Reseña de La Iliada
Reseña de La Iliada
Reseña de La Iliada
Resumen general
La Ilíada comienza con el gran enfado de Aquiles, porque Agamenón, rey de los aqueos y jefe de la
expedición griega contra Troya, se ha empeñado en quedarse con su esclava favorita, Briseida. En
señal de protesta, Aquiles, con su ejército de mirmidones, decide mantenerse al margen de la batalla,
en su campamento, junto a las naves griegas atracadas en las playas del Estrecho de los Dardanelos,
cercano a Troya. (El Estrecho de los Dardanelos, Helesponto, es la franja marina que une el mar
Egeo con el mar de Mármara; así como el mar de Mármara se comunica con el mar Negro, por el
estrecho del Bósforo).
Esta decisión supone un grave perjuicio para los aqueos
(nombre genérico dado a los griegos de la época
micénica) que son diezmados por los defensores de Ilión,
la acosada ciudad troyana donde residía el rey Príamo,
padre de Héctor y de Paris, el raptor de Helena, esposa
de Menelao, el hermano de Agamenón.
Los pocos días de batallas del décimo año de la guerra
contra Troya que abarca el poema de la Ilíada, van
transcurriendo con suerte alternativa para ambos
ejércitos. Los aqueos tratan en varias ocasiones de
conseguir que Aquiles abandone su pasividad y les ayude
a obtener la victoria, pero él se mantiene en su postura
hasta que su amado primo y ayudante, Patroclo, es
muerto por Héctor, el líder troyano.
Los dioses, divididos en dos bandos y en continuo ir y
venir del Olimpo, contemplaban la batalla desde el Monte
Ida, situado a unos setenta kilómetros de Ilión, e
intervenían en ella de forma encubierta encarnándose en
héroes de apariencia humana. Unos apoyaban a los
griegos y otros, a los troyanos. Zeus actuaba de árbitro, Brad Pitt, como el Aquiles del cine.
tomando decisiones en favor de uno u otro bando según
consideraba que debía equilibrar la marcha de la batalla. Apolo fue el dios que más se jugó en el apoyo
a los troyanos, no en balde la leyenda le atribuye la fundación de Troya.
La muerte de Patroclo
Patroclo, ante la pasividad de su general en jefe, solicitó su permiso para incorporarse a la lucha
utilizando las armas y la armadura de Aquiles. Aquiles se lo concedió, recomendándole que no se
arriesgara demasiado. Pero Patroclo, enardecido por el fragor de la contienda, dio muerte a varios
troyanos, entre ellos a Sarpedón. Aquello desagradó a Zeus que empezó a planear su muerte y alentó
que Héctor y los suyos le acosaran sin descanso.
Apolo, siguiendo órdenes de Zeus, rescató el cuerpo de Sarpedón para que los "hermanos gemelos,
Muerte y Sueño", lo transportaran a Licia y pudiera ser enterrado con todos los honores. Después se
encarnó en Asio, tío de Héctor, y se dirigió a él con estas palabras: "...guía los corceles de duros
cascos hacia Patroclo y trata de matarle, Apolo te dará apoyo".
Cuando Patroclo vio que el carro de Héctor se acercaba velozmente, lanzó una piedra que acertó en
plena frente del auriga de Héctor, haciendo que sus ojos saltaran de las órbitas, cayendo en el polvo.
El auriga cayó del asiento a tierra. Héctor descendió del carro y se enfrentó a Patroclo... "Se
enfrentaron como dos leones hambrientos que en el monte pelean furiosos por el cadáver de una
cierva..., pues así tiraban el uno y el otro del cuerpo exánime del auriga".
Ayudado por los aqueos, Patroclo se
hizo, al fin, con el auriga muerto y siguió
atacando a los teucros que defendían a
Héctor. Pero había llegado su hora.
Apolo, en la confusión del combate, le
golpeó por la espalda y le quitó el
refulgente yelmo de Aquiles, que rodó
sobre el polvoriento suelo por primera
vez desde que fuera forjado.
