Libro Cistitis PDF
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º Prólogo
º
5
º ¡Vaya vida!
º
29
º La maldición de Eva
º
47
º Conclusiones
º
115
prólogo
Llevábamos un uniforme blanquiazul. Camisa blanca,
jersey azul, falda azul, medias blancas… y zapatos
¡marrones!, como suena. Lo de los zapatos marrones
se explicaba porque nosotras éramos Esclavas del
Sagrado Corazón y teníamos que diferenciarnos de
las alumnas del Sagrado Corazón, a secas, que, como
no eran esclavas de nadie, podían permitirse la liber-
tad de llevar zapatos a tono con el resto del conjunto.
A mí, nuestros zapatos marrones siempre me pare-
cieron horrorosos, un crimen estético, un sacrificio
incruento pero doloroso, un rito impuesto para hacer-
nos expiar no se qué culpas con las que habíamos
nacido, manchadas de pecado original sin comerlo ni
beberlo, y no me extrañaba que fuésemos esclavas.
Ninguna mujer en libertad de hacerlo habría elegido
aquellos zapatos horrorosos, que más que calzados
parecían tanques, con aquel empeine cuadrado y
romo. Llevábamos también un delantal de rayas ver-
des y blancas y, en mi caso, una coleta azul, que al
salir de casa, a las ocho de la mañana, estaba perfec-
tamente apretada, gracias a una cinta de raso azul
anudada en un lazo primoroso, y que a la vuelta del
colegio, a las cinco y media, había perdido toda su
pulcritud y elegancia, la goma casi rozando las puntas
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del pelo, el lazo deshecho, varios mechones de pelo
escapados de su sitio. Yo no era una niña guapa, y
nadie sugirió siquiera cosa semejante, ni siquiera re-
sultona o mona, porque no podía presumir de unas
pecas graciosas o una nariz respingona. Como mucho,
supongo, tenía unos ojos bonitos, pero la belleza de
mis ojos negros no me la reconocerían hasta mu-
chísimos años más tarde. La niña que aparece en la
fotografía de grupo de final de curso no destaca espe-
cialmente entre todos los rostros retratados, es more-
na como la mayoría, no demasiado alta, no demasiado
gorda, no demasiado delgada. Y no era tampoco una
alumna modelo, porque me movía demasiado en el
pupitre y no sabía estarme calladita, me pasaba la
mayoría de las clases de susurrante cháchara con mi
amiga Regina cuando debía estar concentrada en la
lección o los ejercicios. Pero mi rendimiento académi-
co era espectacular. Siempre obtuve sobresaliente en
todas las asignaturas, excepto la gimnasia y la plástica
(era y he seguido siendo vaga y torpe, y no me apete-
cía ni avanzar haciendo piruetas por la barra de equi-
librio ni bordar cenefas en punto de cruz, aunque años
después no haya tenido el menor problema en acudir
diariamente al gimnasio y coserle los botones a mi
hija). En el colegio me llamaban El diccionario parlan-
te, porque nunca hubo una palabra que apareciera en
el libro de texto cuyo significado a mí se me escapara.
“Tú, diccionario, ¿qué significa ‘por antonomasia’?”
