Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

MATERNIDAD

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 12

MATERNIDAD, cuento completo

de Andrés Caicedo (Colombia, 1951-1977)


A las vacaciones de quinto de bachillerato salimos con un saldo de
muertos. “Es una verdadera tragedia terminar un año marcado por
triunfo –la construcción de un nuevo pabellón deportivo, por ejemplo–
con la desaparición de seis jóvenes que apenas despuntaban la que
sería una brillante carrera”, se lamentó el padre rector, en el discurso
de clausura.
Pepito Torres hizo un viaje repentino a Bogotá (faltó a un examen
final) y dicen que vino a pie, devorando cuanto hongo mágico
encontró a la vera del camino, y al llegar a Cali comenzó a dar
escándalo público por la Sexta, lo agarraron dos policías sin avisar a
sus papás, lo metieron en la radio patrulla en donde murió como un
perro, dándose contra las rejas, exhalando por boca y narices un
polvito negro.
Manolín Camacho y Alfredo Campos, los inseparables, se volaron del
colegio y fueron a pasar un viernes de tarde deportiva en el río Pance,
hubo crecida, y a los dos días encontraron sus cuerpos “entrelazados”,
pero el periódico no explicaba cómo. Tiempo después un campesino
encontraría, entre las raíces de un carbonero a la orilla del río, una
botella con un manuscrito de Alfredo, redactado compasivamente:
“Vemos cómo crece el río. Es increíble. Es como si viniera a cobrar
venganza por el pasado esplendoroso que le quitaron las modernas
urbanizaciones. Pero ruge, recobra su poder. La idea se nos ha
ocurrido a ambos. No seremos víctimas en vano. Mejorarán los
tiempos. Cogidos de la mano caminamos hacia el río”.
Yo nunca
pensé que las cosas mejorarían así no más. Un mes antes de exámenes
finales Diego A. Castro (Castrico) salió con su hermano mayor,
Julián, a la bocana del Océano Pacifico. Le encantaba ese mar de
agua, arena, cielo, selva y gentes negras. Ambos habían ganado
medallas en intercolegiados, departamentales y nacionales de
natación. No fueron a ninguna competencia internacional por el uso de
las pepas. Así, podían nadar hasta la línea del horizonte, de allí
alcanzar la línea que uno podría divisar si llegara al horizonte, y aún la
otra. Pero no esa vez. A las pocas brazadas, Julián le resopló que se
sentía muy mal, que se devolvía. Castrico, abstraído en sus
movimientos parejos sobre las cresticas de cada ola, le dijo que bueno,
y siguió nadando. Al regresar, feliz de su inmensa travesía, lo
encontró en la playa, muerto, con el pescuezo inflado. Nadie sabe
cómo regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado la
existencia. Comenzó a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a
los más amigos de su hermano. Cargó puñal. Viajaba al campo y allá
peleaba con machete y ruana envuelta. Lo encerraron en el manicomio
y se voló del manicomio reclamando la presencia de su madre. No era
más que ella le tuviera al lado su frasco de pepas y Castrico se
quedaba calmado, acariciando las flores, jugando con los gatos. Salía
a la Sexta una vez cada dos meses, y yo lo veía parado solo, hablando
incoherencias sobre todas las mujeres, sonriendo. En la última pepera
salió despavorido a buscar pelea, pero murió antes de que se la dieran:
quedó como clavado en el suelo, gritó que se le abría el suelo y cayó
muerto. Y van cinco.
El sexto, Manolín Camacho, es el que más me duele. Mi compañero
de pupitre. Solíamos caminar distraídos en los recreos, hablando de
