Análisis Del Libro Más Allá Del Crimen
Análisis Del Libro Más Allá Del Crimen
Análisis Del Libro Más Allá Del Crimen
Por:
yuniorcastillo@yahoo.com
Celular: 1-829-725-8571
Primera edición
2014
Título:
“ANÁLISIS DEL LIBRO MÁS ALLÁ DEL CRIMEN”
Autor:
Ing. + Lic. Yunior Andrés Castillo S.
Elaboración de Portada:
ISBN:
Impresión:
Todavía ignoro qué fue lo primero de ella que vino a mí: ¿sangre, médula, nervios,
músculos, huesos? ¿La vida toda? ¿Cómo le dio tanta cuerda a mí, ahora, corazón de viejo
y puso en él algo de su piedad, de su ternura? Por un camino de leche tibia me até a su
geografía suave, tímida; a sus rosados y prodigiosos pezones de madre primeriza. Allí crecí,
arrezagado en una blanca y limpia piel para mis manos ávidas, nuevas: su voz girando,
zumbando entre mis tímpanos vírgenes, mis neuronas memorizando los primeros tonos del
amor y mi llanto instintivo naciendo de sus ausencias leves...
Aprendí a balbucear el nombre de una flor sin espinas. Asido a sus faldas oscuras me alcé y
caminé.
Mi memoria empezó a funcionar con ella: nada es anterior. Cabellos largos, negrísimos,
sedosos, siempre oliendo a quillay; horquillas de carey, color amaranto, cruzándole el moño
alto. Manos de dedos ágiles, incansables, haciendo cuadraditos de cebolla y apio, tejiendo
chombas azules, lavando, levantando panes en un pequeño horno de barro, cosiendo ojales
y pegando botones blancos, peinándome o reesculpiendo el rostro que durante nueve meses
tibios formó y aprisionó en su vientre acuático.
Su voz venía cantando desde Ñuble con ruidos de aguas quietas, horizontales y con el de
las pequeñas gotas verticales de la lluvia mansa, con olor a tierra saludadora, agradecida;
con vagidos de árboles milagrosos al paso del viento y suavidad de arcilla negra,
zoomórfica - crecí mirando una "guitarrera" de Quinchamalí y una alcancía cerdil de 3
patas cortas, negras, bulliciosa con mis monedas de cinco centavos. Más allá, la vieja
sangre vasca perdida en el tiempo cantábrico, montañoso, con invariables posiciones éticas
que me iba transmitiendo. Ese rebrote genético europeo, en Chillán azul-verde de lluvia,
nevado y pajarero, trinaba en sus días felices.
Pasaba el metro setenta de estatura; ojos casi verdes de tanto mirar apios, berros y
albahacas; pechos altos y un andar urgente en dirección a las cosas simples de todos los
días.
A los 17 años casó, impelida por su padre, con un santiaguino adinerado, viejo. "Avaro",
gritón, "mujeriego". No le gustó el matrimonio, pero yo había nacido.
"No hay esclavas de sangre vasca", decía. Buscó la libertad. Aprendió a coser a máquina y
trabajó en una fábrica de uniformes de la calle Salas; compró una máquina de "aparar" y
confeccionó guantes para hombres. Desafiada por la vida dura, independiente, estiró las
horas del esfuerzo. Compró otra "aparadora" para mi tía Dominga, una "ponedora" de
botones y una "hojaladora". Su casa se había transformado en taller, en una pequeña fábrica
de guantes. Conocí la suavidad de la badana y la gamuza, las tijeras incansables
conversadoras; las largas trasnochadas de los viernes y la alegría de los sábados con
canastos llenos de frutas y descanso. Habíamos abandonado la pobreza: conventillos, cités,
pasajes; la larga peregrinación por los barrios santiaguinos había terminado en una casita de
la calle Gálvez que se llenó de jazmín, rosas blancas y azucenas rosadas, enredaderas, los
ladridos de un perrito motudo y los gorjeos de un canario "calvo".
Viuda, volvió a casar y tuvo 3 hijos: un hombre y dos mujeres. Don Manuel y doña Andrea,
mis abuelos maternos, ya estaban en el Cementerio General. Mi tía Dominga se fue tras
ellos; antes, se había ido mi delgada tía Lucrecia.
Mi padrastro se encontró con un "hijo" que no era suyo y yo con un "padre" que no era mío.
A pesar de los esfuerzos de doña Rosa Ramona no pudimos "congeniar". La pequeña puerta
de calle comunicaba, como todas, con los caminos del hombre. Me despedí ansiando poner
una larga distancia entre el "ídolo roto" y mi ternura; me puse a saltar países como si se
tratara de charcas pequeñas. Desde Buenos Aires, antes del mes le escribí la primera carta
lagrimal y seguí llorando tinta desde Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil, Perú...Algunas de
mis lágrimas fueron "publicadas". Es duro recibirse de púber entre fronteras ajenas, crecer
entre rutas, solo. ¡Dios mío, qué viaje más largo para llegar a hombre y regresar a verla!
Jamás, habiendo recorrido cuatro continentes, estuve separado de mi madre. Iba y volvía;
ella envejecía esperando nietos: los tuvo. Volvió a enviudar. Sus hijas, solteronas,
religiosas, envejecían junto a ella. Ya no cosía por falta de vista suficiente: vendió las
máquinas. Su dedo índice derecho, con el que apoyaba el cuero de los guantes, empezaba a
recuperar sus crestas papilares.
POSICIONES MÁGICAS
Le gustaban las brujas, "meicas" y adivinas. No elijo el sexo, lo eligió ella que creía más en
las mujeres que en los hombres. "La vieja Mercedes", una bruja del barrio Independencia,
le pidió que criara un pichón blanco. Molía trigo y le abría el pico para darle alimento y
agua. Un mes estuvo viviendo para el palomo. ¿Celos? ¿Fue el verla esclavizada por el
ave? No lo sé. Con mi honda le di un piedrazo en la cabeza y el palomo dejó de existir. Por
primera y única vez fui físicamente castigado. "La vieja Mercedes", al enterarse, dijo: "Este
hijo tuyo te dará más problemas que el pichón". Sí; todo hijo, desde que es embrión , causa
alteraciones, molestias, y mientras se afirma en la adultez incierta, seguirá provocándolas:
el hombre es un desorientado natural. De todos modos las palomas me gustan de lejos,
decorativamente.
Un hombre flaco, casi un espíritu, pobre y solemne, me quitó, con un vaso de agua, una
gangrena localizada en mi pierna izquierda. Mi madre me llevó a verlo porque, según el
médico del barrio: "...si no hay amputación perderá la vida". Sé muy bien que esta zona es
mágica, milagrera, increíble, pero mis dos piernas siguen siendo sanas, fuertes, ágiles.
Siento respeto por lo que no conozco. Hace unos años acompañamos, mi esposa y yo, a
doña Rosa Ramona a ver a una bruja de Melipilla que tenía o tiene ojos celestes, uno con la
visión semiperdida, y un vocabulario de carretonero: "Tendrás que operarte, Rosa, la hernia
del vientre". Miró a mi mujer: "Tú no andas muy bien porque tienes un tumor en la matriz.
Te ayudaré". Lo tenía. Yo me paseaba, escuchando los diálogos, por un patio de tierra lleno
de excrementos de gallina y de conejos, mirando un sauce casero y escuchando el cercano
ladrido de un perro invisible.
"¡Oye tú!", gritó la bruja. "Cuando se tiene un don hay que regalarlo con frecuencia. No te
lo dieron para que lo guardaras". Volví a escribir.
Cuando desempeñaba funciones policiales jamás detuve "meicas", brujas o adivinas. De
jefe, siempre estaba procurando la libertad de curanderos, grafólogos, cartománticos,
quirománticos, "astrólogos", faquires, espiritistas, "magos". ¡Ningún humano sabe dónde y
cómo aparecerá el largo dedo de Dios! Además, la voz "aquelarre" es vasca.
POSICIONES ÉTICAS
La ciencia del buen vivir la aprendió, doña Rosa, de su madre. ¿Donde la aprendió doña
Andrea? Pasa con las familias chilenas que descienden de españoles. En las viejas frases
está el contenido razonable y limpio, decantado en siglos de cultura:
Madre, hay un niño en la escuela que golpea a los muchachos.
¿También a ti?
Sí. Un día de estos le voy a devolver los golpes.
¡No! Mañana le obsequiarás uno de estos merengues. Nadie, ni los perros, atacan al que da.
Al tercer merengue éramos amigos de caras embadurnadas, dulces. Otros niños empezaron
a regalarle bolitas, botones, frutas. Pedro Guardiola, huérfano y sin hermano, dejó de pelear
y empezó a sonreír.
No pidas, "aguántate". Yo siempre he dado.
Siendo como era, fuerte, trabajadora, resuelta, se inclinaba ante los débiles.
Tuve que comerme una docena de plátanos por haberle pedido uno al hijo del vecino.
No te acuestes en cama ajena porque extrañarás la propia.
Hasta aquí y paso largo el medio siglo, he cumplido con esta norma y he dormido sin
conocer el insomnio.
Cuando quieras llorar hazlo a solas: el dolor del humano, cuando es auténtico, es íntimo.
POSICIONES ESTÉTICAS
Diálogo del 30 de agosto de 1975.
Esos jacintos, hijo, son viejos amigos míos que todos los años vienen a visitarme y traen el
mismo olor suave de mi niñez.
¿Qué ve en ellos?
Mis cambios, los agostos cumpleañeros de mis ayeres siempre me encontraron cerrada en
mí hasta que tú naciste.
¿Y ahora, madre?
Sueño por otros: hijos, nietos, vecinos, desconocidos.
¿Qué sueña?
Jacintos para un mundo simple, tierno, en el que los humanos tengan deseos de ver y oler
flores, pájaros, niños, árboles y estrellas. ¡Mira, las gotas de agua cuelgan de las hojas del
limonero! Ese gorrión calmará su sed con espejitos redondos.
AGONÍA Y MUERTE
La mañana del once de junio de 1976, último, fui a verla a su casa del Paradero 11 de la
Gran Avenida. Después de serle extirpada la hernia abdominal comía menos y ya no era la
misma Rosa de siempre. Había nacido 4 meses antes de este siglo y sentía la muerte de
Eliseo, su último esposo.
Estaba acostada con el rostro vuelto hacia la pared del oeste. Me senté a su lado y tomé su
cabeza entre mis manos: se recogió. Estaba delgadísima, deshidratada. Sostuvo mi mano
derecha, con la que escribo, entre las suyas; con mi mano izquierda acariciaba sus cabellos
grises; rascándola con suavidad:
¿Cómo es este día? No quiero abrir los ojos porque me duelen con la luz y no deseo
encortinar esa ventana callejera, llena de vida.
Brillante. El sol despide al otoño; cielo de paño azul marino; el aire es frío.
Callé.
¡Sigue hablando! Esos ojos míos que llevas en tu rostro, no lloran por la luz.
Tragué saliva salobre: el hombre llora por dentro.
Cerca de los jacintos hay una rosa tardía, color obispo viejo; sus pétalos están tiesos, como
almidonados.
¡Ah, es "La vieja Lucrecia", Hace un mes la regué y la reté: sale muy tarde, es porfiada y no
sabe defenderse del frío. Pobrecita, está siempre sola.
¿Quiere agua?
Si, tengo los labios secos.
Bebió sonriendo.
Iré a buscar al médico.
No. Ya terminé mi viaje por este mundo. Regresa a los tuyos que te necesitan más que yo.
Toda esa noche llovió. En la madrugada del 12, Irma, mi hermanastra, me llamó:
Acaba de morir y como estaba durmiendo sus ojos....
La velaron en un templo adventista del barrio Matadero. Al día siguiente, durante las
honras fúnebres, un negro estadounidense tocó el piano y cantó, acompañado de un coro de
niños: "Cuando nombren mi nombre en el cielo, diré, presente". Toda la vida ignoré la
religión de mi madre. En el cementerio el pastor dijo: "Fue una buena obrera de Dios".
Ese día llovió tanto como la noche de su muerte. Parece que la lluvia se detuvo para que la
enterráramos sin apuro.
En la calle Victoria, entre Arturo Prat y San Diego, lado sur, está la modesta relojería "El
Mundo". El padre de Carlos Valenzuela - su actual propietario - , como buen español, la
denominó así en homenaje a Colón y a los hispanos marinos peninsulares que lo
redondearon. Carlos, obviamente, creció entre relojes. Aprendió a leer las horas antes que
las letras. De niño llevaba un redondo vidrio de aumento sobre el ojo derecho para ver
mejor tornillos y rubíes. La relojería, con sus relojes de campanas y carillones, cajitas de
música y relojes de madera de los que salían pajaritos a dar la hora, era la gran atracción
para los muchachos del barrio.
Todas las casitas de ese lado son de un piso, excepto la de la esquina de San Diego. El
propietario construyó una larga muralla de adobes y la subdividió simétricamente: 6 metros
de frente para cada casa, una puerta ancha para el local comercial, 3 piezas interiores, un
patio, servicio higiénico; y las vendió. Los localcitos se transformaron en botica - esquina
azul de Arturo Prat - , pegada a una compra-venta de ropa usada, cocinería, bar, la
relojería, un taller reparador de calzado, peluquería de un japonés, restaurante,
botillería...Uno de los locales era ocupado, como casa-habitación, por un hombre flaco,
viejo, orador esquinero de los evangélicos del barrio Matadero; en las tardes sabatinas,
después de la puesta del sol, salía con una guitarra enfundada en cretona verde. En las
mañanas compraba pan integral recién horneado; leche, al pie de la vaca, en un establo de
la calle Marina de Gaete; frutas y verduras; de cuando en cuando se le veía llegar con
pescados y los gatos de la calle lo seguían a carreritas y saltos. Usaba barba blanca, crespa -
"apóstol" de G. Doré - y un sombrero ancho, negro. Nadie lo vio apurado, nervioso,
enojado. Su traje color café oscuro, viejísimo, le holgaba. Saludaba con una venia corta y
una sonrisa-rictus. Parecía no ver con sus pequeños ojos semicerrados. Trabajaba como
cuidador nocturno en una funeraria. Lo conocíamos por "Don Segundo".
En las veredas de la calle Victoria todavía existen las pequeñas acacias que los podadores
municipales no han dejado crecer: niños y perros las rodean, marcan, orinan. Ebrios,
morados como el vino; rateros pálidos y prostitutas flacas, tomaban el sol callejero; el
invierno se los tragaba a todos, incluyendo a los vendedores de perros nuevos y cartilleros
clandestinos. Allí me crié, entre volantineros sesentones, rayueleros gordos, policías
ensombrerados y cabronas ociosas metidas en blusas de seda y llenas de afeites, grasosas.
Con la lluvia o el frío la calle era nuestra; También eran "nuestros" los muertos y los
heridos, los vecinos libres o presos, "encaletados" o prófugos. Una realidad espesa, negra,
como para enlutecer y aplastar a un rebaño de elefantes y un insignificante fulgor interno:
fe y esperanzas. Teníamos un club de fútbol cuyo directorio funcionaba en plena calle,
esquivando ciclistas, peatones, perros en celo, camiones.
Los humanos me estaban pareciendo distintos a lo que eran o pretendían ser: para saberlo
gasté algunas suelas de zapatos entre el salón de billares de don Santiago, el cojo de San
Diego; la cafetería del "Chino Chiang", panadería de los Ferrer, Cuarta Comisaría, la Posta
de la calle Maule. Límites, como los de cualquier barrio santiaguino, de la existencia de
cientos de personas. Una frase aquí, un gesto allá; domingos, días de trabajo, comprando o
vendiendo, sobrios o ebrios, todos iban conformando lo que eran: seres contradictorios.
"Don Nola", por ejemplo, era durísimo con los cogoteros que le vendían ropas usadas y
blando con los compradores de las mismas: dos rostros, dos lenguajes; más tarde supe que
para sus hijos tenía otro rostro, otras frases y otras entonaciones: Si alguien le pedía, al
"Chino Chiang", un café puro, arrugaba el ceño; si el pedido era: una docena de sopaipillas
y un café con leche: sonreía. El boticario, siempre engominado, nos tiraba las aspirinas; con
las muchachas era un payaso generoso. Casi todos andaban a las patadas con los perros
vagos, sólo "Don Segundo" les daba de comer, les acariciaba. Una gorda, dueña de un
prostíbulo, sentada en una silla de fierro, le daba moneditas a los muchachos descalzos,
como si les diera migas a las palomas. El cura de la iglesia de la calle Chiloé nos corría a
manguerazos.
Vivíamos evadiéndonos de las familias y del barrio, de la pobreza, del vicio y del delito.
Salíamos a buscar el aire limpio y libre del parque Cousiño, que no tenía rejas; los recodos
siempre sorprendentes del Zanjón de la Aguada, el Ganges de mi infancia y de miles de
muchachos; las alturas verdes del San Cristóbal o los pájaros anidados y empolvados de los
árboles del Camino de Ochagavía. A veces íbamos a dar vueltas en el tren de carga que
corría desde la Estación San Diego a Santa Elena. Nos empujaba una pregunta que todavía
no tiene respuesta: ¿Qué habrá más allá? Entre los 12 y los 16 años la realidad parece
misteriosa. Pasados los 50 sigo pensando de la misma manera y puedo probar que lo es.
Desilusionados, cansados, acosados por el hambre, regresábamos a nuestros hogares. Al
atardecer nos juntábamos en la relojería a conversar sobre fútbol, box, muchachas y salones
de baile. La mayoría usaba pantalones largos...
En el invierno de 1935, agosto, cerca de las 20 horas, voces graves, rápidas, incoherentes,
venían desde la calle: "¡Me mata! ¡Me matarán! ¡Sé!" No alcanzamos a salir porque un
hombre gordo, bien vestido, entró corriendo a la relojería. Quedó en el centro del grupo de
espantados muchachos, al lado de "Don Segundo", cuyo reloj despertador arreglaba Carlos.
Transpiraba, acezaba. Voz chillona, temblor muscular y llanto, transparentaban un miedo
líquido no conocido por nosotros. Nos asomamos a la calle para ver a su perseguidor o
perseguidores: estaba desierta. Por las esquinas de Arturo Prat y San Diego pasaban
paraguas rápidos, negros. Imaginé un largo cuchillo lanzado por un fantasma y cerré los
ojos. El niño-relojero le dio un vaso de agua: lo bebió lentamente. Su rostro pálido estaba
adquiriendo color y el agua del vaso ya no le mojaba la mano ni el piso.
Raúl Reyes, "El Pato", capitán del equipo juvenil "Defensores de Victoria", dijo de frentón:
No hay nadie. No viene ni va persona alguna. Con esta lluvia no hay ni perros.
"El Manchado", Alfredo Jiménez, le acercó una silla. No recuerdo quién le pasó un
cigarrillo encendido. "Don Segundo", con voz suave, cálida, penetrante, de persona
acostumbrada a preguntar, nos sorprendió:
- ¿Quién lo va a matar? ¿Cómo lo sabe?
El gordo desconocido, entrecortadamente, respondió:
Me siguen. No lo sé. De noche escucho pasos raros, voces amenazadoras.
¿Raros? - insistió "Don Segundo" - Aclárelo, por favor.
- Son pasos distintos. Veloces, lentos, cercanos, lejanos, huecos, duros...
¿Cómo son las voces?
Agrias, violentas, quejumbrosas. Parecen dardos, puñales.
¿Tiene enemigos?
No. Lo que tengo es dinero. Demasiado dinero...
Reyes, fuerte y realista, riéndose y en voz baja aseguró:
* Debe ser "El Cojo Ramón" - un viejo que apenas movía los pies, de voz chillona.
Soltamos las risas y empezaron las bromas: sin duda habíamos atravesado la cortina del
miedo.
No - dijo otro - Debe ser "El Coligüillo - un tuberculoso flaquísimo, hijo de "La Peta",
lavandera del barrio.
Carlos se acercó al gordo del miedo diciéndole:
Váyase, amigo. Nada le pasará. Creo que el tinto que se bebió tenía azufre y
pólvora...mojada.
Azufre y demonio eran, en ese tiempo, para nosotros, sinónimos. Volvimos a reírnos. "Don
Segundo" se echó el despertador en uno de sus bolsillos. Movió la cabeza susurrándonos,
casi sin abrir boca:
No se rían de él.
Lo miramos: mantenía cerrados sus ojos.
¿Por qué no? - preguntó "El Pato"-. Este borracho nos asustó.
Porque es cierto lo que dice: esta noche o en la madrugada, morirá.
Palabras-guijarros para tímpanos nuevos que siguieron sonando: campanadas de iglesia
antigua, olvidada; agudo sermón de santo espectral. Había abierto sus párpados y dos luces
largas perforaron nuestras mentes. Volvió a cambiar el tono de su voz para decir:
Váyase. Nadie puede evitar la muerte. La vida es la mentira, el hechizo.
El desconocido, como si hubiera recibido una orden terminante, dejo la silla y con las
manos sobre la cabeza, salió corriendo y gritando:
¡Me matarán! ¡Me matarán!
Seguí viendo....sus pasos idos...sobre la acera iluminada por la luz de la relojería; sus
huellas en fuga, abrillantadas por la lluvia, todavía están en mí. Carlos, estremecido, bajó la
cortina dejando entreabierta la pequeña puerta metálica central. "Don Segundo" preguntó
con voz normal:
¿Cuánto te debo, muchacho, por el arreglo del reloj?
Nada. Nada. ¿Por qué asustó a ese pobre loco?
No he asustado a nadie. Hay cosas, hijo, que nadie puede explicar a un adolescente. El
tiene su miedo, un miedo cultivado, casi auténtico, que algo o alguien le metió en el alma.
¿Por qué hoy o en la madrugada? ¿Cómo pretende saberlo?
Podría decirte que ese hombre llegó al límite fisiológico y que morirá de un síncope o
shock y no te diría nada. Buenas noches.
Espere, "Don Segundo" - siguió Carlos - , En el barrio se dice que Ud. Es naturista,
evangélico y medio brujo.
Sí, lo soy. Me conocen 20 años.
También se dice que Ud. sale cerca de medianoche.....
Saben que cuido una funeraria…
¡Ah! Por eso cree entender de muertos a futuro…
Está bien, Carlitos. Lo buscaste. Estoy acostumbrado a revelar pequeños misterios
humanos, tragedias de vida y muerte. Nada importante. Soy especialista en finales, un
lector de muertes en rostros vivos. ¿Quieres saber cómo lo hago? ¿Cómo taso en tiempo
miradas, voces, lágrimas, parpadeos?
¡No!
Agachó su metro noventa y atravesó la puerta de la cortina.
Nos quedamos jugando dominó, un dominó lleno de errores, lento, interrumpido. Reyes
compró media docena de cervezas. Fumamos amurcielagadamente. El espanto, a veces, se
viste de uniforme. Sin duda existían palabras raras, tonos extraños y conductas humanas
que iban más allá de las conocidas por nosotros.
Hace muchos años, cuando no usaba canas ni arrugas ni voces agrias, subí, en la Estación
Central, a un tren que iba al sur. Quería conocer el País del verde frío. Iba hacia lo que no
viene: lo desconocido. Así pensaba porque me estaba formando, creciendo.
"Sur" ha sido, desde que tengo conciencia vital y algún juicio, una de las voces más puras
de mi "embrujamiento"; siendo niño - 4 años - mi madre me llevó a Chillán para "...que te
conozcan y conozcas a tus abuelos maternos". Dicen que, corriendo por una orilla del río
Maipón - Chillán Viejo - resbalé; en la caída - apoyo en el suelo - mis manos se llenaron de
greda oscura que fue adquiriendo la forma de un pájaro: que el pájaro de greda voló y que,
persiguiéndolo, caí en el río. Dicen que un hombre, desconocido, de largos cabellos rubios,
flaco, me sacó del agua. Del pequeño pájaro de greda me recuerdo. No he vuelto a
"esculpir".
Para mí, santiaguino, no hay milagros si me olvido de la luz - otra de mis voces brujas - que
"nace" en los techos de Apoquindo y "muere" un poco más allá de la Pila del Ganso o
detrás del "gasómetro". Cualquier "mataderino" lo sabe y yo lo soy. Ese "paseo" diurno del
sol entre la montaña y el mar ¿es o no un arco? Sí, lo es y todos los días está tirando flechas
amarillas sobre los robles altos, mañíos, volcanes, lagos; sobre los 100 ríos ásperos, en el
corazón de las islas dormidas, deshaciendo las carreteras de la escarcha, empollando huevos
de pájaros y de culebras, estirando rosas, cristalizando uvas, entibiando sueños invernales y
una que otra esperanza fantasmal, sobresaltada.
Los invariables viajes de la luna hacia el noreste de Santiago, las estrellas y sus eternas
citas con la noche-luz, las lluvias y sus comarcas señaladas, la alquimia celeste de las
semillas enterradas para fabricar perfumes, formas y colores, los picaflores suspendidos en
el aire y algún hombre contemplando y comprendiendo, tampoco son milagros. Milagros,
según las adorables viejas de mi barrio, son: "La charla molida de los muertos, Lázaro,
caminando o, el mayor: que un habitante "natural" de conventillo, salga de pobre".
Cuando alcancé los 11 años mi padre me llevó al norte - Antofagasta - En Calama y
Chuquicamata sentí sed de verde: mi memoria estaba herida por las ramas sumergidas de
los sauces de la laguna del Parque Cementerio General, por las hojas bulliciosas de los
álamos de La Cisterna y San Bernardo. Más tarde comprendí que los "nortinos" - sureños
trasplantados - convertidos en mineros por la obsesión subconsciente del verde, arañaron el
del carbonato del cobre natural para que floreciera; antes, buscando nieve - la más bella
forma del agua - rascaron la tierra-plata en Chañarcillo y después se engañaron con el
salitre. Todo aquél que haya vivido en los límites del agua-tierra-luz solar sabe que el
vegetal es el gran motor de lo que llamamos nostalgia, porque sólo allí está el aroma del
terrateniente jazmín, la parcela blanca de la magnolia enamorada, el copihue de sangre
desnuda, la malva tricolor horadando cielos y los pájaros pagando peaje con trinos
madrugadores.
Si no veo un árbol a la distancia ninguna ruta me parece camino. Tengo alma de ave
engredada, misteriosa, soñadora, libre: antes de correr por la orilla del Maipón había
gateado en los santiaguinos contrafuertes cordilleranos entre loicas y gusanos, un río
acunado por el silencio de los roqueríos, cóndores enlutando el sol y un manchón verde
que, según han visto mis ojos de hombre, llega hasta el mismo Cabo de Hornos.
