Cuentos
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Hace mucho, mucho tiempo, mucho antes incluso de que los hombres llenaran la tierra y construyeran sus grandes
ciudades, existía un lugar misterioso, un gran y precioso lago, rodeado de grandes árboles y custodiado por un hada, al
que todos llamaban la hada del lago. Era justa y muy generosa, y todos sus vasallos estaban siempre dispuestos a
servirla. Pero de pronto llegaron unos malvados seres que amenazaron el lago, sus bosques y a sus habitantes. Tal era el
peligro, que el hada solicitó a su pueblo que se unieran a ella, pues había que hacer un peligroso viaje a través de ríos,
pantanos y desiertos, con el fin de encontrar la Piedra de Cristal, que les dijo, era la única salvación posible para todos.
El hada advirtió que el viaje estaría plagado de peligros y dificultades, y de lo difícil que sería aguantar todo el viaje, pero
ninguno se echó hacia atrás. Todos prometieron acompañarla hasta donde hiciera falta, y aquel mismo día, partió hacia
lo desconocido con sus 80 vasallos más leales y fuertes.
El camino fue mucho más terrible, duro y peligroso que lo predicho por el hada. Se tuvieron que enfrentar a terribles
bestias, caminaron día y noche y vagaron perdidos por un inmenso desierto, que parecía no tener fin, sufriendo el
hambre y la sed. Ante tantas adversidades muchos se desanimaron y terminaron por abandonar el viaje a medio
camino, hasta que sólo quedó uno, llamado Sombra. No era considerado como el más valiente del lago, ni el mejor
luchador, ni tan siquiera el más listo o divertido, pero fielmente continuó junto a su hada sin desfallecer. Cuando ésta le
preguntaba de dónde sacaba la fuerza para seguir y por qué no abandonaba como los demás, Sombra respondía
siempre lo mismo “Mi señora, os prometí que os acompañaría a pesar de las dificultades y peligros, y éso es lo que hago.
No me voy a ir a casa sólo porque que todo lo que nos advertiste haya sido verdad”.
Gracias a su leal Sombra el hada pudo por fin encontrar la cueva donde se hallaba la Piedra de Cristal, pero dentro había
un monstruoso Guardián, grande y muy poderoso que no estaba dispuesto a entregársela. Entonces Sombra, en un
gesto más de la lealtad que le profesaba al hada, se ofreció a cambio de la piedra, y se quedó al servicio del monstruo
por el resto de sus días.
La poderosa magia de la Piedra de Cristal hizo que el hada regresara al lago inmediatamente y así pudo expulsar a los
seres malvados, pero cada noche lloraba la ausencia de su fiel Sombra, pues gracias a aquel desinteresado y generoso
compromiso surgió un amor más fuerte que ningún otro. Y en su recuerdo, el hada quiso mostrar a todos lo que
significaba el valor de la lealtad y el compromiso, y regaló a cada ser de la tierra su propia sombra durante el día; pero al
llegar la noche, todas las sombras acuden el lago, donde consuelan y acompañan a su triste hada.
Rapunzel
Había una vez una pareja que desde hacía mucho tiempo deseaba tener hijos. Aunque la espera fue larga, por fin, sus
sueños se hicieron realidad.
La futura madre miraba por la ventana las lechugas del huerto vecino. Se le hacía agua la boca nada más de pensar lo
maravilloso que sería poder comerse una de esas lechugas.
Sin embargo, el huerto le pertenecía a una bruja y por eso nadie se atrevía a entrar en él. Pronto, la mujer ya no pensaba
más que en esas lechugas, y por no querer comer otra cosa empezó a enfermarse. Su esposo, preocupado, resolvió
entrar a escondidas en el huerto cuando cayera la noche, para coger algunas lechugas.
La mujer se las comió todas, pero en vez de calmar su antojo, lo empeoró. Entonces, el esposo regresó a la huerta. Esa
noche, la bruja lo descubrió.