paisajes que nos imaginábamos en tres dimensiones de sólo mirar
mapas. Nunca había probado ninguna droga, ni en las fiestas bebía.
Sólo un sábado. Vaya a saber uno con quién se metió, quién lo invitó,
por qué‚ lo vieron recorriendo calles a la velocidad que iba, con la
velocidad que iba, con la mirada desencajada, buscando qué, con la
piel llena de huecos, insultando ancianas, pateando carros. Murió solo,
en un baño cualquiera, esforzándose por vomitar lo que seguro se
había tragado inocentemente y ahora le cercenaba el coccis, la
próstata, el cerebelo. Le dieron una mezcla de analgésico para caballos
y líquido de freno para aviones: “es una lástima, una serie así de
muertes sin ningún, sin ningún sentido”, decía el padre rector. Y yo,
agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabía qué sentido había.
Nos habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de
todo, pero yo no iba a llevar del bulto.
“Haré mi afirmación de vida”, pensaba, y no sonreí ni una sola de las
seis veces que me llamaron para recibir diplomas de matemáticas,
historia, religión, inglés, geografía y excelencia. Miraba a ese público
compuesto por curas, alumnos y padres de familia, y recibía los
aplausos con apretón de dientes. “Haré mi afirmación de vida”.
“¿Qué te pasaba?”, me decían los compañeros, luego. “Como si no te
gustara el éxito”, y yo, a todos, silencio, y me negué a ir a la fiesta de
curso que organizaba Mauricio Gamboa. A mi casa llegué en el carro
de mis padres, entre sus cuerpos blandos. Ya me habían felicitado por
tanto triunfo, y no se habló de más en el camino. Yo no me aburrí,
pues llovió y me distraje imaginando que las gotas en el parabrisas
eran gente, personitas con hombros y cabezas bien formadas, y venían
las plumillas y chas, las barrían dejando minúsculas porciones de la
primera gota, irrecuperable para siempre.
Esa noche soñé con un viaje en tren por entre campos de mangos y
trigo, y una muchacha rubia se me acercaba y nos volvíamos uno solo
en la alborozada contemplación de esa feliz naturaleza. Luego el tren
se metió a un túnel muy negro y desperté, demorándome en identificar
como miedo o gozo el sentimiento con que empezaba ese nuevo día.
Antes de almuerzo me llamó el mismo Mauricio a comunicarme que
en la fiesta de anoche, una pelada, Patricia Simón, se había pegado la
gran desilusionada ante mi ausencia, que era la mejor alumna de
quinto del Sagrado Corazón y que quería, que se moría por
conocerme. Yo le pregunté que entonces cómo. Él me indicó que en
otra fiesta, esa misma noche. Yo accedí.
Al llegar, no vi más que caras pálidas, poca amistosidad, puertas
cerradas, prevención, horrible humo. Muy poca gente bailaba la
música Rock que yo jamás aprendí y que hace medio año ponía
frenético a todo el mundo. Me alegró ver que los invitados se
recostaban en las paredes y nada más oían, con el ánimo ido. Yo me
paré en toda la mitad de la pista para no dar aires de vencido, hasta
que del fondo, de bien al fondo de esa casa vino a mí una muchacha
vestida de rosado y rubia, y haciendo mágico todo el trayecto hacia mí
mientras sonreía. Se presentó: “Patricia Simón”, muy tímida me dio la
mano, yo se la apreté exageradamente para intimidarla aún más. “Eres
muy inteligente”, fue lo primero que me dijo cuando la conduje al
patio, puesto que con el volumen de la música no podía oír sus
lánguidas palabras de alabanza y devoción por mis conocimientos del
Imperio Romano, de la Cordillera Occidental Colombiana, del
