Raúl Ruiz, Textos Inéditos
Raúl Ruiz, Textos Inéditos
Raúl Ruiz, Textos Inéditos
Raúl Ruiz
No mucho más allá, pero bastante más abajo de lo que llamamos “la cultura en que
vivimos”, hay una zona del comportamiento, sombra de ese corpus, a veces muy espesa
(noche de los tiempos), a veces adelgazada por el cedazo de la cultura (utilizada como mina
de lápiz para dibujar sobre un fondo cultural, hacer un boceto de “los de abajo”). Allá, los
actos culturales más simples (ubicados cerca del límite) sufren una distorsión profunda.
Esta distorsión se vuelve patente al “parodiar la parodia”, lo precario y desarticulado de
nuestra vida cotidiana.
Quien descubre ese mundo quiere creer que nos pertenece (en el mismo sentido que
nos pertenece el territorio nacional) y que debemos extender nuestros límites hacia allá.
Luego entendemos que esa zona sería “otro mundo, con otros valores, con otra lógica”.
Finalmente, aceptamos que ese mundo está entre nosotros y en nosotros. Los que siguen de
largo pueden decir: “eso somos nosotros”. Así, de repente, nos encontramos con que a estas
cabezas perdidas del tercer mundo les ha crecido un cuerpo llamado tercer mundo.
Las ideas en torno a esta actividad en que estamos embarcados son intuitivas; fueron
usadas para encauzar y estimular nuestro trabajo de filmación. De ahí el tono profético. De
ahí también la invasión de otros territorios gobernados por disciplinas que entienden que el
cine es objeto de estudio y no un organismo insaciable que las estudia y crece. El
convencimiento de que el cine es el cine y mucho más, nos obliga a cambiar las reglas del
juego y a juzgar, por ejemplo, a la revolución desde un punto de vista cinematográfico y no
al cine desde un punto de vista revolucionario.
La primera idea gira en torno a la cultura, a lo que, por lo general, se nos viene a la
cabeza cuando emitimos el ruido “cultura”. Aceptemos que, desde el punto de vista de la
cultura occidental y cristiana, somos un desierto viviente. Y, en esa medida, tenemos
cultura propia. Nuestro Walt Disney sería, por ejemplo, García Márquez. Ahora bien, si
aceptamos que para los efectos de nuestra actividad estamos dentro de la cultura, tal como
la entendemos, hay una zona de nuestro comportamiento en que se ejerce un rechazo contra
los datos puestos a nuestra disposición y hay una zona de nuestra población que utiliza gran
parte de su capacidad intelectual en olvidar lo aprendido. El milico que aprende a leer y el
alcohólico que se chanta para mejor caer, el delincuente que reincide. La gradualidad del
rechazo sugiere la existencia de toda una técnica transmitida por un lenguaje no codificado
(por vía del ejemplo; cada ejemplo es un signo). Consiste en una técnica cuya única manera
de formularla es el cine. La idea es que el rechazo, por su propia naturaleza, esconde una
gran capacidad de subversión.
Hay dos aspectos que nos llevan a encauzar nuestros temas en esa dirección. En
primer lugar, el carácter de descubrimiento de esa actividad de rechazo o resistencia. Esto
implica tomar el punto de vista del cine de descubrimiento, tan venido a menos, desde el
momento en que la idea de antípodas (cine de las antípodas) pierde adeptos a partir de la
desaparición en los mapas de la zona “terra incognita”. Es un lugar común hablar sobre el
agotamiento del cine que se encauza a la descripción de nuevos comportamientos, nuevas
culturas, porque ahora también la “terra incognita” va a desaparecer de los mapas. Llegó la
hora de describir las zonas superpuestas al territorio descubierto, los niveles de
comportamiento. En otras palabras, se trata de un cine ideológico. El cine se encauza en
dirección a la zona de rechazo, en la medida que no culturiza, en la medida que denota
ambiguamente todos los niveles de nuestro comportamiento, sin infectar a ninguno en
particular, retomando lo mejor del cine de descubrimiento (esto es: crea esa especie de
quiebre del centro de gravedad que, como espectadores, estaría más acá de la pantalla,
llevándolo más allá, mucho más allá, empujándonos a nosotros y a las sombras coloreadas
que se proyectan hacia un punto fuera de campo, no al lado, sino al fondo).
