El Moribundo
El Moribundo
El Moribundo
***
Vi pasar a Claudio con su grupo de amigos montados en sus
bicicletas. Habíamos acordado reunirnos en la explanada principal
de la Margarita, lugar donde nací, en medio de tanta gente que llegó
de los barrios más sanguinarios y olvidados de la ciudad. Para ellos,
sus departamentos parecían verdaderos palacios. Para mí, siempre
fueron jaulas, palomares construidos con materiales de baja
calidad. Por eso desde que tuve uso de razón, bauticé a la colonia
con el nombre de casas encimadas
***
Después de ver pasar a Claudio y a la manada de culeros, esperaba
ver a Ulises, pero jamás logré verlo; al final, al que pude distinguir
fue a Gabriel, entonces le silbé, se desvió de rumbo, y yo avancé
hacía él pedaleando con tranquilidad mi bicicleta. Cuando el
recorrido nos unió en el mismo punto, le pregunté por Ulises, me
confesó que no lo habían dejado salir sus padres, porque ya se
habían enterado del embarazo de Marcela, y por ello iba a
permanecer castigado hasta que se aclararan bien las cosas. Cuando
Gabriel termino de contarme todo lo ocurrido, un sudor helado
como el rocío de invierno, que lo moja todo, estremeció mi cuerpo;
no podía comprender la responsabilidad que implica ser padre a
temprana edad, pero tampoco me espantaba la idea de asumirme
como tal. Gabriel me arranco de mis pensamientos: “no te me
apendejes, despreocúpate, la que dio las nalgas fue Marcela, no
Ulises, seguramente ya mañana lo dejan salir. Pobre güey, tanto que
cuidaba a su hermana. Y ella, con lo mamona que era, nunca lo
hubiese imaginado”.
Sus palabras, en ese momento y en tales circunstancias, no eran
más que sombras huecas y amorfas. Se hizo el silencio y preferimos
emprender el camino rumbo a la explanada. Cuando llegamos al
lugar, todos los cletos estaban allí reunidos, en el terreno baldío que
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se encontraba a un costado del enorme patio de concreto, en cuyo
centro reposaba la imagen petrificada de Morelos, tan olvidada, las
únicas que sabían de su dureza de antaño eran las palomas que lo
frecuentaban para darle su baño de mierda todas las mañanas.
Luego que nos vieron llegar, los amigos de Claudio nos recibieron
con un “¡ya vinieron los pinches maricones!”, cuestión a la que no
prestamos oídos y terminamos por sumarnos al grupo. Teníamos
que formarnos para poder saltar un bordo y, antes de tocar tierra,
debíamos sacarle dos vueltas en el aire al volante, ¡esa era la prueba
a superar!, para poder sentir la aceptación, el respeto y la
admiración de todos aquellos a los que podías humillar. El polvo
que levantábamos no me permitió distinguir a los cabrones que
estaban a un costado de los edificios grises de departamentos del
conjunto H. Por fin, en la tercera ronda, cuando terminé mi salto,
pude dar cuenta de quienes eran los fulanos, se trataba del Diablo,
el Méndez y de sus compañeros de andadas.
El diablo era muy famoso en la colonia ya que venía del meritito
barrio de San Antonio y según las personas que lo conocían desde
tiempo atrás, él había pertenecido a los Pitufos. Se decía que era
matón a sueldo de algunos funcionarios públicos.
Yo conocí al diablo cuando todavía no estaba enterado de que sus
hijos y sus parientes se dedicaban a atracar en una de las privadas
de la sección B4 de los edificios Z. Cierto día, cuando llegaba de
casa de Ulises, eran como las nueve de la noche aproximadamente,
me salieron de entre las sombras dos chavales con tremendos fileros.
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Me dijeron que les aflojara todo lo que trajera o, de lo contrario,
me iba a cargar la chingada. Pero como les contesté que no traía ni
madres, uno de ellos lanzó un silbido, al mismo tiempo que me
atizaban un puñetazo en el estómago; de inmediato salieron otros
cinco güeyes, y aún no recobraba la voz cuando un ojete me agarró
por atrás, de la camisa y de los cabellos, mientras otro ponía la
punta de sus navajas en el cuello. Fue entonces cuando recobré por
completo el aliento y les volví a decir que no traía ni madres y que,
si eran muy chingones, que el más bueno para los madrazos se
rifaba un tiro conmigo, con la condición de que, si le rompía el
hocico me dejarían en paz. Cuando escucharon esto, el más
corpulento se me acercó diciéndome: “¡Vaya pues, pinche
chamaquito! ¡Suéltenlo!” Mientas sus cuates le decían: “¡sale, pinche
cabra! ¡es tuyo! ¡reviéntalo!” Todos se hicieron a un lado mientras
el famoso Cabra se despojaba de una chamarra negra de piel, y yo
con los huevos a la altura de los ojos, bajé mi mochila al suelo y me
puse en guardia. De súbito, se me vino a la memoria la imagen del
abuelo, recordé que él me había enseñado a pelear con técnica, y,
sobre todo, con arte, porque para el abuelo el boxeo era su vida.