Misterio de la Transubstanciación. Se respiraba mejor en ese patio
acosado por el color azul de la noche que perdía a cuantos jóvenes
más allá de nosotros, acorralando –lo supe– a los que buscaban
refugio en esa casa. Yo me sentí libre de la noche, de su muerte,
superior a su extravío. Con mucha cautela le comenté a Patricia mis
temores sobre la feroz época, y ella como si fuera su forma peculiar de
explicarme que los compartía, me relató un sueño. Soñó que alguien
muy amado le regalaba un pastel de fresas –su bocado predilecto– y al
irlo a morder no había fresas sino gillettes, alfileres, etcétera, que se le
incrustaron en las encías y le reemplazon los dientes, de tal manera
que quedó con alfileres en lugar de dientes. “Extraño”, pensé,
mirándola, pues sus dientes eran grandes, muy sanos, de encías duras.
Ella alzaba la cabeza para mirar a mí o al cielo. Era pequeña, pero
fuerte, de buenas espaldas y caderas, ojos azules y largas cejas.
“Buena raza”, pensé, y luego “Edelrasse”, observando que tendría
mínimo cuatro dedos de frente, rosada la piel. Resolví: “Le haré un
hijo a esta mujer”.
El tiempo pasó en el sentido que quiso nuestro amor. De esa fiesta
salimos cogidos de la mano, y empezamos a vernos todos los días, y
yo le fui llenando la cabeza de cucarachas como Nietzsche y
Rousseau, y por miles de argumentos la fui llevando a una conclusión
sencilla: que la única manera de salvarnos sería trascendiendo en algo.
Un día me salió con que le provocaría escribir versos, pero yo le
espanté la idea como si fuese un enjambre de moscas: “La poesía es
una profesión decadente”, y ella me creyó. Y le ponía cara de
moribundo siempre que la miraba a los ojos, y ella apuesto que
pensaba: “Lo que haría para hacerte feliz”, y en los cines me le pegaba
mucho o suspiraba cada vez que había un pasaje de maternidad, y ella
salía conmovida toda, aún sin decirme nada pero ya pensando en la
idea de que la única manera de trascender sería quedando preñada y
pariendo un hijo.
Lo que la decidió fue precisamente la muerte de Ignacio Moreira, que
tuvo una discusión con sus papás, subió corriendo las escaleras y se
dio un tiro en la cabeza. Ella vivía al frente, conocía a Ignacio desde
chiquito, oyó el disparo, el chapoteo: estuve, pues, de buenas.
Conseguí que me prestaran la finca de la Carretera al Mar, lugar que
yo había escogido para que se diera la concepción. Con nosotros
subieron varios amigos, pero casi nunca nos mezclábamos. Los días
amanecían oscuros y la niebla bajaba temprano, y ella se llenaba de
añoranzas y de melancolías, lo que, curiosamente, no le producía
impavidez sino movimiento. Caminábamos horas, acercándonos cada
vez más al filo de las montañas. Ella resistía el empinadísimo camino
sin una queja.
Mi día vino claro, de visibilidad profunda. Nos levantamos con el sol
y empezamos a subir, dispuestos a llegar esta vez hasta la cumbre. Los
guayabos y los lecheros viraban en múltiples tonos verdes a cada paso
que ganábamos, y los pájaros cantaban “pichajué-pichajué”, y todo
eso me llegaba como puro presagio y signo de fertilidad. Hacia las dos
de la tarde salvamos la última pendiente de piedras blancas y tuvimos,
repentinísimamente, una enloquecedora visión del mar, a miles y
miles de kilometros. El frío de la montaña y el ardor que se
contemplaba allá en el mar la llevó a abrazarme, y yo le respondí
mejor que nunca. Descubrí sus senos con valentía, chupé su pelo,
rasgué con su sangre el pasto yaraguá, pude sentir cómo sus
