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El Rey Que No Queria Banarse CUENTO

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El rey que no quería bañarse – CUENTO

Autora: Ema Wolf
http://decimoslee.blogspot.com/2009/08/el-rey-que-no-queria-banarse-cuento.html
Las esponjas suelen contar historias muy interesantes, el único problema es que lo
cuentan en voz muy baja y para oírlas hay que lavarse muy bien las orejas. Una
esponja me contó una vez lo siguiente: En una época lejana las guerras duraban
mucho, un rey se iba a la guerra y tardaba treinta años en volver, cansado y sudado de
cabalgar, y con la espada tinta en chinchulín enemigo.
Algo así le sucedió al rey Vigildo. Se fue a la guerra una mañana y volvió veinte años
más tarde, protestando porque le dolía todo el cuerpo.
Naturalmente lo primero que hizo su esposa, la reina Inés, fue prepararle una bañera
con agua caliente. Pero cuando llegó el momento de sumergirse en la bañera, el rey se
negó.
-No me baño –dijo-¡No me baño, no me baño y no me baño!
La reina, los príncipes, la parentela real y la corte entera quedaron estupefactos.
-¿Qué pasa majestad? – preguntó el viejo chambelán- ¿Acaso el agua está demasiado
caliente? ¿El jabón demasiado frío? ¿La bañera demasiado profunda?-No, no y no –
contestó el rey- pero yo no me baño nada.
Por muchos esfuerzos que hicieron para convencerlo, no hubo caso.
Con todo respeto trataron de meterlo en la bañera entre cuatro, pero tanto grito y
tanto escándalo formó para escapar que al final lo soltaron.
La reina Inés consiguió cambiarle las medias,-¡las medias que habían batallado con él
veinte años!- pero nada más.
Su hermana, la duquesa Flora le decía:
-¿Qué te pasa Vigildo? ¿Temés oxidarte o despintarte o encogerte o arrugarte..?
Así pasaron días interminables. Hasta que el rey se atrevió a confesar.
-¡Extraño las armas, los soldados, las fortalezas, las batallas! Después de tantos años
de guerra, ¿qué voy a hacer yo sumergido como un besugo en una bañera de agua
tibia? Además de aburrirme, me sentiría ridículo.
Y terminó diciendo en tono dramático: ¿Qué soy yo, acaso un rey guerrero o un poroto
en remojo?
Pensándolo bien el rey Vigildo tenía razón. ¿Pero cómo solucionarlo? Razonaron
bastante, hasta que al viejo chambelán se le ocurrió una idea. Mandó hacer un ejército
de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con su escudo, su lanza, su
caballo, y pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados del rey.
También construyeron una pequeña fortaleza con puente levadizo y con cocodrilos del
tamaño de un carretel, para poner en el foso del castillo.Fabricaron tambores y
clarines en miniatura. Y barcos de guerra que navegaban empujados a mano o
soplidos.
Todo esto lo metieron en la bañera del rey, junto con algunos dragones de jabón.
Vigildo quedó fascinado. ¡Era justo lo que necesitaba!
Ligero como una foca, se zambulló en el agua. Alineó a sus soldados, y ahí
nomás inició un zafarrancho de salpicaduras y combate. Según su costumbre daba
órdenes y contraordenes. Hacía sonar la corneta y gritaba:
-¡Avanzad mis valientes! Glub, glub. ¡No reculéis cobardes! ¡Por el flanco izquierdo!
¡Por la popa…!- Y cosas así.
La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.
También que esa costumbre quedó para siempre. Es por eso que todavía hoy, cuando
los chicos se van a bañar, llevan sus soldados, sus perros, sus osos, sus tambores, sus
cascos, sus armas, sus caballos, sus patos y sus patas de rana.
Y si no hacen eso, cuénteme lo aburrido que es bañarse.
 
¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a
estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el
bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!,
grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia
y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no
encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.

LUPERTIUS SE ENOJA LOS JUEVES.


