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Análisis Del Libro Más Allá Del Crimen

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“ANÁLISIS DEL LIBRO

MÁS ALLÁ DEL


CRIMEN”

Por:

Ing. +Lic. Yunior Andrés Castillo S.


yuniorandrescastillo.galeon.com

yuniorcastillo@yahoo.com

Celular: 1-829-725-8571

Santiago de los Caballeros,


República Dominicana
2014.

Primera edición
2014

Título:
“ANÁLISIS DEL LIBRO MÁS ALLÁ DEL CRIMEN”
Autor:
Ing. + Lic. Yunior Andrés Castillo S.

Elaboración de Portada:

ISBN:

Impresión:

Editora Derecho de Saber para Pensar

Impreso en República Dominicana

Printed in Dominican Republic

Derechos reservados por el autor conforme a la ley.


Prohibida su reproducción parcial o total sin autorización del autor.

“ANÁLISIS DEL LIBRO


MÁS ALLÁ DEL
CRIMEN”
“ANÁLISIS DEL LIBRO MÁS ALLÁ DEL CRIMEN
DEL AUTOR: RENÉ VERGARA”

Todavía ignoro qué fue lo primero de ella que vino a mí: ¿sangre, médula, nervios,
músculos, huesos? ¿La vida toda? ¿Cómo le dio tanta cuerda a mí, ahora, corazón de viejo
y puso en él algo de su piedad, de su ternura? Por un camino de leche tibia me até a su
geografía suave, tímida; a sus rosados y prodigiosos pezones de madre primeriza. Allí crecí,
arrezagado en una blanca y limpia piel para mis manos ávidas, nuevas: su voz girando,
zumbando entre mis tímpanos vírgenes, mis neuronas memorizando los primeros tonos del
amor y mi llanto instintivo naciendo de sus ausencias leves...
Aprendí a balbucear el nombre de una flor sin espinas. Asido a sus faldas oscuras me alcé y
caminé.
Mi memoria empezó a funcionar con ella: nada es anterior. Cabellos largos, negrísimos,
sedosos, siempre oliendo a quillay; horquillas de carey, color amaranto, cruzándole el moño
alto. Manos de dedos ágiles, incansables, haciendo cuadraditos de cebolla y apio, tejiendo
chombas azules, lavando, levantando panes en un pequeño horno de barro, cosiendo ojales
y pegando botones blancos, peinándome o reesculpiendo el rostro que durante nueve meses
tibios formó y aprisionó en su vientre acuático.
Su voz venía cantando desde Ñuble con ruidos de aguas quietas, horizontales y con el de
las pequeñas gotas verticales de la lluvia mansa, con olor a tierra saludadora, agradecida;
con vagidos de árboles milagrosos al paso del viento y suavidad de arcilla negra,
zoomórfica - crecí mirando una "guitarrera" de Quinchamalí y una alcancía cerdil de 3
patas cortas, negras, bulliciosa con mis monedas de cinco centavos. Más allá, la vieja
sangre vasca perdida en el tiempo cantábrico, montañoso, con invariables posiciones éticas
que me iba transmitiendo. Ese rebrote genético europeo, en Chillán azul-verde de lluvia,
nevado y pajarero, trinaba en sus días felices.
Pasaba el metro setenta de estatura; ojos casi verdes de tanto mirar apios, berros y
albahacas; pechos altos y un andar urgente en dirección a las cosas simples de todos los
días.
A los 17 años casó, impelida por su padre, con un santiaguino adinerado, viejo. "Avaro",
gritón, "mujeriego". No le gustó el matrimonio, pero yo había nacido.
"No hay esclavas de sangre vasca", decía. Buscó la libertad. Aprendió a coser a máquina y
trabajó en una fábrica de uniformes de la calle Salas; compró una máquina de "aparar" y
confeccionó guantes para hombres. Desafiada por la vida dura, independiente, estiró las
horas del esfuerzo. Compró otra "aparadora" para mi tía Dominga, una "ponedora" de
botones y una "hojaladora". Su casa se había transformado en taller, en una pequeña fábrica
de guantes. Conocí la suavidad de la badana y la gamuza, las tijeras incansables
conversadoras; las largas trasnochadas de los viernes y la alegría de los sábados con
canastos llenos de frutas y descanso. Habíamos abandonado la pobreza: conventillos, cités,
pasajes; la larga peregrinación por los barrios santiaguinos había terminado en una casita de
la calle Gálvez que se llenó de jazmín, rosas blancas y azucenas rosadas, enredaderas, los
ladridos de un perrito motudo y los gorjeos de un canario "calvo".
Viuda, volvió a casar y tuvo 3 hijos: un hombre y dos mujeres. Don Manuel y doña Andrea,
mis abuelos maternos, ya estaban en el Cementerio General. Mi tía Dominga se fue tras
ellos; antes, se había ido mi delgada tía Lucrecia.
Mi padrastro se encontró con un "hijo" que no era suyo y yo con un "padre" que no era mío.
A pesar de los esfuerzos de doña Rosa Ramona no pudimos "congeniar". La pequeña puerta
de calle comunicaba, como todas, con los caminos del hombre. Me despedí ansiando poner
una larga distancia entre el "ídolo roto" y mi ternura; me puse a saltar países como si se
tratara de charcas pequeñas. Desde Buenos Aires, antes del mes le escribí la primera carta
lagrimal y seguí llorando tinta desde Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil, Perú...Algunas de
mis lágrimas fueron "publicadas". Es duro recibirse de púber entre fronteras ajenas, crecer
entre rutas, solo. ¡Dios mío, qué viaje más largo para llegar a hombre y regresar a verla!
Jamás, habiendo recorrido cuatro continentes, estuve separado de mi madre. Iba y volvía;
ella envejecía esperando nietos: los tuvo. Volvió a enviudar. Sus hijas, solteronas,
religiosas, envejecían junto a ella. Ya no cosía por falta de vista suficiente: vendió las
máquinas. Su dedo índice derecho, con el que apoyaba el cuero de los guantes, empezaba a
recuperar sus crestas papilares.

POSICIONES MÁGICAS
Le gustaban las brujas, "meicas" y adivinas. No elijo el sexo, lo eligió ella que creía más en
las mujeres que en los hombres. "La vieja Mercedes", una bruja del barrio Independencia,
le pidió que criara un pichón blanco. Molía trigo y le abría el pico para darle alimento y
agua. Un mes estuvo viviendo para el palomo. ¿Celos? ¿Fue el verla esclavizada por el
ave? No lo sé. Con mi honda le di un piedrazo en la cabeza y el palomo dejó de existir. Por
primera y única vez fui físicamente castigado. "La vieja Mercedes", al enterarse, dijo: "Este
hijo tuyo te dará más problemas que el pichón". Sí; todo hijo, desde que es embrión , causa
alteraciones, molestias, y mientras se afirma en la adultez incierta, seguirá provocándolas:
el hombre es un desorientado natural. De todos modos las palomas me gustan de lejos,
decorativamente.
Un hombre flaco, casi un espíritu, pobre y solemne, me quitó, con un vaso de agua, una
gangrena localizada en mi pierna izquierda. Mi madre me llevó a verlo porque, según el
médico del barrio: "...si no hay amputación perderá la vida". Sé muy bien que esta zona es
mágica, milagrera, increíble, pero mis dos piernas siguen siendo sanas, fuertes, ágiles.
Siento respeto por lo que no conozco. Hace unos años acompañamos, mi esposa y yo, a
doña Rosa Ramona a ver a una bruja de Melipilla que tenía o tiene ojos celestes, uno con la
visión semiperdida, y un vocabulario de carretonero: "Tendrás que operarte, Rosa, la hernia
del vientre". Miró a mi mujer: "Tú no andas muy bien porque tienes un tumor en la matriz.
Te ayudaré". Lo tenía. Yo me paseaba, escuchando los diálogos, por un patio de tierra lleno
de excrementos de gallina y de conejos, mirando un sauce casero y escuchando el cercano
ladrido de un perro invisible.
"¡Oye tú!", gritó la bruja. "Cuando se tiene un don hay que regalarlo con frecuencia. No te
lo dieron para que lo guardaras". Volví a escribir.
Cuando desempeñaba funciones policiales jamás detuve "meicas", brujas o adivinas. De
jefe, siempre estaba procurando la libertad de curanderos, grafólogos, cartománticos,
quirománticos, "astrólogos", faquires, espiritistas, "magos". ¡Ningún humano sabe dónde y
cómo aparecerá el largo dedo de Dios! Además, la voz "aquelarre" es vasca.

POSICIONES ÉTICAS
La ciencia del buen vivir la aprendió, doña Rosa, de su madre. ¿Donde la aprendió doña
Andrea? Pasa con las familias chilenas que descienden de españoles. En las viejas frases
está el contenido razonable y limpio, decantado en siglos de cultura:
Madre, hay un niño en la escuela que golpea a los muchachos.
¿También a ti?
Sí. Un día de estos le voy a devolver los golpes.
¡No! Mañana le obsequiarás uno de estos merengues. Nadie, ni los perros, atacan al que da.
Al tercer merengue éramos amigos de caras embadurnadas, dulces. Otros niños empezaron
a regalarle bolitas, botones, frutas. Pedro Guardiola, huérfano y sin hermano, dejó de pelear
y empezó a sonreír.
No pidas, "aguántate". Yo siempre he dado.
Siendo como era, fuerte, trabajadora, resuelta, se inclinaba ante los débiles.
Tuve que comerme una docena de plátanos por haberle pedido uno al hijo del vecino.
No te acuestes en cama ajena porque extrañarás la propia.
Hasta aquí y paso largo el medio siglo, he cumplido con esta norma y he dormido sin
conocer el insomnio.
Cuando quieras llorar hazlo a solas: el dolor del humano, cuando es auténtico, es íntimo.

POSICIONES ESTÉTICAS
Diálogo del 30 de agosto de 1975.

Esos jacintos, hijo, son viejos amigos míos que todos los años vienen a visitarme y traen el
mismo olor suave de mi niñez.
¿Qué ve en ellos?
Mis cambios, los agostos cumpleañeros de mis ayeres siempre me encontraron cerrada en
mí hasta que tú naciste.
¿Y ahora, madre?
Sueño por otros: hijos, nietos, vecinos, desconocidos.
¿Qué sueña?
Jacintos para un mundo simple, tierno, en el que los humanos tengan deseos de ver y oler
flores, pájaros, niños, árboles y estrellas. ¡Mira, las gotas de agua cuelgan de las hojas del
limonero! Ese gorrión calmará su sed con espejitos redondos.

AGONÍA Y MUERTE
La mañana del once de junio de 1976, último, fui a verla a su casa del Paradero 11 de la
Gran Avenida. Después de serle extirpada la hernia abdominal comía menos y ya no era la
misma Rosa de siempre. Había nacido 4 meses antes de este siglo y sentía la muerte de
Eliseo, su último esposo.
Estaba acostada con el rostro vuelto hacia la pared del oeste. Me senté a su lado y tomé su
cabeza entre mis manos: se recogió. Estaba delgadísima, deshidratada. Sostuvo mi mano
derecha, con la que escribo, entre las suyas; con mi mano izquierda acariciaba sus cabellos
grises; rascándola con suavidad:
¿Cómo es este día? No quiero abrir los ojos porque me duelen con la luz y no deseo
encortinar esa ventana callejera, llena de vida.
Brillante. El sol despide al otoño; cielo de paño azul marino; el aire es frío.
Callé.
¡Sigue hablando! Esos ojos míos que llevas en tu rostro, no lloran por la luz.
Tragué saliva salobre: el hombre llora por dentro.
Cerca de los jacintos hay una rosa tardía, color obispo viejo; sus pétalos están tiesos, como
almidonados.
¡Ah, es "La vieja Lucrecia", Hace un mes la regué y la reté: sale muy tarde, es porfiada y no
sabe defenderse del frío. Pobrecita, está siempre sola.
¿Quiere agua?
Si, tengo los labios secos.
Bebió sonriendo.
Iré a buscar al médico.
No. Ya terminé mi viaje por este mundo. Regresa a los tuyos que te necesitan más que yo.
Toda esa noche llovió. En la madrugada del 12, Irma, mi hermanastra, me llamó:
Acaba de morir y como estaba durmiendo sus ojos....
La velaron en un templo adventista del barrio Matadero. Al día siguiente, durante las
honras fúnebres, un negro estadounidense tocó el piano y cantó, acompañado de un coro de
niños: "Cuando nombren mi nombre en el cielo, diré, presente". Toda la vida ignoré la
religión de mi madre. En el cementerio el pastor dijo: "Fue una buena obrera de Dios".
Ese día llovió tanto como la noche de su muerte. Parece que la lluvia se detuvo para que la
enterráramos sin apuro.

EPÍLOGO DE UN HUÉRFANO VIEJO


Varias veces me he devuelto del Paradero 11 porque he comprendido, tardíamente, que esa
ruta no me lleva a sus ojos, a su voz, a sus manos. En esa casa verde, llena de flores, las
cortinas de su dormitorio siguen sin impedir el paso de la luz solar.
Su muerte se arrinconó junto a mi primer recuerdo. Un día enterrarán mis huesos sobre sus
huesos. Rosa Ramona ya se encontró con los huesos molidos de sus padres.
Parece que vivir es un ciclo que empieza y termina en lágrimas. Ello no obstante, creo que
algo hemos aprendido: el tránsito vital, corto o largo, tiene un propósito humano: llegar a
comprender lo que somos para mejor convivir entre "conmorientes".
La vieja sepultura familiar, de tierra esquinera, vecina a robles nuevos y viejos, está llena
de jacintos y cinerarias, lágrimas de un huérfano cincuentón, recuerdos de varias vidas,
sonrisas escasas, preguntas sin respuestas y la "Lucrecia" tardía, trasplantada, obispal, que
espero renazca en junio.
LOS ANTAGONISTAS
René Vergara

En la calle Victoria, entre Arturo Prat y San Diego, lado sur, está la modesta relojería "El
Mundo". El padre de Carlos Valenzuela - su actual propietario - , como buen español, la
denominó así en homenaje a Colón y a los hispanos marinos peninsulares que lo
redondearon. Carlos, obviamente, creció entre relojes. Aprendió a leer las horas antes que
las letras. De niño llevaba un redondo vidrio de aumento sobre el ojo derecho para ver
mejor tornillos y rubíes. La relojería, con sus relojes de campanas y carillones, cajitas de
música y relojes de madera de los que salían pajaritos a dar la hora, era la gran atracción
para los muchachos del barrio.
Todas las casitas de ese lado son de un piso, excepto la de la esquina de San Diego. El
propietario construyó una larga muralla de adobes y la subdividió simétricamente: 6 metros
de frente para cada casa, una puerta ancha para el local comercial, 3 piezas interiores, un
patio, servicio higiénico; y las vendió. Los localcitos se transformaron en botica - esquina
azul de Arturo Prat - , pegada a una compra-venta de ropa usada, cocinería, bar, la
relojería, un taller reparador de calzado, peluquería de un japonés, restaurante,
botillería...Uno de los locales era ocupado, como casa-habitación, por un hombre flaco,
viejo, orador esquinero de los evangélicos del barrio Matadero; en las tardes sabatinas,
después de la puesta del sol, salía con una guitarra enfundada en cretona verde. En las
mañanas compraba pan integral recién horneado; leche, al pie de la vaca, en un establo de
la calle Marina de Gaete; frutas y verduras; de cuando en cuando se le veía llegar con
pescados y los gatos de la calle lo seguían a carreritas y saltos. Usaba barba blanca, crespa -
"apóstol" de G. Doré - y un sombrero ancho, negro. Nadie lo vio apurado, nervioso,
enojado. Su traje color café oscuro, viejísimo, le holgaba. Saludaba con una venia corta y
una sonrisa-rictus. Parecía no ver con sus pequeños ojos semicerrados. Trabajaba como
cuidador nocturno en una funeraria. Lo conocíamos por "Don Segundo".
En las veredas de la calle Victoria todavía existen las pequeñas acacias que los podadores
municipales no han dejado crecer: niños y perros las rodean, marcan, orinan. Ebrios,
morados como el vino; rateros pálidos y prostitutas flacas, tomaban el sol callejero; el
invierno se los tragaba a todos, incluyendo a los vendedores de perros nuevos y cartilleros
clandestinos. Allí me crié, entre volantineros sesentones, rayueleros gordos, policías
ensombrerados y cabronas ociosas metidas en blusas de seda y llenas de afeites, grasosas.
Con la lluvia o el frío la calle era nuestra; También eran "nuestros" los muertos y los
heridos, los vecinos libres o presos, "encaletados" o prófugos. Una realidad espesa, negra,
como para enlutecer y aplastar a un rebaño de elefantes y un insignificante fulgor interno:
fe y esperanzas. Teníamos un club de fútbol cuyo directorio funcionaba en plena calle,
esquivando ciclistas, peatones, perros en celo, camiones.
Los humanos me estaban pareciendo distintos a lo que eran o pretendían ser: para saberlo
gasté algunas suelas de zapatos entre el salón de billares de don Santiago, el cojo de San
Diego; la cafetería del "Chino Chiang", panadería de los Ferrer, Cuarta Comisaría, la Posta
de la calle Maule. Límites, como los de cualquier barrio santiaguino, de la existencia de
cientos de personas. Una frase aquí, un gesto allá; domingos, días de trabajo, comprando o
vendiendo, sobrios o ebrios, todos iban conformando lo que eran: seres contradictorios.
"Don Nola", por ejemplo, era durísimo con los cogoteros que le vendían ropas usadas y
blando con los compradores de las mismas: dos rostros, dos lenguajes; más tarde supe que
para sus hijos tenía otro rostro, otras frases y otras entonaciones: Si alguien le pedía, al
"Chino Chiang", un café puro, arrugaba el ceño; si el pedido era: una docena de sopaipillas
y un café con leche: sonreía. El boticario, siempre engominado, nos tiraba las aspirinas; con
las muchachas era un payaso generoso. Casi todos andaban a las patadas con los perros
vagos, sólo "Don Segundo" les daba de comer, les acariciaba. Una gorda, dueña de un
prostíbulo, sentada en una silla de fierro, le daba moneditas a los muchachos descalzos,
como si les diera migas a las palomas. El cura de la iglesia de la calle Chiloé nos corría a
manguerazos.
Vivíamos evadiéndonos de las familias y del barrio, de la pobreza, del vicio y del delito.
Salíamos a buscar el aire limpio y libre del parque Cousiño, que no tenía rejas; los recodos
siempre sorprendentes del Zanjón de la Aguada, el Ganges de mi infancia y de miles de
muchachos; las alturas verdes del San Cristóbal o los pájaros anidados y empolvados de los
árboles del Camino de Ochagavía. A veces íbamos a dar vueltas en el tren de carga que
corría desde la Estación San Diego a Santa Elena. Nos empujaba una pregunta que todavía
no tiene respuesta: ¿Qué habrá más allá? Entre los 12 y los 16 años la realidad parece
misteriosa. Pasados los 50 sigo pensando de la misma manera y puedo probar que lo es.
Desilusionados, cansados, acosados por el hambre, regresábamos a nuestros hogares. Al
atardecer nos juntábamos en la relojería a conversar sobre fútbol, box, muchachas y salones
de baile. La mayoría usaba pantalones largos...

En el invierno de 1935, agosto, cerca de las 20 horas, voces graves, rápidas, incoherentes,
venían desde la calle: "¡Me mata! ¡Me matarán! ¡Sé!" No alcanzamos a salir porque un
hombre gordo, bien vestido, entró corriendo a la relojería. Quedó en el centro del grupo de
espantados muchachos, al lado de "Don Segundo", cuyo reloj despertador arreglaba Carlos.
Transpiraba, acezaba. Voz chillona, temblor muscular y llanto, transparentaban un miedo
líquido no conocido por nosotros. Nos asomamos a la calle para ver a su perseguidor o
perseguidores: estaba desierta. Por las esquinas de Arturo Prat y San Diego pasaban
paraguas rápidos, negros. Imaginé un largo cuchillo lanzado por un fantasma y cerré los
ojos. El niño-relojero le dio un vaso de agua: lo bebió lentamente. Su rostro pálido estaba
adquiriendo color y el agua del vaso ya no le mojaba la mano ni el piso.
Raúl Reyes, "El Pato", capitán del equipo juvenil "Defensores de Victoria", dijo de frentón:
No hay nadie. No viene ni va persona alguna. Con esta lluvia no hay ni perros.
"El Manchado", Alfredo Jiménez, le acercó una silla. No recuerdo quién le pasó un
cigarrillo encendido. "Don Segundo", con voz suave, cálida, penetrante, de persona
acostumbrada a preguntar, nos sorprendió:
- ¿Quién lo va a matar? ¿Cómo lo sabe?
El gordo desconocido, entrecortadamente, respondió:
Me siguen. No lo sé. De noche escucho pasos raros, voces amenazadoras.
¿Raros? - insistió "Don Segundo" - Aclárelo, por favor.
- Son pasos distintos. Veloces, lentos, cercanos, lejanos, huecos, duros...
¿Cómo son las voces?
Agrias, violentas, quejumbrosas. Parecen dardos, puñales.
¿Tiene enemigos?
No. Lo que tengo es dinero. Demasiado dinero...
Reyes, fuerte y realista, riéndose y en voz baja aseguró:
* Debe ser "El Cojo Ramón" - un viejo que apenas movía los pies, de voz chillona.
Soltamos las risas y empezaron las bromas: sin duda habíamos atravesado la cortina del
miedo.
No - dijo otro - Debe ser "El Coligüillo - un tuberculoso flaquísimo, hijo de "La Peta",
lavandera del barrio.
Carlos se acercó al gordo del miedo diciéndole:
Váyase, amigo. Nada le pasará. Creo que el tinto que se bebió tenía azufre y
pólvora...mojada.
Azufre y demonio eran, en ese tiempo, para nosotros, sinónimos. Volvimos a reírnos. "Don
Segundo" se echó el despertador en uno de sus bolsillos. Movió la cabeza susurrándonos,
casi sin abrir boca:
No se rían de él.
Lo miramos: mantenía cerrados sus ojos.
¿Por qué no? - preguntó "El Pato"-. Este borracho nos asustó.
Porque es cierto lo que dice: esta noche o en la madrugada, morirá.
Palabras-guijarros para tímpanos nuevos que siguieron sonando: campanadas de iglesia
antigua, olvidada; agudo sermón de santo espectral. Había abierto sus párpados y dos luces
largas perforaron nuestras mentes. Volvió a cambiar el tono de su voz para decir:
Váyase. Nadie puede evitar la muerte. La vida es la mentira, el hechizo.
El desconocido, como si hubiera recibido una orden terminante, dejo la silla y con las
manos sobre la cabeza, salió corriendo y gritando:
¡Me matarán! ¡Me matarán!
Seguí viendo....sus pasos idos...sobre la acera iluminada por la luz de la relojería; sus
huellas en fuga, abrillantadas por la lluvia, todavía están en mí. Carlos, estremecido, bajó la
cortina dejando entreabierta la pequeña puerta metálica central. "Don Segundo" preguntó
con voz normal:
¿Cuánto te debo, muchacho, por el arreglo del reloj?
Nada. Nada. ¿Por qué asustó a ese pobre loco?
No he asustado a nadie. Hay cosas, hijo, que nadie puede explicar a un adolescente. El
tiene su miedo, un miedo cultivado, casi auténtico, que algo o alguien le metió en el alma.
¿Por qué hoy o en la madrugada? ¿Cómo pretende saberlo?
Podría decirte que ese hombre llegó al límite fisiológico y que morirá de un síncope o
shock y no te diría nada. Buenas noches.
Espere, "Don Segundo" - siguió Carlos - , En el barrio se dice que Ud. Es naturista,
evangélico y medio brujo.
Sí, lo soy. Me conocen 20 años.
También se dice que Ud. sale cerca de medianoche.....
Saben que cuido una funeraria…
¡Ah! Por eso cree entender de muertos a futuro…
Está bien, Carlitos. Lo buscaste. Estoy acostumbrado a revelar pequeños misterios
humanos, tragedias de vida y muerte. Nada importante. Soy especialista en finales, un
lector de muertes en rostros vivos. ¿Quieres saber cómo lo hago? ¿Cómo taso en tiempo
miradas, voces, lágrimas, parpadeos?
¡No!
Agachó su metro noventa y atravesó la puerta de la cortina.
Nos quedamos jugando dominó, un dominó lleno de errores, lento, interrumpido. Reyes
compró media docena de cervezas. Fumamos amurcielagadamente. El espanto, a veces, se
viste de uniforme. Sin duda existían palabras raras, tonos extraños y conductas humanas
que iban más allá de las conocidas por nosotros.

Al día siguiente, desvelado, preocupado, de regreso del liceo, un hombre me preguntó:


¿Viste, anoche, a un gordo que pedía auxilio?
Contesté maquinalmente, porque lo seguía viendo, reviendo:
Sí.
Ven.
En la sala de guardia de la Cuarta Comisaría estaban todos mis amigos, incluso "Don
Segundo". Mi aprehensor me empujó hacia el grupo.
¿Qué pasa, Carlos?
El gordo apareció apuñalado en la esquina de San Diego con Victoria. Están, así dicen,
investigando.
¿Murió?
Con 3 puñaladas en el hígado muere hasta una estatua.
¿Quién dio nuestros nombres?
Las lenguas de la lluvia, el asfalto orejón. ¿Es que todavía ignoras, René, cómo es la gente?
Sí. No me es fácil entenderla. ¿Fue Ud. , señor?
No, muchacho - respondió "Don Segundo" -, Piensas bien, pero has olvidado a la víctima:
siguió hablando y gritando su miedo por todos lados. Yo debo tener culpa: debí calmarlo,
acompañarlo; pero, creo que hubiera sido inútil: nadie tiene más paciencia que un asesino.
Nos tomaron declaraciones separadas. Un agente se acercó a "Don Segundo":
los muchachos dijeron que Ud. vaticinó la muerte del gordo. ¿Cómo? Aclare bien este
asunto, porque Ud. vive muy cerca del sitio del hecho.
Anoche la relojería era uno de los pocos negocios abiertos, la luz da en la acera. Llovía.
Creo que el finado oyó nuestra charla y la risa de los muchachos...
Todo eso lo sé. No trate de enseñarme mi oficio. ¡Al grano!
Quería situarlo, inspector.
¿Cómo sabe mi grado?
Tiene edad, ademanes y hasta la impaciencia del ambicioso recién ascendido..
¡Siga, abuelo bocón!
Sus ropas, finas, estaban manchadas con grasa y sangre secas: unas más viejas que otras.
Olía a pisco. Creo que trabajaba en carnes, lo que no es raro en este barrio. La piel blanca,
de la primera falange del dedo anular izquierdo, indicaba que sólo hacía horas se había
sacado un anillo o una argolla de compromiso...
¿En qué trabaja Ud.?
Cuido ataúdes, cirios, cruces de bronce: atiendo, de noche, una funeraria.
¿Antes?
Fui jefe del servicio al que Ud. pertenece. Me aburrí de pesquisar las máscaras del hombre
y renuncié. Como la verdad, soy porfiado, antagónico: parece que ningún policía legítimo
puede serlo.
Otro fue el tono del inspector al preguntar:
¿Su nombre, señor, por favor?
Salvador Orellana.
El interrogador, inexplicablemente para nosotros, palideció:
Le ruego disculparme. Puede llevarse a sus muchachos.
Orgullosamente nos pusimos de pie. Desde la puerta "Don Segundo" - el hombre con
cualquier nombre o apodo sigue siendo el mismo - dijo:
El asesino es zurdo y bajo: metió el cuchillo - herida con lomo - desde abajo hacia arriba.
No me pregunte como lo sé, inspector: el asesino es cojo de la pierna derecha.
En la calle rodeamos a "Don Segundo" como si hubiera sido nuestro padre. Al despedirse,
frente a la relojería, confesó:
No soy brujo. Anoche, cuando iba hacia la funeraria, un cojo pasó por mi lado. Miré hacia
atrás y oí un "ay" de muerte y vi la caída de un cuerpo de sombra "gorda". Treinta años
pesquisando asesinatos conforman un oficio extraño: no elegí ser policía. Sé que el crimen
se me viene encima; por eso soy antagonista de costumbres, "actitudes" y razonamientos
efectistas; y sé que no puedo ir contra ciertos "hechos" porque nuestra especie desconoce
las causas de su origen y de su inexorable destino de muerte: Pero la vida tiene que tener un
significado. ¡Búsquenlo! Es pesquisa-desafío para jóvenes.
EL PEQUEÑO PÁJARO DE GREDA
René Vergara

Hace muchos años, cuando no usaba canas ni arrugas ni voces agrias, subí, en la Estación
Central, a un tren que iba al sur. Quería conocer el País del verde frío. Iba hacia lo que no
viene: lo desconocido. Así pensaba porque me estaba formando, creciendo.
"Sur" ha sido, desde que tengo conciencia vital y algún juicio, una de las voces más puras
de mi "embrujamiento"; siendo niño - 4 años - mi madre me llevó a Chillán para "...que te
conozcan y conozcas a tus abuelos maternos". Dicen que, corriendo por una orilla del río
Maipón - Chillán Viejo - resbalé; en la caída - apoyo en el suelo - mis manos se llenaron de
greda oscura que fue adquiriendo la forma de un pájaro: que el pájaro de greda voló y que,
persiguiéndolo, caí en el río. Dicen que un hombre, desconocido, de largos cabellos rubios,
flaco, me sacó del agua. Del pequeño pájaro de greda me recuerdo. No he vuelto a
"esculpir".
Para mí, santiaguino, no hay milagros si me olvido de la luz - otra de mis voces brujas - que
"nace" en los techos de Apoquindo y "muere" un poco más allá de la Pila del Ganso o
detrás del "gasómetro". Cualquier "mataderino" lo sabe y yo lo soy. Ese "paseo" diurno del
sol entre la montaña y el mar ¿es o no un arco? Sí, lo es y todos los días está tirando flechas
amarillas sobre los robles altos, mañíos, volcanes, lagos; sobre los 100 ríos ásperos, en el
corazón de las islas dormidas, deshaciendo las carreteras de la escarcha, empollando huevos
de pájaros y de culebras, estirando rosas, cristalizando uvas, entibiando sueños invernales y
una que otra esperanza fantasmal, sobresaltada.
Los invariables viajes de la luna hacia el noreste de Santiago, las estrellas y sus eternas
citas con la noche-luz, las lluvias y sus comarcas señaladas, la alquimia celeste de las
semillas enterradas para fabricar perfumes, formas y colores, los picaflores suspendidos en
el aire y algún hombre contemplando y comprendiendo, tampoco son milagros. Milagros,
según las adorables viejas de mi barrio, son: "La charla molida de los muertos, Lázaro,
caminando o, el mayor: que un habitante "natural" de conventillo, salga de pobre".
Cuando alcancé los 11 años mi padre me llevó al norte - Antofagasta - En Calama y
Chuquicamata sentí sed de verde: mi memoria estaba herida por las ramas sumergidas de
los sauces de la laguna del Parque Cementerio General, por las hojas bulliciosas de los
álamos de La Cisterna y San Bernardo. Más tarde comprendí que los "nortinos" - sureños
trasplantados - convertidos en mineros por la obsesión subconsciente del verde, arañaron el
del carbonato del cobre natural para que floreciera; antes, buscando nieve - la más bella
forma del agua - rascaron la tierra-plata en Chañarcillo y después se engañaron con el
salitre. Todo aquél que haya vivido en los límites del agua-tierra-luz solar sabe que el
vegetal es el gran motor de lo que llamamos nostalgia, porque sólo allí está el aroma del
terrateniente jazmín, la parcela blanca de la magnolia enamorada, el copihue de sangre
desnuda, la malva tricolor horadando cielos y los pájaros pagando peaje con trinos
madrugadores.
Si no veo un árbol a la distancia ninguna ruta me parece camino. Tengo alma de ave
engredada, misteriosa, soñadora, libre: antes de correr por la orilla del Maipón había
gateado en los santiaguinos contrafuertes cordilleranos entre loicas y gusanos, un río
acunado por el silencio de los roqueríos, cóndores enlutando el sol y un manchón verde
que, según han visto mis ojos de hombre, llega hasta el mismo Cabo de Hornos.
Pasajero de tercera clase, leyendo letreros azules con letras blancas, me llené la memoria de
nombres increíbles. Itahue, Panguilemu, Buli, Rucapequén (cuna de mi madre), Pidima,
Lipingüe, Purranque; de árboles enfilados, corredores rápidos que parecían despedir -
Ayudados por el viento - a los viajeros con sus largas y múltiples manos vegetales; tordos
voraces ocupando viñedos bajos; pueblitos con patios enormes llenos de vacunos rumiando
tréboles frescos; pequeños caballos-centinelas en los lejanos cerros morados; bandadas de
patos en mi misma dirección; cómodos pasajeros de un tren alado sin vendedores de
refrescos ni inspectores.
Han pasado 40 años y todavía ignoro lo que quería, la razón de ese viaje al fondo del sur.
Mi tiempo, plazo vital de todo lo que vive, está exactamente medido: nadie puede "gastar"
más o menos, ni siquiera los suicidas, cuyas fechas de muerte están marcadas con rojo en el
íntimo calendario de la angustia. Tal vez quería - orientación de pájaro vestida de humana
pretensión - ver y oler el nacimiento del verde, jugar con la lluvia, asomarse a la patria de
todos los olores; pisar, tiritando, el territorio del frío.
Casi todos, de una u otra manera, conformamos la memoria con lo que nos rodea; sólo que
algunos pueden - ignoro cómo y las razones - alhajarlas con joyas extrañas al común de las
gentes y no nos conformamos con la esquina de Victoria y Arturo Prat y tomamos la
Avenida Matta sólo como una calle ancha para los primeros entrenamientos físicos y
mentales: sortear tranvías, colgarse de las góndolas, trajinar árboles, pelear por pelear,
atravesar el parque de noche, cazar guarenes... Quizá presentía que, adulto, iba a ser otro
prisionero de las grandes ciudades y buscaba una ventana externa-interna para asomarme,
por vida, al asombro.
Intuición es una de las voces que usamos para tratar de explicarnos este fenómeno esencial-
conductual, providencia es otra; sino, designio y destino que son sólo palabras. Dios parece
ser la clave: símbolo de la fuerza de lo desconocido, del orden de los ciclos cósmicos, del
equilibrio natural; de una Inteligencia que, de cuando en cuando y sin ningún antecedente
humano alguno, aparece en el maravilloso hacer de un hombre para que la especie avance;
pero la fe, donde terminan todas las facultades, sigue siendo inevidente para muchos.
Iba hacia afuera con 16 años y una vieja maleta de cartón piedra. Nadie, pariente o no,
podría ordenarme "¡Baja de esa roca! ¡Suelta esa rana!" Así lo creía. Todos los sentidos
aguzados por la excitación del viaje hacia lo desconocido, miedo y una sonrisa triste:
evocación de los míos.
Descendí en Puerto Montt porque allí terminaba y termina la ruta ferroviaria. Mis últimas
visiones fueron la de un cementerio de alerces desmochados y la de un humo azul, con olor
a pan fresco, que entró en el carro. Conté le dinero: sí, con 520 pesos, los ahorros de "toda
mi vida", podría vivir, algún tiempo, en la entonces capital de Llanquihue. Atardecía.
Caminé hacia el mar. El viento de las islas salió a mi encuentro: me tendió sus helados
dedos trajinantes, atravesó mis pantalones y mi chaqueta de brin, se colgó de mi cara y de
mi cuello como un amigo.
En el muelle viejo, de maderas carcomidas, hasta los niños pescaba pesados robalos de
plata palpitante con débiles anzuelos de gancho. La isla Tenglo, de alto verde oscuro,
estaba atravesando su propia noche. Alguien cantaba, en voz baja, como llamándome con
conocida voz de pastor de estrellas. Desorientado comencé a mirar rostros sin ubicar al
cantor. Atravesé la costanera y me senté en un banco de la plaza que tiene un costado
abierto al mar. Había buscado la soledad - así lo creía - y la estaba encontrando: ningún
rostro me era conocido, ninguna palabra venía para mí, sólo ese canto que no se separaba
de mis tímpanos. Sabía que toda sopa tendría que comprarla, la cama me sería desconocida.
Creo que allí, en esa primera impresión de soledad, casi absoluta, empecé a comprenderme.
La estación cercana me pareció un hangar bocón que se había tragado mi tren y el bullicio,
ilusiones y emociones largas: la puerta de regreso hacia los míos estaba silenciosa, cerrada,
bajo un gran techo de metal para la lluvia. Me pareció túnel-catedral del viento, de las
sombras y del misterio: sólo Dios, en el confuso juego de mis autointerrogaciones, señalaría
mi ruta.
Abajo un pueblo orillando un doblado brazo de mar gris y quieto. Casas bajas, blancas y
altas casas coloreadas decorando colinas todavía verdes. Nubes encimadas sobre los techos
curioseando fatigas. Una larga fila de carretas tiradas por bueyes oscuros, con grandes
canastos llenos de peces, goteando agua y sangre diluida, pasó por mi lado. A metros, hacia
el suroeste - aún no se acababa - barcos y botes de hinchadas barrigas de madera, collares
de cholgas tiesas y piures cargando el aire de yodo.
Busqué un hotel sólo para acostar pesadillas: voces que no eran mías, todo lo visto
acomodándose celularmente en los llamados "recuerdos". No fue mucho lo que dormí
sabiendo a mi madre desvelada: ese cordón umbilical jamás se corta: por fuera y por vida
está anudado, por dentro sigue manando ternura tibia.
Desperté con hambre. Mis oídos acusaban el ruido de las olas cercanas, el columpiarse del
viento entre las jarcias, voces de marineros y pescadores, la sirena de un barco y el aletear
de gaviotas y jotes. Desayuné en el mercado. Después, como si Puerto Montt fuera un
pequeño bolsillo de esmeralda, lo di vuelta caminando, silbando, cantando. En la tarde,
cansado de vagar, volví a la plaza y me saqué una fotografía. Se la envié a doña Rosa. En el
dorso escribí "No se preocupe, nos hará bien empezar a saber que, además de ser su hijo,
soy un proyecto de hombre".

LA VISIÓN
Lo vi de lejos: rubio, cabellos largos y ondulados. Delgado, ojos claros, pecoso, joven.
Cuando pasé por su lado lo encontré aún más flaco. Tendido en la arena de Angelmó, con
las palmas de las manos aplastadas por su cabeza, sonrió - supongo - al verme en traje de
baño:
Te sigue gustando el agua: estás recién llegado, no te ha tocado el sol y ya vienes a
buscarla.
Primera voz en el sur, primer diálogo. Alegremente dije:
Sí, me gusta. A ti tampoco te ha quemado el sol.
No. Tengo una piel a al que no parecen afectarle los rayos solares.
Su voz, viniendo de tan cerca parecía lejana y era distinta a todas las que conocía.
La caja de una guitarra le servía de almohada. Vestía pantalón de baño amarillo y una blusa
celeste, de mangas anchas. Sandalias.
¿Qué haces por estos lados? Sólo eres un muchacho.
Trato de crecer en un macetero natural. Es mi raíz la que trata de encontrarse.
¿A qué le llamas raíz?
Al ansia, a la inquietud. A la terrible caza de horizontes en fuga.
¿Dónde te perdiste? ¿Cuándo?
Lo ignoro. Creo que nací perdido.
Sonrió amistosamente. Se rascó la barbilla rojiza y sin dejar de mirarme, dijo:
Conozco esa frase: la he oído hasta en... arameo.
Se sentó, sacó la guitarra y tocó con los ojos cerrados. De sus manos blancas parecían salir
luciérnagas sonoras que iban y venían de la arena al mar estallando en el viento, sobre las
rocas, al lado de las algas. Música de cristales y burbujas. Su voz de piedra eterna y lisa,
cántaro de la atmósfera, fue reconocida por mi memoria reciente: era la voz del principio de
la noche anterior:
Galopando el timbalero
se va, se va;
con el eco de mi infancia
se aleja ya;
cuando la noche te pierda
¿dónde estarás?
¿dónde estarás?
Todo camino es regreso.
¿Adonde vas?
¡Qué solo estás!

Se encogió mi alma. Con penoso esfuerzo dije:


Gracias por el aviso. Adiós.
De nada, pasajero. Volveremos a vernos.
Inconscientemente me acerqué a los barcos: uno zarparía al amanecer rumbo a Aisén: otra
larga franja de sur para calmar mis ansias de caminos nuevos. Saqué pasaje. Los marineros
ni siquiera me miraron, ocupados en la descarga de vacunos y chanchos ruidosos, papas y
madera. A un sobrecargo le dejé la maleta y salí a despedirme de Angelmó. Pasé toda la
noche con los pescadores, la luna, el mar, el silencio y las redes llenas de peces saltones,
desconocidos, aleteando en el aire la muerte seca. Un sirenazo de llamada me hizo correr
hacia el barco. Levó anclas antes del amanecer: se movía como si fuera un largo y alto
cetáceo de semisombras radiantes.
Me fui a la proa. Era mi primer viaje por mar y quería ver nacer las estelas. ¡Por fin sobre
el lomo del potro azul del agua! Vi la mayor quebrazón de estrellas líquidas. La proa se fue
cortando lunas reflejadas.
Con la luz del sol el verde vino del este: un verde tímido, nuevo, frío, que tenía las dos
orillas del canal y el vientre del agua. En una silla de lona me puse a dormir sueños de loro
acuático. Me despertó una música de guitarra conocida, única: el rubio de la playa entonaba
otra canción:
Caminito del agua
que va hacia el mar,
las rosas que ha regado
lo vienen a aprisionar...
Me acerqué:
¿Qué hace aquí? Parece persecución.
¡Vaya que pregunta! Vivo mi ocio.
¿Quién eres?
Me miró con la dulzura de mi madre lejana.
El que se puede poner delante. ¿Qué harás en Aisén, muchacho? Es una ciudad para
campesinos y criadores de animales. Otro es tu destino.
¿Cuál?
Irás hacia tu interior día y noche, por años, por vida.
¿Qué encontraré?
Lo sabrás cuando el rocío caiga sobre tu mente abierta al sol.
Habíamos entrado en el Golfo de Ancud. Desde el canal de Chacao soplaba un viento
fuerte, enfurruñado, que hacía balancear el barco de babor a estribor. Habíamos perdido un
bote y la escalera de atraque. Tuve miedo y me así de una baranda.
Tranquilo, muchacho. Nada pasará. Yo conozco un poco estas aguas: se alteran con la
entrada del verano. Ah, pero mi música les agrada.
Tocó la guitarra mirando hacia el mar y el viento se puso de rodillas. El músico me tocó el
hombro y seguí durmiendo.
Cuando desembarqué miré a todos los pasajeros: mi amigo había desaparecido.
En un camión fui a Coyhaique y desde "Lo Veleiro", a pie, atravesé la frontera siguiendo el
curso del río Mayo. Caí en Comodoro Rivadavia. Peón, al destajo, en los yacimientos
petrolíferos argentinos. Manos con callos de acero: el chuzo había entrado en mi epidermis.
Seis meses después embarqué hacia La Plata en el barco petrolero "F. Ameghino". En
microbús, horas, llegué a Buenos Aires.
Cuatro años se me fueron entre Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil. Cargador en
puertos fluviales, chofer de camiones entrerrianos, narrador de historias breves para revistas
bonaerenses, recaudador de la Shell, cortador de cañas, recolector de mandarinas, marinero.
Bruma y vaho, hambre y soledad. Un tarjetero lleno de visiones enloquecidas, confusas,
saturando mi memoria: aquí una esquina de mar con almacenes, la novia guaraní y el
yacaré, los ríos desbordados; más allá, las ciudades del hielo y del silencio; en el norte el
calor: indios y negros de chocolate. Caminos cruzados como serpientes anidadas; cielos
bajos, aire húmedo y el hombre odiando y amándose sólo a sí mismo, comiendo y
bebiendo, hiriendo, matando, durmiendo y muriendo.
Más de una vez, por tierra y por mar, pasé por Aysén rumbo a Magallanes. Había logrado
hacer un paquete geográfico con el sur que contenía golfos y bahías desconocidas,
archipiélagos endemoniados, icebergs, lobos, canoas, lágrimas y estrellas. A mis nombres
indígenas había agregado voces "gringas”: Stokes, Lockburn, Stewat, Cook. El frío ya
estaba en mis huesos y en mi sangre. Había visto ponerse el sol en el oeste desnudo de
Adán y lo había visto salir secándose el agua, casi chirriando.

