida y me gusta. A veces, escuchando su propio Corazn, el hombre simple e iletrado descubre lo que el espritu nunca ha podido descubrir. Sin embargo, el espritu es necesario. Es, adems, un don que Dios ha concedido a su criatura preferida, el hombre. El hombre perfecto es aquel cuyo corazn y cuyo espritu estn en perfecta armona; el orden perfecto es el que tiene el qu vienes hermano a hacer entre nosotros? salvar T mi eres alma, un y hombre no lo instruido... vosotros, Francisco, quiero

corazn como base y el espritu como director. -Hablas muy bien, inspirado amigo, tienes el espritu gil y me das miedo. Te lo ruego, ve a buscar en otra parte la salvacin. 88 89 -No tienes derecho, hermano Francisco, a rechazar a un alma que quiere tomar el camino de la salvacin trazado por tu mano. Para quin lo has trazado? Slo para los iletrados? Pero no dices t mismo que los instruidos tienen ms necesidad de ser salvados que los otros? Su espritu complicado los extrava, les muestra tantos caminos que ya no saben cul tomar. El camino que has trazado me inspira confianza! Francisco hurgaba la tierra con el pie, silenciosamente. Sin pedirle permiso, Elias fue a sentarse a su lado, en el umbral. -Qu soledad, qu paz! -murmur. El sol se pona. Los troncos de los rboles se tean de rosa. Los pjaros regresaban a sus nidos, los hermanos regresaban de su jornada de mendicidad. Gennadio se acuclill frente al hogar y encendi el fuego para cocinar. Desde el da de su llegada, era nuestro cocinero. Bernardo apareci poco despus, vivo a pesar de sus rezos. Caminaba como un ciego y entr sin vernos. -Qu poniente. Francisco librarse en l, porque tena el presentimiento de que ese imponente coloso habra de sembrar el desorden en su tranquila hermandad. Despus de un largo silencio, Gennadio golpe de se volvi y observ al visitante. Un gran combate deba soledad, qu paz! -murmur nuevamente Elias mirando el sol

repente las manos. -Hermanos, las lentejas estn cocidas! Venid a comer. Francisco se levant. -Hermano Elias, estamos contentos de verte entre nosotros. Y tomndolo de la mano, lo hizo entrar. -Dios nos ha enviado refuerzos -dijo presentndolo-. Tenemos un nuevo hermano, Elias Bobarone, que viene de Cortona. Levantaos, saludadlo. Entramos distribuy el alimento y la comida empez. Tenamos hambre. De pronto, Francisco dej su cuchara. -Hermanos, estas lentejas son demasiado sabrosas -dijo-. El paladar se halaga exageradamente. Es un gran pecado. Tom un puado de cenizas del hogar, lo arroj en su plato y sigui comiendo. -Perdonadme, hermanos -agreg-. No soy mejor que vosotros, pero mi carne es una gran pecadora y debo dominarla. -Por qu ese temor tan grande a la carne, hermano? -pregunt Elias-. Es que no tenemos confianza en nuestras fuerzas? -No, no tenemos confianza en nuestras fuerzas! -respondi Francisco, y arroj un segundo puado de cenizas en su plato de lentejas. en la choza. Francisco se sent cerca del hogar, Gennadio

-Aumentan las bocas que predican la palabra de Dios -me dijo alegremente Francisco al da siguiente. -Tambin aumentan las bocas que tienen hambre! -le respond-. Cmo las alimentars? En efecto, la poblacin de Ass empezaba a quejarse. Estaba harta de alimentar a tantos mendigos. Una maana, el obispo mand llamar a Francisco. Tena que

hablarle. Estoy a sus rdenes, dijo Francisco, y volvindose hacia mi, agreg: 1! r -Hermano Len, siento que el obispo va a regaarme. Acompame. El obispo, sentado en su silln, desgranaba un rosario negro. Estaba sumido en las preocupaciones que le daban la tierra y el Cielo. Pastor de hombres, deba vigilar sin cesar las ovejas que Dios le haba confiado. La sarna es contagiosa, y si una oveja se enferma, hay que evitar que las dems se contaminen. Por otra parte, deba preocuparse por su alma, que tambin era una oveja del Seor, y su deber era obedecer al Gran Pastor. Al ver a Francisco procur adquirir una expresin de enfado, pero fue en vano. porque quera mucho a ese santo rebelde, que haba abandonado todo lo que el hombre codicia en este mundo para adoptar todo lo que odia y todo lo que le atemoriza, la soledad y la pobreza. Admiraba a ese hombre que haba vencido el desprecio de sus semejantes y andaba descalzo, predicando el amor... Tendi su mano regordeta, de sacerdote... Francisco se arrodill, la bes, y despus, cruzando los brazos, aguard. -Debo regaarte, hijo mio -dijo el obispo procurando dar a su voz un tono severo-. Oigo decir muchas cosas buenas de ti, pero hay algo que no me gusta. -Te escucho, reverendsimo padre, y si Dios quiere que se haga tu voluntad, se har. La santa Obediencia es una de las hijas ms queridas del Seor. El preguntaba obispo se aclar la voz y permaneci silencioso un momento. Se

cmo poda hablar a Francisco sin herirlo. -Tus compaeros se hacen cada vez ms numerosos, Francisco -dijo al fin-. S que todos los das acuden a esta ciudad y a las aldeas vecinas para mendigar de puerta en puerta. Eso no est bien! Las gentes de aqu son pobres. Crees que tendrn siempre un pedazo de pan para daros? Francisco baj la cabeza sin responder. El obispo puso la mano sobre el Evangelio abierto a su lado. -Y adems, olvidas lo que dice el Evangelio? -continu con voz realmente irritada-. El que no trabaja no debe comer. -Rezamos.., predicamos... no es se un trabajo? -murmur Francisco. Pero el obispo no lo oy. Sigui hablando: -Como obispo y como padre que te quiere, tengo que hacerte un pedido: quisiera que obligaras a tus compaeros a trabajar, sin contar con el sudor de los otros para vivir. Podras, por ejemplo, poseer un modesto patrimonio; campo, via u olivar, cultivar la tierra y recoger todos los aos lo que Dios da a todos los campesinos. No te digo que trabajes para enriquecerte. Dios me libre de ello! Pero te pido que no seas una carga para nuestros hermanos, que tienen casas e hijos y a quienes nada sobra -aunque lo quieran- para dar limosna a los menesterosos. La pobreza absoluta, hijo mo, es contraria a Dios y a los hombres. Esto es lo que deseaba decirte. Y ahora, reflexiona y dame tu respuesta. El obispo cerr los ojos y apoy la cabeza en el respaldo de su silln. Estaba cansado de hablar El rosario se desliz de sus manos blancas y suaves. Me inclin para recogerlo. Francisco levant la cabeza.

-Reverendsimo Padre -dijo-, me permites hablar? -Te escucho, hijo mio, exprsate libremente. 90 me ayudara a resolver si debamos o no poseer un pedazo de campo, una casa, una bolsa con un poco de dinero, algo, en fin, de que pudiramos decir: ~'Esto nos pertenece!~, Dios me respondi: Francisco, Francisco. el que posee una casa se convierte en puerta y ventana, el que posee un campo se convierte en tierra, el que posee un anillo de oro puede morir estrangulado, porque el anillo se convierte en nudo corredizo y le aprieta el cuello. Eso es lo que me dijo Dios, reverendsimo padre. El obispo enrojeci. Quiso responder, pero las palabras se confundieron en su boca desdentada y las venas de su cuello se hincharon de repente. Un monaguillo que estaba en un rincn corri a llevarle un vaso de agua. El obispo bebi, se calm y despus, volvindose hacia Francisco, dijo: -Cmo puedes estar seguro de que era Dios quien te hablaba? A menudo, cuando rezamos, omos nuestra propia voz y creemos que es la de Dios. Y a menudo Satans toma el rostro y la voz de Dios y extrava nuestras almas. Puedes afirmarme, con la mano sobre el corazn, que en tus plegarias llegas a distinguir las palabras de Francisco de las palabras de Dios? Francisco palideci. Le temblaban los labios. -No, llorar... Tus palabras han penetrado en mi corazn como puales. Ya no podr distinguir no puedo... -murmur-. Reverendsimo padre -dijo-, permiteme 91 -Una noche en que lloraba, rogando a Dios que me iluminara el espritu y

en mis plegarias a Dios de Francisco y a Francisco de Satans! Ocult su rostro entre las manos y estall en sollozos. El obispo sinti piedad y lo alz: -Hijo mio -dijo al monaguillo-, trae un vaso de vino a nuestro invitado. Trae ms bien tres vasos, vamos a beber a su salud. Desplomado en un banco, Francisco se secaba las lgrimas que corran por sus mejillas y su barba. -Perdname, reverendsimo padre -dijo-, es ms fuerte que yo. El monaguillo apareci con los tres vasos de vino sobre una bandeja de madera. -El vino es una bebida sagrada, hijos mos -dijo el obispo levantando su vaso-. Bendecido por un sacerdote, se convierte en la sangre de Cristo. Bebamos a tu salud, Francisco. Sigue la voluntad de Dios, hijo mo. No te pido una respuesta inmediata. Reflexiona comunicarme tu decisin. La pobreza es cosa buena, como por lo dems lo es la riqueza, pero hastA cierto limite. Moderacin en todo, hijo mo. La bondad misma, la piedad y el desprecio hacia los bienes de este mundo deben ser mesurados. Todo lo que sobrepasa la regla es una trampa del diablo. Cuidado! Puedes irte, ahora! Francisco quiso inclinarse para besar de nuevo la mano del obispo, pero no lo hizo. Una voz se alzaba en l y deca: No te vayas, no tengas miedo de l, responde ahora mismo!. -Reverendsimo padre -dijo-, una voz se eleva en mi y me impide partir. -Qu voz, hijo mio? Ser acaso la de Satans? Qu dice? -Dice que el diablo se alegra de ver que los hombres temen la pobreza. sobre lo que hemos dicho, reflexiona con serenidad y ven a

Dice adems que el despojamiento total es el nico camino que lleva a Dios.. El obispo golpe con el puo sobre el Evangelio. -El diablo se alegra sobre todo de ver que te opones a m, Francisco -dijo con irritacin-. No digas una sola palabra ms. Vete y que Dios tenga piedad de ti, que tienda su mano sobre ti, porque ests enfermo. Francisco se arrodill y bes la mano del obispo. Despus salimos del obispado.

No

cambiamos

una

sola

palabra

durante

el

camino

de

regreso.

Nos

acercbamos a la Porcincula, cuando Francisco, detenindose en un cruce de caminos, me dijo: -Las palabras del obispo han sido duras. Necesito quedarme a solas y reflexionar, hermano Len. Contina t el camino! Yo har el recorrido por el arroyo hasta llegar al casero del bosque. -Hay malas personas all, Francisco -dije-. Tengo miedo. Te maltratarn. -Por eso voy all, corderillo de Dios -dijo Francisco-. Ya no puedo soportar esta vida fcil... Regres solo a la Porcincula. Ya no tena ganas de ir a mendigar, porque las palabras del obispo me haban parecido duras tambin a mi. pero, Dios me perdone, justas. Es cierto, el que no trabaja no debe comer, me deca. Debemos ponernos a trabajar, debemos ganar nuestro pan con el sudor de nuestra frente, como el Seor lo manda. Preocupado, me sent en el umbral de la Porcincula esperando la cada de la noche, el regreso de los hermanos y el de Francisco. Mi corazn estaba inquieto. No he

debido dejarlo ir solo a esa aldea poblada de brutos que reniegan de Cristo y no tienen el menor escrpulo en maltratarlo~~, me deca. Lleno de remordimientos, me levant. El sol no se haba puesto an. Segu el borde del arroyo corriendo, llegu al bosque y penetr en el casero. Las calles estaban desiertas, pero se oan ladridos de perros y una gran algazara hecha de risas y gritos. Me precipit hacia el lugar de donde provena el ruido, y vi a un grupo de hombres, mujeres y nios que haban acorralado a Francisco contra el reborde de un pozo y le arrojaban piedras. l permaneca en pie, los brazos cruzados, la cabeza baada en sangre. De cuando en cuando abra los brazos murmurando: -Gracias, hijos mos, Dios os guarde... Cuando me precipitaba para socorrerlo, oyse un rugido detrs de Francisco y todos se volvieron Un coloso, abrindose paso entre la multitud, se acerc a Francisco y lo levant en sus brazos como a un nio: -Adnde quieres que te lleve, mi pobre Francisco? -dijo inclinndose sobre l. -Quin eres t? -Me llaman Maseo y soy arriero. Todo el mundo me conoce. Adnde quieres que te lleve? -A la Porcincula -respondi Francisco-. Tambin yo soy arriero, hermano Maseo. Recojo a las personas en la tierra y las conduzco al Cielo. Maseo caminaba a grandes pasos, teniendo a Francisco en sus brazos. Cuando llegamos a la Porcincula, el sol ya se haba puesto. Maseo dej a Francisco en el suelo Y los dos permanecieron en el umbral. Bernardo rezaba en un rincn. Juan de

Capella y Angel volvan de la aldea. Uno a uno entraban los hermanos, descalzos, hambrientos, Pero con el rostro resplandeciente de felicidad. La sombra descenda lentamente sobre 92 93

nosotros con la serenidad y la dulzura de la noche... Los pjaros cantaban para saludar a la luz que se retiraba, la estrella vespertina titilaba en el cielo. Mudo, Egidio miraba. Yo lavaba las heridas de Francisco. El hermano Gennadio dispona ramillas entre dos piedras para encender fuego. El seor Pedro Rufino, en la Iglesia, adornaba la imagen de santa Maria de los ngeles con hojas de laurel que haba recogido en las orillas del arroyo.

-Esta noche festejamos unas bodas -dijo sbitamente Francisco. Todo el mundo se volvi, asombrado. Capella se sobresalt, alegre la expresin, con el sombrero de terciopelo verde en la mano, pues estaba sacudindole el polvo. -He encontrado a una viuda en la calle -dijo Francisco sonriendo-. Hace aos que vagabundea, descalza, andrajosa, famlica, y nadie abre su puerta para darle limosna. La recibiremos entre nosotros, hermanos mos -Por el amor del Cielo, hermano Francisco!, hablas seriamente? De qu viuda

se trata? -Se trata de la viuda de Cristo. Por qu abrs los ojos? La viuda de Cristo... la Pobreza. Por el amor de su primer marido, voy a desposarla. Se levant y se observ a si mismo... -Llevo mi traje de novio -dijo-. No tengo necesidad de cambiarme. Mi hbito rotoso, mi cinturn de cuerda, mis pies fangosos, mi vientre hundido.., nada me falta... Entremos. Francisco inici la marcha y nosotros lo seguimos. -Dnde est el padre Silvestre? -dijo Francisco buscando al hermano con los ojos-. Que venga ya a bendecir las bodas. -Y dnde est la novia? -pregunt, a mi vez. -No la ves, hermano Len? Es porque tienes los ojos abiertos... Cirralos y la vers. Se arrodill ante el altar y volvi la cabeza a la derecha. -Hermana Pobreza -dijo con voz conmovida-, hermana Pobreza, querida y venerada compaera de nuestro Cristo, valiente camarada de lucha que le ha sido fiel durante toda su vida, hasta el pie de Su cruz y hasta la tumba, te tomo por esposa. Dame la mano, noble seora! Todos estbamos de rodillas y mirbamos con sorpresa al extrao novio que tenda la mano a su prometida invisible. Entonces cerr los ojos y distingu a la derecha de Francisco a una mujer de rostro plido y triste, vestida de harapos negros, pero majestuosa como una reina que guarda el luto de su rey. El padre Silvestre tena un cirio encendido y cantaba los versculos triunfales del matrimonio. Cuando abr los ojos, vi que los rostros de los hermanos resplandecan, mientras que llamas sagradas brotaban de sus miradas. Nos

levantamos e hicimos cantando una ronda endiablada en torno de Francisco y la desposada invisible. El hermano Bernardo llevaba el comps golpeando las manos. Entonces Maseo, enardecido, tom de su pecho la flauta con que tocaba por las noches cuando viajaba solo, se arrodill delante de Francisco y se puso a tocar alegres melodas pastoriles. La humilde capilla resonaba como una choza donde se celebraba el casamiento de un pastor. Santa Maria de los ngeles, asombrada, miraba cmo se desarrollaba esta extraa ceremonia y sonrea a su hijo, como dicindole: Tus amigos se han enloquecido por exceso de amor, hijo mio. Miralos: se embriagan sin vino, se casan sin desposada, se sacian con su hambre y se enriquecen con su pobreza. Van demasiado lejos, ms all de las fronteras del hombre. Poco falta para que se vuelvan ngeles. Y ese que est en el medio, lo ves?, se es nuestro amigo Francisco, el juglar bienamado de Dios. Cuando salimos de la iglesia, el cielo se haba llenado de estrellas. Francisco se hundi en la oscuridad, porque senta la necesidad de estar solo. Nos tendimos en el suelo, para escuchar la noche. Callbamos. Las extraas bodas pasaban y volvan a pasar por el espritu de todos. Al principio, algunos hermanos estuvieron tentados de rerse, pero poco a poco la risa se volva sollozo en nosotros, y el sollozo, felicidad. As es como se debe llorar y rer en el Paraso, pensaba yo. Por un instante, nuestras almas se haban liberado de nuestro espritu y de nuestra carne, ya no tenan necesidad de verdad palpable. Se haban transformado en gaviotas y, posadas sobre el

ocano de Dios, se balanceaban al comps de Su misericordia.

Francisco inquietos, pero no hablbamos.

no La

reapareci noche caa.

esa

noche.

Ni

al a

da la

siguiente. Porcincula,

Estbamos habamos

Sentados

frente

dispuesto en tierra las provisiones mendigadas por cada uno de nosotros durante esa jornada. Me llev un trozo de pan a los labios, pero senta un nudo en la garganta. Me levant: -Voy a buscarlo -dije, y me march. Tom el camino de Ass, hacia el monte Subasio, porque sabia dnde encontrar a Francisco. Sin duda se haba refugiado en alguna de esas grutas en que le gustaba rezar. Una nueva angustia atormentaba su corazn y haba querido estar a solas con Dios para pedirle socorro. Llegado a destino, escudri en algunas grutas: no se encontraba en ellas. Pero de pronto, oi llantos tranquilos, quejosos, como los de un nio. Me acerqu al punto del que venan los lamentos y distingu, en la sombra, un plido rostro y dos manos que se agitaban. Contuve la respiracin y escuch. Francisco hablaba a alguien, no estaba solo. Quiero lo que T quieres!, exclamaba, pero no puedo!. Despus hubo un silencio. Oi sus sollozos y el ruido de las manos que golpeaban su pecho. El tono de su voz se elev nuevamente. -Cmo podr salvar a los dems yo, un condenado? Seor, T conoces mejor que nadie el infierno, las tinieblas y el fango que reinan en mis entraas! Un nuevo silencio. Francisco pareca escuchar la respuesta. Deb

retirarme. Ellos se crean a solas, y mi curiosidad era deshonesta, pero ya he dicho que soy un patn. En vez de partir, me tend boca abajo y aguc el odo. La voz de Francisco se oy angustiada... -Me perdonas mis pecados? Respndeme, Seor. Me perdonas mis pecados? En caso contrario, cmo puedo continuar mi ruta? No tengo ninguna fe en este barro que tiene por nombre Francisco. Durante un largo rato no volv a oir nada. Ni voz, ni sollozo. De pronto Francisco lanz un grito desgarrador: 94 1 -Cundo dirs: basta ya? Cundo? Cundo? El da empezaba a nacer. Una luz plida, reptante, lama las rocas de la gruta. Francisco se levant, dio un paso, tropez y se golpe la cabeza contra la piedra. Vi cmo la sangre manaba y corr hacia l: -No tengas miedo! -le dije-. Soy yo, el hermano Len! Levant los ojos, me mir largamente sin yerme. Al fin me reconoci. -He luchado -dijo muy quedo-, he luchado mucho, hermano Len, y estoy cansado. Dejamos la gruta. Lo tena del brazo para impedir que cayera. La luz del da bajaba desde lo alto de la montaa. El mundo despertaba. Francisco se detuvo: -Adnde vamos? -dijo-. Adnde me conduces? Estoy bien aqu... Estoy cansado, muy cansado, hermano Len. Mir la cima de la montaa. La luz flua a lo largo de la pendiente, despertando las piedras, las zarzas, la tierra... Una perdiz pas ante nosotros aleteando con violen95

cia. La estrella matutina bailaba y rea en oriente... -Estamos bien aqu -repiti Francisco-. La noche ha cesado, loado sea el Seor. Suspir, se acuclill sobre una piedra, y tendi sus manos al sol para calentarlas. Despus levant la cabeza, y haciendo seas de que me sentara, mir a su alrededor como si temiera que alguien pudiera ornos. -Hermano Len -dijo en voz baja-, el ms resplandeciente de todos los rostros de la Esperanza es el de Dios. El ms resplandeciente de todos los rostros de la Desesperacin es, tambin, el de Dios. Ya ves, pues, cmo nuestra alma vacila entre dos abismos. Yo no deca nada. Qu poda responder? Senta que Francisco venia desde muy lejos y que traa un importante mensaje. -Tienes sandalias de hierro? -me pregunt poco despus-. Porque son sas las que debes llevar, mi fiel compaero. Tenemos un largo, un arduo camino ante nosotros! -Tengo mis pies -respond-. Son ms resistentes que el hierro y me llevarn a donde quieras. Francisco sonri: -No te jactes demasiado; vengo desde muy lejos, he visto y odo cosas terribles. Escchame: comprarlo, aunque tuviramos que vender todo lo que poseemos para comprarlo. -No entiendo -murmure. -Tanto mejor -dijo Francisco, y volvi a callar. si el miedo se vendiera en la feria, hermano Len, deberamos

La montaa ya estaba inundada de luz. Ante nosotros, una retama recin

florida embalsamaba el aire. Una nubecilla rosa bogaba tranquilamente en el cielo, diluyndose poco a poco bajo el sol. Un pjaro, tocado con un bonete rojo, fue a posarse ante nosotros, sobre una piedra. Agit la cola, volvi la cabeza a todos lados con inquietud y nos mir. Despus, envalentonado por nuestra presencia, como si nos conociera, irgui el cuello y cant. Miraba el cielo, el sol, y su pechera se hinchaba. Todo se haba desvanecido a nuestro alrededor. No haba sino la tierra, un pjaro que cantaba y Dios. r Con los ojos cerrados, Francisco escuchaba. Una profunda emocin y un arrobo inefable inundaban su rostro. El labio inferior le temblaba. De repente el pjaro call y vol. Francisco abri los ojos: -Perdname, Dios mio -murmur-. Haba olvidado por un instante... Se levant lleno de confusin. -Partamos, hermano Len! Reiniciamos la marcha. -Tu corazn puede estar tranquilo y resuelto -dijo-, pero si oyes cantar un pajarillo, ests perdido. Hicimos un rodeo para evitar Ass. En la Porcincula ya no haba nadie. Los hermanos haban partido y no regresaran hasta el crepsculo. -Hermano Len -me dijo Francisco-, trae la pluma y escribe lo que he de decirte. Fui a buscar lo ordenado y me sent frente a l. -Escribe: Estoy harto! Estoy harto de caminar bajo los rboles en flor. Estoy harto de ser lamido por las fieras, de ver los ros abrirse ante mi para dejarme pasar,

de atravesar las llamas sin quemarme. Si me quedo, me pudrir sin duda alguna, de pereza, de bienestar... Abre la puerta. Quiero partir! Adn, Adn, criatura de arcilla, no seas insolente. No soy ni ngel ni mono, soy hombre. Ser Hombre es combatir, trabajar, rebelarse... Siento que fuera estn las fieras que destrozan, los ros que ahogan, las llamas que queman. Quiero salir y luchar! Abre la puerta, quiero salir!. Francisco se sec el sudor de la frente y mir a su alrededor, temiendo que alguien lo hubiera odo. -Has escrito? -Si, hermano Francisco. Pero perdname, no entiendo qu quieres decir. -Poco importa. Toma otra hoja de papel y sigue escribiendo. El obispo tiene razn, nosotros tambin debemos ganarnos el pan con el sudor de la frente. Debemos trabajar, tal es la voluntad de Dios. Pero hemos desposado a la Pobreza, reverendo padre, y no te enfades si no la abandonamos. Escribe: Todos los hermanos que tienen un oficio debern ejercerlo; bastar que ese oficio no tenga nada de deshonroso ni opuesto a la salvacin de sus almas. Los hermanos debern recibir, a cambio de su trabajo, lo que les es indispensable para vivir, pero nunca dinero. Pues para ellos el dinero no debe tener ms importancia que las piedras y los desechos... Si su oficio no basta para alimentarlos, que no se avergencen de ir a llamar a las puertas para mendigar. Porque la caridad es una obligacin legtima hacia los pobres. Y el propio Cristo no tuvo verguenza de ser pobre, extranjero, de vivir de limosnas. Cuidmonos, hermanos, de no

perder nuestra parte del Cielo por cosas tan caducas e insignificantes como los bienes de la tierra. Debis ser humildes y buenos, debis regocijaros cuando os encontris entre las personas humildes y desdeadas, entre los pobres, los enfermos, los leprosos y los mendigos. Escribe, hermano Len: Nuestros grandes compaeros de ruta son: la Pobreza, la Obediencia, la Castidad y, ante todo, el Amor. El que camina ante nosotros da y noche y sobre el cual tenemos los ojos fijos sin cesar, es Cristo. Si l tiene hambre, nosotros tenemos hambre. Si l sufre, nosotros sufrimos. Si Lo crucifican, dejmonos crucificar con l, y si resucita, tengamos la esperanza cierta de resucitar nosotros tambin algn da con El.... 96 97

Cuando se llen el papel, Francisco tom la pluma y escribi al pie su nombre en letras groseras: Francisco, el pobrecillo de Dios. -sta es la regla de nuestra orden -dijo-. Ahora, escribe al comienzo del papel: Al Santo Padre, el papa Inocencio. -Se lo enviaremos al Papa, hermano Francisco? -pregunt asombrado. -No. Se lo llevaremos nosotros mismos, t y yo. Tus pies son de hierro, no es cierto? Los mos tambin lo son. Iremos, pues, a pie hasta la Ciudad Santa, como pobres peregrinos, y entregaremos al Papa lo que acabas de escribir. Si lo aprueba, pondr su sello al pie de la hoja. Si no, Dios pondr el suyo. Me lo ha prometido. -Cundo partimos?

-Esta noche. -Ya? -Cuntas veces repetir, hermano Len, que Dios no puede esperar? Mientras conversbamos, los hermanos volvan uno a uno y se echaban en el suelo, agotados. -Perdemos el tiempo, perdemos nuestra alma llamando de puerta en puerta todo el da en vez de permanecer de rodillas, rezando -dijo dulcemente Bernardo a su vecino-. Cunto tiempo durar esto, hermano Pedro, cunto tiempo? -Mientras tengamos boca, hermano Bernardo. Ten paciencia. Francisco hermanos, uno tras otro. Sus ojos estaban llenos de inquietud, de tristeza, porque sabia qu astuta es la Tentacin, qu candoroso es el corazn humano, qu dulce y todopoderosa es la carne. -Mis hermanos -dijo-, he recibido un mensaje de Dios y debo partir por algn tiempo. Nos hemos vuelto numerosos, formamos una verdadera orden, debemos ahora establecer una regla de vida. Parto para arrojarme a los pies de la sombra de Cristo sobre la tierra para pedirle su bendicin. No os desolis. No quedaris solos. Noche y da estar entre vosotros, invisible; el invisible ve mejor, oye mejor, lee mejor los pensamientos del hombre. Cuidado! No os olvidis lo que hemos aprendido en nuestras santas veladas: Obediencia, Castidad, Pobreza y, sobre todo, Amor. Y como ltimo mandamiento, os digo esto, amigos: no mendiguis, en adelante... Que cada uno de vosotros comience a trabajar. Serviris en el hospital, cortaris lea en el bosque, os haris mozos de cordel, trenzaris cestos de mimbre, fabricaris sandalias, segaris, vendimiaris, segn la voluntad de Dios. Pero no olvidis que os habis casado se levant y se dispuso a hablar. Mir largamente a los

con la Pobreza: que nadie le sea infiel! Gastad cada da todo el fruto de vuestro esfuerzo, no guardis nada, pues toda propiedad es cosa del diablo. Obediencia, Pobreza, Castidad, Amor, hijos mos. Y quienes tengan el don de hablar a las gentes, hagan la seal de la cruz y pnganse en marcha. Id de dos en dos, el uno para consolar al otro. Deteneos all donde encontris hombres y proclamades el Amor, el Amor perfecto, a los enemigos y a los amigos, a los ricos y a los pobres, a los malvados y a los buenos, porque todos son hijos de Dios, porque todos son nuestros hermanos. El padre Silvestre me reemplazar mientras yo est ausente. Obedecedle. Es sacerdote de Dios, celebra la misa ante el altar y transforma el vino y el pan en sangre y cuerpo de Cristo.

98 De todos nosotros, es el que se encuentra ms cerca de Dios. Padre Silvestre, te confo a los hermanos, vela por ellos. Si una oveja cae enferma, la culpa es en parte del pastor. Cudala, entonces! Abri los brazos y abraz a los hermanos, uno por uno. -Hasta luego, mis hermanos. Me llevo al hermano Len, esta otra oveja de Dios. Hay claro de luna esta noche, el camino que lleva a Roma est blanco de luz. Haz la seal de la cruz, hermano Len, y partamos. Egidio, Maseo y Bernardo se echaron a llorar, los dems besaron la mano de Fran-

cisco silenciosamente. Rufino se acerc y murmur algo al odo de Francisco, pero ste sacudi la cabeza. -No, no, hermano Rufino -dijo-. Ni bastn ni sandalias, ni pan. Dios ser nuestro bastn, nuestras sandalias y nuestro pan. Adis, hijos mos. Dio unos pasos y se volvi. Tena los ojos llenos de lgrimas. -Vosotros sois mi padre, mi madre y mis hermanos -dijo, conmovido-. Satans se adelanta y Dios llama a sus fieles. Escuchad su voz y responded: Vamos, Seor, vamos!. Sed valientes, pues, hermanos mos. El Bien y el Mal luchan. El Bien vencer. El miedo no existe, hermanos, ni el hambre ni la sed, ni la enfermedad ni la muerte. Slo Dios existe. Me tom del brazo. -Vamos -dijo, impaciente por partir.

Cuntos aos pasaron desde esa noche! Sentado en mi celda, cierro los ojos y pienso: cuntas lunas, cuntos veranos y otoos, cuntas lgrimas. Francisco debe estar : ahora a los pies de Dios. Debe inclinarse para mirar la tierra y buscar con los ojos la Porcincula. Pero no la encontrar. Una inmensa iglesia se eleva por encima de ella y la aplasta, con sus torres, sus campanarios, sus estatuas, sus araas y todas sus riquezas. Los hermanos ya no caminan descalzos, llevan sandalias y hbitos abrigados. Algunos, perdnalos, Dios mo, usan una cuerda de seda en torno a la cintura. Un da, mientras caminbamos, Francisco se detuvo de repente, atemorizado. Crey or campanas y vio alzarse en la luz una inmensa iglesia de tres pisos. Lanz un grito, se persign y la visin se desvaneci en el claro de luna.

racias, Seor, no era cierto! Ay, padre Francisco, era cierto! Pero cmo poner freno a la ostentacin y la presuncin de los hombres? Cmo la pureza puede caminar sobre la tierra sin mancharse los pies de barro?

El viaje dur muchos das y muchas noches. Si no hubiramos cantado durante cl camino, si no hubiramos hablado de Dios, si no hubiramos sentido a Cristo que Caminaba delante de nosotros, volvindose de cuando en cuando para sonreimos, creo que no habramos podido soportar tanta fatiga, tanta hambre, tanto fro. Hambrientos, entrbamos en las aldeas y llambamos a las puertas para pedir limosna. Algunos nos daban un bocado de pan. Otros nos ponan una piedra o una rata muerta en el hueco de la mano y rean. Y nosotros nos marchbamos, bendiciendo a quienes nos haban expulsado. Era la primavera. Los rboles empezaban a florecer, nacan las primeras uvas y las primeras hojas tiernas de las higueras se abran. -As ser el Juicio Final -me dijo Francisco-. Los muertos saldrn a la luz como grmenes. Una noche llegamos a una villa. Los muchachos y las mozas -era su fiestase preparaban a quemar el viejo Invierno, como era la costumbre. Vimos un mueco en medio de la plaza, frente a la iglesia, hecho de ramas y de paja, con una larga barba de algodn. Los muchachos y las jvenes, con antorchas encendidas, danzaban a su alrededor cantando coplas obscenas. Eran jvenes; una sangre ardiente corra por sus venas y adems el vino que haban bebido, el deseo, la primavera, hinchaban sus

pechos. Las parejas de casados y los viejos, de pie en torno a ellos, miraban rindose. Francisco se haba apoyado contra un rbol y contemplaba. Imagin que se enfadara y me tomara de la mano para partir, pero al contrario, abri unos grandes ojos vidos. -La raza humana es imperecedera, hermano Len. Mira a estos jvenes, cmo brillan sus rostros, cmo resplandecen sus ojos, cmo se miran unos a otros para decir: No temas nada, si nos quedramos solos en la tierra, pronto la llenaramos de nios y nias. Tambin ellos siguen sus caminos para llegar a Dios. El nuestro est hecho de pobreza y castidad, el de ellos est hecho de buena carne y de abrazos. Mientras antorcha encendida en el vientre del Invierno. El mueco de paja se prendi, una llama subi hacia el cielo, baj y pronto no hubo sino cenizas. Los jvenes lanzaron un grito salvaje, arrojaron sus antorchas y empezaron a perseguirse, exasperados y gimiendo, en la oscuridad. No se oyeron ms que gritos y jadeos. Francisco me tom de la mano y atravesamos la plaza hacia la iglesia. Cuando nos acurrucamos bajo la puerta para pasar all la noche, me dijo: -Esta ha sido una buena jornada, hermano Len; acabamos de ver otro aspecto del hombre.., en su lucha inevitable. Salimos de la ciudad muy de madrugada. Francisco hablaba, el primer bailarin brinc y hundi su

-Qu libertad! -me dijo alegremente Francisco-. Somos los hombres ms libres del mundo, porque somos los ms pobres. Ya ves, hermano Len, cmo la pobreza,

la sencillez y la libertad son una sola cosa. Volvimos a cantar para olvidar el cansancio y el hambre. Pero de da en da el corazn de Francisco se llenaba de amargura, porque en cada aldea y en cada ciu el diablo nos haba precedido. Los habitantes rean, se golpeaban, desertaban de la Iglesia. -El alma humana se ha rebelado y ya no teme a Dios. Satans est en los de los caminos y cambia de rostro para tentar a los hombres -me deca FranciscO Segn las circunstancias, se transforma en monje, en un mozo gallardo o en mujel Ese da, cerca ya de Roma, nos tendimos bajo un ciprs para recobrar el alienW Tenamos los pies ensangrentados, el polvo nos llegaba hasta las rodillas y el pele r Desde la maana hablbamos de los sufrimientos de Cristo, y a fuerza de llorar tenamos los ojos hinchados y enrojecidos. Deba de ser el medioda. Cerrbamos los ojos con la esperanza de que el sueo tuviera piedad de nosotros, cuando un monje apareci tras de los rboles, gordo y jovial, calzado con sandalias rojas, cubierto con un ancho sombrero del mismo color, rasurado y perfumado. Se acerc con distincin, extendi un pauelo de seda sobre una piedra y se sent. -Hermano -dijo-, si he de juzgar por vuestros hbitos desgarrados y vuestros pies desnudos, debis formar parte de alguna orden nueva, muy severa, y sin duda acuds a Roma para rezar. -Somos hermanos muy pobres -respondi Francisco-, pecadores, iletrados, la hez de la humanidad, y vamos a arrojarnos a los pies del Papa para pedirle que nos conceda un privilegio.

-Qu privilegio? -El privilegio de la pobreza absoluta. No queremos poseer nada, nada, nada... El monje se ech a rer: -Huelo vuestra presuncin a travs de los agujeros de vuestros hbitos. El que no pide nada, pide todo. Nada y todo es una misma cosa. Lo sabis bien, astutos... Pero os hacis los desdichados para apoderaros de todo, sin que nadie se os resista y sin que nadie lo advierta, ni siquiera Dios. Francisco se irgui, asustado: -Todo? -dijo, con los labios temblorosos. -Todo. Y t ya lo tienes todo, hipcrita. T eres el ms rico de toda la tierra. -Yo? -T! Porque tienes la esperanza puesta en Dios. Pero te desafio a llegar a ser tan pobre que ni siquiera conserves la esperanza de ver a Dios un da. sa es la perfecta pobreza y la suprema santidad. Eres capaz? -Quin eres t? Vade retro, Satans! -grit Francisco trazando una cruz en el aire. De pronto el monje se desvaneci al sol y slo omos una risa burlona que se alejaba en los cipreses hasta perderse. El aire ola a azufre y a plvora. Francisco dio un salto: -En marcha -dijo-. La sombra del ciprs me parece nefasta. Has visto, hermano Len? Has odo? -He visto y he odo. Reanudamos el camino, trastornados. Francisco callaba. Caminaba con paso rpido, casi corriendo... Hacia la noche, se volvi hacia m y yo vi su rostro sbitamente enflaquecido. -Crees esperanza que el condenado tiene razn? -murmur-. Si renuncio a mi

en Dios, estoy perdido... -Son argucias del diablo, trampas del maligno. No te dejes atrapar, hermano FranCisco -le dije, procurando consolarlo. Pero Francisco sacuda la cabeza, desesperado. -A menudo las palabras del maligno son las palabras de Dios, hermano Len. porque sucede que Dios lo enva para comunicarnos Su voluntad. Cmo saberlo?

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Call. Despus agreg: -Tiene razn -gimi-. Tiene perfecta razn. Nuestra pobreza es riqusima, Porque en el fondo de su cofre oculta el Paraso. La verdadera pobreza debe tener su cofre completamente, comple~ mente vaco! Reflexion un instante y suspir. Quera agregar algo, pero las palabras se ahoga ban en su boca. Al fin habl: -Dios mio -murmur-, dame la fuerza de renunciar un da a la esperanza de verte. Quin sabe, acaso slo sa es la Pobreza perfecta. Los sollozos ahogaron su voz. Tropez, lo retuve. -Hermano Francisco, no hables as. Lo que dices sobrepasa la fuerza humana. -S, sobrepasa la fuerza humana. Pero es eso lo que Dios exige del hombre. No lo has comprendido todava? indudablemente vaco, sin Paraso ni Inmortalidad. Vacio,

No lo haba comprendido y no lo comprender nunca. El hombre no tiene sus limites? No es el propio Dios quien los ha fijado? Entonces, por qu nos pide que los sobrepasemos? Si no nos ha dado alas, por qu nos obliga a volar? Descubrimos un pino de follaje espeso cuyas largas ramas formaban un refugio. Entregado el da entero al ardor del sol, su resma corra a lo largo del tronco embalsamando el ambiente. Nos tendimos bajo esa verde techumbre para pasar a su abrigo la noche. Nos quedaban todava algunas costras de pan, pero no tenamos valor para comer siquiera un solo bocado. Yo no tena sueo, pero cerr los ojos porque me apenaba ver la cara de Francisco. Nunca haba ledo en ella tanta angustia. Aunque se morda los labios para contenerse, un rugido de fiera herida le suba del pecho. Aparecieron las estrellas, las voces nocturnas de la tierra se elevaron, sent que la dulzura de la noche me penetraba lentamente y, compasiva, me envolva las entraas. Una estrella se desliz en el cielo. -Has visto, hermano Len? -dijo Francisco-. Una lgrima acaba de rodar por la mejilla de Dios. T tambin lloras, Seor? Sufres como yo, Padre mio? Call y se apoy contra el tronco del pino, extenuado. Yo, ms sereno, me deslic lentamente en el sueo. Pero de pronto la voz de Francisco se elev, ronca, como ahogada, irreconocible: -Te lo suplico, hermano Len, no me abandones! No te duermas! Un terrible pensamiento me invade y no quiero quedar a solas con l! Abr los ojos. La voz de Francisco me haba asustado. -Qu pensamiento? Ser de nuevo el maligno? Habla, para aliviarme. Francisco se me acerc y me puso la mano sobre la rodilla.

-El hombre se aferra a una hoja de hierba. Los ngeles y los demonios tiran de l, que tiene hambre, tiene sed, el sudor lo inunda, la sangre mana, llora y maldice, pero no quiere dejar su hoja de hierba, no quiere dejar la tierra. Una hoja de hierba y el cielo, eso es todo! Call. Sent que su cuerpo temblaba. -No eres t el que habla, Francisco -exclam, estremecindome~ es el maligno -No, hermano Len, no es el maligno, ni Dios, ni yo mismo. Es una bestia herida la que habla en mi.

102 Yo quise hablar, pero Francisco me cerr la boca con un ademn. -No hables! -murmur-. Duerme!

A la maana siguiente, cuando despen, el sol ya se haba alzado. Francisco no estaba a mi lado. Fui de pino en pino, llamndolo, cuando de pronto, levantando ojos, lo vi trepado en una rama alta, observando dos golondrinas que construan sus nidos: volaban y llevaban en su pico ya una brizna de paja, ya una crin de caballo encontrada en el camino, ya un pedazo de barro, y reanudaban el trabajo. -Hermano Francisco! -grit-, baja! El sol est alto, hay que partir. -Estoy bien aqu -respondi. no necesito ir a ninguna parte. Roma est aqu, el Papa tambin y aqu me ser concedido el derecho de predicar. No dije nada. A veces temblaba ante la idea de que mi maestro pudiera perder la razn. Me sent al pie del pino y aguard. La voz de Francisco repiti: -No necesito ir a ninguna parte. Despus: -Las golondrinas me han dado el derecho de predicar, podemos prescindir del Papa! No respond, y segu aguardando. As permanecimos mucho tiempo. Despus, la

de Francisco se alz nuevamente, calma y tierna esta vez: -Por qu no hablas? -Espero que la llama de Dios se apacigue en ti, hermano Francisco -dije. Su risa se enredo en las ramas. Una risa alegre, fresca, infantil... -Siempre puedes esperar! Mientras tenga carne y huesos, esta llama no se extnguir Y despus devorar el alma. Slo entonces se extinguir. Puedes armarte de ocio, hermano Len! Apart las ramas y descendi. Su rostro, tranquilo, resplandeca. -Me parece que empiezo a comprender el lenguaje de las golondrinas -dijo-. lo comprendes t? Tambin ellas hablan de Dios. -Quines? -Las golondrinas! Yo iba a rerme, pero pens en seguida que nosotros, los hombres comunes, no tenemos odo y ojos sino para lo exterior. Cuando los pjaros cantan, nosotros slo oimos la meloda, mientras que Francisco distingue tambin las palabras... Nos arrodillamos bajo el pino e hicimos nuestras plegarias. Despus tomamos el camino de Roma.

El corazn me brincaba en el pecho como un cabrito recin nacido. Hacia aos que deseaba visitar la Ciudad Santa para posternarme ante las tumbas de los apstoles Ver el rostro sagrado del representante de Dios sobre la tierra. Dicen que nadie puede verlo sin protegerse los ojos. Mientras nos acercbamos el gemido poderoso de la ciudad Santa se elevaba, semejante a una vaca parida o una fiera hambrienta. De cuando en cuando se oan voces humanas, resonaban trompetas, sonaban campanas. Seores con armaduras y nobles damas a caballo se dirigan a la ciudad. El polvo volaba, caliente, compacto. Olores animales y humanos flotaban en el aire. -Hermano Len -me dijo Francisco-, vamos a entrar en la morada del apstol Pedro. Atencin! Todo lo que vers y oirs tiene un sentido secreto. Has

observado a las nobles damas que pasaban ante nosotros en sus caballos negros y blancos? Como esas nobles damas se pasean, aqu, los pecados y las virtudes. -Tambin los pecados? Aqu? En la casa del apstol Pedro? Francisco se ech a rer. -Qu puro eres y cmo me gustas, hermano Len! Dnde pueden encontrarse los pecados, sino en la Ciudad Santa? Aqu es donde Satans rene a sus huestes. Haz la seal de la cruz y franquea la puerta. Hemos llegado. Entramos en una calle ancha. El tumulto de la gran ciudad, los gritos, los ladridos, los relinchos, eran ensordecedores. Los buhoneros se desgaitaban, los prelados se paseaban en ricas literas, precedidos de sus hombres, que les despejaban el camino. Mujeres llenas de afeites dejaban a su paso una estela de perfume, almizcle o jazmn... Estos son los pecados, dije, bajando los ojos. De sbito, en el extremo de la calle, una extraa procesin nos hizo dar un grito de sorpresa. Cinco o seis caballeros vestidos de negro avanzaban soplando en largas trompetas de cobre. De cuando en cuando se detenan. Entonces un pregonero, montado en un camello, vociferaba: Eh, cristianos! Pasa el Santo Sepulcro! Miradlo y avergonzaos! Cunto tiempo dejaris que el infiel siga hollndolo y violndolo? En el nombre de Cristo, hermanos, armaos, unios y acudid a liberar el Santo Sepulcro!. Detrs, sobre un carro arrastrado lentamente por cuatro bueyes negros, haba un Santo Sepulcro adornado de telas multicolores. Sobre l, un caballo de madera montado por un mueco que representaba a un

sarraceno. El mueco blanda un estandarte verde adornado de la media luna y el caballo, enhiesta la cola, dejaba caer inmundicias sobre el Santo Sepulcro. Un grupo de plaideras, vestidas de negro y con las cabelleras sueltas, se lamentaban golpendose el pecho. -Nos queda mucho por hacer -me dijo Francisco enjugndose las lgrimas-. La vida es corta... Llegaremos a hacerlo todo? Qu piensas t? -Sabes bien que hay algo de bueno en la vida terrestre, Francisco -le respond-. Por qu desear abandonarla? Francisco callaba, pensativo. Me alegr de haberlo hecho reflexionar. Yo gustaba realmente de la vida, esa hojuela de hierba, y no quera abandonarla.

Caa la noche. Agotados, buscbamos un rincn para dormir en las calles estrechas. Un viejecillo de barba puntiaguda, que nos segua desde haca un momento, nos dirigi la palabra -Perdonadme -dijo-, pero debis ser extranjeros y pobres, como yo. Y como to, no tenis un techo bajo el cual cobijaros. Venid! -Es Dios el que te enva -dijo Francisco-. Llvanos. Atravesamos callejas sucias donde reinaba la miseria. Haba nios que se revolcaban en el arroyo, mujeres que lavaban o cocinaban en medio de la calle, hombres que jugaban en cuclillas a los dados... El anciano caminaba con paso rpido y lo seguamos en silencio. Francisco se inclin y me murmur al odo: -Quin nosotros? -Y por qu no el diablo? -respond-. Seamos prudentes. Llegamos a una posada casi en ruinas, que se compona de un gran patio con un pozo en el medio y, es este hombre?... Cristo, acaso, que se ha apiadado de

alrededor, una serie de cuartos desmantelados, sin puertas, oscuros como cavernas. El anciano se detuvo, mir a su alrededor, nos hizo entrar en uno de los cuartos y encendi la lmpara. -Aqu podris dormir seguros -dijo-. Esta ciudad es peligrosa de noche, hermanos. Dios se ha apiadado de vosotros. -Quin eres t, hermano? -pregunt Francisco mirndolo con atencin. -All hay dos bancos y un cntaro de agua -continu el viejecillo sin responder. Ir a buscaros pan y "ceitunas y despus podremos conversar. Sois pobres y parecis temer a Dios, como yo. Tenemos, pues, mucho que decirnos. Ya regreso... -agreg, antes de desaparecer en la oscuridad del patio. Mir a Francisco: -Este hombre no me gusta -le dije-. Su bondad hacia nosotros oculta alguna intencin secreta. -Tiene los ojos lmpidos -me observ Francisco-. Hay que confiar en el hombre, hermano Len... El viejecillo apareci con pan, aceitunas y dos granadas. -Hermanos amor. Sed, pues, bienvenidos! Cuando hubimos comido y agradecido a Dios, previendo las preguntas de nuestro husped, Francisco se puso a hablar: -Somos dos pobres monjes y tenemos muchos hermanos; vivimos glorificando a Dios y mendigando. Deseamos no poseer nada y hemos venido a la Ciudad Santa para pedir al representante de Dios sobre la tierra que nos acuerde el privilegio de la Pobreza absoluta. Ahora, lo sabes todo. A ti te corresponde hablar! El anciano tosi, se cogi la barba con la mano y call un rato. Despus -exclam-, en mi aldea decimos: Pocos bienes, pero mucho

empez as: -Os habis confiado en m, yo me confiar en vosotros. Dios es testigo de que dir toda la verdad. Soy provenzal. Debis haber odo hablar de esos cristianos verdaderos llamados los ctaros. Soy uno de ellos. Si vosotros amis la Pobreza, tambin nosotros la amamos. Pero sobre todo, amamos la Castidad, la Pureza, la Limpieza, y se es el motivo por el cual nos llaman ctaros.* Odiamos la Materia, el Placer, la Mujer. No nos sentamos nunca donde est sentada una mujer y nunca comemos el pan amasado por una mujer. No nos casamos ni comemos carne, ya que la carne nace de un encuentro entre macho y hembra. No bebemos vino, no derramamos sangre, no vamos a la guerra. Renegamos del mundo, porque es infame, mentiroso, perverso... Es, acaso, la obra de Dios? No, es la obra del Diablo! Dios cre slo el mundo espiritual. El mundo material donde el alma naufraga es la obra del diablo... Huyamos de este mundo y, gracias al ngel Redentor, la Muerte, libermonos. * Del griego caiharos: puro. En Francia, los ctaros fueron conocidos como 104 105

albigenses.

El anciano hablaba, una luz marcaba el contorno de su rostro y el aire vibraba alrededor de su cabeza. Con la cara oculta entre las manos, Francisco escuchaba. --Qu arcngel portero! La Muerte abre las puertas y entramos en la Inmortalidad! es la Muerte? -continu el viejecillo, entusiasmndose-. Un

Francisco levant la cabeza. El rostro se le ensombreci un instante, como si el ala de la Muerte lo hubiera rozado. -Anciano -dijo-, perdname, pero me parece que desdeas demasiado el mundo. Es una lid, y nosotros hemos venido para luchar, para trasmutar la carne en espritu. Cuando hayamos cumplido esa misin, slo entonces podremos desdearlo y llamar a la Muerte. Pero no antes. Por ahora, debemos rogar a Dios que nos permita vivir largo tiempo para anular la carne. -Slo la Muerte puede aniquilarla -respondi el viejo. -Cul sera, entonces, el mrito del hombre? -dijo Francisco. Se levant, descolg la lmpara y la acerc al rostro arrugado. -Quin hablas como el diablo. Y volvindose hacia mi: -Levntate, hermano Len, partamos! Adnde podamos ir? Yo tena sueo. No me mov. -No crees que seria peligroso partir? -le dije-. Quedmonos. Por qu temes? Los caminos que llevan a Dios son varios y numerosos. Djale, pues, hablar del que ha elegido. En el umbral, Francisco miraba la noche. El rumor de la ciudad se haba calmado, las estrellas temblaban suspendidas sobre nosotros. Una lechuza se quej dulcemente entre los escombros. Francisco volvi a sentarse: -Si -murmur-, los caminos que llevan a Dios son numerosos... Y call. El anciano, a su vez, se levant: -Habis odo mis palabras -dijo-. Aunque no lo deseis, caminarn en vosotros, lentas pero seguras, hacia vuestro corazn. He dicho mi pensamiento, he lanzado eres? -pregunt con angustia-. Tus palabras son seductoras,

mi semilla. El resto pertenece a Dios! Y desapareci en la noche. Solos, apagamos la lmpara sin hablar. Cuando cerraba mis ojos para dormir, la voz de Francisco se elev, serena y triste: -Hermano Len, tengo confianza en tu corazn. Hblame. -Aqu, en este mundo, la vida es dulce -respond-; no escuches la voz de la Tentacin. Por mi parte, querra ligar mi cuerpo a una tortuga para atravesar la vida lo ms lentamente posible, porque la quiero. Perdname, Dios mio, tu Paraso es dulce, sin duda... pero yo he conocido el perfume del almendro en la primavera... -Vade retro, Satans!... -dijo Francisco cambiando de lugar-. Esta noche mi alma oscila entre dos tentaciones. Duerme! Yo no peda otra cosa. Me hund en el sueo, apenas con el tiempo de cerrar los ojos. A la maana siguiente encontr a Francisco arrodillado, en xtasis, en el umbral, escuchando el mundo que despertaba. Cuando pienso en la Ciudad Santa, an hoy, despus de tantos aos, siento vrtigo. Vuelvo a ver a Francisco en la antecmara del Papa, sentado en un escabel. Esperamos un da, dos das... desde la maana hasta la noche, hambrientos, descalzos, agotados. Obispos, cardenales ricamente vestidos y nobles damas entraban y salan.., mientras que Francisco, en su humilde banco, esperaba y murmuraba rezos. -En verdad, Cristo debe ser ms fcil de ver que el Papa! -dije al tercer da, en mi exasperacin. -Est muy lejos y muy alto el rostro del Papa -me respondi Francisco-. Hace tres das que llegamos. Maana lo veremos, sin duda. He tenido un sueo.

Paciencia, hermano Len! En efecto, al cuarto da el portero nos llam. Francisco se persign y vacil un instante. Vi flaquear sus rodillas. -Valor, hermano Francisco -le dije en voz baja-. Es Cristo quien te enva, no lo olvides. No tiembles. -No tiemblo -murmur franqueando el umbral resueltamente. Una larga sala estrecha y resplandeciente de oro. En las paredes. cuadros que representaban la pasin de Cristo; a derecha e izquierda, estatuas de los doce apstoles. Al fondo, sobre un trono elevado, un imponente anciano, la cabeza apoyada en su mano, los ojos cerrados, la frente cavilosa. No nos oy, sin duda, porque permaneci inmvil cuando entramos. Me detuve a algunos pasos de la puerta. Francisco sigui avanzando. Temblaba. Se acerc al trono se arrodill y apoy la frente contra el suelo. Reinaba un gran silencio. Se oa la respiracin del anciano, profunda y angustiada. Dorma, rezaba, o nos observaba con sus Ojos semicerrados? Me pareci ms bien que finga dormir, como una fiera en acecho, y que estaba a punto de arrojarse sobre nosotros. -Santo Padre... -dijo Francisco con voz muy baja y suplicante-, Santo Padre... El Papa alz lentamente la cabeza, mir hacia el suelo y lo vio. Su nariz se estremeci: -Qu hedor! -exclam, agitando las cejas-. Qu son esos harapos, esa miseria? Quin eres? Siempre con el rostro contra el suelo, Francisco respondi: -Un humilde servidor de Dios nacido en Ass, Santo Padre.

-De qu pocilga sales? Crees que se es el olor del Paraso? No te has lavado II vestido para mostrarte a m? Qu quieres? Durante sus noches de insomnio, Francisco haba preparado lo que dira al Papa.