Aterrorizado, el hombre le explicó a la bruja que todo se debía a los antojos de su mujer.
-Puedes llevarte las lechugas que quieras -dijo la bruja -, pero a cambio tendrás que darme al bebé cuando nazca.
El pobre hombre no tuvo más remedio que aceptar. Tan pronto nació, la bruja se llevó a la hermosa niña. La llamó
Rapunzel. La belleza de Rapunzel aumentaba día a día. La bruja resolvió entonces esconderla para que nadie más
pudiera admirarla. Cuando Rapunzel llegó a la edad de los doce años, la bruja se la llevó a lo más profundo del bosque y
la encerró en una torre sin puertas ni escaleras, para que no se pudiera escapar. Cuando la bruja iba a visitarla, le decía
desde abajo:
La niña dejaba caer por la ventana su larga trenza rubia y la bruja subía. Al cabo de unos años, el destino quiso que un
príncipe pasara por el bosque y escuchara la voz melodiosa de Rapunzel, que cantaba para pasar las horas. El príncipe se
sintió atraído por la hermosa voz y quiso saber de dónde provenía. Finalmente halló la torre, pero no logró encontrar
ninguna puerta para entrar. El príncipe quedó prendado de aquella voz. Iba al bosque tantas veces como le era posible.
Por las noches, regresaba a su castillo con el corazón destrozado, sin haber encontrado la manera de entrar. Un buen
día, vio que una bruja se acercaba a la torre y llamaba a la muchacha.
El príncipe observó sorprendido. Entonces comprendió que aquella era la manera de llegar hasta la muchacha de la
hermosa voz. Tan pronto se fue la bruja, el príncipe se acercó a la torre y repitió las mismas palabras:
La muchacha dejó caer la trenza y el príncipe subió. Rapunzel tuvo miedo al principio, pues jamás había visto a un
hombre. Sin embargo, el príncipe le explicó con toda dulzura cómo se había sentido atraído por su hermosa voz. Luego
le pidió que se casara con él. Sin dudarlo un instante, Rapunzel aceptó. En vista de que Rapunzel no tenía forma de salir
de la torre, el príncipe le prometió llevarle un ovillo de seda cada vez que fuera a visitarla. Así, podría tejer una escalera
y escapar. Para que la bruja no sospechara nada, el príncipe iba a visitar a su amada por las noches. Sin embargo, un día
Rapunzel le dijo a la bruja sin pensar:
-¡Me has estado engañando! -chilló la bruja enfurecida y cortó la trenza de la muchacha.
Con un hechizo la bruja envió a Rapunzel a una tierra apartada e inhóspita. Luego, ató la trenza a un garfio junto a la
ventana y esperó la llegada del príncipe. Cuando éste llegó, comprendió que había caído en una trampa.
-Tu preciosa ave cantora ya no está -dijo la bruja con voz chillona -, ¡y no volverás a verla nunca más!
Transido de dolor, el príncipe saltó por la ventana de la torre. Por fortuna, sobrevivió pues cayó en una enredadera de
espinas. Por desgracia, las espinas le hirieron los ojos y el desventurado príncipe quedó ciego.
Rapunzel
Rapunzel
Durante muchos meses, el príncipe vagó por los bosques, sin parar de llorar. A todo aquel que se cruzaba por su camino
le preguntaba si había visto a una muchacha muy hermosa llamada Rapunzel. Nadie le daba razón.
Cierto día, ya casi a punto de perder las esperanzas, el príncipe escuchó a lo lejos una canción triste pero muy hermosa.
Reconoció la voz de inmediato y se dirigió hacia el lugar de donde provenía, llamando a Rapunzel.
Al verlo, Rapunzel corrió a abrazar a su amado. Lágrimas de felicidad cayeron en los ojos del príncipe. De repente, algo
extraordinario sucedió:
El príncipe y Rapunzel lograron encontrar el camino de regreso hacia el reino. Se casaron poco tiempo después y fueron
una pareja muy feliz.