El otro aspecto tiene que ver con la utilización del cine como duplicación de gestos
y actitudes descubiertas, los cuales conforman un lenguaje no hablado reproducido por el
cine, lenguaje cuya aparición depende de que sea filmado. Dicho de otra manera: lo que
filmamos es un lenguaje natural que, por el hecho de ser filmado (abstraído), adquiere la
capacidad de reflexionar sin traicionar su carácter no verbal.
Nos entusiasma la sospecha de que ese código, que puede formularse solamente si
es filmado, tiene un poder subversivo que implica y envuelve tanto a los que filman, como
a los que son filmados, en un solo acto. Está claro que la película resultante sólo interesa a
los que participan en su filmación. En otras palabras, se trata de cine político.
II
La primera limitación tiene que ver con el criterio de selección del material filmado,
en el momento en que las cosas suceden. Si se puede aceptar que cierto tipo de encuadres
organizan una materia tal que nace y muere dentro del cuadro, y que eso hace posible la
conexión de estas perspectivas limitadas (haciéndolas chocar entre sí, desplazando la
imagen hacia el ideograma), es difícil imaginar ese tipo de imagen al servicio de la apertura
fuera de cuadro que sugiere las imágenes queridas por el cine verdad (apertura por lo demás
inerte). Intentar acercar ese tipo de imagen a la naturaleza del ideograma plantea un
problema parecido al del rechazo en los enfermos sometidos a un trasplante. Cada toma
pertenece a un organismo distinto (esto es cierto en cualquier tipo de cine, pero es más
evidente en un cine que programa rescatar el momento irrepetible). El cine directo muestra
un mundo compuesto de acontecimientos separados unos de otros que se traducen sólo
parcialmente en imágenes, crean una perspectiva limitada distinta a la del ideograma. De
esa manera, en el cine directo siempre hay presente dos acontecimientos que se
complementan, no siempre de manera evidente: el acontecimiento (dentro y fuera del
cuadro) y el acontecimiento filmado. Ambas corrientes aspiran a crear un solo organismo:
tiende al momento en que quienes son filmados aluden a la filmación. Lo mostrado y el que
muestra son una sola cosa. El play whithin the play conduce a un cine que se pregunta por
el cine ubicado en las antípodas de un cine de descubrimiento. La tentación del juego de
espejos no es fácil de evitar.
Otro peligro difícil de evitar aparece por razones semejantes. Si es difícil conseguir
un ensamblaje de las distintas imágenes, si se tiene una toma que no termina, entonces, el
material conseguido da la idea de haber sido arrancado violentamente. Despojado de su
contexto tiende a volverse oscuro. Exagerando: si se filman veinte horas y se consigue un
momento de diez minutos en el que acondicionamiento entre la imagen conseguida y el
acontecimiento es completo (la cámara muestra e interpreta, deja de hablar y dice), esos
diez minutos adquieren su real dimensión dentro de las veinte horas. Esto es una manera de
exagerar el hecho de que una película de cine directo que evade el juego de espejos y los
caleidoscopios nos aburre en general, pero nos fascina en un momento y que ese momento
es inseparable del resto. Evitar ese parto con dolor, nos llevó a intentar una forma de puesta
en escena (ya conocida por más de algún neorrealista, integrada al documental).
“Cuatro temas y dos ejemplos” es un texto inconcluso encontrado entre los papeles personales de Raúl Ruiz.
En él se anuncian cuatro temas, pero sólo se abordan dos. Los ejemplos corresponden a los dos últimos
párrafos, titulados “Los actores forman parte del espectro de una situación” y “Los actores son parte del set”.
