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El País Según Cabrujas

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El país según Cabrujas

por José Ignacio Cabrujas

Domingo 9 de febrero de 1992

Habría sido una desconcertante novedad, señor Presidente, descubrirlo a usted


asesinado, en la madrugada del 4 de febrero. Se lo dice un necesitado de fe. Ya era
patética e incluso un tanto descolocada su figura, frente aquella pared de líneas
blancas, revelándonos a los atónicos venezolanos de tan menguado momento, un
agobiante bochorno ante lo sucedido y comentándonos, no tanto el golpe, para que
usted vea lo que son las cosas, sino el trasnocho del presidente Bush o el bondadoso
corazón de Salinas de Gortari. Menos que un hombre respondiendo a un peligro,
explicándonos una encrucijada, lo percibí increíble, carreñamente avergonzado ante el
qué dirán del mundo, oprimido por la sensación de ridículo internacional que en ese
momento parecía cernirse sobre su imagen de gran demócrata latinoamericano. Pero
la buena educación es libre y ante lo que usted sentía en la oficina del señor Cisneros,
convertida en bunker por obra y gracia del albur, es mejor guardar silencio, no vaya
uno a meterse en lo íntimo, que es peor que lo ajeno.

Poco pueblo hubo esa madrugada, señor Presidente, no me lo negará usted.


Nada que ver con mi memoria de aquellos días durante la asonada de Castro León
hace treinta y tantos años, cuando tanta gente fue a matarse a las puertas de
Miraflores. Entonces, la democracia era una razón de vida y no este apoyo desganado,
extraído con cuentagotas. Al borde de la indiferencia. Ciertamente, se movilizaron sus
colegas de Colombia y México y eso los honra sólo en la medida del no faltaba más.
Caminó el señor Bush del dormitorio al teléfono con prisa de sincero doliente. Hubo
adhesiones de Felipe González en nombre del gobierno español y hasta una llamada
del mismísimo Mitterrand sumamente meritoria si se toma en cuenta que en hora
parecida, el presidente de Francia se negó a discar el teléfono para expresarle su
solidaridad a Gorbachov cuando en Moscú se vivía el mismo trance. Lástima que por el
contrario no se haya visto una pancarta venezolana ni una voz simple defendiendo el
sistema y sus bondades. Luz afuera, y oscuridad en casa. ¿Sería la hora?

Al mediodía, convertida la insurrección en tiroteos menores, decidió usted, en


uso de sus atributos, suspender las garantías constitucionales, incluida aquella que se
refiere a la libre expresión del pensamiento. Tal vez incurro aquí en la violación de ese
decreto, minuciosamente defendido por el Ministro de Información con argumentos
dignos de mejor causa, pero espero no ofenderlo si le digo que ahora no sé vivir sin
poner en el papel lo que me cruza por la cabeza haya o no garantías. Para mí se trata
de escribir lo que siento o decir moderaciones y no resisto la sensación de
convertirme en trasto aun a riesgo de indignar a algunos.

Desde luego, señor Presidente, que un cuartelazo me parecerá siempre una


mala noticia. No es lo que deseo para los míos. Nunca he creído demasiado en la
“obediencia” de los militares ni en el celibato de los curas, para serle franco. Los
órganos son para usarlos: el cerebro y el otro. Por el contrario, creo que este país
ganaría mucho, si tenientes, capitanes y generales pudiesen expresar libremente sus
convicciones y sus críticas, en lugar de murmurar pesadeces en los clubes de oficiales.
Demasiado dinero nos cuesta un coronel como para tener que oírlo bajito. Que
“obediencia” sea en este caso un sinónimo de “disciplina”, es otra cosa. Allí no me
meto, puesto que jamás he entendido la felicidad castrense. Pero verlos entrar a
Miraflores a cañonazos o saber que dispararon a matar en La Casona, me parece una
barbaridad injustificable sobre todo por lo que tenía de previsible si da de creerlo uno
al general Peñaloza o al otro que intervenía teléfonos desde la DIM, según es fama.
Entiendo entonces que un golpe militar, en un país donde cien años de historia se
arreglaron a cachuchazos, continúe siendo la peor de nuestras amenazas. Pero no la
única, señor Presidente. Desde luego, no la única.