La bella y la bestia
Había una vez un hombre muy rico que tenía tres hijas. De pronto, de la noche a la mañana, perdió casi toda su fortuna.
La familia tuvo que vender su gran mansión y mudarse a una casita en el campo.
Las dos hijas mayores se pasaban el día quejándose por tener que remendar sus vestidos y porque ya no podían ir a las
fiestas. En cambio la pequeña, a la que llamaban Bella por su dulce rostro y su buen carácter, estaba siempre contenta.
Un día su padre se fue a la ciudad a ver si encontraba trabajo. Cuando montó en su caballo, preguntó a sus hijas qué les
gustaría tener, si él ganaba suficiente dinero para traerles un regalo a cada una. Sin apenas pensarlo, las dos hijas
mayores gritaron:
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La bella y la bestia
-Yo solamente quiero que vuelvas a casa sano y salvo. Eso me basta.
Su padre insistió:
-¡Oh, Bella, debe de haber algo que te apetezca!
-Bueno, una rosa con pétalos rojos para ponérmela en el pelo. Pero como estamos en invierno, comprenderé que no
puedas encontrarme ninguna.
-Haré todo cuanto pueda por, complaceros a las tres, hijas mías.
En la ciudad, todo le fue mal. No encontró trabajo en ninguna parte. Los únicos regalos que pudo comprar fueron frutas
y chocolate para sus dos hijas mayores, pero no consiguió la flor para Bella. Cuando regresaba a casa, su caballo se hizo
daño en una pata y tuvo que desmontar.
De repente se desató una tormenta de nieve y el desgraciado hombre se encontró perdido en medio de un oscuro
bosque.
Entonces percibió, a través de la ventisca, un gran muro y unas puertas con rejas de hierro forjado bien cerradas. Al
fondo del jardín, se veía una gran mansión con luces tenues en las ventanas.
-Si pudiera cobijarme aquí… No había terminado de hablar cuando las puertas se abrieron. El viento huracanado le
empujó por el sendero hacia las escaleras de la casa. La puerta de entrada se abrió con un chirrido y apareció una mesa
con unos candelabros y los manjares más tentadores.
Miró atrás, a través de los remolinos de nieve, y vio que las puertas enrejadas se habían cerrado y su caballo había
desaparecido.
Mientras examinaba nerviosamente la estancia, una de las sillas se separó de la mesa, invitándole claramente a
sentarse. Pensaba…
“Bien, está visto que aquí soy bien recibido. Intentaré disfrutar de todo esto.”
Tras haber comido y bebido todo lo que quiso, se fijó en un gran sofá que había frente al fuego, con una manta de piel
extendida sobre el asiento. Una esquina de la manta aparecía levantada como diciendo: “Ven y túmbate.” Y eso fue lo
que hizo.
Cuando se dio cuenta, era ya por la mañana. Se levantó, sintiéndose maravillosamente bien, y se sentó a la mesa, donde
le esperaba el desayuno. Una rosa con pétalos rojos, puesta en un jarrón de plata, adornaba la mesa. Con gran sorpresa
exclamó:
Entonces, un rugido terrible llenó la estancia. El fuego de la chimenea pareció encogerse y las velas temblaron. La puerta
se abrió de golpe. El jardín nevado enmarcaba una espantosa visión.
¿Era un hombre o una bestia? Vestía ropas de caballero, pero tenía garras peludas en vez de manos y su cabeza aparecía
cubierta por una enmarañada pelambrera. Mostrando sus terribles colmillos gruñó:
-Ibas a robarme mi rosa ¿eh? ¿Es ésa la clase de agradecimiento con que pagas mi hospitalidad?
El hombre casi se muere de miedo.
-Por favor, perdonadme, señor. Era para mi hija Bella. Pero la devolveré al instante, no os preocupéis.
-Entonces te devoraré.
Ahora, decide.
El padre de la chica accedió al horrible trato y la Bestia le entregó un anillo mágico. Cuando Bella diera tres vueltas al
anillo, se encontraría ya en la desolada mansión.
