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El Lazarillo de Tormes (Del Libro de F. Rico)

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6.

LAZARILLO DE TORMES
PEDRO M. PINERO

Se viene confirmando, en el transcurso de los últimos años, que el


Lazarillo es el libro más editado, más cuidadosamente anotado y más
copiosamente estudiado de la literatura española en este siglo. El corto
período que vamos a reseñar —desde 1979 hasta hoy— se inicia con la
publicación de las Actas del Primer Congreso Internacional sobre la Pica-
resca [1979], que incluye entre sus estudios un buen número de comunica-
ciones sobre la novelita anónima, y se cierra con el anticipo de algunos
trabajos presentados en la Academia Literaria Renacentista de Salamanca,
que en una de sus últimas reuniones (1987) ha estado dedicada al Lazarillo,
y el libro de F. Rico, Problemas del «Lazarillo» [1988 c], en el que este
profesor presenta nueve trabajos suyos bajo el mismo título con el que
apareció su estudio primero (1966) y que ahora encabeza la serie de los
aquí reunidos. Se recogen en él otros dos escritos anteriores a este período
que estamos estudiando, más seis trabajos recientes, algunos todavía por
aparecer en los volúmenes para los que han sido redactados. Entre estas
fechas se han celebrado varias reuniones científicas de hispanistas en las
que no ha faltado nunca quien hable de la novelita renacentista, y, por
otro lado, no se ha publicado homenaje de los muchos e importantes
dedicados en esta década a reconocidos maestros de la crítica e historia
literarias, que no incluyera algún estudio —o varios— de interés sobre el
Lazarillo.
Sin embargo, no contamos todavía, lamentablemente, con una biblio-
grafía exhaustiva, si bien en este campo se ha avanzado de modo conside-
rable: pueden consultarse con provecho, sobre todo, la de J. V. Ricapito
[1980], y las de J. L. Laurenti [1981, y en prensa] y J. Simón Díaz [1982],
a las que hay que añadir el apéndice bibliográfico que B. C. Morros [1987]
ha preparado para la última edición del Lazarillo de F. Rico [1987 a].
Han aparecido, como era de esperar, nuevas ediciones de la obra, de
las que hay que destacar la de J. Caso González [1982], que hace en su
«LAZARILLO DE TORMES» 159

introducción un planteamiento general de sus trabajos anteriores, defendien-


do todavía la existencia de un libro primero llamado Lázaro de Tormes,
génesis de nuestro Lazarillo y de su continuación antuerpiense de 1555.
Aunque modifica ligeramente su estema de (1967), según hizo en su trabajo
de (1972), esta edición minor, aligerada de aspectos eruditos y notas críti-
cas, viene a ser la misma. V. García de la Concha [1987] reemplaza en la
renovada colección Austral la edición prologada por G. Marañón (1940),
verdadera reliquia y testimonio de cómo un pensador liberal criticaba, por
aquellas fechas, la visión negativa de España que encontraba en el libro
anónimo. En su introducción, el profesor García de la Concha ofrece un
resumen de su estudio anterior [1981], del que más adelante nos vamos a
ocupar. Útil como guía de lectura para escolares es la edición de A. Rey
Hazas [19863].
Lugar aparte debe darse a la edición última de F. Rico [1987 a],
verdadera obra maestra de la crítica editorial actual. Anterior a ésta, F.
Rico [1980] había ofrecido una edición renovada de la ya lejana de (1967),
que había enriquecido en sucesivas entregas. La edición de [1987 a], defini-
tiva tanto por el estudio introductorio como por el texto presentado y las
anotaciones que la acompañan, marcará, sin discusión, un hito en la larga
aventura editorial del Lazarillo. La introducción, pieza fundamental de los
estudios lazarillescos, es el resultado de una meditada revisión de lo que
F. Rico había escrito anteriormente y otros críticos habían dicho. A sus
novedades interpretativas nos referiremos más adelante. Esta nueva edición
proporciona a los lectores de hoy unos elementos de juicio equiparables a
los del lector de mediados del xvi. A estos lectores actuales ofrece una
lectura literal de la obra lo más fiel posible a la letra del texto quinientista,
recobrando su dimensión histórica y reconstruyendo los datos que hagan
posible, de modo inequívoco, reconocer el significado literal que el tiempo
ha ido velando al lector de hoy. De las pocas reseñas aparecidas hasta
ahora, destacamos la de Aldo Ruffinatto [1987].
Los problemas ecdóticos, en su gran mayoría, han quedado ya resuel-
tos. La editio princeps del Lazarillo debió de aparecer a finales de 1552 o
al principio del año siguiente. Los textos de Alcalá (Salcedo) y de Amberes
(Martín Nució) proceden de una misma edición, hoy perdida, que se remon-
ta a su vez a otra anterior, probablemente la primera, de la que ha salido,
por línea directa, la de Burgos (Juan de Junta). De este modo, se concen-
tran estas primeras cinco o seis ediciones —las perdidas y las tres de 1554—
en el breve período de dos años: 1552-1554. Estas conclusiones quedan hoy
convincentemente afianzadas en los trabajos de F. Rico [1987 a y 1988 b],
que vienen a asegurar sus propias conclusiones de (1970) y las de A. Blecua
(1974), frente a las suposiciones recientes de A. Rumeau [1979], que preten-
de que las tres ediciones de 1554 procedan de modo directo de otros tantos
160 RENACIMIENTO

manuscritos diferentes, y las de J. Caso González (1967, 1972) y [1982],


que defiende dos impresiones antuerpienses anteriores.
Aclarado ya el stemma del Lazarillo, F. Rico delinea cómo fue la
editio princeps, que debe situarse, con toda seguridad, hacia 1552. Anali-
zando en [1988 a] los términos en que Lázaro convertía en medias las
blancas que le entregaba el ciego («ya iba de mi cambio aniquilada en la
mitad del justo precio»), pone de manifiesto cómo nuestro hombre estaba
al tanto de los elementos decisivos del tráfico comercial, de la circulación
de la moneda y, sobre todo, del lenguaje con que se trata en la época estas
cuestiones monetarias: los cambios puros e impuros, el cambio menudo, el
cambio por letras, el concepto del justo precio, etc., todo esto hace referen-
cia, de modo incuestionable, a prácticas y doctrinas que agitaban a los
españoles hacia 1552.
Con la misma agudeza crítica F. Rico [1988 b] ha ido precisando cómo
era la edición príncipe, hoy perdida, y cómo ya en esta primera impresión
se había modificado el texto que el anónimo autor dejó en la imprenta.
Así, la división en un Prólogo y siete tractados no se debe al escritor, como
tampoco los epígrafes de éstos, en los que, de modo mecánico, el editor ha
abierto una sección cada vez que aparece un nuevo amo. Del mismo modo,
las viñetas de la edición burgalesa (que exornan el libro a partir del tratado
tercero) son burdamente simplificadoras como los epígrafes, y no proceden
del autor, sino de la princeps. Esta primera edición debió de ser un octavo
(como Burgos y Alcalá) y no un dozavo (como Amberes); un octavo,
además, de seis pliegos, y en su cubierta figuraría un grabado con el
protagonista niño y uno de sus amos, y debajo el título a modo de lámpara
y la fecha, tal y como se encuentra en Burgos y Alcalá. El editor de la
princeps resaltó, de manera excesiva, el motivo del niflo criado de muchos
años al modo de Apuleyo, que estaba de moda en aquellos años. El título
se revela como un auténtico disparate, y ni el autor ni el propio Lázaro
hubieran cometido este desaguisado, cuando de lo que se trata es de la
historia de Lázaro adulto, pregonero y cornudo, y no de Lazarillo, el mozo
sin experiencia que comienza la andadura de su vida que luego contará.
Por otro lado, el profesor Rico ha puesto en relación La vida del bienaven-
turado Sant Amaro, y de los peligros que passó hasta llegar al Parayso
terrenal, que en su tercera edición salió de Burgos, de los tórculos de Juan
de Junta, en febrero de 1552, con la edición burgalesa del Lazarillo, llegan-
do a la conclusión, con razones muy convincentes, de que la princeps de
nuestro libro anónimo la imprimió también Juan de Junta en fecha poste-
rior, pero cercana, al Sant Amaro. Como el texto de Junta es el más
conservador y cercano al original, no es nada extraño, según conjetura el
propio Rico, que la edición burgalesa de 1554 fuera una fiel reimpresión de
la primera.
En una línea metodológica que parte del estudio ya lejano de F. C. Tarr
«LAZARILLO DE TORMES» 161

