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Representacion Politica Sartori

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El concepto de representación política

en la teoría de la democracia
de Giovanni Sartori
The concept of political representation in Giovanni
Sartori’s theory of democracy
Manuel Zafra Víctor
Universidad de Granada
manuelzafravictor@gmail.com

Resumen
Giovanni Sartori propone una teoría de la democracia integral mediante una doble definición, empírica y
normativa. A su juicio los requisitos que hacen factible la democracia deben conjugarse con las exigencias
que la hacen perfectible. Esta premisa obliga, a su vez, a la interacción constructiva entre ideales y realidad
(valores y hechos), a optimizar en lugar de maximizar. Separar u oponer ambas definiciones empobrece la
teoría de la democracia, en cambio su lectura conjunta ofrecen una visión integral para la adecuada relación
entre la descripción y la prescripción. La vulnerabilidad de la propuesta de Sartori se hace evidente al com-
probar la incoherencia entre la realidad de un electorado aquejado de primitivismo político y la necesidad
de una representación selectiva ¿Cómo surgirán representantes selectos del voto de electores primitivos?
Nada dice el pensador italiano de las vías para que las elecciones no solo designen representantes sino que
también los seleccionen.

Palabras clave: democracia empírica, democracia normativa, primitivismo político, deliberación política,
realidad e ideales, representación política descriptiva y sociológica.

Abstract
This article reflects on Giovanni Sartori’s comprehensive theory of democracy, which is based on a
twofold definition, both empirical and normative. According to him, the conditions that make democracy
feasible must be combined with those that make it perfectible. This premise is built upon a constructive
interaction between ideals and reality (i.e. values and facts), and upon the need of optimizing instead of
maximizing. Sartori argues that considering the two definitions as separate or conflicting ones impov-
erishes democratic theory, whereas a combined reading of both allows a comprehensive approach that
brings together adequately description and prescription. Sartori’s theory’s flaw derives from the fact
that, on the one hand, a selective good political representation is needed but, on the other, voters are
actually affected by political primitivism. How will select representatives emerge from the primitive

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voters’ choice? The Italian author does not give clues about how the elections may not just result in the
appointment of political representatives, but also in the selection of the best ones.

Keywords: empirical democracy, normative democracy, political primitivism, political deliberation, reality
and ideals, political, descriptive and sociological representation.

INTRODUCCIÓN

En el marco de una conferencia pronunciada ante el Congreso de los Diputados con el


título En defensa de la representación (Sartori, 1991: 1-6), Sartori concluye señalando tres
puntos sobre los que debe girar el concepto de representación política: 1) la representación
es incuestionable; 2) debe configurarse normativamente; y 3) tiene que encontrarse un
equilibrio delicado entre receptividad y responsabilidad, entre rendición de cuentas y com-
portamiento responsable, entre gobierno de y gobierno sobre los ciudadanos.
Para el análisis de cada uno de estos puntos es necesario hacer una alusión breve a los
ejes fundamentales en el pensamiento de Sartori:

1. La presión de los ideales y la resistencia de la realidad. La valoración de cualquier


hecho exige una evaluación crítica entre lo que es y lo que debe ser. El contraste entre
ideales y realidad requiere una delicada administración del ideal. Un ideal será cons-
tructivo si se proyecta sobre su mundo pero se volverá destructivo al dirigirlo a otros
mundos alternativos (Sartori, 1988: 83-109). Entre ideal y realidad debe mediar
retroalimentación, en ningún caso reacción. La buena concepción del ideal será el
resultado de ideas bien pensadas y, a su vez, el pensamiento establecerá coherencia
entre concepción y percepción: la realidad no entra en la cabeza de los hombres, los
asuntos humanos se configuran a partir de lo que los hombres tienen en la cabeza
(Sartori, 1996: 126). Sartori critica la asimilación entre comportamiento político y
económico, los ideales constituyen el rasgo diferencial de la política. Ahora bien,
concebir y percibir admiten disociación analítica pero la concepción ha de partir de
la percepción, el sentido de la realidad se revela condición necesaria para la concep-
ción del ideal y la adecuada elaboración de conceptos. Experiencia (realidad) y
expectativa (ideal) deben guardar correspondencia. La pretensión de maximizar los
ideales buscando su plena realización provoca el peligro de la reacción opuesta. La
buena administración de lo ideales tendrá como guía, por el contrario, optimizar.
2. Esta premisa conduce al núcleo metodológico del autor. La interacción constructiva
de realidad e ideales fundamenta la doble definición de democracia: empírica y
normativa; descriptiva y prescriptiva. Solo si acertamos a describir empíricamente
el funcionamiento de la democracia con plena conciencia de los requisitos que la
hacen factible, estaremos en condiciones de prescribir los ideales que la hagan
perfectible. Al igual que entre realidad e ideales, entre ambas definiciones de demo-
cracia debe mediar una relación complementaria de interacción constructiva. No

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cabe oponerlas como visiones contrarias sino articularlas en una concepción inte-
gral. Definición empírica y definición normativa guardan una prelación procedi-
mental en la concepción integral de la democracia: para calibrar el alcance de la
prescripción se impone una descripción adecuada, sentido de la realidad para no
pensar ideales irrealizables. No se trata de una relación de causalidad pero sí de
autonomía y prioridad procedimental, gráficamente Sartori advierte que, de no
operar así, colocamos el carro antes que los bueyes o pretenderemos dar pasos más
largos de los permitidos por la longitud de nuestras piernas.
3. La definición empírica proporciona una concepción mínima de democracia, lo que
es, los requisitos imprescindibles que la hacen posible, su funcionamiento: eleccio-
nes regulares, competencia para la captación del voto, autonomía de la opinión
pública y libertad de sufragio (gobierno por consentimiento). Pero la definición
descriptiva no es toda la teoría, al igual que las elecciones no agotan la democracia.
Los hechos necesitan ideales y las elecciones no solo deben designar representantes
sino seleccionarlos. Además de una definición descriptiva, mínima, necesitamos
una definición prescriptiva, una referencia normativa, que permita la evaluación
crítica de la realidad (Sartori, 1988: 213-224).
4. El problema surge al constatar que la democracia electoral, entendida como poliar-
quía competitiva, no se convierte en democracia representativa, entendida como
poliarquía selectiva. Se rompe el vínculo entre elección y selección, entre mayor
parte y mejor parte, entre cantidad y calidad. Las elecciones, la competencia elec-
toral, aparecen como condición necesaria y suficiente de un mínimo de democracia
pero no de una mejor democracia, más bien, en sentido contrario, de una democra-
cia ingobernable. La mayoría aritmética da lugar a una minoría altimétrica, a una
estructura de poder pero no a una estructura de élite.
5. La competencia electoral no puede equipararse a la competencia económica, no
dispone de los mecanismos del mercado para seleccionar productores; pese a las
analogías, una teoría económica de la democracia resulta inviable teniendo en cuen-
ta la importancia de los ideales (ideologías) en el comportamiento político frente a
la racionalidad utilitaria del consumidor económico. Cuando la lógica económica
se impone a la política, las elecciones des-seleccionan, provocan una selección
adversa, la rivalidad por un voto indiferenciado desata una competencia a la baja
para satisfacer los deseos del electorado formulados en clave de utilidad económi-
ca: racionalidad individual coste-beneficio que degenera en una actitud parasitaria
de reivindicar derechos sin asumir deberes en el consumo de bienes públicos.

En su monumental Teoría de la democracia 1. El debate contemporáneo, lamenta la


carencia de sustento valorativo de la representación, incluso el asedio de una valoración
hostil. Al igual que el concepto de élite, la representación política ha sufrido el triunfo del
epíteto sobre el argumento, ambos sustantivos connotan negativamente un significado sin
necesidad de adjetivos: no hay buena o mala representación, toda representación es mala.

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LA TESIS DE ESTE ARTÍCULO

Veamos en lo que sigue cada uno de los puntos señalados en la conclusión de En defensa
de la representación. En primer lugar, la configuración normativa de la representación: la
representación política como ideal. En segundo lugar, la tensión entre receptividad y respon-
sabilidad y la coherencia (el vínculo) entre gobierno del pueblo y gobierno sobre el pueblo.
Una vez expuesto el pensamiento de Sartori, la segunda parte del trabajo se dedica a las
salvedades y objeciones que suscita su planteamiento una vez analizadas las vulnerabilidades
e incoherencias de las premisas. Fundamentalmente, la relación entre democracia empírica
y democracia normativa. Ante la descripción de un hecho evidente, el primitivismo político
del ciudadano común, y la competencia a la baja entre partidos para captar el voto de una
ciudadanía indiferente, difícilmente una poliarquía competitiva experimentará el salto cuali-
tativo de la cantidad a la calidad y se convertirá en una poliarquía selectiva. Aquí radican, a
mi modesto juicio, los límites de una teoría integral de la democracia; de no afrontar crítica-
mente la premisa, la indiferencia ciudadana, se revela imposible la representación de calidad.
Asumiendo el rigor en la definición empírica de la democracia queda, no obstante, la impre-
sión de la identificación entre hechos y valores, entre realidad e ideales de tal forma que la
mejor democracia es su definición mínima. Expresada la tesis en otros términos: centralidad
de los representantes y casi irrelevancia de los representados.