La forma de exponer el contenido, junto a algunas ideas y conceptos utilizados, permite inferir que
nos encontramos frente a uno de los primeros escritos teóricos de Ruiz sobre el arte cinematográfico y, al
parecer, habría sido redactado hacia fines de los años 60 o comienzos de los 70. Una pista permite conjeturar
lo anterior: Ruiz menciona el cine de indagación, al que se refiere también en un diálogo con Enrique Lihn y
Federico Schopf publicado en la revista Nueva Atenea el año 1970 y, más tarde, en una entrevista concedida a
la revista Primer Plano el año 1972. En ambos casos, dicho concepto rotula el tipo de trabajo cinematográfico
que pretendía desarrollar por ese entonces y que buscaba auscultar el comportamiento de los chilenos a nivel
de la cultura popular. El cine, según Ruiz, era el único medio capaz de registrar el lenguaje no verbal o los
estilemas que manifestaban dichos comportamientos; la cultura popular, por otra parte, representaba para él
una forma de resistencia, una manera de rechazar la agresión cultural del orden imperante, en la medida que
supone un olvido de las reglas y las ordenaciones que estas determinan. El “habla chilena”, como se sabe, fue
uno de sus ejemplos más significativos, ya que da cuenta de un cierto descalce respecto de las normas del
buen decir o del habla normalizada: está llena de digresiones y despistes que alteran la sintaxis.
Si bien no es posible determinar con certeza el año exacto en que fue escrito “Cuatro temas y dos
ejemplos”, parece ser en todo caso anterior al diálogo con Lihn y Schopf, que posee un tono más enfático y
programático, mientras que aquél tiene el aspecto de un esbozo o borrador, como si el autor estuviera
poniendo por primera vez sus ideas en orden: la copia mecanografiada, de hecho, ostenta varias tachaduras y
enmiendas.
Pero existe otro elemento que nos permite inferir que estamos en presencia de un texto inaugural: el
empleo de expresiones equivalentes a cine de indagación que estarían vinculadas a referentes
cinematográficos más bien tradicionales, como cine de descubrimiento, en la que resuena cierto afán ligado al
cine neorrealista italiano, que explora y registra las condiciones que constituyen la realidad. Tiempo después,
Ruiz sustituirá esta expresión por cine de reconocimiento, para resaltar mejor el hecho de que el cine de
indagación, que formaliza los estilemas de lo chileno, genera en el espectador un efecto de identificación,
aunque por la vía del extrañamiento.
La experiencia cinematográfica bajo el gobierno socialista de Salvador Allende
Raúl Ruiz
Hace un par de días me encontré con un compañero del frente de cine del gobierno
de la Unidad Popular. Mientras nos tocó trabajar juntos, rara vez estuvimos de acuerdo;
ahora que ya no hay mucho que hacer (en cine) pudimos, por primera vez, discutir sin
esconder una carta (pertenecemos a tendencias distintas dentro de la UP). Volvimos a estar
en desacuerdo pero hubo un elemento en común: “la tristeza y la nostalgia de la patria”.
Eso era lo que nos habíamos propuesto sentir cuando, hace un par de años, preveíamos
estos momentos que nos está tocando vivir: “el amargo whisky del exilio” (en realidad yo
me veía transmitiendo comunicados desde la radio Chile Libre de Tirana: “la pandilla
criminal que gobierna nuestro país una vez más…etc.”). Fuimos profetas en nuestra tierra.
Cuando recién se empezó a discutir (y se creía que era posible) una política
cinematográfica, un grupo de amigos estuvimos de acuerdo en los siguientes puntos:
b) Filmar películas que apoyaran las medidas que tomaba día a día la UP,
aclarando los fines que esas medidas perseguían. La gran mayoría de las
películas que se hicieron durante los tres años de gobierno popular,
pertenecían a esta línea. Por supuesto que, según la tendencia del realizador
(o del equipo, porque también hubo films colectivos), las tintas se cargaban
en las excelencias de la medida que se proponía (un medio litro de leche para
cada niño) o en “el potencial revolucionario” (la organización de cordones
industriales sirvió para que se hicieran películas promoviendo el “poder
popular”). Cual más cual menos, todos los que trabajábamos en cine
sentimos que había que posponer los proyectos personales y aceptar una
especie de “tarea de militancia”. Cada organismo estatal encargaba al primer
cineasta que se ponía por delante una película, leve variante de los films
publicitarios, aceptando y proponiendo “formato y contenido libre dentro de
los marcos del tema”. Nos caímos varias veces. Yo hice una película para
aclarar los fines que perseguía la política de abastecimientos; había leído en
una revista canadiense las experiencias de “circuitos reverberantes” (tomar
dos grupos humanos y filmar primero a uno, luego al otro, proyectando
previamente al grupo filmado lo que el otro grupo hace o dice y filmando las
reacciones).