 
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El señor Lupertius vivía en Banfield. Era un hombre tranquilo y de buen carácter, muy
cortés con sus vecinos. Pero los jueves se enojaba muchísimo. Cuando le preguntaban
por qué se enojaba los jueves siempre contestaba lo mismo:
-           Porque el gato de mi prima Elvira tiene pesadillas.
-           ¿Y dónde vive su prima Elvira?- lo interrogaban.
-           En Don Torcuato.
La historia era ésta:
Todos los miércoles a la noche la prima del señor Lupertius miraba la película de terror
que daban por la tevé.
Su gato insistía en verla también él, pero después tenía sueños espantosos, se revolvía
en la cama y no la dejaba dormir tranquila.
Es por eso que Elvira sacaba el gato al patio. Antes del amanecer, el gato sin sueño se
acercaba a la jaula del canario y lo despertaba con un maullido en la oreja solamente
para perjudicarlo. El canario se pegaba una espantada infalible y volcaba el comedero
lleno de alpiste.
El ruido despertaba a la prima Elvira, que se levantaba cautelosamente con la
chancleta en la mano pensando siempre que eran ladrones.
Como no encendía la luz, se llevaba por delante el perchero y se machucaba la frente.
Decía una palabrota y entonces sí encendía la luz.
La luz de la habitación de Elvira despabilaba al vecino del fondo que se acababa de
acostar porque era acomodador de cine. El hombre aprovechaba para ir a la cocina y
comerse una cucharada sopera de dulce le lecha a escondidas de su mujer. El ruido de
la heladera al abrirse y cerrarse despertaba a su perro Fido, que se ponía a ladrar
como un trastornado.
Por supuesto, eso despertaba a toda la cuadra. Pero la única que reaccionaba mal era
la dueña de la casa de altos.
La dueña de la casa de altos subía rápidamente a la terraza, elegía una maceta llena y
la tiraba al patio del acomodador con la esperaza de acertársela al perro. Casi nunca
acertaba.
Entonces la mujer les acomodador salía en camisón al patio con la escoba en la mano
gritando que alguien bombardeaba su casa y robaba el dulce de leche de la heladera. A
continuación llamaba a la policía.
La policía interrogaba a los vecinos tratando de averiguar quién era el autor del hecho.
Cuando llegaban a la casa de Elvira encontraban al lado del teléfono la dirección de su
primo Lupertius. El Nombre les parecía sospechoso.
Entonces, con todo disimulo, mandaban un detective disfrazado de vendedor de libros
ambulante a la casa del mismísimo Lupertius, que vivía en Banfield.
El falso vendedor tocaba timbre y se producía este diálogo:
-           Vengo a ofrecerle el segundo tomo de la Enciclopedia de la fauna y la flora
australianas. Pero antes me gustaría que contestara una breve encuesta.
-           ¡Cómo no! Pregunte nomás.
-           ¿Usted acostumbra a arrojar macetas a los patios ajenos?
-           No.
-           ¿Y a robar dulce de leche de madrugada?
-           ¡Tampoco! ¡¿Por quién me toma?!
El detective tachaba a Lupertius de al lista de sospechosos y se iba sin nada más que
hacer.
Y todas las veces así.
Pero nuestro héroe quedaba muy enojado. El episodio lo ponía de un humor pésimo
durante el resto del día.
Por suerte, eso ocurría solamente los jueves.
 
 
La Nona Insulina
A medida que pasaban los años la cara de la nona Insulina se volvía más lisa y des-
arrugada. Las manos más firmes, la espalda más derecha. Hasta se notaba que crecía
un poco. Con el tiempo se afirmaron los dientes y dejó de usar bastón.
Por esa misma época le empezaron a gustar más los tacos altos que las pantuflas.
En unos años nació su último nieto; y poco después, el primero.
Se jubiló de maestra de piano.
Pronto le desaparecieron las primeras canas.
Cuando quiso acordarse ya faltaban veinte años para su casamiento con el joven Beto
Fregolini. Hasta entonces fue criando a sus dos hijos, que le daban cada vez más tra-
bajo a medida que se hacían chicos.
Más tarde conoció a Beto. Él la sacó a bailar un sábado de carnaval en la Sociedad de
Fomento de Carapachay.
Allí la nona Insulina pronto empezó a ir a las fiestas acompañada de su mamá.
A los doce años entró en séptimo grado y estrenó un par de zoquetes nuevos. Ya
nunca más dejaría los zoquetes.
El día que empezó la primaria la nona Insulina gritó como una marrana cuando su
mamá la dejó en la escuela.
Por entonces, se le picó la primera muela por lo que iba a ser su gran debilidad: los ca-
ramelos de leche.
El primer porrazo fue a los trece meses, cuando se largó a caminar.
Después empezó a gatear y a ofrecerle su chupete a medio mundo.
Era la época en que la entalcaban para que no se paspara.
En cuestión de semanas la pusieron a dormir en un moisés lleno de moños.
Enseguida, la nona Insulina empezó a despertarse cada cuatro horas para pedir la ma-
madera.
Una mañana de setiembre, muy temprano, pegó su primer grito: ¡buaaaaaaa! Le pega-
ron una palmada en el traste y después nació.
 