VII

Cuidadosamente introduccin,

elaborado

en

su

espritu,

su

discurso

comprenda

una

un desarrollo y un fin. El Papa no deba tomarlo por un simple. Pero en presencia de la sombra de Dios, perdi la cabeza. Abri la boca dos o tres veces, pero ningn sonido parti de ella. Slo se oy una especie de balido. El Papa frunci el ceo. -No puedes hablar? Habla, di qu quieres! -He venido a arrojarme a tus pies, Santo Padre, y a pedirte una gracia... -Qu gracia? -Un privilegio... -Un privilegio? T? Cul? -El privilegio de la perfecta Pobreza, Santo Padre! -Eres bastante exigente! -Somos varios hermanos que queremos desposar a la Pobreza. Te pedimos que bendigas nuestras bodas, Santo Padre, y nos des el derecho a predicar. -De predicar qu?... -La perfecta Pobreza, la perfecta Obediencia, el perfecto Amor. -Esas vosotros. Vamos, retirate! Francisco se irgui bruscamente: -Santo Padre, perdname, pero debo quedarme -dijo con voz sbitamente virtudes las predicamos nosotros mismos. No necesitamos de

firme-. Dios me ha ordenado que venga a verte y he venido. Suplico a tu Santidad que me escuches. Somos pobres, harapientos, ignorantes. En la calle, cuando pasamos, nos arrojan piedras y verduras podridas. Las gentes salen de sus casas y los artesanos de sus talleres para gritarnos... As empieza, alabado sea el Seor, el camino que hemos elegido. No ocurre lo mismo con toda gran Esperanza sobre la tierra? Creemos en la Pobreza, en la Ignorancia; tenemos fe en nuestros corazones ardientes de esperanza. Cuando part para acudir a ti. Santo Padre, todo lo que quera decirte para inducirte a aprobar nuestra Regla estaba bien grabado en mi mente. Pero ahora lo he olvidado todo. Te miro, y detrs de ti veo el crucifijo; detrs del crucifijo veo la Resurreccin de Cristo, y detrs de la Resurreccin de Cristo, la Resurreccin del mundo. Qu alegra habr entonces, Santo Padre! Cmo no confundirse! He aqu que me he confundido y no s ya cmo empezar mi humilde discurso, cmo seguirlo y cmo terminarlo. Pero qu importa? Todo est contenido en un suspiro, en un paso de danza, en un grito sin esperanza, o lleno de esperanza... Ah, si me lo permitieras... te dira cantando lo que tengo que pedirte. Desde el rincn donde me encontraba escuchaba yo a Francisco temblando y miraba sus pies, que se movan con impaciencia. Esbozaba un paso a la derecha, despus otro a la izquierda, como los buenos bailarines que empiezan muy suavemente, casi en secreto, antes de lanzarse en el torbellino del baile. El espritu de Dios le trastornaba la mente, sin duda. Pronto batira palmas y se pondra a bailar... Como lo esperaba, Francisco levant los brazos y exclam:

-Santo Padre, me han dado ganas, aunque te disguste, de lanzar un gran grito Y de ponerme a bailar. El viento de Dios sopla a mi alrededor y me arrastra como una hoja muerta! Me acerqu en silencio: -Francisco. respeto! -Me encuentro ante Dios -respondi en voz alta-. Cmo quieres que llegue hasta l, sino bailando y cantando? Djame! Inclin la cabeza, separ los brazos, adelant un pie, despus otro, dobl las rodilas, tOfliO impulso y salt. As, con los brazos abiertos, pareca un Cristo danzante. Me arroj a los pies del Papa. -Santo Padre, perdnalo. Est ebrio de Dios y ya no sabe dnde est. Siempre baila cuando reza. El Papa baj de su trono precipitadamente, reteniendo su clera. Tom a Francisco del hombro y grit: -Basta! Dios no es vino para embriagarse. Y para bailar hay tabernas... Francisco se detuvo, jadeante. Se apoy contra la pared y mirando a su alrededor, se calm. -Vete! -orden el Papa, tomando la campanilla que le servia para llamar al portero. Pero Francisco. por fin recobrado, se acerc de nuevo. -Ten paciencia, Santo Padre. Quiero partir, pero no debo. Tengo que hablarte. Ayer. por la noche, tuve un sueno... -Un sueo? Tengo grandes preocupaciones, monje, llevo el mundo sobre los hombros, no tengo tiempo de escuchar sueos. -Me prosterno ante tu Santidad. ese sueo es acaso un mensaje del cielo. La noche hermano mio, ests frente al Papa... Debes mostrar ms

es la enviada de Dios. Dgnate escucharme. -La noche es la gran mensajera de Dios... Es cierto. Habla! -dijo el Papa, sentndose en su trono con aire preocupado. -Yo estaba sobre una roca escarpada, Santo Padre, mirando la iglesia de Letrn, que es la madre de todas las iglesias de la cristiandad. Y mientras la miraba, vi de pronto que vacilaba. Su cspide se inclin y sus paredes se hendieron de arriba abajo. Entonces o una voz que deca: ~Ayuda. Francisco!~.. El Papa empu los brazos de su trono, se inclin hacia adelante como para tomar impulso antes de precipitarse sobre Francisco. Su voz son ronca, jadeante: -Y despus? Despus? No te detengas! -Eso es todo, Santo Padre, no vi nada ms. Despert y mi sueo acab. De un salto el Papa baj de su trono. Se inclin y asi a Francisco por la nuca. -No ocultes tu cara, quiero verla -ordeno. -Tengo vergenza. Santo Padre, no soy ms que un gusano de tierra... -Quitate la capucha y levanta la cabeza -volvi a ordenar el Papa. Un rayo de sol entr por la ventana y se pos sobre el rostro de Francisco, iluminando sus mejillas marchitas, su boca amarga y sus grandes ojos henchidos de lgrimas. El Papa lanz un grito: -Con que eres t? No! No puedo admitirlo! Cundo has tenido ese sueo? -Hoy, al alba... -Tambin yo -rugi el Papa-, tambin yo he tenido ese sueo, al alba... Se dirigi hacia la ventana y la abri, porque se ahogaba. El rumor de la ciudad entr en la sala. Cerr la ventana. Despus se dirigi a Francisco: -Has visto alguna vez a Dios? -le grit furioso y desdeoso.

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-Perdname, Santo Padre. S, lo he visto ayer, por la maana. -Te ha hablado? -Hemos estado juntos toda la noche, pero no hemos hablado. De cuando en cuan. do, yo deca apenas: Padre!, y l me responda: Hijo mio! Eso ha sido todo... Inclinado sobre Francisco, el Papa escrutaba su rostro con inquietud. -Los deseos del Altsimo son insondables... -dijo-. Insondables! Hoy, al alba, despus de dejarte, monje, tu sueo ha venido hasta mi... Tambin yo he visto vacilar a la Iglesia. Pero tambin he visto otra cosa. Un monje harapiento, de fea cara... Su respiracin se hizo dificultosa y tuvo que callar. -No! -rugi poco despus-. Es una verguenza! Conque el Papa ya no basta! Pero no soy el guardin de las llaves del cielo y de la tierra? Seor, por qu eres tan injusto conmigo? No expuls a los ctaros hasta reimplantar la fe en Provenza? No extermin la ciudad de Constantino, ese avispero maldito? No transport hasta tu corte sus fabulosas riquezas: oro, dalmticas, iconos, manuscritos, esclavos?... No clav la cruz sobre todas las fortalezas de Italia? No hago lo posible para que la cristiandad se levante y libere el Santo Sepulcro? Entonces, por qu no me has llamado a m en vez de enviar a un monje andrajoso y repulsivo para sostener las paredes agrietadas de la Iglesia? Por segunda vez el Papa asi a Francisco por la nuca, lo arrastr hasta

la ventana, a la luz, le volvi la cabeza y dijo, inclinndose sobre l, anheloso: -Sers t, acaso? El monje de mi sueo tiene tu cara! Eres t el que salvar a la Iglesia? No puedo admitirlo, Seor! Soy Tu sombra sobre la tierra, no me hagas esta afrenta! Sacudi brutalmente la cabeza de Francisco y sealando la puerta orden: -Vete! -Santo Padre -dijo Francisco-, una voz me ordena permanecer. -Es la voz de Satans, rebelde? -Es la voz de Cristo, Santo Padre, la reconozco. Me ordena: No partas! Abre tu corazn a mi representante sobre la tierra. Su misericordia es infinita, tendr piedad de ti. El Papa baj los ojos y, lentamente, fue a sentarse en su trono. Sobre su cabeza, pintados en el alto dosel, brillaban dos llaves inmensas, una de oro y otra de plata. -Habla -dijo con voz ms suave-, todava no puedo juzgar. Qu quieres? Te escucho. -No s qu decir, Santo Padre. No s por dnde empezar y cmo abrirte mi corazn. Soy el juglar de Dios, salto, bailo y canto para llevar la sonrisa a los labios del Seor, siquiera por un instante. No s nada ms, no soy capaz de otra cosa. Dame permiso, Santo Padre, para bailar y cantar en las ciudades y las aldeas. Dame el derecho de vestir harapos y andar descalzo y de no tener qu comer. -Por qu es tan intenso tu deseo de predicar? -Siento que hemos llegado al borde del abismo. Dame el permiso de gritar: ~Caemos en el abismo!~. No te pido otra cosa. -Crees que podrs salvar a la Iglesia con ese grito, monje?

-Gran Dios! Quin soy yo para salvar a la Iglesia? No estn el papa, los cardena es, los obispos? No est Cristo para protegerla? Yo, bien lo sabes, slo pido una cosa: gritar ~Caemos en el abismo!'~ Francisco sac de su hbito el manuscrito de la Regla que me haba dictado antes de partir hacia Roma. Se arrastr hasta el pie del trono: -Santo Padre, ste es el manuscrito de la Regla que nos gobernar a mis hermanos y a mi. Lo dejo al pie de tu trono. Dignate poner en l tu venerable sello. El Papa clav su mirada sobre Francisco. -Francisco exorcizando-, distingo llamas alrededor de tu rostro. Vienen del Infierno o del Paraso? No tengo fe en los iluminados que piden lo imposible: el Amor perfecto, la Castidad perfecta, la Pobreza perfecta. Por qu tratas de superar al hombre? Cmo te atreves a pretender llegar adonde slo Cristo puede estar, en absoluta soledad? Es una gran insolencia! Desconfa, Francisco de Ass, porque la presuncin es el verdadero rostro de Satans. Quin puede afirmar que no es l quien te impulsa a superar a los dems y a predicar lo imposible? Francisco baj la cabeza humildemente. -Santo Padre, dame permiso de hablar con parbolas. mi pensamiento, y no solo mi pensamiento, sino la esperanza ms alta, la ms profunda desesperanza, se convierten en cuento de hadas cuando permanecen largo tiempo en mi. Si abres mi corazn, Santo Padre, no encontrars en l sino bailes y cuentos Esa tambin es insolencia! -rugi el Papa-. As es como hablaba Cristo. -Perdname. Santo Padre, no puedo hacer otra cosa. A pesar de m mismo, que vienes de Ass -dijo lentamente, gravemente, como

de hadas. Nada ms. Francisco cruz los brazos y call. El Papa lo miraba en silencio. Despus, como el Papa callaba, Francisco levant la cabeza: -Puedo hablarte, Santo Padre? -Te escucho. -Cuando en el corazn del invierno el almendro se cubri de flores, todos los dems rboles se pusieron a gritar: ~~Qu fatuidad, qu presuncin! Quiz se imagina que podr adelantar la primavera!~. Y el almendro se avergonz. ~Perdonadme, hermanos~, dijo, ~os juro que no lo he querido. De pronto he sentido como una clida brisa de primavera en mi corazn y Esta vez el Papa ya no pudo retenerse. Salt y grit: Basta ya! Tu orgullo y tu humildad no tienen limites. Dios y Satans luchan por ti, y t lo sabes... -Lo s, Santo Padre, y por eso he venido a pedirte que me salves. Tindeme la mano! No ests al frente de la cristiandad? No soy un alma en peligro? Aydame! -Debo hablar a Dios antes de tomar una decisin. Vete! Francisco se prostern. Despus sali sin volver la espalda al Papa, y yo lo segu.

Caminbamos como borrachos, con paso inseguro. Las calles ondulaban, las casas Oscilaban, los campanarios inclinaban la cabeza, el aire se llenaba de alas blancas. Avanzbamos los brazos tendidos, como nadadores que se abren paso en el mar. A

111

veces

nos

pareca

or

que

alguien

gritaba

nuestro

nombre;

entonces

nos

volvamos, pero no haba nadie. Ante nosotros pasaban damas, cubiertas de velos como fragatas empujadas por un fogoso aquiln. Detrs de nosotros, grua un ocano humano. Enormes racimos de uva negra colgaban de las ventanas. La vieja iglesia de Letrn era una vid milenaria cuyos sarmientos enlazaban las puertas, las ventanas, los balcones, envolvan la ciudad entera y se perdan en el cielo, pesados de frutos. Llegamos al ro, bajamos hasta la orilla y nos baamos la cara para refrescarnos. Nuestro espritu se seren, al mismo tiempo que el mundo y los racimos se desvanecieron. Francisco me mir con sorpresa, como vindome por primera vez. -Quin eres? -me pregunt, inquieto. Pero la luz volvi a l en seguida y se arroj a mis brazos. -Perdname, hermano Len, lo veo todo por primera vez. Qu rumor es se? Es el rumor de la ciudad de Roma? Dnde estn, pues, los apstoles? Dnde est Cristo? Vaymonos de aqu! Lo has odo? -agreg, mirando a su alrededor y bajando la voz-. Con qu seguridad, con qu serenidad hablaba! El que lo sigue no correr el riesgo de perderse, pero nunca podr librarse del barro humano. Y nuestro fin, hermano Len, no es librarnos de l? -Pero instante mismo. podemos lograrlo? -me atrev a preguntar, lamentndolo en el

-Qu dices? -pregunt Francisco. -Nada... No soy yo quien ha hablado. Es el diablo que ha hablado por mi boca. Francisco sonri con amargura. -Cundo dejar de hablar por tu boca el diablo? -Slo cuando muera, porque morir conmigo. -Ten fe en el alma humana, hermano Len, y sobre todo no escuches a los prudentes, porque el alma humana puede lo imposible. Caminaba de prisa al borde del agua, y sus pies se hundan en el fango del ro. De pronto se detuvo y me esper. -Aguza tus odos -me dijo poniendo una pesada mano sobre mi hombro-, graba en tu mente lo que he de decirte: el cuerpo del hombre es el arco, Dios es el arquero y el alma es la flecha. Has comprendido? -He comprendido sin comprender, hermano Francisco. Qu quieres decir? Reduce tu pensamiento a la medida de mi mente. -Esto plegarias. La primera: Dios mio, tindeme, si no me pudrir. La segunda: Dios mio, no me tiendas demasiado, porque me romper. La tercera: Dios mio, tindeme cuanto puedas, aunque me rompa. Y sta es nuestra plegaria, hermano Len: Tindeme cuanto puedaS, aunque me rompa. Hay tres clases de plegarias, y hay otras tantas de hombres. No olvides nunca esto y no tiembles. Te lo he dicho ya muchas veces y te lo repetir: siempre tienes tiempo de partir, de liberarte; an puedes huir del peligro de romperte. Me inclin, tom la mano de Francisco y la bes: -Tindeme cuanto puedas, hermano Francisco, aunque me rompa! Cammnamos largo rato sin hablar; pona los pies sobre las huellas de Francisco Y me senta dichoso. Me senta dichoso, en efecto, y sin embargo temblaba, porque es lo que quiero decirte, hermano Len: hay tres clases de

me

112 encontraba indigno de seguir a ese hombre peligroso que suplicaba a Dios que lo tendiera al mximo, hasta romperlo. Lo imitaba... poda conducirme de otro modo? Pero mientras Francisco se ofreca al Seor en la alegra, yo no poda sino temblar. Me deca que partiera, pero no poda hacerlo, porque era dulce el pan de los ngeles que me alimentaba. Recuerdo una noche en que los hermanos se quejaban a causa del hambre. Tenis hambre, haba dicho Francisco, porque no veis el pan de los ngeles ante vosotros. Sin embargo, si pudierais verlo, cortarais un trozo y os saciarais por la eternidad. De pronto, detrs de nosotros, se oy una voz: Hermano Francisco, hermano Francisco! Un monje corra hacia nosotros, sin aliento. Padre Silvestre! -exclam Francisco para tenderle los brazos-. Qu haces aqu? <,Por que has abandonado a nuestras ovejas? Jadeante, el viejo sacerdote se ech a llorar y habl al mismo tiempo: -Traigo malas noticias, hermano Francisco... Mientras t estabas junto a nosotros, el Demonio acechaba nuestro redil, pero no se atreva a saltar el cerco, porque ola tu aliento y temblaba de miedo. Pero ahora que nos has dejado... -Ha entrado? -S, ha entrado, hermano Francisco... Y todas las noches, despus de inclinarse al odo de Sabattino, de ngel, de Rufino, se arrojaba sobre los dems hermanos,

aprovechando que sus almas estaban sin guardin, durante el sueo, para hablarles de camas muelles, de buena carne y de mujeres... Por la maana, los hermanos despertaban de humor maligno y provocaban a sus camaradas sin ningn motivo, lo cual ocasionaba rias. A veces se iban a las manos. Yo intervena: Permaneced unidos, hermanos, no riis. Qu dir Francisco? Est entre nosotros, lo sabis, nos ve y nos oye. Hablaba en vano, porque no me escuchaban. Tenemos hambre, gritaba Sabattino. Osos en ayunas no pueden bailar. Dselo a Francisco, queremos comer, tenemos hambre. El Demonio les haba hundido las garras en el vientre y los arrastraba al Infierno. -Tambin a Bernardo y a Pedro? -pregunt Francisco, angustiado. -Ellos siguen rezando, solos, uno junto a otro... -Y Elas? -Ese inhumana. Dice que la pobreza es demasiado pesada de soportar, y dice adems que no est en la naturaleza del hombre llegar al Amor perfecto ni a la Castidad perfecta. Va y viene, haba conversa consigo mismo en voz baja. Por la noche dicta la nueva Regla a su secretario, el hermano Antonio. Quiere construir iglesias, monasterios, universidades. Proyecta enviar misioneros hasta el otro extremo del mundo. Quiere convertir a la tierra entera. Todos los hombres, dice debern presentarse ante Dios cubiertos con la capucha. Francisco suspir: -Qu ms tienes que contarme, hermano Silvestre? No me ocultes nada, habla. Capela tambien se ha rebelado a su manera. Encuentra tu Regla demasiado suave Y quiere venir a Roma para pedir al Papa permiso para fundar una nueva orden. cambiar tu Regla, hermano Francisco. La encuentra severa e

Quiere que slo comamos carne una vez al ao, durante la Pascua, y que el alimento ordinario

113 1 se componga de cantos y de agua, con un poco de sal los domingos. Prohbe que hablemos, salvo a Dios, porque la conversacin es un lujo. Ha arrojado su sombrero y lo ha pisoteado con rabia, gritando: No. ni sombrero ni capucha, debemos andar sin sombrero, en invierno y verano. -Sigue, dolorosas. -Llegan sin cesar nuevos hermanos. La mayora son instruidos e inteligentes. Leen, escriben en espesos pergaminos, dicen discursos en la iglesia... llevan tnicas agujereadas y sandalias de piel. Se burlan de nosotros... Tus antiguos hermanos no pueden defenderse. Son dbiles, hermano Francisco. Y adems, nos haces falta t. Solos no podemos resistir. Poco a poco. la hermandad se dispersa. Dos de los hermanos ms jvenes han pasado una noche fuera. Al da siguiente, cuando les pregunt de dnde venan tan fatigados, no quisieron responder. Pero se desprenda de ellos un olor extrao, tan spero que el hermano Bernardo se desvaneci. Francisco se apoy sobre mi para no caer. -Me arm de paciencia -sigui el padre Silvestre-. Pensaba: El hermano Francisco no tardar en volver... El sabr expulsar al Demonio y reimponer el orden en sigue -dijo Francisco-. Golpea! Estas heridas son las ms

nuestra

comunidad.

Pero

entonces

ocurri

algo

terrible.

Era

la

noche

del

viernes santo. Estbamos todos reunidos. No habamos encontrado nada para comer, ya que los cristianos parecan hartos de darnos limosnas. Hablaba a los hermanos de los sufrimientos de Cristo, agradeciendo a Dios que nos permitiera pasar ese da en el ayuno perfecto y la contemplacin. Un vientre lleno entorpece la plegaria, les deca; transforma en plomo el rezo y no puede subir al cielo. Y adems el diablo se regocija cuando ve que el hombre tiene miedo del hambre. Y de pronto, mientras hablaba, un gran chivo negro, de cuernos retorcidos, apareci en el umbral. Sus ojos verdes brillaban en la sombra y brotaban llamas de su barba puntiaguda. En seguida, cinco o seis hermanos lanzan un grito alegre y saltan hacia la puerta. Uno de ellos saca un gran pual, otros desatan sus cintos de cuerda y se precipitan hacia el chivo para atraparlo. El animal baila unos segundos, erguido sobre las patas traseras, y de un brinco desaparece en el bosque. Los hermanos se precipitan para seguirlo. Corro tras ellos, gritando: 1Esperad, hermanos, os engais, no es un chivo, es el Tentador! Cometis un gran pecado!. Pero no me escuchan y siguen su carrera, como si el hambre los hubiera enloquecido. Pronto el hermano que llevaba el pual atrapa al chivo y le asesta una pualada pero slo apuala el vaco. El animal huye siempre, volviendo la cabeza de cuando en cuando, mirndolo con ojos resplandecientes en la oscuridad. Es el Tentador!, les grit. No veis las llamas? Por Cristo, os conjuro, esperad... Algunos her-

manos, atemorizados, se detienen. De pronto, el chivo se detiene tambin, como temiendo que los hermanos vuelvan sobre sus pasos. El hermano del pual se precipita sobre l, lucha un largo rato y hunde al fin su arma en el vientre del animal, que se desploma con un balido alegre. Los dems hermanos acuden, y al poco rato, el chivo despedazado desaparece en sus bocas en trozos sanguinolentos... Despus se ponen a bailar alrededor de la cabeza cortada, como borrachos, mientras de sus labios mana sangre y fuego. Un pesado olor a azufre se expande en el aire. Yo me golpeaba el pecho llorando. Y de pronto, oh Seor todopoderoso, veo que la cabeza de chivo se mueve, se eleva en el espacio... el cuerpo va a unirse a la garganta cortada... Las cuatro patas se afirr

man en el suelo, se oye un balido alerta y burln... y el chivo, vivo como nunca, da un brinco y se pierde en la noche. Despreocupados, los hermanos seguan comiendo y bailando. El demonio los haba poseido y no haban visto nada. No quise volver a la Porcincula, quise venir directamente aqu, hermano Francisco, para arrojarme a tus pies y gritarte: nuestra hermandad est en peligro, regresa! -Es dura la tarea del pastor, muy dura -murmur Francisco mirando el agua del ro, que corra tranquilamente hacia el mar-. Ma es la culpa. Nuevas preocupaciones han venido a asaltarme durante esta peregrinacin, mi alma se distrajo un instante,

dej de inclinarse sobre ellos, se quedaron solos... Ma es la culpa! Acudir, hermano Silvestre. Renelos, haz que tengan paciencia, ya ir... Hasta pronto! El padre Silvestre se inclin y bes la mano de Francisco. -Hasta pronto -dijo, y se dirigi hacia el norte. Francisco se volvi hacia mi: Ma es la culpa -repiti suspirando-. Yo soy quien dese una mujer, buen alimento y una cama muelle. Yo soy quien comi la carne de chivo. Yo, yo. Lo tom por la cintura y lo arrastr ms lejos. Nos dejamos caer bajo un olmo, al borde del agua. Francisco cerr los ojos, agotado. No dejaba de pensar en los hermanos, porque suspiraba a cada instante. Al fin abri los ojos: -Los sueos -dijo- son pjaros nocturnos de Dios. Nos traen mensajes. As, antes de partir hacia la Ciudad Eterna, tuve este sueo: una gallina negra, flaca, tena alas tan cortas que a pesar de sus esfuerzos no poda proteger a toda su pollada. Llova y varios pollitos se mojaban. Deba comprender ese mensaje -suspir Francisco-, y no partir... Mientras nosotros. Lleyaba un cinto de cuero, groseras sandalias de cuero de cerdo y una capucha negra cubra su cabeza rasurada. Su rostro era rudo, hosco, y sus ojos, dos carbones encendidos. Al ver a Francisco se detuvo, sorprendido, al principio confuso, despus alegre, y por fin le abri los brazos. -Hermano mio, quin eres? ~Por conoces alguna parte? qu me miras con tanta insistencia? -pregunt Francisco-. Me hablaba, un extrao monje de hbito blanco se detuvo ante

-S, te he visto anoche en mi sueo. Cristo se me apareci, irritado, con la mano alzada, dispuesto a aplastar al mundo. De pronto la Virgen grit: Hijo mio, piedad! Estos son dos de tus servidores fieles, ten paciencia, hombres como stos salvarn al mundo. Uno de ellos era yo mismo, indigno de mi y el otro... el otro creo que Cras t, hermano mo. Tu rostro, tu presencia, el hbito que llevas, tu capucha, son los que vi en sueos. Quin eres, dime? Dios nos ha reunido. -Me llamo Francisco de Ass. Me llaman tambin el pobrecillo de Dios, el juglar de Dios -respondi Francisco haciendo lugar al desconocido a su lado-. Y t, quin Cres? -Soy espaol y vengo del otro extremo del mundo, para pedir al Papa permiso de fundar una orden destinada a combatir a los herejes y los infieles. Me llamo Domingo. -Tambin yo he venido a pedir al Papa el permiso de fundar una orden y predicar. 6Y qu quieres predicar, hermano Francisco?

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-La Pobreza perfecta y el Amor perfecto. -Y los herejes, los pecadores. los impos? No los hars perecer en la hoguera, en la plaza de cada aldea? Francisco se estremeci:

-No. No es matando a los pecadores como he de suprimir el pecado. No quiero declarar la guerra a los malvados ni a los infieles.~. Quiero predicar el Amor, nada ms que el Amor. Quiero predicar la concordia y fraternizar con todos los hombres. Es el camino que he elegido; no te disgustes. hermano Domingo. -La naturaleza del hombre es malvada -exclam el hermano blanco con clera-. Malvada, astuta, demonaca... La dulzura de nada sirve. Hay que emplear la violen cia, y si el cuerpo es un obstculo para la liberacin del alma, suprimmoslo. Yo, en Espaa, encender hogueras y las almas subirn al Paraso, abandonando en la tierra las cenizas de los cuerpos que las retenan prisioneras. Ceniza y nada... Ceniza y nada~. La guerra! -El Amor! -La violencia! -La misericordia! -La vida no es un paseo donde vamos de dos en dos susurrando canciones de amor, hermano Francisco. La vida es fatiga, lucha, violencia! Levntate con el sol y si quieres beber. cava un pozo; si quieres suprimir el mal, ataca a los malvados. Si quieres entrar en el Paraso, toma un hacha el da de tu muerte, porque el Paraso no tiene llave ni portero, y hay que derribar la puerta que le da acceso. No me mires con ese aire aterrorizado, pobre monje. Acaso no est escrito en los Profetas: El Reino de los Cielos pertenece a los violentos? Francisco suspir. -Ignoraba -dijoque la violencia fuera tambin cosa de Dios. Has

enriquecido mi espritu, pero mi corazn se rebela y grita: Amor, Amor. Sin embargo, hermano mio, quin sabe... acaso nos encontremos un da en ese spero camino que lleva al Cielo. -Dios lo quiera! Slo temo que seas una oveja perdida entre los lobos. Te devorarn antes de que llegues a la cima de la montaa. Te dir abiertamente mi pensamiento, no me lo reproches: t conoces el amor, pero eso no basta. Debes aprender el odio, porque tambin el odio est al servicio de Dios, y en la poca en que vivimos el mundo ha cado tan bajo que el odio es ms eficaz que el amor. -Slo odio al diablo, hermano Domingo -dijo Francisco. Pero pronunciar. -No, ni siquiera odio al diablo. A menudo imploro a Dios que perdone a nuestro hermano extraviado. -A quin? -Al diablo! El hermano Domingo se ech a rer: -Corderillo de Dios, si pudiera elegir, me convertira en el len de Dios. Un cordero y un len no armonizan... Te dejo, pues. Adis! En castellano en el original. N. del T.> Se levant para marcharse. -Adis, hermano Domingo. Pero antes de irte, sabe que los corderos y los leones, el amor y el odio, la luz y las tinieblas, como el bien y el mal, marchan juntos en el camino del cielo. Slo que lo ignoran. El odio lo ignora, desde luego; pero el amor lo sabe, y ya que has de partir, hermano, te revelar el secreto maravilloso: un da se sobresalt, asustado por las duras palabras que acababa de

todos se encontrarn en la cumbre donde Dios est sentado con los brazos abiertos. Quiera su Gracia que tambin nosotros nos encontremos y que no me devores! Y Francisco, a su vez, se ech a rer agitando la mano para saludar al fogoso monje. Miramos el hbito blanco de Domingo que se hinchaba de viento y desapareca en el recodo del arroyo. Entonces Francisco se volvi hacia mi y sonri con una sonrisa ancha hasta las orejas. -El hermano Domingo quiere comernos -dijo-. No sabe que el da del Juicio ha llegado y en l cordero y len son un ser nico.

Inclinado sobre el pergamino en que escribo, la pluma en mi vieja oreja, descanso un instante, con los ojos cerrados, y vuelvo a ver los das y las noches pasadas en la Ciudad Santa. Recuerdo las iglesias. los obispos que celebraban la misa, los cantos de los nios que suban hacia Dios y el sol ardiente, clavado en el cielo. Recuerdo la violenta tempestad que, un da, refresc la tierra reseca y tambin nuestros corazones. Francisco y yo nos habamos refugiado bajo el prtico de la iglesia de los Apstoles. Francisco miraba caer la lluvia, con los ojos muy abiertos, las ventanas de su nariz estremecidas por el olor de la tierra mojada: lgrimas de felicidad corran tranquilamente por sus mejillas. -El cielo y la tierra se unen, hermano -me dijo-. El alma humana se une a Dios. No sientes que las palabras del Evangelio se hinchan como semillas y germinan en la tierra de tus entraas? Siento que las mas se cubren de nuevos brotes... y mi espritu

se llena de amapolas... Y cuando, despus de tantos das de angustia, nos fue devuelto el texto de la Regla del cual pendan, sobre una cinta de seda, el sello del Papa adornado con las llaves del Infierno y el Paraso, recuerdo que nos pusimos a bailar como locos en la plaza que est frente a la catedral de Letrn. Francisco se pona los dedos en la boca, como un pastor, y silbaba para reunir los rebaos invisibles. Qu alegra la nuestra! Esa facultad que el corazn humano posee de crear a partir de nada es admirable! Cristo tena razn cuando dijo que el Reino de los Cielos est en nosotros, deca yo a Francisco. El hambre no existe, ni la sed ni el dolor; slo existe el corazn humano y l es el que crea, de nada, el hambre, el agua y la alegra. El es el que crea el Paraso. Mientras bailbamos, una dama noble y joven se acerc a nosotros. -Qu ha ocurrido, monjes? -dijo riendo-. Quin os ha hecho beber tanto? -Dios, Dios, el de los toneles innumerables -respondi Francisco batiendo palmas- Ven a beber tambin t! -De dnde vens? -De ninguna parte, noble dama.

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-Adnde vais? -A Dios. Entre la nada de donde venimos y Dios, bailamos y lloramos. La joven dama dej de rer. Se ocult con la mano derecha el pecho casi

desnudo y suspir: -Para esto hemos venido al mundo? -Para esto, noble dama. Para bailar, llorar y subir hasta Dios. -Me llamo Joaquina, soy la mujer del noble Graciano Frangipani. He sido demasiado feliz en la vida y me averguenzo de ello... He tenido demasiada suerte y tengo miedo... Pero no puedo hablaros aqu, delante de todo el mundo. Queris venir a mi casa? Se adelant y la seguimos. Quin habra podido decimos que esa dama encantadora seria despus la hermana Joaquina, la ms querida y fiel compaera de Francisco! Quin habra podido decirnos que un exceso de felicidad puede llevar a un alma honesta a la contricin y a las lgrimas! -Me avergenzo de poseer tanto mientras que innumerables mujeres no tienen nada. Qu injusticia! Rogad a Dios que me enve una gran prueba. Si fuera libre, partira descalza por la calle e ira a mendigar de puerta en puerta. Pero tengo marido e hijos... Francisco la miraba con admiracin... -Tu alma es valiente, noble dama, y tu espritu viril. Permiteme llamarte hermano Joaquina y no hermana Joaquina. Paciencia! Llegar el da en que, liberada, podrs quitarte los zapatos y mendigar de puerta en puerta. Dios es grande, comprende a las mujeres y se apiadar de ti. Hasta el prximo encuentro! -Cundo? Dnde? -Dentro de mi, hermana Joaquina, una voz murmura: en la hora terrible de mi muerte! avergenzo -dijo Joaquina cuando entramos en su morada-, me

Levant la mano y la bendijo. -Por qu hablas de la muerte? -le dije en cuanto salimos-. Todava no hemos terminado nuestra tarea sobre la tierra. Francisco sacudi la cabeza. -Cuando bailamos en la plaza, en el momento en que nuestra alegra llegaba a su punto culminante, el ngel negro se me apareci: Paciencia, le dije. Espera un poco todava, hermano de las tinieblas. Entonces se ech a rer y se inmoviliz en el espacio... Sbelo, pues, hermano Len: morir a mi hora. Ni antes ni despus. Tomamos la direccin del norte, sacudiendo de nuestros pies el polvo de Roma y apresurndonos como caballos hacia la caballeriza. De cuando en cuando nos detenamos para beber en una fuente. Despus descansbamos sobre una piedra, mudos, la mirada vuelta hacia Ass. Cuanto ms nos acercbamos, ms callaba Francisco y ms se ensombreca su rostro, que slo se iluminaba ante un nio encontrado en el camino, al ver una flor de los campos o un pjaro que cantaba en una rama. -Mientras haya flores, nios y pjaros en la tierra -me dijo un da-, nada temas, todo ir bien. Caminbamos siempre. Cubiertos de heridas, nuestros pies sangraban y ya no tenan fuerza para sostener nuestro cuerpo. Y tenamos hambre, y las noches eran fras... Ah, un plato de cordero asado, pensaba yo, lamindome los labios, una bota de

118 vino y una cama blanda. Con qu fuerza glorificara a Dios si los tuviera. Sacuda la cabeza para arrojar la tentacin, pero era en vano. El plato de cordero, la

bota de vino y la cama volvan a mi mente para seducirme. Francisco adivin qu pensamientos me turbaban. Puso tiernamente la mano sobre mi espalda. -Querido hermano Len, no s por qu acabo de recordar a un gran ermitao que un da me hizo un relato inolvidable. Quieres orlo? -Te escucho, hermano Francisco -dije bajando los ojos, por temor de que viera en ellos el plato de cordero, la bota de vino y la cama. -Un da, un paseante que haba odo suspirar al famoso ermitao, le pregunt: Qu deseas, Santo de Dios, para suspirar as? "Un vaso de agua fresca, hijo mio, respondi el asceta. Es fcil, slo tienes que dejar fuera tu cntaro toda la noche y tendrs agua fresca. Ya he tratado una vez, hijo mio, pero esa noche tuve un sueno: me encontraba ante las puertas del Paraso. Llamo: Quin es?, dice una voz desde el interior. Soy yo. Pahomios de Tebaida. Vete!, grita la voz. El Paraso no es para los que dejan fuera durante la noche su cntaro para poder beber agua fresca. Ca a los pies Je Francisco. -Perdname, hermano Francisco, todava no he logrado vencer la carne. Siento hambre, fatiga, fro. Te sigo por todas partes. pero a veces mi espritu se revuelve y toma otro camino. Estoy en los umbrales del Paraso, pero sus puertas siguen cerradas. -No pierdas la confianza, hijo mo -respondi acaricindome la cabeza-. Clmate, y si el diablo te ha asido, nada temas, las puertas se abrirn y los dos entraris en el Paraso. -El diablo entrar tambin? Cmo lo sabes, hermano Francisco?

-Mi corazn se abre a todos y a todos da buena acogida, hermano Len. Pienso que el Paraso se le parece.

Llegamos a una aldea encaramada en la cima de una roca puntiaguda. Pobres casas midas por la lluvia, el sol y los aos se amontonaban en su base. En lo alto, flanqueada de torres guarnecidas de banderolas, se ergua la fortaleza en que viva el seor con sus halcones. Francisco se compadeci de mi: -Descansaremos aqu tres das -dijo-. Veo un convento entre los olivos. Dios te ha odo, hermano Len. Entramos en la aldea. Los trabajadores haban terminado su labor, el sol estaba a punto de ponerse. Nos sentamos en el jardn de una iglesia ruinosa que rodeaba una cortina de cipreses. Flores rojas, en el cerco, embalsamaban el aire. En el centro, un Pltano cubierto de hojas jvenes, y al pie del rbol, una fuente que manaba. Francisco miraba a su alrededor y respiraba a pleno pulmn. -As debe ser el Paraso, hermano Len -dijo-. No hay que pedir ms. Es bastante para el alma humana, y aun demasiado. Un piar de pjaros le hizo levantar la cabeza. Eran gorriones que volaban hacia el pltano donde estaban sus nidos; algunos se posaron en las ramas del rbol, otros se dispersaron en el patio y se pusieron a piar alegremente.

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Francisco algunos pjaros

se

acerc

suavemente

la

fuente

donde

se

haban

reunido

y tendi la mano para desearles la bienvenida. -Silencio, hermano Len, no te muevas -dijo-, podras asustarlos. No tengo se~ millas para darles, pero los alimentar con la palabra de Dios para que tambin ellos entren en el Paraso. Se volvi hacia los pjaros, se inclin, con los brazos muy abiertos, y empez a predicar: -Mis queridos hermanos pjaros, Dios, padre de los pjaros y de los hombres, os quiere mucho, y vosotros lo sabis. Para agradecrselo levantis al cielo la cabeza a cada sorbo de agua, cuando bebis. Cuando el sol va a golpearos en el pecho, por la maana, saltis de rama en rama para alabar a Dios, llena la garganta de canciones. Dios enva el sol, los rboles verdes y la alegra. Despus volis muy alto, hacia el cielo, para acercaros a l y para que os oiga. Cuando empollis los huevos que llenan vuestros nidos, Dios se transforma en pjaro que macho en para ese aliviar momento vuestra oyeron fatiga, la dulce pequeas voz de hembras... Algunas Francisco, bajaron y se reunieron a sus pies. Una de ellas fue a posarse en su espalda, arrullando. Francisco se inclinaba cada vez ms, agitaba las mangas de su hbito como alas y su voz cantaba, se converta casi en un gorjeo. Pareca que procuraba transformarse palomas pasaban

en pjaro. -Mis hermanos gorriones, mis hermanas palomas, pensad en los dones que os ha concedido Dios. Os ha dado alas para surcar el aire, os ha dado plumas para manteneros clidos en invierno y ha sembrado toda clase de alimentos sobre la tierra y los rboles para que no tengis hambre. Y adems, ha llenado vuestra garganta de canciones... Llegaron golondrinas y se alinearon sobre el cerco o en el techado de la iglesia. Con las alas plegadas, tendan el cuello y escuchaban. Francisco las salud: -Buenos das, hermanas golondrinas, que cada ao nos trais la primavera en vuestras alas afiladas. Hace fro, llueve, el sol carece an de fuerza, pero sents vuestro corazn lleno de calor y de verano. Os posis sobre los tejados de las casas cubiertas de nieve, o volando de una rama a otra, aguijoneis al invierno con vuestros picos agudos hasta que huye. Y cuando llegue el Juicio Final seris vosotras las que precederis a todo el mundo de los seres alados, aun a los ngeles de las trompetas, para anunciar la Resurreccin. Entonces los muertos os oirn y saltarn entre las matas de manzanilla para saludar a la eterna primavera. Las golondrinas batan alegremente las alas, las palomas arrullaban, los gorriones se acercaron y se pusieron a picotear tiernamente el hbito de Francisco. Y l, alzando la mano sobre sus cabezas, hizo la seal de la cruz, y los bendijo a todos. Despus hizo un profundo saludo general a su alrededor. -La noche cae, hermanos pjaros. Est oscuro, idos a dormir. Y si Dios os

ha concedido la gracia de soar, que podis ver a Nuestra Seora de los Pjaros volar sobre vuestros nidos, durante vuestro sueo, como una inmensa golondrina. Un caballero que pasaba, viendo a Francisco que diriga ese discurso a los pjarO5~ se detuvo y se ech a rer a carcajadas. Era un hombre de edad mediana, noble de porte pero de elegancia llamativa, con una gran nariz aguilea y labios sensuales. Le yaba una corona de laurel en la cabeza, y una cadena de oro de la cual penda un monito de trapo, a guisa de amuleto, le cea la cintura. De los hombros colgaba un lad. Un grupo de jvenes y muchachas, coronados de hiedra, lo segua. Se detuvieron y ellos tambin se echaron a rer. El rostro del caballero resplandeca; los ltimos rayos del sol, que caan sobre su cabeza, inflamaban su pelo rubio. Me inclin sobre el cerco e hice seas a un muchacho que all se hallaba. -Quin es ese noble caballero? -le pregunt-. Parece un rey! -Es el rey de los versos, Guillermo Divini. No has odo hablar de l? Llega de Roma, donde lo han consagrado en el Capitolio. -Qu canta? -El amor, monje, el amor. Has odo hablar del amor? Las palomas haban partido, seguidas por las golondrinas, pero el caballero permanecia all, inmvil, escuchando. De pronto se dirigi a su ruidosa escolta. -Silencio! -les grit, furioso. Francisco haba deseado las buenas noches a los pjaros y se dispona a partir cuando el caballero, saltando de su cabalgadura, fue a arrodillarse ante l: -Santo Padre - exclam, besando sus pies ensangrentados-, estaba ciego y veo... estaba muerto y resucito. Tmame, llvame contigo lejos de los hombres, salva mi

alma... Me he pasado la vida cantando al vino y las mujeres, estoy harto. Tmame contigo para cantar a Dios. Soy Guillermo Divini, consagrado por los hombres rey de los versos. Insensatos!... Dijo, se arranc la corona y la hizo pedazos, desparramando las hojas de laurel por el suelo. -Ahora me siento en paz -dijo-. Me desembarazar tambin de mis ropas llamativas y de esta cadena de oro. Dame un hbito gris, Santo Padre, y cieme el talle con una cuerda... Francisco se inclin, lo alz y le bes la frente. -Levntate, hermano Pacfico. As te bautizo, porque a partir de hoy eres admitido en la paz de Dios. Beso tu frente todava llena de canciones. Hasta ahora has cantado al mundo; en adelante cantars a Aquel que lo cre. Conserva tu lad, que tambin l se ponga al servicio de Dios. Y cuando llegue la ltima hora, Pacifico, entrars en el Paraso con ese lad a tu espalda. Y los ngeles se reunirn a tu alrededor y te pedirn que les ensees nuevos cantos. Los muchachos y las jvenes acudieron y recogieron las hojas de laurel. Se preguntaban si el clebre trovador acababa de inventar un nuevo juego, o si no haba enloquecido sbitamente. Pero el hermano Pacifico se volvi hacia ellos y los salud: -Adis, compaeros de mi antigua vida. Retiraos! Guillermo Divini ha muerto, id a enterrarlo. Y poned en su atad este monito -dijo, arrojndoles la cadena de oro de donde colgaba el amuleto. 4Adis!... -dijo una vez ms-. Hasta nunca!...

Los jvenes se dispersaron, asombrados, y nosotros permanecimos solos. Abriendo la marcha, Francisco nos gui hasta el convento del bosque de olivos. Mientras Caminaba, el hermano Pacfico cantaba.

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-Mi corazn es un ruiseor, hermano Francisco. Ha venido a escucharte con dems pjaros y desde entonces canta una nueva cancin. con el pico dirigido hacia el cielo... Francisco rea. -Yo traigo al mundo la nueva locura y t, hermano Pacfico, traes una nueva cancin. Descansamos tres das en el convento. Al principio los monjes nos haban acogido con el ceo fruncido. Francisco rea, Pacifico tocaba el lad y yo lo acompaaba con mi voz ronca. -Qu convento, es la casa de Dios! -Cmo, llorando en la casa de Dios? Basta de lgrimas, dice Dios, no me gustan los suspiros y estoy harto de expresiones contritas. Tengo sed de risas en la tierra. Toca tu lad, hermano Pacfico. cntanos alguna cosa, que la alegra florezca en el rostro del Seor. Despus, poco a poco, los monjes se habituaron a nosotros. Por la noche, Francisco los reuna en el patio y les hablaba del Amor, de la Pobreza y del Paraso. -Cmo veis el Paraso'? -les deca-. Como un gran palacio con una padre mo? -respondi Francisco-. Pretendes que entremos es esto! Dnde estamos! -exclam el superior-. ste es un

escalera de mrmol, con oro y con alas? No! Yo lo he visto en sueos, una noche. Era una choza minscula rodeada de vegetacin. En medio. en la ms humilde de todas las chozas, junto al pozo, el alma humana, semejante a la Virgen Mara. amamantaba a Dios... Y mientras Francisco hablaba, la noche descenda suavemente sobre nosotros, el aire se poblaba de alas azules, y los monjes. dichosos, cerraban los ojos creyndose en el Paraso.

Tres das despus partimos hacia el norte y una noche la ciudadela y las torres de nuestra bienamada Ass surgieron a lo lejos. Gracias a las canciones del hermano Pacifico, el camino nos haba parecido ms corto. -Te saludo, ciudad bienamada -dijo Francisco. bendiciendo su ciudad con la seal de la cruz--. Seor. aydame a afrontar a los hermanos con calma. El sol estaba ya oculto cuando llegamos a la Porcincula. Francisco caminaba delante; Pacfico y yo, agotados, lo seguamos sin ruido, porque Francisco quera sorprender a los hermanos para ver qu hacan y oir de qu hablaban. Pero a medida que nos acercbamos nos llegaban risas y gritos. La chimenea humeaba, un olor a carne asada nos aguijone la nariz. Francisco se detuvo: -Los hermanos hacen tumulto! Comen carne asada! -murmur. Pasaba un viejo mendigo. Como haba husmeado desde lejos el olor del asado, se apresuraba, con la esperanza de que le dieran la limosna de algn bocado. -Anciano -le dijo Francisco-, quieres hacerme un favor? Prstame tu sombrero, tu alforja y tu bastn. Slo el tiempo necesario para ir a saludar a los hermanos. Hazme ese favor y Dios te recompensar.

-T eres ese Francisco que llaman de Ass? -pregunt el mendigo. -El mismo, hermano. -Tmalos... Francisco se puso el sombrero, tom las alforjas y, apoyndose en el bastn, fue a llamar a la puerta de la Porcincula. -Por el amor de Cristo -gimi cambiando la voz-, por el amor de Cristo, hermanos, tened piedad de un anciano enfermo que se muere de hambre... Entra! -le respondieron-. Sintate junto a la chimenea y come. Bajando la cabeza para disimular su rostro, Francisco fue a sentarse junto a la chimenea, con la espalda vuelta hacia los hermanos. Un novicio le llev un plato de sopa y una rebanada de pan. Entonces se inclin, tom un puado de cenizas del hogar, lo arroj en la sopa y se puso a comer. En seguida los hermanos lo reconocieron, pero ninguno se atrevi a denunciarlo. Estaban profundamente avergonzados de haber sido sorprendidos por Francisco mientras coman carne y se divertan. Inclinados sobre sus platos, no podan ya tragar nada y esperaban. La tempestad no tardara en estallar, lo sentan. Despus de comer un poco, Francisco dej su cuchara. -Perdonadme, alimentos abundantes, no pude creer en mis ojos. Esos hermanos son los mismos que mendigan de puerta en puerta y que todo el mundo considera como santos?, me dije. En ese caso, entro en su orden rara llevar una buena vida. Por el amor de Cristo. decidme si sois los mismos humildes hermanos de Francisco, el pobrecillo de Ass! Los hermanos no pudieron contenerse. Algunos estallaron en sollozos, otros, llehermanos -dijo-. Cuando os vi instalados frente a esos

nos de temor, salieron de la choza o se arrojaron a los pies de Francisco, pidindole perdn. El no les tendi los brazos como sola hacerlo, sino que los mantuvo Cruzados sobre el pecho. Elias se acerc. Al revs de los dems, no lloraba ni peda perdn. -Hermano Francisco -dijo-, no reconoces a tus hermanos? Han ocurrido nuevas durante tu ausencia. Dales tu bendicin. Francisco permaneca silencioso, con la cabeza baja. A su alrededor, sus compaeros lo miraban con angustia. -Hermano Francisco -sigui Elas-, has visto al Papa? Ha puesto su sello al pie de nuestra Regla? Francisco se puso la mano al pecho. -El sello del Papa est en ella, con sus dos llaves, hermano Elias. No tengas tanta prisa. Si Dios lo quiere, maana os hablar de ello. Ahora, vayamos a la iglesia y rogumosle que tambin El quiera aprobar nuestra Regla.

Al da siguiente los hermanos se reunieron al borde del bosque. Elas se paseaba O se acercaba a sus camaradas y les hablaba en voz baja. Era tan alto que nos superaba a todos. A su lado, Francisco desapareca, se volva an ms pequeo y humilde. Perdname, Dios mo, pero ese hombre nunca me gust. Su mirada estaba llena de orgullo y de avidez, su alma se encontraba incmoda en la Porcincula, y el amor y la pobreza no podan bastarle. Quera dominar el mundo, por las buenas o las malas, y entrar a caballo en el reino del Cielo. Deba caminar junto al spero Domingo, el

misionero espaol, y no junto al pobrecillo de Ass. Por qu nos lo haba enviado Dios? Cul

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sera su secreto designio? Cierto da tuve el atrevimiento de comentarle a Francisco: -El hermano Elas no me gusta. Cada hermandad tiene su Judas. Acseme Dios de mentiroso si Elas no es nuestro Judas! -Judas es un servidor de Dios, como los dems -me respondi Francisco-. y si Dios lo ha sealado para traicionar, cumple su deber traicionando. Reflexion un rato y. bajando la voz, agreg: -Recuerdas el lobo de Gubio que entraba en los establos y degollaba a los corderos'? Un da fui al bosque para exhortarlo, en nombre de Dios, a que cesara su carnice~ ra. Lo llam, acudi, y sabes qu me respondi?: ~Francisco, no trastornes el Orden del universo. El cordero se nutre de hierba, el lobo de cordero... Por qu'? No seas tan curioso. Obedece la voluntad del Altsimo y djame entrar libremente en los establos cuando el hambre me atenace. Tambin yo rezo, como tu santa persona: Padre nuestro, que reinas en la selva y me has ordenado comer carne, hgase tu voluntad as en la tierra como en el Cielo. El cordero nuestro de cada da dnoslo hoy, santificado sea tu nombre. T eres grande, Seor, oh T, que hiciste tan sabrosa la carne de

cordero. Haz que resucite al da siguiente de mi muerte y devuelve la vida a todos los corderos que he devorado para que pueda devorarlos otra vez~~. Eso es lo que me respondi el lobo. Entonces baj la cabeza y me march. No hay que preguntar el porqu de las cosas, hermano Len: eso es mostrarse impertinente hacia Dios. Pero yo no tena el temple de Francisco, que lo aceptaba y lo perdonaba todo. Ese da, viendo a Elas Bobarone hablar a los hermanos en secreto, tembl de clera y de miedo. Cuando nos reunimos todos, Francisco se puso de pie y cruzando los brazos sobre el pecho. segn su costumbre, empez a hablar. Su voz era calma. baja y triste. De cuando en cuando tenda la mano a los hermanos como si mendigara. Con palabras simples. cont su llegada a la Ciudad Santa, su audiencia con el Papa, lo que le dijo el Santo Padre y por fin cmo se haba arrodillado para dejar el manuscrito a sus pies. Tres das despus, el Papa, sin duda por orden de Dios, haba puesto su sello. -Aqu est! Francisco sac de su hbito el pergamino santificado y lo ley lentamente, slaba por slaba. Los hermanos, arrodillados, escuchaban. Cuando termin, Francisco levant las manos y rezo: -Santa Dama Pobreza, t eres nuestra nica riqueza! No nos abandones! Haz que siempre tengamos hambre. siempre fro, y que permanezcamos sin abrigo. Santa Dama Castidad. purifica nuestro espritu y nuestro corazn. purifica el aire que respiramos! Aydanos a vencer la Tentacin que acecha la Porcincula y nuestro corazn como una leona. Amor, amor, hijo bienamado de Dios, elevo hacia ti mis manos y

te suplico que me escuches: ensancha nuestros corazones para que puedan amar a todos los seres humanos, los buenos y los malos: a todos los animales, los domsticos y los salvajes: a todos los arboles. los fecundos y los estriles; a todas las piedras, las de los ros y las de los ocanos. Pues todos son tus hermanos y seguimos el mismo camino, el que lleva a la morada de nuestro Padre. Francisco call, porque el hermano Elas se haba levantado de un salto. Su cuerpo poderoso humeaba, el sudor le corra por las sienes. -Hermano Francisco -dijo Bobarone con voz de trueno-, ahora corresponde ha

124 blar a los hermanos. Somos todos iguales ante Dios y cada uno tiene derecho a examinar su pensamiento. Hermanos mos, habis odo el texto de la Regla. Que cada uno se alce y diga sin ambages si la aprueba o no. Hubo un silencio. Algunos tenan objeciones que hacer, pero enmudecan por respeto a Francisco; otros no tenan nada que decir, porque no haban comprendido claramente lo que acababat de or. Tambin yo callaba; estaba de acuerdo, pero no encontraba las palabras para decirlo. Al cabo de un instante, el padre Silvestre se levant, suspirando. -Hermanos, soy el mayor de vosotros -dijo-, y por eso me permito hablar en primer trmino. Hermanos, el mundo est podrido y su fin est cerca, dispersmonos por los cuatro rincones de la tierra y proclamemos: ~Este es el fin del mundo!~

para que los hombres, aterrorizados, hagan penitencia. Esto es, en mi opinin, lo que debemos hacer, pero conducios como Dios os aconseje. Sabattino se levant a su vez: -El mundo no est podrido -aull-, son los seores los que apestan. Es por la cabeza por donde empieza a podrirse el pescado! Levantemos al pueblo y ataqumoslos, incendiemos sus castillos, quememos sus ropas de seda, acabemos con las plumas que llevan en la cabeza. Esa es la verdadera cruzada. Su destruccin es el nico medio de liberar el Santo Sepulcro. ,Qu Santo Sepulcro? El desdichado pueblo que se siente crucificado todos los das. La resurreccin del pueblo, eso es lo que llamo yo la Resurreccin de Cristo. -El pueblo tiene hambre! -exclam Gennadio. excitado-. No tiene fuerzas para estar en pie. Que coma primero, para readquirir fuerzas. Ni siquiera se da cuenta de que abusan de l; abridle los ojos. Dejemos un poco de lado el Reino de los Cielos, hermano empezar. Esa es mi opinin. Deberamos tener un secretario para anotar lo que dice cada uno! Entonces se levant el hermano Bernardo, y sus ojos azules estaban llenos de lgrimas. -Hermanos, dejemos este mundo -dijo-. Cmo podramos nosotros, pobres monjes, atacar a los seores todopoderosos? Partamos! Huyamos al desierto y consagrmonos a la plegaria. La plegaria es soberana, hermanos. Se lanza desde la cima de Francisco. y ocupmonos del reino de la tierra. Por all debemos

la montaa donde est arrodillado el que reza, se diftmnde por la ciudad y conmueve a los corazones impos. Sube hasta los pies de Dios y le narra el dolor del ser humano. No es con bienes corporales ni con armas como salvaremos al mundo, hermanos, sino con la plegaria. Entonces me levant a mi vez para hablar. Pero despus de tartamudear algunas palabras, me confund y me deshice en llanto, ocultando la cara entre las manos. Algunos hermanos se echaron a rer: entonces Francisco me abraz y me hizo sentar a su derecha. -Nadie ha hablado con tanta habilidad y desenvoltura comi t! Yo te bendigo, hermano Len. Despus se levant, abri los ojos y dijo: -A mor, hermanos mos. Amor! Ni guerra ni violencia. La plegaria misma no basta, hermano Bernardo, se necesitan acciones. Sin duda es dura y peligrosa la tarea de vivir entre los hombres, pero es necesaria. Es ms fcil retirarse al desierto para

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rezar en l, pero la plegaria es lenta para producir sus efectos. Mientras que

la accin, aunque ms difcil, es ms rpida y segura. All donde existen seres humanos medran el dolor, la enfermedad y el pecado. Y nuestro lugar est entre ellos, hermanos, junto abs leprosos, los pecadores, los famlicos... Un gusano horrible y sucio duerme en las entraas de cada ser humano, aun en el ermitao ms casto... Inclinaos, murmurad a ese gusano: ~Te quiero!~, y en seguida le nacern alas y se convertir en mariposa... Me prosterno ante el poder infinito del Amor. Ven, abraza a nuestros hermanos, ven y cumple tu milagro! Mientras Francisco hablaba, el hermano Elias, visiblemente irritado, se agitaba sobre la piedra en que estaba sentado, haciendo seas con la cabeza a sus compaeros. De sbito. sin poder contenerse, se puso de pie. -;EI Amor no basta, hermanos, no lo escuchis! Es necesaria la guerra! Nuestra orden debe ser una orden guerrera, y los hermanos deben ser combatientes intrpidos, que lleven con una mano la cruz y con la otra un hacha. El Evangelio dice que todo rbol que no produce buen fruto debe ser cortado y arrojado al fuego. Para vencer a los poderosos de la tierra tenemos que hacernos ms fuertes, en lugar de buscar la pobreza perfecta. Por qu tanta presuncin, hermano Francisco? El propio Cristo dio a sus apstoles la libertad de poseer sandalias, un bastn y unas alforjas. El que llevaba la bolsa procuraba llenarla para mantener a la comunidad. Y t te atreves a corregir a Crisro? La riqueza es una espada todopoderosa, no nos quedemos desarmados en

este mundo infame y batallador. Nuestro jefe no debe ser un cordero, sino un len; en vez de un hisopo, debemos llevar un ltigo. Habrs olvidado acaso, hermano Francisco, que Cristo expuls a los mercaderes del templo a latigazos? Lo digo y lo repito, hermanos: necesitamos guerra! Entre los nuevos hermanos, algunos saltaron y lanzando gritos triunfales levantaron a Elas en sus brazos. -T eres el len! -gritaron-, marcha a nuestro frente, guianos! Plido, agotado, Francisco se levant apoyndose en mi hombro: -Paz, hermanos mos, paz... Cmo podremos pacificar el mundo si no tenemos paz en nuestro corazn? La guerra engendra la guerra y la guerra hace correr la sangre humana... Paz, paz! Elias, no olvides que Cristo era un cordero y que asuma los pecados del mundo. -Cristo era un len -respondi Elias-. l mismo lo dice: ~He venido a traer no la paz, sino la espada!~. Les hermanos, confundidos, se alzaron rpidamente y se dividieron en dos grupos. El ms pequeo lloraba en torno a Francisco. Los dems se haban reunido alrededor de Elas. Entonces intervino el padre Silvestre: -Hermanos -dijo-, Satans ha venido a dividirnos. Veo brillar sus ojos verdes en la sombra! Francisco apart a los hermanos que lo rodeaban y se acerc a Elias. -Hermano Elias -dijo-, y vosotros todos, escuchad. Nuestra comunidad pasa por un momento difcil. Dejad tranquilamente que caminen en vosotros las opiniones contrarias que habis odo durante esta reunin. El tiempo, ese fiel consejero de Dios,

nos mostrar el camino mejor. Sin embargo, no olvidis vuestro deber. El Santo Padre nos ha dado el privilegio de predicar. Ante nosotros se abren todos los caminos de la tierra; compartmoslos fraternalmente. Poneos en marcha ahora, porque la Porcin cula es pequea y nos irrita vivir rozndonos, chocndonos unos contra otros a cada instante. Todo eso atrae al diablo. Salid al aire libre, de dos en dos para alentaros y consolaros mutuamente. Cada vez que encontris un grupo de hombres deteneos y sembrad la simiente inmortal de la palabra divina. En cuanto a m. con ayuda de Cristo, ir al pas de los rabes. Tratar de encontrar un navo para atravesar el mar y acudir a las regiones alejadas de los infieles. All, innumerables hombres no han odo nunca pronunciar el nombre de Cristo. Si Dios lo quiere, ir a llevrselo. Adelante, hermanos, dispersmonos por los cuatro rincones del mundo. Y cuando regresemos a la Porcincula, la cuna que nos vio nacer, nos contaremos lo que hemos visto y sufrido durante nuestra primera misin. Hermanos, hijos mos, os doy mi bendicin! DispersaOs por el campo de Dios, labradlo, sembrad en l la Pobreza, el Amor y la Paz. Apuntalad el mundo que amenaza derrumbarse y fortaleced vuestras almnas. Elevad vuestros corazones por encima de la clera, de la ambicin y de los celos. No digis siempre yo! Someted a esa fiera terrible e insaciable al amor de Dios; el yo no entra en el Paraso. Antes de separarnos, quiero deciros una parbola que conservis bien grabada en vues-

tros espritus, hijos mos: "Haba una vez un ermitao que. durante toda su vida, haba procurado llegar a la perfeccin. Despus de distribuir sim bienes entre los pobres. se haba retirado al desierto para consagrarse a la plegaria. Lleg el da de su muerte. Subi al cielo y llam a la puerta del Paraso. "Quin es'?", dijo una voz en el interior. "Yo!". respondi el ermitao. "No hay lugar para dos aqu". respondi la voz, "vete". Entonces el ermitao descendi a la tierra y reanud la lucha: pobreza, ayunO. plegarias, lgrimas... Cuando muri por segunda vez, llam de nuevo a las puertas del Paraso. "Quin es?", dijo la misma voz. "Yo)!" "No hay lugar para dos aqu". respondi de nuevo la voz. Desesperado, el ermitao baj a la tierra y reanud la lucha con ms intensidad para ganar por fin la salvacin de su alma. A los cien aos, muri por tercera vez. Llam a las puertas del Paraso. "Quin es?", dijo la voz. ~T. Seor, t!~ respondi el ermitao. Entonces las puertas del Paraso se abrieron de inmediato. Y el ermitao entr en l.