Patroclo sintió que le abandonaban las
fuerzas, cuando, de pronto, sintiose
alcanzado por la pica de Euforbo.
Héctor, al verle herido, fue a su
Aquiles llora ante el cadáver de Patroclo (pintura). encuentro y "le envasó la lanza por la
parte inferior del vientre". Las últimas
palabras de Patroclo fueron para Héctor, al que predijo una pronta muerte.
Menelao dio muerte inmediata a Euforbo y se dispuso con los aqueos a defender y rescatar el cuerpo
de Patroclo. Ante la llegada de Héctor, pidió ayuda a Ayax y se entabló una fiera lucha entre aqueos
y troyanos por hacerse con el cuerpo de Patroclo. Ayax le pidió a Menelao que enviara un mensaje a
Aquiles avisándole de la muerte de Patroclo, mientras el resto de los combatientes era alentado a
defender el cuerpo del muerto. Menelao, a su vez, encargó a Antíloco que trasmitiera el mensaje y se
puso a defender el cuerpo de Patroclo que, entre todos, iban retirando perseguidos de cerca por los
teucros.
Cuando Aquiles escuchó el nefasto mensaje, "dio un horrendo gemido que oyó hasta su madre, la
diosa Tetis, desde el fondo del mar". Tetis se trasladó veloz, con toda su corte de nereidas, junto a su
hijo que, al verla, proclamó sus deseos de venganza; ella le respondió..."breve será tu existencia, a
juzgar por lo que dices; pues la muerte te aguarda así que Héctor perezca". A lo que él
contestó..."sufriré la muerte cuando lo dispongan Zeus y los demás dioses inmortales. Pues ni el
fornido Hércules pudo librarse de ella".
Tetis le dijo..."Pero tu magnífica armadura, regalo de los dioses a tu padre Peleo el día que me
colocaron en su tálamo, la tiene Héctor que se vanagloria de cubrir con ella sus hombros..." - y añadió
- "Tu no entres en combate hasta que mañana, al romper el alba, te traiga una hermosa armadura
fabricada por Hefesto". Dicho esto, la diosa envió sus acompañantes al seno del anchuroso mar y se
dirigió al Olimpo para encargar la magnífica armadura.
Mientras, la pelea por el cuerpo de Patroclo continuaba entre teucros y aqueos y todo indicaba que
Héctor y los suyos se iban a apoderar del macabro botín. Pero la diosa Iris, enviada por Hera (Juno),
se presentó ante Aquiles y le dijo: "levántate y no yazcas más; avergüéncese tu corazón de que
Patroclo llegue a ser juguete de los perros troyanos; pues debiera ser para ti motivo de afrenta que el
cadáver sufra algún ultraje". "Pero: ¿cómo habría de combatir sin mi armadura?"- preguntó Aquiles. A
lo que ella contestó: "basta con que te muestres a los teucros a la orilla del foso que rodea las naves
para que, temiéndote, cesen de pelear".
Tres veces, el divino Aquiles, gritó a orillas del foso y tres veces se turbaron los teucros; y doce de los
más valiosos guerreros murieron atropellados por los carros y heridos por sus propias lanzas. Los
aqueos, aprovechando la confusión causada por las tremendas voces de Aquiles, consiguieron poner
a Patroclo fuera del alcance de los
enemigos y se encaminaron hacia el
campamento.
Hera, la de los grandes ojos, obligó al
sol infatigable a hundirse, mal de su
grado, en la corriente del Océano y, una
vez puesto, los divinos aqueos
suspendieron la enconada pelea y el
general combate. Los troyanos
pensaron en regresar al amparo de la
amurallada Ilión por temor a Aquiles si
permanecían en campo descubierto, Aquiles arrastra el cuerpo de Héctor.
pero Héctor se opuso y expresó su deseo de enfrentarse al mirmidón: "me propongo no huir de él sino
enfrentarlo en batalla horrísona; y alcanzará una gran victoria o seré yo quien la consiga. Que Ares
(Marte) es a todos común y suele causar la muerte del que matar desea".