Se me ocurrió que algo así se podría hacer con el problema del
abastecimiento: filmé a una dueña de casa de clase media reclamando por la
falta de cosas para comprar, le proyecté el material al ministro de Economía,
filmé sus reacciones, filme las respuestas, le proyecté todo a la dueña de
casa, filmé sus reacciones y su respuesta…y hasta ahí llegamos porque cayó
el gabinete. Me fui a filmar a los JAP (Juntas de Abastecimientos y Precios)
y traté de montar el material. Al final no se sabía a quién apoyaba la película
(¿qué culpa tenía yo que el ministro fuera antipático?). No hay que confundir
promoción con indagación. Por otra parte, un compañero quiso filmar los
problemas del campo aplicando algunas técnicas brechtianas: filmó en
directo las idas y venidas de los campesinos en un fundo intervenido, sus
discusiones, su manera de vivir, luego repitió la filmación dándole un
sentido levemente argumental, luego filmó un ballet que mostraba (se
suponía) “el plano onírico de la realidad”. Montó intercalando los distintos
planos, pero cada vez que se proyectaba la película, los campesinos
abucheaban el plano onírico gritando ¡maricones!
Así y todo, hicimos algunas cosas en este campo. Chile Films intentó
poner en marcha un proyecto de talleres que simultáneamente capacitaran
teórica y prácticamente. Se iba a enseñar teoría entre filmación y filmación.
Naturalmente, cada tendencia de la UP colocó sus cuadros y al poco tiempo
el fantasma del “cuoteo” nos había destruido.
“La experiencia cinematográfica bajo el gobierno de Salvador Allende” es un artículo de prensa en el que
Ruiz realiza un balance crítico, pero también autocrítico, del cine realizado por él y otros directores durante el
período de la Unidad Popular. El texto destaca por la claridad con la que aísla las distintas variantes
imaginadas por entonces para poner al cine a la altura del proceso revolucionario – Palomita Blanca,
Abastecimiento y El realismo socialista, muestran que el propio Ruiz las probaría casi todas –, pero también
porque nos informa de su interés por clarificar el carácter político de su cine en continuidad con las ideas
contenidas en “Cuatro temas y dos ejemplos” y en un momento en el que muchos exigían un cine de
propaganda o más comprometido con la pedagogía del programa revolucionario. “No hay que confundir” –
advierte en el texto- “promoción con indagación”.
Otra particularidad de este artículo, es que fue publicado en el diario La Opinión de Buenos Aires, a
un mes de ocurrido el golpe de estado en Chile. La Opinión, valga decir, había sido fundado el año 1971 por
el periodista Jacobo Timerman, y si bien era centrista en términos políticos y derechista en materia
económica, su línea cultural era declaradamente de izquierda, por lo que años más tarde sería clausurado y
expropiado por los militares argentinos. Timerman, por su parte, fue secuestrado, torturado y encarcelado
durante un par de años, y peor suerte corrió Enrique Raab, el periodista cultural más reputado del diario, que
fue torturado y finalmente asesinado. Raab escribía a menudo sobre cine, por lo que es probable que fuera él
quien acogiera o le encargara a Ruiz este artículo que, valga decir, no aparece en ninguna de las bibliografías
existentes hasta ahora. Era, al parecer, un texto perdido, encontrado una vez más entre sus papeles personales.