Pasajero de tercera clase, leyendo letreros azules con letras blancas, me llené la memoria de
nombres increíbles. Itahue, Panguilemu, Buli, Rucapequén (cuna de mi madre), Pidima,
Lipingüe, Purranque; de árboles enfilados, corredores rápidos que parecían despedir -
Ayudados por el viento - a los viajeros con sus largas y múltiples manos vegetales; tordos
voraces ocupando viñedos bajos; pueblitos con patios enormes llenos de vacunos rumiando
tréboles frescos; pequeños caballos-centinelas en los lejanos cerros morados; bandadas de
patos en mi misma dirección; cómodos pasajeros de un tren alado sin vendedores de
refrescos ni inspectores.
Han pasado 40 años y todavía ignoro lo que quería, la razón de ese viaje al fondo del sur.
Mi tiempo, plazo vital de todo lo que vive, está exactamente medido: nadie puede "gastar"
más o menos, ni siquiera los suicidas, cuyas fechas de muerte están marcadas con rojo en el
íntimo calendario de la angustia. Tal vez quería - orientación de pájaro vestida de humana
pretensión - ver y oler el nacimiento del verde, jugar con la lluvia, asomarse a la patria de
todos los olores; pisar, tiritando, el territorio del frío.
Casi todos, de una u otra manera, conformamos la memoria con lo que nos rodea; sólo que
algunos pueden - ignoro cómo y las razones - alhajarlas con joyas extrañas al común de las
gentes y no nos conformamos con la esquina de Victoria y Arturo Prat y tomamos la
Avenida Matta sólo como una calle ancha para los primeros entrenamientos físicos y
mentales: sortear tranvías, colgarse de las góndolas, trajinar árboles, pelear por pelear,
atravesar el parque de noche, cazar guarenes... Quizá presentía que, adulto, iba a ser otro
prisionero de las grandes ciudades y buscaba una ventana externa-interna para asomarme,
por vida, al asombro.
Intuición es una de las voces que usamos para tratar de explicarnos este fenómeno esencial-
conductual, providencia es otra; sino, designio y destino que son sólo palabras. Dios parece
ser la clave: símbolo de la fuerza de lo desconocido, del orden de los ciclos cósmicos, del
equilibrio natural; de una Inteligencia que, de cuando en cuando y sin ningún antecedente
humano alguno, aparece en el maravilloso hacer de un hombre para que la especie avance;
pero la fe, donde terminan todas las facultades, sigue siendo inevidente para muchos.
Iba hacia afuera con 16 años y una vieja maleta de cartón piedra. Nadie, pariente o no,
podría ordenarme "¡Baja de esa roca! ¡Suelta esa rana!" Así lo creía. Todos los sentidos
aguzados por la excitación del viaje hacia lo desconocido, miedo y una sonrisa triste:
evocación de los míos.
Descendí en Puerto Montt porque allí terminaba y termina la ruta ferroviaria. Mis últimas
visiones fueron la de un cementerio de alerces desmochados y la de un humo azul, con olor
a pan fresco, que entró en el carro. Conté le dinero: sí, con 520 pesos, los ahorros de "toda
mi vida", podría vivir, algún tiempo, en la entonces capital de Llanquihue. Atardecía.
Caminé hacia el mar. El viento de las islas salió a mi encuentro: me tendió sus helados
dedos trajinantes, atravesó mis pantalones y mi chaqueta de brin, se colgó de mi cara y de
mi cuello como un amigo.
En el muelle viejo, de maderas carcomidas, hasta los niños pescaba pesados robalos de
plata palpitante con débiles anzuelos de gancho. La isla Tenglo, de alto verde oscuro,
estaba atravesando su propia noche. Alguien cantaba, en voz baja, como llamándome con
conocida voz de pastor de estrellas. Desorientado comencé a mirar rostros sin ubicar al
cantor. Atravesé la costanera y me senté en un banco de la plaza que tiene un costado
abierto al mar. Había buscado la soledad - así lo creía - y la estaba encontrando: ningún
rostro me era conocido, ninguna palabra venía para mí, sólo ese canto que no se separaba
de mis tímpanos. Sabía que toda sopa tendría que comprarla, la cama me sería desconocida.
Creo que allí, en esa primera impresión de soledad, casi absoluta, empecé a comprenderme.
La estación cercana me pareció un hangar bocón que se había tragado mi tren y el bullicio,
ilusiones y emociones largas: la puerta de regreso hacia los míos estaba silenciosa, cerrada,
bajo un gran techo de metal para la lluvia. Me pareció túnel-catedral del viento, de las
sombras y del misterio: sólo Dios, en el confuso juego de mis autointerrogaciones, señalaría
mi ruta.
Abajo un pueblo orillando un doblado brazo de mar gris y quieto. Casas bajas, blancas y
altas casas coloreadas decorando colinas todavía verdes. Nubes encimadas sobre los techos
curioseando fatigas. Una larga fila de carretas tiradas por bueyes oscuros, con grandes
canastos llenos de peces, goteando agua y sangre diluida, pasó por mi lado. A metros, hacia
el suroeste - aún no se acababa - barcos y botes de hinchadas barrigas de madera, collares
de cholgas tiesas y piures cargando el aire de yodo.
Busqué un hotel sólo para acostar pesadillas: voces que no eran mías, todo lo visto
acomodándose celularmente en los llamados "recuerdos". No fue mucho lo que dormí
sabiendo a mi madre desvelada: ese cordón umbilical jamás se corta: por fuera y por vida
está anudado, por dentro sigue manando ternura tibia.
Desperté con hambre. Mis oídos acusaban el ruido de las olas cercanas, el columpiarse del
viento entre las jarcias, voces de marineros y pescadores, la sirena de un barco y el aletear
de gaviotas y jotes. Desayuné en el mercado. Después, como si Puerto Montt fuera un
pequeño bolsillo de esmeralda, lo di vuelta caminando, silbando, cantando. En la tarde,
cansado de vagar, volví a la plaza y me saqué una fotografía. Se la envié a doña Rosa. En el
dorso escribí "No se preocupe, nos hará bien empezar a saber que, además de ser su hijo,
soy un proyecto de hombre".
LA VISIÓN
Lo vi de lejos: rubio, cabellos largos y ondulados. Delgado, ojos claros, pecoso, joven.
Cuando pasé por su lado lo encontré aún más flaco. Tendido en la arena de Angelmó, con
las palmas de las manos aplastadas por su cabeza, sonrió - supongo - al verme en traje de
baño:
Te sigue gustando el agua: estás recién llegado, no te ha tocado el sol y ya vienes a
buscarla.
Primera voz en el sur, primer diálogo. Alegremente dije:
Sí, me gusta. A ti tampoco te ha quemado el sol.
No. Tengo una piel a al que no parecen afectarle los rayos solares.
Su voz, viniendo de tan cerca parecía lejana y era distinta a todas las que conocía.
La caja de una guitarra le servía de almohada. Vestía pantalón de baño amarillo y una blusa
celeste, de mangas anchas. Sandalias.
¿Qué haces por estos lados? Sólo eres un muchacho.
Trato de crecer en un macetero natural. Es mi raíz la que trata de encontrarse.
¿A qué le llamas raíz?
Al ansia, a la inquietud. A la terrible caza de horizontes en fuga.
¿Dónde te perdiste? ¿Cuándo?
Lo ignoro. Creo que nací perdido.
Sonrió amistosamente. Se rascó la barbilla rojiza y sin dejar de mirarme, dijo:
Conozco esa frase: la he oído hasta en... arameo.
Se sentó, sacó la guitarra y tocó con los ojos cerrados. De sus manos blancas parecían salir
luciérnagas sonoras que iban y venían de la arena al mar estallando en el viento, sobre las
rocas, al lado de las algas. Música de cristales y burbujas. Su voz de piedra eterna y lisa,
cántaro de la atmósfera, fue reconocida por mi memoria reciente: era la voz del principio de
la noche anterior:
Galopando el timbalero
se va, se va;
con el eco de mi infancia
se aleja ya;
cuando la noche te pierda
¿dónde estarás?
¿dónde estarás?
Todo camino es regreso.
¿Adonde vas?
¡Qué solo estás!
EL REGRESO
Mendoza, 1938. Estaba por cumplir los 20 años. En un automóvil de "Cata" me embarqué
para Santiago. Mi voz era gruesa, ronca; manos y piernas duras; pecho y espalda, anchos.
La piel quemada: Me había agarrado "firme" la nostalgia: padre recién fallecido, mi madre
llamándome; y el secreto deseo imposible: detener el tiempo en una esquina de mi barrio
para conversar con "El Viejo Carlos", oír las historias del "Manchado", beber cerveza con
"El Pato Reyes", acercarme a la Estación a ver un tren fantasma.
En Las Cuevas nos detuvimos a almorzar: Pedí vino chileno. En la tercera copa sentí una
música de guitarra que venía desde la cordillera. "No puede ser: 4 años es mucho tiempo".
Salí y caminé hacia los cerros. La voz de siempre cantaba:
Del viejo camino vengo
al viejo camino voy
de tanto mirar estrellas
no sé quién soy.
Su rostro era el mismo. Gritó:
¿Cómo estás, muchacho?
Bien. ¿Qué haces aquí?
Vine a despedir, para siempre, a un amigo que regresa a su tierra. Su durísima cabeza ha
empezado a abrirse...
Dejé de verte...
Lo sé. Es lo que crees. Jamás nos separamos: no te dejé embarcar en el vapor "Arica". Se
hundió en el Estrecho. Moví tu cuerpo cuando pisaste ese reptil...en el Chaco. Te saqué
desde el fondo del río Paraná...
Quedé frío, como cayendo en un ventisquero de razón y memoria borrascosas que
empezaron a aclararse:
¡Ah! ¡Ahora lo sé! ¡Lo sé! Te conocí en Maipón: tú eres mi pequeño pájaro de greda.
Desapareció entre un rayo de sol alojado en mi mente y el vuelo de un cóndor solitario,
entre la voz del chofer que me llamaba y mi borroso mirar húmedo, interno...
LA CALLE DE LA LUNA
René Vergara
La Avenida Francia es una calle estrecha, corta, modesta, que, como casi todas las calles de
los barrios santiaguinos, está llena del verde de sus acacias orilleras, "verederas". Nace en
el norte de la ciudad, en un costado del Cementerio General y "muere" en la Avenida
Fermín Vivaceta: largo ring de cemento para "los guapos" - cada vez más escasos - con
hipódromos y prostíbulos, bares, iglesias deterioradas y restaurantes bautizados por
"payasos" tristes. La Avenida Independencia, ruta principal de nuestros primeros vagidos
históricos y camino internacional, la corta en dos: el tramo del oeste, más largo, tiene hasta
chalets con antejardines y rejas coloreadas; el del este: dos filas de casitas viejas, bajas,
pasajes y conventillos disimulados, una botica, una fábrica de fideos, un estadio en ruinas,
dos almacenes y negocios de alcoholes con y sin patente.
En primavera se llena de un olor suave, femenino, grato: por sus veredas, siempre
averiadas, los transeúntes van pisando pequeñas flores blancas, de corolas regulares y
estambres múltiples. De noche la luz pública es absorbida por el follaje de las acacias altas
y el blanco se vuelve verde tibio, transparente. Rejones de luz caen sobre el pavimento y la
calle se ilumina a trozos cortos, finos, informes.
La luna llena siempre aparece suspendida sobre el cementerio, haciendo brillar los
contornos de los cipreses, los techos de cinc, el asfalto y todo lo que se mueve entra en un
juego de sombras largas sobre un escenario natural: caleidoscopio callejero blanco de luz,
negro de sombra, opuestos tan inseparables como vida y muerte.
Los vecinos del sector este - sin decirlo o sin comprenderlo -, orillando el Hospital San
José, para tuberculosos - cuyas paredes, patios y salas, colindan con el cementerio -, viven
la semipresencia de los agónicos, el mundo invisible de los bacilos, las cavernosas toses del
adiós. Vecinos obligados de los muertos de la ciudad, viven entre tumbas, cruces y coronas,
leyendas y aparecidos. Tienen, los que allí nacieron y se criaron, un modo de ser distinto
del resto de los habitantes de la capital: reaccionan melancólicamente, como si sus espíritus
llevaran luto eterno.
En la madrugada del 2 de noviembre de 1974 unos pasos rápidos, audibles para miedosos,
venían resonando desde el cementerio. Un ebrio cortó su décimo hipo y miró sin ver. Dos
gatos crispados dejaron de maullar. La dirección de los pasos (?) fue deducida por la
cercanía y el alejamiento de los ecos por un testigo normal que enmudeció al sentir la
ráfaga de frío intenso: "Los pasos venían desde el lado de los muertos. Pasos, solamente
pasos: no pertenecían a un ser visible".
La calle tenía, a la hora del extraño fenómeno, luces en algunas ventanas y umbrales,
música de radio y voces de locutores asordinadas. Demasiada vida para los primeros
minutos de un noviembre helado que empezaba a crecer entre los vacuos símbolos del
hombre. Demasiado ruido para una calle que bien podría ser la prolongación de "Oriente de
piedra" o "Jardín del silencio", nombres de dos "Calles" del cementerio vecino.
¿Pasos? Algo o alguien con pies o patas que se mueve. Pies o pata no se mueven solos.
Esos pasos, además, no dejaban huellas. Si nacieron de una asociación simple, algo similar
a ruidos de pasos la produjo. ¿Qué? ¿Qué es lo semejante al ruido de la marcha o la carrera
humana o animal? Esta parece ser parte de la zona donde "nacen" los fantasmas y la locura:
nuestros oídos "oyendo" , los ojos en blanco y el juicio, ayudado por la memoria, tratando
de asociar, de comprender.
El ruido cesó, según el ebrio y el joven que perdió transitoriamente el habla, cerca de una
acacia de tronco ancho, en cuya corteza las parejas del vecindario habían grabado
corazones, iniciales, nombres, fechas. Acacia crecida en rincón oscuro, alisada por cien
manos; testigo vegetal del amor humano: verde, a veces florecida; incansable receptora del
juego eterno de las caricias y de las promesas.
Un perro aulló y bastó ese ladrido lúgubre - emocional calificativo con el que señalamos
algunos aspectos de la muerte - para que otros perros dieran comienzo a un viejo y todavía
inexplicable "concierto" canino. Los perros regresaron al lobo tan cercano y ya atávicos
aullaron: quejidos del miedo, del pavor, perforando oídos, sacudiendo esencias, removiendo
el tiempo de la especie civilizada. Voces humanas trataron de acallarlos: se abrieron puertas
y ventanas; aparecieron manos con linternas y con garrotes. Se oyeron, entremezcladas,
exclamaciones y susurros: lo desconocido volvía a reinar en todo espíritu. Del sector de "La
acacia del amor" salían o parecían salir pequeñas luces vagas. Algunos vieron ramas
violetas; otros, azules o amarillas. Lentamente los vecinos se acercaron al árbol del
embrujo....cuando los resplandores ya habían desaparecido del follaje y de la corteza
ilustrada. El árbol, sin su brillo excepcional, había entrado en su viejo sueño de sombra.
Parecía una procesión de luciérnagas - dijo uno -
Yo vi al demonio - aseguró otro.
Un niño creyó que era: "un gran árbol de Navidad".
Todo el sitio fue examinado con prolijidad y no apareció indicio alguno que permitiera
entender lo que había ocurrido.
La abuela de Oscar Castillo, octogenaria, gritó desde la ventana de la casa ubicada casi
frente al árbol del misterio:
Ven a dormir, Oscar. Allí no hay nada...humano. Mañana debes ir a la escuela.
Lo sé, abuela. Este árbol puede volver a iluminarse. En un rato más me iré a acostar.
Los hombres siguieron pesquisando. El foco de luz de una linterna cayó sobre el nombre de
una mujer grabado en la corteza: "Brunilda". Todas las letras estaban llenas de goma fresca:
gotas espesas, sólidas: parecían lágrimas cristalizadas.
Es curioso, abuela - comentó Castillo -. Es el único nombre que está "llorado" o "llorando".
El joven miró la fecha: "Noviembre, 1946".
Ud., abuela, que nació en esta casa, debe saber quién era Brunilda.
Sí. La conocí...
Cerró los ojos descontándose decenas de años y se extravió entre recuerdos. Agregó:
Todos los años, cuando amanece el Día de Difuntos, esa acacia llora por su nombre. No
tiene importancia. Entra, Oscar.
Lo de la goma del árbol saliendo por "Brunilda" no es natural. Esta acacia se iluminó y aquí
terminaron unos pasos que me dejaron mudo. Nunca había oído aullidos como los de esta
madrugada. Díganos, a los jóvenes, lo que sabe.
Los vecinos se acercaron a la ventana.
Está bien. Sólo porque vieron esas luces les contaré la historia de Brunilda. Esperen: me
pondré un chal.
Desapareció y volvió arrebozada en un echarpe gris de lana tibia. Acercó una silla a la
ventana. Apagó la luz y se sentó mirando hacia la calle.
El cielo, lado del cementerio, mostraba cambiantes nubes oscuras y blancas. La vieja luna
nueva remontaba hacia le norte. La voz vino gastada, baja, imantada:
En mis tiempos de moza este día se llamaba "Fieles Difuntos". Según la iglesia, eran los
que purgaban culpas terrenas; después de la expiación esos espíritus se volverían "Almas
radiantes". Mis padres creían que ellos cuidaban de nosotros, los mortales..
Brunilda, abuela.
Ya va, niño. Bien, era la única hija del zapatero que vivía aquí, al lado, justo frente a la
acacia; de nombre..Juan. Quedó viudo creyendo a su hija culpable de la muerte de su
esposa y jamás la habló. La niña era hacendosa, retraída, triste. Iba a la escuela N° 20, la de
la Avenida Independencia. En los alrededores de este árbol pasaba gran parte de su tiempo
libre. Más de una primavera la vi hacer collares con flores de esta acacia: se adornaba con
ellos. Collares olorosos, tiernos. Siempre he creído que la acacia le entregaba sus flores más
bellas, las más perfumadas. Idea de vieja chocha, por supuesto...
¿Era bonita?
No. no en un principio; pero, a los 14 años se convirtió en una mujercita que llamaba la
atención de los muchachos, en especial del hijo mayor de un matrimonio nortino que vivía
en la primera casita de la izquierda, a la vuelta en el "Callejón Guanaco". Es el nombre que
está junto al de Brunilda. Gregorio. Yo creo que tenía 20 años. Fuerte, moreno, alto.
Trabajaba, como cargador, en la Vega Central. Compró una carretela y se dedicó a vender
frutas y legumbres en este mismo barrio. Brunilda recibía los primeros higos, duraznos,
manzanas. Tenía un caballo negro, negro lustroso, nuevo. A veces lo montaba en pelo y
galopaba por "El Callejón" que era de tierra. Una vez, víspera de Año Nuevo, llevó a
Brunilda al anca. Don Juan los vio y se enojó: con la correa de la máquina aparadora
castigó a su hija, y a Gregorio lo amenazó con una larga y filuda chaveta. La joven lloró
toda la noche....
¿Y lo del árbol, abuela?
Ya viene. Gregorio se llevó a Brunilda. Un vecino dijo que había visto la pareja en
Tocopilla. El zapatero enfermó, bajó de peso y ni siquiera abrió el taller. Ignoro si comía,
pero bebía mucho. Se dejaba morir, como dice la gente. A fines de octubre de 1947
Brunilda reapareció. Atendió abnegadamente a su padre y cuando éste murió, ella se colgó
de la acacia. Oscilaba como un péndulo con delantal rosado y trenzas negras. Estuvo
colgada casi toda la noche de ese gancho grande. Los vecinos la descolgaron, la velaron y
la enterraron. Un policía, que vivía en la casa blanca, la de dos pisos, trató de encontrar a
Gregorio. El tiempo hizo lo suyo, el tiempo es olvido. Si Uds. No hubieran visto la acacia
encendida...
¿Qué pasa con ella?
Ya lo sabes: todos los años aparece esa goma sobre su nombre y el árbol se ilumina por
breves segundos, sólo que esta vez se alborotaron además los perros y se alertó todo el
vecindario...
¿Cree Ud. que es el espíritu de Brunilda el que llora?
Yo no estudio, como tú, medicina, y del espíritu humano lo ignoro todo; pero, en ese árbol
ninguna otra pareja ha grabado nombres. Nadie ha vuelto a enamorar debajo de él. Tus
amigos, Oscar, los que tienen tu edad y tus ansias, sin saber esta historia, lo rehuyen.
¿Tienes tú las respuestas?
No, abuelita.
He oído decir que la acacia gime, a veces, como una criatura; que vibra. Le he visto perder
cientos de hojas en un segundo y más de una vez se ha desgajado sola. A veces creo que
conoce mi voz. Si es así, debe ser porque yo soy la que la riega desde el siglo pasado,
cuando apenas su copa me llevaba ventaja.
Gracia, abuela. Cierre la ventana. Pronto iré a acostarme.
Algunos vecinos se retiraron. Los más jóvenes siguieron charlando bajo la doble sombra:
árbol y noche.
No creo en aparecidos - dijo Jorge Vargas, compañero de curso de Oscar - Tu abuela tiene
demasiados años dándole vuelta a un drama familiar que la ha traumatizado. Su
imaginación se encerró en este árbol y en Brunilda. Otra debe ser la verdad.
Sí; pero en esta acacia no hay una sola fecha posterior a 1947, y este es el lugar más oscuro
de toda la calle, porque el farol está lejos y porque este árbol es el más grande y frondoso.
La casa del zapatero, que es nuestra, no ha podido ser arrendada y hasta mi gato la esquiva.
¿Qué es lo que pasa?
Vale la pena averiguarlo. Yo tengo una novia nueva: estudia Biología. Vive cerca y puede
salir de noche. Mañana provocaremos a Brunilda o a lo que sea. Tú puedes estar en tu casa,
cerca de la ventana, por si acaso.
De acuerdo, Jorge. Mañana a la medianoche.
En la década del 40, Luis Araneda, 21 años, soltero, moreno, bajo, fornido, de grandes
bigotes negros, rompió una tarjeta de archivo delictual. Sometido a sumario por su jefe, el
comisario Vidaurre, para establecer las causas de tan extraña conducta, sólo fue castigado,
por sus inmejorables antecedentes, con un traslado a Nueva Imperial, considerada, junto a
Calama y Pisagua, por las durísimas condiciones geográficas y climáticas, las peores
unidades policiales del país.
Nacido y criado en barrios santiaguinos del oeste, conocía muy bien la Quinta Normal, "la
zunca Borja" - lado éste sin viviendas - , Yungay, el río Mapocho abierto, libre; gente
laboriosas, humildes.
Por allí, detrás de sus gafas oscuras el sol lo hacía lagrimear - vivía la imagen de Mercedes
Sánchez, una bellísima santiaguina de largos cabellos ondulados, piel blanca y un par de
ojos donde se podía ver, simultáneamente, la luz y la noche.
Le habían dado sólo 48 horas para llegar al lugar de su "destierro". Su madre y su novia
fueron a despedirlo:
No llore, doña Luisa. Sabrá cuidarse
¿Qué sabes tú? Eres una niña
El tren está piteando. Escribiré.
A través de la ventanilla dio las manos francas. Su cabeza, como las de otros viajeros,
estaba vuelta hacia el norte - galpón de fierro que se achicaba, alejándose, disminuyendo a
sus seres queridos -. Sintió estrecha la garganta y húmedas las mejillas. Tosió y carraspeó la
ira. "Jerarquía: un hombre ordenando a otro sólo porque es más viejo. La ficha policial de
Miguel Gutiérrez jamás debió hacerse: escaló la reja de esa quinta porque la fruta se estaba
pudriendo a la vista de todos. ¿Qué sabe Vidaurre de mi amigo? Trabaja, con su lustrín a
cuestas, de sol a sol, y es generoso. Yo estaba ese día con él y no fui detenido porque mis
piernas son fuertes, sanas. Gutiérrez todavía cojea de una: la derecha poliomielítica".
En Rancagua bajó a "estirar la piernas", a mirar huasos endomingados. Un par de espuelas
le quedaron tintineando en los oídos: alguien caminaba sobre dos estrellas que sonaban
como cajitas de música. En San Rosendo vio una decena de gordas vendedoras vestidas de
blanco. Cerró los ojos: su madre, en el patio de la casa pequeña, lavaba; su perro,
entristecido, con la cabeza baja, estaba buscándolo en el olor de sus ropas viejas. El poder
evocativo de Araneda se parecía demasiado a la realidad: percibía hechos a distancia con
lucidez que ya no lo sorprendía: un clarividente que estaba entrando, sin saberlo, en la
dolorosa zona telepática. Dormitó.
Entre Linares y Ñuble lo despertó el olor a frutas, flores, chicha fresca. Hacia la cordillera,
negros y verdes bosques de pinos enfilados; manchones de remolacha. Descendió entre
gritos apetitosos; compró un sandwich de pernil caliente; se comió 10 centímetros de
longaniza dorada y bebió vino blanco, pipeño. Sintió calor, y su maravillosa alegría de vivir
renació con más bríos. Sonrió, y como buen chileno, "se echó a la espalda" la pena nueva.
Se pegó al vidrio de la ventanilla para recibir, por primera vez, al largo paisaje del sur en su
alma limpia: volaban las lomas entre cerros grandes y cercanos, vacas dormidas, árboles
huachos y estaciones pequeñas. La noche borró un coigüe de 40 metros: alto centinela
verde del curso de los ríos, gigante protector de suelos y pájaros. En manos del aroma, entre
sueños y parajes desconocidos, entró en Cautín, la provincia vegetal, indígena y fluvial de
Chile. Lo salieron a recibir la lluvia y el frío; rostros hundidos en platos de sopas
humeantes o en vasos de vino alzados. Alojó en el hotel de la estación porque la calle ya
era río oscuro. Su cabeza, en la almohada vieja, hundida por pasajeros pretéritos, soñó lo
ajeno, tormentoso, acumulado. El viento, que también quería saludarlo, entró a la pieza
galopando sobre ventanas y ropas, lámpara y piel. Se levantó para afirmar, con papeles de
diario, los postigos. A través de la luz del alumbrado público vio la lluvia inclinada, casi
horizontal. "¡Ah, diablos! Y estamos al final del verano". Encendió un cigarrillo tiritón.
Con las ropas de la cama, como mantas, se quedó mirando un cielo que no veía, una lluvia
maromera; a oír las zancadas del viento sobre los techos y el sordo ferrocarril del trueno
"¿Qué es la vida del hombre? Aquí, casi desnudo, no me sirve el grito ni el llanto ni la
memoria. Estoy encerrado en mí, acorralado".
Bajó al primer piso ....en busca de gente, de otros. Desayunó café amargo, tibio. Compró un
poncho negro, un par de botas cortas, pantalones de lana, una chaqueta de cuero y un
sombrero gris, alón. Subió al cuarto por su maleta, se cambió de ropa y vestido de
"temucano" se miró al espejo: "¿Seré el mismo?" Sonrió; sólo su risa le pertenecía.
