El Color de Los Planetas
El Color de Los Planetas
El Color de Los Planetas
Recuerdo algunas historias muy claramente, aparecen en mi mente como si estuviese viendo imágenes
reflejadas en un espejo, otras se esfuman como niebla al intentar asirla, alcanzo al menos a vislumbrar
pequeñas sombras que dejan una vaga sensación como el de un sueño imposible de traer de nuevo a la
memoria.
Lo que puedo contar se teje entre las divagaciones de mis recuerdos, lo primero que asoma es una escena
en la escuela, mi falda de pliegues grises que, a la luz del sol parecía un acordeón, la estoy mirando
detenidamente y veo una enorme mancha de lodo. No me importa, en realidad sé que me regañarán por
ello, pero siento una sonrisa que recorre mi rostro al escuchar -Cristina, ven a jugar-. Me llaman. Esperan
por mí. Doy un salto rápido olvidando mi preocupación. Un recuerdo feliz, eso es lo primero que viene a
mi mente.
Antes de eso solo están rezagos, rostros a medias, pedazos de cuerpos, canciones que puedo cantar sin
saber porqué, paisajes lejanos irreconocibles ahora. Yo llorando en un rincón. Una paleta en mi vientre.
Saltando en una caja de arena. Gritando a todo pulmón. Podría continuar a la deriva por este océano
inconexo, pero prefiero adelantarme en lugar de seguir balbuceando acerca de información que no tiene
sentido.
Luego de ese incidente, en el patio de la escuela todo empieza a tornarse más claro, surgen miles de
memorias, sin ningún orden aparente, por lo que trataré hilvanarlas para volver comprensible mi relato,
tal vez no haga hincapié siempre en los momentos más importantes, por lo menos desde una típica
perspectiva, porque siempre he creído que los momentos vitales, esos que cambian todo el panorama,
son efímeros, momentáneos, esporádicos. Un pensamiento suelto que se transforma en una idea fuerte.
Una imagen que se vuelve visible a pesar de que hayamos recorrido ese lugar cientos de veces. Una risa
inocente que parecía no pretender nada. Cada uno de estos suele terminar por marcar la vida de los
individuos. A la final a pesar de que uno piense, tener el control de su vida, suele ser una alegre ilusión
que nos evade.
Me di cuenta de esto por primera vez al tener apenas 8 años, de una manera que sonará absurda para
muchos. Estaba muy emocionada por un proyecto escolar, mi madre me había ayudado con la maqueta
y pasamos un fin de semana entero construyendo un sistema solar en base de papel mache, plastilina, y
muchos colores. Siempre me gusto imaginar que los planetas tenían más colores que los que los que se
mostraban en las láminas, pensaba “¿cómo podían saber los dibujantes el color de los planetas?”, y a
pesar de saber que existían los telescopios nunca me creí que se podía saber un color con exactitud de
algo tan distante.
Podría ser porque siempre tuve una afición a que me leyeran historia o cuentos, cada vez que podía se lo
pedía a cualquiera que estuviera disponible, aunque muchas personas no eran indulgentes, mi familia por
lo general cedía a mis exigencias. Esto volvió mi infancia en un sinnúmero de viajes, desde mundos y
planetas distantes, hasta actos de caballería y reyes pasando por dragones, hadas y princesas. Con mi
cabeza explotando por todas las formas y colores distintos que podía imaginar era imposible contentarme
con esos pálidos y sobrios colores con los que contaban las láminas en las que tenia que basarme para mi
escultura, así es como la llamaba. La palabra maqueta suena a algo muerto, insípido, carente de alguna
chispa y eso jamás fue lo que quise hacer. Recuerdan lo que mencione antes acerca de esos momentos
que pasan desapercibidos y sin embargo son cruciales, este fue uno de ellos, dejé claro en mi vida que las
cosas aburridas y sin energía no tenían cabida en ella.
Al día siguiente estaba en camino a la escuela, con mi actitud prosuda como si hubiese realizado un
descubrimiento digno del nobel. Estaba expectante del momento triunfal donde expondría mi magnífica
creación. Cuando llegue al salón la maestra Andrea no estaba, en su lugar un maestro alto de tez oscura
vestido con un terno café como uno de los gánsteres que imaginaba en mis historias, sabía que lo había
visto antes en la escuela. Me miró con desdén cuando entre en el salón. Tomé mi asiento como de
costumbre, y pensé en mi hermosa obra, eso me tranquilizó.