Los cinco sentidos de Raúl Ruiz
Andrés Claro
No es el pudor que dejan años de amistad lo que me impide asumir la distancia propia de la
teoría para abordar el legado artístico de Ruiz. Es sobre todo el hecho de que a Ruiz no le
gustaban ni las canonizaciones de las estéticas oficiales ni las propagandas de las nuevas
iglesias cinematográficas; mucho menos los funerales. Lo que le gustaban eran las
celebraciones y los discursos de sobremesa –siempre en torno a una buena botella de vino,
acompañada de una seguidilla de platos cuidadosamente preparados–, donde los vínculos
inanticipables que imponía su erudición pantagruélica e imaginación desbordante
obedecían a ese temple único que era el suyo, mezcla rara entre una inocencia casi infantil
y una resistencia provocadora a las presiones del medio.
Es ante este pathos creador de Ruiz, ante esta extraña superposición entre la
prolongación de las actitudes espontáneas y gozosas de los juegos de la infancia y la
intensificación de las actitudes de resistencia que los chilenos hemos inventado para
sustraernos a las obligaciones que nos imponen la realidad y los otros, que se podría estar
tentado a hablar de algo así como del ‘chiste chileno y su relación con el inconsciente
cinematográfico’. No por concesión a la teoría psicoanalítica, por supuesto. Y es que si
Ruiz leyó a Freud de niño bajo el equívoco de que se trataba de literatura erótica, el
psicoanálisis era una de las pocas teorías que no era capaz de tomar serio –o sea, en broma–
, y que solía calificar borgeanamente como género de la literatura fantástica, o, con palabras
de Canetti, como un reflejo de los problemas burocráticos del imperio austro-húngaro. No:
el niño que alimentaba y se discernía siempre en Ruiz no era el de las neurosis insuperables
surgidas durante los primeros años de vida, sino el del hijo único que juega
permanentemente para entretenerse ante un mundo demasiado vasto que se despliega ante
sus ojos, tomando con toda seriedad los productos cambiantes de su imaginación,
comenzando por los piratas, con sus barcos, tesoros y travesías. Fue esta capacidad lúdica
de embarcarse en los desafíos más complejos de la creación artística como si fuesen la
continuación natural de sus juegos de infancia lo que explica su actividad permanente, por
momentos frenética, donde no cabían ni la repetición ni la monotonía. La otra cara de la
moneda de esta comedia de inocencia, sin embargo, proviene del modo en que Ruiz
internalizó los lenguajes y las actitudes de resistencia desarrollados por los chilenos para
sustraerse a los imperativos de los deberes externos y a las limitaciones que nos impone la
realidad misma, lo que incluye desde diversos tipos de acrobacias verbales, partiendo por
un sentido agudo de la talla, hasta una serie de comportamientos clandestinos.
Ahora bien, a la hora de cerrar el foco desde estas dos actitudes notorias y notables
de su pathos –la prolongación gozosa de los juegos de la infancia y la intensificación de las
formas de resistencia de los chilenos– hacia una consideración de las características de su
obra creadora –las que se reconocen lo mismo en sus películas que en sus entrevistas,
escritos y conversación–, no queda más remedio, espacio obliga, que limitarse a esbozar
una caricatura; esto es, a aislar ciertos rasgos o detalles significativos y amplificarlos para
que devengan inmediatamente visibles, permitiendo configurar un retrato rápido de lo que
es una individualidad irrepetible. Es con esta prevención, entonces, que quisiera enfatizar
tan sólo cinco rasgos, a modo de los cinco sentidos de Raúl Ruiz.
