Location via proxy:   [ UP ]  
[Report a bug]   [Manage cookies]                

Ciencia Ficcion - Curtis Garland - OVNI

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 68

CURTIS GALAND

¡OVNI!
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.° 304
Publicación semanal.

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTA - BUENOS AIRES - CARACAS – MEXICO
ISBN 84-02-02525-0

Depósito Legal B. 16.570 – 1976

Impreso en España - Printed in Spain

1.a edición: JUNIO, 1976

© CURTIS GARLAND - 1976


texto

© JORGE NÚÑEZ - 1974


cubierta

Concedidos derechos exclusivos a favor


de EDITORIAL BRUGUERA. S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S.A.


Mora la Nueva, 2 — Barcelona —
Curtis Garland
OVNI
PRIMERA PARTE

AGUJERO EN LAS BERMUDAS

«El Triángulo de las Bermudas, una zona situada dentro del territorio familiar de
nuestro planeta, aunque relacionado quizá con fuerzas que aún desconocemos, podría
ser uno de esos misterios.

»Como especie, nos estamos acercando a la madurez. No podemos abandonar la


búsqueda de nuevos conocimientos o explicaciones, en este mundo… o más allá de él.»

CHARLES BERLITZ

El Triángulo de las Bermudas, 1074.


CAPITULO PRIMERO

La avioneta ronroneó suavemente, sobrevolando la superficie quieta de las aguas.

El sol destellaba fuertemente en el cielo despejado y sin nubes. Una brisa fría y húmeda
rizaba de vez en cuando el oleaje, pero sin llegar ni siquiera a provocar un bailoteo
demasiado fuerte en los pequeños pesqueros que faenaban en las proximidades, no lejos
de los litorales isleños.

La avioneta, insensiblemente al principio, pero de modo más, definido después, fue


distanciándose de la costa, adentrándose hacia alta mar, en dirección nor-nordeste.

Los ojos del único ocupante del aparato, no perdían de vista la amplitud inmensa del
mar, como si buscaran en él algo que no fueran pequeños pesqueros, canoas deportivas
o simple oleaje suave y rizado, alterando de vez en cuando la calma de las cristalinas
aguas.

Las manos sujetaban con firmeza el timón de la avioneta. Se advertía la experiencia del
buen piloto, experto en cosas infinitamente más difíciles que tripular aquel pequeño
aparato en lo que parecía ser un rutinario vuelo de exploración.

Y es que Kenneth Daves era hombre ducho en el manejo de aviones, helicópteros e


incluso embarcaciones de superficie o submarinas. Se había visto en muchos casos
duros y difíciles relacionados con tales especialidades, durante su servicio en la Marina.
Después, al licenciarse para ingresar en el cuerpo de especialistas de la NASA, toda esa
experiencia le había resultado sumamente útil a todos los efectos.

Por si eso fuera poco, posteriormente pasó a formar parte del cuerpo de observadores de
un singular y poco conocido organismo gubernamental de. Estados Unidos, conocido
por las siglas NICAP. Mucha gente, ante su mención se hubiera preguntado, perpleja,
qué significaban aquellas misteriosas iniciales que rara vez constaban en referencias,
noticias o comentarios sobre cualquier clase de actividad del Gobierno de Estados
Unidos.

Y, sin embargo, NICAP existía, para una concreta y muy determinada labor, que en los
últimos tiempos se había puesto muy de moda, a causa de circunstancias especialísimas.

Pero Kenneth Daves no dejó por eso su servicio en la NASA, ya que, en cierto modo,
ambas tareas se complementaban entre sí muy directamente. Ahora, sin embargo,
Kenneth Daves no estaba trabajando para la NASA. Y tampoco para NICAP, sino para
sí mismo.

Era una tarea puramente privada. Estaba en vacaciones, además.

Había, solicitado especialmente aquel período de vacaciones, para poderse dedicar a la


búsqueda de lo que le llevó hasta aquellas regiones. Fue difícil obtener de su jefe en la
NASA, Max Anderson, el permiso necesario. Era un momento de duro trabajo, en los
preparativos del lanzamiento de la próxima nave espacial, en un nuevo proyecto a
desarrollar en los próximos cinco años, y se necesitaba a todo el personal especializado.
A Kenneth le costó mucho obtener aquella autorización. Y, aun así, solamente se limitó
a cinco días, y no a diez, como él solicitara inicialmente.
—No puedo concederle ni un día más, Daves —le había dicho Anderson con su
brusquedad habitual—. No puedo prescindir de nadie, y menos de usted, en las
circunstancias actuales. Recuerde lo que nos espera dentro de dos semanas, en Cabo
Kennedy, muchacho,, y se dará cuenta de que no obro así por simple capricho.

—Lo sé, señor —había admitido Kenneth con resignación—. Yo tampoco pediría
permiso alguno, de no ser porque mi prometida, ha…

—Sé lo; que le ocurre con su prometida —le atajó Anderson, y esta vez con mucha
menos brusquedad que anteriormente, para añadir luego, incluso llegando a dar
muestras de cierta humanidad—: Quisiera hacer algo por ayudarle de mejor manera,
pero dudo que esté en mi mano hacerlo. Por otro lado, ¿cree usted seriamente que va a
conseguir personalmente alguna cosa, aun dedicándose a ello con todas sus fuerzas? El
informe de la Marina es bien explícito, y dice que… Bueno/usted ya sabe lo que dice.

—Sí, señor —afirmó Daves, bajando la cabeza, con gesto sombrío—. Lo sé muy bien.
He leído al menos veinte veces ese informe, sin llegar a entenderlo todavía. Es algo que
no tiene sentido, señor.

—Muchas de las cosas ocurridas en esa zona no tienen sentido. Y ello, desde hace más
de cien años, Daves.

—Hace cien años, señor, no existían el radar, el sonar, los medios de comunicación de
ahora, ni las máquinas diesel en los barcos. No había medidas de seguridad ni medios
de luchar contra ciertos problemas. Pero hoy en día,, no puedo admitir que…, que
ocurra algo como lo que le ha sucedido a Selena. ¡Estoy seguro de que no se han
apurado los procedimientos por parte de la Marina, de los guardacostas británicos, de
los aviones de reconocimiento! Ha de haber algo… Algo que a todos se les naso por
alto. Algo que explique, que justifique.de alguna forma los hechos…

—No sé si será así, aunque lo dudo mucho. Mis informes son que los guardacostas
ingleses de las Bahamas y de las Bermudas han revisado amplias zonas marinas en el
Atlántico Norte. La Marina norteamericana ha colaborado intensamente en la
búsqueda, lo mismo que pesqueros, de no importa qué nacionalidad, y todos cuantos se
hallaban en ese área cuando se informó de la falta de contactó con el yate Albatros a
través de la radio… No se puede acusar a. nadie de falta de interés. En el mar, todos se
ayudan mutuamente con total desinterés cuando sucede algo anormal, usted debe
saberlo, puesto que perteneció a la Marina, Daves.

—Es posible, señor. No acuso a nadie de nada. Sólo tengo dudas. Dudas serias, que
deseo resolver de una vez por todas. Sobrevolaré esa zona, aunque sea lo último que
haga en mi vida, señor. Y creo que encontraré algo, por insignificante que sea, algo que
aclare, en cierto modo, lo que ha sucedido en ese maldito océano, donde buques,
aviones y seres humanos parecen ser engullidos desde tiempo inmemorial por una
fuerza diabólica.

—Tiene usted esos cinco días. Ni uno, más. Si se retrasara en incorporarse a su


Departamento, me vería obligado a levantarle un grave expediente que podría significar
su baja de la, NASA. Tal vez económicamente, eso le deje a usted frío, Daves, porque
dispone de medios privados suficientes para no tener que trabajar absolutamente en
nada, pero sé que su vocación está en el espacio, en nuestros trabajos para la conquista
del Cosmos y por tanto ha puesto alma y corazón en esta tarea. Me gusta que sea así.
Pero también quiero que mis hombres se dediquen a ello por completo en especial
cuando todos, absolutamente todos, son imprescindibles. En otra ocasión, no hubiera
dudado en darle hasta un mes de permiso, pero ahora…

—Entiendo. Acepto esos cinco días. Y, a menos que yo también corra la extraña suerte
del Albatros y su tripulación, estaré aquí el quinto día, sin falta. Tiene mi palabra.

—Gracias. Sé que no faltará a ella, porque nunca lo hizo. Buen viaje, Daves. Y tenga
mucho cuidado.

—Lo tendré,, señor —había sido su promesa, antes de partir.

Ahora, mientras sobrevolaba las aguas del Atlántico, iba pensando en todo eso,
sumergido en una abstracción a la que ayudaba en sumo grado el ronroneo constante y
monocorde del motor de su avioneta de reconocimiento.

Había adquirido aquella avioneta para sus prácticas deportivas, no hacía mucho tiempo.
Nunca pensó que pudiera llegar a servirle para algo así. Esto distaba mucho de ser un
deporte. Y si lo era, tenía un significado dramático y angustioso, un cariz tenso y
peligroso para él y, posiblemente, para alguien más.

—¿Dónde? —.murmuró, clavando sus ojos en el infinito horizonte azul, como buscando
con la mirada la existencia del mar de los Sargazos, en alguna parte del océano, no lejos
de allí—. ¿Dónde estás, Selena? ¿Dónde está tu barco, dónde los demás…?

Pero el mar no daba respuestas. El mar guardaba siempre sus secretos celosamente.
Sobre iodo, cierta clase de secretos. Como aquel que se ocultaba en unas regiones
malditas, en n área que había cobrado fama mundial por los misterios que en ella se
producían desde tiempos inmemoriales.

Ahora, un nuevo misterio se unía a la larga relación de hechos increíbles e


inexplicables. Un nuevo barco, un yate en esta ocasión, se había perdido sin dejar rastro,
con treinta y nueve pasajeros a bordo.

Uno de esos treinta y nueve ocupantes del yate Albatros, desvanecido en el fatídico
Triángulo de las Bermudas, era precisamente ella: Selena Adams, su prometida…

***

—Es el Triángulo de las Bermudas, señor Daves. Yo no le aconsejaría aventurarse en


esa zona.

Habían sido ésas las palabras del comodoro Herman Stallybrass, de la Real Marina
Británica, destacado en Nassau, Islas Bahamas.

—¿Por qué, señor? —había sido la sorprendida, pregunta de Kenneth Daves, a poco de
pisar tierra isleña. Y su mirada se había fijado con sorpresa en su interlocutor, amable v
severo a la vez.

—Muy sencillo, amigo mío. Porque es una zona de evidente, peligro, y, más para un
hombre solo.
—¿Peligro? ¿Se refiere a las tormentas y huracanes, señor?

—No. Me refiero a otras cosas —le contempló con fijeza, como sorprendido de su
inocencia— ¿Es que nadie le habló de ello en Estados Unidos?.

—Supongo que no se estará refiriendo a…, a las leyendas sobre barcos perdidos, y todo
eso… —manifestó asombrado Kenneth.

—Me refiero a ello, sí, señor Daves. Y no le llame «leyendas», por favor. No tienen
nada de tal, se lo aseguro —abrió bruscamente una gaveta de su mesa de despacho, en
la oficina naval de la Armada británica en Nassau, para mostrar á Daves un dossier, que
arrojó con cierta energía sobre la mesa—. Si tuviera usted tiempo, podría echar una
minuciosa ojeada a estos informes y expedientes. Todos ellos oficialmente
comprobados en sus más mínimos detalles.

—¿Qué clase de informes, señor?

—Unos que terminan con el yate Albatros, de matrícula norteamericana, navegando por
la zona nordeste de las Bahamas, en dirección a las Bermudas, concretamente hacia el
puerto de Hamilton, en Gran. Bermuda. Pero que comienza con un navío francés, el
Rosalie en 1840, en ruta de La Habana a Europa. Apareció con sus velas desplegadas
totalmente, su carga completa…, pero todo su personal desaparecido. De entonces acá,
ese archivo de buques y de aviones perdidos, de cualquier nacionalidad, ha ido
progresivamente en aumento hasta llenar ese dossier que, desgraciadamente, no se
cerrará con el Albatros, estoy seguro (1).

(1) Rigurosamente verídico lo relativo al navío francés, que inicia 105 grandes enigmas
de esa zona llamada «Triángulo de las Bermudas» por casi todo el mundo. En esta
obra, naturalmente, sólo lo relativo al Albatros y a las personas de la ficción novelesca,
son imaginarios. Lo demás es todo cierto, rigurosamente comprobado. (N. del A.)

Hubo un silencio profundo en el despacho del marino inglés. Kenneth Daves habíase
quedado perplejo, meditando sobre cosas que poco antes le parecían simples cuentos de
hadas, relatos fabulosos de marinos supersticiosos y llenos de temor a lo que
desconocían. Y que ahora, un oficial de la Marina de Su Majestad, en pleno siglo, XX,
le confirmaba con la frialdad de los asuntos oficiales, mostrándole, incluso, una
voluminosa carpeta de testimonios, informes y datos sobre más de veinte buques
desaparecidos, y otros tantos aviones.

—De modo que no es pura fantasía…—murmuró Daves.

—No, no lo es, señor Daves —suspiró el comodoro Stallybrass. Inclinó la cabeza,


golpeando distraídamente el dossier con las yemas de sus dedos, amarillentos por la
nicotina del tabaco rubio—. Lamento producirle más desasosiegos de los que le trajeron
a este lugar, pero… por desgracia, la desaparición de las personas y del propio yate
Albatros, no tiene nada de nuevo ni de original, aunque sí de inexplicable.

—¿Y no existen…, no existen sospechas, teorías, alguna posibilidad de explicación, por


remota que ésta sea?

—¿Sospechas? ¿Teorías? ¿Posibilidades? —el comodoro se encogió de hombros. Le


miró con cierta tristeza—.
Amigo mío, que yo sepa,, se están publicando libros en el mundo sobre este misterio.
Que yo sepa, se atribuyen mil y una posibilidades fantásticas y delirantes a los hechos.
Yo no creo ni una sola de ellas. Pero los hechos están aquí, y ésos sí que son
incontrovertibles.

Así había sido su primera entrevista en Nassau. Kenneth la recordaba detalladamente,


en tanto la avioneta seguía su vuelo de búsqueda. Porque él no había renunciado. No
había querido renunciar bajo ningún pretexto. Estaba allí, y allí buscaría el rastro del
desaparecido Albatros

No tenía grandes esperanzas ahora, después de cuanto le había referido el comodoro


Stallybrass, que parecía tan tosco de modales como sobrio y consciente en su tarea,
ocupando el puesto de oficial de la Marina en Nassau, en representación de su Gobierno
y de la Armada. Pero había que seguir buscando.

Y buscaría. Buscaría hasta agotar el combustible de su motor, para volver entonces a


Nassau, repostar de nuevo, y regresar a continuar incansablemente la búsqueda. No se
resignaba a perder así a Selena, cuando: faltaba tan poco tiempo para el matrimonio…

Y siguió buscando…

Siguió buscando, hasta que le dolían los ojos, de tanto fijarlos en el mar, de tanto
escudriñar embarcaciones de todo tipo, desde yates de recreo a cargueros y barcos de
pesca, siempre esperando ver el casco blanco y esbelto del Albatros, el yate del tío de
Selena, Homer Adams.

Mientras buscaba, sus recuerdos, inevitablemente, regresaban a la última vez que viera a
Selena, en Miami Beach, mientras él cumplía una tarea para la NASA, no lejos de Cabo
Kennedy…

.* * *

—Selena, deberías esperar unos días. Sólo a que el nuevo proyecto esté en marcha, y yo
pueda pedirle a Andar son un par de semanas de vacaciones. Me gustaría compartir
contigo este pequeño crucero de placer, e ir haciendo planes para nuestra boda…

Selena le había mirado dulcemente, con aquella profunda dulzura suya que parecía dar
más luz y profundidad al tono azul oscuro de sus ojos. Un azul que recordaba las aguas
en plena borrasca, bajo un cielo nuboso…

—No, Ken, querido —había rechazado ella jovialmente, moviendo con energía su
pelirroja, cabecita—. No puedo hacer eso. Tío Homer se enfurecería mucho, si a última
hora renunciase a sus propósitos de viajar hasta las Bermudas en su bonito yate. Sabes
cómo es él y lo que le gusta el mar. Nada ni nadie le convencería para demorar en un
mes ese viaje.de placer.

—Entonces… quédate tú. Espérame, y haremos juntos un crucero mucho más


atractivo…

—Ken, podemos hacerlo exactamente igual aunque acompañe a tío Homer y a sus
invitados en esta travesía —rió ella—. ¿No comprendes que lo que sucede es que tío
Homer adora a su única sobrinita, y heredera de sus millones Selena Adams, y quiere
llevarla siempre consigo, en tanto ella no cometa la locura de casarse con un joven
guapo, deportivo y atlético llamado Kenneth Daves?

Ken tuvo que reír, aun contra su voluntad, y estrechó entre sus brazos, a Selena, que
buscó los labios de su prometido para depositar en ellos la cálida presión húmeda de su
propia boca, carnosa y tentadora. . Al separarse, la miró con ternura y musitó:

—Eres incorregible, Selena., ¿Nunca, puedes hablar en serio?

.—Aunque no lo creas, estoy hablando en serio —afirmó ella, rotunda, y fijó en él su


mirada con cierta gravedad incluso, Tío Homer es caprichoso. Se ha hecho a la idea de
perderme en unos meses, para convertirme en la señora Daves, pero de momento sabe
que soy la misma muchacha libre y deportista que he sido siempre,

y quiere llevarme consigo en sus correrías. No puedo defraudarle. Es muy sensible, y


esto le dolería. Después de todo, veinte días de ausencia no va a ser demasiado. Tu
trabajo en la NASA te llevará todas las horas del día, especialmente ahora, con ese
Proyecto espacial entre manos. Y no digamos nada de ese otro trabajito en…, en ¿cómo
se llama? Siempre olvido sus iniciales… —NICAP —recitó él, sonriendo—. NICAP,.
Selena.

—Eso es: NICAP… ¡Qué nombre más difícil, Ken!

—Son las siglas que corresponden al Comité Nacional de Investigaciones sobre los
Fenómenos Aéreos.

—Sí, ya lo sé. Una especie de niños, grandes que juegan a buscar «platillos volantes» y
cosas así —rió Selena de buena gana.

—Cosas así —admitió Ken, riendo también—. Pero no son, exactamente, «platillos
volantes», querida.

—¿Ah, no? ¿Qué son, entonces?

—OVNI

—Oh, sí,. Objetos Voladores No Identificados… OVNI… Ese es su nombre técnico,


¿no es cierto?

—Exactamente. Esa Comisión los investiga por orden del Gobierno. No es exactamente
un Cuerpo militar, pero dependemos del Pentágono y de la Fuerza Aérea por un igual.
Soy un hombre mitad civil, mitad militar, por mis dos trabajos en la NASA y en NICAP.
Después de todo, ambos no hacen sino aprovechar mis estudios sobre Astronáutica, mis
especializaciones sobre observación aérea en la Marina y, a ser posible, mis condiciones
de piloto y de navegante.

—Eres una especie de enciclopedia viviente, muy bien aprovechada por el Gobierno —
comentó Selena, irónica.

—Disto mucho de ser lo que dices, pero lo cierto es que me siento un poco esclavo de
mis obligaciones para con el Tío Sam, si a eso te refieres. De otro modo, dispondría de
mucho más tiempo para dedicarte a ti, e incluso para viajar a las Bermudas contigo en
esta ocasión…

. —Por desgracia, eso no es posible; Ni yo puedo defraudar a tío Homer con una
negativa a viajar —puso dulcemente su :mano en el brazo de Kenneth, para añadir,,
mirándole profundamente a los. ojos—: Ken, cariño. Te doy mi palabra: en veinte días
escasos, volveré a estar a tu lado. Y eso sí: te prometo no volver a ausentarme nunca
más, hasta que sea la señora Daves. ¿Complacido?

—Complacido —aceptó él,

Y de nuevo sus labios se unieron.

Selena no pudo cumplir su palabra. De eso hacía más de un mes. Y ella no había vuelto.
El Albatros, tampoco. Nadie sabía dónde estaba ahora el yate de Homer. Adams. Ni su
tripulación completa. *

Lo último que se sabía de él es que, navegando hacia Hamilton, Bermudas, emitió un


extraño mensaje radiado. Fue incompleto, pero detectaba algo anormal a bordo.
Acudieron en su ayuda.

El Albatros no apareció por ninguna parte. Ni tampoco huellas de su posible naufragio.

.* * *

Kenneth Daves dejó de pensar repentinamente en todo eso.