La configuración normativa: la representación como ideal político

En las páginas finales de Teoría de la democracia 2. Los problemas clásicos, Sartori


critica la tesis del fin de las ideologías porque, a su parecer, el ocaso no es de las ideologías
sino de los ideales (Sartori, 1988: 582-591). El eje sobre el que gira su reflexión en torno
a la democracia es la distinción entre ideales y realidad. Prefiere ideales a valores por la
ventaja comparativa que ofrece la mejor definición del ideal: una evaluación crítica de la
realidad, el contraste entre lo que es y lo que debería ser. No obstante, un ideal es una
creencia valorativa cuya génesis o desaparición resulta imposible identificar. Pese a esta
dificultad, los ideales constituyen el rasgo definitorio de la política y mantienen una estre-
cha relación con las ideas. Un ideal es una idea que se ha elevado a referencia normativa.
Por tanto, en la crisis de los ideales subyacen ideas mal elaboradas. Bien formulada, la
cuestión tendría el siguiente enunciado: la crisis de los ideales viene provocada por ideas
deficientemente pensadas. El camino adecuado pasa por afrontar la crisis de las ideas. La
falta de sustento valorativo de la representación tiene su origen en la debilidad teórica del
concepto.
El ideal de la representación se ha visto menoscabado por dos enfoques deficiente-
mente concebidos. Tanto el conductismo como el idealismo han opuesto los dos compo-
nentes del binomio sobredimensionado uno de ellos, el conductismo los hechos y el
idealismo los valores; es decir, realidad e ideales no han recibido un tratamiento teórico

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de tensión constructiva. La clásica distinción entre hechos y valores (realidad e ideales)


constituye la base sobre la que Sartori levanta otras dualidades: doble definición de la
democracia, descriptiva (empírica) y prescriptiva (normativa); poliarquía competitiva y
poliarquía selectiva; democracia horizontal (electoral) y democracia vertical. Estas duali-
dades conceptuales, finalmente, confluyen en una de especial trascendencia: liberalismo/
democracia. Reprocha a conductistas e idealistas el empobrecimiento de una teoría inte-
gral de la democracia provocado por el sesgo unilateral, o bien de la realidad o bien del
ideal, sin el acierto de equilibrarlos.

Crítica al conductismo

Relacionando representación y élite, Sartori reprocha a Laswell la ausencia en su obra


de la connotación cualitativa de élite elaborada por Pareto: la estabilidad social depende
de la adecuada unión entre mérito y poder. Si en algún momento el poder se ejerciera por
gobernantes carentes de mérito, tendría lugar la sustitución de unas élites agotadas por
otras emergentes en el proceso caracterizado como circulación de las élites. La conclusión
es clara: quien tiene poder lo merece, la capacidad es el rasgo definitorio de la élite, en
ningún caso la mera detentación del poder. Laswell desconoce la versión paretiana. Igno-
rando la dimensión cualitativa, adopta el término pero ignora el concepto: La élite política
es la clase del poder superior. Defendiendo la necesidad de elevar el término al concepto,
asociando el hecho con el valor, Sartori propone complementar la preocupación analítica
de Laswell con las características que Pareto atribuye a la élite: mérito, capacidad o com-
petencia. Distingue a este fin entre estructura de poder y estructura de élite para concluir
que una posición de poder no implica su ejercicio cualitativo. Quienes controlan no nece-
sariamente constituyen élites; pueden ser minorías de poder pero no minorías distinguidas
(Sartori, 1988: 219-220).
Como veremos más tarde, el problema en el tratamiento conceptual de representación
y élite se halla en la conversión de cantidad en calidad; la regla de la mayoría como ins-
trumento electoral-selectivo; si la mayoría aritmética, además de una minoría altimétrica
(una estructura de poder) proporciona una minoría capaz (estructura de élite). Es decir, si
la elección no reduce sus efectos a la emisión del voto sino que selecciona a los elegidos.
El conductismo ha primado la cantidad sobre la calidad concediendo más importancia a
las técnicas de investigación que a la metodología. En un ensayo de título significativo, La
torre de Babel (Sartori, 2011: 113-177), Sartori censura la pobreza conceptual de un plan-
teamiento que incurre en tres carencias: la pérdida de anclaje etimológico (la idéntica raíz
latina de elegir y seleccionar); la pérdida de anclaje histórico que degrada el significado a
estipulaciones arbitrarias desconociendo su verdadero sentido como memoria de experien-
cias y experimentaciones pasadas. En una posición cercana a S. Wolin (1960), el anclaje
histórico semeja la tradición de discurso, la continuidad y cambio del vocabulario político.
La última vulnerabilidad del conductismo sería la pretensión de la originalidad a cualquier
precio, la hipertrofia de la innovación. La objeción, en este caso, presenta afinidad con el

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folio en blanco popperiano: el salto de la ignorancia al conocimiento, en lugar del tránsito


del conocimiento menos fiable al más fiable.
La hegemonía de la cantidad sobre la calidad ha privilegiado, en el debate sobre los
sistemas electorales, la obsesión por la representación exacta, la precisa transformación de
los votos en escaños. Igualmente la infra o sobrerrepresentación, la representatividad
sociológica (descriptiva), sin prestar atención alguna a la selección y a la calidad del lide-
razgo.

Crítica al idealismo

Las objeciones metodológicas de Sartori al conductismo revisten mayor severidad


cuando las dirige al idealismo. Por una razón fundamental: mientras que las debilidades
teóricas del conductismo lo privan de aplicación práctica, el idealismo provoca el peligro
de la reacción opuesta. La pretensión de hacer plenamente efectivos los ideales descono-
ciendo la realidad acentúa la tesis del riesgo. Por ejemplo, el ideal de autogobierno del
pueblo es inviable en tiempos de normalidad democrática, será operativo en la lucha y
derribo de un régimen autocrático pero inoperante para el ejercicio del gobierno. El prin-
cipio que residencia el poder soberano en el pueblo exige un principio intermedio que
permita la coherencia entre titularidad y ejercicio: la representación. Sin embargo la repre-
sentación ha recibido un tratamiento negativo; la carencia de sustento valorativo conduc-
tista adquiere en el idealismo una valoración hostil. Precisamente, su naturaleza de principio
intermedio ha favorecido la crítica negativa y, en consecuencia, dificultado su configura-
ción normativa.
Sartori reitera la advertencia sobre el estado de infancia en que se halla la administra-
ción de los ideales. El peligro de la reacción opuesta surge de la pretensión voluntarista de
hacer plenamente efectivo el ideal (maximización) en lugar de considerarlo un referente
normativo para la evaluación crítica de la realidad (optimización). La pregunta sobre la
realización de los ideales debe tener una respuesta ponderada, sí y no; se realizan en la
medida que cuestionan la realidad y obligan a su reforma; no se realizan si la convicción
no se ve modulada por el sentido de la realidad. El reto está en que la buena administración
del ideal depende en considerable proporción de la buena elaboración de las ideas, en
nuestro caso de la representación.