En el tren a Carahue ("Donde hubo pueblo") el paisaje era otro: trigo erguido, rucas
indígenas, ríos. En Nueva Imperial el sol estaba alto. Con el poncho al hombro preguntó
por el cuartel de la Policía Civil y rumbeó, a pie, hacia la plaza. "Una esquina de ladrillos"
había dicho el jefe de la estación , ": enfrentando el edificio blanco y alto de la
gobernación". Miró las planchas de bronce. Sí, allí era: funcionaba junto a Identificación.
Buenos días, señora. Soy el detective Araneda. Estoy trasladado aquí.
¡Ah! Es al frente. El jefe es don Mario Poblete.
Un gordito rosado, risueño, lo recibió en un escritorio demasiado grande para él.
Sí. Recibí el radiograma. Bueno, allí al lado del cine, hay un hotel barato. Lo iré a dejar - lo
saludaron los 3 detectives de la unidad: Espinoza, mestizo; de los Ríos y un tal Soto, que
reemplazaba al gobernador.
NUEVA IMPERIAL
Calama era, en aquella época - iniciación de la década del 40 -, un pueblo pequeño. La calle
mayor, que nacía enfrentando a la Estación del ferrocarril a La Paz, tenía 6 o 7 cuadras,
mostrando, las dos primeras un comercio creciente que no se ha detenido, por ser la bodega
de Chuquicamata: la mina de cobre más importante del mundo. Había una plaza con
árboles, arbustos, plantas, pastos: un cuadrado milagrosamente verde que llenaba, gracias al
río Loa, de alegría y nostalgia a los sureños, que eran mayoría. Calles laterales empedradas
o de tierra seca. La agricultura empezaba con choclos y melones pequeños; una industria
también naciente, y, a la distancia, la poderosa Dupont - Fábrica de explosivos de los
norteamericanos -, con casitas de techos rojos y antejardines, para empleados y obreros.
Chuqui era y es el imán que atraía y atrae a chilenos y extranjeros hacia ese desierto de
180.000 kilómetros cuadrados, de 1.500 kilómetros da largo, con alturas de 2.000 y 4.000
metros; rico en nitratos, cobre, oro, plata. Orillando la cordillera, de noche es frío y arde el
sol. 2.350 metros de altura ponen el cielo casi en las manos de los calameños: el infierno
con vacaciones nocturnas para jóvenes ambiciosos, aventureros de la sobrevivencia.
Bares, prostíbulos, billares, hoteles, pensiones, botillerías; "faltes" chilenos, vestidos de
azul, con gorras marineras y buhoneros árabes, vendiendo puerta a puerta, sedas y casimires
criollos, penquistas, como importados, y baratijas. Aguadores en carretas tiradas por
enormes machos grises, negros, manchados; indios atacameños mascando silencio y coca;
huellitas de guanacos sobre las altas piedras milenarias de los cerros vecinos. Sol, un sol
lento, sofocador, intruso, tostando aún más la tierra herida, calentando el polvo fino de las
carretas y disfrazando a humanos, animales y vehículos, de fantasmas de la pampa. En el
fondo de los ojos de los sureños trasplantados: sauces llorones bebiéndose el agua de mil
ríos distintos; peumos aromando el aire frío; quillayes y pinos cubiertos de nieve, álamos y
eucaliptos soltando lágrimas; oídos tensos para reescuchar pasos de conejos en fugas
pretéritas y trinares de aves de la infancia, caídas de agua, arroyos blanquiverdes y la
marcha vertical de la lluvia buscando tibios ponchos temucanos. Nortinos de rostros
gredosos, indiferentes, cuarteados, huérfanos del verde, con miradas ocres, abiertas como el
desierto, buscando a pie, siempre caminando, otros rumbos para sus vidas. Yugoslavos
altos, rubios y morenos, extrayendo sal; chinos despostando reses viejas, viajadas,
sedientas; japoneses jugando al fútbol, tratando de cazar llamas invisibles, trabajando;
bolivianos ensombrerados, bajos, cerámicos y bolivianas de largas trenzas negras,
descalzas, tristes.
Si un hombre tiene 22 años de edad, 1,80 de estatura, salud, curiosidad vital, un empleo
estable de iniciación - detective tercero -, viste más o menos bien y es soltero, se convierte
en "buen partido" en cualquier pueblo; en Calama fue recibido "con ansias esperanzadas"
porque los de su tipo y condición escaseaban; pero, un hombre joven es, también, flecha en
el aire: todo lo ignora, incluyendo destino, menos su realidad biológica, instintiva. Diego
López había huido de la capital porque una joven árabe quería llevarlo a las oficinas del
Registro Civil del barrio Matadero.
No buscaba riquezas ni planificaba futuro alguno: simplemente vivía. Poseía un extraño
sentido de la libertad natural y una desarrollada curiosidad esencial por los fenómenos
humanos.
Conocido el cuartel policial - casita de un piso, una ventana a la calle, 4 piezas y 3
calabozos de madera -, compañeros y jefe, juez y secretario gobernador, carabineros,
gendarmes, autoridades municipales y vecinos importantes, Diego López, a la semana de su
llegada, se unió al grupo de jóvenes que andaba a la caza de mujeres nuevas, de tránsito en
Calama. Se dedicaban a revisar, disimuladamente, la llegada de los trenes internacionales,
autobuses y taxis. Conocían, muy de cerca, los rostros de las prostitutas jóvenes que, en ese
pueblo, envejecían con sorprendente rapidez; sabían de viudas físicamente generosas y de
señoras cuyos maridos, mineros embrujados, buscaban vetas lejanas. Recorrían la calle
principal y esperaban, a horario, frente al paradero de "La Flota Mercurio" - un vehículo, S.
Wagon, que traía pasajeros, diarios y el correo - la bajada de las hembras hasta que éstas se
limpiaban los rostros enmascarados por el polvo. Las miradas iban a las piernas, nalgas,
pechos; los rostros no interesaban tanto. A veces llegaban "niñas sureñas" para
"enamorarse" algunas horas.
En Calama se es o no joven, se s o no sano: clima seco y puna: cuesta respirar, andar, amar.
Todo organismo es presa del soroche
Después, un "después" de minutos, observaban otras "cosas" de las recién llegadas: edad
aproximada, acompañantes para determinar parentescos, argollas, maletas, ropas y el lugar
hacia el que se dirigían: no es lo mismo un hotel que casa particular, pensión que
residencial; si era o no esperada y por quién o quiénes. Si alguna prometía "futuro de horas"
los demás se quedaban hasta verla salir. Esperas largas. Hasta el chino de la carnicería sabía
lo que buscaban los muchachos porque algunos de los hijos de Chiang estaban en el mismo
juego vital. Diego López, policía al fin y al cabo, descubrió que todas las mujeres, por una
u otra razón, iban, de mañana, a la Botica Chávez y que algunas, al atardecer, visitaban a
una modista de las afueras del centro; aprendió a diferenciar, por el acento, inglesas de
norteamericanas, "gitanas" antofagastinas y cabareteras de Iquique o Pisagua, bolivianas de
La Paz, de Oruro, Cochabamba o de Ollagüe y las inconfundibles y maravillosas cruceñas.
Con santiaguinas y porteñas no tenía problemas de acentos.
Ninguno de los jóvenes del grupo pensaba en matrimonio. Creían entender y tenían razón,
que el amor no crece en prisiones geográficas. Durísima posición dada las graves y
urgentes circunstancias.
Las jóvenes casaderas, de familias, conocían muy bien los principios de los varones, porque
vivían el mismo "drama-edad"; vestían con elegancia cuidadosa, iban a misa, no salían de
noche. Daban la sensación de seguridad y confianza que entrega una excelente y rigurosa
educación antigua y sabia: les habían enseñado que el hombre superior busca formar una
familia con una compañera fundamentalmente honesta. La mejor "docena" se paseaba, la
mañana de los domingos, por la plaza; en la tarde, vermouth, reaparecían con sus padres o
familiares, en el único cine. Llenaban de regalos a la heroína que lograba cazar a uno de
"Los Lobos". En esa función vivían. Juan Yutronic, una especie de capitán de los solteros,
decía: "Todo es cuestión de tiempo, de saber esperar, muchachos, y los mejores frutos de
esta zona caerán en nuestras manos sin altar". No era tan cierto: algunas parejas saltaban las
convenciones sociales, grupales y buscaban, en la complicidad del desierto ancho, oscuro y
mudo, salida a la contemplación. "Los amores furtivos" eran respetadísimos porque casi
siempre terminaban vestidos de blanco y negro en la vieja iglesia parroquial. Cuando
ocurría, los hombres se emborrachaban con "el traidor"; repetían sus votos de soltería y
seguían "cazando autoengaños".
Diego vio un par de piernas cinceladas, envueltas en seda gris-perla; talones delgados, pies
pequeños, las pantorrillas, llenas se entrechocaban en los pasos largos, ágiles. La falda,
corta, mostraba los comienzos de muslos largos, duros, que terminaban en asentaderas
redondas, breves; encima de las caderas onduladas una cintura de ánfora dormida, llena de
ángeles y demonios; la espalda lisa, se veía firme a través de la ajustada blusa de lunares
azules sobre el fondo blanco; hombros redondos, brazos largos; cuello blanco, azucenado y
cabello negro, sedoso, brillante, rizado. Apuró el paso, la pasó y pudo verle, de frente, el
rostro ovalado, virginal, de morena clara: adolescente con ojos negros, árabes, de baja
mirada de miel. La dejó pasar sabiendo que la muchacha se le había grabado,
inexplicablemente, en las células del ansia-especie. Su lógica humana le hablaba de ilusión,
de espejismo nortino.
No le fue difícil averiguar quién era: hija de palestino y huasa melipillana; había terminado
sus estudios secundarios en Antofagasta. Recién se había sacado el medio luto por la
muerte de su padre. Atendía una pequeña tienda de su madre en la calle central. López
compró pañuelos, calcetines, corbatas, colleras que jamás usó, peinetas y botones, hasta que
logró interesarla. Siempre estaba huyéndole a la huasa de rostro masculino, de voz de
hombre, fumadora empedernida, que se había puesto "saltona" con las visitas del cliente
joven, apuesto, charlador sonriente: al parecer, doña Margarita Gómez vda. de Fuad, no
quería yerno alguno.
Las tardes de los lunes Emilia tomaba el caminito hacia el cementerio llevándole flores a la
tumba de su padre. Diego la esperaba entre tumbas viejas entibiadas por el sol. Pasión
primeriza para ambos, desatando, entre cruces y flores secas, el huracán de la sangre.
Semana a semana se fueron soltando las ansias, confundiéndose en el ir y venir de manos,
bocas, sexos.
Abandonaron Calama. En el sur iba a nacer una niña. Terminaron casándose entre ríos y
sauces, pájaros y lluvia.
¿QUIÉN ES QUIÉN?
Emilia acariciaba la piel de Diego como si fuera la suya. Se aferraba a los músculos de su
hombre con fuerza de brazos antiguos. Al año un vello oscuro le apareció sobre el labio
superior. Engordó. Empezó a fumar y la voz cambió de fina a gruesa, a ronca. En su
barbilla irrumpieron pelos largos, duros, negros. El viejo moño, guardador de trenzas
embrujadoras, se convirtió en melena corta. A los dos años de matrimonio bebía cognac y
vino. Había alargado sus faldas y ya no usaba rouge "Victory" ni perfumes ni rimel ni
polvos. Así pasaron los años de la transformación. Un día preguntó:
¿Cuántos hombres hay en ti, Diego?
¿Qué? ¿Tú preguntas?
Me refiero a aspectos y épocas. Tú eres distinto del que conocí en Calama hace 18 años.
Sólo te quedan las facciones, el nombre y la estatura. Hasta tu oficio es otro. Además, eres
blando, tímido, cuidadoso, enfermizo: hasta el humo de mis cigarrillos te hace mal. Te has
vuelto silencioso, piensas demasiado.
He envejecido. Eso es todo. ¿Dónde está Adriana?
Salió con su novio. Supongo que regresará a la hora de comida. Adriana es ordenada, fina,
suave; se parece a ti, Diego. Una copia femenina de un hombre delicado, esbelto culto,
cavilador.
¿A mí? No existen seres iguales. Tú, que has observado mis cambios, debes saber que cada
ser vive modificándose día a día. Lo que algunos no tenemos es memoria para advertirlos o
valor para señalarlos...
¿Te estás refiriendo a mí?
A todo el mundo, Emilia. Yo ignoro lo que soy y las razones de los cambios. Creo que no
pasamos de ser pésimos recordadores de nosotros mismos y sólo recurriendo a fotografías
antiguas, releyendo cartas o conversando con testigos de lo que llamamos "pasado", nos
reconstruimos muy superficialmente. Nadie advierte los cambios del alma que son los que
importan. A propósito, ayer vi a Juan Yutronic. Esta viejísimo. Te envió saludos. Dijo:
"¿Sigue, Emilia, manteniendo esa cintura inolvidable?". Asentí. ¿Cómo se explica, a un
amigo, las modificaciones del cónyuge? Siempre es bueno que algunos nos recuerden como
éramos. Yo no puedo hacerlo sobre ti ni tú sobre mí porque los hemos vivido juntos,
minuto a minuto.
Emilia apagó su cigarrillo, bebió cognac , y se puso a roncar con la boca abierta. Diego
entró, una vez más, en las zonas de los misterios del hombre y del insomnio. Escuchó a
Adriana que, sigilosamente, abría la puerta de su dormitorio.
¿QUÉ SOMOS?
En la década del 70 Emilia y Diego eran, por tercera vez, abuelos. Adriana, desde Buenos
Aires, escribía, regularmente, a sus padres, enviaba fotos de los niños, regalos.
Emilia parecía cuidarse "los bigotes" lustrosos y ya no se sacaba los pelos de la barba. Se
peinaba como Diego, hacia atrás. Se ponía el pijama azul de su marido, que le quedaba
estrecho y cantaba, en el baño, viejas canciones campesinas... con voz de capataz.
¡Diego, ven! En la TV apareció el mercado nuevo de Calama; alcancé a ver la esquina
donde estaba el Hotel "La Bolsa"; un poco más allá, atravesando las líneas de los trenes,
todavía sigue igual el caminito al cementerio.
Diego pudo ver las copas de unos viejos pimientos, parte de la pampa y la orilla norte del
Loa. Empezó a reír como si de su espíritu se hubiera apoderado el diablo.
¿Qué te pasa?
Me río de mi memoria, Emilia. Te miro y te veo un moño gris, fumando cigarrillos
hechizos, vestida de luto y maldiciéndome...
¡Esa es mi madre! Déjala tranquila! ¡Está muerta!
No lo sé, Emilia. No lo sé. Creo que tú tienes dos memorias y un solo rostro. Dos vidas casi
iguales...
¡Estás loco! ¡Soy tu esposa! ¡La hija única de Margarita Gómez!
Está bien. No grites, Margarita, y dime, ¿cómo pudiste desdoblarte en Emilia? ¿Dónde está
la voz que usaste en Calama, el cutis de la dicha, el brillo de fragua de tus ojos y ese amor
tan limpio como para embrujar mi vida? ¿Dónde está Emilia? ¡Emilia! ¡Emilia!
CASI NADA.
CÓNCLAVE DE "TIRAS"
En las oficinas del prefecto Gacitúa se llevaron a efecto sucesivas reuniones policiales. Es
un exponer breve, preciso, porque en policía profesional nadie pierde el tiempo: la solución
de un caso difícil es el regreso a la normalidad de todos los pesquisas: se acaban las
trasnochadas y las intoxicaciones - tabaco, alcohol, drogas -, la nerviosidad, el mal humor
legítimo.
César bocetó las líneas centrales del caso: identidad desconocida, arma no habida y casi
inidentificable, data de muerte imprecisable. Se "tiraron" nuevas líneas laterales, variantes
de lo que ya se había hecho: había que recomenzar de algún modo, sabiendo todos que se
trataba de un recuento desesperado.
Alguien preguntó:
¿Quién encontró el cadáver?
La respuesta vino rápida y malhumorada: ¿Quién iba a hallarlo? ¿Miss Chile o el Obispo?
¡El limpiador de cauces de ese sector!
Otra voz: ¿Será martillo?
Esquivel:
Lo ignoro. Practicaremos un estudio a fondo.
¿Cuándo? ¿Cómo vamos a seguir conversando si ignoramos con qué clase de arma fue
muerto?
El primer "cónclave" fue interrumpido. El cadáver, que "descansaba" en el cementerio de
Playa Ancha, fue exhumado y llevado a la morgue. No, no era martillo: formaba una
especie de cono invertido cuyo tamaño, al prolongarlo más allá de la herida, resultaba de
una longitud y grosor no comunes en herramientas de ese tipo. Su forma cilíndrica no
calzaba con ningún tipo de arma contundente conocida .
De regreso al cuartel de Bellavista...más café y cigarrillos para seguir tejiendo conjeturas
valederas.
Los expertos santiaguinos trabajaban el trozo de epidermis por Poroscopía (Sistema de
Identificación creado por mi genial maestro Edmond Locard, que permite establecer
identidad por comparación de poros) y enviaron la siguiente noticia: la momia no era
Ignacio del Pedregal.
¿A quién diablo correspondía esa media momia?
Una voz aparentemente tímida:
Quedó muy cerca de la entrada del cauce... ¿Por qué elegirían ese lugar?
Porque les era más fácil que hacer un forado en cemento. ¡Otra pregunta como ésta y aquí
habrá otro muerto!
Es que - insistió el casi tímido - ... siempre hay relación entre camino y costumbre o
viceversa. Insisto... divagando... ¿por qué ese cauce y ese lugar?
Valparaíso está lleno de cauces...
La pregunta tenía otra envoltura: daba respuestas y decía relación con esencias humanas
orillando verdades eternas. Quedó flotando...
Otra voz, con mucho de oficialista:
Me parece necesario y fundamental establecer dónde y cuándo fue visto, "por última vez",
el desaparecido bailarín señor Ignacio del Pedregal. Es un antecedente de primera magnitud
para...
El prefecto "Caifás":
Me cargan las asociaciones tontas, infantiles, fuera de lugar. Ya te dijeron que no era el
bailarín.
Sí, pero sigo creyendo que vale la pena saberlo...
La respuesta fue un adoquinazo:
28 de febrero. Almorzó con un desconocido en el restaurante "El Refugio", Quilpué.
¿Ahora qué?
Nada señor. Trataba de hilvanar hechos.
Claro, puede preguntar, señor comisario, para eso se colocó aquí, pero no olvide que se
encuentra entre superiores a usted en esta clase de asuntos. ¿No le parece mejor: cauce-
camino-costumbre?
Perdón
Otra voz.
¿Qué tiempo tiene, doctor, la momia, como fiambre?
Entre 2 y 4 meses. Las condiciones físicas que la rodeaban no permiten precisar data.
Carecemos de experiencia al respecto. El plazo que le doy se basa en el proceso orgánico-
destructivo que presenta. No es muy valedero por la enorme variabilidad que existe entre
un organismo y otro y porque jamás había visto algo semejante...
Un lapso preciso hubiera sido una pista.
Sí - comentó el jefe de Homicidios -, una fecha, una hora, algo así como una señal en el
tiempo para buscar testigos. De haberlos... ¿qué les preguntaría? ¿Vio usted pasar por aquí
al hombre que se convirtió en momia?
No, señor, pero podría preguntar por un hombre de un metro 63 centímetros y 58 kilos de
peso...
Claro. Un testigo con un cartabón y una balanza ubicada a la entrada del cauce y justo en el
tiempo del descenso... Bajó, probablemente de noche, comisario. No sirve.
Perdón, señor.
Voz conocida:
Insisto en camino-costumbre desde otro punto de vista: la actitud física era, en rasgos
generales, de durmiente. No hagan chistes, esperen. Es cierto que pudieron quitarle la ropa,
pero, a juzgar por el reloj pulsera, debió ser también de muy mala calidad. Yo diría que se
acostó donde siempre y que hacía calor. El doctor Esquivel nos permite, con su plazo
mayor, ubicarnos desde fines de la primavera al verano...
Así es y será siempre en policía civil de cualquier parte del mundo: flechas, aparentemente
locas, buscando un blanco. Tanteos y balbuceos, hechos desde un oficio cierto, porque no
existe el cerebro policial capaz de verlo todo, de aclarar cualquier caso.
Otra voz, que fue tomando fuerza durante la breve exposición y que parecía vacilar:
Ese "cacharro", níquel, cuero, cobre-alambre: ese reloj pulsera ....es de pelusa.
"Reloj-pulsera-pelusa". Tres voces simples, comunes, que se incrustaron a fuego en siete
mentes policiales con dos descuentos... Por allí, por ese boquerón abierto por la lógica
sobre los casos simples iban a encaminarse los nuevos y presurosos pasos de las pesquisas.
Se mostró el "reloj de pelusa" a todos los "choros" del Puerto. Aquello fue una razzia con
fines ciertos, razzia de flecha clavada en un blanco, las únicas que se justifican.
"Los perros" (detectives en función de rastreo) cubrieron de nuevo los cuarenta y tantos
cerros porteños. "La pesca" le estaba haciendo honor a su apodo: calabozos y pasillos
estaban llenos de detenidos. El hampa firme se arrinconó durante algunos días; pero, hay
que salir a "trabajar": no se puede vivir siempre "encaletado"...
UNO SE VA DE LENGUA
El detenido Lautaro Julio Moreno Gallardo, alias "El Coquimbo", se mostró "reticente" al
"interrogatorio", casi masivo. Tenía, al parecer, "una papa" atravesada en la garganta:
transpiraba y movía los labios como los conejos hambrientos ante una zanahoria. Fue
separado del "piño".
¿Qué te pasa "Coquimbo"? Tú no eres de los muy callados.
La cosa es sencilla: tengo "julepe".
Pero aquí nadie podrá hacerte daño, excepto nosotros, por supuesto...
Una agachada de hombro del policía, a manera de disculpa, subrayó la última frase.
No sé, no estoy seguro; pero...afuera o en "canasta" me pueden "dar el bajo".
Bien. Entonces..."frisca, pelo y..."
No. "Me iré de lengua": ese reloj era del "Negro".
¿Cuál "Negro"?
El lustrabotas Benito Contreras que tenía un "lío" de faldas con el "Cojo Tiznado"...
Más que suficiente. En Santiago compararon el trozo de piel con la ficha dactiloscópica de
Benito Contreras Cisternas. Sí, él era "La momia del cauce de la Avenida Francia".
"El Tiznado" o "El Cojo de la Pat'e Fierro", Ricardo Mora Rosales, estaba en "los
pimientos" (la cárcel, se conoce con ese nombre debido a las plantas de pimientos que tiene
en el frontis) por robo, ebriedad y desorden. Le decían "El Tiznado" porque los choros le
llaman "El pat'e fierro" a los trenes y porque en la época de este crimen algunas
locomotoras se movían a carbón, maquinistas y fogoneros siempre andaban llenos de tizne
(humo, hollín). El juez Víctor Concha, enterado del asunto por César Gacitúa,, ordenó "la
libertad" de Ricardo Mora.
Afuera, entre "los pimientos"... dos manos sobre los hombros y un corto viaje en patrullera.
Una voz conocidísima y temida por el hampa rompió el silencio:
¡Cuéntame la firme sobre "El Negro Benito"!
Sabía que "los tiras", perdón, los señores detectives, me andaban buscando por ese asunto.
¿Era tan importante "El Negro Benito" que hasta los de Santiago andaban por aquí?
La misma voz anterior:
¡He dicho: al grano, "Cojo"!
Ta bien. No se enoje, don Cesita. Jue pura cuestión de curaos. La noche de Año Nuevo
"rosquiamos" frente al Velarde (teatro). Vi la serial. A la salida me tomé "dos loros" de
tinto en "El Oakland" para agarrar juerzas. Yo sabía que "El Negro" me estaba "comiendo
la color" con la "Rosa Chica". Lo busqué y lo encontré "papaya": durmiendo en el cauce
Francia. Yo le conocía, al finao, toas sus picás. Ni despertó cuando bajé por la escalera y
eso que la tapa de fierro del cauce y mi pata metieron mucho ruido con los peldaños: fierro
con fierro, usted sabe, don Cesita. Abajo, con esta misma pata le hice un "forado" en la
cabeza. ¿No sé? Murió pollo. Ni siquiera se agitó. Creo que él también estaba algo
"escabiado" (bebido).
Afuera, la luz del sol recién apagaba a las luciérnagas. La bahía, azul-blanca, mano amiga,
abría, como siempre, sus puertas al viento. Barón se estremecía al paso del primer tren
local... Atravesamos Bellavista: una ola casi nos moja las orejas y el espanto...
En el aire... un bailarín seguía y sigue haciendo piruetas y morisquetas...
Carta de un espectro
Hace algunos años aparecieron sobre mi
escritorio policial, estas páginas manuscritas (?),
cuyo origen aún no he podido establecer.
Las letras parecen haber sido hechas con la más
fina pluma de un colibrí en vuelo bajo,
entintado. El sobre tiene un lacre azul-celeste que conservo.
Inspector Cortés.
"Señor Carlos Cortés:
"Todo ser viviente empieza a morir antes de nacer; es una ley biológica inexorable
que el humano adulto trata, inútilmente, de olvidar. Por supuesto, nadie nace conociendo
tan horroroso fin; pero, a medida que crecemos física e intelectualmente, nos acomodamos
a esta verdad dura, amarga, inmodificable; si así no fuese, nadie querría vivir.
"Nos desarrollamos entre invariables fenómenos vitales-letales; unos, como el amor,
motor de vida eterna y prodigios y otros, los más, saturados de odios antiguos que visten, a
veces, el traje bermellón de la ira. Descubrimos, siendo niños, la muerte y sus formas en un
pájaro tieso y frío; en un gato de pupilas vidriosas; al pinchar un insecto o al oír el llanto de
los nuestros porque a un pariente, de cualquier manera, se le detuvo el corazón; y ya
estamos en la pista de lo que realmente somos: mortales prisioneros, por dentro y por fuera,
de signos ineludibles e indescifrables; aunque podamos advertir la lluvia en las nubes
oscuras, la primavera en el brote sin abrir del aromo de agosto, la vejez en la insinuada
arruga inicial; desilusión vital en pupilas conocidas por amadas o la belleza crepuscular del
cielo del oeste antes de iniciar la despedida de un día más-menos de nuestras conciencias
hechas a los ciclos de este pequeño, fértil y bellísimo planeta que llamamos Tierra.