Su atención escapó de sus recuerdos y pensamientos, para centrarse por completo allá
abajo, en la superficie del Atlántico. La avioneta inició un descenso rápido.

El barco de blanco casco parecía flotar, inmóvil sobre las aguas, allá a sus pies. Era un
yate, no había duda.

Ya lo había encontrado. Era el Albatros.


CAPITULO II

El Albatros…

Por fin había aparecido. Su esfuerzo no fue vano. El barco estaba allí, flotando en el
mar, quieto, con sus motores parados. Se mecía suavemente, a impulsos del tenue
oleaje.

Ya no estaba solamente la avioneta de Daves sobrevolándolo. Alrededor, había varias


embarcaciones, dos de ellas del servicio de Guardacostas de Su Majestad. Un buque de
la Navy norteamericana, se aproximaba a toda máquina desde el norte, para unirse al
grupo.

Kenneth contemplaba todo eso abstraído, taciturno, mientras el avión describía lentos
círculos sobre el yate americano. No podía alegrarse demasiado de que tantas
embarcaciones acudieran en auxilio del Albatros.

Por la sencilla razón de que ya había recibido, momentos antes, el informe radiado
desde un guardacostas, tras ser examinado el barco por un oficial de Marina y cuatro de
sus hombres.

—No hay nadie a bordo —fue la inquietante respuesta—. El barco está vacío… Para
eso había servido encontrarlo. Para eso radió mensajes urgentes a toda persona que
navegara cerca de aquella área, apenas localizó al yate.

Para ser informado, fría y escuetamente, de que no había nadie a bordo.

—Pero…, pero eso no puede ser! —protestó Kenneth apenas estuvo enterado de ello—.
¡El yate tiene todos sus botes salvavidas en cubierta, según veo! ¡Y no parecen faltar
tampoco los salvavidas de cubierta!

—Ya hemos comprobado que es así —le comunicó el oficial, dé guardacostas—. Pero
aun en ese caso, los hechos son idénticos, señor Daves. No hay persona alguna en este
barco. Absolutamente nadie, ni señales de que hayan abandonado precipitadamente el
mismo. Es…, es como si se hubieran evaporado.

—¡Evaporado! —clamó Daves, furioso—. ¡Nadie se evapora, señor! ¡Habrá alguna


razón a bordo para ese abandono masivo! Posiblemente alguna avería grave… —
Nuestros técnicos han examinado los motores y cuanto había que examinar a bordo —
fue la fría réplica por radio—. No sufre avería alguna. Todo está en orden y
perfectamente. Funciona.la radio, el radar, los moto res están engrasados, limpios, sin
daños y con suficiente combustible a bordo para llegar a Europa, si hubieran querido.

Daves no supo qué responder. Era, inexplicable. No tenía el menor sentido; Ahora,
menos que nunca. Desaparecer el yate con toda su tripulación, podía explicarse por un
súbito hundimiento. Pero esto…, esto no era lógico. No podía haber ocurrido.

Y, sin embargo…

Ken no quería volverse a Nassau sin examinar, el yate. Pero no podía dejar la avioneta
sola. Cuándo fue informado de que el Albatros sería remolcado por algunas
embarcaciones hasta el puerto más cercano, comunicó secamente por radio:

—Está bien. Yo examinaré ese yate. Tal vez se les ha escapado algo a ustedes…:

La observación no gustó, mucho a los guardacostas, pero no pusieron objeciones.

Y así, horas más tarde, Kenneth Daves subía a bordo del barco desierto, ya en puerto,
tras haber tomado tierra con su avioneta en el aeropuerto local.

Dos guardacostas montaban guardia en el acceso al yate, y otro paseaba por cubierta, en
tanto Kenneth Daves iniciaba su inútil búsqueda en un barco vacío y silencioso: Como
si la leyenda misma del Buque Fantasma sé; hubiera materializado ahora, en pleno siglo
XX, ante sus propios ojos…

Comenzó el minucioso recorrido. Primero, fueron los camarotes. Especialmente, el


camarote de Homer Adams, el dueño y capitán del yate. Luego, el de Selena…

Kenneth cruzó el Umbral de la puerta de este último camarote, con una rara emoción
produciéndole un nudo en su garganta. Avanzó despacio, contemplando los objetos que
demostraban la presencia de Selena, en aquella cabina precisamente.

Especialmente, su fotografía. Una fotografía enmarcada en cuero, de Kenneth Daves,


con el uniforme y distintivo de la NASA, en Cabo Kennedy, durante un lanzamiento
espacial. A su lado, el pequeño magnetófono a casete de Selene, con algunas
grabaciones de música clásica. Le encantaban Brahms y Mozart, entre otros.

Luego, algunas de sus prendas. Objetos de tocador en una mesita, ante el espejo… Y
hasta ropas deportivas, colgadas de un pequeño armario empotrado, frente a la litera,
cuidadosamente hecha…

Todo en orden. Todo pulcro, limpio, en su sitio. Sin señal de violencia, de precipitación
o de desorden súbito. Como si no hubiera sucedido nada. Como si todo siguiera igual a
bordo, en total normalidad.

Sintió un escalofrío. ¿Qué podía haber sucedido para…, para que algo así pudiera
mostrarse ante sus ojos? ¿Cuál había sido el sordo y terrible drama a bordo, para que
casi cuarenta personas hubiesen desaparecido sin dejar el menor, rastro, sin que tras de
sí quedase la más leve huella de violencia, de desorden? Una evacuación masiva de un
lugar, por ordenada y serena que sea, por prolongado que sea el tiempo de que se
disponga para ella, difícilmente puede llevarse a cabo de modo, tan perfecto, tan
minucioso, tan absolutamente normal como cuando se baja a tierra tras una travesía. O
quizá más ordenado aún.

Se detuvo. Clavó sus ojos en algo, con expresión pensativa y alarmada. Estaba en la
pequeña cabina anexa, la de ducha y baño, que formaba con el camarote de Selena su
pequeña residencia en alta mar.

Allí, en un pequeño armario con espejo, descubrió un cepillo de dientes, pasta


dentífrica, y, todo cuanto compone el servicio de aseo más íntimo de una mujer, incluido
un jabón gel para baño, y que ella, al ausentarse, había dejado tras de sí.

Absurdo. Inexplicable.
Nadie deja todas esas cosas si se ausenta con cierta tranquilidad. Un pequeño neceser o
un maletín, admiten esas cosas, que ninguna mujer abandonaría al marcharse. Y no se
descubrían signos de precipitación en la marcha. ¿Entonces…?

Estaba confuso, aturdido. Y terriblemente alarmado. Lo que no entendía, le daba miedo.


Todo aquello no tenía sentido. Ocultaba algo espantoso quizá. Algo que, de todos
modos, carecía de explicación plausible.

Salió de la, cabina. Recorrió las demás. Encontró idéntica situación en todas.

Ni uno solo de los treinta y nueve ocupantes del yate, hombres o mujeres, habían
llevado consigo ni él más íntimo o pequeño de los objetos. Ni prendas de ropa, ni
calzado, ni objetos de aseo o de uso personal. Nada.

Y en ninguna parte había la menor señal de violencia.

Empezó a irritarse. Los guardacostas tenían razón, y eso, le enfurecía. Sabía que todo
aquello ocultaba algo quizá siniestro y terrible. Pero si al menos hubiera sido capaz de
tener una sospecha, por leve que fuese, una teoría, por descabellada que resultara…

Acudieron de nuevo a su mente las explicaciones del comodoro Stallybrass, en Nassau.


Y se sintió sobrecogido, a la vez que su buen juicio le hacía desechar esa posibilidad
por grotesca e inverosímil.

Desapariciones… Buques y aviones perdidos para siempre, tripulaciones evaporadas


sin dejar rastro… Misterios inexplicables. Teorías peregrinas, conclusiones
disparatadas…

Había oído hablar de ello a algunos marinos. Incluso recordaba haber leído reportajes
en los periódicos, aunque jamás hojeó un libro sobre el tema. Se hablaba de un misterio
sumergido. De algo, allá en el fondo del océano, que podía atraer a navíos y aviones a
una muerte cierta, sumergiéndolos para siempre. Otros, aseguraban que eran hechos
sobrenaturales, acaso una vieja maldición llevada a cabo por fuerzas malignas,
escondidas en las profundidades. Más científicamente llegaban a la hipótesis de que
alguna materia radiactiva, procedente de la Atlántida, yacía en el mar, influyendo
trágicamente en el rumbo de las naves y aeronaves.

Pero todo eso ¿explicaba la desaparición de personas, sin que la nave sufriera daño
alguno?

Recordó otra teoría, y sintió miedo, a la vez que su fría razón le aconsejaba desecharla
por estúpida. Un «agujero» en las Bermudas… Un tránsito de una Dimensión a otra, tal
vez. Una puerta invisible que conduciría a los seres humanos, a cuanto tuviera tres
dimensiones, a un hipotético mundo situado más allá de lo que la mente humana podía
concebir… (1)

(1) Todas estas hipótesis, y algunas más, han sido expuestas ya por numerosos autores
y estudiosos del caso, en toda clase de publicaciones técnicas, científicas o
simplemente informativas, así como en diversos libros escritos sobre el tema, y cuyo
impacto en el público, en los últimos años, ha sido realmente pasmoso. (M. de! A.)

—Cielos, no —rechazó con un gruñido, mientras recorría el pasillo de camarotes de la


cubierta—. No tiene sentido, lisas cosas no suceden en la vida real…

Y aún había otra versión, tan ridícula como las de

Ese tema le afectaba a él más directamente, cuando menos por su trabajo con NICAP y
el estudio de los OVNI. Nadie, mejor que él, sabía de la posibilidad científica de la
existencia de tales «objetos voladores no identificados». Pero de eso a imaginarios
tripulados pollos inefables «marcianos», e imaginarse a éstos convertidos en piratas o
secuestradores de naves de mar o de aire, había un largo trecho que la mente razonable
de Kenneth Daves se negaba rotundamente a recorrer.

Terminó su inspección en aquella planta, y no satisfecho con ello, aunque sabía que
todo iba a continuar igual, decidió recorrer también la inferior, donde se hallaba el
mayor número de camarotes habilitados para los frecuentes viajeros que formaban el
grupo seleccionado por Homer Adams, el millonario tío de Selena.

No esperaba ya encontrar absolutamente nada de nada. Actuaba por simple inercia,


convencido de que iba a terminar por admitir que los guardacostas tuvieron toda la
razón y de que él era un obstinado cabezota y nada más. Pero el hecho es que siguió
adelante.

Y cuando llegó a la planta inferior, comenzando el examen de los camarotes, la realidad


comenzó a demostrarle que era inútil seguir buscando algo que explicase lo sucedido a
bordo en aquel enigmático viaje a las Bermudas, que jamás terminó.

Recorrió uno, dos, tres, hasta ocho camarotes. Tres de mujeres, y el resto de hombres.
Era desesperante hallar siempre lo mismo: ropas, prendas, objetos, elementos de aseo v
de utilidad personal… Todo abandonado. Pero todo en orden. En irritante, molesto, casi
imposible orden. Todo era demasiado perfecto para ser real. Había algo diabólico, algo
estremecedor en aquella ausencia de desorden o de violencia.

—Hubiera preferido encontrar algo roto, derribado, volcado… Haber hallado incluso…,
incluso sangre… —murmuró para sí, pero elevando ligeramente la voz, sin darse cuenta
siquiera de ello, abstraído como estaba ante aquel desconcertante misterio a bordo.

Y, de repente, lo oyó.

Oyó algo en el interior del yate. Algo que no era su voz, ni sus pasos,, ni su respiración.
Algo que venía de más abajo, del interior de la embarcación, como amortiguado por
alguna pared, por alguna distancia.

Era un sonido inverosímil. Fantástico.

El ladrido repetido de un perro.

Un perro…

Sacudió la cabeza. No, tal vez oía mal. Podía ser en el puerto. Pero sonaba diferente.
Más próximo. Allí dentro. En el yate.

La idea le golpeó bruscamente. El recuerdo restalló muy vivo en su memoria.


Evocó al viejo y caprichoso Homer Adams, con su impecable uniforme de marino, con
sus canas plateadas y su pipa entre los labios… Y a Selena, sonriente, bonita y atractiva,
junto a él.

Y a «Skippy»…

—¡«Skippy»! —aulló con voz brusca, potente.

Los ladridos aumentaron, esta vez con una nota alegre, estruendosa, casi feliz. Kenneth
Daves se estremeció, echando a correr, buscando por todo el barco, mientras procuraba
acercarse al lugar donde sonaban los ladridos.

Repitió la llamada, citando el nombre del pequeño, juguetón y cariñoso perro de los
Adams. «Skippy», si era él, respondía o parecía responder a sus llamadas con
verdadero entusiasmo.

Pero «Skippy» habla salido con ellos de viaje. No estaba en tierra, para que hubiese
saltado a bordo al tocar puerto, ni mucho menos. Los Adams jamás se hubieran
hecho a te mar sin él. Recordaba perfectamente que se lo llevaron consigo, como en
otros cruceros… Si los demás no estaban a bordo…, ¿por qué «Skippy» sí?

La búsqueda pronto dio resultados. En la cámara de motores, en él interior del


Albatros, arañando furiosamente la puerta, debatiéndose para salir de allí, «Skippy»
había permanecido encerrado mientras ladraba. Cuando Kenneth Daves abrió esa
puerta, el pequeño y lanudo animal, con un ladrido cariñoso y entusiasta, saltó a sus
brazos, llenándole el rostro y las manos de humedad al lamerle con todo afecto, entre
gruñidos de satisfacción sin límites.

—«Skippy»… —jadeó Kenneth—. «Skippy», pequeño amigo… ¿Por qué tú? ¿Por qué
tú solo? Ni siquiera eres un testigo que pueda hablar, que pueda revelarme lo que
sucedió á bordo… Tú no puedes hablar, muchacho. No puedes revelar nada de lo que
quizá presenciaste…

Pero tal vez Kenneth Daves se equivocaba en eso.

***

—¡Un perro! —el guardacostas británico sacudió la cabeza, perplejo, mirando con
asombro al cariñoso «Skippy»—, No tiene sentido. No encontramos nada ni a nadie, al
revisar ese barco. Podría jurar que tampoco estaba en la sala de máquinas, a menos que
se ocultara al llegar „ nosotros, asustado por nuestra presencia…, o por lo que le había
tocado vivir antes. ¿Usted conoce mucho a ese perro? ¿Lo suficiente para hacerle dar
señales de vida al captar su voz, o al intuir su presencia?

Daves se encogió de hombros, ceñudo, mientras acariciaba de modo mecánico al


animal acomodado sobre sus piernas.

—Es posible, sí —admitió—. Conozco bien a «Skippy», aunque él sólo tenía una
debilidad en el mundo: sus amos, Homer y Selena Adams, señor.

—Y es absolutamente seguro, que el animal viajó con sus amos en esta ocasión.
—Por completo. Siempre, viajaba con ellos. Esta vez no era una excepción. Hubieran
sido incapaces de dejarlo, en tierra, ni siquiera en manos amigas, bajo ningún pretexto.

—Entiendo. Eso deja por sentado un hecho: el animal viajaba en el yate. Y es, por
tanto, el único ser viviente que permanece a bordo. ,

—Es lo que parece —admitió secamente Daves.

El guardacostas cambió una mirada pensativa con el comodoro Stallybrass, que parecía
tan desorientado y confuso como todos ellos, y cuya mirada azul iba con frecuencia al
rostro zalamero del pequeño perro.

—No es la primera vez que ocurre —sentenció con voz grave el oficial de la Marina
británica.

—¿Eh? —Daves se volvió a él—. ¿Qué es lo que no ocurre por primera vez, señor?

—Que un perro permanezca a bordo como único superviviente en apariencia, señor


Daves —suspiró el comodoro. Rebuscó en sus papeles, y recitó con voz sorda—: En el
año 1944, exactamente el veintidós de octubre, un carguero cubano llamado Rubicán,
fue encontrado por los guardacostas en la Corriente del Golfo, frente a las costas de
Florida. Estaba totalmente desierto…, con la excepción de un perro. Y, sin embargo, se
supo que a bordo había habido anteriormente un loro. Pero del loro, nada se supo ni se
halló el menor rastro… (1)

(1) Rigurosamente verídico.

Reinó un silencio profundo en el despacho del comodoro. El guardacostas suspiró


también, sacudiendo la cabeza. Daves arrugó el ceño. Dejó de acariciar al animal, e hizo
una breve observación:

—Los loros pueden hablar, comodoro. Los perros, no…

Stallybrass le miró fijamente. Asintió, con cierto aire escéptico.

—Esa podría ser una razón señor Daves —aceptó—. Sólo permanecen testigos que no
pueden decir nada… Resulta curioso, ¿no le parece?

—Es lo que yo había pensado ya…, aun sin conocer el caso del loro desaparecido.

—En resumidas cuentas, caballeros —empezó a hablar el comodoro Stallybrass con aire
pensativo—. La aparición de ese perro, no sólo no da luz alguna al asunto, sino que lo
oscurece todavía más. Imagino que usted afirmaría, sin vacilar, que los Adams, en caso
de abandono del buque por la razón que fuese, bajo ningún pretexto dejarían a su perro
en él,, olvidado y entregado a su suerte.

—Cierto —admitió Kenneth, seco—. Si ellos se marcharon del barco, por propia
voluntad, lo hubieran hecho con «Skippy» a su lado. Selena no hubiera dejado morir al
perro, que es lo que hubiese sucedido, de prolongarse más la permanencia del yate en
alta mar… Aun en este caso, ha sido preciso alimentar a «Skippy» excepcionalmente.
Por fortuna, nunca estuvo falto de agua. En la sala de máquinas del yate, existe una
especie de pequeño receptáculo de metal, donde goteaba con cierta abundancia un
desagüe del depósito de agua potable de a bordo. El perro se servía de él para calmar su
sed en la medida precisa para no rabiar ni morir deshidratado.

—Todo muy curioso. Y extraño. Las cosas adquieren cada vez menor, sentido. Como si
en vez de esclarecerse, fueran enturbiándose por momentos. Los técnicos han
informado que a bordo no sucede absolutamente nada anormal. Las máquinas están en
perfecto estado, y no hay nada que permita suponer que hubo señal alguna de alarma
que provocase un éxodo masivo de sus tripulantes.

—Pero ellos han desaparecido —señaló Daves, obsesivamente.

—Sí, han desaparecido —resopló el oficial británico de la Armada. Se puso en pie, casi
iracundo, y estuvo a punto de tirar todo el voluminoso dossier relativo al famoso y
sorprendente triángulo fatídico de las Bermudas. Lo sostuvo, con gesto irritado, y se
irguió, clavando sus ojos en Daves—. Yo diría que esto ha sido un secuestro.

—¿Secuestro? —parpadeó Kenneth, perplejo—. ¿Por parte de quién?

—No lo sé. Tal vez un acto de piratería. Homer Adams es un hombre muy rico. Puede
que alguien pida pronto un rescate por sus vidas.

—¿Supone que es un acto terrorista, como los efectuados en los aviones o cosa
parecida, comodoro? —preguntó el guardiamarina, sorprendido también.

—Podría serlo, y todo se limitaría a un hecho político, uno más en nuestro turbulento
mundo actual…, si no fuese por el maldito lugar en que ha sucedido todo, y que hace
pensar en algo más turbio y preocupante que un simple acto terrorista.

—Exacto —dijo Daves, algo brusco—. Ustedes mencionaron todo eso. Ahora, me
pregunto si estamos en realidad ante un hecho vulgar de piratería internacional,
comodoro… o ante algo mucho más complejo y oscuro.

—Vaya… —sonrió el oficial inglés, con ironía, clavando sus azules ojos en el joven
norteamericano—. Parece que ahora es usted quien tiene serias dudas sobre la
naturaleza.de estos hechos… ¿Es que ha notado algo especial en ese barco, mientras lo
inspeccionó?

—Todo era especial, señor —dijo Daves—. Su propio orden, el aire apacible de cuanto
había a bordo, la ausencia de violencias, de alteraciones normales en las cosas… No sé,
señor, Id que haya ocurrido. Lo único cierto es que temo por la vida de todos los que
viajaban en ese yate. Y sobre todo…, por ella, por mi prometida.

—Es un sentimiento muy natural en su caso, señor Daves. Yo también temo por esas
personas. Y espero que esta vez no nos quedemos sin saber nada de ellas de un modo
total y definitivo, como sucedió hasta ahora. He dado orden de que aviones de la
Marina, submarinistas, equipos de buzo, y toda clase de embarcaciones, revisen la zona
a fondo, tanto en su superficie como en la profundidad, en busca de algún otro indicio,,
sea cual fuere, que nos permita investigar con mayor detalle el caso. El Almirantazgo lo
exigirá, y no hablemos de las autoridades navales de su país, señor Daves, dada la
nacionalidad del yate y sus tripulantes. Sólo nos queda confiar en la pericia de esos
hombres… y en Dios.
—Ocurra lo que ocurra en esas investigaciones, comodoro, siempre permanecerá latente
un misterio todavía más inexplicable para todos nosotros —terció el guardacostas tras
un momento de duda.