EL REGRESO
Mendoza, 1938. Estaba por cumplir los 20 años. En un automóvil de "Cata" me embarqué
para Santiago. Mi voz era gruesa, ronca; manos y piernas duras; pecho y espalda, anchos.
La piel quemada: Me había agarrado "firme" la nostalgia: padre recién fallecido, mi madre
llamándome; y el secreto deseo imposible: detener el tiempo en una esquina de mi barrio
para conversar con "El Viejo Carlos", oír las historias del "Manchado", beber cerveza con
"El Pato Reyes", acercarme a la Estación a ver un tren fantasma.
En Las Cuevas nos detuvimos a almorzar: Pedí vino chileno. En la tercera copa sentí una
música de guitarra que venía desde la cordillera. "No puede ser: 4 años es mucho tiempo".
Salí y caminé hacia los cerros. La voz de siempre cantaba:
Del viejo camino vengo
al viejo camino voy
de tanto mirar estrellas
no sé quién soy.
Su rostro era el mismo. Gritó:
¿Cómo estás, muchacho?
Bien. ¿Qué haces aquí?
Vine a despedir, para siempre, a un amigo que regresa a su tierra. Su durísima cabeza ha
empezado a abrirse...
Dejé de verte...
Lo sé. Es lo que crees. Jamás nos separamos: no te dejé embarcar en el vapor "Arica". Se
hundió en el Estrecho. Moví tu cuerpo cuando pisaste ese reptil...en el Chaco. Te saqué
desde el fondo del río Paraná...
Quedé frío, como cayendo en un ventisquero de razón y memoria borrascosas que
empezaron a aclararse:
¡Ah! ¡Ahora lo sé! ¡Lo sé! Te conocí en Maipón: tú eres mi pequeño pájaro de greda.
Desapareció entre un rayo de sol alojado en mi mente y el vuelo de un cóndor solitario,
entre la voz del chofer que me llamaba y mi borroso mirar húmedo, interno...

LA CALLE DE LA LUNA
René Vergara

La Avenida Francia es una calle estrecha, corta, modesta, que, como casi todas las calles de
los barrios santiaguinos, está llena del verde de sus acacias orilleras, "verederas". Nace en
el norte de la ciudad, en un costado del Cementerio General y "muere" en la Avenida
Fermín Vivaceta: largo ring de cemento para "los guapos" - cada vez más escasos - con
hipódromos y prostíbulos, bares, iglesias deterioradas y restaurantes bautizados por
"payasos" tristes. La Avenida Independencia, ruta principal de nuestros primeros vagidos
históricos y camino internacional, la corta en dos: el tramo del oeste, más largo, tiene hasta
chalets con antejardines y rejas coloreadas; el del este: dos filas de casitas viejas, bajas,
pasajes y conventillos disimulados, una botica, una fábrica de fideos, un estadio en ruinas,
dos almacenes y negocios de alcoholes con y sin patente.
En primavera se llena de un olor suave, femenino, grato: por sus veredas, siempre
averiadas, los transeúntes van pisando pequeñas flores blancas, de corolas regulares y
estambres múltiples. De noche la luz pública es absorbida por el follaje de las acacias altas
y el blanco se vuelve verde tibio, transparente. Rejones de luz caen sobre el pavimento y la
calle se ilumina a trozos cortos, finos, informes.
La luna llena siempre aparece suspendida sobre el cementerio, haciendo brillar los
contornos de los cipreses, los techos de cinc, el asfalto y todo lo que se mueve entra en un
juego de sombras largas sobre un escenario natural: caleidoscopio callejero blanco de luz,
negro de sombra, opuestos tan inseparables como vida y muerte.
Los vecinos del sector este - sin decirlo o sin comprenderlo -, orillando el Hospital San
José, para tuberculosos - cuyas paredes, patios y salas, colindan con el cementerio -, viven
la semipresencia de los agónicos, el mundo invisible de los bacilos, las cavernosas toses del
adiós. Vecinos obligados de los muertos de la ciudad, viven entre tumbas, cruces y coronas,
leyendas y aparecidos. Tienen, los que allí nacieron y se criaron, un modo de ser distinto
del resto de los habitantes de la capital: reaccionan melancólicamente, como si sus espíritus
llevaran luto eterno.

En la madrugada del 2 de noviembre de 1974 unos pasos rápidos, audibles para miedosos,
venían resonando desde el cementerio. Un ebrio cortó su décimo hipo y miró sin ver. Dos
gatos crispados dejaron de maullar. La dirección de los pasos (?) fue deducida por la
cercanía y el alejamiento de los ecos por un testigo normal que enmudeció al sentir la
ráfaga de frío intenso: "Los pasos venían desde el lado de los muertos. Pasos, solamente
pasos: no pertenecían a un ser visible".
La calle tenía, a la hora del extraño fenómeno, luces en algunas ventanas y umbrales,
música de radio y voces de locutores asordinadas. Demasiada vida para los primeros
minutos de un noviembre helado que empezaba a crecer entre los vacuos símbolos del
hombre. Demasiado ruido para una calle que bien podría ser la prolongación de "Oriente de
piedra" o "Jardín del silencio", nombres de dos "Calles" del cementerio vecino.
¿Pasos? Algo o alguien con pies o patas que se mueve. Pies o pata no se mueven solos.
Esos pasos, además, no dejaban huellas. Si nacieron de una asociación simple, algo similar
a ruidos de pasos la produjo. ¿Qué? ¿Qué es lo semejante al ruido de la marcha o la carrera
humana o animal? Esta parece ser parte de la zona donde "nacen" los fantasmas y la locura:
nuestros oídos "oyendo" , los ojos en blanco y el juicio, ayudado por la memoria, tratando
de asociar, de comprender.
El ruido cesó, según el ebrio y el joven que perdió transitoriamente el habla, cerca de una
acacia de tronco ancho, en cuya corteza las parejas del vecindario habían grabado
corazones, iniciales, nombres, fechas. Acacia crecida en rincón oscuro, alisada por cien
manos; testigo vegetal del amor humano: verde, a veces florecida; incansable receptora del
juego eterno de las caricias y de las promesas.
Un perro aulló y bastó ese ladrido lúgubre - emocional calificativo con el que señalamos
algunos aspectos de la muerte - para que otros perros dieran comienzo a un viejo y todavía
inexplicable "concierto" canino. Los perros regresaron al lobo tan cercano y ya atávicos
aullaron: quejidos del miedo, del pavor, perforando oídos, sacudiendo esencias, removiendo
el tiempo de la especie civilizada. Voces humanas trataron de acallarlos: se abrieron puertas
y ventanas; aparecieron manos con linternas y con garrotes. Se oyeron, entremezcladas,
exclamaciones y susurros: lo desconocido volvía a reinar en todo espíritu. Del sector de "La
acacia del amor" salían o parecían salir pequeñas luces vagas. Algunos vieron ramas
violetas; otros, azules o amarillas. Lentamente los vecinos se acercaron al árbol del
embrujo....cuando los resplandores ya habían desaparecido del follaje y de la corteza
ilustrada. El árbol, sin su brillo excepcional, había entrado en su viejo sueño de sombra.
Parecía una procesión de luciérnagas - dijo uno -
Yo vi al demonio - aseguró otro.
Un niño creyó que era: "un gran árbol de Navidad".
Todo el sitio fue examinado con prolijidad y no apareció indicio alguno que permitiera
entender lo que había ocurrido.
La abuela de Oscar Castillo, octogenaria, gritó desde la ventana de la casa ubicada casi
frente al árbol del misterio:
Ven a dormir, Oscar. Allí no hay nada...humano. Mañana debes ir a la escuela.
Lo sé, abuela. Este árbol puede volver a iluminarse. En un rato más me iré a acostar.
Los hombres siguieron pesquisando. El foco de luz de una linterna cayó sobre el nombre de
una mujer grabado en la corteza: "Brunilda". Todas las letras estaban llenas de goma fresca:
gotas espesas, sólidas: parecían lágrimas cristalizadas.
Es curioso, abuela - comentó Castillo -. Es el único nombre que está "llorado" o "llorando".
El joven miró la fecha: "Noviembre, 1946".
Ud., abuela, que nació en esta casa, debe saber quién era Brunilda.
Sí. La conocí...
Cerró los ojos descontándose decenas de años y se extravió entre recuerdos. Agregó:
Todos los años, cuando amanece el Día de Difuntos, esa acacia llora por su nombre. No
tiene importancia. Entra, Oscar.
Lo de la goma del árbol saliendo por "Brunilda" no es natural. Esta acacia se iluminó y aquí
terminaron unos pasos que me dejaron mudo. Nunca había oído aullidos como los de esta
madrugada. Díganos, a los jóvenes, lo que sabe.
Los vecinos se acercaron a la ventana.
Está bien. Sólo porque vieron esas luces les contaré la historia de Brunilda. Esperen: me
pondré un chal.
Desapareció y volvió arrebozada en un echarpe gris de lana tibia. Acercó una silla a la
ventana. Apagó la luz y se sentó mirando hacia la calle.
El cielo, lado del cementerio, mostraba cambiantes nubes oscuras y blancas. La vieja luna
nueva remontaba hacia le norte. La voz vino gastada, baja, imantada:
En mis tiempos de moza este día se llamaba "Fieles Difuntos". Según la iglesia, eran los
que purgaban culpas terrenas; después de la expiación esos espíritus se volverían "Almas
radiantes". Mis padres creían que ellos cuidaban de nosotros, los mortales..
Brunilda, abuela.
Ya va, niño. Bien, era la única hija del zapatero que vivía aquí, al lado, justo frente a la
acacia; de nombre..Juan. Quedó viudo creyendo a su hija culpable de la muerte de su
esposa y jamás la habló. La niña era hacendosa, retraída, triste. Iba a la escuela N° 20, la de
la Avenida Independencia. En los alrededores de este árbol pasaba gran parte de su tiempo
libre. Más de una primavera la vi hacer collares con flores de esta acacia: se adornaba con
ellos. Collares olorosos, tiernos. Siempre he creído que la acacia le entregaba sus flores más
bellas, las más perfumadas. Idea de vieja chocha, por supuesto...
¿Era bonita?
No. no en un principio; pero, a los 14 años se convirtió en una mujercita que llamaba la
atención de los muchachos, en especial del hijo mayor de un matrimonio nortino que vivía
en la primera casita de la izquierda, a la vuelta en el "Callejón Guanaco". Es el nombre que
está junto al de Brunilda. Gregorio. Yo creo que tenía 20 años. Fuerte, moreno, alto.
Trabajaba, como cargador, en la Vega Central. Compró una carretela y se dedicó a vender
frutas y legumbres en este mismo barrio. Brunilda recibía los primeros higos, duraznos,
manzanas. Tenía un caballo negro, negro lustroso, nuevo. A veces lo montaba en pelo y
galopaba por "El Callejón" que era de tierra. Una vez, víspera de Año Nuevo, llevó a
Brunilda al anca. Don Juan los vio y se enojó: con la correa de la máquina aparadora
castigó a su hija, y a Gregorio lo amenazó con una larga y filuda chaveta. La joven lloró
toda la noche....
¿Y lo del árbol, abuela?
Ya viene. Gregorio se llevó a Brunilda. Un vecino dijo que había visto la pareja en
Tocopilla. El zapatero enfermó, bajó de peso y ni siquiera abrió el taller. Ignoro si comía,
pero bebía mucho. Se dejaba morir, como dice la gente. A fines de octubre de 1947
Brunilda reapareció. Atendió abnegadamente a su padre y cuando éste murió, ella se colgó
de la acacia. Oscilaba como un péndulo con delantal rosado y trenzas negras. Estuvo
colgada casi toda la noche de ese gancho grande. Los vecinos la descolgaron, la velaron y
la enterraron. Un policía, que vivía en la casa blanca, la de dos pisos, trató de encontrar a
Gregorio. El tiempo hizo lo suyo, el tiempo es olvido. Si Uds. No hubieran visto la acacia
encendida...
¿Qué pasa con ella?
Ya lo sabes: todos los años aparece esa goma sobre su nombre y el árbol se ilumina por
breves segundos, sólo que esta vez se alborotaron además los perros y se alertó todo el
vecindario...
¿Cree Ud. que es el espíritu de Brunilda el que llora?
Yo no estudio, como tú, medicina, y del espíritu humano lo ignoro todo; pero, en ese árbol
ninguna otra pareja ha grabado nombres. Nadie ha vuelto a enamorar debajo de él. Tus
amigos, Oscar, los que tienen tu edad y tus ansias, sin saber esta historia, lo rehuyen.
¿Tienes tú las respuestas?
No, abuelita.
He oído decir que la acacia gime, a veces, como una criatura; que vibra. Le he visto perder
cientos de hojas en un segundo y más de una vez se ha desgajado sola. A veces creo que
conoce mi voz. Si es así, debe ser porque yo soy la que la riega desde el siglo pasado,
cuando apenas su copa me llevaba ventaja.
Gracia, abuela. Cierre la ventana. Pronto iré a acostarme.
Algunos vecinos se retiraron. Los más jóvenes siguieron charlando bajo la doble sombra:
árbol y noche.
No creo en aparecidos - dijo Jorge Vargas, compañero de curso de Oscar - Tu abuela tiene
demasiados años dándole vuelta a un drama familiar que la ha traumatizado. Su
imaginación se encerró en este árbol y en Brunilda. Otra debe ser la verdad.
Sí; pero en esta acacia no hay una sola fecha posterior a 1947, y este es el lugar más oscuro
de toda la calle, porque el farol está lejos y porque este árbol es el más grande y frondoso.
La casa del zapatero, que es nuestra, no ha podido ser arrendada y hasta mi gato la esquiva.
¿Qué es lo que pasa?
Vale la pena averiguarlo. Yo tengo una novia nueva: estudia Biología. Vive cerca y puede
salir de noche. Mañana provocaremos a Brunilda o a lo que sea. Tú puedes estar en tu casa,
cerca de la ventana, por si acaso.
De acuerdo, Jorge. Mañana a la medianoche.

CITA CON LA EVIDENCIA


Jorge Vargas habló con su amiga Elisa y le contó la historia, las dudas y el proyecto de la
pesquisa.
Seré Bióloga en un año más, pero no me gusta jugar con los muertos. La ciencia de la vida
está llena de misterios.
Oscar estará al acecho. Yo llevaré un revólver. Hazlo, Elisa, si es que algo te importo.
Necesitamos una mujer.
Bien. Lo haré.
A medianoche te estaré esperando en la esquina de la botica "Lillo".
Con un cortaplumas en el bolsillo, una linterna, su revólver del 7 y el ánimo sobresaltado,
Vargas la vio venir. Se besaron.
Es locura, Jorge. Nosotros podemos hacernos el amor en cualquier parte....
Pero no es lo mismo: ahora estoy excitado, nervioso ¿Y tú?
No oí la historia de boca de la abuela. No conozco el árbol.
La calle estaba silenciosa: túnel de sombras quietas. El cielo oscuro, encapotado, cubría a la
luna.
Se internaron con lentitud y recelo.
Sigue desagradándome este desafío a una leyenda.
Ya es tarde, Elisa, para arrepentimientos. En metros más, en segundos más, aclararemos
este enigma....si lo hay. No le temas a la simple historia de una abuela.
La tomó del brazo. Elisa, mujer al fin, le acercó el rostro. Debajo de la acacia Jorge la
apoyó en el tronco besándole boca y cuello. La sangre de Elisa se incendió y todo su ser
empezó la vieja y siempre renovada búsqueda del macho.
Espera. Grabaré un corazón y nuestras iniciales.
Apoyó la punta del cortaplumas en la corteza y escuchó un quejido largo, lejano y cercano.
Jorge detuvo su mano porque su corazón también se había detenido.
¿Oíste?

Puede ser Oscar tratando de asustarnos.
Se acercó a la ventana y golpeó los vidrios. Oscar entreabrió, asomando la cabeza.
¿Pasa algo?
No te hagas el gracioso quejándote como alma en pena.....
No he hecho nada. Ni siquiera les oí llegar.
Salió por la ventana. Con la linterna alumbró el árbol.
No escucho ruido alguno. Creo que estás aterrorizado.
Oí un quejido. Elisa también lo oyó. Ya no tengo miedo. Apaga la luz: nos quedaremos
quietos a la espera de lo que sea. No es posible concebir que un árbol se queje porque una
pareja se hace el amor o porque la punta de un cortaplumas lo roce.
No olvides que es un árbol ....trágico.
Elisa se tomó, fuertemente, del brazo de Jorge.
Los minutos empezaron a alargarse. Los 3 jóvenes sentían el paso rápido de la sangre por
sus venas. La acacia, inmóvil estatua vegetal, seguía siendo lo que era: una planta de tronco
leñoso, vieja.
Elisa rompió el silencio de cántaro:
Esta tensión es demasiado para mí. Me voy. Acompáñame.
Tenemos que darle tiempo a...Brunilda. Un poco más, Elisa.
No. no puedo. Tengo que ir al baño.
Anda con ella, Jorge. Yo me quedaré.
La dejaré en su casa y regresaré corriendo.
La pareja se alejó con rapidez. Oscar la vio cruzar frente a Independencia.
Encendió un cigarrillo y regresó al pie del árbol. Se apoyó al tronco rugoso pensando en
Brunilda y en el amor: "La raíz tiene que ser genital; después, pasional. Puede ser que yo
alcance el amor ideal. Pobrecita, no tuvo alternativa. Es probable que Gregorio, macho en
formación, la dejara por otra. Sin opción, sola, desilusionada, prefirió la muerte".
Tiró la colilla al centro de la calle: el choque produjo un chispazo leve. Desde el pavimento
se alzó una larga y afiligranada voluta de humo azul-celeste que empezó a girar y a
elevarse. A la altura de los techos de las casas tomó la forma de un pájaro de "alas"
extendidas, transparentes. Descendió sobre el árbol y todo el follaje se convirtió en nube
verdeazul, rojiblanca. La acacia era una bengala. Oscar, demudado, cerró los ojos y
tartamudeando oró: "Dios mío, bien sabes que sólo soy un hombre".
Abrió los ojos y vio que la acacia seguía siendo el mismo árbol de toda su infancia. Tocó la
corteza y la sintió tibia, palpitante. Sólo había desaparecido a la luz de la luna encimada a la
acacia, gran farol de los misterios, un nombre. Se abrazó al árbol.
La voz de Jorge se acercaba gritando:
¡Aquí estoy! ¿Ves? Ni un minuto. ¿Cómo sigue la pesquisa?
Con mucho de piedra, Oscar seguía estrechando la acacia.
¿Qué ha pasado? ¡Habla!
Lo sacudió y lo arrancó del tronco, golpeándole en las mejillas:
¡Habla!
Giró la cabeza como los pájaros nuevos. Tragó saliva espesa. Reencontrándose reconoció a
su amigo, el lugar. Recordó otra vez la última escena y los hechos. Su voz sonó a pisadas
descalzas:
Lo que mis ojos vieron y lo que ahora vive en mi memoria no puedo comunicártelos,
porque las palabras no me sirven. Supongo que mi juicio y mi inteligencia bambolean...
¿Qué viste? Aquí todo sigue igual.
¿Igual? Aquí cambió mi cerebro: este árbol es un mago verde que hace milagros y la luna
es su cómplice.
No divagues. ¡Pruébalo!
El nombre de Brunilda ha desaparecido. Alguien lo borró y ese alguien se parecía a.....
¡No!
Buscó con su linterna. Con sus dedos palpó la superficie.
¡Tú lo borraste!
¿Cómo? Es tejido orgánico, natural; el hombre no puede cambiarlo. Si lo hubiera raspado
estarían las marcas del cuchillo en la corteza y las laminillas de la madera sobre el suelo.
Además y lo sabes: ¿en menos de un minuto?
¿Qué pasó?
Algo llegó a su fin. Se cumplió un plazo.
¿Viste a Brunilda?
No. No vi a persona alguna. Una visión de color fue todo lo que vi.
¿Visión de qué?
Del paso, como dijo mi abuela: de "fiel difunto a radiante".
Estás loco.
Sí, loco; pero con el recuerdo tibio de una luz capaz de vencer la oscuridad de un ciego.
¡Mira esta calle de la luna! Allá duermen los muertos; aquí, en dos filas de casitas blancas,
duermen los vivos. En alguna parte Brunilda es, ahora, una estrella más, una luciérnaga,
una pesadilla, parte de la noche o una lágrima....
EL TAMBOR MÁGICO
René Vergara

En la década del 40, Luis Araneda, 21 años, soltero, moreno, bajo, fornido, de grandes
bigotes negros, rompió una tarjeta de archivo delictual. Sometido a sumario por su jefe, el
comisario Vidaurre, para establecer las causas de tan extraña conducta, sólo fue castigado,
por sus inmejorables antecedentes, con un traslado a Nueva Imperial, considerada, junto a
Calama y Pisagua, por las durísimas condiciones geográficas y climáticas, las peores
unidades policiales del país.
Nacido y criado en barrios santiaguinos del oeste, conocía muy bien la Quinta Normal, "la
zunca Borja" - lado éste sin viviendas - , Yungay, el río Mapocho abierto, libre; gente
laboriosas, humildes.
Por allí, detrás de sus gafas oscuras el sol lo hacía lagrimear - vivía la imagen de Mercedes
Sánchez, una bellísima santiaguina de largos cabellos ondulados, piel blanca y un par de
ojos donde se podía ver, simultáneamente, la luz y la noche.
Le habían dado sólo 48 horas para llegar al lugar de su "destierro". Su madre y su novia
fueron a despedirlo:
No llore, doña Luisa. Sabrá cuidarse
¿Qué sabes tú? Eres una niña
El tren está piteando. Escribiré.
A través de la ventanilla dio las manos francas. Su cabeza, como las de otros viajeros,
estaba vuelta hacia el norte - galpón de fierro que se achicaba, alejándose, disminuyendo a
sus seres queridos -. Sintió estrecha la garganta y húmedas las mejillas. Tosió y carraspeó la
ira. "Jerarquía: un hombre ordenando a otro sólo porque es más viejo. La ficha policial de
Miguel Gutiérrez jamás debió hacerse: escaló la reja de esa quinta porque la fruta se estaba
pudriendo a la vista de todos. ¿Qué sabe Vidaurre de mi amigo? Trabaja, con su lustrín a
cuestas, de sol a sol, y es generoso. Yo estaba ese día con él y no fui detenido porque mis
piernas son fuertes, sanas. Gutiérrez todavía cojea de una: la derecha poliomielítica".
En Rancagua bajó a "estirar la piernas", a mirar huasos endomingados. Un par de espuelas
le quedaron tintineando en los oídos: alguien caminaba sobre dos estrellas que sonaban
como cajitas de música. En San Rosendo vio una decena de gordas vendedoras vestidas de
blanco. Cerró los ojos: su madre, en el patio de la casa pequeña, lavaba; su perro,
entristecido, con la cabeza baja, estaba buscándolo en el olor de sus ropas viejas. El poder
evocativo de Araneda se parecía demasiado a la realidad: percibía hechos a distancia con
lucidez que ya no lo sorprendía: un clarividente que estaba entrando, sin saberlo, en la
dolorosa zona telepática. Dormitó.
Entre Linares y Ñuble lo despertó el olor a frutas, flores, chicha fresca. Hacia la cordillera,
negros y verdes bosques de pinos enfilados; manchones de remolacha. Descendió entre
gritos apetitosos; compró un sandwich de pernil caliente; se comió 10 centímetros de
longaniza dorada y bebió vino blanco, pipeño. Sintió calor, y su maravillosa alegría de vivir
renació con más bríos. Sonrió, y como buen chileno, "se echó a la espalda" la pena nueva.
Se pegó al vidrio de la ventanilla para recibir, por primera vez, al largo paisaje del sur en su
alma limpia: volaban las lomas entre cerros grandes y cercanos, vacas dormidas, árboles
huachos y estaciones pequeñas. La noche borró un coigüe de 40 metros: alto centinela
verde del curso de los ríos, gigante protector de suelos y pájaros. En manos del aroma, entre
sueños y parajes desconocidos, entró en Cautín, la provincia vegetal, indígena y fluvial de
Chile. Lo salieron a recibir la lluvia y el frío; rostros hundidos en platos de sopas
humeantes o en vasos de vino alzados. Alojó en el hotel de la estación porque la calle ya
era río oscuro. Su cabeza, en la almohada vieja, hundida por pasajeros pretéritos, soñó lo
ajeno, tormentoso, acumulado. El viento, que también quería saludarlo, entró a la pieza
galopando sobre ventanas y ropas, lámpara y piel. Se levantó para afirmar, con papeles de
diario, los postigos. A través de la luz del alumbrado público vio la lluvia inclinada, casi
horizontal. "¡Ah, diablos! Y estamos al final del verano". Encendió un cigarrillo tiritón.
Con las ropas de la cama, como mantas, se quedó mirando un cielo que no veía, una lluvia
maromera; a oír las zancadas del viento sobre los techos y el sordo ferrocarril del trueno
"¿Qué es la vida del hombre? Aquí, casi desnudo, no me sirve el grito ni el llanto ni la
memoria. Estoy encerrado en mí, acorralado".
Bajó al primer piso ....en busca de gente, de otros. Desayunó café amargo, tibio. Compró un
poncho negro, un par de botas cortas, pantalones de lana, una chaqueta de cuero y un
sombrero gris, alón. Subió al cuarto por su maleta, se cambió de ropa y vestido de
"temucano" se miró al espejo: "¿Seré el mismo?" Sonrió; sólo su risa le pertenecía.
En el tren a Carahue ("Donde hubo pueblo") el paisaje era otro: trigo erguido, rucas
indígenas, ríos. En Nueva Imperial el sol estaba alto. Con el poncho al hombro preguntó
por el cuartel de la Policía Civil y rumbeó, a pie, hacia la plaza. "Una esquina de ladrillos"
había dicho el jefe de la estación , ": enfrentando el edificio blanco y alto de la
gobernación". Miró las planchas de bronce. Sí, allí era: funcionaba junto a Identificación.
Buenos días, señora. Soy el detective Araneda. Estoy trasladado aquí.
¡Ah! Es al frente. El jefe es don Mario Poblete.
Un gordito rosado, risueño, lo recibió en un escritorio demasiado grande para él.
Sí. Recibí el radiograma. Bueno, allí al lado del cine, hay un hotel barato. Lo iré a dejar - lo
saludaron los 3 detectives de la unidad: Espinoza, mestizo; de los Ríos y un tal Soto, que
reemplazaba al gobernador.

NUEVA IMPERIAL

¿Cómo es un pueblo? Todo humano recuerda sensaciones, emociones, y cuando enjuicia


tiene que subjetivar de acuerdo con su esencia: único e invariable fundamento del espíritu.
Sabía que de alguna manera había sido "descamado" por dentro, modificado. En carta a
Mercedes Sánchez describió a Imperial y a sí mismo: "Carretas pequeñas tiradas por
bueyes: ruedas de madera desnuda, maciza, discos no siempre redondos. Boyeros indígenas
de rostros, cuerpos, actitudes y ropas casi iguales, equilibrándose sobre las carretas,
azuzando a los animales con aguijadas puntudas. Todo es agua, barro y greda. Casas bajas,
de maderas pintadas de blanco o gris. Ríos; uno es enorme y verde, navegable, con
pequeñas islas "arboreadas" y tapizadas de pasto largo para ovejas de blancos, dueños de
botes grandes: todavía no he visto a un indio remando. Lomas húmedas goteando o
destilando aguas oscuras: Piaras de cerdos altos en las calles; pavos, gallinas y patos
sueltos. Carnes colgando desde las vigas de las casas. El olor a vino cubre casi todas las
rutas del hombre. El indio dormido en el barro, cántaro alcoholizado, se repite. Vacas
bretonas, holandesas, normandas, negras, manchadas, casi blancas. Caballos en las plazas,
en los cerros, en el agua, en las sombras, debajo de la lluvia o entre ladridos de perros
invisibles, vestidos de agua.
Diez, veinte, treinta caballos de silla amarrados a las varas de los bares. Siempre se está
atravesando una lluvia llena de puñales diminutos, pisándola, bebiéndola al correr, al
hablar. Cae sobre el sueño y la vigilia, sobre el amor y la tristeza. Lluvia ciega, sorda,
fecunda, sin horario ni calendario. Hay que contar con ella para todo u olvidarla. Crecen los
palos de los gallineros y las estacas, zarzamoras, ríos, ansias. Casi todos viven puertas
adentro, junto al fuego, al asado, al alcohol, hembras y camas. Cuando la lluvia da
vacaciones cualquier día es festivo: los imperialinos llenan las plazas, los mercados, la
iglesia; se visitan; cambian sus ropas oscuras por claras. Blancos, mestizos e indios vuelven
a los bares o chincheles a celebrar, encerrados, la caída del sol".
A los pocos días comprendió que los delitos de la zona no iban más allá de riñas de ebrios y
robos de animales. Tenía, por primera vez, tiempo para vivir de otro modo: sabía que algo
se estaba gestando en él.
Aprendió a cabalgar y excursionó la provincia: seguía el curso del río Imperial hasta la
desembocadura en puerto Saavedra; costeando llegaba a Toltén. Aparecía en Labranza, en
Perquenco o en Boroa, hechizado por araucanos rubios, descendientes de franceses que
habían encallado en las peligrosísimas costas de Cautín. Fue amigo de machis y caciques,
de indias viejas y de indios jóvenes. Progresaba velozmente en el aprendizaje del idioma
araucano. Sus botas eran largas, usaba cuchillo de monte y manta de castilla de pelos
largos. Se había dejado crecer la barba. Hablaba poco y leía un libro forrado en cuero: un
lector hecho entre velas, lámparas de carburo, de aceite o fogatas: lector echado en tierra, a
la escasa luz del sol. Decían de él: "Está leyendo en un bote viejo"; "Lo vimos leyendo
arriba de un canelo"; "Pasó recitando, a caballo, por Hualacura". Aprendió a dormir en
ruca, a cocinar pescados. Entendió que "entre el indio y él no existían diferencias", así lo
decía en grupos de blancos agrios.
En carta a su madre narró: "Estoy creciendo bajo la lluvia. Me sobra la placa y el revólver.
Manuel, el viejo jefe de una reducción, medio ciego, me tiene de lector de historias de su
pueblo. El cree que soy su hijo blanco porque una noche me sacó de las frías aguas del río
Cautín: "Águila, mi caballo, es nuevo y pisó mal la orilla del río. Me hundí varias veces y
una mano flaca, arrugada, madre o padre, débil, alzó mis setenta kilos. Cree que soy un
Moisés pequeño, moreno. Es algo así como un abuelo para mí".
A la vuelta de algunos veranos, Poblete le envió recados a los caminos: "Regresa. Un
prefecto viene a inspeccionarnos". Un indio le entregó el mensaje cerca del lago Budi.
"Inspección. ¿Para qué? Este pueblo vive de otra manera: Blancos, mestizos e indios se
están entendiendo. Es Vidaurre: está más gordo y ahora comprende algo más". Regresó.
Allí estaban sus compañeros encorbatados, rasurados, con los zapatos sin barro, serios. Lo
vio de entrada: Vidaurre ocupaba el escritorio de Poblete que, sobrio, sonreía diciendo:
Ya están todos, señor.
El prefecto miró a Araneda:
Estás flaco. ¿Por qué barba y esas ropas?
Cumplo citaciones en reducciones indígenas donde los caminos son intransitables. Vivo
arriba del caballo y .....
Siempre sabe, ignoro cómo, dónde están los indios - informó Poblete.
¡Ah! exclamó el prefecto - supongo que no son amigos tuyos.
Lo son. Oficialmente mi trabajo consiste en traerlos a presencia del juez de indios o del
juez del crimen. Un citador no es un verdugo ni un fantasma. Se aprende, duramente, a
convivir.
Sigues siendo el mismo muchacho terco, santiaguino de barrio bravo. Bien; y por estar
aquí, iré contigo a ver una reducción indígena.
Espinosa le ensilló un caballo overo, grande, manso. Vidaurre era un buen jinete:
galoparon, por caminos de indios. Vidaurre oyó voces que no entendía, dichas por mujeres,
niños, hombres y viejos araucanos. Comentó:
Sí eres conocido en esta zona, muchacho. ¿Qué te dicen?
Nos saludan.
No eres tan conversador como antes. ¿Todavía me odias?
Le estoy agradecido, prefecto. Ahora sé, más o menos, lo que soy, lo que estoy haciendo y
lo que haré.
¡Explícate!
Tengo resistencia física, alguna cultura: puedo vivir sirviendo a otros.
¡Eres policía! No debes olvidarlo.
La verdad del hombre parece que es una acumulación de experiencias extrañas. En un
momento impreciso uno siente la necesidad de saber un poco más para volcarse hacia otros;
para mejor servir. Es algo así como la nube-río que riega, vuela y vuelve a regar
incansablemente. Por ella existen estos árboles, las sementeras, estos caballos, Ud. y yo.
El viento traía, desde el este, notas adormecedoras, monótonas.
¿Qué es eso?
La machi está tocando su tambor mágico. Anuncia lluvia y....
¿Y qué?
Estamos llegando.
Los mapuches salieron a encontrar a Luis
Bienvenido, hermano.
Un indio viejo, apoyado en un bastón de canelo, casi ciego, dijo:
Ya había escuchado los pasos de tu caballo. ¿A qué vienes, hijo?
Este señor, jefe de la policía santiaguina, quiere saber qué es una reducción y lo he traído a
ver..... la nuestra.
Bien, Luis. Aquí, señor, jefe, viven nuestras familias y en estas tierras nuestras, trabajan.
¿Es Ud. el jefe?
Sí - contestó el viejo Manuel.
¿Cómo ejerce el mando?
Pongo a los fuertes al servicio de los débiles, a los que saben más al servicio de los que
saben menos....
¿Tiene problemas?
Muchos: el hombre blanco y su avaricia, vicios y mentira.
Gracias. Ya he visto lo que es una reducción. Adiós.
¡No ha visto nada! Desmóntese y pase a una ruca, a cualquiera: algunos hombres estarán
ebrios, durmiendo; otros y sus mujeres, trabajando; los niños ayudando a sus padres.
Nuestra machi luchando contra enfermedades con yerbas medicinales y antibióticos,
tratando de interpretar al gran espíritu de toda la tierra. ¡No se vaya: el indio no tiene metas!
Los jinetes, de regreso, internados en la noche, guardaban silencio. La lluvia llegó lenta.
Luis miró las ramas de los árboles alumbrándolas con una linterna sorda:
Apurémonos, señor: el aguacero viene largo. Un poco más allá hay un bosque de raulíes,
robles y coigües.
La lluvia los alcanzó a cielo abierto. Vidaurre, empapado, empezó a tiritar. Araneda le pasó
su manta. Juntó hojas y cortó ramas para levantar un fuego alto. Las llamas
chisporrotearon, crepitaron. De las guarniciones de su montura sacó una botella de
aguardiente:
Beba, señor. Está afiebrado y tiene escalofríos. Ya vienen a auxiliarnos.
¿Cómo diablos lo puedes saber?
Un silbido llegó desde la espesura y Araneda contestó. Aparecieron dos jinetes.
Conversaron en mapuche.....y desaparecieron.
Pedí, señor, una carreta entoldada, ligera. Le colocarán caballos rápidos.
Está bien. Háblame de Cautín.
Los vientos bajos traen o llevan voces de trutrucas sordas. Siempre es verde el corazón de
esta patria del agua. Los gallos de Cautín, plumas con flautas agrias, a veces ignoran que
llegó el día y cantan al sol de la tarde o a la luna. Me gusta entrar a Lautaro por el este para
mejor ver camelias duras, dormidas, y moras enlutadas. Los árboles frutales, cargados,
olorosos, incitantes, desconocen la ley del hombre, siguen la de Ngenechen (creador
supremo) que ordenó: los frutos son para todos. Entre sapos bulliciosos y canelos sagrados,
quilas y copihues, chincoles y chucaos, uno cae en la hipnosis del cultrún y olvida lo que
lastima, los tambores mágicos, de todas las meicas, van y vienen desde la montaña al mar y
llevan y traen el olor del tilo, del eucalipto, de boldos casi marineros. Me gusta viajar por
calles líquidas, largas, siguiendo el camino viejo del agua. En el fondo del Llaima helado,
mercedario ornado y coronado de nieves blandas, remece los paraguas de las araucarias o
los envuelve en fumarolas tibias. La iglesia de Perquenco está pintada con azul de
bandera.....
En la madrugada llegaron a Imperial. Vidaurre fue atendido por el médico del pueblo. Al
tercer día volvió al cuartel a despedirse. En el libro de inspecciones escribió: "Felicito al
jefe y a los detectives de esta Subinspectoría de Investigaciones". Miró a Araneda y dijo:
Voy a recomendarte para un ascenso y traslado...a la capital. Me gustaría que trabajaras
conmigo; pero me desorientas. ¿Qué dices?
Gracias, señor. Usted sabe que pertenezco a esta tierra.
Sí. Creo que estás embrujado......o que eres uno de los brujos del tambor.

¿DÓNDE ESTÁ EMILIA?

Calama era, en aquella época - iniciación de la década del 40 -, un pueblo pequeño. La calle
mayor, que nacía enfrentando a la Estación del ferrocarril a La Paz, tenía 6 o 7 cuadras,
mostrando, las dos primeras un comercio creciente que no se ha detenido, por ser la bodega
de Chuquicamata: la mina de cobre más importante del mundo. Había una plaza con
árboles, arbustos, plantas, pastos: un cuadrado milagrosamente verde que llenaba, gracias al
río Loa, de alegría y nostalgia a los sureños, que eran mayoría. Calles laterales empedradas
o de tierra seca. La agricultura empezaba con choclos y melones pequeños; una industria
también naciente, y, a la distancia, la poderosa Dupont - Fábrica de explosivos de los
norteamericanos -, con casitas de techos rojos y antejardines, para empleados y obreros.
Chuqui era y es el imán que atraía y atrae a chilenos y extranjeros hacia ese desierto de
180.000 kilómetros cuadrados, de 1.500 kilómetros da largo, con alturas de 2.000 y 4.000
metros; rico en nitratos, cobre, oro, plata. Orillando la cordillera, de noche es frío y arde el
sol. 2.350 metros de altura ponen el cielo casi en las manos de los calameños: el infierno
con vacaciones nocturnas para jóvenes ambiciosos, aventureros de la sobrevivencia.
Bares, prostíbulos, billares, hoteles, pensiones, botillerías; "faltes" chilenos, vestidos de
azul, con gorras marineras y buhoneros árabes, vendiendo puerta a puerta, sedas y casimires
criollos, penquistas, como importados, y baratijas. Aguadores en carretas tiradas por
enormes machos grises, negros, manchados; indios atacameños mascando silencio y coca;
huellitas de guanacos sobre las altas piedras milenarias de los cerros vecinos. Sol, un sol
lento, sofocador, intruso, tostando aún más la tierra herida, calentando el polvo fino de las
carretas y disfrazando a humanos, animales y vehículos, de fantasmas de la pampa. En el
fondo de los ojos de los sureños trasplantados: sauces llorones bebiéndose el agua de mil
ríos distintos; peumos aromando el aire frío; quillayes y pinos cubiertos de nieve, álamos y
eucaliptos soltando lágrimas; oídos tensos para reescuchar pasos de conejos en fugas
pretéritas y trinares de aves de la infancia, caídas de agua, arroyos blanquiverdes y la
marcha vertical de la lluvia buscando tibios ponchos temucanos. Nortinos de rostros
gredosos, indiferentes, cuarteados, huérfanos del verde, con miradas ocres, abiertas como el
desierto, buscando a pie, siempre caminando, otros rumbos para sus vidas. Yugoslavos
altos, rubios y morenos, extrayendo sal; chinos despostando reses viejas, viajadas,
sedientas; japoneses jugando al fútbol, tratando de cazar llamas invisibles, trabajando;
bolivianos ensombrerados, bajos, cerámicos y bolivianas de largas trenzas negras,
descalzas, tristes.

Si un hombre tiene 22 años de edad, 1,80 de estatura, salud, curiosidad vital, un empleo
estable de iniciación - detective tercero -, viste más o menos bien y es soltero, se convierte
en "buen partido" en cualquier pueblo; en Calama fue recibido "con ansias esperanzadas"
porque los de su tipo y condición escaseaban; pero, un hombre joven es, también, flecha en
el aire: todo lo ignora, incluyendo destino, menos su realidad biológica, instintiva. Diego
López había huido de la capital porque una joven árabe quería llevarlo a las oficinas del
Registro Civil del barrio Matadero.
No buscaba riquezas ni planificaba futuro alguno: simplemente vivía. Poseía un extraño
sentido de la libertad natural y una desarrollada curiosidad esencial por los fenómenos
humanos.
Conocido el cuartel policial - casita de un piso, una ventana a la calle, 4 piezas y 3
calabozos de madera -, compañeros y jefe, juez y secretario gobernador, carabineros,
gendarmes, autoridades municipales y vecinos importantes, Diego López, a la semana de su
llegada, se unió al grupo de jóvenes que andaba a la caza de mujeres nuevas, de tránsito en
Calama. Se dedicaban a revisar, disimuladamente, la llegada de los trenes internacionales,
autobuses y taxis. Conocían, muy de cerca, los rostros de las prostitutas jóvenes que, en ese
pueblo, envejecían con sorprendente rapidez; sabían de viudas físicamente generosas y de
señoras cuyos maridos, mineros embrujados, buscaban vetas lejanas. Recorrían la calle
principal y esperaban, a horario, frente al paradero de "La Flota Mercurio" - un vehículo, S.
Wagon, que traía pasajeros, diarios y el correo - la bajada de las hembras hasta que éstas se
limpiaban los rostros enmascarados por el polvo. Las miradas iban a las piernas, nalgas,
pechos; los rostros no interesaban tanto. A veces llegaban "niñas sureñas" para
"enamorarse" algunas horas.
En Calama se es o no joven, se s o no sano: clima seco y puna: cuesta respirar, andar, amar.
Todo organismo es presa del soroche
Después, un "después" de minutos, observaban otras "cosas" de las recién llegadas: edad
aproximada, acompañantes para determinar parentescos, argollas, maletas, ropas y el lugar
hacia el que se dirigían: no es lo mismo un hotel que casa particular, pensión que
residencial; si era o no esperada y por quién o quiénes. Si alguna prometía "futuro de horas"
los demás se quedaban hasta verla salir. Esperas largas. Hasta el chino de la carnicería sabía
lo que buscaban los muchachos porque algunos de los hijos de Chiang estaban en el mismo
juego vital. Diego López, policía al fin y al cabo, descubrió que todas las mujeres, por una
u otra razón, iban, de mañana, a la Botica Chávez y que algunas, al atardecer, visitaban a
una modista de las afueras del centro; aprendió a diferenciar, por el acento, inglesas de
norteamericanas, "gitanas" antofagastinas y cabareteras de Iquique o Pisagua, bolivianas de
La Paz, de Oruro, Cochabamba o de Ollagüe y las inconfundibles y maravillosas cruceñas.
Con santiaguinas y porteñas no tenía problemas de acentos.
Ninguno de los jóvenes del grupo pensaba en matrimonio. Creían entender y tenían razón,
que el amor no crece en prisiones geográficas. Durísima posición dada las graves y
urgentes circunstancias.
Las jóvenes casaderas, de familias, conocían muy bien los principios de los varones, porque
vivían el mismo "drama-edad"; vestían con elegancia cuidadosa, iban a misa, no salían de
noche. Daban la sensación de seguridad y confianza que entrega una excelente y rigurosa
educación antigua y sabia: les habían enseñado que el hombre superior busca formar una
familia con una compañera fundamentalmente honesta. La mejor "docena" se paseaba, la
mañana de los domingos, por la plaza; en la tarde, vermouth, reaparecían con sus padres o
familiares, en el único cine. Llenaban de regalos a la heroína que lograba cazar a uno de
"Los Lobos". En esa función vivían. Juan Yutronic, una especie de capitán de los solteros,
decía: "Todo es cuestión de tiempo, de saber esperar, muchachos, y los mejores frutos de
esta zona caerán en nuestras manos sin altar". No era tan cierto: algunas parejas saltaban las
convenciones sociales, grupales y buscaban, en la complicidad del desierto ancho, oscuro y
mudo, salida a la contemplación. "Los amores furtivos" eran respetadísimos porque casi
siempre terminaban vestidos de blanco y negro en la vieja iglesia parroquial. Cuando
ocurría, los hombres se emborrachaban con "el traidor"; repetían sus votos de soltería y
seguían "cazando autoengaños".