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VIII

Era el verano. El sol arda sobre un mar deslumbrante. A lo lejos, a la izquierda del navo, flotaban las islas griegas. A bordo, guerreros con armaduras, entre los cuales haba jvenes, hombres maduros y ancianos de barba blanca. Como muchos otros, partan para liberar el Santo Sepulcro. Los cruzados sitiaban Damieta desde haca meses, pero el sultn Melek-el-Kamel era a la vez un valiente y un rey hbil que defenda con coraje la ciudad. Una violenta tempestad estall cerca del cabo Malea. El mar se levant con sus innumerables gargantas dispuestas a devorarnos. Plidos, los guerreros miraban vidamente hacia la tierra, suspirando. Ah, si hubieran podido saltar, sujetarse de una rama, si hubieran podido encontrar su perdido valor! Las mujeres que viajaban con ellos lanzaban gritos. Francisco iba de una a otra hablndobes de Dios para consolaras. Cada la noche, un cielo de plomo se abati sobre el mar y el navo se puso a bailar chirriando, como si fuera a romperse. Francisco se arrodill en la proa, entre los montones de velas, y empez a implorar a Dios. Me acerqu. No me vio ni me oy. El cuello tendido hacia el mar, procuraba exorcizarlo en estos trminos: -Oh mar, hijo de Dios, ten piedad de tus hermanos, los hombres... Su fin es loa-

ble, van a liberar el Santo Sepulcro. No son mercaderes ni corsarios ,no ves la cruz roja sobre su pecho? Son cruzados, soldados de Dios, hay que apiadarse de ellos... Acurdate de Cristo, que un da te dijo: ~Clmate!~. En Su Nombre sagrado, yo, su humilde servidor, te suplico que te calmes. Yo me haba tendido sobre los montones de velas y escuchaba los rugidos del mar mezclados con los lamentos de los pasajeros. A mi lado, Francisco imploraba con dulzura a las olas irritadas. Por primera vez comprenda el mrito del hombre que se pone a rezar, al borde de la desesperacin, cuando el mundo se derrumba. Estaba seguro de que el mar escuchara a Francisco, y de que Dios y la Muerte tambin lo escucharan. Entodces, lo juro por el alma que he de entregar a Dios, se produjo el milagro. Digo ~milagro, pero fue la cosa ms sencilla, la ms natural del mundo: el mar se calm. Al principio sus rugidos se hicieron ms leves, pero su clera no estaba del todo apaciguada, se resista a someterse. Despus, poco a poco, el mar se dej calmar y hacia la medianoche ces de golpear con rabia los flancos del navo para tenderse a su alrededor, humilde Y tranquilo. Los incrdulos pueden negarse a admitir que el alma es capaz de hablar al mar y de ordenarle que se sosiegue. Yo conozco el secreto, porque Francisco me ense: en verdad, el alma es ms fuerte que el mar, ms fuerte que la Muerte.

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Me arrastr hasta Francisco y bes sus pies ensangrentados. Pero no lo supo, porque su alma estaba consagrada a vigilar las olas negras para impedirles que se rebelaran de nuevo. Naci el da. Todo brillaba y rea: el cielo, el mar y los hombres del navo. Francisco. siempre acurrucado en la proa. amarilla la tez, exhausto, se haba dormido. porque despus de esa noche de buen trabajo haba consentido en que el sueo se apoderara de l. Los das y las noches pasaron. La luna, que habamos dejado fija como una hoz en el momento de salir de Ancona, alcanz su plenitud. Todas las miradas, fijas en el sur. escrutaban el mar en busca de la tierra condenada de los musulmanes. Poco a poco. el aguase haca verde. ~El mar y el Nilo se encuentran~, nos explic el capitn, ~eso indica que nos acercamos~. Era cierto. Al da siguiente. distinguimos claramente en la lejana tierras balas, arenosas, que enrojecan bajo los primeros rayos del sol. Arrojamos el anda en una baha solitaria. Francisco se arrodill y traz sobre la arena la seal de la cruz. Los soldados partieron en seguida para reunirse con el ejrcito de Cristo. Estbamos solos, en la playa desierta. A lo lejos se erguan torres y minaretes. Francisco me mir con compasin: -Hermano Len, corderillo de Dios, estamos en la boca del len. Tienes miedo?

-Tengo seguirte donde fuere.

miedo

-respond-.

pero

finjo

no

tenerlo

estoy

dispuesto

Francisco ri: -Hasta el Paraso? -Hasta el Paraso! -Y bien, en marcha, hermano Len -dijo sealando los lejanos minaretes-. Ese es el camino del Paraso. El sol ya estaba alto en el cielo y la arena ardiente nos quemaba los pies. Nos pusimos a cantar para olvidar nuestros sufrimientos. De cuando en cuando, Francisco se detena y me apretaba el brazo. -Tengo hambre -dije, incapaz de resistir. -Paciencia, acercamos... Y tranquilzate: cuando el sultn nos vea, ordenar que pongan los platos en el horno... Mientras hablbamos. omos gritos salvajes y dos negros se interpusieron ante nosotros llevando las espadas desenvainadas. -Soldan, Saldan! -gritaba Francisco, sealando los minaretes. Despus de golpearnos, los negros nos llevaron ante el sultn y nos arrojaron a sus pies. Ya era de noche. El soberano conoca nuestra lengua. Al vernos, se ech a rer. -Quines sois, monjes? -pregunt empujndonos con el pie-. Por qu habis venido a meteros en la boca del len? Qu queris? Era un hermoso hombre, de barba negra y rizada, nariz fina y ligeramente aquilina, ojos de un negro profundo. Llevaba un ancho turbante verde, adornado con una media luna de coral. De pie, a su lado, estaba el verdugo, un negro gigantesco armado de un yatagn. hijo mio. Mira, los minaretes aumentan de tamao; nos

-Quines sois? Qu queris? -volvi a preguntar-. Vamos, de pie! Nos levantamos. Francisco se persign. -Somos sultn, nos ha enviado para salvar tu alma. -Para salvar mi alma! -exclam el sultn, conteniendo apenas su risa-. Decidme cmo, monjes. -Mediante la Pobreza perfecta, el Amor perfecto y la Castidad perfecta, noble sultn. El sultn abri los ojos. -Ests loco? -grit-. Qu historias son sas? Entonces, por lo que dices, debo abandonar mis riquezas, mis palacios y mis mujeres. para convertirme en un andrajoso como t, para mendigar de puerta en puerta... Sin volver a tocar a una mujer? Pero entonces, para qu nos dio el Seor esta llave que abre su vientre? Quieres que me vuelva eunuco? -La mujer es... -empez Francisco. Pero el sultn levant la mano, estremecindose de clera. -~Cllate, no digas mal de la mujer o te har cortar la lengua! Piensa en tu madre, en tu hermana, si la tienes, y ms an, ya que eres cristiano, piensa en Maria, la madre de Cristo! Francisco baj la cabeza sin responder. -Quieres explicarme qu significa eso de Amor perfecto? -dijo el sultn haciendo seas al verdugo para que se acercara. -Significa amar a nuestros enemigos, seor sultn. -Amar a nuestros enemigos! El sultn se ech a rer una vez ms. Despus, dirigindose ab verdugo, dijo: -Envaina tu yatagn, son locos, los pobres. no los matemos... cristianos -dijoy Cristo, que tiene piedad de ti, ilustre

Se volvi hacia Francisco y su voz se hizo ms tierna, como si hablara a un enfermo: -Cmo es vuestro Paraso, cristianos? -pregunt-. Veamos si me conviene. -Est lleno de ngeles y sobre todo est Dios. -Qu se come all? Qu se bebe? A quin se abraza? -No blasfemes; en el Paraso no se come y no se bebe. Slo hay espritus. El sultn volvi a rerse -Espritus? Viento, en suma. Prefiero mil veces nuestro Paraso, donde hay montaas de pilaf, ros de miel y de leche y hermosas muchachas que vuelven a ser virgenes despus de cada abrazo. No soy loco, monje, para elegir vuestro Paraso. Djame en paz! Francisco se enfad. Olvidando dnde se encontraba y que el sultn, con un ademiln, poda hacerle cortar la cabeza, se puso a predicar sin temor, hablando de los sufrimientos de Cristo, de la Resurreccin, del Juicio Final y hasta del Infierno, donde, durante siglos, ardern los infieles. La palabra de Dios lo exaltaba a tal punto que se puso a batir palmas y a bailar. Rea, silbaba, cantaba y no dudo que en ese instante lleg a perder la razn. El sultn tambin rea y lo alentaba con sus aplausos. -Te doy mi bendicin, monje -dijo el sultn-. No me he redo as en mucho tiempo... Ahora qudate quieto, tengo algo que decirte. Mi profeta amaba los perfumes, las mujeres y las flores. Haba en su cinto un espejuelo y un peine para peinarse. Y adems le gustaban particularmente los atavios hermosos. El vuestro, segn dicen, descalzo, sucio, con el pelo desordenado, y su nica tnica estaba hecha mil remiendos. Hasta se dice que cada uno de esos remiendos estaba hecho con limosna de un pobre. Es cierto?

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-Es cierto! Tom sobre s el dolor de los pobres de toda la tierra! -exclam Francisco. transportado. El sultn se acarici la barba. tom un espejillo de su cinto y se alis el bigote. Despus Despus tornsn de largo shibuk con boquilla bocanadas, de mbar los y un ojos mancebo con fue a encendrselo. aspirar unas cuantas cerr tranquila beatitud. Fran cmsco se volvi hacia m y me dijo calladamente: -Este es un buen momento para morir. Ests dispuesto? Oigo que las puertas del Paraso se abren. -Por quu morir, hermano Francisco? -le dije-. Espera un poco.. El sultn abri los ojos. -Mahoma no era solannente un profeta -dijo-, sino tambin un hombre. Quera todo lo que un hombre puede querer y odiaba todo lo que un homnbre puede odiar. Por eso lo venero y procuro parecerme a l... Vuestro profeta era de piedra y de espritu. No me conviene... Se dirigida mi: -Y ni. monje, no dices nada'? Di algo, quiero oir tu voz! -Tengo hambre! -grit. El sultn se ech a rer. Golpe las manos y aparecieron los dos negros que nos haban llevado. -Dades de comer -dijo---. Sacad un plato del horno. Y despus. dejadlos partir, que se renan con sus correligionarios. Son locos, los desdichados, y les

debemos respeto. La ciudad, invadida por el ejrcito de Oriente, apestaba. En las calles yacan cadveres de homhres y de caballos reventados. Los derviches bailaban la danza del sable frente a las mezquitas, y la sangre, que manaba de sus cabezas talladas por los golpes, manchaba melodas lnguidas y melanclicas acompandose de un instrumento oblongo: el tamburah. Pasaban nnujeres. envueltas en sus haiks de la cabeza a los pies, y por un instante el aire pestilente se perfumaba de almizcle. Detrs callejas tapndonos las narices y as salimos de la ciudad. Pronto nuestros guas nos sealaron con el dedo mn punto alejado. detrs de una duna poco elevada: "Los cristianos!, grueron, mirntras sus anchos dientes blancos brillaban al sol. Despus de darnos unos cuantos golpes en la espalda se marcharon corriendo. Seguimos solos. Francisco miraba el suelo, preocupado, sin despegar los labios. Yo abra los ojos sobre el mundo que de pronto me pareca tan vasto; pensaba en Ass, a millares de leguas, y en esas innumerables almas que vivan en el pecado y nunca haban odo el nombre de Cristo. Cmo podramos predicar a todos la palabra de Dios? La vida es corta y el mundo inmenso... Sobre la atalaya volaban extraos pjaros rojos con el vientre blanco; detrs de nosotros, el rumor de la ciudad musulmana; al frente, ms all de la duna, el sonido de delos negros que nos conducan, atravesannos rpidamente las sus albornoces blancos. En los cafs, hermosos jvenes cantaban

las trompetas y los relinchos de los caballos. Nos acercbamos al ejrcito cristiano, que desde haca meses sitiaba la ciudad. De pronto, Francisco se detuvo. -Hermano Len -me dijo-. cuando regresemos a nuestra patria, si es que regre samos, pedir a cada pobre que me d la limosna de un pedazo de tela. El sultn tiene razn. -De buena nos hemos escapado, hermano Francisco. -Si, pero hemos perdido la oportunidad de entrar en el Paraso -me respondi. Habamos campamento de los cruzados se extenda a nuestros pies. llegado a la cima de la duna. Multicolor, bullicioso, el

No quiero recordar esa poca. Mi espritu est an lleno de un fragor que me aturde. Cuando llegamos a la llanura donde los cruzados haban alzado sus tiendas, el pobre Francisco tuvo que taparse los odos para no or las canciones obscenas y las palabrotas que salan de todos lados. Eran sos los soldados de Cristo. esos hombres que hablaban de pillajes, asesinatos y violaciones, que nunca pronunciaban Su nombre? No s ya cuntas semanas vivimos junto a ellos. Francisco se trepaba a una picdra y predicaba; hablaba del Santo Sepulcro, de la misericordia de Dios, y los cruzados pasaban sin volver siquiera la cabeza, mientras que otros se detenan para rerse de l o para arrojarle un puado de arena. La batalla se reanud. Los cristianos consiguieron escalar las murallas y apoderarse de la ciudad. Todo fue entonces pillaje y asesinatos. Francisco lloraba,

corra aqu y all, conjurando a los soldados de Cristo para que tuvieran piedad de sus victimas, pero ellos lo empujaban para hundir las puertas de las casas. Cmno olvidar los lamentos de las mujeres y los gritos de los hombres a quienes degollaban? La sangre corra a mares; a cada instante tropezbamos con cabezas cortadas. Haca un calor sofocante, el humo que suba de las casas incendiadas y de las hogueras velaba el rostro del sol. El estandarte de Cristo flotaba sobre el techado del palacio. El sultn haba logrado huir en un caballo rpido. abandonando a sus mujeres y todos sus bienes. Francisco se arrodill en el umbral del palacio y suplic a Dios que volviera el rostro para no ver qu hacan sus soldados en la tierra. "Dios mio~, gritaba, "la guerra transforma al hombre en fiera sanguinaria. Pierde el rostro que T le diste, se convierte en lobo, en puerco infecto... Ten piedad de l, Seor, y devulvele su verdadero rostro, el Tuyo!". Se haba reunido a los ancianos y a los enfermos en una mezquita. Francisco iba a consolarlos y hacerles conapaia. La enfermedad haba vuelto ciegos a la mayora ellos. De sus ojos nnanaban sangre y pus. Francisco se inclinaba y pona sus manos sus prpados. suplicando a Dios que los curara: "Son seres humanos", murmura"son Tus hijos, ten piedad de ellos'~. Despus soplaba sobre sus llagas. pronuncianpalabras de amor y de consuelo. Un da contrajo la enfermedad. Sus ojos se ieron, su vista se hizo confusa y como no poda caminar solo, yo lo guiaba cogido de la mano. -Te lo haba previsto, te dije que no te acercaras demasiado! -me permit

obserun da. -Eres infinitamente sensato, hermano Len -me respondi-. Todo lo que dices ms sensato de lo necesario. Nunca te decidirs a "saltar"? Siempre caminars'? -A saltar qu?

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-A saltar sobre tu propia cabeza, en el vacio... No, no he podido "saltar" hasta ahora y nunca podr hacerlo. El nico "salto~ que pude dar consisti en seguir a Francisco. No soy capaz de ms... No dejo de alegrarme de haber dado ese salto y, sin embargo, a cada instante, lo lamento. Ay, no tengo la pasta de un santo!... -El mundo es demasiado grande, hermano Len -me dijo otro da-. Detrs de los sarracenos estn los negros; detrs de los negros, las razas salvajes que comen carne humana; ms all todava, un mar sin fin sobre el cual se puede caminar, porque est hecho de hielo. Cmo lograremos llevar a todos la nueva de que Cristo baj a la tierra? -No te atormentes, ya vendr el momento... -Sin duda -dijo Francisco-. Pero nosotros ya no estaremos aqu. -Estars en lo alto, en el Cielo, hermano Francisco, y mirars... Trabajars cabalgando en el Tiempo. Francisco suspir: -Haba una vez -dijo- un ermitao que muri, subi al cielo y se acurruc

en los brazos de Dios. Haba encontrado la beatitud perfecta. Pero un da, inclinndose sobre la tierra, divis una hoja verde. "Seor, seor, djame bajar, permiteme sentir otra vez el placer de tocarla." Has comprendido, hermano Len? No respond. Tena miedo. Ah, qu grande es, en verdad, la atraccin de la hoja verde!

El verano pas. -Hermano Francisco -dije un da-, ha llegado el otoo. Cundo partimos? Tengo prisa por volver a la Porcincula. Aqu todo es extrao. Quin sabe si Dios es el mismo! Vaymonos! -Hijo mio -me respondi-, cuando dos caminos se abren ante ti, sabes cual elegir para ir hacia Dios? -Cul? -El ms difcil, el ms arduo. Aqu la vida es ms dura. Quedmonos. Caminaba todo el da predicando la palabra de Dios, pero nadie prestaba atencin a sus prdicas. Los cruzados slo tenan una idea: el pillaje. -Y Cristo, hermanos, no pensis en l? -gritaba desesperado-. Es para liberar su tumba, Su Santo Sepulcro, para lo que habis venido desde el otro extremo del mundo! Pero Francisco se haba convertido en la irrisin de esos hombres. Le tiraban del hbito, le arrojaban piedras, lo reciban a carcajadas, cuando apareca en la calle agitando su campana... Y l se alegraba de su ruina. Rea con ellos y se pona a bailar en medio de la calle, predicando. -Soy el juglar de Dios y de los hombres, venid a reiros, hermanos!

Un da estbamos acostados bajo una puerta cubierta. Era el medioda. El sol quemaba. La fatiga nos haba adormecido. De pronto, en mi sueo, oigo gritar a Francisco. Abro los ojos y no puedo sino gritar de horror. Una mujer pblica completamente des' nuda, que dos soldados de Cristo haban llevado para divertirse, se haba tendido a los pies de Francisco. Le tenda los brazos, invitndolo: "Ven", deca con voz incitante "Yo soy el Paraso, ven.~ Francisco se ocult el rostro en las manos para no verla, pero de pronto sinti piedad. -Hermana -le dijo-, hermana prostituida, por qu no quieres salvar tu alma? tienes piedad de ella? Y tu cuerpo, que entregas a los hombres desde hace tantos no tienes piedad de l? Djame poner mis manos sobre tu cabeza y suplicar DmoS que te perdone. La mujer se ech a rer. -Si quieres, monje, pon tus manos sobre mi cabeza y haz tus exorcismos. Pide Dios que baje a cumplir su milagro. Francisco puso las palmas sobre su negra cabellera suelta y levant los ojos al cielo. -Jess, pecadores y las ostitutas, apidate de esta mujer. El fondo de su corazn es bueno, pero ha tomado mal camino. Tindele la mano y llvala por el camino de la salvacin! La duda, la santidad de Francisco que penetraba en su espritu y su corazn. De pronto en sollozos. Entonces, Francisco retir sus manos y traz sobre su cabeza la de la cruz. -No llores, hermana, Dios es bueno -le dijo-. Perdona. Recuerda lo que dijo prostituta cuando estaba en esta tierra: "S perdonada, porque has querido mucho". mujer haba cerrado los ojos. Su rostro se dulcificaba poco a poco. Sin T que bajaste a la tierra para ayudar a los pobres, los

Los soldados, que se haban apartado sin cesar de burlarse, empezaron a hostigar mujer. Pero sta, con un rpido ademn, recogi su tinica, cubri su cuerpo desnuy se arroj a los pies de Francmsco. -. Perdnamne! -exclam-. Y no me abandones! No tienes un convento, alguna adonde pueda ir para hacer penitencia? -La tierra entera es un convento, hermana; puedes vivir castamente sin dejar el do. Ve. encirrate en tu casa y nada temas: Dios est contigo.

Lleg el invierno. El ejrcito de Cristo pleg sus tiendas y se puso en marcha hacia erusaln. Ligeras nubes aparecieron en el cielo. Bandadas de cuervos seguan a las ropas de los cruzados. Corriamos detrs de los soldados. Yo llevaba a Francisco de mano, pues sus ojos ya no eran sino dos fisuras inflamadas. A la maana del tercer cay en la arena, extenuado. -Hermano Len -dijo-, no puedo ms. Querra ir hasta el extremo, pero no tengo fuerzas. Mira! Y me mostr los pies, donde corra la sangre y un humor amarillento. Suspir: -Y como si esto no bastara, nuevos demonios han entrado en mi! No me atreva a dirigirle preguntas, adivinando de qu demonios se trataba. nuestro alrededor, un desierto inmenso. El ejrcito haba desaparecido en el horizonte. A nuestra derecha las nubes amontonadas empaaban el resplandor del sol. la izquierda, muy lejos, el mar centelleaba. Alc a Francisco, desvanecido, y llev sobre mis hombros. As, penando y tropezando, me dirig hacia la ribera. medioda llegu hasta ella. Un navo, adornado con una cruz negra en la popa, las velas tendidas en la serenidad del aire. Dos pescadores extendan sus redes largo de la playa, donde se alineaban algunas chozas hechas de ladrillos y de

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paja o de estircol. Dej a Francisco sobre la arena y le ech agua salada. Sus Prpados se estremecieron. -El mar! -murmur con voz conmovida-. El mar! -Si, hermano Francisco, el mar. Regresamos. No dijo nada ni opuso resistencia. Lo dej, corr al navo y me arroj a los pies del capitn. -Vuelves a tu tierra -le dije, rodeando sus rodillas con mis brazos-. Llvanos! No tenemos con qu pagarte, pero Dios te lo pagar... -Cuando me lo pagar? -En el otro mundo, el verdadero... -Cuando las gallinas tengan dientes! -dijo el capitn riendo-. Dios es mal pagador, me debe ya bastante, y todava no lo vi abrir su bolsa. -Llvanos -volv a implorarle-. Dos caminos se abren ante ti: el del Infierno y el del Paraso. Reflexiona bien y escoge. El capitn se tirone nerviosamente la barba. -Escucha, monje. Hace tres noches que estoy aqu, inactivo, esperando un viento favorable que no llega. T y tu compaero, que estis en buenos trminos con Dios, 6podriais acaso rogarle que sople e infle nuestras velas? Si lo consegus, os llevar. Ve a buscar a tu amigo y empezad vuestras plegarias! Corr hacia Francisco. l sabra implorar a Dios y hacerse oir. Le bastaba quererlo. -Hermano Francisco, hay un barco de nuestras tierras amarrado en la orilla. El

capitn dice que nos llevar si rogamos a Dios que le enve buen viento. -No creo ms que en los milagros del corazn -me respondi-. No me pidas nada, no puedo... -Llmalo, te oir -insist. Francisco se irgui. Ese moribundo se levant de un salto y me tom de la nuca: -No me hagas perder la paciencia, hermano Len, no me incites a gritar a Dios: "Dame, dame, dame!" a cada instante. Crees que el Seor no tiene otra cosa que hacer sino darnos pan, ropas, viento? Nos ha arrojado aqu, en este desierto, y aunque suframos intilmente, sa es Su Voluntad. Ha desplegado ante mis ojos una gran ala negra y no tengo derecho a la luz, pero sa es Su Voluntad. No enva el buen viento a ese navo que ha arrastrado hasta la orilla, pero sa es Su Voluntad. Pretendes acaso que le exijamos explicaciones? O que lo incitemos a cambiar sus designios? Clbate, hermano Len, junta las manos y ven a rezar. Y que el Altsimo nos enve lo que le plazca: hambre, peste o viento favorable... Me asombr or a Francisco hablar con tanta irritacin. Me inclin, le bes la mano y no dije una sola palabra ms. Entonces comprendi que me haba y lo lament: -Perdname -dijo-. Los nuevos demonios me han envenenado el corazn Y lengua. Sigui hablando, pero ya no recuerdo lo que dijo. Yo miraba el mar llorando. Mien~ tras lo miraba, se estremeca e ibase poniendo poco a poco en movimiento. Sus cresa fueron redondendose ligeramente, y despus se alz una brisa tibia proveniente sur. De pronto, en el momento mismo en que Francisco dej de hablar, el viento hiz las velas del navo, las torci, las hizo gemir... Entonces se oy la voz del

capitn: -Eh, monjes! Me inclin, tom a Francisco por las axilas... -Hermano Francisco, se ha levantado el viento, el capitn nos llama, vayamos! -Cuando le pedimos, no da -murmur Francisco-. Cuando no le pedimos, da... Sea como fuere, santificado sea Su Nombre! En marcha! Cuando nos sentamos por fin en la popa, mirando alejarse la tierra de los rabes, Francisco puso la mano sobre mi rodilla: -Hermano Len -dijo-, no debemos pedir nada a Dios en nuestras plegarias. Nada. A medida que pasa el tiempo comprendo que el Seor no quiere a los seores ni a los pedigueos. Hemos gemido demasiado, hemos pedido demasiado. Hoy, por vez, oigo una voz que me dice en mi corazn: Hay que tomar otro camino! cul? No lo s todava. El mar ola bien, el navo bogaba a todo trapo. Qu hermoso era el camino del egreso. Los das y las noches pasaban como relmpagos negros y blancos. Sentado la popa, sobre los cordajes, yo hablaba a solas. Francisco tena razn, nuestras penas sido intiles, habamos llorado y predicado en vano: el sultn no se haba conertido y los guerreros cristianos pillaban y degollaban sin vergenza, olvidando la por la que haban dejado su tierra y el lugar santo adonde se dirigan. Era sa voluntad de Dios?, pero, por qu? Por qu? Me sia preguntrselo a Francisco, acuclillado a mi lado, porque recordaba una noche ue nos habamos detenido para escuchar el canto de un ruiseor, al claro de luna. Dios, que canta en la garganta del ruiseor, me haba dicho Francisco en voz En ese instante, el pjaro, rodando entre las ramas del rbol, haba cado a nueslo preguntaba desesperadamente, sin encontrar respuesta, y no me atreva

pies con el pico lleno de sangre. Por qu?, haba exclamado yo. Francisco haba incido el ceo. Y por qu esa mana descarada de preguntar siempre? Pretendes caso que Dios d sus razones? Cierra tu boca, insolente! Por eso call en el navo, mientras en mi espritu rebelde se agolpaban las mismas reguntas. Una maana, cuando por fin aparecieron las costas de nuestro pas, Francisco se acerc a m conmovido. -Hermano realizarlo. -Todos los sueos no vienen de Dios, nada temas -le respond. -Yo era una gallina... -sigui-. Yo he soado que era una gallina.., y haba reua mis pollitos bajo mis alas. De pronto veo a un gaviln en el cielo. Asustado, levanto, dejando a mi prole sin abrigo. Entonces el pjaro se precipita y se lleva mis hijos. Call, dije. Francisco suspir: -No he debido marcharme -murmur-, no he debido abandonar a mis hijos y dejarlos sin proteccin. Quin puede ser gaviln? -Dentro de pocos das estaremos en la Porcincula, hermano Francisco. Entonces sabremos. pero un estremecimiento me hel el corazn. Elas, es Elas ese gaviln, Len, he tenido un sueo, un mal sueo. Quiera Dios no

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Las costas de nuestra tierra natal se acercaban. Acodados en la proa, las mirbamos

con amor. Aparecieron las casas, los olivares, las higueras, las vias... Era el comiep~ de la primavera. Los campos verdeaban, la tierra ola maravillosamente. -No veo bien -dijo Francisco-, pero siento a mi patria acurrucada en mis brazos como una hija reencontrada. Al bajar del navo besamos la tierra. Qu dicha volver a la tierra natal cuando es primavera y los rboles estn en flor! Yo llevaba a Francisco de la mano para que no cayera y los dos caminbamos sumidos en nuestras reflexiones. De cuando en cuan~ do Francisco se paraba, levantaba la mano y haca la seal de la cruz en direccin al norte, donde se encontraba la Porcincula. Como para bendecirla o expulsar de ella al demonio... Una noche en que dormamos en una granja, me despert. El da empezaba a nacer. -Hermano Len -exclam, sin aliento-, he vuelto a soar... No, no he soado, tena los ojos abiertos, y he visto la Porcincula detrs de los rboles. Tres demonios, con alas de murcilagos, garras, cuernos y colas en tirabuzn se haban arrojado sobre nuestra iglesita, sobre nuestras celdas, y las envolvan. Entonces grit: "Por el amor de Cristo, espritus impuros, desapareced!. Hice la seal de la cruz en el aire, y se desvanecieron. -Tu sueo es de buen augurio, bendito sea, hermano Francisco -le dije para tranquilizarlo-. Dios ha vencido! Lleno de alegra, Francisco se levant de un salto y se puso a bailar. Pero de pronto se detuvo, aterrado. Como aniquilado por una visin horrible, cay agitado por

estremecimientos... -Hermano Francisco, qu ocurre? Temblando, me tom la mano: -Ten piedad de m. Aydame a salir del infierno. Ven, partamos, vayamos a una alta montaa nevada y recemos. Antes de volver a los hermanos debo ver a Dios y purificarme... -Pero nos helaremos! El invierno no ha terminado y en la montaa debe haber nieve hasta la altura de un hombre... Francisco sacudi la cabeza: -Si no tienes fe, hermano Len, te helars, sin duda. Pero si tienes fe, sudars y tus cabellos humearn. Persgnate, el da ha nacido. Partamos! Empezamos la ascensin. A medida que subamos, el aire se haca ms fro. Yo tiritaba. Apareci la nieve. Nuestros pies descalzos se hundan en su blancura helada, primero cumbre. -Tienes fro? -me pregunt Francisco. Mis labios estaban azules y rgidos; no poda hablar. Francisco me acarici la espalda con ternura: -Piensa en Dios, pobre hermano Len. Piensa en Dios y te calentars. Yo pensaba en Dios, no hacia otra cosa, pero no tena por ello ms calor. Al contrS. ro... Y adems tena sueo, tena hambre... Ah, qu ganas tengo de acostarme sobi~ la nieve y de dormirme para siempre!", pensaba. Estoy harto! No tengo vocaciS hasta los tobillos, despus hasta las pantorrillas. Por la noche llegamos a la

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hroe ni de santo... Haraganear, llamar a las puertas, hacer un alto en las tabernas, ar, en fin, tranquilamente a Dios... eso es lo que hubiera necesitado!" Arrodillado sobre la nieve, Francisco rezaba. La noche cay y el cielo se llen de Nunca las haba visto yo tan grandes, tan centelleantes, tan cercanas. Oi a Francisco que deca: -Dnde ests, hermano Len? No te veo. -Estoy aqu, cerca de ti... -He odo decir que los ascetas de las montaas cavan pozos en la nieve y que se meten desnudos en ellos. Al cabo de un instante, segn parece, el sudor corre por su o. -Hazlo, si te place -dije, irritado-. Yo no soy un asceta. Se desvisti, rod por la nieve, enton un himno. Despus se envolvi en su hbito, acost y pos la cabeza sobre una almohada de hielo para dormir. -Una multitud de demonios me atormenta. He rodado por la nieve para asustarlos -me dijo. "Pues yo estoy aqu por nada", iba a responderle, cuando Francisco abri los ojos y se puso a temblar. Despus extendi los brazos ante s como para protegerse, se levant de un salto y retrocedi dos pasos. -Ah est! Ha vuelto! -grit. Mir. No haba nadie. -Qu ves? -be grit. -Ab mendigo, al mendigo de la capucha, con sus manos y sus pies agujereados. Tiene en la frente una llaga en forma de cruz y la sangre corre. Ah est! Lo abrac y le habl en voz baja, para calmarlo. -Ah est, ah est! -volvi a gritar-. Me mira con desprecio, sacude la cabeza... Sus ojos desorbitados miraban fijamente la nieve desierta. De pronto se estremeci

pies a cabeza: -Ayuda! -grit, castaeteando los dientes. Lo tom en mis brazos para impedir que cayera. -Llama a Dios, hermano Francisco, dile que lo ahuyente. Pero Francisco sacudi la cabeza: -Y si fuera un enviado de Dios? -murmur. Se inclin, recogi un puado de nieve con intencin de arrojrsebo al extrao, pero tenunci a su intento en seguida. Avanz un paso y grit: -Hermano! Habla! Quin eres? Quin te enva? Por qu sacudes la cabeza? Call, como para escuchar. -Djame! -prosigui-, vete! Lucho con los demonios, no tengo derecho? No soy un arcngel, soy un hombre y hay en mi una multitud de demonios. Dios me asista, no te necesito, vete! Para qu me muestras tus manos agujereadas? Vete, te Lanz frente a l la bola de nieve que tena en la mano. -No soy un ngel, no quiero ser un ngel -repiti. Y estall en una risa enloquecida: -La ha recibido en plena cara! Y se ha marchado!

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Entonces se desplom, arrastrndome. Sigui un largo silencio durante el cual ~ frot las sienes con nieve. -Querra pedirte algo -me dijo al fin-, pero te ruego que no tengas

miedo. No soy yo quien hablar. Lo harn los demonios. -Te escucho -dije. Los dientes me castaeteaban. -Por qu cre Dios a la mujer? Por qu tom una costilla del hombre para crea~ la? Y por qu el hombre, a lo largo de su vida, trata de unirse con la costilla que Dios le tom? A fe ma, no s si es Dios o son los demonios quienes hablan por ~ boca. Qu crees t? El matrimonio, los hijos, son de veras misterios sagrados? Sus palabras me asustaron. Mientras hablaba, vea el sudor que corra por su frente. Quin hubiera pensado que demonios de esa clase atormentaran alguna vez su carne? -No te quedes mudo -continu con angustia-, habla. Habremos tomado un mal camino contrario a la voluntad de Dios? Es l quien dijo: Creced y multiplicaos, llenad la tierra. -Hermano Francisco -respond-, es el demonio de la carne, el demonio de pechos opulentos el que en este instante habla por tu boca. Entonces lanz un grito desgarrador, desat la cuerda que le serva de cinto y empez a azotarse con rabia. Eso dur toda la noche. Al alba se levant. Desnudo, azul la carne de fro y por los golpes, empez a alinear montoncitos de nieve. -Qu haces, hermano Francisco? -grit, temiendo que hubiera perdido la razn. -Lo vers dentro de un instante -me respondi, tratando de dar un aspecto humano a los siete montones de nieve que haba formado. Ya lo vers; ten un poco de paciencia! En efecto, al cabo de un momento distingu siete estatuas de nieve: una mujer de

senos enormes, a su derecha; dos muchachos, a su izquierda; dos jovencitas, un hombre y una mujer tras ella. Francisco se ech a rer. -Mira, Francisco, mira, hijo de Bernardone, mira a tu mujer y a tus hijos y tras ellos mira a tu criado y a tu fmula... Toda la familia ha salido a pasearse y t eres el Marido, el Padre, el Amo. T caminas delante! Pero su risa se cort bruscamente y su rostro adquiri una expresin terrible. Era el instante en que el sol, apareciendo tras las montaas, las inunda de luz. A lo lejos, inmaterial, hecha de bruma matinal y de sueo, Ass nos llamaba. Francisco levant los brazos al cielo: -Seor, Seor! -grit con voz desgarradora-, ordena al sol que lance sus rayoS sobre mi familia y la derrita para que me sienta libre de ella... Se arroj sobre la nieve y llor. Me acerqu a l, le puse el hbito, recog la cuerda manchada de sangre y se la anud en torno a la cintura. -Ven, ven, vayamos a la Porcincula. Los hermanos encendern fuego y nos calcii taremos. Aqu corremos el riesgo de morir de fro. Ya lo ves, no estamos dispuesto para comparecer ante Dios. Francisco tropezaba, su mano temblaba en la ma. El sol, cada vez ms ardienW, nos calentaba caritativamente. Pareca el ojo de Dios que nos miraba compasivo. MiCfl tras lo contemplaba, me distraje un instante y dej deslizar mi mano de la de FranciSc~~

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dos o tres pasos, tropez con una piedra y cay. Corr a levantarlo. La cabeza sangraba. Los pedazos de piedra haban abierto en su frente una herida profunda, forma de cruz. -Qu tienes, hermano Francisco, por qu tiemblas? -Qu seal es sta, en mi frente? -Una cruz. Movi la boca como intentando hablar, pero call. llate! aterrado-. Tom su mano y reanudamos silenciosamente la marcha. Dnde podramos encontrar fuerzas para bajar la montaa, atravesar la llanura, desfallecer, agotados como estbamos, de hambre, de fro, de tristeza? Ass se erguta contra el cielo, ahora harto real, hecha de piedra y cal. Distinguamos claramente ciudadela, querida nos daba valor para avanzar por nuestro camino. Francisco no poda verla, sus ojos supuraban sin cesar y le dolan. -Est cerca... -be dije-. Ahora se ven sus torres, distintamente... Ah est la cpula de San Rufino... Escuchndome, Francisco readquira fuerzas. -Tengo miedo, tengo miedo -repeta sin cesar-. Recuerda mi sueo... Cmo ncontraremos a los hermanos? Cuntas almas se habr llevado el gaviln? Me aprepara llegar ms rpido y, sin embargo, deseo no llegar nunca! El sol estaba a punto de desaparecer cuando llegamos a la Porcincula. El corazn bata con violencia, como si fuera nuestra madre la que nos aguardara despus ae aos de ausencia... Nos acercamos sin ruido, apartando suavemente las ramas. La estaba abierta; el patio, desierto. No se oa nada... Nos inquietamos. Dnde sus torres, sus iglesias. Cada vez ms cerca, la ciudad

estaban los hermanos? Era casi de noche, ya deban estar de regreso. En el interior, lmpara estaba encendida y el hermano Maseo, en cuclillas ante la chimenea, soplafuego. Las ramas, demasiado hmedas, humeaban. Sofocado, Francisco empez toser. Maseo levant la cabeza, lo vio y se arroj en sus brazos. -Hermano Francisco, bienvenido seas! -exclam, besndole las rodillas, las los hombros-. Nos dijeron que haban muerto, all, en el pas de los rabes. Los lanos ya no se entendan, no queran vivir juntos y se dispersaron... Elias se a la mayora, todos los nuevos; recorren con l las aldeas para reunir oro y conscon l, segn dicen, una iglesia. Bernardo y Pedro se retiraron a la selva rezar y el padre Silvestre predica en las chozas de los alrededores con los anhermanos. A veces regresan aqu, y despus parten de nuevo... Me he quedado Vivo aqu, enciendo el fuego y te espero... S mil veces bienvenido, hermano ancisco! Francisco se sent ante la chimenea, silencioso. Miraba cmo el fuego devoraba tenda sus palmas al calor, y de cuando en cuando murmuraba quedamente: llama... hermana llama.... Despus callaba de nuevo. -No dices nada, hermano Francisco -dijo Maseo, que tena sed de or una voz mana-. Quieres que vaya a buscar a los hermanos? No puedo permanecer ms tiempo inactivo. Ordena.

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-Qu decir, hermano Maseo? -respondi Francisco-. Espero aqu, junto al fuego. Una voz en m me dice que espere. Hice calentar agua y lav los pies de mi compaero. Despus, con un gnero limpio,

empapado en agua tibia, le limpi los prpados que la legaa impeda abrir. Callbamos. La presencia de Francisco junto a nosotros, en nuestra casa, nos tranquilizaba. Maseo y yo sentamos el corazn lleno de profunda serenidad. Fuera, un viento violento se haba levantado. Los rboles, azotados, geman. Muy lejos ladraban perros. Maseo haba puesto la marmita sobre el fuego y nos preparaba la comida. Durante nuestra ausencia haba vivido de la venta de cestos trenzados con los juncos y los mimbres que cortaba al borde del ro. As se ganaba el sustento trabajando. Francisco, con las manos siempre ante el fuego, como en oracin, se sumerga -podamos verlo por su expresin- en una indecible dulzura. Haba olvidado el mundo real y por un instante me pareci ver que se elevaba sobre el suelo. Haba odo decir que cuando los santos en el piensan aire. en Dios lo su vi cuerpo puede a vencer la la gravedad y y permanecer suspendido Despus descender tierra posarse tranquilamente, con la espalda curvada, ante la chimenea. La noche avanzaba, ninguno de los dos hablaba, nos sentamos felices. De pronto alguien llam a la puerta. -Debe ser uno de los hermanos -dijo Maseo-. Abrir. Se levant. Su cuerpo inmenso casi tocaba el techo de caas. Abri la puerta y exclam: -Oh, sagrado... Sorprendido, me levant a mi vez. Una mujer, cubierta de la cabeza a los pies, permaneca en el umbral. No distingua ms que sus ojos. -Djame entrar. Es absolutamente necesario que vea al hermano Francisco -dijo. El sonido de esa voz, que yo haba reconocido, conmovi a Francisco. qu quieres! Ninguna mujer puede venir aqu. Este lugar es

Hundi su rostro entre las manos, como queriendo ocultarlo. -Hermano -le dije en voz baja-, es Clara. -No quiero verla -gimi, espantado, tomndome del brazo- Ten piedad de m! No quiero verla! -Hermana llama! -murmur en seguida, volvindose hacia el fuego-. Est hecha de nieve, transfrmala en agua! Transfrmaba en agua para que se vaya y se vierta en el ocano de Dios... Pero la joven ya haba entrado. Se arrodill a los pies de Francisco y descubri su rostro. El mantena el suyo oculto entre las manos. -Padre Francisco -dijo la joven con voz infinitamente dulce y quejosa-, padre Francisco, ten piedad. Levanta los ojos y mirame. -Si eres de verdad la noble Clara, hija del conde Scifi, si quieres a Dios y Si Le temes, retrate. Baj las manos y su rostro apareci enflaquecido, socavado por el sufrimiento, mafr~ chado de la sangre que be manaba de los ojos. -Si no te repugna, mira. Estoy ciego y, alabado sea el Seor, no puedo verte. -No! No levantar mis ojos hacia ti -dijo la joven, apoyando la frente en lOS pies de Francisco-, y no quiero que me mires. Slo escchame... Francisco hizo la seal de la cruz. -En nombre del Crucificado, te escucho. -Padre Francisco -empez la joven, y su voz era profunda y resuelta-, recuerdas el da en que te encontr, harapiento, en una calleja de Ass? Desde entonces mi alma no puede vivir en mi cuerpo. Ansa escapar de l. Me he derretido como la cera.

Si me vieras, padre Francisco, tendras miedo. Pero si vieras mi alma, te sentiras dichoso. Porque mi alma camina descalza; su tnica es gris como la tuya, con una capucha y una cuerda. No siento ya ninguna alegra viviendo con mis padres y mis amigos, entre los hombres. El mundo se ha vuelto demasiado estrecho, quiero partir... Crtame los cabellos, padre Francisco, y arrjalos ab fuego. Envulveme en un hbito, anuda la cuerda en torno a mi cintura. Quiero irme al desierto y subirme a lo alto de una roca, como los vencejos. Lejos, muy lejos de la tierra... Trinaba como un pjaro. Maseo y yo llorbamos, con los ojos bajos. Con qu ardor el alma humana puede aspirar a Dios! Francisco escuchaba a Clara y su rostro era de piedra. La joven, a sus pies, los cabellos llenos de cenizas de la chimenea, se detena de cuando en cuando y esperaba que Francisco hablara. Pero Francisco permaneca mudo y su rostro se endureca cada vez ms. -Francisco, hermano Francisco -grit la muchacha-, no te apartes de m, no te irrites contra mi. No llamas a las almas cantando y bailando en la calle? No les gritas: Acudid, soy el camino que lleva a Dios? Y bien, he odo tu voz, he abandonado a mi familia, mi casa, mi fortuna, he renunciado a mi juventud, a mi belleza, a esperanza de ser madre un da, y he acudido. Tuya es la culpa. Quiraslo o no, has de escucharme. Hoy me he despedido del mundo. Despus de ponerme mis vestidos ms ricos, de peinar mi pelo rubio, de adornarme con mis aros y mis brazaletes de oro, fui a la iglesia. Quera que el mundo viera mi belleza por ltima vez y, por

ltima vez, quera ver su fealdad. Despus fui a casa de mis amigas. Mis risas y la alegra que iluminaba mi rostro las sorprendieron: Qu te ocurre, Clara, para que ests tan contenta?, me preguntaban. Te casas? Y yo les responda: Si, me caso cundo las bodas? Esta noche, respond riendo, esta noche... Volv a casa y me ped de mi padre, de mi madre, de mis hermanas... Los mir largamente, en sibenYa oa los lamentos que estallaran cuando advirtieran mi huida y cuando me busen vano. Porque... cmo podran descubrirme en los brazos de Dios? Al caer che, sal de la casa sin ruido y me puse en marcha. Volando atraves el bosque 'os y pas frente a San Damiano. Aqu estoy en tu santa morada, padre Francisco. has llamado y he acudido. -Yo? Yo te he llamado? -T, padre Francisco. Ayer, en la noche, mientras dorma... Sabes bien que si cuerpo reposa durante el sueo, el alma vela. Te he odo llamarme por mi nombre. habas detenido bajo mi ventana, como antao, y me llamabas: ven, ven!. Entonhe acudido... ~rancisco lanz un gemido. Se levant, pero se calm en seguida. Busc a su arer, encontr una rama y la arroj al fuego. Despus, ocultando otra vez el rostro sus manos, permaneci largo rato en silencio. mi prometido es ms hermoso que el sol y ms poderoso que el rey. Y

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La joven esperaba en vano que hablara. Al fin, irritada, irgui el busto y se sen~ sobre sus talones, con los puos apretados.

-Padre Francisco -dijo-, he hablado largamente, he vaciado mi corazn a tus pies. Por qu no me respondes? Tienes el deber de hacerlo! No se oa nada, sino el ruido de la puerta que el viento furioso sacuda. Francisco nos busc a Maseo y a m a travs de sus prpados semicerrados: -Hermano Len, hermano Maseo, venid junto a m! -dijo con voz inquieta, como si corriera un grave peligro. Tom un puado de cenizas y se frot con rabia el pelo y el rostro. Sus ojos se llenaron de polvo. -No tienes piedad de ella, Francisco? Deja de atormentara -dije. -No! -respondi. Era la primera vez que distingua tanta dureza y amargura en su voz. Su mano dej mi espalda. -No! -repiti-. No, no, no! La joven se sobresalt, frunci el ceo y su rostro se endureci. La raza orgullosa de su padre despertaba sbitamente en ella, herida. -No te imploro -dijo-. Escchame, tan slo. Proclamas en las ciudades y las aldeas que has de salvar el mundo. Tienes, entonces, el deber de ayudarme. Si te niegas, mi alma colgar de tu cuello y naufragars con ella en el Infierno. Levntate, hermano Francisco, dame la tnica gris que te pido, crtame la cabellera y arrjaba al fuego, como un haz de ramas. Despus, alza la mano sobre mi cabeza rasurada y bendcela, llamndome hermana Clara. Francisco se levant y se dirigi hacia la puerta como si quisiera huir. Maseo y yo nos aprestamos a cortarle la salida. Francisco temblaba violentamente. Lo mismo le ocurra cada vez que deba tomar una gran decisin, contra su voluntad. Pero

volvi vacilando sobre sus pasos y se apoy contra la chimenea. El reflejo de las llamas incendiaba su rostro. Su voz se elev, desgarradora y socarrona: -T, la joven condesa, la hija del poderoso Favorito Scifi, puedes caminar descalza? -S, puedo -respondi la joven con voz firme. -Puedes resistir el hambre? Puedes llamar a las puertas para pedir limosna? -Puedo. -Puedes lavar a los leprosos y besarles la boca? -Puedo. -Puedes, hermosa como eres, resignarte a volverte horrible y aceptar que los nios de la calle te corran llamndote bruja y gibosa? Y puedes, en vez de sufrir, alegrarte por haberte convertido en bruja gibosa por el amor de Cristo? -Puedo, puedo -repiti la joven levantando la mano como para prestar juramentO. -No, no puedes! -Puedo! La hija del conde Scifi puede prescindir de su bienestar y aceptar la Pobreza y las burlas. Lo que otros pueden, tambin ella lo har. -Las mujeres no me inspiran confianza -sigui Francisco-. La serpiente de Eva les lame las orejas y los labios desde hace siglos. No me induzcas en tentacin. ProlitO otras mujeres te rodearn, subirn al techo de tu convento para mirar a los hermanO" y los hermanos subirn al techo del suyo para miraros.. No, levntate y vuelve al seno de tu familia, no queremos mujeres aqu. -La mujer es una criatura de Dios. Tiene un alma, como los hombres, y desea salvarla. -Para vosotras, el camino que lleva a Dios es diferente. Debis casaros,

traer hijos al mundo y hacer que florezca vuestra virtud, no en la soledad, sino en el corazn del mundo! -No se pueden poner lmites a la virtud. La virtud debe florecer y dar frutos en cualquier parte. Ama la soledad ms que toda cosa. -La inteligencia, en las mujeres, es la Insolencia. Quin te ha enseado a encontrar respuesta a todo? -Mi corazn! Francisco se apart de la pared en que se apoyaba y se puso a recorrer el cuarto con paso inseguro. Corr a tomarle la mano. -Djame, no me toques! -grit. Y bruscamente, de un salto, se encontr frente a la chimenea. Tom un puado de cenizas, lo puso pesadamente sobre la cabeza de la joven, be frot el pelo, el rostro, la nuca y le llen con l la boca. Sus labios se agitaban, murmuraban algo, pero ninguno de nosotros pudimos distinguir una sola palabra. Era sucesivamente un gruido, un gemido, un balido, un aullido de lobo... Pero poco a poco su voz volvi a ser la de un hombre, y en el silencio estremecedor se oyeron dos palabras, dos palabras tan slo: -,Hermana Clara! El fuego se reanim en la chimenea, iluminando los rostros de Francisco y de Clara, llenos de ceniza. La lmpara crepit, su luz se aminor. Pero nadie se levant para echarle aceite. Estbamos todos como petrificados. Entonces, en la sala oscura donde bailaban los reflejos del fuego, la voz de Francisco se alz nuevamente, serena,

perfectamente humana y de una dulzura infinita: -Hermana Clara, bienvenida seas!

De

boca

en

boca,

la

noticia

del

regreso

de

Francisco

se

difundi

rpidamente por Ass y las aldeas vecinas. Se deca que haba hecho prodigios en el pas de los rabes. El sultn se haba convertido al cristianismo y haba entregado Damieta a los soldados de Cristo. Los hermanos dispersados, ab saber que Francisco haba vuelto, rodos por el remordimiento, se pusieron en marcha para volver al redil. Francisco los recibi con los brazos abiertos. La Porcincula se llen. Hubo que cortar ramas y construir nuevas chozas. Bernardo y Pedro llegaron con los ojos semicerrados, todava sumidos en la plegaria; lad en Juan de Capebla Elias, apareci por mudo, descubierto... seguido de El sus hermano fieles. Pacifico llevaba su bandolera. fin, lleg Imponente, las cejas como matorrales, la tez rasurada, llevaba un gran libro en la mano. -Hermano Francisco -dijo-, Dios te ama infinitamente. Te ha dejado la vida para que puedas llegar a la cumbre. Pero me parece que tus pies tienen que recorrer todava no pocos caminos...