—¿Qué misterio? —se sorprendió Kenneth, mirando al marino,

—Bueno, he recogido toda clase de informes fidedignos, tanto de nuestros servicios


como de barcos pesqueros y observadores casuales, durante esta pasada semana.

—¿Y qué? —se interesó el comodoro Herman Stallybrass.

—Que ese yate, el que el señor Daves encontró tan fácilmente, apenas salió de
exploración de Nassau, con su avioneta…, no ha sido visto por nadie en esa zona
durante todo ese tiempo. No navegaba por allí, no estaba anclado por allí. Y, sin
embargo, todos lo sabemos ahora, el señor Daves lo halló quieto, anclado, y parecía
estar así desde hacía mucho tiempo. Las corrientes no le empujaron ni han podido
desplazarle, desde que se pararon sus motores. Por tanto…, ¿dónde estaba ese barco
durante los días anteriores al vuelo del señor Daves?

Los tres hombres se miraron entre sí, en el mayor de los silencios. Todos ellos se sentían
vencidos, dominados por la sensación inquietante de que no podían entender nada,
absolutamente nada de cuanto estaba sucediendo.

—Si no he entendido mal… —habló al fin Daves, roncamente—. Ese barco…, ese
barco NO PUDO estar ahí antes de encontrarlo yo…

—Exacto —suspiró el guardacostas, con gesto de total desconcierto—. Es…, es como si


hubiera desaparecido, se hubiese evaporado.; para REAPARECER de repente,
materializándose en especial para usted, señor Daves…
CAPITULO III

Rugieron los poderosos reactores de cola. El proyectil se levantó majestuoso, vertical,


entre llamaradas impresionantes y una densa humareda que invadió toda la zona de
lanzamiento. El armazón montado como soporte de la nave espacial, se desmoronó,
igual que un frágil castillo de naipes.

Un nuevo Proyecto estaba en marcha. El Tritón I partía hacia lejanos destinos


espaciales, como un paso más de la NASA en la conquista del Cosmos. Todo marchaba
normalmente.

La cuenta atrás había terminado sólo unos pocos momentos antes. Luego, cuando se
cantó, el «Cero» definitivo, la nave despegó de Cabo Kennedy hacia las alturas.

—Perfecto —dijo un técnico al lado dé Kenneth Daves—% Todo ha ido bien. Creo que
los jefes estarán satisfechos…

Daves no dijo nada. Se limitó a asentir, pensativo, su mirada fija en la estela de humo y
fuego que, como una llamarada distante, iba perdiéndose en el cielo, describiendo una
amplia curva. La primera fase del lanzamiento aún no había terminado. Pronto, se
desprendería una de las cápsulas, tras salir de órbita terrestre el Tritón I, y la gran
aventura del espacio comenzaría una vez más, si bien en esta ocasión no se trataba de
ningún vuelo tripulado. Sólo una misión de investigación, rumbo a Saturno y Urano.
Cada vez, se iba un poco más lejos. Era una labor paciente pero firme.

Cuando los altavoces de la base de lanzamientos informaron al personal de la NASA del


perfecto funcionamiento de la nave espacial, Daves se encaminó a su alojamiento. Tras
él, con ladridos breves y repetidos, correteaba «Skippy», que parecía algo asustado por
el formidable estruendo producido por el proyectil cósmico, en su ruta hacia los astros.

Estaba ya cerca de su alojamiento, cuando la voz de alguien requirió su atención:

—¡Eh, Daves, un momento!

Se detuvo, girando la cabeza. Contempló al hombre que se acercaba. Como él, era
funcionario de la NASA. Pero también trabajaba en NICAP, como observador. Traía
algo en su mano que le entregó al llegar junto a él.

—Hola, Sam —saludó Daves a su compañero—. ¿Algo nuevo?

—Sí. Es una convocatoria del «viejo» —rió Sam Wilson—. Esta noche tenemos
reunión importante.

—¿De veras? —Kenneth se encogió de hombros, examinando el sobre cerrado,


mecanografiado a su nombre, y con las siglas del Comité Nacional de Investigaciones
sobre los Fenómenos Aéreos en el membrete—. ¿Qué tripa se les ha roto ahora?

—Parece que hay nuevos documentos e informes, re copilados en este mes anterior,
sobre «objetos volantes no identificados», Ken —informó Wilson, con un acento
claramente escéptico—. Es posible que el «viejo» quiera comprobar si dispone de
auténticos documentos…, o es tamos de nuevo ante trucos de histéricos o de
aprovechados, como la película de hace tres meses, aquella en que incluso se
vislumbraban los ocupantes de un «disco volador»…, y que al fin todo resultó ser un
ingenioso truco de montaje fotográfico, con los negativos muy bien apañaditos. ¡Cielos,
en estos tiempos, todo el mundo está seguro de haber visto un OVNI! Y lo cierto es que
yo jamás vi ninguno.

—Estamos en el misino caso, Sam—suspiró Kenneth Daves, leyendo la convocatoria


rutinaria del Comité, firmada por su actual director, Stuart Cameron, de la Fuerza Aérea
Estratégica de Estados Unidos—. Tratamos de ser expertos en algo que ni siquiera
conocemos, salvo por fotografías, filmaciones y descripciones, las más de ellas
totalmente falsas.

—Pero siempre queda un porcentaje de casos que no parecen falsos —le recordó. Sam
—, Casos en los que cabe siempre la duda… Creo que sólo por eso, vale la pena seguir
adelante con esto, aunque mucho jefazo se ría de nosotros.

—Estoy de acuerdo —convino Kan—. Hay «algo» en todo lo que investigamos. No


todo está explicado por psicosis colectivas, jugarretas de aprovechados o trucos de
chiflados. Hay ese porcentaje que citas. Mínimo, pero ahí está. Y nadie se lo ha
explicado aún. Está bien, Sam. Desde luego, estaré allí esta noche. Pero, debo llevar esta
tarde a mi perro al veterinario. Es posible que no tenga tiempo de dejarlo luego en
ninguna parte. ¿Pondrá Cameron algún inconveniente a su presencia en el Comité? .

—Si tu perro sabe estar calladito, no lo creo. Siempre habrá donde dejarlo, mientras
dura la asamblea. Se lo diré a los muchachos, para que le lleven galletas…

Wilson se alejó, riendo. Kenneth Daves se quedó solo, con la convocatoria en sus
manos, mirando pensativo a «Skippy», que retozaba en up amplio césped de la Base
espacial de Cabo Kennedy.

—Bueno… —murmuró—. Iremos a ver otra vez «platillos volantes». Creo que cuanto
más trabaje/ menos recordaré a Selena… Vamos, «Skippy». Hay que llevarte al
veterinario para que te cure esas pequeñas llagas que te han salido en el lomo…

Se alejó Kenneth Daves, cuya misión en la base había concluido momentáneamente al


hacerse efectivo el lanzamiento de aquel día. «Skippy», con un alegre ladrido, corrió
tras él, deteniéndose solamente para rascarse furiosamente sus llagas del lomo, que
parecían escocerle cada vez más.

—Puede dejar aquí a su. perro, Daves —asintió una de las jóvenes y atractivas
funcionarías uniformadas, que cuidaban del acceso de los miembros de, NICAP al
edificio de asambleas y reuniones No se preocupe por él. Wilson y otros amigos suyos
le trajeron galletas. Yo me cuidaré también de darle agua…, y de que no se empache…

, Daves sonrió, con un gesto de agradecimiento;. Luego indicó los puntos donde el
animal mostraba ahora, entre su lanudo pelo, algunos esparadrapos y gasas.

—Tenga cuidado con sus heridas. Sufre unas extrañas llagas que el veterinario no se ha
decidido a diagnosticar, pero que le parecieron quemaduras recientes. No deje que se
arranque los apósitos con sus patas,

—Seré su cariñosa niñera, no lo dude —rió la joven, haciendo reír también a Daves, en
tanto éste se perdía por el largo corredor, hacia la sala de reuniones y proyección.

A sus espaldas, «Skippy» gruñó, lamentándose de que él lo dejara solo, con una especie
de breve y apagado aullido. La joven empleada, sin embargo, pronto le distrajo la
atención con sus caricias… y con las sabrosas galletas.

Puertas suaves, deslizantes, se cerraron a espaldas de Daves. Este mostró su credencial


a un funcionario de NICAP, que le permitió el acceso a las dependencias del Comité.

Allí se encontró con Wilson y una docena de hombres de diversas edades, uniformes de
Marina o de la Fuerza Aérea, miembros del Pentágono, científicos, expertos e
investigadores en Astronáutica, así como técnicos en fotografía y filmación. Por su
tamiz, difícilmente pasaría cualquier trucaje que pretendiera engañarles.

—Falta el jefe —comentó Wilson, saludando a su amigo—. No puede tardar ya… ¿Y tu


perrito, Ken?

—En buenas manos —sonrió Kenneth—, No hay que preocuparse por él.

—¿Era algo serio lo que te hizo llevarle al veterinario? ,

—No, no lo creo. Pero tiene una especie de quemaduras, uñas llagas en forma de.
rombo,, sobre su lomo. El veterinario dijo que son cuatro las que tiene, todas
equidistantes, formando a su vez como las puntas mismas. de otro imaginario rombo.
Se supone, dado el dibujo, que debió hacérselo con algo candente, sin duda en el barco
donde lo encontré. Quizá en. los motores o en alguna otra parte…

—Oh, cierto —Wilson mostró cierto desasosiego en su gesto—. Olvidaba que era el
perrito de… Bueno, creo que esto va a comenzar. Ahí viene el jefe…

Para Wilson, sin duda, fue oportuna la llegada de Stuart Cameron, director del Comité.
Se le notaba incómodo, al referirse a lo ocurrido en el yate, historia que todos los
amigos de Daves conocían perfectamente.

Stuart Cameron, alto y enjuto, impecable en su uniforme de la Fuerza Aérea Estratégica,


donde lucía el grado de mayor, apareció en la sala, con sus andares lentos, reposados,
con su fría mirada gris, y sus cabellos canosos, también agrisados, como hebras de
metal.

El rostro, magro y anguloso, tenía siempre una expresión de energía, que ahora parecía
realzarse por alguna razón. En su brazo, sujetaba un dossier y un par de videocasetes.

—Caballeros, lamento haberme demorado un poco —saludó, con su sobriedad habitual,


recorriendo los rostros de los presentes—. He tenido que dar ciertos informes a
Washington hace un momento, y eso ha retrasado el momento de reunirme con ustedes.
No perderemos más tiempo. Vamos a ver un documento, sensacional. Espero que
nuestros expertos dictaminen, sin lugar a dudas, si estamos ante un nuevo trucaje…, o
ante un documento auténtico. Les ruego mucha atención. No se trata esta vez de
película o de fotografía, sino de unas grabaciones en video, procedentes de una emisora
de televisión cuyo nombre les daré. Jenkins, por favor, active nuestro monitor de
televisión. Y usted, Parks, conecte con la pantalla gigante de proyección televisada.
Los aludidos actuaron con premura. Momentos después, mientras todos se.
acomodaban, en medio de un silencio expectante, en el reducido hemiciclo de la sala de
proyecciones, inmediata a la de asambleas y debates, se iniciaba en.la pantalla la
proyección del videocasete grabado en color por una cámara de televisión, en alguna
parte del mundo…

Apenas unos minutos más tarde, todos los presentes pudieron verse frente a frente con
la mejor imagen existente en el mundo de la presencia material de algo conocido como
Objeto Volador No Identificado…, o bien por sus simples iniciales de OVNI…

Un OVNI.

No había duda de ello. Era un OVNI.

Aparecía nítidamente en la imagen del videoscope. El color del cielo, de un azul


levemente agrisado por las nubes suaves, se teñía en ese lugar de un vivido tono verde
fosforescente, que se desplazaba en el cielo, como una enorme bengala, pero a lenta
marcha, al menos en apariencia.

De súbito, la velocidad del objeto se incrementó inexplicablemente, hasta ser como una
centella fulgurando en el celaje nuboso. Su reflejo se repitió con halos fantasmales en
los objetivos de la cámara de televisión. El objeto luminoso se deslizó por delante de la
cámara, y dificultosamente el operador pudo seguirlo parcialmente, hasta que
desapareció tras una serie de islotes que se veían emerger sobre la superficie del mar,
nítidamente filmada en esos instantes. ,

—¿Qué lugar es ése? —se elevó una voz curiosa, en el profundo silencio de la sala.

—Florida, señores —explicó la voz seca del mayor Cameron—. Exactamente, Coral
Gables, frente a los Cayos. Esos promontorios en el mar, son justamente los Cayos más
próximos a la punta sur de la península…

—Florida… Los Cayos… —murmuró de repente una voz—. Eso…, eso está en… el
triángulo de las Bermudas…

Todos reconocieron aquella voz. Era Kenneth Daves quien hablaba. Nadie respondió.
Nadie comentó nada. El videocasete tocaba a su fin. Pero Cameron avisó:

—Cuidado. No se muevan. Luego haremos otra proyección ampliada. Pero ahora viene
algo mejor que cuanto han visto, caballeros.

—¿Mejor que esa imagen del objeto luminoso en el cielo? —dudó Wilson.

—Infinitamente mejor —afirmó Cameron—. Es el punto crucial de este reportaje, no lo


duden. Pero no quiero influenciarles con mi opinión. Es mejor que todos lo vean por sí
mismos… y resuelvan a¡ efecto.

En la pantalla, hubo una serie de imágenes confusas, ondas electrónicas, saltos en el


videoscope y, finalmente, una nueva imagen de bella policromía, captó mar, costas,
arena y plantas, además de esbeltas palmeras cimbreándose contra el límpido azul.

Pasaron ante la cámara canoas a motor de brillante colorido, muchachas en bikini con
esquís acuáticos, realizando arriesgados ejercicios…

—Evidentemente, son los más atractivos «objetos volantes» que he visto en mi vida —
confesó con sarcasmo uno de los asistentes, provocando una carcajada colectiva.

—Por favor, no bromeen ahora —avisó Cameron, seco—. Es un reportaje televisado de


unas pruebas deportivas entre Gran Bahama y Gran Abaco, las islas más al norte de ese
archipiélago. Sólo casualmente el cámara pudo captar las insólitas imágenes que ahora
van a aparecer. Estén bien atentos, se lo ruego. Pasaremos las imágenes cuanto tiempo
sea preciso, pero… no se pierdan detalle, por favor.

Volvió el silencio. Los ojos se clavaban en la pantalla. Algunos, oteaban también la más
pequeña —pero también más nítida— del monitor.

Kenneth Daves no comentó nada esta vez. Alguien lo hizo en su lugar, en otro punto del
hemiciclo de espectadores:

—Eh, ese lugar también entra en el Triángulo de las Bermudas, como dijo Daves…

Nadie respondió ni comentó nada. Pero era obvio que todos escucharon esas palabras,
en tan profundo silencio. La atención hacia la pantalla creció de punto.

De súbito, la imagen sufrió un cambio brusco, y dramático.

La cámara, tras seguir la evolución de una escultural esquiadora acuática, rubia y


opulenta de formas, se había detenido por simple azar sobre una playa no lejana,
bordeada de palmeras y arbustos.

De detrás de esa palmeras, algo emergió de pronto. Una luz vivida, verdosa, brilló en el
cielo azul. Se elevó, con un sonido lejano, zumbón, por encima del islote. Era evidente
que el cámara había advertido su presencia, porque aplicó cari celeridad el teleobjetivo
a su cámara. La imagen se aproximo vertiginosa, en un zoom rápido v espectacular.

El objeto luminoso, lo que a distancia sólo parecía un globo de luz o un meteoro, cobró
forma, se hizo nítido, se delimitaron unos perfiles, y su silueta, aun con su cruda
luminosidad, se mostró en toda su real apariencia, en su estructura y volumen exactos,

Una colectiva exclamación de asombro acogió la presencia del OVNI en la pantalla.


Porque de todos los OVNI vistos hasta entonces, ninguno como aquél. Era el mejor. El
primero que mostraba el gran secreto en toda su dimensión real.

—¡Es un auténtico disco volador! —jadeó Wilson.

—Un platillo volante, perfecto —confirmó un alto jefe militar, del Pentágono, sin
aliento—. ¿Esas imágenes se han exhibido por televisión al público, mayor Cameron?

—No. Están momentáneamente censuradas, a la es pera de lo que resolvamos nosotros


y lo que decidan las autoridades militares. Se ha pretextado top secret, basándonos en
una hipotética prueba, un experimento astronáutico norteamericano. Pero todos ustedes
saben que esto no es cierto. Esa nave… por favor, vean esa nave ahora,.

La vieron. El cámara había congelado la imagen. Esta se mostró en toda su cruda


significación al medio centenar de expertos allí reunidos. Un murmullo recorría aún la
sala, en tanto se hacían comentarios en voz baja, admirativos casi todos…

El objeto volador era un disco perfecto, al parecer adoptando una forma plana en su
centro, y más voluminosa en sus extremos superior e inferior. Era como situar dos
platos, uno contra otro, unidos por sus bordes. Lo más increíble no era eso, sino… las
ventanas en forma de rombos, dibujándose perfectamente en la forma verdosa, y
permitiendo captar una luz interior, de tono anaranjado brillante.

En una de las romboidales ventanas o miradores… ¡era visible algo!

Algo que se recortaba, difuminado. Algo que podía ser un humanoide, o, cuando
menos, algo 5ue tenía sin guiar parecido con una cabeza ovoide, con unos hombros…

La increíble imagen congelada cobró nuevo movimiento y sonido. Esta vez, el cámara
de televisión captó un zumbido sordo, ronco, distante, que poco a poco se tornaba
sibilante, a medida qué la nave —o lo que aquello fuese—, aceleraba su marcha, y se
deslizaba en el cielo, distanciándose.

En ese momento, ante el estupor de todos, algo, una forma viva, rápida, se precipitó
sobre la pantalla gigante de retransmisión televisiva. Un rugido ronco sonó en la sala en
penumbras.

—¿Eh? —gritó Cameron—. ¿Qué mil diablos es eso?

Los gruñidos, se convirtieron en sonidos más concretos, mientras la tela de la pantalla


se agitaba con violencia, sacudida por la forma viviente que la golpeaba, arañándola y
tratando de desgarrarla. Luego, ladró. Ladró con fuerza.

—¡«Skippy»! —gritó Daves, incorporándose asombrado—. ¡«Skippy», deja eso! ¿Qué


te sucede?

El perro seguía ladrando y rugiendo, como si en la pantalla estuviese ahora su peor


enemigo. Y, sin embargo, allí sólo había un OVNI, perfectamente fotografiado por las
cámaras de la televisión en color, con el sonido original de su aparición sobre las
Bahamas,

—¿Qué hace ese perro aquí, Daves? —la pregunta del mayor Cameron era hosca, casi
áspera.

—Lo ignoro, señor. Se quedó fuera, con una de las azafatas del edificio y….

. —Yo lo lamento, mayor —se apresuró a justificarse la bonita y joven recepcionista del
edificio ocupado por NI CAP—, Ha sido culpa mía. El general, Williard quiso entrar en
la sala de proyección, le abrí las puertas pulsando el automático… y en ese momento el
perrito debió meterse con rapidez en el interior de la sala…

—Está bien. Llévenselo de aquí y siga la proyección —ordenó con sequedad el mayor
—. Y espero que en la repetición del video a cámara lenta se vayan fijando

ustedes minuciosamente en todo cuanto pudieron observar de primera impresión antes.


Cuando lo deseen congelaremos la imagen. El técnico está a su entera disposición con
las cintas magnéticas correspondientes, caballeros.

—Un momento! —fue Kenneth Daves quien, puesto en pie, con el perrito «Skippy» en
sus brazos, ahora tranquilo y casi feliz, mientras la pantalla aparecía sin proyección
alguna ni sonido, había formulado la observación.

—¿Sí, Daves? —el mayor Stuart Cameron le contempló ceñudo, con evidente
contrariedad en su tono y en su gesto.

—Mayor, quisiera rogarle algo,, de modo puramente excepcional…

—¿Qué, Daves? —dudó Cameron, receloso.

—Me gustaría…, me gustaría que mi perrito se quedara aquí durante uno de los pases
de la grabación,

—¿Se ha vuelto loco? ¿Qué diablos quiere que haga su perrito en una exhibición tan
seria? Esta no es ni siquiera una película de dibujos de Walt Disney, Daves.