El prejuicio ideológico como obstáculo para la buena elaboración de las ideas

Para la cabal comprensión de la relación entre ideas e ideales es necesario añadir un


tercer concepto: ideología. Sartori ha denunciado su vis expansiva, un término indistintamen-
te empleado que requiere una delimitación conceptual con respecto a ideales e ideas. La
valoración hostil suscitada por la representación sería un caso típico de crítica negativa ani-
mada por el prejuicio ideológico: una ideología es una idea congelada que no necesita ser
pensada, en realidad una crítica negativa. Se trata de una crítica sin alternativas, agravada

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porque las ideas no se someten a debate para apreciar su consistencia sino que se descalifican
apelando a las motivaciones económicas o sociales que las hacen valer en la emisión de un
juicio. Sartori ha recibido, justificadamente, merecidos elogios por el rigor analítico en la
elaboración conceptual. El tratamiento de la ideología es una muestra acabada de este buen
hacer teórico. Plantea diferenciar ideología en el conocimiento de ideología en la política
(Sartori, 1988: 596). Mientras que en el primer caso el tema se dirime en la validez de las
ideas, en el segundo la cuestión pasa por su eficacia. A su vez, este diferente tratamiento
exige perfilar bien el ángulo analítico: teoría del conocimiento y sociología del conocimien-
to. El prejuicio ideológico consiste en orillar la teoría del conocimiento y centrar la atención
en la sociología del conocimiento, es decir, no en la validez y consistencia de una idea sino
en las causas de su difusión o divulgación.
Partiendo de la obra de Merton (2003, capítulos 12 y 13), critica la tesis de Mannheim
(2004) sobre el condicionamiento existencial del pensamiento. Sartori otorga más solidez a
la idea de condicionamiento existencial que a la idea marxista de falsa conciencia, pero
cuestiona ambas porque, siguiendo a Merton, en lugar de analizar la validez de las ideas
desde un punto de vista epistemológico, preguntan por los motivos para defenderlas. El
resultado es la reducción de la teoría del conocimiento a la sociología del conocimiento. No
hay, sin embargo, determinación causal entre la creatividad del pensamiento y los factores
existenciales o económicos. Sartori señala que ninguna sociología del conocimiento explica
la obra de Marx o la de Mannheim; sustituyendo la teoría del conocimiento por la sociología
del conocimiento se desconoce el lugar diferente ocupado por el creador y el receptor de las
ideas, entre quienes piensan y quienes, irreflexivamente, se adhieren a lo pensado. Por tanto,
la sociología del conocimiento explica la difusión del pensamiento creado pero no cómo
llegó a crearse. Tras esta reflexión Sartori concluye que el debate sobre las ideas debe tener
como norte si son ciertas o falsas, si son o no verificables, coherentes o contradictorias pero
no desvelar los motivos ocultos o inconfesables o mostrar los condicionamientos económicos
o sociales. En definitiva, la pretensión de desenmascarar las ideas se revela un empeño arte-
ro, con la única finalidad de desacreditar las bien fundadas o justificar las indefendibles.
Representación y elitismo constituyen dos muestras paradigmáticas de prejuicio ideo-
lógico. Sartori exige que el debate sobre las ideas tenga presentes unos interrogantes
imprescindibles para que la crítica resulte constructiva. En primer lugar, ¿para qué sirve?,
¿cuál es el objetivo perseguido y el resultado a conseguir? En segundo lugar, ¿cuál es la
alternativa?, ¿qué sustituirá a qué?, ¿tenemos algún modo de reemplazo? y ¿será mejor
que lo reemplazado? (Sartori, 1994: 67-68). La respuesta a estas preguntas conduce a una
rigurosa elaboración conceptual de la representación política conforme al criterio per
genus et differentiam.

Concepto de representación política

Representación significa hacer presente algo o alguien ausente. El método por el que
la ausencia adquiere presencia se vuelve la variable clave de la representación. Caben tres

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tipos de representación: sociológica, jurídica y política (Sartori, 1992: 225-242). Entre


ellas hay un denominador común (género) y características propias (diferencia). En el
caso de la representación sociológica el rasgo diferencial es la semejanza, la coincidencia,
el idem sentire. El método para designar al representante resulta accesorio: si lo que debe
garantizarse es el parecido, la exigencia es que quien represente sea representativo, refle-
je (personifique) con fidelidad las aspiraciones o singularidades del colectivo. La repre-
sentatividad circunscribe la rendición de cuentas a una responsabilidad dependiente,
responsabilidad ante. En principio la correspondencia subyacente a representantes y
representados hace poco problemática la representatividad sociológica, los representantes
harán lo que espontáneamente haría cualquier representado. La representación jurídica
presenta afinidad conceptual con la sociológica, fundamentalmente en el peso decisivo
del representado y en la sujeción del representante. El mandato imperativo es la extrapo-
lación al ámbito político de la relación contractual entre el abogado y el cliente. La iden-
tidad espontánea de la representación sociológica se asegura en la representación jurídica
sometiendo a los representantes a órdenes o instrucciones para que ejecuten la voluntad
de los representados.
La representación política comparte características con la sociológica y jurídica pero
presenta un atributo diferencial clave: la relación entre representantes y representados no
corresponde a un principal que habla con una sola voz por un interés compartido, un sen-
timiento idéntico o un encargo preciso. Cuando la representación se justifica como una
segunda opción, una vez constatada la inviabilidad de una democracia directa, la razón
esgrimida es el número. No es lo mismo representar a cien que a cien mil. Pero el proble-
ma no radica en la cantidad, sino en el salto de la cantidad a la calidad: es imposible que
cien mil ciudadanos coincidan en todas las opiniones o tengan intereses comunes, o las
opiniones e intereses tengan intensidad parecida. Será inevitable, por el contrario, que las
aspiraciones y demandas sean contradictorias, opuestas, incompatibles y deban articularse
para conciliarlas o, al menos, encauzar un conflicto que, de otra manera, sería destructivo
(Sartori, 1992: 225-242).
La consecuencia más trascendente de negar la representación como eco (reflejo) o
como mandato (encargo) es la negación de un mandatario y, en contrapartida, la inexisten-
cia del pueblo. Expresado en otros términos: el pueblo o el mandatario no es la premisa,
sino la consecuencia (el efecto) de la representación. Esta idea explica el cambio de pueblo
a nación y la decisiva teoría, hecha práctica constitucional, que prescribe la inexistencia de
una voluntad popular hasta que la asamblea representativa, en nombre de la soberanía
nacional, adopta una decisión.
La recriminación de Sartori al conductismo sobre la ignorancia de la historia (anclaje
histórico) y la hipertrofia de la innovación (nuevismo) tiene en la representación política
una muestra destacada. La representación medieval adoptaba la dinámica de la representa-
ción privada: un estamento delegaba en sus representantes la defensa de sus intereses
mediante instrucciones o mandatos, de tal manera que si las condiciones cambiaban, los
mandatarios estaban obligados a recibir nuevas instrucciones. La representación era de algo

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ante alguien, de los intereses estamentales ante el soberano. A medida que las monarquías
necesitaron más recursos para financiar la guerra, las convocatorias de cortes se hicieron
más frecuentes y mayor fue la dependencia y vulnerabilidad del rey al tiempo que aumen-
taba el poder de los representados. El punto de inflexión lo marca la soberanía compartida:
los representantes no salvaguardan ante el soberano los intereses de sus representados, su
fuerza es tal que comparten soberanía con el monarca. La soberanía se manifiesta en la
obligación de ejercer la prerrogativa regia en el parlamento. La asamblea pasa de ser un
órgano externo al Estado a ser un órgano del Estado y los representantes, además de repre-
sentantes, gobiernan; representan al pueblo pero gobiernan sobre el pueblo. En estas condi-
ciones deja de tener sentido el mandato imperativo porque, entonces, el representante que-
daría imposibilitado para la dirección política, además de salvaguardar los intereses de sus
electores debe garantizar el interés general de la nación. Sartori recuerda que, pese al duro
ataque de E. Burke contra la revolución francesa, su posición coincide con la declaración
recogida en la Constitución de 1791: la representación no es de electores concretos, sino de
la nación. El famoso discurso de Burke (2008: 85-93) a los electores de Bristol constituye
la referencia obligada para fundamentar la singularidad de la representación política: la
voluntad de la nación no preexiste a la decisión de la asamblea.
En la representación sociológica lo decisivo no el método para designar representantes
sino el idem sentire, constatar la existencia de la opinión común o sentimiento compartido.
Puede haber representación sin elección, por ejemplo, mediante sorteo o rotación. Por el
contrario, la representación política requiere la elección. No se trata de garantizar la mejor
coincidencia de opiniones o intereses, sino de asegurarla; y este fin solo se alcanza condi-
cionando la actuación de los representantes a la obligación de rendir cuentas, una res-
ponsabilidad más compleja que la propia de la representación sociológica, además de
responsabilidad ante es responsabilidad por. Si hacer efectiva la semejanza no es el
fundamento de la representación política, sino la de rendir cuentas, responsabilidad y
elección aparecen como un binomio inescindible. En ausencia de elecciones puede haber
representatividad pero solo la elección garantiza la responsabilidad.
Llegados a este punto es necesario aclarar la relación entre representatividad y res-
ponsabilidad. Sartori recurre para bien conceptuar el término representatividad a otro de
los reproches dirigidos al behaviorismo: el anclaje etimológico. En sus orígenes medie-
vales la representación aparecía connotada por el sentido de pertenencia a una misma
matriz de extracción que hace del representante alguien que personifica al representado.
Los miembros de una corporación medieval sentían la representación no porque eligie-
ran, sino porque mediaba identidad entre mandatarios y mandados, se pertenecían. En
puridad de conceptos se trata de una representación gremial, corporativa, de ahí que el
representante aparezca como una réplica, un alter ego. Ahora bien, una asamblea que
refleje con fidelidad las características de alguien o de algo, siendo representativa,
puede, sin embargo, no ser responsable. Políticamente debe primar la respuesta respon-
sable sobre el espejo perfecto de similitudes pero la primacía de la responsabilidad no
debe llevar al desconocimiento de la representatividad: el sutil equilibrio entre el reflejo

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identitario de la representatividad y la rendición de cuentas de la responsabilidad. Sar-


tori expresa la tensión alojada entre ambas representaciones:

“En el ámbito de la representación política llegamos, por tanto, a un dilema:


sacrificar la responsabilidad a la representatividad, o bien sacrificar la represen-
tatividad a la responsabilidad” (Sartori, 1992: 237).