"Fui sureño. Me tocó nacer aquí, junto a millones de seres parecidos a mí en sueños
y realidades. Me llamaron "Manuel", un antiguo nombre religioso. Crucé mi leve plazo
físico-vital "curioseándome" y curioseando al hombre-especie y sus haceres. Todavía, con
mi memoria vieja de espectro nuevo, recuerdo las manos de los alfareros levantando la
greda húmeda, alisando contornos, y esos fijos visualizando, cerebralmente, las formas de
los cántaros; conmigo todavía van los artífices de la piedra lapidando imágenes y cruces; y
los descalzos pisadores de uvas azules y abejas ebrias; estatuarios pescadores del mar de
Puerto Montt con las pupilas llenas de gaviotas trasnochadas y las manos, al amanecer,
rojas de sangre palpitante. Sigo unido al herrero y a su fragua de estrellas diminutas; al
buey tejiendo interminables babas largas delante de las carretas del hombre; al caballo
dormido en la colina más alta del paisaje de mi infancia; al ladrido del perro tempranero; al
olor del pan recién horneado. Entre las voces de mis sueños mortales, pastoreadas por el
cariño, salen, apiñadas, las de mi madre y mis dos tías: las distingo por francas, generosas,
por simples y querendonas en los dejos: "¡Manuel!" y dejaba los elevados nidos de los
robles, mis collares de "cuentas" de eucaliptos para correr hacia los brazos robustos y
tiernos: sabía, por el cacareo de las gallinas y por el mugir de las vacas ordeñadas, que me
esperaba, en la mesa del hule a cuadritos, una enorme taza de chocolate caliente, espeso;
tostadas, naranjas o manzanas, y tres sonrisas largas, invariables. Infancia, la voz más
honda: madre de todas mis raíces. No quería dormir para que mi vivir fuese más largo.
"En su gran ciudad, inspector, las voces son otras y vienen y van de distinta manera,
porque haceres y costumbres son diferentes: alguien o algo ha borrado casi todas las
sonrisas de los rostros multitudinarios. Esquivan la lluvia y los rayos del sol. Sólo de paso
ven la llegada de las flores; han olvidado las formas de la magnolia y el olor del jazmín.
Algunos niños, vecinos de grandes parques, suelen jugar con las hojas pirueteras del otoño;
creo que son muy escasos los santiaguinos que hayan hecho un mono de nieve con sus
propias manos. Sin infancia agreste, ruda, levantisca y libre, el hombre no tiene tesoros
internos: vive desconociendo la emoción del hallazgo personal, la de la pérdida; la
imaginación carece de la base tempranera, esa que entrega la rama de un sauce convertida
en barco de acequia; la de las hormigas, siempre desfilando, que van a almacenar el
fragmentado pan del hombre en negros o eternamente sombríos palacios subterráneos. Mi
oído, inspector, conoce la marcha de esos pasos leves y los añora: con los ojos cerrados
podía saber si la abeja era una exploradora solitaria, segura de sí o si se había extraviado de
la ruta. Aquí jamás pude charlar con un sólo pájaro ni pude seguir, por falta de tierra
agujereada, los rastros de un gusano. Ni el río corre libre. Tuve que guardar, por inútiles, mi
honda de peumo, mis anzuelos de cobre y hasta mi pequeño cuchillo de monte. Nadie
pesca, nadie caza. Lo que no pude guardar fueron mis ansias de campos abiertos, de
montañas y bosques, de ríos y mar grises, y del colegio me iba al San Cristóbal a vagar mi
dolor de niño campesino, a recordar volcanes nevados, culebras anidadas, varillas de palqui
y salmones remontando corrientes de agua fría con orillas de nácar espumoso tejidas y
destejidas por el aire.
"Me enseñaron a teorizar sobre números y lenguaje; y yo quería tener alguna
seguridad desde mí mismo: interna, auténtica, legítima, para mejor tender mis manos al
hombre. No llegué muy lejos: alguien disparó una ráfaga de plomo y estallé en plena calle,
como un globo de piel, sangre y ansias. Sé que es extrañísimo, inspector: vi caer mi cuerpo
joven, nuevo, con el hombro izquierdo destrozado. Perdí un pie calzado y la vida... como la
entendía o la estaba entendiendo. La calle no es un buen lugar para morir cuando la vida
sólo es una esperanza. Las balas me sorprendieron fumando: el humo azul se fue de mi
cuerpo y yo ascendí con él hasta una cornisa gris, cerca del techo de un edificio viejo, al
lado de una mosca seca y de una telaraña semidestruida. Podía ver, oír y oler; todavía lo
hago; sólo que no entro en relación directa con los vivos: soy un testigo incomunicado.
Echo de menos mi enorme caparazón humana con la que anduve 20 años por los caminos
del hombre y sus sueños; esa que Ud., inspector, cubrió, piadosamente, con un paño negro.
"Al verme muerto mis compañeros gritaron, lloraron, escandalizaron. Llegaron
policías uniformados y de los suyos. Alguien trajinó mis ropas y encontró mi carnet de
identidad, versos, dibujos de torcazas enamoradas. Las autoridades avisaron a mi familia
santiaguina. Hubo denuncias y publicaciones. En la mañana de un domingo enterraron mi
cuerpo: seguí el cortejo. Cerca de la tumba de mi familia hay un ciprés dormido,
empolvado, cubierto de pájaros bulliciosos. Cuando mi cadáver fue tapado por la tierra
removida ascendí hasta el árbol: tiene nidos de gorriones saltarines. Bajé y recorrí las calles
de los muertos leyendo epitafios de vivos para vivos: nadie escribe para espectros, y cuesta
vivir así, inspector, sin esperanzas humanas y esperando. Estoy desorientado: no tengo
lugar entre los vivos ni entre los muertos...
"Me describí diciéndole que puedo ver, oír y oler; en verdad, soy una "potencia"
informe, ingrávida. Todavía no me conozco bien en este estado; sin embargo, mi memoria,
archivo de lo grato, y mi juicio, que no alcanzó a formarse, parecen ser los mismos de
siempre. Supongo, dada mi total inmaterialidad, que carezco de los otros sentidos y es una
lástima, porque me sigue gustando el recuerdo de la piel y del cabello de una muchacha
española; saborear frutas agridulces y fumar al atardecer para despedirme del sol. Ya sabe
Ud. que puedo movilizarme hacia cualquier parte, pero todo me resulta conocido. Puede
que no pase de ser una memoria redonda y solamente etérea penando entre los míos.
"La razón de esta "carta espectral" es sólo una: saber si puedo comunicarme con
algún humano. Usé un moscardón verde en el que tuve que meterme para que sus patas
entintadas no fabricaran un jeroglífico. Lo elegí a Ud., inspector Cortés, porque conoce la
piedad y tiene práctica de muerte y experiencia vital suficiente como para no llegar al
espanto. En mi nuevo estado tengo algunos problemas: el perro de mi hermano, cuando me
acerco a la que fue mi casa, ladra desesperadamente y gime; el canario deja de cantar y el
gato blanco se eriza y huye hacia los techos vecinos. Sé que mi hermano -puedo leer sus
pensamientos y comprender el origen de sus emociones- se acerca a la verdad porque nos
parecemos por dentro y por fuera. Si me alejo de esta casa voy a seguir sufriendo "en
muerte". Aconséjeme. -Manuel.
LA RESPUESTA
"Manuel, aléjese de sus familiares santiaguinos. Váyase al sur, a ese paisaje que
tanto conoce. "Viva" con su madre y sus tías "... tan simples y querendonas". Creo que a
ellas no va a asustarlas el espíritu rondón del hijo-sobrino que tanto quisieron.
"No tengo "práctica de muerte"; sólo me he limitado a pesquisar algunos de los
crímenes del hombre: el suyo, por ejemplo. El autor, un pobre muchacho desquiciado por
la violencia política, se suicidó, colgándose, el mismo día de los hechos.- Cortés.
Dejé el recado encima del escritorio, dentro del sobre de lacre azul-celeste,
suponiendo que en el mundo de lo paranormal algunas de nuestras costumbres son
conocidas, ya que así, al menos, lo dejaba entrever la increíble carta de Manuel.
Treinta días más tarde encontré otra nota "del moscardón":
"Estoy jugando con los vientos del sur: separando nubes, uniéndolas, bajándolas o
elevándolas; empujando barcos, anillando el humo de las chimeneas, desnudando alerces.
Ayer peinamos las playas de Pelluco y de tanto agitar las aguas despertamos a las otras
moradas de Chinquío. Todas las tardes galopo sobre el caballo de la colina; a más de un
salmón-hembra he acompañado a desovar en elevadas y frías aguas parlanchinas. Según me
explicó mi espectro-guía, otra vez estoy en la infancia: soy algo así como un fantasma
recién nacido. ¿Qué le parece, inspector? Cuando crezca en el hacer útil y orille la belleza y
la verdad, me asignarán un humano-creador y con él viviré. Mi guía me ha mostrado a un
hombre maduro, fabricante de espuelas, y he visto a su espectro-ayudante purificando plata
derretida, obligando al viento a entrar en el gastado fuelle, acentuando o atenuando los
golpes del martillo; otros espectros-niños trabajan con guitarreros, volantineros, albañiles,
carpinteros, campesinos; uno que trabaja para una ordeñadora vieja, casi inválida, va a
buscar una vaca negra a los pastizales de Los Muermos y la trae, a la oración, tocando,
asordinadamente, su enorme campana de leche. Los espectros adultos están unidos a
poetas, pintores, investigadores. Sueño con guiar manos de un constructor de veleros.
"Gracias, inspector. Mi madre y mis tías me recuerdan en viva voz y suelo meterme
entre sus realidades y esfuerzos sencillos. Todavía es poco lo que puedo hacer por ellas.
"Vine en una nube desde Angelmó: es una nube negra que me está esperando sobre
el techo de su cuartel. La vi nacer entre mariscos y lanchones, entre carretones acuáticos y
pintores. Tenía que dejarle este recado, decirle que no podré -consejo de mi guía- volver a
comunicarme con Ud. ni con humano alguno, exceptuando las 3 mujeres de mi sangre para
las que no he muerto.
"Estoy estudiando Felicidad para humanos. Los espectros tenemos una escuela en
una isla chilota deshabitada. En la última clase me enseñaron que no se encuentra en los
instintos ni en los sentidos: hay que buscarla en la inteligencia y vestirla con el ánimo de
humana utilidad. Es un ramo alegre que vuela entre el juicio alto y la memoria. Todo
cambia, inspector, lo sé ahora, en el principio de otra metamorfosis: lo eterno, tan huidizo
para el humano, está en todas partes. La peor vigilia no pasa de ser la mala interpretación
de un sueño con los ojos abiertos. Alguien hizo a los espectros invisibles para que
pudiéramos ver.
"No quiero dejarlo triste en su vida entre crímenes y criminales. Ayer, en la mañana,
mi madre dijo:
"-Dominga -se refería a la menor de mis tías-, dile a Lucrecia -la mayor de las tres
hermanas- que ponga la taza de Manuel en la mesa y que la llene de chocolate espeso y
caliente, tostadas y un poco de dulce de manzanas verdes, agridulces.
"-¿Crees, Rosa, que beberá o comerá?
"-No; pero, de algún modo debemos decirle que lo seguimos queriendo.
"-¿Por qué, hermana?
"-Ultimamente, desde hace un mes o algo así, otro es el espíritu de nosotras:
cantamos con frecuencia y nos reímos del viento trajinante y bromista...
"Ay, inspector, sé que su vanidad lo hará feliz: por su consejo ya no soy un espectro
atormentado: soy un recuerdo querido y lo sé: lo vivo. Es el amor, que no ocupa lugar ni
envejece, una buena ruta hasta para espectros. Nadie puede perderse en ella: es la más tibia
y luminosa centella de todo tránsito vital. Con ellas -chispas efímeras-, con la suma total de
los que amaron y aman, se está formando el sol íntimo de los humanos. Adiós".
El 7 de Diamante
LA PESQUISA
La casa del doctor Rodríguez estaba llena de gente. Mario, el hijo mayor, se acercó
llorando:
-Es inexplicable. Está en el baño del 2º piso. Le dejó este papel.
Decía, con letra manuscrita, tinta roja: "Cortés, no creas en suicidio. Un médico
como yo y la locura no calzan. Tú sabes quién fue".
Subió afirmándose en las barandas. El cadáver del doctor Rodríguez colgaba de la
cañería de la ducha. Se volvió hacia el muchacho:
-¿A que hora?
-Mi madre lo encontró hace unos 30 minutos. Gritó y todos subimos. No la
interrogue: está shockeada.
-No. Llama a la Brigada de Homicidios. Dile a los guardias lo que ha ocurrido para
que se constituyan aquí. Después quédate vigilando esta puerta para que nadie golpee.
Cerró por dentro y se dedicó a mirar el piso, las paredes, el fondo y los lados de la
tina. Ascendió desde los zapatos al cuello y volvió a descender: no miraba, rezaba. Se
detuvo en las limpias manos del cadáver; en la lazada corta hecha con el cordón de una bata
de baño. No vio irregularidad alguna: el surco del cuello correspondía al vínculo.
Rodríguez se había mordido la lengua. Sacó su lupa y volvió a mirar esas largas manos de
dedos finos: "Ni un golpe, ni un rastro, ni un pequeño indicio del pájaro enlutado". Dejó de
pensar cuando lo llamaron sus hombres a través de la puerta:
-Listos, inspector.
Abrió:
-Hagan lo de siempre sin economizar fotos.
El doctor Esquivel examinó el cadáver de su colega con minuciosidad exagerada y
respeto. Preguntó:
-¿Qué crees, Cortés?
-Nada. Mi cerebro se niega a pensar. Parte de la vida profesional de Rodríguez la
atravesamos juntos; pero en los últimos días y en especial durante su muerte, se separó de
todo lo que es humano.
-No te entiendo.
-El cordón que tiene atado al cuello es de lana, ¿cierto?
-Sí.
-En sus manos no hay una sola hebra. No tiene 40 minutos de muerto y su rostro se
parece al de un cadáver viejo, cercano al año.
-Puede ser una cianosis precoz.
-En su estómago hay una raya blanca y larga, parece cicatriz operatoria y Rodríguez
jamás fue operado.
-¡Tú sabes lo que pasó aquí! ¡Dímelo!
-¿Aquí? Es un adverbio demasiado grande que incluye un hospital, una operación
quirúrgica, una esquina de la calle Meiggs, una tumba abierta hoy en el Cementerio General
y este suicidio incalificable. No me interrogues, doctor, podría decirte que el homicida del
doctor Rodríguez, un pájaro con kimono, no lo detendrá ningún policía de este mundo...
-¡Estás loco! ¿Cómo puedes suponer acto de tercero?
-Los muertos me están enseñando un lenguaje que corresponde a otra realidad.
-Te afectó, Cortés, este suicidio típico. Es natural: eran amigos.
-Sí, doctor, sí. Lee este papel: él murió pensando como yo...
LOS HECHOS.
Cuando 2 hombres caminan juntos, unidos por la idea del asesinato y van -decidido
el momento, lugar y cómo- hacia el crimen, ni "Mandrake", el mago, puede saberlo.
Externamente son iguales a los millones de asesinos potenciales: iguales a cualquier
humano.
Atravesaron la plaza con cierta excitación controlada; pero, a medianoche, flechas
rojas sobre el taxi-presa-chofer, elegido con anterioridad, sólo parecían lo que no eran: 2
pasajeros con algún apuro. Ocuparon el taxi de Arenas porque estaba bien cuidado y porque
el chofer era viejo, enfermizo. Lo seleccionaron después de un largo examen: dos horas
mirando vehículos y choferes. Despertaron al chofer:
-¡Retén de Carabineros de Santa Rosa de Huechuraba!
Una carrera larga, sin duda, la más larga de todas.
Frente al retén la misma voz ordenó:
-A la derecha, amigo. ¡Pare!
Camino de tierra: justo el inciso 12 del artículo 12 del Código Penal: "... de noche y
en despoblado". Un agravante más.
Lo estrangularon desde atrás... usando un cordel, el mismo que vería el detective
Oliva flotando sobre las aguas. Le robaron 240 pesos y la documentación. Le ataron una
piedra al cuello y lo lanzaron a las aguas del canal. Los 2 asesinos conocían esas tierras: el
padre había sido administrador del fundo Santa Rosa, y por allí, entre hondazos y pájaros
muertos, habían estirado sus primeros años. Con un desmontador sacaron, violentamente, el
taxímetro y también lo arrojaron al agua. Cambiaron la patente por una nueva, del día, y
regresaron a Santiago. Los álamos, un sauce, 7 guarenes, algunas estrellas y el agua lenta,
no testificaron.
Uno de los asesinos recibió, del otro, 5 mil pesos y se quedó entre los prostíbulos y
la madrugada del barrio Matadero. El otro, el jefe "generoso", siguió hacia el sur:
necesitaba el auto para su luna de miel. Era técnico Agrícola y Presidente de la Juventud
Conservadora de Peumo. Poseía un camión. Casó 48 horas después del crimen, sonriendo,
vestido de smoking y con una flor blanca en el ojal, con A. A., de 17 años de edad.
Un asesino excepcionalmente frío, hábil, certero. Dueño de una idea global,
clarísima, sobre las debilidades del hombre y sus instituciones.
Entre el 21 y el 31 de octubre de 1947, en el taller mecánico de la Casa Ford, San
Martín 231, Rancagua, ordenó reparar "su automóvil": cambió de parabrisas,
desabolladuras, funda para los respaldos, nuevos pisos de gomas y pintura azul, completa.
Pagó $ 9.956. El Ford era otro.
EPILOGO DE UN ALUCINAMIENTO
El 23 de febrero de 1949 se creó la Brigada de Homicidios, integrada por
criminalísticos y detectives. Ya era posible, en investigaciones criminales, pensar y actuar
de acuerdo con todas las ciencias y técnicas que se interrelacionan con la pesquisa.
Empezaron a usarse medidas elementales de Criminalística: los investigadores ya no
superponían, en los sitios de los sucesos, sus propias huellas sobre las huellas de criminales
ni para caminar ni para asir objetos; se inició el resguardo de los lugares; a todo hecho
criminal, contra personas, concurría un médico examinador. Las huellas eran levantadas sin
deterioros. Se empezaba a comprender que un cabello puede ser determinante de identidad.
César Gacitúa, uno de los grandes policías de este país, se hizo cargo de la
Prefectura de Santiago. Con él los técnicos podían hablar de estrellas indiciarias, de
"huellas calientes", de Poe.
En simple papel blanco engomado se confeccionaron 200 estampillas numeradas,
timbradas, que llevaban la nerviosa firma del ex oficial de Laboratorio de Policía Técnica.
Se dio comienzo a la revisión de los motores de los automóviles en busca del numerado
184.444.313. Cuando se revisaba el Nº 31, tercer día del ensayo, el detective Celindo
Fuentes, de la B. H., dijo, telefónicamente a sus compañeros de guardia:
-Aquí, Plaza Argentina, está el automóvil de Arenas.
Todo empezó a deslizarse por un tobogán: Onofre Quiroz, último chofer del taxi de
la muerte, indicó a Juan Palacios como dueño del taxi. Palacios probó haberlo comprado a
Luis Quinteros y éste, documentadamente, estableció que el auto se lo había vendido
Fernando Jerez. El negocio se había efectuado el 21 de noviembre de 1947, en Paine.
Quinteros le había pagado ochenta mil pesos a Jerez.
En el libro de patentes, de la Municipalidad de Paine, aparecían las anotaciones
correspondientes a la transferencia, el nombre completo del vendedor y su domicilio, fundo
Pencahue, Peumo. La anotación de la página 204 marcaba una fecha inolvidable para los
policías santiaguinos: 24 de abril de 1947: un tal José Montenegro Ramírez, sin domicilio,
vendía a Fernando Jerez, un automóvil Ford, 1938. La fecha era un grito: ¡premeditación!,
escrita con llamaradas y olor a azufre. "Montenegro", una moneda de plomo.
El empleado que hizo las transferencias, Jorge Ulloa Ortiz, contador titulado,
inspector de patentes de esa municipalidad, fue interrogado:
-Fernando Jerez me dio mil pesos, el mismo día del crimen, para que le otorgara
padrón y patente ilegales.
César Gacitúa "entrevistó" a Jerez -29 años, casado, 2 hijos, un metro ochenta y seis
de estatura, fuerte, sano.
-¿A quién compró Ud. el automóvil que le vendió a Quinteros?
-A Jose Montenegro. Puedo probarlo.
El gato y el ratón:
-¿Cómo es Montenegro, si es que vive?
El preguntador era una piedra facial con pequeños ojos oscuros, de mirar
controlado, fijo cortante. La voz: roncas saetas aguzadas en un oficio duro, afiebrante.
No hubo respuesta oral: sólo nerviosidad, tartamudeos.
-Ya hablamos con Jorge Ulloa. Vimos los libros. ¿Quién iba contigo cuando
asesinaron al chofer Arenas?
El gigante ya era un enano interno. Con voz de niño, dijo:
-Mi hermano menor, Juan.
Aprehensor y detenido pasaron frente a la iglesia de Peumo. Desde un grupo de
gente sencilla salió una voz campesina:
-Nosotros rezaremos, don Fernando, para que Dios lo ayude a probar su inocencia...
El campanero de la muerte
De las Memorias del Inspector Cortés
Alguien había asesinado a un cabo del Regimiento Andino, de Calama, de una sola
y limpia puñalada en la espalda. Crimen nocturno, perpetrado en el callejón paralelo a la
línea del ferrocarril. El cabo era soltero, chillanejo. Según sus compañeros: "Andaba de
farra con el dinero de la venta de una montura de huaso".
El gordo y viejo detective 1º, Domingo Duque, anotaba los datos civiles y militares
del occiso, que le dictaba el mayor Raúl Valdivieso, comandante del regimiento; mientras
el detective 3º, Carlos Cortés, observaba cadáver y alrededores acurrucándose aquí y allá:
parecía un largo y musculoso moscardón azul, de ojos pardos y cabellos oscuros,
ensortijados. Casi a ras del suelo soplaba el polvo fino haciendo aparecer, como los magos,
redondos y alargados "rubíes" sanguíneos. El jefe, subinspector Julio Olea, lo miraba
moviendo negativamente la cabeza. Los curiosos, -en Calama los crímenes son escasos-, en
gran número, guardaban silencio, más que por el muerto, por el extraño oficio de un
hombre: Cortés casi desnudó al occiso, le levantó la guerrera y la camiseta de hilo blanco;
le bajó los pantalones, le revisó nariz, dientes, labios; le tomó las manos y mirando los
dedos índice y pulgar izquierdo, gustó algo incoloro, impreciso.
-¿Qué busca Ud.? -preguntó el mayor-. Hay que guardar algunas consideraciones
con los muertos.
-Sí, señor. Lo sé; pero mi oficio es cazar criminales y trato de saber lo que aquí
ocurrió.
-¿Cómo? ¿Jugando con cadáveres?
-Aprendiendo a atar estrellas con gusanos; desnudo los hechos hasta quedarme con
el espíritu invisible de la verdad.
Le arregló, como pudo, las ropas "al fiambre", no sin antes volver a examinar las
suelas de los bototos.
-¿Y, Cortés? -inquirió el subinspector.
-El homicida usaba ojetas, supongo que todavía las usa; son viejas, las gomas están
gastadas, casi lisas. Diría, por la línea de marcha, que estaba ebrio, enfermo, alteradísimo:
pasos vacilantes...
-¿Cómo sabes que esas pisadas corresponden al criminal?
-Hay pisadas con y sin sangre. En otras palabras: tiempos anteriores al crimen, del
crimen y posteriores. Algunas, las del tramo sur, aparecen a la derecha y paralelas a las de
los bototos: diría que si víctima y victimario no eran amigos, sí eran conocidos.
-Puede ser coincidencia, el tiempo se te escapa.
-Las pisadas con y sin sangre, jefe, determinan lugar y tiempo del delito. Aquí se
juntaron en lucha que terminó en muerte. En las pisadas del sur no existen huellas
superpuestas ni de bototos sobre ojotas ni de éstas sobre aquellos. ¿No le parece raro desde
su punto de vista?
-¿Por qué soplaste?
-El polvo no adhiere en la sangre fresca. La hemoglobina siempre espera por los
investigadores que la conocen.
-Bien. Sigue -fraseo de jefe jerárquico a subalterno inalcanzable.
-Las pisadas se pierden gradualmente en el asfalto. Se dirigió hacia el oeste, hacia la
ciudad. El arma es, por los bordes de ropa y piel, una daga angosta, de filo mellado. Penetró
de arriba hacia abajo, 12 centímetros aproximadamente en el pulmón derecho.
-¿Cómo sabes la profundidad?
-Introduje en la herida parte de esta huincha metálica...
-¡Siempre te extralimitas!
-Sí, señor, porque los criminales llegan aún más lejos. Este cadáver mide un metro
setenta, lo que permite concluir que el autor es alto, diestro y fuerte. Es diestro, jefe, para
evitarle preguntas, porque la herida está inmediatamente debajo del omóplato derecho,
inclinada de izquierda a derecha. El cabo tenía el brazo derecho en alto: el arma entró en la
cavidad.
-El asesino pudo atacarlo de frente...
-Sí, jefe. Así lo hizo. Pelearon. La sangre que aparece sobre las pisadas no es del
muerto y es la misma que mancha el hombro izquierdo de la guerrera. Creo que el homicida
o asesino tiene rota la nariz: el goteo es alto, libre, lo marcan las radiaciones. La nariz es un
órgano rico en vasos sanguíneos, que al ser rotos encuentran libremente la gravedad. Está
fuera del angulaje cautivo de los otros...
El mayor Valdivieso rompió el "diálogo" (?) policial:
-¿Qué cree Ud., señor Cortés, que ocurrió aquí? Dígame lo que sea.
¿Homosexualismo?
-No, mayor. No hay rastro de semen, materias fecales ni siquiera de orines, que a
veces concurren en las muertes violentas. Cinturón, pantalones, camiseta, marrueco y
calzoncillos, estaban limpios y en orden. Creo en una riña, señor. Riña de ebrios.
-Gracias. ¿Muerte rápida?
-El pulmón derecho perforado de arriba abajo, probablemente atravesado, produce
agonías cortas.
El juez García Pica ordenó el levantamiento del cadáver y examen. El doctor
Glasinovich, acuciosamente, señaló, como causa de muerte: "doble perforación pulmonar
derecha". El subinspector ordenó rondas, más allá de la noche y de los atardeceres, en
prostíbulos, bares, pensiones, hoteles baratos. Los cuatro detectives de la unidad calameña
se acostumbraron a conversar mirando pies.
Valdivieso fue varias veces al cuartel policial. Seguía el rumbo de las pesquisas y le
gustaba conversar con Cortés y hasta solía acompañarlo, vestido de civil, en la inútil
búsqueda del sospechoso de las ojotas gastadas. Se hicieron amigos. En un bar, bebiendo
cerveza, preguntó:
-¿Qué harías de ser tú el jefe de esta pesquisa?
-¿Fuiste amigo del cabo Adolfo Rojas?
-No. Te vi trabajar ese sitio del ferrocarril...
-¡Cuidado, mayor! Si te agarran los signos de la Criminalística jamás te soltaran.
-¿Qué son? ¿Qué es?
-Señales de las causas...de los fenómenos conductuales. Cualquier conducta,
incluyendo la cerebral, la astral, la microscópica. Una pequeña interciencia que debe ser
usada con frialdad de misionero tibetano y la ética de Séneca.
-¡Ufa! ¡Contesta!