—Señor, mi petición es muy seria —habló Kenneth, con rara expresión—. Insisto en
ella aun a riesgo de pecar de inoportuno, señor.

—Es mucho peor que eso. Usted, Daves, es un civil. Pero si fuese un militar, me
ocuparía de hacerle arrestar por esa tontería que acaba de decir. Su insistencia está fuera
de lugar. Permiso denegado, Daves. Saque a su perrito de aquí, se lo ruego.

—Sí, señor —aceptó gravemente el joven funcionario de la NASA, inclinando la


cabeza—. Pero recuerden todos algo: este perro estuvo en el Triángulo de las Bermudas
cuando sucedió algo a bordo de un yate, y toda la tripulación de éste desapareció como
evaporada en el aire, sin la menor huella de violencia. Es el único testigo que hubo a
bordo de lo que allí pudo suceder… y acaba de comportarse extrañamente con un
objeto volador no identificado. Creí que eso podía conducirnos a alguna parte…

—Esperen todos —dijo una voz grave, desde el fondo de la sala. Y todos giraron la
cabeza hacia él que hablaba—. Mayor Cameron, creo que el señor Daves tiene cierta
parte de razón en eso. No se pierde nada con probar. ¿Por qué no permitir que el perrito
se quede entre nosotros durante una sola exhibición de esa grabación magnética? Si
nada sucede, habremos probado que el animal obró sólo por capricho del modo que lo
hizo…

Hubo un tenso silencio. Sorprendido, Kenneth contempló al hombre que hablaba con
firmeza y autoridad. Era el general Williard, el hombre cuya llegada provocara el
incidente con «Skippy» filtrándose traviesamente en la sala de proyección.

Al mayor Cameron no le gustó la interrupción. Arrugó el ceño, y sus delgados labios se


apretaron con fuerza. Pero era disciplinado y, del mismo modo que le gustaba ser
obedecido, él sabía obedecer, llegado el caso.

—Está bien, señor —dijo—. Hagámoslo. Pero dudo mucho que la actitud de ese animal
tenga nada que ver con lo que ocurre en la pantalla. Y menos aún, que ello pudiera
relacionarse en modo alguno con lo sucedido al yate Albatros…
No se habló más. Se hizo el silencio en la sala. De nuevo comenzó la proyección de
video. «Skippy», dócilmente, lamía las manos de su amo, mientras miraba a la pantalla
obligado por Kenneth. Ninguna reacción acusó en el inicio del reportaje. Pero gruñó
sordamente al surgir la luz verdosa en el cielo, erizando su pelo y manteniendo erguidas
las orejas. Kenneth observó que exhibía sus colmillos, en clara actitud agresiva, rígido
su cuerpecillo entre los brazos.

—Quieto… —susurró—. Quieto, «Skippy»…

Pasó la primera grabación sin incidentes. Respiró hondo Daves, Los demás, parecían
ahora tan pendientes de la pantalla como del perrito. Comenzó la exhibición de chicas
en los esquís acuáticos. «Skippy» volvía a estar tranquilo y risueño, dando cabezadas a
las manos de Ken. En la pantalla, no tardó en aparecer el platillo volante sobre la isla
apacible. Su zumbido lejano creció. Comenzó el zoom de la cámara sobre el extraño
objeto volador…

«Skippy» volvía a estar rígido. Se puso en pie sobre sus patas, en las piernas de
Kenneth. Gruñó largamente. Ojos vidriosos de perro enfurecido se fijaban en la
pantalla, Cuando la imagen se agrandó, al animal emitió un aullido y saltó vivamente
de entre los brazos de Kenneth, precipitándose sobre la pantalla de nuevo, y lanzándose
con tal furia que esta vez sí rasgó la tela de la pantalla con sus uñas, rabiosamente, sin
dejar de ladrar, fija su mirada en él OVNI verdoso, de ventanas romboidales…

—¡Detenga la proyección! —ordenó ahora el mayor Cameron vivamente, poniéndose


en pie y dando las luces. Muy agitado, observó cómo el perro seguía ensañándose en la
tela, con la imagen congelada sobre ésta. , Se acercó al animal, que gruñía
desesperadamente. Luego, se revolvió hacia Cameron, cuando éste quiso dominarle, y le
mostró sus colmillos, emitiendo otro aullido prolongado,

—¿Qué opina de esto, mayor? —preguntó Kenneth gravemente, puesto en pie,

—No lo sé, Daves —confesó el director de NICAP—. Pero tenía usted razón. Este
animal tiene algún motivo para ladrar y enfurecerse ante la presencia del OVNI, es
evidente…

—Creo sinceramente, señores, que el barco Albatros sufrió el ataque de un OVNI —


sentenció fríamente Daves—. Este perro recuerda muy bien el hecho, y ha evocado lo
sucedido al ver el platillo volante en esa grabación. Además, tiene unas heridas en
forma de rombo; como quemaduras. Rombos, igual que esas ventanas del OVNI… Son
demasiadas coincidencias, ¿no les parece?

—Siga, Daves —le invitó el general Williard, del Pentágono, acercándose a él con naso
lento—, ¿Cuál es su teoría, en tal caso, sobre los viajeros desaparecidos?

—Que fueron secuestrados por extraterrestres… o lo que sean esos seres que apenas
vislumbramos en ese OVNI, señor —afirmó Kenneth con energía—. Estoy segura de
ello.

—Cielos, es una teoría delirante… —murmuró Cameron—, ¿Qué harían los


extraterrestres con casi cuarenta seres humanos?

—Ese es el gran enigma. Yo diría que es un rapto en toda regla. Hubo ya otros en la
historia de esa zona de las Bermudas. Acaso las leyendas mismas del mar de los
Sargazos estén basadas realmente en hechos imposibles de explicar, si no los
relacionamos con los Objetos Voladores No Identificados…

—Su teoría es peligrosa, Daves —señaló el general—. Supongo que no va a exponerla a


nadie, fuera de este lugar. Como miembro de NICAP, está obligado a guardar silencio
de todo lo que en este comité se hable y estudie…

—Todavía no hemos estudiado aquí los sucesos del Albatros, señor. Y ésos son los que
me preocupan. Quiero saber qué sucedió con mi prometida, con todos los demás. Ahora
empiezo a pensar que la explicación no está en el mar ni en la tierra…, sino en el
espacio.

—Esté donde esté,. Daves, usted no puede hacer nada por sí mismo —avisó Cameron
—. Deje que nosotros tratemos de ayudarle, de hallar una explicación, razonable a todo
eso… Pero recuerde que no debe hablar a nadie del asunto. Es materia prohibida.
Riguroso top secret, como todo lo que aquí estudiamos…

—Y, ciertamente, la versión oficial de los sucesos del Albatros sólo puede ser una,
Daves —añadió el general Williard calmosamente—. Se «alarmaron, temiendo un
naufragio, y abandonaron el yate, naufragando posteriormente, con. toda probabilidad.
Nadie deberá decir otra cosa a nadie. Absolutamente a nadie, recuérdenlo. Y ahora,
Daves, por favor, puede retirar a su perro, y seguiremos contemplando esa grabación,
estudiando sus fotogramas, haciendo ampliaciones detalladas…

Kenneth Daves no dijo nada. Entregó a la azafata del exterior al bueno de «Skippy»,
que seguía inquieto, agitado, emitiendo gruñidos sordos de vez en cuando.

Kenneth Daves sabía.de su impotencia para resolver nada, cuando volvió a acomodarse
en su asiento y presenció una y diez veces la imagen inquietante y asombrosa del objeto
volador y de su presunto tripulante, apenas vislumbrado tras la ventana romboidal.

Quizá por ello comprendía que no podía hacer otra cosa que dejar en manos de fuerzas
más poderosas que la suya personal la posible solución del caso…, si es que existía
solución alguna.

Eso era entonces. Aún no se había encontrado con una mujer llamada Lori Ankers, de
profesión periodista…
SEGUNDA PARTE

TOP SECRET

«Puesto que la desaparición total de navíos de más de 175 metros de largo, en mares
totalmente en calma y a 80 kilómetros de la costa, lo mismo que la de aviones a punto
de aterrizar, no puede ocurrir, según las normas terrestres y, sin embargo, siguen
ocurriendo, me veo obligado a concluir que se los están llevando de nuestro planeta.»

John Spencer, en su libro Limbo de los perdidos. (Editado en Massachusetts, en 1969.)


CAPITULO PRIMERO

—¿Periodista ha dicho?

—Sí, señor Daves, Lori Ankers es mi nombre. Trabajo para el Sensational Dispatch.

—Entiendo. Prensa sensacionalista… —receló Kenneth.

—Eso es. Pero no saque una impresión errónea de mí, señor Daves —.se apresuró a
hablar la rubia joven de ojos pardos y boca carnosa, mirándole vivamente, con un
asomo de sonrisa divertida—. Procuro ser honesta en mi trabajo. El público pide
sensacionalismo. Y en el mundo actual lo hay en abundancia. Sólo basta encontrarlo.

—Ya. Y usted ha pensado que yo puedo proporcionarle algún material de esa clase. En
tal caso, creo que se equivocó totalmente de persona. No tengo nada que decirle,
señorita Ankers.

—Vuelve, a equivocarse. No busco sensacionalismos en usted. Quería que me hablase


de algo, sí. Pero no de lo que imagina, sino de…, de alguien llamado Selena Adams.

Kenneth se puso rígido. Miró fijamente a la joven periodista, con expresión poco
amable. Era un tema doloroso, ella debería saberlo. No le gustaba que hablasen de
Selena. No de ella, en particular.

—No —cortó, tajante, disponiéndose a incorporarse de su mesa, en el restaurante y


cafetería del edificio destinado al personal de la NASA—. No hay caso; No hablaré de
ella, señorita Ankers. Lo siento.

—¿Por qué se pone así? —ella sostenía aún en sus manos la bandeja del autoservicio,
esperando que él la invitara a sentarse en su mesa a almorzar—. No es un tema tabú,
después de todo.

—Lo es para mí, y eso basta. Le ruego que no insista. Me obligará a dejarle la mesa a
usted sola. Y no quisiera ser descortés ni grosero con una dama.

—Estoy habituada —rió ella suavemente, dejando su bandeja en la mesa—. Además de


ser una dama, soy periodista, y eso cambia las cosas. Acostumbran a olvidarse de mi
sexo, para fijarse sólo en mi profesión. Y ésta no goza de muchas simpatías entre las
personas que puedan facilitar información. Le ruego que se siente y siga almorzando.
No le molestaré. No hablaremos de Selena Adams, tiene mi palabra.

Kenneth la miró, ceñudo. Ella ya se había sentado sin esperar a ser invitada, y disponía
sus cosas en la bandeja, para almorzar. Dudó el joven funcionario de la NASA. Luego
se acomodó en su asiento, frente a ella. La estudió, receloso.

—Procure cumplir lo que ha dicho. —murmuró, seco—. Es lo mejor que puede hacer.

—Puede estar seguro de ello —probó el consomé frío v se sirvió unos dedos de cerveza
en su vaso. Fijó la mirada en Daves—. Espero que sí podremos hablar de otras cosas. Al
menos, podré hablar yo, señor Daves.
—Hable —se encogió él de hombros—. Pero no obtendrá información mía. No hay
nada que pueda interesarle a usted, a su periódico o a sus lectores. Y si lo hubiera…

—Sería top secret, ya lo sé. Así son las cosas en NICAP.

Kenneth enarcó las cejas. No había esperado que hablase ella de ese tema.

—Creí que hablábamos de mi trabajo con la NASA —rectificó, hosco.

—No. No. me interesan los lanzamientos espaciales. A la gente también han dejado de
interesarles desde que se hicieron tantos viajes inútiles a la Luna. Lo que primero era
noticia, se convirtió en aburrimiento. Así son las cosas, señor Daves. En cambio, ese
Comité para la Investigación de Fenómenos Aéreos… eso SÍ puede ser noticia.

—No sé cómo, ha averiguado que yo formo parte de ese comité, pero las cosas que allí
se traían son estrictamente secretas, señorita Ankers. No hablemos de ello. Pierde su
tiempo por completo.

—Los Gobiernos nos están engañando a todos —dijo ella con repentina belicosidad—.
Saben cosas que la gente no puede conocer. La Unión Soviética, los Estados Unidos,
Gran Bretaña… Todos han llegado más lejos de lo que dicen en la investigación de los
OVNI señor Daves. Pero llegará un día en que se verán obligados a decírnoslo todo, no
a justificarse ridículamente de muchas cosas diciendo que tal o cual piloto siguió a un
reflejo del planeta Venus, o que los que vieron un «platillo volante» eran un puñado de
histéricos o de picaros. El engaño no puede durar mucho.

—Todo eso son suposiciones, señorita Ankers. Yo no creo que los Gobiernos oculten
nada. Sencillamente, no están seguros de cosa alguna. No pueden pronunciarse.

—¿Es la opinión de un miembro de NICAP? —sugirió ella, terminando su consomé.

—Es la opinión de Kenneth Daves, de la NASA, ciudadano particular de los Estados


Unidos.

—Ya —ella atacó con lentitud el segundo plato. Sin mirarle, tras una pausa que parecía
estudiada, comentó como al azar—; He llegado ayer de las Bermudas, señor Daves.

Kenneth sintió un estremecimiento. Tuvo la tentación de hacer preguntas, pero recordó


que aquella bonita muchacha no era solamente, una mujer, sino, una periodista. Era
mejor no correr riesgos.

—Muy bien —dijo, seca la entonación—. ¿Hace turismo?

—No —negó ella—. Trabajo. Investigo. También estuve en las Sariamas En Nassau. Y
en alta mar. Había algo que me atraía. Una noticia, señor Daves. Y yo sigo siempre la
noticia, dondequiera que esté. Para eso me pagan.

—Me parece muy bien —divagó él, bebiendo un sorbo de su cerveza, sin mirarla.

—La noticia era un barco desaparecido —replicó Lori Ankers—. Y personas


desaparecidas.
—Ya basta —cortó Daves fríamente, alzando sus ojos hacia ella—. Le dije que no
tratara ese tema. No me gusta. No quiero hablar de ello.

—No hablo de nadie en particular, sino de casi cuarenta personas que desaparecieron
sin dejar rastro —suspiró Lori Ankers, moviendo despacio su rubia cabeza, fija en él la
mirada inteligente y vivaz—. Yo…, yo he encontrado algo, señor Daves. Algo que nadie
encontró en aquellas aguas.

—No me interesado que encontrase, señorita Ankers —rechazó vivamente Daves,


empezando a ponerse en pie, con gesto agrio—, Ya le dije antes que no quería ser
descortés. El asunto que está mencionando no es de mi gusto. Y no por motivos
oficiales. Sencillamente, no quiero hablar de ello con nadie. Y menos con un periodista.
Buenas tardes, señorita Ankers. Lamento comportarme así.

—Un momento —ella le retuvo, poniendo su mano en el brazo de él—, Al menos,


señor Daves, tome usted lo que encontré. A mí no me sirve de mucho. Para usted, quizá
tenga algún valor… sentimental.

E, inesperadamente, buscó algo en su bolso, y lo depositó en la mano de Kenneth


Daves.

Este se quedó contemplando lo que ella le entregaba. Pestañeó, asombrado. Con


absoluta incredulidad, acercó a sus ojos aquel objeto de oro, familiar y desconcertante.
Algo que jamás había esperado encontrar de nuevo.

Un anillo. Un bonito anillo de oro, con una piedra verde, un pequeño jade con una
figurilla oriental grabada en él. Un trabajo de artesanía chica. Pero en sí, el anillo nada
hubiera significado, de no tener debajo, en su. aro, las iniciales grabadas que Daves
contemplaba ahora, con un escalofrío:

«A S. A. de K. D.-1975»

—Dios mío… ¡El anillo que regalé a Selena hace dos meses! —sonó ronca su voz. Y.
al, mirar a la joven periodista, estaba mortalmente pálido—. ¡Pronto! ¿Dónde lo
encontró?

—En un lugar del Atlántico, dentro del Triángulo de las Bermudas, señor Daves —
explicó ella calmosamente—. Y no era sólo eso lo que encontré… ¿Quiere venir a mi
casa?

Era un sencillo bungalow en la zona residencial de las playas de Cocoa Beach, un poco
al sur de Cabo Kennedy. Rodeado de jardines, pulcro y bien cuidado en él se respiraba
limpieza, alegría y comodidad. El mobiliario era moderno, y la decoración de tonos
claros v optimistas.

Sin embargo, Kenneth Daves no se sentía contagiado por todo eso cuando entró en la
vivienda de Lori Ankers La joven periodista parecía feliz con su visita, pero él iba
profundamente preocupado, ceñudo, con una expresión hosca en su rostro. Todavía
daba vueltas entre sus dedos al anillo de oro que le regalara a Selena, y que ella llevaba
siempre, desde ese día. Incluso en su viaje a las Bermudas, naturalmente.

Lori no había querido ser más explícita, a menos que él la acompañase a su casa. Y lo
había hecho porque existían poderosas razones para ello. ¿Qué más cosas podía haber
hallado aquella muchacha en su viaje a los lugares del suceso, que ni él ni nadie
llegaron á detectar? Esa era la idea que le obsesionaba. Por vez primera, algo que
pertenecía a Selena, al margen de su propio perro, aparecía después de su misteriosa
desaparición.

—Acomódese a su gusto —le invitó ella—. Está en su casa, Daves. ¿Una copa de algo?
¿Brandy, whisky…?

—Nada. Por favor, no es momento de cumplimientos señorita Ankers. No he venido a


visitar su casa formalmente, y usted lo sabe. Vayamos al grano lo antes posible.

—Como quiera —ella se encogió de hombros. Le miró con fijeza—. ¿Quiere ver todo
lo que encontré en mi viaje?,

—Sí, por favor. Necesito verlo todo. Usted debió informar a las autoridades navales
inglesas y norteamericanas. Era su obligación.

—Un periodista no siempre cumple sus obligaciones

—se burló ella, con leve cinismo—. Se hubieran quedado con todo. Y me hubiesen
prohibido difundir la noticia.

—¿Noticia? ¿Qué noticia? —demandó Daves, brusco.

—Ahora lo sabrá, amigo mío —suspiró ella, dirigiéndose a un mueble cuya gaveta
inferior abrió con llave. Rebuscó en su interior, y extrajo algo, una bolsa impermeable,
de color amarillo, yema, muy brillante. La alzó, mostrándosela a Daves.

No era la bolsa ni su color lo que llamó la atención de Kenneth, sino las letras azules,
de plástico, adheridas a la misma, sobre un distintivo que le era muy conocido,

El distintivo era un pájaro, sobre unos galones de Marina. Y el nombre… ALBATROS.

—Esa bolsa… —jadeó—. ¡Pertenecía a los útiles del yate!

—Exacto, Daves —asintió ella—; Era del Albatros. Contiene algunas cosas. Una de
esas cosas la tiene usted ya: era el anillo de Selena Adams, su prometida.

—Y… ¿y qué más contiene esa bolsa? —quiso saber Daves, avanzando con paso
vacilante, por vez primera inseguro totalmente, desbordado por los acontecimientos. —
Véalo —dijo ella, volcando el contenido de la bolsa amarilla sobre una mesa—. Véalo,
Daves…, y juzgue por sí mismo.

Kenneth, con ojos desorbitados, se quedó mirando los objetos que se esparcían ahora
sobre la lustrosa madera, clara de la mesa.

Eran diversos y sorprendentes: una cadena con una pequeña cruz de oro, unos anillos,
un reloj con pulsera, parado en las cuatro treinta, un alfiler de corbata con una piedra
incrustada, unas gafas de montura dorada, con cristales oscuros, un pequeño pastillero a
la moda rococó, y,, finalmente, un emblema deportivo de solapa, esmaltado en azul,
blanco y oro.
—¿Qué significa todo eso? —quiso saber Daves.

—No lo sé. Con ello estaba el anillo de Selena Adams —explicó Lori—. En seguida
comprendí que debían ser objetos personales de los viajeros del Albatros. Y resolví
quedármelos, para comprobarlo con. usted. Ahora sé que estaba en lo cierto.

—Esos otros objetos no son de Selena, ciertamente. Pero… espere un momento. Hay
algo ahí que me resulta familiar… —sus dedos tomaron el pequeño botón esmaltado.
Lo examinó, atento. Descubrió el pájaro azul sobre fondo blanco, bordeado de un
círculo de oro. Súbitamente asintió, oprimiendo con fuerza el objeto—. ¡Sí, eso es

—¿Qué? —se interesó ella—. ¿Pudo identificarlo?