¿DE DÓNDE VINO LA FLECHA?

Diego vio un par de piernas cinceladas, envueltas en seda gris-perla; talones delgados, pies
pequeños, las pantorrillas, llenas se entrechocaban en los pasos largos, ágiles. La falda,
corta, mostraba los comienzos de muslos largos, duros, que terminaban en asentaderas
redondas, breves; encima de las caderas onduladas una cintura de ánfora dormida, llena de
ángeles y demonios; la espalda lisa, se veía firme a través de la ajustada blusa de lunares
azules sobre el fondo blanco; hombros redondos, brazos largos; cuello blanco, azucenado y
cabello negro, sedoso, brillante, rizado. Apuró el paso, la pasó y pudo verle, de frente, el
rostro ovalado, virginal, de morena clara: adolescente con ojos negros, árabes, de baja
mirada de miel. La dejó pasar sabiendo que la muchacha se le había grabado,
inexplicablemente, en las células del ansia-especie. Su lógica humana le hablaba de ilusión,
de espejismo nortino.
No le fue difícil averiguar quién era: hija de palestino y huasa melipillana; había terminado
sus estudios secundarios en Antofagasta. Recién se había sacado el medio luto por la
muerte de su padre. Atendía una pequeña tienda de su madre en la calle central. López
compró pañuelos, calcetines, corbatas, colleras que jamás usó, peinetas y botones, hasta que
logró interesarla. Siempre estaba huyéndole a la huasa de rostro masculino, de voz de
hombre, fumadora empedernida, que se había puesto "saltona" con las visitas del cliente
joven, apuesto, charlador sonriente: al parecer, doña Margarita Gómez vda. de Fuad, no
quería yerno alguno.
Las tardes de los lunes Emilia tomaba el caminito hacia el cementerio llevándole flores a la
tumba de su padre. Diego la esperaba entre tumbas viejas entibiadas por el sol. Pasión
primeriza para ambos, desatando, entre cruces y flores secas, el huracán de la sangre.
Semana a semana se fueron soltando las ansias, confundiéndose en el ir y venir de manos,
bocas, sexos.
Abandonaron Calama. En el sur iba a nacer una niña. Terminaron casándose entre ríos y
sauces, pájaros y lluvia.

¿QUIÉN ES QUIÉN?

Emilia acariciaba la piel de Diego como si fuera la suya. Se aferraba a los músculos de su
hombre con fuerza de brazos antiguos. Al año un vello oscuro le apareció sobre el labio
superior. Engordó. Empezó a fumar y la voz cambió de fina a gruesa, a ronca. En su
barbilla irrumpieron pelos largos, duros, negros. El viejo moño, guardador de trenzas
embrujadoras, se convirtió en melena corta. A los dos años de matrimonio bebía cognac y
vino. Había alargado sus faldas y ya no usaba rouge "Victory" ni perfumes ni rimel ni
polvos. Así pasaron los años de la transformación. Un día preguntó:
¿Cuántos hombres hay en ti, Diego?
¿Qué? ¿Tú preguntas?
Me refiero a aspectos y épocas. Tú eres distinto del que conocí en Calama hace 18 años.
Sólo te quedan las facciones, el nombre y la estatura. Hasta tu oficio es otro. Además, eres
blando, tímido, cuidadoso, enfermizo: hasta el humo de mis cigarrillos te hace mal. Te has
vuelto silencioso, piensas demasiado.
He envejecido. Eso es todo. ¿Dónde está Adriana?
Salió con su novio. Supongo que regresará a la hora de comida. Adriana es ordenada, fina,
suave; se parece a ti, Diego. Una copia femenina de un hombre delicado, esbelto culto,
cavilador.
¿A mí? No existen seres iguales. Tú, que has observado mis cambios, debes saber que cada
ser vive modificándose día a día. Lo que algunos no tenemos es memoria para advertirlos o
valor para señalarlos...
¿Te estás refiriendo a mí?
A todo el mundo, Emilia. Yo ignoro lo que soy y las razones de los cambios. Creo que no
pasamos de ser pésimos recordadores de nosotros mismos y sólo recurriendo a fotografías
antiguas, releyendo cartas o conversando con testigos de lo que llamamos "pasado", nos
reconstruimos muy superficialmente. Nadie advierte los cambios del alma que son los que
importan. A propósito, ayer vi a Juan Yutronic. Esta viejísimo. Te envió saludos. Dijo:
"¿Sigue, Emilia, manteniendo esa cintura inolvidable?". Asentí. ¿Cómo se explica, a un
amigo, las modificaciones del cónyuge? Siempre es bueno que algunos nos recuerden como
éramos. Yo no puedo hacerlo sobre ti ni tú sobre mí porque los hemos vivido juntos,
minuto a minuto.
Emilia apagó su cigarrillo, bebió cognac , y se puso a roncar con la boca abierta. Diego
entró, una vez más, en las zonas de los misterios del hombre y del insomnio. Escuchó a
Adriana que, sigilosamente, abría la puerta de su dormitorio.

¿QUÉ SOMOS?

En la década del 70 Emilia y Diego eran, por tercera vez, abuelos. Adriana, desde Buenos
Aires, escribía, regularmente, a sus padres, enviaba fotos de los niños, regalos.
Emilia parecía cuidarse "los bigotes" lustrosos y ya no se sacaba los pelos de la barba. Se
peinaba como Diego, hacia atrás. Se ponía el pijama azul de su marido, que le quedaba
estrecho y cantaba, en el baño, viejas canciones campesinas... con voz de capataz.
¡Diego, ven! En la TV apareció el mercado nuevo de Calama; alcancé a ver la esquina
donde estaba el Hotel "La Bolsa"; un poco más allá, atravesando las líneas de los trenes,
todavía sigue igual el caminito al cementerio.
Diego pudo ver las copas de unos viejos pimientos, parte de la pampa y la orilla norte del
Loa. Empezó a reír como si de su espíritu se hubiera apoderado el diablo.
¿Qué te pasa?
Me río de mi memoria, Emilia. Te miro y te veo un moño gris, fumando cigarrillos
hechizos, vestida de luto y maldiciéndome...
¡Esa es mi madre! Déjala tranquila! ¡Está muerta!
No lo sé, Emilia. No lo sé. Creo que tú tienes dos memorias y un solo rostro. Dos vidas casi
iguales...
¡Estás loco! ¡Soy tu esposa! ¡La hija única de Margarita Gómez!
Está bien. No grites, Margarita, y dime, ¿cómo pudiste desdoblarte en Emilia? ¿Dónde está
la voz que usaste en Calama, el cutis de la dicha, el brillo de fragua de tus ojos y ese amor
tan limpio como para embrujar mi vida? ¿Dónde está Emilia? ¡Emilia! ¡Emilia!

LA MOMIA DEL CAUCE

El 18 de febrero de 1948 fue muerto a golpes de martillo o algo parecido, todos en el


cráneo, el pintor Jorge Madge Cortés, en su maravillosa casa de San Juan de la Cruz 511.
Subida de Agua Santa. El crimen sigue sin solución...judicial.
Diez días después de ese crimen que conmoviera a los habitantes de Viña del Mar,
Valparaíso y Santiago, desapareció, hasta el día de hoy, el bailarín y pintor Ignacio del
Pedregal Corvalán, equívoco amigo, de la equívoca víctima de San Juan de la Cruz.
La policía civil de las tres ciudades se puso al rojo. El Director General, don Luis Brun
D'Avoglio (bajo su dirección se crearon tres brigadas policiales: B. H., B.M. y B.E.),
ordenó cambios de jefes zonales y comisiones de "servicios especiales". César Gacitúa se
hizo cargo de la Prefectura de Valparaíso: hombres de la Brigada de Homicidios y del
Laboratorio de la Policía Técnica, empezaron a viajar continuamente hacia el Puerto. Se
estaba comenzando a hacer policía seria, profesional, y todos éramos aprendices con cierta
y relativa experiencia en distintos campos de la pesquisa aislada, inconexa. Aún no
teníamos un claro sentido del trabajo en equipo.
Por la impresión generalizada, derivada de la personalidad de la víctima y de la del
desaparecido bailarín - habíamos encontrado, además, en San Juan de la Cruz, películas,
diapositivas y fotografías de miles de pederastas en hechos y actitudes inequívocas - se
procedió a la detención de cientos de homosexuales en las tres ciudades. Muchos fueron
identificados por primera vez, con gran sorpresa nuestra, como integrantes de tales grupos...
La realidad, abriéndose en abanico, mostrando, una vez más, lo sorpresiva que es la
comunidad cuando se amplían los rostros de una simple fotografía o se proyecta en un telón
el pequeño cuadro de una película. Casi todos enterados del crimen y de la desaparición.
Nadie hablaba. ¿Es una logia, una hermandad o una asociación del miedo al escándalo? A
la trivial y directa pregunta:
¿Conocía usted al pintor Madge o al bailarín?
¡No!
Casi un ladrido por el sacudón en lo aparente y en lo esencial. Repetido dramatismo en las
individuales representaciones. Estábamos "equivocados", "confundidos."
Se le mostraba la fotografía o la película en la que el entrevistado aparecía con uno de ellos
o con ambos y tenía lugar otra conocida reacción: cambio de actitud, de voz y casi una
misma frase con variantes formales:
¡Ah, eso! No lo sabía. Fue hace mucho tiempo. Estaba drogado, borracho. Era muy joven.
No los conocía...
La voz policial, mecánicamente:
Hay otras fotografías, ésta por ejemplo.
Derrumbe, histerismo, llanto, silencio y un mirar suplicante. Una historia más o menos
acomodada.
Solamente nos interesa el asesinato y una desaparición.
Había que decirlo porque era la verdad. Un respiro caído del cielo o del oficio para las dos
partes diálogo. No sabían nada del crimen y no podían saberlo, lo supimos después, porque
el autor no pertenecía, ni mucho menos, a "la hermandad". La misma respuesta en todos los
entrevistados y las mismas actitudes conformaron una pista diferente.
El 19 de abril, Scandor, sargento de guardia en Investigaciones de Valparaíso, atendió el
teléfono: una voz policial anunciaba el hallazgo de un cadáver en el lecho del cauce de la
Avenida Francia, casi esquina de Brasil. El recadero agregó que la víctima había sido
muerta... a martillazos en el cráneo.
Las mentes policiales asocian en la misma forma elemental que las que no lo son, quizás si
con algo más de rapidez. "inmediatez" debiera ser el verdadero calificativo; una figura
diminuta, dibujó arabescos y abrochó un nombre, un nombre que ya parecía sortilegio.
Las veloces patrullas se detuvieron junto a la entrada del cauce, en los mismos pies de los
amontonados curiosos que miraban hacia el hoyo profundo y largo: calle o avenida
subterránea por donde baja al mar el agua de las lluvias caídas sobre los cerros vecinos.
Bajamos. El cadáver estaba medio enterrado en la húmeda y seca arena del cauce: seca la
superficial, como siempre ocurre con estos minúsculos fragmentos de roca.
La deshidratación había sido más o menos rápida en el lado derecho: se notaba la piel
desecada y cierta reducción de los tejidos.
La división de los fenómenos cadavéricos llegaba, en lo externo, a las dos mitades: oreja,
cara, cuello, hombro, brazo, cadera y pierna derechos: momia; el otro lado tendía a una
lenta putrefacción. Toda su sangre, por gravedad, medio de lado, estaba en el costado
izquierdo y como su permanencia era de días largos (?), permitía apreciar, de visu, el
pergamino de su piel derecha. Sí, era un cadáver de "película", al presentar,
simultáneamente, dos fenómenos tanatológicos francamente opuestos, momificación y
putrefacción. Un cadáver asaz contradictorio, un tanto desabrigado para la época del
hallazgo; desnudo desde la cintura hacia arriba. En su muñeca izquierda tenía un reloj sin
marca, sucio, deteriorado, unido a una correa con alambres de cobre.
Sobre el parietal derecho una profunda herida circular hecha con un instrumento
contundente de punta más o menos aguzada. No presentaba otras heridas ni marcas de
violencia sexual.
En toda investigación criminal sólo hay dos metas: descubrir al asesino y detenerlo. Toda
pista nace, se acepte o no, directa o indirectamente del sitio del suceso. Aquella momia
resultaba ser un desafío cierto: ¿quién fue en vida?

CASI NADA.

Desafortunadamente aquella mano derecha no guardó la división de los fenómenos


cadavéricos de su lado. Instintivamente se había metido en la arena del lado izquierdo y
estaba casi descompuesta; sin embargo, un trozo de epidermis del dedo anular conservaba
no más de medio centímetro de pulpejo pegado al dermis. Fue cuidadosamente desprendido
y colocado en un frasco con formol: había que conservarlo.... por las dudas. Nadie puede
determinar, con exactitud, en una investigación criminal que se inicia, lo que es o no
importante...
Se midió hasta el agua caída durante esos meses; se intentó una mascarilla de las borradas
facciones; se tomaron fotografías al cadáver desde todos los ángulos posibles; se pesó y
midió con rigor: 58 kilos y 600 gramos, un metro y 63 centímetros y medio. Osvaldo
Esquivel Rojas, médico examinador policial, estudió los músculos de la pierna derecha de
la momia y los comparó con músculos de bailarines profesionales. Se exhibieron las
fotografías del rostro del cadáver a los familiares de Ignacio del Pedregal, no fue
reconocido. Se intentaron estudios comparativos de cabellos: un detective, en casa del
desaparecido pintor-bailarín, revisaba peinetas, escobillas y trajes en busca de cabellos
auténticos... sin encontrarlos. César Gacitúa y sus hombres filtraron cuidadosamente el
hampa porteña en busca de información. Nada o casi nada...

CÓNCLAVE DE "TIRAS"

En las oficinas del prefecto Gacitúa se llevaron a efecto sucesivas reuniones policiales. Es
un exponer breve, preciso, porque en policía profesional nadie pierde el tiempo: la solución
de un caso difícil es el regreso a la normalidad de todos los pesquisas: se acaban las
trasnochadas y las intoxicaciones - tabaco, alcohol, drogas -, la nerviosidad, el mal humor
legítimo.
César bocetó las líneas centrales del caso: identidad desconocida, arma no habida y casi
inidentificable, data de muerte imprecisable. Se "tiraron" nuevas líneas laterales, variantes
de lo que ya se había hecho: había que recomenzar de algún modo, sabiendo todos que se
trataba de un recuento desesperado.
Alguien preguntó:
¿Quién encontró el cadáver?
La respuesta vino rápida y malhumorada: ¿Quién iba a hallarlo? ¿Miss Chile o el Obispo?
¡El limpiador de cauces de ese sector!
Otra voz: ¿Será martillo?
Esquivel:
Lo ignoro. Practicaremos un estudio a fondo.
¿Cuándo? ¿Cómo vamos a seguir conversando si ignoramos con qué clase de arma fue
muerto?
El primer "cónclave" fue interrumpido. El cadáver, que "descansaba" en el cementerio de
Playa Ancha, fue exhumado y llevado a la morgue. No, no era martillo: formaba una
especie de cono invertido cuyo tamaño, al prolongarlo más allá de la herida, resultaba de
una longitud y grosor no comunes en herramientas de ese tipo. Su forma cilíndrica no
calzaba con ningún tipo de arma contundente conocida .
De regreso al cuartel de Bellavista...más café y cigarrillos para seguir tejiendo conjeturas
valederas.
Los expertos santiaguinos trabajaban el trozo de epidermis por Poroscopía (Sistema de
Identificación creado por mi genial maestro Edmond Locard, que permite establecer
identidad por comparación de poros) y enviaron la siguiente noticia: la momia no era
Ignacio del Pedregal.
¿A quién diablo correspondía esa media momia?
Una voz aparentemente tímida:
Quedó muy cerca de la entrada del cauce... ¿Por qué elegirían ese lugar?
Porque les era más fácil que hacer un forado en cemento. ¡Otra pregunta como ésta y aquí
habrá otro muerto!
Es que - insistió el casi tímido - ... siempre hay relación entre camino y costumbre o
viceversa. Insisto... divagando... ¿por qué ese cauce y ese lugar?
Valparaíso está lleno de cauces...
La pregunta tenía otra envoltura: daba respuestas y decía relación con esencias humanas
orillando verdades eternas. Quedó flotando...
Otra voz, con mucho de oficialista:
Me parece necesario y fundamental establecer dónde y cuándo fue visto, "por última vez",
el desaparecido bailarín señor Ignacio del Pedregal. Es un antecedente de primera magnitud
para...
El prefecto "Caifás":
Me cargan las asociaciones tontas, infantiles, fuera de lugar. Ya te dijeron que no era el
bailarín.
Sí, pero sigo creyendo que vale la pena saberlo...
La respuesta fue un adoquinazo:
28 de febrero. Almorzó con un desconocido en el restaurante "El Refugio", Quilpué.
¿Ahora qué?
Nada señor. Trataba de hilvanar hechos.
Claro, puede preguntar, señor comisario, para eso se colocó aquí, pero no olvide que se
encuentra entre superiores a usted en esta clase de asuntos. ¿No le parece mejor: cauce-
camino-costumbre?
Perdón
Otra voz.
¿Qué tiempo tiene, doctor, la momia, como fiambre?
Entre 2 y 4 meses. Las condiciones físicas que la rodeaban no permiten precisar data.
Carecemos de experiencia al respecto. El plazo que le doy se basa en el proceso orgánico-
destructivo que presenta. No es muy valedero por la enorme variabilidad que existe entre
un organismo y otro y porque jamás había visto algo semejante...
Un lapso preciso hubiera sido una pista.
Sí - comentó el jefe de Homicidios -, una fecha, una hora, algo así como una señal en el
tiempo para buscar testigos. De haberlos... ¿qué les preguntaría? ¿Vio usted pasar por aquí
al hombre que se convirtió en momia?
No, señor, pero podría preguntar por un hombre de un metro 63 centímetros y 58 kilos de
peso...
Claro. Un testigo con un cartabón y una balanza ubicada a la entrada del cauce y justo en el
tiempo del descenso... Bajó, probablemente de noche, comisario. No sirve.
Perdón, señor.
Voz conocida:
Insisto en camino-costumbre desde otro punto de vista: la actitud física era, en rasgos
generales, de durmiente. No hagan chistes, esperen. Es cierto que pudieron quitarle la ropa,
pero, a juzgar por el reloj pulsera, debió ser también de muy mala calidad. Yo diría que se
acostó donde siempre y que hacía calor. El doctor Esquivel nos permite, con su plazo
mayor, ubicarnos desde fines de la primavera al verano...
Así es y será siempre en policía civil de cualquier parte del mundo: flechas, aparentemente
locas, buscando un blanco. Tanteos y balbuceos, hechos desde un oficio cierto, porque no
existe el cerebro policial capaz de verlo todo, de aclarar cualquier caso.
Otra voz, que fue tomando fuerza durante la breve exposición y que parecía vacilar:
Ese "cacharro", níquel, cuero, cobre-alambre: ese reloj pulsera ....es de pelusa.
"Reloj-pulsera-pelusa". Tres voces simples, comunes, que se incrustaron a fuego en siete
mentes policiales con dos descuentos... Por allí, por ese boquerón abierto por la lógica
sobre los casos simples iban a encaminarse los nuevos y presurosos pasos de las pesquisas.
Se mostró el "reloj de pelusa" a todos los "choros" del Puerto. Aquello fue una razzia con
fines ciertos, razzia de flecha clavada en un blanco, las únicas que se justifican.
"Los perros" (detectives en función de rastreo) cubrieron de nuevo los cuarenta y tantos
cerros porteños. "La pesca" le estaba haciendo honor a su apodo: calabozos y pasillos
estaban llenos de detenidos. El hampa firme se arrinconó durante algunos días; pero, hay
que salir a "trabajar": no se puede vivir siempre "encaletado"...

UNO SE VA DE LENGUA

El detenido Lautaro Julio Moreno Gallardo, alias "El Coquimbo", se mostró "reticente" al
"interrogatorio", casi masivo. Tenía, al parecer, "una papa" atravesada en la garganta:
transpiraba y movía los labios como los conejos hambrientos ante una zanahoria. Fue
separado del "piño".
¿Qué te pasa "Coquimbo"? Tú no eres de los muy callados.
La cosa es sencilla: tengo "julepe".
Pero aquí nadie podrá hacerte daño, excepto nosotros, por supuesto...
Una agachada de hombro del policía, a manera de disculpa, subrayó la última frase.
No sé, no estoy seguro; pero...afuera o en "canasta" me pueden "dar el bajo".
Bien. Entonces..."frisca, pelo y..."
No. "Me iré de lengua": ese reloj era del "Negro".
¿Cuál "Negro"?
El lustrabotas Benito Contreras que tenía un "lío" de faldas con el "Cojo Tiznado"...
Más que suficiente. En Santiago compararon el trozo de piel con la ficha dactiloscópica de
Benito Contreras Cisternas. Sí, él era "La momia del cauce de la Avenida Francia".
"El Tiznado" o "El Cojo de la Pat'e Fierro", Ricardo Mora Rosales, estaba en "los
pimientos" (la cárcel, se conoce con ese nombre debido a las plantas de pimientos que tiene
en el frontis) por robo, ebriedad y desorden. Le decían "El Tiznado" porque los choros le
llaman "El pat'e fierro" a los trenes y porque en la época de este crimen algunas
locomotoras se movían a carbón, maquinistas y fogoneros siempre andaban llenos de tizne
(humo, hollín). El juez Víctor Concha, enterado del asunto por César Gacitúa,, ordenó "la
libertad" de Ricardo Mora.

¿ERA TAN IMPORTANTE?

Afuera, entre "los pimientos"... dos manos sobre los hombros y un corto viaje en patrullera.
Una voz conocidísima y temida por el hampa rompió el silencio:
¡Cuéntame la firme sobre "El Negro Benito"!
Sabía que "los tiras", perdón, los señores detectives, me andaban buscando por ese asunto.
¿Era tan importante "El Negro Benito" que hasta los de Santiago andaban por aquí?
La misma voz anterior:
¡He dicho: al grano, "Cojo"!
Ta bien. No se enoje, don Cesita. Jue pura cuestión de curaos. La noche de Año Nuevo
"rosquiamos" frente al Velarde (teatro). Vi la serial. A la salida me tomé "dos loros" de
tinto en "El Oakland" para agarrar juerzas. Yo sabía que "El Negro" me estaba "comiendo
la color" con la "Rosa Chica". Lo busqué y lo encontré "papaya": durmiendo en el cauce
Francia. Yo le conocía, al finao, toas sus picás. Ni despertó cuando bajé por la escalera y
eso que la tapa de fierro del cauce y mi pata metieron mucho ruido con los peldaños: fierro
con fierro, usted sabe, don Cesita. Abajo, con esta misma pata le hice un "forado" en la
cabeza. ¿No sé? Murió pollo. Ni siquiera se agitó. Creo que él también estaba algo
"escabiado" (bebido).
Afuera, la luz del sol recién apagaba a las luciérnagas. La bahía, azul-blanca, mano amiga,
abría, como siempre, sus puertas al viento. Barón se estremecía al paso del primer tren
local... Atravesamos Bellavista: una ola casi nos moja las orejas y el espanto...
En el aire... un bailarín seguía y sigue haciendo piruetas y morisquetas...
Carta de un espectro
Hace algunos años aparecieron sobre mi
escritorio policial, estas páginas manuscritas (?),
cuyo origen aún no he podido establecer.
Las letras parecen haber sido hechas con la más
fina pluma de un colibrí en vuelo bajo,
entintado. El sobre tiene un lacre azul-celeste que conservo.
Inspector Cortés.
"Señor Carlos Cortés:
"Todo ser viviente empieza a morir antes de nacer; es una ley biológica inexorable
que el humano adulto trata, inútilmente, de olvidar. Por supuesto, nadie nace conociendo
tan horroroso fin; pero, a medida que crecemos física e intelectualmente, nos acomodamos
a esta verdad dura, amarga, inmodificable; si así no fuese, nadie querría vivir.
"Nos desarrollamos entre invariables fenómenos vitales-letales; unos, como el amor,
motor de vida eterna y prodigios y otros, los más, saturados de odios antiguos que visten, a
veces, el traje bermellón de la ira. Descubrimos, siendo niños, la muerte y sus formas en un
pájaro tieso y frío; en un gato de pupilas vidriosas; al pinchar un insecto o al oír el llanto de
los nuestros porque a un pariente, de cualquier manera, se le detuvo el corazón; y ya
estamos en la pista de lo que realmente somos: mortales prisioneros, por dentro y por fuera,
de signos ineludibles e indescifrables; aunque podamos advertir la lluvia en las nubes
oscuras, la primavera en el brote sin abrir del aromo de agosto, la vejez en la insinuada
arruga inicial; desilusión vital en pupilas conocidas por amadas o la belleza crepuscular del
cielo del oeste antes de iniciar la despedida de un día más-menos de nuestras conciencias
hechas a los ciclos de este pequeño, fértil y bellísimo planeta que llamamos Tierra.
"Fui sureño. Me tocó nacer aquí, junto a millones de seres parecidos a mí en sueños
y realidades. Me llamaron "Manuel", un antiguo nombre religioso. Crucé mi leve plazo
físico-vital "curioseándome" y curioseando al hombre-especie y sus haceres. Todavía, con
mi memoria vieja de espectro nuevo, recuerdo las manos de los alfareros levantando la
greda húmeda, alisando contornos, y esos fijos visualizando, cerebralmente, las formas de
los cántaros; conmigo todavía van los artífices de la piedra lapidando imágenes y cruces; y
los descalzos pisadores de uvas azules y abejas ebrias; estatuarios pescadores del mar de
Puerto Montt con las pupilas llenas de gaviotas trasnochadas y las manos, al amanecer,
rojas de sangre palpitante. Sigo unido al herrero y a su fragua de estrellas diminutas; al
buey tejiendo interminables babas largas delante de las carretas del hombre; al caballo
dormido en la colina más alta del paisaje de mi infancia; al ladrido del perro tempranero; al
olor del pan recién horneado. Entre las voces de mis sueños mortales, pastoreadas por el
cariño, salen, apiñadas, las de mi madre y mis dos tías: las distingo por francas, generosas,
por simples y querendonas en los dejos: "¡Manuel!" y dejaba los elevados nidos de los
robles, mis collares de "cuentas" de eucaliptos para correr hacia los brazos robustos y
tiernos: sabía, por el cacareo de las gallinas y por el mugir de las vacas ordeñadas, que me
esperaba, en la mesa del hule a cuadritos, una enorme taza de chocolate caliente, espeso;
tostadas, naranjas o manzanas, y tres sonrisas largas, invariables. Infancia, la voz más
honda: madre de todas mis raíces. No quería dormir para que mi vivir fuese más largo.
"En su gran ciudad, inspector, las voces son otras y vienen y van de distinta manera,
porque haceres y costumbres son diferentes: alguien o algo ha borrado casi todas las
sonrisas de los rostros multitudinarios. Esquivan la lluvia y los rayos del sol. Sólo de paso
ven la llegada de las flores; han olvidado las formas de la magnolia y el olor del jazmín.
Algunos niños, vecinos de grandes parques, suelen jugar con las hojas pirueteras del otoño;
creo que son muy escasos los santiaguinos que hayan hecho un mono de nieve con sus
propias manos. Sin infancia agreste, ruda, levantisca y libre, el hombre no tiene tesoros
internos: vive desconociendo la emoción del hallazgo personal, la de la pérdida; la
imaginación carece de la base tempranera, esa que entrega la rama de un sauce convertida
en barco de acequia; la de las hormigas, siempre desfilando, que van a almacenar el
fragmentado pan del hombre en negros o eternamente sombríos palacios subterráneos. Mi
oído, inspector, conoce la marcha de esos pasos leves y los añora: con los ojos cerrados
podía saber si la abeja era una exploradora solitaria, segura de sí o si se había extraviado de
la ruta. Aquí jamás pude charlar con un sólo pájaro ni pude seguir, por falta de tierra
agujereada, los rastros de un gusano. Ni el río corre libre. Tuve que guardar, por inútiles, mi
honda de peumo, mis anzuelos de cobre y hasta mi pequeño cuchillo de monte. Nadie
pesca, nadie caza. Lo que no pude guardar fueron mis ansias de campos abiertos, de
montañas y bosques, de ríos y mar grises, y del colegio me iba al San Cristóbal a vagar mi
dolor de niño campesino, a recordar volcanes nevados, culebras anidadas, varillas de palqui
y salmones remontando corrientes de agua fría con orillas de nácar espumoso tejidas y
destejidas por el aire.
"Me enseñaron a teorizar sobre números y lenguaje; y yo quería tener alguna
seguridad desde mí mismo: interna, auténtica, legítima, para mejor tender mis manos al
hombre. No llegué muy lejos: alguien disparó una ráfaga de plomo y estallé en plena calle,
como un globo de piel, sangre y ansias. Sé que es extrañísimo, inspector: vi caer mi cuerpo
joven, nuevo, con el hombro izquierdo destrozado. Perdí un pie calzado y la vida... como la
entendía o la estaba entendiendo. La calle no es un buen lugar para morir cuando la vida
sólo es una esperanza. Las balas me sorprendieron fumando: el humo azul se fue de mi
cuerpo y yo ascendí con él hasta una cornisa gris, cerca del techo de un edificio viejo, al
lado de una mosca seca y de una telaraña semidestruida. Podía ver, oír y oler; todavía lo
hago; sólo que no entro en relación directa con los vivos: soy un testigo incomunicado.
Echo de menos mi enorme caparazón humana con la que anduve 20 años por los caminos
del hombre y sus sueños; esa que Ud., inspector, cubrió, piadosamente, con un paño negro.
"Al verme muerto mis compañeros gritaron, lloraron, escandalizaron. Llegaron
policías uniformados y de los suyos. Alguien trajinó mis ropas y encontró mi carnet de
identidad, versos, dibujos de torcazas enamoradas. Las autoridades avisaron a mi familia
santiaguina. Hubo denuncias y publicaciones. En la mañana de un domingo enterraron mi
cuerpo: seguí el cortejo. Cerca de la tumba de mi familia hay un ciprés dormido,
empolvado, cubierto de pájaros bulliciosos. Cuando mi cadáver fue tapado por la tierra
removida ascendí hasta el árbol: tiene nidos de gorriones saltarines. Bajé y recorrí las calles
de los muertos leyendo epitafios de vivos para vivos: nadie escribe para espectros, y cuesta
vivir así, inspector, sin esperanzas humanas y esperando. Estoy desorientado: no tengo
lugar entre los vivos ni entre los muertos...
"Me describí diciéndole que puedo ver, oír y oler; en verdad, soy una "potencia"
informe, ingrávida. Todavía no me conozco bien en este estado; sin embargo, mi memoria,
archivo de lo grato, y mi juicio, que no alcanzó a formarse, parecen ser los mismos de
siempre. Supongo, dada mi total inmaterialidad, que carezco de los otros sentidos y es una
lástima, porque me sigue gustando el recuerdo de la piel y del cabello de una muchacha
española; saborear frutas agridulces y fumar al atardecer para despedirme del sol. Ya sabe
Ud. que puedo movilizarme hacia cualquier parte, pero todo me resulta conocido. Puede
que no pase de ser una memoria redonda y solamente etérea penando entre los míos.
"La razón de esta "carta espectral" es sólo una: saber si puedo comunicarme con
algún humano. Usé un moscardón verde en el que tuve que meterme para que sus patas
entintadas no fabricaran un jeroglífico. Lo elegí a Ud., inspector Cortés, porque conoce la
piedad y tiene práctica de muerte y experiencia vital suficiente como para no llegar al
espanto. En mi nuevo estado tengo algunos problemas: el perro de mi hermano, cuando me
acerco a la que fue mi casa, ladra desesperadamente y gime; el canario deja de cantar y el
gato blanco se eriza y huye hacia los techos vecinos. Sé que mi hermano -puedo leer sus
pensamientos y comprender el origen de sus emociones- se acerca a la verdad porque nos
parecemos por dentro y por fuera. Si me alejo de esta casa voy a seguir sufriendo "en
muerte". Aconséjeme. -Manuel.

LA RESPUESTA

Como si hubiera recibido una orden secreta e imperiosa, escribí:

"Manuel, aléjese de sus familiares santiaguinos. Váyase al sur, a ese paisaje que
tanto conoce. "Viva" con su madre y sus tías "... tan simples y querendonas". Creo que a
ellas no va a asustarlas el espíritu rondón del hijo-sobrino que tanto quisieron.
"No tengo "práctica de muerte"; sólo me he limitado a pesquisar algunos de los
crímenes del hombre: el suyo, por ejemplo. El autor, un pobre muchacho desquiciado por
la violencia política, se suicidó, colgándose, el mismo día de los hechos.- Cortés.

Dejé el recado encima del escritorio, dentro del sobre de lacre azul-celeste,
suponiendo que en el mundo de lo paranormal algunas de nuestras costumbres son
conocidas, ya que así, al menos, lo dejaba entrever la increíble carta de Manuel.
Treinta días más tarde encontré otra nota "del moscardón":

"Estoy jugando con los vientos del sur: separando nubes, uniéndolas, bajándolas o
elevándolas; empujando barcos, anillando el humo de las chimeneas, desnudando alerces.
Ayer peinamos las playas de Pelluco y de tanto agitar las aguas despertamos a las otras
moradas de Chinquío. Todas las tardes galopo sobre el caballo de la colina; a más de un
salmón-hembra he acompañado a desovar en elevadas y frías aguas parlanchinas. Según me
explicó mi espectro-guía, otra vez estoy en la infancia: soy algo así como un fantasma
recién nacido. ¿Qué le parece, inspector? Cuando crezca en el hacer útil y orille la belleza y
la verdad, me asignarán un humano-creador y con él viviré. Mi guía me ha mostrado a un
hombre maduro, fabricante de espuelas, y he visto a su espectro-ayudante purificando plata
derretida, obligando al viento a entrar en el gastado fuelle, acentuando o atenuando los
golpes del martillo; otros espectros-niños trabajan con guitarreros, volantineros, albañiles,
carpinteros, campesinos; uno que trabaja para una ordeñadora vieja, casi inválida, va a
buscar una vaca negra a los pastizales de Los Muermos y la trae, a la oración, tocando,
asordinadamente, su enorme campana de leche. Los espectros adultos están unidos a
poetas, pintores, investigadores. Sueño con guiar manos de un constructor de veleros.
"Gracias, inspector. Mi madre y mis tías me recuerdan en viva voz y suelo meterme
entre sus realidades y esfuerzos sencillos. Todavía es poco lo que puedo hacer por ellas.
"Vine en una nube desde Angelmó: es una nube negra que me está esperando sobre
el techo de su cuartel. La vi nacer entre mariscos y lanchones, entre carretones acuáticos y
pintores. Tenía que dejarle este recado, decirle que no podré -consejo de mi guía- volver a
comunicarme con Ud. ni con humano alguno, exceptuando las 3 mujeres de mi sangre para
las que no he muerto.
"Estoy estudiando Felicidad para humanos. Los espectros tenemos una escuela en
una isla chilota deshabitada. En la última clase me enseñaron que no se encuentra en los
instintos ni en los sentidos: hay que buscarla en la inteligencia y vestirla con el ánimo de
humana utilidad. Es un ramo alegre que vuela entre el juicio alto y la memoria. Todo
cambia, inspector, lo sé ahora, en el principio de otra metamorfosis: lo eterno, tan huidizo
para el humano, está en todas partes. La peor vigilia no pasa de ser la mala interpretación
de un sueño con los ojos abiertos. Alguien hizo a los espectros invisibles para que
pudiéramos ver.
"No quiero dejarlo triste en su vida entre crímenes y criminales. Ayer, en la mañana,
mi madre dijo:
"-Dominga -se refería a la menor de mis tías-, dile a Lucrecia -la mayor de las tres
hermanas- que ponga la taza de Manuel en la mesa y que la llene de chocolate espeso y
caliente, tostadas y un poco de dulce de manzanas verdes, agridulces.
"-¿Crees, Rosa, que beberá o comerá?
"-No; pero, de algún modo debemos decirle que lo seguimos queriendo.
"-¿Por qué, hermana?
"-Ultimamente, desde hace un mes o algo así, otro es el espíritu de nosotras:
cantamos con frecuencia y nos reímos del viento trajinante y bromista...
"Ay, inspector, sé que su vanidad lo hará feliz: por su consejo ya no soy un espectro
atormentado: soy un recuerdo querido y lo sé: lo vivo. Es el amor, que no ocupa lugar ni
envejece, una buena ruta hasta para espectros. Nadie puede perderse en ella: es la más tibia
y luminosa centella de todo tránsito vital. Con ellas -chispas efímeras-, con la suma total de
los que amaron y aman, se está formando el sol íntimo de los humanos. Adiós".

El 7 de Diamante

A Manuel Olivares, chico, gordito, jovial, le decíamos, usando un argentinismo, que


ya es nuestro, "El Petiso". Blanco, de raleados cabellos oscuros; solterón. Trasnochador
enamorado de la noche, de la charla alegre, vivaz, aguda: el cascabel hueco del verbo
cortando sombras largas, animando nuestro leve e inescrutable tránsito vital. Político de
partido, había postulado, sin éxito, a una diputación por Santiago, donde era, socialmente,
un desconocido. Acuático: nacido y criado en Valparaíso, que equivale a haber sido
arrullado por la Rosa de los Vientos, embrujado por luces y estrellas, mar de sombras
inquietas y cerros altos para que niños y poetas -humanos de infancias largas- puedan
encumbrar, noche a noche, la vieja luna de los embrujos.
Por razones profesionales -era auditor- fue trasladado a la capital.
Una noche apareció en el "Brunswick Recreation Palace", el viejo club abierto,
franco, cordial e inolvidable, que funcionaba en calle Merced. Llegó solo. A los 10 minutos
su risa, nueva y estridente, resonó en las salas de juego: lo miramos. Advirtió nuestro
asombro y sonrió su rostro de niño envejecido, como disculpándose. Nos acostumbramos a
él y a su risa de juglar que invertía el pequeño drama de las pérdidas de los jugadores en
alegría. Evidentemente vivía de otro modo, tenía otro sentido existencial.
Le gustaba el "telefunken" sin los ases de la pinta, el que se juega con la carta
inmediatamente superior al "espejo" (carta que se da vuelta). No era un jugador que buscara
la ganancia, tampoco lo hacía para "matar el tiempo". Eso nos quedó claro. Lo oscuro era:
¿para qué jugaba si había descartado los principales y únicos motivos del juego, de
cualquier juego? Entendía de las vitelas de los naipes (cartulinas rectangulares con figuras y
números pintados, grabados o impresos, en los cuatro palos de las barajas); entendía de
marcas, lavados y cortes. Sabía que los juegos de naipes habían sido creados por los
orientales e introducidos en Europa por los árabes. A las barajas inglesas, cuando era el
"dador", las "peinaba", las sobaba como si las amara. Ponía toda su atención en el "espejo"
y en los descartes de los jugadores. Su mundo, al parecer, estaba centrado solamente en
naipes: durante horas se entretenía jugando solitarios desconocidos para nosotros, en los
que solía usar dos o tres barajas. No tenía suerte en el juego; pero era un perdedor alegre,
chistoso: la condición más escasa entre jugadores de cualquier nivel.
Un día, alborotado, nerviosísimo, se echó encima de una mesa de la que era
"mirón", preguntando, con voz quebrada, angustiada:
-¿Quién barajó? ¿Quién cortó?
-Yo-dijo Mario Petric, dueño del club-¿Por que, Manuel?
-Tonterías mías. ¿Cortó Vargas?
-Sí-siguió Petric-. Le correspondía. ¿Qué pasa?
-Ese 7 de diamante que salió de espejo es una carta que rara vez aparece en esa
posición.
-¡Estás loco! Cualquiera de las 104 cartas tiene la misma posibilidad.
-Perdón, Mario-se había recuperado-. Es una vieja y tonta idea mía.
Siguió mirando el juego. La mano la ganó el sastre Ernesto Vargas. Un gordo
bonachón, altísimo, diciendo:
-Yo tenía "el caco", Manolito.
-Sí. Lo vi. Permítanme -revisó las sobrantes, las del montón que no habían entrado
en juego. Encontró el otro 7 de diamante cerca del final. Sacó una cuenta extrañísima: a
quien le hubiera correspondido. Miró largamente al "Turco Musa", movió la cabeza y se
fue.
Dos días después enterramos a Musa -ataque al corazón-. Uno de los mejores
hombres que he conocido: generoso, pacífico, sano, culto, cuarentón. Todos recordamos,
durante el entierro, el 7 de diamante, tan bulliciosa y dramáticamente señalado por
Olivares.