-Ya es tarde. Esa nariz está deshinchada, esas ropas deben estar limpias de sangre.
Además, Raúl, tengo dudas: no sé si fue homicidio o asesinato el de tu cabo. El dinero,
fuerte suma, no fue tocado; el anillo de oro, el reloj pulsera, todo estaba en su sitio;
indicarían riña; pero no calza con ojotas. Ojota es sur, campo, valle.
-No, Carlos, también es norte y este: Perú, Bolivia y Argentina.
-Sí, tienes razón geográfica, fluvial; pero siempre hablan de pobreza, de necesidad.
Daga y ojota tampoco andan juntas: es una arma antigua, cara y no era del cabo...
-¿Qué harías? ¡Dilo! El caso te tiene agarrado...
-Con una foto ampliada de la cara del finado hubiera recorrido todos los negocios de
alcoholes, clandestinos o no, cercanos a la estación. Un cabo y un ojotudo juntos forman
una pareja inolvidable.
-¿Por qué, Carlos?
-Ambos habían bebido vino y anís o anisete...
-No se pueden diferenciar por el olor los...
-Yo no hablo de olores, hablo de manchas: el cabo, que era zurdo, tenía pringosos y
dulces los dedos índice y pulgar izquierdos.
-Nada de esto dijiste en el callejón.
-Lo sé. No me llevo bien con mi jefe porque sólo conoce reglamentos y el arte de
pesquisar no admite órdenes.
-Lo arreglaré, muchacho. Soy amigo de Olea y él sabe que yo puedo llegar muy
arriba.
Con la foto ampliada recorrieron, de noche, los lugares donde el alcohol se consume
con o sin permiso municipal. Un boliviano recordó, "ayudado" por Cortés, a la pareja de
bebedores:
-¿Era boliviano el civil?
-¡No! ¡No! Blanco, chileno o argentino. Hablaba lengua rara.
-¿Conoces el sur de Chile?
-¡No! Antofagasta no más...
-Habla, indiecito, porque no tienes permiso para vender. ¿Cómo era el civil?
-Saltaba. Saltaba como un mono y reía. Reía y lloraba.
-¿Cómo era el trato con el cabo?
-No te entiendo.
-¿De Ud. o de tú?
-Como toda la gente por estas tierras, de tú. El cabo pagó todo.
-¿Es el indio más alto que yo, como el mayor o como tú?
-Como yo. Tu eres alto y el mayor grande.
-¿Dientes? ¿Cómo eran? ¿La piel?
El boliviano se rascó la cara. Temblaba de ira. Dejó pasar su nublado mental y dijo:
-¡Blancos! ¡Blancos!
-¡La piel, indio! ¿La mía o la tuya?
-No recuerdo. Saltaba. ¿Me dejarán vender?
Salieron a la calle a pisar sombras, a ver estrellas nítidas:
-Creo que es un boliviano mascador de coca.
-¿Por qué?
-Demasiada energía. El indio del chinchel lo recuerda todo, menos el color de la piel
de su compatriota. Lo buscaremos en Chiuchiu, Toconce, San Pedro, Toconao. Un hombre
que salta y ríe, borracho, loco o drogado, debe ser fácil de hallar. El sabe que aquí hay
policías y por eso descarté Chuqui, las oficinas salitreras, Pisagua.
-Iremos en mi auto. Le avisaré a Olea. No me gusta el desierto alto porque he hecho
demasiadas maniobras en las cumbres.
En horas de la mañana entraron en el reino del silencio, donde los días tienen el rojo
color del fuego cercano y las noches el penetrante frío montañés. La palabra extensión es
corta para abarcar la soledad: lomas azules, verdes, grises, ocres, llenas de costras vítreas,
duras; rocas fantasmales desgarrándose sobre un suelo calcinado, salobre, azufrado, áspero,
cobrizo. Se siente el peso del cielo siempre azul o lleno de estrellas de banderas. El hombre
comprende que la vida es un milagro.
No lo encontraron en San Pedro de Atacama y siguieron a Toconao: un pueblo
construido con piedras volcánicas labradas, ladrillos, adobes; metido en un valle bajo
rodeando un río pequeño, de aguas claras, mago de la vegetación y de la esperanza. Un
camino para ir y volver. Habitantes morenos, casi mudos, pobrísimos y perros flacos. Una
iglesia alta, centenaria, de crema seca, con ventanales largos y desnudos por donde se
cuelan el sol y el viento a dorar y a tañer una campana visible, asomada a la vida mínima.
EL ENCUENTRO.
LA VIUDA.
Alta, casi gordita, ojerosa. Una piel de almendra cubierta por una transparente blusa
oscura: Venus de luto. No caminaba: se deslizaba. Sus brazos y sus manos siempre estaban
moviéndose con armonía, como siguiendo una música interna y suave. Mientras el juez
Ramos hacía las preguntas de rigor, Maturana miraba paredes y lámparas, cortinas y
alfombras, muebles, buscando el viejo espíritu que casi todos los muertos dejan en sus
moradas. Lo encontró entre dibujos de árboles enlutados, en una acuarela gris de barcos
lejanos; en grabados de caminos abiertos, en la estilizada cabeza de su mujer dibujada con
tinta china... La voz del juez decía:
-¿Qué fue lo que comió su esposo?
-Lo de siempre: ensalada, algo de pollo, frutas.
-Algo que le causara la muerte, señora. ¡Ud. tiene que saberlo!
Pareció no oír. Movió la cabeza como torcaza en manos de un rudo cazador.
Vacilando, dijo:
-Pasteles. Sí. Pasteles. Un "borrachito", de esos que tienen crema...
-¿Le quedan?
-No. Pham se los llevó. Los había comprado, así lo dijo, en "La Isleña". Los fue a
devolver porque tenían sabor amargo.
-¿Quién es Pham?
-Un amigo mío. Pham Van Loc. Trabaja en el consulado de Francia.
Maturana dejó los grabados para preguntar:
-¿Dónde vive su amigo?
-Al final de la Avenida Macul: un bungalow con antejardín lleno de bambúes y
cortinas verdes.
-¿Sabe su amigo -siguió el magistrado- que Charles murió?
Parecía no oír. Movió la cabeza y secó sus lágrimas nuevas con un pañuelo blanco,
pequeño.
-¡Señora!
-No regresó y no ha venido.
-Ud. no hizo caso alguno a la receta urgente del doctor Callejas. ¿Por qué?
-Estaba y estoy muy nerviosa, señor juez...
Maturana se acercó diciendo:
-Háganos el favor de relatar los hechos ocurridos ayer.
Lucía Cassenove miró a sus 2 espectadores y tomó asiento:
-Cerca de las 19 horas llegó Pham, que solía visitarnos con frecuencia. Días antes
nos había prometido traernos unos pasteles. Yo me encontraba sentada en este sillón,
leyendo. Charles dibujaba en el cuaderno que Ud., comisario, examinó. Vi el pequeño
paquete blanco que traía nuestro amigo y por la forma rectangular de la base supuse que
eran los pasteles prometidos. Pham abrió el paquete. Traje unos platillos, cucharitas y serví
una copa de licor. Repentinamente, mi esposo se llevó las manos a la garganta diciéndome
que se sentía sofocado, que el pastel estaba amargo. Pálido entró en convulsiones, y cayó
allí, al lado de la silla, casi debajo de la mesa del comedor. Me asusté...
-¿Comió Ud.? ¿Comió Pham?
-No. Yo no comí, comisario. Todo fue muy rápido. Ignoro si el indochino comió o
no. Recuerdo que al ver a mi esposo en el suelo tomó los pasteles y salió corriendo hacia la
calle...
-¡Es una versión clásica de asesinato!
-¡Cállate, Ventura! -gritó el juez-. No adelantes juicios. Todavía no tenemos el
informe de autopsia.
-Perdona, juez. Te veré en el tribunal. Voy a detener al indochino antes que escape.
PHAM
La noche del 24 de febrero el juez Ramos recibió el informe dado por los médicos
del Instituto Médico Legal sobre la necropsia practicada al cadáver del grabador francés:
"Tuberculosis en último grado". Ni una sola palabra sobre estricnina. Maturana, que seguía
tras la pista del escurridísimo indochino, porque tenía poderosas razones criminalísticas
para hacerlo, fue encarado por el juez. Manifestó: "Nada impide que un tuberculoso sea
asesinado. El que no hayan aparecido demostraciones de intoxicación en el organismo de
De Wite, puede deberse a que la estricnina no es un tóxico determinable con facilidad. Los
legistas -agregó- no han oído al doctor Callejas, no conocen el sitio del hecho, no han visto
ni oído a Lucía; ni siquiera saben de la existencia de Dagnino y de Pham tienen una idea
leída".
Para aclarar dudas, el juez Ramos envió las vísceras de De Wite al Instituto de
Higiene para que los expertos practicaran un examen expreso: búsqueda de estricnina. El
Departamento de Química informó: "Las vísceras contienen estricnina en gran cantidad".
Conocido el resultado pericial, Lucía Cassenove declaró a los periodistas: "Mi
esposo, apenas comió el primer trozo de pastel, señaló a Pham Van Loc como su
envenenador. Se lo dije a todo el mundo: nadie me hizo caso. Ese hombre, que logró
fugarse desde las mismas manos de la policía, es el asesino".
OPINION PUBLICA.
CAPTURA Y CONFESION.
En la tarde del lunes 28 de febrero una delgada y nerviosa mujer morena descendió
de un taxi en la misma puerta del 2º Juzgado del Crimen. Dos detectives de Maturana, de
guardia en el tribunal, encontraron sospechosísimos sus andares, ademanes, físico y
vestimentas. La detuvieron y se la llevaron al comisario. Maturana alegremente dijo:
-¿Pregunto yo o cuentas tú, chinito?
-Charles de Wite sabía que estaba viviendo el final de sus días. Era francés,
comisario. Usted no podrá entender...
-No lo creas, chinito: estudié en la Sureté Judiciaire; también soy abogado, colega.
¡Sigue!
-Es el viejo triángulo. Creo que pensaba en mí como amante de Lucía; siempre me
dio dinero; su casa era mi casa. Lucía, piadosa, resignada, cuando me conoció, amor tardío,
se convirtió en volcán. Ella planteó la necesidad de apresurar la muerte de Charles. Me
obligó a prometerle la desaparición, de cualquier manera, de Georgette, mi esposa. El
nuestro iba a ser un amor sobre cadáveres de cónyuges. Me dio un sobre que contenía una
dosis mortal de estricnina...
-Párate, chinito. Llamaré a la viuda.
En el careo las voces de los amantes llegaron al techo del cuartel... en el rojo juego
de las acusaciones mutuas y las negaciones.
-Ay, Lucía, estábamos de acuerdo en efectuar ese sábado una reunión de muerte.
Todavía ignoro por qué me desobedeció Georgette. Pero tú fuiste la instigadora. Yo no
tengo la culpa del miedo que te dio la agonía de Charles. Tengo tus cartas.
Lucía perdió el color, enmudeció y terminó aceptando haberle escrito a Pham "más
de una carta amorosa".
Maturana detuvo el diálogo y llamó a Georgette. Dijo:
-Defiendo a mi esposo de esta vieja bruja. Después del crimen y de la fuga de mi
esposo, quemé las cartas: no quería publicidad.
-¿Cómo supo lo que las cartas decían?
-Mi esposo me las leyó y me las entregó para que las guardara.
-Eres una estúpida, Georgette. Estamos perdidos.
-¡Tú eres un miserable puerco oriental! -gritó Lucía.
CONDENA Y LIBERTAD.
Este viejo asesinato atrae, subyuga, oprime , y no pasa de ser, como ocurre siempre,
la atormentada historia de la vida y muerte de un hombre. En él juegan factores que aún
perviven: la credulidad infinita de nuestro pueblo y la locura mayor de los grandes
criminales. En el plano individual la intervención providencial del joven Otto Izacovich, su
memoria extraordinaria y su claro sentido social; los "chispazos" geniales del juez Bianchi;
la ciencia del doctor Germán Valenzuela Basterrica; y una verdad dolorosa, extraída de los
archivos policiales, del oficio: los crímenes que más hondamente han estremecido a los
chilenos han sido cometidos por extranjeros: Dubois, Becker, Phan Van Loc, Haebig, Etc.
Ha sido denominado "El crimen del canciller", "El crimen del canciller de la
Legación de Alemania", etc. El sustantivo "canciller" viene del griego "kigklis": reja,
celosía, verja; pasó al latín como "cancer", "cancellis", significando lo mismo que la voz
helénica; pero en "cancellarius" cambia a: ujier, portero, escribiente, copista. En castellano:
cancerbero: portero brutal; cancela: reja de una casa. En alguna época significó: guardián
de los sellos reales. Suele significar: magistrado supremo, ministro de Relaciones
Exteriores, jefe o presidente de gobierno. En el caso que nos preocupa, el "canciller"
Guillermo Becker, era un empleado inferior o vicecónsul: escribiente. Si uno lee:
"Guillermo Becker, canciller", piensa -a pesar de lo mucho que lo baja la voz "legación"-
equivocadamente porque el engorroso sustantivo, de larga vida semántica, todavía no se
asienta y nos hace pensar en autoridades decisivas, esas que tienen o deben tener íntimas
estructuras axiológicas evidenciadas en el hacer del gobernante el mejor servicio de su
pueblo.
EL PERSONAJE.
LA ENCRUCIJADA.
Había conocido el poder económico de Woener, hecho, como todo lo duradero, tramo a
tramo, día a día; la fuerza de la vieja cultura de los jesuitas, que radica en la suma global de
los milagrosos minutos del trabajo incesante unida a la mejor razón; el amor primerizo y
limpio de Natalia: el dolor de perder a su primer y único hijo legítimo; patrones, obreros y
empleados distintos que, de uno u otro modo, fueron esculpiéndose inútilmente el alma con
la pícara, refranesca filosofía criolla. Lejos, como fantasmal telón de fondo, en el que
rebotaban todos sus fracasos, el largo y exitoso esfuerzo de su padre. Iba a cumplir 16 años
en este país abierto, siestero, nuevo, simple y se sabía hundido. Vivía soñando con una
riqueza huidiza, con un golpe de suerte que lo convirtiera en poderoso. Se torturaba entre
expansiones imaginarias y restricciones reales, crueles: una cuerda tensa que terminaría
cortándose. Estaba en la encrucijada que casi todo ser normal conoce y de la que
únicamente se sale llegando a comprender que el destino humano es ineluctable: lo bueno y
lo malo, por cercanos y nuestros, hasta aquí convivientes eternos, pueden y deben ser
modificados, transformándose en útiles; pero, mientras así no lo entendamos, seguiremos
hondamente preocupados de crímenes: víctimas y victimarios creados por una lesa
sociedad. Lo ineluctable es sólo la condición mortal. El crimen ha sido y es la más dura,
antigua y clara lección diaria y múltiple de un error social universalizado, petrificado.
Becker tuvo todo lo que un niño o adolescente puede necesitar para vivir normalmente en
cualquier sociedad: nace y se educa en uno de los países más desarrollados del mundo;
padre rico y trabajador. No le gustaron las posibilidades de Alemania. Antes de entrar al
crimen veámoslo de otro modo: ¿Fue alguna vez normal? ¿Cuándo? ¿En 1889? ¿Antes?
Este hombre se quebró de niño y sus trizaduras no fueron advertidas. Aquí manifestó su
inestabilidad paso a paso: no respeta el orden social de los alemanes de Valdivia ni sus
compromisos más serios; no fue de su agrado ni una ni otra religión; no le parece bien la
agricultura y la deja. Sólo permanece fiel a Natalia, a la que piensa dejar "viuda". Ya es un
insatisfecho: un endemoniado más viviendo y muriendo entre la realidad y la fantasía. Su
"yo" desorganizado camina rápidamente hacia la desintegración conductual: la locura.
Vuelve a acercarse a los alemanes y se entrevista con el barón Von Hans Bodman, ministro
de Alemania en Chile y lo hechiza. Becker se convierte en lo que el diplomático espera de
él al nombrarlo empleado de la Legación: puntual, acucioso, serio, digno. Es sólo un
representación, porque tiene una motivación más profunda: realizar sus sueños de riqueza.
A los pocos meses es nombrado "canciller" y está, a corta distancia, del mundo de las
condecoraciones otorgadas, generalmente, por compromiso o reciprocidad, de las comidas
de "gala" externa, de los uniformes con entorchados y brillantes tricornios de seda; está,
además, al servicio de un noble y del Imperio alemán.
EL CRIMEN.
Concibe su "Chef d'oeuvre" criminal al ver y tratar a Exequiel Tapia, mozo de la Legación:
cándido, bueno como un niño: Sí, puede ocupar su lugar como cadáver: las cenizas no
marcan diferencias de ninguna clase. Consume un año planificando detalles: ver dinero
suficiente para su ambición en la caja de caudales de la Legación; conocer un poco más al
barón y su caligrafía; gobernar a Tapia con propinas y regalos. Sabe que intentará engañar a
todo un pueblo y a sus compatriotas: debe obtener del gobierno chileno una pensión para su
propia "viuda"; pasaporte falso para la fuga; alterar un poco su fisonomía; asegurarse la
vida. Ah, pero será rico y volverá a Alemania como triunfador.
El 5 de febrero de 1909, a las 13,30 horas, se declaró un violento incendio en las oficinas de
la Legación de Alemania, Nataniel 112. Los bomberos no encontraron agua para
combatirlo. A los pocos minutos el fuego se había propagado a siete casas vecinas. La
Legación se derrumbó. Entré los testigos del siniestro estaba el ministro alemán. Declaró a
los periodistas: "Hace media hora abandoné las oficinas, en ellas estaban el canciller
Becker y el mozo Tapia". Recordó que Becker era epiléptico y que... "como estaba lacrando
la correspondencia oficial, pudo tener un ataque y haber volcado la vela".
A las 16 horas, cuando humeaban los últimos escombros, se inició la búsqueda de los
cuerpos de Becker y Tapia. En la noche un bombero encontró un cadáver carbonizado que
tenía una argolla de oro en el dedo anular izquierdo, grabado: "N.L. 13-III-1899". Las
iniciales correspondían al nombre y apellido de la esposa del canciller; la fecha era la del
matrimonio celebrado en Valdivia. No quedó duda: ese cadáver era Becker. Los doctores
Donoso y Molina practicaron un examen médico-legal. Concluyeron: "Es imposible
identificarlo, salvo por los datos del anillo. No hay heridas ni demostraciones de golpes o
contusiones". Becker había muerto en el cumplimiento del deber.
A la luz natural del día siguiente, el sitio del incendio entregó los restos de un chaleco,
algunos botones de metal, un reloj de oro con cadena, una cigarrera de plata, un puñalito
con empuñadura de "pata de ciervo" y hasta los lentes que el canciller usaba unidos a una
cadenita atada al vestón. Natalia López, llorando, reconoció los objetos como
pertenecientes a su esposo. Obvio: Tapia solamente conocía el oro y las joyas ajenas. El
juez Bianchi detalló los hallazgos con minuciosidad. Sólo faltaba Tapia, el mozo.
Bienvenida Salgado, esposa de Tapia, expuso: "Mi marido se echó al bolsillo 60 pesos
diciéndome, esa mañana, que el canciller lo iba a mandar fuera de Santiago". El ministro
Bodman aseguró que él no había ordenado viaje alguno de Tapia y que Becker no tenía
autoridad para hacerlo. Agregó que 2 días antes del incendio había guardado, en la caja de
caudales, 27 mil pesos en dinero efectivo; dicha caja estaba abierta, chamuscada y sin
dinero. Se concluyó: "Tapia asesinó a Becker para robar e incendiar la Legación para borrar
toda huella". Su detención fue encargada a todos los policías del país. El gobierno envió a
don Víctor Prieto, subsecretario de Relaciones Exteriores y al Edecán del presidente Pedro
Montt, a dar el pésame al ministro alemán, prometiéndole hacer lo posible para aprehender
al ya inaprehensible Tapia.
"Señor Guillermo Becker: Ud. No ha hecho caso de nuestra carta. Los 15 días que le
habíamos dado de plazo pasaron ayer y los alemanes no han retirado todavía la denuncia.
Ahora le decimos terminantemente a Ud. que si el viernes que viene esa demanda no ha
sido retirada, Ud. lo pagará con su pellejo. No estamos dispuestos a sufrir que a nuestros
compatriotas se les castigue por unos cuantos gringos de mierda. Si es necesario, tampoco
respetaremos a la persona de su ministro. Así que téngalo bien entendido. Varios chilenos.".
Ricardo Neupert, uno de los escasos amigos de Becker, se presentó a la policía con 2 cartas
fechadas el 31 de Octubre de 1908. Su "difunto " amigo se las había dado para que las
mantuviera bajo su personal custodia: una era para Bodman y la otra para el presidente
Pedro Montt. Emocionadamente recordó lo dicho por Becker ese día: "Tú, que eres mi
mejor amigo, no me pidas explicaciones: temo que me maten; el día menos pensado lo
harán. Te ruego, si eso ocurre, entrega estas cartas a Bodman".
Carta al ministro:
"Las amenazas de los chilenos se cumplirán. Supongo que cuando Ud. reciba esta carta ya
estaré muerto. La voluntad del que va a morir es sagrada: me es penoso pensar que mi
muerte podría ser, para Chile, la causa de un serio conflicto. Estoy preocupado por la suerte
de mi mujer y de un primo al que he adoptado como hijo. En la carta adjunta, para su
Excelencia, el Presidente, creo haber encontrado la solución. Ponga Ud. esa carta en manos
del Excmo. señor Montt. Becker".
UN TESTIGO PROVIDENCIAL.
Alguien intemporal, para decir lo menos, movió, movió los pasos de 2 seres muy
distintos entre si y se produjo el encuentro que cambiaría los roles: asesino por muerto y
muerto por asesino.
Otto Izacovich, joyero, fue a ver al juez Bianchi gritando desde la misma puerta del
tribunal:
-¡Becker está vivo! ¡Está vivo!
Ante las naturales dudas del magistrado, Izacovich agregó:
-Lo encontré en el Portal Edwards; me acerqué a felicitarlo por haber escapado con
vida del incendio. Le hablé en alemán y él, ofuscado, enojado, me contestó en español,
diciéndome: "No lo conozco. Déjeme tranquilo". Corrió y se montó en un coche de posta
que pasaba al trote.
"El ofuscado-enojado" parecido a Becker, igual a Becker o Becker, entendía
alemán. La substancia del extraño dialogo fue captada:
-¿Cuándo lo vio?
-La misma noche del 5, medianoche, o algo más tarde. Llevaba patillas postizas y el
rostro lleno de afeites. Vestía de cazador...
El juez dispuso que 2 médicos alemanes hicieran una nueva necropsia al cadáver y
el entierro fue postergado para el día 8. Los doctores Aichel y Westenhoeffer encontraron
la punta de un cuchillo cerca del corazón; abrieron el cráneo. Concluyeron: "Muerte por
herida a puñal en la región cordial y traumatismo cráneo-encefálico".
El juez encargó al doctor Valenzuela Basterrica, Director de la Escuela de
Dentística, el examen de la dentadura del occiso...
EL ENTIERRO.
Las condiciones del Dr. Valenzuela, conocidas días después del entierro de
"Becker", fueron asombrosas: "La dentadura corresponde a una persona de
aproximadamente 25 años de edad: falta absoluta de desgaste, en dientes y molares".
Acompañó al informe facturas de los trabajos efectuados por el dentista Danis Lay en la
dentadura de Becker: 5 extracciones con anestesia; 4 tapaduras de oro, 3 de platino, una
tapadura grande en cavidad sin nervio y una corona de oro. Finalmente, el informe decía:
"La dentadura del cadáver encontrado entre los escombros del la Legación de Alemania
sólo tiene careado un molar".
La "obra de arte" del asesino alemán tenía una falla más grande que la isla de
Chiloé.
La detención del canciller fue encargada por telégrafo y se enviaron, por correo
urgente, 200 retratos de su rostro a todo el país. Allanada su casa-habitación se encontraron
23 tomos de la Kriminal Bibliotec y 12 libros sobre crímenes y criminales alemanes. Se
establece que 30 días antes del crimen se había asegurado, contra todo riesgo, en 10.000
pesos, en la New York Insurance, a favor de su esposa. Quince días antes del asesinato de
más larga y fría premeditación conocido, cobra, en el Banco Alemán, un cheque por 19.500
pesos, previa falsificación de la firma de Bodman. El 26 de enero, a sólo 9 días de la
macabra suplantación, obtiene, en el Ministerio de Relaciones Exteriores, pasaporte para
Ciro Lara Montt, un "cuñado" fantasma. En la casa Francesa, 3 días antes de matar a Tapia,
compra polainas y un elegante traje de cazador; en la peluquería Paganini adquiere un par
de patillas "a la austríaca". Horas antes del incendio deja depositado, en el Hotel Melossi,
un maletín y un estuche de armas. Dice: "Serán retirados por don Ciro Lara". El 5 de
febrero, después de su fatal encuentro con Izacovich, disfrazado de "Lara", se presenta en el
hotel; es tarde y decide alojar en "El Melossi". La mañana del 6, mientras desayuna, "Lara"
lee, en los diarios, el incendio de la Legación. A un mozo le encarga la compra de un pasaje
de ferrocarril para Chillán. El mozo le lleva las maletas al cazador.
"Por Selva Oscura -cerca de Caracautín- ha pasado a caballo un alemán muy
parecido a Becker en compañía de un campesino llamado José Villagra. Lo siguen el
Subinspector Garretón y el Oficial Fuenzalida, a cargo de 5 guardianes". Rezaba el
nervioso mensaje telegráfico.
A pocas leguas de la frontera, en la desembocadura del Mitrauquén, los guardianes
Antonio Veloso y Juan Becerra, detienen a Becker, que llega a ofrecerles 5.000 pesos por
su libertad -el valor de 2 coupés nuevos-. Entrega su revólver, un maletín con dinero y
joyas, un rifle con 500 proyectiles y unos anteojos de larga vista.
El expediente, monumento procesal, pasa de las dos
mil fojas y en todas ellas se nota la mano experta del juez Bianchi. Su última mentira:
"Tapia me atacó y me defendí". Terminó confesando haberle dado garrotazos en la cabeza,
haberle clavado un cuchillo en el corazón; haberle colocado, ya muerto, su anillo a Tapia e
incendiar la Legación. Fue condenado a muerte.
Convirtió su celda en santuario-oratorio. Llevaba un gran crucifijo de madera
colgado al cuello junto a 5 escapularios. En una vasija con agua bendita metía, nerviosa y
constantemente, sus dedos rojos.
El 5 de julio de 1910, porque el terror -grado máximo del miedo- no le permitía
andar, los brazos de 2 gendarmes lo llevaron al patíbulo. Le dieron un calmante que no le
produjo efecto. Era casi un cadáver en el mínimo de la actividad circulatoria y respiratoria;
sin embargo, en su último estado de lucidez, con los ojos vendados, hizo 2 preguntas
susurrantes que no obtuvieron respuestas orales: "¿A qué distancia se colocan los tiradores?