El maestro, del cual no recuerdo el nombre y al que nunca más realmente vi, nos explico que la maestra
Andrea se ausento por problemas familiares, el sería el sustituto por esa semana, encargándose de todas
nuestras clases y tareas. Llegó entonces el momento esperado, y aquí recibí otra lección vital, las cosas
nunca terminan como uno espera que lo hagan. El maestro simplemente paso por cada lugar, viendo
apenas de reojo cada uno de nuestro trabajo, sin prestarle la más mínima importancia. No reconocimiento,
no gloria, no orgullo por la maravillosa escultura, ni siquiera una buena calificación, obviamente no se
había fijado en los colores psicodélicos de los planetas.
Luego de esto la escuela y el colegio transcurrieron como la vida normal de una niña y adolescente, con
ciertos problemas, discusiones, lloriqueos, alegrías, amistades que parecían durar toda una vida, el
encuentro con nuevas experiencias, pero mi carácter ya se había definido mucho tiempo atrás. La
universidad fue un momento prometedor, sentía como ese primer soplo de libertad, mis decisiones son
las que contarían de ahora en adelante. Poco a poco al principio y luego rápidamente me decepcioné de
esta, ahora absurda, idea. La libertad prometida fue reemplazada con otras formas de control. Las ideas,
la imaginación, las nuevas experiencias se hicieron monótonas y repetitivas en un abrir y cerrar de ojos.
Necesitaba otro tipo de estímulos. Al fin nunca sucedió y año tras año fui cursando sencillamente
obedeciendo las tareas y los discursos que emitían los docentes.
Todos se alegraron el momento de la graduación, sin embargo, no tenía un plan claro de hacia dónde
debía partir, trabajé un par de años en una escuela fiscal, a momentos contentándome con la dicha de
tener un trabajo y contribuir a la sociedad, repitiéndome constantemente que no cometería los errores
que mis maestros hicieron conmigo, aun así, nunca puede olvidar mis experiencias iniciales, ese fuego que
había crecido en mí en mis primeros años escolares nunca llegó a dejarme.
Un día, el cual no recuerdo ni la fecha exacta solo tengo ahora aproximaciones, me encontraba caminando
por los pasillos de la escuela, a pesar de ser un espacio lúgubre los alumnos solían estar bastante
contentos y con su imaginación solían inventar todo tipo de historias allí. Me recordaba a mis historias de
pequeña, a pesar de haberme convertido en una ávida lectora, las tenía siempre presentes en mi mente.
Pasaba muchos recreos escuchando sus conversaciones, acerca del capitán de una nave, del superhéroe
de moda, de los llantos por no ser el villano, de las princesas y las heroínas que iban tomando forma a
medida que los discursos de equidad de género y feministas avanzaban.
Tal como ha sucedido a lo largo de mi vida, una mañana escuchaba una conversación como tantas veces
hice antes, dos niños y una niña de alrededor de 7 años conversaban, no eran de mi salón por lo tanto no
tenia idea de sus nombres, sentados en el alféizar de una ventana al rincón del pasillo que daba paso a
una diáfana luz del sol que atravesaba no sé cuántos recovecos para llegar allí. Esto daba un aire onírico
a la escena, me senté expectante de lo que ocurriría a continuación en el sueño.
Entonces, se alejaron corriendo, esto bastó para despedazar toda la imagen que me había hecho en la
cabeza de cómo tenía que ser mi vida. Destruyó esa autocomplacencia que había venido cultivando todos
estos años. Se sintió caer como Dante en los círculos del infierno. Extraña coincidencia. En un abrir y cerrar
de ojos algo salto de su inconsciente. No tenía idea que podía ser. Esa banal y cotidiana conversación
despertó algo que hibernaba en ella.
En los días posteriores se hizo más evidente la presión. Lo dilaté lo más posible, sin embargo, terminé
sucumbiendo. No podía continuar viviendo así. Al mes de ese suceso presente mi carta de renuncia en la
escuela. Los niños me querían. Mis compañeros de trabajo no. La despedida fue algo melancólica. Una
pequeña reunión en mi nombre, unas notas de agradecimiento, unos abrazos falsos, un par de lágrimas
reales.