Pues un tercer rasgo que cabría enfatizar a la hora de seguir completando este
esbozo caricaturesco de su universo creativo, es el ‘sentido del trabajo’ que tenía Ruiz,
incluido del trabajo en equipo, el que transformaba en una actividad a la vez intensa y
amable, vehemente y benévola, aplicando las formas de ingenio y los modos de seducción
propios de un hijo único profesional capaz de transformar toda limitación en virtud y de
convencer al resto para que lo siguiese en sus travesuras. De modo que no fueron los
simples placeres de la aliteración los que llevaron a un periodista del New York Times a
intitular la última entrevista que concedió Ruiz como “A mild mannered maniac” (“Un
maniaco de modales mansos”). Y es que a cualquiera que hubiese trabajado con él, o que
hubiese conversado largamente con él sobre su trabajo, le sorprendía de inmediato la
mezcla paradojal entre el arrebato colosal y la parsimonia con que abordaba sus proyectos
creativos. De una parte, Ruiz era un trabajador empedernido que no podía pasarse un día
sin inventar algo, sin escribir o preparar algún proyecto, donde seguía los dictados de su
imaginación hasta el final, sin que nadie ni nada pudiesen detenerlo. Sobre todo, adoraba
filmar, la labor misma del rodaje, el que tomaba como un ejercicio a practicar todos los
días, tal como practica un bailarín o un gimnasta. Es lo que explica el número inverosímil
de películas que dejó –más de cien, en todos los formatos posibles–, para no hablar de sus
míticas cien obras de teatro o de sus escritos publicados: los libros de poética, novelas y los
cientos de entrevistas (era quizás el mejor de los entrevistados posibles). Pero la otra cara
de la moneda de este hombre trabajólico era su parsimonia, al punto que ha sido llamado el
menos neurótico y el más benévolo de los cineastas. Incluso en el trabajo en el set, donde
no hay director que no se halla traicionado y hecho notar por sus exabruptos y arrebatos,
Ruiz era conocido por su serenidad, la que provenía de su extraordinaria capacidad para
hacer de la necesidad virtud y para lograr que los demás quisiesen lo que él quería.
Con lo que se llega a un cuarto rasgo decisivo del universo creativo de Ruiz, a
saber, su ‘sentido de la ficción’: su facultad ya metafísica de tomar teorías y narraciones de
todo tipo –del pensamiento de la infancia al imaginario de la ciencia contemporánea, de las
formas poéticas a las historias de la novela– y proyectarlos hasta constituir mundo
habitables, a menudo peligrosamente habitables dadas las multiplicaciones y paradojas
internas. Ruiz se aproximaba así al trabajo artístico con la voluntad de representarse nuevos
mundos, no con el simple deseo de comunicar lo conocido y lo dado; su esfuerzo estaba
puesto en trastornar las categorías habituales de la experiencia y poner a prueba nuevas
formas de síntesis de la representación. No que su concepción del artista fuese la de un
terrorista experimental, la de un mero provocador formal. Lo concebía más bien como un
profeta de la tribu que genera signos y formas que ponen a prueba en un mismo gesto la
representación de la realidad y la tolerancia que tiene un público a que le transformen la
representación de la realidad. Es lo que entendía por el ‘misterio’ del arte y oponía al
‘ministerio’ de las academias, a los lugares comunes aceptados. Es lo que pretendía con sus
formas paradojales e incluso paródicas, a las que consideraba particularmente misteriosas:
formas de producir nuevas posibilidades metafísicas que tenían algo holístico, donde cada
detalle implicaba al todo.
De modo que la analogía frecuente que se hace en la crítica europea entre el legado
cinematográfico de Ruiz y el legado literario de Borges requiere una corrección importante.