“Por definición“, respondía yo sin levantar siquiera la
cabeza del cuaderno en el que estaba pintando cora-
zones. “¿Y turiferario?” “El que lleva el incienso en la
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misa”. Uno de los juegos preferidos de mis condiscípu-
las era el de buscar palabras o locuciones raras en el
Espasa y preguntarme por su significado. Casi nunca
conseguían pillarme. Mis redacciones maravillaban a
las profesoras porque nunca cometí falta de ortografía
ni de puntuación alguna y mis exámenes de Historia
eran un prodigio de profusión. Rellenaba folios y folios
apuntando teorías y datos que ni siquiera aparecían en
el libro de texto y que la profesora no había menciona-
do en clase, pero que yo había encontrado en algún
ejemplar de la biblioteca de mi padre, en la que había
muchas biografías de personajes históricos. Por poner
un ejemplo, un trabajo sobre la Segunda Guerra Mun-
dial que obtuvo loas y alabanzas, no fue en realidad
sino un resumen de un best seller bastante malo, Ho-
locausto, que yo había devorado aquel verano en la
piscina. En resumen, era una buena alumna, no parti-
cularmente pulcra o disciplinada, pero sí muy inteli-
gente, y a las profesoras y a las monjas les gustaba
alardear de mis resultados académicos cuando habla-
ban con las tutoras de otras clases, como si fueran
consecuencia de sus enseñanzas y no de mis capaci-
dades o mis méritos. Me sabía valorada, e incluso,
según cómo y para quién, querida, y no tenía ningún
problema con el colegio. El colegio me gustaba.
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Se trataba de un colegio estricto con reglas estrictas.
Una de ellas, no escrita pero seguida a rajatabla, era
que no se podía salir del aula estando en clase, excep-
to por causa de fuerza mayor, y las necesidades fisio-
lógicas no se consideraban causa de fuerza mayor. En
los cinco minutos libres entre clase y clase hacíamos
ordenadas colas en los cuartos de baño, porque a
nadie se le ocurriría pedir permiso para salir a orinar
fuera del horario prescrito. Eso eran cosas de niñas de
seis años, y nosotras ya no lo éramos. Pero aquellas
ganas irrefrenables eran más fuertes que yo. Así que,
haciendo una excepción, me levanté y le dije a la
reverenda madre que tenía una urgencia grave y que
necesitaba salir. “Sabes que eso no es posible, y tú
más que nadie deberías saberlo. Una alumna tan inte-
ligente como tú no debería molestarme con niñerías”,
me reprochó en un tono áspero y desabrido (yo odia-
ba esa frase “una alumna tan inteligente como tú”
porque siempre iba asociada a algún reproche). La
reverenda madre parecía particularmente enfadada
aquel día, así que regresé a mi pupitre e intenté con-
centrarme en la lista de quebrados que se suponía
que debía resolver. Pero aquéllo quemaba por dentro,
e incluso dolía. Empecé a balancearme hacia delante
y hacia atrás para intentar controlar aquellas ganas
pero no había manera. Las listas de quebrados se me
desbarataban en el papel, los números cobraban vida
propia y se ponían a bailar los unos con los otros, y
aquel fuego entre las piernas me estaba matando,
porque al principio sólo molestaba, luego había pasa-
do a quemarme y finalmente dolía como si me estu-
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vieran metiendo un hierro candente. Era una verdade-
ra mala suerte que aquéllo hubiera pasado precisa-
mente en clase de matemáticas, porque las profeso-
ras seglares solían ser más amables y menos estric-
tas, pero las monjas nunca daban su brazo a torcer, y
de entre todas las monjas tozudas la madre Amparo
era la más tozuda de las monjas tozudas. Yo la tenía
más miedo que respeto, así que no me atrevía a decir-
le lo que me estaba pasando. Además, temía que si
me levantaba para hablar con ella se me escapara el
pis, tal era la urgencia que sentía, una lava violenta,
una erupción incandescente, un furor rabioso mor-
diendo a quemarropa. Regina, mi compañera de pupi-
tre, se dio cuenta de que algo raro estaba pasando y
sentí su mano en el hombro. Al volver la cabeza me
encontré con sus ojos, redondos como platos, clava-
dos en los míos. “¿Qué te pasa?” Parecía asustada. A
mí, un sufrimiento fiero y desconocido me estaba nu-
blando la cabeza, me quemaba la fiebre del tormento
en la entrepierna, en una nota de dolor intensa y ama-
rilla, como metal al fuego, anulando cualquier capaci-
dad para concentrarme en algo diferente. Y entonces
fue cuando ocurrió lo que recuerdo como la mayor
humillación de todos mis días escolares. La niña pro-
digio, la diccionario parlante, el asombro de las profe-
soras, la envidia de sus condiscípulas, se había hecho
pis encima, como una niña de seis años.