Golpistas ha habido aquí muchos a lo largo de estos treinta y cuatro años de


gobiernos democráticos. Golpistas, sin ir más lejos, fue el señor Lusinchi cuando toleró
y se hizo cómplice de un estado general de ilegalidad, expresado en robos al tesoro
público y en abusos de todo orden. Quién sabe si en este caso la diferencia favorece al
teniente coronel Chávez Frías, quien, por decir lo menos, tuvo la rudeza de asumir sus
responsabilidades y decir yo fui. Golpistas son las ausencias de la Corte Suprema de
Justicia, incapaz de sancionar ningún delito que vaya más allá de los veinte mil
bolívares. Golpistas son los ricachones que expatriaron sus capitales convertidos en
dólares, cuando vino la mala y el país era menos. Y pare usted de contar, porque es
noticia diaria ante el venezolano más desprevenido, que la nación ha vivido desde el
primer gobierno suyo hasta la madrugada de las tanquetas, miles de subversiones que
constituyen un estado general de opinión, o lo que es peor, de resignada opinión, de
idiota opinión. Fastídiele o no, Presidente, la verdad es que el orden legal en Venezuela
es una farsa y que el horrible espectáculo que damos al mundo, aquel que debería
avergonzarnos, más que las tribulaciones del señor Bush, o los desvelos de Gaviria, es
la convicción plena, inconmovibles, de que en este país de jueces sobornados y
escándalos  cotidianos, no se castiga al corrupto, ni a quien abusa del poder, ni a quien
medra prevalido del poder. Las cárceles venezolanas están llenas de indigentes o de
bolsas arrestados por la DEA. El resto es entelequia. Y quiero creer, en nombre del
respeto humano, que usted lo sabe cuando menos tanto como yo o como Juan Liscano
o como el doctor Uslar a quien por cierto un energúmeno que tenemos de diplomático
en el Ecuador acaba de acusar de “camaleón” para vergüenza de los quiteños, ahora
que andamos tan preocupados por la imagen.

Por eso, señor Presidente, sorprende que la primera reacción del Ministro de la
Defensa y de los sempiternos capitostes de Acción Democrática, por no hablar de
algunos animadores lisonjeros, sea esta insólita afirmación de que las raíces del golpe
hay que encontrarlas en un clima de pesimismo instalado en el país, quién sabe si
como cosa de magia, o de simple maldad de la gente, por quienes se niegan a formar
parte de la coral: “Cantemos al futuro promisor”. Sería la prensa, o las declaraciones
que se han hecho acerca de la incompetencia del Poder Judicial, o las denuncias de
centenares de fraudes, o el de sentimiento ante una política que ha acorralado en la
casilla de la pobreza al ochenta por ciento de los venezolanos, quienes hemos
propiciado esta asonada. La solución según el general Ochoa Antich, no es otra que un
acto reflexivo capaz de poner coto a esa “campaña en contra de las diferentes
autoridades del país”. Entiendo que es difícil discutir con el Ministro de la Defensa, por
las limitaciones señaladas al principio de este artículo. Pero, ¿qué hay de la campaña
que las distintas autoridades tienen en contra del país? ¿Qué hay de estos gloriosos
exiliados en Miami? ¿Cómo y de qué manera podemos recordar ahora sus palabras,
señor Presidente, en defensa de uno de los jefes de seguridad de Miraflores, cuando
usted aseveró ante el país y sin que le quedara nada por dentro, que el señor García
era incapaz de negociar una navajita? ¿No supimos cuarenta y ocho horas después de
tan desafortunada declaración que se trataba nada menos que del presidente de la
Margold, socio y curruña de la pintoresca Gardenia? ¿Cómo puede usted asegurar sin
ofendernos el cerebro que durante su gobierno no ha habido casos de corrupción? ¿De
dónde viene esa rayita, ese borrón y cuenta nueva? ¿O es que acaso el ex presidente
Lusinchi, no es un caso de corrupción de su gobierno y del próximo gobierno, hasta
que no sepamos a ciencia cierta cuál era su exacta responsabilidad en tanto bochorno?