¿Disparan bien?"
El cadáver del ex canciller presentaba 5 famas rojas. 4 en el corazón y una en el
medio de la frente. Es curioso: Becker ha sido el mejor blanco de la historia de los
fusilamientos chilenos.
El perro de ...muerte
De las memorias de Inspector Cortés
Los humanos, creadores del calendario y del reloj, creemos haber fijado todos los
plazos... y siempre se nos escapan los del amor y el desamor, los de penas y alegrías,
enfermedad y muerte; pero, a veces, por el extrañísimo rumbo de los plazos existenciales,
algunos hombres han vaticinado, con escalofriante exactitud, las fechas de sus propios
decesos: Miguel Nostradamus (1503-66) dijo, con 10 horas de anticipación: "No me verá
con vida la salida del sol". Murió antes del amanecer. Samuel Langhorne Clemens,
novelista norteamericano, el famoso "Mark Twain", 1835-1910, expresó: "Vine a la tierra
con el cometa Halley y me iré con él". Así fue. El cometa pasa por nuestro planeta cada 76
años. ¿Regresará el extraordinario humorista en 1986?
Mi padre, a los 38 años de edad, nos angustió diciéndonos: "Moriré a los 40". Lo
enterramos horas después de convertirse en cuadragenario.
Profesionalmente he vivido rodeado de muertes violentas. A pesar de mi
preocupación por este fenómeno no paso de ser, como todo humano o animal, un juguete
tánico, con una diferencia atroz: viendo a una persona o su imagen sé si está o no en zona
de muerte. Cuando el fallecimiento ocurre soy un sorprendido mayor que la víctima porque
ignoro los mecanismos del acierto. Tratando de precisarlo tengo que referirme a
vaguedades tales como "mirar de muerte": algo de noche eterna, de quietud opaca; espejo
convexo oscureciendo entre destellos de asombro. En la descripción de esta inconsciente
hiperestesia directa de lo letal, capaz de apreciar o receptar los "reflejos" de la muerte
próxima, ninguna voz puede servirme. Creo que es un mirar viejo, encasillado en mi
memoria que debe tener, obviamente, un registro para difuntos próximos. El fenómeno
debe tener algo que heredé de mi padre y que yo he acrecentado, sin quererlo, mirando
cientos de muertes recientes, miles de pupilas de muertes antiguas. No es broma ir por este
mundo llevando en el espíritu carga semejante.
He tenido que aprender a huir de hospitales y de hospicios, de aglomeraciones
públicas y privadas. Me he convertido en un solitario que se niega a mirar rostros. Sin
embargo, sé que el fenómeno es superior a mis fuerzas ya que soy violentamente atraído
por "afinidad de testigo" o por mandato ineludible. ¿Qué, quién me cerca? Sigo aspirando a
vivir en la misma forma que los demás. No puedo.
Fui amigo de un extranjero con el que solía jugar bridge. Un día vi en sus ojos que
había entrado en las zonas de la vieja parca y supe que pesquisaría un imposible más.
EL RUBIO INQUIETO
Hice fotografiar el Volvo blanco y los pies de un hombre rubio que colgaban sobre
el camino. Ordené fotografiar esa garganta abierta a dentelladas. Comenté con los hombres
de la Brigada de Homicidios:
-He visto muertos blancos y negros, rojos y azules, verdes y amarillos, morados. La
transparencia de éste es casi vidriosa. ¿Cómo pudo un perro...?
Alguien preguntó:
-¿Dijo perro, inspector?
-Sí. Perro. Aquí están sus pisadas y en esta garganta hay profundas huellas cónicas:
Tienen las arcadas dentarias más estrechas que el hombre y poseen 2 incisivos más. Los
premolares terminan en punta; las huellas del canino inferior se intercalan entre las del
canino y las del tercer incisivo superiores. ¡Miren! Hay huellas erosionadas en esta piel de
pergamino y arañazos alrededor de las mordeduras. Lo que me preocupa son estas pupilas
llenas de asombro doloroso. ¿Cómo será la cara de ese perro de muerte? ¿Qué habrá visto
Erick Simmons?
El recado del Dr. Acuña
"Hace algún tiempo recibí, en sobre cerrado y lacrado este "mensaje". Es brasa y hielo para
mi torturado espíritu.
"A pesar de lo que sobre mí expresa, no he
sido capaz de alterar frase alguna.
Inspector Cortés".
"Desde ayer... no soy lo que era y no puedo saber lo que ahora soy. En el accidente
automovilístico (?) de Alameda y Santa Lucía -que obra en su conocimiento-, mi viejo reloj
se detuvo -Ud. lo vio- a las 16,10, marcando, con inútil exactitud, la data de mi muerte
física...
"¿Qué le pasa, inspector? ¿Le sorprende que sepa, después de muerto, lo que hizo en
mi sitio del suceso? Todavía -como lo prueban sus vacilaciones y titubeos- seguimos
conectados. A usted, un hombre enchapado en humanas aberraciones, errores, misterios y
crímenes, un "milagro" no lo llevará al asombro ni a la locura; por eso ha sido elegido
como el destinatario de este informe de "difunto".
"Mi viejo Chevrolet gris, que me llevara, sin dificultades, durante un cuarto de siglo,
por caminos, ciudades, pueblos y senderos de este país de ensueños largos, no fue
convertido en chatarra por el camión que tan imprevista y velozmente salió desde el hoyo
del "Metro" en construcción: una fuerza, en la que Ud. no cree, hundió el acelerador; la
misma que colocó el microbús al costado derecho de mi vehículo. Hable con el juez;
muéstrele este escrito -si se atreve-y olvídese del chofer. Sé que lo hará. Gracias.
"El informe de mis colegas del Instituto Médico Legal, respecto a las causas de mi
fallecimiento: "Lesiones profundas en el tórax con fractura de las costillas; pulmones
contusionados y dislocados por las puntas de las costillas rotas; corazón fuera de la base de
los grandes vasos; fractura de las columnas vertebral y lumbar. Muerte instantánea", es,
profesionalmente -equivale a humano-, exacto.
"Supongo que está fumando como capitán de barco a la deriva; y que se muerde los
labios: el informe del Instituto está en su cajón, inspector. ¡Cotéjelo con el mío!, sin olvidar
que yo fui el necropsiado. Un perito en Investigaciones Documentales podría decirle que el
dactilógrafo de este "recado" carece de pulso y de emociones. No, no lo hará, porque ya
debe haber observado la uniformidad extrahumana de los tipos. Bien, Cortés: ¿cómo supe
lo que redactaron los doctores Vargas y Tobar?
"Creí que las rápidas escenas del camión, microbús y choque, de acuerdo con mi
humana condición, serían lo último que captarían mis retinas-cerebro: pero, seguí mirando,
oyendo, pensando, recordando.
"Me pareció que ascendía... sin mayor esfuerzo. Me detuve en el aire como si fuera
-trato de ayudarlo a comprender- una ingrávida burbuja celeste, transparente, hecha de tibia
luz murmurante.
"Perdóneme, inspector, el párrafo anterior: es tan difícil escribirle a Ud., duro
hipopótamo de los hechos. Si cuesta vestir, de noche, a una sombra débil: más dificultades
existen al tratar de vestir, con palabras, a una pequeña luz durante un claro día de marzo.
Supongo que, a esta altura del relato Ud. ya comprende que carezco de materia-forma.
"Sentí que el olor de la bencina derramada y mi sangre formaban una extraña
mezcla-aroma, y no prevalecía el derivado de los hidrocarburos. No se sorprenda: mi mente
actual o lo que sea, clasifica de otra manera porque es distinta. En mi actual condición,
débil luz que se apaga, lo que Ud. sigue denominando "olfato" es para mí un simple análisis
de esencia y mi sangre era más importante. Descendí por entre los fierros retorcidos: quería
verme desangrar. Actor y espectador de una escena nueva. Macabra deformación
profesional, si Ud. lo prefiere. Los glóbulos rojos, encadenados por la gravedad, eran un
collar de monedas arreboladas. El ya disminuido chorro arterial había formado un pozo
sobre el pavimento. Una gota de aceite me atravesó sin tocarme, sin abrirme. Comprendí
que era menos que el aire; y dueño de una movilidad inaprehensible: deseo y acto eran y
son instantáneos, inseparables. Confuso -resabio de mi ex humana condición-, volví a
tomar altura. Vi cuando sacaban mi cuerpo de muñeco molido, desarticulado. Mi rostro
duro, achatado, tenía una expresión de "sorpresa dolorosa" que mi memoria no registraba y
comprendí que ya no podía interpretar el pasado, tan reciente, como humano: encontré
falsa mi interpretación fisonómica. Trato de hacerle comprender que habito, así me parece,
en la misma frontera de lo que fui y lo que soy: una línea que no admite trazos... precisos.
"En el furgón -de orden suya- condujeron mi cadáver a la morgue. Se que trató de
impedir mi necropsia. No le doy las gracias: este "muerto" (?) no agradece sentimientos
envueltos en jerarquía oficial: una vieja vanidad suya.
"Me quede "vagando" por los alrededores del lugar del "accidente" en busca de una
explicación: allí había "nacido" a mi nuevo estado y algo podía encontrar. Sin duda, todavía
perdura en mí el oficio. Debí escribir "flotando" o "girando". Es inútil: ningún gerundio
puede servirme para comunicarle a Ud. lo que soy, lo que hacía y lo que buscaba. Una idea
es esencialmente lo opuesto a materia y yo debo ser menos que la huella del último suspiro.
Créame, Cortés, algunas "ideas" son atemporales: existen desde antes que el hombre
aprendiera a medir el tiempo de su muerte, cuando lo que llamamos "cerebro" empezaba a
plasmarse en la comarca azul de la primera lágrima-océano, y seguirán existiendo cuando el
hombres-especie olvide el crimen, el llanto y la congoja.
"Qué le ocurre al viejo investigador de conductas criminales? ¿Le quema el alma
este airecillo del Más Allá? ¿Necesita más pruebas? Trataré de dárselas. Allí, en ese trágico
escenario, los espectadores, conmocionados y conmovidos por mi muerte, ya eran, como
siempre, adelantados aprendices del proprio rol a jugar, que es el motor que mueve
secretamente toda conducta humana. Los interrogantes del espectador, cualquiera que sea,
son: ¿cómo será la mía; cuándo? Inspector, no se estremezca: su cerebro funcionó
profesionalmente al pensar en mi reemplazante, Ud. no le teme, ¿cierto? Sumé emociones:
respiraciones agitadas, pulsos rápidos, secreciones; en lo psíquico los estados de conciencia
pasaban de la pena a una aguda sensibilidad: todos buscaban ver heridas. Hiperestesia,
significando el máximum de sensibilidad total, no pasa de ser una palabra más que no me
sirve para expresarle la penetrabilidad que estoy "viviendo-muriendo". Como médico
examinador policial, de su Brigada de Homicidios, compartimos, profesionalmente, muchas
muertes de extraños: Ud. observaba y concluía. Nos consultábamos. Supongo que lo
recuerda. En miles de sitios del suceso Ud. fue secando la fuente de sus lágrimas: lo supe
ayer...cuando sus manos hábiles tocaron mi cuerpo y su cerebro sólo comparaba heridas.
¿Y ahora, Cortés?
"Perdón, mi mujer, enlutada, acaba de regresar del cementerio y se ha encerrado en
el que fuera nuestro dormitorio. Sé que está llorando. Iré a ver sus lágrimas, a oírlas caer
sobre el limpio piso de madera o en su falda. Mi invisible corazón de esfera anhela
compartir esa pequeña y tibia lluvia silenciosa, íntima, secreta. Será mi despedida.
"Ana, inspector, dejó caer 20 lágrimas y sollozó. Sonó su larga nariz fría y se limpió
ojos y rostro. Contó el dinero sobrante -el funeral fue carísimo- y empezó a juntar mis
cosas, a desarmar mi cama, a empaquetar mis libros. Leí su intencionalidad; Ud., sabe,
ahora, que puedo hacerlo: va a seguir, sin desmayo alguno, preocupada del futuro de
nuestro pequeño hijo. Está arrinconando sus recuerdos entre sus células y tratará de hacer lo
mismo con el niño. Esta es otra de esas "ideas" eternas: el espíritu, poseyendo a la materia,
cumple, inexorablemente, su misión de prolongar las vidas familiares en las mejores
condiciones posibles.
"Vuelvo a disculparme, inspector: una esfera no debería cometer errores; pero Ud.
sabe que fui humano y, al parecer, no podré cortar, así como así, las raíces de la ternura con
mis manos florecidas de apoyo franco, mis voces tibias, el mirar compasivo; esa ternura
donde todavía anida la piedad sensible al dolor ajeno. Me estaba refiriendo a vida-muerte,
un fenómeno complejo, lento-rápido, que los humanos, viviendo como "inmortales",
rehusan analizar. Entre lo vital y lo mortal no cabe ni la sombra de una aguja: la unión es
esencial.
"Los seres, y Ud. lo sabe bien, se dividen en destructores y creadores. En un
principio solamente existían los primeros; pero, desde hace algunos miles de años, lo útil,
lo bello y lo bueno, quedan: son los frutos de los mejores. Y esta es otra de esas ideas reales
eternas. La unidad intermedia -los conceptos del hombre superior- permanece como
patrimonio de la especie y por ese sendero, que es de todos y el mismo, avanzan,
dolorosamente, los vivientes, perdiendo animalidad, sublimándose.
"Mi mujer ha salido a comprar: alimentarse es fundamental para seguir viviendo la
muerte que le queda...
"Humanamente, inspector, hay una muerte funcional, la que Ud. tanto conoce;
después, la tisular. Esta última es camino de locura: Eduardo Brown-Sequard, un colega
francés, del siglo pasado, inyectó sangre en la carótida de un perro decapitado y vio que el
animal ejecutaba movimientos de cara y ojos. Dice: "Me parecieron dirigidos por la
voluntad" . P. Roger y M. Beis practicaron electroshock transcerebrales en cuatro cadáveres
de humanos adultos, frescos, logrando espasmos musculares generalizados en los músculos
de las caras. Crille, en sus ensayos de "resucitabilidad" (1909), demostró la conservación de
los tejidos: piel, miocardio y músculos, horas; los centros respiratorios alrededor de 30
minutos; el centro vasomotor y cardíaco, de 20 a 30 minutos; médula y corteza, de 8 a 10
minutos; centro psíquico, de 6 a 7 minutos. En algunos cadáveres observó una
supervivencia inconsciente de casi 24 horas. Esta es, inspector Cortés, casi toda nuestra
ciencia especializada más allá de la muerte. En los esfuerzos de los 4 investigadores
citados, aparece -lo sé ahora que no soy médico- la agónica supervivencia artificial cuando
las condiciones experimentales obligan a los órganos a funcionar: una especie de memoria
fisiológica sacudida. Pero el elemento fundamental de toda vida-muerte es el espíritu que
aparece como extraanímico y superfísico, ajeno al transitorio "poseedor" que encarna y
separado -al menos en mi caso- de su "prisión" física. Crille se equivocó: las 24 horas no
son inconscientes. En esta "zona", inspector, creo que la causa de la "fuga" obedece a una
inteligencia superior cuyos designios se me escapan. Cuando las agonías son largas y
dolorosas siempre corresponden a aquellos seres que inútilmente tratan de seguir viviendo;
en muchos el temor a la muerte acorta el plazo vital, indicando, me parece -sólo soy un
aprendiz de esfera-, vidas arraigadas en el instinto o en el error. Hasta podría acuñarse una
frase para tertulia de espíritus: dime cómo fue tu muerte y sabré como fue tu vida. Ignoro
por qué no tuve una agonía larga; aunque, entrenado para morir sólo fui sorprendido por lo
"imprevisto del accidente". Me es difícil reacomodarme a esta realidad: ayer fui un hombre.
En un principio, mientras crecía mi comprensión del fenómeno vital, me cuidaba, como
casi todo humano lo hace, para "diferir" el final: locura o insensatez mayor de los vivos. Al
casi entender sus mecanismos -anatomopatólogo, y al fin y al cabo-, me limité a vivir sin
aprensiones y con notable olvido de mi plazo. Comprendo, ahora, que mi conducta no era
común; sin embargo, ella encerraba, para mí, un inapreciable principio lógico de armonía
del espíritu, sin el cual el humano vive y muere atormentado.
"Mi mujer, perdón, mi viuda, acaba de regresar con carne, leche y huevos. Compró
-fuerza del hábito y obnubilación- dos quesillos para mí. ¡Pobrecita!
"En este balance finalístico tengo que decirle que llegué a la policía por vocación
mortífera, de la que era, como todos, ajeno, mientras no comprendí que la vida es en cada
ser rol... escalonado y ascendente. El humano funcionamiento, de acuerdo a su carga
esencial, gatilla, como en los animales, el canto del canario, la fuerza del elefante, el apetito
del chacal; con una diferencia substancial: puede llegar a tener conciencia de lo que
verdaderamente es por el camino de la piedad, justicia y virtud. A la postre todos los que
viven tienen un fin que nadie ignora; es mejor tratar de convertir este planeta verdeazul en
un paraíso cósmico donde el espíritu universal, fragmentado en millones de seres, empiece
a construir la felicidad vital... hay un solo camino: olvidar el egoísmo.
"Mi mujer está hablando, telefónicamente, con mi suegra y le ruega tener al niño
unos días más en esa casa suya. Lo hará.
"El que puso en mí, inspector, una aptitud de muerte, una predestinación que
empezó con insectos y que terminó a su lado, viendo, todos los días, humanos convertidos
en cadáveres por otros humanos -los destructores-, sabía que, finalmente, escribiría este
recado. Creí que llegaría a convertirme en un experto en tanatología y ya ve, Ud., en lo que
he terminado. De niño solía tenderme de espalda y llegaba a la inmovilidad externa-interna
casi absoluta, el "casi" comprende la respiración en el mínimo y ciertas "ideas" que, de uno
u otro modo alteraban mi mente ansiosa de vacuidad total. Ciertos interrogantes sobre el
destino humano suelen ser un buen ejercicio, incluso para Ud. que ha envejecido en la
violencia extrema. ¿Qué busca Ud., inspector? ¿El éxito como pesquisa? ¿No le parece
inútil meta tan corta? ¿O lo agarró el ciego hacer y ya es una máquina? No, no heriré su
sensibilidad; pero, no olvide: mañana el sol tendrá un día más en el tiempo del tiempo y
Ud. un día menos de su tiempo. Para el hombre es mejor la luz del alma generosa.
"Vi a mi esposa, a mi madre y a mi hijo echar puñados de tierra sobre mi tumba y
aquí estoy escribiendo para Ud., a horas de haber sido cristianamente sepultado. Puedo, por
ello, comprender que vida y muerte se separan en otra etapa. ¿Qué más sé ahora que poseo
tan extraña experiencia? Que mi memoria es la suya, que mi cerebro es el suyo, porque la
vida que compartimos tiene un solo sendero; y sé que yo soy un consciente tramo de 24
horas Más Allá.
"Me estoy deshaciendo en el aire. Me apago inspector: ya no veo ni escucho ni
pienso. Me estoy abriendo y moliendo: fulgor de noche en la noche. La región del no-ser-
no tiene puerta, tiene... olvido".
El señor Tarres
De las Memorias del Inspector Cortés
Mi suegro es español de las Islas Baleares y comerciante del Barrio Estación. Llegó
a Chile el año 1920 y se nacionalizó hace más de 30 años. Sólo los domingos y festivos
deja de vender huevos y aceitunas. Nació con el siglo y posee una envidiable salud: con su
nieto más joven, 10 años de edad, suele correr unos 20 metros de la calle Erasmo Escala,
ascender una o dos laderas bajas del cerro San Cristóbal o bogar unos minutos en la laguna
del Parque Cousiño; a veces nadan, juntos, en la piscina de Peñaflor o en la de Colina.
Todos los días lee 4 diarios; en la TV sigue a "Elliot Ness". Sábados y domingos duerme
siestas largas; al levantarse arregla enchufes, poda limoneros o revisa el motor de su Fiat
modelo 1962. En las comidas habla de San Lorenzo, el pueblo de Mallorca donde nació y
donde sigue, afectiva y emocionalmente, viviendo. Toca, en el piano, canciones chilenas,
mexicanas, cubanas, argentinas y venezolanas; con la guitarra se va a Andalucía: coplas y
bulerías. Canta -fue monaguillo en España- largas letanías en las que mezcla mallorquín,
castellano y latín. No le gusta la política partidista y cree en muy pocos curas. Entre los
comerciantes de la Estación Central su palabra vale más que un "t.' s check".
Hace 2 años le dio la gripe asiática y el médico de la familia, A. Waissbluth, le
inyectó antibióticos. El organismo de don Jaime reaccionó mal: 2 meses de fiebres
intermitentes, pérdida del apetito y del sueño. Cuando había perdido la conciencia llamé a
mi amigo, el doctor J. Vargas. Cambió la terramicina por sueros y vitaminas. Durmió. Su
rostro empezó a tomar color de vida. Bebió jugos de frutas y sopas de pollo. En la semana
comió cordero asado. Una noche me llamó a su dormitorio:
-¿Sabes de dónde vengo?
-Sí, de Hong Kong.
-No, gracioso, del cementerio. Desperté a horcajadas sobre el ancho muro amarillo-
blanquizco de la calle Zañartu, allí donde hay una palmera y cipreses; una calle con
muertos en hileras escaladas: algunas cabezas quedan a centímetros de los transeúntes. Era
medianoche o algo así: ni un alma en la plaza ni en la calle. Tú sabes que ese muro,
inspector, no lo escala ni un acróbata. ¿Cómo llegué allí? ¡Contesta, Carlos Cortés!.
-No payasee, suegro. Como convaleciente tiene algunos derechos, pero yo no tuve
su fiebre, tampoco tengo su locura...
-Estoy hablando seriamente, investigador de pacotilla.
Lo miré a los ojos: la escasa luz de la lámpara de velador me impidió verle el
dividido diablillo de sus cristalinos. La voz me pareció angustiada, controlada. Mantenía las
manos quietas y la pequeña cabeza alzada, interrogándome con la expresión general del
rostro.
-Usted me ha tomado por José, el hijo de Jacob, y quiere que le interprete un sueño
vestido de pesadilla, ¿cierto?
-¿Sueño? Todavía me duelen las asentaderas y las piernas: ese muro es ancho:
longitud de cadáveres anichados, cubiertos con ladrillos.
-Está bien. ¿Cuándo ocurrió?
-Yo he perdido, bien lo sabes, la noción del tiempo. Supongo que fue cuando estaba
por "entregarla".
-Referencia inútil. ¿Cómo puedo saber el día?
-¿No se puede controlar el tiempo de la aparición de los dolores musculares?
-Sí. Creo que es posible. Una pregunta de cajón: ¿cuándo empezaron?
-Supongo que cuando ese médico, amigo tuyo, cambió el tratamiento.
-¡Ah! Siete u ocho días. Buena reflexión.
-¿De qué va a servirte?
-De nada. Esta es casi una conversación post mortem.
-¿Qué es eso?
-Después de la muerte. Unos versos del trágico Séneca: aseguraba que después de la
muerte nada hay y que la misma muerte nada es. Es el más ilustre de los suicidas
hispanolatinos.
-Si la muerte nada es ¿qué es la vida? ¿Acaso somos fantasmas?
-Ud., según su historia, ha estado más cerca de esa frontera y debería saberlo.
Adelante, suegro: lo escucho.
-Iba a dejarme caer hacía el lado de las... ánimas, cuando una calavera chica empezó
a gritar: "¿Qué va a hacer? ¡Devuélvase! Aquí se pasa peor que afuera. ¡Váyase!
Reclamé de la recepción diciendo: "Estoy medio muerto". Un vozarrón llegó a mí
desde cerca de la capilla del cementerio: voz ronca, vibrosa, notable acortadora de
distancia: "¡No recibimos muertos a medias! Yo soy el cuidador nocturno de la paz de los
difuntos. Además, Ud. está fuera de horario. ¡Bájese hacia el lado de la calle!".
Luces celestes brotaron desde la tierra, tumbas, árboles. Más que un amanecer era el
florecer de la medianoche. El muro y yo éramos la frontera: la mitad clara, la otra, oscura.
Cientos de cráneos se asomaron desde nichos blancos y grises, miles venían, suspendidos
del aire, desde calles y avenidas. Mitin de calaveras: faroles oscuros, redondos, iluminados
en sus orificios, avanzando hacia mí... Mi ánimo y mi sangre se encabritaron. "¿Qué pasa?"
-preguntó una inconfundible voz de jefe, voz hecha al mando interrogativo. Los muertos,
parece increíble, también están jerarquizados. Alguien contestó: "Señor capitán de los
espíritus, un viviente trata de hacerse pasar por uno de los nuestros. Está en el muro
sureste". La luz celeste cambió a rosada. El capitán de los espíritus me interrogó desde las
sombras, directamente:
-¿Quién eres? ¡Dilo en voz alta porque tu presencia ha despertado a todos... mis
hermanos!
Grité: "Jaime Llinás. Comerciante. 76 años". Creo, lo pienso ahora, que uno
adquiere cierta práctica inconsciente en esto de dar, oralmente, los datos personales. El jefe
de los muertos insistió:
-¿Qué has hecho en tu vida?
-Trabajar. De 7 a 11 años fui a una escuelita de San Lorenzo y ya tejía monederos
de plata; fui peón de chuzo y pala en la construcción de una vía ferroviaria, dinamitero de
rocas, empleado de almacén en Palma de Mallorca. Aquí, obrero y empleado. Economicé.
Mi sudor lo había convertido en monedas de oro. Compro y vendo huevos y aceitunas...
Los difuntos procesionales, incontables, seguían llenando ese enorme escenario rosa
encendido, y metían tanto ruido como los vivos. A ellos se dirigió el jefe al decir:
"Votaremos. Es la primera vez que un vivo-muerto quiere entrar voluntariamente a integrar
nuestras filas. Aquellos que estén de acuerdo con el rechazo apagarán sus luces".
El rosado empezó a perderse. Un negro espeso, silencioso, cubrió a las calaveras.
Cerca de un ciprés un cráneo iluminado dijo: "Me opongo". Agregó: "La votación es un
sistema humano, vital. Los muertos no podemos usarlo... porque nada podemos elegir. Este
hombre o medio hombre o medio cadáver debe decirnos las razones que lo trajeron aquí
antes del plazo".
-Tienes razón, hermano. Habla, Jaime.
-Con los antibióticos perdí el apetito, enflaquecí. Ustedes deben recordar que no se
puede trabajar sin tener la energía necesaria. Además, estoy aburrido de pagar impuestos y
demasiado viejo.
-¿Cómo llegaste a escalar ese muro?
-Sé que cerré los ojos. Entré en una especie de letargo y caí en un pozo de sombra...