Estuve tan ensimismada en la huida que ahora tenia que pensar hacia donde quería ir. La primera idea
fue África, ese continente oscuro, ambiguo, del que uno solo veía documentales en la National Geographic,
donde el instinto parecía ser el dueño del individuo y sociedad. Pero así de rápido como apareció se
esfumó. Quién no había pensado en ir a África, como voluntario o trabajador social, alguna vez en su vida,
era como esos sueños trillados que te venden en los sitios web de las agencias de turismo; que incluso
ahora la misma propaganda lo trasladaba a las ONG o fundaciones de ayuda humanitaria. No, África no
era mi destino. Tal vez, pensaba demasiado lejos, en el mismo país que habitaba había enormes
desigualdades sociales, podría ser que lo buscaba estuviera más cerca de lo que creía. Una alerta se
disparó, esto sería quedarse en este mismo lugar autocomplaciéndome, diciéndome “estás haciendo un
buen trabajo, es lo mejor que uno puede hacer en un mundo como el nuestro”. No, definitivamente no.
Si había que planear una huida debía ser eso, una huida real, que me saque del confort en el que me
encontraba, que me exija cambiar, evolucionar, transformarme; no quería ser la misma persona a lo largo
de mi vida. Que aburrimiento ser la misma siempre. Si imagino tanto quiero ser al menos una parte de
esos personajes que tengo en mente.
Al final no puede decidir mi destino, que no era destino sino seguramente el comienzo de una nueva
andanza. Caos y azar. Lo impredecible de la vida. Como tenia mucho tiempo libre luego de renunciar
comencé a salir más con mis amigas. En una de estas veladas que no prometía mucho conocí a Aimée,
alta, de tez tersa como porcelana, ojos color miel, cabello rojizo abultado, con unas seductoras pecas
ámbar; estaba en el país acabando su investigación doctoral de la historia de las relaciones bilaterales
entre Francia y Ecuador, sentí automáticamente en ella un fuego parecido al mío. Indescriptible. Solo
podía notar en su mirada y su habla esa insaciable necesidad de forjar el destino a su conveniencia como
si de Hefestos se tratara.
Me interesó tanto que la baleé con preguntas, creo que no le caí muy bien porque nunca más volvimos a
conversar. Aun así, respondió pacientemente a todas mis inquietudes. Mis amigas que comentaron que
parecía una entrevista de trabajo y no una conversación casual. A mi me importó un bledo. Había
descubierto que es lo que quería. Un trabajo para poder viajar siempre y estar en constantes experiencias
nuevas. Nueva gente. Nuevos espacios. Nuevos problemas. Lo que sea que venga, pero nuevo.
Al cabo de un año terminé de estudiar francés mientras me mantenía con trabajos ocasionales de docente.
Conseguí una beca casi completa de posgrado en la European School of Political and Social Sciences, en la
que además me habían ofrecido un cargo a tiempo parcial como ayudante de cátedra para ayudar a los
alumnos que estaban aprendiendo español. Sin dudarlo partí.
La vida en Francia transformó radicalmente mi manera de ver el mundo, conocí gente nueva, probé
recetas que jamás había conocido, estuve en varios lugares que me encantaron. Pero la vida europea
también dejaba mucho que desear, es como esos anhelos y sueños que uno tiene solo que al momento
de cumplirse suelen dejar un mal sabor de boca porque nuestro imaginario despedaza la realidad. Europa
no fue el sueño que esperaba.
Escolarmente no tuve ninguna dificultad el programa presentaba todas las ayudas posibles, tutorías,
cátedras adicionales, grupos de estudio. Tres años transcurrieron en un suspiro. Fue el tiempo suficiente
para saber que quería continuar mi viaje. Esta vez la despedida fue aún más sencilla que la anterior, mi
plan estaba trazado y, a pesar de que había construido relaciones que podían ser duraderas, no quería
permitirme el estar estancada.
Por suerte. Azar y Caos o Caos y Azar como prefieran. Conseguí a través de Anatoly, un muy cercano amigo
ruso del programa de maestría, mi primer trabajo de relaciones internacionales. Como mi lenguaje nativo
era español tendría que viajar con una misión diplomática y explorar diferentes políticas educativas
implementadas en diversos países de América Latina. Pasé tiempo en Argentina, Chile, Colombia,
Nicaragua y México. Hice mi trabajo de manera prolija y diligente, tanto que luego de dos años que
concluyó el programa me recomendaron para viajar a Asia.