—Claro. Es…, es el que llevaba Homer Adams, el tío de Selena, cuando se ponía su
uniforme marino, de chaqueta azul y pantalón blanco. Siempre llevaba ese botón en el
ojal de su solapa. Es el emblema de una entidad deportiva náutica…

—De modo que ya tenemos aquí un objeto, de Homer Adams, otro de su sobrina… —
Lori le contempló fijamente—. No quedan dudas. Perteneció a los viajeros del Albatros.

—Sí, pero ¿qué hacen todos ellos, reunidos en esa bolsa? ¿Los encontró de ese modo?

—Exactamente así.

—¿Dónde?

Lori le miró fijamente; Su gesto era grave ahora. Sus ojos brillaban, maliciosos.

—Sólo yo conozco el lugar, Daves —dijo—. ¿Qué gano con informarle?

—¡Tiene que hacerlo! —estalló Kenneth—. Si no, puedo denunciarla a las autoridades
navales. Le exigirán que revele todo cuanto sabe…

—Me negaré. Soy un ciudadano civil. No pueden obligarme.

—¿Por qué quiere callar? ¿Qué oculta?

—¿Y usted, Daves? ¿Qué es lo que usted oculta? Sé que sus asuntos son top secret,
pero, le diré algo —avanzó ella hacia Kenneth, resueltamente—. Escuche esto: en el
lugar donde hallé esta bolsa del Albatros, había algo más. Huellas de haberse posado
allí algún objeto especial… Como si una nave hubiera estado detenida en el suelo. Pero
no pudo ser un avión. Ni un helicóptero. Ni nada parecido, Daves. ¿Y sabe por qué?

—No. ¿Por qué?

—Muy sencillo: porque el suelo aparecía quemado, como calcinado, en un área de unos
doce a catorce metros de diámetro. Y esa forma era circular, ¿entiende? Yo diría…, yo
diría que donde se quedó esta bolsa de joyas personales, estuvo posado uno de esos
Objetos Volantes No Identificados que usted estudia en NÍCAP. ¿Entiende ahora mi
interés por el asunto? ¡Estoy segura de que un OVNI tiene relación con el yate Albatros
y todos los demás sucesos misteriosos del Triángulo de las Bermudas!
—Sí —suspiró Daves, bajando la cabeza, vencido, anonadado—. Yo también…, yo
también creo que es eso lo que ha sucedido… Pero necesito saber, señorita Ankers…
Necesito saber dónde encontró esto, dónde está esa señal del disco volador…

—Nadie puede obligarme a decirlo. Ni siquiera usted. Por eso quería que viera esto.
Hagamos un pacto.

—¿Un pacto? ¿Qué clase de pacto? —Cuénteme lo que sepa Sobre los OVNI en esa
zona… y yo le llevaré al lugar donde estuvo el disco volador. Creo que es un buen
acuerdo para ambos…

—Está bien —aceptó Daves—. Trato hecho.


CAPÍTULO II

El mayor Stuart Cameron se volvió lentamente hacia la puerta que acababa de abrirse a
sus espaldas. Contempló al hombre erguido ante él en el umbral.

—¿Me hizo llamar, señor? fue la pregunta del recién llegado.

—Sí, Daves. Entre —pidió el jefe de NICAP con voz grave, tajante.

Kenneth obedeció, cerrando tras de sí. Se aproximó a la mesa de, trabajo del mayor.
Este giró despacio, hasta enfrentar su rostro al de Daves. Ambos hombres se miraron.

—¿Sucede algo, mayor? —quiso saber Kenneth—. Parece usted preocupado por algo…

—Lo estoy, Daves. Muy preocupado. Y muy molesto. Tome ese periódico de mi mesa y
eche una ojeada a su primera plana. Quiero una respuesta inmediata, Daves.

Kenneth no dijo nada. Se limitó a obedecer, tomando el periódico y volviéndolo hacia


su primera página. Las letras, impresas en color, resaltaron fuertemente ante sus ojos,
bajo la cabecera del periódico. Era el Sensational Dispatch.

Los titulares eran realmente espectaculares, lo que podía esperarse en una publicación
sensacionalista como aquélla:

¡HAY OVNI EN EL TRIANGULO DE LAS BERMUDAS! LAS AUTORIDADES


NORTEAMERICANAS TIENEN EN SU PODER PRUEBAS DE ELLO. EXISTE UN
REPORTAJE DE TELEVISIÓN QUE PRUEBA LA EXISTENCIA DE NAVES
EXTRATERRESTRES EN ESA ZONA DEL ATLÁNTICO

¿SON LOS OVNI LOS RESPONSABLES DE LAS DESAPARICIONES DE


BUQUES Y AVIONES EN LAS PROXIMIDADES DEL MAR DE LOS SARGAZOS?

—Cielos… —suspiró Daves, comprendiéndolo todo rápidamente—. Esa chica…

—Kenneth Daves, sólo le haré una pregunta —habló el mayor Cameron secamente—.
¿Ha sido usted quien proporcionó esa información á la periodista Lori Ankers?

Daves dejó lentamente el periódico sobre la mesa. Alzó la mirada. Contempló fijamente
a su interlocutor.

—Sí, señor —afirmó, rotundo—. He sido yo. El mayor Cameron no esperaba eso.
Evidentemente, confiaba aún en una negativa, en protestas de inocencia de su
subordinado. La afirmación de Kenneth le desorientó.

—Usted sabe que cuanto conoce a través de NICAP es alto secreto, Daves —le acusó,
con frialdad.

—Sí, señor.

—Y que bajo ningún pretexto puede ser difundido.

—Sí, señor.
—Ahí, la periodista dice que ha sido hallado el anillo de Selena Adams y un botón
distintivo de Marina del propietario del yate Albatros, junto con una bolsa impermeable
de dicho yate. ¿Eso es cierto? . —Sí, señor. Lo es. Yo poseo ahora ese anillo.

—¿Y lo demás…?

—Está en poder de Lori Ankers, mayor Cameron.

—Muy bien. Vamos a ir a ver a Lori Ankers usted y yo inmediatamente. Es una orden.

—Sí, señor.

—Y, por supuesto, éste será su último trabajo para nosotros. Está expulsado de NICAP
desde este momento, será sometido a un expediente disciplinario, por si las autoridades
militares resuelven condenarle por su comportamiento. Y cesará momentáneamente en
la NASA, por recomendación del tribunal militar que deba juzgarle, en tanto se examina
su caso, ¿iría comprendido bien, Kenneth Daves?

—Perfectamente, señor —Ken apretó los dientes con energía—. De todos modos,
permítame decirle que no me arrepiento de nada. Esa periodista abusó de mi confianza
y se excedió en lo publicado, pero a fin de cuentas es su trabajo. Y yo considero que no
debemos seguir engañando a los seres humanos ni engañándonos nosotros mismos. Los
OVNI existen, y es ridículo negarlo o ponerlo en duda oficialmente. Usted y yo
sabemos eso. Ahora, mayor, yo sé algo más. Sé que un OVNI es responsable de la
desaparición de esas personas. Hasta ahora, pensé que no había esperanza, que todos
habían muerto en ese siniestro enigmático. He cambiado, de idea. Creo que siguen con
vida… en alguna parte. Y confío en hallarlos de nuevo.

—¿Se ha vuelto loco? ¿Cómo puede confiar en algo así, Daves? Aunque vivan,
secuestrados por extraterrestres…, ¿dónde pueden estar ahora? Tal vez en otro planeta,
en otra Dimensión… o dentro de un disco volador, a distancias inmensas de la Tierra.

—Es lo que quiero averiguar. Y lo averiguaré, señor.

—¿Cómo?

—Visitando el lugar donde se depositaron todas esas joyas, no sé si por olvido, por
necesidad o… para dejar un mensaje.

—¿Un mensaje? ¿A quién, y para qué?

—Ya le dije que no lo sé, señor. Ni siquiera sé con exactitud dónde ocurrió eso, pero
voy a localizar el punto exacto. Voy a buscar ese OVNI.

—Es un disparate —suspiró el mayor, mirándole aturdido—. Un hombre solo frente a


una posible nave extraterrestre… ¿Qué espera lograr?

—Aún no lo sé.

—Está bien. Vamos a ver a esa joven periodista. Puede que. se haya metido en un buen
lío, al quebrantar con usted el alto secreto ordenado por Washington…
Salieron de la oficina. Poco después, un jeep militar les conducía hacía Cocoa Beach, a
toda velocidad. Cuando llegaron a la zona residencial, les sorprendió una densa
humareda que se elevaba por encima de los bungalós. Numerosas personas, y algunos
miembros del cuerpo de bomberos, rodeaban el lugar. El mayor Cameron avanzó
resueltamente, seguido por Kenneth Daves,

—¿Es por aquí, Daves? —quiso saber.

—Sí, señor —afirmó Daves, con gesto preocupado, repentinamente pálido su rostro, en
tanto examinaba la humareda y la presencia de coches cisterna y más bomberos en
torno a un determinado punto del lugar—. El bungalow de Lori Ankers es,
exactamente… ¡Cielos, mayor, es…, es aquél, el que está ardiendo…!

Ambos hombres corrieron hacia el lugar del suceso. Ya ni siquiera ardía el edificio. De
él sólo quedaban muros ennegrecidos, una humareda oscura, un jardín arrasado,
calcinado por el fuego, y poca cosa más. El agua formaba charcos en tierra. Los
bomberos contemplaban las ruinas. Lo curioso era que los vecinos edificios no habían
sufrido el menor daño.

—¿Hay víctimas? —demandó Daves, encarándose a un oficial de bomberos—. Una


joven ocupaba ese bungalow…

—No, no tema —le respondió el bombero—. No había nadie dentro cuando se produjo
el incendio. Unos vecinos nos han informado de que la ocupante de ese edificio ha
salido hoy de viaje y la casa estaba cerrada.

—De viaje… —susurró Daves, volviendo la cabeza hacia Cameron—. Las Bermudas…
Oh, Dios, eso ha sido providencial para ella, de todos modos.

—Lo extraño es que algunos vecinos aseguran haber escuchado, muy de mañana, un
ruido muy potente aquí, sobre los tejados —informó el bombero, rascándose la nuca,
bajo su casco numerado—. Parecía un reactor, pero era más ronco y apagado su
estruendo… Algunos aseguran que descubrieron una. luz verdosa por sus ventanas. E
inmediatamente comenzó el fuego. Cuando salieron a avisarnos, nadie ha visto señales
de ningún avión próximo.

Daves estaba mirando muy fijo al mayor Cameron. Este había palidecido. Ahora, las
miradas de ambos hombres se fijaron en el terreno, allí donde estuviera antes el alegre y
confortable bungalow de Lori Ankers y su bien cuidado césped del jardín.

El área quemada tenía una extraña forma regular, como un círculo de unos doce a
catorce metros de diámetro…

—De veras lo lamento, Daves. Aunque ésta es una entidad civil, tengo aquí órdenes
muy concretas de las autoridades militares, solicitando sea usted apartado de iodo
servicio en la NASA, hasta que se vea contra usted la causa por indisciplina grave y
quebrantamiento de un alto secreto militar y estratégico del Gobierno de los Estados
Unidos. Los cargos son muy graves, y debo seguir esas indicaciones.

—Lo sé, señor. Ya estaba informado de ello. Supongo que eso me permite quedar libre
de toda jurisdicción, en estos momentos…
—Así es, Daves. Queda exento de servicio y puede irse a su domicilio hasta nuevo
aviso. Pero si desea ausentarse de territorio norteamericano, me han sugerido que
deberá solicitar un permiso especial a las autoridades militares. Y no creo que se lo
concedan.

—Eso es asunto mío, señor Anderson —suspiró Daves, contemplando las pistas de
despegue de las naves espaciales—. Voy a echar de menos esta tarea, créame. Mi gran
vocación son los asuntos del espacio, ya lo sabe.

—Parece que uno de esos asuntos le ha provocado las actuales dificultades, Daves —le
recordó. Max Anderson.

—Sí, en cierto modo… —los ojos de Kenneth se elevaron hasta el límpido cielo azul de
Florida—. Pero ésos son otros espacios, señor. Mucho más distantes y desconocidos
para nosotros, sin duda alguna, de los que recorren nuestros vehículos espaciales.

—¿Es cierto algo de lo que publicó ese periódico escandaloso, el Sensational…?

—Podría serlo, señor. Es lo que quiero averiguar.

—¿Existe medio humano de conseguirlo? —dudó Anderson, estudiando preocupado al


hombre que hasta entonces trabajara para él.

—Lo ignoro. Pero si existe, voy a buscarlo, Y me temo que ellos lo saben…

—¿Ellos? —enarcó las cejas Anderson—. ¿Quiénes?

—Los seres de otro mundo, naturalmente —fue la desconcertante respuesta de Kenneth


Daves, tras un saludo respetuoso, que marcó su salida del despacho del jefe de aquella
sección de la NASA, Max Anderson, con quien trabajara hasta aquel día.

***

—Sí, es cierto, señor Daves —afirmó Barney Simmons, redactor jefe del Sensational
Dispatch, dejando de corregir las galeradas que tenía sobre su mesa, encima de una
maqueta de lo que sería la página frontal de su periódico, en la siguiente edición—.
Nuestra reportero principal, Lori Ankers, se ha ausentado del país momentáneamente.
Nos comunicó ayer esa decisión. Posteriormente, hemos recibido un telegrama suyo
desde un lugar en el que ahora se encuentra.

—Supongo que no va a decirme usted cuál es ese lugar…

—No, no puedo hacerlo —se justificó el redactor jefe—. Ella me lo pidió


especialmente, señor Daves. Pero no creo que tarde muchos días en volver…

—Escuche esto, Simmons: puede estar pronto de regreso… o quizá no vuelva nunca
más.

—¿Qué es lo que está diciendo?

—Esta noche, algo aniquiló su hogar. Por fortuna, ella había abandonado su casa un par
de horas antes, para emprender el viaje. De otro modo, hubiese muerto entre las ruinas
de su bungalow incendiado.

—Ha sido un incendio accidental, lo sé. Ella hubiera podido salir a tiempo, de cualquier
modo…

—O quizá no. No fue un incendio vulgar, Simmons. Si usted gusta tanto de


sensacionalismos, ¿por qué no publica una próxima edición informando a los lectores
de que los extraterrestres NOS VIGILAN DE CERCA? Tan de cerca, que sabían lo que
ella se trae entre manos… y resolvieron destruirla.

—¿Se ha vuelto loco? —le miró el periodista, asombrado—. Eso es lo más delirante que
podríamos publicar. Mi jefe sería capaz de ponerme de patitas en la calle.

Y los lectores, dada su mentalidad, podrían provocar una oleada de pánico que obligase
a las autoridades a cerrarnos el periódico, señor Daves.

—Sí, es posible que sucediera todo eso, y por ello el Gobierno esconde la verdad de lo
que sabe. Hasta ahora, yo trabajaba con supuestos y teorías. Pero esto es diferente. Sé
que ellos son capaces de llevarse un navío entero, y luego devolverlo, vacío ya de
pasajeros. Son capaces de saber lo que hacemos o pensamos, y, lo que es peor, acabo de
descubrir que también son capaces de MATAR Y DESTRUIR. No es xenofobia,
Simmons. Es que algo marcha mal en el asunto, y esos extraterrestres no son tan
pacíficos como se ha pensado durante mucho tiempo, aunque esto no sea todavía «La
guerra de los mundos», como la imaginó Wells…

Salió de la redacción, dejando a un Simmons aturdido y atónito, que no sabía qué hacer.
Repentinamente, estrujó entre sus dedos la maqueta de la primera página del
Sensational que estaba compaginando, y tomó un rotulador, comenzando a trazar
gruesos caracteres sobre otra hoja de papel en blanco.

Y el titular brotó, espectacular, ante sus ojos, como un trallazo informativo:

¡EX MIEMBRO DE LA NASA Y DEL COMITÉ NACIONAL PARA LA


INVESTIGACIÓN DE FENÓMENOS AÉREOS, AFIRMA QUE LOS
EXTRATERRESTRES NOS VIGILAN Y SON AGRESIVOS! ¿EXPLICA ESO EL
EXTRAÑO INCENDIO DE LA VIVIENDA DE NUESTRA REPORTERA LORI
ANKERS?

—Es dinamita —refunfuñó Simmons, con las mejillas congestionadas por la excitación
—. ¡Pero, por todos los diablos, que si estalla no sólo volaré yo por los aires…!
CAPITULO III

«Permiso denegado.» «Prohibido abandonar territorio norteamericano.»

Eran dos sellos en dos solicitudes oficiales a las autoridades militares. En otra amable
pero fría carta con membrete del Pentágono, se le notificaba el inicio del expediente
disciplinario V-138/75, por difusión de altos secretos militares y desobediencia de
órdenes concretas recibidas del Alto Mando Estratégico de los Estados Unidos.

Kenneth Daves arrojó todo eso contra la mesa, y se quedó mirando al vacío, irritado y
molesto como nunca lo estuviera. Fumaba nerviosamente, y el cenicero aparecía repleto
de puntas de cigarrillo, aplastadas rabiosamente. La atmósfera del living de su
apartamento aparecía cargada de una tenue neblina azulada.

—Por todos los diablos, tengo que ir… —masculló entre dientes—. ¡Tengo que ir, y
nadie va a impedírmelo! Después, si quieren, que me encierren por veinte años en un
calabozo, pero ahora no pueden obligarme a seguir aquí, mientras esa maldita
muchacha…

Se contuvo, encajando las mandíbulas. No quería pensar más en Lori Ankers. Había
tenido cierta confianza en ella, y la periodista le había traicionado miserablemente,
publicando cuanta información le facilitó él sobre el videocasete donde aparecían las
imágenes más perfectas dé un OVNI que jamás fueron obtenidas por el hombre.

Ahora pagaba las consecuencias de su error. Pero no se arrepentía demasiado de ello.


Eso le había permitido descubrir que había algo más, mucho más que simples
observadores celestes rondando el planeta Tierra, o posibles secuestradores de naves v
de seres humanos, en aquella zona del Atlántico donde parecía existir un auténtico
«agujero» hacia otros mundos u otras dimensiones.

Ahora sabía que ellos podían intuir o averiguar cosas de los terrestres. Y obrar en
consecuencia, para proteger sus intereses, aniquilando a quien fuese. La destrucción del
bungalow de Lori era una prueba. Aquella mancha calcinada, circular… Aquel ruido
aéreo en la madrugada sobre los tejados vecinos… La luz verdosa en una ventana…

Un OVNI. Un OVNI asesino. Destruyó la casa, pensando destruir también a una mujer
que había ido demasiado lejos en sus pesquisas. Pero, por fortuna, ella había salido de
allí dos horas escasas antes del siniestro. Algo que ellos no pudieron prever. Lo cual
demostraba que tampoco eran perfectos.

Tal vez ahí estaba la única esperanza suya. También ellos cometían errores. Se habían
delatado a sí mismos, al menos ante él. Ahora, Daves sabía que existía un contacto
determinado entre los humanos y los extraterrestres. Sabía que también él podía ser
vigilado. Que tal vez lo era. Y ahora, Daves estaba convencido de algo: Lori Ankers, la
rubia maliciosa y bribonzuela periodista, estaba cerca de algo. Demasiado cerca, quizá.

Eso justificaba la acción de un OVNI sobre su hogar, Eso explicaba el fantástico intento
de asesinato llegado desde el espacio…

Pero ¿dónde estaba ahora Lori, y qué era lo que la aproximaba tanto a los
extraterrestres? ¿El hallazgo de la singular bolsa del Albatros? ¿Las huellas de una nave
espacial en un lugar determinado del Atlántico que sólo ella conocía? ¿El hecho de que
hubiera dado publicidad a todo eso en su periódico, rompiendo el tabú de décadas
enteras?

—Tengo que encontrarla… —murmuró Ken cara sí—. Encontrar a Lori puede
significar… estar más cerca de ellos. Y, por tanto, más cerca de Setena, si aún existe y
vive en alguna parte… ¡Tengo que encontrar el camino hacia el «agujero» de las
Bermudas, maldita sea, aunque esos extraños me lleven consigo, como una víctima más
i

«Skippy» emitió un gruñido en ese momento.

Daves giró la cabeza, sorprendido. Hasta entonces, el perrito había dormitado


perezosamente junto al hogar, sobre la alfombra de peluche. Y, de repente, gruñía por
algo.

Kenneth le estudió, atento…«Skippy» estaba exhibiendo ahora sus colmillos, la vista


fija, vidriosa, en algún punto de la estancia. Rápido, Daves recorrió con su mirada toda
la estancia sin ver absolutamente nada. Pero «Skippy» seguía emitiendo gruñidos
roncos. Y su cuerpo lanudo temblaba…

Le recordó la reacción durante la proyección de la grabación televisiva. Era idéntica a la


de ahora. ¿Poiqué?