En el campamento griego, Aquiles lloraba y velaba el cadáver de su amigo: "esta tierra me contendrá
en su seno, ya que he de morir, ¡oh Patroclo!, después que tú. No te haré honras fúnebres hasta que
traiga tus armas y la cabeza de Héctor. Degollaré ante la pira funeraria, para vengar tu muerte, doce
hijos de ilustres troyanos, y en tanto permanezcas tendido junto a las corvas naves, te rodearán,
llorando noche y día, las troyanas y dardanias de profundo seno que conquistamos con nuestro valor
y la ingente lanza, al entrar a saco en las opulentas ciudades de hombres de voz articulada".
La furia de Aquiles
Cuando la aurora, de azafranado velo, se levantaba de la corriente del océano para llevar la luz a los
dioses y los hombres, Tetis llegó a las naves con la fulgente armadura que Hefesto le había forjado.
Halló al hijo querido reclinado sobre el cadáver de Patroclo, llorando ruidosamente, rodeado de
muchos amigos que derramaban lágrimas.
Tetis, la de la casta de Zeus, divina entre los dioses, cogió la mano de Aquiles y le habló de este modo:
"hijo mío, a pesar de nuestra aflicción, dejemos yacer a Patroclo, ya que sucumbió por designio de los
dioses, y tú recibe esta ilustre armadura, tan bella como jamás varón alguno haya llevado sobre sus
hombros". Aquiles sintió como renacía su cólera, ante la vista de la armadura, a la vez que se gozaba
del espléndido presente de Hefesto. Expresó a su madre su preocupación por la descomposición del
cuerpo del amigo, invadido por un enjambre de moscas.
Tetis vertió unas gotas de ambrosía, para que el cuerpo se conservara fresco. Después pidió a su hijo
que se armara para el combate contra los troyanos. Aquiles vistió la brillante armadura, cogió la grande
lanza, que solo él podía manejar, y se dirigió hacia donde estaban los demás héroes aqueos, en la
orilla del mar junto al recinto de las naves, y les convocó dando pavorosos alaridos.
Todos acudieron, encabezados por
Diomedes y Ulises (Odiseo) que
cojeaba a causa de sus heridas, y le
rodearon. También llegó el rey
Agamenón que, con la apropiación de la
esclava Briseida, había provocado el
enojo de Aquiles y su renuncia a
participar en el combate contra los
troyanos. Aquiles le recriminó su
conducta, pero expresó su deseo de
volver a combatir si obtenía satisfacción
del rey.
Agamenón le contestó disculpándose
por su comportamiento, atribuyó a los
Príamo suplica a Aquiles por el cuerpo de Héctor dioses su pérdida de juicio al provocar
(pintura). aquel incidente y le prometió entregarle
a la esclava y numerosos presentes como muestra de su arrepentimiento. Aquiles aceptó las disculpas
y expresó su firme voluntad de entrar inmediatamente en combate: "para que todos vean a Aquiles
entre los primeros combatientes, aniquilando con su lanza las falanges de los teucros".
El ingenioso Ulises, hijo de Laertes, pidió que se celebrara un gran desayuno para tomar fuerzas para
la lucha y añadió: "que Agamenón entregue los presentes a Aquiles y que jure que nunca subió al
lecho de Briseida, ni yació con ella, como es costumbre entre hombres y mujeres. Y tú, Aquiles, procura
tener en el pecho un ánimo benigno".
Agamenón estuvo de acuerdo y añadió: "estoy presto a ese juramento y no invocaré el nombre de la
deidad con perjurio". A continuación, ordenó que se trajeran los presentes para Aquiles y que se
inmolaran animales y un jabalí en honor de Zeus y del sol, siempre invocado en los juramentos por
ser el que todo lo veía sobre la tierra. Aquiles pidió que se demoraran estas ceremonias para después
del combate, pero Ulises insistió en su propuesta y Aquiles acabó por consentir, al ver que aquello era
lo que sus compañeros y las tropas deseaban.