Con este planteamiento, Sartori prefigura lo que sería la configuración normativa de la


representación política sumando a la relación representatividad-responsabilidad otra dua-
lidad: responsabilidad dependiente-responsabilidad independiente. Bajo la primera, el
representante actúa en nombre del representado; en la segunda, se espera del representan-
te una actuación responsable confiando en su conciencia y competencia. Tanto en la repre-
sentación sociológica como en la jurídica, la responsabilidad dependiente encaja en la
relación principal-agente, el representante tiene una sola tarea: satisfacer el privativo inte-
rés del dominus ignorando los efectos negativos que esta satisfacción provoque en intere-
ses ajenos. No ocurre así en la representación política. El margen de independencia del
representante, garantizado por la prohibición de mandato imperativo y revocación, posibi-
lita la subordinación de intereses sectoriales y particulares al interés general. Si cede a las
presiones de intereses parciales se resiente el interés general con el consiguiente sacrificio
de la responsabilidad independiente y el riesgo de caída en la dependencia de intereses
inevitablemente contingentes, contradictorios y, frecuentemente, mal concebidos. La repre-
sentación política significa el predominio de la responsabilidad independiente sobre la
dependiente, pero el predominio no significa desconocimiento, el representante debe per-
manecer atento a los deseos y demandas de los representantes.

Equilibrio difícil entre receptividad y responsabilidad, entre rendición de cuentas


y comportamiento responsable

El título de este epígrafe expresa la configuración normativa de la representación polí-


tica elaborada por Sartori. Para que un ideal sea constructivo, no la expresión de una críti-
ca negativa, debe proyectarse sobre la realidad que pretende cambiar. Sería destructivo si
tuviera como referencia una realidad fabulada. El ideal no es una reacción contra la reali-
dad sino una interacción que atiende la evidencia. La interacción se manifiesta en la pre-
sión del ideal y la resistencia de la realidad pero la retroalimentación debe ser positiva.
Según Sartori en esta tarea nos hallamos en la infancia, como hemos tenido oportunidad
de ver, tanto el conductismo como el idealismo acaban haciendo una lectura unilateral de
la relación, bien de la realidad, bien del ideal. Si recordamos ahora que un ideal será más
o menos constructivo o destructivo dependiendo, en proporción considerable, de la mejor
o peor elaboración de las ideas, el concepto de representación política, según el método
per genus et differentiam, ofrece una versión que lleva de la teoría a la práctica. Definida

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normativamente la representación y contando con el ideal resultante de una idea bien ela-
borada, veamos el siguiente paso: la evidencia de la realidad sobre la que debe presionar
y las eventuales resistencias que se le opondrán.

La realidad de las democracias: el primitivismo político del ciudadano medio

La evidencia fundamental exhibida por la realidad es el primitivismo político del ciudada-


no medio, su incapacidad para emitir juicios fundados sobre cualquier asunto alejado de su
interés directo. Asumiendo el postulado de Schumpeter (1988: 321-342), Sartori comparte la
regresión primitiva de un pensamiento asociativo y afectivo experimentada por el ciudadano
común. Teniendo en cuenta la infinidad y la complejidad de las políticas, la reacción habitual
será la indiferencia, incluso la apatía, en definitiva, la despreocupación hacia lo público. Al
igual que Schumpeter, también advierte el previsible sectarismo del ciudadano decidido a
intervenir, lo hará en defensa de un interés privativo y sin consideración alguna hacia las
repercusiones negativas de sus pretensiones. Sartori describe una realidad política dominada
por la sociedad de masas donde individuos, aislados en la muchedumbre solitaria, son presa
fácil de la manipulación ideológica. Cuando diagnostica la sociedad carente de ideales, el
primitivismo político del ciudadano medio adquiere la versión del hombre económicamente
mentalizado. El pensamiento asociativo se vuelve entonces una actitud parasitaria ante los
bienes públicos, se reclaman derechos sin asumir deberes (Sartori, 1988: 139-166, 584).
La repercusión del primitivismo político y la mentalización económica tiene reflejo en
la sobrecarga e ingobernabilidad de las democracias. La receptividad y deferencia de los
dirigentes ante las presiones y demandas sobrecargan el presupuesto y convierten en ingo-
bernable la democracia. La competencia por la captación del voto busca la cantidad, el
sufragio indiferenciado, en una rivalidad a la baja por el miedo a ser penalizado con la
retirada de la confianza para seguir gobernando o a no recibirla para gobernar. El problema
de las democracias aquejadas de una ciudadanía dominada de primitivismo político y
mentalización económica es que la elección solo da lugar a mayorías aritméticas pero no
a minorías selectas, la cantidad no se convierte en calidad, la elección no implica selección
y los representantes pueden se representativos pero no responsables.
Proyectar sobre esta realidad el ideal de una democracia participativa se halla conde-
nado al más estrepitoso de los fracasos. En clave platónica, Sartori atribuye al ciudadano
medio la emisión de opiniones, pero niega su aptitud para el conocimiento. Doxa no es
episteme. La superficialidad de una opinión conduciría a decisiones disparatadas. Si el
ciudadano en lugar de elegir a quien decide, decidiera por sí mismo, la democracia se
volvería inviable. La alternativa sería una democracia de referéndum donde cada ciudada-
no, en solitario, votaría sobre cualquier política y los efectos negativos del gobierno de
mayoría alcanzarían su dimensión más inquietante: quien ganara lo ganaría todo y las
minorías, en contrapartida, lo perderían todo.
También cuestiona que, aquejado por el primitivismo, el ciudadano sea racional en la
emisión del sufragio. A diferencia de la racionalidad impuesta por el mercado al consumidor,

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54 Manuel Zafra Víctor

la competencia electoral, lo hemos visto, solo garantiza libertad de voto pero no selección
del oferente. No cabe asimilar ambos mercados más allá del dato elemental (pero decisivo)
de garantizar la diversidad y la libertad de opción. Sartori ve en el planteamiento de la
racionalidad del comportamiento electoral una quimera, toda vez que la única aparente
posibilidad, el voto en función de un problema, impide apreciar los efectos de una política
en otras políticas y calibrar las ventajas e inconvenientes de las diferentes alternativas. Esto
es, la complejidad de la decisión impide la correspondencia entre fines y medios, esencia
en la definición de la racionalidad.
Aunque Sartori no relaciona directamente el voto en función del problema y la corres-
pondencia tendencial entre la intensidad del problema y el extremismo, no parece exage-
rado identificar la participación del ciudadano activo con el riesgo de la reacción opuesta:
comparativamente el primitivismo resulta positivo para la democracia, mientras que la
participación aloja el peligro de incentivar la polarización y el sectarismo.
Ante este panorama, ¿progresa la teoría? Pese a las limitaciones del comportamiento
electoral del ciudadano medio y las simplificaciones a las que se ve obligado como elector,
la definición descriptiva de la democracia mantiene solidez teórica. La consistencia de la
democracia electoral se explica diferenciando lo que hacen los electores y lo que las eleccio-
nes significan: las elecciones no resuelven problemas; deciden quién habrá de resolverlos.
Ni siquiera, como señalara Dahl (1955: 125-127), expresan las primeras preferencias o las
primeras opciones. Descartada la tesis del electorado racional y asumiendo que las eleccio-
nes deciden quién deberá decidir, las exigencias de la racionalidad se trasladan a los repre-
sentantes. Esto es, cuando la horizontalidad de la democracia electoral deja paso a la verti-
calidad de la democracia representativa. A partir de este estadio es necesaria la cuidadosa
administración del ideal una vez consciente de la realidad sobre la que debe operar. La máxi-
ma es optimizar, el riesgo maximizar. Sartori urge a salir del elector racional y de la opinión
pública racional para entrar en la opinión pública autónoma. El elector racional, como la
opinión pública racional, constituye la ficción sobre la que el antielitismo proyecta el ideal
democrático, pero la evidencia es otra que obliga a modularlo. Por ejemplo la opinión públi-
ca puede no ser racional, pero es autónoma, no toma iniciativas pero reacciona, no decide
pero condiciona las decisiones. La autonomía de la opinión pública presta consentimiento al
gobierno que, a su vez, debe mostrar sensibilidad a los deseos del electorado (pueblo). En
esta secuencia residiría la retroalimentación positiva de ideales (gobierno del pueblo) y rea-
lidad (primitivismo político del ciudadano medio). En sentido contrario a la teoría clásica, no
existe una voluntad popular que los representantes cumplan, pero cualquiera de las políticas
impulsadas por el gobierno se somete al veredicto del pueblo.