Fuera, en la nieve, esperaba el caballo, sorprendentemente curado de su cojera, ensillado y listo para la marcha. La
vuelta a casa fue un calvario para aquel hombre, pero aún peor fue la llegada cuando les contó a sus hijas lo que había
sucedido. Bella le preguntó…
Nadie la recibió. No vio a la Bestia en muchos días. En la casa todo era sencillo y agradable. Las puertas se abrían solas,
los candelabros flotaban escaleras arriba para iluminarle el camino de su habitación, la comida aparecía servida en la
mesa y, misteriosamente, era recogida después…
Bella no tenía miedo en una casa tan acogedora, pero se sentía tan sola que empezó a desear que la Bestia viniera y le
hablara, por muy horrible que fuera.
Un día, mientras ella paseaba por el jardín, la Bestia salió de detrás de un árbol. Bella no pudo evitar un grito, mientras
se tapaba la cara con las manos. El extraño ser hablaba tratando de ocultar la aspereza de su voz.
-¡No tengas miedo. Bella! Sólo he venido a desearte buenos días y a preguntarte si estás bien en mi casa.
Pasearon los dos por el jardín y a partir de entonces la Bestia fue a menudo a hablar con Bella. Pero nunca se sentó a
comer con ella en la gran mesa.
Una noche, Bella le vio arrastrándose por el césped, bajo el claro de luna. Impresionada, intuyó en seguida que iba a la
caza de comida. Cuando él levantó los ojos, la vio en la ventana. Se cubrió la cara con las garras y lanzó un rugido de
vergüenza.
A pesar de su fealdad. Bella se sentía tan sola y él era tan amable con ella que empezó a desear verle.
Una tarde, mientras ella leía sentada junto al fuego, se le acercó por detrás.
-Realmente te aprecio mucho, Bestia, pero no, no quiero casarme contigo. No te quiero.
La Bestia repitió a menudo su cortés oferta de matrimonio. Pero ella siempre decía “no”, con suma delicadeza.
-¡Oh, Bestia! Me avergüenza llorar cuando tú has sido tan amable conmigo. Pero el invierno se avecina. He estado aquí
cerca de un año. Siento nostalgia de mi casa. Echo muchísimo de menos a mi padre.
Bella se lo prometió al instante, dio tres vueltas al anillo de su dedo y… de pronto apareció en la pequeña cocina de su
casa a la hora del almuerzo. La alegría fue tan grande como la sorpresa.
Total, que pasaron una maravillosa semana juntos. Bella contó a su familia todas las cosas que le habían sucedido con su
extraño anfitrión y ellos le contaron a su vez todas las buenas nuevas. La feliz semana pasó sin ninguna palabra o señal
de la Bestia. Pensaba…”Quizá se ha olvidado de mí. Me quedaré un poquito más.”
Pasó otra semana y, para su alivio, nada ocurrió. La familia también respiró con tranquilidad. Pero una noche, mientras
se peinaba frente al espejo, su imagen se emborronó de repente y en su lugar apareció la Bestia. Yacía bajo el claro de
luna, cubierta casi completamente de hojas. Bella, llena de compasión, exclamó:
Al instante dio vuelta al anillo tres veces y se encontró a su lado en el jardín. Acomodó la enorme cabeza de la Bestia
sobre su regazo y repitió: -Bestia, no quiero que te mueras. Bella intentó apartar las hojas de su rostro. Las lágrimas
brotaban de sus ojos y rociaban la cabeza de la Bestia.
-Mírame, Bella. Seca tus lágrimas. Bella bajó la vista y observó que estaba acariciando una cabeza de pelo dorado. La
Bestia había desaparecido y en su lugar se encontraba el más hermoso de los seres humanos.
El joven tomó su cabeza entre las manos y Bella preguntó: -¿Quién eres?