(1927), la crítica se ha afanado en explicar las líneas constructivas del


Lazarillo. A los trabajos de C. Guillen (1957) y [1988], R. S. Willis (1959),
F. Lázaro Carreter (1969 y 1972), [19832] y F. Rico (1966, 1970, 19732) se
sumaron otros hasta llegar al período que estamos analizando, en el que
cabe señalar las aportaciones de V. García de la Concha y M. Frenk
Alatorre.
V. García de la Concha, en el capítulo V de su libro de [1981], analiza
la estructura del relato del Lazarillo partiendo del trabajo de D. Puccini
(1970). Para el profesor de Salamanca la completa relación del caso se
articula al servicio del propósito de ostentación de Lázaro. Esta relación
que hace el pregonero se estructura, claramente, en la repetición de tres
módulos ternarios, por medio de la distribución funcional semántica de
amos y oficios.
También para M. Frenk Alatorre [1983] la fórmula ternaria preside la
organización del libro en sus escenas, episodios, personajes, etc. Ahondan-
do la estudiosa en la teoría del profesor Lázaro Carreter (1969) de que «en
la construcción narrativa del Lazarillo de Tormes intervino un principio
general de la narrativa folclórica: la ley del número tres», lo mismo que en
la línea de D. Puccini (1970), que había encontrado en el libro tres grandes
bloques (infancia, adolescencia y juventud, a los que corresponden el des-
cubrimiento, la conquista y la integración en la sociedad, respectivamente),
la ley del tres muestra su vigencia en la construcción de la obra en sus
episodios e incidentes, en la distribución de sus personajes y en la manera
en que se desarrollan ciertos segmentos. Es probable, según la autora, que
esta ley del tres estructuradora del Lazarillo no se deba a raíces folclóricas,
sino más bien a fenómenos generales. De cualquier forma, lo interesante es
constatar «cómo en el Lazarillo un principio formal puede condicionar,
consciente o inconscientemente, la disposición de la materia narrativa, cómo
un molde llega a conformar, incluso en una obra tan original, la imagina-
ción creadora del autor».
En trabajos anteriores la misma Frenk Alatorre hacía, primero (1975),
un fino estudio del tratado primero, analizando su técnica narrativa en la
que el yo-narrador aparece y desaparece con arreglo al tempo del relato, y
estas intermitencias estructuran el tratado funcionando como transiciones
entre las distintas escenas, alternando el relato iterativo con el escénico.
Años después, Frenk Alatorre [1980] apreciaba en el Prólogo tres niveles
sucesivos de la presencia de Lázaro: autor, narrador y personaje, niveles
que se distinguen también a lo largo de toda la obra. La presencia del
novelista es, según esta estudiosa, más evidente en las líneas prológales.
Desde que F. Rico (1966) identificó el caso con el ignominioso ménage
a trois del tratado séptimo y que la obra era, en realidad, la respuesta a
Vuestra Merced, que pedía explicaciones sobre el asunto, la crítica ha
venido aceptando como válida ésta interpretación del Lazarillo, que fue
162 RENACIMIENTO

desarrollada en algunos aspectos por F. Lázaro Carreter (1972) y afianzada


a lo largo de estos últimos años por otras aportaciones de menor entidad.
G. Sobejano [1975], desde la lógica interna del relato, hizo algunas suge-
rencias y propuso algunas reservas a la teoría de Rico, que ha seguido y
desarrollado V. García de la Concha [1981], quien ofrece una lectura dis-
tinta del asunto: para él la situación matrimonial de Lázaro es irrelevante
en la época y en la tópica de los textos literarios y folclóricos, y no parece
que existan razones suficientes para que Vuestra Merced se interese por tal
caso, tan cotidiano y habitual, de modo que, desde su punto de vista, el
caso del tratado séptimo no parece ser el caso fundamental propuesto en el
Prólogo como objeto de explicación y noticia: Lázaro lo que se propone es
contar su vida desde la cumbre de su fortuna, y para ganar fama vocea
ostentosamente su vida y los avatares que ha ido superando para llegar
adonde está, y así satisface la curiosidad de Vuestra Merced, que le pide,
eso sí, amplia noticia de su persona, lo que él hace con plena satisfacción,
para mostrarse y exhibirse entre sus contemporáneos como homo novus.
De este modo, quien presume de ser el mejor pregonero de Toledo es
también pregonero de su propia vida, con lo que pretende sacar el máximo
partido. En esta idea de Lázaro como pregonero de su propia vileza y
deshonra y biógrafo de sí mismo ha profundizado A. Vilanova [1986]
perfilando con detalle la figura del pregonero y sus funciones en la socie-
dad de la época.
A Sobejano y a García de la Concha contesta F. Rico [1983 y 1987 a],
que señala, una vez más, que el caso del Prólogo no se refiere a la trayec-
toria completa del protagonista, pues de ser así no tendría sentido la deci-
sión de Lázaro de comenzar «no... por el medio, sino del principio» ya
que, en tal hipótesis, lo que le habría encargado Vuestra Merced hubiera
sido que empezara precisamente por «el principio». Lo que le interesa a
Vuestra Merced no es la vida completa del pregonero, sino qué se habla de*
su extraña situación marital, esto es: el caso.
Por su parte, E. H. Friedman [1981] tiene también sus dudas sobre que
el caso del Prólogo sea el del último tratado, o al menos no encuentra la
razón para que el amigo del Arcipreste se interese por un asunto ya pasa-
do. De cualquier forma, para Friedman la respuesta que Lázaro da a la
curiosidad de Vuestra Merced es del todo incompleta e insatisfactoria.
S. B. Vranich [1979] hace un estudio semántico del término caso, latinismo
que encuentra en el exordio de la Eneida; como en el poema virgiliario, en
nuestra novelita significa: desventuras, fortunas, peligros, adversidades, y
esta riqueza semántica del vocablo presta pleno apoyo a la idea de que el
Lazarillo es la defensa de la desgracia de Lázaro, defensa que tiene una
extraordinaria unidad estructural, sobre todo desde el punto de vista jurí-
dico, lo que lleva a Vranich a pensar que el autor fuera un hombre de
derecho. Desde la narratología y la teoría de la recepción, A. Rey [1979] y
«LAZARILLO DE TORMES» 163