Gobierno de los ciudadanos y gobierno sobre los ciudadanos

La democracia no se reduce, pues, al control recíproco entre los líderes de las forma-
ciones políticas. Su fundamento es el control del demos sobre los representantes mediante
elecciones regulares. No obstante, definir la democracia en su dimensión vertical requiere

Revista Española de Ciencia Política. Núm. 39. Noviembre 2015, pp. 43-66
El concepto de representación política en la teoría de la democracia de Giovanni Sartori 55

prestar atención no solo a la factibilidad, sino también pensar en la perfectibilidad demo-


crática. Al comienzo del primer volumen aparece un epígrafe donde el autor anuncia con
precisión su objetivo. Caracterizando la democracia como el poder del pueblo sobre el
pueblo, llama la atención sobre el doble recorrido del poder, el ascenso de abajo hacia
arriba y el descenso de arriba hacia abajo. El nudo crucial es no desvincular el ascenso del
descenso. ¿Cómo mantener y asegurar el lazo entre la atribución nominal y el ejercicio
real del poder? Prefigurando la discontinuidad entre elección y representación advierte la
fragilidad de la relación:

“Aunque las elecciones y la representación son los instrumentos necesarios de


una democracia a gran escala son también su talón de Aquiles. Quien delega el
poder puede también perderlo; las elecciones son necesariamente libres; y la
representación no es necesariamente genuina. ¿Cuáles son los remedios y las sal-
vaguardas a tales eventualidades?” (Sartori, 1988: 55).

La promesa cargada de expectativas que gravita en el interrogante se desactiva de


inmediato:

“La verdad es que una teoría de la democracia que tan solo consista en la idea
del poder del pueblo solamente resulta adecuada en el combate con el poder auto-
crático. Una vez derrotado este adversario, lo que automáticamente se transfiere
al pueblo es solo un derecho nominal. El ejercicio del poder es otra cosa” (Sartori,
1988: 55).

La sorpresa y el desconcierto de la pregunta y la respuesta conducen a la aporía en la


que incurre Sartori. Reiteradamente argumenta la necesidad de una teoría integral de la
democracia, descriptiva y normativa que contemple la presión de los ideales y la resisten-
cia de la realidad para activar una retroalimentación positiva entre experiencia y expecta-
tivas. Advierte que la competencia electoral proporciona representación pero con más
probabilidad que sea apócrifa que auténtica; no hay relación de causalidad entre elección
y selección. También destaca la solidez del liberalismo para establecer la coherencia entre
teoría y práctica, una idea bien elaborada que ha proporcionado un ideal realizable evitan-
do el riesgo de caer en el prejuicio ideológico. Sin embargo, nada dice, más allá de la
necesidad en la calidad del liderazgo, sobre los factores que favorecen o incentivan la
calidad de la representación. N. Bobbio señala esta carencia en el comentario publicado
con motivo de la aparición de teoría de la democracia:

“Queda la pregunta de cuáles son las características de una democracia meri-


tocrática y cómo se llega a ella. Parece que Sartori lamenta que la democracia
actual esté muy lejos de corresponder a la definición ideal; pero ni siquiera en las
conclusiones finales se aclara el secreto para corregirla” (Bobbio, 1988: 151).

Revista Española de Ciencia Política. Núm. 39. Noviembre 2015, pp. 43-66
56 Manuel Zafra Víctor

Veamos algunas de las incoherencias en la teoría de la democracia elaborada por


Sartori.

Aporías y contradicciones en la teoría de Sartori sobre la representación política

En esta segunda parte del trabajo intentaré exponer las aporías y las contradicciones en
las que cae Sartori. Anticipo la objeción más importante: la teoría de la democracia elabo-
rada por Sartori versa sobre una democracia de representantes donde los representados
juegan un papel accesorio, una referencia menor exigida por la mínima definición de
democracia: el ejercicio del sufragio. El gobierno necesariamente ha de tomar en cuenta
las preferencias del electorado pero no para asumirlas, obviamente tampoco reducir sus
iniciativas a las demandas ciudadanas, ni siquiera a las medidas previstas en el programa
electoral. Si el ciudadano común aparece aquejado de primitivismo político, sus deseos y
aspiraciones, incluso sus intereses, se encuentran necesitados de filtro y depuración. La
superficialidad de sus opiniones o sus pulsiones egoístas en la reclamación de derechos y
olvido de deberes, no obstante, deben ser considerados por los representantes pero también
encauzados y corregidos. Creo que la relación entre representación virtual y representa-
ción real teorizada por E. Burke recoge bien la concepción de la representación planteada
por Sartori.

Representación virtual (conocimiento) y representación real (opinión)

Sartori se instala en la tradición de discurso inaugurada por Burke que defiende la


existencia de intereses desvinculados claramente distinguibles de intereses subjetivos. Este
postulado cuestiona claramente la creencia liberal que hace del individuo el mejor juez de
sus propios intereses. H. Pitkin (1985: 211 y ss.) analiza la diferente concepción del interés
sostenida por los autores de El Federalista y la mantenida por Burke. Mientras que para
los padres fundadores, sobre todo para Madison, la política es el reino de las presiones y
las opiniones, para Burke es el reino del conocimiento y la razón. Siendo cierto que ambos
autores diferencian el interés particular y a corto plazo (el “destello de un día” en la incom-
parable expresión de Burke en su discurso ante los electores de Bristol) del interés general
y a largo plazo, Madison no atribuye mejor conocimiento al representante que al represen-
tado. En cambio, Burke, al concebir un interés objetivado, susceptible de conocimiento y
representación virtual por una aristocracia natural, rebaja el parecer de los representados a
un dato elemental.
La pregunta que suscita la idea de interés desvinculado se hace evidente, ¿son necesarias
las elecciones si una minoría distinguida de representantes está en condiciones de determinar
el interés de los representados mejor que ellos mismos? Sartori recuerda una carta de Burke
a sir Hércules Langrishe donde, pese a declarar la superioridad de la representación virtual,
reconoce sus límites y asume la necesidad de vincularla a la representación real (efectiva).

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El concepto de representación política en la teoría de la democracia de Giovanni Sartori 57

El pensamiento final de Burke resume perfectamente la posición de Sartori: el diputado debe


tener una cierta relación con el electorado.
La “cierta relación” prescrita por Burke la concreta Sartori en la regla de las reacciones
anticipadas, la previsión que deben conjeturar los representantes sobre las repuestas de los
representados a las políticas propuestas. Sin embargo, como H. Pitkin señala, la conside-
ración de los pareceres populares (las opiniones, según Sartori) es, para Burke, un requi-
sito previo a la representación, el material para la representación pero no representación.
Desvinculación remite a la objetividad y universalidad de un interés libre de connota-
ciones subjetivas o territoriales. En la representación de un interés desvinculado la relación
entre representante y representado semeja la mantenida entre un profesional experto y un
cliente inexperto, entre un médico y un enfermo o entre un abogado y un cliente, o, inclu-
so con más crudeza, entre el pastor y el rebaño. El objeto de la representación adquiere
vida propia más allá de la propuesta inicial del cliente cuando el profesional aplica el
conocimiento experto. Aludiendo a la distinción de Sartori, el cliente emite una opinión
inexperta que luego el profesional, con su conocimiento experto, filtra y depura o simple-
mente descarta. Esta posición desequilibra la relación mandato-independencia (recep-
tividad-representatividad-dependencia/independencia-responsabilidad) del lado de la
independencia hasta convertir al representante en un tutor del representado. La crítica
formulada al elitismo sobre la contradicción que supone negar capacidad al elector para
decidir pero sí reconocérsela para elegir, suscita en Sartori más sarcasmo que rigor. Ironi-
zar sobre la equiparación entre elegir a un abogado y defenderse por sí mismo contradice
una de las tesis centrales de su pensamiento: las elecciones competitivas no seleccionan
representantes, más bien los deseleccionan.
Aunque Sartori no lo explicite de forma clara, la selección adversa surge por la defe-
rencia de unos representantes dispuestos a rivalizar para complacer a los representados. La
ingobernabilidad, la sobrecarga, es decir, la responsabilidad dependiente de maximizar la
receptividad tiene su origen en el primitivismo político del ciudadano medio. Resulta des-
concertante establecer el mínimo de la democracia en la contención que una sociedad de
masas integrada por ciudadanos primitivos pueda ejercer sobre los representantes para que,
obligados por la regla de las reacciones anticipadas, tengan en cuenta sus demandas. La
calidad de las élites vendría a continuación. La democracia mínima, descriptiva, empírica
gira en torno al comportamiento político del ciudadano común. La democracia normativa,
prescriptiva, perfectible en torno a las élites, filtrando y depurando las opiniones superfi-
ciales o las demandas infundadas. El desconcierto aumenta al relacionar ambas definicio-
nes de democracia: ¿surgirán representantes selectos a partir de comportamientos primiti-
vos? La tesis de la ingobernabilidad indica lo contrario. Las élites obsequiosas son la
consecuencia del primitivismo de un electorado cuya preocupación acuciante radica en la
salvaguarda de intereses particulares y a corto plazo.
El antielitismo opone al primitivismo político del ciudadano medio el elector cívico,
el ciudadano comprometido. Sartori niega que esta sea la evidencia proporcionada por
la realidad. En su exposición destaca que el primitivismo no es solo una constatación