complicadas entrañas se abrían para darle paso, cabina y fermento a
mi espermatozoide sano y cabezón que daría con los años, testimonio
de mi existencia. No creo que ella gozó.
Nos casamos al escondido, toque muy aristocrático para familias
como la suya y la mía. Fuimos el matrimonio más joven de la
sociedad caleña y salimos mucho en el periódico y la gente nos miraba
y nos hicieron muchas fiestas y nosotros respondíamos a todas con
actitud calladita y mayor, reflexionando siempre. Con alegría
entramos a sexto de bachillerato, comparando y acariciando nuestros
libros de texto. A los pocos meses engordó muchísimo y le vinieron
los vómitos, así que no pudo volver al colegio y perdió sexto. Yo
solamente falté a clase un día: el día en que después de cuatro horas de
terquedad y mucho sufrimiento, dejó salir a mi hijo. Nació en un día
lluvioso. No nos pusimos de acuerdo con el nombre, pero prevaleció
mi opinión: lo llamé Augusto, que hace pensar en porte distinguido y
en conciencia de victoria, siempre. Fui toda una celebridad en el
colegio, padre a los 16 años. Ella no quiso hacer gimnasia y le quedó
una barriga arrugada muy fea, y los senos se le hincharon como brevas
y después se le cayeron.
Recuerdo madrugadas en las que yo abría el ojo sólo para hallarme en
la física gloria, despertado por el llanto de Augusto, y volteaba a
mirarla a ella, despierta desde hace muchas horas con la mirada
perdida en el cielo raso, negándose siempre a contestarme en qué era
que pensaba. Yo no insistí. Yo había previsto eso. No cuidó bien a
nuestro hijo. No quiso tampoco volver al colegio. Le perdió interés a
todo, se pasaba los días sin asearse ni asear la casa, mal sentada en una
silla, presa de un vacío que supongo debe ser normal después de que
uno ha estado lleno y redondo como una naranja ombligona. Yo no la
toqué más. Ella tampoco se hubiera dejado. Al fin, un día salió de la
casa, y se demoró en regresar. Hizo amistades nuevas, jóvenes más
viejos que ella, y seguía saliendo. Pero falta no me hacía. Yo cumplía
puntualmente con mis deberes escolares. Me levantaba temprano, le
daba el tetero al niño, cambiaba pañales, barría, trapeaba. Al volver
del colegio me la pasaba horas dejando que Augusto me apretara el
dedo índice y contemplándole su pipí, lo único que sacó igualito a mí,
porque todo lo demás, ojos, pelo y frente eran de ella.
Cuando regresaba, nunca conversábamos. Se tiraba por ahí, sin
dormir, o a oír música. Supe que estaba metiendo droga. Me importó
un comino. Conseguí una hipodérmica desechable, con mi amigo
Gómez un gramo de la mejor cocaína y una noche la esperé. Llegó
muy tarde, cayéndose de la borrachera, bajando de todas las trabas. Yo
la recibí, le sobé su cabecita hasta que se quedó dormida en mi pecho.
Preparé la cocaína, tomé uno de sus brazos, cuando lo estiré y palpé
sus buenas venas, abrió los ojos y me miró, perpleja. Yo le sonreí.
Creo que le inyecté medio gramo, en empujaditas leves. Ella hizo
caras y risitas y yo sentí celos: nunca se portó así con mis orgasmos.
Luego se levantó y comenzó a saltar por toda la casa, puso el estéreo a
todo volumen y a mí no me importó que despertara a Augusto. Yo reí
con ella.
Hace días que no la veo. Se fue a paseo creo que a San Agustín, con
una manada de gringos. Espero que no vuelva, que se muera o que
reciba allá su merecido. Yo he terminado sexto con todos los honores,
leo Comics y espero con mi hijo una mejor época.
(1974)
Cuentos completos, Barcelona, Alfaguara, 2016, pags, 295-301