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anécdota puede resultar ridícula e incluso graciosa,
entonces el suceso revistió proporciones catastróficas.
Hubiera resultado humillante para cualquiera, pero en
mi caso, en aquella niña adulta cuyos trabajos incluían
datos y fechas que las propias profesoras desconocían
hasta entonces, resultaba incomprensible. La madre
Amparo estaba convencida de que aquello lo había
hecho adrede, como protesta ante su negativa a dejar-
me salir de clase. No me pegó una bofetada porque en
aquel colegio estaba prohibido, pero se le notaba en los
ojos que hubiera querido hacerlo, y los tronantes berri-
dos con los que recibió aquel charco amarillo que se
había formado en el suelo resultaban tan dolorosos
como una paliza. Llamaron a otra monja, me llevaron a
un despacho, me dieron una muda, llamaron a mi
madre, me gritaron mucho, me sometieron a un mon-
tón de interrogatorios dignos de la Gestapo y yo no
hacía sino repetir que me dolía, que me picaba y que
me ardía. Y es que la niña que escribía redacciones de
adulta había pillado una infección típica de adulta, una
cistitis consecuencia de haberse pasado demasiados
recreos sentada en las heladas losas del salón de jue-
gos, comiendo pipas con su amiga Regina.
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ir al baño cada media hora y no puedes explicar de qué
se trata por dos razones. La primera porque siempre
asociamos, desde la infancia, las necesidades fisiológi-
cas con algo sucio y privado. La segunda porque mu-
chos y muchas consideran la cistitis como una enferme-
dad de transmisión sexual, aunque no lo es. De hecho,
cuando sucedió el episodio que he contado yo era vir-
gen y muy virgen, y ni siquiera me habían dado un beso
con lengua todavía. Durante años me trataron con anti-
bióticos, pero el problema de los antibióticos de aquella
época que, a diferencia de los actuales, se trataba de
tratamientos pesados y prolongados. Había que tomar
una pastilla cada cuatro horas y era fácil que se te olvi-
dara. Y más fácil aún era hacerse resistente a ellos.
Además, los antibióticos agotan, y tomarlos suponía
pasar quince días tan cansada como si fueras cargando
cuesta arriba con la famosa piedra de Sísifo. Hubo una
temporada en que, por consejo homeopático, seguía
una dieta líquida especial, tres días exclusivamente a
base de zumo de arándano que había que ir a comprar
a un herbolario especializado que lo importaba, porque
por aquel entonces el zumo de arándano no se comer-
cializaba en España. Fines de semana en los que no
salía porque la dieta de zumo de arándano, si bien efi-
caz, era antisocial: te pasabas el día entero del baño a
la cama y de la cama al baño, por no hablar de lo can-
sada que te encontrabas. Eso sí, perdías tres kilos en
tres días, no hay mal que por bien no venga. He pasado
etapas muy malas en las que mi vida estaba marcada
por una prioridad: que nadie supiera por qué motivo
tenía que ir tantas veces al baño. En una hora podía
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entrar cuatro veces al lavabo. Y más de una vez, estan-
do en un bar de copas, tenía que salir del garito para
buscar un hueco entre dos coches, porque sabía que no
resistiría la larguísima cola que se montaba a las tantas
de la mañana en el único servicio para chicas. Nadie
sabe cómo he odiado a las que ocupaban la cabina por-
que se metían a hacerse un porro, o una raya, o a darse
un beso, o a practicar cualquier actividad privada que
nada tuviera que ver con la micción. Tanto como he
odiado a esos camareros de bares que, cuando me han
visto llegar con la cara desencajada y preguntando
dónde está el baño como el náufrago que reclama un
tablón, me han mirado con cara de desprecio y me han
dicho que el lavabo estaba reservado a clientes. Nadie
sabe tampoco la de coca colas que he pagado sólo para
que me permitieran entrar al baño. En los peores mo-
mentos no me atrevía a hacer largos transbordos en
metro por si acaso sucedía un accidente incontrolable.