Tuve literal y metafóricamente un “Crash Course” de cultura e idioma. Esta vez pasaríamos más tiempo
en cada uno de los países analizando cómo sus políticas exteriores afectaban tanto a la población interna
como a sus socios. Sentí que la cultura oriental voló nuevamente mi imaginación. Es increíble cómo a
pesar de tener una misma estructura genética los cambios idiomáticos y culturales pueden crear seres tan
distintos; y a pesar de ello seguir teniendo problemas existenciales que apuntan hacia una misma
condición humana. La soledad, el amor, la amistad, la convivencia, las expectativas de vida, el pensarse a
una mismo. Todas estas estaban presentes. Varias veces de maneras inconcebibles entre ellas. Otras no
tan distantes.
Seguí trabajando así muchos años más, nunca quise establecerme en un lugar en particular, vivía
cambiando de domicilio. Me encantaban las mudanzas. A los 68 años decidí terminar con aquello.
Particularmente porque le había exigido a mi cuerpo todo es tiempo. Y muchas veces llevaba una vida de
excesos. Para que esta hecha la vida si no es para constantemente excedernos, el goce jamás se encuentra
en la sobriedad.
Me retiré a vivir en una pequeña ciudad de Tailandia llamada Chiang Rai, pocos turistas, poca actividad,
mucha naturaleza. Algo que nunca creí necesitar. Al fin estaba allí, era un espacio entretenido para
caminar, pensar y reflexionar sobre cuales serían mis siguientes pasos.
¡Ilusa de mí!
Pensando aún que podía controlar y tomar decisiones cuando había experimentado a lo largo de la vida
estas coincidencias que habían marcado mi camino.
Una tarde en la que llovía levemente mientras el sol brillaba opacamente. Me regocijaba con una cerveza
en mi pub favorito. Sonó entonces el timbre de mi handscreen con una tonada de una antigua serie que
ahora no la reconocía nadie. Conteste con cautela al ser un id desconocido. Apareció ante mí un pequeño
hombre calvo, aunque de apariencia joven, vestido al último grito de la moda y con una expresión de
emoción como el niño que se encuentra con algún héroe de acción.
- ¿Sí? -respondí
- ¡Oh que gusto! ¡Estoy tan contento de haberla podido contactar! -Me habló en perfecto español
Me presento, mi nombre es Andrés Gómez. Soy el director general de la editorial Planeta Social.
Luego de muchos trámites he podido localizarla. Iré directo al grano. Queremos que escriba sus
memorias para nosotros. Con tantos viajes, experiencias, situaciones; debe tener un sinfín de
historias que contar.
Me quede estupefacta, jamás se me pasó por la mente que alguien quisiera oír mis anécdotas. Siempre
viví para mí, mis experiencias eran mías, nunca pensé en compartirlas.
Mis dudas duraron apenas unos días y me decidí a escribir el libro. Me parece que esta fue mi última
experiencia genuina para contar. Me tomó alrededor de 5 años publicarlo. Entre cientos de historias,
anécdotas, discusiones, aclaraciones fue muy difícil elegir que decir y que no. Había cosas que quería
reservar para mí por más que fuesen importantes.
Al finalizar esta travesía me sentí vacía una vez más. ¿Qué haría ahora que las fuerza me abandonaban?
Sería posible seguir viajando. ¿Pero, a dónde? Conocía prácticamente todo el planeta. No cabía en mí que
esto fuera todo lo que existía, siempre sentí que debía haber algo más. No lo había encontrado. No sabía
que era ese algo más que quería, esa sazón que no tenía mi vida que me impulsaba a seguir adelante.
Ahora que lo pienso, si tuviera más tiempo o volviese a nacer, o, aunque sea que me revivan en un futuro.
Quisiera vivir en una época más desarrollada donde los viajes espaciales sean algo cotidiano. Y así regresar
a mis primeros sueños. A viajar más allá. Y ver con mis propios ojos otros mundos. Y descubrir si el color
de los planetas era el que yo imaginaba.