Fu
ente de la imagen

Producto disponible en Amazon.es

 -5%

¡Que viva la música! (Mapa de las lenguas) (HISPANICA)


Precio: EUR 16,62
Precio recomendado: EUR 17,50
 -5%

Cuentos completos
Precio: EUR 20,80
Precio recomendado: EUR 21,90

El cuento de mi vida/The Story of my Life


Precio: Consultar en Amazon.es

Comentario del cuento “Maternidad”, de


Andrés Caicedo
Andrés Caicedo fue un escritor colombiano nacido en la ciudad de
Cali donde vivió con intensidad la mayor parte de su corta vida.
Temeroso de envejecer y madurar, “vivió con la intensidad que su
imaginación, vulnerabilidad y energía le permitieron”; “deprisa” es el
adverbio que mejor lo define. Escribió novelas, cuentos, guiones de
cine, adaptaciones de obras dramáticas, artículos críticos y lideró en su
ciudad diversos movimientos culturales relacionados con la literatura,
el cine y el teatro.
Su obra literaria se define como confesional y urbana y tiene como
protagonistas la juventud y su ciudad de Cali. Muy alejado del
realismo mágico, se inspira sin excepción en la realidad social y las
vivencias personales con una mezcla de divagaciones filosóficas y
existenciales. Una obra desgarrada y extremada con la continua
presencia de la muerte, la violencia, la droga, los amigos, el amor, la
rotunda crítica a lo establecido y con muchos reflejos de su afición al
cine, al rock y la salsa. Fue, como se ha dicho, “un romántico rebelde,
fatalista y maldito”.
Ha sido considerado como una alternativa a figuras colombianas del
realismo mágico tan prominentes como la de Gabriel García Márquez.
En palabras de Alberrto Fuguet, “Caicedo es el eslabón perdido del
boom. Y el enemigo número uno de Macondo”.
En su aspecto externo destacan su figura larga y delgada, copiosas
melenas, gafas de montura negra, ojos penetrantes y observadores
(“cuando miro una cosa, veo miles”), vestido con pantalones
vaqueros, camiseta blanca y botines.
Internamente era muy desequilibrado, dominado por la angustia de
vivir, sufría, como él decía, “incalculablemente”.
Su gran amigo Luis Ospina dejó este recuerdo:
“La imagen que me queda de él, luego de conocerlo muy bien y de
conversar con algunos de sus amigos, es la un hombre con una imagen
de sufrimiento, de angustiado, de un hombre difícil, que tenía problemas
con las mujeres, torpe, tartamudo y, sobre todo, buen amigo.”
El 4 de marzo de 1977 se unieron dos hechos y un final trágico.
Ese día recibió de la editorial el primer ejemplar de su novela ¡Que
viva la música!
Unas horas después escribió la última carta a su pareja que se había
marchado de casa después de una fuerte pelea:
“De nuevo te llamo Patricia, mi amor único, mi vida entera, mi
redención y mi agonía: Con el horror y la expectativa de que ésta
sea la última carta correspondiente al último día de vivienda juntos,
después de que a lo largo de dos años hemos intercambiado,
modificado por el gozo o por el sufrimiento nuestras vidas, después
de que he llegado a un grado de dependencia de tu cuerpo, de tu
alma, que difícilmente podría haber llegado a imaginar en años más
tempranos de mi existencia.”
“Creo que no voy a escribir nada más. No tengo otra cosa que decir
además de que no me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes,
no me dejes, no me dejes, no me dejes, no te vayas, no te vayas, no te
vayas, no te vayas, no te vayas.”
“Necesito verte, vida mía, amor mío, mi dulce, mi bella, mi
placenteramente insoportable perdición. Aparece, Patricia, ven a mí,
vente conmigo nuevamente, aunque sea la última. Yo te necesito, ya
te lo he repetido mil veces, no soy nada sin tus besos, no me dejes
solo, no me dejes solo…”
Si no estoy contigo llevaré supongo una especie de anti-vida, de
vida en reverso, del polo negativo de la felicidad. Pero sale el sol,
¿estarás por aquí cerca? Ahora salgo a buscarte amor mío.
Pero Patricia no estaba cerca ni volvió y él se quedó dormido para
siempre sobre su escritorio después de ingerir 60 pastillas de un fuerte
barbitúrico. En alguno de sus escritos había dejado muy claro
que “vivir después de los veinticinco años es una vergüenza, es
deshonesto, es una insensatez, después de los veinticinco se pierde
toda capacidad de sorprenderse, se cae en el sin razón de la vida”.
Lo cumplió a rajatabla, Andrés Caicedo tenía 25 años el día de su
muerte.