D. Villanueva [1985] han llegado a conclusiones parecidas a las del profe-


sor Rico (1970) sobre el relativismo epistemológico de nuestro libro.
De todas formas, la crítica hoy es unánime —con las excepciones
señaladas— en que el pregonero redacta su autobiografía con la intención
de hacer una apología pro vita sua, para defenderse de la infamia que
hacen correr los rumores sobre el caso ignominioso, según escribe Rico
(1976), y para ello Lázaro escoge el disfraz de la carta, como habían
adelantado, por un lado C. Guillen (1957) y [1988], que había observado
que el Lazarillo era, en primer lugar, una epístola hablada, dirigida en un
acto de obediencia a Vuestra Merced, y, por otro lado, el propio Rico
(1970), que había individualizado los elementos formales que configuran la
obra, en buena medida, como una carta. A partir de estos trabajos funda-
mentales, F. Lázaro Carreter (1966, 1972) y [19832] ha señalado que el
modelo más cercano del autobiografismo del Lazarillo es un tipo de carta-
coloquio, frecuente en el siglo xvi, de tono desenfadado y estilo jugoso,
entre chocarrero y grave, como las epístolas del doctor Francisco López de
Villalobos. En esta línea, los trabajos recientes de F. Rico [1983 y 1987 a]
han venido a precisar este disfraz epistolar. Para empezar, hay que indicar
que el molde epistolar y el desarrollo autobiográfico habían ido juntos
desde la Antigüedad clásica, y que Vuestra Merced no podía reclamar una
carta del tipo corriente y moliente, sobre todo en unos años en que tanto
éxito estaban teniendo las cartas mensajeras {carte messagiere o lettere
volgari), primero en Itaüa y luego —a mediados del xvi— en España. El
Lazarillo nace, sin duda, como una carta mensajera que ha rechazado el
modo homérico-ciceroniano, para acogerse al de Quintiliano, de modo que
«a la pregunta sobre un episodio bien determinado en tiempo, lugar, pro-
tagonistas, contesta dibujando previamente una selección de estampas au-
tobiográficas que contribuyen —al sesgo— a esclarecer su intervención en
tal episodio. Vale decir: el caso es la narratio propiamente dicha, y las
estampas autobiográficas constituyen el initium narrationis, un largo ini-
tium a persona amparado por el modelo de Platón (la Carta 7.a) —en
primer término— y por una ilustre tradición epistolar» ([1983, en 1988 c],
p. 81). F. Rico identifica la carta de Lázaro, además, como carta iocosa de
se, al tiempo que como expurgativa, y como resulta que es hacia 1550
cuando las colecciones epistolares han llegado a su punto más alto de
difusión, puede entenderse mejor —y este es un dato más en apoyo de la
fecha de redacción propuesta por el mismo profesor— que la princeps de
nuestra obra debió de aparecer en 1552 o 1553, en pleno auge de las lettere
volgari en España.
También V. García de la Concha [1981, cap. III] abunda en datos
sobre el desarrollo e incremento del género epistolar durante las últimas
décadas de la primera mitad del Quinientos, con la difusión de manuales
de epístolas y la práctica frecuente de este género literario, hechos coinci-
164 RENACIMIENTO

dentes con la época en que se debió de redactar el Lazarillo. En cuanto al


destinatario de la carta de Lázaro, R. Archer [1985] cree que es el propio
Arcipreste y no «Vuestra Merced».
También en estos últimos años los estudiosos han aclarado y precisado
las deudas de nuestra obra con el Asinus aureus de Apuleyo y las obras de
Luciano. J. V. Ricapito [1978-1979], G. E. Hernández Stevens [1983] y, de
modo especial, A. Vilanova [1979 y 1983 b] han ido descubriendo y anali-
zando préstamos concretos del Asno de Apuleyo en el Lazarillo, poniendo
de relieve precisas concordancias semánticas y literales entre ambas obras,
en la línea de trabajos anteriores. Aceptadas estas deudas y concordancias,
F. Rico [1987 a] indica que es en la estructura del relato y en la índole del
protagonista donde está el quid de la cuestión. El Asno de oro había
consagrado el modelo de relato autobiográfico de un desafortunado al
servicio de varios amos, dispuesto en una serie de episodios y dentro de un
cuadro social en el que desfilan tipos y se describen ambientes costumbris-
tas. Junto a este modelo clásico, las obras de Luciano facilitaron el de la
sátira social y antiescolástica, asegurando la moda del relato autobiográfi-
co de un ser socialmente insignificante cuya vida transcurre en medio de la
vulgaridad más sórdida y se cuenta con un estilo cotidiano y aceradamente
crítico. Las huellas de Apuleyo se mezclaron fácilmente con las del satírico
de Samosata entre los escritores de vanguardia de los años que corren de
1536 a 1551, en los que resurgieron ambos clásicos al difundirse con profu-
sión sus obras en castellano y en latín. Dentro de las probables influencias
clásicas en el Lazarillo, F. Rodríguez Adrados [1979] llama la atención de
los estudiosos para que se tengan en cuenta los paralelos y concordancias
que él halla entre el libro español y la Vida de Esopo, obra bien conocida
en latín y en romance por las fechas en que debió de escribirse el Lazarillo.
A diferencia de lo que ha ocurrido en épocas inmediatamente anterio-
res, y nos referimos, de modo particular, a los estudios de M. J. Asensio
(1959), F. Márquez Villanueva (1968), y las opiniones contrarias de M. Ba-
taillon (1958), V. García de la Concha (1972) o E. Asensio (1967), la crítica
más reciente se ha ocupado poco de los aspectos religiosos del libro. A
ellos ha vuelto T. Hanrahan [1983], que ve en algunos pasajes de la obra
ecos de la doctrina reformista de Lutero, al tiempo que mantiene que la
crítica de la doctrina, aspectos y formas religiosas, que en sus páginas
abunda, deben analizarse desde presupuestos teológicos.
Para la influencia de Erasmo en nuestra novelita no siempre hay que
indagar en los aspectos religiosos, según A. Vilanova [1981], que en un
estudio pormenorizado pone de manifiesto cómo la vida de Lázaro, siguien-
do los planteamientos del humanista holandés sobre la educación de la
infancia, es un ejemplo evidente de educación corruptora. La vida del
pregonero pretende, así, mostrar los efectos funestos de un aprendizaje
pernicioso, y este propósito es el que «ha determinado inicialmente la
«LAZARILLO DE TORMES» 165