Es lo que sé.
-¡Caramba! -exclamó el jefe-. Los mueven fuerzas extrañas a los vivos y a los
muertos. Cavilaremos: el caso es difícil...
-Aquí también trabajamos -dijo una calavera semipelada.
Me dio rabia:
-¿En qué? ¿Cómo? Sólo son sombras, huesos molidos, gusanos, recuerdos.
Una carcajada general, ósea, resonó en el cementerio. Me insultaron.
-¡Cállense, ánimas revolucionarias! Jaime tiene razón: aquí no hay trabajo para los
muertos, sólo le damos duras tareas a los vivos: marmoleros, enterradores, cuidadores y
oficinistas...
-¡Ah!, pero somos fuente de trabajo -retrucó una calavera peluda.
-Sí -siguió el jefe-. Nos gusta ser cargas, seguir unidos a los de nuestra especie, y
cuando alguien quiere unirse a nosotros, nos oponemos. El señor Llinás debe entrar si así lo
quiere.
-¡Qué entre como suicida! -gritó un pequeño clavo redondo.
No me gustó la proposición:
-Regresaré cuando el tiempo se haya cumplido. No creí que se iba a armar alboroto
tan grande. Yo soy propietario de un mausoleo, tengo derecho humano a...
La luz se hizo roja, amenazante. Las cabezas se acercaban con ruidos de huesos
molidos, sueltos. Gritaban:
-¡No queremos muertos adinerados: ocupan demasiado espacio!
-¡Cómprate un cementerio!
-Capitalista de gusanos!
-¡Pobres sí, ricos no!
Desde la calle venía el ruido de un carretón. Volví la cabeza; el conductor detuvo el
caballo frente a mí: era mi amigo Pedro Tarrés, mallorquín, al que habíamos enterrado
hacía 2 años. Me reconoció:
-¿Qué haces allí, Jaime? ¡Bájate! Es mejor del mundo de los vivos.
-Estoy muy alto, Pedro. Si me tiro me puedo quebrar una pierna o un brazo.
-Es cierto. Quédate tranquilo. Espérame.
Azuzó al percherón blanco y subió el carretón panadero a la vereda, poniéndolo
debajo de mi pie izquierdo. Los muertos seguían alborotados: un cirio me pasó cerca de la
cabeza, una corona seca me cayó en el hombro. Salté sobre el techo del carretón. Algo me
produjo un leve dolor en el antebrazo izquierdo. Apoyé los pies en el asiento del conductor
y descendí. Al trote nos dirigimos hacia el oeste. La puerta principal mostraba un
cementerio oscuro, quieto, normal. El trote se convirtió en galope, en vuelo. Tarrés, auriga
en sombra, silencioso, me dejó aquí, en la cama. Al menos así me parece, inspector-yerno.
Miré a mi suegro con simpatía. Al cubrirle los brazos con la colcha noté que tenía,
en el antebrazo izquierdo, una larga cortadura de bordes irregulares, en proceso de
cicatrización:
-¿Cómo se cortó?
-El carretón tenía una lata suelta...
Moví la cabeza. ¿Cómo se entra en zonas extrahumanas? ¿Qué es lo que nos
estremece el alma?
-Las pesadillas, don Jaime, son sólo sueños desagradables. Yo duermo en la pieza
vecina a la suya. Ud. lleva más de 60 días en cama. Su paseo mayor es ir al baño: 3 metros.
De aquí no ha salido, físicamente, al menos. Lo que Ud. tiene es una poderosa imaginación.
-Sí, y un corte en el antebrazo que se te ha atravesado como una espina. ¡Acláralo,
inspector! No es posible vivir normalmente con tales dudas...
-Bien. ¿En que trabajaba el señor Tarrés? ¿Panadería?
-No. Era mi competidor de aceitunas.
-¿Tuvo carretón panadero?
-No, hombre. Usaba automóvil. Era riquísimo.
-Sus respuestas no me ayudan.
-Lo sé. No sé mentir.
-¿Qué ropas tenía Ud., si es que recuerda, arriba del muro?
-No recuerdo.
Revisé todas las ropas de don Jaime. Una camisa blanca tenía manchas de sangre
fresca y un corte irregular en la manga izquierda. Me dolió la cabeza. Unos pantalones
oscuros, muy viejos, tenían, en las asentaderas, fragmentos de pintura amarilla y
blanquizca, y manchas de moho, ladrillo y tierra aceitosa. Tomé dos analgésicos y salí.
En el cementerio, frente a una palmera y 3 cipreses, el muro mostraba unos ladrillos
movidos. En el piso exterior, vereda ancha, existían leves saltaduras hechas, al parecer, por
un pesado cuerpo metálico. La tumba del señor Tarrés tenía la tierra removida, como si
alguien hubiera sido recientemente enterrado o recientemente exhumado...
Mi esencia se negó a seguir investigando: encontrar un carretón panadero con una
lata suelta en el techo y tirado por un percherón blanco hubiere sido más de lo que puede
soportar un hombre que se gana la vida pesquisando homicidios simples, crímenes
pasionales, asesinatos más o menos perfectos, pero humanos. A mi suegro le dije
-En cualquier cementerio son más las tumbas de los pobres; hay más nichos que
mausoleos. Se mantienen las mismas diferencias socio-económicas de aquí...
-¿Estuve o no en el muro?
-No lo sé. Un humano movió los ladrillos del lugar señalado por Ud. Tal vez un
pintor o un albañil.
-¡La vereda! ¿Qué encontraste con tu famosa lupa?
-El cemento estaba saltado: algún vehículo de mano, una carretilla cargada de arena
o ripio, por ejemplo, pudo producir esos rastros.
-Gracias. Háblame de la tumba de Tarrés.
Tragué saliva espesa. Bebí agua. Encendí un cigarrillo. Tosí. No alcancé a abrir la
boca:
-Gracias, yerno. No te preocupes: has sido elocuentísimo. Hay algo que no te he
dicho: Tarrés, el caballo y el carretón, desaparecieron frente a la abierta ventana de esta
casa, la que da a este dormitorio. Todavía hay geranios de tallos rotos y césped aplastado...
Mis sandalias... tienen briznas... Yo jamás he pisado, conscientemente, ese antejardín...
Se sonó, la pequeña y recta nariz, usando un viejo pañuelo de colores que guardó,
muy dobladito, en el bolsillo superior de su pijama verde. Carraspeó, agregando:
-Tú y yo sabemos, ahora, que la muerte es un fenómeno extraño, desconcertante,
gemelo de la vida misteriosa, insondable. Ambas nacieron de un mismo y eterno parto...
LA REVELACIÓN.
-¿Qué hace Ud., señor, en este mundo? Es irreal como las pesadillas.
-Testifico sobre espíritu y destino del hombre.
-Desmalezó y podó como un maestro. Permítame obsequiarle este billete.
Su risa de huesos saltó a la vereda como un guijarro, rebotó en la pared del frente,
aquietándose en la lejanía. Se puso de pie. Creí que iba a volar, dijo:
-Trabajo gratis. Ojalá tuviera problemas económicos, de espacio o tiempo,
ambiciones, vanidades, algo, cualquier cosa.
-Perdón. ¿De qué vive?
-De una orden inexorable. Hace veinte siglos fui zapatero en Jerusalén.
-¿Qué hace aquí?
-Converso con Ud., experto en muerte.
-Sólo soy pesquisa de asesinatos.
-Lo sé, inspector Cortés. ¿Qué sabe de la muerte? Su trabajo se parece al del
legendario rey de Corinto, Sísifo: la piedra vuelve a rodar.
Me entregué: mi interlocutor tenía la parte brillante y eterna de la razón. Dije:
-Sólo conozco rostros de muertos, actitudes póstumas, procesos fisiológicos casi
rituales. La muerte es sí escapa a la humana comprensión. Alguien escribió: "La muerte a
cada paso diferida". ¿Cuál es el paso? ¿Quién difiere? ¿Cómo? ¿Por qué? Por estas
interrogantes la muerte es el principio del conocimiento y la madre religiosa del humano.
Como el hombre jamás ha sido inmortal no creo en balas ciegas ni en cuchilladas sin
destino.
-¿No se acorta el plazo?
-¿Cuál?
-El de los suicidas, por ejemplo; a los que tanto envidio. No todo humano es mortal,
inspector. Cuando esa maravillosa condición se pierde, uno busca la muerte con
desesperación de amante enloquecido. La paz del espíritu, la única que existe, es más que
una palabra: es la razón de la vida. No hay paz sin muerte, salvo que el hombre alcance una
vida espiritual simple, perfecta.
-¿Quién es Ud.?
-El que negó el descanso.
-¿A quién?
-Al aparentemente vencido. Quería congraciarme con los poderosos ocasionales,
transitorios. En ese tiempo yo tasaba al hombre por riquezas y poder terrenos.
-Es un error común. No me parece una gran falta.
-No, pero he sido un gran ejemplo: conmigo ha florecido la piedad. Ahora, en el
fondo del hombre, la muerte vive entre el temor y la esperanza. El temor es conciencia en
desarrollo y la esperanza del limpio interno se parece a la gracia.
Volvió a sentarse en la tercera grada. Hice lo mismo. Volvimos a fumar. El aire se
llenó de voces latinas, hebreas, griegas, nacidas del murmullo viejo de una muchedumbre
airada, distante. Pasos y el ruido sordo de un largo madero arrastrado sobre piedras
milenarias. Llantos, risas. Empecé a temblar. La voz de mi interlocutor llegó a mí llena de
angustia, enlutecida:
-¿Le teme a la muerte?
-Sí. Quisiera entender un poco más lo que ocurre con mi espíritu y creo saber que
para lograrlo necesito algún tiempo o un milagro. Poco a poco, señor, me he ido centrando,
paradojalmente, en un vivir abierto, humano. Ya no me asombro ni juzgo.
-Sigue una buena ruta, inspector. No necesita consejos. ¿La sacó de libros?
-Eso que Ud. llama "libros" es el hombre y su vieja tortura de conocer lo que es. El
humano nace con el don de buscar su verdad-especie: el rol que todos jugamos en este
planeta verde-azul. Usted debe conocerla porque es demasiado viejo. ¡Hable!
-Espero morir: estoy cansado. Ya no puedo con el peso de mi memoria: dos
milenios es una condena incomprensible... para mortales.
-Hable, amigo mío, de la muerte. ¿Qué es?
-Obviamente justa. Conozco sus pasos silentes, su murmullo íntimo de apagadora de
almas. La carne, ¡oh bendición!, empieza a descomponerse. El hombre de la cruz me miró
con ojos de agua y cielo: lágrimas eternas; la muerte, que iba a su lado, se acercó a mí y se
quedó conmigo. La condena no fue sólo a no morir y a vagar por el mundo, también fue la
de entender la parte más bella de la vida: morir es como entrar en un lago de luz, es
deshacerse en el aire. Conozco las orillas de ese lago y los bordes de las burbujas
luminosas. La muerte y yo somos, desde ese día, inseparables. Cegadora ciega, sabe que no
puede morir ni matarme. A veces yo mismo soy su guadaña. Sé que nadie puede juzgar lo
que El juzgó; que soy el símbolo evitado por los mejores hombres; el muro del más allá.
Gracias, inspector: Ud. me permitió el descanso que yo negué. Usted no ve mi cruz ni mi
corona de espinas ni mis pies ni mis manos heridos. Aquí está el camino y la noche eternos.
Cuando vuelva a ver arreboles sangrantes y bajos sabrá que sigo agonizando y vagando
cerca de Ud. y de todo humano.
-¿Siempre se deja ver?
-No. Mi rostro es visible para aquellos que van a la ruta interior. Se necesitan ojos
entrenados en gusanos y estrellas, en raíces desnudas y carnes ateridas, flageladas, y
muecas rígidas. Mis espectadores, escasísimos, no pueden tener el ánimo turbado porque
deben testificar, cada cierto tiempo, sobre mi existencia.
Puso, al pasar, su mano derecha sobre mi hombro izquierdo. Sentí removerse mis
huesos y el alboroto de mi sangre. Sombra en la sombra sus pasos pisaron todo el luto de la
noche nueva. Le dije, cerrando los ojos:
-Adiós, amigo Ahasvero.
El viento hizo orar a las hojas de los árboles. ¿El viento?
La nube partida
Estoy escribiendo de prisa: hoy iremos, con Andrés, al muelle Prat: cumple su
primer aniversario en esta tierra. Anita lo vistió con un trajecito azul que yo viera, por
primera vez, a un aprendiz de marinero de cabellos rojos. Tiene los ojos pardos y un andar
vacilante, de ebrio estrellado. Más de una vez lo hemos sorprendido mirando el cielo, como
si buscara una blanca y antigua nube dividida...
Una voz áspera, deformada por un largo oficio, ordenó, en tono parejo:
-¡Véndenlo!
Quería mantener su rostro blanco -facciones normales, europeas- al margen del
"interrogatorio": ser sólo, para el detenido, la voz que ordena. Un imposible: la relación
interna-externa del hombre es indestructible hasta para los ciegos de nacimiento.
Quería cubrir su inseguridad: todos los policías saben cómo se inicia un
"interrogatorio": ninguno puede vaticinar las alternativas ni el fin. Exito y fracaso suelen
girar alrededor del fallecimiento del "interrogado", lesiones graves, proceso y condena de
policías. En todos los casos nacen fantasmas concienciales: unos "enanos" traviesos que
repiten voces, que exhiben "diapositivas" en proyecciones íntimas, retrospectivas,
endurecidas por el tiempo; que arrugan facciones jóvenes, que encanecen prematuramente
el cabello de los parietales; provocan olvidos, tartamudeos, fuga de ideas, insomnios,
temblores pulsátiles, pesadillas.
Sin embargo, de uno u otro modo, los humanos se interrogan entre sí desde hace
largos y dolorosos milenios. Parece ser una necesidad social que siempre está negando el
progreso de la especie. Alguien, investido de autoridad, pregunta; los "sospechosos"
contestan.
En estos países nuestros, los de América Latina, miles de "sospechosos" se han
convertido en autoridades y miles de autoridades han pasado a ser "sospechosos". El juego
rojo se repite y todos juegan al desquite.
Casi toda autoridad, más o menos legítima, es un humano con ansia de poder. Todo
humano tiene miedo -residuo y anticipación de muerte-. Lo que anima a los contendientes
en los "interrogatorios" es: los que quieren el poder o más poder y los que no quieren
perderlo ni perder la vida. En escala menor: la integridad física; más abajo: los bienes mal
avenidos. En interrogatorios propiamente tales lo que se busca es la razón de una conducta
criminal para alcanzar una gran meta humana: la prevención del delito por el real
conocimiento de sus causas (motivaciones).
Dos manos rozaron, desde atrás, las orejas del detenido. Un paño negro y largo lo
privó, en segundos, de la vista.
-¡Siéntate, "Tucho"!
El gordo y bajo cincuentón -principal sospechoso del asesinato de Demetrio Amar
Abedrapo- palpó hacia los lados y ocupó una silla alta. Sus piernas cortas quedaron
colgando. La silla había sido mandada a hacer, a su medida, por el desaparecido gigante
árabe: un metro y noventa centímetros.
-¿Fuiste carnicero?
-Sí, señor.
La voz del interrogado sonó hueca, inconsistente: voz de hombre desorientado,
afligido, en lucha con lo desconocido, tratando de sobrevivir; de orientarse vendado,
sentado, asustado.
-No se despresa a un hombre vivo como si fuera una res muerta.
La silla rechinó porque "El Tucho" -100 kilos- se había movido.
¿Dónde golpeó esa frase y cómo para alterar un sistema nervioso central curtido en
durísimas sensopercepciones? ¿Qué se puede decir apremiado por voces hondas y por el
tiempo? Los humanos creen que en "interrogatorios" policiales preguntas y respuestas
deben tener la velocidad de un partido de pim-pom. No cabe la reflexión: hay peligro en la
demora; mayor peligro hay en lo que se puede decir urgido por las circunstancias. La
facultad de conocer, de comprender la esencia de los fenómenos de culpabilidad y sus
humanas manifestaciones, todavía está en las zonas oscuras de la investigación científica.
Una intuición de verdad basta. El razonamiento sigue esperando. "El Tucho" fue
directamente a lo suyo, a lo elemental:
-Yo no lo hice, señor.
-¿Quién, entonces? Tú eres el que se beneficiará, teóricamente, con esa muerte. El
único con valor y oficio de carnicero macabro. ¿Usaste sierra o serrucho? Hay demasiada
sangre en esta trastienda: ese cadáver enorme se desangró totalmente porque aquí fue
descuartizado.
En la posición de negar, todo hombre se mantiene hasta que la mente, enjuiciadora
global, abre caminos conductuales:
-No he asesinado a nadie.
El olvido de la coletilla, "señor", no pasó por alto. Una "sonrisa" de refrigerador
señaló la omisión: la confianza amenazaba derrumbarse. Había que insistir certeramente,
lógicamente, en el blanco que abrían las verdades criminalísticas establecidas por los
técnicos del Laboratorio de Policía Científica:
-En tus ropas se encontraron salpicaduras de sangre humana: eran del mismo grupo
sanguíneo que la del "Turco". Necesariamente tuviste que estar muy cerca de esa viva
fuente roja. En el mismo tiempo de la rotura de los vasos: no antes ni después. ¡Amárrenlo
a la silla!
Cuatro manos ágiles lo inmovilizaron con cordeles y nudos firmes.
-Tengo que regresar a la cárcel. Ya es tarde. Usted conoce los reglamentos
carcelarios. Ud. dijo que me regresaría al penal antes del cierre. Es tarde: ha oscurecido.
Repeticiones: la mente del "Tucho" había entrado en el baile del terror. Una sola
idea instintiva, recuerdos favorables, desorden. El comisario sonrió abiertamente, fría,
controladamente. Casi una morisqueta. Un detective joven dejó oír su risa de miedo propio.
-¿A la cárcel? Vives entre errores. Aquí nadie sabe lo que pasará. El tiempo carece
de valor. Para ti ha oscurecido y no sólo por la venda: tu alma está negra, anochecida.
Alberto Hipómenes Caldera García, alias "El Tucho", tragó saliva. 4 pares de ojos lo
vieron, 8 oídos escucharon el paso de la saliva desde la faringe al esófago, para decir, por
última vez:
-No he asesinado a nadie. Hagan lo que quieran.
-Eres vulnerable, "Tuchito", como todo hombre. Dentro de ti está creciendo el
miedo y nosotros haremos que te inunde, que te ahogue. Tú mismo lo sentirás salir por
todos tus poros...
-Estoy siendo procesado por un tribunal. Un Ministro en Visita lleva mi caso.
-¿Tu caso? Un proceso sin cadáver caratulado "Presunta desgracia".
La voz del comisario se hizo metálica al agregar:
-Es el caso de un árabe... amigo tuyo; y queremos cambiar tan vaga denominación
procesal por la de "Homicidio calificado". Tú nos entregarás ese cadáver o los restos. Este
es el nudo rojo que de cualquier manera desataremos.
Unos ojos claros, acerados, estaban clavados en él, a la caza de los más leves
movimientos fisiológicos de la angustia. Las voces "cadáver" y "restos" fueron martilladas.
La frase "nudo rojo" fue pronunciada con énfasis de sentencia.
El comisario hizo una seña extraña: movió la mano derecha como dándole vuelta a
una manivela invisible.
Desde un maletín negro las manos de un inspector largurucho sacaron un magneto
pequeño: generador de corriente eléctrica con imanes permanentes y un devanado primario.
Al hacer girar, a mano, la pequeña manilla de bronce, la corriente pasa a 2 cables delgados,
de cobre, con terminales desnudos. Cualquier hombre normal puede resistir, sin menoscabo
alguno para su salud, la electricidad generada por los magnetos policiales; pero la "mise en
scene", el oficio de los actores, la condición de culpable -cuando el interrogado obviamente
lo es- y el desconocimiento de la fuente eléctrica y la suma legendaria de "las leyendas
negras" del hampa, hacen que los detenidos "vivan" descargas de corriente "mortales".
Uno de los terminales le fue enrollado en el dedo medio de la mano derecha; el otro,
en un dedo de la mano izquierda.
-¿Qué me están haciendo? ¿Por qué callan?
El miedo tiene raíz y puede ser estimulado, la angustia no; pero en los síntomas se
parecen. La angustia se viste de terror cuando la normalidad desaparece, cuando una mente
humana ignora lo que otras están haciendo en su contra.
-Vamos a probar tu resistencia, tu hombría. Cuando quieras hablar levanta un dedo.
Le abrieron la boca y le pusieron, entre los dientes, un paño, para que no se
mordiera los labios y la lengua.
El comisario movió la cabeza. Uno de los policías hizo girar la manivela y "El
Tucho" saltó en la silla. Le dieron 2 vueltas más. Se oyó un murmullo de voces
procesionales: bajas, sordas, ininteligibles. Transpiraba a chorros y movía la cabeza hacia
los lados. Chacal herido, levantó un dedo. Le sacaron la mordaza:
-Me están matando. Nada sé.
El comisario señaló la oreja del detenido. Uno de los terminales fue unido al
pabellón de la oreja derecha de "El Tucho". La mordaza volvió a la boca. 3 vueltas
completas de la manilla. El detenido, acusando dificultades respiratorias, levantó un dedo:
-Me estoy ahogando. Deme agua.
Los policías se miraron entre sí: habían llegado a uno de los puntos críticos de todo
interrogatorio violento. ¿Qué se hace? ¿Cómo?
Dejaron solo al detenido y se consultaron en voz baja:
-¿Qué cree Ud., doctor?
-Es demasiado gordo, comisario.
-Me parece que está haciendo "teatro".
-No. La transpiración es violenta. Muestra un cuadro de sofocación. Creo que ya
hay lesiones congestivas.
-Cambiaremos de "modus operandi". ¡Tiéndanlo sobre el mostrador, muchachos!
Ah, pero "embarrilado".
Con vendas, grises por el uso, lo envolvieron como a una momia. Sólo podía mover
la cabeza y los dedos de las manos.
"Embarrilado" lo corrieron para que la cabeza quedara un poco más baja que el
cuerpo. Una seña y el agua empezó a caer sobre la nariz y la boca de "El Tucho". Agua en
chorro ininterrumpido, que obstaculizaba la respiración.
-¡Paren! Cuando quieras hablar sacude la cabeza.
Al "Tucho" le habría gustado cerrar las aletas de su nariz. Trataba de compensar la
falta de aire abriendo desesperadamente la boca, pero allí también estaba el agua.
Aprovechó la pausa para llenarse los pulmones de oxígeno.
-¡Sigan!
El agua volvió a caer lenta, gruesa, clara, inundando labios, paladar, faringe, lengua,
dientes; hasta la úvula -lóbulo carnoso que pende de la parte posterior del paladar- se
ahogaba. Movió la cabeza con desesperación: estaba rojo.
-¡Alto, aguador del infierno!
Cuando pudo hablar dijo:
-Confesaré. Lo diré todo. No aguanto más, señor. Aquí mismo, al lado de este
mostrador... allí donde están las tablas quemadas, lo... maté y lo corté en trozos...
-¿Dónde están los restos?
-En "El Almendral", "Callejón de las Monjas". Los enterré debajo de una pared. Me
ayudó, por dinero, Aníbal Chaparro, un campesino que vive en ese lugar. No me flagelen
más.
-Está bien. ¡Suéltenlo!
Habían transcurrido horas negras, rojas, convulsas. Cada uno de los presentes había
colgado su propia alma del alma del "Tucho". En el mismo corazón del miedo es la muerte
casi visualizada, objetivándose, la que nos hace comprender el error. Policías y técnicos
rezando es menos auténtico que hombres orando entre dientes. El canto de un gallo lejano
trajo un regalo de vida natural, limpia, a esa trastienda del espanto y las mentes volvieron a
funcionar:
-Seguirás vendado. Siéntate. Háblanos del crimen.
-Ya lo sabe todo.
-Sí, siempre lo supimos ¿Sólo?
-Sí.
-¿Tuviste miedo?
-Sí, pero por cosas que pasaron. Era muy viejo, sesentón y demasiado rico. Yo fui
su sirviente, un sirviente adulador, sumiso. Tenía que ganarme su confianza y todo lo que él
hacía o decía yo lo encontraba... perfecto. Vivía solo en esta casa y yo solía quedarme para
acompañarlo...
-¡El crimen, "Tucho"!
-La noche del 9 de mayo (1947) me acerqué a él sigilosamente, por detrás, y le di un
golpe en la cabeza...
-¿Con qué?
-Con un martillo. Cayó. Metió un ruido enorme en la caída. Lo creí muerto. Me
disponía a...
-¡Sigue! ¡No cambies la frase!
-... cortarle la cabeza. Abrió un ojo y habló: "¿Por qué, "Tucho"?" Su voz era baja,
temblorosa. Lo miré, señor, y me pareció muerto.
-¿Habías encendido la luz?
-No. El tenía una lampara de parafina, de luz escasa, sobre el mostrador. Después
del primer martillazo yo puse la lámpara en el suelo. Tomé el martillo y volvió a mirarme y
a decirme: "No, "Tucho". No." El tiritaba y yo también. Dejé caer el martillo sobre su
cabeza. En cada martillazo se recogía y se estiraba. Cuando se quedó quieto, tieso, empecé
a cortarlo...
-Eres un carnicero asqueroso. Vamos a buscar los restos.
Aún era de noche en San Felipe. Una noche gelatinosa, blanda, pringosa. Con la
excepción del gallo madrugador, todos dormían, hasta los árboles de la vieja plaza. El que
había despertado para no dejar dormir era el terror. Dormir es el puerto oscuro y misterioso
del hombre, en el que atracamos noche a noche, si la carga del día es limpia, generosa;
como si nos entrenáramos para el sueño grande, ese que carece de amaneceres.
Cortando sombras bajas el vehículo de los policías llegó al "Callejón de la Monjas".
Aníbal Chaparro, gañan gigantesco, dormía en el suelo de una pieza. Despertó a medias.
Entre luces de linternas vio al "Tucho" y comprendió todo ese largo rosario: confesión,
delación, detención, proceso, careo, sentencia. El coautor-enterrador y el asesino-
descuartizador se dieron de golpes, acusándose, recriminándose.
Dos palas y dos chuzos. Los criminales cavaron 2 metros debajo de la pared
medianera de un fundo. Con la madrugada vino el hedor anunciando, en vehículo de aire
puro, que algo putrefacto había sido hallado. La mano de Chaparro, flor del hoyo, puso una
pierna negra, aceitosa, en la superficie; pierna con fémur desnudo. La mano sacó un brazo,
otro, la pierna izquierda, trozos de tronco. Entre dos manos salió, finalmente, la cabeza
enorme de Demetrio Amar.
Dos sacos paperos se llenaron con los restos.
El grupo policial, que había crecido con Aníbal Chaparro y con el despedazado
Demetrio, se dirigió al hospital de San Felipe. Sobre una mesa para necropsias, fría, un
médico santiaguino armó, anatómicamente, el hediondo puzzle rojo.