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-La cumbre del hombre, hermano Elias, es Dios. Sbebo. Y slo podemos alcanzar esa cumbre al morir. -Te pido perdn, pero en mi opinin slo podemos alcanzar la cumbre cuando estamos vivos -respondi Elias. Un grave conflicto se anunciaba. Los hermanos callaban, esperando su estallido. Durante tres das, Francisco interrog a los hermanos para saber qu camino haba tomado cada uno durante su ausencia. Algunos haban ido a Bolonia para predicar, pero interrogados por sabios telogos, se haban sentido humillados al no saber responder y por despecho haban fundado en esa ciudad orgullosa una escuela en que los jvenes hermanos iban a estudiar las Santas Escrituras, O sea que ya no predicaban, ni rezaban, y trabajaban menos an. Se pasaban los das y las noches meditando sobre libros enormes. Francisco escuchaba con el corazn lleno de tristeza e indignacin. -Nos extraviamos -deca-. El campo en el que hemos sembrado el trigo se cubre de impdicas amapolas y de ortigas. Quines son estos eruditos, estos bobos que se han metido en nuestro redil? No necesito cultura ni sabidura. La mente es la trampa de Satans, mientras que el corazn es la cuna de Dios. Qu ser de nosotros, hermano Len? Adnde vamos? Al da siguiente advirti a un novicio que no conoca. Era un hombre joven, plido, con las mejillas hundidas y ojos enormes. Inclinado sobre un libro, lea vidamente y se vea claramente que nada exista para l, ni Dios, ni los hombres. Francisco se acerc y le toc el hombro. -Cmo te llamas?

-Antonio. -De dnde vienes? -De Portugal. -Quin te ha dado permiso para poseer un libro? -El hermano Elas -contest el novicio, apretando el libro contra su pecho. Pero Francisco extendi la mano y tom el libro. -Pues yo te niego ese permiso! -exclam, encolerizado. Y lanz el libro al fuego. Despus, viendo que el novicio miraba las llamas con lgrimas en los ojos, sinti piedad por l. -Escucha, hijo mio -be dijo-. Cuando yo era nio, todos los aos, para las Pascuas, asista a la resurreccin de Cristo. Alrededor de Su tumba, los cristianos lloraban golpeando la tierra desesperadamente. Y mientras llorbamos, de repente, la lpida estallaba. Cristo sala de la tierra con su estandarte blanco en la mano y suba al cielo sonrindonos. Un ao, un gran telogo de la universidad de Bolonia subi al plpito de la iglesia y se puso a comentar largamente la resurreccin. Su interminable sermn nos haba dado vrtigo. Y bien, ese ao fue el nico, te lo aseguro, en que la lpida no se rompi y no vimos la resurreccin. El novicio se anim: -Por mi parte, hermano Francisco, si no me explico cmo y por qu Cristo resuci t, no veo la resurreccin. Slo confo en el espritu humano. Francisco se encoleriz: -Eso os perder! Y nunca veris la resurreccin! Tratar de saber cmo y por qu! Maldita sea la razn humana! El hermano Egidio escuchaba. Lo que deca Francisco le gustaba y se pona la

mano ante la boca para sofocar su risa. Cuando tom el brazo de Francisco para guiarlo. se nos acerc: -Dios habla por tu boca, hermano Francisco -dijo-. Te escucho y en mi tus palabras se transforman en seguida en actos. Un domingo. mientras no estabas aqu, ese mismo novicio me pregunt si poda ir a Ass para decir un sermn en San Rufino. Te lo permito con placer", le dije, viendo el montn de hojas manuscritas que llevaba bajo el brazo, "pero con una condicin: has de subir al plpito y has de gritar en l: beee, beee!, como un cordero". Creyendo que me burlaba de l, el novicio enrojeci de clera y ocult rpidamente en su pecho su esbozo de sermn: "Hermano Egidio", me dijo, ~no soy un cordero, sino un hombre. No babo, hablo. Dios concedi al hombre el gran privilegio de la palabra". -Y qu le respondiste? -pregunt Francisco viendo que Egidio vacilaba. -Para confesarte la verdad, hermano Francisco, no supe qu decirle. Me puse a toser y aprovechando que Gennadio entraba cargado de bea, me escap con el pretexto de ayudarle. -Hay una respuesta mejor! -dijo Francisco riendo-. Ya lo vers. Ven, hermano Len. -Dnde vamos, hermano Francisco? -pregunt, temiendo que me hiciera trepar de nuevo a la cima de alguna montaa cubierta de nieve. -A casa de la nodriza de Satans -contest-. A Bolonia. Y poco despus agreg: -Entra Bolonia!... Eres t la que devorars a la Porcincula. agua en nuestra embarcacin, y temo que naufrague. Bolonia,

No caminbamos, corriamos. Los manzanos y los perales estaban en flor. Las primeras amapolas brillaban en los campos. Pequeas margaritas amarillas cubran la tierra. Un viento tibio, favorable a los retoos, soplaba animando mi corazn. Sin saber por qu, en esos das primaverales pensaba en Clara. Me alegraba que Francisco, abogando por ella ante el obispo, hubiera obtenido para ella la iglesia de San Damiano como retiro. Una maana llegamos a Bolonia. Era una ciudad majestuosa. Las cables estaban llenas de gente y haba banderas rojas frente a las tabernas. En el mercado se acumulaban las legumbres y los frutos, a la espera de compradores. En sus caballos, cuyas cabezas estaban adornadas de plumas multicolores, hermosas mujeres se paseaban lentamente. Tomamos una cable estrecha que nos llev a una plaza llena de rboles. Francisco se detuvo, y despus de buscar a su alrededor, se dirigi hacia una casa y llam a la puerta. Era la Escuela de Teologa, que haba fundado Elas con ayuda de algunos de los hermanos nuevos. Entramos en una vasta sala amueblada con una larga mesa ante la cual lean cinco o seis hermanos. Las paredes estaban cubiertas de mapas y de estantes, cargados de libros. -Eh, apstatas! -tron Francisco-. Qu hacis? Qu son esos instrumentos diablo? No tenis vergenza?

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Los hermanos se sobresaltaron. Francisco iba de uno a otro, cerraba los libros y gritaba: -Cuidado, hernaios apstatas! Olvidis lo que dijo Cristo: "Bienaventurados los pobres de espritu". Dios me orden ser simple e ignorante. Me tom de la mano y me dijo: "Ven, te llevar al Cielo por el sendero ms corto. Por tu parte, coge a tus hermanos y guiabos". He cumplido la orden, pero os habis escapado de mis manos, prefiriendo tomar el camino que lleva a Satans. Levantaos! tomad los libros de sus estantes y amontonadlos en medio del patio. T, hermano Len, corre a buscar fuego. Y vosotros salid de aqu y regresad prestamente a vuestra madre, la Porcincula. En nombre de la Santa Obediencia, marchaos de aqu! Amonton los libros, los mapas y los viejos manuscritos en medio del patio. Yo haba encontrado una tea encendida. -Dame nuestra hermaria llama! -dijo Francisco. Despus se inclin, encendi el montn y se persign: -En nombre de Cristo. en nombre de la Santa Humildad y de la Santa Pobreza! Pregunt: -Cuntos sois aqu? -Siete. -Slo veo a seis. Dnde est el sptimo? -En su celda. Est enfermo. -Traedlo sobre vuestros hombros y partid con l! Cuando todo se hizo segn sus rdenes, cuando los seis hemianos se pusieron en marcha con el sptimo a cuestas, cuando no qued en medio del patio sino un montn de ceniza, Francisco tom un puado de ella y. mostrndomela en sus manos

abiertas, se dirigi a mi: -Mira, hermano Len, y lee: qu dice este libro'? -Que la ciencia no es sumo cenmiJ ---respond-. Ceniza y nada... Como dijo el extrao monje vestido de blanco que encontramos en Roma. -Eso es todo? No ves nada ms? Mira! Aqu, al pie de la segunda pgina... Fing leer: "Dios se inclin, divis la tierra y lanz un grito. Llama, llama, hija ma, la tierra toda est podrida, su hedor sube hasta lo alto del cielo. Baja. pues, y redcela a cenizas!~'". -No, no --dijo Francisco. asustado---. No (lice que debe educirse a cenizas. Dice: "Baja y purifcala~~.

Francisco tena prisa por volver a la Porcinctla. Estaba nervioso, taciturno y pareca a punto de lomar una gran dccisi. Al da siguiente, por la maana, ne despert en la gruta dotde habanios pasado la noche. Lo vi como trastornado... -Hermaio rpido! -Qu sueo? -El pastor ya no es el mismo. las ovejas bajan a la llanura, hacia ricas praderas... Estn gordas... -No coniprendo... -Las ovejas bajan a la llanura, pero nosotros no queremos engordar. Nos quedaremos en la montaa y comeremos piedras. -Perdname, hermano Francisco, sigo sin comprender. -Bailaremos, Ests de golpearemos las manos y l)ios se distraer mirndonos. Len, he tenido un sueo, un sueo horrible! Levntate

acuerdo, hermano Len'? Al atardecer llegamos a la Porcincula. Todos los hermanos, reunidos, escuchaban a Elas, que hablaba. Reteniendo el aliento, nos disimulamos tras los rboles para escuchar sus palabras. -Hermanos -deca-, os lo he dicho ya varias veces, nuestra orden ya no es una nia. Ha crecido y sus ropas viejas no le quedan bien. Necesita ropas de persona mayor. La perfecta Pobreza era buena antes, cuando, poco numerosos, los primeros hermanos abran el camino. Caminaban descalzos, se saciaban con un pedazo de pan, se refugiaban en una choza~ pero ahora, alabado sea el Seor, nos hemos convertido en un ejrcito. La perfecta Pobreza es un obstculo en nuestro camino. Debemos construir iglesias, conventos, enviar misioneros hasta el otro extremo de la tierra, alimentar, vestir y cobijar a millares de hermanos. Cmo realizar eso practicando la perfecta Pobreza? Tom la mano de Francisco. Temblaba. -Oyes'? -susurr-. Quieren ahuyentar a la noble Pobreza de su morada! Tena los ojos llenos de lgrimas. Estaba a punto de intervenir, pero lo contuve. -Calla, Paciencia! La voz de Elas se hacia cada vez ms poderosa: -El Amor perfecto es tambin un obstculo. Los primeros hermanos cantaban y bailaban en la calle, los chiquillos los perseguan a pedradas, les dabam golpes y ellos besaban la mano que los hera. A eso llamaban Amor perfecto. Se puede golpear a un nio, pero no a un ejrcito. El Amor perfecto. segn nosotros, no depende de un pauelo para enjugar las lgrimas, sino de una espada para gobernar a los justos hermano Francisco, calla para que podamos orlo todo!

y castigar a los culpables: es un Amor arnado. Vivimos entre los lobos, mo seamos pues corderos, hermanos, sino leones. Cristo no es un len'? "La perfecta Simplicidad no nos conviene tampoco. El espritu es un gran don que Dios ha otorgado al hombre y que nos distingue de los animales. Es deber nuestro, pues, velar por el enriquecimiento de nuestro espritu. Para ello fundaremos escuelas donde los hermanos puedan instruirse. Dejaremos de ser la irrisin del mundo. El corazn es un gran don de Dios, pero es mudo o ms bien no se digna hablar, mientras que el espritu est armado con una espada que se llama el Verbo y que es el hijo de Dios. Somos los soldados de Dios, y no sus juglares. Y nuestra arma ms eficaz, la ms segura, debe ser el Verbo. Rindamos homenaje al hermano Francisco, que aliment nuestra orden cuando estaba en su cuna, pero ahora ha terminado su misin. Nuestra Orden ha crecido y despus de expresar su reconocimiento a su padre, debe abandonarlo para seguir adelante." Mientras Elias hablaba, Francisco temblaba de indignacin, dispuesto a saltar. Pero yo lo retena fuertemente por el brazo. -Paciencia! -le repeta-. Djalo terminar, veamos adnde llega... --El sueo.., el sueo... -murmuraba Francisco-. Que Dios nos ayude... Los hermanos se pusieron a aplaudir lanzando gritos de aprobacin. Francisco no

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pudo contenerse. De un salto estuvo en el umbral. Al verlo, los hermanos quedaron petrificados. Se alejaron de Elias, al que acababan de abrazar, dejndolo solo en medio de la sala. Elias llevaba un cayado ms alto que l mismo. Francisco se acerc: -Hermano Elias -dijo con voz temblorosa-, dnde encontraste ese cayado? Elias fingi no comprender. -Hermano Francisco -dijo-, deca a los hermanos... -Si, lo he odo. Pero te hablo del cayado. Dnde lo encontraste? -No lo s. Ocurri como en un sueo. Esta maana dorma, con la cabeza apoyada sobre una piedra, cuando un monje que nunca vi, pero que se te pareca asombrosa mente, hermano Francisco, se acerc, hundi este bastn en la tierra, cerca de m, y desapareci... Eras t, acaso? -Era yo, y maldita sea mi mano! Era yo, hermano Elias. Dorma como t... Pero no, no era yo! Era otro, y bendita sea su mano! Elias miraba a Francisco, que deliraba, y sonrea con compasin. Varios hermanos trataban de contener su risa. -Ya no sabe lo que dice -murmur alguien detrs de m. -Cllate -dijo otro-. Ten piedad de l, pobre... Bernardo, antiguos hermanos permanecieron inmviles. Tras ellos, los novicios callaban, confusos. Francisco recorri su grupo y los bendijo con la mano alzada. Su rostro estaba muy plido y lleno de tristeza. Se morda los labios para no llorar. Cuando por fin termin de bendecirlos pidi que le llevaran un escabel para sentarse, porque estaba fatigado y Pedro y el padre Silvestre se acercaron a Francisco. Los

quera decir unas palabras. Maseo corri a buscrselo. Francisco se sent, ocult el rostro en sus manos y permaneci as un largo rato. Las venas de sus sienes se hincharon. Hice seas a Gennadio para que le blevara un poco de agua. Francisco bebi dos tragos y suspir: -Hermana agua, bendita seas -dijo. Despus reuni sus fuerzas, se levant, abri los brazos y habl con voz entrecortada, que apenas oamos: -Hermanos, hermanos... Dios me confi un puado de semillas y sal para sembrarlas. Despus levant las manos y Le supliqu que enviara la lluvia. Y envi la lluvia. Entonces Le supliqu que enviara el sol para que crecieran las semillas, y envi el sol, y las semillas crecieron. El campo se puso verde. Me inclin para ver qu clase de semillas me haba confiado Dios y vi que entre las espigas de trigo se abran vanidosas amapolas. "Es la voluntad de Dios", pens. "Las amapolas son hermosas: rojas, con una cruz negra en el corazn. Y la belleza es un alimento para los hombres, como el trigo: benditaS sean las amapolas." Mis hermanos, espigas de trigo y amapolas, esta noche tengo algo grave que deciros. Escuchad. Creo que el hermano Elias tiene razn, mi tarea ha terminado. He sembrado, que otros vengan a regar, a segar, a cosechar. Yo no he nacido para las siegas ni para las cosechas. He nacido para labrar la tierra, sembrar y desaparecer. No quera partir, os lo juro. Os amo, hermanos, sufro mucho al tener que abandonar vuestra hermandad, pero esta noche Dios ha venido a hablarme durante mi sueo.

No Lo vi, pero oi Su voz: "Francisco, has hecho lo que has podido, ya no puedes hacer ms. Ve a la Porcincula y vers en ella a un hermano con un cayado ms alto que l mismo'. La voz de Francisco se extingui. Todos esperaban, boquiabiertos. Elas dio un paso hacia Francisco, pero ste lo detuvo con una mirada severa. -Juro que nunca pens emi este hombre --dijo Francisco-. Perdname, Dios mio, pero lo creo peligroso. Sus virtudes son opuestas a las que fueron base (le nuestra orden y la consolidaron: la Pobreza perfecta. el Amor perfecto, la Sencillez perfecta son desconocidas paia l. Naci conquistador y esas virtudes no le sientan. Ms bien haba pensado en el hermitao Bernardo, el solitario, o en el seor Pedro. o en el padre Silvestre. Ellos habran guiado el rebao de Cristo a las praderas que le convienen: a las tierras ridas, las santas piedras, la zarza que arde y no se consume. Ellos eran mis elegidos... Pero Dios ha preferido a otro. Hgase Su Voluntad! No te acerques, general Elias, te llamar cuando mi pesar se apacige y pueda posar sobre tu cabeza manos que no tiemblen y no ardan de indignacin, manos frescas como el amor. Cruz los brazos, alz el rostro y sus manos empezaron a tembrar de nuevo. Tena el bigote y la barba llenos de sangre. Sufra, pero se morda los labios para contener su intenso dolor. -Seor -murmur-, no comprendo, pero no quiero preguntar. Quin soy para preguntarte? No me opongo a Tu voluntad. Quin soy para oponerme? ~[u voluntad es un abismo! No puedo bajar al fondo de ese abismo para examinarlo. T ves millares

de aos delante de Ti y puedes juzgar. Lo que el pequeo espiritu del hombre toma hoy por una injusticia, quiz, al cabo de millares de aos, sea la salvacin del mundo. Y si hoy lo que nosotros llamamos injusticia no existiera, la Justicia no florecera aso nunca sobre la tierra. A medida que Francisco hablaba, su rostro se iluminaba como si hiciera ese razonamiento por primera vez y su corazn se calmara. Sonri, y volvindose hacia Elas le hizo seas de que se acercara. Este ltimo obedeci, apretando fuertemente el cayado con su puo. --Hermamio bendecirte. Mira, mis manos son frescas, no tiemblan... Puso las dos manos sobre la cabeza de Elias. -Hermano Elas, Dios es insondable -dijo, y su voz era grave-. Distribuye a su antojo la oportunidad. Su medida no es la nuestra y Su pensamiento es tal que si ,el espritu del hombre se acerca a l, queda en seguida reducido a cenizas. Dame el cayado! Elias vacil un instante. Apret fuertemente el bastn y lo retuvo contra su cuerpo. Pero Francisco tendi la mano y dijo con autoridad: -Dame el cayado. Elas, bajando la cabeza, se lo entreg. -Hermano Elias -continu Francisco con la misma voz calma y profunda-. Dios me ha ordenado, y obedezco. Seor, si he interpretado mal Tu voz, manifistate. El cielo est puro, lanza en l el trueno, da un golpe en la puerta. crtame la mano antes Elas -dijo Francisco con voz dulce--, inclnate, he de

de que la pose sobre su cabeza. Call y esper. Nada. Entonces, Francisco sacudi vivamente la mano y exclam: -Hermano Elas. te confo a mis ovejas. Condcelas a donde Dios te ordene. Gobirnalas como Dios te aconseje. Ya no es a m a quien dars cuenta, sino a El. Yo

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slo puedo una cosa: darte mi bendicin Y te bendigo. Toma tu cayado, ponte a la cabeza del rebao y marcha... Brotaron lgrimas de sus ojos, que se mezclaron a la sangre que be corra por las mejillas. Mir a los hermanos a su alrededor, uno tras otro, como si los viera por primera vez. -Perdn, hermanos, lloro -dijo, enjugndose el rostro con la manga de su hbito-. No sabia que la separacin fuera tan amarga. Pero no estis tristes, porque no os dejo del todo: siempre estar cerca de vosotros, mudo e invisible. Y vosotros, los insepara bles... T, santa y noble dama Pobreza, esposa ma, que caminas descalza, harapienta, hambrienta... T, santo y noble Amor, que vas sin espada y sin pauelo para secarte las lgrimas... Y t, santa y noble dama Sencillez, que respondes siempre sonriendo: No s!"... Os ruego que no abandonis a mis hermanos, ayudadlos a resistir. Como

perros vigilantes, recorred el rebao sin cesar y velad para que ninguno de ellos se aparte del camino. Call, sonriendo: -Si debiramos elegir un pjaro que sirva de emblema a nuestra Orden, cul eligirais, hermanos? No el guila, hermano Elias, no el pavo real, hermano Capelba. Tampoco el ruiseor, hermano Pacfico, ni la paloma salvaje, hermano Bernardo. Tampoco el becafigo, hermano Len... Pero si la alodra. Y sin dejar de sonrer, se puso a cantar alabanzas de la alondra: -Nuestra hermana la alondra lleva una capucha como nosotros, sus alas son del mismo color que nuestro hbito: el de la tierra. Vuela de rama en rama, baja al borde del camino para buscar en l un grano de trigo. Todas las maanas, mientras canta, sube muy alto en el cielo, ebria de luz, y se pierde en l. Despus de acercarse a Dios, vuelve al suelo como una minscula mota de tierra: as es como nuestra hermana la alondra dice su oracin. Elias alz la mano para indicar que deseaba hablar. -Hermano Francisco -dijo-, el sembrador recoge ya en el momento en que siembra, porque se felicita en su imaginacin por la cosecha futura. T eres dichoso, porque has terminado perfectamente la misin que Dios te haba confiado: has sembrado y ahora, tranquilo y con pleno derecho, dejas el cayado en otras manos. Y cuando comparezcas ante Dios, tus brazos estarn llenos de espigas. Hermano Francisco, te juro que har del sendero que trazaste para unos pocos un amplio camino por donde circularn pero todava tena algo que decir, porque volvi a mirarnos

millares de hermanos. Las virtudes que fueron las bases de nuestra orden sern difundidas, para que un da puedan gozar de ellas no unos pocos, sino millares. Y de la humilde Porcincula har la fortaleza y el palacio de Dios. Te lo Juro. Dijo, y orden que llevaran dos escabeles ante la chimenea. Hizo sentar a Francisco en uno, sentse l mismo en el otro, y uno por uno, primero los hermanos, despuS los novicios, los miembros de la hermandad desfilaron ante ellos besndoles las manOS. Francisco pareca tranquilo y triste. Elas resplandeca, triunfante. En sus labios, en sus ojos, en su mentn enrgico, se lea la fuerza... Ix

A la maana siguiente, Francisco se inclin y bes el umbral de la Porcincula. Despus busc mi mano y cuando la encontr me dijo: -Partamos, partamos, mi pobre hermano Len. Nos expulsan. A lo largo del camino tropezaba sin cesar y yo lo asa muy fuertemente de la mano, por temor de que diera contra un rbol. Llegamos a la choza de ramas que haba construido en otro tiempo con sus propias manos, en el bosque. Se sent en el suelo, mir a su alrededor y lanz un grito desesperado: - Hermano Len, ya no veo nada! El mundo se ha oscurecido! O es que me he quedado del todo ciego? -Voy a buscar al padre Silvestre -le dije-. Conoce muchos remedios y he odo decir que cura tambin la enfermedad de los ojos. -No, hermano Len, djame. Me siento bien en la oscuridad. No veo el mundo, pero veo mejor a Aquel que lo hizo.

Call. Los dolores eran cada vez ms insoportables. Para olvidarlos un poco trat de pensar en otra cosa. -Ven a mi lado, hermano Len, no puedo hablar alto. Dime, qu es de la hermana Clara? Hace mucho tiempo que no pienso en ella. Pero Dios, sin duda, la ha tenido presente. Dime, qu es de ella? -Ha hecho lo que le ordenaste, hermano Francisco; se retir a San Damiano. Las damas de Ass lo han sabido y van a pedirle consejo y a rezar con ella. Algunas no han querido volver a sus casas. La vida del convento les ha parecido maravillosa. Su hermana Ins ha sido la primera en reunirse con ella. Se ha cortado el pelo y se ha puesto el hbito gris. Despus, otras jvenes se les unieron, y dos o tres mujeres casadas. Clara es como una gota de miel y todas las abejas acuden hacia ella. Distribuyen sus bienes entre los pobres, huyen de la pompa del mundo y van a buscar la paz de Dios en San Damiano. -Que el Padre Celestial las asista; slo l puede dominar a esa fiera terrible, la mujer... -No temas. Clara procura seguir tus huellas. Visita a los leprosos, los lava, los alimenta. Y como t, arroja ceniza en su escudilla... Se pasa las noches rezando. Su cuerpo ya ha envejecido, tiene las mejillas marchitas y los ojos enrojecidos por las lgrimas. Slo el padre Silvestre va de cuando en cuando a saber nuevas del convento. Y si alguna de las hermanas desea comulgar, la confiesa. Vacil un instante, y despus me resolv a continuar:

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-Hermano Francisco, con tu permiso, te dir una cosa: en San Damiano se lleva una vida ms santa que en la Porcincula. La hermana Clara lleva con firmeza las rien~ das, mientras que t, los abandonaste... -No, no he sido yo, sino Dios. No he hecho ms que obedecer la voluntad de Dios. Sacud la cabeza: -Sabes muy bien que Satans puede adquirir la voz de Dios para hacer caer al hombre en la trampa. -Cblate, me afliges terriblemente -dijo Francisco sobresaltndose-. Si no hubiera sido la voz de Dios, estara perdido... Los ojos empezaron a supurarbe y los terribles sufrimientos recomenzaron. Tuve lstima de l, me acerqu y le tend mis brazos. -Hermano Francisco, perdname. Si, era la voz de Dios, no llores. No me respondi. Con las manos sobre los ojos, gritaba de dolor. Por la noche no durmi un solo instante. Estuvo casi siempre fuera de la choza, para no despertarme con los gemidos que be arrancaban sus padecimientos. Cmo habra podido dormir yo mismo? Mi corazn se estremeca ab orlo. Al alba fui en busca del padre Silvestre. -Vuelve a su lado -me dijo el viejo sacerdote-. Enciende fuego, ya voy... Que Dios nos asista! Encontr a Francisco sentado ante la choza, con la cabeza entre las manos, como

eraso costumbre. Entr en la choza de puntillas y encend fuego. Despus fui a sentarme a su lado, esperando ab padre Silvestre. Francisco suspiraba de cuando en cuando, como soando. Sus rodillas temblaban e inclinaba la cabeza, hasta tocar casi el suelo. Se oyeron los pasos del padre Silvestre en el bosque. Francisco despert sobresaltado, extendi una mano y me encontr a su lado. -Eres t, hermano Len? -Soy yo, clmate. Por qu tiemblas? -Hermano Len, arrodllate. Llama a nuestra hermana la Muerte, ya no puedo ms. No haba terminado su frase cuando entr el padre Silvestre con una larga varilla de hierro. -Quin es? -pregunt Francisco, inquieto. -Soy yo, el padre Silvestre. Con la ayuda de Dios, vengo a curarte los ojos para que cesen tus dolores y puedas volver a rezar. -Sabe que el dolor es plegaria. S, el dolor tambin es plegaria... -suspir Francisco, tendindose en tierra. El padre Silvestre se persign, hundi el hierro en el fuego y esper que enrojeciera. Despus lo tom y se acerc a Francisco. Este distingui sobre l la sombra del sacerdote y el hierro ardiente. Tendi los brazos. -Hermano hierro -dijo con tono suplicante-, no me hagas sufrir demasiado. Estoy hecho de carne y no de metal, como t. No resisto demasiado el dolor. -Pide a Dios que te d valor -dijo el sacerdote-; aprieta los dientes para que no huya tu alma. Te doler... Y antes de que Francisco tuviera tiempo de llamar a Dios, el viejo sacerdote be

apbicdeb hierro al rojo en las sienes. Francisco lanz un grito desgarrador y se desvane ci. Le arroj agua, lo transportamos ab interior y lo tendimos en su jergn. Cuando volvi en si, se retorci de dolor implorando a nuestra hermana la Muerte. El padre Silvestre se haba arrodillado junto al enfermo y rezaba. Yo lloraba, postrado ante su yacija. Cuando estremecerme: sus sienes eran dos llagas profundas y sus ojos dos fuentes de sangre. Busc mi brazo y se aferr a l desesperadamente. -Hermano Len -murmur, jadeante-, hermano Len, dime que Dios es infinitamente misericordioso, si no mi razn terminar sucumbiendo... Dimelo para darme valor... No puedo ms! -Piensa en Cristo y en su cruz -le respond-, piensa en sus manos y en sus pies clavados, piensa en la sangre que manaba de su costado. Francisco sacudi la cabeza: -S, pienso en ello, pero l era un Dios, mientras que yo... no soy sino tierra... Se sent en el jergn, se tom la cabeza entre las manos y ya no dijo nada en todo el da. Acud entonces a la Porcincula para pedir a los hermanos la limosna de un pedazo de pan. Era una tarde tempestuosa. El sol, semejante a una boba incandescente, rodaba entre los rboles incendindolos. Las piedras mismas parecan quemarse y a lo lejos, muy alto, en las llamas, se ergua la ciudadela de Ass. Yo corra. Un miedo extrao se haba apoderado sbitamente de m ante ese sol y esos rboles en llamas... Me pareca que el mundo entero arda y yo corra temiendo yerme reducido a Francisco, algo ms sereno, levant el rostro, no pude sino

cenizas. Cuando llegu ante la Porcincula, me tranquilic. Al ver la dulce cuna de nuestra hermandad, hurfana ahora, pens en las horas tan tiernas que habamos pasado en ella, en nuestros rezos, en nuestras conversaciones y en las comidas compuestas tan slo de un pedazo de pan seco que, sin embargo, calmaba nuestra hambre. Francisco brillaba en medio de nosotros como un suave sol. Me detuve un instante para tomar aliento y o los gritos de los hermanos que se divertan en el interior. Uno de ellos imitaba la voz de Francisco y los dems rean a carcajadas. Cuando entr, se callaron. Los antiguos hermanos estaban ausentes. Los nuevos coman, sentados en el suelo. ~Qu se ha hecho del "pobrecillo"? -pregunt un novicio-. Ya no baila? Y sus canciones? -Se oan sus gritos hasta aqu esta maana -dijo otro-. Parece que el padre Silvestre le ha arrancado los ojos. No respond. La ira me ahogaba y llenaba de hiel. Si hubiera abierto la boca, habra proferido injurias y blasfemias. Por eso, temiendo a Dios, enmudec. Tom el pedazo de pan que me arrojaron y volv a la choza.

La enfermedad de Francisco nos impidi partir. El padre Silvestre iba a verbo todos los das. Una maana me llev un mensaje de San Damiano. -Hermano Francisco, la hermana Clara te besa la mano y te invita a ir a su convento. An no has acudido a bendecir a sus hermanas, an no les has dicho unas palabras

de consuelo. Son mujeres y aunque estn bajo la proteccin de Dios, las mujeres nece-

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sitan ser consoladas. "Rugale que venga a San Damiano, para que al verlo y orlo nos sintamos consoladas", dijo la hermana Clara. -Qu opinas, padre Silvestre? Debo ir? -Si, hermano Francisco, debes ir. -Te hablar mediante una parbola, padre Silvestre. Escucha tambin t, hermano Len. Un da, en un convento, el padre superior despidi a un monje porque haba tocado la mano de una mujer. "Pero es una devota, padre mo, y su mano es pura, dijo el monje. "Tambin la lluvia es pura, y la tierra lo es asimismo. Sin embargo, cuando se mezclan, no se convierten en fango'? Lo mismo ocurre con las manos del hombre y de la mujer..." -Lo que dices es rmuy duro para la mujer, Francisco. -Ms lo es para el hombre -dije yo, recordando con amargura los millares de muchachas encontradas en mi vida y cuya mano dese tocar. -Piensa en la Virgen Maria -dijo el padre Silvestre. -Nadie persignndse varias veces-, ni siquiera Jos, Piensa ms bien en Eva. -Qu Silvestre. -Dile que cuando el camino que lleva de la Porcincula a San Damiano se cubra respuesta debo dar a la hermana Clara? -pregunt el padre toc nunca la mano de la Virgen Mara -dijo Francisco

de flores, ir a verla. -Eso quiere decir nunca'? -Siempre y nunca son palabras que slo pueden pronunciar los labios del Seor. Mientras hablamos, quiz el Seor ha cubierto el camino de flores blancas. Ve y mira, hermano Len! En su espritu, el camino ya estaba cubierto de flores. Corr. Cuando llegu al cruce, no pude retener un grito. Hasta donde podan alcanzar mis ojos, los cercos, las praderas, la tierra, estaban cubiertos de llores blancas. Me arroj al suelo y alab al Invisible. Despus arranqu un puado de flores y regres a la choza corriendo. Entr en ella sin aliento, dichoso y fatigado. -Hermano Francisco, el camino est lleno de llores blancas! Toma, te he trado un puado! El padre Silvestre cay a los pies de Francisco y los bes. -Perdname, hermano Francisco. si me mostr incrdulo... Francisco tom las flores, las aplic sobre sus prpados sangrantes y sobre sus llagas. -Seor -murmur-, Seor... Y bes las tlores llorando. Despus, volvindose hacia nosotros, dijo: -Por qu os sorprendis? Todo es milagro: el agua que bebemos, la tierra pOr donde caminamos, el sol, la luna, la noche que reaparece cada vez con sus estrellas... Mirad una humilde hoja de rbol a la luz. No es tambin un milagro'? De un lado esta representada la resurreccin, del otro la crucifixin! El padre Silvestre bes la mano de 1 rancisco. -Hermano -le dijo-, esperabas una seal de Dios. Ya la tienes. El camino est cubierto de flores. Quieres que saya a anunciar a la hermana Clara tu visita?

-Ve

decirle

que

ir.

No

quera,

no,

dselo,

pero

Dios

me

lo

ha

ordenado. Y dale estas flores celestiales. Han tocado la tierra y estn llenas de sangre.

156 El padre Silvestre parti, yo encend el fuego, hice calentar el agua, lav el rostro de Francisco, sus pies, sus manos, y le pein el pelo con mis dedos. Con los brazos abiertos, se dejaba cuidar como un nio. Despus lo tom por las dos manos y lo puse en pie. Pero las piernas difcilmente podan sostenerlo. -Cmo flaquean... -No mires mis rodillas -me respondi-. Mira ms bien liii alma, que no tiaquca. Adelante! Se mordi los labios, reuni sus pocas fuerzas y salimos de la choza. Ab salir se detuvo: -El alma humana, hermano Len, cuntas veces deber repetrtelo, es un destello de Dios: es todopoderosa. Pero ignorndolo, nos ahogamos en nuestra carne y nuestros huesos. Ah, si pudiramos dejarla en libertad! Y poco despus: -Crees que no puedo tenerme en pie? Que mi alma es incapaz de sostener mi cuerpo? Y bien, ya veras. Y se puso a caminar cori paso firme. Cuando llegamos al camino, las tlores haban desaparecido como escarcha fundida al sol. -Es el segundo gran milagro -dijo Francisco, persignndose-. Las tlores iremos a San Damiano'? -dije, desesperado-. Las rodillas te

han bajado del cielo, han transmitido su mensaje y han vuelto junto a Dios. No queran ser holladas por pies de hombres. Call y sigui el borde del camino que llevaba a Sari Damiano. La hermana Clara, con dos de sus compaeras, se adelant a recibir a Francisco. Vindolo de lejos, se detuvo, junt las manos, baj los ojos y esper. Y cuando oy el ruido de sus pasos, alz la cabeza y enrojeci. -Dios dicindolas. -Bienvenido seas, hermano Francisco --dijo Clara-. Hace millares de aos que te esperamos... Se prostern hasta el suelo y le bes los pies. -No mediante el padre Silvestre. La herrana Clara volvi a piosterinarse y pidi perniiso para hablar. -Los mensajes no nos bastan, padre Francisco. Las palabras que vienen de lejos se dispersan en el viento. Somos nujeres y si no vemos mover los labios consobadoi-es, si no sentirnos sobre nuestras cabezas las manos que nos bendicen, no podernos tranquilizarnos. Si no vienes aqu a hablarnos y reconfortamos, estamos perdidas. Los dos caminaban delante y los dems los seguamos. Cuando Francisco lleg al umbral del convento se detuvo, transportado. Qu hermoso era ese patio pequeo! -' Ola tan bien... -Qu flores son las que habis plantado aqu, hermana Clara? -pregunt-, no os quejis -dijo Francisco-. Os enviaba regularniente mensajes te proteja, hermana Clara. Dios os proteja. hermanas ---dijo Francisco, ben-

distingo bien... -Azucenas y rosas, hermano Francisco. Y en otono habr violetas. Francisco extendi la mano y bendijo esos lugares.

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-Hermano patio -dijo-, hermanas flores, me siento feliz de visitaros. Quiera Dios que entris en el Paraso al mismo tiempo que la hermana Clara, cuando venga el Seor el da del Juicio. Dentro, las paredes estaban blanqueadas con cal. En una imagen, la santa Virgen tena a su Hijo en sus brazos y sonrea. Las hermanas se arrodillaron y besaron los pies de Francisco mientras l las bendeca una por una. Envueltas en sus mantos blancos, parecan palomas. Hicieron sentar a Francisco en un escabel. La hermana Clara se arrodibl a sus pies; sus compaeras permanecieron de pie, tras ella, con las manos juntas. Durante un largo rato nadie habl. Todos los ojos estaban fijos en el visitante. Un silencio maravilloso reinaba, hecho de paz y de confianza. Una multitud de ngeles, lo sabamos, haba descendido a San Damiano y esperaba, invisible, que Francisco empezara a hablar. Pero l no tena prisa. Se lea en su rostro que estaba en el colmo de la felicidad. -Qu bien ola el aire con esas flores de la pobreza! -me dijo despus-.

Hace mucho tiempo que no haba gozado de las ropas recin lavadas, del perfume de la menta y el laurel que sabe de los cofres cuando los abren... -Padre Francisco -dijo por fin la hermana Clara bajando el pliegue de su hbito-, ten piedad de nosotras, dinos algo, habla... Entonces l abri los brazos, sacudi la cabeza como si despertara y dijo: -Hermanas mas, estoy contento de veros. No puedo deciros ms. Cuando viva en el mundo sola cantar a los amigos a quienes invitaba: M gozo es indecible porque os he invitado; la pradera se ha puesto su manto de flores... La misma cancin me viene hoy a los labios.. Estaba conmovido. No lo haba visto tan feliz desde haca mucho tiempo. Esa atmsfera de pureza, de limpieza y de ardor era la que prefera. -Escuchad, hermanas -continu-; el recuerdo de cieno gusano de tierra me vuelve a la memoria. Perdonadme, de l quiero hablaros. No es un cuento, es una historia verdadera. Una vez un gusano que se haba pasado la vida arrastrndose sobre la tierra, lleg en su ltima vejez a las puertas del Paraso. Llam. "Los gusanos no entran fcilmente aqu, le dijo una voz desde dentro. "Tienes demasiada prisa, me parece." ~Qu hacer, Seor? Ordena!", respondi el gusano arrodillndose como una pelota, tal era su miedo. Sigue sufriendo, lucha, transfrmate en mariposa!" Y el gusano, hermanas,

volvi a la tierra para luchar y sufrir y transformarse en mariposa. -Quin es ese gusano, padre Francisco? -implor Clara-. Somos mujeres simples, ilumnanos. -Yo, t, hermana Clara, todas las hermanas que me escuchan, todos los seres humanos que se arrastran sobre la tierra... Angustia, sufrimiento, castidad, pobreza, amor, lgrimas, hambre y desnudez, Dios mio... Cunto debe hacer el hombre antes de convertirse en mariposa. Sin contar con las trampas que el diablo be tiende para perderlo. Encontraris a Satans en todas partes: en el corazn de la rosa cuyo perfume os atrae, oculto bajo la piedra que habis recogido, sentado en las ramas del almendro en flor... En todas partes acecha: en el agua que bebemos, en el pan que comemos, en la yacija donde nos tendemos para dormir. Est en todas partes. hermanas mas, en todas partes... y espera. Espera que nuestra alma se canse y que deje de ser una guardiana vigilante para apoderarse de nosotros y arrastrarnos al Infierno. Pienso en vosotras, hernianas mas, ms que en los hombres, y tengo piedad de vosotras. Porque sois mujeres y no os endurecis fcilmente. El mundo no deja de tentaros cori las flores, los hijos, los hombres, los vestidos de seda, las joyas, las plumas multicolores. Dios, cuntas trampas! Y cuntas mujeres son capaces de evitaras? "Vosotras rezis maana y noche. hermanas raas, por todas las mujeres que se pintan, se adornan y rem sobre la tierra. All, en el Cielo, la Virgen Mara reza por ellas con vosotras. No os, en la noche, sobre vuestras cabezas, un silencio divino y

en ese silencio, "Tened convento, nos hemos escapado del nundo, caminamos en el cielo!". Este razonamiento es una trampa de Satans. Escuchad lo que voy a deciros: todos nosotros somos un sobo ser, lo juro. Cuando una mujer se pinta los labios en los confines del niundo, hermanas, vuestros propios labios se cubren de impdica pintura. Qu es el Paraso, sino la dicha perfecta? Pero cmo podemos ser perfectamente dichosos cuando inclinndonos a la ventana del Paraso vemos a nuestros hermanos y hermanas sufriendo en el Infierno? Cnio puede existir el Paraso mientras has-a Infierno'? Por eso os lo digo, y grabadlo bien en vuestras mentes, hermanas: la salvacin para todos o la condenacin para todos. Cuando un ser humano perece en el otro extremo de la tierra, perecis con l. Si se salva, 05 salvis vosotras tambin." Escuchaba a Francisco lleno de asonbro. Era la prinera vez que lo oa expresarse acerca del mundo con tal generosidad. Su corazn se haba abierto en esa atnsfera fenenina. En presencia de las hermanas, su compasin haba adquirido alas y cubra la tierra entera. Todas las monjas se haban arrodillado y, acercndose poco a poco, haban rodeado a Francisco. Sus rostros resplandecan como bajo los rayos del sol. Francmsco snntn su clido aliento. Sigui hablando: -Os adivino a mi alrededor, herunamnas, y miii corazn se alegra; l como un roce de flores, no de labios invisibles al que rezan en e imploran'? cuidado, hermanas, digis: ~~Estanos abrigo este

qrmerra que todos. malos y buenos, franquearan su unnbral; querra tambin que el dolor fuera expulsado de este mundo y del otro. Un pensamiento impo me sube a los labios. Perniteme, Seor, revelarlo a mis hermanas. Estn llenas de amor y de compasin, comprendern: en este instante, perdname, Dios mo, tengo piedad del propio Satans. No existe criatura ms desdichada, porque habiendo estado junto a Dios se apart de l. Porque habiendo renegado de El, yerra, inconsolable, por la eternidad. Inconsolable, porque Dios no le ha quitado la muemlora y recuerda la dulzura del Paraso. Hay que rezar por Satans, a fin de que el Altsimo lo perdone y le permita volver a ocupar su lugar entre los arcngeles. Satans es una fiera, fea y sanguinaria, pero un beso sobre los labios puede devolverle la forma y el alma de arcngel. No es en eso donde reside el Amor perfecto, hermanas mas? No besamos a los leprosos? Que el Amor perfecto,

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el Amor, que es el patrimonio de la mujer, bese a Satans y ese demonio reencontrat su rostro luminoso... Los sollozos ahogaron la voz de Francisco. Se ocult el rostro entre las manos. Las mujeres tambin se echaron a llorar. Y sus lamentaciones retumbaron en todo el

convento. Entonces Francisco levant la cabeza, conmovido. -Hermanas, hablaros del Infierno, sino tan slo del Paraso. Habladme tambin vosotras del Paraso, para que nos consolemos. La vida es pesada y si nuestra hermana la Muerte no viniera un da para abrirnos la puerta, qu intolerable calabozo sera la tierra. Qu intolerable prisin sera nuestro cuerpo. Ahora, qu alegra, qu suprema esperanza; no esperanza, pero s certeza, porque el alma humana, coronada de flores, avanza a travs de rocas y de precipicios gritando: Oh seor, mi bienamado esposo...". Una hermana se desvaneci. Abrieron la ventana que daba ab patio y el aire se llen del perfume de las azucenas y las rosas. Entonces, Clara, de manera atrevida, se acerc y roz la rodilla de Francisco. -Padre -dijo en voz baja-, cuando te miro, me parece que Adn nunca pec... Durante largo rato nadie habl y en el silencio dulcisimo las hermanas crean siempre oir a Francisco hablar del destino de la mujer, del amor y del beso que devolvera a Satans su forma y su alma de arcngel. Por primera vez en su vida sentan que ser mujer es una gracia infinita de Dios y al mismo tiempo una pesada responsabilidad. De pronto, en el silencio sagrado, se oyeron golpes violentos en la puerta del convento, que cedi en seguida, dando paso a los hermanos de la Porcincula, jadeantes y perturbados. Clara se levant de un salto. -Qu os ocurre, hermanos? Por qu habis forzado nuestra puerta? perdonadme. No quera haceros llorar, no he venido para

Y Gennadio dijo, enjugndose la frente baada en sudor: -Perdnanos, hermana Clara, pero desde lejos vimos que San Damiano arda. Grandes llamas se erguan hacia el cielo... Entonces Clara sonri: -El convento no arde, hermanos. No hay llamas. Es el padre Francisco que habla. El sol estaba a punto de ocultarse. Francisco se levant y salud a Clara y a sus hermanas, bendicindolas. -Nos has hecho un gran bien, padre Francisco; has consolado el corazn inconsolable de la mujer -dijo Clara-. Qu podemos hacer por ti? -En verdad, hermana, tengo una gracia que pedirte. -Ordena, padre Francisco -dijeron las hermanas a un tiempo. -Id y pedid por ma todos los pobres la limosna de un pedazo de gnero. CosedbOS todos y hacedme un hbito. Clara be bes la mano. -Por qu no me pides la vida, padre Francisco? Te la dara de buen grado. El domingo prximo, si Dios quiere, el padre Silvestre te llevar el hbito que deseas. Francisco encabez nuestro grupo andando con paso firme. Lo seguimos hablando del milagro con entusiasmo. Desde la puerta del convento, Clara y sus hermanas nos miraban partir enjugndose las lgrimas. A la maana siguiente, desde el amanecer, Francisco se acurruc ante la puerta de la choza y permaneci mudo todo el da. El tiempo era apacible, soplaba una brisa tibia. De cuando en cuando, pasaba un hermano para buscar agua, cortar lea o recoger hierbas; o bien un mirlo volaba despus de silbar dos o tres veces. Francisco apenas

vea, pero aguzaba el odo y escuchaba el rumor del mundo. Pareca sumergido en un xtasis tan profundo que no me atreva siquiera a acercarme. Ab anochecer, la llama que arda en l aminor. Entonces fui a sentarme a su lado. Tendi la mano y me toc. -Qu prodigio, hermano Len! Desde el da en que fui privado de luz, qu suave rumor es el que oigo... Qu dulce es el roce de las flores, qu agradable el zumbido del aire... Call y poco despus: -A partir del da en que la luz me fue prohibida, he empezado a ver lo invisible. Mis ojos interiores se abrieron y desde esa maana veo cada vez ms lejos. Al principio, desde este umbral en que estoy sentado, vi distintamente a la Porcincula, en que los hermanos rean, mientras el padre Silvestre lloraba aparte, con la cabeza entre las manos. Despus vi a Ass, sus torres, sus campanarios, sus casas, sus cables, los umbrales en que bordan las mozas, y tambin a mi madre, arrodillada ante la ventana, el rostro baado en lgrimas... Despus, el campo de mi visin sigui ensanchndose: vi Roma, las cables amplias, los seores perfumados, las muchachas pintadas, el Papa reflexionando sobre la suerte de la cristiandad, su respetable cabeza apoyada en su mano; y en la orilla izquierda del ro divis al terrible monje vestido de blanco, que encenda antorchas en su imaginacin para quemar a los herejes y los paganos... Ms lejos todava, vi el mar, sus isbas blancas, el pas de los rabes, donde el sultn an corre en su caballo para escapar de la cruz que lo persigue... Por fin vi una

gran claridad, estrellas inmensas y los siete pisos del cielo poblados de santos, de arcngeles, de querubines y de serafines. Y despus ya no vi nada. Estaba ciego. Sin duda, me haba acercado a Dios ms de lo lcito. Yo callaba, feliz de comprobar que su alma, viajando por la tierra y el cielo, be hacia olvidar sus sufrimientos. Todo el da sus llagas abiertas haban sangrado. La sangre le chorreaba por la barba, caa a sus pies e impregnaba la tierra. Pero Francisco, desapegado de su cuerpo, no senta el dolor. Despus de un largo silencio dijo: -Hermano Len, el cuerpo del hombre es el arca del testamento y Dios lo habita. Cay la noche. Los rboles cantaban, llenos de pjaros. Las primeras voces de la noche se elevaron. Dos murcilagos volaban alrededor de nosotros. Poco bast para que uno de ellos fuera a enredarse en el pelo de Francisco. -Qu es? -me pregunt, sacudiendo la cabeza-. He sentido que un ala me rozaba el pelo. -Es un murcilago... Maldito sea! -No hay que desdear a nadie, hermano Len. Por lo dems, cada ser viviente tiene su historia, y cuando la conocemos, trtese de un hombre, de una fiera o de un Pjaro, no podemos sino amarlo. Conoces la historia del murcilago? -No, cuntamela, hermano Francisco. -Escucha, entonces. Al principio, el murcilago era un simple ratn que viva en

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los cimientos de una iglesia. Una noche sali de su agLjero, trep al altar y comi un pedazo de pan bendito. En seguida le brotaron alas en la espalda y se convirti en nuestro hermano murcilago. El murcilago volvi a pasar ante nosotros, persiguiendo a los mosquitos. -Perdname, hermano -le dije--, no saba que tus alas estaban hechas de pan bendito. Francisco, con la mano detrs de la oreja, escuchaba ahora el ruido del ro que corra ms lejos. -Escucha el ro, cmo canta en la hondonada; corre, lleno de prisa por arrojarse al mar. Como l. nuestra alma corre, llena de prisa por arrojarse en el Cielo. Cundo llegar hasta l, Dios mio? Cundo? --No te apresures, hermano Francisco. no te apresures. Necesitamos de ti en la tierra. Piensa en la alegra intensa que has dado ayer a las hermanas de San Damiano. Francisco suspir: -Qu confuso-. Dios mo, perdname, estaba ebrio. --Por qu compadeces a Satans, hermano Francisco? Por qu has pedido a Dios que lo perdone? -No, no! --exclam I~rancsco con voz desgarradora-. Pregunta por qu me he sentido trastornado cuando me encontraba en medio de esas mujeres. Seor, por qu ha de ser siempre la carne la ms fuerte? "Es intil fustigara, privarla de alimento y de sueo, arrastrarla por la nieve, reducirla a un odre de tierra, no slo no se rinde, sino que por el contrario he dicho ayer en el convento de la hermana Clara! -murmur

encuentra nuevas fuerzas y se rebela..." Francisco, impulsado por sus palabras, se levant: --l)e pie, lc nano Len, y en nombre de la Santa Obediencia, te ordeno que repitas exactamente lo que te dir, sin cambiar una sola palabra. Ests dispuesto? -Hermano Francisco, he jurado no desobedecer nunca tus rdenes. -Empiezo, pues. Yo dir: "Ay, Francisco, has cometido tantos pecados en tu vida, que mereces ir alo ms hondo del Infierno". Y t responders: "En verdad, has cometido tantos pecados en tu vida, Francisco. que mereces ir a lo ms hondo del Infierno. Ests dispuesto? ---Lo estoy. -Di, entonces. --Bienaventurado Francisco, has hecho tanto bien en tu existencia que mereces ir, a sentarte en la cumbre del Paraso. Francisco me mir, sorprendido. -Por qu no me obedeces? Has odo lo que he dicho. Entonces, por qu no repites mis palabras? En nombre de la Santa Obediencia, te ordeno que repitas las palabras que me vas a oir. -Muy bien, hermano Francisco. Empieza, te obedecer. -Yo dir: "Msero Francisco. tienes el impudor de pedir a Dios que te perdone despus de todos los pecados que has cometido en tu vida? No, no, maldito! El Seor te precipitar en el Infierno!". Y ahora, hermano Len, oye lo que vas a responderme. Escucha bien. Dirs: "Si, s, maldito Francisco. el Seor te precipitar en el Infierno". Dibo. -No, no, bienaventurado Francisco. la misericordia del Seor es mucho ms

grande que tus pecados. Todo te ser perdonado y entrars en el Paraso. Francisco se enfad. Me tom del hombro y me sacudi con fuerza. -Cmo te atreves a oponerte a mi voluntad! Me respondes cada vez lo contrario de lo que te he ordenado. Por ltima vez, en nombre de la Santa Obediencia, te ordeno que me obedezcas. -Muy exactamente, sin cambiar una sola palabra... Francisco se golpe el pecho y salieron lgrimas de sus ojos. Mientras lloraba, deca: -Miserable Francisco, maldito seas, no hay salvacin para ti, sers arrojado al Infierno, sin misericordia! -Hermano Francisco! -grit yo, echndome tambin a llorar-. Santo y gran mrtir, Dios es infinitamente misericordioso y en el umbral dorado del Paraso te esperan la santa Pobreza, el santo Amor y la santa Pureza. Esta ltima tiene una corona de espinas en la mano. Francisco se desplom a mis pies. Aterrado, me dej caer junto a l. -Hermano Francisco, por qu me abrazas las rodillas? -Por qu me atormentas? -respondi, con el rostro baado en lgrimas-. Por qu me resistes? -Hermano Francisco, te beso las manos, perdname, no es mi culpa. Cada vez que abro la boca para repetir lo que me has ordenado que diga, no puedo hacerlo, te lo juro, y mi lengua me traiciona. Hay en m una voz mucho ms fuerte que la tuya, hermano, y todo lo que me dice, lo repito. Debe ser la voz de Dios! -Debe ser la voz de Satans -replic Francisco-. Quiere adormecer mi alma y aprovecharse de su sueo para apoderarse de ella. Pero lo impedir! bien, repetir todo lo que digas, exactamente... Te lo juro,

Se levant, desat su cinto de cuerda y me lo arroj. -Hermano Len, toma esta cuerda y aztame, me oyes? Aztame hasta que la sangre salte. Y se desvisti. Vi su pobre torso desnudo y mi corazn se estremeci. Qu iba a azotar? No tena ms que huesos envueltos en una piel azul de golpes y llagas cicatrizadas. -No tienes piedad de m? -grit-. Cmo podr levantar la mano sobre ti? Entonces Francisco no pudo contenerse y se encoleriz: -Hermano separaremos. S, por el cielo que est sobre nosotros, nos separaremos! Y me present su espalda. Tuve miedo. Pareca resuelto a cumplir sus amenazas. Me desvest tambin yo hasta la cintura. -Hermano Francisco, un latigazo para ti y dos para m. Te lo suplico, no me niegues esa gracia! Call, ofreci su espalda y empec a flagelarlo. Al principio golpeaba a Francisco ligeramente, pero l se enfadaba: "Ms fuerte, ms fuerte!", gritaba. "Tienes piedad Len, te lo prevengo: si no haces lo que te ordeno, nos

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de esta carne libertina?" Entonces empec a golpear ms fuerte, un golpe para Francis.. co y dos para m, y amedida que golpeaba, sin advertirlo casi iba creciendo mi furor.