Llegué a usar compresas en días en los que no tenía la
regla, en previsión de ocasiones como un viaje largo en
metro o en autopista, en las que se previera que no
habría acceso a un baño en lapsos de tiempo extensos.
No conseguía dormir una noche entera porque me tenía
que levantar a cada hora para ir a orinar, y al día siguien-
te aparecía en el trabajo con ojeras de oso panda y una
cara entre pálida y cerúlea, como de recién resucitada,
ideal para protagonizar películas de Tim Burton.
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que soluciona todo el calvario en cuestión de veinti-
cuatro horas, si bien lo cierto es que no he renunciado
al zumo de arándanos como remedio de emergencia.
Nunca pensé que acabaría escribiendo sobre ello por-
que una así, a priori, hay que reconocerlo, nunca ha
pensado en la cistitis como en un tema literario. Pero
sí que me hace reflexionar sobre el hecho de que, en
cierto modo, algunas mujeres estamos condenadas a
no dejar nunca de ser niñas. Niñas que se avergüenzan
de decir que tienen que ir al lavabo, niñas que no sa-
ben expresar sus necesidades, o a las que no se reco-
noce su derecho a expresarlas, niñas que tienen mie-
do a que los niños las llamen putas y escriban tonterí-
as sobre ellas en las puertas de los lavabos. Niñas que
hacen de un simple y fácilmente solucionable proble-
ma médico un secreto a puerta cerrada, de los de cor-
tinas que no se descorren, de los que sólo se susurran
en la oscuridad y con miedo. El simple acto de decir,
con tranquilidad y sin remilgos “necesito hacer pis
cada media hora porque tengo cistitis, ¿algún proble-
ma?”, no parece en sí muy literario, pero puede resul-
tar muy feminista ( y hasta hoy yo no había caído en la
cuenta) porque implica que una reconoce el cuerpo
como un territorio propio, de cuyas funciones no se
avergüenza, e implica también que una ha crecido y
que ya no es la niña de babi de percal, pequeñita y
humilde como la flor de espino, la niña que siente que
su cuerpo le es traidor, la niña a la que una monja
podía ordenarle lo que debía o no debía hacer.
Lucía Etxebarría
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Relatos sobre la
cistitis
Relatos finalistas
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–Tranquila –dijo ella–, hablemos.
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¿Qué me pasa?
Eva (Barcelona)
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largo de su vida. Me recetó antibiótico durante dos días
seguidos y que bebiera mucha agua. Enseguida empecé
a sentirme mejor.
Ahora conozco la enfermedad y sé que no es nada
malo ni nada que haga avergonzarse a la mujer. Si vuel-
vo a tener los mismos síntomas otra vez (espero que
no), iré al médico sin pensármelo tanto.
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Hola, soy coli, E. Coli
M.ª Ángeles (Barcelona)
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porción notar mis cambios de hábitos vitales que yo les
transmito a través de escoceduras como filos de navajas,
irritaciones nerviosas, sudores, hematurias y un mal humor
que no lo calma ni ganar el bote del euromillón.
En grandes cantidades provoco una infección de aquí
te espero denominada cistitis y durante unos días me voy
multiplicando hasta que, como no me expulsen rápido,
puedo llegar a ser un grave problema si llego a los riño-
nes. De ahí que oiga a los médicos decirle a las sufridas (y
sufridos, ¡no lo olviden!) pacientes que beban mucha agua
para que me vaya por donde he venido. Y cuando me
pongo peleona tienen incluso que tomar las medicinas
que recetan los galenos y así acabo por quedarme calva y
ser fagocitada por los refuerzos terapéuticos... Hasta la
próxima infección, claro. Porque sigo estando en el intes-
tino grueso y en cualquier momento puedo volver a fluir.