-Soy un príncipe. Una bruja me maldijo y me convirtió en una bestia para siempre. Sólo el verdadero amor de una mujer
me ha librado de la maldición. Oh, Bella, estoy tan contento de que hayas regresado… Y ahora, dime, ¿te casarás
conmigo?
-Pues claro que sí, mi príncipe.
El gigante egoísta
Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños jugaban en el jardín de un gran castillo deshabitado. Se revolcaban por la
hierba, se escondían tras los arbustos repletos de flores y trepaban a los árboles que cobijaban a muchos pájaros
cantores. Allí eran muy felices.
Una tarde, estaban jugando al escondite cuando oyeron una voz muy fuerte.
Temblando de miedo, los niños espiaban desde sus escondites, desde donde vieron a un gigante muy enfadado. Había
decidido volver a casa después de vivir con su amigo el ogro durante siete años.
-He vuelto a mi castillo para tener un poco de paz y de tranquilidad -dijo con voz de trueno-. No quiero oír a niños
revoltosos. ¡Fuera de mi jardín! ¡Y que no se os ocurra volver!
-Este jardín es mío y de nadie más -mascullaba el gigante-. Me aseguraré de que nadie más lo use.
En la gran puerta de hierro que daba entrada al jardín el gigante colgó un cartel que decía “PROPIEDAD PRIVADA.
Prohibido el paso”. . Todos los días los niños asomaban su rostro por entre las rejas de la verja para contemplar el jardín
que tanto echaban de menos.
Luego, tristes, se alejaban para ir a jugar a un camino polvoriento. Cuando llegó el invierno, la nieve cubrió el suelo con
una espesa capa blanca y la escarcha pintó de plata los árboles. El viento del norte silbaba alrededor del castillo del
gigante y el granizo golpeaba los cristales.
Por fin, la primavera llegó. La nieve y la escarcha desaparecieron y las flores tiñeron de colores la tierra. Los árboles se
llenaron de brotes y los pájaros esparcieron sus canciones por los campos, excepto en el jardín del gigante. Allí la nieve y
la escarcha seguían helando las ramas desnudas de los árboles.
-La primavera no ha querido venir a mi jardín -se lamentaba una y otra vez el gigante- Mi jardín es un desierto, triste y
frío.
Una mañana, el gigante se quedó en cama, triste y abatido. Con sorpresa oyó el canto de un mirlo. Corrió a la ventana y
se llenó de alegría. La nieve y la escarcha se habían ido, y todos los árboles aparecían llenos de flores.
En cada árbol se hallaba subido un niño. Habían entrado al jardín por un agujero del muro y la primavera los había
seguido. Un solo niño no había conseguido subir a ningún árbol y lloraba amargamente porque era demasiado pequeño
y no llegaba ni siquiera a la rama más baja del árbol más pequeño.
-¡Qué egoísta he sido! Ahora comprendo por qué la primavera no quería venir a mi jardín. Derribaré el muro y lo
convertiré en un parque para disfrute de los niños. Pero antes debo ayudar a ese pequeño a subir al árbol.
El gigante bajó las escaleras y entró en su jardín, pero cuando los niños lo vieron se asustaron tanto que volvieron a
escaparse. Sólo quedó el pequeño, que tenía los ojos llenos de lágrimas y no pudo ver acercarse al gigante. Mientras el
invierno volvía al jardín, el gigante tomó al niño en brazos.
-No llores -murmuró con dulzura, colocando al pequeño en el árbol más próximo.
De inmediato el árbol se llenó de flores, el niño rodeó con sus brazos el cuello del gigante y lo besó.
Cuando los demás niños comprobaron que el gigante se había vuelto bueno y amable, regresaron corriendo al jardín por
el agujero del muro y la primavera entró con ellos. El gigante reía feliz y tomaba parte en sus juegos, que sólo
interrumpía para ir derribando el muro con un mazo. Al atardecer, se dio cuenta de que hacía rato que no veía al
pequeño.