elección de materiales folclóricos preexistentes sobre el mozo y el ciego


para ilustrar la tesis pedagógica y moralizadora del autor». Aun aceptando
la importancia del determinismo hereditario, lo concluyente de la vida y
ascención de Lázaro es su educación depravada a partir, fundamentalmen-
te, del ejemplo de los padres y las enseñanzas que recibe del ciego. Además,
los sucesivos amos forman un rosario negativo de enseñanza corruptora.
El mismo A. Vilanova [1983 a] descubre en otro trabajo paralelos
evidentes entre la figura del escudero toledano y la doctrina erasmiana
sobre la nobleza palaciega y cortesana de la época. En el Enquiridion, el
Elogio de la locura, los Coloquios familiares —de modo especial el de
Ementita nobilitas— y los Adagios encuentra este estudioso textos abundan-
tes que confirman que la aparición en el tratado tercero del escudero,
exponente del hidalgo venido a menos, está muy condicionada por las ideas
de Erasmo. La severa valoración moral que se desprende de su conducta
procede, en gran medida, de la sátira hiriente contra el orgullo genealógi-
co, el vano formulismo de los títulos y tratamientos, el culto hipertrófico
de las ceremonias externas y formas exageradas de cortesía que, en opinión
del humanista holandés, caracterizan a la nobleza cortesana de aquellos
años. A. Vilanova, en estos trabajos, ha ahondado en la investigación de
R. W. Truman (1969 y 1975) sobre la tradición del homo novus y su reflejo
paródico en el Lazarillo.
En otro orden de cosas, H. G. Jones [1979] ha creído ver en la obra el
reflejo de las vidas de santos, que, según su conjetura, el autor podría estar
parodiando. Jones muestra algunos hitos y momentos de la vida de Lázaro
que bien podrían suponer otros tantos pasos obligados en las narraciones
hagiográficas. Aparte de estas hipótesis, lo que este estudioso ha querido
resaltar es que el título postizo de nuestra novelita (se centra sólo en el uso
de vida) ha podido ser modelado a partir de las numerosas Vidas de santos
(cf. lo dicho más arriba sobre la edición burgalesa de La vida del bienaven-
turado Sant Amaro y la princeps del Lazarillo).
Los críticos siguen analizando la progresiva degradación moral de Lá-
zaro en convivencia con sus distintos amos, hasta llegar a ser el cínico
pregonero del último tratado, según ve B. W. Wardropper [1981], que
vuelve a insistir en lo que ya había escrito antes en (1961). Pero Lázaro no
es responsable del todo de su proceso corruptor, según lo entiende A. Vila-
nova [1981], que considera su conducta consecuencia de la herencia recibi-
da de sus progenitores, según hemos visto más arriba. No son las conside-
raciones de orden moral las que inquietan a Lázaro pregonero, sino más
bien el rechazo social de sus conciudadanos, según entiende M. J. Woods
[1979], que no lo tiene por el hipócrita que cínicamente pasea su deshonra,
sino más bien por el sincero defensor de su mujer. A las mismas conclusio-
nes, aunque por otros caminos, ha llegado C. I. Nepaulsingh [1979-1980],
que ve en la carta de Lázaro una confesión autocondenatoria para salvarse.

12. — LÓPEZ ESTRADA, SUP.


166 RENACIMIENTO

Para R. Wright [1984], lo que importa es que Lázaro ha logrado superar su


miseria inicial hasta conseguir una aceptable situación social en Toledo.
Algunos estudiosos han seguido buscando apoyos para mantener la
tesis de que en la novelita anónima se halla reflejada la realidad social de
la época, o al menos varios aspectos de la vida de mediados del Quinientos.
J. A. Parr [1979] piensa que el Lazarillo es básicamente una sátira cuyo
objeto primordial es la desafortunada política de Carlos V, contraria a los
intereses españoles, sátira que está por encima del anticlericalismo de la
obra, demasiado llamativo. En las páginas del libro —que está muy lejos
todavía, según Parr, de ser novela— se puede descubrir el caos interior del
protagonista y de sus contemporáneos, que soportan de mala manera la
política imperialista de Carlos V, provocadora de una sociedad de valores
invertidos. Así, los problemas económicos de la época surgen, en gran
medida, de los tremendos gastos que requería esta desacertada política.
Otros críticos se ocupan de algunos aspectos de la mendicidad, como
habían hecho M. Morreale (1954) y A. Redondo (1979 b). J. Herrero
[1979], en línea con conjeturas anteriores, como las de F. Márquez Villa-
nueva (1968), vuelve a indicar que la aparición de la novela picaresca está
en estrecha relación con las numerosas controversias sociales que se regis-
traron en el xvi sobre la reforma de la beneficencia. En ese sentido se
expresaba J. A. Maravall [1981 y 1986, pp. 21-85] no sólo para el Lazari-
llo, sino para toda la picaresca posterior del siglo xvii. El llorado profesor
Maravall nos ha dejado en su última obra un panorama fundamental del
género en el que se estudia cómo la picaresca es reflejo fiel —y abundan-
te— de señalados aspectos y problemas sociales de la época áurea.
F. Sánchez-Blanco [1981], por su parte, piensa que el tratado tercero
responde a los intereses de la nobleza y que el Lazarillo está redactado bajo
el punto de vista de esta privilegiada clase social.
M. J. Woods [1979] ha destacado el valor documental de las pragmáti-
cas del xvi y otros testimonios en los que se manifiesta que los amanceba-
mientos de mujeres casadas con clérigos era algo demasiado frecuente por
aquellos años. Para este estudioso, a la vista de la general permisividad con
que se veían estos hechos, el Arcipreste de San Salvador no ganaba nada
con casar a su criada con Lázaro. Sobre este asunto insiste V. García de la
Concha [1981, cap. II], según hemos visto, que se manifiesta en desacuer-
do en esto último con Woods. En su trabajo ofrece también Woods datos
sobre el nivel social en que se situaban los oficios de aguador y pregonero
que nuestro protagonista llegó a conseguir. Ya hemos dicho que A. Vilano-
va [1986], analizando el tratado séptimo, vuelve a referirse por extenso al
oficio de pregonero. Sobre el de aguador se detiene. G. A. Shipley [1986],
al tiempo que estudia las relaciones de Lázaro con el capellán de la iglesia
mayor de Toledo. E. Martínez Mata [1984-1985], frente a la interpretación
de M. Bataillon (1958) que rebajaba el tono realista del Lazarillo basando-
«LAZARILLO DE TORMES» 167

se en que el autor componía su obra elaborando abundante materia folcló-


rica, sostiene diversos aspectos realistas del libro.
Frente a la lectura literal y realista que algunos críticos, en especial
F. Rico, vienen dando a la obra anónima no han faltado en los últimos
tiempos quienes hayan buscado claves simbólicas para la interpretación de
determinados pasajes y episodios, así como para algunos de los oficios que
llegó a ejercer Lázaro. En esto hace hincapié J. A. Madrigal [1979], para
quien es fundamental el nivel simbólico a la hora de percibir el sentido del
libro. A. Michalski [1979] encuentra que los alimentos nombrados en la
obra son básicos y se reducen, de modo preferente, a tres: pan, vino y
carne. Cada uno de ellos simboliza, a su manera, la relación del hombre
con el mundo que le rodea. Indagando en las tradiciones cristiana, judía y
otras, busca significados simbólicos que llenen de valor el libro más allá del
sentido literal: «pan, vino, carne vienen a ser palabras clave, piedras angu-
lares en la estructura total de la obra». Es probable, conjetura, que el
autor incógnito sea un eclesiástico a la vista de la ingeniosa manera —muy
teológica dentro de sutiles ironías— con que maneja los símbolos de estos
alimentos. Por los mismos caminos, pero llegando más lejos, va M. Ferrer-
Chivite [1983], que ofrece una lectura simbólico-erótica del tratado cuarto,
en el que Lázaro, de la mano del mercedario, sodomita y mujeriego, se
inicia sexualmente en el doble sentido de íncubo y súcubo. Así entra nues-
tro mozo en la sociedad pervertida de su época. Del mismo modo la
interpretación del último tratado tiene su carga sexual; entre Lázaro y el
Arcipreste hubo, según esta lectura, sus más y sus menos de sodomía: no
fue un ménage a trois sin más. Sugiere, al final, que el autor bien pudo ser
un converso.
Por su parte, G. A. Shipley [1982] ve también connotaciones eróticas
en la figura del maestro de pintar panderos y en el quehacer de nuestro
mozo. Este maestro no es ni más ni menos que un alcahuete. En la misma
línea, M. Molho [1985], que hace suya la interpretación anterior, destaca el
valor del tratado sexto para entender toda la obra, de modo que llega a ser
su eje ideológico-narrativo. A la interpretación cazurra del maestro de
pintar panderos añade la suya del capellán de la catedral toledana, que más
que un clérigo es el socio capitalista de la Toledana de Aguas, de la que el
único socio laboral es Lázaro. Este capellán viene a ser, en su lectura
simbólica, uno de los mercaderes que Jesús echó del templo. El análisis de
los términos del contrato de esta sociedad laboral lleva al profesor francés
a ver en el clérigo a un criptojudío y en el autor —y esta es una hipótesis
cautelosa— a un converso. Más recientemente, M. Molho [1987], que con-
sidera a Lazarillo como un «necio-astuto» o «tontilisto», vuelve a tratar el
tema de la instauración del trabajo en la vida de Lázaro y cómo esto
supone un cambio significativo en su vida y personalidad, por lo que el
168 RENACIMIENTO