EL DEL 7 VUELVE AL CLUB

Seis meses después oí su risa y salí a encontrarlo. Venía acompañado de un artista


árabe que se dedicaba a ilusionismo.
-Manuel, hablemos.
En una especie de reservado nos sentamos.
-Supongo, inspector, que me vas a interrogar sobre Musa. ¿Qué quieres saber?
-Lo del 7 de diamante. Tus ojos, esa noche, hablaron, para mí, de muerte.
Bebió cerveza y fumando un cigarrillo negro por fuera y por dentro, desconocido
por mí, dijo:
-Soy cartomántico, Cortés. Adivino el futuro por medio de naipes...
-En el caso de Musa sólo fuiste espectador de telefunken.
-Cierto. La cartomancia es muy antigua, mucho más lo es la adivinación: Tiresias,
un tebano ciego, hace más de 3 mil años, predecía. Guió a Ulises en su retorno a Itaca...
-Sí, sí. Vamos a lo de Musa...
-Es que si voy a hablar de premoniciones, de señas especiales, de mi vida de augur
de esta época, necesito saber si estás en condiciones de entenderme. Lo sabré por tus
respuestas a un interrogatorio, perdón, señor policía, brevísimo.
-Las cartas pueden servirte. ¡Echalas!
-Con ellas sólo podría llegar a saber lo que va a ocurrirte. Lo que necesito, para
aclarar tus dudas, es saber lo que eres, y esto incluye tu pasado y tus esencias íntimas, las
raíces vivas de tu ser o lo que te quede después de tantos años de oficio policial.
Esa "baraja" oral no era de las que yo conocía. Una inquietud imprecisa se estaba
apoderando de mi ánimo. Reflexioné de prisa, con temor a entrar en zonas presagiosas.
Ahora sé, entonces lo ignoraba, que no es humano el DADOR de los destino. Dije:
-Adelante, Manuel. Contestaré lo que sea.
-¿Sin apartarte de la verdad, inspector? Tu mente está más entrenada que la mía en
reacciones provocadas por preguntas. ¿Dirás la verdad?
-Sí.
-¿Crees en Dios?
-No veo la relación.
-¿Crees o no?
-¡Sí!
-¿Por qué crees en El?
-Porque vivo el temor a la muerte: soy humano, débil, mortal.
-No todos los hombres le temen a la muerte, a lo desconocido...
-¿Eres tú una de las excepciones?
-No. Temo como tú; pero, temer no es creer. ¿Lo es?
-Así como lo planteas no parece ser lo mismo.
-¿Crees en Dios?
Nunca me había hecho, despojado del miedo, la pregunta de Manuel. Dudé. Una
vaga idea, desconocida, fue tomando cuerpo y tímidamente, sorprendido, me oí diciendo:
-Algo o alguien rige este mundo y debe ser el que lo creó.
-Si te lo has imaginado, ¿cómo es para ti?
-Como el espíritu del cosmos. ¡Al caso, Manuel!
Pareció no haber oído mi última frase:
-¿Qué es espíritu para ti?
Otra vez escuché el dictado celular, ajeno a mí:
-Lo que verdaderamente nos mueve aun cuando la inteligencia humana no logre,
todavía, comprenderlo o comprobarlo.
Pidió una baraja nueva, marca "Kem", norteamericana, con caja. Sacó el 7 de
diamante diciendo:
-Los diamantes de la baraja inglesa corresponden a las espadas de los naipes
españoles. Debes saber que el As de espada es considerado carta de mal agüero...
-Lo sé. El As de diamante sería el reemplazante lógico.
-No. Cualquiera puede notar, durante el pinche, que se trata del As.
-No entiendo.
-Este 7 debe venir con el rombo del centro hacia abajo para significar muerte; antes
debe haber salido, de espejo; el otro 7, también con el rombo hacia abajo, debe quedar en el
montón del robo.
Miré la carta, miré todos los diamantes: el 7 era el único cuyo rombo central está
fuera del medio. Comprendí que mi interlocutor había observado un detalle curiosísimo.
Agregó:
-La marca "Kem" trae, como puedes ver, un gran diamante central, abierto, sobre el
frente de la caja negra, con otro rombo dorado y bordes enlutados. El dibujo original fue
hecho por un asceta hindú. ¿De dónde sacó el modelo?, fue una pregunta que me hizo viajar
por muchas partes. Alguien me dijo, en el Asia, que mirara una culebra venezolana, porque
en ningún serpentario las encontraría vivas. Son rojas, negras y blancas; matan por matar.
Están llenas de rombitos rojos, el "carreau" de los franceses. No me fue fácil llegar a ver
una coral...
-¿Qué pasa con el pinche de las cartas?
-Cada naipe mide 5 y medio centímetros de ancho por 9 de largo. El rombo, cuando
queda hacia abajo, aparece a los 2 y medio centímetros y el jugador, pinchando, ya ha visto
el 7 en la esquina izquierda. Cuando está hacia arriba, si entiende de este asunto, la
distancia es superior a los 5 centímetros, y el alivio que se siente no puedo explicártelo: hay
que vivirlo. Ese asceta era, además, criptógrafo y nos dejó un claro mensaje. Lo ocurrido
con Musa me dejó muy mal, comprobaba, fehacientemente, una teoría escalofriante: 104
cartas barajadas, cortadas por un tercero, repartidas en grupos de 4 cartas hasta completar
12 para cada uno de los 6 jugadores; la primera carta, después de la "dada general", y bien
lo sabes, telero viejo, va hacia atrás, nadie la ve; entonces se da vuelta "el espejo" y tiene
que ser...
-El 7 de diamante con el rombo hacia abajo.
-Sí. Hasta allí se han ocupado 74 cartas. En las 28 restantes debe estar el otro 7 y ya
lo sabes, a 2 y medio centímetros de los dedos del jugador marcado. El cálculo de
probabilidades para que tal fenómeno ocurra, es casi sideral, a menos que...
-¿Se necesitan, Manuel, condiciones especiales para percibir el mensaje?
-Cualquier humano culto, que conozca lo que te he confiado, puede y debe hacerlo.
No te será muy útil, pero te servirá para comprender que casi todos los seres y cosas de este
mundo se rigen de otro modo, es cuando usamos la voz "azar" o sus sinónimos para
significar que seguimos sin comprender.
Nos despedimos. Me quedé mirando una partida de ajedrez, viendo, en los caballos,
rombos de coral y una guadaña negra, silenciosa, misteriosa, en cada alfil.

EL TELEFUNKEN DEL CARTOMANTICO.

Más o menos al año de la inclasificable entrevista con el cartomántico, Ernesto


Vargas nos comunicó que éste se encontraba en cama, enfermo de un mal desconocido de
los médicos. "Vengo -dijo- a jugar por él con su dinero. Cree que hoy, martes 13, se le
darán los naipes". Completó una mesa. Le salieron juegos hechos, pintaba uno o los dos
"cacos", le daban la "bajadora" o se la robaba del mazo.
Me acerqué atraído por la suerte increíble del sastre:
-¿Está muy mal tu socio?
-Según sus palabras: vahídos, alucinaciones, fiebres. Lo que si tiene hoy es una
suerte endemoniada.
Le tocó dar las cartas. "Quemó" la primera y dio vuelta, de espejo, el 7 de diamante
con el rombo hacia abajo. Todos los jugadores se miraron, el propio Vargas acusó
nerviosidad de frente húmeda. El juego siguió silenciosamente. A la vuelta siguiente el
sastre se robó el otro 7 de diamante: el rombito de las corales dio la sensación de haberle
quemado los dedos del pinche. Vargas empezó a temblar y lo tiró en la mesa. Petric detuvo
el juego.
-Me voy -dijo Vargas-. Mi socio me ordenó que jugara sólo hasta la medianoche.
Nadie quiso seguir jugando "tele": el fantasma del "Turco Musa" se "veía" o
presentía en todas las mesas, yo, con mayor razón, porque sabía, con alguna exactitud, lo
que estaba ocurriendo u ocurrido.
Petric, cerca de las dos de la madrugada, gritó:
-¡Teléfono para ti, Cortés! "El Petiso" te llama.
-Sí. Di.
-Vargas no ha llegado y quedó de levantarse de la mesa antes de la medianoche.
-Bien sabes que no está aquí.
-Sí, no quiero engañarte. ¿Se produjo?
-Debes saberlo. Pero él jugaba por ti, con tu dinero. Tú ocupabas su lugar:
demasiada suerte. ¿Qué has hecho, Manuel?
-Nada. El jugó, a él le toca. Yo seguiré viviendo; óyelo bien: viviendo. Creo que
engañé a la parca.
Corté. Me negué a llamar a la policía, a pesquisar el atraso inexplicable del sastre.
Confiaba en otra fuerza.
Vargas, con los ojos llenos de sangre -¿derrame?- y la ropa manchada y rasgada,
vacilando, entró muy pálido, cerca de la madrugada, a la "Brunswick". Varios nos
apresuramos a sostenerlo. Bebió cognac. Miraba como si estuviera regresando de otro
mundo:
-Salí a tomar un taxi para ir al domicilio de Manuel, vive en Lyon, una casita
blanca, de 2 pisos, a la entrada de Providencia. No vi vehículo alguno, las luces de la calle
se borraron. Perdí el conocimiento. Supongo que me caí. Sé que me faltó el aire, que me
ahogué. Hace poco rato... volví a tener conciencia: me vi los pies, las manos, edificios,
luces y lleno de alegría, regresé.
-Te llevaré a tu casa, Ernesto.
En Providencia giré hacia Lyon, como dándole cumplimiento a una orden cuyo
origen desconozco. A la luz de los faroles del alumbrado público se veía el vehículo negro
de una funeraria. Dos hombres bajaban un ataúd, una cruz y candelabros de bronce. En las
ventanas del 2º piso se veían dos sombras femeninas que iban, apresuradamente, de uno a
otro lado.
-¿Qué pasa, Cortés, en la casa de Olivares?
-¿Cuántas personas viven allí?
-Tres: él y sus dos hermanas. ¡Esas son ellas! Están llorando. ¡Bajemos! ¡Para!
-No. Estás muy débil. Seguiremos de largo.
-¿Por qué?
-Una coral embrujada, tramposa, trató de engañar a la inengañable...

El aparecido de la calle Meiggs


De las memorias del Inspector Cortés

-Un anciano, pájaro u hombre, apareció en la esquina de Meigss y Salvador


Sanfuentes. La luz del farol le dio en lo que llamamos cara, rostro; pero allí no había nada:
no tenía facciones. Vas a creer que estoy loco.
El doctor Mario Rodriguez calló y cerró los ojos. Apoyó las palmas de sus manos
sobre sus párpados. Temblaba.
El inspector Cortés aspiró hondamente el humo de su cigarrillo y con voces
ahumadas ordenó:
-¡Descríbelo otra vez!
-Alto, delgadísimo. Sus ropas me siguen pareciendo enlutadas. Esa aparición o lo
que sea, no tenía una sola mancha de color. Todo él parecía tierra húmeda, un puñado de
raíces que olía a subsuelo...
-¿Cómo vestía?
-Una especie de mameluco vegetal, un kimono de sombras. No lo sé.
Cortés sacudió su cabeza como si tratara de sacarse las últimas palabras desde el
fondo de sus oídos. Ya era tarde: habían entrado a su cerebro.
-Mario, has usado voces que desconciertan. Ordenémonos: ¿estaba allí o lo viste
llegar?
-Lo ignoro. Lo vi.
-¿En qué pensabas?
-Creo que en lo de siempre: mi familia, el hospital.
-No me refiero a generalidades. ¿Algo en especial? ¿Algún asunto grave?
-No. Mi vida es sencilla: tú la conoces.
-Yo conozco parte de tu hacer: tu sentir y pensar me son ajenos.
-Trabajé años contigo en esta Brigada de Homicidios; incluso he sido el médico de
tus úlceras.
-Sí, Mario. Volvamos a tu denuncia: ¿qué hora era?
-Las 21. Mi suegro, tú conoces a don Jaime, hacía la caja de su negocio. Termina
más o menos a esa hora. Su auto estaba en panne y Anita, mi esposa, me avisó para que
fuera a buscarlo.
-¿Miraste el reloj?
-No y no dudes: yo entrego el turno a las 20,30. Anoté, para la enfermera de noche,
indicaciones para 2 de mis operados: 10 minutos. Compré cigarrillos y el periódico en la
esquina de Independencia. Saqué el auto y me dirigí a la calle Meiggs. Desde el Hospital J.
J. Aguirre hasta el negocio de don Jaime demoro 15 o 20 minutos. ¿Qué importancia tiene
la hora?
-Las determinaciones del tiempo parecen indudables. Tú eres un científico, Mario,
con largos años de Criminalística: el tiempo es una referencia que los investigadores
centramos en casos tan extraños como el de tu denuncia. Resulta ser casi un pivote que haré
girar sobre abstracciones singularísimas. El encuentro fue anoche, ¿cierto?
-Sí.
-Tenemos: jueves 13 de marzo. 21 horas. Meiggs. Una esquina, farol. ¿Gente?
-No. La calle estaba vacía: luces en el lado de la Estación Central y en la esquina de
San Alfonso. Algunos ruidos de vehículos. "El Dorado", negocio de abarrotes que enfrenta
a Meiggs, tenía las cortinas bajas.
-Tú estabas...
-Afirmado en mi auto. Fumaba caminando en círculos pequeños, un par de metros y
volvía a afirmarme.
-Curiosa forma de pasear.
-Sí. Se adquiere entre las camas de los hospitales.
-Tu especialidad, como cirujano, es...
-Hernias, vesículas, apéndices, úlceras como las tuyas.
-¿Algo más?
-No.
-¿Bebes?
-Vino en las comidas; en las fiestas whisky.
-¿Qué lees?
-¡Ah, caramba! Recurro a ti porque te conozco como investigador, somos amigos y
me interrogas como a un desconocido. Olvida mi denuncia, Cortés.
--Estás en un error: ningún humano conoce a otro. Te violentas con facilidad: a lo
mejor trabajas demasiado y bien pudiera ser que una lectura, común para normales, te
alterara. Estas zonas y bien lo sabes, llamadas intelectuales, no nos son fáciles. ¿Qué lees?
-Biología, Fisiología...
-Literatura, Mario.
-No leo sobre horrores ni fantasmas. ¡No tengo un autor favorito!
-Bien. Baja el tono. ¿Tus relaciones conyugales?
-Jamás han sido turbulentas.
-¿Y las otras?
-Una que otra amiga, al paso, enfermeras. Tú sabes.
-¿Económicamente?
-Nadie anda bien en estos tiempos. No me sobra el dinero ni me falta.
-¿Dolores de cabeza? ¿Angustias?
-Cortés, el médico soy yo.
-Sí. También eres el que vio a un hombre sin rostro que vestía un mameluco vegetal
o un kimono de sombras; un pájaro alto. ¿Cómo era su voz?
-Está bien, tienes razón. En un principio me pareció normal. Todas las voces
parecen serlo. Después me sonaron inexpresivamente, metálicamente. Parecían voces
viejas, herrumbradas.
-¿Qué dijo?
-"Siento piedad por ti, por tu pequeña vida de gusano con bisturí..."
Rodríguez calló y se mordió los labios secos.
-¡Sigue!
-"Estás condenado a ser destruido y yo seré tu destructor"
-¿Qué pasó después?
-El hombre o lo que fuera, atravesó la calle y desapareció.
-¿Hacia dónde?
-Lo ignoro. No pude manejar, lo hizo mi suegro. Estoy mal, no controlo mis
nervios. No duermo. Supongo que ya tienes todo el cuadro. ¡Ayúdame!
-¿Algo más?
-Sí. Habló de una tumba vecina a la calle San José. Una tumba de tierra.
-¿Cómo lo dijo? Repite sus palabras:
-No las memoricé: ya estaba como atontado. Mi narración es fragmentaria. Debes
comprender la anormalidad de todo esto.
-Cálmate. Beberemos café. Tu relato me puso algo más que nervioso.
Rodríguez abandonó la silla y se alzó sobre su metro setenta:
-Vocales y consonantes parecían golpes de mazo sobre yunque. No era humana esa
voz, Cortés. No sé si podré volver a operar: tengo el pulso malo y temores inciertos: no es
lo mismo defenderse de lo que uno conoce. ¿Qué harás?
-Pesquisar a tu aparecido.
-¿Cómo, Dios mío?

LA PESQUISA

-¿Cuántos son tus muertos?


Rodríguez miró a Cortés en el centro mismo de los ojos, perforándolo,
atravesándolo. El inspector le pareció honesto, humano, normal. Bajó la mirada:
-Cinco o seis.
-¿Tienes los nombres?
-En el hospital hay un registro.
-Vamos.
En el pabellón de cirugía Rodríguez le entregó un libro:
-Este es.
Cortés lo revisó y comentó:
-Los nombres que aquí aparecen son 8; tres corresponden a mujeres, las
descartaremos por voz, vestimenta, altura. Debemos aceptar que los aparecidos conservan
el sexo. Este Juan Torrini, ¿qué recuerdas de él?
-Era un italiano narigón, flaco. Ulcera al duodeno. Corté una arteria y demoré en
hacer los ligados. Un franco error mío. Era bajito.
-¿Y este Guillermo Parada?
-Un viejo. Gastritis. Se hubiera muerto de todos modos: estaba alcoholizado. Fue mi
primer cadáver.
-Ah. Aquí hay un gigante: un metro noventa y 60 kilos, joven. Heliodoro Aguirre.
Debió ser flaquísimo. ¿Qué te pasa, Mario?
El doctor Rodríguez había perdido el conocimiento. Cortés, tomándolo de la cintura,
había impedido su caída. Se repuso con lentitud. Bebió agua.
-Sí -dijo-. Debe ser él. Era un joven atleta, basquetbolista. Se le había declarado una
inflamación del peritoneo. Era nerviosísimo. Los exámenes de laboratorio acusaron una
poliura (emisión exagerada de orina) de 3 mil a 4 mil c.c. por día. Operé. Murió apenas lo
abrí.
-Según la fecha anotada en este libro de "fallecidos" esta operación se efectuó
hace... un año y un día. Ayer. Creo que siempre has estado pensando en su muerte, que te
has juzgado a ti mismo y que tu veredicto ha sido el de culpable. Visiones de tu conciencia,
Mario. ¿Es así?
-Un cirujano debe estudiar la razón de sus errores, repasar los casos, revivirlos. Es la
única manera de evitarlos.
-¡No has contestado!
-Sí. He pensado en Heliodoro Aguirre Guzmán más que en cualquier muerto.
Anoche hasta creí reconocerlo cuando me dio la espalda. Fue compañero de estudios de mi
hijo mayor. Era amigo de toda mi familia. Quería salvarlo. Sé que apuré demasiado la
intervención. Tu endiablado oficio me ha obligado a confesarte mi obsesión...
Cortés se acercó a la ventana y miró hacia el norte, hacia los techos de las casas
bajas del barrio Independencia, hacia el cielo.
-Voy a ir al Cementerio General: quiero ver una tumba. Conseguiré una orden de
exhumación. Sostengo, doctor Rodríguez, que tu conciencia creó un fantasma...
-Iré contigo.
El juez del crimen, más o menos enterado de los hechos, facultó a Cortés.
El sepulturero comentó:
-Parece que Ud. conoce el camino, inspector.
-No. Sé, de oídas, un aparecido se lo dijo a un amigo, que la tumba que busco queda
cerca o vecina a la calle San José.
Tumba de tierra seca con yuyos viejos y raíces de rosales. Reja de fierro pintada de
verde oscuro. Una cruz de madera y un nombre descascarado: Heliodoro Aguirre G.
-Cave con cuidado.
El sepulturero asintió. La pala tocó el ataúd y se movió por la superficie con gran
destreza. Quedó limpio de tierra húmeda.
-Abralo Ud. mismo, por favor.
Levantó la tapa sin preocuparse del ruido sordo que hicieron los clavos y un largo
cadáver quedó al descubierto. Todos los músculos faciales se habían transformado en
adipocira: el negro de la grasa humana había casi borrado las facciones.
El doctor Rodríguez se echó a correr. Cortés siguió observando los restos de
Aguirre.
-Ayúdeme a levantarlo, panteonero. Sosténgalo.
Lo sentaron sobre el cajón. El traje era de un negro lustroso, apergaminado, violeta
a la luz del sol. Se acercó a los zapatos y observó las suelas secas, resquebrajadas, limpias.
"No ha caminado mucho", pensó. Abrió las ropas y dejó al descubierto los cortes que en el
estómago había hecho el doctor Rodríguez.
-Está bien. Ciérrelo, amigo. Gracias.
-Ud. no le tiene miedo a los cadáveres, inspector; en cambio, su amigo... ¿Por qué
seremos tan diferentes, señor?
-Este es un caso extrañísimo, sepulturero, y es mejor que tu mente siga en paz.
Olvídalo, si puedes.
En una llave se lavó las manos y salió a la Plaza del Cementerio con el ánimo bajo.
Alcanzó a ver el entierro de un niño pobre: rostros llorosos y mujeres enlutadas. Desde el
auto vio un río de gente y pensó en tumbas nuevas y hasta en el panteonero que le cavaría
el foso al panteonero que lo había ayudado. Se negó a mirar hacia las nubes.
En su oficina bebió café y garabateó hojas blancas. Su mente divagaba: "Pobre
Rodríguez, su aparecido no se había movido de su tumba". Despachó los servicios
nocturnos, cerró su escritorio y empezó a caminar hacia la salida. La voz del detective Roa
lo detuvo:
-Teléfono, señor.
-Sí. ¡No! ¡Pobrecito! Iré inmediatamente.

¿PAJARO CON KIMONO?

La casa del doctor Rodríguez estaba llena de gente. Mario, el hijo mayor, se acercó
llorando:
-Es inexplicable. Está en el baño del 2º piso. Le dejó este papel.
Decía, con letra manuscrita, tinta roja: "Cortés, no creas en suicidio. Un médico
como yo y la locura no calzan. Tú sabes quién fue".
Subió afirmándose en las barandas. El cadáver del doctor Rodríguez colgaba de la
cañería de la ducha. Se volvió hacia el muchacho:
-¿A que hora?
-Mi madre lo encontró hace unos 30 minutos. Gritó y todos subimos. No la
interrogue: está shockeada.
-No. Llama a la Brigada de Homicidios. Dile a los guardias lo que ha ocurrido para
que se constituyan aquí. Después quédate vigilando esta puerta para que nadie golpee.
Cerró por dentro y se dedicó a mirar el piso, las paredes, el fondo y los lados de la
tina. Ascendió desde los zapatos al cuello y volvió a descender: no miraba, rezaba. Se
detuvo en las limpias manos del cadáver; en la lazada corta hecha con el cordón de una bata
de baño. No vio irregularidad alguna: el surco del cuello correspondía al vínculo.
Rodríguez se había mordido la lengua. Sacó su lupa y volvió a mirar esas largas manos de
dedos finos: "Ni un golpe, ni un rastro, ni un pequeño indicio del pájaro enlutado". Dejó de
pensar cuando lo llamaron sus hombres a través de la puerta:
-Listos, inspector.
Abrió:
-Hagan lo de siempre sin economizar fotos.
El doctor Esquivel examinó el cadáver de su colega con minuciosidad exagerada y
respeto. Preguntó:
-¿Qué crees, Cortés?
-Nada. Mi cerebro se niega a pensar. Parte de la vida profesional de Rodríguez la
atravesamos juntos; pero en los últimos días y en especial durante su muerte, se separó de
todo lo que es humano.
-No te entiendo.
-El cordón que tiene atado al cuello es de lana, ¿cierto?
-Sí.
-En sus manos no hay una sola hebra. No tiene 40 minutos de muerto y su rostro se
parece al de un cadáver viejo, cercano al año.
-Puede ser una cianosis precoz.
-En su estómago hay una raya blanca y larga, parece cicatriz operatoria y Rodríguez
jamás fue operado.
-¡Tú sabes lo que pasó aquí! ¡Dímelo!
-¿Aquí? Es un adverbio demasiado grande que incluye un hospital, una operación
quirúrgica, una esquina de la calle Meiggs, una tumba abierta hoy en el Cementerio General
y este suicidio incalificable. No me interrogues, doctor, podría decirte que el homicida del
doctor Rodríguez, un pájaro con kimono, no lo detendrá ningún policía de este mundo...
-¡Estás loco! ¿Cómo puedes suponer acto de tercero?
-Los muertos me están enseñando un lenguaje que corresponde a otra realidad.
-Te afectó, Cortés, este suicidio típico. Es natural: eran amigos.
-Sí, doctor, sí. Lee este papel: él murió pensando como yo...

El asesinato del chofer Arenas

Al repasar este asesinato y su trama, reviviendo cadáver y victimarios, el pequeño


canal Santa Rosa de Huechuraba, policías, jueces, periodistas, choferes y dueños de
automóviles de alquiler, curiosos, todo ese pequeño mundo "actorial" adscrito al crimen,
vivo una extraña sensación de irrealidad. Alucinado pienso: los conjuros y sortilegios rojos
todavía tienen, como estados colectivos, una peligrosa validez social permanentemente
embrujante.
La violencia máxima, matar, atrae, mayoritariamente, a los humanos. La muerte
sigue siendo el imán mayor, la incógnita más desesperantemente atractiva porque todos
vivimos una muerte que anhelamos prolongar. El asesinato sorprende, aterra, angustia. Un
asesino reiterativo modifica las costumbres de muchos de los habitantes de cualquier
ciudad: el asesino de santiaguinas ancianas solitarias sigue siendo un ejemplo horroroso: la
amenaza cierta pesa sobre el ánimo de todos los que tenemos madres ancianas: se cambian
cerraduras, se instalan teléfonos, se compran perros bravos, se las visita con más
frecuencia, aconsejamos, sabiendo que ninguna protección es suficiente...
El otro imán del crimen es el victimario. Todos quieren saber cómo es. Los
científicos buscan las características del arquetipo. Búsqueda que empezó, inútilmente, el
siglo pasado, el médico italiano César Lombroso. No hay arquetipo. Asesino es cualquier
humano inteligente que llegando a la idea de matar, realiza el acto. Siempre tienen la
misma motivación: dinero, joyas, bienes. Poseen la mayor falla ética conocida.
Rara vez el interés de un caso criminal se centra en la víctima: Alicia Bon, una bella
adolescente, jugando al amor, y Elianita Yévenez, una niña estrangulada a la edad de las
muñecas, son algunas excepciones. Becker y "El Tucho", entre nosotros, son los
inolvidables. Esta sorprendente escala de valores, resulta, en la época que vivimos,
simultáneamente racional e irracional: los pueblos tienen públicos actores y espectadores
rojos; las divisiones emocionales son mayoritariamente deficientes porque el delito es sólo
una gran falla social.
Los que parcialmente estudian el delito, como si el crimen pudiera ser dividido:
criminólogos (causas(?), criminalísticos (efectos), legisladores (códigos apellidados
"penales"), médicos legistas (causas de muerte), sociólogos (diferencias socio-económicas),
psicólogos (alma y conducta)), etc., poseen, indudablemente, parte de la verdad histórica
del hombre-crimen; pero, el crimen sigue su marcha ascendente. Algo falta en nuestras
ciencias.
En el ya viejo y espeluznante juego de delito y pesquisa, algunos investigadores, sin
quererlo ni esperarlo, se reecuentran con los mismos crímenes de ayer... y todo es nuevo, y
el hecho, siendo el mismo, es otro. El fenómeno suele alcanzar a algunos victimarios
francamente arrepentidos; a jueces que, de ser posible, no sentenciarían en la misma forma.
Es indudable que los cambios se producen en la mente del hombre. ¿Cómo? ¿Por qué?
Visión más amplia, abierta por otros crímenes y por el paso del tiempo en la misma función
especializada, se parece mucho a lo que denominamos "experiencia", a la que atribuimos,
inexplicablemente, el conocimiento. La experiencia es, en todo caso, el resultado de la
mejor intuición de los hechos. "Intuición" resultaría un obstáculo insalvable (Husser, en su
moderna Fenomenología, la ubica entre las esencias puras). Sí, indudablemente la
Inteligencia es esencial y sólo usando esta herramienta -extrahumana- podrá el hombre, lo
quiera o no, avanzar en todo campo, incluyendo, por supuesto, el delito complejo,
anacrónico, regresivo.
En este caso, sin embargo, concurrieron otros elementos: una rarísima alteración
mental del principal autor, genial y absurdo; la complicidad de su abúlico y menoscabado
hermano menor; un corrupto empleado de la Municipalidad de Paine; burocracia inútil
(Archivo de Patentes de la Policía Civil) y una mentalidad de pesquisa tradicional sujeta,
como ocurre, en toda institución policial latinoamericana, a la más rutinaria expresión.

LOS HECHOS.

Los choferes nocturnos del paradero de taxis ubicado frente a la Municipalidad de


Santiago, comentaron que 3 elegantes y corpulentos individuos ocuparon, la madrugada del
24 de abril de 1947, el auto Ford, azul-negro, modelo 1938, patente EP-79, después de
despertar al chofer Juan Arenas Garrido -casado, 52 años, enfermo de un mal desconocido-.
"El auto dobló por calle Puente" -fue la certera declaración de un niño lustrabotas: el viaje
se inició, efectivamente, hacia el norte.
Tomás Biggs, propietario del vehículo, no denunció. Los choferes no pasaron del
chisme porque Arenas solía "... perderse una o dos veces en el mes". Mercedes Mugares,
esposa de Arenas, no se enteró de la desaparición de su marido porque éste vivía con una
mujer más joven. No tenían hijos. Pasaron 20 días y Juan Arenas ni siquiera llegó a la casa
de su amante.
La doble desaparición fue conocida por los periodistas y la convirtieron en noticia
de primera plana. La policía empezó a moverse con lentitud de saurio acuático, tropical.
Los días parecían pasar lentamente, entre murmullos. La noticia, repetida y comentada,
llegó a oído múltiples y saltó al comentario airado y a la novelería popular: toda una trama
espesa y roja, variada, con mucho de puzzle macabro, corrió por la ciudad capital y pronto
alcanzó los extremos del país. Las radios, parlantes nacionales, hacían oír quejas, fantasías,
verdades. Ocurre que los choferes de arriendo, como gremio, tienen, entre nosotros, el
mayor número de víctimas a manos de criminales. La epidermis nacional, tratándose de
este gremio, utilísimo y esforzado, es, explicablemente, sensible.
A las 15 horas del 23 de mayo el detective Oliva vio que algo parecido a una mano
se asomaba sobre las aguas del canal Santa Rosa de Huechuraba. Se acercó: la mano
correspondía al cadáver de un hombre semisumergido. Lo atrajo, con un alambre, hasta la
orilla. Tenía una bufanda gris sobre el cuello y sobre la bufanda una cuerda de un metro y
80 centímetros, media pulgada de diámetro. Los ratones le habían comido gran parte del
tórax, lado izquierdo, dejando al descubierto moradas vísceras putrefactas. Uno de los
cabos del cordel estaba desflecado. En los bolsillos encontró $1,40, dos pañuelos y un
llavero. Informó del hallazgo al retén de Carabineros de Huechuraba, ubicado a 184 metros
y a Investigaciones.
Concurrió todo el mundo policial. Los choferes de la plaza reconocieron, por el
rostro y las ropas, al chofer Arenas. Un olvido: a ese lugar no fueron llamados los expertos
del Laboratorio: no eran conocidos ni siquiera por los detectives.
El caso entró en blandos terrenos verbales, conjeturales. Se barajaron las mismas
gastadas hipótesis: "Venganza: Arenas guardaba un secreto terrible", "El auto está en
Argentina: los asesinos son contrabandistas en automóviles", "Se suicidó porque su mal no
tenía remedio".
Los médicos legistas, por la putrefacción avanzada, no señalaron, oficialmente, la
causa de muerte. El caso tomó vuelo de cóndor: el misterio del chofer y el auto no iba a ser
penetrado así como así.
En julio de 1947, la Corte Suprema designó Ministro en Visita a don Miguel
González. A petición de este ministro Investigaciones puso a su disposición, tiempo
completo, a 2 funcionarios experimentados. El ministro pasó a ser el único jefe de las
pesquisas: rol que señala la ley.
En marzo de 1948 el ministro informó a la Corte: "Se han revisado boxes, garajes y
demás locales donde se guardan y reparan automóviles; también se han revisado los
registros municipales en que se inscriben los coches. La búsqueda del asesino del chofer
Juan Arenas ha sido infructuosa y si hasta hoy no se ha obtenido el resultado favorable que
se desea, se debe, principalmente, a lo difícil del caso".
En agosto de 1948 fue asesinado el chofer Mario Méndez, en el camino Lo Chena.
"La opinión pública" -prensa y radio- mostró un durísimo rostro a la policía. El fresco
"Caso Arenas" fue reactualizado por los periodistas: "¿Qué pasa en la policía? Asesinato
del pintor Jorge Madge; desaparición del bailarín Ignacio del Pedregal -hasta hoy-, testigo
del crimen del pintor; y las muertes de los choferes Arenas y Méndez no han sido
esclarecidos".
El 18 de septiembre de 1949 el reo Gustavo Donoso, loco y homicida, que se decía
"compadre" del chofer Arenas, acusó a 2 detectives como asesinos de Arenas. La
chismografía de Donoso fue judicialmente considerada.

PARENTESIS SOBRE ASESINOS Y CRIMINALISTICOS

Cuando 2 hombres caminan juntos, unidos por la idea del asesinato y van -decidido
el momento, lugar y cómo- hacia el crimen, ni "Mandrake", el mago, puede saberlo.
Externamente son iguales a los millones de asesinos potenciales: iguales a cualquier
humano.
Atravesaron la plaza con cierta excitación controlada; pero, a medianoche, flechas
rojas sobre el taxi-presa-chofer, elegido con anterioridad, sólo parecían lo que no eran: 2
pasajeros con algún apuro. Ocuparon el taxi de Arenas porque estaba bien cuidado y porque
el chofer era viejo, enfermizo. Lo seleccionaron después de un largo examen: dos horas
mirando vehículos y choferes. Despertaron al chofer:
-¡Retén de Carabineros de Santa Rosa de Huechuraba!
Una carrera larga, sin duda, la más larga de todas.
Frente al retén la misma voz ordenó:
-A la derecha, amigo. ¡Pare!
Camino de tierra: justo el inciso 12 del artículo 12 del Código Penal: "... de noche y
en despoblado". Un agravante más.
Lo estrangularon desde atrás... usando un cordel, el mismo que vería el detective
Oliva flotando sobre las aguas. Le robaron 240 pesos y la documentación. Le ataron una
piedra al cuello y lo lanzaron a las aguas del canal. Los 2 asesinos conocían esas tierras: el
padre había sido administrador del fundo Santa Rosa, y por allí, entre hondazos y pájaros
muertos, habían estirado sus primeros años. Con un desmontador sacaron, violentamente, el
taxímetro y también lo arrojaron al agua. Cambiaron la patente por una nueva, del día, y
regresaron a Santiago. Los álamos, un sauce, 7 guarenes, algunas estrellas y el agua lenta,
no testificaron.
Uno de los asesinos recibió, del otro, 5 mil pesos y se quedó entre los prostíbulos y
la madrugada del barrio Matadero. El otro, el jefe "generoso", siguió hacia el sur:
necesitaba el auto para su luna de miel. Era técnico Agrícola y Presidente de la Juventud
Conservadora de Peumo. Poseía un camión. Casó 48 horas después del crimen, sonriendo,
vestido de smoking y con una flor blanca en el ojal, con A. A., de 17 años de edad.
Un asesino excepcionalmente frío, hábil, certero. Dueño de una idea global,
clarísima, sobre las debilidades del hombre y sus instituciones.
Entre el 21 y el 31 de octubre de 1947, en el taller mecánico de la Casa Ford, San
Martín 231, Rancagua, ordenó reparar "su automóvil": cambió de parabrisas,
desabolladuras, funda para los respaldos, nuevos pisos de gomas y pintura azul, completa.
Pagó $ 9.956. El Ford era otro.

En el tercer piso del Gabinete Central de Identificación, en un ala pequeña, que da a


la calle General Mackenna, funcionaba, desde 1938, el Laboratorio de Policía Técnica. Lo
dirigía el doctor Luis Sandoval Smart. Una docena de expertos en Criminalística,
corporativamente juramentados, eran -y son- asesores de los jueces del crimen en el
infinito, delicado y apasionante mundo de las huellas, rastros e indicios del crimen.
Bioquímicos, ingenieros, abogados especializados en experticias documentales, médicos,
contadores, balísticos, huellógrafos, etc., tenían obviamente otras concepciones sobre delito
y delincuente, policía y pesquisa.
Sandoval, hematólogo forense de categoría mundial, humilde y jovial, conversaba
con su ayudante, días después del hallazgo del cadáver de Arenas. Su ayudante era un joven
y testarudo profesor de Criminalística -hecho por el propio Sandoval-, que solía concurrir,
de motu proprio, a los escenarios del crimen, según decía: "A aprender a ver mirando".
-¿Qué hay del caso Arenas?
-Chismes. Una revisión de los números de los motores de los automóviles Ford
1938 permitiría saber si el auto está aquí o no; de encontrarse se sabría lo que
verdaderamente pasó esa noche.
-¿Cuántos son?
-Según la Ford Motor, exactamente 200.
-¿Crees en el asesinato?
-El cordel tiene desflecada la punta de uno de los cabos, el opuesto al amarrado al
cuello de la víctima. Estuvo 30 días en el agua estirado por peso y presión constante. Se
cortó por tensión. En ese canal debe haber una piedra o algo pesado que tiene el resto del
cordel. Hablé con el doctor Tobar del Instituto Médico...
-¿Y?
-Estrangulación. Los asesinos sabían que ese canal tiene poca agua y...
-¿Asesinos? ¿Por qué plural?
-El auto fue ocupado, según testigos, por 3 hombres.
-Informa a Investigaciones.
-No me harán caso. Pesquisar un número de motor les va s sonar a chino o broma.
-¿Qué harás?
-Tú sabes que debo viajar a USA. En Washington veré el Laboratorio del FBI. En
Nueva York, el "Homicide Bureau". Aquí está haciendo falta pesquisar los crímenes de otra
manera.

EPILOGO DE UN ALUCINAMIENTO
El 23 de febrero de 1949 se creó la Brigada de Homicidios, integrada por
criminalísticos y detectives. Ya era posible, en investigaciones criminales, pensar y actuar
de acuerdo con todas las ciencias y técnicas que se interrelacionan con la pesquisa.
Empezaron a usarse medidas elementales de Criminalística: los investigadores ya no
superponían, en los sitios de los sucesos, sus propias huellas sobre las huellas de criminales
ni para caminar ni para asir objetos; se inició el resguardo de los lugares; a todo hecho
criminal, contra personas, concurría un médico examinador. Las huellas eran levantadas sin
deterioros. Se empezaba a comprender que un cabello puede ser determinante de identidad.
César Gacitúa, uno de los grandes policías de este país, se hizo cargo de la
Prefectura de Santiago. Con él los técnicos podían hablar de estrellas indiciarias, de
"huellas calientes", de Poe.
En simple papel blanco engomado se confeccionaron 200 estampillas numeradas,
timbradas, que llevaban la nerviosa firma del ex oficial de Laboratorio de Policía Técnica.
Se dio comienzo a la revisión de los motores de los automóviles en busca del numerado
184.444.313. Cuando se revisaba el Nº 31, tercer día del ensayo, el detective Celindo
Fuentes, de la B. H., dijo, telefónicamente a sus compañeros de guardia:
-Aquí, Plaza Argentina, está el automóvil de Arenas.
Todo empezó a deslizarse por un tobogán: Onofre Quiroz, último chofer del taxi de
la muerte, indicó a Juan Palacios como dueño del taxi. Palacios probó haberlo comprado a
Luis Quinteros y éste, documentadamente, estableció que el auto se lo había vendido
Fernando Jerez. El negocio se había efectuado el 21 de noviembre de 1947, en Paine.
Quinteros le había pagado ochenta mil pesos a Jerez.
En el libro de patentes, de la Municipalidad de Paine, aparecían las anotaciones
correspondientes a la transferencia, el nombre completo del vendedor y su domicilio, fundo
Pencahue, Peumo. La anotación de la página 204 marcaba una fecha inolvidable para los
policías santiaguinos: 24 de abril de 1947: un tal José Montenegro Ramírez, sin domicilio,
vendía a Fernando Jerez, un automóvil Ford, 1938. La fecha era un grito: ¡premeditación!,
escrita con llamaradas y olor a azufre. "Montenegro", una moneda de plomo.
El empleado que hizo las transferencias, Jorge Ulloa Ortiz, contador titulado,
inspector de patentes de esa municipalidad, fue interrogado:
-Fernando Jerez me dio mil pesos, el mismo día del crimen, para que le otorgara
padrón y patente ilegales.
César Gacitúa "entrevistó" a Jerez -29 años, casado, 2 hijos, un metro ochenta y seis
de estatura, fuerte, sano.
-¿A quién compró Ud. el automóvil que le vendió a Quinteros?
-A Jose Montenegro. Puedo probarlo.
El gato y el ratón:
-¿Cómo es Montenegro, si es que vive?
El preguntador era una piedra facial con pequeños ojos oscuros, de mirar
controlado, fijo cortante. La voz: roncas saetas aguzadas en un oficio duro, afiebrante.
No hubo respuesta oral: sólo nerviosidad, tartamudeos.
-Ya hablamos con Jorge Ulloa. Vimos los libros. ¿Quién iba contigo cuando
asesinaron al chofer Arenas?
El gigante ya era un enano interno. Con voz de niño, dijo:
-Mi hermano menor, Juan.
Aprehensor y detenido pasaron frente a la iglesia de Peumo. Desde un grupo de
gente sencilla salió una voz campesina:
-Nosotros rezaremos, don Fernando, para que Dios lo ayude a probar su inocencia...