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58 Manuel Zafra Víctor

empírica; argumenta las razones de su evidencia y la aspiración infundada de buscar


remedios para superarlo. Encuentra las razones en los costes de oportunidad y la actitud
racional del consumidor parasitario ante los bienes públicos, la conciencia del coste ante
la irrelevancia infinitesimal del esfuerzo individual para el impulso de la acción colecti-
va. Severo en el juicio que le merece el uso abusivo de las técnicas de investigación,
admite, sin embargo, que, por una vez, las ciencias sociales suministran pruebas feha-
cientes sobre la evidencia de una realidad: la apatía e indiferencia del ciudadano medio
y la mentalización económica; la primera expresión del primitivismo político, la segun-
da de una conducta utilitaria y autosirviente. Resalta que la baja participación y la
pobreza de la información son datos avalados y confirmados por la estadística. Si, como
se indicaba más arriba, esta evidencia se justifica por los costes de la acción colectiva,
pierde sentido la crítica antielitista de imputar a la supuesta corriente elitista la defensa
del comportamiento electoral del ciudadano común.
Resulta paradójico en el pensamiento de Sartori que una misma realidad, la de una
ciudadanía pobremente informada y desinteresada de los asuntos públicos y la de unas
élites deferentes y rivalizando para satisfacer los deseos y presiones de un electorado
primitivo, reciba un tratamiento tan dispar. Mientras que el primitivismo político es
irremediable y si se pretendiera remediar provocaría más perjuicios que beneficios,
pareciera que las admoniciones se dirigen a unas élites que han desertado de conducir a
las masas en lugar de dirigirlas. Ahora bien, si la accesibilidad y claudicación de las
élites se explica por un electorado imbuido de mentalización económica, parece lógico
deducir que la calidad de las élites depende del civismo y el compromiso de un electo-
rado cuya intervención no quede reducida a la emisión del sufragio y al indirecto y
lejano efecto que suscite el futuro veredicto electoral en la reacción anticipada de los
representantes. Sartori nada dice sobre los cauces para que la poliarquía competitiva se
convierta en poliarquía selectiva, pero sí propone el buen funcionamiento de una poliar-
quía selectiva: la decisión por comités.

Decisión por comités

La muestra más definitoria de la “cierta relación” mantenida entre representación vir-


tual y efectiva la desarrolla Sartori en el capítulo dedicado a la decisión por comités.
Definido como “un grupo pequeño, que se comunica personalmente y cuyos miembros se
influyen mutuamente” (Sartori, 1988: 261-293), constituye el contrapunto de la democra-
cia representativa y vertical con respecto a la democracia electoral y horizontal. Si el
elector se ve obligado a comportarse como un gran simplificador toda vez que el voto le
impide graduar la intensidad de sus preferencias, el miembro de un comité puede adaptar
el voto en función del interés directo o indirecto en el objeto de la decisión. La clave se
halla en que, a diferencia de las elecciones, el voto en un comité no es un hecho puntual y
aislado, sino que se integra en un proceso decisional continuado: la decisión de hoy será
tenida en cuenta mañana y, en consecuencia, las cesiones actuales serán consideradas y

Revista Española de Ciencia Política. Núm. 39. Noviembre 2015, pp. 43-66
El concepto de representación política en la teoría de la democracia de Giovanni Sartori 59

compensadas en decisiones futuras. El código operacional en el funcionamiento de un


comité es la compensación recíproca diferida.
Cuando argumenta la compatibilidad entre democracia y decisión por comités, Sartori
acuña dos conceptos claves en su obra: demo-poder y demo-distribución en paralelo al
tópico político que separa titularidad y ejercicio del poder. La titularidad del poder corres-
ponde al pueblo pero, ante la imposibilidad e inconveniencia de su ejercicio, el factor
decisivo no es la mayor participación popular en la producción del poder, sino la mayor
igualdad en los beneficios y la menor desigualdad en las pérdidas para el pueblo. Más que
sujeto los representados aparecen como objeto.

“Aunque los estudiosos sean reacios a reconocerlo, cada vez tratan menos
sobre quién tiene el poder y se interesan en forma creciente en las recompensas y
asignaciones, es decir, en los efectos de las decisiones del poder: quién consigue
qué” (Sartori, 1988: 288).

El círculo de la exclusión y marginalidad de los representados se cierra con la recomen-


dación sobre la discreción en el funcionamiento de los comités. El epílogo del primer
volumen donde se analizan los costes del idealismo enumera, entre otros, el provocado por
la visibilidad política. Que las elecciones no seleccionen encuentra explicación en la con-
tienda por satisfacer el primitivismo político de unos votantes imbuidos de mentalización
económica. Las élites políticas se muestran deferentes y accesibles a la presión de la masa
y caen cautivas de la inmediatez y los intereses particulares. Sartori reitera que el compor-
tamiento y la actitud de un representante cambian radicalmente si, en lugar de dirigirse a
sus seguidores en una plaza o en la televisión, debe argumentar o negociar en una comi-
sión. El contexto político necesario para superar la accesibilidad de las élites es la discre-
ción del funcionamiento de un comité. Esta defensa del elitismo supone el contraste más
apreciable con respecto a la deliberación pública y el supuesto riesgo de exacerbar el sec-
tarismo de quienes intervienen.
Consumada la marginación de los representados con la prevención ante las consecuen-
cias negativas de la deliberación pública y, descartada, por tanto, el demo-poder de la parti-
cipación, la salida más aconsejable es la demo-distribución. Es decir, satisfacer los intereses
de los votantes. Sin embargo esta conclusión de Sartori casa mal con su explicación del
declive de los ideales y la hegemonía de la mentalización económica y el primitivismo polí-
tico del ciudadano medio. Si en la cita anterior concede prioridad a las recompensas y asig-
naciones sobre la titularidad del poder, dando más importancia a los efectos de las decisiones
del poder para determinar quién consigue qué, en el epílogo sobre el declive de los ideales
sintetiza justamente en “el quién consigue qué” la reducción de la política en una época
dominada por la confianza en el crecimiento económico ilimitado. Más adelante expresa la
progresiva degradación de la política en una triple contraposición que desmiente su inicial
declaración sobre la prevalencia de la demo-distribución sobre el demo-poder: la reducción
de la política a la economía; los ideales a la ideología y la ética al cálculo.

Revista Española de Ciencia Política. Núm. 39. Noviembre 2015, pp. 43-66
60 Manuel Zafra Víctor

El comité es la conclusión de un razonamiento que pone de manifiesto la proporción