Pero los niños no lo sabían. Todos los días, al salir de la escuela, los niños iban a jugar al hermoso jardín del gigante. Y
todos los días el gigante les hacía la misma pregunta: -¿Ha venido hoy el pequeño? También todos los días, recibía la
misma respuesta:
-No sabemos dónde encontrarlo. La única vez que lo vimos fue el día en que derribaste el muro.
El gigante se sentía muy triste, porque quería mucho al pequeño. Sólo lo alegraba el ver jugar a los demás niños.
Los años pasaron y el gigante se hizo viejo. Llegó un momento en que ya no pudo jugar con los niños.
Una mañana de invierno estaba asomado a la ventana de su dormitorio, cuando de pronto vio un árbol precioso en un
rincón del jardín. Las ramas doradas estaban cubiertas de delicadas flores blancas y de frutos plateados, y debajo del
árbol se hallaba el pequeño.
Olvidándose de que tenía las piernas muy débiles, corrió escaleras abajo y atravesó el jardín. Pero al llegar junto al
pequeño enrojeció de cólera.
-¿Quién te ha hecho daño? ¡Tienes señales de clavos en las manos y en los pies! Por muy viejo y débil que esté, mataré a
las personas que te hayan hecho esto.
Esa tarde, cuando los niños entraron en el jardín para jugar con la nieve, encontraron al gigante muerto, pacificamente
recostado en un árbol, todo cubierto de llores blancas.
El flautista de Hamelín
…Una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las
riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan
apacible y pintoresco.
Pero… un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin estaba lleno de ratas!
El flautista de Hamelin
El flautista de Hamelin
Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se
subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robaban enteros los quesos de las despensas para luego
comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además… Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los
cucharones de los guisos que estaban preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban
agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas, y hasta pretendían trepas por las anchas faldas de
las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y desafinados
chillidos.
…Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en masa, fueron a congregarse frente al
Ayuntamiento.
-¡Que los del Ayuntamiento nos den una solución! – exigían los de más allá.
Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y temblando de miedo.
¿Qué hacer?
Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía discurriendo en la forma de lograr atacar a las ratas. Se
sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena solución contra la plaga.
Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta
del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo.
-¡Dios nos ampare! – gritó el alcalde, lleno de pánico -. Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
-¡Pase adelante el que llama! – vociferó el alcalde, con voz temblorosa y dominando su terror.
Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su
portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía lacio y
era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del
tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y otros, como si
se hallara entre grandes amigos.
Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta figura y cautivados, a la vez, por su
estrambótico atractivo.
– Perdonen, señores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo
soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo
mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos
ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo.
Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos,
víboras o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico.
En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con
rayas amarillas, de la que pendía una flauta.
También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al compás de sus palabras, como si
sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras.
El flautista continuó hablando así:
– Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo. El año pasado libré a los
habitantes de una aldea inglesa, de una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una plaga
de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras.
Ahora bien, si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un millar de florines?
-¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a una el asombrado alcalde y el concejo entero.
Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba
seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico instrumento.
De pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso.
Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama.
Al momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que
despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo
estruendoso.
¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas.
Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que los
gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de
tales bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos.
Y el flautista seguía tocando sin cesar, mientras recorría calle tras calle. Y en pos iba todo el ejército ratonil danzando sin
poder contenerse. Y así bailando, bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose por
completo.
Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo
sin parar fue a llevar la triste nueva de lo sucedido a su país natal, Ratilandia.
– Igual les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude
resistir el deseo de seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba
tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a roer cuanto
quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: “¡Anda, atrévete!”
Cuando recuperé la noción de la realidad estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás.
Esto asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en sus agujeros.
Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había molestado, echaron al vuelo las campanas
de todas las iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios.
El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes a los vecinos:
-¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros
y albañiles y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas!
Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara
con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin.
– Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines.
El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación,
que le habían estado rodeando mientras mandoteaba.
-¿Que tú has ahogado las ratas? – exclamó con fingido asombro la primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a
sus concejales -. Ten muy en cuenta que nosotros trabajamos siempre a la orilla del río, y allí hemos visto, con nuestros
propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a
regatearte un trago de vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar tu bolsa. Pero eso
de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas…
¡Mil florines! ¡Vamos, vamos…! Toma cincuenta.