Se entregaron los presentes, entre los que figuraban siete doncellas expertas en intachables labores,
doce caballos, diez talentos de oro (unos trescientos kilos) y la joven Briseida. Después Agamenón
hizo el juramento: "sean testigos Zeus, la Tierra y el Sol y las Furias (Iras o Eriníes) que bajo tierra
castigan a los muertos que fueron perjuros que jamás he puesto mano sobre Briseida". A continuación,
degolló el jabalí con el despiadado bronce y dijo: "Zeus padre, ¡Cómo llegas a confundir a los hombres!
Jamás, Aquiles, habría sido capaz de arrebatarme a Briseida contra mi voluntad. Pero, sin duda,
querías la muerte de muchos aqueos. Ahora - dijo, dirigiéndose a los hombres - id a comer y luego
trabaremos feroz lucha contra los teucros".
La asamblea se disolvió y cada uno marchó a su nave. Los mirmidones de Aquiles se hicieron cargo
de los regalos, portándolos al campamento. Briseida, semejante a la áurea Afrodita, se dirigió llorosa
hacia el tálamo donde yacía Patroclo y entre sollozos exclamó: "¡oh, Patroclo, amigo carísimo de esta
desventurada!, vivo te dejé al partir de la tienda, y te encuentro difunto al volver. ¡Cómo me persigue
la desgracia! Muerto mi esposo por Aquiles y tomada de la ciudad de Mines (Lirneso), tu no me dejabas
llorar diciendo que lograrías que fuera la mujer legítima del divino Aquiles y que, entre los mirmidones,
en su reino, celebraríamos el banquete nupcial. Ahora que has muerto, no me cansaré de llorar por ti
que siempre fuiste dulce conmigo".
Aquiles continuaba llorando a su amigo y sin probar
bocado. Zeus se apiado de él y envió a Atenea, su
protectora, para que le alimentara con néctar y ambrosía,
para evitar que desfalleciera durante el combate. Atenea,
semejante a un halcón de desplegadas alas, descendió
del cielo, a través del éter y las nubes, y alimentó a su
protegido, sin que él lo advirtiera, para evitar que
flaquearan sus rodillas.
Después, regresó al palacio del prepotente padre.
Mientras, la riada de soldados se alejaba de las naves y
el brillo de sus cascos asemejaba los copos de nieve que
envía Zeus, en alado vuelo, bajo el impulso del frío
Bóreas, nacido del éter. Así de grande era el número de
hombres que abandonaban las naves dispuestos al
combate, y refulgente el brillo de sus yelmos, armaduras,
escudos y lanzas. El fulgor llegó al cielo y la tierra se
mostraba risueña por los rayos que despedía el bronce.
El gran ruido que surgía de los pies de los guerreros se
alzaba hasta el cielo.
Aquiles, lleno de furia, portaba la armadura forjada por Esposa e hijo de Héctor ante el cadáver.
Hefesto. Púsose en las piernas las grebas ajustadas con
hebillas de plata; protegió su pecho con la coraza, colgó del hombro la espada de bronce guarnecida
con argénteos clavos, y se embrazó el grande y fuerte escudo, cuyo resplandor semejaba de lejos el
resplandor de la Luna.
Cubrió la cabeza con el fornido yelmo que brillaba como un astro y sobre él ondeaban las áureas y
espesas crines de caballo que Hefesto colocara en la cimera. Sacó de su estuche la poderosa lanza
que solo él podía manejar y alzándola y rugiendo como un león la agitó amenazante en el aire sobre
su cabeza. En tanto, los aurigas se aprestaban a uncir los caballos a los carros, sujetándolos con
hermosas correas de cuero brillante; empujaron los frenos entre las mandíbulas y tendieron las riendas
hacia atrás, atándolas a la fuerte caja de los carros.