En fin, que como bacteria en la uretra soy un desastre y
pido perdón por las molestias ocasionadas, pero soy incorre-
gible si salgo por el recto y a poco que tengan un poco de
higiene personal controlada (no puedo ser transmitida desde
un inodoro ni desde el frescor de una piedra porque no pue-
do vivir en el aire), evitarán que acceda al lugar incorrecto.
Este relato toca a su fin y sólo me quedan cuatro co-
sas que decir, como el baile eurovisivo:
> Una, a los pacientes: a la mínima que sientan que pu-
diera estar fastidiándoles, acudan a un médico.
> Dos, a los médicos: escuchen detenidamente y exijan
pruebas de diagnóstico rápido. Porque doy fe de que,
mientras no me expulsen, soy insufrible.
> Tres, a los que rodean a los pacientes: no se lo tomen
a chanza porque no soy exclusiva de ningún sexo ni
condición y me puedo manifestar igualmente en su
cuerpo. Así que... Apliquen la solidaridad convaleciente.
> Y cuatro, que sepan que el extrañísimo nombre que
luzco me lo adjudicaron en honor al científico que
me descubrió allá por el año 1885, el bacteriólogo
alemán Theodor Von Escherich.
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La sala de Urgencias
Aída (Madrid)
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aunque a día de hoy seguimos sin ponernos de acuer-
do sobre qué pasó al final.
Al filo de las 10 de la noche (llevábamos cerca de cua-
tro horas y media de espera) me llamaron… Para decir-
me que no me podían poner un tratamiento sin obtener
primero una muestra de orina. ¡Pero es que les he dado
una nada más entrar! ¿Ah, sí? Vaya. Pues no sabemos
dónde está. ¿Nos podría dar otra? Claro, cómo no, yo
encantada, si no me duele casi… Ah, una preguntita: del
1 al 10, ¿qué nota le pondría a su dolor? ¿¿¿??? No es
cuestión de exagerar porque tampoco es que esto sea
como tener cálculos renales pero, ¿y si me quedo corta?
¡Lo mismo me hacen esperar otras cuatro horas! Así que
le puse un notable alto. Al fin analizaron la nueva mues-
tra, me comunicaron que no estaba embarazada (gra-
cias, me quedo más tranquila, pero eso ya lo sabía yo) y
me recetaron los codiciados antibióticos… Y zumo de
arándanos. Si lo sé llamo a Txumari Alfaro y nos ahorra-
mos siete horas de trance…
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Infección recurrente por inadecuados
tratamientos e infravaloración
Mayka (Madrid)
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Mamá tuvo la mala suerte de que, en esta ocasión,
cuando le iban a dar el volante para el especialista no sé
qué cambios médicos hubo. Total, que se demoró aún
más la cosa. Por fin, a los tres meses de sufrimiento y
pasando una cistitis tras otra (que en realidad era la
misma mal curada o no curada), pudo acceder al urólo-
go del centro de especialidades.
Le hicieron un nuevo cultivo y comprobaron que era
una infección muy recidivante por no estar conveniente-
mente tratada. A los pocos días del tratamiento del urólo-
go mi madre empezó a olvidarse de la cistitis.
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¡Vaya vida!
“Otro día más pegada al inodoro de mi casa. Es horri-
ble. Desde que cumplí 16 años (y ya tengo 36…) he
padecido un sinfín de episodios como el que acaba de
comenzar.Y creo que me lo sé todo, pero cada vez que
pasa siento más angustia porque no sé cómo aliviar
este sufrimiento, porque me niego a volver a pasar por
ello otra vez más, porque no es justo, ¿por qué yo?...