El Cabra se me dejó venir, lo esperé y le apliqué el uno-dos, en
coordinación con el movimiento de mis pies y piernas, giré la
cintura y cabecee hacía la derecha campaneando en media luna y
así esquivé su derechazo, le conecté con el puño izquierdo un gancho
a la mandíbula, y con el derecho, lo rematé con un gancho al
hígado, ése que había hecho famoso a Rodolfo “Chango” Casanova.
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El cabra cayó con los cuernos de frente al piso mordiendo el asfalto,
quedó inconsciente; levanté la mochila y, aprovechando los segundo
de perplejidad de sus acompañantes, eché a correr en dirección al
edificio donde yo vivía. Llegué tan azorado y pálido a casa que
cuando mi madre abrió la puerta, de inmediato preguntó que qué
me había sucedido, a lo que respondí como siempre, nada. Mi padre,
como siempre yacía en el sofá mirando un partido de fútbol. Me fui
de inmediato a mi cuarto, aventé la mochila en un rincón y me tiré
en la cama bocabajo. En ese tiempo, la relación entre mi padre y yo
estaba extremadamente jodida, la figura que tenía de él se había
desplomado como el muro de Berlín.
A los veinte minutos, unos golpeteos sonaron en la puerta. Mi
padre fue quien respondió. Al abrir la puerta, un hombre alto, como
de un metro ochenta, de pelo largo y con un tatuaje en el brazo
izquierdo de la imagen de la guadalupana, ya le estaba apuntando
en la cabeza con una 38 especial, fue tanto su miedo, que poco le
faltó para orinarse en los pantalones; mamá estaba preparando la
cena en la cocina, por eso no vio lo acontecido. El fulano pregunto:
—¿Aquí vive el tal francisco?
—¡Sí, sí señor! ¡cálmese, cálmese!, ¿Qué le sucede? ¡es mi hijo!
—¿cómo que qué me pasa?, ¡ven, Cabra! Su desgraciado hijo
agandalló al mío, ¡mírelo!
Al escuchar mi nombre, me levanté y salí de mi cuarto ´para
afrontar lo que viniera. El Cabra tenía el hocico sangrando. Papá
me preguntó valentonamente:
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—¿Tú le pegaste a este muchacho? —asentí con la cabeza.
El padre del Cabra retiró el arma de la cabeza de mi padre y la
cambió a la mano izquierda por el cañón, me observó un instante y
por él me enteré que lo apodaban el Diablo.
-Mira, yo soy el Diablo, pertenecí a la banda de los Pitufos y nunca
he permitido que toquen a mi familia-
Entonces el diablo le preguntó a su hijo:
- ¿Este raquítico te puso en tu madre? -
-Sí-
- ¡Pues que pendejo eres! -Al mismo tiempo que le decía eso, le atizó
un cachazo en la cabeza, el cabra lanzó un atroz grito y empezó a
sollozar. El diablo se disculpó con el mío y se marchó con su hijo.
Mi padre al cerrar la puerta de súbito, me asestó una bofetada; ¡ya
la esperaba! Era lo menos que esperaba recibir de una persona como
él. Mi madre salió de la cocina y al ver esto, preguntó asustada:
- ¿qué les pasa. ¿Otra vez con discusiones?
- ¡Mira mujer! No sé qué vamos a hacer con este pedazo de bestia,
un día nos va a meter en un lio que nos mande a los dos derechito
al panteón. ¡Va pa ti Pancho! O le paras a tus desmadres, o vas
buscando a donde te largas.
Mamá no dijo nada, calló como siempre. Regresé a mi cuarto
y esa noche lloré y comprendí que la soledad es una pequeñez
sublimada que existe en la vida de todo hombre y que se debe amar,
y si es necesario, perecer por ella.
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El Méndez fue el jefe de la banda de los Budas, uno de los porros
mayores de la universidad más grande de la ciudad, oreja de
gobernación, en sus tiempos de juventud. Él había llegado a casas
encimadas cuando el gobierno empezó a desalojar a algunas
familias humildes del barrio de Analco.