Una extraa embriaguez se apoder de m. Sufra y cuanto ms intenso era el dolor, ms gozaba mi ser. Lanzaba gritos terribles y triunfantes, como si despus de atrapar a un animal daino lo hubiera azotado sin piedad. La cuerda estaba roja de nuestra sangre. Pero no poda detenerme, y azotaba inexorablemente. - Basta! -dijo Francisco, completamente calmo. Fing no orlo y segu azotndome la parte superior del cuerpo con furia, sin poder calmarme. El dolor me haca saltar y girar sobre m mismo, como en un baile. Era como si pagara todas las faltas de mi vida y gozara con ello... "Recuerdas a la mujer que perseguiste en los caaverales? Recuerdas el pan que robaste en una panadera? Toma mentiroso, cobarde, vagabundo, borracho, perdido!" -Basta! -repiti Francisco con autoridad. arrancndome de las manos la cuerda ensangrentada-. Basta, hermano Len. Debemos conservar un poco de fuerzas para comenzar de nuevo maana por la maana... Me desploni, extenuado. -Hermano Francisco -dije-, he sentido placer. -No has sentido placer -nie respondi-. has sentido dolor, que es lo mismo... Entramos chimenea. El sueo se apoder de m en seguida y so que alimentaba a un cerdo. en la choza. Encend el fuego y me acurruqu cerca de la

Un da el hermano Bernardo y el hermano Pedro fueron a visitarnos. Besaron la mano de Francisco y se sentaron en cuclillas, uno a su derecha, otro a su izquierda. Yo haba encendido la chimenea porque haca fro. Los tres callaban, fijas sus miradas en el fuego. De cuando en cuando, Francisco extenda las manos y tocaba a sus

amigos, como para asegurarse de que estaban junto a l. Despus retomaba la actitud de la plegaria y su rostro resplandeca de felicidad. Parecan tres viejos guerreros que, despus de muchos aos de separacin, vuelven a encontrarse una noche de invierno, delante de un buen fuego. Yo hubiera preferido or lo que se decan, pero ninguno de ellos abra la boca. Sin embargo, senta vibrar el aire en torno a sus labios, como si hablaran. As, sin duda, deben hablar los ngeles en el cielo. No puedo decir cuntas horas pasaron en el silencio. Me pareca que el tienipo se haba detenido. Una hora, un siglo tenan la misma duracin. Imagino la Eternidad as, inmvil y silenciosa. El fuego se extingui. El sol subi en el cielo. Bernardo y Pedro se levantaron, besaron las rodillas, la mano, los hombros de Francisco. Entonces ste se ech a llorar y su emocin se comunic a los dos hermanos. Los tres se abrazaron y permanecieron largamente enlazados. Despus se separaron sin pronunciar una sola palabra y los dos hermanos desaparecieron tras los rboles del bosque. Cuando los dos nos quedarnos solos. mc sent junto a Francisco. -Por qu no habis hablado, hermatio Francisco? -pregunt, incapaz de contener mi lengua-. No os veais desde hace mucho tiempo. No tenais nada que deciros? -Cmo! -dijo, sorprendido-. No hemos hecho otra cosa que hablar todo el tiempo. Nos lo hemos dicho todo... -No he odo nada. Francisco sonri: <Con qu odos escuchabas, hermano Len? Con los de arcilla, esos que se enro-

llan a la izquierda y derecha de tu lostro? Pero debiste escuchar con los otros, los de dentro... Me acarici el hombro. -Si, tenemos orejas, ojos y una lengua interior. No estn hechos de arcilba, sino de llama. Con ellos debes escuchar, ver y hablar! Era domingo. Muy temprano en la maana, el padre Silvestre llev el hbito que las hermanas haban confeccionado para Francisco. con pedazos pequeos de gneros que haban debido mendigar entre los pobres. Cada uno haba dado su regalo al esposo de la dama Pobreza. Francisco tom el hbito en sus brazos, bes los remiendos uno por uno y bendijo a su santa esposa. -Rico es aquel que no desea riqueza -dijo-. Pobre es el rico que desea adquirir ms riquezas. Alabado sea el Seor. Soy el rey ms afortunado de la tierra, hermano Len... y este hbito es un manto de rey... -Es el regalo de bodas que te enva la Pobreza, tu esposa -dije. Se puso la tnica y. dichoso, se admir. Haba remiendos de todos los colores: negros, azules, verdes. El aire hinchaba el hbito de Francisco, que pareca un pjaro extrao, adornado con millares de plumas prestadas por sus hernianos alados de toda la tierra. -Hermano Len -dijo-, hace mucho tiempo que no he visto a los hermanos y los echo de menos. Quizs estn todava en la iglesia. Vamos a escuchar misa con ellos. Sus ojos mejoraban desde haca unos das y las piernas lo sostenan con ms tuerza. Caminaba delante, apartando las raimias para pasar, y yo lo segua. contento. "Francisco es como un nio", pensaba 'y por eso lo quiero. Va a visitar a sus hermanos

para mostrarles el nuevo hbito!". El tiempo estaba lluvioso. Una gruesa gota tibia cay sobre mis labios. Francisco levant la cabeza, mir las nubes y tendi la mano, como si mendigara ab cielo. Qu feliz soy. hermano Len! -dijo-. Es como si llevara sobre mis hombros a todos los pobres de la tierra. Pero, adde vaios? Adnde me conducen mis pasos? Quiera Dios que va~arios al Cielo! En verdad, la pobreza tos sienta coiii<) una cinta roja en los cabellos de una muchacha! Se oa la voz poderosa de Elas tras los rboles. Estaba dirigiendo un discurso a los hermanos. Francisco se detuvo, vacilando. -El oficio ha de haber terminado -dijo suavemente-. El hermano Elias explica el Evangelio. -Debe explicar las palabras de Cristo como l las entiende -dije yo con animosidad. No quera a ese hermano, perdnanie, Seor, y en secreto lo llamaba Judas. Francisco me mir severamente. -La tierra tiene siete pisos -me dijo-, el Cielo tiene otros siete y toda la inmensidad no puede contener a Dios. Pero el corazn del hombre encierra a Dios entero. Entonces, ten cuidado, no hieras el corazn del hombre, porque podras herir a Dios.

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La

Porcincula,

llena

de

hermanos,

zumbaba

como

una

colmena.

Elias

hablaba, de pie sobre un escabel, con su largo cayado en la mano. Nunca he visto un hombre tan voluntarioso, tan autoritario como ese Elias, salvo, quiz, el Seor Bernardone, el padre de Francisco. La fuerza brotaba de todo su cuerpo. Francisco entr. Algunos lo miraron sin reaccionar, otros se echaron a rer ab ver su nuevo hbito. Aunque lo vio, Elias no abandon su lugar para ir a recibirlo. Francisco atraves la sala rozando las paredes y fue a situarse en un rincn para escuchar. Elias hablaba de la nueva Regla que en adelante deban seguir los hermanos. Haba trabajado en ella sin descanso los das precedentes, porque la antigua le pareca demasiado candorosa, demasiado pura. -Los tiempos han cambiado -gritaba-. Y con ellos han cambiado el cielo y la tierra. Las antiguas verdades se han convertido en mentiras. Las antiguas virtudes, esas lenguas que envolvan y protegan a la orden durante su niez, la ahogan ahora. Hay que librarla de ellas, para que pueda respirar tranquilamente. Son las nuevas verdades y las nuevas virtudes las que os trae la nueva Regla. Elias levant su cayado y ech una rpida mirada hacia Francisco. -Que se retire el que no apruebe -agreg-. La disciplina es una de nuestras virtudes: la ms inviolable. No hay lugar para dos opiniones diferentes en nuestra orden. Somos los soldados de un ejrcito regular. Y esta Regla es nuestro general. Dijo, y desenrolb un largo pergamino cubierto de caracteres negros y rojos. -Os he explicado los nuevos mandamientos y lo que han de significar para noso-

tros en el futuro: Pobreza, Amor, Pureza, Obediencia. Levantad las manos y gritad: " Aprobado!". Todos los hermanos levantaron las manos gritando: "Aprobado!". Slo Francisco y yo permanecimos con los brazos cruzados. La voz tronante de Elias continuo: -Dichoso el hermano, dichosa la hermandad que evobuciona ab ritmo del mundo. Desdichado -y lanz otra mirada hacia el rincn en que se acurrucaba Franciscoel que permanece atrs! Se volvi ab fin con aire triunfante hacia el humilde hermano que escuchaba, silencioso, acurrucado en un rincn: -Hermano Francisco -dijo-, bienvenido seas. Por qu sacudes la cabeza? Tienes que hacer alguna objecin? -Mis hermanos, hijos mos, hermano Elias -dijo Francisco-, slo tengo que decir una cosa: hay hoy tantos hombres que buscan vidamente la riqueza, el poder, la ciencia, que llego a pensar: bienaventurados, en verdad, los modestos, los ignorantes... Elas sonri: -Hermano Francisco -dijo-, perdname, tengo que agregar esto: el deber de un hombre vivo es evolucionar con su tiempo. -El deber de un hombre libre es ir al encuentro de su tiempo! -replic Francisco-. Dios me tom de la mano y me dijo: "Francisco, hombre ignorante, sin malicia y 5111 sandalias, te confio a esta oveja, ponte a la cabeza del rebao, toma este sendero Y me encontrars". Ese sendero se llama Humildad, hermano. -Ya que hablas por parbolas, Francisco, har lo mismo. Dios me tom de la mano tambin a m. Me mostr un camino ancho y me dijo: "Toma este camino y me encontrars!". Ese camino se llama Combate.

Francisco sacudi la cabeza, desaprobando: -Temo que vayas a apartar de su verdadero camino a las ovejas de Cristo --dijo con voz fuerte y desesperada-. El camino de que hablas no se llama Combate, herma~o Elias, pero si Bienestar. No hay caminos anchos que lleven a Dios: nicamente las sendas estrechas llevan al Paraso. El camino ancho de que hablas es el de Satanas. Ahora comprendo por qu Dios me ha enviado a vuestra reunin. Para gritaros a todos: Deteneos! Volved atrs, hermanos, y tomad el antiguo sendero, el estrecho!". -El sol no se vuelve atrs -grit el hermano Elas-. ni el ro. Siguen el impulso de Dios. No lo escuchis. hermanos. Te respetarnos, hermano Francisco. pero te besamos las manos y seguimos adelante. Adis! Adis! -exclamaron todos los hermanos-. Adis! Francisco se enjug las lgrimas con la manga de su hbito. -Tienes otra cosa que decir? -pregunt Elas. -Nada, nada... -respondi Francisco. Estall en sollozos y se desplom en el suelo, lentamente. sin ruido. Trat de levantarbo. -Djame -murmur-. No lo ves? Todo se ha <uniplido! Algunos hermanos se reunieron conipasivos a su alrededor: Sabattino. (jennadio, Rufino. Los dems hermanos antiguos haban partido con el padre Silvestre para no escuchar al hermano Elias. Todos los fieles a la antigua Regla desaparecan. Elas se acerc y desenroll el pergamino bajo los ojos de Francisco. '1~ras l estaba el joven novicio Antonio, con una pluma y una escribana en la mano. Elas se inclin. -Hermano Francisco -dijo-, sa es la nueva Regla. Pon tu sello, no te niegues.

Algunos hermanos se han rebelado y han abandonado la heriiaudad El desorden se introduce entre nosotros, pon tu sello para restablecer la unin en la Porcincula. La voz de Francisco se alz dbil, desesperada: -Los muertos no tienen sello, hermano Elias. Adis! -dijo. apartando el perga~ de sus ojos. ~lc a Francisco, le enlac el talle y iros dirigirnos al caioino. No tena fuerzas caminar. A pesar de mi ayuda, tropezaba y caa. Por liii. lo tom en mis brazos. ~o pesaba ms que un lo de encajes. Cuando llegamos a la choza. comprob que se desvanecido. Lo acost en el jergn y ech agua sobre su rostro. Largo rato desvolvi en si. Me mir con tristeza infinita, despus volvi a cerrar los ojos. Creo se desmay de nuevo.

Durante cuatro das y cuatro noches no abri la boca. ni para comer ni para hablar. extingua. El quinto da, al despertar, tuve miedo: sus mejillas, sus sienes, sus labios estaban tan consumidos que su rostro pareca el de un muerto. Cada una de 5Li5 marlos era ms que cinco huesecillos. -Francisco, Francisco! -grit, la boca en su oreja-. Hermano Francisco!

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Pero no pareca oir. -Mi querido Francisco! -repet-. Padre mo!

Ni un movimiento. Lo tom en mis brazos. Su hbito era un saco vacio y sus piernas dos pedazos de madera. Lo dej y corr a la Porcincula. -El hermano Francisco se muere! -grit-. Por el amor de Dios, venid! Elas, que estaba escribiendo, levant la cabeza. -Se muere! -exclam. -Hace cuatro das que ni siquiera ha querido tomar pan ni agua. Esta maana ni siquiera tiene fuerzas para respirar. Ven, salvmoslo! -Cmo podremos salvarlo nosotros! -dijo Elias posando su pluma-. Si Dios ha resuelto llamarlo a su lado, no debemos oponernos a Su voluntad. Por lo dems, no podramos. -Puedes! -grit, desesperado-. Se deja morir porque la nueva Regla que t quieres imponer se aparta del camino que l ha trazado. Desde que lo ha sabido el corazn le sangra. Hermano Elias, te afirmo delante de todos que tendrs su muerte sobre tu conciencia. -Qu puedo hacer yo? -pregunt Elas con nerviosismo-. Habla! -Toma tu Regla y ve a destrozarla ante l. Es lo que desea para volver a la vida. Porque lo proclamo delante de todos los hermanos: si no lo haces, nuestro padre Francisco morir y t sers su asesino! Cinco insistencia. Haban tomado mi partido y eso me alent: -Bien -dijo Elas tomando su pergamino-. Deja de gritar! Se puso las sandalias y tom su cayado. -Vamos! -dijo de mal grado. Despus, volvindose hacia los hermanos, agreg: -Que nadie se acerque a la mesa donde escribo. Antonio, t vigilars. El joven novicio se acerc. -Hermano Elas -dijo en voz baja-, qu vas a hacer? Destrozars nuestra Regla? Elas lo mir afectuosamente y sonri: o seis hermanos se reunieron en torno y miraron a Elas con

-No temas, hijo mio. S lo que hago. Cuando llegamos a la choza y nos inclinamos sobre la yacija de Francisco, el temor se apoder de nosotros. Era un cuerpo humano ese puado de huesos coronados por un crneo? Los ojos hundidos en las rbitas, no quedaban sobre el rostro ms que las cejas, la barba y el bigote manchado de sangre. Me hice de valor y me inclin a su odo: -Hermano Francisco, hermano Francisco! Elas ha venido! Me oyes? Ha venido a destrozar su Regla! Abre los ojos y mira! Se movi, quejndose suavemente, pero sin abrir los ojos. Entonces Elas se inclin a su vez. -Hermano Francisco, soy yo, Elias. Me oyes? Voy a destrozar la nueva Regla para aliviar tu corazon! Francisco abri los ojos lentamente, con esfuerzo. Mir a Elas sin hablar y esper. Elias tom el pergamino, lo desenroll y lo rompi en pedazos pequeos. Las mejillas y los labios de Francisco se enrojecieron apenas. -Hermano Len! -dijo-. Arroja los pedazos al fuego. Despus se volvi hacia Elas. -Dame la mano, hermano. Tom la mano que Elias be tenda, la retuvo un instante en la suya y despus se ech a llorar: -Hermano Len -dijo ms tarde-, si hay leche dame a beber un poco.

Lentamente, penosamente, Francisco volva a la vida. Empezaba a comer, deca algunas palabras y se arrastraba hasta el umbral de la choza para calentarse al sol. Cuando llova, se acurrucaba junto ab fuego y aguzaba el odo, feliz, como si

escuchara la lluvia por primera vez, como si penetrando su ser completamente seco, el agua del cielo le devolviera el vigor. -El alma humana y la tierra no son sino una misma cosa -me dijo un da-. Estn las dos sedientas y esperan que el cielo se entreabra para saciar su sed. Una maana, Egidio, uno de nuestros hermanos preferidos, volvi de una lejana misin. Francisco se arroj en sus brazos y lo cubri de besos. Lo quera mucho porque "el hermano Egidio mira al Cielo sin cesar", deca. El viajero se sent en el suelo y nos cont lo que haba soportado durante sus peregrinaciones. -A menudo -nos dijo- me gritaban porque me tomaban por un loco. Otras veces, creyendo encontrrsebas con un santo, se prosternaban ante mi. "No soy un santo ni un loco", bes explicaba yo. "Soy un pecador a quien el padre Francisco conduce por el camino de la salvacin." Entraba en las aldeas con una cesta de higos o de nueces o de frutos silvestres. El que me d una bofetada tendr un higo", deca. "El que me d dos bofetadas, tendr dos higos." Entonces los campesinos corran, me llovan los golpes y vaciaban la cesta. Despus volva a llenarla para ir a otra aldea. -Ten mi bendicin, hermano Egidio! -dijo Francisco-. Me gustas! -He visto al sabio Buenaventura, hermano Francisco. El canino que l ha escogido es diferente del nuestro. Cree que la instruccin ayuda a encontrar la salvacion. Fui a verbo y be pregunt: "Padre mo, pueden los ignorantes encontrar la salvacin como las personas instruidas?". "Sin duda, hijo mio." "Y los pecadores, son capaces

de

amar

Dios

como

los

letrados?"

Qu

crees

que

me

respondi,

hermano

Francisco? Dijo: "Una vieja inculta puede amar a Dios mucho ms que un sabio telogo". Cuando oi esa respuesta, me precipit en la calle aullando como un pregonero: "Escuchad todos lo que ha dicho el sabio Buenaventura: una vieja inculta puede amar a Dios ms que un sabio telogo!. -Ten mi bendicin, hermano Egidio -repiti Francisco con una sonrisa de satisfaccin-. Si pudiramos abrir tu corazn encontraramos en l el texto de la verdadera Regla, escrito con grandes letras rojas. As, de cuando en cuando, sus antiguos compaeros iban a verbo y el amor que le testimoniaban lo alimentaba mucho ms que el pan y la leche. Otra vez se acerc el hermano Maseo. Llevaba una brazada de espigas maduras que pensaba tostar para Francisco. -Dnde Francisencontraste esas espigas, querido hermano Maseo? -pregunt

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co, inquieto-. S que por hacer una buena accin eres capaz de dar un mal paso. pongo que habrs cortado el trigo de algn campo... Maseo se ech a rer: ---No seas tan desconfiado. her-nano Francisco. No, no las he robado. Encontr en ini camino a una nujercita cargada con un haz de trigo. "Adnde vas, monje?, ie pregunta. "Eres de los de U?" "Qu oli, buena mujer?" "Los hermanos de Francisco, el pobrecito." ..Asi es, pero cmo lo has adivinada?" "Por tu hbito aguje-

reado, por tus pies descalzos, por tu alegra... Res como si te hicieran cosquillas. "Es que Dios me hace cosquillas, y por eso ro.~ "Yo no tengo tiempo, tengo un marido, hijos, y no puedo caminar sobre las piedras sin zapatos. No cuentes, pues. conmigo. Slo te pcdir una cosa agregando: "bua, s que tiene hambre. Soy tan pobre como l, pero llvale estas espigas, ser el homenaje de mmii pobreza... Fiancisco apret las espigas en sus brazos. --Es el pan de los ngeles, hermano Maseo -dijo-. Es el pan de la castidad. Quiera J)ios que esta inujercita entre en el Paraso con una corona de espigas maduras. Maseo tost las espigas sobre el fuego y las frot para recoger los granos. -llermnaimo Francisco, tengo otra cosa que decirte, pero no te ofusques. Puedo hablar libremente? --Habla! -Creo que he cometido una locura. No te enfadars? -La locura, hermano Maseo, es la sal que impide que se pudra la sensatez. No recuerdas que yo recorra las calles de Ass gritando "Acudid a or la nueva locura? Habla, pues, sin temor. -Por donde yo paso, hermano Francisco. tu nombre est en todos los labios. Muchos quieren venir hasta aqu para besarte la mano. "Yo he visto una vez a ese famoso Francisco: no es sabio, no lleva espada ni desciende de familia noble", miie (lijo una vez cierto conde lleno de presuncion. "Adems es bajo, enfermizo, de cara fea y cubierArranca de su haz un puado de espigas y me lo da,

ta de pelo. Para qu desearn tanto verlo las gentes? No comprendo." -Y qu le respondiste? -dijo Francisco, riendo. -Es all donde empieza mi locura... "Por qu desean tanto verbo7 se desprende de l un olor conmo de las fieras de la selva. Un extrao olor que aturde. "~Qu olor?", me pregunta el conde. .<EI olor de la santidad.., le respondo. Hice bien, hermano Francisco? -No, no! -exclam Francisco-. Nunca digas eso! Quieres precipitarme en el Infierno? -Qu debo responder, entonces? No dejan de preguntarme... -Di: "Quieres saber por qu todo el inundo quiere verlo? Es porque nunca ha visto nadie cara ms ingrata, hombre ms cargado de pecados ni ms indigno. Y Dios lo ha elegido para eso: para afrontar a la belleza, a la sabidura y a la nobleza". Maseo se rasc la cabeza y me ech una mirada furtiva, como preguntndome: "<Hay que decir eso. de veras?". -Di todo lo que se te ocurra, hermano Masco -le dije yo-. Y adems, deja en paz tu cabeza, no la rasques talito. -Una palabra ms, hermano Francisco, antes de irme! -dijo Maseo-. Es cierto... Siento el olor que se desprende de ti. Se parece a almizcle, al benju, no lo s... Adivino tu presencia a una legua de distancia. Es gracias a ese olor como he podido encontrar esta choza. Nos preparamos, por fin, para abandonar la Porcincula. Francisco tena prisa por volver a refugiarse en alguna gruta y poder llamar a Dios libremente. Estaba cansado Porque

de luchar contra los hombres. -Yo estoy hecho para vivir solitario como las fieras -deca-. Por lo dems, para eso me orden Dios predicar entre los hombres. Sin embargo, Seor, sabes bien que soy incapaz de hablar y slo puedo cantar y llorar. Unos das antes de nuestra partida aparecieron ante la puerta de la choza el padre Silvestre y cinco de nuestros hermanos, de entre los ms antiguos y los ms fieles: Bernardo, Pedro. Sabattino, Rufino y Pacifico. Francisco tena un racimo en la mano y lo observaba con emocin. Era un viejo campesino que iba a Ass con su asno el que se lo haba dado. -Qu prodigio, hermano Len! -me deca-. Los hombres son ciegos e insensibIes para no ver los milagros cotidianos? Qu gran misterio es el racimo! Lo comemos y nos sentimos refrescados; lo apretamos y se convierte en vino; bebemos el vino y perdemos la razn. Entonces, unas veces vemos cmo Dios se engrandece y queremos abrazar a todos los hombres, o bien nos enfurecemos y nos ponemos a matarlos. Fue en ese instante cuando lleg el padre Silvestre con los cinco hermanos. Todos se arrodillaron y besaron la mano de Francisco. -Hermano Francisco -dijo el padre Silvestre-, hemos venido para que nos des tu bendicin. Vamos a predicar la palabra de Cristo como nos enseaste. Y adnde vais, hermanos? -Adonde el Seor nos lleve. No es la tierra entera el campo de Dios? Francisco levant la mano sobre sus cabezas: -Id, hermanos, os bendigo. Predicad con palabras si podis. Pero predicad sobre todo con vuestra vida y vuestras obras. Qu hay por encima de la palabra? La accin. Y por encima de la accin? El silencio. Subid hasta el ltimo escaln de la

escalera que lleva a Dios. Predicad primero con palabras, despus con actos y entrad por fin en el silencio sagrado que rodea al Seor. Call, mir a los hermanos, uno por uno, largamente y con amor, como si partieran la guerra y no estuviera seguro de volver a verlos. -Es duro el corazn de los hombres, duro como la piedra -suspir-. Pero Dios os acompaa, no temis. Y cada vez que os persigan, decid: ..Hemos venido a esta tierra para sufrir, morir y vencer". Por lo dems, no debis temer a nadie, pues el que se ha unido a Dios adquiere tres grandes privilegios: la omnipotencia sin poder, la embriaguez sin vino y la vida sin fin. Los hermanos lo miraron, inmviles. -Hermanos mos -continu Francisco-, tambin yo parto. Voy a predicar la salvacin a las piedras, a las flores del campo y al tomillo de la montaa. El da del Juicio Final est cerca. Apresurmonos, para que la tierra entera, con sus hombres, sus pjaros y todos sus animales, sus plantas y sus orcas est dispuesta a subir ab cielo cuando

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llegue ese da. Creis, hermanos, que el Paraso es otra cosa que esta tierra

-Quiera Dios -dijo Bernardo- que nuestra orden siga siempre el camino recto, el tuyo, hermano Francisco. El seor Pedro se arrodill y toc la tnica de Francisco. -Hay algo que me atormenta, hermano, y no querra separarme de ti sin

preguntar te la respuesta. Hasta cundo nuestra orden seguir el camino recto? -Mientras los hermanos caminen descalzos -respondi Francisco sin agregar otra palabra. Nosotros permanecimos callados. -El sol se ha elevado en el cielo -dijo por fin el padre Silvestre-. Tienes razn, debemos darnos prisa. Hasta pronto! -Que mi bendicin os acompae! -respondi Francisco trazando en el aire, sobre sus cabezas, la seal de la cruz.

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x Despus de bendecir a sus hermanos, Framicisco se inclin, bes el umbral de la choza, pase la mirada sobre la naturaleza y se despidi de sus hermanas, las modestas hierbas que crecan en la Porcincula: el tomillo, la ajedre.m. las zarzas. -Partamos! -dijo. -Adnde vamos, hermano Francisco'? -pregunt. -Qu necesidad tenemos de saberlo? -respondi-. El Seor lo ha resuelto ya por nosotros. Conoce esas grandes flores amarillas que se llaman girasoles porque miran al sol, volviendo sin cesar su rostro dcil en direccin del astro? Hagamos conmo

ellas, hermano Len, miremos a Dios constantenmente. l nos mostrar el camino. El verano llegaba a su fin. La tierm~a pareca cansada, pero floreciente como una mujer que acaba de parir. Haban segado los campos. haban vendimiado. Entre las hojas de los naranjos brillaban frutos todax a pequeos y de un verde oscuro. Las golondrinas esperaban que las grullas fueran a cargarlas sobre sus alas para partir. El aire estaba ligeramente brumoso, llova en la montaa; campos y bosques olan a tierra mojada. Francisco respiraba profundamnente. No lo haba visto con expresin tan serena desde haca largo tiempo. Subinmos a un cerro y nos sentamos,c on la espalda apoyada contra la pared agrietada de una vieja tone. Yo miraba la llanura, a nuestros pies. Qu paz. qu dulzura! Despus de cumplir con su deber, la tierra descansaba, satisfecha. -Hermano Len -dijo Francisco-, pienso en una maravillosa imagen que vi un da en Ravena: El Sueo de la Virgen. Los cruzados la haban llevado desde Oriente. Maravillados por la belleza y la riqueza de Constantinopla, olvidaron que haban partido para liberar el Santo Sepulcro, labindose ptmesto a degollar. quemar y saquear. Y ese icono formaba parte de su botn. Qtm maravilla! La Madre de Dios, tendida en su cama, envuelta en un manto violeta, abierto el rostro en una amplia sonrisa. Sus viejas manos, cruzadas sobre el pecho, estaban maltratadas por las faenas de la casa, sus mejilas estaban marchitas y sus pies hem idos a fuerza de caminar descalzos sobre las piedras de los caminos. Pero en sus labios se dibujaba una sonrisa que, proveniente de una misteriosa alegra, se difunda por su mentn, sus prpados. sus sienes... Haba

cumplido su deber y estaba satisfecha. No haba dado a luz ab Salvador del mundo? Y bien, hermano Len, esta llanura frtil que descansa se parece a El Sueo de la Virgen. Caminamos durante muchos das y muchas semanas. ,Adnde bamos? Adonde Dios nos llevaba, porque Francisco se negaba a escoger el momento y los lugares. -Qu bueno es no poseer voluntad, olvidarse de uno mismo, de nuestro propio nombre, y abandonarse con plena confianza al soplo de Dios -deca--. Eso es la liber173 tad. Si te preguntan cul es el hombre ms libre, hermano Len, responde: el que s~ ha hecho esclavo de Dios. Porque toda otra libertad es servidumbre. Un da nos detuvimos en una aldea. Francisco agit su campana y todos los campe. sinos, hombres y mujeres, se reunieron en torno a l. No ignoraban quin era ese honm bre descalzo, andrajoso, cuyo amor por la dama Pobreza haba obrado milagros. Eran pobres y, acaso sin saberlo, eran adeptos de Francisco. -Para qu predicar, hermanos? -empez mi compaero-. Para qu mostraros el sendero que lleva al Paraso? Ya lo segus, porque sois humildes, pobres, iletrados y trabajadores como Dios quiere que lo seis. Pero debi detenerse, porque en los techados de las casas y las ruinas de una torre, a su alrededor y hasta sus propios pies, se haba reunido una multitud de gobondrina~ que, dispuestas a partir en viaje, revoloteaban aqu y all piando tan fuerte que no dejaban or su voz. Era intil que Francisco la alzara, no lograba cubrir sus gritos. -Hermanos -sigui Francisco-, la vida en la tierra es un sueo engaoso. La

verdadera vida, la vida eterna, nos espera all, en el Cielo. No miris hacia la tierra con los ojos bajos, hijos mos. Levantadlos bien alto, abrid la jaula en que vuestra alma lucha y sangra. Volad! Francisco gritaba y se enronqueca, pero las golondrinas no callaban y cada vez haba ms. Entonces Francisco se dirigi a los pjaros con voz infinitamente dulce y suplicante. -Hermanitas mensajeras de Dios, que trais la primavera a la tierra, plegad las alas un instante, alineaos tranquilamente en los techados y escuchad. Hablamos de Dios, que cre las golondrinas y a los hombres, hablamos de nuestro Padre comn. Si Lo queris, amables golondrinas, si me queris a mi, que soy vuestro hermano, callad. Veo que os preparis a partir hacia Africa. Que Dios os asista! Pero antes de poneros en camino, es bueno que escuchis Su palabra. Entonces los pjaros plegaron las alas y se posaron a los pies y en los hombros de Francisco, fijando sus ojuelos redondos en el pregonero de Dios. De cuando en cuando se permitan batir las alas, porque su alegra era tan grande que no podan dominar su deseo de volar en el cielo. Ab ver ese milagro, los campesinos, hombres y mujeres, se arrojaron a los pies de Francisco. -Llvanos nuestras casas, junto a nuestros esposos. Queremos ganar el Reino del Cielo. Queremos vestirnos con el hbito gris, caminar descalzas, seguirte hasta la muerte. Los hombres besaban los pies de Francisco y se golpeaban el pecho contigo -gritaron las mujeres-. No queremos permanecer en golondrinas, os lo ruego, dejadme hablar... Encantadoras

gritando: -Ya no nos interesan nuestras mujeres, ni nuestros campos... Queremos ganar el Reino del Cielo tambin nosotros. Llvanos contigo, hermano Francisco! Francisco sinti miedo. Qu hara con esas pobres gentes? Adnde las conducira y cmo las alimentaria? Sbitamente, pens qu sera del mundo si todos los seres humanos se volvieran monjes y monjas. -Esperad, hermanos, no es eso lo que quera deciros. No existe un solo camino que lleve al Cielo. Hay el del monje, sin mujer, sin pan y sin fuego. Pero tambin hay el del buen cristiano que se casa, tiene hijos y asegura la perennidad del gnero humano. No seria justo dejar la tierra sin cultivo y a la mujer sin hijos. Dios se opona ello. Para vosotros, que vivs en el inundo, el Seor ha creado el abrazo honesto, pan, el fuego y la dulce conversacin. Os juro que. viviendo as, podis llegar a puerta del Paraso. Algunos campesmnos se encolerizaron. -Empiezas apagarlo Era justo lo que nos dijiste al principio, y para encontrar la salvacin debemos dejar el mundo, o era falso, y entonces sigue tu camino y djanos tranquilos! Las mujeres estaban an ms indignadas: -No es honrado lo que haces, monje. Quiraslo o no, te seguimemnos porque nos hemos resuelto a ello. Por qu no han de entrar las mnujeres en el Paraso? La Virgen Maria entr en l! Francisco, desesperado, procuraba calmarlas: -Aguardad... he de volver. Empezad por distribuir entre los pobres lo poco que tenis, vivid castamente, no maldigis, no os encolericis; tres veces por da. por encender el fuego en nuestros corazones y despus procuras

arrodillaos todasjuntas y rezad. Hace falta una larga preparacin, hijas mas. Preparaos y Volver! -repiti saliendo de la aldea con paso apretado. Unas diez mujeres nos perseguan gnitndonos injurias: -Impostores! Mentirosos! Parsitos! Y hasta empezaron a arrojarnos piedras, pero ya estbamos fuera de la aldea. -Creo que nos hemnos equivocado -me atrev a decir cuando nos detuvimos para tomar aliento-. No hay que decir ms de lo que se puede soportar. Lo dems es tentacin. Francisco no respondi. Sentado en una piedra, debera reflexionar, porque estaba ocupado y vea cmo se hinchaban las venas de su frente y sus sienes. Me sente junto a l. En la aldea nos haban dado algunas costras de pan. aceitunas y dos nacYo tena hamnbre. -Hermano Francisco -dije-, persgnate y comamos. No tienes hambre? Pero, absorto en sus pensamientos, no me oy. -Desdichada la aldea donde no hay sino santos -dijo ms tarde- Desdichada la aldea donde no hay santos... Me haba puesto a comer solo. pensando en lo que acababa de ver y de or. Sin me encontraba bajo el dominio del Maligno, porque empec a monologar: ~Ya que t mismo dices, hermano Francisco. que no podemos llegar a Dios siguiendo un camino nico, por qu torturante intilmente? El hombre casado, padre de familia, posee una casita, campos y come a su gusto, puede alcanzar a Dios? Dices que s. Casmonos. entonces, fundemos un hogar y vivamos razonablemente! Si is elegir, vale ms llegar hasta El en una edad respetable, bien conservados y Quen estado. Cmo te presentars ante Dios al da siguiente de tu muerte, hermano Francisco, en el estado en que te encuentras? Has olvidado lo que dijo el Papa?: ~Qu pestilencia! De qu corral sales?". El Seor te dir lo mismo. Mientras monologaba, tragaba grandes bocados. Despus de devorar un racimo, algunas uvas del otro. Por Dios, juro que si Francisco no hubiera estado all,

habra vuelto inmnediatamente a la aldea y habra tomado mujer. Ya haba elegido a

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una muchacha... Eso no me habra impedido temer a Dios y arrodillarme para rezar tres veces y aun treinta por da. Pero me habra dirigido a l tranquilamente, sin esfuer zo, teniendo a mi mujer y a mis hijos de la mano. Francisco se agit. Levant los ojos y lo mir, estremecindome de miedo, como si hubiera cometido algn pecado. -Tienes razn, hermano Len. Es penosa la vida del monje, y no todo el mundo puede soportarla. Por lo dems, es mejor que as sea, pues si todos quisieran hacerse monjes, en qu se convertira la tierra? Oye lo que Dios me ha aconsejado hace instan tes, mientras estaba sentado en esta piedra. Paralelamente a nuestra orden, quiz dema~ siado severa, deberamos instituir otra ms suave, ms soportable, donde podran entrar los otros buenos cristianos que viven en el mundo. Dentro de esa orden, los hermanos tendran derecho a casarse, de hacer que prosperen sus bienes, de comer y beber con mesura, sin caminar descalzos ni llevar hbito. Pero deberan vivir virtuosamente, reconciliarse con sus enemigos, hacer caridad y alzar los ojos al Cielo a cada instante. Qu dices, hermano Len? Iba a responderle: Por qu no entramos nosotros en esa orden, hermano

Francisco?, pero tuve vergenza. -No estara mal -murmur, con un nudo en la garganta. Qu poda hacer yo? Haba entrado en la ronda, tena que bailar... Antes de encontrar a Francisco yo procuraba llegar hasta Dios, pero sin privarme de buenos platos. Despus de unirme a l, buscar a Dios ya no era una preocupacin para mi. Slo tena que caminar sobre las huellas de mi gua, sabiendo que conoca el camino, pero la necesidad de alimento, de vino y de bienestar, y tambin la necesidad de mujer, lo confieso con gran verguenza, me torturaban. -En qu piensas? -me pregunt Francisco. -En Dios. -Recuerdas, hermano Len, cuando corras por el mundo en busca de Dios? No lo encontrabas porque estaba en tu corazn. Eras como el que busca por doquier, da y noche, el anillo de oro que lleva en el dedo. Una noche llegamos a la clebre fortaleza de Montefeltro. Pendones multicolores flotaban en la punta de la torre, ricos tapices rojos adornaban las ventanas y la puerta principal estaba florida de mirtos y laurel. Gentiles hombres y hermosas damas frecuentaban el puente levadizo al son de las trompetas, precedidos de pajes graciosos que se apresuraban alrededor de ellos para ayudarlos a bajar de sus cabalgaduras. Ms lejos, en el camino que llevaba a la llanura, se vean llegar otras damas suntuosamente vestidas y seores que llevaba ricas armaduras. Criados y siervas, de libreas relucientes y abigarradas, circulaban con bandejas

de plata cargadas de bebidas y manjares. -As debe ser el Paraso -dije, deslumbrado por tanta riqueza y belleza. -Mucho ms modesto -me respondi Francisco-. Deben celebrar una fiesta -prosigui-. Vamos? Qu dices, hermano Len? No peda otra cosa. - Vayamos! Francisco avanz por el puente levadizo con calma y seguridad, como si hubiera estado invitado. -Pero no estamos invitados, hermano Francisco! Nos expulsarn! -Nada temas, corderillo de Dios. No has comprendido que esta fiesta se da en nuestro honor? Para permitirnos entrar en la fortaleza y hacer en ella una buena pesca? -Una buena pesca? ~Olvidas, hermano, que somos pescadores? Slo que en vez de pescar peces, pescamos almas. Quin sabe si no hay aqu una que se debate en su prisin de seda y no pide otra cosa que la liberacin... Quizs a causa de ella y para atraernos el castellano ha organizado esta fiesta. Y como ves, entramos. Dijo, y franque el umbral de la pesada puerta de abundantes cerrojos. El vasto patio estaba lleno de caballos. En las cocinas, llameaban los hogares. Cuartos de carne hervan en grandes marmitas y otros se asaban, ensartados en largos espetones, y su humo embalsamaba el aire. Mis narices palpitaban; no quera ir ms lejos. Un cocinero pas a nuestro lado. LEn honor de quin se organiza esta fiesta, hermano? -interrogu. -El hijo del amo ser consagrado caballero -me respondi-. Ahora estn en la capilla, donde el obispo bendice las nuevas armas... Me observ de arriba abajo, vio mis pies descalzos, mi hbito hecho jirones y no pareci satisfecho.

-Hablemos poco, pero bien -dijo, fruciendo el ceo-. Ests invitado? -Claro que s! Qu supones? Quin te ha invitado? -Dios! El cocinero se ech a rer. -Quieres bromear, pobre viejo! Di ms bien que tienes hambre, que has venido a comer. Deja a Dios en paz! -dijo, marchndose. Mientras tanto, Francisco admiraba las armas del barn Montefeltro en el dintel de la puerta: un len erguido sobre las patas traseras, sosteniendo un corazn en que estaban grabadas estas palabras: A nadie temo. Francisco me seal el escudo: -Parece que el seor no teme a nadie. Ni siquiera a Dios, tal vez... El corazn del hombre est henchido de orgullo, hermano Len, y no debemos fiarnos de lo que dice. Perdnalo. Si tuviramos armaduras, qu representaran nuestros escudos? -Un carnero que devora a un len -respond riendo. -No, corderillo de Dios. Ahora tienes hambre y ests dispuesto a devorar al len, pero llegar un da en que los corderos y los leones sern amigos; no te ofusques, pues. Yo veo ms bien sobre nuestras armaduras un pajarillo humilde que sube al cielo cantando. Record Porcincula. -Te refieres a la alondra -dije-, el pjaro que lleva una capucha... -Has adivinado exactamente, hermano Len. Pero oigo cantar en la capilla del Castillo. Vayamos a rezar. Entramos en la iglesia iluminada. Qu hermosa era! Gentiles hombres y caballeros se apretujaban en ella, los unos con sus armas y sus espuelas centelleantes, los otros entonces el discurso de Francisco a los hermanos de la

cubiertos de hierro, dispuestos a saludar al novicio. Las damas estaban tocadas con bonetes bordados de pedreras, y de ellos pendan velos preciosos y multicolores. Cun-

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tas plumas, collares de perlas, brazaletes de oro y perfumes, Dios mio! Todos los perfumes de Arabia flotaban en el aire. Ah, Francisco puede contradecirme, pero as es cmo imagino el Paraso con sus santos y sus santas. Dios otorgara sin duda adornos parecidos a sus bienaventurados, y quiz ms hermosos todava. No son los caballeros del Cielo? El Cielo no es la mesa redonda en torno a la cual se renen todos los h& roes? Y Cristo no es el rey Arturo? En verdad, yo haba empezado a divagar. Disimulando tras una columna, miraba con los ojos desorbitados... Y de pronto, qu veo? Francisco hiende la multitud de los seores dirigindose hacia el coro, donde el obispo estaba bendiciendo a un nio plido y rubio, el nuevo caballero. Esper hasta el fin de la ceremonia, y despus, arrodillndose ante el prelado, dijo: -Monseor, por el amor de Cristo, dame permiso para hablar. Algunos Francisco de Ass, el nuevo asceta!. asistentes lo haban reconocido y murmuraban entre si: Es

El obispo lo mir con desdn. -Qu vas a decir? -preguntle. El viejo castellano avanz: -Monseor, dignate permitir que hable. Es Francisco de Ass. El obispo levant los brazos: -S breve -dijo-. Las mesas estn servidas. -Tambin estn servidas las mesas del Cielo! -dijo Francisco, retomando las palabras del obispo para empezar su prdica-. Si, las mesas estn servidas, hermanos, y el da del Juicio Final est cerca. Nos queda poco tiempo, pero an podemos salvar nuestras almas, podemos subir al Cielo y sentarnos a la mesa eterna de Dios. No es con ricas armas, espuelas doradas, vestidos de fiesta, risas y bienestar como podemos subir al Cielo. La va que lleva a Dios es ardua, hermanos mos. No es sino lucha, sudor y sangre. Los gentiles hombres, las nobles damas, estaban visiblemente irritados. El obispo agitaba nerviosamente su cruz de marfil. Francisco comprendi y dulcific su voz. -Perdname -dijo-, me dirijo a caballeros y debo hablar su lengua. Os dir lo que pensaba, y dignaos escucharme. Cuntas hazaas debe cumplir el caballero que quiere conquistar el corazn de su dama! Cuntas fuerzas visibles e invisibles -mares, fieras, demonios, hombres- debe vencer para que su hermosa le abra los brazos! Parte a la cruzada, o franquea un torrente furioso, lanzndose a caballo sobre un puente tan estrecho que apenas puede pasarlo un hombre a pie. O bien sube en mitad de la noche a una torre ruinosa para expulsar a los fantasmas a estocadas... Nunca retrocede. Si

abrimos el corazn del seor castellano, encontraremos en l estas palabras grabadas: A nadie temo. Por qu? Porque no deja de pensar en el abrazo perfumado que desea... Todo esto lo sabis mejor que yo, seores y nobles damas. Pero ignoris, o al menos pretendis ignorar esto: existe otra Dama, no terrena, pero si celestial, y otra caballera, y otro combate. Qu Dama? La Eternidad. Qu combate? El que hace renunciar a los bienes temporales para abrazar los bienes eternos que son la Pobreza, la Pureza, la Plegaria y el Amor perfecto. Si para ganar un cuerpo efmero se desafan el peligro, el miedo y la muerte, qu hazaas debern cumplirse para ganar a la Dama Eternidad? Los seores empezaron a manifestar su descontento con respecto a ese insolentO andrajoso. Francisco lo advirti y bajando de las gradas del coro, se detuvo entre los gentiles hombres. -No os enfadis, nobles seores -dijo-. Caballero yo mismo, me dirijo a caballeros. Si sois gentibeshombres. yo no soy el servidor de nadie, sino de Dios, y el hbito remendado que llevo es mi armadura. Tambin lucho, tengo hambre, tengo fro, sufro y me flagelo, pero es por la belleza de mi Dama mil veces ms hermosa que las vuestras. En nombre de esa Dama os hablo y os conjuro a que emprendis el combate; an tenis tiempo. Mi joven y noble caballero, mi nio rubio, escucha lo que Dios te ordena por mi boca: el seor de este castillo, tu padre, te encomienda no temer a nadie. T, hijo mo, debes completar as ese lema y grabarlo en tu corazn: A

nadie temo, salvo a Dios. ;Quiz para traerte este mensaje me ha enviado el Altsimo hoy a esta fortaleza, en el momento en que te consagraban caballero! Francisco call, bes la mano del obispo y salimos. La noche haba cado y las estrellas brillaban en el cielo. El patio estaba lleno de caballos y criados. Los seores y las damas salieron de la iglesia en silencio para acudir a la gran sala donde se haban dispuesto las mesas. Los servidores iban y venan entre las cocinas y la sala, llevando los platos de carne y los vinos. Cada vez que se abra la puerta de la sala, se oa un gran rumor, risas e instrumentos de msica... Francisco se instal en el suelo, en un rincn del patio, la espalda contra la pared. Cerr los ojos. Yo, atenaceado por el hambre, me deslic en las cocinas y mendigu un poco de pan, de carne y un jarro de vino que llev corriendo. -Hermano Francisco -dije alegremente-, levntate, comeremos. -Come t solo -me respondi-, alimenta a tu borrico. Beb un buen trago de vino y me sent alegre: -Mi borrico tambin necesita alimento -dije a Francisco-. Sabes qu ocurri al campesino que quera habituar a su asno a no comer? En el momento en que el animal empezaba a acostumbrarse, revent. Francisco sonri: -Otro trago de vino, y tu borrico empezar a rebuznar. No te ocupes, pues, del borrico de los dems. Y cerr los ojos. Mientras coma, agradeciendo a Dios por haber hecho la carne tan sabrosa, un joven seor, acercndose, se inclin y reconoci a Francisco. -Duerme? -pregunt. -No -respond-, nunca duerme. Llmalo por su nombre. -Padre Francisco! -dijo el joven seor-. Padre Francisco!

Francisco abri los ojos, lo vio y sonri. -Buen da -dijo-. Por qu has abandonado el festn y las hermosas damas para venir aqu, mi joven seor? Sin duda alguna, es Dios quien te enva. -Padre Francisco, las palabras que has pronunciado en la iglesia han penetrado en mi corazn. Siempre he estado atento a lo que se deca en la iglesia, pero nunca pude oir nada. Esta noche, por primera vez, he odo y he venido a pedirte una gracia. Soy el conde Robando de Cattani, dueo de la fortaleza de Chiusi, en Casentino. -De qu gracia se trata, hijo mo? -dijo Francisco-. Har cuanto pueda por salvacin de tu alma.

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-Poseo en Toscana una montaa llamada Alverna. Est aislada, desierta y la. Slo viven en ella halcones y perdices salvajes. Te la regalo, padre Francisco, para la salvacin de mi alma. -Es exactamente lo que deseaba! -exclam Francisco batiendo palmas alegremente-. Porcincula Ahora lo comprendo. Desde su cumbre inhabitada ni alma pecadora subir hasta los pies del Padre Eterno. En nombre de Cristo, acepto tu don, hijo mio, y te lo agradezco. -Ruega por mi alma -dijo el conde besando la mano de Francisco-. Y ahora, con tu permiso, he de volver al lugar de la fiesta. -Te bendigo, hijo mo. Divirtete hasta el momento en que sonar la trompeta del Juicio Final. -Entonces tengo tiempo! -exclam el conde riendo, y se march con paso rpiNo hay duda, es por esa montaa por lo que he dejado la

do, pues tena prisa por volver entre sus amigos. Francisco advirti que yo segua comiendo. -Alimenta bien a tu borrico, hermano Len, porque debemos escalar una ruda montaa. Siempre me preguntas a dnde vamos. Y bien, esta vez vamos a Alverna compaero. Siento que Dios nos espera all. -Hacia el fro, la nieve, la lluvia? -dije, asustado-. Por qu no nos espera en la llanura? -Dios se encuentra siempre en el fro, la lluvia y la nieve, hermano Len; no te quejes. Son los ricos seores y las damiselas hermosas quienes permanecen en la llanura, y tambin tu borrico, pero el verdadero hermano Len asciende a la montaa. No respond. Ah, si fuera posible que nuestro borrico pastara en ricas praderas mientras nuestra alma sube la montaa, ligera, sin preocuparse del hambre ni del fro... Nos permitieron dormir en una caballeriza. El aire ola a estircol y a sudor animal. Francisco tendi la mano y bendijo a los caballos. --Dormiremos juntos esta noche. hermanos caballos. No relinchis, no deis coces, os lo pido. Estamos cansados. dejadnos reposar. Buenas noches. Estbamos tan cansados que nos dormimos en seguida, acostados en la paja. En mi sueo oa de cuando en cuando las canciones, las guitarras y las risas de la fiesta. Era como si el cielo se abriera sobre mi cabeza y los ngeles descendieran; pero volva a dormirme en seguida y los espritus celestiales desaparecan. A la maana siguiente Francisco despert de buen humor. -Te has puesto las sandalias de hierro? -me pregunt-. Tenemos que hacer una ascensin difcil... -Sin duda -le respond. Aqu estn! -y le mostr mis pies desnudos y

cubiertos de llagas. Pero cuando nos pusimos en camino hacia Alverna, murmur persignndome -Que Dios tenga piedad de nosotros! 1 Sumido en sus reflexiones, Francisco callaba. No haba un soplo de viento y detrs de nosotros los pendones de la fortaleza colgaban como velos desde sus astas. El cielo estaba encapotado. Un sol opaco suba a nuestra derecha, tras las nubes. Su turbia claridad se filtr entre las hojas de los rboles donde brillaban gotas de lluvia. Todava se oan, en el aire hmedo, los gallos del castillo. -Cambiar el tiempo. hermano Francisco -dije-. Tendremos lluvia... Pero el hermano Francisco tena la mente en otra parte, recapacitando. -Hermano Len -me dijo-, el circulo est a punto de cerrarse, el fin se acerca, alabado sea el Seor. Al principio haba pedido a Dios permiso para vivir solo, en el desierto. Me lo concedi. Pero en seguida me tom de la nuca y me arroj entre los hombres. Renuncia a la soledad, es demasiado cmoda. Ve de aldea en aldea y predica! Sepulcro, que no es sino el corazn del hombre. Renunci a la soledad suspirando, eleg a mis hermanos y partimos. Ah, qu santa pobreza, qu amor, qu concordia, qu castidad... Recuerdas, hermano Len? Recuerdas cmo nos echbamos a llorar de felicidad? Los rboles, los pjaros, las piedras y los hombres nacan de las manos de Dios, bajo nuestros ojos... Cristo estaba entre nosotros, invisible, pero sentamos Sus manos posadas sobre nuestras cabezas y Su hlito sagrado en el aire. No podamos verlo Elige compaeros, funda una orden y parte para liberar el Santo

sino de noche, cuando nuestro cuerpo reposaba y nuestra alma abra los ojos. Pero despus... La voz de Francisco tembl y gruesas lgrimas asomaron al borde de sus prpados. -Despus, hermano Francisco -dije-, los lobos entraron en el redil... -Y hermano Len! El circulo se cierra, te lo digo. vuelvo a la soledad. Trepo a esa montaa desierta para poder aullar como una fiera, solo. Hay todava demasiados demonios en mi y mucha carne en torno a mi alma. Ah, que Dios me d el tiempo de aniquilar mi carne, para que mi alma se libere... Si, hermano Len, para que mi alma se libere! Agit impetuosamente los brazos hacia el cielo y por un instante me pareci que le haban nacido alas. Temiendo que volara y me dejara solo, lo tom de la manga de su hbito. Pas un campesino. Arrastraba por una cuerda un asnillo montado por una mujer que. descubierto el seno, amamantaba a su hijo. Francisco se detuvo y la mir, con ojos desorbitados. -Danos tu bendicin, padre -dijo el campesino ponindose la mano sobre el pecho-. Son mi mujer y mi hijo. Bendicenos. -Que Dios os proteja! -respondi Francisco-. Buen viaje. Jos... El campesino se ech a rer, pero como estaba apurado. sigui su camino. -Jos? -pregunt-. Cmo sabes su nombre? -No amamantaba a Jess. Huan a Egipto... Cuntas veces he de repetirte, hermano Len -prosigui despus de un silencio-, que debes mirar con tus ojos interiores! Tus ojos de arcilla anuncian: Un campesino con su mujer y su hijo". Pero los otros, los ojos de tu alma. no pueden ignorar el prodigio. Es Jos, es la Virgen Mara sentada en su asno, has comprendido, corderillo de Dios? Eran Jos y Mara que me expulsaron... -sigui Francisco suspirando-, me expulsaron,

es Cristo que mama la leche de su madre. Pasan y vuelven a pasar ante nosotros, eternamente... Suspir. Tengo la piel gruesa, el corazn hundido en demasiada carne. Ay, cundo podr adivinar tambin yo el otro mundo, el eterno, detrs de este bajo mundo? Las primeras gotas resonaron sobre las pocas hojas de las higueras. La noche caa. Una iglesita blanca brillaba, aislada sobre una roca. 180 181 Dios nos quiere -dije-. Nos ha enviado una capilla donde pasar la noche. Entramos en la iglesita. La luz del mundo exterior iluminaba las paredes; vimos que estaban cubiertas de arriba abajo de frescos que representaban las tentaciones de san Antonio. Aqu el santo ermitao luchaba contra una manada de demonios. Uno de ellos lo arrastraba por la barba, y los dems be tiraban de la capucha, del cinto, de los pies... Ms lejos, dos diablos asaban un cordero. El ermitao miraba, plido, desfa~ bleciente de hambre. En otra pared se vea una mujer desnuda de cabellera rubia y ojos lnguidos que oprima sus senos opulentos sobre las rodillas de san Antonio. ste la miraba vidamente, mientras que una cinta roja sala de su boca y en ella podan leerse en letras negras estas palabras: Seor, Seor, aydame!. Estas imgenes me perturbaron. El violento deseo de tender la mano y tocar el cuerpo maldito de la mujer me invadi. Apenas haba levantado la mano cuando Francisco se volvi hacia mi y me mir con sorpresa. Entonces, con gran esfuerzo, detuve mi ademn, el brazo anquilosado y doliente... Francisco tom un cirio del gran cande-

lero, lo encendi en la lamparilla suspendida ante la imagen de Cristo y dio la vuelta a la iglesia, mirando una por una las escenas de la tentacin. No deca nada, pero le temblaba la mano. Me acerqu y mir con l, a la luz temblorosa de la llama. En cierto momento le oi susurrar: -Dios mio, por qu has hecho tan hermosa la Tentacin? No tienes piedad del alma humana? Yo, un gusano de tierra, me apiado de ella. Me sent sobre las losas y tom el pan y la carne que quedaban de mi comida del castillo. Francisco se arrodilb ante mi y sopl el cirio. -Ms vale no ver nada -dijo. Le temblaba la mano y la buja todava encendida cayse sobre l. El hbito se le incendi. Corr a socorrerlo, pero me detuvo: -No, no, no lo apagues! Pero yo, que no s ver el mundo invisible, asustado por el fuego que empezaba a lamer su carne, arroj mi hbito sobre Francisco y sofoqu las llamas. -No has debido hacerlo, no has debido matar a nuestra hermana Llama -se quej Francisco-. No has debido!... Qu quera? Alimentarse, devorar mi carne! Y tambin yo lo quera, hermano Len! No tom alimento; se tendi y cerr los ojos. Por mi parte, com con buen apetito, me acost a su lado y me dorm en seguida. Hacia la medianoche, oi que Francisco gritaba. Me despert y lo vi a la luz de la lamparilla gesticulando como si luchara contra enemigos invisibles. -Hermano Francisco! -lo llam. No me oy. Deba ser una pesadilla. Me inclin sobre l y toqu la frente: estaba baada en sudor. Lo tom por los brazos y lo sacud. Por fin abri los ojos.