El campanero de la muerte
De las Memorias del Inspector Cortés

Alguien había asesinado a un cabo del Regimiento Andino, de Calama, de una sola
y limpia puñalada en la espalda. Crimen nocturno, perpetrado en el callejón paralelo a la
línea del ferrocarril. El cabo era soltero, chillanejo. Según sus compañeros: "Andaba de
farra con el dinero de la venta de una montura de huaso".
El gordo y viejo detective 1º, Domingo Duque, anotaba los datos civiles y militares
del occiso, que le dictaba el mayor Raúl Valdivieso, comandante del regimiento; mientras
el detective 3º, Carlos Cortés, observaba cadáver y alrededores acurrucándose aquí y allá:
parecía un largo y musculoso moscardón azul, de ojos pardos y cabellos oscuros,
ensortijados. Casi a ras del suelo soplaba el polvo fino haciendo aparecer, como los magos,
redondos y alargados "rubíes" sanguíneos. El jefe, subinspector Julio Olea, lo miraba
moviendo negativamente la cabeza. Los curiosos, -en Calama los crímenes son escasos-, en
gran número, guardaban silencio, más que por el muerto, por el extraño oficio de un
hombre: Cortés casi desnudó al occiso, le levantó la guerrera y la camiseta de hilo blanco;
le bajó los pantalones, le revisó nariz, dientes, labios; le tomó las manos y mirando los
dedos índice y pulgar izquierdo, gustó algo incoloro, impreciso.
-¿Qué busca Ud.? -preguntó el mayor-. Hay que guardar algunas consideraciones
con los muertos.
-Sí, señor. Lo sé; pero mi oficio es cazar criminales y trato de saber lo que aquí
ocurrió.
-¿Cómo? ¿Jugando con cadáveres?
-Aprendiendo a atar estrellas con gusanos; desnudo los hechos hasta quedarme con
el espíritu invisible de la verdad.
Le arregló, como pudo, las ropas "al fiambre", no sin antes volver a examinar las
suelas de los bototos.
-¿Y, Cortés? -inquirió el subinspector.
-El homicida usaba ojetas, supongo que todavía las usa; son viejas, las gomas están
gastadas, casi lisas. Diría, por la línea de marcha, que estaba ebrio, enfermo, alteradísimo:
pasos vacilantes...
-¿Cómo sabes que esas pisadas corresponden al criminal?
-Hay pisadas con y sin sangre. En otras palabras: tiempos anteriores al crimen, del
crimen y posteriores. Algunas, las del tramo sur, aparecen a la derecha y paralelas a las de
los bototos: diría que si víctima y victimario no eran amigos, sí eran conocidos.
-Puede ser coincidencia, el tiempo se te escapa.
-Las pisadas con y sin sangre, jefe, determinan lugar y tiempo del delito. Aquí se
juntaron en lucha que terminó en muerte. En las pisadas del sur no existen huellas
superpuestas ni de bototos sobre ojotas ni de éstas sobre aquellos. ¿No le parece raro desde
su punto de vista?
-¿Por qué soplaste?
-El polvo no adhiere en la sangre fresca. La hemoglobina siempre espera por los
investigadores que la conocen.
-Bien. Sigue -fraseo de jefe jerárquico a subalterno inalcanzable.
-Las pisadas se pierden gradualmente en el asfalto. Se dirigió hacia el oeste, hacia la
ciudad. El arma es, por los bordes de ropa y piel, una daga angosta, de filo mellado. Penetró
de arriba hacia abajo, 12 centímetros aproximadamente en el pulmón derecho.
-¿Cómo sabes la profundidad?
-Introduje en la herida parte de esta huincha metálica...
-¡Siempre te extralimitas!
-Sí, señor, porque los criminales llegan aún más lejos. Este cadáver mide un metro
setenta, lo que permite concluir que el autor es alto, diestro y fuerte. Es diestro, jefe, para
evitarle preguntas, porque la herida está inmediatamente debajo del omóplato derecho,
inclinada de izquierda a derecha. El cabo tenía el brazo derecho en alto: el arma entró en la
cavidad.
-El asesino pudo atacarlo de frente...
-Sí, jefe. Así lo hizo. Pelearon. La sangre que aparece sobre las pisadas no es del
muerto y es la misma que mancha el hombro izquierdo de la guerrera. Creo que el homicida
o asesino tiene rota la nariz: el goteo es alto, libre, lo marcan las radiaciones. La nariz es un
órgano rico en vasos sanguíneos, que al ser rotos encuentran libremente la gravedad. Está
fuera del angulaje cautivo de los otros...
El mayor Valdivieso rompió el "diálogo" (?) policial:
-¿Qué cree Ud., señor Cortés, que ocurrió aquí? Dígame lo que sea.
¿Homosexualismo?
-No, mayor. No hay rastro de semen, materias fecales ni siquiera de orines, que a
veces concurren en las muertes violentas. Cinturón, pantalones, camiseta, marrueco y
calzoncillos, estaban limpios y en orden. Creo en una riña, señor. Riña de ebrios.
-Gracias. ¿Muerte rápida?
-El pulmón derecho perforado de arriba abajo, probablemente atravesado, produce
agonías cortas.
El juez García Pica ordenó el levantamiento del cadáver y examen. El doctor
Glasinovich, acuciosamente, señaló, como causa de muerte: "doble perforación pulmonar
derecha". El subinspector ordenó rondas, más allá de la noche y de los atardeceres, en
prostíbulos, bares, pensiones, hoteles baratos. Los cuatro detectives de la unidad calameña
se acostumbraron a conversar mirando pies.
Valdivieso fue varias veces al cuartel policial. Seguía el rumbo de las pesquisas y le
gustaba conversar con Cortés y hasta solía acompañarlo, vestido de civil, en la inútil
búsqueda del sospechoso de las ojotas gastadas. Se hicieron amigos. En un bar, bebiendo
cerveza, preguntó:
-¿Qué harías de ser tú el jefe de esta pesquisa?
-¿Fuiste amigo del cabo Adolfo Rojas?
-No. Te vi trabajar ese sitio del ferrocarril...
-¡Cuidado, mayor! Si te agarran los signos de la Criminalística jamás te soltaran.
-¿Qué son? ¿Qué es?
-Señales de las causas...de los fenómenos conductuales. Cualquier conducta,
incluyendo la cerebral, la astral, la microscópica. Una pequeña interciencia que debe ser
usada con frialdad de misionero tibetano y la ética de Séneca.
-¡Ufa! ¡Contesta!
-Ya es tarde. Esa nariz está deshinchada, esas ropas deben estar limpias de sangre.
Además, Raúl, tengo dudas: no sé si fue homicidio o asesinato el de tu cabo. El dinero,
fuerte suma, no fue tocado; el anillo de oro, el reloj pulsera, todo estaba en su sitio;
indicarían riña; pero no calza con ojotas. Ojota es sur, campo, valle.
-No, Carlos, también es norte y este: Perú, Bolivia y Argentina.
-Sí, tienes razón geográfica, fluvial; pero siempre hablan de pobreza, de necesidad.
Daga y ojota tampoco andan juntas: es una arma antigua, cara y no era del cabo...
-¿Qué harías? ¡Dilo! El caso te tiene agarrado...
-Con una foto ampliada de la cara del finado hubiera recorrido todos los negocios de
alcoholes, clandestinos o no, cercanos a la estación. Un cabo y un ojotudo juntos forman
una pareja inolvidable.
-¿Por qué, Carlos?
-Ambos habían bebido vino y anís o anisete...
-No se pueden diferenciar por el olor los...
-Yo no hablo de olores, hablo de manchas: el cabo, que era zurdo, tenía pringosos y
dulces los dedos índice y pulgar izquierdos.
-Nada de esto dijiste en el callejón.
-Lo sé. No me llevo bien con mi jefe porque sólo conoce reglamentos y el arte de
pesquisar no admite órdenes.
-Lo arreglaré, muchacho. Soy amigo de Olea y él sabe que yo puedo llegar muy
arriba.

LOS PESQUISAS VAN AL DESIERTO.

Con la foto ampliada recorrieron, de noche, los lugares donde el alcohol se consume
con o sin permiso municipal. Un boliviano recordó, "ayudado" por Cortés, a la pareja de
bebedores:
-¿Era boliviano el civil?
-¡No! ¡No! Blanco, chileno o argentino. Hablaba lengua rara.
-¿Conoces el sur de Chile?
-¡No! Antofagasta no más...
-Habla, indiecito, porque no tienes permiso para vender. ¿Cómo era el civil?
-Saltaba. Saltaba como un mono y reía. Reía y lloraba.
-¿Cómo era el trato con el cabo?
-No te entiendo.
-¿De Ud. o de tú?
-Como toda la gente por estas tierras, de tú. El cabo pagó todo.
-¿Es el indio más alto que yo, como el mayor o como tú?
-Como yo. Tu eres alto y el mayor grande.
-¿Dientes? ¿Cómo eran? ¿La piel?
El boliviano se rascó la cara. Temblaba de ira. Dejó pasar su nublado mental y dijo:
-¡Blancos! ¡Blancos!
-¡La piel, indio! ¿La mía o la tuya?
-No recuerdo. Saltaba. ¿Me dejarán vender?
Salieron a la calle a pisar sombras, a ver estrellas nítidas:
-Creo que es un boliviano mascador de coca.
-¿Por qué?
-Demasiada energía. El indio del chinchel lo recuerda todo, menos el color de la piel
de su compatriota. Lo buscaremos en Chiuchiu, Toconce, San Pedro, Toconao. Un hombre
que salta y ríe, borracho, loco o drogado, debe ser fácil de hallar. El sabe que aquí hay
policías y por eso descarté Chuqui, las oficinas salitreras, Pisagua.
-Iremos en mi auto. Le avisaré a Olea. No me gusta el desierto alto porque he hecho
demasiadas maniobras en las cumbres.
En horas de la mañana entraron en el reino del silencio, donde los días tienen el rojo
color del fuego cercano y las noches el penetrante frío montañés. La palabra extensión es
corta para abarcar la soledad: lomas azules, verdes, grises, ocres, llenas de costras vítreas,
duras; rocas fantasmales desgarrándose sobre un suelo calcinado, salobre, azufrado, áspero,
cobrizo. Se siente el peso del cielo siempre azul o lleno de estrellas de banderas. El hombre
comprende que la vida es un milagro.
No lo encontraron en San Pedro de Atacama y siguieron a Toconao: un pueblo
construido con piedras volcánicas labradas, ladrillos, adobes; metido en un valle bajo
rodeando un río pequeño, de aguas claras, mago de la vegetación y de la esperanza. Un
camino para ir y volver. Habitantes morenos, casi mudos, pobrísimos y perros flacos. Una
iglesia alta, centenaria, de crema seca, con ventanales largos y desnudos por donde se
cuelan el sol y el viento a dorar y a tañer una campana visible, asomada a la vida mínima.

EL ENCUENTRO.

Descendieron del auto haciendo preguntas raras. Un vehículo en Toconao


-principios de la década del 40- era un hecho no común. Los rostros oscuros se apilaban a
mirar a la veloz "llama" motorizada de los caminos. Un indio joven, al oír "salta y ríe como
loco", miró hacia el campanario. Cortés siguió el rumbo de los ojos negros. La figura de un
hombre joven, delgado, que agitaba las manos, era claramente visible.
-Es él, mayor. Nos vio. Creo que nos estaba esperando.
Valdivieso manoteó su Mauser. El gentío desapareció.
-¡No dispares! Sabe que no tiene escapatoria. Acerquémonos.
La campana dio 2 toques seguidos de un tercero espaciado. Otros dos y el tercero.
Así siguió durante minutos largos.
-¿A qué toca, mayor?
-A difunto.
El pueblo indio estaba arrodillado golpeándose el pecho. Las frenéticas vibraciones
del bronce iban y venían del campanario al río, al cielo, al sol en el ocaso.
-Me parece que está lleno de muerte, que la está viviendo.
-No, policía. Sólo está asustado y triste.
Se acercaron...
La figura del campanero, con el badajo en su mano derecha, se alzó en el aire y cayó
al vacío. Se aplastó contra el suelo entre campanadas lentas, suaves, también murientes.
A Valdivieso y Cortés les bastó una mirada: tenía el cráneo destrozado. En el cinto
le encontraron una daga con manchas oscuras. Una de las ojotas, la izquierda, se le había
soltado.
-¿Qué harás con el cadáver, Carlos?
El policía se volvió hacia la indiada y preguntó lo que sabía:
-¿Quieren enterrarlo aquí?
Todas las gredas tibias movieron afirmativamente las cabezas. Alguien dijo:
-Soy Juan Huispe, el subdelegado. Hace más de diez días que Manuelito se
encaramó a esa torre. Decía: "Demoran. Demoran". Lo crío un cura tucumano, el padre
Manuel. Hace meses, en agosto, se cayó o se tiró desde esa misma torre. El muchacho,
enloquecido, vagaba, saltaba, lloraba. Ese día tocó la campana durante horas. ¿Por qué lo
buscaban?
-En Calama mató, hace 14 días, de una puñalada, a un cabo de mi regimiento. Lo
hizo con esta daga. ¿Bebía?
-Sólo después de esa muerte. Aquí enseñó a leer a los niños.
Cerca del río la tierra blanda fue abierta por indios graves.
En el camino de regreso el diálogo entre el comandante y el joven detective se abrió
con el frío de la noche y un poco de pisco:
-¿Por qué crees, Carlos, que mató al cabo?
-Lo ignoro. Estoy recién empezando este oficio: todavía no llego a la media docena
de crímenes. Siempre he sido sorprendido por lo que los especialistas dicen sobre
motivaciones criminales. Perdóname.
-Ambos hemos pesquisado este caso, el primero y el último de mi vida. Tengo,
indudablemente, menos oficio que tú y algo tendré que decirles a los jefes de Antofagasta.
Sé que no fue el robo; sé, ahora, que no se conocían. Te parece bien ¿riña entre ebrios?
-Muy bien, comandante. Será un informe normal. Haré lo mismo con el señor Olea.
¿Cómo podría decirle que un indio nos obligó a venir a presenciar su muerte?
-¿Estás loco?
-...Muerte de poeta rojo: la campana repiqueteando por su propio campanero, que ya
estaba en el umbral de la vida y la muerte. ¿Cómo no lo comprendí antes, Dios mío?

El caso de los pasteles envenenados

La noche del 21 de febrero de 1931 -a la hora de la comida-, una bella mujer, de


edad mediana, gritaba frente a su casa, signada con el número 231, de Alameda de las
Delicias.
-¡Mon Dieu, mi marido se muere! ¡Ayúdenme!
Algunos transeúntes se detuvieron; se encendieron luces de ventanas vecinas. La
marea humana de la más ancha arteria santiaguina, acalorada, llena de problemas
existenciales, entraba, directamente, en el primer capítulo público de un crimen extraño,
exótico, oriental-europeo.
La quebrada voz seguía gimiendo: "Mon Dieu". Lloraba, hacía girar sus delgados
brazos inútiles y se mesaba los cabellos rubios, ondulados. El galo acento enronquecía...
El vecino, Aurelio Dagnino, se acercó a socorrerla:
-Cálmese, señora Lucía. Vamos a ver a Charles.
Vestido de azul y tendido sobre el piso, debajo de la mesa-comedor, un hombre
delgado, viejo, convulso, se retorcía acusando dolores en el estómago; de su boca salía
abundante y espumosa saliva.
Dagnino salió a la avenida y corrió hacia el poniente en busca del doctor Callejas,
otro vecino y amigo. El facultativo vio, de lejos, el torso de Charles curvado hacia atrás y la
cabeza casi pegada a la espalda; manos empuñadas. Se acercó: la mandíbula estaba
apretada, el pulso era rápido y débil; pupilas dilatadas.
-Está intoxicado. Creo que se trata de estricnina.
Recetó un antídoto a base de carbonato de bismuto, cloro y bromo. Agregó:
-Despachen esta receta.
A las 22,20 el doctor Callejas, a petición de Dagnino, volvió a ver a Charles, que
seguía tendido sobre el piso del comedor.
-Se muere, doctor -susurró Lucía.
Los síntomas de la intoxicación eran otros: cualquier luz excitaba al enfermo,
cualquier ruido lo alteraba.
-¿Le dieron el antídoto?
-No, doctor. Todavía no. Lo haré ahora mismo.
-Apúrese, señora: el tiempo de su esposo se termina. Si se muere daré cuenta a las
autoridades.
A las 4 horas del día siguiente, Callejas visitó nuevamente al enfermo y sólo
encontró un cadáver. En la Primera Comisaría denunció el hecho y los policías informaron
al juez de turno, don Rosamel Ramos; éste llamó al comisario Ventura Maturana -uno de
los grandes policías chilenos- y lo enteró del caso. Concurrían a la casa de Alameda a ver y
oír a la viuda, cuando Maturana propuso alterar el orden la de la visita:
-Vamos a la morgue, juez. Veamos ese cadáver. Es mejor tener algún conocimiento
directo, sensorial, de los hechos.
-Bien, comisario.
La pareja torció el rumbo. Sobre una fría mesa de autopsias, desnudo, ningún
muerto se parece a otro. Nada en este mundo es igual porque la Naturaleza sigue creando
sin repetirse y hasta los gemelos univitelinos son, criminalmente, distintos. El cadáver le
dijo al policía: morí hace más de 10 horas y de espaldas; no tengo heridas externas; me
bañaba todos los días; pertenezco a la clase media y paso del medio siglo; sí, mi físico es el
de un enfermo de los pulmones. Maturana habló con los médicos y revisó, detenidamente,
toda la ropa del occiso. En el auto, rumbo al centro de la ciudad, le dijo al juez:
-Veremos, si no te parece mal, al doctor Callejas, sólo porque lo vio intoxicado y
cadáver.
-Sí, señores: la estricnina es un alcaloide que se extrae de los vegetales que
contienen nitrógeno. Provoca enérgicos efectos fisiológicos. Proviene de la nuez vómica o
del haba de San Ignacio; es rapidísima en su acción si se la dosifica con exactitud. En este
caso, la dosis fue muy alta. ¿Saben Uds. que esa mujer no le dio el antídoto que yo
recetara? Ese hombre ni siquiera fue levantado del piso. ¿Negligencia? ¿Intención? No
quiero prejuzgar.
-Gracias, doctor.
De la casa del médico salieron con indicios de una verdad conductual grave.
-¿Y ahora, Ventura?
-Dagnino. Es el primer testigo... ajeno a la familia.
-Conocía, como vecino, a los esposos De Wite. Charles trabajaba en la Casa de
Monedas como artista grabador. Era francés y tenía, con el gobierno, un contrato de 6 mil
pesos mensuales. Era generoso y muy tranquilo. Llegaba cansado de tanto grabar; su
horario de trabajo era demasiado largo. Lucía Cassenove, cuarentona, es bellísima,
encantadora y dueña de una amabilidad que embruja.

LA VIUDA.

Alta, casi gordita, ojerosa. Una piel de almendra cubierta por una transparente blusa
oscura: Venus de luto. No caminaba: se deslizaba. Sus brazos y sus manos siempre estaban
moviéndose con armonía, como siguiendo una música interna y suave. Mientras el juez
Ramos hacía las preguntas de rigor, Maturana miraba paredes y lámparas, cortinas y
alfombras, muebles, buscando el viejo espíritu que casi todos los muertos dejan en sus
moradas. Lo encontró entre dibujos de árboles enlutados, en una acuarela gris de barcos
lejanos; en grabados de caminos abiertos, en la estilizada cabeza de su mujer dibujada con
tinta china... La voz del juez decía:
-¿Qué fue lo que comió su esposo?
-Lo de siempre: ensalada, algo de pollo, frutas.
-Algo que le causara la muerte, señora. ¡Ud. tiene que saberlo!
Pareció no oír. Movió la cabeza como torcaza en manos de un rudo cazador.
Vacilando, dijo:
-Pasteles. Sí. Pasteles. Un "borrachito", de esos que tienen crema...
-¿Le quedan?
-No. Pham se los llevó. Los había comprado, así lo dijo, en "La Isleña". Los fue a
devolver porque tenían sabor amargo.
-¿Quién es Pham?
-Un amigo mío. Pham Van Loc. Trabaja en el consulado de Francia.
Maturana dejó los grabados para preguntar:
-¿Dónde vive su amigo?
-Al final de la Avenida Macul: un bungalow con antejardín lleno de bambúes y
cortinas verdes.
-¿Sabe su amigo -siguió el magistrado- que Charles murió?
Parecía no oír. Movió la cabeza y secó sus lágrimas nuevas con un pañuelo blanco,
pequeño.
-¡Señora!
-No regresó y no ha venido.
-Ud. no hizo caso alguno a la receta urgente del doctor Callejas. ¿Por qué?
-Estaba y estoy muy nerviosa, señor juez...
Maturana se acercó diciendo:
-Háganos el favor de relatar los hechos ocurridos ayer.
Lucía Cassenove miró a sus 2 espectadores y tomó asiento:
-Cerca de las 19 horas llegó Pham, que solía visitarnos con frecuencia. Días antes
nos había prometido traernos unos pasteles. Yo me encontraba sentada en este sillón,
leyendo. Charles dibujaba en el cuaderno que Ud., comisario, examinó. Vi el pequeño
paquete blanco que traía nuestro amigo y por la forma rectangular de la base supuse que
eran los pasteles prometidos. Pham abrió el paquete. Traje unos platillos, cucharitas y serví
una copa de licor. Repentinamente, mi esposo se llevó las manos a la garganta diciéndome
que se sentía sofocado, que el pastel estaba amargo. Pálido entró en convulsiones, y cayó
allí, al lado de la silla, casi debajo de la mesa del comedor. Me asusté...
-¿Comió Ud.? ¿Comió Pham?
-No. Yo no comí, comisario. Todo fue muy rápido. Ignoro si el indochino comió o
no. Recuerdo que al ver a mi esposo en el suelo tomó los pasteles y salió corriendo hacia la
calle...
-¡Es una versión clásica de asesinato!
-¡Cállate, Ventura! -gritó el juez-. No adelantes juicios. Todavía no tenemos el
informe de autopsia.
-Perdona, juez. Te veré en el tribunal. Voy a detener al indochino antes que escape.

PHAM

Pequeño, moreno azulado, ágil y ceremonioso, el indochino recibió al comisario


envuelto en una larga túnica negra y zapatillas.
-Su visita se debe, señor, a que algo grave le ha ocurrido a mi amigo Charles De
Wite. Espéreme unos minutos: necesito vestirme.
Maturana, sorprendido y sonriente, asintió: 3 hombres suyos vigilaban la entrada del
bungalow. Gastó la espera contemplando pequeños budas de jade, veleros de marfil, plantas
enanas; la foto de una bella mujer joven, de tipo europeo. A los 15 minutos Maturana
recorrió rápidamente las silenciosas habitaciones y salió al jardín: huellas de pisadas
frescas, pequeñas, largas, se dirigían hacia la alta pared del fondo que daba a la calle...
donde no había vigilancia. Desprendimientos recientes de aristas de ladrillos hablaban de
un escalamiento acrobático, increíble. Llamó a sus hombres:
-Uno se queda aquí por si el oriental regresa. Este chino o lo que sea, acaba de darle
un tirón a la soga que ya tenía en el cuello. ¡Vámonos!

AUTOPSIA Y EXAMEN DE VISCERAS.

La noche del 24 de febrero el juez Ramos recibió el informe dado por los médicos
del Instituto Médico Legal sobre la necropsia practicada al cadáver del grabador francés:
"Tuberculosis en último grado". Ni una sola palabra sobre estricnina. Maturana, que seguía
tras la pista del escurridísimo indochino, porque tenía poderosas razones criminalísticas
para hacerlo, fue encarado por el juez. Manifestó: "Nada impide que un tuberculoso sea
asesinado. El que no hayan aparecido demostraciones de intoxicación en el organismo de
De Wite, puede deberse a que la estricnina no es un tóxico determinable con facilidad. Los
legistas -agregó- no han oído al doctor Callejas, no conocen el sitio del hecho, no han visto
ni oído a Lucía; ni siquiera saben de la existencia de Dagnino y de Pham tienen una idea
leída".
Para aclarar dudas, el juez Ramos envió las vísceras de De Wite al Instituto de
Higiene para que los expertos practicaran un examen expreso: búsqueda de estricnina. El
Departamento de Química informó: "Las vísceras contienen estricnina en gran cantidad".
Conocido el resultado pericial, Lucía Cassenove declaró a los periodistas: "Mi
esposo, apenas comió el primer trozo de pastel, señaló a Pham Van Loc como su
envenenador. Se lo dije a todo el mundo: nadie me hizo caso. Ese hombre, que logró
fugarse desde las mismas manos de la policía, es el asesino".

OPINION PUBLICA.

A ningún policía le es fácil opinar, profesionalmente, sobre "asesinatos" en


investigación, porque el juicio tiene que basarse en el casi total de los hechos que son, en
verdad, los "protagonistas y antagonistas" auténticos. El investigador tiene que "sentir" el
caso -motivación enraizada con la verdad universal de la criminalística-. En asesinatos no
hay opiniones ni pareceres ni conjeturas; hay huellas, rastros e indicios que se van
revelando paso a paso, conformando un todo. Los asesinatos se denominan así, porque el
factor tiempo, de algunos actos criminales, antecede a la muerte. Se pesquisan muertes
"sospechosas" porque éstas pueden tener como causa: vejez, enfermedad, accidente-error-
casualidad o intención.
"La opinión pública", sentir mayoritario, no se había formado: estaba dividida
porque Maturana simplemente pesquisaba. Los chilenos y los extranjeros estaban
estremecidos con un caso que lo tenía todo: artista francés envenenado en su propia casa y
en presencia de su bella esposa; un indochino que aparecía y desaparecía; un juez hábil y
serio y un policía famoso por sus aciertos y real oficio. Santiago, en la época, además, no
soltaba sus anclas de aldea grande: dormía o sisteaba casi conventualmente y había sido
sacudido por una muerte digna de Londres, París, Berlín, New York o Saigón.
"Las Ultimas Noticias" llamó a Pham Van Loc ofreciéndole sus páginas para que se
defendiera de los cargos que le había hecho la viuda. Contra cualquier opinión, Pham
contestó diciendo: "Doy mi palabra al juez Rosamel Ramos que me presentaré ante él si me
cita con 24 horas de anticipación. La citación debe hacerla en el diario "La Nación" para
que pueda enterarme. Espero la orden S.S. Pham".
En una segunda y última ocasión, envió a los diarios santiaguinos el siguiente aviso:
"Ruego a las personas que hayan comido pasteles comprados en "Ramis Clar", el sábado
último, concurrir a declarar al 2º Juzgado del Crimen. Se trata de salvar el honor de una
familia".

¿QUIEN ERA EL INDOCHINO?

Había nacido en Saigón el año de 1902. Padres adinerados. Estudió humanidades en


colegios de Indochina y se licenció, Derecho e Historia, en La Sorbona. Recorrió medio
mundo sin cometer delito alguno conocido. A los 26 años, casado con la bella Georgette
-joven parisiense- pasa por Chile y se queda como oficinista en el Consulado de Francia,
donde conoce a los recién llegados esposos De Wite. El matrimonio Van Loc era amigo de
los placeres y de la vida fácil. Ambos matrimonios intimaron: el indochino le debía a De
Wite 2.300 pesos, suma elevadísima para la época.
Días después de la muerte de Charles llamó por teléfono al estudio jurídico de los
abogados Rosetti y Barros. El abogado Barros, un tanto incrédulo, lo cita para el día 28 de
febrero, en la mañana. Promete ir y va: Compañía y Morandé. Barros dijo a los periodistas
que recurriría de amparo en favor de su cliente Van Loc. Toda la policía civil, encabezada
por su jefe, comandante Humberto Fuenzalida, estaba más que molesta con estos hechos,
menos el comisario Maturana. Un periodista lo interrogó:
-¿Qué hay del indochino, comisario? Amenazó presentarse al juzgado.
-Es capaz de hacerlo. Lo que a mí me interesa es probarle el asesinato, en eso estoy.
Maturana tenía una fundamental condición humana para el oficio: frialdad. Nunca
llegó al llanto y pocas veces arribó a la risa. Jamás se desesperó. Sabía, como muy pocos,
que los estados emocionales perturban el juicio. Cuando conversó con el periodista no
ignoraba que Pham había solicitado protección a la Legación Francesa y a la Legación
China.; que en el colegio de los Hermanos Cristianos, a 2 días de la muerte del francés,
pidió hablar con el padre Dionisios -había sido su profesor de religión en Saigón- para
pedirle amparo. Nadie le brindó ayuda. "Está desesperado, acorralado. Es cuestión de
tiempo" -confidenció Maturana a su afligido jefe-. Agregó: "Sé que él compró los pasteles:
fue reconocido fotográficamente por los empleados de "Ramis Clar". A ese negocio llegó a
las 17 horas. En las 2 horas en blanco debe entrar en juego la estricnina, no lo sé".

CAPTURA Y CONFESION.

En la tarde del lunes 28 de febrero una delgada y nerviosa mujer morena descendió
de un taxi en la misma puerta del 2º Juzgado del Crimen. Dos detectives de Maturana, de
guardia en el tribunal, encontraron sospechosísimos sus andares, ademanes, físico y
vestimentas. La detuvieron y se la llevaron al comisario. Maturana alegremente dijo:
-¿Pregunto yo o cuentas tú, chinito?
-Charles de Wite sabía que estaba viviendo el final de sus días. Era francés,
comisario. Usted no podrá entender...
-No lo creas, chinito: estudié en la Sureté Judiciaire; también soy abogado, colega.
¡Sigue!
-Es el viejo triángulo. Creo que pensaba en mí como amante de Lucía; siempre me
dio dinero; su casa era mi casa. Lucía, piadosa, resignada, cuando me conoció, amor tardío,
se convirtió en volcán. Ella planteó la necesidad de apresurar la muerte de Charles. Me
obligó a prometerle la desaparición, de cualquier manera, de Georgette, mi esposa. El
nuestro iba a ser un amor sobre cadáveres de cónyuges. Me dio un sobre que contenía una
dosis mortal de estricnina...
-Párate, chinito. Llamaré a la viuda.
En el careo las voces de los amantes llegaron al techo del cuartel... en el rojo juego
de las acusaciones mutuas y las negaciones.
-Ay, Lucía, estábamos de acuerdo en efectuar ese sábado una reunión de muerte.
Todavía ignoro por qué me desobedeció Georgette. Pero tú fuiste la instigadora. Yo no
tengo la culpa del miedo que te dio la agonía de Charles. Tengo tus cartas.
Lucía perdió el color, enmudeció y terminó aceptando haberle escrito a Pham "más
de una carta amorosa".
Maturana detuvo el diálogo y llamó a Georgette. Dijo:
-Defiendo a mi esposo de esta vieja bruja. Después del crimen y de la fuga de mi
esposo, quemé las cartas: no quería publicidad.
-¿Cómo supo lo que las cartas decían?
-Mi esposo me las leyó y me las entregó para que las guardara.
-Eres una estúpida, Georgette. Estamos perdidos.
-¡Tú eres un miserable puerco oriental! -gritó Lucía.

CONDENA Y LIBERTAD.

El proceso, después de varios meses, pasó a manos de un ministro de la Corte de


Apelaciones. El 3 de octubre de 1932 se dictó sentencia contra Van Loc: "Doce años por
homicidio calificado". Nadie, ni Maturana, pudo probarle a la viuda complicidad o autoría
en el asesinato de Charles De Wite.
Por buena conducta en el penal y por sus intachables antecedentes anteriores al
crimen, Pham abandonó el presidio al cumplir 7 años de condena. Abandonó el país en
compañía de la fiel Georgette. Se supo que el matrimonio se había radicado en Lima.
Lucía Cassenove regresó a Francia. Un comisario francés confidenció en París,
después de la Segunda Guerra, a un policía chileno: "La Cassenove fue perdiendo
hermosura y kilos, dinero y alegría. Murió tuberculosa y entre estertores. En sus manos
tenía la antigua y arrugada fotografía de un joven oriental".
El crimen de Becker

Este viejo asesinato atrae, subyuga, oprime , y no pasa de ser, como ocurre siempre,
la atormentada historia de la vida y muerte de un hombre. En él juegan factores que aún
perviven: la credulidad infinita de nuestro pueblo y la locura mayor de los grandes
criminales. En el plano individual la intervención providencial del joven Otto Izacovich, su
memoria extraordinaria y su claro sentido social; los "chispazos" geniales del juez Bianchi;
la ciencia del doctor Germán Valenzuela Basterrica; y una verdad dolorosa, extraída de los
archivos policiales, del oficio: los crímenes que más hondamente han estremecido a los
chilenos han sido cometidos por extranjeros: Dubois, Becker, Phan Van Loc, Haebig, Etc.
Ha sido denominado "El crimen del canciller", "El crimen del canciller de la
Legación de Alemania", etc. El sustantivo "canciller" viene del griego "kigklis": reja,
celosía, verja; pasó al latín como "cancer", "cancellis", significando lo mismo que la voz
helénica; pero en "cancellarius" cambia a: ujier, portero, escribiente, copista. En castellano:
cancerbero: portero brutal; cancela: reja de una casa. En alguna época significó: guardián
de los sellos reales. Suele significar: magistrado supremo, ministro de Relaciones
Exteriores, jefe o presidente de gobierno. En el caso que nos preocupa, el "canciller"
Guillermo Becker, era un empleado inferior o vicecónsul: escribiente. Si uno lee:
"Guillermo Becker, canciller", piensa -a pesar de lo mucho que lo baja la voz "legación"-
equivocadamente porque el engorroso sustantivo, de larga vida semántica, todavía no se
asienta y nos hace pensar en autoridades decisivas, esas que tienen o deben tener íntimas
estructuras axiológicas evidenciadas en el hacer del gobernante el mejor servicio de su
pueblo.

EL PERSONAJE.

Guillermo Becker Tambaner llegó a Chile en 1889. Diecinueve años. Alto,


corpulento, de facciones normales. Traía una carta de recomendación para don Guillermo
Woener -dueño del fundo Santa María, provincia de Valdivia- dada por su padre, industrial
en Nüremberg. A Woener le pareció... "Un hijo caído del cielo". Aprendió castellano con
facilidad y fue un buen cultivador de las eternamente deshechas tierras valdivianas.
Recorriendo un potrero se cae del caballo, fracturándose una pierna; en el hospital conoce a
Teresa, una joven bondadosa y bella. Le ofrece matrimonio; pero, Teresita es católica y él...
luterano. Becker cambia de religión. Dado de alta, regresa al fundo de Woener convertido
en un joven místico que ocupa sus ocios en la fabricación de altares; ello no obstante, en las
noches, sigilosamente, recorre los dormitorios de la servidumbre femenina; por esta
costumbre "embarazosa" y escandalosa, tiene que alejarse del hogar de los Woener. Teresa,
desilusionada y amargada, entra, por vida, a un convento. Los alemanes de Valdivia se
cierran para el "Don Juan" teutón, con excepción de una monja, enfermera del hospital de
esa ciudad, quien le da una recomendación para un importante jesuita alemán de Santiago.
Aquí contrae tifus y su vida peligra. Postrado decide dedicar su vida a Dios y toma los
hábitos como seminarista de la Compañía de Jesús. No pudo acostumbrarse al trabajo duro,
al estudio intenso, oraciones y recogimiento: abandonó el colegio para transformarse,
sucesivamente, en comisionista, empleado de tintorería, vendedor de jabones,
administrador de fundos, etc. Recorre el norte y el sur; vuelve a pasar por Valdivia , la
ciudad más alemana de Chile, su paraíso perdido, y se queda. Conoce a Natalia López y
con ella se casa el año de 1899. El matrimonio tuvo un hijo que no alcanzó a vivir 3 meses.
Becker, enlutado en el alma, sigue probando ocupaciones. Nadie lo ayuda. Pone en venta lo
poco que tiene y regresa a la capital con su fiel Natalia.
A precio muy alto algo ha aprendido en sus 10 años chilenos: conoce con rapidez a
los débiles de espíritu y los usa en su provecho; utiliza su antiguo servilismo, mejorado por
la experiencia y atiende magníficamente y teatralmente a fuertes y poderosos. En su cerebro
se está formando el boceto de la llave del éxito: es sólo cuestión de una nueva oportunidad
y la buscará al lado del más alto representante de su patria en este país.

LA ENCRUCIJADA.

Había conocido el poder económico de Woener, hecho, como todo lo duradero, tramo a
tramo, día a día; la fuerza de la vieja cultura de los jesuitas, que radica en la suma global de
los milagrosos minutos del trabajo incesante unida a la mejor razón; el amor primerizo y
limpio de Natalia: el dolor de perder a su primer y único hijo legítimo; patrones, obreros y
empleados distintos que, de uno u otro modo, fueron esculpiéndose inútilmente el alma con
la pícara, refranesca filosofía criolla. Lejos, como fantasmal telón de fondo, en el que
rebotaban todos sus fracasos, el largo y exitoso esfuerzo de su padre. Iba a cumplir 16 años
en este país abierto, siestero, nuevo, simple y se sabía hundido. Vivía soñando con una
riqueza huidiza, con un golpe de suerte que lo convirtiera en poderoso. Se torturaba entre
expansiones imaginarias y restricciones reales, crueles: una cuerda tensa que terminaría
cortándose. Estaba en la encrucijada que casi todo ser normal conoce y de la que
únicamente se sale llegando a comprender que el destino humano es ineluctable: lo bueno y
lo malo, por cercanos y nuestros, hasta aquí convivientes eternos, pueden y deben ser
modificados, transformándose en útiles; pero, mientras así no lo entendamos, seguiremos
hondamente preocupados de crímenes: víctimas y victimarios creados por una lesa
sociedad. Lo ineluctable es sólo la condición mortal. El crimen ha sido y es la más dura,
antigua y clara lección diaria y múltiple de un error social universalizado, petrificado.
Becker tuvo todo lo que un niño o adolescente puede necesitar para vivir normalmente en
cualquier sociedad: nace y se educa en uno de los países más desarrollados del mundo;
padre rico y trabajador. No le gustaron las posibilidades de Alemania. Antes de entrar al
crimen veámoslo de otro modo: ¿Fue alguna vez normal? ¿Cuándo? ¿En 1889? ¿Antes?
Este hombre se quebró de niño y sus trizaduras no fueron advertidas. Aquí manifestó su
inestabilidad paso a paso: no respeta el orden social de los alemanes de Valdivia ni sus
compromisos más serios; no fue de su agrado ni una ni otra religión; no le parece bien la
agricultura y la deja. Sólo permanece fiel a Natalia, a la que piensa dejar "viuda". Ya es un
insatisfecho: un endemoniado más viviendo y muriendo entre la realidad y la fantasía. Su
"yo" desorganizado camina rápidamente hacia la desintegración conductual: la locura.
Vuelve a acercarse a los alemanes y se entrevista con el barón Von Hans Bodman, ministro
de Alemania en Chile y lo hechiza. Becker se convierte en lo que el diplomático espera de
él al nombrarlo empleado de la Legación: puntual, acucioso, serio, digno. Es sólo un
representación, porque tiene una motivación más profunda: realizar sus sueños de riqueza.
A los pocos meses es nombrado "canciller" y está, a corta distancia, del mundo de las
condecoraciones otorgadas, generalmente, por compromiso o reciprocidad, de las comidas
de "gala" externa, de los uniformes con entorchados y brillantes tricornios de seda; está,
además, al servicio de un noble y del Imperio alemán.

EL CRIMEN.

Concibe su "Chef d'oeuvre" criminal al ver y tratar a Exequiel Tapia, mozo de la Legación:
cándido, bueno como un niño: Sí, puede ocupar su lugar como cadáver: las cenizas no
marcan diferencias de ninguna clase. Consume un año planificando detalles: ver dinero
suficiente para su ambición en la caja de caudales de la Legación; conocer un poco más al
barón y su caligrafía; gobernar a Tapia con propinas y regalos. Sabe que intentará engañar a
todo un pueblo y a sus compatriotas: debe obtener del gobierno chileno una pensión para su
propia "viuda"; pasaporte falso para la fuga; alterar un poco su fisonomía; asegurarse la
vida. Ah, pero será rico y volverá a Alemania como triunfador.
El 5 de febrero de 1909, a las 13,30 horas, se declaró un violento incendio en las oficinas de
la Legación de Alemania, Nataniel 112. Los bomberos no encontraron agua para
combatirlo. A los pocos minutos el fuego se había propagado a siete casas vecinas. La
Legación se derrumbó. Entré los testigos del siniestro estaba el ministro alemán. Declaró a
los periodistas: "Hace media hora abandoné las oficinas, en ellas estaban el canciller
Becker y el mozo Tapia". Recordó que Becker era epiléptico y que... "como estaba lacrando
la correspondencia oficial, pudo tener un ataque y haber volcado la vela".
A las 16 horas, cuando humeaban los últimos escombros, se inició la búsqueda de los
cuerpos de Becker y Tapia. En la noche un bombero encontró un cadáver carbonizado que
tenía una argolla de oro en el dedo anular izquierdo, grabado: "N.L. 13-III-1899". Las
iniciales correspondían al nombre y apellido de la esposa del canciller; la fecha era la del
matrimonio celebrado en Valdivia. No quedó duda: ese cadáver era Becker. Los doctores
Donoso y Molina practicaron un examen médico-legal. Concluyeron: "Es imposible
identificarlo, salvo por los datos del anillo. No hay heridas ni demostraciones de golpes o
contusiones". Becker había muerto en el cumplimiento del deber.
A la luz natural del día siguiente, el sitio del incendio entregó los restos de un chaleco,
algunos botones de metal, un reloj de oro con cadena, una cigarrera de plata, un puñalito
con empuñadura de "pata de ciervo" y hasta los lentes que el canciller usaba unidos a una
cadenita atada al vestón. Natalia López, llorando, reconoció los objetos como
pertenecientes a su esposo. Obvio: Tapia solamente conocía el oro y las joyas ajenas. El
juez Bianchi detalló los hallazgos con minuciosidad. Sólo faltaba Tapia, el mozo.
Bienvenida Salgado, esposa de Tapia, expuso: "Mi marido se echó al bolsillo 60 pesos
diciéndome, esa mañana, que el canciller lo iba a mandar fuera de Santiago". El ministro
Bodman aseguró que él no había ordenado viaje alguno de Tapia y que Becker no tenía
autoridad para hacerlo. Agregó que 2 días antes del incendio había guardado, en la caja de
caudales, 27 mil pesos en dinero efectivo; dicha caja estaba abierta, chamuscada y sin
dinero. Se concluyó: "Tapia asesinó a Becker para robar e incendiar la Legación para borrar
toda huella". Su detención fue encargada a todos los policías del país. El gobierno envió a
don Víctor Prieto, subsecretario de Relaciones Exteriores y al Edecán del presidente Pedro
Montt, a dar el pésame al ministro alemán, prometiéndole hacer lo posible para aprehender
al ya inaprehensible Tapia.

TRES CARTAS INCREIBLES.

Los policías de la Sección de Seguridad establecieron que en la localidad de Caleu, en el


interior de un bar, meses antes del incendio, un grupo de campesinos tuvo una reyerta con
turistas alemanes y que uno de éstos fue muerto a puñaladas. Según Becker, los alemanes
habían entablado querella criminal; amenazas anónimas llegaban casi todos los días a la
Legación. El propio Becker, por supuesto, mostró a su ministro una hoja manuscrita que
decía:

"Señor Guillermo Becker: Ud. No ha hecho caso de nuestra carta. Los 15 días que le
habíamos dado de plazo pasaron ayer y los alemanes no han retirado todavía la denuncia.
Ahora le decimos terminantemente a Ud. que si el viernes que viene esa demanda no ha
sido retirada, Ud. lo pagará con su pellejo. No estamos dispuestos a sufrir que a nuestros
compatriotas se les castigue por unos cuantos gringos de mierda. Si es necesario, tampoco
respetaremos a la persona de su ministro. Así que téngalo bien entendido. Varios chilenos.".

Ricardo Neupert, uno de los escasos amigos de Becker, se presentó a la policía con 2 cartas
fechadas el 31 de Octubre de 1908. Su "difunto " amigo se las había dado para que las
mantuviera bajo su personal custodia: una era para Bodman y la otra para el presidente
Pedro Montt. Emocionadamente recordó lo dicho por Becker ese día: "Tú, que eres mi
mejor amigo, no me pidas explicaciones: temo que me maten; el día menos pensado lo
harán. Te ruego, si eso ocurre, entrega estas cartas a Bodman".
Carta al ministro:

"Las amenazas de los chilenos se cumplirán. Supongo que cuando Ud. reciba esta carta ya
estaré muerto. La voluntad del que va a morir es sagrada: me es penoso pensar que mi
muerte podría ser, para Chile, la causa de un serio conflicto. Estoy preocupado por la suerte
de mi mujer y de un primo al que he adoptado como hijo. En la carta adjunta, para su
Excelencia, el Presidente, creo haber encontrado la solución. Ponga Ud. esa carta en manos
del Excmo. señor Montt. Becker".

Carta dirigida al Presidente Montt:

"Excelentísimo señor: Soy alemán de nacimiento y chileno de afecto por el entrañable


cariño que profeso a Chile, donde he pasado las horas más felices de mi vida. He caído
víctima de la saña ciega de unos ilusos; yo los perdono, y si la justicia lograra detener a mis
victimarios, sírvales mi perdón de escudo y la ignorancia de defensa. No es mi muerte lo
peor que han hecho: viví las angustiosas horas de "reo en capilla" que me hicieron pasar
durante semanas y semanas, porque yo tenía el presentimiento de que iba a caer en sus
manos.
"Dejo, Excmo. señor, una viuda y un niño en situación precaria. Vivía con la renta
que mi gobierno me pagaba. A la benevolencia de V.E. recomiendo a esos dos seres en
quienes he concentrado todo mi cariño. La generosidad chilena sabrá resarcirles la falta que
les hace el que les daba el bienestar y el pan. Así también se evitarán las dificultades que
puedan surgir, a causa de mi muerte, entre el gobierno de mi patria y el de Chile, que amo
tanto como a aquélla.
"Parecerá extraño y ridículo que un vivo escriba de esta manera, como de
ultratumba, pero el presentimiento de mi muerte ha adquirido en mí los caracteres de una
certeza. Si esta carta llega a manos de V.E., quiere decir que no me engañé, y entonces mis
palabras no tendrán nada de extraño o ridículo. Si supiera que mi muerte no habrá de causar
ratos amargos al señor ministro de Alemania, a quien aprecio y venero, ni alarma ni
disgustos a mi segunda patria, Chile, que amo con sincero cariño, con más serenidad
esperaría el momento en que sentiré en mis entrañas el puñal asesino. Guillermo Becker.
Canciller de la Legación de Alemania".