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Cuando regresé a la fila y me integré por completo a la flota de los
cletos les comenté que sería prudente irnos a otro lugar, porque los
tipos de enfrente nos estaban mirando con ojos de hienas por estar
invadiendo su territorio. Pero tenía que salir el ojete de Claudio con
sus mamadas:
- ¡No le hagan caso a esta niñita!, si nos dicen algo esos monos
payasos les pateamos el trasero, somas más que ellos.
no insistí y como de antemano sabía que Claudio era poco cerebral
y apantalla pendejos de nacimiento, esperé que la voz de profeta les
escupiera sus estúpidos rostros. Cuando le tocó saltar a Gabriel, al
caer se fue a estrellar contra la manada del diablo y el Méndez; uno
de los de la bola se abalanzó sobre Gabriel y lo empezó a patear. Un
segundo, agarró la bicicleta y la estrelló contra la pared, sus ojos
rojos y encendidos proyectaban la intención de destruirla. Me
acerqué un poco y claramente escuché decir al diablo:
- ¡ya estuvo! ¡Déjenlo! Y ustedes, pinches mocosos, ¡a chingar a su
madre!, ¡vayan a hacer circo a su puta cuadra!
Claudio salió con sus calenturas, empezó a gritar como desgraciado:
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- ¡Vamos a desmadrarnos a esos culeros!, ¡no nos achiquemos porque
estamos chavos! ¡agarren piedras! - a mi parecer, era preferible
sacrificar a Gabriel y no a toda la flota, bueno, aportar unos cuantos
pesos para llevar de inmediato a Gabriel a la clínica más próxima,
porque seguramente, esas bestias le habían fracturado algunas
costillas y aflojado los dientes.
Al oír el diablo, el Méndez y sus secuaces nuestras negras
intenciones, se fueron al sobres; el traidor de Claudio y sus cuates
fueron los primeros que se abrieron a la hora de los putazos,
emprendieron el vuelo montados en sus bicicletas y yo por pacifista,
recibí un rocazo en la meta tatema, entre ceja y oreja, por uno de
los cletos, de los pocos que se habían quedado en el desmadre, caí
perdiendo la fuerza, el habla, los latidos por segundo que se
sofocaban adentro del pecho, no perdí el conocimiento. Ya tirado
en el suelo, probando y oliendo la tierra, escuchaba como los otros
cuatro compañeros se quejaban por los golpes y sabía que de ellos se
trataba porque aún teníamos voz de adolescentes. El diablo fue
quien detuvo el desmadre nuevamente:
¡Ya párenle …! ¡y tú, Méndez, guarda tu fierro…! ¡no la jodas, son
unos niños…! ¡órale, pinches mocosos a la verga…!
Sentí como poco a poco el espacio se iba agrandando cuando mis
acompañantes levantaron sus bicicletas. Seguramente, estarían
revolcados y con golpes por todo el cuerpo, pero su miedo era mucho
más grande ya que les espantaba el dolor y les daba fuerzas para
iniciar la huida. A Gabriel y a mí, ninguno de los que por último
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se fueron, nos conocía. Después de que percibí que el último
camarada se había marchado, sentí acercarse al Diablo y lo escuché
decir:
-A este guey yo lo conozco… fue quien desmadró a mi hijo, pobre
chaval ¡está muerto! ¡ya se lo cargó la chingada! Llévenlo al rio, no
es conveniente que la tira lo encuentre ahorita.
- ¿Y qué hacemos con el otro?, nada más se queja y se queja- dijeron
los demás.
El Méndez respondió:
- ¡Córtenle el cuello!, si no nos va a delatar. -
- ¡No seas pendejo, Méndez, no nos podemos meter en niñerías, los
federales nos tienen bien checados, y la tranza ¡ya está pactada…!
Ayer el general nos entregó la mitad del dinero acordado, además,
el otro cabrón vio bien que nosotros no tocamos a su amigo, mejor
hagámosle un favor, acerquémosle a la puerta de algún
departamento para que lo vean y se lo lleven. Y ustedes, ¡apresúrense
ya! ¡lleven el muerto al rio…! Mientras nosotros nos encargamos de
este- arguyó el diablo.
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Por fin, comprendí que tenía que morir y, de repente, pensé
en Marcela, en el huérfano que seguiría creciendo en las entrañas
de Marcela, no podía creer cómo había llegado hasta aquí.
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Seguramente, las ratas al olfatear la carne fresca y ver derrotado a
agónico a su antiguo enemigo, cobrarían venganza.
Gabriel fue encontrado media hora después por los vecinos
del edificio A-2 del departamento 7-7. Ellos fueron quienes
llamaron a una ambulancia de la Cruz Roja y, aunque tardó un
poco, lo recogió aún con vida, y efectivamente, con tres costillas
rotas, el maxilar inferior dislocado y cuatro dientes flojos, casi a
punto de caer. La prensa a domicilio, comunicó al día siguiente y a
mucho orgullo: “... ¡Mire usted, mire!, joven narcotraficante, ¡Mire
usted mire! Fue ejecutado, ¡mire usted mire!, la policía da por
cerrado el caso, ¡mire usted…!”
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