Islas
por Ema Wolf
—¡Qué maravilla, Porfirio! Desde que estoy aquí no puedo dejar de mirar esas islas. ¡Me dan
vuelta, le juro que me dan vuelta la cabeza! ¡Son increíbles! Vistas así, de lejos, con ese poco
de bruma, parecen tortugas gigantes. ¿Lo notó?
—Bueno, no sabría decirle, nunca las vi de esa manera.
—No se preocupe, es un comentario poético. Tómelo como eso, nada más, como un
comentario poético. Es algo que me sale a veces. Me nace, le juro que me nace, así, de
golpe, no puedo reprimirlo. Yo debo conservar todavía mis asombros de niña. Bien dicen que
los poetas son hombres que han conservado ojos de niño. ¿Usted nunca hace comentarios
poéticos? Confiese...
—Algunas veces sí, creo, no han de ser muchas.
—¡Anímese, hombre! ¡La humanidad entera sueña a través de sus poetas! Anímese con la
poesía, que es para todos. No hay un alma, por simple que sea, que no esté preparada para
la poesía. Piense en el cartero de Neruda. ¿Se acuerda de aquella película? ¡Tan linda! Con
ese muchacho bruto que, sin haber ido a la escuela, era capaz de entender la belleza que
emanaba de esos versos. Ponga un poco de imaginación, entonces, y va a ver las islas como
las veo yo, como galápagos fantásticos. Es muy triste que usted viva acá, como vive desde
que nació, frente al mar, y no sea capaz de observarlas de una manera más... ¿Cómo le
diría...? No sé si me entiende.
—Puede ser. La verdad, eso que usted dice me confunde. Desde que yo recuerdo...
—Está bien, está bien, déjelo así, no voy a insistir con el tema. Me doy cuenta de que a veces
hay que tener ojos de forastero para descubrir las cosas. Para el que las ve todos los días son
de lo más comunes, no tienen nada de maravilloso. ¿Conoce el proverbio chino?: "Quien mira
el cielo en el agua, ve peces en los árboles". Me parece que un poco tiene que ver con esto
que le estoy diciendo. Es como una magia, ¿me comprende? La magia no es algo que esté en
las cosas, sino que uno la lleva adentro y a veces..., a veces sale para afuera.
—Por supuesto.
—Ahora ayúdeme a levantarme, Porfirio, y vamos para la casa, que nos están esperando.
Además refrescó y ya tengo hambre. Me parece que lo dejé pensando. ¿O me equivoco?
—No se equivoca, no. Sí que me dejó pensando. La ayudo.
Ella acomoda las piezas de su esqueleto y completa el difícil trámite de colocarse en posición
erguida. Él la asiste en la maniobra con delicadeza. Después la toma del brazo y la guía por el
empinado camino de la playa hacia el edificio de tejas.
Antes de entrar vuelve la vista atrás y alcanza a distinguir los caparazones inmensos
levantándose en medio del agua. Se abren paso a través de la superficie rasgándola con
dolor. Los pescuezos arrugados como rocas paleolíticas se estiran y obligan a las patas a
avanzar pesadamente mar adentro, una vez más, a la caída del sol, como desde el principio
de los tiempos. Al amanecer volverán de su monstruoso paseo.
Recuerda que su madre siempre decía que aquellas tortugas, vistas desde la playa, parecían
islas. Averiguará si también eso es poesía.