UN TESTIGO PROVIDENCIAL.
Alguien intemporal, para decir lo menos, movió, movió los pasos de 2 seres muy
distintos entre si y se produjo el encuentro que cambiaría los roles: asesino por muerto y
muerto por asesino.
Otto Izacovich, joyero, fue a ver al juez Bianchi gritando desde la misma puerta del
tribunal:
-¡Becker está vivo! ¡Está vivo!
Ante las naturales dudas del magistrado, Izacovich agregó:
-Lo encontré en el Portal Edwards; me acerqué a felicitarlo por haber escapado con
vida del incendio. Le hablé en alemán y él, ofuscado, enojado, me contestó en español,
diciéndome: "No lo conozco. Déjeme tranquilo". Corrió y se montó en un coche de posta
que pasaba al trote.
"El ofuscado-enojado" parecido a Becker, igual a Becker o Becker, entendía
alemán. La substancia del extraño dialogo fue captada:
-¿Cuándo lo vio?
-La misma noche del 5, medianoche, o algo más tarde. Llevaba patillas postizas y el
rostro lleno de afeites. Vestía de cazador...
El juez dispuso que 2 médicos alemanes hicieran una nueva necropsia al cadáver y
el entierro fue postergado para el día 8. Los doctores Aichel y Westenhoeffer encontraron
la punta de un cuchillo cerca del corazón; abrieron el cráneo. Concluyeron: "Muerte por
herida a puñal en la región cordial y traumatismo cráneo-encefálico".
El juez encargó al doctor Valenzuela Basterrica, Director de la Escuela de
Dentística, el examen de la dentadura del occiso...

EL ENTIERRO.

El cortejo salió desde el domicilio de Becker, Purísima 276, en dirección a la


Deutsche Evangelische Kirche, ubicada en Santo Domingo 1825. Allí estaba casi toda la
colonia alemana residente y delegaciones de provincias. El ataúd, cubierto por la bandera
alemana, fue ubicado en el centro de la iglesia. El pastor luterano leyó versículos de la
Biblia y le auguró: "... la gloria eterna que sólo alcanzan héroes y misioneros".
Hacia el Cementerio General, en carroza de lujo, se plegó al cortejo una chilena,
dolida y silenciosa muchedumbre. En el camposanto el barón Von Bodman leyó: "... la
patria alemana recordará, con tierna gratitud, a quien muriera víctima del puñal traidor de
un cobarde asesino, cuando cumplía los deberes de su cargo. El difunto era un hombre
dotado de nobles cualidades y de un corazón bondadoso".
"El héroe", por fin, reposaba, como todos los muertos, en la soledad de una tumba
de flores; pero, la verdad abatía a las sombras.

EL DR. VALENZUELA BASTERRICA.

Las condiciones del Dr. Valenzuela, conocidas días después del entierro de
"Becker", fueron asombrosas: "La dentadura corresponde a una persona de
aproximadamente 25 años de edad: falta absoluta de desgaste, en dientes y molares".
Acompañó al informe facturas de los trabajos efectuados por el dentista Danis Lay en la
dentadura de Becker: 5 extracciones con anestesia; 4 tapaduras de oro, 3 de platino, una
tapadura grande en cavidad sin nervio y una corona de oro. Finalmente, el informe decía:
"La dentadura del cadáver encontrado entre los escombros del la Legación de Alemania
sólo tiene careado un molar".
La "obra de arte" del asesino alemán tenía una falla más grande que la isla de
Chiloé.

PESQUISA, DETENCIÓN, PROCESO Y FUSILAMIENTO.

La detención del canciller fue encargada por telégrafo y se enviaron, por correo
urgente, 200 retratos de su rostro a todo el país. Allanada su casa-habitación se encontraron
23 tomos de la Kriminal Bibliotec y 12 libros sobre crímenes y criminales alemanes. Se
establece que 30 días antes del crimen se había asegurado, contra todo riesgo, en 10.000
pesos, en la New York Insurance, a favor de su esposa. Quince días antes del asesinato de
más larga y fría premeditación conocido, cobra, en el Banco Alemán, un cheque por 19.500
pesos, previa falsificación de la firma de Bodman. El 26 de enero, a sólo 9 días de la
macabra suplantación, obtiene, en el Ministerio de Relaciones Exteriores, pasaporte para
Ciro Lara Montt, un "cuñado" fantasma. En la casa Francesa, 3 días antes de matar a Tapia,
compra polainas y un elegante traje de cazador; en la peluquería Paganini adquiere un par
de patillas "a la austríaca". Horas antes del incendio deja depositado, en el Hotel Melossi,
un maletín y un estuche de armas. Dice: "Serán retirados por don Ciro Lara". El 5 de
febrero, después de su fatal encuentro con Izacovich, disfrazado de "Lara", se presenta en el
hotel; es tarde y decide alojar en "El Melossi". La mañana del 6, mientras desayuna, "Lara"
lee, en los diarios, el incendio de la Legación. A un mozo le encarga la compra de un pasaje
de ferrocarril para Chillán. El mozo le lleva las maletas al cazador.
"Por Selva Oscura -cerca de Caracautín- ha pasado a caballo un alemán muy
parecido a Becker en compañía de un campesino llamado José Villagra. Lo siguen el
Subinspector Garretón y el Oficial Fuenzalida, a cargo de 5 guardianes". Rezaba el
nervioso mensaje telegráfico.
A pocas leguas de la frontera, en la desembocadura del Mitrauquén, los guardianes
Antonio Veloso y Juan Becerra, detienen a Becker, que llega a ofrecerles 5.000 pesos por
su libertad -el valor de 2 coupés nuevos-. Entrega su revólver, un maletín con dinero y
joyas, un rifle con 500 proyectiles y unos anteojos de larga vista.
El expediente, monumento procesal, pasa de las dos
mil fojas y en todas ellas se nota la mano experta del juez Bianchi. Su última mentira:
"Tapia me atacó y me defendí". Terminó confesando haberle dado garrotazos en la cabeza,
haberle clavado un cuchillo en el corazón; haberle colocado, ya muerto, su anillo a Tapia e
incendiar la Legación. Fue condenado a muerte.
Convirtió su celda en santuario-oratorio. Llevaba un gran crucifijo de madera
colgado al cuello junto a 5 escapularios. En una vasija con agua bendita metía, nerviosa y
constantemente, sus dedos rojos.
El 5 de julio de 1910, porque el terror -grado máximo del miedo- no le permitía
andar, los brazos de 2 gendarmes lo llevaron al patíbulo. Le dieron un calmante que no le
produjo efecto. Era casi un cadáver en el mínimo de la actividad circulatoria y respiratoria;
sin embargo, en su último estado de lucidez, con los ojos vendados, hizo 2 preguntas
susurrantes que no obtuvieron respuestas orales: "¿A qué distancia se colocan los tiradores?
¿Disparan bien?"
El cadáver del ex canciller presentaba 5 famas rojas. 4 en el corazón y una en el
medio de la frente. Es curioso: Becker ha sido el mejor blanco de la historia de los
fusilamientos chilenos.

El perro de ...muerte
De las memorias de Inspector Cortés

Los humanos, creadores del calendario y del reloj, creemos haber fijado todos los
plazos... y siempre se nos escapan los del amor y el desamor, los de penas y alegrías,
enfermedad y muerte; pero, a veces, por el extrañísimo rumbo de los plazos existenciales,
algunos hombres han vaticinado, con escalofriante exactitud, las fechas de sus propios
decesos: Miguel Nostradamus (1503-66) dijo, con 10 horas de anticipación: "No me verá
con vida la salida del sol". Murió antes del amanecer. Samuel Langhorne Clemens,
novelista norteamericano, el famoso "Mark Twain", 1835-1910, expresó: "Vine a la tierra
con el cometa Halley y me iré con él". Así fue. El cometa pasa por nuestro planeta cada 76
años. ¿Regresará el extraordinario humorista en 1986?
Mi padre, a los 38 años de edad, nos angustió diciéndonos: "Moriré a los 40". Lo
enterramos horas después de convertirse en cuadragenario.
Profesionalmente he vivido rodeado de muertes violentas. A pesar de mi
preocupación por este fenómeno no paso de ser, como todo humano o animal, un juguete
tánico, con una diferencia atroz: viendo a una persona o su imagen sé si está o no en zona
de muerte. Cuando el fallecimiento ocurre soy un sorprendido mayor que la víctima porque
ignoro los mecanismos del acierto. Tratando de precisarlo tengo que referirme a
vaguedades tales como "mirar de muerte": algo de noche eterna, de quietud opaca; espejo
convexo oscureciendo entre destellos de asombro. En la descripción de esta inconsciente
hiperestesia directa de lo letal, capaz de apreciar o receptar los "reflejos" de la muerte
próxima, ninguna voz puede servirme. Creo que es un mirar viejo, encasillado en mi
memoria que debe tener, obviamente, un registro para difuntos próximos. El fenómeno
debe tener algo que heredé de mi padre y que yo he acrecentado, sin quererlo, mirando
cientos de muertes recientes, miles de pupilas de muertes antiguas. No es broma ir por este
mundo llevando en el espíritu carga semejante.
He tenido que aprender a huir de hospitales y de hospicios, de aglomeraciones
públicas y privadas. Me he convertido en un solitario que se niega a mirar rostros. Sin
embargo, sé que el fenómeno es superior a mis fuerzas ya que soy violentamente atraído
por "afinidad de testigo" o por mandato ineludible. ¿Qué, quién me cerca? Sigo aspirando a
vivir en la misma forma que los demás. No puedo.
Fui amigo de un extranjero con el que solía jugar bridge. Un día vi en sus ojos que
había entrado en las zonas de la vieja parca y supe que pesquisaría un imposible más.

EL RUBIO INQUIETO

Erick Simmons, danés, de 45 años, casado, ingeniero, excelente jugador de bridge y


ajedrez, abandonó el club "Miraflores", de la calle Monjitas, y caminó, como siempre, hacia
el Parque Forestal, donde acostumbraba a estacionar su automóvil. Dos cuadras de árboles
desnudándose con lentitud; rumor de fuentes dormidas; un río viejo y murmurador;
palomas tibias arrullando estatuas. La quieta nave de cemento gris del Palacio de Bellas
Artes estaba anclando en la noche de su limpio puerto vegetal: libre hotel para pájaros; alto
cofre de ilusiones cromáticas con cúpulas-mástiles celestes.
Erick ignoraba que el hombre necesita vagar a la deriva, fugarse hacia el azar en
busca del olvido del ser autonegándose, dándose, compartiendo con otros, con cualquiera,
el extraño destino humano. Rígido, frío, eficiente, poseía un cerebro especializado en dos
voces: análisis y síntesis de negocios; con un motor: ganancia. Tenía hasta el olor de los
dólares viejos.
Tenso, fuera de sí, próximo a estallar como una granada al sol, se sentó en un banco
frotándose violenta y estrepitosamente las palmas de las manos. Fijó, involuntariamente, su
atención en un punto vago, escurridizo: una pequeña e incierta luz lila que lo obligó a cerrar
los ojos. La luz se le acercó bailando, cortando toda imagen, todo pensamiento. Ya no le
parecía lila: era un morado encendido quemando gasa fina, quemándose a sí misma. Le
entró en el cerebro y tuvo una extraña sensación de frío, un frío de piel ajena que empezó a
cubrirlo. Escuchó que su propia voz decía: "En tres días serás ajusticiado".
Jamás se había preocupado de su muerte. "Debo estar enloqueciendo. Demasiadas
preocupaciones. No he dormido lo suficiente".
Anochecía. Caminó pisando hojas. Fumó. El frío no lo abandonaba. "¿Por qué vivo
estas aprensiones? Yo no tengo enemigos. Soy casi un desconocido en este país. A mis
empleados y obreros les pago bien".
Dio vuelta su miedo naciente: "¿Y este plazo? ¿Por qué tres días? ¿Por qué no ahora
mismo, mañana o en mil días más? No puede ser cierto: El 3 es un número como cualquier
otro de los inventados por el hombre". Volvió a sentarse. El miedo suele ser, Erick lo
ignoraba, el mejor adelantado de lo oculto.
Un ciclista pasó muy cerca de sus rodillas: el ciclista huía de un enorme perro negro
que trataba de morderlo. El perro se detuvo bruscamente frente a Erick. Se echó en el suelo
y se quedó mirando al hombre de cabellos rubios y ojos azules. Un joven, con las manos en
los bolsillos del pantalón, pasó silbando.
-Lindo su perro, señor.
-No es mío.
-El que sea de otro no lo afea.
El perro despidió al silbador mostrándole los colmillos. Una mujer de edad, coja,
envuelta en un chal gris, acarició, de paso, al mastín que sordamente gruñó y peló los
dientes. Una voz de metal ordenó:
-¡Quieto, "Negro"!
Desde atrás de Erick, como si fuera un gnomo o un muñeco de goma, apareció un
niño ágil, desenvuelto:
-Deme una moneda, señor.
La voz del niño era, ahora, de flauta antigua, penetrante, llena de matices.
-¡No tengo!
-¿No tiene?
-¡No! ¡Llévate tu perro!
-No se enoje. Ud. no sólo es rico, también es avaro.
Rascándose la cabeza pequeña y sonriendo cruzó la avenida rumbo al río con el
perro negro detrás.
Erick lo llamó a gritos y le dio 10 pesos, preguntándole:
-¿Qué harás con tanto dinero?
-Compraré cigarrillos y me compraré un sandwich. Gracias.
-¿Dónde vives?
-En una cueva del cerro San Cristóbal.
-¿Con quién?
-Con este perro que sólo es un trozo de corazón de la noche, con la lluvia y el
viento. En esta época duermo en una cuna de hojas bulliciosas.
-¿Cuántos años tienes?
-Los del hombre, los del frío, los del silencio.
-No hablas como niño.
-No he dicho que lo sea.
El muchacho recogió la larga colilla de Erick y aspiró, agregando:
-El dinero me lo regaló por miedo, ¿cierto?
Caminó hasta su automóvil. De la guantera saco una botellita de metal y bebió un
largo trago de pisco: "Debo estar viendo visiones".
Un rostro blanco, agraciado, joven, de larga cabellera rubia, se asomó por la
ventanilla de auto:
-¿No quieres compañía?
-¿Cuánto?
-100 pesos.
-Está bien, sube. No me agrada beber solo.
Le pasó la botella.
-¡Hum! Pisco del bueno. ¡Salud! ¿A dónde iremos?
-A ninguna parte. El asesino que se apoderó de mi mente podrá encontrarme en
cualquier lugar.
-¿Qué dices, chifladito?
-Alguien me va a matar en 3 días más.
-Tienes tiempo. ¿Cómo es? ¿Ella o él?
-No lo conozco.
-Me bajo. Mi negocio es el sexo. No me gustan los locos ni los crímenes...
-Espera. Aquí tienes los billetes. No tendremos relaciones. Estoy comprando media
hora de tu tiempo, porque me pareces normal.
La rubia se guardó el dinero entre sus senos de lanzas.
-Bien, empieza. Es más limpio y descansado escuchar.
-Mi mujer debe estar colocando el mantel sobre la mesa: calcula que debo estar por
llegar a casa. Mi hijo mayor está haciendo sus tareas. El menor debe estar dormido; pero yo
ya no soy el mismo que salió en la mañana. Ahora vivo los sobresaltos de una pesadilla: mi
asesinato a plazo fijo...
-¿Cómo se llama tu hijo menor?
-Erick, como yo. Es colorín. Tiene 2 años.
-¿De dónde eres?
-De Dinamarca. Un país frío con gentes cálidas.
-Se me está pasando el miedo. ¡Salud! Háblame de tu crimen. Ningún hombre, en
mi ya larga vida de "amiga pública", sufría de fantasía criminal. Todos vinieron a mí por mi
boca, mis senos, mis nalgas. ¡Habla!
-Siempre había dormido bien. Durante el día soy una calculadora manejando
personas y números: un industrial convertido en financista. Desde hace una semana tengo
los ojos abiertos en la oscuridad. Me pesa la sábana, la almohada se calienta. Me he
olvidado hasta del sexo tan necesario para descargar el instinto animal que me resta. La
fecha vino sola: hoy, en este parque y no hace mucho rato, mi propia voz, contra mi
voluntad, créeme, fijó el plazo absurdo...
-¿Hora?
-No. Supongo que será de noche.
-Puedes quedarte en casa, ir a la policía, salir de Santiago o del país. Ver a un
psiquiatra.
-Tienes razón. Sólo que un desconocido poderoso...
-Déjate de desconocido. Puede ser un marido celoso, un padre...
-¿Qué haya podido apoderarse de mi tranquilidad y usar mi propia voz? No. Yo soy
tranquilo: mi esposa y prostitutas callejeras.
-¡Ah! Normal. ¿Has arruinado a alguien?
-No lo sé. Uno piensa en números. Los que caen o cayeron hacían lo mismo que yo.
Es cuestión de sistema, de habilidad para "untar" al poderoso, de suerte. No vemos rostros.
Fabricamos o vendemos alimentos, vestuarios, movilización, luz, agua, gas, remedios,
habitaciones, caminos, entretenciones, educación para niños, vacaciones y algo ganamos.
-Me voy, amigo mío. Espero que todo sea una locura pasajera. Mañana, si lo deseas,
te veré aquí. Yo también vendo mis servicios y el sexo es el mejor negocio.
Enfiló el auto rumbo al barrio alto. Su mujer tenía la mesa arreglada. Erick dormía
con un osito de peluche; el mayor bostezaba con un cuaderno de matemáticas sobre las
piernas.
No comió. Se echó en la cama tratando de penetrar su pesadilla. Antes de
medianoche se escuchó diciéndose: "Dos días".
Salió del club de bridge como un sonámbulo. Cruzó el parque. Levantó, desde
afuera, la antena de su auto. Abrió y se sentó a oír radio. Vio a la rubia subiendo a otro
vehículo. Alcanzó a oírla decir a gritos: "'Mañana, "Gringo"!
El muchacho del perro se acercó:
-Deme un cigarrillo.
-Ayer te di 10 pesos.
-Me los comí. El hambre no tiene horario ni sabe de economía; tampoco el vicio.
Le pasé la cajetilla y el niño encendió uno. Aspiró y expelió el humo en pequeñas
volutas inclinadas, alargadas.
-Fumas como un viejo y hablas como brujo.
-Lo soy. La rubia se llama Estela y su cabello es negro...
-¿Qué más sabes de ella?
-Duerme en un hotel de la calle San Pablo. Es sensible y bondadosa. Gracias por los
cigarrillos. Nos veremos mañana, señor.
-¿Cómo sabes que vendré?
-Ud. no faltará a la cita: ningún hombre puede alterar su sino.
Bajó del auto tratando de sujetar al muchacho. El perro rezongó abriendo el hocico
húmedo y rojo.
La Costanera era a esa hora un largo desfile de automóviles veloces con conductores
cargados de cansancio, dudas y una que otra esperanza. Erick se agregó a la fila de motores
enloquecidos que se desgranaba en calles laterales llenas de "mausoleos" para transeúntes,
con antejardines espaciosos, mangueras, perros bravos, rejas, gatos y empleadas
parlanchinas. Detuvo su Volvo blanco frente a una casa gris. Cortó el agua del regador
automático. Abrió la puerta, besó a su esposa -rito de los cónyuges- y tomó asiento en la
larga mesa cubierta con un blanco y frío mantel de nylon. De la dorada alcuza sacó aceite y
se lo echó a una lechuga tierna. La mordió y se fue a su dormitorio diciendo:
-No tengo hambre.
-Hace días que no comes, Erick. ¿Qué pasa? Ni siquiera has saludado a los niños.
-La fábrica no anda bien: demasiados gastos.
Desnudo se puso a mirar el techo. "Mañana. ¿A que hora se cumplirá el plazo?
¿Cuánto sabrá ese muchacho-duende del parque? Su perro me paraliza. ¿Cómo y para qué
vive un hombre su último día?"
Se levantó ojeroso, cansado; sin ánimo atendió sus negocios. Cerca del atardecer se
encaminó hacia el parque y esperó.
La rubia venía radiante:
-Hola, "Gringo". ¿Cuántas horas te quedan?
-Lo ignoro. Sube.
Volvieron a beber pisco.
-¿Qué harás?
-¿Qué puedo hacer o dejar de hacer? Uno adquiere hábitos que no puede modificar.
Somos gusanos erguidos, monos, si lo prefieres, dueños de un lenguaje incierto. Así voy a
morir, sin saber por qué ni a qué vine a este mundo. Creo haber sido duro, pero solamente
repetía lo que vi hacer a otros desde que yo era niño. A propósito, ¿conoces a ese muchacho
que anda por este parque acompañado de un mastín negro?
-No. ¿Por qué?
-¿Es Estela tu nombre?
-Sí.
-¿Duermes en un hotel de la calle San Pablo?
-¿Por qué has estado haciendo averiguaciones sobre mí?
-Todo me lo dijo el muchacho del perro. Es un niño endemoniado que dice frases
terribles. Su perro tiene un mirar que produce terror. Cuando vuelva a verlos...
-Estás loco, Erick. Dame mis 100 pesos. Si mañana sigues vivo, ven a verme,
seguiré siendo tu confidente. Trabajo en este parque desde que era una niña y jamás he
visto a un niño con un mastín negro y feroz.
Contra su costumbre, Erick tomó la Avenida Santa María. En Pío Nono vio al
muchacho del perro y lo siguió. El niño empezó a correr hacia el cerro San Cristóbal. Por el
camino de autos, perseguido y perseguidor se encumbraron hacia el verde, la luna y las
nubes.

Hice fotografiar el Volvo blanco y los pies de un hombre rubio que colgaban sobre
el camino. Ordené fotografiar esa garganta abierta a dentelladas. Comenté con los hombres
de la Brigada de Homicidios:
-He visto muertos blancos y negros, rojos y azules, verdes y amarillos, morados. La
transparencia de éste es casi vidriosa. ¿Cómo pudo un perro...?
Alguien preguntó:
-¿Dijo perro, inspector?
-Sí. Perro. Aquí están sus pisadas y en esta garganta hay profundas huellas cónicas:
Tienen las arcadas dentarias más estrechas que el hombre y poseen 2 incisivos más. Los
premolares terminan en punta; las huellas del canino inferior se intercalan entre las del
canino y las del tercer incisivo superiores. ¡Miren! Hay huellas erosionadas en esta piel de
pergamino y arañazos alrededor de las mordeduras. Lo que me preocupa son estas pupilas
llenas de asombro doloroso. ¿Cómo será la cara de ese perro de muerte? ¿Qué habrá visto
Erick Simmons?
El recado del Dr. Acuña

"Hace algún tiempo recibí, en sobre cerrado y lacrado este "mensaje". Es brasa y hielo para
mi torturado espíritu.
"A pesar de lo que sobre mí expresa, no he
sido capaz de alterar frase alguna.
Inspector Cortés".
"Desde ayer... no soy lo que era y no puedo saber lo que ahora soy. En el accidente
automovilístico (?) de Alameda y Santa Lucía -que obra en su conocimiento-, mi viejo reloj
se detuvo -Ud. lo vio- a las 16,10, marcando, con inútil exactitud, la data de mi muerte
física...
"¿Qué le pasa, inspector? ¿Le sorprende que sepa, después de muerto, lo que hizo en
mi sitio del suceso? Todavía -como lo prueban sus vacilaciones y titubeos- seguimos
conectados. A usted, un hombre enchapado en humanas aberraciones, errores, misterios y
crímenes, un "milagro" no lo llevará al asombro ni a la locura; por eso ha sido elegido
como el destinatario de este informe de "difunto".
"Mi viejo Chevrolet gris, que me llevara, sin dificultades, durante un cuarto de siglo,
por caminos, ciudades, pueblos y senderos de este país de ensueños largos, no fue
convertido en chatarra por el camión que tan imprevista y velozmente salió desde el hoyo
del "Metro" en construcción: una fuerza, en la que Ud. no cree, hundió el acelerador; la
misma que colocó el microbús al costado derecho de mi vehículo. Hable con el juez;
muéstrele este escrito -si se atreve-y olvídese del chofer. Sé que lo hará. Gracias.
"El informe de mis colegas del Instituto Médico Legal, respecto a las causas de mi
fallecimiento: "Lesiones profundas en el tórax con fractura de las costillas; pulmones
contusionados y dislocados por las puntas de las costillas rotas; corazón fuera de la base de
los grandes vasos; fractura de las columnas vertebral y lumbar. Muerte instantánea", es,
profesionalmente -equivale a humano-, exacto.
"Supongo que está fumando como capitán de barco a la deriva; y que se muerde los
labios: el informe del Instituto está en su cajón, inspector. ¡Cotéjelo con el mío!, sin olvidar
que yo fui el necropsiado. Un perito en Investigaciones Documentales podría decirle que el
dactilógrafo de este "recado" carece de pulso y de emociones. No, no lo hará, porque ya
debe haber observado la uniformidad extrahumana de los tipos. Bien, Cortés: ¿cómo supe
lo que redactaron los doctores Vargas y Tobar?
"Creí que las rápidas escenas del camión, microbús y choque, de acuerdo con mi
humana condición, serían lo último que captarían mis retinas-cerebro: pero, seguí mirando,
oyendo, pensando, recordando.
"Me pareció que ascendía... sin mayor esfuerzo. Me detuve en el aire como si fuera
-trato de ayudarlo a comprender- una ingrávida burbuja celeste, transparente, hecha de tibia
luz murmurante.
"Perdóneme, inspector, el párrafo anterior: es tan difícil escribirle a Ud., duro
hipopótamo de los hechos. Si cuesta vestir, de noche, a una sombra débil: más dificultades
existen al tratar de vestir, con palabras, a una pequeña luz durante un claro día de marzo.
Supongo que, a esta altura del relato Ud. ya comprende que carezco de materia-forma.
"Sentí que el olor de la bencina derramada y mi sangre formaban una extraña
mezcla-aroma, y no prevalecía el derivado de los hidrocarburos. No se sorprenda: mi mente
actual o lo que sea, clasifica de otra manera porque es distinta. En mi actual condición,
débil luz que se apaga, lo que Ud. sigue denominando "olfato" es para mí un simple análisis
de esencia y mi sangre era más importante. Descendí por entre los fierros retorcidos: quería
verme desangrar. Actor y espectador de una escena nueva. Macabra deformación
profesional, si Ud. lo prefiere. Los glóbulos rojos, encadenados por la gravedad, eran un
collar de monedas arreboladas. El ya disminuido chorro arterial había formado un pozo
sobre el pavimento. Una gota de aceite me atravesó sin tocarme, sin abrirme. Comprendí
que era menos que el aire; y dueño de una movilidad inaprehensible: deseo y acto eran y
son instantáneos, inseparables. Confuso -resabio de mi ex humana condición-, volví a
tomar altura. Vi cuando sacaban mi cuerpo de muñeco molido, desarticulado. Mi rostro
duro, achatado, tenía una expresión de "sorpresa dolorosa" que mi memoria no registraba y
comprendí que ya no podía interpretar el pasado, tan reciente, como humano: encontré
falsa mi interpretación fisonómica. Trato de hacerle comprender que habito, así me parece,
en la misma frontera de lo que fui y lo que soy: una línea que no admite trazos... precisos.
"En el furgón -de orden suya- condujeron mi cadáver a la morgue. Se que trató de
impedir mi necropsia. No le doy las gracias: este "muerto" (?) no agradece sentimientos
envueltos en jerarquía oficial: una vieja vanidad suya.
"Me quede "vagando" por los alrededores del lugar del "accidente" en busca de una
explicación: allí había "nacido" a mi nuevo estado y algo podía encontrar. Sin duda, todavía
perdura en mí el oficio. Debí escribir "flotando" o "girando". Es inútil: ningún gerundio
puede servirme para comunicarle a Ud. lo que soy, lo que hacía y lo que buscaba. Una idea
es esencialmente lo opuesto a materia y yo debo ser menos que la huella del último suspiro.
Créame, Cortés, algunas "ideas" son atemporales: existen desde antes que el hombre
aprendiera a medir el tiempo de su muerte, cuando lo que llamamos "cerebro" empezaba a
plasmarse en la comarca azul de la primera lágrima-océano, y seguirán existiendo cuando el
hombres-especie olvide el crimen, el llanto y la congoja.
"Qué le ocurre al viejo investigador de conductas criminales? ¿Le quema el alma
este airecillo del Más Allá? ¿Necesita más pruebas? Trataré de dárselas. Allí, en ese trágico
escenario, los espectadores, conmocionados y conmovidos por mi muerte, ya eran, como
siempre, adelantados aprendices del proprio rol a jugar, que es el motor que mueve
secretamente toda conducta humana. Los interrogantes del espectador, cualquiera que sea,
son: ¿cómo será la mía; cuándo? Inspector, no se estremezca: su cerebro funcionó
profesionalmente al pensar en mi reemplazante, Ud. no le teme, ¿cierto? Sumé emociones:
respiraciones agitadas, pulsos rápidos, secreciones; en lo psíquico los estados de conciencia
pasaban de la pena a una aguda sensibilidad: todos buscaban ver heridas. Hiperestesia,
significando el máximum de sensibilidad total, no pasa de ser una palabra más que no me
sirve para expresarle la penetrabilidad que estoy "viviendo-muriendo". Como médico
examinador policial, de su Brigada de Homicidios, compartimos, profesionalmente, muchas
muertes de extraños: Ud. observaba y concluía. Nos consultábamos. Supongo que lo
recuerda. En miles de sitios del suceso Ud. fue secando la fuente de sus lágrimas: lo supe
ayer...cuando sus manos hábiles tocaron mi cuerpo y su cerebro sólo comparaba heridas.
¿Y ahora, Cortés?
"Perdón, mi mujer, enlutada, acaba de regresar del cementerio y se ha encerrado en
el que fuera nuestro dormitorio. Sé que está llorando. Iré a ver sus lágrimas, a oírlas caer
sobre el limpio piso de madera o en su falda. Mi invisible corazón de esfera anhela
compartir esa pequeña y tibia lluvia silenciosa, íntima, secreta. Será mi despedida.
"Ana, inspector, dejó caer 20 lágrimas y sollozó. Sonó su larga nariz fría y se limpió
ojos y rostro. Contó el dinero sobrante -el funeral fue carísimo- y empezó a juntar mis
cosas, a desarmar mi cama, a empaquetar mis libros. Leí su intencionalidad; Ud., sabe,
ahora, que puedo hacerlo: va a seguir, sin desmayo alguno, preocupada del futuro de
nuestro pequeño hijo. Está arrinconando sus recuerdos entre sus células y tratará de hacer lo
mismo con el niño. Esta es otra de esas "ideas" eternas: el espíritu, poseyendo a la materia,
cumple, inexorablemente, su misión de prolongar las vidas familiares en las mejores
condiciones posibles.
"Vuelvo a disculparme, inspector: una esfera no debería cometer errores; pero Ud.
sabe que fui humano y, al parecer, no podré cortar, así como así, las raíces de la ternura con
mis manos florecidas de apoyo franco, mis voces tibias, el mirar compasivo; esa ternura
donde todavía anida la piedad sensible al dolor ajeno. Me estaba refiriendo a vida-muerte,
un fenómeno complejo, lento-rápido, que los humanos, viviendo como "inmortales",
rehusan analizar. Entre lo vital y lo mortal no cabe ni la sombra de una aguja: la unión es
esencial.
"Los seres, y Ud. lo sabe bien, se dividen en destructores y creadores. En un
principio solamente existían los primeros; pero, desde hace algunos miles de años, lo útil,
lo bello y lo bueno, quedan: son los frutos de los mejores. Y esta es otra de esas ideas reales
eternas. La unidad intermedia -los conceptos del hombre superior- permanece como
patrimonio de la especie y por ese sendero, que es de todos y el mismo, avanzan,
dolorosamente, los vivientes, perdiendo animalidad, sublimándose.
"Mi mujer ha salido a comprar: alimentarse es fundamental para seguir viviendo la
muerte que le queda...
"Humanamente, inspector, hay una muerte funcional, la que Ud. tanto conoce;
después, la tisular. Esta última es camino de locura: Eduardo Brown-Sequard, un colega
francés, del siglo pasado, inyectó sangre en la carótida de un perro decapitado y vio que el
animal ejecutaba movimientos de cara y ojos. Dice: "Me parecieron dirigidos por la
voluntad" . P. Roger y M. Beis practicaron electroshock transcerebrales en cuatro cadáveres
de humanos adultos, frescos, logrando espasmos musculares generalizados en los músculos
de las caras. Crille, en sus ensayos de "resucitabilidad" (1909), demostró la conservación de
los tejidos: piel, miocardio y músculos, horas; los centros respiratorios alrededor de 30
minutos; el centro vasomotor y cardíaco, de 20 a 30 minutos; médula y corteza, de 8 a 10
minutos; centro psíquico, de 6 a 7 minutos. En algunos cadáveres observó una
supervivencia inconsciente de casi 24 horas. Esta es, inspector Cortés, casi toda nuestra
ciencia especializada más allá de la muerte. En los esfuerzos de los 4 investigadores
citados, aparece -lo sé ahora que no soy médico- la agónica supervivencia artificial cuando
las condiciones experimentales obligan a los órganos a funcionar: una especie de memoria
fisiológica sacudida. Pero el elemento fundamental de toda vida-muerte es el espíritu que
aparece como extraanímico y superfísico, ajeno al transitorio "poseedor" que encarna y
separado -al menos en mi caso- de su "prisión" física. Crille se equivocó: las 24 horas no
son inconscientes. En esta "zona", inspector, creo que la causa de la "fuga" obedece a una
inteligencia superior cuyos designios se me escapan. Cuando las agonías son largas y
dolorosas siempre corresponden a aquellos seres que inútilmente tratan de seguir viviendo;
en muchos el temor a la muerte acorta el plazo vital, indicando, me parece -sólo soy un
aprendiz de esfera-, vidas arraigadas en el instinto o en el error. Hasta podría acuñarse una
frase para tertulia de espíritus: dime cómo fue tu muerte y sabré como fue tu vida. Ignoro
por qué no tuve una agonía larga; aunque, entrenado para morir sólo fui sorprendido por lo
"imprevisto del accidente". Me es difícil reacomodarme a esta realidad: ayer fui un hombre.
En un principio, mientras crecía mi comprensión del fenómeno vital, me cuidaba, como
casi todo humano lo hace, para "diferir" el final: locura o insensatez mayor de los vivos. Al
casi entender sus mecanismos -anatomopatólogo, y al fin y al cabo-, me limité a vivir sin
aprensiones y con notable olvido de mi plazo. Comprendo, ahora, que mi conducta no era
común; sin embargo, ella encerraba, para mí, un inapreciable principio lógico de armonía
del espíritu, sin el cual el humano vive y muere atormentado.
"Mi mujer, perdón, mi viuda, acaba de regresar con carne, leche y huevos. Compró
-fuerza del hábito y obnubilación- dos quesillos para mí. ¡Pobrecita!
"En este balance finalístico tengo que decirle que llegué a la policía por vocación
mortífera, de la que era, como todos, ajeno, mientras no comprendí que la vida es en cada
ser rol... escalonado y ascendente. El humano funcionamiento, de acuerdo a su carga
esencial, gatilla, como en los animales, el canto del canario, la fuerza del elefante, el apetito
del chacal; con una diferencia substancial: puede llegar a tener conciencia de lo que
verdaderamente es por el camino de la piedad, justicia y virtud. A la postre todos los que
viven tienen un fin que nadie ignora; es mejor tratar de convertir este planeta verdeazul en
un paraíso cósmico donde el espíritu universal, fragmentado en millones de seres, empiece
a construir la felicidad vital... hay un solo camino: olvidar el egoísmo.
"Mi mujer está hablando, telefónicamente, con mi suegra y le ruega tener al niño
unos días más en esa casa suya. Lo hará.
"El que puso en mí, inspector, una aptitud de muerte, una predestinación que
empezó con insectos y que terminó a su lado, viendo, todos los días, humanos convertidos
en cadáveres por otros humanos -los destructores-, sabía que, finalmente, escribiría este
recado. Creí que llegaría a convertirme en un experto en tanatología y ya ve, Ud., en lo que
he terminado. De niño solía tenderme de espalda y llegaba a la inmovilidad externa-interna
casi absoluta, el "casi" comprende la respiración en el mínimo y ciertas "ideas" que, de uno
u otro modo alteraban mi mente ansiosa de vacuidad total. Ciertos interrogantes sobre el
destino humano suelen ser un buen ejercicio, incluso para Ud. que ha envejecido en la
violencia extrema. ¿Qué busca Ud., inspector? ¿El éxito como pesquisa? ¿No le parece
inútil meta tan corta? ¿O lo agarró el ciego hacer y ya es una máquina? No, no heriré su
sensibilidad; pero, no olvide: mañana el sol tendrá un día más en el tiempo del tiempo y
Ud. un día menos de su tiempo. Para el hombre es mejor la luz del alma generosa.
"Vi a mi esposa, a mi madre y a mi hijo echar puñados de tierra sobre mi tumba y
aquí estoy escribiendo para Ud., a horas de haber sido cristianamente sepultado. Puedo, por
ello, comprender que vida y muerte se separan en otra etapa. ¿Qué más sé ahora que poseo
tan extraña experiencia? Que mi memoria es la suya, que mi cerebro es el suyo, porque la
vida que compartimos tiene un solo sendero; y sé que yo soy un consciente tramo de 24
horas Más Allá.
"Me estoy deshaciendo en el aire. Me apago inspector: ya no veo ni escucho ni
pienso. Me estoy abriendo y moliendo: fulgor de noche en la noche. La región del no-ser-
no tiene puerta, tiene... olvido".