En 1966, cuando tenía 15 años, escribió un relato, hoy de culto,


titulado “Infección”. El joven escritor, con voz anónima, va
expresando lo que piensa con una sinceridad escalofriante. Con
frecuencia muchos párrafos van entre largos paréntesis, cuando critica
lo que odia (todo), que es el tema del relato.
Odia las calles y lugares de su ciudad, Cali, los amigos y amigas, los
buses, los teatros, los maestros, las horas de estudio, “a todos ellos que
se cagan en la juventud todos los días”, y se odia a sí mismo por no
haber “aprendido a amar” –la clave del texto–, como expresa en el
último párrafo:
“Me odio, por no saber encontrar mi misión verdadera. Por eso me
odio…
Sí, odio todo esto, todo eso, todo. Y la odio porque lucho por
conseguirla, unas veces puedo vencer, otras no. Por eso la odio,
porque lucho por su compañía. La odio porque odiar es querer y
aprender a amar. ¿Me entienden? La odio, porque no he aprendido
a amar y necesito de eso. Por eso odio a todo el mundo, no dejo de
odiar a nadie, a nada…
A nada
A nadie
Sin excepción!
“Maternidad” cuento escrito en 1974, era considerado por él mismo
como su mejor obra.
Cristóbal Peláez González apunta el siguiente comentario:
El cuento “Maternidad,” aquel que Andrés llamaba modestamente
“mi obra maestra”, es la historia de un culimbo (el que actúa como
niño pequeño, desobediente y desorganizado) que trata de apartarse
de un destino fatal y afirma su acto de vida en el provocado
nacimiento de un hijo. Esta criatura que él llamara Augusto, “nombre
de victoria siempre contra los malos tiempos que vivimos”, será el
símbolo de lo nuevo, la pieza que saldrá de la vieja maquinaria
podrida para instaurar un orden distinto.
Después del parto, el vientre que ha servido para este precipitado
puede desaparecer, es decir, reintegrarse al caduco orbe al cual
pertenece: “Hace días no la veo. Creo que se fue para San Agustín con
una manada de gringos. Espero que no vuelva, que se muera, que le
den allí su merecido”. Ella, Patricia Simón, el vientre, ha narrado el
técnico acto de concepción así: “Sentí cómo mis piernas se abrían para
darle paso, cabina y fermento a su espermatozoide sano y cabezón,
que daría con los años testimonio de su desesperado acto de
afirmación en la vida; tengo que decirlo, no gocé”. Y el engendrador
testimonia: “Rasgué con su sangre el pasto Yaraguá.”
“Maternidad” es la única pieza literaria del autor en la cual hay una
reacción contra el abismo, y aun así, no deja de ser un despeñadero la
fatalidad del mundo adolescente en que orbita. La moral burguesa ha
provocado frutos agrios. La anónima decadencia y la fuga son los
únicos recursos del joven para corroborar que el orden no es tan orden
y que el sistema no es perfecto. Los cinco estudiantes desaparecidos le
han hecho puñeta al establecimiento burgués con armas telúricas:
agua, aire, fuego, tierra: Manolín Camacho y Alfredo Campos se
arrojan voluntaria y gozosamente al caudal del río Pance; Diego A.
Castro es devorado por la tierra que se abre (un psicologista vería en
ese suelo un regreso al vientre); Ignacio Moreira se despacha un tiro y
Pepito Torres se anula con la falta de aire. Pero no han muerto, se han
disuelto, han recuperado finalmente el paraíso. Como su autor.”

Fuente de la imagen
Con el paso de los años, Andrés Caicedo se ha convertido en un
escritor de culto con amplio reconocimiento nacional e incluso
internacional. Su rebeldía personal, sus inquietudes existenciales, su
desgarrada vida contracorriente, su crítica al mundo establecido, su
personalísima obra literaria y, especialmente, las circunstancias de su
prematura muerte lo han convertido en un mito juvenil. Aquel
muchacho de Cali, obsesionado por la juventud, que había
escrito “sufro de tristeza y tengo una soledad en pleno”, también
había dicho: “Nunca permitas que te vuelvan persona mayor. Nunca
dejes de ser niño, aunque tengas los ojos en la nuca y se te empiecen
a caer los dientes”.

También podría gustarte