El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que
lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido de las cosas.
-¡No diga más tonterías, alcalde! – exclamó -. No me gusta discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo!
-¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? – dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando sin ningún remordimiento pese a que había
engañado y estafado al flautista.
Sus compañeros de corporación declararon también que tal cosa no era cierta.
-¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que toque mi flauta de modo muy diferente.
-¿Cómo se entiende? – bramó -. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que
un cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído?
El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como siempre ocurre con los que obran de este
modo.
-¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces!
-¡Se arrepentirán!
-¿Aun sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde, mostrando el puño a su interlocutor -. ¡Haz lo que te
parezca, y sopla la flauta hasta que revientes!
Empezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y bruñida caña de su instrumento, del que
sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido
hacer sonar.
Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres
grupos que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.
Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas
palmoteaban y el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les trae su ración
de cebada, así salieron corriendo de casas y palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los
habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban
tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus
carcajadas.
Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban viendo. Es más, se sentían incapaces de dar
un solo paso ni de lanzar el menor grito que impidiese aquella escapatoria de los niños.
No se les ocurrió otra cosa que seguir con la mirada, es decir, contemplar con muda estupidez, la gozosa multitud que se
iba en pos del flautista.
Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los concejales cuando vieron que el mágico músico se
internaba por la calle Alta camino del río.
Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur,
dirigiendo sus pasos hacia la alta montaña, que se alzaba próxima. Tras él siguió, cada vez más presurosa, la menuda
tropa.
Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los padres.
-¡Nunca podrá cruzar esa intrincada cumbre! – se dijeron las personas mayores -.
Por allí penetró el flautista, seguido de la turba de chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la fantástica
puerta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual que como estaba.
Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas.
A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido.
Como le reprocharon que no se sintiera contento por haberse salvado de la suerte de sus compañeros, replicó:
-¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora se estarán recreando. También a mí me
las prometió el flautista con su música, si le seguía; pero no pude.
– Dijo que nos llevaría a todos a una tierra feliz, cerca de esta ciudad donde abundan los manantiales cristalinos y se
multiplican los árboles frutales, donde las flores se colorean con matices más bellos, y todo es extraño y nunca visto. Allí
los gorriones brillan con colores más hermosos que los de nuestros pavos reales; los perros corren más que los gamos de
por aquí. Y las abejas no tienen aguijón, por lo que no hay miedo que nos hieran al arrebatarles la miel. Hasta los
caballos son extraordinarios: nacen con alas de águila.
– No pude, por mi pierna enferma- se dolió el niño -. Cesó la música y me quedé inmóvil. Cuando me di cuenta que esto
me pasaba, vi que los demás habían desaparecido por la colina, dejándome solo contra mi deseo.
El alcalde mandó gentes a todas partes con orden de ofrecer al flautista plata y oro con qué rellenar sus bolsillos, a
cambio de que volviese trayendo los niños.
Cuando se convencieron de que perdían el tiempo y de que el flautista y los niños habían partido para siempre, ¡cuánto
dolor experimentaron las gentes! ¡Cuántas lamentaciones y lágrimas! ¡Y todo por no cumplir con el pacto establecido!
Para que todos recordasen lo sucedido, el lugar donde vieron desaparecer a los niños lo titularon Calle del Flautista
Mágico. Además, el alcalde ordenó que todo aquel que se atreviese a tocar en Hamelin una flauta o un tamboril,
perdiera su ocupación para siempre. Prohibió, también, a cualquier hostería o mesón que en tal calle se instalase,
profanar con fiestas o algazaras la solemnidad del sitio.
Luego fue grabada la historia en una columna y la pintaron también en el gran ventanal de la iglesia para que todo el
mundo la conociese y recordasen cómo se habían perdido aquellos niños de Hamelin.