El señor Tarres
De las Memorias del Inspector Cortés

Mi suegro es español de las Islas Baleares y comerciante del Barrio Estación. Llegó
a Chile el año 1920 y se nacionalizó hace más de 30 años. Sólo los domingos y festivos
deja de vender huevos y aceitunas. Nació con el siglo y posee una envidiable salud: con su
nieto más joven, 10 años de edad, suele correr unos 20 metros de la calle Erasmo Escala,
ascender una o dos laderas bajas del cerro San Cristóbal o bogar unos minutos en la laguna
del Parque Cousiño; a veces nadan, juntos, en la piscina de Peñaflor o en la de Colina.
Todos los días lee 4 diarios; en la TV sigue a "Elliot Ness". Sábados y domingos duerme
siestas largas; al levantarse arregla enchufes, poda limoneros o revisa el motor de su Fiat
modelo 1962. En las comidas habla de San Lorenzo, el pueblo de Mallorca donde nació y
donde sigue, afectiva y emocionalmente, viviendo. Toca, en el piano, canciones chilenas,
mexicanas, cubanas, argentinas y venezolanas; con la guitarra se va a Andalucía: coplas y
bulerías. Canta -fue monaguillo en España- largas letanías en las que mezcla mallorquín,
castellano y latín. No le gusta la política partidista y cree en muy pocos curas. Entre los
comerciantes de la Estación Central su palabra vale más que un "t.' s check".
Hace 2 años le dio la gripe asiática y el médico de la familia, A. Waissbluth, le
inyectó antibióticos. El organismo de don Jaime reaccionó mal: 2 meses de fiebres
intermitentes, pérdida del apetito y del sueño. Cuando había perdido la conciencia llamé a
mi amigo, el doctor J. Vargas. Cambió la terramicina por sueros y vitaminas. Durmió. Su
rostro empezó a tomar color de vida. Bebió jugos de frutas y sopas de pollo. En la semana
comió cordero asado. Una noche me llamó a su dormitorio:
-¿Sabes de dónde vengo?
-Sí, de Hong Kong.
-No, gracioso, del cementerio. Desperté a horcajadas sobre el ancho muro amarillo-
blanquizco de la calle Zañartu, allí donde hay una palmera y cipreses; una calle con
muertos en hileras escaladas: algunas cabezas quedan a centímetros de los transeúntes. Era
medianoche o algo así: ni un alma en la plaza ni en la calle. Tú sabes que ese muro,
inspector, no lo escala ni un acróbata. ¿Cómo llegué allí? ¡Contesta, Carlos Cortés!.
-No payasee, suegro. Como convaleciente tiene algunos derechos, pero yo no tuve
su fiebre, tampoco tengo su locura...
-Estoy hablando seriamente, investigador de pacotilla.
Lo miré a los ojos: la escasa luz de la lámpara de velador me impidió verle el
dividido diablillo de sus cristalinos. La voz me pareció angustiada, controlada. Mantenía las
manos quietas y la pequeña cabeza alzada, interrogándome con la expresión general del
rostro.
-Usted me ha tomado por José, el hijo de Jacob, y quiere que le interprete un sueño
vestido de pesadilla, ¿cierto?
-¿Sueño? Todavía me duelen las asentaderas y las piernas: ese muro es ancho:
longitud de cadáveres anichados, cubiertos con ladrillos.
-Está bien. ¿Cuándo ocurrió?
-Yo he perdido, bien lo sabes, la noción del tiempo. Supongo que fue cuando estaba
por "entregarla".
-Referencia inútil. ¿Cómo puedo saber el día?
-¿No se puede controlar el tiempo de la aparición de los dolores musculares?
-Sí. Creo que es posible. Una pregunta de cajón: ¿cuándo empezaron?
-Supongo que cuando ese médico, amigo tuyo, cambió el tratamiento.
-¡Ah! Siete u ocho días. Buena reflexión.
-¿De qué va a servirte?
-De nada. Esta es casi una conversación post mortem.
-¿Qué es eso?
-Después de la muerte. Unos versos del trágico Séneca: aseguraba que después de la
muerte nada hay y que la misma muerte nada es. Es el más ilustre de los suicidas
hispanolatinos.
-Si la muerte nada es ¿qué es la vida? ¿Acaso somos fantasmas?
-Ud., según su historia, ha estado más cerca de esa frontera y debería saberlo.
Adelante, suegro: lo escucho.
-Iba a dejarme caer hacía el lado de las... ánimas, cuando una calavera chica empezó
a gritar: "¿Qué va a hacer? ¡Devuélvase! Aquí se pasa peor que afuera. ¡Váyase!
Reclamé de la recepción diciendo: "Estoy medio muerto". Un vozarrón llegó a mí
desde cerca de la capilla del cementerio: voz ronca, vibrosa, notable acortadora de
distancia: "¡No recibimos muertos a medias! Yo soy el cuidador nocturno de la paz de los
difuntos. Además, Ud. está fuera de horario. ¡Bájese hacia el lado de la calle!".
Luces celestes brotaron desde la tierra, tumbas, árboles. Más que un amanecer era el
florecer de la medianoche. El muro y yo éramos la frontera: la mitad clara, la otra, oscura.
Cientos de cráneos se asomaron desde nichos blancos y grises, miles venían, suspendidos
del aire, desde calles y avenidas. Mitin de calaveras: faroles oscuros, redondos, iluminados
en sus orificios, avanzando hacia mí... Mi ánimo y mi sangre se encabritaron. "¿Qué pasa?"
-preguntó una inconfundible voz de jefe, voz hecha al mando interrogativo. Los muertos,
parece increíble, también están jerarquizados. Alguien contestó: "Señor capitán de los
espíritus, un viviente trata de hacerse pasar por uno de los nuestros. Está en el muro
sureste". La luz celeste cambió a rosada. El capitán de los espíritus me interrogó desde las
sombras, directamente:
-¿Quién eres? ¡Dilo en voz alta porque tu presencia ha despertado a todos... mis
hermanos!
Grité: "Jaime Llinás. Comerciante. 76 años". Creo, lo pienso ahora, que uno
adquiere cierta práctica inconsciente en esto de dar, oralmente, los datos personales. El jefe
de los muertos insistió:
-¿Qué has hecho en tu vida?
-Trabajar. De 7 a 11 años fui a una escuelita de San Lorenzo y ya tejía monederos
de plata; fui peón de chuzo y pala en la construcción de una vía ferroviaria, dinamitero de
rocas, empleado de almacén en Palma de Mallorca. Aquí, obrero y empleado. Economicé.
Mi sudor lo había convertido en monedas de oro. Compro y vendo huevos y aceitunas...
Los difuntos procesionales, incontables, seguían llenando ese enorme escenario rosa
encendido, y metían tanto ruido como los vivos. A ellos se dirigió el jefe al decir:
"Votaremos. Es la primera vez que un vivo-muerto quiere entrar voluntariamente a integrar
nuestras filas. Aquellos que estén de acuerdo con el rechazo apagarán sus luces".
El rosado empezó a perderse. Un negro espeso, silencioso, cubrió a las calaveras.
Cerca de un ciprés un cráneo iluminado dijo: "Me opongo". Agregó: "La votación es un
sistema humano, vital. Los muertos no podemos usarlo... porque nada podemos elegir. Este
hombre o medio hombre o medio cadáver debe decirnos las razones que lo trajeron aquí
antes del plazo".
-Tienes razón, hermano. Habla, Jaime.
-Con los antibióticos perdí el apetito, enflaquecí. Ustedes deben recordar que no se
puede trabajar sin tener la energía necesaria. Además, estoy aburrido de pagar impuestos y
demasiado viejo.
-¿Cómo llegaste a escalar ese muro?
-Sé que cerré los ojos. Entré en una especie de letargo y caí en un pozo de sombra...
Es lo que sé.
-¡Caramba! -exclamó el jefe-. Los mueven fuerzas extrañas a los vivos y a los
muertos. Cavilaremos: el caso es difícil...
-Aquí también trabajamos -dijo una calavera semipelada.
Me dio rabia:
-¿En qué? ¿Cómo? Sólo son sombras, huesos molidos, gusanos, recuerdos.
Una carcajada general, ósea, resonó en el cementerio. Me insultaron.
-¡Cállense, ánimas revolucionarias! Jaime tiene razón: aquí no hay trabajo para los
muertos, sólo le damos duras tareas a los vivos: marmoleros, enterradores, cuidadores y
oficinistas...
-¡Ah!, pero somos fuente de trabajo -retrucó una calavera peluda.
-Sí -siguió el jefe-. Nos gusta ser cargas, seguir unidos a los de nuestra especie, y
cuando alguien quiere unirse a nosotros, nos oponemos. El señor Llinás debe entrar si así lo
quiere.
-¡Qué entre como suicida! -gritó un pequeño clavo redondo.
No me gustó la proposición:
-Regresaré cuando el tiempo se haya cumplido. No creí que se iba a armar alboroto
tan grande. Yo soy propietario de un mausoleo, tengo derecho humano a...
La luz se hizo roja, amenazante. Las cabezas se acercaban con ruidos de huesos
molidos, sueltos. Gritaban:
-¡No queremos muertos adinerados: ocupan demasiado espacio!
-¡Cómprate un cementerio!
-Capitalista de gusanos!
-¡Pobres sí, ricos no!
Desde la calle venía el ruido de un carretón. Volví la cabeza; el conductor detuvo el
caballo frente a mí: era mi amigo Pedro Tarrés, mallorquín, al que habíamos enterrado
hacía 2 años. Me reconoció:
-¿Qué haces allí, Jaime? ¡Bájate! Es mejor del mundo de los vivos.
-Estoy muy alto, Pedro. Si me tiro me puedo quebrar una pierna o un brazo.
-Es cierto. Quédate tranquilo. Espérame.
Azuzó al percherón blanco y subió el carretón panadero a la vereda, poniéndolo
debajo de mi pie izquierdo. Los muertos seguían alborotados: un cirio me pasó cerca de la
cabeza, una corona seca me cayó en el hombro. Salté sobre el techo del carretón. Algo me
produjo un leve dolor en el antebrazo izquierdo. Apoyé los pies en el asiento del conductor
y descendí. Al trote nos dirigimos hacia el oeste. La puerta principal mostraba un
cementerio oscuro, quieto, normal. El trote se convirtió en galope, en vuelo. Tarrés, auriga
en sombra, silencioso, me dejó aquí, en la cama. Al menos así me parece, inspector-yerno.
Miré a mi suegro con simpatía. Al cubrirle los brazos con la colcha noté que tenía,
en el antebrazo izquierdo, una larga cortadura de bordes irregulares, en proceso de
cicatrización:
-¿Cómo se cortó?
-El carretón tenía una lata suelta...
Moví la cabeza. ¿Cómo se entra en zonas extrahumanas? ¿Qué es lo que nos
estremece el alma?
-Las pesadillas, don Jaime, son sólo sueños desagradables. Yo duermo en la pieza
vecina a la suya. Ud. lleva más de 60 días en cama. Su paseo mayor es ir al baño: 3 metros.
De aquí no ha salido, físicamente, al menos. Lo que Ud. tiene es una poderosa imaginación.
-Sí, y un corte en el antebrazo que se te ha atravesado como una espina. ¡Acláralo,
inspector! No es posible vivir normalmente con tales dudas...
-Bien. ¿En que trabajaba el señor Tarrés? ¿Panadería?
-No. Era mi competidor de aceitunas.
-¿Tuvo carretón panadero?
-No, hombre. Usaba automóvil. Era riquísimo.
-Sus respuestas no me ayudan.
-Lo sé. No sé mentir.
-¿Qué ropas tenía Ud., si es que recuerda, arriba del muro?
-No recuerdo.
Revisé todas las ropas de don Jaime. Una camisa blanca tenía manchas de sangre
fresca y un corte irregular en la manga izquierda. Me dolió la cabeza. Unos pantalones
oscuros, muy viejos, tenían, en las asentaderas, fragmentos de pintura amarilla y
blanquizca, y manchas de moho, ladrillo y tierra aceitosa. Tomé dos analgésicos y salí.
En el cementerio, frente a una palmera y 3 cipreses, el muro mostraba unos ladrillos
movidos. En el piso exterior, vereda ancha, existían leves saltaduras hechas, al parecer, por
un pesado cuerpo metálico. La tumba del señor Tarrés tenía la tierra removida, como si
alguien hubiera sido recientemente enterrado o recientemente exhumado...
Mi esencia se negó a seguir investigando: encontrar un carretón panadero con una
lata suelta en el techo y tirado por un percherón blanco hubiere sido más de lo que puede
soportar un hombre que se gana la vida pesquisando homicidios simples, crímenes
pasionales, asesinatos más o menos perfectos, pero humanos. A mi suegro le dije
-En cualquier cementerio son más las tumbas de los pobres; hay más nichos que
mausoleos. Se mantienen las mismas diferencias socio-económicas de aquí...
-¿Estuve o no en el muro?
-No lo sé. Un humano movió los ladrillos del lugar señalado por Ud. Tal vez un
pintor o un albañil.
-¡La vereda! ¿Qué encontraste con tu famosa lupa?
-El cemento estaba saltado: algún vehículo de mano, una carretilla cargada de arena
o ripio, por ejemplo, pudo producir esos rastros.
-Gracias. Háblame de la tumba de Tarrés.
Tragué saliva espesa. Bebí agua. Encendí un cigarrillo. Tosí. No alcancé a abrir la
boca:
-Gracias, yerno. No te preocupes: has sido elocuentísimo. Hay algo que no te he
dicho: Tarrés, el caballo y el carretón, desaparecieron frente a la abierta ventana de esta
casa, la que da a este dormitorio. Todavía hay geranios de tallos rotos y césped aplastado...
Mis sandalias... tienen briznas... Yo jamás he pisado, conscientemente, ese antejardín...
Se sonó, la pequeña y recta nariz, usando un viejo pañuelo de colores que guardó,
muy dobladito, en el bolsillo superior de su pijama verde. Carraspeó, agregando:
-Tú y yo sabemos, ahora, que la muerte es un fenómeno extraño, desconcertante,
gemelo de la vida misteriosa, insondable. Ambas nacieron de un mismo y eterno parto...

El visitante de los arreboles

De las Memorias del Inspector Cortés.


La tarde del domingo 12 de diciembre último el sol, pintor herido, al recoger sus
brochas planetarias, arreboló las nubes de su -para nosotros- muerte aparente, sumergida:
tibia tela de luz ensangrentada para vestir cardenales mitrados, en fuga, encendidos;
moradas flechas circulares oscureciendo el plumaje de los pájaros, enmudeciendo gargantas
infantiles, cantos. Hasta en el pavimento de la calle Erasmo Escala, donde moro, caía la
extraña y tenue luz: robles y acacias esquineros mostraban temblorosas hojas de ágata.
No lo vi venir, pero oí el ruido sordo de una contera golpeando, acompasadamente,
las baldosas de la vereda. Detrás de la punta metálica ojotas grises, viejas, gastadísimas,
unidas por correas negras sobre empeines y talones desnudos, blancos, flacos, arrugados.
Alcé la mirada: pantalones claros, sucios, remendados sobre las rodillas; un paletó de lana
gris; camisa púrpura, abierta. Rostro de vela larga, endurecido, con lágrimas suspendidas.
Cabellos espesos, rizados, oscuros, alcanzaban su espalda de arco viejo. Venía, espectro
débil, desde el oeste rojo, apoyándose en la reja del antejardín y bailando una ebriedad de
viento alto, de hoja antigua y seca, vaga. Destrozó un geranio y se clavó las espinas de un
rosal al tratar de mantenerse de pie. Cayó como una hoja de palma, como un pañuelo gris.
Lo ayudé a levantarse sujetándole, dándole peso a su ingravidez de burbuja oscura. Nos
detuvimos en la escalinata del edificio donde vivo; encuclillado terminó sentándose en la
tercera grada. Las hojas de una enredadera le formaron un trono oloroso, decorado por
flores azules. Dos abejas zumbonas revoloteaban cerca de su larga y delgada nariz aguileña.
Olía a baúl viejo recién abierto, a caminos polvorientos y olvidados. Mostrando largos
dientes amarillos, separados y una sonrisa-mueca ósea, empezó a cabecear sujetándose de
las espadas inútiles de la reja. Parecía dormir, en lámina pretérita, el sueño-muerte de la
especie. Seguí regando limoneros, hortensias; malvas altas, bailarinas, con mariposas
blancas, de vuelos arraigados; achiras anaranjadas. "¡Qué viejo es! ¿Quién será? ¿De dónde
habrá venido?" Descarté la ebriedad: el olor del vino siempre es nuevo. En mi mano
derecha, hiriendo mi cerebro, una sensación de pluma tibia me llevaba por otras rutas: un
espíritu vestido de piel, huesos formales y andrajos. Visión para un domingo de soledad.
Dejé el chorro de agua sobre la tierra que rodea el tronco de una acacia extranjera y
encendí un cigarrillo. Una voz de campana sorda rebotó en la calle desierta y en mis
tímpanos; voz con tonos de muerte cercana, de vida vieja:
-Deme un cigarrillo, señor. Es un vicio nuevo en mí: aún no tiene cuatrocientos años
y excita mi gastadísimo sistema nervioso o los restos que de él me quedan; provoca un
aumento de mis escasas secreciones glandulares y contrae mis casi inirrigados vasos
sanguíneos.
Le di lo que pedía. La llama de mi encendedor no era firme. No pude dejar de mirar
sus ojos hundidos, casi cuencas.
-Gracias. Voy a desmalezar su jardín.
Apenas pude decir:
-Está oscureciendo: en minutos más no serán visibles. Usted está muy débil: es casi
una... sombra...
-Maleza que yo toco, señor, se desraíza.
Por encima de la reja empezaron a caer, sobre la vereda, matas de yuyo. Gritó:
-¡Deme una podadora!
Sentí los "clicks". Su voz decía: "Este limonero se está muriendo. Está herido en la
corteza y en la albura. Sanará porque es nuevo, apenas ocho años: un segundo para un
cítrico.
Lo vi correrse hacia el naranjo mandarino y oí caer ramas secas:
-Este árbol, señor, fue traído del Paraguay.
Salió. Me entregó la herramienta. Se lavó las manos en el chorro. Le di otro
cigarrillo y aventuré una pregunta, porque conocía muy bien la historia del árbol que cubre
parte de la ventana de mi escritorio:
-¿Por qué cree Ud. que el mandarino es paraguayo?
-Es casi un arbusto. No ha podido crecer porque aquí recibe poca agua y escaso sol.
Su follaje es abierto y bajo; las ramas básicas nacen a menos de una cuarta del pequeño
tronco; los frutos vienen exiguos. En zonas de ríos grandes y tierras cálidas o de aguas
medicinales, como las del Ypané, se desarrollan esplendorosamente. Por el río Paraguay,
que se une al Paraná, los incontables lanchones con mandarinas apiladas, mástiles frutales,
tiñen el agua de arreboles olorosos: la luz solar poniente vive entre cáscaras, zumos, gajos...
-No ha contestado.
-¡No! Déjeme soñar, recordando en voz alta, el desfile fluvial de la luz perfumada.
Si la mandarina tuviera el pericarpio delgado de la uva sería el mayor milagro vegetal. En
mi memoria sigue viviendo una larga herida suave, olorosa. Paso el río Paraná y todo es
agua, luz, paz: la comarca mundial del citrus. El perfume del azahar es el dueño de las
provincias; sólo en Tánger o en Valencia del Cid se puede ver y oler algo semejante. Antes,
demasiados siglos, ese aroma era romano, griego...
-Lo traje, señor, de San Vicente de Tagua Tagua.
-Sí. No me haga caso. Yo hablaba de otros tiempos, de orígenes, de árboles sagrados...

LA REVELACIÓN.

-¿Qué hace Ud., señor, en este mundo? Es irreal como las pesadillas.
-Testifico sobre espíritu y destino del hombre.
-Desmalezó y podó como un maestro. Permítame obsequiarle este billete.
Su risa de huesos saltó a la vereda como un guijarro, rebotó en la pared del frente,
aquietándose en la lejanía. Se puso de pie. Creí que iba a volar, dijo:
-Trabajo gratis. Ojalá tuviera problemas económicos, de espacio o tiempo,
ambiciones, vanidades, algo, cualquier cosa.
-Perdón. ¿De qué vive?
-De una orden inexorable. Hace veinte siglos fui zapatero en Jerusalén.
-¿Qué hace aquí?
-Converso con Ud., experto en muerte.
-Sólo soy pesquisa de asesinatos.
-Lo sé, inspector Cortés. ¿Qué sabe de la muerte? Su trabajo se parece al del
legendario rey de Corinto, Sísifo: la piedra vuelve a rodar.
Me entregué: mi interlocutor tenía la parte brillante y eterna de la razón. Dije:
-Sólo conozco rostros de muertos, actitudes póstumas, procesos fisiológicos casi
rituales. La muerte es sí escapa a la humana comprensión. Alguien escribió: "La muerte a
cada paso diferida". ¿Cuál es el paso? ¿Quién difiere? ¿Cómo? ¿Por qué? Por estas
interrogantes la muerte es el principio del conocimiento y la madre religiosa del humano.
Como el hombre jamás ha sido inmortal no creo en balas ciegas ni en cuchilladas sin
destino.
-¿No se acorta el plazo?
-¿Cuál?
-El de los suicidas, por ejemplo; a los que tanto envidio. No todo humano es mortal,
inspector. Cuando esa maravillosa condición se pierde, uno busca la muerte con
desesperación de amante enloquecido. La paz del espíritu, la única que existe, es más que
una palabra: es la razón de la vida. No hay paz sin muerte, salvo que el hombre alcance una
vida espiritual simple, perfecta.
-¿Quién es Ud.?
-El que negó el descanso.
-¿A quién?
-Al aparentemente vencido. Quería congraciarme con los poderosos ocasionales,
transitorios. En ese tiempo yo tasaba al hombre por riquezas y poder terrenos.
-Es un error común. No me parece una gran falta.
-No, pero he sido un gran ejemplo: conmigo ha florecido la piedad. Ahora, en el
fondo del hombre, la muerte vive entre el temor y la esperanza. El temor es conciencia en
desarrollo y la esperanza del limpio interno se parece a la gracia.
Volvió a sentarse en la tercera grada. Hice lo mismo. Volvimos a fumar. El aire se
llenó de voces latinas, hebreas, griegas, nacidas del murmullo viejo de una muchedumbre
airada, distante. Pasos y el ruido sordo de un largo madero arrastrado sobre piedras
milenarias. Llantos, risas. Empecé a temblar. La voz de mi interlocutor llegó a mí llena de
angustia, enlutecida:
-¿Le teme a la muerte?
-Sí. Quisiera entender un poco más lo que ocurre con mi espíritu y creo saber que
para lograrlo necesito algún tiempo o un milagro. Poco a poco, señor, me he ido centrando,
paradojalmente, en un vivir abierto, humano. Ya no me asombro ni juzgo.
-Sigue una buena ruta, inspector. No necesita consejos. ¿La sacó de libros?
-Eso que Ud. llama "libros" es el hombre y su vieja tortura de conocer lo que es. El
humano nace con el don de buscar su verdad-especie: el rol que todos jugamos en este
planeta verde-azul. Usted debe conocerla porque es demasiado viejo. ¡Hable!
-Espero morir: estoy cansado. Ya no puedo con el peso de mi memoria: dos
milenios es una condena incomprensible... para mortales.
-Hable, amigo mío, de la muerte. ¿Qué es?
-Obviamente justa. Conozco sus pasos silentes, su murmullo íntimo de apagadora de
almas. La carne, ¡oh bendición!, empieza a descomponerse. El hombre de la cruz me miró
con ojos de agua y cielo: lágrimas eternas; la muerte, que iba a su lado, se acercó a mí y se
quedó conmigo. La condena no fue sólo a no morir y a vagar por el mundo, también fue la
de entender la parte más bella de la vida: morir es como entrar en un lago de luz, es
deshacerse en el aire. Conozco las orillas de ese lago y los bordes de las burbujas
luminosas. La muerte y yo somos, desde ese día, inseparables. Cegadora ciega, sabe que no
puede morir ni matarme. A veces yo mismo soy su guadaña. Sé que nadie puede juzgar lo
que El juzgó; que soy el símbolo evitado por los mejores hombres; el muro del más allá.
Gracias, inspector: Ud. me permitió el descanso que yo negué. Usted no ve mi cruz ni mi
corona de espinas ni mis pies ni mis manos heridos. Aquí está el camino y la noche eternos.
Cuando vuelva a ver arreboles sangrantes y bajos sabrá que sigo agonizando y vagando
cerca de Ud. y de todo humano.
-¿Siempre se deja ver?
-No. Mi rostro es visible para aquellos que van a la ruta interior. Se necesitan ojos
entrenados en gusanos y estrellas, en raíces desnudas y carnes ateridas, flageladas, y
muecas rígidas. Mis espectadores, escasísimos, no pueden tener el ánimo turbado porque
deben testificar, cada cierto tiempo, sobre mi existencia.
Puso, al pasar, su mano derecha sobre mi hombro izquierdo. Sentí removerse mis
huesos y el alboroto de mi sangre. Sombra en la sombra sus pasos pisaron todo el luto de la
noche nueva. Le dije, cerrando los ojos:
-Adiós, amigo Ahasvero.
El viento hizo orar a las hojas de los árboles. ¿El viento?

La nube partida

A los 44 años de edad me he olvidado de mirar al cielo; sólo lo miro cuando la


lluvia lo oscurece y lo pone, húmedo, al alcance de mis manos.
Vivo, de mala gana, en rincones oscuros, en orillas de muy pocos caminos: hacia
adentro, solo.
No uso reloj, ¿para qué? Mi ya larga permanencia entre humanos me permite saber
la hora con los ojos cerrados, porque siempre hay indicios: gritos, chirridos, pitazos,
sirenas, campanillas, graznidos, que van marcando los horarios de los vivientes. Si abro los
ojos puedo decir el día de la semana que, según mi especie, estamos viviendo (?).
He abandonado la vieja cama de mis pesadillas, de mis vigilias largas: les pondré
fin. Sólo me gustan dos formas: colgarme de un sauce seco, crujiente, para llegar a ser un
péndulo de 80 kilos, o saltar al vacío desde una roca áspera, de montaña: volar para
estrellar, al fin, todo mi miedo y lo que llamamos hastío. Hoy mismo iré a los lugares que
he elegido. No se encamina el hombre inconscientemente a la muerte: los restos de mi
estética ordenarán mis últimos pasos.
Este Cerro Barón, mirador viejo, que me permitió, durante años, conocer los vientos
invisibles y las cotidianas victorias del alba sobre los rincones; que hasta me enseñó a
descifrar arreboles, sería un buen lugar para morir; pero, no soy porteño aunque conozca el
embrujo del mar-cielo, el óleo azul-verdoso de las estelas, velámenes grávidos, faros
guiñadores, pescadores anfibios y gaviotas acostumbradas a posar para fotógrafos y
pintores. El sitio está en Santiago: una vuelta del río para el sauce, y, muy cerca, en los
contrafuertes de la cordillera, la roca; tengo que elegir entre agua y viento, péndulo o pájaro
breve. Hacia allá voy descendiendo el Barón con pena leve, sin atreverme a volver la
cabeza: alguna torre, una cornisa, un balcón orejero de calle estrecha o una esquina alada,
decorada por nubes bajas. Podría ser anzuelo, ancla o caleta para malvivir un tiempo más.
No, prefiero bajar hacia las aguas: despedirme de todo en Muelle Prat. Nadie que ame al
mar lo deja como a una amante.
Me he puesto una camisa rosada, comprada en Buenos Aires, porque para mí tiene
aroma de cafés, charlas de H. Manzi, caminatas por Paseo de Julio, frío, silbidos lejanos y
algo de la lluvia de Dársena Sur. Pantalones lilas, irlandeses, dublineses: con ellos me
abrigué en esa comarca de los fantasmas, del alcohol dialogado, de la fe casi perdida;
blandos zapatos españoles, color amaranto, que conmigo pisaron la Gran Vía, calle de la
flor baja, y una elegante chaqueta azul, puntarenense, con botones dorados, que llevo
colgada al brazo. Es tenida de muerte: lo mejor que recogí en mi vida. También llevo un
pañuelo de seda amarilla, con pintas de añil, cruzado sobre el cuello: es el regalo de una
inglesa que vive en mí como un espectro rubio, todavía obsesionante. Creo que parezco un
pájaro tropical. Vestirse para morir no es lo mismo que vestirse para vivir: cada prenda pesa
por los recuerdos. Esta es la misma ropa con la que salía a vagar mi soledad, para atravesar
el puente sobre el río Aconcagua, en Concón; para echarme en la arena a mirar garzas
blancas, a llorar tristezas. Un hombre, vestido o desnudo, no pasa de ser una flecha
disparada desde la vida a la muerte; el arquero, certerísimo, prodigioso, cruel, jamás ha
errado un tiro. En el vuelo, siempre trágico, cualquiera que sea la distancia en años, hay
demasiada pena y solo gotas de alegría.
Sí, es domingo y primavera. Todo está cerrado, menos las fuentes de soda, bares,
restaurantes y pequeños negocios de chucherías para turistas. En los bolsillos llevo billetes
y monedas: algo voy a gastar diciéndole adiós a los mariscos, al vino tinto, a los postres de
piña. Sé que me sobrará dinero, es que deseo ser un cadáver adinerado: alguien, el que me
encuentre, puede tener el valor de trajinarme y hurtarme: algo así como premiar la piedad o
la osadía, ambas.
Me pego a la Costanera porque el viento del oeste, rizador menor, viene formando
olas suaves, pequeñas. Hincho mis pulmones y demoro el paso: una dirección de muerte no
tiene apuro. Los boteros vocean: "¡Al mar! ¿Una vuelta a la bahía, patrón?" Aún no los veo
y me los imagino de pie en las lanchas, mirando a la muchedumbre dominguera;
vendiéndoles un poco de mar. Allí llego, allí estoy. Soy uno más entre tantos: un futuro
suicida que también anhela ser balanceado por las olas: cuna oceánica llena de reflejos
luminosos, espesa, tibia, vocinglera, donde dicen que nació la vida.
Un hombre con gorra se acerca diciéndome:
-¿Una foto?
Baja la voz para murmurar en mis oídos:
-Tengo una botella de whisky escocés y una de ron jamaiquino.
Pago dos pesos y salto al vientre húmedo y oscuro de una lancha. Me siento en proa
y hundo las manos en el mar: es un adiós secreto, íntimo: ningún futuro suicida grita: "¡En
horas me mataré!" Al contrario: algo de solemnidad, extraña en mí, patina mis actos.
Un niño, vestido de marinero, me aturde con su pito. Una gorda joven devora un
sandwich de jamón. En los rostros hay alegría, esa que yo perdí en un recodo de piel
rosada, extranjera. Casi todos mis compañeros de lancha están empezando a vivir o en la
mitad del tiempo vital: esperan y sueñan, hablan emocionalmente, directamente.
En la lancha ha aparecido una cabellera roja y mis recuerdos se van a Ginebra, al río
Ródano que cruza el lago Leman, un hotel viejo y senos pequeños. Esta calorina, acabo de
verle el rostro, es joven, bellísima: disimuladamente me fotografía. Sonrío. Sus ojos le
dicen a los míos que el encuentro le ha sido grato. Debo tener cara de cadáver próximo: un
ser y no ser extraño, confuso, notorio para un coleccionista de rostros aberrados o para
alguien muy sensible a pérdidas insignificantes. Se acerca para pedirme fósforos. Le
enciendo el cigarrillo cubriendo con mis manos la llama débil. Tiene los iris pardos como
los míos. Viste bien; sus voz es grata, cultivada:
-¿Porteño? Sólo los de aquí saben encender fósforos a pesar del viento.
-No. Soy santiaguino. Nací en la maternidad del Hospital San Borja.
-Curioso: nací en esa avenida: Alameda, al final, cerca de Matucana.
Ya estábamos ligados por las voces, por el azar; antes lo habían hecho las pupilas:
adelantadas del juicio; con anterioridad, los sexos que, a veces, se integran. ¡Pobrecita!
Hace cálculos sentimentales con los gastados y renovados mecanismos de la especie: una
ley natural que para mí ya no existe. Me pregunta si conozco Valparaíso. Contesto
moviendo afirmativamente la cabeza.
"¡Valparaíso! Una tía aristocrática me enseñó a gatear en la subida Castillo del
Cerro Cordillera: caminé afirmándome en azucenas y geranios. A los 15 años, disfrazado
de Pierrot, me rechazó una Colombina, flaca y trenzuda, en plena Plaza Victoria. En un
barco de la Sudamericana embarqué, antes de los veinte, rumbo a Estados Unidos, y me fui
orillando puertos del Pacífico que todavía viven en mí: Tocopilla, Buenaventura: prostitutas
morenas, querendonas; niños ventrudos que desconocían las manzanas rojas. En un barco
italiano regresé de Europa: esa noche me desvelé haciendo un mapa mental del puerto; en
la madrugada, entre la bruma, apareció el edificio, casi barco, de la Aduana y las puntas de
40 cerros. Con un pintor, "El Negro Valenzuela", profesor de paisajes secretos, lo
recorríamos desde Cerro Placeres hasta Playa Ancha: él buscando la luz; yo, hembras
jóvenes. Siempre terminábamos las correrías bebiendo vino blanco en "El Roland". De
madrugada, bailando cuecas en lo alto de calle Clave, vi tamborear a más de una estrella;
algunos ebrios usaron de pañuelos los cuernos de la luna. Con los pescadores de la caleta
"El Membrillo" aprendí a silenciarme a la espera del alba chilena y tardía: blanca gata
montesa ronroneando y arañando sombras..."
La miré: mi compañera me dio la sensación de haber oído mi monólogo sobre el
puerto.
El niño del pito descubrió un submarino y agitó los brazos hacia la quieta ballena de
acero oscuro. Proas cabeceadoras, siesteras, invitando a cerrar los párpados; lanchones de
maderas hinchadas y podridas; cuevas murmuradoras, y el viento, permanentista
incansable, encrespando olas, ensortijando espuma. De regreso al muelle ella era Ana y yo
Andrés. En un barquinazo la tomé de la cintura: palpitaba, transmitía un mensaje de deseos.
Dejé las manos sobre su talle y su cabello, de cobre oloroso, me hizo cosquillas en la barba
y la nariz. Olía a almendras, a leche fresca y lo sabía. Sé quedó pegada a mí como una
pluma tibia, larga, elocuente.
-¡Mira! ¡Esa nube del norte, Andrés, está sola en el medio de ese enorme cielo
cóncavo! ¿Adónde irá?
Miré. ¡Dios mío, cuántos años sin mirar hacia arriba! Me dolieron los ojos con la
luz. La delgada y blanca nube se abría en dos como si un cuchillo invisible, celeste, mágico,
alado, la estuviera dividiendo:
-No está sola: ya tiene compañía.
-¡No! ¡Mírala bien!
Las dos mitades se habían confundido. He dejado de creer en signos misteriosos.
Nos sentamos. Ana puso su mano blanca entre las mías. Encendí un cigarrillo y volví a
mirar las aguas que nunca más vería. Sabía que la mirada de Ana estaba clavada en mi
cuello, en mi piel, en una angustia nueva, recién nacida. Irritado, dije:
-Tomaré el expreso de mediodía.
-¿Por qué, Andrés?
-Tengo miedo... de ti.
-No voy a devorarte. Acabo de llegar de Santiago y me gustaría pasar mis cortas
vacaciones contigo. ¿Qué vas a hacer a la capital?
¿Qué se dice? ¿Voy a suicidarme? Callé.
La ayudé a desembarcar. Un fotógrafo nos detuvo algunos minutos. Miré la foto:
una pareja más tomada del brazo. Ana era una cabeza más baja que yo y la tenía inclinada
sobre mi hombro derecho: apoyaba su cabellera roja sobre mi chaqueta azul. Pagué.
Toda fotografía detiene el tiempo, y es bastante: un rectángulo de luz surtidor de
recuerdos. Las fotos se pueden poner unas sobre otras; también pueden ser barajadas como
naipes, al azar y uno puede verse, en segundos, viejo, joven, triste o esperanzado. Esa era la
última para mí: las que tomaría el fotógrafo policial serían de otra clase: ajenas, de
pesquisa, para archivos criminalísticos.
El humano es un desconocido que ni siquiera controla el lenguaje, dije:
-Dejaré pasar el expreso. Ven, almorzaremos aquí mismo. Desde ese restaurante se
ve el mar.
Agradecida me besó: seguía oliendo a almendras; de nuevo me hizo sonreír su
cabello eléctrico, encendido.
Leyó el menú y pidió caldillo de congrio y congrio frito; preferí ostiones y jaibas.
Bebimos vino blanco; saboreamos piñas: seguía despidiéndome.
Ana era una abogada que, como yo, no creía en el derecho escrito ni en la justicia
imposible de definir. Inexplicablemente se mantenía soltera. Pregunté disparando un dardo
frío, acerado:
-¿Qué pasa con los hombres y tú?
-¿Hombres? Jamás he pensado en ese plural. Buscaba uno y lo encontré...
Miré sus ojos de cielo de invierno, de lluvia limpia y cercana. La voz me salió baja,
visceral:
-Esperaste demasiado tiempo para equivocarte. Soy sólo una sombra llamada
Andrés. Una sombra que está pasando por tu lado...
-Venías por la Costanera y te presentí: me había negado a embarcarme en otras
lanchas. Subí a esperarte. Te vi desde lejos, gracias a tu camisa rosada. Tu marcha era lenta,
de fuga interna. Entraste al muelle mirando horizontes cortos: el mar a tus pies y el viento
en tu cara. Saltaste a la lancha como niño criado entre espumas y marejadas. No me viste.
Durante minutos estuviste de pie, siguiendo, inconscientemente, el vaivén de las aguas.
Jamás había visto a un hombre tan lejos y tan cerca de mí. Te conozco, Andrés: tú eres el
de mis peinados, el que alisó mi piel en la espera, el de la voz no oída; ahora me he limitado
a llenar mis ensueños con tus facciones, con tu estatura; al fin le he puesto cabellos, ojos,
boca, hombros y manos a mi espectro...
-Sólo eres una solterona con ganas de hacer el amor. Nada más.
-¿Sí? Vienes de la soledad, de la sombra, del insomnio, del dolor.
Se soltó el cabello y el sol laminó el mismo rojo de mis atardeceres. Acercó su
rostro al mío susurrando como una bruja:
-No huyas de la vida...
Boceté una mueca bañada en lágrimas, casi un rictus.
-No tengas miedo, Andrés, para que me quites el mío. Tus manos hablaron en mi
cintura; tu respiración todavía tiene ansias...
-Es que voy a ....
-Dame la tarde, es lo único que pido.
Descendimos del restaurante y caminamos hacia su pequeño automóvil:
-Yo guiaré, Ana, si no temes.
-No. Hazlo. Llévame, si lo deseas, al infierno.
En Concón jugamos con el agua del río y con la arena. En una pequeña isla fluvial
nos tendimos a ver el curso del sol. Ella, de espalda, era un cántaro abierto, tibio, anhelante,
que empezó a sangrar. A mis oídos llegaron monosílabos largos, desconocidos. Sus brazos
ocuparon, en mi cuello, el lugar del pañuelo amarillo. Estuve, sin tiempo, besándola más
allá de la puesta del sol. Nos dormimos con el mismo cansancio de los primitivos habitantes
de este mundo.
-Tengo frío, Andrés. Me vestiré.
En mis brazos cruzó el río, la noche, el amor, lo desconocido.

Estoy escribiendo de prisa: hoy iremos, con Andrés, al muelle Prat: cumple su
primer aniversario en esta tierra. Anita lo vistió con un trajecito azul que yo viera, por
primera vez, a un aprendiz de marinero de cabellos rojos. Tiene los ojos pardos y un andar
vacilante, de ebrio estrellado. Más de una vez lo hemos sorprendido mirando el cielo, como
si buscara una blanca y antigua nube dividida...

Los gerentes del miedo

Una voz áspera, deformada por un largo oficio, ordenó, en tono parejo:
-¡Véndenlo!
Quería mantener su rostro blanco -facciones normales, europeas- al margen del
"interrogatorio": ser sólo, para el detenido, la voz que ordena. Un imposible: la relación
interna-externa del hombre es indestructible hasta para los ciegos de nacimiento.
Quería cubrir su inseguridad: todos los policías saben cómo se inicia un
"interrogatorio": ninguno puede vaticinar las alternativas ni el fin. Exito y fracaso suelen
girar alrededor del fallecimiento del "interrogado", lesiones graves, proceso y condena de
policías. En todos los casos nacen fantasmas concienciales: unos "enanos" traviesos que
repiten voces, que exhiben "diapositivas" en proyecciones íntimas, retrospectivas,
endurecidas por el tiempo; que arrugan facciones jóvenes, que encanecen prematuramente
el cabello de los parietales; provocan olvidos, tartamudeos, fuga de ideas, insomnios,
temblores pulsátiles, pesadillas.
Sin embargo, de uno u otro modo, los humanos se interrogan entre sí desde hace
largos y dolorosos milenios. Parece ser una necesidad social que siempre está negando el
progreso de la especie. Alguien, investido de autoridad, pregunta; los "sospechosos"
contestan.
En estos países nuestros, los de América Latina, miles de "sospechosos" se han
convertido en autoridades y miles de autoridades han pasado a ser "sospechosos". El juego
rojo se repite y todos juegan al desquite.
Casi toda autoridad, más o menos legítima, es un humano con ansia de poder. Todo
humano tiene miedo -residuo y anticipación de muerte-. Lo que anima a los contendientes
en los "interrogatorios" es: los que quieren el poder o más poder y los que no quieren
perderlo ni perder la vida. En escala menor: la integridad física; más abajo: los bienes mal
avenidos. En interrogatorios propiamente tales lo que se busca es la razón de una conducta
criminal para alcanzar una gran meta humana: la prevención del delito por el real
conocimiento de sus causas (motivaciones).
Dos manos rozaron, desde atrás, las orejas del detenido. Un paño negro y largo lo
privó, en segundos, de la vista.
-¡Siéntate, "Tucho"!
El gordo y bajo cincuentón -principal sospechoso del asesinato de Demetrio Amar
Abedrapo- palpó hacia los lados y ocupó una silla alta. Sus piernas cortas quedaron
colgando. La silla había sido mandada a hacer, a su medida, por el desaparecido gigante
árabe: un metro y noventa centímetros.
-¿Fuiste carnicero?
-Sí, señor.
La voz del interrogado sonó hueca, inconsistente: voz de hombre desorientado,
afligido, en lucha con lo desconocido, tratando de sobrevivir; de orientarse vendado,
sentado, asustado.
-No se despresa a un hombre vivo como si fuera una res muerta.
La silla rechinó porque "El Tucho" -100 kilos- se había movido.
¿Dónde golpeó esa frase y cómo para alterar un sistema nervioso central curtido en
durísimas sensopercepciones? ¿Qué se puede decir apremiado por voces hondas y por el
tiempo? Los humanos creen que en "interrogatorios" policiales preguntas y respuestas
deben tener la velocidad de un partido de pim-pom. No cabe la reflexión: hay peligro en la
demora; mayor peligro hay en lo que se puede decir urgido por las circunstancias. La
facultad de conocer, de comprender la esencia de los fenómenos de culpabilidad y sus
humanas manifestaciones, todavía está en las zonas oscuras de la investigación científica.
Una intuición de verdad basta. El razonamiento sigue esperando. "El Tucho" fue
directamente a lo suyo, a lo elemental:
-Yo no lo hice, señor.
-¿Quién, entonces? Tú eres el que se beneficiará, teóricamente, con esa muerte. El
único con valor y oficio de carnicero macabro. ¿Usaste sierra o serrucho? Hay demasiada
sangre en esta trastienda: ese cadáver enorme se desangró totalmente porque aquí fue
descuartizado.
En la posición de negar, todo hombre se mantiene hasta que la mente, enjuiciadora
global, abre caminos conductuales:
-No he asesinado a nadie.
El olvido de la coletilla, "señor", no pasó por alto. Una "sonrisa" de refrigerador
señaló la omisión: la confianza amenazaba derrumbarse. Había que insistir certeramente,
lógicamente, en el blanco que abrían las verdades criminalísticas establecidas por los
técnicos del Laboratorio de Policía Científica:
-En tus ropas se encontraron salpicaduras de sangre humana: eran del mismo grupo
sanguíneo que la del "Turco". Necesariamente tuviste que estar muy cerca de esa viva
fuente roja. En el mismo tiempo de la rotura de los vasos: no antes ni después. ¡Amárrenlo
a la silla!
Cuatro manos ágiles lo inmovilizaron con cordeles y nudos firmes.
-Tengo que regresar a la cárcel. Ya es tarde. Usted conoce los reglamentos
carcelarios. Ud. dijo que me regresaría al penal antes del cierre. Es tarde: ha oscurecido.
Repeticiones: la mente del "Tucho" había entrado en el baile del terror. Una sola
idea instintiva, recuerdos favorables, desorden. El comisario sonrió abiertamente, fría,
controladamente. Casi una morisqueta. Un detective joven dejó oír su risa de miedo propio.
-¿A la cárcel? Vives entre errores. Aquí nadie sabe lo que pasará. El tiempo carece
de valor. Para ti ha oscurecido y no sólo por la venda: tu alma está negra, anochecida.
Alberto Hipómenes Caldera García, alias "El Tucho", tragó saliva. 4 pares de ojos lo
vieron, 8 oídos escucharon el paso de la saliva desde la faringe al esófago, para decir, por
última vez:
-No he asesinado a nadie. Hagan lo que quieran.
-Eres vulnerable, "Tuchito", como todo hombre. Dentro de ti está creciendo el
miedo y nosotros haremos que te inunde, que te ahogue. Tú mismo lo sentirás salir por
todos tus poros...
-Estoy siendo procesado por un tribunal. Un Ministro en Visita lleva mi caso.
-¿Tu caso? Un proceso sin cadáver caratulado "Presunta desgracia".
La voz del comisario se hizo metálica al agregar:
-Es el caso de un árabe... amigo tuyo; y queremos cambiar tan vaga denominación
procesal por la de "Homicidio calificado". Tú nos entregarás ese cadáver o los restos. Este
es el nudo rojo que de cualquier manera desataremos.
Unos ojos claros, acerados, estaban clavados en él, a la caza de los más leves
movimientos fisiológicos de la angustia. Las voces "cadáver" y "restos" fueron martilladas.
La frase "nudo rojo" fue pronunciada con énfasis de sentencia.
El comisario hizo una seña extraña: movió la mano derecha como dándole vuelta a
una manivela invisible.
Desde un maletín negro las manos de un inspector largurucho sacaron un magneto
pequeño: generador de corriente eléctrica con imanes permanentes y un devanado primario.
Al hacer girar, a mano, la pequeña manilla de bronce, la corriente pasa a 2 cables delgados,
de cobre, con terminales desnudos. Cualquier hombre normal puede resistir, sin menoscabo
alguno para su salud, la electricidad generada por los magnetos policiales; pero la "mise en
scene", el oficio de los actores, la condición de culpable -cuando el interrogado obviamente
lo es- y el desconocimiento de la fuente eléctrica y la suma legendaria de "las leyendas
negras" del hampa, hacen que los detenidos "vivan" descargas de corriente "mortales".
Uno de los terminales le fue enrollado en el dedo medio de la mano derecha; el otro,
en un dedo de la mano izquierda.
-¿Qué me están haciendo? ¿Por qué callan?
El miedo tiene raíz y puede ser estimulado, la angustia no; pero en los síntomas se
parecen. La angustia se viste de terror cuando la normalidad desaparece, cuando una mente
humana ignora lo que otras están haciendo en su contra.
-Vamos a probar tu resistencia, tu hombría. Cuando quieras hablar levanta un dedo.
Le abrieron la boca y le pusieron, entre los dientes, un paño, para que no se
mordiera los labios y la lengua.
El comisario movió la cabeza. Uno de los policías hizo girar la manivela y "El
Tucho" saltó en la silla. Le dieron 2 vueltas más. Se oyó un murmullo de voces
procesionales: bajas, sordas, ininteligibles. Transpiraba a chorros y movía la cabeza hacia
los lados. Chacal herido, levantó un dedo. Le sacaron la mordaza:
-Me están matando. Nada sé.
El comisario señaló la oreja del detenido. Uno de los terminales fue unido al
pabellón de la oreja derecha de "El Tucho". La mordaza volvió a la boca. 3 vueltas
completas de la manilla. El detenido, acusando dificultades respiratorias, levantó un dedo:
-Me estoy ahogando. Deme agua.
Los policías se miraron entre sí: habían llegado a uno de los puntos críticos de todo
interrogatorio violento. ¿Qué se hace? ¿Cómo?
Dejaron solo al detenido y se consultaron en voz baja:
-¿Qué cree Ud., doctor?
-Es demasiado gordo, comisario.
-Me parece que está haciendo "teatro".
-No. La transpiración es violenta. Muestra un cuadro de sofocación. Creo que ya
hay lesiones congestivas.
-Cambiaremos de "modus operandi". ¡Tiéndanlo sobre el mostrador, muchachos!
Ah, pero "embarrilado".
Con vendas, grises por el uso, lo envolvieron como a una momia. Sólo podía mover
la cabeza y los dedos de las manos.
"Embarrilado" lo corrieron para que la cabeza quedara un poco más baja que el
cuerpo. Una seña y el agua empezó a caer sobre la nariz y la boca de "El Tucho". Agua en
chorro ininterrumpido, que obstaculizaba la respiración.
-¡Paren! Cuando quieras hablar sacude la cabeza.
Al "Tucho" le habría gustado cerrar las aletas de su nariz. Trataba de compensar la
falta de aire abriendo desesperadamente la boca, pero allí también estaba el agua.
Aprovechó la pausa para llenarse los pulmones de oxígeno.
-¡Sigan!
El agua volvió a caer lenta, gruesa, clara, inundando labios, paladar, faringe, lengua,
dientes; hasta la úvula -lóbulo carnoso que pende de la parte posterior del paladar- se
ahogaba. Movió la cabeza con desesperación: estaba rojo.
-¡Alto, aguador del infierno!
Cuando pudo hablar dijo:
-Confesaré. Lo diré todo. No aguanto más, señor. Aquí mismo, al lado de este
mostrador... allí donde están las tablas quemadas, lo... maté y lo corté en trozos...
-¿Dónde están los restos?
-En "El Almendral", "Callejón de las Monjas". Los enterré debajo de una pared. Me
ayudó, por dinero, Aníbal Chaparro, un campesino que vive en ese lugar. No me flagelen
más.
-Está bien. ¡Suéltenlo!
Habían transcurrido horas negras, rojas, convulsas. Cada uno de los presentes había
colgado su propia alma del alma del "Tucho". En el mismo corazón del miedo es la muerte
casi visualizada, objetivándose, la que nos hace comprender el error. Policías y técnicos
rezando es menos auténtico que hombres orando entre dientes. El canto de un gallo lejano
trajo un regalo de vida natural, limpia, a esa trastienda del espanto y las mentes volvieron a
funcionar:
-Seguirás vendado. Siéntate. Háblanos del crimen.
-Ya lo sabe todo.
-Sí, siempre lo supimos ¿Sólo?
-Sí.
-¿Tuviste miedo?
-Sí, pero por cosas que pasaron. Era muy viejo, sesentón y demasiado rico. Yo fui
su sirviente, un sirviente adulador, sumiso. Tenía que ganarme su confianza y todo lo que él
hacía o decía yo lo encontraba... perfecto. Vivía solo en esta casa y yo solía quedarme para
acompañarlo...
-¡El crimen, "Tucho"!
-La noche del 9 de mayo (1947) me acerqué a él sigilosamente, por detrás, y le di un
golpe en la cabeza...
-¿Con qué?
-Con un martillo. Cayó. Metió un ruido enorme en la caída. Lo creí muerto. Me
disponía a...
-¡Sigue! ¡No cambies la frase!
-... cortarle la cabeza. Abrió un ojo y habló: "¿Por qué, "Tucho"?" Su voz era baja,
temblorosa. Lo miré, señor, y me pareció muerto.
-¿Habías encendido la luz?
-No. El tenía una lampara de parafina, de luz escasa, sobre el mostrador. Después
del primer martillazo yo puse la lámpara en el suelo. Tomé el martillo y volvió a mirarme y
a decirme: "No, "Tucho". No." El tiritaba y yo también. Dejé caer el martillo sobre su
cabeza. En cada martillazo se recogía y se estiraba. Cuando se quedó quieto, tieso, empecé
a cortarlo...
-Eres un carnicero asqueroso. Vamos a buscar los restos.
Aún era de noche en San Felipe. Una noche gelatinosa, blanda, pringosa. Con la
excepción del gallo madrugador, todos dormían, hasta los árboles de la vieja plaza. El que
había despertado para no dejar dormir era el terror. Dormir es el puerto oscuro y misterioso
del hombre, en el que atracamos noche a noche, si la carga del día es limpia, generosa;
como si nos entrenáramos para el sueño grande, ese que carece de amaneceres.
Cortando sombras bajas el vehículo de los policías llegó al "Callejón de la Monjas".
Aníbal Chaparro, gañan gigantesco, dormía en el suelo de una pieza. Despertó a medias.
Entre luces de linternas vio al "Tucho" y comprendió todo ese largo rosario: confesión,
delación, detención, proceso, careo, sentencia. El coautor-enterrador y el asesino-
descuartizador se dieron de golpes, acusándose, recriminándose.
Dos palas y dos chuzos. Los criminales cavaron 2 metros debajo de la pared
medianera de un fundo. Con la madrugada vino el hedor anunciando, en vehículo de aire
puro, que algo putrefacto había sido hallado. La mano de Chaparro, flor del hoyo, puso una
pierna negra, aceitosa, en la superficie; pierna con fémur desnudo. La mano sacó un brazo,
otro, la pierna izquierda, trozos de tronco. Entre dos manos salió, finalmente, la cabeza
enorme de Demetrio Amar.
Dos sacos paperos se llenaron con los restos.
El grupo policial, que había crecido con Aníbal Chaparro y con el despedazado
Demetrio, se dirigió al hospital de San Felipe. Sobre una mesa para necropsias, fría, un
médico santiaguino armó, anatómicamente, el hediondo puzzle rojo.
Tres años y tres meses duró el proceso de uno de los gerentes del miedo: en
septiembre de 1950, Alberto Hipómenes Caldera García fue fusilado. El otro "gerente",
nadie sabe cómo, todavía vive.