—Vamos, vamos, «Skippy», buen amigo… —trató de calmarle—. Aquí no ocurre nada,
no hay ningún OVNI a la vista, no tienes por qué alarmarte… ¿Acaso estabas soñando y
has tenido alguna pesadilla con…?

Se detuvo. El perro se ponía en pie, rígido, con sus orejas erizadas: Sus gruñidos se
hacían más inquietantes, su estado más inexplicable…

Rápidamente, Daves tomó una determinación. Se aproximó al lugar hacia donde él


dirigía su mirada. Era una ventana herméticamente cerrada, con sus postigos ajustados.
Miraba allí, no a ningún otro punto de la estancia.

—Creo entender… —murmuró Daves—. De modo que es…, es ahí afuera donde…

. Y sin pérdida de tiempo, Kenneth Daves abrió la ventana con súbito impulso,
permitiendo que las luces de la calle, la noche estrellada, el aire tibio del exterior, con la
fuerte humedad impregnando la salobre brisa marina, penetrase en su apartamento
cercano a la base de Cabo Kennedy.

Pero algo más que eso penetró en la estancia, provocando ahora los furiosos ladridos de
«Skippy», sus saltos iracundos, como pretendiendo alcanzar algo o a alguien,
estérilmente.

Una luminosidad verdosa invadió la estancia. Un zum

bido prolongado alcanzó los tímpanos de Kenneth, aturdiéndole. Algo centelleaba allá
en el cielo, sobre su cabeza, en la noche apacible. Algo que lanzaba oleadas de
resplandor verde al interior, envolviendo en él a Kenneth Daves y a su perro «Skippy».
El animal emitió quejidos ahora, y algo así como un aullido prolongado, lastimero, que
terminó con un silencio profundo. Daves giró la cabeza, deslumbrado, tratando de huir
al poderoso resplandor verde, para ver qué le sucedía a su perrito.

No lo encontró. «Skippy» no estaba en la habitación. \ —¡«Skippy»! —rugió,


sobresaltado—. ¡«Skippy»! ¿Dónde te has metido?

No hubo respuesta. Repentinamente, si es que estaba aún en alguna parte, «Skippy» se


había quedado mudo. El silencio reinaba en la estancia, con la sola excepción del
sibilante zumbido, allá en las alturas, en el punto de origen de la misteriosa luz verde.

Kenneth Daves recorrió en vano la estancia. El perrito no aparecía por parte alguna.
Presa de un presentimiento horrible, Daves corrió de nuevo a la ventana, cuando ya la
luminosidad verdosa cedía en intensidad. Una especie de torbellino verde flotaba allá en
el cielo, sobre su cabeza. Daves rugió, alzando sus puños hacia la forma luminosa:

—¡Esperad! ¡Esperad, malditos! ¡Sé lo que habéis hecho! ¡Os lleváis ahora a «Skippy»,
como antes os habéis llevado a todos los demás! ¡Devolvédmelo, devolved también a
Selena Adams, o seguiré buscándola hasta donde sea, aunque me cueste morir!

La nave, si es que lo era, se elevaba majestuosa, con vertiginosa rapidez, sin hacer caso,
evidentemente, de sus gritos y amenazas. Daves, asomado a la ventana, como poseso,
todavía lanzó su desafío a las fuerzas desconocidas llegadas de otro mundo:

—¡Juro que os encontraré! ¡Tendréis que destruirme o llevarme con vosotros! ¡De otro
modo, lucharé hasta mis últimas fuerzas para encontraros, para demostrar al mundo que
existís, y que sois más peligrosos de lo 1que nunca imaginé! ¡No os temo! ¡No os temo
en absoluto, por fuertes que seáis! ¡Sé que estáis más cerca de lo que parece, que
vigiláis nuestros pasos e intenciones! Si es así, sabéis perfectamente que Kenneth Dave
será vuestro implacable perseguidor en tanto no vuelva Selena a mí!

Tal vez fue casual. Q tal vez una respuesta.

Pero bruscamente Daves sintió un agudo dolor en su cerebro. Como si un cuchillo


atravesara su cráneo, desgarrando su masa encefálica. El dolor fue tan intenso, que
retrocedió tambaleante, con un grito ronco, bañada su cara por la luz verde.

Luego se desplomó en medio de la estancia. Y allí se quedó inmóvil, como muerto.

La luminosidad verde se alejó, se diluyó en la noche, hasta desaparecer, como una


estrella más, perdida en la negrura distante.

Alguien, en alguna parte de. la costa de Florida, aseguraría esa noche haber visto un
OVNI. Uno más a los archivos y dossier de NICAP. Uno más para el escepticismo
general y para la firme negativa oficial.

Se encontró mejor cuando derramó el agua del grifo sobre su cabeza.

Tambaleante todavía, caminó hacia el gabinete, y se dejó caer en un asiento,, mirando


torpemente ante sí, al vacío de la habitación. La alfombra de peluche, ante el fuego,
aparecía ahora vacía. «Skippy» se había ido. Para siempre, quizá. Como todos. O estaba
muerto, desintegrado por alguna fuerza misteriosa… o en poder de los extraterrestres,
en algún lugar del espacio.

Y él…, ¿él por qué seguía allí? ¿Por qué continuaba con vida, pese a todo?

El dolor iba desapareciendo paulatinamente de su cabeza. Sólo aquella palpitación en


sus sienes, y las lucecillas verdes en sus retinas, le recordaban la proximidad del terrible
misterio del espacio; flotando sobre su cabeza, lanzando hacia él alguna fuerza capaz de
abatirle sin sentido.

«Del mismo modo pudieron destruirme —se dijo—. ¿Por qué no lo hicieron?»

Caminó vacilante, al incorporarse e ir de nuevo a

—la ventana. Miró al exterior. Nada. Estrellas, cielo oscuro, luces en la costa,
embarcaciones en el mar, iluminación en las zonas residenciales, en los clubs nocturnos
del litoral, en las instalaciones de la NASA, allá en la distancia… Sólo eso. Ni rastro de
la luz verde llegada del cielo.

Miró su reloj. Estaba parado. Consultó el de la pared. También estaba parado. Un


magnetismo especial debió actuar sobre las maquinarias. Se encaraba a poderes y
fuerzas que le eran totalmente desconocidas. Era ridículo pensar en que él podía
inquietar a aquellos seres, fuesen quienes fueran.

Pero en cambio ellos vigilaban… Sabían lo que Lori hacía, lo que él intentaba. Lo
sabían todo, Estaban cerca, Muy cerca. ¿Cómo era eso posible?

—Demasiados misterios —susurró—. Pero no les temo. No temo morir… o ser


arrastrado como los demás, a algún otro lugar en otros mundos o dimensiones. Si Lori
Ankers está demasiado cerca de algo, acaso de ellos mismos… puede significar que, de
algún modo, esté también cerca de Selena. Yo también quiero estarlo. Y para eso, sólo
hay un medio: encontrar á Lori Ankers. Quedándome aquí, no conseguiré nada. Ya ni
siquiera el bueno de «Skippy» sigue a mí lado… Se llevaron consigo al único testigo…

Daves había tomado una resolución. Y ya no se volvería atrás de ella,

Cambió sus ropas. Recogió lo más indispensable en un plano maletín portafolios. Nada
de maletas ni equipajes. Las autoridades podían haberle sometido a vigilancia discreta.
O tal vez ellos también…

Los engañaría a todos. Salió de la casa. No utilizó su coche para nada. Tomó un taxi en
la cercana avenida, sin prisas. Le dio una dirección:

—A Cabo Kennedy, por favor. Al edificio de personal de la NASA…

El taxi arrancó. Pero por el camino, Dave se detuvo ante un parador iluminado. Pagó
la carrera y entró a tomar algo. Desde, allí, llamó a alguien por teléfono. Dejó
convenida una hora y un lugar.

Esa madrugada, Kenneth Daves, tras repetidas maniobras que podían burlar a
cualquier perseguidor, alcanzaba un pequeño aeroclub privado, al sur de Cabo
Kennedy, v partía de él en una avioneta particular que tampoco era la suya propia, sino
una alquilada, de tipo publicitario. ,
La avioneta emprendió el vuelo hacia el sudoeste, como si volara en dirección a los
Cayos y al golfo de México. Pero á mitad de camino, enmendó su ruta y, tras sobrevolar
los Cayos de Florida, emprendió rumbo nornordeste.

Volaba directamente hacia las Bahamas. Hacia el temible Triángulo de las Bermudas…
CAPITULO IV

—Es allí, señorita. Aquél es el islote conocido aquí como Peñón del Diablo…

Raúl Abaco, piloto del helicóptero que sobrevolaba la zona salpicada de islotes
desolados, pequeños y abruptos, pero ricos en la vegetación natural de los trópicos,
rodeó el peñasco negruzco, posiblemente de origen volcánico, en torno al cual se veían
ahora palmeras, espesura y playas arenosas, en forma de anillo dorado en torno al feo y
desierto trozo de tierra erguido en el mar.

Lori Ankers, ávidamente inclinada sobre una de las ventanillas del helicóptero, filmaba
con su cámara, provista de potente teleobjetivo, todo cuanto había a sus pies. El
helicóptero dibujaba su silueta en las límpidas aguas tranquilas, cuyo fondo era visible
en días soleados y despejados como aquel.

—La otra vez que estuve por aquí, ignoraba su nombre exacto. Sólo sabía que parece un
volcán apagado, rodeado de un anillo de arena y vegetación… ¿Por qué le llaman Peñón
del Diablo?

—No lo sé —se encogió de hombros el piloto, nativo de Nassau—. Es un viejo


apelativo que le dan los pescadores de estas zonas. Tal vez tenga su origen en lo mismo
que usted ha dicho. Antiguamente, debió ser un volcán activo. Y esa clase de cosas,
siempre dan miedo a los naturales de un lugar. Las erupciones acostumbraban a
parecerles obras del diablo, señorita Ankers.

—¿Lo frecuentan mucho en la actualidad? —quiso saber ella.

—¿Ese islote? ¡Oh, no! —hizo un gesto elocuente—.

Mi soñarlo, señorita… ¿Para qué querría ir nadie a un lugar tan solitario y tan olvidado?
Ni siquiera tiene un terreno propicio al aterrizaje de una avioneta, por pequeña que sea.
Sólo un helicóptero podría posarse ahí. En cuanto a los pescadores y navegantes, no
necesitan para nada tocar ese punto. Por no haber, ni siquiera hay pesca en los
alrededores.

—¿Cómo? —Lori miró pensativa al nativo piloto—, ¿Pesca ha dicho? ¿No hay en
todas estas regiones en abundancia?

—Sí, pero no aquí —sonrió Abaco, sacudiendo su cabeza morena, y mostrando sus
dientes blanquísimos.

—¿Quiere decir que sólo aquí no hay pesca alguna?

—Eso es. Los pescadores nunca capturaron una sola pieza en los alrededores del Peñón
del Diablo. Dicen que no hay bancos de peces de ninguna clase. Que apenas se ve
alguno en tres o cuatro millas á la redonda.

—¿Eso tiene explicación?

Ninguna. A menos…, a menos que el fondo marino sea volcánico, y eso haya hecho
emigrara los peces a lugares más atractivos. Es algo que, sin duda, también contribuye a
que le llamen como le llaman a ese islote, Para un pescador, sólo el diablo podría
dejarle sin pesca en un único lugar determinado… Pero ¿de veras le interesa tanto ese
islote?

—Me fascina —afirmó ella, estudiándolo atentamente. De pronto, clavó sus ojos en
algo que veía a corta distancia, sobre las aguas. Lo señaló—. Eh, ¿qué es eso?

—No se ve bien desde aquí, pero parece…, parece una plataforma sobre el mar, con una
boya roja, o algo parecido. —Abaco pestañeó, asombrado—. ¡Qué raro! ¿Qué pueden
estar haciendo en este lugar? No acostumbran a acercarse tanto a la isla, ni siquiera los
turistas más excéntricos…

El helicóptero descendió sobre el lugar, haciendo girar las hélices sobre las cabezas de
Abaco y su bella viajera. El aparato parecía un gigantesco mosquito, aproximándose a
lo que flotaba en el mar.

—Sí, es una plataforma flotante —asintió Lori, el acercarse lo suficiente—. Hay gente
en ella. Gente que nos saluda, agitando sus brazos. Algunos llevan trajes de goma, para
inmersión. ¡Eh, mire eso! Allá, a alguna distancia, hay un yate, una canoa a motor junto
a su casco…

—Parece toda una expedición de submarinistas señaló Raúl Abaco—. Vienen a veces
por estos sitios, pero nunca se acercaron al peñón…

Estaban sobrevolando la plataforma a escasa altura Ahora, todos eran visibles allá
abajo. Había mujeres y hombres, en total media docena. Tres de ellos llevaban trajes de
goma y depósitos de oxígeno para inmersión. Agitaban jovialmente sus brazos hacia el
helicóptero! Lori señaló algo, en un ángulo de la plataforma flotante junto a la boya
roja.

—Oh, ahora entiendo… Mire eso. ¿Sabe lo que es?

—Parece una cámara cinematográfica, señorita.,. —asintió Abaco.

—Lo es. Son cineastas. Deben estar filmando una película en estas aguas… Bien,
espero que sigan ahí y no se aventuren en la isla. Me gustaría hallarla lo más virgen
posible cuando la visite…

—¿Visitarla? —se asombró Raúl, volviéndose a ella—. ¿Es que piensa hacer tal cosa,
señorita?

—Sí. Mañana mismo, si es que encuentro a alguien que me ¡leve al Peñón del Diablo,
por barco. De otro modo, no es posible llegar a él, ¿no es cierto?

—Bueno, podemos usar el helicóptero, ya se lo dije… Pero ahí no encontrará nada que
valga realmente la pena…

—Prefiero venir por mar, Raúl. Pero usted también vendrá mañana. Es posible que le
necesite, si se me ocurre subir a la cumbre del peñasco…,

—¿Arriba del peñón? —Abaco iba de asombro en asombro—. Señorita, ese viejo
volcán extinguido no le mostrará más que lo que ve aquí: una especie de cráter cegado,
y poco más. Incluso puede ser peligroso acercarse a pie a sus bordes. Imagine una
caída, en esa piedra lisa y negra…

—Tendré cuidado, Raúl. Ahora, volvamos a Nassau, por favor. Ya he visto bastante por
hoy, y quiero revelar mi película en el hotel…

—Sí, señorita —asintió el nativo de las Bahamas, emprendiendo el regreso. Para ello,
volvieron a cruzar sobre la plataforma, donde ahora sólo se limitó a saludarla el par de
hombres situados tras la cámara de filmación. Los demás se lanzaban al agua,
interpretando sin duda una escena para la película.

Poco después, la plataforma quedaba atrás. Y también el islote misterioso donde fechas
antes Lord Ankers había hallado una bolsa del Albatros, conteniendo, diversos objetos
de oro… pertenecientes a los desaparecidos viajeros del yate misterioso.

.* * *

—Sí, señorita —afirmó, respetuoso, el pescador de pelo blanco y rostro atezado, dando
vueltas a su gorro impermeable, de vieja lona, parado frente a la rubia joven—. Yo soy
el hombre dispuesto a llevarla en mi barca hasta el Peñón del Diablo. Mi nombre es
Martín Domingo. Y no le temo a ninguna isla, puede creerme, digan lo que digan los
demás.

—Eso me alegra, Martín.—sonrió Lori Ankers, risueña—. ¿Y… qué es lo que dicen los
demás sobre esa isla?

—Bueno, viejas historias y supersticiones —quitó importancia Domingo al asunto—.


Unos afirman que el diablo habita en el peñasco negro y que duerme, a la espera de
volver, a vomitar fuego por su cráter. Otros aseguran que el propio diablo hizo morir a
los peces a su alrededor, para estar solo en el islote. Y los hay, incluso, que afirman
haber visto al diablo durante la noche, surgiendo del volcán apagado, para aterrorizar a
los pescadores que se atrevían á aproximarse al islote.

—¿Y usted no cree nada de eso, Domingo?

—No, señorita, nada. No pienso que el diablo vaya a estar preocupado por nosotros ni
se divierta asustando a nadie. Las luces que la gente pueda haber visto en ese islote…

—¿Luces? —se puso tensa Lori—. ¿Qué clase de luces?

—Bueno, yo no lo sé —se encogió de hombros el viejo pescador de las Bahamas—. Ni


siquiera las he llegado a ver jamás. Pero si las viese, tampoco me asustaría. Dicen que,
son como espectros verdosos, lenguas de fuego verde, saliendo como demonios, de las
entrañas de la tierra… Bah, paparruchas todo, señorita, se lo aseguro. Si espera
encontrar algo apasionante en ese lugar, ya puede ir olvidándose de ello, y buscar sitios
más pintorescos. No es más que un feo lugar solitario, lleno de maleza, de palmeras y de
arena, con ese peñasco en medio, como recuerdo de lo que alguna vez fue un volcán que
amedrentó a toda la región. Pero nada más.

—Para ser un viejo pescador. Domingo, usted se muestra muy valeroso, y muy poco
supersticioso —señaló Lori, estudiándole con atención—. Seguro que me gustará como
compañero de viaje. Le pagaré diez libras diarias, más los gastos, si es que le parece
bien, en tanto dure mi curiosidad por ese lugar.

—Si es su gusto, señorita… —hizo un gesto escéptico—. Pero tirará su dinero. Y


perderá su tiempo.

—Pues he visto gente cerca del islote, con una plataforma flotando en el mar… Parecen
interesados en el paisaje, cuando menos.

—Oh, esos… —Domingo sacudió su canosa cabeza—. Son gente de cine, ya sabe.
Todos están chiflados. No les haga mucho casó. Se pasan la vida buscando sitios raros
para hacer sus películas…

—De modo que son gente de cine… —Lori reflexiono—. ¿Qué hacen? ¿Documentales
o películas de espectáculo?

—De esas que dan dinero a base de tonterías —rió el viejo pescador—. He oído decir a
un amigo que la llaman El monstruo de los Sargazos, o algo así… ¡Monstruos en los
Sargazos! Eso sólo, se creía hace siglos, no ahora. Cuando menos, pudieron haber ido
hasta los propios Sargazos a rodar, no aquí.

—Luego trucarán las escenas, y parecerá todo muy real —se echó a reír también Lori
—. Bien, amigo Domingo. Le espero a las once en punto con su canoa. No quiero
demorar la salida, para que tengamos suficiente tiempo de luz diurna en ese islote…

—Sí, señorita, estaré aquí a las once en punto de la mañana, no lo dude.

Lori, complacida, pagó anticipadamente un día de trabajo al viejo pescador de Nassau,


y se encaminó luego a su habitación en el hotel Saint George de la capital de la isla de
Mueva Providencia, en las Bahamas.

—Buenas noches, señorita —saludó una voz—. ¿No era usted la dama del helicóptero?

Ella se detuvo, sorprendida, girando la cabeza. Se encontró con un grupo de jóvenes,


que salían en ese momento del ascensor del hotel. Todos vestían camisas de vivos
colores, pantalones claros, y parecían muy animados y divertidos. Su piel aparecía
levemente bronceada por el yodo marino. Los recordó vagamente.

—Oh, ¡a plataforma… Los cineastas, ¿no es cierto? sonrió Lori,

—Los mismos. Yo soy Jack L. Granger, realizador de El Monstruo de los Sargazos —


se presentó el más alto y maduro de todos, tendiendo su huesuda, ancha mano—. Aquí
le presento a mi cámara, Jeffrey Farr, a mis protagonistas, June Knox y Kevin Moore…

—¡June Knox y Kevin Moore! —Lori les contempló, con repentina sorpresa—. Vaya,
si son los famosos del cine y la televisión… Es un placer conocerles, amigos, Yo soy
Lori Ankers. Periodista. Pero estoy aquí de vacaciones —agregó, cautelosa.

—Bueno, esperamos que escriba algo, de todos modos, sobre nuestro encuentro en
Nassau —rió el galán, Kevin Moore, arrogante y guapo como está obligado a serlo un
héroe de películas de acción—. Eso siempre proporciona publicidad gratuita a la
película… y a sus intérpretes.
Todos rieron de buen grado, Lori asintió, con gesto divertido.

—Tienen mi palabra de que escribiré algo sobre ustedes —prometió Lori, impaciente ya
por subir a su habitación y revisar la película tomada en su viaje de aquel día en
helicóptero, una vez revelada en el cuarto de baño, convertido en improvisado
laboratorio cinematográfico—. Mañana quizá les vea rodar algo de su filme, si van á
estar cerca del Peñón del Diablo. Yo voy allí a filmar unas vistas para mi periódico… —
¿Al peñón de las leyendas? —soltó una carcajada jovial el realizador, Jack L. Granger
—. ¡Eso es estupendo, señorita Ankers! Nosotros vamos a filmar allí mañana, en la
propia isla.