El auriga Automedonte saltó al carro con el magnífico látigo y Aquiles, cuya armadura refulgía como
el mismo Sol, subió tras él y con horribles gritos jaleó a los corceles: ¡Janto (Xanthos) y Balio (dos
caballos), ilustres hijos de Podarga! Cuidad de traer salvo al campamento de los dánaos al que hoy
os guía; y no le dejéis muerto en la liza como a Patroclo". Janto, al que Hera dotó de voz, bajó la
cabeza, sus ondeantes crines se desplazaron hasta el suelo, pasando sobre la extremidad del yugo,
y respondió: "Aquiles, hoy te salvaremos, pero está cerca el día de tu muerte. Nosotros correríamos
como soplo del Céfiro, que es tenido como el viento más rápido. Pero tú, como Patroclo, estás
destinado a sucumbir a manos de un dios y de un mortal". Dichas estas palabras, las furias les cortaron
la voz y Aquiles, indignado, le contestó así: "Janto, ¿Por qué vaticinas mi muerte? Ya sé que mi destino
es perecer aquí, lejos de mi padre; mas, con todo eso, no he de descansar hasta que harte de combate
a los teucros". Esto dijo; y dando voces, dirigió los solípedos caballos hacia las primeras filas del
ejército.
Lavado y ungido el cadáver, se le cubrió con uno de los ricos mantos hallados entre los obsequios del
rescate, y el mismo Aquiles lo depositó sobre un lecho preparado el carro de Príamo. El héroe gimió
y se dirigió al túmulo de Patroclo: "¡Oh Patroclo! No te ensañes conmigo si en el Orco té enteras de
que he devuelto el cuerpo de Héctor a su padre; este ha sido el deseo de los dioses y han entregado
un rescate digno que consagraré en tu recuerdo, en la parte que te es debida.". Al llegar la noche,
volvió a la tienda e invitó a cenar a Príamo que, temeroso de la amenaza de Aquiles, había
permanecido allí.
Cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y beber, Príamo pidió autorización para retirarse y
descansar. Aquiles le preguntó: "antes de retirarte, dime con sinceridad cuanto tiempo necesitarás
para celebrar las honras fúnebres de tu hijo; durante ese tiempo permaneceré quieto y contendré al
ejército". Príamo le contestó: "ya sabes que vivimos encerrados en la ciudad y que tendremos que
traer la leña del Monte Ida, tarea en la que se necesitarán nueve días. Durante ese tiempo, lloraremos
en palacio a Héctor, el décimo día le sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre; el
undécimo día, erigiremos el túmulo sobre el cadáver y, el duodécimo, estaremos dispuestos al
combate, si fuese necesario". Dicho esto, todos se fueron a dormir y Aquiles se dirigió a la tienda de
Briseida, la de hermosas mejillas.
Mientras todos descansaban, Hermes planeaba como sacar el carro del campamento sin que lo
advirtieran los guardianes y pudieran alertar a Agamenón que, al no estar enterado de la decisión de
Aquiles, podía retrasar la partida e incluso retener a Príamo, como rehén, para pedir rescate a los
troyanos. Así que despertó al exhausto rey, unció los caballos al carro y los guió por el campamento.
Adormeció a los guardianes con la mágica vara y franquearon las empalizadas y el foso.
La aurora de azafranado velo se esparcía por toda la tierra, cuando llegaron a las murallas de Ilión.
Casandra, semejante a la dorada Afrodita, fue la que primero los divisó y, prorrumpiendo en sollozos,
vagó clamando por toda la ciudad. Toda la población se aprestó a recibir la fúnebre expedición con
muestras de inmenso dolor. Hécuba y Andrómaca, la viuda de Héctor, se echaron sobre el carro de
hermosas ruedas y tomando la cabeza del muerto, se arrancaban los cabellos mientras la turba las
rodeaba gimiendo. Y habrían estado a las puertas de la ciudad todo el día, si el anciano rey,
poniéndose en pie sobre el carro, no les hubiese pedido que se apartaran y le dejasen continuar hasta
el palacio. Una vez allí, Andrómaca comenzó el funeral lamento:
"¡Esposo mío! Saliste de la vida en plena juventud, y me dejas viuda. ¿Qué será de nosotros? Tu hijo,
es todavía infante y no creo que llegue a la juventud; antes será la ciudad destruida desde su cumbre.