He tenido 17 episodios como este en 20 años. No son
un sinfín, como he dicho. Los he contado todos porque
cada uno de ellos me ha parecido peor que el anterior.
Nunca me acostumbraré a la cistitis. Me resisto. No
quiero que me pase más. Me gustaría borrar de mi
vida estos próximos dos días, preferiría regalárselos a
alguien y que ese alguien lo pase por mí, aunque le
regale dos días de vida. Pero..., ¿qué he hecho yo real-
mente para merecer este suplicio?
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tarlo, me he quedado peor, pero no puedo evitarlo. Te
da la sensación de que cuando orines se pasará to-
do..., qué mentira. Cuando lo intentas te quedas aún
peor. Las ganas nunca cesan. ¡Vaya dos días me espe-
ran! Otra vez. Cuando veo la sangre en el inodoro me
pongo mala. Pero bueno, me han dicho muchas ve-
ces que no importa, que alguna venita se rompe con
la inflamación vesical y que por ello sangra. No obs-
tante, yo no lo soporto. Me muero de miedo pensan-
do otra vez más que esto que me pasa podría no ser
una cistitis, como las otras veces, y ser algo más gra-
ve; el miedo es libre, desde luego.
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vaya al trabajo, en casa ni mis hijos ni mi marido lo van
a entender. Seguro que no me van a servir de ayuda
alguna, y como han sido ya tantas veces piensan que
realmente no me pasa nada, lo que me faltaba...
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Nunca he sufrido cistitis, aunque me lo han con-
tado miles de veces. Es como si yo también lo hubiera
padecido de todas las veces que me han trasmitido esas
sensaciones. Me duele sólo de pensarlo, tanta desvalidez,
tanta dependencia, tanta molestia, tanta angustia... Y eso
que la cistitis es uno de los procesos más comunes que
suceden si se tienen en cuenta los problemas de salud
corrientes y cotidianos. La cistitis es, de hecho, tan común
que resulta prácticamente imposible estimar con exacti-
tud el número de personas que la sufren.
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¿Qué es
una cistitis?
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Puedes vivir sin cistitis
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¿Qué es una cistitis?
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Puedes vivir sin cistitis
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¿Qué es una cistitis?
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Puedes vivir sin cistitis
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¿Qué es una cistitis?
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Puedes vivir sin cistitis
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¿Qué es una cistitis?
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Puedes vivir sin cistitis
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¿Qué es una cistitis?
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Puedes vivir sin cistitis
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¿Qué es una cistitis?
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Puedes vivir sin cistitis
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La maldición
de Eva
E
s evidente que la cistitis es un problema de
mujeres y esta diferencia se debe fundamental-
mente a motivos anatómicos, es decir, a la dife-
rencia entre la anatomía de la mujer y la del hombre. La
uretra de la mujer adulta mide aproximadamente 4 cm,
mientras que la uretra del varón mide unos 20 cm. Por
eso, mientras que el orificio uretral del hombre se
encuentra muy lejos del ano, en la mujer ambos orificios
se encuentran peligrosamente cercanos. Los gérmenes
solamente tienen que viajar una escasa distancia a lo
largo del periné para alcanzar la uretra desde el ano y
desde allí “trepar” al interior de la vejiga. Este viaje
puede favorecerse por arrastre mecánico mediante
diversas maniobras habituales como el uso de ropa
interior ajustada, tanga o compresas. De hecho, la
sabiduría natural lleva a las madres a enseñar a sus
hijas que cuando se limpien después de defecar deben
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Puedes vivir sin cistitis
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La maldición de Eva
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Puedes vivir sin cistitis
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La maldición de Eva
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Puedes vivir sin cistitis
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Puedes vivir sin cistitis
La menopausia El embarazo
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Puedes vivir sin cistitis
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¿Por qué me
pasa esto a mí?