-No tengas miedo, hermano Francisco -dije, acariciando sus manos, que temblaban-; era un sueo. Se sent, trat de hablar, pero no lo consigui. -Clmate, hermano Francisco, pronto ser de da. La luz disipar las pesadillas de la noche. -No! No eran pesadillas, hermano Len. Creo que todas esas pinturas estn vivas. No bien cerr los ojos, las personas representadas en ellas salieron de las paredes, y surgieron los demonios que hay en m, y todos juntos me asaltaron. Dios mo, era atroz! Jadeaba y le castaeteaban los dientes; se enjug los ojos, que supuraban. Fuera, el viento silbaba entre los pinos. De cuando en cuando entraban relmpagos por la ventana del coro y fustigaban su rostro lvido y ensangrentado. Entonces, con un rpido ademn, se cubra la cara con un brazo. Recuerdo que un da mne haba dicho que los relmpagos son las miradas de Dios. Pienso, as, que se avergonzaba esa noche de mostrarse a Nuestro Seor, humeando an despus del paso de los demonios. Silenciosos, esperamos la llegada del da. Yo empezaba a tener miedo. Consideraba ahora la iglesia como un lugar habitado por presencias invisibles y peligrosas, y cuando los relmpagos iluminaban las paredes pintadas me tapaba la cabeza con la manga de mi tnica para no verlas. Ofuscara mi espritu la compaa de Francisco, o bien mis ojos interiores se abran por fin, descubrindome lo invisible? Poco queriendo consolarme. -No te inquietes, hermano Len -dijo-. Tambin el miedo puede ayudarnos a encontrar la salvacin. Es una sensacin bendita, una amiga del hombre, a pesar a poco Francisco fue calmndose. Pos la mano sobre mi, como

de las apariencias. Los truenos eran cada vez ms cercanos. Bruscamente, estall la tormenta. Oamos cmo golpeaba la lluvia alegremente el techo de la iglesita. Tanto mejor, pens, as Francisco se quedar acostado y readquirir sus fuerzas. Los primeros resplandores de un da dbil y sucio revelaron en las paredes largas y plidas caras de ascetas barbudos, rodeados de bocas burlonas, de cuernos y colas. Pero haba luz y ya no tena miedo. Se oy cantar un pjaro. La tierra despertaba en los charcos de agua. Con los ojos cerrados, serenamente, Francisco oa caer el agua del cielo. -Hermano Len, no sientes, como la tierra, una gran serenidad cuando se abren las cascadas del cielo? Por qu no ser una bola de tierra que se derrite bajo la lluvia! Pero el alma humana no es de arcilla; retiene el cuerpo con firmeza y no deja que se diluya. -Por qu lo retiene con tanta fuerza'? -pregunt-. No valdra ms dejar que se pierda? As el alma se liberara... Francisco sacudi la cabeza. -Sin duda porque no tiene otro borrico que la transporte. As alimenta y sacia a su montura hasta el fin del viaje. Entonces, alegremente, de un puntapi, despide al borrico a la tierra para que vuelva a ser barro. Otros dos pjaros fueron a cantar junto al primero. -En marcha -dijo Francisco-, la lluvia ha cesado. Que Dios nos asista! Trat de levantarse, pero sus rodillas se doblaron y cay. -Tu borrico est fatigado, hermano Francisco. Deja que repose un poco. si no Ser incapaz de llevarte ms lejos.

-No hay que dejar que haga todos sus caprichos. Si lo hubiera escuchado, an estara en la casa del seor Bernardone y cantara serenatas bajo las ventanas. Vamos, aydame a levantarlo! Lo tom bajo el brazo y lo puse en pie. Entonces dio unos pasos hacia la puerta, tropezando 182 ~1 Fuera todo estaba empapado, las piedras brillaban, la tierra se haba convertido en barro y el cielo negro pesaba sobre ella. Los pinos, azotados por la tempestad, exha laban un olor a miel. -Llover de nuevo -dije. -Que llueva. El alma no est cerca de permitir que se derrita su envoltura. No tengas miedo, pues, y avanza -dijo Francisco. Nos hundimos en el fango hasta los tobillos. En poco tiempo, nuestros pies se haban vuelto de plomo y ya no podamos levantarlos. Caminamos as cerca de dos horas, hasta que de sbito Francisco cay desvanecido, el rostro hundido en un charco. Lo levant y cargndolo sobre mis hombros ech a correr, furioso a la vez contra su obstinacin y mi propia estupidez, que me haba llevado a emprender cosas de que era incapaz. La lluvia haba empezado a caer de nuevo. Corr as durante una media hora, hasta el momento en que, alabado sea Dios, vi unas casas tras los pinos, y eso me dio el valor necesario para continuar. Pronto llegu ante una de las casas, cubierto de barro, exhausto. La puerta estaba abierta y entr. Sali un viejo campesino y tras l 183

una vieja arrugada, su mujer. -Eh, buenas gentes! -exclam-. Mi compaero se ha desmayado. Por el amor de Dios, permitidme que lo acueste un momento en vuestra casa. El campesino frunci el ceo, no le gustaban las complicaciones, pero la vieja se apiad de nosotros. Me ayud a transportar a Francisco a la cama, llev vinagre, le ba con l las sienes y le puso el frasco bajo la nariz. Francisco abri los ojos. -Que la paz sea en vuestra casa, hermanos -dijo a los dos viejos inclinados sobre l. Nuestro husped me apret el brazo. -Quin es usted, monje? Ya lo he visto en alguna parte. -Es el padre Francisco de Ass. -El santo? -El mismo. El campesino se acerc a Francisco y le tom la mano: -Si eres verdaderamente Francisco de Ass, por tu bien te lo digo, s tan bueno y honrado como dicen que eres, porque muchos son los que creen en tu bondad y en tu honradez, y la salvacin de sus almas est en tus manos. Corrieron lgrimas por las mejillas de Francisco. -Hermano mio -murmur-, no olvidar nunca lo que acabas de decirme. Procurar ser bueno y honrado para no faltar a las almas que tienen fe en mi. Bendito seas t, que me aconsejaste. Dijo, y quiso besar la mano del campesino, pero ste se adelant y bes el fango que manchaba los pies de Francisco. La piedad del campesino me alent. -Hermano -le dije-, debemos hacer un largo camino todava. Vamos al monte Alverna y mi camarada no puede caminar. Por el amor de Cristo, prstame tu asno. -Con alegra, con alegra! Aunque no tuviera asno, llevara al padre Francisco

cargado en mi propia espalda para la salvacin de mi alma. He pecado mucho en mi vida, y es tiempo de redimirme. -Mujer -prosigui despus-, mientras tanto mata una gallina y da caldo al en184 fermo para que recobre sus fuerzas. No te preocupes, monje. Te acompaar. La gallina me enloquece. Cuando, despus de beber el caldo caliente y oloroso, palade un buen pedazo de la blanca carne de la gallina, mi deleite fue tal que no podra describirlo... Perdname, mi Dios, pero de slo pensar en ello la saliva me corre por las comisuras de los labios. Ah, si Francisco hubiera dicho verdad cuando contaba que las gallinas tambin entran en el Paraso! Todos los domingos mataramos una para glorificar ab Seor! Levantamos a Francisco y lo instalamos sobre el asno. -El Alverna est lejos de aqu? -pregunt a nuestro gua. -Por el diablo! Qu vais a hacer a esa montaa desierta? No me gustara estar en vuestro lugar! El famoso jefe de bandidos al que llaman el Lobo tiene all su guarida, segn cuentan. No tenis miedo? -Por qu habramos de tenerlo, hermano? No poseemos nada, somos de la Orden de la Santa Pobreza. -Ah, desdichados, habis elegido la mala orden... No habis terminado de tener hambre! Yo pertenezco a la Orden de la Santa Opulencia -agreg, riendo. -Si, hermano, pero quizs as, descalzos, hambrientos, entraremos un da en el Reino del Cielo! -Tal vez, monje, no digo que no, pero quiz yo entre como vosotros, si recibo a tiempo la extremauncin. Con ese quiz nos consolamos durante toda nuestra

vida. No seria ms provechoso comer, beber y amar para no correr el riesgo de perder la vida terrena y tambin la eterna? Por qu me miras? Yo no habr perdido ms que una si no entro en el Paraso, pero tu santidad habr perdido las dos... Acaso no tengo razn? Como no encontr nada que responder, me puse a carraspear. Cuntas veces haba hecho yo el mismo razonamiento! Pero qu podas hacer t, pobre hermano Len! 'Francisco caminaba delante, y t lo seguas! Adelantamos camino. Al caer la noche nos refugiamos en una gruta. Nuestro gua recogi una brazada de hierbas silvestres para alimentar a su asno. Despus abri las alforjas y distribuy los restos de la gallina. Luego bebi de una bota y me la tendi. El vino silbaba como una perdiz en mi garganta. -Yo pertenezco a la Orden de la Opulencia, no os disgustis, hermanos -dijo, y echando atrs la cabeza yaci la bota en su boca. En seguida pos la cabeza sobre una piedra, hizo rpidamente la seal de la cruz y se durmi. A la maana siguiente haca un tiempo esplndido. El cielo estaba puro, los rboles y las piedras brillaban. El sol apareci, con sus largos cabellos rubios. Subimos a Francisco al asno y partimos. Atravesamos una aldea cuyo nombre ya no recuerdo. Francisco quiso detenerse para predicar, pero el campesino tena prisa por volver a su casa. -Si te pones a predicar para sealar la buena senda a los campesinos -dijo-, el monte Alverna no nos ver antes del ao prximo. Y con tu permiso, tengo prisa, por volver a la aldea. No soy como vosotros, tengo trabajo; trato de encaminar a

la tierra por la buena senda, para obtener de ella el pan para comer.., y el vino para beber: beber y glorificar a Dios en la alegra! -Un instante, apenas... no dir ms que dos palabras, dos palabras, no ms... -suplic Francisco. 185 -Las palabras de Dios no tienen fin y no trates de engaarme. Hablas, hablas, te embriagas... Abres el Evangelio y no hay manera de detenerte! Azot a su asno, que se encabrit. tropez, estuvo a punto de derribar su carga. Despus me mir, sonriendo bajo sus bigotes grises: -No he dicho bien? Qu te parece a ti? A ese paso... y hablo a uno para salvarlo... y hablo a otro para salvarlo.., acabaris por no ver el momento de salvaros a vosotros mismos. Tengo una vecina en la aldea: se llama Carolina. Pobre! Es enorme! Y tiene un montn de hijos. Un da, sabes qu me dijo? Inclnate, te lo dir al odo para que no oiga el santo. Ese campesino gordo y sano me gustaba. -Qu te dijo'? Habla bajo. -Me dijo: "Padre Marino -ahora advierto que no te haba dicho mi nombre-, padre Marino, para satisfacer a unos, para no enojar a otros.., casi no he encontrado tiempo para tener hijos con mi marido. Se ech a rer. -Lo mismo os pasa a vosotros, desdichados! -termin. As, charlando, pasaba el tiempo. Gracias a Dios, no llova, los pinos embalsamaban el aire, el sol estaba refrescante y en las alforjas del viejo haba algunos restos

que liquidamos sin tardar. -Se acab la buena vida -dijo sacudiendo las alforjas vacias-. Se acab, monje... Pero a propsito, cmo te llamas'? -Hermano Len. -Se acab, si, la buena vida, pobre Len! Pronto os abandonar al pie de la montaa y entraris de nuevo en la Orden de la Pobreza. Cmo la has llamado? Santa Pobreza? -Si, Santa Pobreza. -No lo repitas! Siento que la carne se me pone de gallina!... El sol empezaba a bajar. En el recodo del camino surgi una montaa. -Es el Alverna -dijo el viejo Marino con el brazo tendido-. Que os sirva de mucho! Francisco se persign y bendijo la montaa. -Estoy contento de verte, hermana Alverna -dijo-. Saludo tus piedras, las fieras que hay en ti, los pjaros y los ngeles que vuelan sobre ti... Yo no hablaba, observando con miedo esa montaa salvaje, rocosa e inhspita. Aqu y all, grupos de pinos, algunas encinas diseminadas. Dos gavilanes volaron de una roca y planearon en circulo sobre nosotros. -Es una suerte que no seamos gallinas -dijo el viejo-. Nos habran devorado en seguida, y adis al Reino de los Cielos! A lo lejos corra un campesino. El viejo Marino silb, el otro se detuvo y los dos hombres hablaron largamente, en voz baja, en mitad del camino. Despus nuestro gua se nos reuni, preocupado. -Aqu me detengo. Imposible ir ms lejos. -Qu te ocurre, padre Marino? Es precisamente aqu donde te necesitamos para

subir la cuesta. Qu te ha dicho tu amigo? -Parece que el jefe de los bandidos, el llamado Lobo, ha sabido de su guarida y yerra por los alrededores. El hambre debe atormentarlo. Hizo bajar a Francisco de su cabalgadura y lo sent en una piedra, a la sombra de un pino. -Adis, santo de Dios -le dijo-. T no posees ni bienes ni hijos, nada tienes que temer de los bandidos. Pero conmigo no ocurre lo mismo! Me gui un ojo: -Y t? -susurr en mi odo, sealndome con el indice el camino de regreso. Yo ech una mirada a Francisco. -No, padre Marino, no abandonar mi puesto. Vuelve, si quieres, y que Dios te guarde. Se encogi de hombros, mont su asno de un brinco y se alej.

Me sent junto a Francisco. No hacia fro; sin embargo, yo me estremeca. Y mientras estaba all, inmvil, oi gorjeos y un roce de alas. Levant los ojos, y qu vi? Alrededor de nosotros, pjaros de toda clase: gorriones, alondras, mirlos, pinzones y hasta una perdiz cantaban como para desearnos la bienvenida. Sin temor alguno, se acercaron a nosotros y se alinearon a los pies de Francisco. -Hermanos pjaros -murmur Francisco con emocin-, si, si, es vuestro hermano que vuelve a la soledad. Por fin viviremos juntos en esta montaa sagrada. Si necesitis algo, dirigios a m y mediar ante Dios Nuestro Seor en favor vuestro. La perdiz sentada a sus pies escuchaba y lo miraba tiernamente, inclinada la cabe-

za, como un ser humano. Los gritos de otros dos campesinos que pasaban corriendo nos arrancaron del arrobo en que nos haba sumergido ese milagro. ~Qu hacis all, desdichados? El Lobo baja! -Desde dnde? ~Por aqu! Helado de pavor, di un salto. Partamos, hermano Francisco, partamos rpido! -Qudate aqu. hombre de poca fe. Por mi parte, ir a buscar al Lobo. Nada temas. Dios es todopoderoso y acaso convierta al Lobo en cordero. Se levant y se dirigi hacia el lado que nos haba indicado el campesino. Me tap la cabeza con mi manga y esper. Dios es todopoderoso, lo s, pero cuntas veces ha dejado a los fieles a merced de las fieras o de los paganos? Lo mejor era huir... Un pastor que pasaba me ofreci una copa de leche y mi corazn se fortaleci. Me avergonc de haber dejado que Francisco afrontara solo el peligro y resolv unirme a l. Pero renunci inmediatamente, sin poder resignarme a dejar ese lugar donde estaba seguro. Aguc el odo para escuchar si Francisco me llamaba, pero a mi alrededor reinaban el silencio, la dulzura y la calma. La noche empez a subir desde la llanura y trep por los flancos del Alverna. Los olivares y los viedos estaban ya en la sombra. Paso a paso el mundo desapareca. De pronto, detrs de las rocas, sobre mi cabeza, reson un canto salvaje. A medida 186 dbil y 187 que se acercaba, distingu claramente dos voces, una ronca y tremenda, otra

dulce: la voz de Francisco y la del Lobo. Debieron encontrarse y simpatizar, y ahora regresan juntos a redil de Dios, -pens Y en efecto, en la penunmbra vi a Francisco y a un hombre de aspecto temible cuyo rostro estaba invadido por los bigotes, la barba y los largos cabellos. Caminaban tomados del brazo. -Este es el famoso Lobo -dijo Francisco, riendo-. Pero no es Lobo, es un cordero... -Un cordero, si quieres, pero un cordero que come lobos, hermano... -gru el bandido-. No debo perder la mano... -S, para empezar, pero cuando ests ms cerca de Dios no conmers ni siquiera lobos... Francisco call. Haba visto sobre el pecho peludo del bandido un amuleto de plata en que se lean algunas palabras. Pero sus ojos enfermos no podan leer. -Qu es eso, hermano? Qu dice all? El amuleto. -Viejos pecados, no leas! -No, no, quiero leer. Todos tus pecados estn perdonados. El Lobo ha muerto, 1viva el cordero! Dijo, y se acerc el amuleto a los ojos. Ememigo de Dios y de los hombres", ley. Entonces el Lobo tom el amuleto de las manos de Francisco, lo aplast entre sus dedos y lo arroj. -No -exclam-, amigo de Dios y de los homnbres! Me procurar otro amuleto y grabar en l: "Amigo de Dios y de los hombres". Ahora, hasta pronto, tomad posesin de la montaa que el conde os ha dado. Maana por la maana vendr temprano bandido enrojeci, confuso. Con un ademn brutal se arranc el

a construiros dos chozas de ramas y barro. Despus bajar a montar guardia. Y ay del que quiera pasar sin mi permiso! O ms bien, esperad. prefiero acompaaros. La montaa no tiene sendero y podis perderos. Alz a Francisco como a un nio en sus brazos robustos. -Partamos, no necesitas asno, padre Francisco. Una hora despus llegamos a una meseta, en medio de la cual se alzaba una frondosa encina. -Hermano Cordero -dijo Francisco-, te ruego que construyas mi choza bajo esa encina. Y la del hermano Len ms lejos. para que no lo vea ni me vea. Si grito, no deber orme, porque debo permanecer absolutamente solo. -Como quieras, padre Francisco. Maana os traer pan y aceitunas... en fin, lo que pueda encontrar para no dejaros morir de hambre. Nunca he odo hablar de un muerto que pudiera rezar. Os traer, pues, regularmente algo de comer y eso os evitar hacer demasiado pronto el Gran Viaje. Robar a los ricos para alimentar a los pobres. No es justo? Por qu sacudes la cabeza, padre Francisco? Es el diablo, y no Dios, quien distribuy los bienes aqu, en la tierra, tan injusto es el reparto... Impondr un poco de orden. Bes la mano de Francisco y desapareci en la noche.

188 XI Recuerdo los das pasados en el Alverna con alegra inefable mezclada de

terror. Das, meses o aos? El tiempo planeaba sobre nosotros Como un gaviln, agitando sus alas tan rpido que nos pareca inmvil. Las lunas crecan y amenguaban, a veces parecidas a hoces; a veces redondas como discos de plata. La nieve se funda y las aguas del Alverna corran por las pendientes como las plegarias de Francisco, fecundando la llanura, o bien se amontonaba, cubriendo silenciosamente nuestras dos chozas, rosada a la aurora, azulada al amanecer, inmaculada a medioda. Todas las maanas Francisco sala para desparramar ante su choza las migajas de pan que el hermimno Cordero -Dios lo bendiga- no dejaba de llevarnos. Y los pajaros. habituados, rodeaban su choza desde el alba, invitndole con sus trinos a salir. Hasta un gaviln que, atrevidamente, volaba en circulo, chillaba con todas sus fuerzas, para llamarlo. Haca un fro terrible. Nuestros hbitos ya estaban acribillados de agujeros, el aire se meta por ellos y nos congelabamos. En verdad, cmo se puede soportar semejante martirio sin morir? Tena razn Francisco cuando deca que el que piensa en Dios se calienta en invierno y se refresca en verano? Sin duda, pens en Dios muy a menudo all, en esa montaa inhumana, pero tambin so con frecuencia con un fuego sobre el cual hirviera la sopa, y con un vaso de vino caliente con una buena cucharada de pimienta, y con una mesa y un cochinillo asado humeando sobre ella. Qu importaba entonces si ms all de la puerta la nieve era ms alta que un hombre? La puerta tiene el cerrojo corrido; ni la nieve, ni el fro,

ni el hambre pueden entrar. Por lo dems, eso no impide que. una vez saciado, eleve uno las manos hacia el techo y agradezca a Dios que cre el fuego, el cochinillo y la puerta cerrada. En cuanto a Francisco, no corra peligro de morir de fro o de hambre; da y noche tena calor, porque Dios arda en su corazn como una llama inextinguible y el hbito de los ngeles se alzaba siempre frente a l, blanco, oloroso y abrigado. A veces, sin embargo, sala inquieto de mi choza para tratar de verlo. Las maanas, las tardes y las noches las pasaba rezando en una caverna vecina. Qu prodigio!... Su porte y su paso no eran los mismos que a la ida y al regreso. Cuando parta, era bajo, jiboso, tropezaba en la nieve, caa, se levantaba... Pero cuando volva a su choza despus de la plegaria, qu estatura! Era un gigante el que sabia de la gruta y andaba gallardo por la nieve, mientras el aire arda sobre l. Vindolo, y que Dios me perdone, me sent envidioso. De qu estaba hecho ese hombre, de puro acero o de puro espritu? Nunca tena hambre ni fro, nunca deca:

189 "Basta ya". Yo tiritaba da y noche, estaba hambriento y no tena ganas ni fuerzas para rezar, ni el impudor necesario.., porque si hubiera levantado los ojos y las manos hacia el Cielo, mi espritu habra permanecido en la tierra y mis palabras slo habran sido

pompas irisadas. No haba rezado desde hacia cuatro das, cuando una maana el hermano Cordero que fue a llevarnos su limosna habitual de pan, aceitunas y queso de cabra, me pregunt: -Quieres que te encienda fuego? -No, hermano -respond, suspirando-; el hermano Francisco prohbe el fuego. -Por qu? -Porque hace fro. -Pero mi pobre viejo!, es precisamente cuando hace fro cuando se necesita el fuego! -Muy justo, y es por ese motivo por lo que nosotros no queremos fuego! -Pero entonces, con qu os calentis? -Con Dios. El Lobo se encogi de hombros. -Invertid el orden de las cosas, si os place! Por mi parte, vuelvo a mi gruta, donde hay un fuego de gruesas ramas y la comida est cocinndose. He matado ayer dos perdices y las hago hervir con arroz. Quieres venir a calentarte los pobres huesos, hermano Len? Tragu saliva: -Ah, seria una dicha, hermano, una dicha! Pero tengo miedo del hermano Francisco. -No lo sabr. -Si, pero mi deber es decrselo. -Bueno, y qu te har? -Nada. Suspirar, y me sentir muy triste. -Como quieras, hermano Len, pero no pierdas de vista las perdices, el arroz caliente, el vino a discrecin y el fuego. No tienes ms que repetirte sin cesar: perdiz, arroz caliente, vino a discrecin, fuego... y acaso vayas a mi gruta. -No tienes temor de Dios, hermano? -le pregunt.

-Yo, que no tengo miedo de los hombres, no he de temer a Dios. Y se march mientras la montaa entera resonaba con su risa. Me qued solo. La soledad nunca me pareci tan insoportable. Perdices, arroz caliente, vino a discrecin, fuego... Me levant, fui hasta la puerta y me detuve: "No tienes verguenza, msero Len?", pens. "Si Francisco lo supiera, cmo podras perdonarte el haberle causado una pena? Qudate en tu choza, el pan seco es bueno, el fro es bueno... Los dems hombres tienen el derecho a comer a su antojo y de calentarse, pero t no. En cambio, tienes otros derechos, mucho ms preciosos." "Cules?" "Cmo puedes preguntarlo? Con el ejemplo de tu vida sealas el camino de la salvacin!" Y si muero?" Mejor an! Es mediante la muerte como sealars el camino de la salvacin. Te has puesto la tnica de los ngeles: el hbito. Has dejado de ser un hombre sin ser todava un ngel. Ests entre los dos, o ms bien te acercas paulatinamente al estado de ngel con cada una de tus buenas acciones." "Pero soy siempre un hombre, ms an, cada vez lo soy ms. Permiteme una vez, una sola vez.., y despus me convertir en un ngel, un ngel de verdad, te lo juro!" "Haz lo que quieras, eres libre, dirigete libremente hacia el Infierno. Yo no he de impedirtelo. Buen viaje!

190 Senta vrtigos, iba a desplomarme en el fondo de la choza, dispuesto a llorar, cuando la clera se apoder repentinamente de m. "Un ngel, un ngel! Es fcil ser un

ngel cuando no se tiene estmago. Te desafo a ser ngel y a no tragar saliva cuando te ponen dos perdices humeantes bajo la nariz! En esas quiero verte, amigo. En cuanto a mi, soy un hombre, el Lobo me invita a su mesa y acepto la invitacin!" Me lanc afuera. Ya no nevaba, las nubes se dispersaban. Entre sus desgarrones brillaba un cielo verde... Los anchos zapatones del Lobo haban dejado su huella en la nieve, de modo que slo tuve que seguirlas. No caminaba, volaba. Dos o tres veces ca, tal era mi prisa. Tena la barba llena de nieve. Llegu sin aliento ante la gruta del nefito. Me inclin. El fuego arda, las perdices asadas despedan su aroma. El Lobo, arrodillado, remova el arroz. Se volvi y se ech a rer. -Bienvenido seas, monje -dijo-, entra. La comida est lista, afljate el cinto! Entr y me sent cerca del fuego. Qu dicha, Seor Dios! Nunca haba experimentado tal gratitud hacia el Altisimno, tanto amor hacia l, tanta necesidad de rezar y de llamarlo Padre. En verdad. quin es el verdadero Padre? El que arroja a sus hijos a la calle, sin pan y sin ropas para cubrirse, o el que les enciende el fuego y les da de comer? Despus de lavarnos las manos en la nieve y de extender una piel de cordero frente al hogar, cortamos gruesas rebanadas de pan y nos instalamos frente a la marmita el bandido arrepentido y el len de Dios. El Lobo tom una perdiz con su mano, yo la otra, y durante un buen rato no se oy en la gruta sino el movimiento de nuestras mandbulas y el ruido de las botas de vino.

Oh felicidad, oh Paraso! Que Dios me perdone, pero as imagino el Reino del Cielo. El Sultn de Damieta tena razn. El da empezaba a declinar. La ancha cara de mi querido bandido rutilaba a la luz de las llamnas. De cuando en cuando, que Dios me perdone, vea dos largos cuernos a cada lado de su frente, porque no haba bebido poco vino... Una idea me cruz por la mente y me estremec: "Ser el diablo que ha tomado la forma del Lobo para tentarme? Habr cado en sus redes?". Habamos devorado las dos perdices, vaciado la bota de vino, arrojado otras ramas al fuego... Yo estaba en el sptimo cielo. Me puse a cantar: ~Cristo ha resucitado!". El Lobo llevaba el comps con las manos y haca vibrar la gruta entera con los gritos que lanzaba de cuando en cuando, con su voz ruda y poderosa. -Hermano, hermano! -gritaba, desbordante de amor, y me abrazaba-. Te dir una cosa, pero no te enfades: me parece que la perdiz es un vinculo ms fuerte que el Evangelio entre los hombres. Ya ves, acabo de beber un trago de vino y todo se ha iluminado, he visto: t eres mi hermano! Y me abrazaba, y me besaba... -Quisiera, hermano Lobo, que pudieras darte cuenta sin beber de que todos los hombres son tus hermanos. Porque cuando ests sobrio, qu ocurre? Todos los hombres vuelven a convertirse en tus enemigos, y se acaba la fraternidad. -Lo mejor es estar borrachos todo el tiempo! -exclam el Lobo bebiendo una vez ms.

191 -Quizs, hermano Cordelobo! Ah, si pudiera, fundara una orden en que cada hermano, segn la Regla, debera beber una gran botella de vino por las maanas, antes de ir a predicar. Cmo abrasaran a las gentes, cmo afrontaran el peligro, cmo bailaran y cantaran alabando a Dios! Su camino sera simple y agradable. La embria guez del vino los llevara a la embriaguez de Dios y as iran al Paraso. -Alstame entusiasmo, me dio un puetazo en la espalda-. Qu te parecera si furamos en busca de Francisco con una vara de salchicha y una botella de vino para hablar de la nueva Regla? Sent miedo. Me volv hacia la entrada de la gruta. Me pareci ver pasar la sombra de Francisco y or un profundo suspiro. Me levant. -Debo partir, hermano. Si Francisco fuera a mi choza y no me encontrara? -Le dirs que rezabas, hermano Len. Y es cierto... Segn la nueva Regla, qu eran las perdices, el arroz, el fuego y el vino, sino una plegaria? Di la verdad, te has sentido alguna vez ms cerca de Dios que esta noche? Eso es la plegaria! "Por qu perder tiempo explicando a este hombre que la plegaria es otra cosa? Por lo dems, en verdad, yo mismo no s qu es." El Lobo me acompa un trecho. Estaba de excelente humor y no paraba de hablar. -Un da, cuando yo era un bandido (lo soy todava, pero no se lo repitas a Francisco, que es un santo y le apenara), un sacerdote quiso confesarme. "T rezas?", me pregunt. Desde luego", be respond, "rezo a mi manera". "O sea?" "Robando." en tu orden, padre Len! -dijo el Lobo riendo, y en su

"Y no te arrepientes, miserable?" Slo tengo treinta y cinco aos, me queda tiempo; cuando sea un viejo desecho, incapaz de mantenerse sobre las piernas, me arrepentir. Cada cosa a su tiempo, anciano: si eres joven, roba; si eres viejo, arrepintete." El sacerdote se encoleriz: "No te enfades, le dije yo estoy ms cerca de Dios que tu santidad, no lo has advertido?. "T?" Si, yo, el bandido, el ladrn, crucificado a la derecha de Cristo." Porque todo reside en eso, hermano Len, no lo olvides: encontrar en el ltimo minuto, el que precede a la muerte, el medio de situarse a la derecha de Cristo, y no a su izquierda. Sobre todo nunca a su izquierda... seria la perdicin! Yo senta prisa por alejarme de ese hombre. Un demonio se alegraba en m a cada una de sus palabras. Dios, el diablo, el bienestar y el hermano Francisco formaban en mi espritu una mezcla terrible y aspiraba a la soledad para imponer el orden en ella. -Adis, hermano. Que Dios te perdone el mal que me has hecho! Me apret la mano hasta casi romprmeba. -Ve a escribir la nueva Regla -me grit-, por tu bien te lo digo!

Mientras caminaba yo monologaba y gesticulaba. Ya era de noche cuando llegu a la choza. Dios mo, qu fro, qu soledad! Haba salido del Paraso y me encontraba en el Infierno. Me arrebuj en mi hbito y me acost. El viento silbaba en los rboles, se oan a lo lejos los aullidos de los lobos. No poda dormir, y mi corazn no era lo bastante puro para que pudiera rezar. Al fin, un poco antes del alba, mis ojos

se llenaron de sombra y me vi en la Tebaida, donde los grandes ermitaos del desierto haban construido sus chozas. Yo era uno de ellos y me llamaba Arsenio. Y mientras rezaba, arrodillado, pensando en mi padre, el ermitao centenario que se haba retirado a varias leguas de all, un monje vino hasta mi corriendo: "Hermano Arsenio, apresrate, tu padre se muere y te llama. "Que venga rpido, quiero darle mi bendicin!"". Me levant de un salto y ech a correr. El sol estaba ardiente. A lo lejos pasaba una caravana de camellos y se oa la cancin dolorosa y montona del camellero. Al fin, hacia el medioda, llegu junto a mi padre. Lo vi tendido en la arena, rodeado de cinco o seis monjes que lo desvestan y lo lavaban salmodiando. "Acaba de entregar su alma a Dios, dijo uno de ellos. "No ha dejado de llamarte, pero llegas demasiado tarde, dijo otro. Y mientras hablaban, el muerto se movi como si hubiera odo sus palabras. "inclinate. Alguien nos oye?". Sus ojos estaban llenos de temor; tena el pelo, la barba, las orejas llenas de tierra. "Nadie, padre mio. Estamos solos." Inclnate, tengo que confiarte un secreto terrible. Inclinate ms." Me inclin. Acerc su boca a mi oreja y su voz se oy dbil, evanescente, como viniendo desde muy lejos, del fondo de un viejo pozo: Arsenio, hijo mio, estamos perdidos! No hay Paraso ni Infierno!". "Qu hay, entonces, la nada?" "Ni siquiera la nada." "Qu, entonces?" Nada!" Se aferr a mi cuello Aterrorizados, todos huyeron. Hijo mio", murmur mi padre,

y poco bast para que me estrangulara. Despus volvi a caer sobre la arena. Lanc un grito desgarrador y despert, tomndome la cabeza con las dos manos para que no reventara. An senta los labios del ermitao en mi oreja y sus palabras resonaban todava en mi ser todo: "Estamos perdidos!". Entonces Francisco! Socorro!", grit entonces. Me arrastr hasta la puerta de la choza. El da, que haba despuntado, caminaba vacilante sobre la nieve, se desvaneca a veces, caa y volva a levantarse como un ser humano, transportando la luz en una linterna para iluminar el mundo. El corazn se me encogi y me desplom sobre la nieve tiritando. Despus golpe mi cabeza contra las rocas; la sangre me corri por la cara. No sufra, al contrario, eso me apaciguaba. "Alguna seal me ser dada, y comprender, pensaba. Una seal de Dios: pjaro, trueno, voz... Quin sabe? La lengua del Seor es rica, sin duda responder ami dolor." No haba visto a Francisco desde hacia mucho tiempo. Tom, pues, el camino de su choza. Mis pies descalzos se hundan en la nieve y hacia esfuerzos para no maldecir. "Es sta una vida?", exclamaba. "Hasta las fieras llevan pieles, slo nosotros vivimos desnudos como babosas..." Mientras grua, llegu a la altura desde la cual se divisaba la choza de Francisco. Mir a mi alrededor, y qu vi? Francisco estaba sobre una roca elevada, con los brazos en cruz, semejante, a travs de los copos de nieve, a un crucifijo negro clavado en la piedra. Temiendo que se helara, me precipit hacia l con la firme intencin de Hermano

tomarlo en mis brazos y llevarlo a su choza para encender fuego en ella, aunque se opusiera. Pero no haba subido la mitad de la roca cuando lanc un grito: Francisco, con los brazos siempre extendidos, estaba suspendido sobre el suelo. Aterrorizado ante la idea de que pudiera volar y dejarme solo, corr, llegu a la cima y extend la mano para sujetar el borde de su tnica, pero en ese instante, simplemente, sus pies se posaron sobre la piedra. Me mir como si no me conociera, como si le asombrara ver a un ser humano. Lo tom en mis brazos y lo llev, tropezando. Al fin logr transportarlo hasta su choza. Encend fuego, lo puse junto a l y empec a friccionarlo enrgicamente para deshelarle la sangre. Poco a poco volvi en si, abri los ojos y me reconoci. 192 193 -Hermano Len -dijo-, por qu me has bajado? Estaba bien all... -Perdname, pero habras muerto si te hubiera dejado. -No has visto cmo suba al cielo? Haba empezado a morir. Por qu me has bajado? Mir sus manos, sus pies hinchados: estaban cubiertos de sangre. -Qu abrazndome Me siento mal, hermano Len, me duelen las manos y los pies como si me clavaran clavos en ellos. Por la noche, no puedo cerrar los ojos, tanto me duelen... Call un instante y continu: -Cuerpo mio, mi fiel borrico, perdname: no has terminado de sufrir... No hemos llegado a la meta, pero nos acercamos. Valor! Puso la mano sobre mi cabeza. -Te bendigo, leoncillo de Dios. Vuelve a tu choza. Ahora, quiero estar solo. mal me siento! -dijo con voz dbil. Se dej caer sobre m,

Yo

no

sabia

qu

pensar.

La

seal

que

esperaba

de

Dios,

era

sa,

Francisco subiendo al Cielo? La lengua del Seor es abundosa, esa visin poda ser su respuesta. Por la noche me haba enviado el sueo para trastornarme, y durante el da, la visin para devolverme el coraje. En verdad, Dios juega con nosotros como un padre con sus hijos; nos ensea a sufrir, a amar y a resistir. Cuando entr en mi choza desierta y glacial, tena el espritu ms sereno. Con todo, senta un grave remordimiento; hice la seal de la cruz y me promet confesarme a Francisco al da siguiente. El invierno llegaba a su fin y podra as iniciar la nueva estacin ligero, puro, con el corazn lleno de golondrinas. La maana siguiente me encontr a los pies de Francisco. Le confes mi pecado y, con la Irente apoyada en el suelo, esper. Francisco no hablaba ni suspiraba. Los dedos de sus pies se estremecan. Segu esperando, pero pronto su silencio me exasper: -Y bien, hermano Francisco? Qu penitencia me dars? -Tu pecado es grave, hijo mio. Durante tres noches y tres das no he de comer pan ni beber agua. -Pero no eres t quien ha pecado! He sido yo! Soy yo quien debe ser castigado! -Es lo mismo, hermano Len. No somos todos el mismo ser? He pecado contigo, ayunars conmigo. No has llegado a comprender, con el tiempo que hace que vivimos juntos? Ve, y que Dios te bendiga. Le bes la mano y me deshice en llanto.

-Nunca ms, hermano Francisco, te lo juro... -No te he dicho ya que los nunca y los siempre son palabras que slo Dios tiene el derecho de pronunciar? Vete y ten cuidado, cordero de Dios, pues has estado a punto de perecer devorado por el lobo!

La nieve empez a derretirse, el cielo se ilumin y las aguas corrieron hacia la llanura. Levantando la cabeza, los arbustos reaparecan a la luz. Un viento leve soplaba y los copos que haban quedado prendidos en los rboles se desprendan sin ruido y caan. Se oy el primer cuc sobre una rama; zamarreaba ab invierno. Y el corazn del hombre responda alegremente al hermano cuc como si los dos formaran parte de la misma orden, la orden de la primavera. El cielo y la tierra se dulcificaron, ya no trataban a los hombres con tanta dureza. Y de cuando en cuando, cuando iba a dejar frente a la choza de Francisco el pan cotidiano, vea delinearse una sonrisa en sus labios marchitos. -Hermano gracioso caballero de la tierra. Mira! Por donde caminas, la nieve se derrite. -Los almendros ya deben empezar a florecer en la llanura -dije un da. -Hermano almendro en flor. El espritu tentador se oculta entre las ramas y nos atrae. Vuelve ms bien los ojos hacia el almendro que florece en ti: tu alma. Pas largas horas ante mi choza, mirando la primavera que se instalaba en la tierra; me pareca que murmuraba una plegaria silenciosa, llena de reconocimiento hacia Dios. Len, te ruego que alejes de nosotros el pensamiento del Len -me deca, dichoso-, ha llegado la primavera: es el

Trenc cestas con los juncos que haba llevado de la llanura. Eso me ocupaba el da entero, y mientras tanto mi pensamiento iba hacia Dios, mucho ms rpido y con ms seguridad que cuando me arrodillaba a rezar. Me alegraba poder conciliar as el trabajo manual y el rezo. Un da, mientras trabajaba, sentado frente a mi choza, o pasos sobre las piedras y una respiracin anhelosa. No poda ser el Lobo, porque no jadeaba nunca y su paso era silencioso. Me levanto, corro al encuentro del visitante y veo al padre Silvestre. -Bienvenido seas, hermano! -exclam. Mi corazn saltaba de alegra en mi pecho. No haba visto a un solo hermano desde hacia aos... Lo abrac y lo hice sentar a mi lado. -No tengo nada que ofrecerte, hermano. Slo pan y agua. Pero el padre Silvestre no pensaba en comer. -Cmo est Francisco? -pregunt con ansiedad. -Lleva una vida de mrtir. No lo reconocers. La plegaria y el ayuno lo han socavado. Y como si eso no bastara, un gaviln va a despertarlo todos los das, antes del alba, justo en el momento en que puede dormirse. Es como si el propio Dios hubiera ordenado a los pjaros que lo atormenten. -Bernardone se muere, hermano Len, y me enva para que prevenga a Francisco. Parece arrepentido de cuanto ha hecho. El moribundo quiere ver a su hijo. Quiz desea pedirle perdn. Pens en los heroicos das iniciales, cuando sacudimos de nuestros pies el polvo del mundo para entrar en el brasero de Dios. Seor, cuntos aos, cuntos siglos ha-

ban pasado desde entonces! -Te acompao -dije-. All, entre las rocas. Vamos, y quiera Dios que no est rezando, pues entonces no podr hablarnos. Subimos. La choza estaba vaca. -Debe estar rezando en su gruta -dije-. Caminemos sin hacer ruido, para no asustarlo. Nos detuvimos ante la gruta. Pareca vaca. Sin embargo, omos en la sombra suspiros y una voz que suplicaba: Amor crucificado. Esperanza crucificada, oh Jess!. 194 tirndole del hbito. -Por el amor de Dios -le dije al odo--, no te acerques. Me ha dado la orden formal de no llamarlo ni tocarlo cuando reza. "Si me tocaras, dijo, me destrozaras. El sol subi en el cielo, descendi y se dispuso a ocultarse, pero Francisco segua arrodillado, inmvil, con los brazos extendidos, repitiendo las mismas palabras. Al fin, en el crepsculo, se oy un suspiro profundo y desesperado. Francisco se levant y vacilando como un borracho, con los ojos rojos de sangre y de lgrimas, sali de la gruta. Le tendimos los brazos, pero no nos vio, porque miraba hacia su interior. Dio unos pasos, se detuvo como tratando de recordar en qu direccin deba marchar, despus, aturdido, se llev las manos a las sienes. Caminamos tras l sin hacer ruido, para no asustarlo, pero una piedra rod bajo nuestros pies junto a su choza. Francisco se volvi. No nos reconoci en 195 El padre Silvestre se dispona a entrar, pero lo retuve justo a tiempo

seguida. Sin embargo, a medida que nos bamos acercando, su rostro se ilumin. Temblaron sus labios, sonri y abri los brazos. El padre Silvestre se precipit en ellos. -Hermano Francisco -le grit--, hermano mio, cunto te he echado de menos, qu contento estoy de verte! Francisco no dijo nada. vacilaba... Lo tomamos cada uno por un brazo y lo llevamos a la choza. El hermano lobo be haba llevado una piel de carnero. Lo sent sobre ella. -Cmo estn los hermanos? --pregunt al fin al padre Silvestre con cierta impaciencia. El padre baj la cabeza sin responder. -Cmo estn los hermanos? --repiti ansiosamente Francisco, tomando la mano del viejo sacerdote-. No me ocultes nada, padre Silvestre, quiero la verdad. -Han cambiado la ruta. hermano Francisco, han bajado a la llanura, hacia las praderas abundantes. -Y la santa Pobreza? -Quieren vestirla, alimentarla, hacerla engordar y ponerle sandalias. La Porcincula les parece demasiado modesta ahora, la desdean. Han buscado oro de aldea en aldea y el hermano Elias se propone elexar una inmensa iglesia de tres pisos. Ya ha llamado a albailes de renombrc y a pintores que adornarn sus paredes. Dice que la perfecta Pobreza debe morar en un palacio. Y est construyndoselo. -Y el santo Amor? -Los hermanos, se niegan a obedecer a los nuevos pastores. Cuando estos ltimos nos encuentran en el camino, se burlan de nuestros hbitos agujereados y de nuestros pies descalzos. No hermanos se han dispersado. Los antiguos, nuestros primeros

nos llaman los "hermanos sino los "descalzos". -Y la santa Simplicidad? -Olvidada, tambin ella. hermano Francisco. Han abierto en todas partes nuevas escuelas. Unos corren a Bolonia, otros a Pars. para estudiar las diferentes maneras de atrapar una pulga. Acumulan libros, suben a la ctedra, dicen discursos y pugnan por demostrar la divinidad de Cristo, por explicar Su Crucifixin y Su Resurreccin al tercer da de Su Muerte. Hacen con todo ello una ensalada tal que oyndolos el esp ritu se confunde y el corazn se vuelve de hielo. A partir del da en que los sabios empezaron a discurrir, Cristo dej de resucitar. Desesperado por esas noticias, Francisco cay al suelo. Permaneci as, mudo, un largo rato; despus murmuro con tono plaidero: Por qu, Dios mio? Por qu? Por qu? Es ma la culpa!. Golpeaba la frente contra el suelo. Lo levantamos por la fuerza. Pase una mirada vaga a su alrededor. -Hermano Len! -llam. -Estoy aqu, hermano, a tus rdenes -Abre el Evangelio, pon tu dedo al azar en l y lee lo que en l est escrito. Abr el Exangelio y me acerqu a la puerta. donde haba ms luz. -Lee! Me inclin y le: La hora se acerca, y ha llegado ya, en que os dispersaris y me dejaris solo -Sigue! -orden Francisco con angustia-. Qu dice despus? -Pero no estoy solo, porque mi padre est conmigo. -Basta! Tom la mano del padre Silvestre. -has odo la voz de Cristo. hermano? Dispersaos, pero no os aflijis. Yo

mismo me he sentido abatido por el dolor hace un instante, pero ya lo ves, no estamos solos. El Padre est con nosotros, no debemos tener miedo. l volver a las ovejas perdidas a la buena senda. Y con el hambre alimentar a su rebao. Pas largo rato. Francisco estaba a la vez desesperado y lleno de esperanza. Lo sentamos lejos de nosotros, muy lejos, en el porvenir. En el hondo silencio gritaba extraamente, como con ladridos que vinieran del confn de la tierra, como si fuera un perro ovejero que reuniera a su rebao para conducirlo al redil. Se adormeci un instante. Pero abri los ojos en seguida. nos mir y sonro: -Acabo de tener un sueo extrao. Escuchad: los hermanos estaban reunidos en la Porcincula, escuchando a Elas, que les hablaba del mundo. Un monje harapiento, descalzo, se detuvo, los mir y sacudi la cabeza. Uno de los hermanos se enfad: Por qu nos miras as! le grit. Por qu vagabundeas descalzo, con el pelo largo, sucio, con un hbito agujereado y cubierto de lodo? No sabes que el nuevo general expulsa a la Pobreza de nuestra orden? Ve a lavarte al convento. ponte un hbito limpio y sandalias, para no avergonzar a los hermanos. Me niego! Te niegas?.., dijo el hermano Elias. levantndose. le har dar cuarenta latigazos. Hazlo. Cuando hubieron azotado al hermano hasta arrancarle sangre, Elias volvi a preguntarle: Cmo te llamas?. Francisco, responde el monje harapiento. Francisco de Ass. Francisco nos mir y su sonrisa se borr. -Soy azotado hasta en el sueo! -murmur-. Loado sea el Seor, soy

expulsado hasta en el sueo! Cerr los ojos y sentimos que se haba alejado otra vez de nosotros. El padre Silvestre me mir como si procurara buscar en mi el valor necesario para hablar a Francisco. -Hermano Silvestre te trae un penoso mensaje. Ordena que hable. 196 1 Francisco aguz el odo, tratando de escuchar. -Qu dices, hermano Len? Un mensaje? Cul? -Pregunta al padre Silvestre, l te lo trae. -Silvestre, hermano mio -dijo Francisco, tomando entre las suyas la mano del sacerdote-, mi corazn est fuerte, no me ocultes nada. De qu mensaje se trata? Quin me lo enva? -Tu padre, hermano Francisco, el seor Bernardone. Francisco cruz los brazos, baj la cabeza y call. -Tu padre -repiti el padre Silvestre-. Me enva para que te pida que vayas a verlo, desea hablarte antes de morir. Francisco permaneci inmvil. -Tu madre llora y se lamenta a la cabecera de su esposo -sigui el padre Silvestre-. Est inconsolable. Slo t, hermano, puedes consolarla con tu presencia. Acude!... Francisco segua mudo. -Has respuesta debo darle? Francisco se levant, extendi el brazo en direccin a Ass y traz la seal de la cruz. -Adis, padre! -murmur-. Perdname! Si todava lo encuentras vivo odo, hermano Francisco? -pregunt el padre Silvestre-. Qu 197 Francisco -le dije-, vuelve a nosotros, escucha. El padre

-continu, dirigindose al padre Silvestre-, dile que no puedo partir de la cumbre de esta montaa. Dios me ha capturado y estoy entre sus manos, como un conejo entre las garras de un len que se divierte cruelmente con su presa antes de despedazara. Me debato, pero es imposible escapar de l. Dile a mi padre: Hasta pronto! -Y a tu madre? -Hasta pronto! -No tienes piedad de ellos? -pregunt el padre Silvestre vacilando-. Son tus padres. Pide a Dios permiso para visitarlos. El es infinitamente bondadoso. Te dar el permiso. -Ya se lo he pedido una vez. -Y qu te ha respondido? -Yo soy tu padre y tu madre, eso me dijo. El padre Silvestre se inclin y bes la mano de Francisco. -Hasta pronto, hermano Francisco -dijo-, haz lo que Dios te inspire. -Hasta pronto, hermano -respondi Francisco cerrando los ojos. Quera paisaje: piedras, inmensas rocas, zarzas secas a ras del suelo y, en el cielo, algunos gavilanes que planeaban. -All, en la planicie, Dios tiene otro aspecto -murmur-. Aqu, en la cumbre, reina Jahv. En la llanura se pasea Cristo. Cmo puedes resistir, hermano Len? -No soy yo quien resiste, es Francisco -le respond. Cuando pasamos frente a mi choza, entr y tom un pedazo de pan. -Toma, cmelo en el camino. Debes tener hambre. Nos abrazamos. -Vela por l -me dijo al partir-. Dios ya lo ha destrozado y est a punto de devo permanecer solo. Nos marchamos. El padre Silvestre miraba el

rarlo. Francisco no est ms vivo que sus ojos enfermos. Si se extinguen. el mundo entero ser privado de luz.

Las lunas se sucedan. Pas la primavera, despus el verano. Mirbamos desde arriba cmo se transformaba el rostro de la tierra. El trigo verdeaba en la llanura, despus se volva amarillo y por fin se tenda bajo la hoz. Los surcos negros de las vias brotaban, despus florecan y se cargaban de racimos que llevaban los vendimiadores. Pero nuestra montaa no cambiaba jams. Siempre estaba desolada y sin ninguna flor. Lleg el otoo y el mes de septiembre. La fiesta de la Cruz se acercaba. Francisco slo tomaba un bocado de pan y un trago de agua por da, ayunaba por el amor de la Santa Cruz. Esa adoracin databa de aos y aos. En la Regla de la orden haba escrito con su propia mano: Te adoramos oh Seor, y te alabamos, porque por tu santa Cruz te has dignado redimir los pecados del mundo. A medida, pues, que se acercaba la fiesta de la Exaltacin, que tiene lugar el 14 de septiembre. Francisco se funda como un cirio encendido. Ya no poda dormir y mantena da y noche los ojos alzados, como esperando ver una seal en medio de relmpagos y roces de alas. Un da me tom de la mano y me mostr el Cielo: -Mira tambin t, acaso Lo vers... Se dice en las Escrituras que la Cruz aparecer en el Cielo en el momento en que el Seor vendr a juzgar. ~Hermanto Len, siento que el Seor vendr a juzgar! Mir sus pies y sus manos.

-El cuerpo del hombre es una cruz -sigui-. Extiende los brazos y vers. Dios est clavado sobre ella. Levant las manos ab Cielo: -Oh Cristo, mi bienamado Seor -murmur-. te pedira que me concedieras una gracia antes de mi muerte. Quisiera sentir en mi cuerpo y en mi alma, en la medida de lo posible, Tu Dolor y Tu Pasin... Tu Dolor y Tu Pasin... -repiti como delirando. Envolvi sus pies y sus manos en su hbito. -Sufro! Djame solo, en compaa de mi dolor, hermano Len. Vuelve a tu choza. Con mi bendicin. Me march, lleno de inquietud. Dios mo. apacigua su llama o se reducir a cenizas!.. A medida que se acercaba la fiesta de la Cruz, yo vea a Francisco consumirse de alegra, de angustia, de sufrimiento y adivinaba, aunque tratara de ocultrmelo, que los dolores que senta en los pies y en las manos se hacan intolerables. Procuraba vivir y sufrir la Pasin de Cristo en su cuerpo dbil y agotado. Pero la carne humana, puede resistir tantos dolores? Lo vigilaba todos los das, oculto detrs de una roca desde la cual se divisaba la choza. Ya no iba a la gruta; prefera subir a la roca vecina a su cabaa para rezar de la maana a la noche, con los brazos extendidos, mudo, como transformado en piedra. Al crepsculo, un rayo de luz lama su rostro y sus cabellos ardan. La vspera del 14 de septiembre no pude cerrar los ojos. Hacia la medianoche me arrodill para orar, pero pensaba intensamente en Francisco. Me alc y sal de la choza.

Sobre mi, el cielo era un inmenso incendio en que las estrellas saltaban como chispas. 198 ~~1 La noche estaba transparente, las rocas luminosas, los pjaros nocturnos volaban sin ruido y se lanzaban gritos agudos de un rbol a otro. Soplaba un viento tranquilo y tibio, el que hace subir la savia a las ramas. Yo no poda comprender de dnde vena tanta dulzura y tanta calma. Me detuve y mir alrededor de mi. En el firmamento se cruzaban innumerables espadas mientras que debajo la tierra no era sino bondad y obediencia, como una esposa dcil. Cuanto ms me acercaba a la choza de Francisco, ms se acongojaba mi corazn, porque los milagros se cumplen en noches as, cuando el cielo est irritado y la tierra sumisa, cuando sopla un viento primaveral semejante a se. Me ocult detrs de mi roca y esper: Francisco oraba, arrodillado ante su choza. Un halo de luz temblorosa rodeaba su rostro y a la luz de los relmpagos vea brillar distintamente sus manos y sus pies. No brillar, pero si arder. Lo observ as largamente, inmvil. El viento haba cesado, ni una hoja se mova. El cielo empez a blanquear en Oriente. Las estrellas ms grandes brillaban todava. A lo lejos, posado en alguna rama, cantaba un pjaro matutino. La noche recoga sus estrellas y sus sombras, preparndose a partir. De sbito una intensa claridad azul y verde ibumin el cielo. Levant los ojos: un serafn con seis alas de fuego descenda, 199

y en su pecho, envuelto en plumas, estaba Jess crucificado. Un par de alas le enlazaba la cabeza, otro el cuerpo y el tercero, a izquierda y derecha, cubra los brazos tendidos de Cristo. El Alverna estaba en medio de llamas cuyo reflejo iluminaba la llanura. El Cristo alado se precipit del Cielo silbando y un relmpago alcanz a Francisco, que lanz un grito desgarrador, como si be atravesaran clavos... Abri los brazos y se inmoviliz, crucificado, en el aire. Despus murmur algunas palabras ininteligibles, seguidas de un nuevo grito: Ms, ms! Quiero an ms!. Entonces, sobre l oyse la Voz Divina: En la Crucifixin termina la ascensin del hombre. Y de nuevo el grito desesperado de Francisco. Quiero ir ms lejos, hasta la Resurreccin! Y la voz de Cristo, a travs de las plumas del Serafn: Amado Francisco, abre los ojos y mira: Crucifixin y Resurreccin son la misma cosa.~. ..Y el Paraso?, clam Francisco. Crucifixin, Resurreccin y Paraso son la misma cosa, repiti la voz. Y entonces un trueno conmovi el cielo, como una voz que ordenara al milagro volver a Dios; el serafn de las seis alas de fuego, semejante a un relmpago rojo y verde, subi de nuevo al Cielo. Francisco se precipit con el cuerpo agitado de convulsiones. Corr hacia l y lo levant. De sus manos y sus pies manaba sangre. Apartando su hbito, vi en su costado una ancha herida, como abierta por un lanzazo. -Padre Francisco, padre Francisco... -murmur. Le arroj agua para que volviera a l la conciencia. No poda llamarlo hermano. Ya no me atreva. Se haba elevado por encima

de sus hermanos y por encima de los hombres. Pero no poda orme, porque haba perdido por completo el conocimiento. Su rostro an estaba contrado por el miedo. Lav sus heridas, pero se reabran siempre y sangraban. Me ech a llorar. Perder toda la sangre. No le quedar una sola gota. Morir! Dios se ha abatido sobre l con todo su peso, la gracia divina lo ha tocado con demasiada violencia, morra.. . Francisco abri los ojos y me reconoci. -Hermano Len -me dijo con voz casi imperceptible-, has visto algo? -Si, padre mio. -Has odo algo? -He odo. -Hay que conservar el secreto. Jura que lo conservars. -Lo juro! Qu has sentido, padre Francisco? -He tenido miedo! -No has sentido alegra? -He sentido miedo! Me toc el hombro. -Ahora, preprate; partiremos. El viaje ha terminado. Volveremos a la Porcincula. Debo morir donde he nacido. -No hables de la muerte, padre Francisco. -De qu otra cosa ha de hablar el hombre? No llores, hermano Len. Nos separaremos un instante, pero volveremos a encontrarnos en la eternidad. Bendita sea nuestra Muerte! Le ayud a acostarse, desgarr mi hbito y be vend las heridas. Despus me postr ante sus manos y sus pies, llorando. Cuando le dej para encaminarme a mi choza, nuevamente naca el da. El viaje ha terminado, murmur, el viaje ha terminado. Francisco llega

a la cumbre; el hombre no puede ir ms all de la Crucifixin... Ahora, ya no necesita su cuerpo, ha llegado... Pero qu ser de mi? Adnde ir? Estoy perdido!. Cuando el Lobo fue a llevarnos nuestra racin cotidiana, se asombr al verme llorar. -Por qu lloras? -me dijo. -Francisco volver al lugar donde ha nacido. Temo que regresa para morir, hermano. El rostro del Lobo se ensombreci. -Mala seal! Hay corderos que rompen sus cadenas ante la cercana de la muerte, saltan la vala de su redil y regresan al lugar de su nacimiento. Pobre hermano Francisco! -Oh, no teme la muerte -le respond-, no temas. La muerte no es el fin, me dice siempre, sino el comienzo. La verdadera vida empieza a partir de la muerte. -Pobre Francisco, acaso sea el comienzo, pero para nosotros es el fin. Estaba habituado a traeros un pedazo de pan y ello me alegraba como una buena accin. Ahora... Se enjug los ojos: -Bueno! -agreg con voz ahogada-, ir a buscarle un asno. Y una manta para que pueda sentarse mejor. Prepralo, vuelvo en seguida! Y descendi la montaa. Largo tiempo despus de su partida yo segua oyendo cmo las piedras rodaban tras l, en la pendiente.