Pronto nos llevarán en las naves aqueas y nos ocuparán en viles oficios, propios de cautivos. Algún
aqueo, en venganza por los suyos que tu mataste en combate, arrojará a tu hijo desde lo alto de alguna
torre, ¡muerte horrenda! ¡Oh Héctor! Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el
lecho, ni hacerme saludables advertencias, que habría recordado, de noche y de día, con lágrimas en
los ojos". Esto fue lo que dijo llorando, y las mujeres gimieron.
Después, Hécuba se dirigió al lecho y habló al hijo muerto: "¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón!
No puede dudarse de que en vida fueras querido por los dioses pues ahora yaces en palacio tan fresco
como si acabases de morir, a pesar del cruel trato que recibió tu cuerpo de manos del maligno Aquiles
tras darte horrible muerte, no contento con haber vendido, al otro lado del mar estéril, muchos de mis
otros hijos que, antes, logró capturar.
A continuación, Helena (la causante de la gran tragedia que estamos relatando por su fuga con Paris),
fue la tercera en dar principio al tercer lamento: "¡Héctor! el cuñado más querido de mi corazón. En los
veinte años transcurridos desde que me trajo Alejandro (Paris) y abandone mi patria y a mi esposo
Menelao, jamás he oído de tu boca una palabra ofensiva o grosera; si alguien me increpaba entre los
cuñados o sus esposas, tu contenías su enojo con tu afabilidad y suaves palabras. Con el corazón
afligido, lloro a la vez por ti y por mí, desgraciado. Que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea
benévolo, ni amigo, pues todos me detestan". Cuando concluyó, el anciano Príamo se dirigió al pueblo:
"ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los aqueos; pues
Aquiles me prometió no atacar hasta que llegue la duodécima aurora".
Por espacio de nueve días, los teucros acarrearon leña, desde el Monte Ida hasta Ilión, y cuando, por
décima vez, apuntó la aurora que, cada día, trae la luz a los mortales, sacaron el cadáver del audaz
Héctor, lo colocaron sobre la pira, prendieron fuego y el cuerpo fue abrasado por las voraces llamas.
Más tarde, con lágrimas corriéndoles por las mejillas, los hermanos y amigos sofocaron los rescoldos
con negro vino. Recogieron los blancos huesos calcinados y los colocaron en una urna de oro que
envolvieron con un leve velo de púrpura; depositaron la urna en un hoyo que cubrieron con grandes
piedras y, sobre él, erigieron el túmulo. Después volvieron al palacio de Príamo y celebraron el
espléndido banquete fúnebre. Así concluyeron las honras fúnebres de Héctor, domador de caballos.
Hasta aquí el relato en "La Ilíada".
En la "Etiópida" de Arctino de Mileto (700 a.C.), conocida por un resumen posterior, se describe el final
de la Guerra de Troya con el incendio de la ciudad y la muerte de Aquiles. Muerte anunciada una y
otra vez en la Ilíada. Poseidón y Apolo, indignados por el trato que el héroe dio a Héctor después de
matarlo, ayudaron a Paris a que acertara en disparar una flecha contra el vulnerable tobillo de Aquiles.
La flecha atravesó el tendón y Aquiles ¿murió? Tras lo cual se desencadenó un encarnizado combate
alrededor del cadáver, hasta que una tormenta, enviada por Zeus, permitió recatarlo.
Aquiles fue llorado durante dieciséis días por las nereidas y por las nueve musas, mientras entonaban
cantos fúnebres. El día decimoctavo, quemaron el cuerpo en la pira y sus cenizas fueron mezcladas
con las de Patroclo y enterradas en el cabo Sigeo, que domina el Helesponto. En el cercano poblado
de Aquileón construyeron un templo, en donde se erigió una estatua que le representaba llevando un
pendiente de mujer.
Fue el héroe preferido de los griegos y considerado como un semidiós, al que se rendía culto en toda
Grecia en las fiestas Aquileas de primavera, y sus hazañas fueron recogidas por muchos escritores.