L
a mujer que padece cistitis debe saber que el
agente que produce la infección de orina es
una bacteria, un ser unicelular, que se multipli-
ca rápidamente en un medio que le resulta favorable.
La mayor parte de las veces la bacteria se llama Esche-
richia coli; es un germen que, como ya se ha apuntado,
vive en el intestino y en las heces de manera natural,
sin producir problemas. Otros gérmenes, como Proteus
mirabilis o Klebsiella pneumoniae, también producen
cistitis, pero son más raros. Todos ellos pertenecen al
grupo denominado “enterobacterias”, porque viven en
el intestino grueso. Bueno, pues ya tenemos un agente
causal (Escherichia coli) y un huésped (la paciente). En
un medio favorable (la orina) se producirá la multiplica-
ción bacteriana, la anidación de las bacterias en la veji-
ga y la respuesta inflamatoria, que será la causante de
las molestias que percibe la paciente.
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Puedes vivir sin cistitis
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¿Por qué me pasa esto a mí?
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¿Por qué me pasa esto a mí?
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¿Por qué me pasa esto a mí?
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¿Por qué me pasa esto a mí?
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¿Por qué me pasa esto a mí?
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¿Por qué me pasa esto a mí?
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Lo que una
mujer con cistitis
necesita
E
s difícil reflejar la sensación de invalidez y el
sufrimiento que padece una mujer con cisti-
tis, pero la frustración es aún mayor si se tie-
ne en cuenta que con frecuencia quien padece este
problema vuelve a tener más episodios a lo largo de
su vida (cistitis recurrente) y que existe una población
de mujeres en torno al 30% de las que padecen cisti-
tis que sufren este problema más de tres veces al año
(infección urinaria de repetición).
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Puedes vivir sin cistitis
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Lo que una mujer con cistitis necesita
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Puedes vivir sin cistitis
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Lo que una mujer con cistitis necesita
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Puedes vivir sin cistitis
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Lo que una mujer con cistitis necesita
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Puedes vivir sin cistitis
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Lo que una mujer con cistitis necesita
Cargo 5: necesidades
Cargo 6: la automedicación
en el tratamiento
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Puedes vivir sin cistitis
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Lo que una mujer con cistitis necesita
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Puedes vivir sin cistitis
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La perspectiva
del médico
P
or lo general, un médico basa el diagnóstico
de cistitis aguda en el reconocimiento de un
cuadro clínico compatible y en un diagnóstico
de confirmación microbiológico. Existe una encuesta
practicada a 675 médicos de todo el territorio nacional
acerca de cómo diagnostican y tratan la cistitis aguda.
Cada uno de estos médicos diagnostica una media de
8,3 pacientes con cistitis a la semana. Ahora bien, el
diagnóstico se establece de forma muy variable. En
primer lugar, debe existir una clínica sugerente de cis-
titis (escozor al orinar, urgencia en orinar, orinar con
frecuencia, dolor en bajo vientre y sensación de no
poder aguantar la orina), pero luego debe confirmarse
la presencia de bacterias en la orina, bien de forma
indirecta mediante una tira reactiva o bien mediante
una confirmación microbiológica basada en el cultivo
de la orina. En esta encuesta el 74% de los médicos
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Puedes vivir sin cistitis
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La perspectiva del médico
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Puedes vivir sin cistitis
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La perspectiva del médico
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La perspectiva del médico
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La perspectiva del médico
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La perspectiva del médico
Tratamiento de 1ª elección
Tratamiento de 2ª elección
Tratamiento de 3ª elección
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La perspectiva del médico
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La perspectiva del médico
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Puedes vivir sin cistitis
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La perspectiva del médico
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Puedes vivir sin cistitis
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Conclusiones
1
¿CUÁNDO HAY UNA CISTITIS?
2
¿QUÉ FACTORES FAVORECEN QUE UNA
MUJER PADEZCA CISTITIS?
3
¿QUÉ HACER CUANDO SE PADECE CISTITIS?
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