Los tigres escritos


por Ema Wolf
Hay unos pocos tigres en el mundo que tienen la cabeza escrita.
Las rayas que les cruzan la frente, como pinceladas negras, se relacionan con los caracteres
de la escritura china, de modo que la cabeza del tigre puede leerse. Algo dice en el tigre.
No aparece con frecuencia un ejemplar de ésos, apenas uno en muchos años, cada vez
menos, ya que al haber menos tigres de todas clases también hay menos de los escritos.
En la antigua Mesopotamia se creía que los pájaros eran animales sagrados porque las
huellas que dejaban sobre la arcilla blanda les revelaban fragmentos del pensamiento de los
dioses. Algo parecido ocurría en China con estos tigres: se consideraban animales dignos de
veneración, portadores de un mensaje secreto del más alto valor, grave y esencial.
El mensaje contenía el extracto de un conocimiento oculto de orden superior que abarcaba lo
terrenal y lo divino, pilar de todas las verdades, el mensaje de los mensajes, el perfecto. El día
en que fuera comprendido, nada iba a ser igual en el imperio. Siglos atrás, ya algunos decían
leer el futuro en las marcas de los caparazones de las tortugas, pero no eran más que
adivinos comunes ocupados en pronósticos domésticos de poco alcance, como la caída de la
lluvia o el éxito de la cosecha. La cabeza del tigre representaba mucho más que eso.
Descifrarla era una tarea de dificultad extraordinaria.
Los emperadores la encomendaban a un puñado de sabios, de los pocos que entonces
podían aventurarse en los enigmáticos pasadizos de la escritura china, siempre inabarcable y
plagada de ambigüedades, contradictoria, perfectamente capaz de afirmar algo y desmentirlo
al mismo tiempo, de confundir al lector con triples y cuádruples sentidos.
Mientras tanto, el tigre permanecía cautivo en una jaula regia viviendo a cuerpo de tigre en
uno de los pabellones del palacio. Cada mañana los sabios se instalaban al lado de la jaula,
consagraban su esfuerzo a Wen Chan, el dios de todo lo escrito y de los papeleros, y pasaban
el día entero mirando la cabeza del tigre. El tigre miraba a los sabios y bostezaba.
Este ejercicio podía extenderse a lo largo de una vida entera, que podía ser la de los sabios,
la del emperador o la del tigre. Para cosas como ésta los chinos desconocen el apuro.
El desciframiento del tigre era algo que debía ocurrir con seguridad alguna vez, pero era una
vez sin fecha. Antes de morir —es decir antes de atravesar las puertas del Divino Jardín
Celestial— desde su cama de jade —el jade es jabonoso— el emperador preguntaba a los
sabios si habían comprendido el mensaje. Le contestaban que no. Moría satisfecho, sin
embargo: eso sería considerado una prueba de que había sido paciente en su reinado.
De modo que el ejercicio se extendía en el tiempo, pero no se completaba. De hecho, nunca
se supo que un tigre hubiera sido descifrado. Lo que de ninguna manera significaba un
fracaso sino apenas una demora, prueba excluyente de la enorme dificultad de la misión.
El último emperador de la remota dinastía Sung tuvo su tigre escrito.
Se cuenta que una primavera marchó con un pequeño ejército a la provincia de Leao-tong y
que allí, precedido por el estrépito de cientos de trompetas y atabales, llevó a cabo una
cacería memorable en la que se mataron mil ciervos, cientos de osos y de jabalíes, y noventa
tigres comunes. En esa cacería la fortuna también premió al joven emperador con un tigre
escrito, que fue sorprendido en su guarida de cañas y conducido con mucho cuidado al
palacio.
Seis sabios se ocuparon de la lectura.
Los seis vivían largamente a cuerpo de sabio sin otra tarea que la de observar las famosas
rayas y pensar. Por la mañana observaban la cabeza del tigre desde todos los ángulos
posibles, aprovechando la luz más límpida. Trazaban pictogramas en tinta sobre papel de
arroz, mordían preocupados el cabo del pincel y vuelta a pensar. A veces el emperador y su
séquito, músicos incluidos, los honraban con una visita. Fuera de eso, los únicos que
perturbaban el trabajo de los sabios eran los sirvientes que les traían la comida y los
limpiadores de jaulas.
Una vez al año los seis celebraban consejo para intercambiar impresiones, hipótesis.
Razonaban hasta que les sudaban las sienes y los párpados se les volvían de plomo.
Avances y retrocesos se producían con idéntica lentitud. Tenían miedo de precipitarse, dar un
paso en falso imperdonable, desbaratar por ligereza o chambonada, la importancia del
mensaje.
En cierta ocasión uno de ellos estuvo a punto de emitir algo.
El esfuerzo le trajo fiebre. La inminencia de la traducción provocó mucha ansiedad en el
emperador y en la corte. Los honorables, muy altos dignatarios perdieron el sueño. La vez
había llegado, se dijo. A último momento el sabio desistió de hablar. Por lo visto nuevas
reflexiones lo habían puesto a salvo de cometer un error grueso. La tranquilidad se acomodó
otra vez en el ánimo de todos, enroscada como un gato.
Hasta que ocurrió un hecho impensado, insignificante de cualquier modo que se lo mire.
Un jovencito recién llegado al palacio, el último de los sirvientes menores, entró una tarde por
casualidad, correteando, al pabellón de la jaula. Se detuvo delante del tigre, miró con atención
las rayas de la frente y soltó una carcajada estrepitosa. Durante un minuto largo no paró de
reírse, doblado en dos, agarrándose la panza. Después siguió de largo, meneando la cabeza,
hasta que la risa y él se perdieron por los pasillos.
El emperador lo supo. Como no hizo preguntas, nadie más las hizo. A los sabios los
despidieron de manera discreta y definitiva.

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