—No es posible… —Lori trató de disimular su disgusto por la molesta coincidencia.

—Pues sí, claro que lo es… —afirmó June Knox, la actriz rubia platinó, tomando del
brazo a. Lori—. Ahora venga con nosotros, por favor. Tomaremos algo en el bar, antes
de retirarnos a descansar. Será sólo un momento. Y mañana nos veremos todos en ese
terrible peñón que tantas fábulas ha provocado entre las buenas gentes del lugar, amiga
mía…

Lori no pudo negarse a ir con ellos. Poco después, tomaban todos juntos, en el bar del
hotel, unos altos vasos de combinados refrescantes.

Arriba, el filme de Lori Ankers esperaba, húmedo aún, colgado de unos cables, en el
oscuro cuarto de aseo, a la espera de ser visto por la joven y audaz reportera.

Pero ya antes, unas manos enguantadas tocaban aquella película filmada en color, y
unos ojos inquisitivos escudriñaban los fotogramas, tras la luz centelleante de una
pequeña lámpara de bolsillo.

Después, sigilosamente, la puerta de la habitación de Lori, en el hotel Saint George, se


abrió y cerró con suavidad. Una persona se alejó, entrando en otra habitación del mismo
piso, tras usar sus ganzúas para franquear su entrada en la alcoba de Lori Ankers, sin
dejar huella alguna de su paso.
CAPITULO V

Lori Ankers estaba preocupada.

Muy preocupada, mientras Martin Domingo tripulaba su embarcación diestramente, en


dirección al Peñón del Diablo. Y no era aquel viaje su preocupación. Ni siquiera el
hecho de estar cada vez más cerca del feo y extraño islote. La preocupación era por el
filme obtenido el día antes, desde el helicóptero de Raúl Abaco.

La filmación era inquietante. Y se preguntaba si hacía bien en viajar, pese a todo, hasta
las orillas del Peñón del Diablo…

Aquella película era otra prueba. Una más. La prueba de que había algo en el lugar.
Algo más de lo que hasta entonces comprobara ella en su primera visita…

Ahora, en marcha hacia el islote misterioso, se preguntaba si, realmente, hacía bien en
arriesgarse en aquel juego demencial, que sólo podía conducirle a un desastre. Se
enfrentaba a un enemigo demasiado poderoso y terrible. Un poder llegado de más allá
del espacio conocido, de más allá de este mundo, acaso de otro planeta… o de otra
Dimensión, todo era posible.

El «agujero» en las Bermudas…, ¿estaba tan próximo a ella como presentía en estos
momentos, mientras la canoa del pescador de Nassau la conducía por las calmosas
aguas hacia el negro peñasco rodeado de espesura y. de arena?

Súbitamente, detuvo el curso de sus pensamientos. El islote aparecía allí, ante su vista,
en la distancia.

Era como un monolito negro, lustroso y cónico, apuntando hacia el cielo, en medio del
anillo natural de verdor y de amarillas arenas besadas por el agua atlántica en unos
puntos,, y barridas en otros por el oleaje que se estrellaba contra algunos arrecifes y
rompientes cercanos a la arena, tan negros y resbaladizos corno la piedra misma del
presunto volcán apagado, origen de las leyendas nativas.

—Mire, señorita —señaló Domingo—. Es el islote Y no parece desierto hoy… Veo una
embarcación a motor en la playa. Y se vislumbra gente en la arena…

—Son los cineastas —suspiró ella, arrugando levemente su ceño, con gesto reflexivo—.
Iban a filmar hoy en el islote. Espero que no nos molestemos mutuamente.

—Es un área muy pequeña, señorita. Es posible que ellos la estorben a usted… y usted
a ellos.

—De todos modos, quizá sea mejor así —comentó Lori—. Empiezo a pensar si,
realmente, no producirá cierta aprensión, cierto temor, imaginarse sola en ese islote,
Domingo….

—Bah, no creo que usted pueda ser supersticiosa, señorita. No hay razón para ello. Ese
lugar es como cualquier otro. Nadie mora en el peñón, y mucho menos el diablo…

—Es que yo… no pensaba en el diablo —fue el comentario enigmático de la joven


periodista, mientras la embarcación del veterano pescador se iba aproximando
sensiblemente al inquietante lugar.

Lori Ankers giró la cabeza, mirando hacia, el mar, a sus espaldas. Luego, escudriñó el
cielo. Era raro, pero ésta era la tercera vez, durante el viaje, que se sentía vigilada,
como si hubiera alguien no lejos de ella, sin quitarle la vista de encima.

Pero no descubrió nada, con la excepción del helicóptero de Raúl Abaco, allá en.la
distancia, revoloteando sobre el azul, siguiendo sus instrucciones. El piloto del pequeño
aparato sólo tenía por misión vigilar el islote mientras ella lo recorría. No sabía por qué
se le ocurrió semejante cosa, pero lo cierto es que así se sentía mucho más tranquila que
depositando sólo en el viejo Domingo la confianza total en el éxito de aquella aventura,

También captó una lejana hidroavioneta, que planeaba a distancia,, cerca del agua,
para elevarse luego muy alta, en dirección opuesta al Peñón del Diablo. Lori suspiró.
Sí, era raro. No veía a nadie. Y sin embargo… Sin embargo, la rara impresión de
sentirse escudriñada por algún en alguna parte, persistió en los minutos siguientes.
Alguien que no era Domingo, ni el piloto Abaco, ni tan siquiera los técnicos y artistas
cinematográficos que, desde, las arenas de la paya, agitaban sus brazos hacia ella,
dándole la bienvenida al paraje de las fábulas demoníacas.

—Bien… —murmuró Domingo, eludiendo los arrecifes y rompientes playeros con la


pericia propia de su veteranía y conocimiento de aquellos mares—. Aquí estamos ya,
señorita Ankers. Esperemos que el diablo nos dé su bienvenida…

Era una broma divertida, burlona. Pero Martín Domingo, quizá por vez primera en
toda su larga vida, se arrepintió de haberla pronunciado.

Porque en aquel momento, mientras Lori Ankers saltaba a la arena y los jóvenes
artistas de la pantalla, June Knox y Kevin Moore corrían hacia ella, mientras los
técnicos saludaban tras sus cámaras, algo sucedió en el Peñón del Diablo.

Algo que llevó el escalofrío a todos los presentes.

***

—¿Eh? ¿Qué es eso, Dios mío…?

Quizá, por primera vez en muchos años, Martín Domingo expresaba miedo eh su voz.
Más que eso: terror.

Lori gritó ahogadamente, levantando sus ojos hacia la cumbre negruzca del peñasco
central en el islote. Los artistas y técnicos de la película se volvieron, estupefactos, con
el asombro y el miedo reflejados en sus rostros.

—Cielos, no… —jadeó Lori, muy pálida, dilatados sus bellos ojos pardos—. No es
posible…

Pero sí era posible. Estaba ocurriendo ante ellos, para asombro suyo.

El negro peñasco se estaba abriendo, resquebrajándose con un sordo rumor subterráneo


que estaba comenzando a hacer temblar el islote todo. Hasta las aguas, en torno a ellos,
parecían hervir súbitamente, agitadas por una convulsión interna inexplicable.

—¡Es el viejo volcán! —aulló Kevin Moore—. ¡Parece que entra de nuevo en
erupción…!

Una sombra enorme, un sonido sibilante, un vapor azufrado, emergían del picacho, en
el mejor remedo imaginable de una convulsión diabólica que vomitara al propio
Lucifer desde las entrañas mismas del planeta.

Pero aquella sombra gigantesca que se elevaba en el cielo, entre un bramido convulso,
no era ningún demonio, ninguna fuerza infernal, sino algo cuyo nombre gritó ahora
Lori Ankers, con voz desgarrada:

—¡Miren! ¡Miren todos esa forma! ¡Es un OVNI! ¡Es un platillo volante, una nave
extraterrestre… surgiendo del interior del picacho…!

Y todos supieron que era cierto.

***

Era un OVNI.

El OVNI más fantástico, sólido, concreto y tangible jamás visto por ser viviente alguno,
que Lori Ankers supiera. Ella y sus compañeros en el islote de las Bahamas, estaban
encarados a la fantástica realidad de aquella presencia espacial en el planeta Tierra.

Era un gigantesco disco volador, con ventanas de forma romboidal, de apariencia


metálica, pero de un raro color verde luminoso. Una claridad anaranjada escapaba por
las ventanas o miradores romboidales, revelando luz interior en la extraña nave.

Esta rugió, girando como una peonza en el aire, elevándose más y más, entre la
humareda y la trepidación que envolvían la isla, para luego, inesperadamente…
descender majestuosa, lenta, inexorablemente, hacia ellos, hacia la playa misma…

Martín Domingo, convulso, caía de rodillas, sollozando, dirigiendo oraciones al Señor


en voz alta. Lori Ankers se mantenía quieta, rígida, en tanto sus compañeros de
expedición, los artistas y técnicos cinematográficos, corrían en todas direcciones,
tratando de huir a la presencia diabólica que flotaba sobre ellos. ,

Lori no huía. Ni lo intentaba siquiera. Sabía que era inútil.

Ella había ido allí en busca de algo. Esto era lo que ella buscó. Y lo había encontrado.
Huir hubiera sido imposible. Intentarlo, una estupidez.

Era demasiado tarde para volverse atrás. Como el yate Albatros, como tantas otras
naves marítimas y aéreas, estaban bajo el poder desconocido llegado de los cielos.
Ahora, ella sabía cuál era la «puerta», el «agujero» en las Bermudas. Sabía que el islote
donde ella encontrara, en su búsqueda inicial, los objetos pertenecientes a los viajeros
del Albatros, era ése «agujero». Era el lugar de donde brotaba el OVNI. O los OVNI.

Estaba segura de que no era una fuerza llegada del centro de la Tierra. Ni siquiera de las
profundidades marinas. Al menos, no de forma definitiva. Aquello era sólo… la Base.
Su lugar de espera. De paciente espera, en busca de su presa…

Ya tenía presa: cuatro cineastas, una periodista demasiado atrevida. Y un viejo pescador
que no creía en las supersticiones…

El disco volador descendía, descendía… Parecía que iba a aplastarlos bajo su peso. Lori
descubrió en su parte inferior las especie de patas o soportes metálicos, emergiendo
lentamente del fuselaje circular.

Eran patas articuladas, con una especie de plantas, de apoyo o «pies» metálicos, en
forma romboidal…

Lori recordó vagamente algo que le dijera Kenneth Daves el día en que se sinceraron
mutuamente:

—El perro… «Skippy»… tenía cuatro heridas en forma de rombo cada una, y formando
todas á su vez como los ángulos de otro rombo mayor… Eran quemaduras. Juraría que
de algo relacionado con un OVNI…

Era verdad. Las patas romboidales, formaban, a su vez, él dibujo de un rombo, de


cuatro en cuatro. Y debían arder por la fricción con el espacio, con el aire terrestre… O
por la acción de los poderosos combustibles que movían aquella masa enorme, capaz de
desarrollar velocidades inauditas, y desplazamientos increíbles…

Sí. Era un OVNI. Y Lori conocía ya su destino y el de los demás.

Estaban en poder de los extraterrestres. Como las demás víctimas del Triángulo de las
Bermudas…
CAPITULO. VI

Todo fue muy rápido. E imprevisible.

Al descender un poco más la nave, las patas se estiraron, como tentáculos, apocándose
en la arena con firmeza. El OVNI se quedó quieto, paralizado en la playa, como un
inmenso y monstruoso insecto de metal.

Debajo de su panza, abatidos contra la arena, por el miedo á ser aplastados, estaban los
seis personajes de la isla del Peñón del Diablo.

Pero la nave no descendió más. No aplastó a nadie.

En vez de ello, algo brotó de su vientre metálico, con sonido raro, sibilante. Un vaho
azulado envolvió a todos ellos en una especie de rara niebla fría, con olor dulzón.

Ese olor, o algo en la neblina azul, aturdió a Lori.

Y evidentemente, también a los demás. Todos cayeron de bruces en la arena. Todos se


quedaron inmóviles. In conscientes. Vencidos.

Más tarde, una compuerta se fue abriendo lentamente, deslizándose en silencio, hasta
dejar abierta una ancha abertura circular.

Y por ella, comenzó a descender algo… o alguien.

Un alienígena. Un ser no humano, que descendía lentamente, como flotando, hacia el


lugar donde, ellos yacían.

Del interior brotaba una fantasmal luz anaranjada.

Y un silencio profundo, absoluto, sólo quebrado por un lejano, suave zumbido que
ninguno de los terrestres podía captar en esos momentos…

Luego, como por obra de una extraña magia, los cuerpos comenzaron a despegarse de la
arena, a ascender, en suspensión, flotando en el aire como ingrávidos…

De ese modo, absorbidos por la extraña fuerza interior, penetraron en el OVNI.

Luego, inexplicablemente para cualquier observador, si es que hubiera existido, en las


aguas se diluyeron, como desintegradas por un poder fabuloso, la pequeña canoa del
pescador Domingo… y la lancha a motor de los cineastas.

Cuando el OVNI se elevó de nuevo, en la arena sólo quedaron las huellas de sus patas
articuladas. Pero el aire mismo que el platillo volante provocó al alzarse en el cielo,
borró toda huella en la arena.

Y así, una vez más, en la zona mortal de las Bermudas, volvieron a desaparecer seres
humanos y embarcaciones…

Pero no fue eso todo. En el aire, cerca de allí, Raúl Abaco, piloto de Nassau, y. testigo
impresionado de la escena, se sintió súbitamente amodorrado, cayó sobre los mandos de
su helicóptero… y él y la nave desaparecieron del espacio, como borrados por una
gigantesca mano invisible. No quedó ni rastro de ellos.

Más lejos, en otro punto, una hidroavioneta sobrevolaba el océano. Su piloto no podía
ver el islote con sus propios ojos, ya que volaba lejos, muy lejos del lugar de los
sucesos.

Sin embargo, junto a él, zumbaba una cámara cinematográfica de gran potencia,
captando con un poderoso teleobjetivo todo cuanto pudiera ocurrir en esos momentos
en el Peñón del Diablo…

***

Lori Ankers abrió sus ojos. Contempló, fascinada, el recinto romboidal, de muros
también romboidales, como facetas.de un enorme diamante anaranjado. La luminosidad
brotaba de todas partes, puesto que el propio material de suelo, techo y muros, era
luminoso por sí mismo, como cuarzo fosforescente.

—Dios mío… —susurró—. ¿Dónde estoy?

Miró a su alrededor. No vio a nadie. Estaba sola, en alguna parte. Ignoraba dónde, pero
apenas pasó su momento inicial de aturdimiento y torpeza, recordó. Y supo dónde podía
estar. Supo realmente dónde estaba.

—El OVNI… He sido capturada… ¿Cuál será mi destino, cuál el destino de Lodos los
que ellos capturan?

El silencio en torno suyo era tan absoluto, que parecía hallarse aislada de toda forma de
vida. Sin embargo, estaba segura de ser observada, escuchada, vigilada atentamente,
como un ejemplar de zoo o como una rara pieza de museo en una vitrina. ¿Quiénes eran
ellos? ¿Cómo serían?

Se incorporó. Se notaba físicamente bien. No notaba dolor alguno, no experimentaba la


menor molestia en todo su ser. Incluso parecía más liviana, más ligera, sin fatiga, sin
ideas que enturbiasen su mente. Como en estado ideal, físico y mental.

—Tal vez…, tal vez, después de todo, esto sea bueno. Pero ¿por cuánto tiempo? No
sería agradable vivir una eternidad así… o ser aniquilada en un lugar como éste…

No hablaba. Eran sólo pensamientos.

Y sin embargo…

—Nadie tiene por qué ser aniquilado. Sólo el que pretende ir demasiado lejos y saber
demasiado para nuestra conveniencia. Vivir eternamente, es algo más de lo que tienes
como ser humano, mujer.

Sin embargo, acababan de hablarle. Había captado sonidos, palabras humanas. ¿Eran
realmente palabras, sonidos… o sólo pensamientos, ideas proyectadas hasta ella por
algún medio telepático?

Lori miró en derredor suyo. Seguía sola, abandonada a su suerte. Trató de razonar. Y de
responder al ser que hablaba con ella de modo normal o sólo mental:

—No quiero una vida eterna. No quiero permanecer aquí. Deseo volver a mí mundo.
Con mi gente.

—No es culpa nuestra que estés aquí —le respondieron—. Tú lo buscaste, mujer.

—De modo que era cierto… Los OVNI. ¡Sois extraterrestres, y estáis secuestrando a los
seres humanos a sus barcos y aviones!

—Eso es cierto. No necesitamos sus barcos y aviones. Ya los hemos estudiado a lo largo
de siglos. Conocemos bien la historia de vuestra especie inteligente.

—Y vosotros…, ¿quiénes sois vosotros, de dónde venís?

—Es un lugar remoto. Nunca oísteis hablar de él.

Necesitamos adaptarnos a nuevas formas de vida. Pero nuestro poder es muy superior a
lo que imagináis. Ahora nos limitamos a desintegrar las naves, para no dejar huella
alguna de lo sucedido. Es lo mejor. Así la gente piensa que ha habido un naufragio.

—No fue ése el caso del Albatros. El yate apareció…

—Fue un caso diferente. Uno de nosotros hizo una excepción.

—¿Uno… de vosotros? —repitió Lori, perpleja, mirando siempre en torno, tratando de


ver algo más que muros romboidales, cristalinos y anaranjados; de extraña luz
fosforescente.

—Sí. Somos los Superiores. Los supremos ejecutores de los designios de nuestro
planeta y sus habitantes. Tenemos una larga misión que cumplir. Y la estamos
cumpliendo.

—Supongo que esa misión estriba en…, en capturarnos a todos los seres humanos —
jadeó Lori.

—Eso es. Estriba en eso, al menos en parte.

—¿Por qué?

—Eres muy curiosa. Quieres saber demasiado. Te diremos algo. Necesitamos


adaptarnos a la especie humana. Copiar sus medios de supervivencia, su biología, su
naturaleza toda. Los obtenidos hasta ahora, sirven para que estudiemos esa naturaleza y
la adaptemos, en una mutación lenta, que requiere siglos. Que ha requerido siglos,
mejor dicho…

—¿Ha requerido? —Lori se estremeció ante el significado de semejante frase—, Eso


quiere decir que…, que vosotros…, vosotros SOIS YA HUMANOS…, ¡sois humanos,
al menos EN APARIENCIA!

—Verdad. Al menos en apariencia. Algunos de nosotros estamos todavía en período


embrionario. Os asusta ría vernos en nuestra forma real. Otros… han tenido éxito. Y ya
son humanos en todo… menos en su mente superior, claro está.

—De modo que…, que podéis, mezclaros con nosotros…, ¡sin que nadie lo note!

—De hecho, eso hemos hecho ya —la voz mental parecía reír, burlona—. Y nadie lo
notó. Nadie captó la diferencia, mujer…

—Aún…, aún no sé por qué…, por qué devolvisteis el Albatros, por qué el perro
«Skippy» pudo escapar… —Los perros… No nos interesan los perros. No sirven. No
nos son útiles. No sobrevivirían en nuestro planeta, donde la atmósfera y condiciones.
de vida se han adaptado a una forma de vida como la vuestra, tras un cataclismo de tipo
geológico que alteró nuestro mundo;.

—Entonces…, entonces, ¿por qué devolver el Albatros? No logro entenderlo….

. —Uno de nosotros lo requirió así. No se lo negamos. Todos tenemos derecho a


solicitar algo. Y nos reunimos en consejo para decidir si merece que se le conceda tal
favor. Así hicimos esa vez. Pero el perro ha vuelto con nosotros. ~

—¡Ha vuelto! —Fue necesario. Preferimos que regresara. Estudiaremos lo que se haga,
cori él. Os vigilamos muy de cerca a los humanos. Debemos protegernos, permitir que
nuestra raza evolucione en la mutación necesaria… Así supimos de tus planes, mujer.
Como supimos de lo que proyectaba tu amigo, Kenneth Daves… Por eso, le quitamos a
«Skippy». Fue sólo un aviso. Pudimos, matarle. Pero no quisimos. También tú pudiste
morir. Destruimos tu hogar.

—¿Qué?

—Eso fue la noche de tu partida., Sabíamos que te salvarías de ello, porque te vimos
partir. De otro modo, estarías muerta.

—De modo que no pretendéis dañarnos…

—Sólo si es absolutamente precisó.