inversa entre costes de decisión y riesgos externos. Cuanto mayor es el número de deciso-
res, mayores serán los costes pero menores los riesgos para los afectados por la decisión
en la medida que sus intereses se hallan presentes; si son pocos quienes deciden, entonces,
los costes disminuyen pero los riesgos externos aumentan. El equilibrio entre ambas varia-
bles obliga a contemplar otras dos: la norma que rige la toma de decisiones y el método de
formación del órgano decisorio. La relación entre ambos pares de variables es la siguiente:
los riesgos externos no dependen tanto del número de decisores como de la formación del
grupo decisor, es decir, de su composición y naturaleza. A su vez, ambos requisitos, com-
posición y naturaleza, conducen al punto fundamental: si el grupo decisor es o no un grupo
de representantes. Siendo un grupo de representantes la composición del órgano se revela
más importante que la regla para la adopción de decisiones pues los riesgos externos expe-
rimentan una reducción considerable sin agravar los costes.
La decisión por comités es la expresión más genuina de una democracia de represen-
tantes. Mientras que en la relación representantes-representados no rige la intensidad de
las preferencias, adquiere plena relevancia en la relación entre representantes. En efecto,
Sartori al descalificar la opinión del ciudadano medio traslada al representante la carga de
la racionalidad para decidir. Aunque, indirectamente, la legitimidad de la decisión se halla
en el consentimiento de los gobernados expresado mediante sufragio, encuentra funda-
mento en la independencia de los representantes. La distancia entre representación virtual
y representación real ignora la prioridad que el electorado conceda a cada una de las polí-
ticas; ante el retrospectivo veredicto del voto el representante está obligado a una reacción
anticipada, pero una vez detectada la preferencia, el interés se desvincula y se objetiva. Por
el contrario, entre representantes reunidos en comité la intensidad de las preferencias cons-
tituye el criterio decisivo para la adopción de decisiones. No se trata de una deliberación
que atienda a buenas razones, sino al intercambio negociado de apoyo (do ut des).
De ahí la importancia en la composición del órgano que decide. Este punto también
suscita reservas. Aunque Sartori aclara que un grupo de representantes no es un grupo
representativo, no puede evitar la evidencia y relevancia de una representación descriptiva
de diferentes intereses en lugar de la representación política en torno a intereses y opinio-
nes ponderados con los criterios del largo plazo y el interés general.
Un comité se parece mucho al parlamento deplorado por Burke: una asamblea de
embajadores o de comerciantes que negocian. Quizá por esta razón los comités deben
guardar discreción y actuar al margen del electorado.
Cuando Sartori argumenta en contra de la tesis de un comportamiento electoral regido
por la racionalidad del voto, llama la atención sobre la imposibilidad, para el ciudadano
medio, de convertir la información en conocimiento. Teniendo en cuenta la interdependen-
cia entre políticas y los inevitables efectos colaterales de unas en otras, el ciudadano se ve
abocado a un cálculo utilitario indiferente a las exigencias de una decisión colectivizada.
En la discusión con el conductismo acerca del debate sobre la cancelación o la neutraliza-
ción de los valores, desecha la posición behaviorista y asume la neutralización. Al exponer

Revista Española de Ciencia Política. Núm. 39. Noviembre 2015, pp. 43-66
El concepto de representación política en la teoría de la democracia de Giovanni Sartori 61

las formas de neutralizar hace tres recomendaciones: declarar con antelación los propios
valores, comprobar y describir antes de evaluar, y presentar la imparcialidad de todos los
puntos de vista (Sartori, 2011: 108-112). Sartori deja la impresión de asumir la segunda
recomendación e ignorar las otras dos. Pese a la advertencia de no confundir subrepti-
ciamente juicios de hecho y de valor, no parece exagerado afirmar que comprobada la
evidencia y descrita la realidad, la percepción se impone a la concepción. Hasta tal punto
habría continuidad entre la macro y la micro teoría, que las técnicas de investigación
social, por una vez, dan carta de naturaleza a una concepción imposible de pensar en
otros términos.
Sartori cae en la misma posición que objeta a Mannheim: la pérdida de “agarre gno-
seológico”; es más, en un cierto prejuicio ideológico: las condiciones existenciales deter-
minan el conocimiento. Las razones para explicar el primitivismo político del ciudadano
medio vienen de la sociología del conocimiento, explican los obstáculos socioeconómicos
para adoptar juicios fundados y convertir la información en conocimiento. Describen bien
la degradación de las ideas creadas en ideologías asumidas. Es decir, no el proceso de
creación de las ideas, sino el de su difusión y divulgación. La conclusión parece clara:
explicación y justificación, hecho y juicio de valor acaban coincidiendo.
No sin ironía Bobbio elogia el esfuerzo y empeño de Sartori por alcanzar precisión
conceptual y evitar la confusión teórica. El viaje en el tiempo y en el espacio en busca de
la isla del tesoro arroja, sin embargo, el desencanto de un hallazgo más decepcionante: el
tesoro no está allí, o lo que hay carece del atractivo imaginado. El camino de ida hacia la
democracia normativamente definida vuelve a entronizar la definición descriptiva: lo que
es coincide con lo que debe ser, el mal menor:

“La democracia se aleja cada vez más de su modelo ideal suponiendo que el
modelo sea, como lo propone Sartori, la meritocracia. Y parece que el último
argumento de los buenos demócratas se haya vuelto el mal menor” (Bobbio,
1988: 152).

La melancolía contenida en el juicio de Bobbio tiene en Sartori una valoración dife-


rente:

“Respecto a la ’democracia gobernante‘, la expresión indica con claridad un


ideal. Y mi exposición sugiere que este ideal ha alcanzado o se aproxima al punto
de realización, más allá del cual los ideales se convierten en su contrario y operan
en la dirección opuesta” (Sartori, 1988: 165).

Definir la democracia no cubre el itinerario completo. Pensar el ideal de la democracia


demanda ir más allá: no solo definir, también definirse. Bobbio de nuevo lo apunta con
agudeza: “Es imperativo tomar posición, que es una cosa muy diferente del definir”
(Bobbio, 1988: 153).

Revista Española de Ciencia Política. Núm. 39. Noviembre 2015, pp. 43-66
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Sartori piensa que la democracia admite definición pero no demostración. No hay


posibilidad de sentar la “verdad” democrática, la vía de ampliar la definición es la compa-
ración con formas no democráticas. Llegamos así a otra de las dualidades, en este caso
metodológicas, ordenadas teóricamente en clave de prioridad procedimental: tratamiento
disyuntivo y continuo o gradualista. Solo definida la democracia por oposición (en con-
traste) con la no democracia, cabe valorar su mayor o menor profundidad. Ante esta creen-
cia, Bobbio lanza un interrogante provocador:

“¿Por qué no nuestras preferencias deberían ser continuamente confrontadas


no solo con lo que rechazamos sino también con lo que preferimos para probar que
la realidad corresponde a nuestros deseos?” (Bobbio, 1988: 153).

La pregunta replantea, en sentido distinto, la relación entre realidad e ideales. La teoría


no es un reflejo de la realidad. Aunque al teorizar la realidad impone sus condiciones al
pensamiento, el reto pasa por cambiar la realidad para la efectividad de la teoría.

Cálculo utilitario y mentalidad ampliada. Dilema del prisionero y juicio extensivo

La definición descriptiva de democracia distingue entre el comportamiento electoral


(lo que hacen los electores) y el significado de las elecciones. Los electores no deciden,
eligen a quienes deciden, por tanto, trasladan la carga de la racionalidad a los represen-
tantes. Pensar en la racionalidad del voto implica vincularlo a un problema determinado,
pero teniendo en cuenta la interdependencia entre políticas y la necesidad de jerarqui-
zarlas asignando prelación temporal y presupuestaria a unas sobre otras, resulta imposi-
ble para un ciudadano ponderar el coste y el beneficio (ventajas e inconvenientes) de
cada una de las alternativas. Inevitablemente el elector se ve forzado a ser un gran sim-
plificador y votar el programa de un partido o el carisma y las cualidades de un candi-
dato o una lista.
Además, la dinámica electoral y la naturaleza de las elecciones restringen la eficacia
del sufragio. La prohibición del mandato imperativo y la revocabilidad impiden que, pros-
pectivamente, en un futuro, el elector condicione la independencia de los representantes
sujetándolos a instrucciones, ni someterlos a revocación por incumplimiento de una pro-
mesa o compromiso. El impacto del voto tiene lugar terminada la legislatura, retrospecti-
vamente, en pasado, cuando las políticas son irreversibles. Obviamente estas limitaciones
no reducen la importancia decisiva del veredicto electoral, pero entre elecciones la ciuda-
danía rebaja su condición a la presión latente del voto retrospectivo sobre un representan-
te que, como Sartori destaca, está obligado a plantearse las reacciones anticipadas del
electorado. Alguien pudiera objetar, con razón, que las premisas anteriores llevan a la
famosa recriminación formulada por Rousseau sobre la ilusoria creencia del votante inglés
cuya libertad terminaba con la emisión del voto. Es cierto, pero lo es igualmente que en la