tratado sexto, que es donde se produce, se presenta como la etapa impres-


cindible en su camino a la desalienación.
No queda aquí la cosa. B. Brancaforte [1982], ahondando en el incons-
ciente de nuestro mozo, por caminos de símbolos —unos más obvios, otros
menos— le diagnostica, en la línea interpretativa del psicoanálisis de Freud,
un complejo de Edipo que, claro es, condiciona su andadura vital. Lázaro
supera sus obsesiones infantiles a partir de los tratados IV, V, VI —lo que
explicaría, de paso, la diferencia de estructura con los tres primeros— y se
reconcilia con los fantasmas del padre y de la madre, hasta llegar a la
conclusión de que la única vía es la del pacto, «pacto social que incluye el
pacto consigo mismo, con el reconocimiento de su ambigüedad sexual» con
el que sella el pacto con su inconsciente.
Desde que M. Bataillon (1958 y 1968) pusiera de relieve la dimensión
folclórica del libro y lanzara la hipótesis, por demás atractiva, de que
Lazarillo hubiera podido ser un personaje tradicional español anterior a la
novelita, y luego de que F. Lázaro (1972), con nuevos datos al respecto,
llegara a la conclusión de que el Lazarillo, emergiendo de un conjunto de
narraciones tradicionales que, desde luego, condicionan su estructura, logre
superar los moldes folclóricos en busca de una arquitectura nueva, los
críticos han venido identificando otros motivos tradicionales e intentando
mostrar en qué medida la configuración de la obra depende de la trama de
estos motivos.
Son los estudiosos franceses quienes más aportaciones —y más perspi-
caces— han hecho en este campo. M. Chevalier [1979], maestro en este
dominio, reducía la importancia del folclore en el transfondo de la génesis
del Lazarillo, al tiempo que analizaba la originalidad del autor anónimo al
incorporar el cuento tradicional a un conjunto mucho más amplio: la
autobiografía de Lázaro. El examen de cuatro narraciones folclóricas apro-
vechadas en los tratados I y III confirmaba, para Chevalier, que el anóni-
mo autor las utilizó a su conveniencia y con la más entera libertad, cada
vez que quería destacar un acontecimiento decisivo en la vida de Lázaro. El
mismo Chevalier [1985] ha analizado la procedencia folclórica de la mujer
de Lázaro, que no es otra que la conocida manceba del abad, muy docu-
mentada en obras tradicionales de la época áurea.
Por su parte, A. Redondo [1983], señalando que el molino, tan ligado
a las civilizaciones agrarias, es lugar de iniciación y ocupa un buen espacio
en la literatura tradicional, se detiene en algunos motivos del Lazarillo
relacionados con el molino, su mundo y sus personajes. En un trabajo
reciente, el mismo A. Redondo [1987] muestra con más detalles el entrama-
do de motivos folclóricos que son los tres primeros tratados del libro. En
su estudio ha ampliado el número de estos motivos y ha puesto de mani-
fiesto que el mundo en el que Lázaro nace y se mueve en los primeros años
«LAZARILLO DE TORMES» 169

es un mundo demoníaco, al tiempo que ve en el libro un sistema de corres-


pondencias y simetrías estructurales de base folclórica.
A todo esto, F. Rico [1983], que indica que el matrimonio de Lázaro
con una mujer que «había parido tres veces» quizá anduvo prefigurado en
proverbios, deja bien claro (también en [1987 a]) que el autor no sigue las
huellas del folclore ni de la novella. Disintiendo de M. Bataillon en el
sentido de que nuestro Lázaro estuviera prefigurado desde antiguo como
personaje tradicional, avisa del peligro que se corre al no extremar la
cautela a la hora de repasar los materiales aprovechados por el autor,
porque muchos de ellos, considerados como folclóricos, no lo son, sino
que proceden de otras fuentes literarias, concluyendo que «el Lazarillo no
muestra ninguna dependencia significativa ni del folclore ni de la literatura
jocosa de raigambre medieval» [1987 a, p. 122*].
«El Lazarillo estaba avocado al anonimato», escribe F. Rico [1987 a],
que hace una exposición pormenorizada de la cuestión de la autoría en su
edición última. Las apariencias de verdad de la autobiografía del pregonero
toledano exigían justamente el silencio del autor, por eso el Lazarillo, que
nació apócrifo, sigue en su impenetrable anonimato. De todas formas, en
estos años no han faltado las conjeturas, en el afán de precisar la identidad
del autor. Así, J. Sánchez Romeralo [1980] da cuenta de la existencia de un
Lope de Rueda pregonero en Toledo por aquellos años, y C. Guillen
[1988], que en un sugerente trabajo denuncia silencios significativos en la
obra, relaciona una vez más el Lazarillo con los frailes Jerónimos, y la
vieja hipótesis de la autoría de fray Juan de Ortega, presentada por Batai-
llon (1968), le parece la mejor de las antiguas. A. Gómez-Moriana [1982],
que ve en la obra una confesión general de Lázaro «más o menos espontá-
nea, hecha oralmente o presentada por escrito al tribunal inquisitorial como
respuesta a sus 'moniciones'», vuelve a pensar en la probable ascendencia
judaica del autor desconocido. Tal y como están las cosas, nos parece que,
hoy por hoy, lo más sensato es seguir aceptando que las muchas atribucio-
nes que se han barajado continúan siendo muy débiles y progresivamente
inverosímiles, como concluye F. Rico [1979-1980 y 1988 c] en una nota en
la que da cuenta de la atribución de la obra a «seis mozos, sin más ni más,
que lo escribieron en dos días».
Para cerrar esta reseña de los últimos años, hay que advertir que
también las continuaciones del Lazarillo, tanto la anónima de Amberes
(1555) como la de Juan de Luna (París, 1620), están recibiendo mayor
atención por parte de los críticos, y de modo especial por P. M. Pinero
[1988], que ha editado ambos textos con un largo estudio introductorio.
170 RENACIMIENTO

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FRANCISCO RICO

EL LAZARILLO Y LA SUPLANTACIÓN
DE LA REALIDAD

A los más tempranos lectores del Lazarillo, allá por 1552 o


acaso 1553, no podía pasárseles por la cabeza que el pequeño volu-
men que empezaban a hojear fuera una obra de ficción, como
efectivamente lo era, y no, como parecía, una historia veraz y ver-
dadera. Un dato primordial nos lo asegura: que, lisa y llanamente,
aún no existían obras de ficción con los rasgos del Lazarillo. A
primera y aun a segunda vista, nada en el libro llevaba a pensar en
los temas y en los modos distintivos de la literatura de imaginación
en los días de Carlos V; la literatura de imaginación desconocía los
temas y los modos propios del Lazarillo.
[Aprovechando la imprevisibilidad de las ficciones al uso (la
parentela de Amadís, las cárceles de amor, las metamorfosis invero-
símiles, los peregrinos y los pastores), el desconocido autor se pro-
puso presentar la novela como si se tratara de la obra auténtica de
un auténtico Lázaro de Tormes, como si fuera la carta real —en
unos años de extremado interés por el género epistolar— de un
pregonero de carne y hueso. No pretendía ser simplemente un rela-
to verosímil, sino verdadero; no realista: real. El autor, en definiti-
va, quería engañar a los lectores, hacerles víctimas de una superche-
ría; una superchería con matices, una superchería irónica y para
bien, pero superchería al cabo. No es exacto, en consecuencia,] que

