El Lazarillo de Tormes (Del Libro de F. Rico)
El Lazarillo de Tormes (Del Libro de F. Rico)
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LAZARILLO DE TORMES
PEDRO M. PINERO
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«LAZARILLO DE TORMES» 173
EL LAZARILLO Y LA SUPLANTACIÓN
DE LA REALIDAD
Nos consta que en el siglo xvi el grueso del público tendía a reducir
cualquier relato a uno de los extremos en la polaridad de la verdad y la
mentira. Los doctos se las entendían bastante bien con las ficciones trans-
parentemente fantásticas, pero no estaban seguros de cómo estimarlas si
contenían factores que pudieran pasar por verdaderos: el peligro de confu-
sión atentaba contra su concepción de la «poesía» (la «literatura», diríamos
hoy), la «historia» y hasta la moral cristiana. Pero el Lazarillo, falto de
cualquier contramarca literaria y sin fronteras perceptibles con la vida real,
era todo él, no ya un peligro, sino la confusión misma. Nadie se había
visto antes en el brete de interpretar como ficción una fábula con tales
vislumbres de realidad, tan sometida a los cánones del discurso cotidiano y
apegada al dominio de la experiencia más humilde: leer el Lazarillo era una
aventura enteramente nueva, y el propio texto, orientando en uno o en
otro sentido las presunciones del lector, había de proponer los términos de
acuerdo con los cuales ser descifrado.
LA SUPLANTACIÓN DE LA REALIDAD 177
LA ESTRUCTURA TERNARIA
DEL LAZARILLO DE TORMES
los que padecen persecuciones por justicia y declarar a voces sus delictos»
(VII, 128). Hay, por último, un eje semántico de simetría que va acumu-
lando carga desde la primera serie de tratados para volcarla en el punto de
logro del último oficio. Me refiero, precisamente, a asentar. Al margen del
enunciado de las rúbricas, asentando con uno y otro y otro amo, cambian-
do de oficio, Lázaro ha ido buscando, sin encontrarlo, un asentamiento
definitivo en la vida. Cuando reniega del trato con el alguacil, se queda
«pensando en qué modo de vivir haría mi asiento para tener descanso y
ganar algo para la vejez» (VII, 128). Se produce entonces la definitiva
iluminación divina, que le pone ante los ojos el oficio real, cuyo logro
supone ese soñado asentamiento seguro: «en el cual el día de hoy vivo y
resido...» (VII, 129). Lázaro no sólo goza de prosperidad económica, sino
que alcanza ésta sin amo, no depende más que de su buen trabajo.