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El concepto de representación política en la teoría de la democracia de Giovanni Sartori 63

versión de representación política defendida por Sartori, el presente se vuelve un tiempo


políticamente irrelevante.
Para que el presente adquiera relevancia política en cualquier momento, la ciudadanía
debe disponer de cauces para contestar las políticas impulsadas por el gobierno y lo que
es más importante, contar con recursos institucionales para promover iniciativas no con-
templadas en la agenda gubernamental. Tomaré el término desarrollado por P. Pettit: dis-
putabilidad (1999: 239-263). Cualquier decisión es disputable y cualquier iniciativa popu-
lar legitimada para recibir obligada respuesta por el gobierno. Ahora bien, la deliberación
que, en ambos casos, requiere la disputabilidad, no desplaza la representación. La decisión
final corresponde a quienes fueron elegidos sin que su independencia se vea lesionada
aunque sí limitada. El debate no acaba en decisión, su sentido es legitimar la decisión y
mejorar la calidad de la representación. Como recuerda B. Manin (1998: 228-233), la
tradición de discurso, iniciada por Locke y culminada por Sieyès, no erige el debate sino
el consentimiento en fundamento de la decisión, de ahí la importancia del principio y la
regla de la mayoría.
Podría objetarse a la deliberación, implícita en la disputabilidad, las afinidades concep-
tuales con el voto en función del problema pues será un sector social, una minoría intensa,
quien promueva la iniciativa o auspicie la contestación. En este punto de la exposición
entra en juego un apasionante discurso: la democracia deliberativa (Arias Maldonado,
2007: 37-59).
La posición de la que aquí se parte establece la relación entre deliberación y represen-
tación en términos de complementariedad, no entiende la democracia deliberativa como
una alternativa a la democracia representativa. El tratamiento no es disyuntivo sino conti-
nuo: a medida que la deliberación encuentre cabida en el diseño institucional mejorará la
calidad de la representación. La premisa coincide con el primer punto de la conclusión de
Sartori: la representación es incuestionable. No recibe la habitual lectura de lo menos malo
o de una segunda opción, la claudicación resignada ante la imposibilidad del ideal simbo-
lizado por la democracia directa. Coincidiendo con la aspiración de Sartori para hacer
valer la dimensión selectiva de la élite, sostiene la idea de la representación como un ideal
político imprescindible para que una sociedad plural encuentre vías de conflicto y colabo-
ración donde articular intereses contradictorios o visiones opuestas.
La deliberación no aloja los riesgos del perfeccionismo que provocan los temores y
prevenciones de Sartori. Se trata de un ideal realizable. Como ha escrito D. Innerarity, si
un enfoque normativo está bien pensado prima la experiencia sobre la exhortación mora-
lizante (2006: 55-69). No conviene, sin embargo, idealizar las virtudes deliberativas ni la
universalidad de su aplicación. Las críticas dirigidas a la conveniencia de abrir procedi-
mientos deliberativos no carecen de fundamento: mientras que un interés admite negocia-
ción, un principio alienta la ética de la convicción y la justificación de los medios para la
consecución del fin. Tampoco cabe subestimar la virtual polarización al conocer motivos
y datos no advertidos antes de deliberar. Siendo conscientes de estos riesgos, los efectos
beneficiosos de la deliberación ofrecen ventaja comparativa frente a los negativos.

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Tomemos en consideración una de las salvedades plateadas por Sartori: el ciudadano


participativo inevitablemente cae en el sectarismo ideológico; en contrapartida el ciudada-
no apático contribuye a la estabilidad democrática porque la superficialidad de sus opinio-
nes contrasta con el sentimiento del convencido. Aunque en principio pudiera pensarse que
la implicación supone conocimiento, según Sartori, lo cierto es, no tanto el compromiso,
como la entrega apasionada. El ciudadano sectario integra las minorías intensas cuyo voto
está en función del problema con ignorancia de las repercusiones que su actitud ocasione
en otras personas, sin reparar en las consecuencias, en la célebre oposición weberiana:
ética de la convicción frente a ética de la responsabilidad. La deliberación no conjura el
sectarismo, incluso puede exacerbarlo pero proporciona otras perspectivas que propician
en la ciudadanía lo que H. Arendt (2003), tomando el juicio extensivo de Kant, denomina-
ra mentalidad ampliada. Acaso este sea el rasgo diferencial de la deliberación: ninguna
preferencia, ninguna opinión, ningún interés adquieren consistencia hasta superar el con-
traste con otras preferencias, opiniones o intereses. Claro está que el significado que H.
Arendt atribuye a la opinión es radicalmente distinto al de Sartori: no es mera información
o un parecer infundado, en clave platónica algo intermedio entre la ignorancia y el cono-
cimiento. Se trata de un juicio provisional formado mediante el anticipado diálogo con los
demás. La mentalidad ampliada, el juicio extensivo no tiene lugar en soledad, tiene carác-
ter representativo porque concede presencia a los ausentes.
La habilidad polémica de C. Schmitt (2005) enmarcó el gobierno mediante discusión en
un tiempo dominado por la neutralización de la política que ignoraba su verdadera esencia:
la dialéctica amigo-enemigo. Al igual que el mercado proporcionaba equilibrio, Schmitt
denunciaba la pretensión quimérica de alcanzar la verdad mediante debate público; su con-
clusión era clara: el liberalismo carecía de una teoría de la política. La mentalidad ampliada,
por el contrario, no busca la objetividad sino la imparcialidad del mejor argumento, no aspi-
ra a descubrir verdad alguna sino a incentivar una revisión de las propias preferencias u
opiniones una vez escuchadas los motivos y razones de quienes sostienen otras opiniones o
se inclinan por preferencias distintas. El reproche de Sartori al voto en función del problema
es la falta de ponderación de los efectos de una política en otras, o en la imposibilidad de
apreciar las ventajas o inconvenientes de las diferentes alternativas. Esto es, la racionalidad
limitada del votante ante una política, una versión menos cruda que el primitivismo pero, a
la postre, la misma idea. La deliberación no convierte al votante en un ser políticamente
racional, pero sí lo provee de mejor criterio para formar juicio.
El ideal de la representación política se define como la capacidad para ponderar las
presiones de intereses particulares y la inmediatez del corto plazo con las exigencias del
interés general y la sostenibilidad del largo plazo. Este es el sentido de la imparcialidad
arendtiana. El problema está en que las minorías intensas se forman en torno a intereses
particulares y a corto plazo y las mayorías efímeras en torno a intereses generales y a largo
plazo.
La calidad de la representación política es indisociable de una ciudadanía activa; en
ausencia de cauces institucionales que faciliten el civismo, sea para contestar, sea para

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El concepto de representación política en la teoría de la democracia de Giovanni Sartori 65

promover políticas, el buen gobierno será una posibilidad eventual pero no una probabili-
dad virtual. Este es el eslabón entre poliarquía competitiva y poliarquía selectiva, entre
democracia empírica y democracia normativa.

CONCLUSIONES

El contrapunto al primitivismo político del ciudadano medio es la mentalidad ampliada.


Sartori erige el pensamiento asociativo del ciudadano común en postulado sobre el que formar
el concepto de democracia. Sin embargo, el primitivismo no es causa sino consecuencia de una
determinada concepción de la democracia. Pese a la evidente contradicción entre la crítica que
formula a la mentalización económica y el elogio al funcionamiento del mercado, reserva la
calificación de elección racional para los asuntos económicos pero no para los juicios políticos.
El mercado económico propicia selección pero el mercado político des-selecciona. En cohe-
rencia con estas premisas, concluye con la imposibilidad para decidir del elector y la reduce,
con la inherente contradicción que implica, a la elección de quien decidirá.
La mentalidad ampliada asocia la formación de una preferencia u opinión privada a
unas precisas reglas del juego, a un concreto diseño institucional, de tal manera la ciuda-
danía debe disponer de cauces para someter a ponderación sus deseos inmediatos o sus
opiniones espontáneas. Definida la mentalidad ampliada como el anticipado diálogo con
los demás al colocarse en el lugar del otro, aparece cuestionada la idea de unas preferen-
cias prepolíticas adoptadas en soledad. C. Sunstein (2004-137-190) ha expresado la idea
perfectamente: seleccionar valores e implementar preferencias sobre las preferencias.
No se trata de oponer representación y participación, sino de plantear representación
de mejor calidad a través de la implicación cívica de una ciudadanía que no reduce su
actividad política al voto. La aspiración a una representación más auténtica no aboca a la
democracia hacia la deriva del perfeccionismo. Es un ideal factible, no exento de riesgos
y vulnerabilidades, pero cuyo impulso merece la pena.

Referencias

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edición a cargo de Ronald Beiner. Barcelona: Paidós.
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Wolin, Sheldon. Política y perspectiva. Buenos Aires: Amorrortu editores.

Presentado para evaluación: 8 de junio de 2015.


Aceptado para publicación: 11 de octubre de 2015.

MANUEL ZAFRA VICTOR, Universidad de Granada


manuelzafravictor@gmail.com
Manuel Zafra Víctor es profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la
Universidad de Granada. Ha estudiado sobre la génesis del clientelismo (El marco político
del caciquismo); gobernanza (Pensar lo público); relaciones intergubernamentales (Rela-
ciones institucionales entre comunidades autónomas y entidades locales y La concerta-
ción en la formulación y desarrollo de las políticas de vivienda autonómicas y locales); y
gobierno local (Respaldo político para buenas ideas y Mi experiencia en dos direcciones
generales sobre gobierno local). Ha sido director general de Cooperación Local en el
Ministerio de Administraciones Públicas y director de Administración Local en la Junta de
Andalucía.

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