Francisco Rico, Lázaro de Tormes y el lugar de la novela. Discurso..., Real


Academia Española, Madrid, 1987; recogido en Problemas del «Lazarillo», Cátedra,
Madrid, 1988, pp. 153-180 (153, 157, 163, 166, 169, 176-178, 180).
LA SUPLANTACIÓN DE LA REALIDAD 175
la obra sea «anónima», en el sentido de que se publicara sin el
nombre del autor. El nombre sí se lee desde las primeras páginas, y
con todas las sílabas: «Lázaro de Tormes». Tenemos la convicción
de que el relato no fue compuesto por nadie que respondiera por
Lázaro de Tormes. Mas que la atribución sea falsa no quita que ahí
esté. El Lazarillo, pues, no es una obra anónima, sino apócrifa,
falsamente atribuida.
[La superchería, en efecto, tenía un límite. A poco de iniciado
el relato propiamente dicho, el protagonista hacía una revelación
—la única, hasta el desenlace— que obligaba a poner gravemente
en tela de juicio la condición, verdadera o falsa, del libro: Lázaro
descubría que su madre había estado amancebada con un esclavo
morisco, el negro Zaide. Pero, ¿qué español de hacia 1553 no
procuraría esconder una infamia semejante? La confesión era tan
dura, tan humillante, que por fuerza había de hacer dudar que la
carta de Lázaro fuese efectivamente auténtica. Esa duda, inevitable,
no podía tener aún una respuesta tajante, porque la narración esta-
ba recién empezada y en cualquier momento podía aportar la expli-
cación que reclamaba una declaración tan insólita. Pero, como
fuera, el lector tenía que quedar receloso: ¿no habría allí gato
encerrado, sería todo una patraña? No otra cosa quería el novelista.]
En adelante, tras el golpe de efecto inicial, y hasta llegar al
«caso» que ata todos los cabos, Lázaro no vuelve a contar nada
que no se deba excusar como travesura de chiquillo, nada que
permita tildar de inverosímil que el propio héroe lo refiera. En
adelante, pues, sólo un rasgo podía delatar la superchería, y sólo a
los más sagaces: la estupenda ensambladura jocosa de los materia-
les, que haría pensar en una construcción literaria antes que en el
fiel trasunto de una vida. Pero desde luego que no era por ahí por
donde el autor corría el riesgo de que se le malograran los planes,
[porque] la carta de Lázaro imponía una inicial presunción de his-
toricidad, forzaba al poco a dudar de ella y continuaba luego con
irrebatibles apariencias de autenticidad.
[En los últimos párrafos del libro se resolvía todo.] Lázaro
manifestaba haberlo escrito, primero, y a instancias ajenas, para
referir ese «caso» sobre el que le pedían detalles, y luego, por su
cuenta y riesgo, para dar «entera noticia» de cómo había logrado
salir a «buen puerto» a pesar de mil «fortunas, peligros y adversi-
dades». Todo podía esperarse, mientras no se supiera en qué con-
176 «LAZARILLO DE TORMES»

sistía «el caso» ni dónde estaba el «buen puerto». Lázaro había


evocado también un célebre pasaje en que Tácito aplaudía a los
varones ilustres que contaron su vida para mostrar que la virtud, la
«nobilis virtus», logra triunfar sobre el vicio de la mezquindad y la
envidia; y la reminiscencia debía remitir a no pocos lectores hacia
la tradición de la autobiografía clásica, encabezada por una carta
del mismísimo Platón. A falta de datos sobre «el caso» y el «puer-
to», Lázaro, fueran cuales fueran sus padres o sus azares de niño y
mozo, podía parar en una lumbrera como Platón o en arzobispo
como don Martín de Ayala. Pero, una vez averiguado que el «puer-
to» no pasaba de un ruin empleo de pregonero y «el caso» era un
bochornoso 'caso de honra', no quedaba sitio para la duda. Ni el
«oficio real» justificaba que el protagonista contara su vida como
demostración de «cuánta virtud sea saber los hombres subir, siendo
bajos» —según había proclamado—, ni hacia 1550 era concebible
que ningún marido divulgara que le ponían el gorro con un arcipres-
te. La historia de Lázaro, definitivamente, era un embuste, una
patraña.
[El Lazarillo de Tormes, así, conseguía que por primera vez en
Europa una narración en prosa fuera leída a la vez como ficción y
de acuerdo con una sostenida exigencia de verosimilitud, de realis-
mo; y, de hecho, invertía diametralmente la dirección realista de
obras maestras como el Decamerón o La Celestina: no camina
hacia la realidad guiado por la literatura, sino anda hacia la litera-
tura con el impulso de la realidad.]

Nos consta que en el siglo xvi el grueso del público tendía a reducir
cualquier relato a uno de los extremos en la polaridad de la verdad y la
mentira. Los doctos se las entendían bastante bien con las ficciones trans-
parentemente fantásticas, pero no estaban seguros de cómo estimarlas si
contenían factores que pudieran pasar por verdaderos: el peligro de confu-
sión atentaba contra su concepción de la «poesía» (la «literatura», diríamos
hoy), la «historia» y hasta la moral cristiana. Pero el Lazarillo, falto de
cualquier contramarca literaria y sin fronteras perceptibles con la vida real,
era todo él, no ya un peligro, sino la confusión misma. Nadie se había
visto antes en el brete de interpretar como ficción una fábula con tales
vislumbres de realidad, tan sometida a los cánones del discurso cotidiano y
apegada al dominio de la experiencia más humilde: leer el Lazarillo era una
aventura enteramente nueva, y el propio texto, orientando en uno o en
otro sentido las presunciones del lector, había de proponer los términos de
acuerdo con los cuales ser descifrado.
LA SUPLANTACIÓN DE LA REALIDAD 177

Cuando Mateo Alemán, en 1599, tras desmenuzar y asimilar tan pro-


fundamente el Lazarillo como la estética de Aristóteles, quiso definir el
Guzmán de Alfarache, no se le ocurrió mejor rótulo que el de «poética
historia». «Poética», porque, como resumía el bachiller del Quijote, «el
poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían
ser»; e «historia», porque, siempre de acuerdo con Sansón Carrasco y el
Estagirita, «el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino
como fueron». La baciyélmica etiqueta de «poética historia», en Mateo
Alemán, o la de historia «imaginada» que Cide Hamete Benengeli aplica al
Quijote, responde a la imposibilidad de incluir dentro de las viejas clasifi-
caciones un producto tan substancialmente inédito como una narración que
conjuga la prosa de la historia —el universo de lenguaje de la vida— y el
vuelo ficticio de la poesía. Al hablar del Guzmán o del Quijote como
«poética historia» o historia «imaginada», Alemán y Cervantes bautizan en
la ortodoxia aristotélica, sub conditione, la suprema herejía de la novela
realista.
Del principio al final, implícitamente, el incógnito del Lazarillo no
hace sino definir y redefinir su libro como «historia», al tiempo que va
adjetivándola con el mismo matiz contradictorio de Alemán y Cervantes:
«poética», «imaginada». En 1550 y poco, el punto de partida había de ser
una presunción de verdad. Presentar la obra como declaradamente ficticia
habría empujado a resolverla en las categorías tradicionales y hubiera he-
cho casi invisible el horizonte de verosimilitud que constituía su máxima
razón de ser. Partiendo de la presunción de verdad, en cambio, poniéndola
en cuestión por un minuto y sustentándola luego a machamartillo, el autor,
sin pretenderse maestro, dictaba un curso completo sobre los objetivos, los
medios y la manera de descifrar un nuevo estilo de ficción: una ficción que
no podía descartarse como simple «mentira», sino que debía ser abordada
como si fuera «verdad», porque el autor había dirigido la atención de los
lectores a confrontar las apariencias de verdad del relato con las sospechas
de mentira que también en ellos había infundido, y lograba que cada vez
que se les suscitara la duda no tuvieran otro remedio que contestarse que,
verdad o mentira, todo fluía como si fuera verdad.