Tres años y tres meses duró el proceso de uno de los gerentes del miedo: en
septiembre de 1950, Alberto Hipómenes Caldera García fue fusilado. El otro "gerente",
nadie sabe cómo, todavía vive.
Odette
Desde hace años -medida de tiempo del humano que envejece-, de día o de noche,
aquí o allá, despierto o dormido, suelo viajar en un autobús azul. El vehículo es siempre el
mismo: un armatoste ruidoso, destartalado, de asientos hundidos. La ruta blanca, señalada
por frondosos árboles viejos, parece ascender hasta el mismo cielo de París: la luz
combada, ciudadana, suave, se quiebra en incontables y leves lágrimas lejanas,
inexplicables, azulinas, titilantes. Es como viajar del amarillo tibio, claro, al negro noche;
de la vida plena a la locura de los fantasmas.
El humano nace y vive entre los efectos de luz y oscuridad y hasta morimos entre
medias tintas. Mi sueño-recuerdo se está aclarando con lentitud de agonizante terco:
El conductor, sin rostro, silba, carraspea, tose y fuma pipa. Es real: veo el humo casi
celeste y un cuello grueso, inclinado sobre el volante del autobús, sujetando una cabeza
llena de caminos, paraderos, inspectores y pasajeros. Usa una arrugada casaca de cuero
color café.
Sobre el piso del vehículo, de gastada goma gris, hay aplastadas colillas de
cigarrillos. A mi lado va Odette: rubia, ojos celestes, 20 años, casi flaca. Está notoriamente
embarazada. Ríe, mira por la ventanilla hacia el paisaje de espuma verde, canta y me tiene
tomada, entre las suyas, tibias, la mano izquierda. No puedo dudar de mis sentidos y de mi
memoria: la sensación global, repetida cien veces, es la misma. Destino: Vincennes
-pequeña ciudad al este de París; suburbio vegetal de la metrópoli enorme. No hay otros
pasajeros.
El autobús se detiene al lado de un hotel blanco-amarillento antiguo: "Le ciel". Plata
y oro engastados en el follaje. Dos pisos-nidos de amores furtivos, raros; con jardines y una
fuente; pájaros silenciosos, dormidos en ramas bajas, acostumbrados al autobús y al bullicio
de los pasajeros. Es el terminal. Bajamos. El chofer entra a la carrera, a saltos; saluda al
dueño del "cielo", un bretón anciano, de barba espesa y gris, y pide, con voz altísima:
"¡Cerveza helada!"
No llevamos maletas y ni siquiera escribimos nuestros nombres en registro alguno.
Pago 25 francos y el bretón, sonriendo, me entrega una llave con un Nº 7, rojo, pintado
sobre una bolita de madera barnizada unida a la llave por una corta cadena de metal. Odette
sube alegremente los peldaños alfombrados que llevan al 2º piso. La sigo. En la habitación
abre la ventana con la seguridad de dueña de casa; y el viento entra a hacer bailar los
dorados flecos de una colcha, levanta la abierta falda de Odette y mi cabello. Es un viento
aromático, de atardecer primaveral, libre.
Odette va a al baño y regresa descalza, con el pelo suelto -hermosísima-, apenas
cubierta con una transparente enagua lila. Me besa. Su vientre acusa un volumen de 3 a 4
meses de embarazo. Su cuerpo gira en una danza extraña, luciendo sus formas y sus ansias
sin inhibiciones. Es una piruetera de la excitación. Cansada, laxa, con el rostro encendido,
de dirige hacia la puerta, la abre, abocina las manos sobre su boca y pide cerveza,
sandwiches, aceitunas, pickles. Un garzón joven, en una bandeja de plata, nos trae, además,
ají rojo y mostaza y dos servilletas de género color crema. Me saluda como un viejo
conocido:
-Bon soir, monsieur Raúl.
Sin duda está equivocado. Contesto con un gesto. Desde el primer piso sube una
lenta música de organillo, grata de oír.
En casi dos décadas estoy más que acostumbrado a este fantasmagórico viaje en
autobús, a este extraño "recuerdo" y lo "regaloneo". A veces empieza por la ventana
abierta: semisombras en fuga; por el camino tendido entre los bosques llenos de sol
reverberante, con flores tempraneras lanzando flechas del mejor olor a las narices de los
viajeros; casi siempre empieza por la tristeza de Odette: desnudas pupilas celestes buscando
verse reflejadas en las oscuras pupilas de un hombre. Otras veces el sueño-pesadilla
empieza con mis pasos en fuga: yo ignoraba, como casi todo humano joven, que algo
parecido a lo irreal, a lo fantástico, existe en el desconcertante tránsito vital al que estamos
inexorablemente condenados.
EL ENCUENTRO.
Un autobús celeste
Margarita López, viuda, 65 años, apenas caminaba: había lavado y planchado ropa
ajena durante todo el día; le dolía la espalda, brazos y piernas; sentía frío, tenía hambre,
sed, sueño. Seguía pensando en su nieto rubio, de 6 años, y en la sonrisa nueva, limpia, que
la recibiría a milímetros de su ajado rostro.
Llegó a la esquina de Avenida España y Alameda empapada por la lluvia y asustada
por los relámpagos bajos. Levantó su delgada y arrugada mano para que el autobús se
detuviera. Desató uno de los nudos de su pañuelo y sacó 2 monedas, mientras el vehículo se
detenía a sus pies como una alfombra alta, iluminada. Una mano larga y fría, serpiente,
cuerda o guadaña, la ayudó a subir:
-Adelante, doña Margarita. Ha trabajado demasiado. Guarde sus monedas, de nada
van a servirle.
Extenuada y agradecida, ató los níqueles junto a los otros de su pañuelo. Se sentó
cerca de una pareja abrazada que olía a cerveza y tabaco. Dijo:
-Me avisa en San Diego, por favor. Puedo quedarme dormida...
Alfonso Venturelli, bajo, rubio, nervioso, cuarentón, seguía pensando en sus clases
de literatura y recién había abandonado el pupitre: "Los genios siguen viviendo en el
corazón de los pueblos porque pudieron captar la esencia de lo bello aunque nunca hayan
podido explicarla. Tal es el caso de Homero, Cervantes, Calderón, García Lorca y nuestro
Neruda". Contó su dinero y separó monedas; miró el reloj: "No, no iré a oír a Sánchez
hablar sobre "Los escritores vascos": es demasiado tarde". Se acercaba a la esquina de San
Ignacio y Alameda. Un autobús nuevo, reluciente, casi una oblonga estrella gigante, se
detuvo frente a él:
-Adelante, profesor. Aún le quedan minutos. Pasaré por Seminario.
Venturelli sonrió: su fama literaria había crecido. Miró hacia el fondo del vehículo:
una pareja unida por los labios y una vieja somnolienta. Tomó asiento al final: quería
volver a saltar como lo hacía de niño. Vio sólo 3 nucas: la del conductor era una sombra.
Un joven estudiante, un vendedor de maní, una gorda ojerosa y empapada, un ciego
y 3 parejas subieron en Nataniel; una de las mujeres estaba embarazada. Por afinidad
secreta, el muchacho, de unos 16 años, fue a sentarse al lado del profesor. El autobús
empezó a correr.
-¡Eh! -gritó el taxista-. ¡Pare en San Diego!.
Arturo Prat, Serrano, San Francisco. Más y más velocidad. El autobús volaba.
Todos los pasajeros se habían pegado a los asientos. La transpiración del miedo les mojaba.
Venturelli corrió hacia adelante: el asiento del conductor estaba vacío. Pestañeó, tragó
saliva. Apenas pudo decir:
-¡La máquina está sola! ¡Nos mataremos!
Pedro González saltó sobre el volante, se sentó y metió el pie derecho en el freno:
bombeó el pedal inútilmente. El estudiante señaló los techos negros de las casas y las luces
bajas:
-¡Miren! ¡Estamos volando!
-¡Dios mío, perdón! -rezaba el ciego.
Una acampanada voz de cobre viejo, de radio invisible, dijo:
-Este es el único viaje del humano. No se extrañen: así como hay barcos de muerte,
aviones, trenes, también existe este autobús...
-¿Por qué? -gritó la gorda ojerosa, llorando, convulsa.
-Todos Uds. cumplen sus plazos vitales a la misma hora, en minutos más. Deben
alegrarse: morirán acompañados...
-¿Quién lo ordena? -preguntó la pálida rancaguina-. ¿Dios?
-No. La muerte no es religiosa, es un hecho -repuso la voz.
-¿Quién eres tú? -preguntó nerviosamente el ciego.
-El antagonista de la vida, el revisor del tiempo vital. Algo de mí hay en toda
conciencia.
-¡Es injusto! ¡Yo sólo soy un niño! ¡Un niño!
-Sí, estudiante, lo sé. La mujer de la última pareja que subió en calle Nataniel, lleva
una criatura en sus entrañas. ¿No es más injusto?
-¡No ha nacido! ¡No sabe lo que es empezar a vivir! ¡Tengo 16 años! ¡A mí me
quieren! ¡Yo he querido! ¡Carezco de olvidos! ¡Dios!
El autobús empezó a descender sobre la Plaza Italia; casi tocó el suelo con sus
ruedas aladas y muertas:
-Tienes razón. ¡Salta! No temas, vivirás. Alteraré tu plazo.
Los pasajeros, con la excepción del ciego y Margarita, se estrellaban frente a la
salida. El autobús empezó a elevarse. Vieron cuando el muchacho, arrodillado, sacudía sus
ropas, recogía cuadernos y libros. Miró hacia el autobús lleno de ojos abiertos,
lagrimeantes, ansiosos, envidiosos de vida, desesperados. El ciego preguntó con voz
partida:
-¿Le pasó algo al muchacho?
-No -repuso Venturelli-. Acaba de levantarse y agita una mano para nosotros.
El ciego se encaminó hacia la puerta diciendo:
-¡Yo también saltaré! No soporto este viaje cruel, esta locura desesperante.
-Espera -dijo la voz-. Tu caso es distinto: tienes 46 años y perdiste la vista, hace 20,
al caer desde el balcón de la casa de tu amante, esposa de otro. Si saltas sufrirás una larga
agonía. Aquí morirás sin dolor...
-¿Y yo? -interrogó la joven embarazada-. Mi hijo, por el sólo hecho de existir en mí,
tiene derecho a la vida... Le ruego...
-Sí. Lo acepto.
-Gracias. Pero, ¿qué haré sin mi marido? Ambos lo necesitamos para seguir
viviendo...
El autobús descendió tocando el suelo de la calle M. Montt.
-¡Salten! Todas las noches lluviosas me ablandan, me humanizan. La lluvia es para
humanos y enemiga de la muerte.
La pareja cayó blandamente. Se alzaron tocándose los huesos; ella se sobaba el
vientre hinchado. El autobús volvió a alcanzar las copas de los árboles.
-No alteraré ningún destino más. Ahora sólo quedan los del viaje...
-¡No! -vociferó Margarita López, sonándose mocos y lágrimas-. He trabajado para
mis padres, para mi marido y para mis hijos. Ahora lo hago para un nieto que hasta va a la
escuela. A nadie le he hecho mal. ¿Qué diferencia existe entre un muchacho de 16 años y el
nieto mío de 6? El mío es rubio y crespo, cariñoso...
-Bájese, abuela. Tendrá mucha suerte con el muchacho.
Cayó, como una pluma antigua, en Lyon. Se levantó y cruzó Providencia. Sacó el
pañuelo y se lo pasó por los ojos. El autobús ya era un cometa o una estrella.
-Señor o lo que sea -dijo la voz emocionada de un hombre-. Yo sólo tengo ilusiones
y esta joven mujer, mi novia, también las tiene. Soñamos con un hijo. Nos hemos querido y
nos queremos acariciando ese sueño. Todo hombre o mujer fue antes una ilusión
misteriosa, tibia; las ansias, los anhelos no pueden llorar porque no tienen ojos para mirar a
la muerte sin cara, que todo lo troncha. Ud. tiene que saberlo.
-Está bien. Bajen cerca del canal. Cuidado con el agua.
Los ojos, pegados a los vidrios, vieron cuando el macho sacaba a su hembra de las
aguas oscuras. Ambos sonreían, se abrazaban; con las manos agitadas, temblorosas,
despedían a los viajeros definitivos.
-Para nosotros -dijo Venturelli-, este viaje de muerte también es injusto. Tú has
hecho excepciones por amor a los niños, porque la lluvia te hechiza, porque ya comprendes
lo que realmente somos: indefensos ante cualquier guadaña. Yo enseño a niños. Alguien
tiene que mostrarles la belleza creada por el hombre. El arte lo aprendimos del viento azul
correteando nubes en los cielos de nuestras infancias; en los peces vimos el primer árbol-
barco; en los pájaros, un vehículo para surcar el aire; del sol, arrancamos las valiosas y
únicas monedas: el trigo; del inmenso arco iris subterráneo, que pinta toda flor en el
silencio de la tierra humedecida, copiamos el color para vestirnos y adornarnos; del olor del
jazmín, lo trascendente para llegar al alma; de las rocas, el corazón de nuestras catedrales;
escuchando a las cañas de los bosques hicimos nuestras flautas. Cierto, muerte blanda,
somos transitorios y por ello emocionales: vamos desde la lágrima a la risa porque nos es
difícil crecer, endurecidos, entre los sepultados seres que nos quisieron y que todavía
amamos. Sin embargo, no obstante tu guadaña insaciable, vivimos esperanzados y amamos
para multiplicarnos: una pareja nuestra aquí, en la tierra, o allá, en el espacio infinito, será
inmortal. Altera nuestros plazos así como alteraste los otros. Si lo haces tendremos una idea
más humana de la muerte. Regrésanos al principio; haz el viaje al revés. Creo que
mejoraremos, que seremos distintos...
-¡Sí! Yo me iría a mi casa: no me gustan las patinadoras casadas.
-A mí tampoco me agradan los viejos enamorados sólo de piernas gordas.
Un coro de "síes" se alzó desde todos los asientos. El manicero gritó:
-Queremos vivir con más limpieza, con alguna dignidad y algo menos de miedo a
morir, con menos llanto...
Suavemente el autobús empezó a girar y descendió: el motor marcaba el oeste. Al
tocar la tierra la lluvia cesó. Apareció la luna entre nubes que se fueron blanqueando como
si una brocha de viento alegre fuera descolorando negros y grises. Millones de estrellas
aparecieron en el firmamento. Se detuvo, con chirrido de frenos, frente a Seminario y
descendió el profesor apretando sus libros con su brazo derecho. Sus pasos leves y rápidos,
fueron aplaudidos por el resto de los pasajeros del regreso. Dos parejas descendieron en
San Antonio y ayudaron al ciego a ponerse en marcha con su ruidoso bastón de madera de
nogal. Frente a Estado el autobús quedó casi vacío. Pedro González bajó en Bandera y se
fue a la calle a ver el autobús rumbo a la Estación Central. Le pareció que se elevaba y se
convertía en una estrella más entre incontables "autobuses" celestes. Entró a un bar y pidió
una pilsener helada.
-¿Sabe -le dijo al mozo- de dónde vengo?
-No, señor.
-Desde un autobús que volaba manejado por la muerte.
-Sí, seguro; pero, como vamos a cerrar, tendrá que ir a otro lado.
-¿No me cree? Venga, salga a la calle para que lo vea: el conductor es amigo de los
niños: es ese que me hace guiños desde el cielo...
Todavía ignoro qué fue lo primero de ella que vino a mí: ¿sangre, médula, nervios,
músculos, huesos? ¿La vida toda? ¿Cómo le dio tanta cuerda a mi, ahora, corazón de viejo
y puso en él algo de su piedad, de su ternura? Por un camino de leche tibia me até a su
geografía suave, tímida; a sus rosados y prodigiosos pezones de madre primeriza. Allí crecí,
arrezagado en una blanca y limpia piel para mis manos ávidas, nuevas: su voz girando,
zumbando entre mis tímpanos vírgenes, mis neuronas memorizando los primeros tonos del
amor y mi llanto instintivo naciendo de sus ausencias leves...
Aprendí a balbucear el nombre de una flor sin espinas. Asido a sus faldas oscuras me alcé y
caminé.
Mi memoria empezó a funcionar con ella: nada es anterior. Cabellos largos, negrísimos,
sedosos, siempre oliendo a quillay; horquillas de carey, color amaranto, cruzándole el moño
alto. Manos de dedos ágiles, incansables, haciendo cuadraditos de cebolla y apio, tejiendo
chombas azules, lavando, levantando panes en un pequeño horno de barro, cosiendo ojales
y pegando botones blancos, peinándome o reesculpiendo el rostro que durante nueve meses
tibios formó y aprisionó en su vientre acuático.
Su voz venía cantando desde Ñuble con ruidos de aguas quietas, horizontales y con el de
las pequeñas gotas verticales de la lluvia mansa, con olor a tierra saludadora, agradecida;
con vagidos de árboles milagrosos al paso del viento y suavidad de arcilla negra,
zoomórfica - crecí mirando una "guitarrera" de Quinchamalí y una alcancía cerdil de 3
patas cortas, negras, bulliciosa con mis monedas de cinco centavos . Más allá, la vieja
sangre vasca perdida en el tiempo cantábrico, montañoso, con invariables posiciones éticas
que me iba transmitiendo. Ese rebrote genético europeo, en Chillán azul-verde de lluvia,
nevado y pajarero, trinaba en sus días felices.
Pasaba el metro setenta de estatura; ojos casi verdes de tanto mirar apios, berros y
albahacas; pechos altos y un andar urgente en dirección a las cosas simples de todos los
días.
A los 17 años casó, impelida por su padre, con un santiaguino adinerado, viejo. "Avaro",
gritón, "mujeriego". No le gustó el matrimonio, pero yo había nacido.
"No hay esclavas de sangre vasca", decía. Buscó la libertad. Aprendió a coser a máquina y
trabajó en una fábrica de uniformes de la calle Salas; compró una máquina de "aparar" y
confeccionó guantes para hombres. Desafiada por la vida dura, independiente, estiró las
horas del esfuerzo. Compró otra "aparadora" para mi tía Dominga, una "ponedora" de
botones y una "hojaladora". Su casa se había transformado en taller, en una pequeña fábrica
de guantes. Conocí la suavidad de la badana y la gamuza, las tijeras incansables
conversadoras; las largas trasnochadas de los viernes y la alegría de los sábados con
canastos llenos de frutas y descanso. Habíamos abandonado la pobreza: conventillos, cités,
pasajes; la larga peregrinación por los barrios santiaguinos había terminado en una casita de
la calle Gálvez que se llenó de jazmín, rosas blancas y azucenas rosadas, enredaderas, los
ladridos de un perrito motudo y los gorjeos de un canario "calvo".
Viuda, volvió a casar y tuvo 3 hijos: un hombre y dos mujeres. Don Manuel y doña Andrea,
mis abuelos maternos, ya estaban en el Cementerio General. Mi tía Dominga se fue tras
ellos; antes, se había ido mi delgada tía Lucrecia.
Mi padrastro se encontró con un "hijo" que no era suyo y yo con un "padre" que no era mío.
A pesar de los esfuerzos de doña Rosa Ramona no pudimos "congeniar". La pequeña puerta
de calle comunicaba, como todas, con los caminos del hombre. Me despedí ansiando poner
una larga distancia entre el "ídolo roto" y mi ternura; me puse a saltar países como si se
tratara de charcas pequeñas. Desde Buenos Aires, antes del mes le escribí la primera carta
lagrimal y seguí llorando tinta desde Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil, Perú...Algunas de
mis lágrimas fueron "publicadas". Es duro recibirse de púber entre fronteras ajenas, crecer
entre rutas, solo. ¡Dios mío, qué viaje más largo para llegar a hombre y regresar a verla!
Jamás, habiendo recorrido cuatro continentes, estuve separado de mi madre. Iba y volvía;
ella envejecía esperando nietos: los tuvo. Volvió a enviudar. Sus hijas, solteronas,
religiosas, envejecían junto a ella. Ya no cosía por falta de vista suficiente: vendió las
máquinas. Su dedo índice derecho, con el que apoyaba el cuero de los guantes, empezaba a
recuperar sus crestas papilares.
POSICIONES MÁGICAS
Le gustaban las brujas, "meicas" y adivinas. No elijo el sexo, lo eligió ella que creía más en
las mujeres que en los hombres. "La vieja Mercedes", una bruja del barrio Independencia,
le pidió que criara un pichón blanco. Molía trigo y le abría el pico para darle alimento y
agua. Un mes estuvo viviendo para el palomo. ¿Celos? ¿Fue el verla esclavizada por el
ave? No lo sé. Con mi honda le di un piedrazo en la cabeza y el palomo dejó de existir. Por
primera y única vez fui físicamente castigado. "La vieja Mercedes", al enterarse, dijo: "Este
hijo tuyo te dará más problemas que el pichón". Sí; todo hijo, desde que es embrión , causa
alteraciones, molestias, y mientras se afirma en la adultez incierta, seguirá provocándolas:
el hombre es un desorientado natural. De todos modos las palomas me gustan de lejos,
decorativamente.
Un hombre flaco, casi un espíritu, pobre y solemne, me quitó, con un vaso de agua, una
gangrena localizada en mi pierna izquierda. Mi madre me llevó a verlo porque, según el
médico del barrio: "...si no hay amputación perderá la vida". Sé muy bien que esta zona es
mágica, milagrera, increíble, pero mis dos piernas siguen siendo sanas, fuertes, ágiles.
Siento respeto por lo que no conozco. Hace unos años acompañamos, mi esposa y yo, a
doña Rosa Ramona a ver a una bruja de Melipilla que tenía o tiene ojos celestes, uno con la
visión semiperdida, y un vocabulario de carretonero: "Tendrás que operarte, Rosa, la hernia
del vientre". Miró a mi mujer: "Tú no andas muy bien porque tienes un tumor en la matriz.
Te ayudaré". Lo tenía. Yo me paseaba, escuchando los diálogos, por un patio de tierra lleno
de excrementos de gallina y de conejos, mirando un sauce casero y escuchando el cercano
ladrido de un perro invisible.
"¡Oye tú!", gritó la bruja. "Cuando se tiene un don hay que regalarlo con frecuencia. No te
lo dieron para que lo guardaras". Volví a escribir.
Cuando desempeñaba funciones policiales jamás detuve "meicas", brujas o adivinas. De
jefe, siempre estaba procurando la libertad de curanderos, grafólogos, cartománticos,
quirománticos, "astrólogos", faquires, espiritistas, "magos". ¡Ningún humano sabe dónde y
cómo aparecerá el largo dedo de Dios! Además, la voz "aquelarre" es vasca.
POSICIONES ÉTICAS.
La ciencia del buen vivir la aprendió, doña Rosa, de su madre. ¿Donde la aprendió doña
Andrea? Pasa con las familias chilenas que descienden de españoles. En las viejas frases
está el contenido razonable y limpio, decantado en siglos de cultura:
Madre, hay un niño en la escuela que golpea a los muchachos.
¿También a ti?
Sí. Un día de estos le voy a devolver los golpes.
¡No! Mañana le obsequiarás uno de estos merengues. Nadie, ni los perros, atacan al que da.
Al tercer merengue éramos amigos de caras embadurnadas, dulces. Otros niños empezaron
a regalarle bolitas, botones, frutas. Pedro Guardiola, huérfano y sin hermano, dejó de pelear
y empezó a sonreír.
No pidas, "aguántate". Yo siempre he dado.
Siendo como era, fuerte, trabajadora, resuelta, se inclinaba ante los débiles.
Tuve que comerme una docena de plátanos por haberle pedido uno al hijo del vecino.
No te acuestes en cama ajena porque extrañarás la propia.
Hasta aquí y paso largo el medio siglo, he cumplido con esta norma y he dormido sin
conocer el insomnio.
Cuando quieras llorar hazlo a solas: el dolor del humano, cuando es auténtico, es íntimo.
POSICIONES ESTÉTICAS
Diálogo del 30 de agosto de 1975.
Esos jacintos, hijo, son viejos amigos míos que todos los años vienen a visitarme y traen el
mismo olor suave de mi niñez.
¿Qué ve en ellos?
Mis cambios, los agostos cumpleañeros de mis ayeres siempre me encontraron cerrada en
mí hasta que tú naciste.
¿Y ahora, madre?
Sueño por otros: hijos, nietos, vecinos, desconocidos.
¿Qué sueña?
Jacintos para un mundo simple, tierno, en el que los humanos tengan deseos de ver y oler
flores, pájaros, niños, árboles y estrellas. ¡Mira, las gotas de agua cuelgan de las hojas del
limonero! Ese gorrión calmará su sed con espejitos redondos.
AGONÍA Y MUERTE
La mañana del once de junio de 1976, último, fui a verla a su casa del Paradero 11 de la
Gran Avenida. Después de serle extirpada la hernia abdominal comía menos y ya no era la
misma Rosa de siempre. Había nacido 4 meses antes de este siglo y sentía la muerte de
Eliseo, su último esposo.
Estaba acostada con el rostro vuelto hacia la pared del oeste. Me senté a su lado y tomé su
cabeza entre mis manos: se recogió. Estaba delgadísima, deshidratada. Sostuvo mi mano
derecha, con la que escribo, entre las suyas; con mi mano izquierda acariciaba sus cabellos
grises; rascándola con suavidad:
¿Cómo es este día? No quiero abrir los ojos porque me duelen con la luz y no deseo
encortinar esa ventana callejera, llena de vida.
Brillante. El sol despide al otoño; cielo de paño azul marino; el aire es frío.
Callé.
¡Sigue hablando! Esos ojos míos que llevas en tu rostro, no lloran por la luz.
Tragué saliva salobre: el hombre llora por dentro.
Cerca de los jacintos hay una rosa tardía, color obispo viejo; sus pétalos están tiesos, como
almidonados.
¡Ah, es "La vieja Lucrecia", Hace un mes la regué y la reté: sale muy tarde, es porfiada y no
sabe defenderse del frío. Pobrecita, está siempre sola.
¿Quiere agua?
Si, tengo los labios secos.
Bebió sonriendo.
Iré a buscar al médico.
No. Ya terminé mi viaje por este mundo. Regresa a los tuyos que te necesitan más que yo.
Toda esa noche llovió. En la madrugada del 12, Irma, mi hermanastra, me llamó:
Acaba de morir y como estaba durmiendo sus ojos....
La velaron en un templo adventista del barrio Matadero. Al día siguiente, durante las
honras fúnebres, un negro estadounidense tocó el piano y cantó, acompañado de un coro de
niños: "Cuando nombren mi nombre en el cielo, diré, presente". Toda la vida ignoré la
religión de mi madre. En el cementerio el pastor dijo: "Fue una buena obrera de Dios".
Ese día llovió tanto como la noche de su muerte. Parece que la lluvia se detuvo para que la
enterráramos sin apuro.