Odette

Desde hace años -medida de tiempo del humano que envejece-, de día o de noche,
aquí o allá, despierto o dormido, suelo viajar en un autobús azul. El vehículo es siempre el
mismo: un armatoste ruidoso, destartalado, de asientos hundidos. La ruta blanca, señalada
por frondosos árboles viejos, parece ascender hasta el mismo cielo de París: la luz
combada, ciudadana, suave, se quiebra en incontables y leves lágrimas lejanas,
inexplicables, azulinas, titilantes. Es como viajar del amarillo tibio, claro, al negro noche;
de la vida plena a la locura de los fantasmas.
El humano nace y vive entre los efectos de luz y oscuridad y hasta morimos entre
medias tintas. Mi sueño-recuerdo se está aclarando con lentitud de agonizante terco:
El conductor, sin rostro, silba, carraspea, tose y fuma pipa. Es real: veo el humo casi
celeste y un cuello grueso, inclinado sobre el volante del autobús, sujetando una cabeza
llena de caminos, paraderos, inspectores y pasajeros. Usa una arrugada casaca de cuero
color café.
Sobre el piso del vehículo, de gastada goma gris, hay aplastadas colillas de
cigarrillos. A mi lado va Odette: rubia, ojos celestes, 20 años, casi flaca. Está notoriamente
embarazada. Ríe, mira por la ventanilla hacia el paisaje de espuma verde, canta y me tiene
tomada, entre las suyas, tibias, la mano izquierda. No puedo dudar de mis sentidos y de mi
memoria: la sensación global, repetida cien veces, es la misma. Destino: Vincennes
-pequeña ciudad al este de París; suburbio vegetal de la metrópoli enorme. No hay otros
pasajeros.
El autobús se detiene al lado de un hotel blanco-amarillento antiguo: "Le ciel". Plata
y oro engastados en el follaje. Dos pisos-nidos de amores furtivos, raros; con jardines y una
fuente; pájaros silenciosos, dormidos en ramas bajas, acostumbrados al autobús y al bullicio
de los pasajeros. Es el terminal. Bajamos. El chofer entra a la carrera, a saltos; saluda al
dueño del "cielo", un bretón anciano, de barba espesa y gris, y pide, con voz altísima:
"¡Cerveza helada!"
No llevamos maletas y ni siquiera escribimos nuestros nombres en registro alguno.
Pago 25 francos y el bretón, sonriendo, me entrega una llave con un Nº 7, rojo, pintado
sobre una bolita de madera barnizada unida a la llave por una corta cadena de metal. Odette
sube alegremente los peldaños alfombrados que llevan al 2º piso. La sigo. En la habitación
abre la ventana con la seguridad de dueña de casa; y el viento entra a hacer bailar los
dorados flecos de una colcha, levanta la abierta falda de Odette y mi cabello. Es un viento
aromático, de atardecer primaveral, libre.
Odette va a al baño y regresa descalza, con el pelo suelto -hermosísima-, apenas
cubierta con una transparente enagua lila. Me besa. Su vientre acusa un volumen de 3 a 4
meses de embarazo. Su cuerpo gira en una danza extraña, luciendo sus formas y sus ansias
sin inhibiciones. Es una piruetera de la excitación. Cansada, laxa, con el rostro encendido,
de dirige hacia la puerta, la abre, abocina las manos sobre su boca y pide cerveza,
sandwiches, aceitunas, pickles. Un garzón joven, en una bandeja de plata, nos trae, además,
ají rojo y mostaza y dos servilletas de género color crema. Me saluda como un viejo
conocido:
-Bon soir, monsieur Raúl.
Sin duda está equivocado. Contesto con un gesto. Desde el primer piso sube una
lenta música de organillo, grata de oír.
En casi dos décadas estoy más que acostumbrado a este fantasmagórico viaje en
autobús, a este extraño "recuerdo" y lo "regaloneo". A veces empieza por la ventana
abierta: semisombras en fuga; por el camino tendido entre los bosques llenos de sol
reverberante, con flores tempraneras lanzando flechas del mejor olor a las narices de los
viajeros; casi siempre empieza por la tristeza de Odette: desnudas pupilas celestes buscando
verse reflejadas en las oscuras pupilas de un hombre. Otras veces el sueño-pesadilla
empieza con mis pasos en fuga: yo ignoraba, como casi todo humano joven, que algo
parecido a lo irreal, a lo fantástico, existe en el desconcertante tránsito vital al que estamos
inexorablemente condenados.

EL ENCUENTRO.

El doctor Edmond Locard, el mejor de todos los criminalísticos por mí conocido,


dirigía, después de la guerra, una escuela policial y un pequeño laboratorio de policía
científica en Lyon. Allí, entre otros, estudió Harry Soderman, el sueco maravilloso que
escribiera "40 años de Policía Internacional". Locard, maestro de la pesquisa común -única
razón de ser de toda policía- nos recibía con cariño de padre profesional. Comíamos y
dormíamos en su escuela-casa. Después de clases nos llevaba a dar vueltas por el río
Ródano o por el Sena, a teatros, museos, fábricas o a ver viejos edificios celtas. Nos decía
que la práctica del arte era la única compensación para el investigador criminal siempre
asfixiado por el antiestético delito: Locard escribió "Tratado de Policía Técnica", 8 tomos;
"Policías de novela y de la realidad"; obras de teatro, poesía; pintó y esculpió.
Cualquier hombre joven, normal, tiene necesidades imperiosas: hembra, por
ejemplo. Locard lo sabía bien y nos aconsejaba, defendiendo el prestigio de su escuela:
-Esperen, París es la mejor solución: nadie, si Uds. no lo quieren, podrá
identificarlos como policías.
24 semanas no pasan con rapidez aunque uno esté, apasionadamente, escrutando
poros, folículos pilosos, indicios de pólvora o ampliando escrituras falsas: es casi medio
año y se echa de menos la familia, amigos y el paisaje de siempre: aromos de la falda
sureste del cerro San Cristóbal, los sauces acuáticos del río Mapocho, las acacias
polvorientas del barrio Independencia, el otoño del parque Forestal, "Lo Curro", el camino
de "Los Pajaritos", los árboles "arcos" de Nos y la vieja cordillera gris, blanca, morada,
azul, iridiscente, que a los santiaguinos nos ata el alma a la piedra informe y a la luz abierta,
cambiante, enloquecida.
Mi francés era y es pobrísimo: no pasa de un centenar de palabras técnicas,
criminalísticas y de algunas decenas de voces comunes. Locard enseñaba, a los extranjeros,
en inglés, idioma en el que me defiendo un poco más. Al fin del curso Soderman y yo nos
fuimos a París, ciudad que ambos conocíamos. El sueco siguió a una inglesa hasta El
Havre: me había quedado solo. No sirvo para vagar entre estatuas y columnas, entre
monumentos y paredes. Busqué, como animal en libertad, las orillas abiertas del Sena. Los
parisienses sentían como yo y tendidos sobre kilométricos céspedes blandos, hacían el
amor, crecían o envejecían mirando, pescando, navegando o simplemente jugando con el
agua viajera de los ciclos eternos: ex lluvia o nieve, vapor, mar. Más de una vez les oí
cantar borrachos de sol y oxigeno. Arboles: estaciones verdes para pájaros cansados y
bulliciosos; pintores comiendo chorizos crudos y bebiendo vino mientras aprisionaban la
luz en óleo húmedo, lento, brillante; nurses "galanteadas" por policías uniformados;
mendigos alegres de vivir de la caridad de los "encadenados"; bandadas de niños jugando a
ser; prostitutas enamoradas...
Todavía ignoro si Odette vino a mí, si yo fui a ella o si OTRO, más alto que
cualquiera, provocó el encuentro. En esa época yo usaba un largo y ancho bigote y sonreía
con más frecuencia que hoy. Miraba, como siempre, hacia abajo: pasto y gusanos, tierra
molida, agua minúscula, en gotas. En mi ángulo entraron las puntas de un par de zapatos
bermejos, pequeños; dos piernas desnudas, blancas, provocadoramente limpias, torneadas y
una falda escocesa, corta, cubriendo apenas dos rosados o marfileños muslos unidos,
excitantes. Alcé la vista poco a poco: delgada cintura de jarro, final de una blusa amarilla,
de seda; senos altos, duros; cuello largo, un mentón fino y una boca carnosa, semiabierta,
jugosa, sonriente. Miré hacia 2 cielos... cubiertos de pestañas. Dijo algo que no entendí y
siguió sonriendo. Sus pequeñas manos blancas, de muñeca alborozada, señalaron un barco
y su suave voz de aparecida gritó asordinadamente:
-¡Un bateau!
Del barco otras parejas nos hicieron señales amistosas. Odette contestaba con las
manos diciendo:
-¡Bon voyage!
Nos sentamos en un banco a ver la vida de otros y el río, a comunicarnos, de alguna
manera, lo que éramos y lo que cada uno necesitaba del otro. Rápidamente comprendió que
hablábamos idiomas distintos: escribió su nombre en un papel y yo escribí el mío.
Caminamos, fuimos a un cine, comimos chocolates y helados con frutas. Diez veces la
sorprendí mirándome manos y facciones. Más de una vez la oí nombrarme "Raúl":
rectificaba sonriendo y besándome. Al atardecer subimos al autobús azul.

HOTEL "LE CIEL"

Todo humano está montado en instintos puros porque nuestra alma es


simultáneamente vital-irracional: la zona de la intuición. Desde esa estructura se levanta, a
veces, el espíritu lógico, impersonal, objetivo. Es una ascendente-descendente excursión
interna, disciplinada, rígida, severa. No me agrada vivir entre abstracciones porque me
atrae, como a todos, lo simple, lo cálido. Uno se deja guiar por la vida auténtica y vive de
verdad; pero, tampoco es posible, cuando se ha alcanzado cierta práctica, dejar las
preguntas de lado: ¿Qué era Odette? ¿Prostituta? ¿Quién era el hombre que la había
embarazado? ¿Dónde estaba?
Bebió cerveza y mascando una cebollita escabechada tomó su bolso rojo y sacó la
fotografía de la cara de un hombre que se parecía a mí y la besó. De paso me besó a mí... o
siguió besando al otro. Algo se quebró en mi ánimo: como compañera de paseos y
entretenciones me había llenado el gusto. Sabía muy bien lo de su embarazo mucho antes
que quedara luciendo su cuerpo a través de su enagua lila e iba a pasar tan duro obstáculo.
¿Qué me pasó? El bolso seguía abierto y yo ya no era el mismo. Creí advertir la presencia
de algo o alguien que extraño en la habitación. Me alarmé porque lo que estaba
presintiendo no era normal. Bebí cerveza y el vaso bailó en mi mano.
Odette se tendió en la cama y se desnudó: sus blancos y redondos brazos me
llamaban; sus pechos erguidos palpitaban. La pieza se estaba llenando de olor a hembra
excitada. Me acerqué a la ventana y encendí, temblorosamente, un cigarrillo. Aspiré el
humo con desesperación de macho acorralado. Entre la ventana y la cama había un espacio
de 2 metros escasos; luz baja, de velador, con pantalla de cartulina aceitada y el dibujo de
un cisne de cuello negro. Con el rabillo del ojo izquierdo vi cuando la colcha iba en el aire
y caía sobre el cuerpo desnudo de Odette. Sentí frío, miedo. El cigarrillo me quemó los
dedos. Uno o dos minutos estatuarios: mi espíritu había enloquecido.
El instinto me llevó a encender la luz central. Odette lloraba, silenciosamente,
debajo de la colcha, y entre lágrimas y sollozos empezó a vestirse con el recato de una
monja. Cuando terminó de abotonarse la blusa amarilla sólo era una envejecida mujer triste
que había entrado en un silencio de piedra: sus lágrimas duras, brillantes, detenidas, eran
horrorosas.
Vacié el bolso de Odette: la foto había desaparecido.
Bajé las escaleras y tomé, a la carrera, el camino de París, el camino de la
normalidad, con olor a hierba. Arriba, en el cielo, las viejas estrellas de otro mundo lucían
casi iguales a las de mi infancia.

Un autobús celeste

Un obeso cincuentón sonriente, medio calvo, descendió de su destartalado taxi en


un garaje de la calle San Alfonso; cerró la puerta delantera izquierda y apagó las luces.
Empezó a caminar hacia la Alameda esquivando las pozas de agua de la vereda, orines
tibios, vómitos y las franjas multicolores de los avisos luminosos que coloreaban sombras,
lluvia.
La noche nueva de la ciudad vieja del barrio Estación siempre es un claroscuro
largo, de agonía mayor. En el Portal Edwards -edificio fantasmal, con voces de coristas
difuntas, actores desaparecidos y magos chinos olvidados, del teatro Politeama, hoy
"Estadio Chile"-, se detuvo a comer, de pie, apoyando los antebrazos en el mostrador
pringoso, dos salchichas con mayonesa, mal tragadas con pequeños sorbos de cerveza.
Eructó, escupió y se limpió la boca, desdentada, con la manga derecha de su gastado
chaquetón de cuero negro. Pidió otra cerveza y mirando el líquido amarillo-espumoso,
cerró los párpados, cabeceó su cansancio. Un ruido con olor a pachulí lo hizo abrir un ojo y
vio, sobre la espuma en baja, el rostro sonriente de una mujer joven, morena, de largo
cabello ondulado, teñido de malva. Se alzó sobre su metro ochenta y sacó pecho mirándole
los senos túrgidos, la delgada cintura y las piernas blancas, gordas. Los párpados de la
hembra tenían un tono azul-verdoso y los labios, delgados, parecían gruesísimos por la
abundante pintura lila. La invitó a beber y a comer salchichas. En la tercera cerveza estaban
de acuerdo en pasar la noche juntos en un hotel de la calle San Diego:
-No puedo cobrarte menos de 100 pesos porque mañana debo ir a Rancagua y el
viaje es caro...
-Es más de lo que he ganado en 14 horas de trabajo paseando viejos y viejas por
toda esta ciudad de locos. ¿A qué vas a Rancagua?
-Mi marido baja de Sewell todos los primeros de mes y debo tenerle la casita limpia,
ordenada.
-¡Ah! ¿Tienes hijos?
-No. ¿Tú?
-Dos; pero son grandes: se ganan la vida como cargadores de la Vega.
-¿Qué le dirás mañana a tu mujer?
-Ya no le intereso...
Del brazo, casi ebrios, cruzaron la calle:
-Cualquiera de esos autobuses nos servirá.
El gordo hizo una seña y un enorme autobús celeste se detuvo, silenciosamente,
frente a la pareja. El conductor, borroso e informe, usó una voz metálica, fría y lejana, para
decir:
-No paguen. Me voy a guardar y es mejor viajar acompañado. ¡Ah usted es taxista!
Pedro González, el primero de mi lista. Su taxi es un Chevrolet 51.
-Sí. Lo soy. ¿Quién es Ud.? No le veo la cara.
-Un buen fisonomista y la mejor memoria para viajes diurnos y nocturnos.
Pedro González alzó los hombros; tiró a su compañera en un asiento del medio y
hundió su rostro entre los senos altos. El autobús siguió su marcha lenta hacia el este.

Margarita López, viuda, 65 años, apenas caminaba: había lavado y planchado ropa
ajena durante todo el día; le dolía la espalda, brazos y piernas; sentía frío, tenía hambre,
sed, sueño. Seguía pensando en su nieto rubio, de 6 años, y en la sonrisa nueva, limpia, que
la recibiría a milímetros de su ajado rostro.
Llegó a la esquina de Avenida España y Alameda empapada por la lluvia y asustada
por los relámpagos bajos. Levantó su delgada y arrugada mano para que el autobús se
detuviera. Desató uno de los nudos de su pañuelo y sacó 2 monedas, mientras el vehículo se
detenía a sus pies como una alfombra alta, iluminada. Una mano larga y fría, serpiente,
cuerda o guadaña, la ayudó a subir:
-Adelante, doña Margarita. Ha trabajado demasiado. Guarde sus monedas, de nada
van a servirle.
Extenuada y agradecida, ató los níqueles junto a los otros de su pañuelo. Se sentó
cerca de una pareja abrazada que olía a cerveza y tabaco. Dijo:
-Me avisa en San Diego, por favor. Puedo quedarme dormida...

Alfonso Venturelli, bajo, rubio, nervioso, cuarentón, seguía pensando en sus clases
de literatura y recién había abandonado el pupitre: "Los genios siguen viviendo en el
corazón de los pueblos porque pudieron captar la esencia de lo bello aunque nunca hayan
podido explicarla. Tal es el caso de Homero, Cervantes, Calderón, García Lorca y nuestro
Neruda". Contó su dinero y separó monedas; miró el reloj: "No, no iré a oír a Sánchez
hablar sobre "Los escritores vascos": es demasiado tarde". Se acercaba a la esquina de San
Ignacio y Alameda. Un autobús nuevo, reluciente, casi una oblonga estrella gigante, se
detuvo frente a él:
-Adelante, profesor. Aún le quedan minutos. Pasaré por Seminario.
Venturelli sonrió: su fama literaria había crecido. Miró hacia el fondo del vehículo:
una pareja unida por los labios y una vieja somnolienta. Tomó asiento al final: quería
volver a saltar como lo hacía de niño. Vio sólo 3 nucas: la del conductor era una sombra.
Un joven estudiante, un vendedor de maní, una gorda ojerosa y empapada, un ciego
y 3 parejas subieron en Nataniel; una de las mujeres estaba embarazada. Por afinidad
secreta, el muchacho, de unos 16 años, fue a sentarse al lado del profesor. El autobús
empezó a correr.
-¡Eh! -gritó el taxista-. ¡Pare en San Diego!.
Arturo Prat, Serrano, San Francisco. Más y más velocidad. El autobús volaba.
Todos los pasajeros se habían pegado a los asientos. La transpiración del miedo les mojaba.
Venturelli corrió hacia adelante: el asiento del conductor estaba vacío. Pestañeó, tragó
saliva. Apenas pudo decir:
-¡La máquina está sola! ¡Nos mataremos!
Pedro González saltó sobre el volante, se sentó y metió el pie derecho en el freno:
bombeó el pedal inútilmente. El estudiante señaló los techos negros de las casas y las luces
bajas:
-¡Miren! ¡Estamos volando!
-¡Dios mío, perdón! -rezaba el ciego.
Una acampanada voz de cobre viejo, de radio invisible, dijo:
-Este es el único viaje del humano. No se extrañen: así como hay barcos de muerte,
aviones, trenes, también existe este autobús...
-¿Por qué? -gritó la gorda ojerosa, llorando, convulsa.
-Todos Uds. cumplen sus plazos vitales a la misma hora, en minutos más. Deben
alegrarse: morirán acompañados...
-¿Quién lo ordena? -preguntó la pálida rancaguina-. ¿Dios?
-No. La muerte no es religiosa, es un hecho -repuso la voz.
-¿Quién eres tú? -preguntó nerviosamente el ciego.
-El antagonista de la vida, el revisor del tiempo vital. Algo de mí hay en toda
conciencia.
-¡Es injusto! ¡Yo sólo soy un niño! ¡Un niño!
-Sí, estudiante, lo sé. La mujer de la última pareja que subió en calle Nataniel, lleva
una criatura en sus entrañas. ¿No es más injusto?
-¡No ha nacido! ¡No sabe lo que es empezar a vivir! ¡Tengo 16 años! ¡A mí me
quieren! ¡Yo he querido! ¡Carezco de olvidos! ¡Dios!
El autobús empezó a descender sobre la Plaza Italia; casi tocó el suelo con sus
ruedas aladas y muertas:
-Tienes razón. ¡Salta! No temas, vivirás. Alteraré tu plazo.
Los pasajeros, con la excepción del ciego y Margarita, se estrellaban frente a la
salida. El autobús empezó a elevarse. Vieron cuando el muchacho, arrodillado, sacudía sus
ropas, recogía cuadernos y libros. Miró hacia el autobús lleno de ojos abiertos,
lagrimeantes, ansiosos, envidiosos de vida, desesperados. El ciego preguntó con voz
partida:
-¿Le pasó algo al muchacho?
-No -repuso Venturelli-. Acaba de levantarse y agita una mano para nosotros.
El ciego se encaminó hacia la puerta diciendo:
-¡Yo también saltaré! No soporto este viaje cruel, esta locura desesperante.
-Espera -dijo la voz-. Tu caso es distinto: tienes 46 años y perdiste la vista, hace 20,
al caer desde el balcón de la casa de tu amante, esposa de otro. Si saltas sufrirás una larga
agonía. Aquí morirás sin dolor...
-¿Y yo? -interrogó la joven embarazada-. Mi hijo, por el sólo hecho de existir en mí,
tiene derecho a la vida... Le ruego...
-Sí. Lo acepto.
-Gracias. Pero, ¿qué haré sin mi marido? Ambos lo necesitamos para seguir
viviendo...
El autobús descendió tocando el suelo de la calle M. Montt.
-¡Salten! Todas las noches lluviosas me ablandan, me humanizan. La lluvia es para
humanos y enemiga de la muerte.
La pareja cayó blandamente. Se alzaron tocándose los huesos; ella se sobaba el
vientre hinchado. El autobús volvió a alcanzar las copas de los árboles.
-No alteraré ningún destino más. Ahora sólo quedan los del viaje...
-¡No! -vociferó Margarita López, sonándose mocos y lágrimas-. He trabajado para
mis padres, para mi marido y para mis hijos. Ahora lo hago para un nieto que hasta va a la
escuela. A nadie le he hecho mal. ¿Qué diferencia existe entre un muchacho de 16 años y el
nieto mío de 6? El mío es rubio y crespo, cariñoso...
-Bájese, abuela. Tendrá mucha suerte con el muchacho.
Cayó, como una pluma antigua, en Lyon. Se levantó y cruzó Providencia. Sacó el
pañuelo y se lo pasó por los ojos. El autobús ya era un cometa o una estrella.
-Señor o lo que sea -dijo la voz emocionada de un hombre-. Yo sólo tengo ilusiones
y esta joven mujer, mi novia, también las tiene. Soñamos con un hijo. Nos hemos querido y
nos queremos acariciando ese sueño. Todo hombre o mujer fue antes una ilusión
misteriosa, tibia; las ansias, los anhelos no pueden llorar porque no tienen ojos para mirar a
la muerte sin cara, que todo lo troncha. Ud. tiene que saberlo.
-Está bien. Bajen cerca del canal. Cuidado con el agua.
Los ojos, pegados a los vidrios, vieron cuando el macho sacaba a su hembra de las
aguas oscuras. Ambos sonreían, se abrazaban; con las manos agitadas, temblorosas,
despedían a los viajeros definitivos.
-Para nosotros -dijo Venturelli-, este viaje de muerte también es injusto. Tú has
hecho excepciones por amor a los niños, porque la lluvia te hechiza, porque ya comprendes
lo que realmente somos: indefensos ante cualquier guadaña. Yo enseño a niños. Alguien
tiene que mostrarles la belleza creada por el hombre. El arte lo aprendimos del viento azul
correteando nubes en los cielos de nuestras infancias; en los peces vimos el primer árbol-
barco; en los pájaros, un vehículo para surcar el aire; del sol, arrancamos las valiosas y
únicas monedas: el trigo; del inmenso arco iris subterráneo, que pinta toda flor en el
silencio de la tierra humedecida, copiamos el color para vestirnos y adornarnos; del olor del
jazmín, lo trascendente para llegar al alma; de las rocas, el corazón de nuestras catedrales;
escuchando a las cañas de los bosques hicimos nuestras flautas. Cierto, muerte blanda,
somos transitorios y por ello emocionales: vamos desde la lágrima a la risa porque nos es
difícil crecer, endurecidos, entre los sepultados seres que nos quisieron y que todavía
amamos. Sin embargo, no obstante tu guadaña insaciable, vivimos esperanzados y amamos
para multiplicarnos: una pareja nuestra aquí, en la tierra, o allá, en el espacio infinito, será
inmortal. Altera nuestros plazos así como alteraste los otros. Si lo haces tendremos una idea
más humana de la muerte. Regrésanos al principio; haz el viaje al revés. Creo que
mejoraremos, que seremos distintos...
-¡Sí! Yo me iría a mi casa: no me gustan las patinadoras casadas.
-A mí tampoco me agradan los viejos enamorados sólo de piernas gordas.
Un coro de "síes" se alzó desde todos los asientos. El manicero gritó:
-Queremos vivir con más limpieza, con alguna dignidad y algo menos de miedo a
morir, con menos llanto...
Suavemente el autobús empezó a girar y descendió: el motor marcaba el oeste. Al
tocar la tierra la lluvia cesó. Apareció la luna entre nubes que se fueron blanqueando como
si una brocha de viento alegre fuera descolorando negros y grises. Millones de estrellas
aparecieron en el firmamento. Se detuvo, con chirrido de frenos, frente a Seminario y
descendió el profesor apretando sus libros con su brazo derecho. Sus pasos leves y rápidos,
fueron aplaudidos por el resto de los pasajeros del regreso. Dos parejas descendieron en
San Antonio y ayudaron al ciego a ponerse en marcha con su ruidoso bastón de madera de
nogal. Frente a Estado el autobús quedó casi vacío. Pedro González bajó en Bandera y se
fue a la calle a ver el autobús rumbo a la Estación Central. Le pareció que se elevaba y se
convertía en una estrella más entre incontables "autobuses" celestes. Entró a un bar y pidió
una pilsener helada.
-¿Sabe -le dijo al mozo- de dónde vengo?
-No, señor.
-Desde un autobús que volaba manejado por la muerte.
-Sí, seguro; pero, como vamos a cerrar, tendrá que ir a otro lado.
-¿No me cree? Venga, salga a la calle para que lo vea: el conductor es amigo de los
niños: es ese que me hace guiños desde el cielo...

RESUMEN DE ESTA NOVELA

Todavía ignoro qué fue lo primero de ella que vino a mí: ¿sangre, médula, nervios,
músculos, huesos? ¿La vida toda? ¿Cómo le dio tanta cuerda a mi, ahora, corazón de viejo
y puso en él algo de su piedad, de su ternura? Por un camino de leche tibia me até a su
geografía suave, tímida; a sus rosados y prodigiosos pezones de madre primeriza. Allí crecí,
arrezagado en una blanca y limpia piel para mis manos ávidas, nuevas: su voz girando,
zumbando entre mis tímpanos vírgenes, mis neuronas memorizando los primeros tonos del
amor y mi llanto instintivo naciendo de sus ausencias leves...
Aprendí a balbucear el nombre de una flor sin espinas. Asido a sus faldas oscuras me alcé y
caminé.
Mi memoria empezó a funcionar con ella: nada es anterior. Cabellos largos, negrísimos,
sedosos, siempre oliendo a quillay; horquillas de carey, color amaranto, cruzándole el moño
alto. Manos de dedos ágiles, incansables, haciendo cuadraditos de cebolla y apio, tejiendo
chombas azules, lavando, levantando panes en un pequeño horno de barro, cosiendo ojales
y pegando botones blancos, peinándome o reesculpiendo el rostro que durante nueve meses
tibios formó y aprisionó en su vientre acuático.
Su voz venía cantando desde Ñuble con ruidos de aguas quietas, horizontales y con el de
las pequeñas gotas verticales de la lluvia mansa, con olor a tierra saludadora, agradecida;
con vagidos de árboles milagrosos al paso del viento y suavidad de arcilla negra,
zoomórfica - crecí mirando una "guitarrera" de Quinchamalí y una alcancía cerdil de 3
patas cortas, negras, bulliciosa con mis monedas de cinco centavos . Más allá, la vieja
sangre vasca perdida en el tiempo cantábrico, montañoso, con invariables posiciones éticas
que me iba transmitiendo. Ese rebrote genético europeo, en Chillán azul-verde de lluvia,
nevado y pajarero, trinaba en sus días felices.
Pasaba el metro setenta de estatura; ojos casi verdes de tanto mirar apios, berros y
albahacas; pechos altos y un andar urgente en dirección a las cosas simples de todos los
días.
A los 17 años casó, impelida por su padre, con un santiaguino adinerado, viejo. "Avaro",
gritón, "mujeriego". No le gustó el matrimonio, pero yo había nacido.
"No hay esclavas de sangre vasca", decía. Buscó la libertad. Aprendió a coser a máquina y
trabajó en una fábrica de uniformes de la calle Salas; compró una máquina de "aparar" y
confeccionó guantes para hombres. Desafiada por la vida dura, independiente, estiró las
horas del esfuerzo. Compró otra "aparadora" para mi tía Dominga, una "ponedora" de
botones y una "hojaladora". Su casa se había transformado en taller, en una pequeña fábrica
de guantes. Conocí la suavidad de la badana y la gamuza, las tijeras incansables
conversadoras; las largas trasnochadas de los viernes y la alegría de los sábados con
canastos llenos de frutas y descanso. Habíamos abandonado la pobreza: conventillos, cités,
pasajes; la larga peregrinación por los barrios santiaguinos había terminado en una casita de
la calle Gálvez que se llenó de jazmín, rosas blancas y azucenas rosadas, enredaderas, los
ladridos de un perrito motudo y los gorjeos de un canario "calvo".
Viuda, volvió a casar y tuvo 3 hijos: un hombre y dos mujeres. Don Manuel y doña Andrea,
mis abuelos maternos, ya estaban en el Cementerio General. Mi tía Dominga se fue tras
ellos; antes, se había ido mi delgada tía Lucrecia.
Mi padrastro se encontró con un "hijo" que no era suyo y yo con un "padre" que no era mío.
A pesar de los esfuerzos de doña Rosa Ramona no pudimos "congeniar". La pequeña puerta
de calle comunicaba, como todas, con los caminos del hombre. Me despedí ansiando poner
una larga distancia entre el "ídolo roto" y mi ternura; me puse a saltar países como si se
tratara de charcas pequeñas. Desde Buenos Aires, antes del mes le escribí la primera carta
lagrimal y seguí llorando tinta desde Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil, Perú...Algunas de
mis lágrimas fueron "publicadas". Es duro recibirse de púber entre fronteras ajenas, crecer
entre rutas, solo. ¡Dios mío, qué viaje más largo para llegar a hombre y regresar a verla!
Jamás, habiendo recorrido cuatro continentes, estuve separado de mi madre. Iba y volvía;
ella envejecía esperando nietos: los tuvo. Volvió a enviudar. Sus hijas, solteronas,
religiosas, envejecían junto a ella. Ya no cosía por falta de vista suficiente: vendió las
máquinas. Su dedo índice derecho, con el que apoyaba el cuero de los guantes, empezaba a
recuperar sus crestas papilares.

POSICIONES MÁGICAS
Le gustaban las brujas, "meicas" y adivinas. No elijo el sexo, lo eligió ella que creía más en
las mujeres que en los hombres. "La vieja Mercedes", una bruja del barrio Independencia,
le pidió que criara un pichón blanco. Molía trigo y le abría el pico para darle alimento y
agua. Un mes estuvo viviendo para el palomo. ¿Celos? ¿Fue el verla esclavizada por el
ave? No lo sé. Con mi honda le di un piedrazo en la cabeza y el palomo dejó de existir. Por
primera y única vez fui físicamente castigado. "La vieja Mercedes", al enterarse, dijo: "Este
hijo tuyo te dará más problemas que el pichón". Sí; todo hijo, desde que es embrión , causa
alteraciones, molestias, y mientras se afirma en la adultez incierta, seguirá provocándolas:
el hombre es un desorientado natural. De todos modos las palomas me gustan de lejos,
decorativamente.
Un hombre flaco, casi un espíritu, pobre y solemne, me quitó, con un vaso de agua, una
gangrena localizada en mi pierna izquierda. Mi madre me llevó a verlo porque, según el
médico del barrio: "...si no hay amputación perderá la vida". Sé muy bien que esta zona es
mágica, milagrera, increíble, pero mis dos piernas siguen siendo sanas, fuertes, ágiles.
Siento respeto por lo que no conozco. Hace unos años acompañamos, mi esposa y yo, a
doña Rosa Ramona a ver a una bruja de Melipilla que tenía o tiene ojos celestes, uno con la
visión semiperdida, y un vocabulario de carretonero: "Tendrás que operarte, Rosa, la hernia
del vientre". Miró a mi mujer: "Tú no andas muy bien porque tienes un tumor en la matriz.
Te ayudaré". Lo tenía. Yo me paseaba, escuchando los diálogos, por un patio de tierra lleno
de excrementos de gallina y de conejos, mirando un sauce casero y escuchando el cercano
ladrido de un perro invisible.
"¡Oye tú!", gritó la bruja. "Cuando se tiene un don hay que regalarlo con frecuencia. No te
lo dieron para que lo guardaras". Volví a escribir.
Cuando desempeñaba funciones policiales jamás detuve "meicas", brujas o adivinas. De
jefe, siempre estaba procurando la libertad de curanderos, grafólogos, cartománticos,
quirománticos, "astrólogos", faquires, espiritistas, "magos". ¡Ningún humano sabe dónde y
cómo aparecerá el largo dedo de Dios! Además, la voz "aquelarre" es vasca.

POSICIONES ÉTICAS.
La ciencia del buen vivir la aprendió, doña Rosa, de su madre. ¿Donde la aprendió doña
Andrea? Pasa con las familias chilenas que descienden de españoles. En las viejas frases
está el contenido razonable y limpio, decantado en siglos de cultura:
Madre, hay un niño en la escuela que golpea a los muchachos.
¿También a ti?
Sí. Un día de estos le voy a devolver los golpes.
¡No! Mañana le obsequiarás uno de estos merengues. Nadie, ni los perros, atacan al que da.
Al tercer merengue éramos amigos de caras embadurnadas, dulces. Otros niños empezaron
a regalarle bolitas, botones, frutas. Pedro Guardiola, huérfano y sin hermano, dejó de pelear
y empezó a sonreír.
No pidas, "aguántate". Yo siempre he dado.
Siendo como era, fuerte, trabajadora, resuelta, se inclinaba ante los débiles.
Tuve que comerme una docena de plátanos por haberle pedido uno al hijo del vecino.
No te acuestes en cama ajena porque extrañarás la propia.
Hasta aquí y paso largo el medio siglo, he cumplido con esta norma y he dormido sin
conocer el insomnio.
Cuando quieras llorar hazlo a solas: el dolor del humano, cuando es auténtico, es íntimo.

POSICIONES ESTÉTICAS
Diálogo del 30 de agosto de 1975.
Esos jacintos, hijo, son viejos amigos míos que todos los años vienen a visitarme y traen el
mismo olor suave de mi niñez.
¿Qué ve en ellos?
Mis cambios, los agostos cumpleañeros de mis ayeres siempre me encontraron cerrada en
mí hasta que tú naciste.
¿Y ahora, madre?
Sueño por otros: hijos, nietos, vecinos, desconocidos.
¿Qué sueña?
Jacintos para un mundo simple, tierno, en el que los humanos tengan deseos de ver y oler
flores, pájaros, niños, árboles y estrellas. ¡Mira, las gotas de agua cuelgan de las hojas del
limonero! Ese gorrión calmará su sed con espejitos redondos.

AGONÍA Y MUERTE
La mañana del once de junio de 1976, último, fui a verla a su casa del Paradero 11 de la
Gran Avenida. Después de serle extirpada la hernia abdominal comía menos y ya no era la
misma Rosa de siempre. Había nacido 4 meses antes de este siglo y sentía la muerte de
Eliseo, su último esposo.
Estaba acostada con el rostro vuelto hacia la pared del oeste. Me senté a su lado y tomé su
cabeza entre mis manos: se recogió. Estaba delgadísima, deshidratada. Sostuvo mi mano
derecha, con la que escribo, entre las suyas; con mi mano izquierda acariciaba sus cabellos
grises; rascándola con suavidad:
¿Cómo es este día? No quiero abrir los ojos porque me duelen con la luz y no deseo
encortinar esa ventana callejera, llena de vida.
Brillante. El sol despide al otoño; cielo de paño azul marino; el aire es frío.
Callé.
¡Sigue hablando! Esos ojos míos que llevas en tu rostro, no lloran por la luz.
Tragué saliva salobre: el hombre llora por dentro.
Cerca de los jacintos hay una rosa tardía, color obispo viejo; sus pétalos están tiesos, como
almidonados.
¡Ah, es "La vieja Lucrecia", Hace un mes la regué y la reté: sale muy tarde, es porfiada y no
sabe defenderse del frío. Pobrecita, está siempre sola.
¿Quiere agua?
Si, tengo los labios secos.
Bebió sonriendo.
Iré a buscar al médico.
No. Ya terminé mi viaje por este mundo. Regresa a los tuyos que te necesitan más que yo.
Toda esa noche llovió. En la madrugada del 12, Irma, mi hermanastra, me llamó:
Acaba de morir y como estaba durmiendo sus ojos....
La velaron en un templo adventista del barrio Matadero. Al día siguiente, durante las
honras fúnebres, un negro estadounidense tocó el piano y cantó, acompañado de un coro de
niños: "Cuando nombren mi nombre en el cielo, diré, presente". Toda la vida ignoré la
religión de mi madre. En el cementerio el pastor dijo: "Fue una buena obrera de Dios".
Ese día llovió tanto como la noche de su muerte. Parece que la lluvia se detuvo para que la
enterráramos sin apuro.

EPÍLOGO DE UN HUÉRFANO VIEJO


Varias veces me he devuelto del Paradero 11 porque he comprendido, tardíamente, que esa
ruta no me lleva a sus ojos, a su voz, a sus manos. En esa casa verde, llena de flores, las
cortinas de su dormitorio siguen sin impedir el paso de la luz solar.
Su muerte se arrinconó junto a mi primer recuerdo. Un día enterrarán mis huesos sobre sus
huesos. Rosa Ramona ya se encontró con los huesos molidos de sus padres.
Parece que vivir es un ciclo que empieza y termina en lágrimas. Ello no obstante, creo que
algo hemos aprendido: el tránsito vital, corto o largo, tiene un propósito humano: llegar a
comprender lo que somos para mejor convivir entre "conmorientes".
La vieja sepultura familiar, de tierra esquinera, vecina a robles nuevos y viejos, está llena
de jacintos y cinerarias, lágrimas de un huérfano cincuentón, recuerdos de varias vidas,
sonrisas escasas, preguntas sin respuestas y la "Lucrecia" tardía, trasplantada, obispal, que
espero renazca en junio.

Autor: Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.


Página Web: yuniorandrescastillo.galeon.com
Correo: yuniorcastillo@yahoo.com
Celular: 1-829-725-8571
Santiago de los Caballeros, República Dominicana
2014.

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