[El autor había cumplido esa hazaña como un golpe de ingenio


irónico e inquietante: un ámbito irreal —insinuaba— puede no dis-
tinguirse del curso y discurso de la realidad, la verdad y la mentira
llegan a confundirse (todo depende del punto de vista que las deter-
mina), la experiencia cotidiana se deja gozosamente reconstruir como
diseño de la imaginación... Para el autor se trataba de una parado-
ja. Para quienes vinieron después, conjugar ficción y verosimilitud
en una narración en prosa fue el arranque de la mayor revolución
178 «LAZARILLO DE TORMES»

literaria desde la Grecia clásica: la novela. Y es un hecho que los


dos primeros siglos del género, hasta los albores del Romanticismo,
no reconocen precedente más antiguo y eficaz que el Lazarillo.
Quizá por eso] nos gusta pensar que la novela realista nació, en el
Lazarillo de Tormes, como una falsificación, como una paradoja y
como un juego.

VÍCTOR GARCÍA DE LA CONCHA

LA ESTRUCTURA TERNARIA
DEL LAZARILLO DE TORMES

[La relación de Lázaro de Tormes se estructura, mediante la


distribución funcional semántica de amos y oficios, en la repetición
de tres módulos ternarios. Salta a la vista la estructura unitaria del
primero de esos módulos, lleno de simetrías perfectas que estable-
cen diversos lazos entre los tres primeros amos de Lazarillo: ciego,
clérigo e hidalgo.]

El ciego enseña a Lazarillo a ayudar a misa, con lo que le facilita la


entrada al servicio del clérigo (II, 46),' pero, apenas conoce a su segundo
amo, el muchacho se da cuenta de que ha escapado del trueno para dar en
el relámpago (II, 47). En efecto, las comidas a base de buenos pedazos de
pan, torreznos y longaniza (I, 28-29), o el banquete de uvas (I, 36), han
cedido el paso a platos de huesos roídos (II, 50), a un bodigo de excepción
(II, 56), a escasas migas «ratonadas» (II, 60). Y la dificultad para remediar
el hambre crece: si al ciego todavía podía «cegarle», el clérigo tiene «vista
agudísima» (II, 51); por ello, mientras a aquél era capaz de asirle blancas,
trasmutándoselas en medias blancas, con éste ha de reconocer: «no era yo
señor de asirle una» (II, 51). El primer amo le mandaba por vino; al
segundo «de la taberna —dice— nunca le traje una blanca de vino» (II,
51-52). Una tupida red de simetrías emparenta los episodios del fardel y el

Víctor García de la Concha, Nueva lectura del «Lazarillo». El deleite de la


perspectiva, Castalia, Madrid, 1981, pp. 95-97, 105-106, 116-117, 119-120.
1. [Los números romanos remiten a los tratados del Lazarillo; los otros, a las
páginas de la edición de F. Rico [1987 a].]
LA ESTRUCTURA TERNARIA DEL «LAZARILLO» 179

arcaz. En ambos casos se trata de sisar. Si Lazarillo puede guardar en la


boca la llave del arcaz, es porque «desde que vivía con el ciego la tenía
hecha bolsa» (II, 67). De la misma manera que el ciego tentaba desatenta-
damente la nariz del muchacho en busca de longaniza (I, 40), el clérigo va
al tiento y sonido de la culebra (II, 68)...
Aunque en Maqueda lo pasa mal, el pobre muchacho piensa: «Yo he
tenido dos amos; el primero traíame muerto de hambre y, dejándole, topé
con estotro, que me tiene ya con ella en la sepultura; pues si déste desisto
y doy en otro más bajo, ¿qué será sino fenescer?» (II, 54). Apenas descu-
bre, ya en el tratado III, la absoluta indigencia del hidalgo, recuerda Láza-
ro: «allí se me vino a la memoria la consideración que hacía cuando me
pensaba ir del clérigo, diciendo que, aunque aquél era desventurado y
mísero, por ventura toparía con otro peor» (III, 76). Alababa, falsamente,
el clérigo la continencia en el comer y lo mismo hace ahora el escudero
(III, 77): «¡Maldita tanta medicina y bondad como aquestos mis amos que
yo hallo hallan en el hambre!», exclama Lázaro (ibid.). Un eco de aquellas
presuntuosas palabras del cura —«Toma, come, triunfa, que para ti es el
mundo. Mejor vida tienes que el Papa» (II, 50)— se advierte en estas otras
del hidalgo: «comamos hoy como condes...» (III, 95). Eran muy viejos los
muebles de la casa del clérigo y contadísimos los alimentos que en ella se
encontraban (II, 48); pero en la del escudero no hay más que paredes, «ni
silleta, ni tajo, ni banco, ni mesa, ni aun tal arcaz como el de marras» (III,
75). Si en aquél podía sisar pan, no hay ahora de donde tomarlo; será
Lázaro quien tenga que traerlo a casa, guardándolo, «en el arca de su seno»,
de los posibles, encubiertos asaltos del amo (III, 87). Gracias a su maestría,
el fardel del ciego iba siempre repleto (I, 27-28); merced a la generosidad
de los fieles, caían blancas en el «caxco» del clérigo (II, 51); la bolsilla del
hidalgo está, en cambio, absolutamente vacía (III, 91).
En esta serie de primeros amos deberíamos, tal vez, ver un degradado
contrafactum de los tres tipos estamentales: el ciego, como asimilado al
estamento más bajo de los labradores; el clérigo, integrado en el de los
oradores; el escudero, en fin, como miembro de los defensores. Tres pelda-
ños para un teórico ascenso en la amplitud de la escala social. [Pero, en
realidad, la posibilidades de los amos van decreciendo —más el ciego,
menos el clérigo, nada el escudero— y, paralelamente, desciende el punto
de mira de los objetivos inmediatos de Lazarillo. Si, como ha señalado la
crítica, el hambre es el vector semántico principal de todo el módulo, lo es
sólo] en cuanto que cataliza las crecientes dificultades con que Lazarillo ha
de enfrentarse en la lucha por la existencia.