Una hora despus, el asno se detena frente a la choza. Una gruesa manta roja estaba echada sobre el lomo. Levantamos a Francisco con grandes precauciones, porque sufra mucho. La sangre manaba abundantemente a travs de los pedazos de hbito que envolvan sus heridas.

201 200 -Hermano Cordero --dijo poniendo su mano ensangrentada sobre la ruda cabeza del Lobo-, quiera Dios que t y este asno y tambin esa manta roja que has trado para hacer ms cmoda la silla entris juntos en el Paraso. Empezamos a bajar, lentamente. En mitad de la cuesta, Francisco pidi al Lobo que se detuviera. Se volvi, levant la mano y se despidi del Alverna. -Oh agradezco el bien que me has hecho, el dolor que me has dado, las noches sin sueo, el miedo y la sangre. Cuando Cristo muri sobre la Cruz, slo t, entre todas las montaas, te estremeciste, solo t, y tus laderas se desgarraron... Y tus hijas, las perdices de las cumbres, cantaron el canto fnebre arrancndose las plumas, vuelta la mirada hacia Jerusaln. Y mi corazn, esa otra perdiz, tambin cant. Porque Cristo, que fue crucificado sobre tus piedras, me trajo un mensaje secreto y parto. Parto, Alverna! Adis, adis... Adis, montaa bienamada, hasta nunca, hasta siempre! Seguimos el camino, silenciosos. El propio Lobo tena lgrimas en los ojos. Mientras tanto, prevenidos por las llamas que haban visto al alba, en la cima del Alverna, y suponiendo el milagro, los campesinos se haban puesto a redoblar las campanas. Despus de reunir a todos sus enfermos, de disponan a llevarlos hasta el nuevo santo para que los curara. En cuanto nos vieron llegar, se precipitaron hacia Francisco para besarle las manos y los pies. Embozado en su hbito, Francisco ocultaba sus miembros montaa bienamada, montaa sobre la cual Dios ha caminado, te

sangrantes. -Tcanos, santo padre -aullaban los enfermos-, mranos, cranos! Entonces Francisco olvid sus precauciones y sac la mano de su pecho para bendecirlos. Al ver la herida, los campesinos se precipitaron sobre l gimiendo. Las mujeres tendan sus delantales, los hombres sus manos abiertas y, recogiemdo la sangre que manaba, se baaban con ella el rostro. La multitud volviase amenazadora. Si hubieran podido, los aldeanos habran destrozado a Francisco para llevarse cada uno un bocado de su carne. Sus ojos se perturbaban, espumaban sus bocas... Previendo el riesgo que corra, me adelant: -Por el amor de Dios, cristianos, dejadnos pasar! El santo tiene prisa por regresar a su casa. Recibid su bendicin y alejaos. -No excitadas-. Dejar sus huesos aqu para que estos lugares queden santificados. Y nosotros le construiremos una iglesia a donde vendrn a orar todos los hombres del mundo. Retenedlo, que no se vaya! Es nuestro, nuestro, nuestro! Me volv hacia el Lobo: -Hermano, tengo miedo. Quieren arrebatrnoslo. Aydanos! Francisco esperaba con la cabeza inclinada, las manos ocultas en su pecho. El sudor corra por su frente y sus ojos eran de nuevo como dos llagas sangrantes. -Tened piedad de l -volv a gritar-. No veis cmo corre su sangre? Pero cuanto ms sangre vea, ms aullaba la multitud. -Es nuestro, nuestro, nuestro! Nunca hemos tenido santos en nuestra aldea, y ahora que Dios nos ha enviado uno, no lo dejaremos partir! Cuerdas! Traed cuerdas para atarlo! se marchar, le impediremos que se marche! -gritaron voces

El Lobo no se retuvo. Arranc un cayado de las manos de un anciano y empu las riendas del asno para hendir la multitud.

202 -Dejadnos paso! -gru-. No olvidis quin soy! Apartaos! Los hombres retrocedieron, pero las mujeres, enloquecidas, se arrojaron sobre Francisco y destrozaron su hbito, descubriendo su cuerpo azulado y esqueltico. -Hijos mos, hijos mos... -murmuraba Francisco. llorando. Las patas temblorosas del asno se doblaron; estuvo a punto de caer. De un bastonazo, el Lobo lo enderez. La multitud quiso atacar, pero el bandido abati su cayado sobre las cabezas. -Atrs, sacrlegos! -tron, asestando golpes a diestra y siniestra para abrirse paso. Viendo que el santo se alejaba, los enfermos se pusieron a llorar y a gritar: -No nos abandones, santo de Dios, no nos abandones, ten piedad de nosotros! Clamas: ..Amor, amor!.., pero dnde est tu amor? Tcanos. queremos curar! Francisco los miraba con los ojos llenos de lgrimas y de sangre: -Dios... Dios... -murmuraba, incapaz de pronunciar otra palabra. Por fin, alabado sea el Seor, escapamos. -Te habran devorado vivo, hermano Francisco, sin este bendito leo... -dijo el Lobo riendo-. Con tu permiso, lo llevar al Paraso. Mucho ms lejos, en una aldea, hicimos un alto. Haba que prestar ciertos cuidados a Francisco. Nos detuvimos en la plaza, donde corra un manantial. Mientras le lavaba las heridas, el Lobo mendigaba en el pueblo un pedazo de tela para vendrsebas.

Cuando me lo trajo, desgarr la tela, envolv con ella los pies. las manos y el costado derecho de Francmsco. -Te duele, padre Francisco? -pregunt. Entonces se asombr. -Dolor? Qu es el dolor? No comprendo qu quieres decir, hermano Len! Y en verdad, fue slo entonces cuando observ su metamorfosis. Su rostro resplandeca, sereno, bienaventurado, y una dulce claridad nimbaba su cabeza: sus pies y sus manos centelleaban... Me sent junto al manantial y entonces sent que Francisco se alejaba de mi, que desapareca sin siquiera concederme una ltima mirada. En adelante slo Dios habitara su corazn. Todo ha terminado.., pens. ..su largo camino se detiene aqu. Y yo me quedo en mitad de la senda, nunca podr reunirme con l, ya nunca viajaremos juntos. Suspir. Francisco se volvi y me mir largamente. Una sonrisa amarga se dibuj en sus labios. -Hermano Len -me dijo-, puedes encontrarme un pedazo de papel y una pluma? Corr a casa del sacerdote de la aldea y le llev lo que me haba pedido. -Aqu estn, padre Francisco. Escribe, entonces! Me inclin sobre la hoja de papel, tom la pluma y esper. Ests dispuesto, hermano Len? -Lo estoy. -Escribe!

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T eres santo, Seor, T eres Dios sobre los dioses, T eres el nico capaz de milagros. T T T T T T T eres el fuerte, T eres el grande, T eres el Altsimo. eres el bueno, el buensimo. T eres la Bondad Suprema. eres el Amor, T eres la Sabidura, la Humildad y la Paciencia. eres la Belleza, la Certidumbre. la Paz y la Alegra. eres nuestra Esperanza, la Justicia, toda nuestra riqueza. eres nuestro Patrono, nuestro Defcnsor y nuestro Guardin. eres la Dulzura infinita de nuestra alma. A medida que dictaba, se exaltaba, mova los pies y las manos... Hasta quiso ponerse a bailar, pero sus piernas estaban demasiado dbiles y se desplom en tierra. -Que alegra, qu felicidad! -murmur--. El Cielo ha descendido a la tierra, ya no veo hombres a mi alrededor, sino estrellas! Has escrito? Todo? -He escrito todo, padre Francisco -respond, sintiendo en el corazn la mordedura de una serpiente, pues no senta la alegra de que l hablaba. Mi alma estaba envenenada. Era intil que mirara a mi alrededor, no vea nada. Y Francisco haba partido muy lejos para m. -Sigue grandes: Que Dios vuelva hacia ti su mirada, para que se purifique y brille tu rostro, hermano Len. Que Dios pose la mano sobre tu corazn para apaciguarlo. Has escrito? -He escrito, padre Francisco --murmur, y mis ojos se llenaron de escribiendo! Escribe al pie de la pgina, con letras bien

lgrimas. -Dame el papel y la plumna, tengo algo que agregar. Le tend la pluma. Hizo un gran esfuerzo para cerrar la mano sobre ella y con sumo cuidado logr dibujar un crneo en un rincn de la hoja, y sobre el crneo, una cruz, y sobre la cruz, una estrella. -Toma este papel y consrvalo. hermano Len. Y cuando sientas pena, scabo de tu pecho y lebo, para acordarte de m y del amor que te tuve. XII Cuando pienso en el viaje de regreso hacia la tierra natal, no puedo sino dar la razn a Egidio. En efecto, de santo desprndese un olor, que salvando las montaas y las selvas, penetra en las casas de los hombres. Entonces stos se sorprenden, la pasin y el miedo se apoderan de ellos; todos sus pecados, sus cobardas, sus bajezas, las flaquezas de su alma, que crean olvidadas o prescritas por el tiempo, vuelven a su espritu. De pronto se abre el Infierno bajo sus pies. Entonces despiertan, husmean el aire, vuelven el rostro hacia donde viene el olor y se ponen en marcha, temblando. Todos los hermnanos que haban permanecido fieles a la Porcincula haban acudido para recibirnos. Francisco, que haba perdido casi toda su sangre, yaca en el suelo de su choza. Los hermanos lo rodeaban, lo abrazaban y no dejaban de hacerle preguntas: Cmno haban aparecido las llagas sobre su cuerpo? Poda describirles a Cristo clavado en las alas del Serafin? Qu secretas palabras haba pronunciado l? Pero

Francisco ocultaba sus pies y sus manos, ya riendo, ya llorando de alegra. Los dolores haban vuelto y senta que alguien sufra; pero no era l. l ya haba abandonado el mundo y nos miraba a todos con piedad. La multitud aflua sin cesar desde las aldeas ms lejanas y las grandes ciudades; el olor del santo las guiaba. Eran peregrinos, enfermos del alma y del cuerpo. Lo tocaban, le besaban los pies. Framcisco les deca algunas palabras, palabras sencillas pero que sus oyentes haban olvidado: Amor, Unin, Humildad, Esperanza, Pobreza. Y sobre sus labios esas simnples palabras adquiran por primera vez un hondo sentido, lleno de misterio y de certeza. Y los peregrinos se consolaban, sorprendidos de ver cun cerca y accesible est la beatitud. Muchos de ellos cambiaban tanto que a su vuelta su familia ya no los reconoca. Nuevos fieles se ponan entonces en marcha para recibir una gota de blsamo que manaba de los labios de Francisco. Ese da haca mucho calor. Francisco, agotado, haba cerrado los ojos. Mientras lo abanicaba con hojas de pltano, una anciana vestida con distincin, la cabeza cubierta con una manta negra, se acerc con paso silencioso y se arrodill junto a Francisco. Despus se inclin, bes silenciosamente sus pies, sus manos y roz con una caricia sus cabellos empapados de sudor. Su ademn me pareci tan tierno que levant los Ojos, preguntndome quin poda ser esa noble dama vestida de negro. Sus labios se agitaron: -Hijo mio... -gimi suavemente, echndose a llorar. Me sobresalt. De pronto la haba reconocido.

-Seora Pica, noble dama Pica... -~ murmur. 204 ~1 Entonces alz su rebozo, descubriendo su cara arrugada, envejecida, de gran palidez. -Oh, hermano Len -gimi-, en qu estado me devuelves a mi hijo. -No soy yo, dama Pica, no, no soy yo quien te lo devuelve as. Es Dios. Ella baj los ojos. -S, Dios... -y volvi a posar su mirada empaada sobre Francisco. Su hijo, su hijo querido, no era ya ms que una llaga, un pobre andrajo que yaca en el suelo, baado en su propia sangre. -Este hombre es mi hijo? -murmuro-. Es mi Francisco? Francisco oy, abri los ojos y vio a su madre. -Madre, madre, has venido! -dijo tendindole los brazos. -Hijo mio.., ya no s cmo llamarte, hijo mo, padre mo... Beso las cinco heridas que Dios te ha dado y te pido una gracia... Recuerda la leche con que te aliment y no me la niegues... -La recuerdo, madre, lo recuerdo todo. Llevo todos mis recuerdos conmigo, y Dios los bendecir. Qu gracia quieres pedirme? -Crtame el pelo, llmame hermana Pica en adelante y permiteme ir a refugiarme al convento de San Damiano. Ya no tengo esposo ni hijo; nada tengo que hacer en el mundo. -Renegar del mundo no basta, madre. Hay que querer a Dios; debes decir: no tengo marido, ni hijo, alabado sea el Seor. Pero tengo a Dios y en Dios tengo todo. Quiero entrar en San Damiano no porque odio el mundo, sino porque quiero a Dios. -Quiero entrar en San Damiano porque quiero a Dios -repiti la seora Pica procurando retener sus sollozos-. Dame la bendicin, padre Francisco! Francisco se alz penosamente. Le ayud a apoyarse en la piedra que le 205

serva de almohada. -Has distribuido todos tus bienes entre los pobres? Te has prosternado ante la dama Pobreza? Has abandonado tu rica morada fcilmente y hasta con alegra, como si renacieras despus de una larga enfermedad? Te has desposedo de todo? -De todo... No tengo ya nada, padre Francisco. -Recibe, entonces, mi bendicin, hermana Pica -dijo, posando la mano sobre la cabeza de su madre-. Ve junto a la hermana Clara, ella te cortar el pelo y te dar un hbito gris. Adis! Quiz no volvamos a vernos en esta tierra. La seora Pica se ech de nuevo a llorar. Abri los brazos, abraz a su hijo y lo apret tiernamente contra su pecho. como a un nio. Despus se envolvi en su manto negro y se march en direccin a San Damiano. Francisco me mir. -Hermano Len -dijo-, cmo los hombres que no creen en Dios pueden separarse de su madre para siempre sin sentir destrozado el corazn? Cmo pueden soportar el indecible dolor de la separacin? La sola vista de un cirio que est a punto de extinguirse basta para acongojar el alma. Qu piensas t? Yo nada comprenda, no saba qu decir. Cmo el que ama a Dios no puede amar a nadie en el mundo? No tiene piedad de nadie? Madre, padre, hermanos, alegra, dolor, riqueza se reducen a cenizas en el brasero de su alma? -Un da, en Ass -respond-, recuerdo que el guardin grit: Fuego!. Las campanas repicaron, las gentes se precipitaron hacia la calle, semidesnudas... Y no era fuego, era tu alma que arda, padre Francisco. Arda y con ella arda el universo

todo. Hace apenas un instante, tu madre ha sido reducida a cenizas... No respondi. Mir sus manos, sus pies, y se mordi los labios, lvido: -Sufres, padre Francisco? -S, alguien sufre, hermano Len. Reuniendo sus fuerzas se incorpor: -Djalo sufrir, djalo gemir en las llamas. Nosotros debemos mnantener alta la cabeza! Recuerdas lo que cantaban los tres nios, Ananas, Azarias y Misael en el horno donde los haba arrojado el tirano de Babilonia? Hagamos comno ellos. leoncillo de Dios, cantemos tamnbin nosotros y golpeemos las manos. Ah, si pudiera tenerme en pie y bailar. Emnpiezo... haz como yo. Y se puso a cantar con voz alegre y firme: Alabad al Seor, alabad todas las obras del Seor, celebrad y glorificad ab Seor en la eternidad. Alabad al Seor, sol, luna, estrellas del Cielo, celebrad y glorificad al Seor en la eternidad. Alabad al Seor, todas las lluvias, todos los rocos, todos los espritus del Seor. Celebrad, venerad y glorificad al Seor en la eternidad. Alabad ab Seor, fuego, calor, fro, hielo. Celebrad y glorificad al Seor en la eternidad. Alabad al Seor, nieves y escarchas, relmpagos y nubes. Celebrad y glorificad al Seor en la eternidad. Alabad al Seor, luces y tinieblas, das y noches. Celebrad y glorificad al Seor en la eternidad. Tierra. alaba al Seor. Alabad al Seor, colinas y montaas y todo lo que verdea

sobre la tierra. Celebrad y glorificad al Seor en la eternidad. Alabad al Seor, fuentes, mares, ros y torrentes y todas las aguas vivas. Celebrad y glorificad al Seor en la eternidad. Mientras dominar. Quera bailar, pero no poda. Nunca haba visto a Francisco tan feliz. La llama que devoraba su rostro se haba convertido en luz. Desde que el Crucificado de los Cielos lo haba tocado, se senta ms leve y su corazn desbordaba de certeza. No lo abandon desde entonces, y esa maana, al abrir los ojos, lo vi sonriente, acodado en su almohada de piedra. -Has tenido un buen sueo, hermano Francisco? Tu rostro resplandece. -No ves la sangre que corre sobre m? Necesito sueos, hermano Len? Hasta ahora lloraba, me golpeaba el pecho y gritaba a Dios mis pecados. Pero ahora s que Dios tiene una esponja y los borra. No una espada, ni una balanza... una esponja! Y si tuviera que hacer el retrato del Seor, lo representara con una esponja en la mano. Todos los pecados del mundo sern borrados, inclusive Satans y el Infierno, porque el Infierno no es sino la antecmnara del Paraso. 206 207 -Pero entonces?... Apenas haba esbozado mi frase, cuando Francisco me tap la boca con la mano. -Calla -dijo-. No disminuyas la grandeza de Dios. cantaba bata palmas, moviendo los pies, que ya no poda

Empez la estacin de las lluvias. Francisco cerraba los ojos y escuchaba

cmo las aguas del cielo se desplomaban sobre la tierra. Su rostro brillaba como una piedra mojada y a menudo me rogaba que lo llevara hasta la entrada de la choza para tender las manos y recibir las gotas de lluvia. -Es la ltima limosna que pido -deca, viendo cmo sus palmas se llenaban de agua. Se inclinaba y beba con dicha y gratitud. Baado en esa inmutable alegra, su cuerpo se consuma. Todos los das Francisco se hunda un poco ms en la tierra, mientras algo de l suba al Cielo. Ahora se distinguan netamente los dos elementos de que estaba compuesto. -Padre Francisco -le dije un da-, no te vayas todava. El circulo de tu vida no se ha cerrado por completo. Siempre has deseado rezar ante el Santo Sepulcro, y no has ido hasta l. Francisco sonri: -Qu importa si no me ha sido dado ir! El Santo Sepulcro vendr hasta el pobre pecador que soy... Los antiguos compaeros de Francisco, sus preferidos, fueron desde todas partes para saludar a su maestro, llevndole noticias de los pases donde predicaban el Amor y la Pobreza. Varios hermanos haban muerto como mrtires en las selvas salvajes de Alemania. En Francia los golpeaban, tomndolos por herejes; en Hungra, los pastores les soltaban los perros y los campesinos los traspasaban con sus tridentes; en otras partes, los desnudaban y los abandonaban, tiritando, en la nieve. Francisco escuchaba, con el rostro resplandeciente. Contaba entre los bienaventurados a los hermanos

que haban conocido la dicha de la persecucin y el desdn de los hombres. -Cul es el camino real que lleva al Cielo? -deca-. Es el desdn del hombre. <,Y el camino ms corto? La Muerte. Bernardo, Pedro, Maseo, Gennadio, Rufino, ngel, Pacifico y el padre Silvestre acudieron; la hermana Clara le dirigi este mensaje: Has sido tocado por la gracia de Dios. Concdeme el permiso de ir a adorar las marcas que ha dejado en tu cuerpo. Y la respuesta de Francisco fue: Hermana Clara, no necesitas venir a yerme para creer. Ya no necesitas tocar. Cierra los ojos y me vers. -Por qu no la dejas venir? -pregunt a Francisco-. No tienes piedad de ella? Le haras un gran bien. -Precisamente, porque tengo piedad de ella no la dejo venir. Y adems. debe habituarse a verme sin cuerpo. Tambin t, hermano Len, debes habituarte. Y todos los que me quieren. Apart los ojos para ocultar mis lgrimas. Las presencias invisibles no pueden contentarme, y yo saba bien que cuando dejara de ver a Francisco estara perdido. Adivinando mis pensamientos, Francisco iba a hablar cuando, el ltimo de todos, lleg el hermano Elias para despedirse. Acababa de regresar de una misin que le haba permitido recoger mucho oro. En Ass ya haba echado los cimientos de un gran convento que gozara de una gran iglesia, adornada de frescos, de lmparas de plata y de un coro finamente esculpido. El conjunto deba comprender muchas celdas y una importante biblioteca a donde

los hermanos iran a estudiar, a discutir y a dar conferencias. Francisco pos la mano sobre la cabeza del hermano ambicioso. -Me parece, hermano Elas, y Dios me perdone, que ests apartando a los hermanos de la buena senda. Has expulsado a nuestra gran riqueza, la Pobreza, y has permitido peligrosas libertades a las antiguas virtudes que eran los fundamentos de nuestra orden. Esas virtudes eran severas y puras, no hacan ninguna concesin a la facilidad y al bienestar. S que recoges oro para construir conventos y que has calzado con sandalias los pies de los hermanos en vez de dejar que caminen en contacto directo con la tierra, como antes. El lobo ha entrado en nuestro redil y yo ladro ante la puerta de la Porcincula, como un perro encadenado. Adnde nos llevas, hermano Elias? -Dios me impulsa. hermano Francisco. Sabes bien que todo lo que se cumple se hace por Su voluntad. Los tiempos han cambiado; con ellos, el corazn del hombre; y con el corazn del hombre, las virtudes. Pero qudate tranquilo, yo conducir la orden hacia el dominio espiritual del mundo. Ten fe en mi. Ya la sangre de los hermanos ha empezado a correr y a regar la simiente que sembramos. -Tengo fe en Dios y no pido otro consuelo. Sin ser inteligente ni instruido, cuando viva no haca otra cosa que llorar, bailar y cantar para Dios. Ahora, ya no puedo... Estoy reducido a ser un perro que ladra a la puerta de la orden. Espero, y hasta tengo la certeza de que Dios intervendr. Estoy tranquilo, pues, hermano Elias, y no me asustas. Elas bes la mano de Francisco y se march, impaciente por vigilar a los albailes

que construan el convento en Ass. Pacifico estaba presente. Cuando Elias se alej dijo: -Padre Francisco. las palabras son demasiado estrechas para contener el corazn del hombre. Para qu hablar? Permiteme, ms bien, tocar el lad, porque sa es tu verdadera boca y con ella deberas hablar a los hombres. No sabes tocar? Te ensear. Pacfico instrumento de arriba abajo. Saban de l sones graves o agudos, y Francisco, muy atento, escuchaba los consejos de su profesor. -Ven todos ls das a darme una leccin, hermano Pacifico. Ah, si me fuera concedido hacer mi ltima plegaria tocando el lad! Ahora toca un aire alegre para reconfortarme. Entonces Pacifico toc y cant. Cant primero la belleza de la Mujer, despus de la Virgen Mara; con la misma meloda, con las mismas palabras. Slo el nombre cambiaba. Francisco acompaaba la msica cantando en voz baja. La aureola de luz se intensificaba alrededor de su rostro y los hoyos de sus sienes se llenaban de fuego. se inclin y le mostr las cuerdas. Sus dedos rozaban el

Los

das

pasaban.

Pacifico

iba

dar

su

leccin

todos

los

das

Francisco, buen alumno, estudiaba cmo poner los dedos sobre las cuerdas. Le hacia feliz comprobar que aprenda rpido y que pronto podra hablar a Dios y a los hombres tocando el lad. 208 1 Un da un conejo de monte, aterrorizado, fue a refugiarse en su hbito. 209

Deba perseguirlo un zorro, porque omos desde lejos el grito penetrante del animal. Francisco habl al conejo con tanta ternura que me sorprendi. Nunca haba habla do as a un hombre. -Pon tu mano aqu, hermano Len, vers cmo tiembla su corazoncito. Te pido perdn, hermano zorro, pero te impedir que lo comas. Dios me lo ha enviado para que lo proteja. Desde entonces, el conejo no se separ de Francisco, y durante los das en que ste luch con la Muerte, el animalito permaneci acurrucado a sus pies, temblando y negndose a tomar alimento. Todos los animales queran a Francisco, porque adivinaban el amor que l les tena. Le haban regalado un faisn cuya belleza nunca se cansaba de admirar: Hermano faisn>~, le deca, levanta la cabeza y agradece al Seor por haberte hecho tan hermoso. Y el faisn, abriendo las alas, se pavoneaba al sol como un gran seor. Un da, durante el invierno, mientras pasebamos bajo las encinas del Alverna, un lobo hambriento surgi delante de nosotros. Francisco se acerc y le habl tranquilamente y con dulzura, como a un amigo: Hermano Lobo, gran seor de la selva, danos permiso para pasearnos bajo tus rboles. Este hombre que tiembla de miedo porque no te conoce se llama hermano Len y yo me llamo Francisco de Ass. Hablbamos de nuestro padre, que es tambin el tuyo: hablbamos de Dios. Te lo suplico, hermano Lobo, no interrumpas nuestra conversacin. Al oir la voz tranquila de Francisco, el lobo se apart dcilmente y nos dej pasar. Pero sobre todo Francisco amaba la luz, el fuego y el agua. -La Estamos rodeados de prodigios! Por la maana, cuando el sol se levanta y nos distribuye bondad de Dios es infinita, hermano Len -me deca a menudo-.

su luz, has observado con qu ardor cantan los pjaros y cmo salta el corazn del hombre en su pecho? Has observado que las piedras y las aguas ren? Y por la noche, cuando el sol se pone, nuestro hermano el Fuego, viene hacia nosotros, acogedor. Ya sube hasta la lmpara para iluminarnos, ya se instala en el hogar para darnos calor. Y el agua? Qu milagro es el agua! Corre, parlera, se transforma en arroyo, despus en ro que baja hacia el mar cantando. A su paso, lo lava y purifica todo. Y cuando tenemos sed, cmo refresca nuestras entraas! Con qu perfeccin el cuerpo humano se adapta a la tierra y el alma a Dios! Cuando pienso en todas estas maravillas, ya no me basta hablar y caminar. Querra cantar y bailar.

La Navidad era, de todas las grandes fiestas, su preferida. Un ao la Navidad cay en viernes. Como uno de los nuevos hermanos rehusaba comer carne ese da, Francisco lo invit a sentarse a la mesa, a su lado. -Hermano Moneo -le dijo-, no hay viernes que importe cuando es Navidad. Si las paredes pudieran comer carne, se la ofrecera para que tambin ellas pudieran festejar el nacimiento de Cristo. Por lo dems, aunque no puedan comer, har que la prueben. Y diciendo esto, tom un trozo de carne y frot con l las cuatro paredes de la Porcincula. Despus volvi a sentarse, satisfecho.

210 r

-Si el rey fuera mi amigo -dijo-, le pedira que ordenara a todo el mundo que sembrara trigo en los patios y en las calles, durante la Navidad, para alimentar a nuestros hermanos los pjaros, porque en esta poca del ao no encuentran qu comer. Si el rey fuera mi amigo, quienes poseen bueyes y asnos en su establo tendran el deber de lavarlos con agua tibia y deberan darles doble racin de alimento; y esto por el amor de Cristo, que naci en un establo. En cuanto a los ricos, en estos das de fiesta tendran que abrir sus puertas a los pobres y servirles de comer. Porque Cristo ha nacido, y con l la danza, la alegra y la salvacin!

Estbamos en diciembre y la Navidad se acercaba. Francisco contaba los das, hasta las horas, impaciente por celebrar la gran fiesta cristiana. -Es mi ltima Navidad -deca-. Por ltima vez ver al Divino Nio agitar sus pies en la cuna. Tena en la ciudad un buen amigo creyente, el seor Bebita. Lo hizo llamar y ste acudi a la Porcincula sin demora. -Hermano -le dijo Francisco-, tengo gran necesidad de festejar la santa noche de Navidad contigo, este ao. En la selva vecina se encuentra una gran caverna. Hazrne

el placer de llevar a ella en la noche de la Navidad un buey y un asnillo semejantes a los de Beln. Porque es mi ltima Navidad en la tierra y deseo ver en qu sencillez naci Cristo para salvar a los hombres y para salvarme a mi, pobre pecador. -A tus rdenes, padre Francisco -respondi el seor Bebita-. Todo se har segn tus deseos. Bes la mano del santo y se march. -Ver el nacimiento de Cristo, ver la Crucifixin, despus la Resurreccin -me dijo Francisco, alegre-. Despus podr morir. Alabado sea el Seor, que me da la fuerza de gozar del ciclo en su totalidad: la Navidad, la Crucifixin y la Resurreccin! A partir de ese momento, Francisco olvid sus sufrimientos y todas sus preocupaciones para consagrarse a la preparacin de la Navidad. -Hermano Len -me deca-, aydame a festejar mi ltima Navidad con alegra y recogimiento! Llam a Egidio: -Hermano Egidio, t sers Jos. Slo tendrs que pegarte un pedazo de algodn en la barbilla... Procrate tambin un leo en el cual has de apoyarte. Encarg a Gennadio que buscara a dos pastores en la montaa. Llegaron: uno, un anciano todava fuerte, bajo, de piel atezada por el sol; otro, un adolescente de mejillas cubiertas de rubio bozo. -Hermanos pastores -les recomend Francisco-, en la noche de Navidad iris con vuestros rebaos a la gruta que os indicar el seor Belita. No temis, no tendris nada que hacer, salvo quedaros a la entrada de la gruta apoyndoos en vuestros cayados

y mirando lo que ocurre en el interior. Seris los pastores que contemplan a Jess recin nacido. Mand decir a la hermana Clara: Que tu hermana Ins acuda a yerme. Tengo que hablarle.

211

L -Ella ser la Virgen Maria -me confi-. La he elegido porque se llama Ins. Despus me envi a la Porcincula a buscar a unos cuantos novicios que deban representar a los ngeles y llevar paales cantando: Ella pari a su hijo primognito y lo acost en un pesebre. El hermano Pacfico los acompaaria con su lad y el padre Silvestre oficiara la misa. La vspera de Navidad, el seor Belita nos mand decir que todo estaba dispuesto y que podamos ir. A medianoche nos pusimos en camino, acompaados de algunos hermanos, entre ellos Bernardo, el seor Pedro, Maseo y el padre Silvestre. Pacifico caminaba junto a Francisco, llevando su lad en bandolera. El aire estaba helado y el cielo de una gran pureza. Las estrellas bajaban y casi rozaban la tierra. Cada uno de nosotros tena una sobre la cabeza. Francisco caminaba como bailando. De pronto. se detuvo. -;Hermanos, qu dicha, qu dicha inmensa acaba de ser concedida a los hombres! ~,Os dais cuenta de lo que veremos? A Dios nio! A la Virgen Maria amamantando a Dios! A los ngeles del Cielo cantando el hosanna! Hermano Pacifico, te ruego que tomes tu lad y cantes: Y ella pari a su hijo primognito y ella lo amamant y

lo acosto en un pesebre. Francisco se inclin y me dijo al odo: -No puedo contener mi alegra, hermano Len. Mira qu bien camino! Ya no siento dolor en los pies. Esta noche he soado que la Virgen Maria dejaba al Nio Divino en mis brazos. Los campesinos de las aldeas vecinas se haban reunido en la selva y sus antorchas iluminaban los rboles. La gruta estaba ya llena de gente. Francisco baj la cabeza y entr, seguido de todos los hermanos. En el fondo, cerca de la cuna llena de paja, haba un asno, y un buey rumiaba tranquilamente. El padre Silvestre se detuvo ante la cuna divina, como ante un altar, y se puso a decir la misa. Mientras tanto, Francisco daba vueltas en cuatro patas, bailando. Y cuando el padre Silvestre, que lea el Evangelio, lleg al pasaje que dice: Gloria a Dios en las alturas, paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, una claridad azul ilumin la cuna y todos pudieron ver a Francisco inclinarse y despus incorporarse con un recin nacido en los brazos. Los campesinos, transportados~. gimieron blandiendo sus antorchas. Nos arrojamos al suelo, deslumbrados por el milagro. Alc la cabeza y vi al nio tender sus brazos y acariciar las mejillas y la barba de Francisco, sonriendo y agitando sus pies menudos. Despus Francisco lo alz ante las antorchas encendidas y grit: -Hermanos, ste es el Salvador del mundo! Entonces, en su exaltacin, los campesinos se precipitaron sobre l para tocar al Nio. Pero en ese instante, la claridad azul se extingui, la cuna volvi a hundirse

en la sombra y advertimos que Francisco haba desaparecido, llevndose al recin nacido. Los campesinos se precipitaron afuera con sus luces y lo buscaron en la selva. Pero fue en vano. El cielo empezaba a blanquear. la estrella de la maana brillaba y bailaba en Oriente, solitaria. Haba nacido el da. Despus encontr a Francisco en la puerta de su choza, con el rostro vuelto hacia Beln.

212 r Al da siguiente su aspecto me asust. Ya no era un cuerpo el suyo, sino un montn de huesos cubiertos de harapos. Sus labios estaban azules de fro. -Padre Francisco -le dije besndole las manos-, djame recoger lea para encenderte fuego. -Da la vuelta al mundo, y si encuentras fuego en todas las chozas y en todas las pobres cabaas, vuelve y enciende mi chimenea. Mientras haya en la tierra un solo hombre tiritando de fro, quiero tiritar con l. Cuanto ms pasaba el tiempo ms lo atormentaban sus llagas. Lo vea a menudo apretar los dientes, doblado para resistir el dolor. Levantaba la cabeza, me miraba con su mirada llena siempre de la misma beatitud. --Sufre... -me deca-. Sufre... -Quin? -Este! -y me mostraba su pecho, sus manos, sus pies. Una noche un musgao entr en la choza y se puso a lamer y a morder los

pies sangrantes de Francisco. Sobresaltado, ste le habl dulcemente, como a un nio: Hermano musgao, me duele! Hermano musgao, te lo suplico, vete, me duele!. Una maana lo encontr completamente desnudo, tiritando, en su jergn. -Padre Francisco! Hace un fro terrible, por qu te has desnudado! -He hermanos que tienen fro en el mundo. Como no puedo calentarlos, me castigo teniendo fro como ellos. -Me pregunto qu ser de los hermanos que se han marchado a predicar -me dijo la maana siguiente--. Noche o da no dejo de pensar en ellos. Un musgao ha venido a visitarme y me ha distrado un momento, pero era un buen musgao, le ped que se marchara y me obedeci en seguida. Y ahora, espera. Aguardo a un mensajero que me traer noticias. Apenas acab de hablar cuando Gennadio. uno de los ms candorosos y de los ms amados entre nuestros hermanos, se mostr en el umbral, descalzo, cubierto de heridas pero feliz. En los aos heroicos, al comienzo de nuestra hermandad, solamos rer con sus bromas. Un da un hermano cay enfermo. Ah, si tuviera una pata de cerdo para comer!, gema en su fiebre. Sin esperar, Gennadio se precipit al bosque vecino, busc y encontr a un cerdo que se alimentaba con bellotas, le cort una pata, volvio corriendo a la Porcincula. la cocin y se la dio al enfermo. Al saber el hurto, Francisco rega a Gennadio: No sabes que no debes tocar lo ajeno? Por qu hiciste eso?. Esta pata de cerdo ha alegrado tanto a nuestro hermano que no tendra remordipensado -me respondi castaeteando los dientesen todos los

mientos aunque hubiera cortado las patas de cien cerdos, respondi Gennadio. Pero el desgraciado guardin de cerdos llora y se lamenta buscando al culpable por toda la selva. Y bien, hermano. Francisco. ir en su busca y me har amigo de l, no temas. Corri al bosque, encontr al campesino, se arroj en sus brazos y le dijo: Hermano, soy yo quien cort la pata de tu cerdo, no te enfades, escchame. Dios hizo a los cerdos para que los hombres los coman. Un enfermo gritaba encontr el cerdo, le llev la pata, la cocin bien y se la di. Ahora, mi hermano est bien, ruega por el dueo del cerdo e intercede ante Dios para que le perdone sus pecados. No te No me curar mientras no coma una pata de cerdo'~. Entonces tuve piedad de l, corr a la selva,

213

L A enfades, y ven a mis brazos. No somos todos hermanos, hijos de Dios? Has hecho una accin piadosa y te he ayudado a cumplirla. Ven, abrzame. Y el campesino, furioso al principio, se calm poco a poco y acab por arrojarse en los brazos de Gennadio. Te perdono, pero por el amor de Dios, no lo hagas otra vez. Cuando Gennadio le cont su conversacin con el campesino Francisco ri de buena gana. Lstima que no tengamos todo un pueblo de Gennadios como ste! Gennadio deba de tener un mensaje importante para transmitirnos, porque ese da sus ojos brillaban. Se enjug la boca con el dorso de la mano y empez as:

-Vengo de Rimini, padre Francisco. Lo que he visto y soportado a mi llegada es indescriptible. En las aldeas, los campesinos, hombres y mujeres, corran y se apretujaban a mi alrededor para besarme la mano. Me llevaban tambin enfermos para que los curara. Cmo poda curarlos! Pona la mano sobre sus cabezas como t haces, pero no pensaba sino en una cosa: escapar de esa horda que se arrojaba sobre mi para besarme los pies. Un da, pues, mientras me acercaba a la aldea vecina a Rimini, supe que la multitud se haba puesto en marcha para recibirme. Qu piensas que hice? Dos nios se mecan: haban puesto un leo a travs de otro y, sentndose en los extremos, se balanceaban. Corro hacia ellos. Hijos mos, jugar con vosotros. Sentaos los dos en un extremo y yo me sentar en el otro. Al fin llegaron los peregrinos, conducidos por un sacerdote que llevaba un evangelio encuadernado en plata y un hisopo de agua bendita. Al yerme jugar fruncen el ceo y esperan a que termine para recibir mi bendicin y hacerme curar a unos enfermos que haban llevado hasta all. Pero yo no tena la menor intencin de abandonar el tobogn. Ab fin, despus de esperar un buen rato: No es un santo, ste, gritan, fuera de s, es un loco! Vaymonos!. Y partieron. Yo no peda otra cosa. Baj de mi tobogn y segu mi camino hacia Rimmn. Francisco se ech a rer. -Yo te bendigo, hermano Gennadio. Ms vale que nos tomen por locos que por santos. En eso consiste la verdadera Humildad. -Y qu has hecho en Rimini, hermano Gennadio? -pregunt-. Debes tener mucho que contarnos

-S, mucho, hermanos. Y tambin un gran milagro! Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no lo habra credo. Os acordis de un novicio de cara plida que viva con nosotros en la Porcincula y se llamaba Antonio? Y bien, se, que Dios me perdone, es un santo! S, un santo! Hace milagros. Como t predicaste a los pjaros, padre Francisco, l predic a los peces, en Rimini. Lo he visto con mis propios ojos, no os riis. Se haba parado en un lugar donde el ro se vierte en la mar. Alto, flaco, de mejillas hundidas, con ojos semejantes a dos agujeros negros, con manos largas y giles... No lo reconocerais, tanto ha cambiado. Una multitud numerosa iba tras l, compuesta sobre todo de herejes a los cuales frecuentemente haba repetido en vano: Seguidme hasta el mar y os probar que el Dios que predico es el nico verdadero. Viendo con vuestros propios ojos, creeris. Tambin yo estaba all. Antonio se inclina, moja sus dedos en el mar y hace la seal de la cruz. Despus se mete en el agua hasta las rodillas y se pone a gritar: Hermanos mos, peces del mar y del ro, en nombre de Nuestro Padre Celestial, oid la palabra del verdadero Rey!. En seguida el mar se agita, el ro se hincha y los peces empiezan a reunirse. Haba unos que venan desde nmuy lejos, otros que suban de las profundidades. Percas, dorados, lenguados, tiburones, bogas, golondrinas de mar, peces espada, mjoles. sapos de mar, qu s yo..., peces de espuma, peces cazadores se amontonaban en el ro. Los mis pequeos delante, detrs los medianos y ms lejos los grandes. Y todos levan-

taban la cabeza para escuchar. Entonces Antonio levanta la mano, los bendice y empieza a predicar en seguida en voz alta: Mis hermanos los peces, os he llamado para que alabemos juntos a nuestro Padre Celestial. Cuntos dones os ha concedido! Qu riqueza la vuestra! El agua, ese noble elemento, es fresca, pura, lmpida. Cuando el sol brilla en el mar tranquilo, podis subir a la superficie y jugar con la espuma. Cuando grue la tempestad, podis retiraros a las profundidades donde reina una paz inmutable. Cuntos colores, qu belleza os ha dado el Seor, hermanos peces! Durante el las Diluvio, aguas mientras los animales Y cuando de el la tierra se ahogaban, cay en el surcabais mar, lo tranquilamente desencadenadas. profeta Jons abrigasteis durante tres das, y despus lo devolvisteis a la tierra. Sois el adorno ms hermoso del agua, Dios os quiere infinitamente. No desea que vuestra especie desaparezca, y as, gracias a los millones de huevos que ponis, durar eternamente. Levantad la cabeza, hermanos, agradeced ab Seor. Y ahora, recibid mi bendicin, id en paz!. Los peces abren la boca, mueven los labios -quiz hayan cantado algn salmo, pero no lo oi- y se marchan, alegres, con la cola erguida. El mar y el ro estaban blancos de espuma. Los asistentes, llenos de temor, se arrojan a los pies de Antonio exclamando: Tienes razm, hermano Antonio, perdnanos. Ya que los peces te han escuchado, cmo nosotros, los hombres, no te escucharamos? Marcha delante y guanos!~. Antonio camin a nuestro frente y todos regresamos a Rimini en la alegra. Y no bien

llegamos, entramos al obispado para glorificar al Seor. Este largo relato haba empapado en sudor a Gennadio. Brillaba y se estremeca igual qume un pez recin salido del mar. -Alabado sea el Seor! -dijo Francisco con voz conmovida-. Muero, pero otro acaba de nacer. La simiente de Dios sobre la tierra es inmortal. Yo estoy agotado, no sirvo para nada, he perdido la luz, soy el sol poniente. Ese otro es joven, lleno de fuerza, de alegra, de fervor, es el sol que nace. Saludmoslo! Tendi los brazos hacia Rimini: -Hermano Antonio -dijo-, bienvenido seas! Te deseo que llegues hasta donde yo no he podido. Callamos. Mi corazn se llen de una mezcla de amargura y de alegra. Miraba a Francisco con indecible ternura. Sumido en el xtasis, Francisco no vea ni oa nada a su alrededor; estaba lejos. Gennadio me hizo algunas seas y termin por aproximar mi oreja a su boca: -Buscar lea para encender el fuego -susurro. -Pero l no querr, hermnano Gennadio. Desde hace mucho tiemnpo se niega a calentar au cuerpo. No enciendas fuego, nos regaara... -Que nos regae! Mientras tanto, se habr calentado un poco. Diciendo esto, se lanz fuera y reapareci pronto con una brazada de lea. La puso en la chimenea y la encendi. La llama brot e ilumin la choza. Me acerqu vidamente a la chimenea, ofreciendo sucesivamente mi espalda, mi vientre, mis manos y mis 214 215

pies. El calor me penetr hasta la mdula. Sentados frente al fuego, Gennadio y

yo reamos en silencio, satisfechos. De cuando en cuando, mirbamos ansiosos a Francisco que, absorto en sus pensamientos, no se haba dado cuenta de nada. -No escuches -me deca Gennadio-. Finge no comprender y enciende el fuego por la noche, mientras duerme, y dale de comer, remienda su hbito a escondidas, no lo dejes morir... Dnde encontraramos otro gua como l para llevarnos al Paraso? -Pero no quiere... hermano Gennadio. Tambin yo tengo fro y hambre con l. -Te admiro, hermano Len, por llevar una vida tan dura. Cmo puedes resistir? -No puedo... hermano Gennadio, hago ms de lo que soporto, pero es por amor propio, no por piedad. Ahora me avergonzara de volverme atrs. -Frente a quin tendras verguenza? -Frente a todo el mundo: Dios, Francisco, yo mismo... -Cmo no tienes ganas, un da de fiesta, por ejemplo, de comer un buen plato, de beber un trago de vino, de dormir en un colchn mullido? -continu el hermano Gennadio-. desdearas. Yo, qu quieres que te diga... lo paso bien, gracias a Dios. As, cuando rezo y agradezco al Seor, mi plegaria no sale nicamente de mi corazn, sino tambin de mi vientre, de mis manos, de mis pies calientes, de mi cuerpo entero. Hermano Len, conciliar el deber y el inters.., todo el secreto est all. -Pobres Estaramos bien alimentados, pero nos iramos directamente al Infierno. Gennadio ligeramente. Retuvimos la respiracin, con el corazn que se nos saltaba del pecho. Se volvi, vio iba a responderme, cuando vimos que Francisco se mova de nosotros si t fueras nuestro gua -dije sonriendo-. Dios cre todas esas cosas para los hombres, es un pecado

el fuego y grit: -Quin ha encendido el fuego? Rpido, agua, apagadlo! -Padre rodillas de Francisco-, es nuestro hermano fuego, por qu quieres matarlo? No tienes piedad, t que tienes piedad de la tierra que pisas? Es tambin un hijo de Dios y porque nos quiere se ha instalado en la chimenea. Oye como grita! Lo oyes? Padre Francisco, dice, soy una criatura de Dios tambin yo, no me mates!. Francisco callaba. Las palabras de Gennadio le haban llegado al corazn. -Hermano Gennadio, granuja -dijo riendo-, nos has burlado con tu temor de Dios... Hermano fuego -agreg, volvindose hacia la chimenea-, perdname, no te expulso de mi humilde casa, pero te lo ruego: no vuelvas. Y se puso de pie para alejarse de la chimenea. Francisco, apstol del Amor -dijo Gennadio abrazndose a las

Al da siguiente, Francisco me empuj con el pie. -De pie, hermano Len! Nos hemos calentado bastante. Vayamos a San Damiano, ahora. Hay una choza de ramas cerca del convento, y tengo ganas de ir a vivir en ella. Puedes fuerzas. Si no, puedes dejarme cuando quieras, puedes liberarte... Te hago sufrir demasiado, leoncillo de Dios. Perdname. En verdad, me hacia sufrir demasiado, pero era por exceso de amor. abandonar esta comodidad para seguirme? Lo soportars? Mide tus

216 -Ir adonde me lleves. He quemado mis naves, toda retirada es imposible. -Bien, vayamos. Tambin yo he quemado mis naves! Sostenme para que no caiga. Hacia un fro terrible. El enjambre de las estrellas ya se haba ahogado en la

luz vaporosa de la maana. Slo Venus esperaba alegremente el sol para desaparecer en sus rayos. No se oa ningn grito de pjaro, salvo, a lo lejos, el canto de un gallo. -Los pjaros no encuentran nada que comer durante el invierno -dije-. Por eso no cantan. Ocurrir lo mismo con el hombre? Ser indispensable comer para rezar y cantar? -No piensas ms que en comer -me respondi Francisco sonriendo-. Lo que dices es cierto para los que no creen en Dios. Pero para nosotros, lo contrario es cierto. La plegaria reemplaza al alimento y gracias a ella nos satisfacemos. Naca el da y el Oriente se tea de rosa. Mientras pasbamos bajo un pino frondoso, un pjaro, que sinti la luz en sus ojos, se puso a trinar. -Buenos Damiano, ven con nosotros. El pjaro surgi de entre las ramas, sacudi sus alas para desentumecerse y se lanz al espacio cantando. -Su San Damiano es el cielo -dijo Francisco. Cuando llegamos al convento, las hermanas estaban an en el oficio de la maana. Nos dirigimos en silencio a la ventanilla de la capilla y nos detuvimos all para escuchar las dulces voces femeninas. -Qu felicidad! -dijo Francisco. con los ojos llenos de lgrimas-. La luz, la alondra, el oficio matutino, las prometidas de Cristo despiertas desde el alba para glorificar al bienamado... Distingo la voz de la hermana Clara... La misa termin; las hermanas, vestidas con sus blancos mantos, se dirigieron hacia das, hermosa alondra! -le grit Francisco-. Vamos a San

el

claustro.

Al

ver

Francisco,

lanzaron

gritos

alegres

como

palomas

hambrientas al ver el trigo. La hermana Clara avanz la primera y tomando la mano ensangrentada de Francisco la ba con sus lgrimas. -Padre Francisco, padre Francisco... -murmuraba con voz ahogada por la emocin. -Hermana Clara, antes de marcharme, querra permanecer algunos das junto a vosotras. Dame permiso, madre superiora, para vivir en la choza de ramas junto a tu convento. La hermana Clara miraba a Francisco y las lgrimas corran por su rostro. -Padre Francisco, la choza y el convento y todas las hermanas estn a tu servicio. Slo tienes que ordenar. La madre de Francisco acudi. Haba enflaquecido mucho. Las veladas y el ayuno haban empalidecido su rostro, pero resplandeca de felicidad. Se inclin y bes los dedos de su hijo. Francisco puso la mano sobre su pelo gris y la bendijo. Madre, madre... hermana Pica , murmur. Dos monjas se ofrecieron para preparar la choza, pero Clara las despidi. -Yo misma ir -dijo-. Traedme una escoba, un cntaro y el tiesto de flores que est en mi celda. Traedme el jilguero que el obispo nos regal el otro da. Extenuado, Francisco se sent bajo el ventanuco del coro y esper. Su madre, retirada en un rincn del patio, lo miraba con ojos desbordantes de amor

217 y de orgullo. Los pies y las manos de Francisco estaban azules de fro. Le llevaron

una manta, pero la rechaz. Intent en vano ponerse en pie. Entonces dos monjas acudieron y tomndolo por las axilas lo llevaron lentamente a la choza. La hermana Clara haba puesto un colchn lleno de paja y una almohada mullida. Ayudaron a Francisco a tenderse. Despus las hermanas se retiraron y nos quedamos solos. -Deseas algo? -pregunt hablando quedamente. Cerr los ojos hacindome un ademn de despedida. Delir toda la noche. De su frente, de sus manos, de su cuerpo entero salan llamas. Ab da siguiente, hacia el medioda, abri los ojos. -Hermano Len -me dijo-, recomienda a las hermanas que no me vengan a ver! Diles que no necesito nada. Ni fuego ni comida. Todo lo que deseo es estar solo, en calma. Tom la almohada y la arroj lejos de s. -Tmala, hermano Len, arrjala fuera. Tiene el diablo en el vientre. Me ha impedido dormir toda la noche. Treme ms bien una piedra. Puso su mano ardiente sobre la ma. -Hermano perdname... -murmur, cerrando los ojos. Me sent ante la choza y llor, ahogando mis sollozos para no atraer la atencin de Francisco. Lleg la hermana Clara. -Qu podemos hacer, hermano Len? Qu podemos hacer para conservarle la vida? -l no quiere la vida, hermana Clara, no la quiere. Dice que ha terminado su ascensin. En la cumbre, ha encontrado la Crucifixin. Est crucificado. Ahora, slo espera una cosa y tiene prisa porque llegue. Es la Resurreccin. Len, camarada de peregrinacin, compaero de lucha,

-Quieres decir la Muerte? -La Muerte! La hermana Clara suspir y baj la cabeza. -El jilguero lo ayudar quizs a vivir un poco ms. Ha cantado ayer? -No, hermana Clara, deba tener miedo. -Cuando el pjaro no tenga miedo se pondr a cantar, y acaso el padre Francisco no querr morir tan rpido. No respond nada, porque saba que otro canto hechizaba a Francisco, un canto mucho ms dulce, un canto inmortal que venia de mucho ms lejos, ms all de las nubes y las estrellas. Su jaula estaba ya abierta y su alma dispuesta a partir hacia las almas que cantan. Al tercer da, la fiebre de Francisco aument, Sus mejillas estaban rojas y sus labios resecos. Deliraba sin cesar y, de cuando en cuando, se ergua bruscamente en su colchn, asustado por presencias invisibles. De pronto, hacia el alba, se volvi hacia m, y me dijo: -Hermano Len, dnde ests? No te veo. -Estoy aqu, cerca de ti, padre Francisco. Ordena! -Tienes una pluma y tinta contigo? -Siempre tengo plumas y tinta, padre Francisco, ordena. -Escribe. La prisa de dictar antes de que desapareciera su visin lo hacia temblar. -Te escucho, padre Francisco. -Escribe: Soy una caa que se dobla bajo el soplo de Dios. Espero que la Muerte venga a segarme, a atravesarme, a transformarme en flauta y que as, entre sus labios, retorne cantando al eterno caaveral del Seor. Se tendi en su jergn y pareci calmarse. Pero cuando me levantaba para apagar la lmpara, se sobresalt de nuevo:

-Hermano Socorro!

Len!

-me

llam

con

un

grito

que

era

casi

un

aullido-.

Escribe! El negro arcngel me ha tomado de la mano. Adnde vamos?, le he preguntado. Se ha puesto un dedo sobre la boca. Dejamos la tierra detrs de nosotros. Cierra los ojos para no llorar vindola desaparecer, me respondi. Despus de una corta pausa, Francisco continu: -He soltado amarras. Detrs de mi, la tierra cubierta de verdor; delante, la inmensidad negra, sin lmites; encima, en el cielo, como un cohete, la estrella del norte. Seor, eres T quien posee mi corazn. Boga en la direccin que T me sealas. Ya el primer pjaro del Paraso ha aparecido. Sus ojos ardan, todo su cuerpo se estremeca. Con la pluma en la mano, yo esperaba. -Escribe! Dnde ests, hermano Len? Escribe! Cuando el arcngel arroj a Adn y Eva del Paraso, los dos se sentaron en una piedra, silenciosos. El sol se haba puesto. La noche, poblada de pnico, suba de la tierra y descenda del Cielo. Soplaba un viento glacial. Eva se acurruc contra el pecho de su esposo y cuando se calent. blandi su puo recin engendrado y dijo: "El Viejo nada sabr de nosotros". Francisco se ech a rer. Sin duda vea a Eva haciendo ese ademn de amenaza. Pero se detuvo bruscamente y se ech a llorar. -Todava ests aqu, hermano Len? Escribe! Cuando el arcngel Gabriel baj a la tierra, era la primavera. Tuvo miedo: "La tierra es demasiado hermosa, pens. Pasemos rpidamente por ella". Un carpintero surgi entonces de su taller. "Qu buscas, hijo mo? Estamos en Nazaret." "Busco

la casa de Maria." "La casa de Maria?" El carpintero tembl. "Y qu es esa cruz que tienes, esos clavos, esa sangre?" "No es una cruz, es una azucarera. 'Y quin te enva?" "Dios!" Fue como un puetazo en el corazn del carpintero. "Ah, estoy perdido!", pens. Abri la puerta. Un patio minsculo apareci, con un tiesto de basilisco y un pozo. Junto al pozo, una muchacha cosa ropas de nio. El arcngel se detuvo en el umbral y sus ojos se llenaron de lgrimas. Con los ojos llenos de lgrimas, como el arcngel, Francisco suspir. -Desdichada Mara, desdichada madre que experimentar la Muerte! Si las lgrimas de toda la humanidad corrieran juntas durante un ao, formaran un torrente que se tragara Tu casa, Seor. Pero T eres omnisciente y las lgrimas corren una por una. Sus propias palabras lo asustaron. -Hermano Len -dijo con tono suplicante-, no escribas lo que acabo de decir. Es el Maligno quien ha hablado por mi boca. Si lo has escrito ya, brralo, te lo ruego. Suspir. 218 ~1 -Queda blevrmela de la tierra. Toma la pluma y escribe: Cuando Dios cre el mundo, cuando lav sus manos manchadas de fango, sentse bajo un rbol del Paraso y cerr los ojos." Estoy cansando", murmur ''reposemos un poco. Y orden al sueo que acudiera. Pero en ese preciso instante un jilguero de garras rojas fue a posarse en su hombro y se puso a gritar: "No hay reposo, an una cancioncilla en mi corazn -prosigui-. No quiero 219

no hay tranquilidad, no duermas! Da y noche estar sobre tu hombro y gritar: No hay reposo. no hay tranquilidad, no duermas. No te dejar dormir... yo soy el corazn, del hombre!"'~. Jadeante, Francisco cay sobre su jergn. -Qu te parece eso, hermano Len? Yo estaba confuso. Qu poda responder? La insolencia con la cual el corazn del hombre se diriga a Dios me escandalizaba. Francisco, adivinando mi pensamiento, sonri. -S, leoncillo de Dios -dijo-. Si, el corazn del hombre es de una insolencia sin lmites, pero Dios lo hizo as. Lo dese tal como es. insolente y dscolo.