Ciertamente, la comparación se ha impuesto en virtud de la memoria enciclopédica y la
amplitud de horizontes culturales de uno y otro, que es parte de ese eclecticismo
latinoamericano mencionado, donde se apela y se vinculan referencias de las procedencias
más diversas y dispares. La analogía se explica también en virtud de las formas de
pertenencia complejas propias de un argentino y de un chileno que ni idealizaron su ethos
nativo como una identidad cerrada ni se proscribieron la posibilidad de entrar y saquear la
cultura europea a voluntad, usando las estrategias mismas de los antiguos colonizadores
para sobrepasarlos, lo que les permitió en último término asumir el legado completo de la
cultura universal (desde donde, por añadidura, emprendieron una tarea fructífera de
desconocimiento y redescripción de lo propio). Pero, reconocido todo lo anterior, se debe
precisar que el efecto de representación o ficción de la obra de Ruiz es casi inverso al de la
obra de Borges. No se trata tanto de una diferencia entre el clasicismo estilístico de uno y la
profusión carnavalesca del otro. Se trata de que en su recorrido sin complejos por la cultura
universal la genialidad escéptica de Borges suele terminar por mostrarnos el efecto de
ilusión que hay en toda metafísica, desarticulando toda solidez conceptual como efecto de
la ficción literaria. Le voluntarismo crédulo de Ruiz, en cambio, imponía sobre todo un
recorrido inverso: mostraba las posibilidades metafísicas que encierran todo tipo de
ficciones. De manera casi militante, asistido por el poder figurador de las formas que
encontraba o inventaba, insistía y proyectaba la ficción hasta constituirla en un sistema
metafísico inédito, en el que de alguna manera terminaba creyendo él mismo. Si le pasó
hasta con Dios: que de tanto fingirlo e imaginarlo terminó convencido de la imposibilidad
de su inexistencia –que no es lo mismo que su existencia, por cierto, sino algo así como la
suma de todos los mundos posibles en un universo a la vez limitado e infinito.
Imagen que lleva finalmente a un quinto y último rasgo a destacar en esta caricatura
rápida de la obra de Ruiz, tal vez el más importante, a saber, su ‘sentido del universo
cinematográfico’, su sentido de las infinitas posibilidades de representación que se pueden
extraer de las operaciones discretas del lenguaje del cine. Es lo que le permitió, de manera a
la vez lúdica y subversiva, poner todos los rasgos que se vienen enfatizando –su sentido de
la paradoja, de la digresión, del trabajo, de la ficción– al servicio de la configuración de un
universo de imágenes y sonidos sui generis, donde cohabitan los más de cien mundos
posibles formados por cada una de sus películas, todas muy diferentes, todas con un aire de
familia.
Lo mismo ocurre con los tiempos, los que lejos de decantar en una linealidad
cronológica se aceleran y desaceleran; sobre todo, se superponen, redefiniendo las
relaciones posibles entre pasados, presentes y futuros. Es a lo que contribuye, entre otros
muchos recursos, la utilización que hace Ruiz de la música, del arte temporal por
excelencia, sobre todo de los desfases y superposiciones que permite el poder evocador de
la música. Pues si comienza a menudo con una música reconocible, en el estilo de un
período o compositor situable históricamente, la suele transformar hasta dejarnos en
completa extrañeza; en otras ocasiones, genera desfases irónicos entre las expectativas que
genera la imagen y el acompañamiento musical. Lo cierto es más allá de toda concepción
de la temporalidad como movimiento conmensurable, a priori trascendental o duración
bergsoniana, en lo que es una nueva variación de las representaciones de la temporalidad
por proyección de un imaginario espacial, Ruiz quería hacer que los diversos tiempos se
presentasen en escena, se hiciesen visibles al modo de dimensiones, incluso de personajes.
Pues a nadie se le habrá escapado que esta sección misma de homenaje tiene todas
las características de un mundo ruiziano, constituye un ejemplo posible de sus modos de
proyectar las paradojas en metafísicas de la ficción. La hipótesis podría parecer retórica,
demasiado calderoniana –para nombrar otra de sus referencias favoritas. Tiene ciertamente
el inconveniente de poner en duda que estemos en el lugar donde creemos estar: leyendo,
pensando y poetizando retrospectivamente la obra de Ruiz. Pero no la descartaría a la
ligera. Más que mal, ¿no estamos acaso como muchos de sus personajes fantasmas tratando
de controlar con éxito relativo la propia tendencia a sentimentalizar, tratando de poner freno
a una emocionalidad que amenaza en medio de los laberintos del exilio, de ese exilio donde
faltan los amigos ausentes, pero que ha devenido también una forma de comunidad global?
Es al menos la interrogación que me asalta a la hora de intentar hacerse cargo del legado
artístico de quien advirtiera en más de una ocasión que la ‘muerte es una herramienta de
trabajo posible’.
Contacto Archivo Ruiz-Sarmiento
archivoruizsarmiento@gmail.com