—¿Y…, y los secuestrados?

—Tuvieron que renunciar a su vida, a su mundo. Aceptaron adaptarse. Es mejor que ser
sacrificados,, después de lo que sabían de nosotros. Ahora son felices. Forman parte de
nuestra comunidad. Son inferiores, sí. Pero se convive fácilmente con ellos…, siempre
que se les controlen posibles rebeldías y se vigile su actividad mental debidamente.
Todos vosotros sois rebeldes por naturaleza, difíciles de contentar, variables y
superficiales, aun los más cultos e inteligentes, en vuestra especie…

—Hay cosas que no entiendo. ¿Quién tuvo la idea de…, de devolver el Albatros, de
llevarse al perro, de amenazar a Kenneth Daves, de capturarme a mí…? ¿Vosotros?

—Uno de nosotros —dijo la voz mental—. Yo, exactamente, mujer. Mira mi imagen.
Tal vez la hayas visto antes de ahora.

Lori Ankers miró a una de las facetas luminosas de vidrio romboidal. Vislumbró una
silueta que comenzaba a perfilarse. Tomó forma. Forma de ser humano Forma de
mujer…

—¡No!—gritó Lori—. ¡Usted es…, es SELENA ADAMS, la prometida de Daves!

—Sí, mujer —afirmó la aparición—. Soy Selena Adams. Y él nunca sospechó… El


nunca sospechó que yo tenía que irme, tenía que volver con los míos tras la mutación,
porque yo…, yo SOY UNA DE «ELLOS». Yo he sufrido una mutación a ser humano,
¿comprendes?
CAPITULO VII

Las manos alzaron la película recién revelada.

Una luz brilló en la improvisada cámara de revelado del hotel. Un cristal ampliador
agrandó la imagen ante los ojos del hombre que ya anteriormente visitara de modo
sigiloso la sala de revelado que utilizara en el mismo hotel Lori Ankers para revelar sus
propias películas.

Los ojos astutos y fríos se clavaron en los fotogramas obtenidos desde larga distancia,
con el poderoso teleobjetivo de su cámara. Los labios modularon una suave
exclamación de sorpresa en la penumbra.

—Increíble —susurró—. Totalmente increíble… ¡Ese islote es una Base de OVNI…!

Y estudió de nuevo, como fascinado, las limpias imágenes en las que se apreciaba. el
momento de la aparente erupción del volcán apagado, y la elevación y posterior
descenso de la forma circular, metálica, de singular tono verdoso. El «objeto volador no
identificado», jamás había sido fotografiado tan perfecta, tan nítidamente, ni siquiera en
aquel reportaje de la televisión, proyectado en las salas de NICAP.

Kenneth Daves respiró hondo, moviéndose en la penumbra con seguridad. Ahora ya


tenía evidencias concretas. No sólo fotogramas, no sólo una filmación, sino la seguridad
absoluta sobre el lugar donde Lori Ankers hallara la bolsa de objetos de oro, procedente
de los pasajeros del yate Albatros. Y también, la seguridad del sitio al que la audaz
periodista se había dirigido, en su afán de descubrir la extraña verdad sobre los OVNI
del Triángulo de las Bermudas.

Sabía algunos detalles que no le gustaban demasiado. Su vigilancia cautelosa de Lori y


de sus pasos, sin dejarse ver demasiado en el hotel ni en parte alguna de Nassau, le
había hecho descubrir su relación con un equipo de artistas de cine y también con un
piloto de helicóptero, con un viejo marinero y pescador…

No estaba seguro de nada, pero se preguntaba si los personajes que movían los OVNI
podrían ser humanoides y, en tal caso, alguna de aquellas personas hubiera podido ser
agente de ellos. O ellos mismos, con apariencia humana, si es que realmente la tenían.
En ese caso, Lori habría ido en el islote llamado Peñón del Diablo, a un desenlace
trágico irremisible.

—Tengo que ir a ese islote —se dijo, cuando algo más tarde comprobó que ni ella ni los
cineastas habían regresado aún al hotel. Y se dispuso a tomar de nuevo su
hidroavioneta, la que actualmente tenía a su disposición, para explorar la zona.

Antes de hacer nada más, tomó unos fragmentos de su película, y los introdujo en un
recio sobre, que dirigió a una persona conocida:

Comandante STUART CAMERON, NICAP, FLORIDA, USA.

Y trazando unas pocas palabras en un papel, lo introdujo con los fotogramas clave de su
filmación, engomando el sobre y entregándolo en recepción para que, caso de no
regresar él en aquel día, fuese enviado con urgencia al destinatario allí expresado.
Más tranquilo por ese lado, abandonó el hotel, encaminándose al pequeño aeropuerto
privado de Nassau donde dejara su avioneta tras, el vuelo exploratorio de aquella
mañana.

Se encaminó a la pista de aterrizaje donde la había hecho posarse, y encargó al


mecánico que lo dispusiera todo para otro viaje. Mientras lo preparaban, paseó inquietó
por la pista, mirando frecuentemente al cielo, azul y límpido, allá hacia el mar, hacia el
interior marino, donde comenzaba el gran enigma a punto de desvelarse, quizá
definitivamente para la Humanidad…

Estaba terminando su cigarrillo, y se ultimaban los preparativos para dejarle la


hidroavioneta en perfectas condiciones —sus flotadores eran plegables y muy prácticos,
convirtiendo la pequeña nave en un elemento anfibio insustituible—, cuando la voz, a
su espalda, le sobresaltó.

—¿De vacaciones o metido en trabajo, Daves?

Kenneth giró la cabeza con sobresalto. Se quedó atónito al identificar a la persona que
le sonreía; a espaldas suyas, mirándole con expresión divertida.

—¡Señor Anderson! —exclamó, atónito—. ¿Usted aquí?

Max Anderson, su jefe en la NASA, sonrió, asintiendo. Se aproximó a él. La brisa


marina agitaba los faldones de su uniforme de la organización civil para el desarrollo
astronáutico de Estados Unidos. El hombre duro y enérgico que era su superior en Cabo
Kennedy, en la Base de lanzamientos espaciales, parecía ahora, visto allí, lejos de su
ambiente, infinitamente más jovial y amistoso. Cuando le estrechó la mano con calor, el
alto funcionario de la NASA comentó con tono amable:

—Yo también tengo derecho a unas vacaciones, amigo mío… Y recordando lo sucedido,
pensé que sería mejor pasarlas en Nassau. Por otro lado, quería verle, pedirle disculpas
por haber sido tan duro en su caso, v verme obligado a expulsarle… Ya sabe lo que son
los reglamentos de nuestros organismos oficiales. Ese asunto de los OVNI ha
complicado su posición, no sólo en NICAP, sino también en la NASA. Lo siento de
veras, pero quizá podamos en un futuro inmediato resolver eso, haciendo que revisen su
expediente. Yo informaré favorablemente sobre usted, y quizá todo quede arreglado.

—No se moleste, señor —negó enérgicamente Daves, sacudiendo la cabeza—. No


pienso volver a la NASA ni a NICAP, ni a ningún otro organismo parecido. Si alguien
ha de seguir investigando los OVNI, prefiero ser yo mismo…, por mi propia cuenta.
Dinero y medios no van a faltarme para eso.

—Cuidado, Daves —avisó en tono de broma Cameron, aunque su mirada era seria—. Sí
esos objetos existen realmente, puede ser una decisión peligrosa la suya…

—No me asustan los OVNI. Se lo aseguro. Ahora mismo voy en busca de uno. Si me
perdona, señor Cameron, deberé dejarle. Es una misión importante la que tengo
pendiente. Y quizá urgente.

—¿De veras? ¿Sobre OVNI? —le miró, con gesto risueño—. Me gustaría ir con usted.

—Es muy peligroso. Podemos desaparecer. Y no se volverá a saber nada sobre


nosotros…

—Oh, entiendo… El Triángulo de las Bermudas y sus misteriosas desapariciones… De


modo que esa sigue siendo su teoría… Bien, no tengo miedo. Soy responsable de mí
mismo. ¿Puedo acompañarle?

—Está bien —resolvió Kenneth Daves, tras una breve duda—. Suba a la avioneta; Es
de dos plazas. Bastará para ambos, señor, Pero recuerde que ya le advertí…

—No lo olvidaré, Daves —rió entre dientes Max Cameron, subiendo a bordo.

Poco después, sobrevolaban el mar, en dirección al Peñón del Diablo, Daves


escudriñaba la superficie marítima, con gesto preocupado. Tras un silencio, informó a
su compañero de viaje:

—Creo haber descubierto muchas cosas sensacionales, señor.

—¿De veras? —le miró Cameron, curioso—, ¿Qué cosas, Daves?

—Cómo desaparecen personas, naves, todo… Y dónde está el punto de origen, el que
pudiéramos llamar «puerta a otro mundo»…

—Me fascina todo eso, al margen de mi cargo oficial, Daves. ¿Qué sabe, exactamente?

—Casi todo. Y tengo pruebas esta vez. Pruebas irrefutables. Sé que un islote cercano a
Nassau es la base de los OVNI que utilizan este punto del mundo para vigilar, repostar,
para quizá estudiar una invasión…, o para estudiar nuestra forma de vida. Se apoderan
de barcos o aviones. Alguna energía los hace desaparecer. Algo a distancia, a control
remoto. Puede ser una simple proyección de la materia a otro punto. Desintegran en
apariencia los átomos de un cuerpo, para reconstruirlos en otro lugar, donde ellos
eligen.

—Ya —Cameron no parecía escéptico al escucharle. Le miraba críticamente—. ¿Y…


los seres humanos desaparecidos? ¿Siguen el mismo proceso?

—Parecido. Por alguna razón, los necesitan. Se apropian de ellos, no sé si para


destruirlos, estudiarlos… o conducirles a otro lugar en el espacio, donde les sea de
alguna utilidad, biológica, intelectual o científica.

—Es una teoría tan fantástica como fascinante. ¿Espera poder probar todo eso, Daves?

—Sí, señor Cameron. Espero conseguirlo esta vez. Si «ellos» no me atraen antes a su
lado para no devolverme a mi mundo nunca más.

—¿«Ellos»? ¿Cree que son tan inteligentes y poderosos los tripulantes de OVNI?

—Estoy seguro, incluso creo imaginar algo más sobre ellos.

—¿Qué?

—Quizá sean humanoides. O estudien a nuestros semejantes para ser como ellos… o
para copiarles. —¿Copiarles? —Cameron parecía perplejo. —Eso dije, señor. Pueden
ser mutantes. Alterar a voluntad su apariencia física! ¿Por qué no pueden ser humanos
como nosotros, en apariencia, mezclarse con nosotros… y llegar a vigilarnos tan
estrechamente que sepan nuestros movimientos de antemano? Eso explicaría muchas
cosas, estoy seguro.

—Sí, ya veo —suspiró el funcionario de la NASA—. Usted, realmente, sabe mucho,


Daves. Yo diría que… demasiado.

Lo dijo de un modo raro. Kenneth alzó la cabeza. Miró a Cameron, sin dejar de tripular
su hidroavioneta por encima del mar. Max Cameron sonreía. Sus ojos eran fríos.

—Nunca se sabe demasiado, señor —replicó Kenneth secamente—% Y menos, sobre


OVNI;.

—Yo diría que existe un límite razonable para las teorías. Exponer esas ideas, y aportar
pruebas suficientes, podría convertirse en algo muy molesto para los tripulantes de los
OVNI, amigo mío. Y eso, «ellos» no deben permitirlo… ¿Se da cuenta, Daves? Usted
mismo ha sellado su destino. Lo siento pero… tengo que hacerlo.

Ante el asombro de Kenneth Daves, de sus ropas extrajo Cameron un raro adminículo,
un objeto de un metal fulgurante, color oro, en forma de tubo, con un extraño soporte.
No le apuntaba directamente. Pero Ken intuyó la amenaza en todo aquello. Una
fantástica e imprevisible amenaza.

—Habla usted, señor…, habla usted como…, como si fuera uno de «ellos»… —dijo,
seco.

—Es que… LO SOY —sonrió Cameron—. Lo he sido SIEMPRE… Hay otros más. En
la NASA, en NICAP, en muchos sitios… Controlamos la situación. Nos conviene,
Daves… Pero ustedes no deben temer nada. El mundo suyo no nos seduce. Sólo
queremos sobrevivir en el nuestro, en una nueva forma de vida, copiada de ustedes…
No, no haga nada. Es inútil. Mire, basta que oprima este resorte…y habremos
desaparecido, con avioneta y todo. Cuando se dé cuenta… estará DENTRO de ese
OVNI que persigue tan tenazmente. Hay alguien allí que está deseando verle… Vamos
ya, Daves. Es fácil, rápido… y no causa daño.

Presionó el resorte. Daves quiso evitarlo. No pudo.

Sintió como si el mundo estallara a su alrededor en un fogonazo deslumbrante. Sintiose


flotar unos momentos. Luego…

Luego, al sentirse de nuevo normal, supo que estaba dentro del OVNI.

Y vio ante sí a «Skippy». A Selena… Y a Lori Ankers.

—Selena… —bajó su cabeza lentamente, anonadado—. De modo que era eso…

—Lo siento, Ken —murmuró ella—. No podía decírtelo. Tampoco podía ser una de los
tuyos. Tenemos nuestras propias reglas. Parecemos humanos, pero no lo somos. Nuestra
apariencia física real te llenaría de horror. Vuestro maniqueísmo es tan peligroso,
Daves… Es mejor así. Quería verte de nuevo. Será…, será una despedida afectuosa.
Quiero que me recuerdes como me conociste. Pero que sepas que no soy víctima de
nadie, sino que vuelvo á mi propio mundo.

—Tú, Cameron…, ¿y cuántos otros como vosotros? ¿Cuántos, Selena?

—No puedo decírtelo, Ken —ella puso una mano en su hombro—. Pero hay muchos.
No os haremos daño. Convivirán un tiempo, se irán luego… sin dejar rastro.

—Entonces… ¿los desaparecidos en las Bermudas, los tripulantes secuestrados…?

—Un noventa por ciento, Ken, eran de los nuestros —sonrió ella—. Volvían, no eran
raptados. Hubo algunos que fueron traídos aquí con ellos. Se quedaron porque tenían
que elegir, entre ser eliminados o. sufrir una alteración mental para volver. Se les
ofreció una vida sin problemas en nuestro planeta. Y aceptaron. Allí están ahora. Son
felices, si es que algún humano, aquí o en nuestro mundo,, puede ser enteramente feliz,
Ken. —Y ahora…, ahora ¿qué vais a hacer conmigo, con Lori Ankers, con esos
cineastas…?

—Ellos ya eligieron. Se vienen con nosotros. También el piloto de un helicóptero. Allí


tendrá naves infinitamente más poderosas. Y un medio de vida mejor. —¿Y… nosotros?
¿Debemos aceptar ese cambio mental o ser eliminados? No me gustaría dejar de ser yo
mismo. Ni ser eliminado. Esto será un rapto, Selena, pese a todo. Claro que tu presencia
será lo único que… —No, Ken —negó ella despacio, suave, enérgicamente sin embargo
—. No es posible. El amor entre tú y yo es impracticable/Sólo en apariencia somos
iguales. Nos reproducimos de un modo distinto… No serviría de nada. Por eso me
marché de ti. Era necesario, Ken. Y hubiera sido mejor que no me buscaras, que no
insistieras… De todos modos, seré un buen recuerdo para ti —Sonrió—. Esa otra, chica
te hará olvidar. Ella parece tan interesada eh ti…

—¿Lori?

—Sí, Lori —suspiró Selena Adams—. Vuelve con ella. Podéis hacerlo.

—¿Siendo nosotros mismos?

—Siendo vosotros mismos. Sólo os injertaremos un pequeño aparatito en el cerebro.


Algo microscópico, pero que controlará vuestros conocimientos sobre nosotros. No
podréis exponerlos a nadie. El mecanismo lo evitará, deteniendo vuestras palabras e
ideas en cuanto habléis de nosotros… También ese viejo pescador, Domingo, desea
volver, morir en sus amadas costas… No se lo podemos negar. Ni a «Skippy»,
naturalmente, que es un perrillo vulgar y te ha tomado cariño… Su lugar está contigo,
Ken.

—¿Por, qué esto, Selena? ¿Por qué solamente nosotros…?

—No preguntes, Ken —ella desvió la mirada, casi humanamente—. Hay cosas… Cosas
que hacen diferente el caso. Después de todo, hay algo humano en mí ahora, Y sé que
pude haberte amado, de no ser porque hay cosas que nos separan definitiva, totalmente.
Serás un bello recuerdo para mí en el planeta adonde regreso. Me gustaría ser lo mismo
para ti. Pero sólo eso, Ken. No sientas amor por mí. Es imposible. Yo… soy una
extraña. Un ser de otro mundo… Pero recuerda que si esa chica y tú volvéis y podéis ser
felices en el futuro, me lo deberéis a mí en parte. Yo os permití esa felicidad… porque,
en cierto modo, será una forma de sentirme feliz yo también. Ella te dará todo cuanto yo
no podría darte jamás…

—Gracias, Selena —tomó sus manos. La miró—. ¿Puedo…, puedo, a pesar de todo…
besarte ahora? Como si fueses la Selena que yo soñaba, una mujer como cualquier
otra…

—Sí, Ken —suspiró ella, entreabriendo sus labios—. Será… la despedida. Luego, una
dulce inconsciencia os dominará. Cuando despertéis…, todo habrá pasado. Estaréis de
nuevo en el islote. En vuestro propio mundo y dimensión.

Besó los labios de ella. Y ella los suyos. Pero Kenneth sabía que ya no era un beso de
auténtico amor. No eran de la misma forma de vida. Sin embargo, en el fondo sí había
una nota tierna y emotiva en aquella despedida tan humana…

—Adiós, Selena —murmuró Daves.

—Adiós para siempre, Ken —respondió ella—. Sed muy felices… y olvidadnos algún
día.

Luego llegó esa dulce inconsciencia de que hablara ella.

EPILOGO

«El ejército del Faraón observó… Su Majestad estaba en el centro… Después de la cena
estos círculos de fuego ascendieron a lo alto en el cielo, hacia el Sur…»

De los anales de Tutmosis III 1500-1450 a.C.

—Selena Adams… Adiós, Selena… amor mío. Hasta nunca.

Kenneth Daves agitó su mano en despedida. Allá, en la distancia, una forma circular
zumbaba, perdiéndose para siempre en las alturas espaciales, hasta ser sólo una remota
luz verdosa que se perdía definitivamente.

Luego, lentamente, Daves bajó la cabeza. Miró fija, largamente, a Lori Ankers, todavía
junto a él, la mirada percuda en el espacio hacía el que se alejaba, definitivamente la
nave espacial, el OVNI fantástico que ella conociera por dentro.

—Y ahora… ¿qué, Kenneth? —preguntó.

—Ahora… volveremos —suspiró él—. Y recuerda: juramos algo. Debemos obedecer.


Obedecer siempre. Cumplir ese juramento. En nuestros cráneos va injertado ese
pequeño elemento, ese mecanismo sutil qué ellos nos aplicaron. Será el vigilante .eterno
de nuestra mente. Nos permitirá conocerles a ellos, eso sí. Nos permitirá saber quién es
cada uno. Pero no nos permitirá hablar de ello… hasta que ya sea tiempo. Hasta que se
pueda hablar, y todos entiendan.,

—Sí, hasta que todos entiendan… y se pueda saber la verdad de los extraterrestres, Ken
—admitió Lori, oprimiendo la mano de él con la suya—. ¿Vamos ya? Me siento tan
cansada…

—Sí, vamos, Lori. Es el momento de regresar.


Se acercaron a la playa. Aún estaba allí la canoa del viejo Domingo. Y el marino,
tendido en ella, durmiendo apaciblemente. Con su electrodo en. el cerebro, como todos
ellos. Con su juramento a cumplir de por vida… o la muerte le sorprendería antes de
revelar el secreto.

Una misteriosa muerte controlada a distancia, que casaría por un simple ataque cerebral.
Jira la salvaguardia del mayor secreto de la historia.

El secreto de los OVNI.

El secreto de un OVNI, en particular.

Kenneth Daves y Lori Ankers, cogidos de la mano, caminaban hasta que el agua lamió
sus pies y mojó sus ropas; No les preocupó.

Era el regreso. Un regreso a la vida. A su mundo. A su existencia de siempre. .

Un regreso unidos Y eso, ya era algo. Dos seres unidos. Hombre y mujer.

Y otra mujer…. sólo un recuerdo.

Un recuerdo perdido en el espacio. Lejos, demasiado lejos para ser algo más que un
simple, lejano recuerdo…

También podría gustarte