220 XIII Nunca, hasta entonces. este cuerpo haba sufrido tanto como durante esos pocos das que permanecimos en San Damiano. Y nunca su alma qued sumida en tan profunda beatitud. Sus llagas no sangraban. pero en el interior el mal trabajaba perversamente. De sus ojos seguan manando sangre y lgrimas. Yo dorma a sus pies, velando con l. procurando retenerlo en la tierra. Un da sus odos dejaron de zumnbar y oy el canto del jilguero. Durante largo tiempo, con la boca abierta, escuch, lleno el rostro de dicha. -Es un pjaro del Paraso? -me pregunt-. Ya hemos llegado? Volvi a escuchar, cada vez ms feliz. -Ah. hermano Len, si supieras lo que dice! Qu prodigio se oculta en ese pecho minsculo! El pjaro se haba acostumbrado a nosotros. Desde el alba se pona a cantar, con la garganta hinchada y sus ojillos redondos fijos en la luz del exterior. El esfuerzo y la fatiga del canto ensangrentaban su pico. Estaba ebrio. A veces, viendo a un gorrin posado en un rbol, su deseo de libertad hacase impe-

rioso~ callaba bruscamente y se pona a dar furiosos picotazos en los barrotes de su jaula. Despus se calmaba, se posaba de nuevo sobre la caa que le serva de percha en su prisin y reanudaba su canto. La seora Pica iba a hurtadillas a mirar a su hijo a travs de las ramas del techo. Con la mano ante la boca, lo contemplaba largamnente; despus, silenciosa, regresaba a su celda. La hermana Clara velaba asmsmo ante nuestra choza. No se atreva a entrar, pero escuchaba las alegres canciones del agonizante. En los ltimos tiempos, Francisco se haba entregado al canto. Como el jilguero, tena el alma alegre, y las melodas que cantaba antao bajo las ventanas de las jvenes le volvan a los labios. -Ah -suspiraba-, si el hermano Pacifico estuviera aqu, tocara el lad! No se engaaba cuando me deca que el lad es la boca angelical del hombre. Es as como los ngeles deben hablar en el Cielo. Los imagino platicando con canciones, mientras vuelan. Un da Francisco se irgui en su yacija y se puso a golpear las manos, con expresin de gozo infinito. -Todos los pedazos de madera son lades y violines -me dijo-. En eso pens durante toda la noche. Todos tienen una voz para alabar al Seor. Treme dos pedazos de madera, te lo suplico. Se los llev. Apoy uno en su hombro y se sirvi del otro como arco. Sentado en

221 su jergn, toc y cant largamente, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrs, transportado. -Oyes su canto? -me preguntaba-. Escucha! Al principio no oa ms que el chirrido de los leos frotados uno contra otro, pero despus mi odo se habitu, mi alma despert y empec a distinguir la dulce meloda que suba de las dos ramas secas. En las manos de Francisco, la madera se haba convertido en violn. -Oyes? Cuando se cree en Dios, ya no hay madera, ni dolor sin consuelo. Ya no hay vida cotidiana sin milagro! Un da, mientras tocaba el violn, su rostro se oscureci, como si una sombra se hubiera extendido de repente sobre l. Abri los ojos, mir por la puerta abierta y lanz un grito. Un grito alegre y desgarrador a la vez, un grito que contena todas las alegras y todos los dolores del mundo. Me volv para ver a quin se diriga ese grito: Nadie! El jardn del convento estaba desierto, un viento impetuoso arrancaba las hojas de los rboles. Las monjas, en el oficio, semejantes a un montn de pjaros, cantaban y se oa cmo sus dulces voces no cesaban en sus alabanzas al Seor. Pero a lo lejos, en todas las casas de los campesinos, los perros, asustados, aullaban. -Qu has visto, padre Francisco? -pregunt-. Por qu has gritado? Se qued largo tiempo sin responderme. Haba dejado los dos pedazos de madera en el jardn, miraba hacia afuera, con los ojos desorbitados. -Qu ocurre! -repet-. Qu ves? -A mi hermana la Muerte -murmur-, a mi hermana la Muerte...

Y abri los brazos como queriendo abrazarla. Call. tambin lo haban visto, y por eso se haban puesto a aullar con miedo. Sal para ocultar mis lgrimas. Ese da, el sol pasaba a travs de las nubes. Ya no haba bruma sobre la llanura; el invierno rea como una primavera. Las hermanas salieron de la iglesia, se dispersaron en el refectorio para tomar su alimento de la maana: un bocado de pan y una copa de agua. Al yerme, la hermana Clara se acerc y me pregunt inquieta: -Por qu lloras? Es que... el padre Francisco... -El padre Francisco ha visto al negro Arcngel, hermana Clara. Cuando lo vio, lanz un grito y abri los brazos para recibirlo. La hermana Clara mordi una punta de su manto para ahogar sus sollozos. -Qu dijo? Estaba feliz? -No lo s, hermana Clara. Simplemente murmur: Mi hermana la Muerte, mi hermana la Muerte.. .. Nada ms. La hermana Clara baj la voz: -Escucha, hermano Len -dijo-. hay algo que me atormenta. Ten cuidado! Desde hace unos das, hombres extraos vagabundean en torno al convento. Una hermana los ha reconocido. Parece que son bandidos de Perugia. La nueva de que el padre Francisco est gravemente enfermo se ha difundido y nos los mandan para robrnoslo. Es una gran riqueza un santo, para una ciudad... Hermano Len, ten mucho cuidado! Ocult su rostro, se despidi de m y entr en la iglesia. Prevendr protegerlo. al obispo, pens, para que nos enve soldados para Haba comprendido: haba visto al negro Arcngel. Los perros

222 Cuando regres a la choza, encontr a Francisco sentado en su jergn, la

espalda contra la pared. el rostro calmo y feliz. Pareci contento de yerme. -Toma la pluma, hermano Len, y escribe mis ltimas recomnendaciones. Te dictar una carta circular que leern todos los hermanos y todas las hermanas. Al final. pondr mi sello: una cruz. Hermanos, invitarme al largo viaje. Parto, pero mi corazn no podra dejaros sin haceros las ltimas recomendaciones. Hijos mos, que la Pobreza, el Amor, la Pureza y la Obediencia, esos cuatro hijos del Seor, os acompaen en la Eternidad. No olvidis nunca que el negro Arcngel espera cerca de vosotros desde el da de vuestro nacimiento. Decid sin cesar: sta es mi ltima hora, debo prepararme. Y tened cuidado. No creis en el hombre, creed nicamente en Dios. El cuerpo cae enfermo, la Muerte se aproxima. Amigos y parientes se inclinan entonces y dicen al enfermo: "Pon orden en tu casa, distribuye tus bienes, has de morir". Su mujer, sus hijos, sus amigos y vecinos lo rodean y fingen llorar. Entonces el enfermo, embaucado por sus lamentaciones, rene sus fuerzas y dice: "Si, he puesto mi alma y mi cuerpo entre vuestras manos fieles, as como todos mis bienes". En seguida, parientes y amigos llaman al sacerdote. "Te arrepientes de todos tus pecados'?", pregunta el sacerdote. "Si, me arrepiento", responde el moribundo. "Puedes devolver todo lo que has adquirido ilegalmente en el transcurso de tu vida?" "No, no puedo." "Por qu?" "Porque lo he dado todo a mi familia y a mis amigos." Y muere sin haber podido redimirse de sus faltas. Entonces, sin hermanas, hoy Dios ha enviado a su negro Arcngel para

esperar, el diablo, que rea a su cabecera, se apodera de su alma y la precipita en el Infierno. Y todos sus dones, sus riquezas, sus poderes, su saber, las bellezas de que estaba orgulioso, se pierden, tragadas con l por el reino de los muertos. Mientras tanto, sus parientes y amigos se reparten sus bienes, lo maldicen y exclaman: "Condenado sea! Habra podido reunir ms!". Tierra y Cielo, pues, reniegan de l. Qu subsiste'? El Infierno. Y all, en la pez hirviendo, sufre durante siglos. Por eso vuestro pequeo servidor, el gran pecador que soy, os suplica, hermanos y hermanas, en nombre del Amor que es Dios mismo, que recibis las palabras de Cristo humildemente y con amor. Que todos los que reciban estas santas palabras y las transformen en acciones, dando as el ejemplo a los dems, sean benditos por la eternidad! Y Francisco. Yo te bendigo, hijo mio. No olvides nunca lo que hemos dicho, cuando camninbamnos juntos por los caminos. Haz todo lo que puedas y segn tus medios, para agradar a Cristo y seguir sus huellas. Y s fiel a nuestra dama Pobreza, as como a la santa Obediencia. Si todava tienes algo que pedirme, habla libremente, mientras mis labios son todava capaces de responderte. Adis hermanos y hermanas, adis hermano Len, compaero de lucha. Fatigado, cerr los ojos y se tendi en su jergn. Sus dolores deban ser intolerables. -Sufres, padre Francisco. Abri los ojos. t. hermano Len, mi compaero, recibe el adis de tu hermano

-Todo lo que puedo decirte es que soy feliz y estoy lleno de alegra. Victoria! Victoria! Triunfamos, hermano Len! Desde el da de mi nacimiento, algo en m odia223 ba a Dios, y ahora... cmo no voy a sentirme feliz? En este momento... eso ha desaparecido. -Qu era, padre Francisco? -La carne... -respondi, cerrando los ojos, extenuado. Delir toda la noche. El Arcngel negro se le apareca y conversaba con l. Francisco se quejaba de que viniera tan tarde; hacia aos que lo esperaba. Por qu lo haba dejado tanto tiempo en el exilio? No sabia que la tierra ensucia al hombre? Que una hoja de hierba, un jilguero, una lmpara, un olor, pueden hacer que nos neguemos a abandonar la tierra? Francisco deliraba, y la Muerte deba responderle, porque a veces el moribundo se calmaba, dejaba de quejarse y sonrea. Por la maana haba cado en un profundo abismo. Sus sienes ardan, sus prpados no podan levantarse y su cuerpo estaba rgido. Asustado, corr en busca de la hermana Clara. La encontr en la cocina del convento. -Un buen hombre nos ha trado un pollo -me dijo-. Sabia que el padre Francisco est enfermo. Preparo un poco de caldo, es fortificante. -Estamos en periodo de Cuaresma, hermana Clara, nunca querr comer carne. -Si Dios resuelve no llevrnoslo en seguida, el padre Francisco beber este caldo para seguir un tiempo con nosotros. Toma, llvaselo. Tom el caldo al que la hermana Clara agreg una yema de huevo, tom el poo y me dirig hacia la choza. Francisco estaba acostado de espaldas, jadeante. Me acerqu: -Padre Francisco, la hermana Clara se arroja a tus pies y te ruega, en nombre

del santo Amor, que bebas este caldo. No abandones tu cuerpo. Si me quieres, padre Francisco, abre la boca. -En nombre del santo Amor... en nombre del santo Amor... -murmur obedecindome, con los ojos cerrados. Bebi un trago, pareci satisfecho, abri de nuevo la boca y bebi otro trago. Poco a poco vaci la taza de caldo. Empec entonces a darle un poco de carne. Deba tener el espritu en otra parte, porque tragaba maquinalmente, sin la menor resistencia. Mientras alimentaba a Francisco, un extrao personaje entr en la choza y empez a buscar a su alrededor, como quien ha perdido algo. -Qu buscas aqu? -le dije, irritado-. No ves que hay un enfermo? -Hermano monje, te pido perdn -me respondi-. No estamos en Jerusaln? He husmeado un olor santo y me he dicho: sta es sin duda Jerusaln, entremos para orar. Pero dnde est? No la veo. Francisco oy y abri los ojos. -Ests loco, hermano -murmur sonriendo. -No ms loco que t -respondi el extrao personaje-. No, no ms loco que t, que quieres entrar en el Paraso y comes poo en Cuaresma. Francisco lanz un grito y se desvaneci. Me levant para expulsar al osado visitante, pero ste ya haba desaparecido. Al da siguiente, Francisco me mir con aire de reproche: -Me has engaado. Me has hecho cometer un pecado mortal. -Sobre mi lo tomo. Que Dios me castigue. -Slo hombres, no podemos asumir sino nuestras propias culpas. -La bondad de Dios -dije, recordando lo que el propio Francisco me haba dicho un da- es ms grande que su espritu de justicia. Debemos confiar en Su bondad. -Si, tienes razn, debemos confiar en Su bondad. Desdichados de nosotros Dios puede tomar sobre Si los pecados ajenos. Nosotros, los

si no fuera ms que justo! Los das transcurran entre la vida y la muerte. Los hermanos iban a menudo a ver a Francisco. De cuando en cuando, el obispo enviaba a su dicono a preguntar por el enfermo. Ven a Ass, hijo mio, le mandaba decir, ven a vivir en mi casa. El cuerpo del hombre es un don consagrado a Dios. T lo matas con todo lo que le obligas a soportar. Cometes un asesinato, hijo mio. Violas el mandamiento del Seor: No matars!. Francisco oa las palabras enviadas por el obispo en silencio. Un da en que el dicono renovaba su invitacin, Francisco se volvi hacia mi: -Si, el obispo tiene razn, cometo un asesinato matando mi cuerpo. Pasar la fiesta de Pascua en San Damiano y despus ir a vivir en el obispado. Quiero volver a mi Ass, despedirme de ella. Durante la semana santa, Francisco se consagr enteramente a la Pasin de Cristo. Todos los das yo lea el Evangelio en voz alta junto a l. Francisco segua a Cristo en sus menores movimientos. Era traicionado, condenado. azotado y crucificado con l. El viernes santo, sus cinco llagas cerradas desde hacia mucho tiempo se reabrieron y el poco de sangre que le quedaba empez a manar. El sbado por la maana me tom de la mano y dijo: -Hermano Len, si hubiera sido digno de convertirme en evangelista, yo, pobre pecador, no hubiera representado un len a mi lado, ni un toro, ni un guila, ni siquiera un ngel, sino un cordero con un lazo rojo en torno al cuello con estas palabras escritas en l: Seor, cundo llegar el tiempo de Pascua, para que me deguelles?.

El da de Pascua, despus de la Resurreccin, acudieron las hermanas con cirios encendidos para besarle la mano. Francisco se incorpor penosamente en su jergn y decidi bendeciras con cario: -Hermanas mas -murmur, muy conmovido-, hermanas mas, mis virgenes prudentes, prometidas de Cristo... Lloraba. La hermana Clara, la hermana Pica y todas las dems monjas tambin lloraban. Ese da yo haba comido bien. Muchos presentes me haban llegado de Ass y, realmente, senta que Cristo haba resucitado. Me acost temprano y me dorm en seguida. No apagues la lmpara hoy, me haba dicho Francisco. Djala arder toda la noche. Tambin ella debe alegrarse por la Resurreccin de Cristo. Yo dorma, satisfecho, y en mi sueo, en el fondo de mi, viva la Resurreccin. Parece que aqu, en la tierra, todas las almas, en la medida de sus posibilidades, siguen a Cristo paso a paso, sufren, padecen la Crucifixin y resucitan con El. Cuanto ms cerca viva de Francisco, ms hondamente me penetraba la certeza de que el ltimo fruto de la muerte, el realmente ltimo, es la inmortalidad. Dorma 224 desper taba. De pronto, la voz de Francisco me hizo abrir los ojos y lo vi sentado en su jergn, cantando y tocando el violn con ayuda de sus dos pedazos de madera. Nunca olvidar las palabras de su cancin ni la alegre meloda que las acompaaba. A pesar de los an 225 cuando Dios devolvi la luz al mundo. El jilguero, ya despierto, haba empezado a cantar, pero yo, gozando intensamente de la dulzura del sueo, no

aos pasados, sus palabras permanecieron en mi recuerdo hasta este da en que, cargado de aos y decrpito, las transcribo en mi celda, en el seno de este tranquilo convento. Altsimo, Todopoderoso y Bondadossimo Seor, A ti las alabanzas, la gloria y el honor y toda la bendicin! ~A ti solo, Altsimo, convienen, y ningn hombre es digno de pronunciar Tu nombre. Alabado seas, Seor, por todas las criaturas, y especialmente por nuestro hermano el Sol, que nos da la luz y mediante el cual nos iluminas. Y que es hermoso y resplandeciente y que, con su gran claridad, Nos da testimonio de Ti, oh Seor. Alabado seas, Seor, por tu hermana Luna y por las estrellas, Que creaste en el Cielo, brillantes, preciosas y hermosas. Alabado seas, Seor, por nuestro hermano el Viento y por el Aire y por las Nubes y por el Sereno, as coio por todos los tiempos. Alabado seas, Seor, por nuestra hermana el Agua, la humilde, la amable, la pura. Alabado seas, Seor, por nuestro hermano el Fuego Por medio del cual iluminas la noche Y que es hermoso, robusto y alegre. Y alabado seas, Seor, por nuestra hermana y madre la Tierra Que nos alimenta y sostiene Y nos da una infinidad de frutos, de flores y de rboles. Alabad y bendecid al Seor! Agradecedle y servidlo con gran humildad! Lentamente y sin hacer ruido me arrastr hasta los pies de Francisco y los abrac. Sobre nosotros, el jilguero se haba callado para escuchar. El sol, la luna, el fuego y el agua, penetrando en la humilde choza, rodearon a Francisco y se pusieron a escu-

charlo. Me pareci que la Muerte misma fue tras ellos, reteniendo su aliento para oir mejor. Pero Francisco no vea nada ni a nadie. La cabeza echada hacia atrs, cantaba, y los barrotes de la prisin se abran para dejar paso a su alma. El da naci y Francisco, apoyado contra la pared, sonrea, extenuado. La cancin haba manado de l como su sangre. -Hermano Len -me dijo hacia el medioda-, necesito ver Ass. Llama a dos hermanos robustos, Gennadio y Maseo, para que me lleven. Ya no puedo poner un pie en el suelo. Sal, mand llamar a los dos hermanos y los envi a decir al obispo que tuviera a bien enviarnos una escolta armada, pues Francisco se encaminaba hacia la ciudad y ciertos bandidos tenan el propsito de raptarlo. Cuando volv a la choza, Francisco tocaba el violn y cantaba con deleite su cancin de la noche anterior. -Ah, he olvidado agradecer al Seor por nuestra hermana la Enfermedad. Dej los pedazos de madera en el suelo y alz los brazos al cielo: Alabado seas, Seor, por nuestra hermana la Enfermedad. Es buena y severa y tortura al hombre. Ayuda al alma a liberarse de la carne. Yo adis, no volvers a verlo nunca ms, nunca ms!. Al crepsculo, llegaron Gennadio y Maseo y se sentaron, sin hablar, a los pies de Francisco. Lleg la hermana Clara. Se arrodill, le bes las manos y los pies y se sent a su derecha, sin hablar. La hermana Pica entr vacilando. Se prostern y tom lugar a su izquierda, sin hablar. Francisco, sumido en el xtasis, no vea ni oa nada. Estaba tendido de espaldas, con las manos juntas, y su rostro retena mis lgrimas con esfuerzo. Alma mia, murmuraba, dile

brillaba, lleno de dicha. De pronto, en el silencio, estall un sollozo, pero la hermana Pica se mordi los labios y el sollozo se ahog. -Duerme -murmur Gennadio-. Despertmoslo y partamos. Empieza a anochecer. Pero nadie se movi. La brisa primaveral entraba por la puerta, trayendo el perfume de las flores que acababan de abrirse en el patio. Un cordero apareci en el umbral, bal quejosamente y volvi a partir corriendo. Deba buscar a su madre. Ninguno de nosotros se mova ni hablaba. Todos tenamos los ojos fijos en Francisco. De pronto lo vi como a un Cristo en su tumba. Era la primavera, lo habamos acostado en la tierra florida y lo llorbamos. Cuando fue noche cerrada, la hermana Clara se levant: -Hermana Pica, vaymonos! Los hermanos lo llevarn, es el mejor momento. Es de noche, y los bandidos de Perugia no rondan los caminos a esta hora. La hermana Pica se levant, enjugndose los ojos: -Hijo mo... -empez, pero la hermana Clara la tom de los hombros y juntas franquearon el umbral con paso inseguro. El patio reson pronto con sonoro llanto: las dos mujeres no pudieron retener ms tiempo sus lgrimas. Francisco abri los ojos, vio a los dos hermanos y sonri. -Hemos llegado? -pregunt. -Todava no hemos partido, padre Francisco -respondi Gennadio. -Yo me crea en Ass, en la iglesia de San Rufino... -suspir Francisco-. Admiraba los vitrales multicolores... En ellos se encontraba la historia de Cristo. Acababa de romper su lpida y suba al Cielo, con una bandera blanca en la cual estaba

escrito con letras azules: Pax et bonum! Me levant. -En nombre del Seor -dije-, partamos. Gennadio y Maseo hicieron una especie de silla con sus manos entrelazadas e instalaron en ella a Francisco, que les rode el cuello con sus brazos. Salimos. -Es de noche? -pregunt. -Es de noche, padre Francisco. Las estrellas han aparecido -Qu bien huele el aire! Dnde estamos? 226 hermano Maseo, con gran amargura-. Debemos partir como ladrones. Subimos la cuesta en direccin a Ass. Dos mujeres estaban frente al claustro, bajo un rbol. Cuando nos divisaron, una de ellas quiso lanzarse hacia Francisco con los brazos tendidos, pero la otra la retuvo. Se oy un grito agudo bajo el rbol. y en seguida todo volvi a sumirse en el silencio. Avanzamos. Inquieto, yo escrutaba las sombras, procurando sorprender a los bandidos de Perugia. En el recodo surgieron cinco o seis siluetas oscuras y brillaron armas a la luz de las estrellas. '~Estamos perdidos, pens, corriendo hacia los desconocidos para identificarlos. Felizmente, no era 5ino la guardia enviada por el obispo. Cuando los soldados fueron a besar la mano de Francisco, ste se sorprendi: -Por qu esas armas? -dijo-. Malditas sean! -Para protegerte si los bandidos de Perugia tratan de raptarte, padre Francisco -respondi alguien, su jefe, segn me pareci. -Raptarme? Para qu? 227 -En el claustro de San Damiano. padre Francisco, y es primavera -dijo el

-No sabes que un santo representa un tesoro? -dijo el jefe, riendo-. Fiestas, peregrinos por millares, cirios, incienso... -Hermano Len! -grit Francisco, como pidindome ayuda--. Dnde ests? Es cierto lo que dice? -Los Puedes escapar de Satans, pero no del hombre! - Seor -exclam Francisco, desesperado-, tmame! Y no volvi a hablar hasta llegar a Ass. hombres son capaces de todo, hermano Francisco -le respond-.

El obispo nos esperaba en el umbral de su morada. Nos ayud cuando bajbamos a Francisco, despus se inclin y lo bes en la frente. -Bienvenido seas, hijo mio -dijo-, ten confianza en Dios, tu hora no ha llegado an. -Tengo confianza en Dios -respondi Francisco-, reverendsimo padre; pero mi hora ya ha llegado. La cmara en que acostaron a Francisco tena una ancha ventana. Se poda ver toda la ciudad, los olivares, la llanura con sus viedos y el ro, que corra lentamente entre las mrgenes verdes. A lo lejos se adivinaba San Damiano y. ms baja. la Porcincula. A la maana siguiente, cuando Francisco, ncorporndose en su lecho, vio el lugar bienamado, se ech a llorar: -Oh, madre... -murmur-, oh Ass, madre ma, Umbra de mi corazn! Quiso que yo me acostara en un rincn, a su lado. As, poda dormir y despertar al mismo tiempo que l. Dos golondrinas haban construido su nido en un ngulo de la ventana. Desde el amanecer, el macho revoloteaba alrededor de so hembra que em-

pollaba. sin duda para animarla y distraerla. Francisco estaba conmovido por el espectculo. -Hermano Len -me dijo--. no se pueden levantar los ojos y aguzar el odo sin que se nos llenen de prodigios. Alza una piedra y descubrirs bajo ella una vida inmutable al servicio del Seor, un humilde gusano que se esfuerza para que le nazcan sus alas y as poder volar, de una vez, transformado en mariposa, hacia el sol. No hacen lo mismo los seres humanos en la tierra? Sus ltimas palabras fueron cubiertas por un ruido de voces que provena de la calle. Una multitud numerosa deba haberse reunido ante el obispado. Se oa un gran tumulto y golpes sordos sacudan la puerta. Alguien dijo un discurso. El dicono del obispo entr en el aposento. -No te inquietes, Francisco -dijo-, el alcalde de Ass est en franca guerra con el obispo. Por eso ha reunido al pueblo y lo excita contra el enemigo. Adems, impide a las gentes que entren en la iglesia. Francisco se turb violentamente. -Qu vergenza! -grit-. Debemos restituir la paz! Despus de la partida del dicono, se volvi hacia m: -Hermano Len. el himno a Dios no ha terminado an. Toma la pluma y escribe: Alabado seas, Seor, por todos los que perdonan a sus enemigos. Bienaventurados los que padecen la injusticia y la tribulacin por amor a la paz. '~Bienaventurados coronados~. los pacificadores, pues por Ti, Seor, sern

Se persign y agreg: -Hermano Len, aydame a levantarme y sostnme. Quiero ir hasta la puerta para hablar al pueblo... O ms bien... No hablar, pero estaremos juntos y cantaremos las alabanzas que han brotado de nuestro corazn. Lo tom por la cintura, atravesamos el patio y yo abr la puerta. La multitud iba a precipitarse en el obispado, furiosa, pero la figura de Francisco los detuvo. Me hizo una sea, nos apoyamos contra la puerta y juntando las manos empezamos a cantar con xoz sonora: Alabado seas. Seor, por todos los que perdonan a sus enemigos por amor a Ti. Bienaventurados los que padecen la injusticia y la tribulacin por amor a la paz. Y bienaventurados los pacificadores, pues por Ti, Seor, sern coronados. En ese instante apareci el obispo. Era un anciano venerable; sus ojos observaban al pueblo con gran bondad Se puso a cantar con nosotros. Entonces ocurri el gran milagro. El alcalde se apart de la multitud, avanz y se arrodill ante l. -Por el amor de Cristo y por su servidor Francisco -dijo- olvido nuestra enemistad, reverendsimo padre, y estoy dispuesto a conducirme segn tu voluntad. Conmovido, el obispo se inclin, levant a su adversario, lo abraz y lo cubri de besos. -Mi condicin debera hacerme bueno. humilde y pacifico -dijo-. Pero, ay. soy colrico por naturaleza. Perdname, te lo ruego. El pueblo se arrodill y alab a Dios; despus, todos se precipitaron sobre Francis-

co para besarle los pies, porque haba restituido la paz. Cuando volvimos a su aposento, Francisco estaba radiante. La alegra le haba hecho olvidar sus sufrimientos y caminaba sin esfuerzo. 228 229

-Hermano Len -me dijo-, conoces esta historia? Haba una vez un lindo principito que un hada malvada transform en fiera temible que devoraba a los hombres. stos la odiaban y la perseguan con sus armas para exterminara. Y la crueldad de la fiera aumentaba sin cesar. Lleg una muchacha que se acerc con compasin y la bes en la boca. Entonces, sbitamente, la terrible cara desapareci, y surgi el encantador rostro del principito. As es el pueblo, hermano Len. Esta nueva lucha haba agotado a Francisco. Para cumplir ese milagro, haba reunido sus ltimas fuerzas. En cuanto subi a su aposento, cay en su yacija, sin conocimiento. Llam al dicono. Nos llev esencia de rosa y lo reanimamos. Tambin acudi el obispo. -Francisco, hijo mo -dijo-, llamar al mdico. Ests en mi casa, y yo soy el responsable de tu salud. Pero Francisco dijo que no con la cabeza. -Debes respetar la vida, hermano Francisco -insisti el prelado-, no slo la vida de tu prjimo, o la del gusano de tierra, sino tambin la tuya. La vida es el sopo de Dios, no tienes derecho a suprimirla. En nombre de la santa Obediencia, obedece! Francisco cruz los brazos y call. Llamaron al mdico. Era un viejecito amarillo,

de mirada de fuego, que desvisti al enfermo, lo volvi a uno y otro lado, auscult6 su corazon... -Con la ayuda de Dios, su estado puede mejorar -dijo. Francisco sacudi la cabeza. -Y sin la ayuda de Dios? -Creo que puedes durar todava hasta el otoo, padre Francisco. Despus, tu vida estar en las manos del Seor. Francisco permaneci silencioso un instante. Pero en seguida alz las manos al Cielo: -Sers, pues, bienvenida, con las primeras lluvias, oh hermana Muerte! Sonri y se dirigi a mi: -Qu piensas t, hermano Len? No sera justo agradecer a Dios por nuestra hermana la Muerte? Toma, pues, la pluma, compaero mrtir, y escribe: Alabado seas, Seor, por nuestra hermana la Muerte, de la cual ningn ser vivo puede escapar. Desdichados los que mueren en estado de pecado, pero bienaventurados, Seor, los que obedecieron tus diez mandamientos. Los que no temen la Muerte, sos aman la Muerte. Copi el himno entero en una hoja de papel y se lo di a Francisco para que le pusiera su sello, la cruz. Tom la hoja, la mir y sacudi la cabeza. -Tengo an mucho que decir, Dios mio -murmur-, tengo an que alabarte por muchas cosas, pero T conoces mi corazn y todas mis entraas... Alabado seas, pues, por todo, Seor. Tom la pluma y escribi: Alabado seas por todo, Seor!. Despus traz una gran cruz al pie del himno.

-He terminado -dijo-. Agradezco a Dios por habrmelo permitido. Y ahora, cordero de Dios, enva a alguien a la Porcincula para que invite a Pacifico,

230 que venga con su lad... Me acerco a Dios, y no puedo y no quiero sino cantar. Envi a alguien en busca de Pacifico, que lleg al crepsculo con su lad. Francisco lo recibi con los brazos abiertos. -Salud al trovador de Dios, salud a la verdadera boca del hombre! En este papel est escrita una cancin, toma tu lad y canta! Cantar contigo, este leoncillo de Dios cantar tambin, as como las cuatro paredes de nuestra celda, las piedras, la cal, los frescos... Poco despus, nuestra celda resonaba con ruidosas y alegres canciones. La ventana estaba abierta, el sol se pona. las hojas de los rboles chorreaban luz. La campana de San Rufino replicaba las vsperas y su voz dulcisima se difunda em1 el aire. Francisco cantaba cada vez ms fuerte, midiendo el comps y todo su pobre cuerpo martirizado bailaba. De pronto se abri la puerta, dando paso al obispo, cuyo buen rostro pareca preocupado. -Francisco, hijo mio -dijo-, que Cristo te bendiga, pero deja de cantar. Los pasantes te oyen. El obispo est borracho, dicen. Ha triunfado del alcalde y riega su triunfo! Pero Francisco, an bajo la influencia del canto, le respondi:

-Reverendsimo padre, si mi presencia en tu casa te pesa. me ir. Canto, no puedo hacer otra cosa. Me acerco a Dios... cmo puedo no alegrarme e ir a su encuentro cantando? -Tienes razn, hijo mio, pero los que no se acercan a Dios no pueden comprenderte y estn escandalizados. Canta, pues, en voz baja, si quieres -respondi el obispo, y sali del cuarto. -Hermano Pacifico -dijo Francisco-, todo el mundo tiene razn, tanto el obispo como nosotros. Cantemos ms bajo, para no escandalizar a nadie. Dame el lad, querido profesor, ahora tocar yo. Tom el lad en sus brazos y se puso a tocar lentamente, con sus dedos dolorosos. Mientras tanto, alabbamos a Dios en voz muy baja. Y cuando nos saciamos de msica, Francisco devolvi el lad a Pacfico y cerr los ojos. Estaba fatigado. Pacifico sali del cuarto de puntillas. -No salgas de Ass -le dije-. Quiz te necesite maana. Ha entrado en el reino de la cancin. Pero al da siguiente, una nueva preocupacin atornient a Francisco: -No hay que perder tiempo -me dijo muy temprano-. Antes de dejar este mundo, debo redactar mi testamento para los hermanos y las hermanas y confesar ante todos mi vida y mis pecados. Sabiendo todo lo que he soportado y cunto he luchado, quizs algn alma se atreva a seguir mis pasos. Talla tu pluma, hermano Len, y escribe lo que he de decirte. Pas ese da escuchando a Francisco con recogimiento y escribiendo al dictado. A menudo me detena para enjugarme las lgrimas. A veces el propio Francisco se

detena. Las palabras no bastaban para expresar su pensamiento, y lloraba. Empez terciopelo, con una pluma roja en su sombrero, se pasaba las noches correteando con sus amigos por el relato de su juventud, cuando, vestido de seda y de

231 de juergas y cantando bajo las ventanas. Despus cont cmo haba ido a la guerra para distinguirse, matando a sus enemigos y ser consagrado caballero y regresar a Ass cubierto de gloria... Cmo una noche haba odo la voz de Dios, lleno de pavor. Dios, me dict, se dign salvarme, a mi, Francisco el pecador, de la siguiente manera: cuando todava me revolcaba en mis pecados, senta una invencible repugnancia por los leprosos. Dios, alzando su voz, me orden entonces: ~~Abrzalos, bsalos, desvistelos lava sus llagas!". Y cuando los hube abrazado y besado y desnudado y lavado, el mundo cambi. Todo lo que antes me pareca amargo, volvise de pronto dulce como la miel. Poco despus abandon el mundo. Abandon este mundo vano y sus bienes temporales para consagrarme a Dios con toda el alma. Y Dios me dio hermanos y me revel, gracias al santo Evangelio, qu regla deba imponer a mi vida y a la de mis hermanos. Y todos los que aceptaron seguirme tuvieron ante todo la obligacin de distribuir sus bienes entre los pobres. Y nosotros no poseamos ms que un solo hbito, remendado por fuera y por dentro, con una cuerda a guisa de cinto. Y caminbamos

descalzos. Y ramos todos simples e ignorantes y cada uno obedeca al otro. Y yo exiga a todos los hermanos que aprendieran un oficio honrado y que trabajaran. No por deseo de provecho, sino para ensear con el ejemplo y huir de la ociosidad. Cuando nos era imposible ganarnos la vida trabajando, y slo entonces, podamos ir a mendigar de puerta en puerta. El Seor me revel que todos debamos decir: Pax er bonum! A lo largo de ese da y el siguiente, Francisco, con los ojos cerrados, narr su vida y la terrible ascensin que haba hecho, jadeante y descalzo, con los pies ensangrentados. Habl de su padre, muerto sin consuelo; de su nobilsima madre, convertida en monja en el convento de San Damiano; de la hermana Clara; de todos los hermanos, uno por uno; del apasionado Domingo, el misionero espaol que haba encontrado en Roma, y por fin de la hermana Joaquina, esa noble dama que llevaba bajo sus vestidos, en contacto directo con la piel, el hbito franciscano. Y hasta record el corderillo de Roma que un carnicero llevaba en sus hombros, para degollarlo. El corderillo balaba, lleno de miedo, mirando a Francisco tras l, como pidindole socorro. Entonces, conmovido, Francisco haba corrido hacia el carnicero y, abrazndolo, le haba dicho: En nombre de Cristo, hermano, en nombre del amor, te lo suplico, no lo mates. El rudo carnicero se haba burlado: Qu quieres que haga con l?. Djalo en mis manos y que Dios escriba tu buena accin en sus tablillas y te reserve, en la otra vida, un rebao inmortal. Oh, haba exclamado el carnicero, ~<eres acaso Francisco de Ass,

el que hace milagros? Si, Francisco de Ass, el pecador. Pero quin soy yo para hacer milagros? Nada ms que un pobre pecador que llora. Hermano mo, te lo suplico, no lo mates. Tmalo, haba dicho entonces el carnicero, conmovido y bajando el corderillo de sus hombros. Te lo doy. Has hecho un nuevo milagro! Francisco haba regalado el cordero a la hermana Joaquina. Y desde entonces, el animal no se separaba de ella, iba a la iglesia y se arrodillaba a su lado, frente al altar. Toda su vida se desarrollaba as, ante sus ojos cerrados. Despus, la spera y santa montaa del Alverna se irgui en su espritu, y Jess el crucificado, relmpago deslumbrante, se abati de nuevo sobre l. - Seor, Seor -grit con voz desgarradora-, soy un ladrn, un ladrn crucificado, dgnate aceptarme a tu diestra!

Al crepsculo, su testamento estaba terminado. Francisco abri los ojos: -Hermano Len -dijo, mirndome con ternura-, te he torturado mucho, hijo mio, te he fatigado mucho. Es justo que agregue estas ltimas palabras al himno que hemos ofrecido a Dios: Y alabado seas, Seor, por el corderillo de Dios, el leoncillo de Dios, por mi hermano Len. Es obediente, lleno de valor, me ha seguido en mi ascensin hacia ti, Seor. Pero l tiene ms mrito que yo, porque a menudo, para seguir mis pasos, debi luchar contra su naturaleza, debi vencerla. Ca a sus pies y los bes. Quera hablar, pero los sollozos me ahogaban. -Acabo de revivir toda mi vida, hermano Len, he padecido de nuevo todos

mis dolores, estoy cansado. Llama al hermano Pacfico, cantaremos juntos para que yo sienta aliviarse mi corazn. -El obispo nos regaar -dije. -Hace bien en regaarnos, y hacemos bien en cantar! Llama a Pacfico! El hermano trovador lleg. -Adelante, ruiseor de Dios! -exclam Francisco alegremente-. Todos en coro! Al principio, Pacifico tocaba suavemente y nosotros cantbamos en voz baja para no llamar la atencin. Pero pronto, exaltados, olvidamos al obispo y a los presentes y nuestras voces se elevaron, victoriosas, en un canto de alabanza a Dios. Qu alegra la nuestra! La Muerte aguardaba en la puerta, y nosotros, despreocupados, con el cuelo tendido como pjaros, hacamos de la Vida y la Muerte un canto inmortal. Estbamos en el colmo de la alegra cuando se abri la puerta y entr Elias, con aire severo. Volva de una gira fructfera y venia a Ass para pagar a los albailes que construan el gran convento. Al pasar frente al obispado, haba odo cantar y entre las voces haba reconocido la de Francisco. Varias personas se haban detenido en medio de la calle para escuchar. Algunas rean, otras se escandalizaban. Desde hace das, explic una de ellas a Elas, no se oyen ms que canciones en la casa del obispo, como si fuera una taberna. Al ver ceudo a Elas, Francisco haba dejado de cantar repentinamente. -Hermano Francisco -dijo Elas con autoridad y reteniendo su clera-, no sienta a tu reputacin de santo tocar el lad y cantar sin preocuparte de los que te oyen. Qu

dirn de ti? Qu dirn de nuestra orden? En esto consiste, pues, la vida austera y santa que predicamos? As llevaremos las almas al Paraso? -Y tmida, como un nio a quien regaa su maestro. -Cantando? Creo que el trovador aqu presente te ha arrastrado. Es el responsable de tu conducta -dijo Elias sealando, con desdn, a Pacifico, que procuraba esconder el lad tras su espalda. La sangre colore las mejillas de Francisco. -Soy yo, ms bien, quien lo ha arrastrado, como he arrastrado al hermano Len, como te he arrastrado a ti mismo, y a la orden entera. Soy yo quien responder por todos 233 232 1 t ya no sirves para nada, Elas se ha apoderado de tu autoridad, te ha expulsado de la orden; toma, pues, el lad, retrate y canta~. -T mismo confiesas --respondi Elias- que Dios te ha ordenado cantar en la soledad y no aqu. en pleno centro de Ass. Perdname. hermano Francisco, pero soy el vicario de la orden y tengo mis responsabilidades... Francisco quiso responder, pero las palabras lo ahogaban. -Hermano Len --dijo volvindose hacia mi-. Tambin de aqu nos expulsan. Adnde iremos, qu ser de nosotros? Levntate, partamos! -Adnde ir, padre Francisco? Es de noche ahora... -Nos expulsan tambin de aqu... nos expulsan tambin de aqu... -repeta sin cesar. ----Qudate una noche ms, hermano Francisco -dijo Elias-, nadie te vosotros ante Dios. Y si canto es porque Dios me lo ha ordenado: Francisco, de qu otra manera, hermano Elias? -pregunt Francisco con voz

expulsar; basta con que no cantcs... Y maana por la maana. haz lo que Dios te inspire! Se inclin, le bes la mano y se march. Pacfico, aterrado, haba escapado sin duda. Estbamos solos, Francisco y yo. --Qu has dicho, hermano Len? --Nada, padre Francisco. No he hablado. -Quien vive con los lobos debe ser un lobo y no un cordero, eso has dicho, eso dicen todas las personas sensatas. Pero yo tengo la locura, la nueva locura de que me ha dotado Dios, y digo: Quien vive con los lobos debe ser un cordero, aunque lo devoren. Cmo se llama eso inmortal que hay en nosotros? --El alma. -Y bien. el alma no pueden devorarla, hermano Len.

Al da siguiente, al alba. Francisco despert alegre: -Eh, hermano Len. no necesito a Pacifico ni su lad. Necesito dos pedazos de madera. Esta noche, por primera vez, he comprendido qu son la msica y el canto. Escucha: t roncabas, pero este pobre desecho que se llama Francisco no poda dormir, tanto sufra... Sufra, el desgraciado, y su sangre se estancaba en su yacija. Oa caminar a los ltimos transentes, ladrar a los perros, cerrarse las puertas y las ventanas. Despus fue la calma, la dulzura tersa, la alegra. De pronto, el sonido de una guitarra se oy bajo mi ventana. A veces sonaba ms cerca, a veces ms lejos, como si el guitarrista se paseara de un extremo a otro de la ciudad. Nunca, hermano Len, sent una alegra tan grande. Ms que la alegra, era la beatitud... Ms que la beatitud, estaba

sumergido en el seno de Dios y desapareca... Call un instante, y despus: -Si esta msica hubiera durado ms tiempo, me habra muerto de alegra. Y poco despus, sonriendo: --Elas no quera que tocara el lad ni que cantara. Pero Dios me ha enviado un ngel que me ha tocado una serenata. Quiso levantarse, pero no pudo. -Ven, aydame, hermano Len, nosotros partimos. Vamos adonde podamos cantar libremente, a nuestra choza de la Porcincula. 234 A Llam a Pacifico, levantamos a Francisco y nos marchamos. El obispo haba partido en gira por las aldeas. La noticia de que Francisco sala de Ass hacia la Porcincula ya haba circulado de boca en boca y en cada calleja una multitud de hombres, de mujeres y de nios sala de las casas y de los talleres, unindose a nosotros, blandiendo ramas de mirto y de laurel. Franqueamos las puertas de la ciudad y despus, a la salida del olivar, tomamos la costa. Era el mes de agosto, haca mucho calor, las higueras se doblaban bajo el peso de los frutos, las vias estaban cargadas de racimos, el trigo cortado. La llanura ola a hierba quemada por el sol. -Despacio, hermanos, no tan rpido -suplicaba Francisco-. Vosotros tenis todo el tiempo para ver estas tierras bienamadas, pero para mi es la ltima vez... Caminad lentamente, os lo suplico. A pesar de sus ojos enfermos, trataba de ver el espectculo de la naturaleza y de

llevarse las ltimas imgenes con l, al Cielo: Ass, los olivares, las vias.., y cuando por fin la ciudad amada estuvo a punto de desaparecer tras de nosotros, Francisco exclam: -Esperad, hijos mos, quiero verla una ltima vez y decirle adis! Nos detuvimos y volvi el rostro hacia Ass. La multitud que nos segua tambin se detuvo, muda. La mirada de Francisco se demoraba en las casas, las iglesias, las torres y en la cumbre de la ciudad, en la fortaleza casi en ruinas. De pronto, se oy el toque de agona. -Por qu? -pregunt Francisco. -No sabemos... no sabemos... -le respondieron. Pero todos sabamos que era para despedir a Francisco, que marchaba a la muerte. l, enjugndose las lgrimas, trataba de divisar a Ass y tras ella los flancos soleados del monte Subasio y las grutas donde antao se retiraba para llamar a Dios. Levant lentamente la mano y traz una cruz sobre la ciudad amada. -Adis, Ass, madre ma. Alabado seas, Seor, por esta graciosa ciudad, por sus casas, sus habitantes, sus vias, sus tiestos de albahaca y mejorana en las ventanas. Alabado seas, Seor, por esta ciudad donde vivieron el seor Bernardone, la seora Pica y su hijo Francisco, el pobrecillo de Dios. Ah, si pudiera tomarte entera en mi mano, Ass, y ponerte a los pies de nuestro Dios. Pero no puedo. mi ciudad bienamada. Adis! Se ech a llorar y su cabeza rod sobre su pecho. -Adis! -repiti-. Adis!... Detrs de nosotros, el pueblo lloraba. Llegados a la Porcincula,

advertimos que Francisco se haba desvanecido en nuestros brazos durante la marcha. Lo tendimos suavemente en el suelo de la choza. El pueblo se dispers y los hermanos que quedaban todava en la Porcincula, Gennadio, Rufino, Egidio y Bernardo, fueron a besarle la mano. Pas una semana, despus dos, despus tres. Se hicieron las vendimias, las hojas de las parras empezaron a enrojecer, los higos se llenaron de miel, los olivos se barnizaron y las golondrinas se prepararon para su nueva partida. Las primeras grullas pasaban sobre la choza, en vuelo hacia el sur. Francisco oy sus gritos y abri los ojos:

235 -Las grullas preceden a las golondrinas -dijo-. Buen viaje, hermanas. Pronto un gran pjaro vendr a buscarme, tambin a mi, para partir... A veces buscaba mi mano para incorporarse y despus de acomodarse se pona a hablarnos de sus damas eternas: la Pobreza, la Paz y la Humildad, mirndonos con ternura. Alrededor de l, lo escuchbamos, procurando no perder una sola de sus palabras. Son sus ltimos deseos~, pensbamos. No habla slo para nosotros, sino para todos los hermanos y todas las hermanas del porvenir. Nuestro deber es grabar sus palabras hondamente en nuestro espritu para que no se borren nunca de l. -Qu es el Amor, hermanos'? -nos deca abriendo los brazos como para abrazarnos-. El Amor es ms que la compasin y la bondad, pues en la compasin hay dos partes: el que sufre y el que compadece. En la bondad, tambin: el que

da y el que recibe. Pero en el Amor slo hay una persona: ambas partes se han fundido en una sola y nunca se separarn. l t y el yo desaparecen, porque Amar significa desaparecer. Un da me tom la mano: -Hermano Len, antes de morir tengo deseos (le ver a la hermana Joaquina. Te ruego que tomes una hoja de papel y le escribas: Del hermano Francisco, el pobrecillo de Dios, a la hermana Joaquina: Has de saber, mi querida hermana, que el fin de mi vida se acerca. Si quieres yerme una vez ms en esta tierra, no pierdas tiempo, ponte en marcha hacia la Porcincula cuando recibas mi mensaje. Si tardas siquiera un poco, no me encontrars vivo. Trae contigo un sudario de tela ruda para envolver mi cuerpo y cirios para mi entierro Volvi la cabeza hacia el hermano que estaba sentado a su lado: -Hermano Gennadio. ste es el ltimo servicio que te pido: toma este mensaje... Pero call bruscamente, irgui la cabeza como si hubiera odo algo y una dulce sonrisa se difundi en su rostro. -Gracias, hermano Gennadio, gracias a Dios ya no es preciso que vayas a Roma... -dijo, volviendo los ojos hacia la puerta. Miramos todos hacia la puerta. Se oan pasos que se acercaban. Entonces me puse de pie rpidamente para ver quin venia, y antes de que llegara al umbral dej escapar un grito: la hermana Joaquina se encontraba ante mi. La noble dama entr, se arroj a los pies de Francisco y le bes las llagas y le acarici las manos.

-Padre Francisco... Padre Francisco... -murmuraba, llorando. -Buenos das, hermana Joaquina, estoy muy contento.., muy contento... Quin te ha avisado? -La Virgen Mara ha venido a verme en sueos. Corre, me dijo, Francisco se muere. Lleva el sudario que le has tejido y cirios para su entierro. Puso el sudario a los pies de Francisco y. con voz entrecortada, prosigui luego: -Lo he tejido con mis propias manos, padre Francisco, con la lana del cordero que me diste. Francisco se incorpor, se mir las manos, los pies, tante su pecho herido y sangrante, y suspir: -Mi pobre borrico, hermano mio, mi cuerpo destrozado.., te he torturado, perdnarne. Sonri con amargura. -Perdname tambin t. oh Tierra, madre venerable. Me diste un cuerpo resplandeciente y mira qu fango, qu hediondez te devuelvo. Mientras hablaba, el miedo agrandaba sus ojos. Extendi el brazo y mostro algo, al lado de la puerta. -Miralo! -A quin? -Al mendigo! Al mendigo! Est en la puerta, levanta su mano agujereada y saluda. Baja su capucha... Oh! -Padre Francisco, no tiembles. -Oh, soy yo. yo... Reconozco mi propio rostro, la cruz sobre mi frente, las marcas del hierro en mis sienes. Se acerca... Francisco se tap los ojos con la manga de su tnica, para no verlo. -Se acerca... se acerca... -murmur, temblando-. Sonre, me abre los

brazos... Se cubri los ojos con la otra manga, pero eso no debi impedir que lo viera, porque sigui aullando: -Est all, se acuesta a mi lado! Hermano Len, socorro! Me abraz, despus tante con su mano a la derecha, a la izquierda, detrs de la cabecera de la cama... -Nadie... nadie!... Y despus, pensativo: -Se confundieron en uno solo, nos hemos confundido en uno solo, nuestro viaje ha terminado... El fin se acercaba. Los hermanos llegaron de todas partes para decir adis a Francisco. Elias corra de aldea en aldea, anunciaba que el santo se mora y reuna a las multitudes. encendidos, recomendaba. Haba pedido al obispo que ordenara el toque de agona da y noche en San Rufino. En San Damiano, las monjas, arrodilladas ante el crucifijo, imploraban a Dios que todava no se llevara a su Francisco. Por su parte, el Lobo baj de la montana, llevando como regalo un cesto lleno de racimos y de higos. Entr de puntillas y se acerc a Francisco. Este abri los ojos y lo reconoci. -Hermano anunciarte que me mora. Adis, hermano. -No eres t quien muere, padre Francisco, no eres t, somos nosotros -respondi el hermano-. Perdname por todo lo que he hecho. -Dios te perdona, hermano Cordero. Dios, y no yo. Y si salvas tu alma, todo ser salvado, hasta los corderos que comiste cuando eras lobo. Cordero, buenos das. Los gavilanes del Alverna debieron Que todos estn dispuestos a acudir al entierro con cirios

El Lobo dej el cesto de frutas a los pies del moribundo. -Padre Francisco, te he trado algunos higos y racimos para que comas por ltima vez. No temas, no los he robado. Francisco puso la mano sobre las frutas maduras y sinti con placer su frescura. Tom un grano de uva, lo llev a su boca, tom un higo, y lami el jugo azucarado que chorreaba de l. -Adis, higos y racimos, adis, hermanos mos. Nunca ms! 236 primeras lloviznas empezaron a caer. Una bruma leve se extendi sobre los olivos y los pinos. Y al mismo tiempo, una inefable dulzura se difunda en el mundo. La tierra yaca en el aire hmedo, pesada de frutos y satisfecha. Francisco abri los ojos. La choza estaba llena de hermanos. Reunidos desde la maana, miraban al enfermo, en silencio. Muchos estaban en cuclillas en el suelo, otros permanecan de pie. Ninguno se atreva a romper el silencio sagrado. De cuando en cuando, enjugando sus lgrimas, salan para respirar con ms facilidad. Francisco los saludaba con la mano. Bernardo se arrodill. -Padre Francisco -dijo besndole la mano-, te marchas, subes al Cielo. Habla por ltima vez. Francisco sacudi la cabeza: -Hijos mos, hermanos mos, padres mos, todo lo que tena que deciros os lo he dicho ya. Toda la sangre de mi corazn os la he dado. Ya no tengo nada. Si an tuviera que hablar o verter sangre, Dios me retendra en la tierra. 237 Setiembre acab. A comienzos de octubre, el cielo se oscureci y las

-Ya no tienes nada que decirnos, nada?... -exclam Egidio, que lloraba en un rincn. -Pobreza, Paz, Amor, nada ms, hermanos mos. Pobreza, Paz, Amor... Trat de levantarse intilmente. -Hermanos mos, desnudadme, acostadme, desnudo, en el suelo, quiero tocar la tierra, quiero que la tierra me toque... Lo desvestimos llorando, lo tendimos en el suelo y nos arrodillamos a su alrededor. Francisco se asombr. -Por qu lloris, hermanos? Nadie respondi. -Es tan dulce la vida? O creis tan poco en la vida eterna? Mi hermana Muerte, t que esperas ms all de la puerta, perdona a los hombres, no conocen tu noble rostro y por eso te temen. Mir a su alrededor: -Dnde alabanzas del Seor: Alabado seas, Seor, por todas tus criaturas y sobre todo por nuestro hermano el Sol.... Pero mientras cantaba, me distraje un instante. La choza, la Porcincula, Ass desaparecieron y me encontr en una tierra desconocida que se extenda verde, hasta el horizonte. Tendido en el suelo, el rostro vuelto hacia el Cielo, Francisco mora. Lloviznaba suavemente. A lo lejos, las cimas de las montaas estaban cubiertas de una bruma ligera. Un dulce olor a hierba quemada suba del campo vecino. En alguna parte, el mar suspiraba. ests, Pacfico? Toma tu lad y cantemos todos juntos las

No haba nadie en torno a Francisco, pero de pronto el aire pareci espesarse y doce hermanos, embozados en sus capuchas, aparecieron y se inclinaron sobre el moribundo. No se oa nada, salvo sus lamentaciones. Yo estaba entre ellos, y cuando levant los ojos, divis tras de nosotros a miles y miles de monjes de crneo rasurado que cantaban el oficio de difuntos. Irguindome sobre las rodillas, vi ms lejos los rebaos

de corderos, de bueyes, las manadas de caballos, las jauras de perros que, con aullidos quejosos, iban a alinearse tras los hermanos bajando la cabeza. Zorros, lobos, chacales, osos salan del fondo de la selva y se mezclaban a los animales domsticos, uniendo sus lamentos a los nuestros. Minadas de pjaros, reunidos en el cielo, bajaban piando e iban a posarse en torno a Francisco. -Mi bienamado Francisco -murmur-, mi bienamado Francisco. todos los animales han venido a tu entierro y lloran. Todos los hermanos... De pronto, los cielos se llenaron de resplandores dorados, verdes, azules, purpreos. Levant la cabeza. ngeles rodeaban al moribundo por millares, con las alas plegadas, esperando gozosos para llevarse su alma.

Sbitamente, gritos desgarradores me volvieron en mi. Tres mujeres se lamentaban, aferradas al cuerpo de Francisco, como queriendo retenerlo. La hermana Pica le rodeaba la cabeza con los brazos; la hermana Clara le estrechaba los pies y la hermana Joaquina tena una mano puesta sobre el pecho de Francisco. El sol se haba alzado. Fuera, la lluvia impregnaba la tierra. Fue entonces cuando distinguimos dos alas negras extendidas sobre Francisco. Su rostro resplandeca. Sus ojos abiertos miraban algo en el espacio. Hizo un esfuerzo supremo, volvi la cabeza hacia nosotros y nos mir largamente. uno por uno. Sus labios se movieron. Me acerqu. Velada, dbil y lejana, como viniendo desde la otra orilla, se elev su voz: -Pobreza, Paz, Amor... Contuve la respiracin, esperando el resto... pero nada sigui. Entonces, todos juntos nos arrojamos sobre l y lo cubrimos de besos, llorando.

En

el

instante

en

que

escrib

en

mi

celda

estas

ltimas

palabras.

sollozando por el recuerdo de mi maestro bienamado, un gorrin golpe el cristal de mi ventana. Sus alas estaban mojadas, tena fro. Me levant para abrigarlo. Y eras t, padre Francisco, que para venir a yerme habas tomado la figura de un gorrin... 238 239

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