[Al final de su aventura con el hidalgo, el muchacho está bási-


camente formado, pero no totalmente, pues le aguardan experien-
180 «LAZARILLO DE TORMES»

cias aleccionadoras y puede aún aprender con el fraile, el buldero y


el pintor. La relación de Lazarillo con estos tres nuevos amos,
narrada con ironía magistral y empedrada de dificultades interpre-
tativas (los zapatos y el trote del fraile de la Merced, las «otras
cosiUas que no digo», los engaños del buldero, los misterios del
«maestro de pintar panderos»...), constituye el segundo módulo de
la obra. A Lázaro,] cuando desde la cumbre de la fortuna cuenta su
vida, le importa mucho subrayar cómo en cada uno de estos tractos
ha sufrido mil trabajos. Es verdad que las concretas declaraciones
de sufrimiento conclusivas de los tratados V y VI suenan a adición
artificial al discurso narrativo. Pero el autor las incluye. Si los ocho
días con el mercedario le dejan agotado —bien que, acaso, quepa
redimirlo a medias en humor irónico— y en los cuatro meses que
dura el asentamiento con el buldero declara haber pasado, también,
«hartas fatigas» (V, 125), de las dos líneas consagradas al maestro
de pintar panderos, media es destinada a certificar: «también sufrí
mil males» (VI, 125).
Reconozcamos sin ambages que todos estos conatos —y dudo
que se puedan documentar muchos más— que el autor hace para
apuntalar la cohesión interna de esta segunda serie de tres amos y la
de la íntegra serie con la excepcional precedente, conforman una
pobre red de convergencias. La narración del episodio del buldero
es formidable y hace verosímil que hasta Lázaro padezca engaño,
mas, por muy preñadas de connotaciones que aparecieran en la
época las referencias al fraile y al pintor, el lector u oyente debía de
sentirse no mucho más satisfecho que nosotros.
[El último módulo se reconoce, más que por los tres nuevos
amos (capellán, alguacil y arcipreste), por los oficios del protagonis-
ta {aguador, porquerón, pregonero).] De su contrato con el capellán
toledano afirma: «Este fue el primer escalón que yo subí para venir
a alcanzar buena vida, porque mi boca era medida» (VI, 126). Vale
decir que el largo y dificultoso camino recorrido con los seis amos
precedentes no ha supuesto ascensión alguna, aunque sí la prepara-
ción de inteligencia y fortaleza para ella. Se produce ahora un
cambio básico, cuyo verdadero alcance la crítica minusvalora: de
mozo sin oficio ni beneficio, simple ganapán y a veces, por fuerza,
gallofero (III, 71), Lázaro pasa a ser en adelante un hombre con
oficio remunerado; para decirlo con términos de hoy, trabajador
LA ESTRUCTURA TERNARIA DEL «LAZARILLO» 181

por cuenta ajena: aguador, primero; «hombre de justicia», corchete


o porquerón de alguacil, más tarde (VII, 127; cf. III, 109); por
último, ya en la recta final del triunfo —«en camino y manera
provechosa» (VII, 128)—, con oficio real, pregonero. El que antes
sólo había manejado blancas o medias blancas, producto de la sisa,
y era alimentado y vestido, un decir, por sus amos, gana ahora,
como asalariado, un dinero que, a pesar de lo abusivo del contrato,
le permite ahorrar y mercarse ropa y espada. [También aquí diver-
sas simetrías jalonan, desde el comienzo, este nuevo tiempo vital y
narrativo, y en la realidad narrada vemos tejerse cantidad de interre-
laciones a lo largo de los tres oficios.]

Abarca esta tercera serie desde el punto señalado, «siendo ya en este


tiempo buen mozuelo (...)» (VI, 125), hasta que, tras pregonar su valía
profesional —«el que ha de echar vino a vender, o algo, si Lázaro de
Tormes no entiende en ello, hacen cuenta de no sacar provecho» (VII,
130)—, introduce en escena al arcipreste: «en este tiempo, viendo mi habi-
lidad y buen vivir...» (ibid.). Lázaro que, con anterioridad, sólo había
utilizado la palabra oficio referida al de lograr limosnas mediante la recita-
ción de oraciones, no emplea ahora otro término; resalta el carácter de
trato con el que lo acepta (VI, 126 y VII, 128); y, por contraposición a lo
narrado en las dos primeras series, no cuenta más que venturas: «Fueme
tan bien en el oficio [de aguador], que al cabo de cuatro años que lo usé
(...), ahorré para me vestir muy honradamente» (VI, 126-127).
El ser hombre de justicia, a pesar de las ventajas del salario, le parece
«oficio peligroso» (VII, 127) y, por eso, en aras de la seguridad personal,
reniega del trato; lo hace indemne, porque, cuando una noche unos retraí-
dos los corren, «a mí —dice— no me alcanzaron». Por fin, logra alcanzar
lo que procuró, un oficio real. El ascenso es indiscutible —«no hay quien
medre, sino los que le tienen» (VII, 128)— y, para colmo, añade: «hame
sucedido tan bien [nótese la simetría con el anterior subrayado "fueme tan
bien"], yo lo he usado tan fácilmente, que...» (VII, 130). Todos estos
éxitos se enmarcan bajo el arco que se abre entre «el primer escalón que yo
subí para venir a alcanzar buena vida» (VI, 126) y el «buen vivir» que el
arcipreste puede observar en él al conocerle (VII, 130).
Dentro de la serie es claro que el desempeño de cada oficio prepara la
consecución del siguiente: quien, por su buena garganta y artes para ven-
der, triunfa como aguador, podrá ser un buen pregonero que venda vino,
o lo que le echen, mejor que nadie. El que viste con jubón de fustán, sayo
de manga trenzada y capa, y lleva espada, puede ser ayudante de alguacil.
Lázaro, ayudante de alguacil y aguador con buena voz, podrá «acompañar

13. — LÓPEZ ESTRADA, SUP.


182 «LAZARILLO DE TORMES»

los que padecen persecuciones por justicia y declarar a voces sus delictos»
(VII, 128). Hay, por último, un eje semántico de simetría que va acumu-
lando carga desde la primera serie de tratados para volcarla en el punto de
logro del último oficio. Me refiero, precisamente, a asentar. Al margen del
enunciado de las rúbricas, asentando con uno y otro y otro amo, cambian-
do de oficio, Lázaro ha ido buscando, sin encontrarlo, un asentamiento
definitivo en la vida. Cuando reniega del trato con el alguacil, se queda
«pensando en qué modo de vivir haría mi asiento para tener descanso y
ganar algo para la vejez» (VII, 128). Se produce entonces la definitiva
iluminación divina, que le pone ante los ojos el oficio real, cuyo logro
supone ese soñado asentamiento seguro: «en el cual el día de hoy vivo y
resido...» (VII, 129). Lázaro no sólo goza de prosperidad económica, sino
que alcanza ésta sin amo, no depende más que de su buen trabajo.

[El autor del Lazarillo procura que todo quede englobado en la


estructura de 3 + 3 + 3.] Son tres los ejemplos paradigmáticos de
persecución de la honra que se ofrecen en el «Prólogo». En grupos
ternarios se dividen las facecias del itinerario con el ciego: uno en
relato iterativo —sangría del fardel, sisa de blancas, robo de vino,
operado éste, a su vez, por tres procedimientos: los «besos calla-
dos», la «paja larga de centeno», el agujero—; otro en relato indi-
vidualizado —jarrazo, racimo de uvas, longaniza—. Que el autor
era consciente de tal división, io demuestra el hecho de que, al final
de este último episodio, haga decir a Lázaro: «Contaba el mal ciego
a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta
una y otra vez, así de la del jarro, como de la del racimo, y agora
de lo presente [la longaniza]» (I, 41). [Aunque es más difícil adver-
tir esas correspondencias en los sintagmas aislados, resulta eviden-
te] la predilección, de raíz simbológica y folklórica, por el número
tres, que es la que, a mi juicio, genera la incorporación del triple
módulo ternario en la macroestructura de amos y oficios.

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