Así, señor Presidente, no es fácil convocar al optimismo. Créame, con toda


honradez, que soy el primero en desear esa confianza, en necesitar de esa fe. Pero no
se ama a esta patria, y asumo la palabra con todas sus consecuencias, decretando
pajaritos, ni llamando a una concordia gratuita, como si nada hubiese sucedido. Suelo
pensar en mis hijos, cada vez que estos bochornos suceden, señor Presidente,
simplemente porque no les deseo un país estúpido. No se escribe la historia en tiempo
futuro. Se escribe, casi siempre en pasado, como todo lo que se aprende.

Por eso, no vacilo en declarar mi absoluta y emocionada admiración por el


discurso que el doctor Caldera pronunció en el Congreso, una hora después de la
intentona. Eso fue hablar claro y derecho y no pasar por mentecato. Pocas veces en mi
vida he visto y oído a un dirigente político venezolano interpretar con tanto acierto la
sensibilidad de un acontecimiento, y me atrevo a escribirlo con la paz de conciencia
que me da haber adversado casi sistemáticamente las posiciones del doctor Caldera
ante su partido en estos últimos años. No era lo fundamental, desde luego, a discernir
si el golpe de Estado era un magnicidio comprobado, o no. Un levantamiento militar es
cualquier cosa, entre ellas, la concreta posibilidad de asesinar a un presidente o al loro
de La Casona, de haberlo. Lo importante, lo desgarrador en las palabras de Rafael
Caldera, era su indignación ante el “bosque de manos” con el que se pretendía
celebrar un decreto que no es otra cosa sino la consecuencia  automática de una
emergencia. Se entiende que el Presidente suspenda las garantías después de un
episodio destinado a liquidar su gobierno. Lo que no se entiende, ni se entenderá
jamás, es ese ridículo y mediocre papel de nuestros congresistas, dispuestos a repetir
como autómatas programadas hace 34 años que la aventura del batallón Chirinos no
tiene asidero en la realidad, o a reafirmar “con prisa de notarios” para utilizar una
redonda expresión de Domingo Alberto Rangel, la urgente necesidad de no discutir, de
no hablar ni decir una palabra, de salir de carrerita frente a veinte millones de
venezolanos perplejos que en ese momento queríamos sentirnos representados,
después de los tremendos sucesos que acabábamos de vivir. Que esto sea un
Congreso, que alguien como Morales Bello decida en este país la oportunidad de la
palabra, debería ser la primera de nuestras reflexiones, porque la jornada, para decirlo
con el lenguaje del cine, era un verdadero primer plano, una oportunidad única,
irrepetible, frente a millones de personas, que ese día y a esa hora querían hablar de
política, (¡quien lo diría!) esa hermosa palabra que se ha ido diluyendo, de tanto tener
que ver con el leguleyo de Acción Democrática.

Después habló ¿Rodríguez Iturbe se llama? Y fue la tristeza, el anticlímax, la


Orestíada socialcristiana convertida en sainete. Consigno mi respeto por Hilarión
Cardozo y por el inolvidable gesto del representante de la Causa R. Demostraron estar
vivos.

Ahora, señor Presidente, le confieso un miedo. Digo yo, en mi ignorancia, que


este golpe no me cabe en la cabeza, si debo identificarlo o reducirlo al gesto de unos
tenientes. Después de todo, Rambo es una ficción estúpida, un oportunismo de
Hollywood. No se cancela el asunto diciendo que de aquí al tercer milenio, Venezuela
no volverá a vivir esa madrugada. Eso es bravata y usted lo sabe mejor que nadie. La
democracia es una manera y no un objetivo. Siglos atrás, en la historia de Francia, Luis
XI se hizo famoso por decir que el único sentido real de un gobernante era garantizar
que los ciudadanos pudiesen comer pollo tres veces al día. Sobra aclarar que en ese
tiempo, comer pollo era un privilegio de señores. Pero descartando el simplismo,
macroeconomía menos, macroeconomía más, no ha habido mejor expresión del
bienestar humano, que esa simpleza monárquica. No tanto por las proteínas del pollo,
quién sabe si discutibles, sino por la condición igualitaria, democrática, cultural, de
unas pechugas y unos muslos capaces de abarcar la sociedad. El resto, Presidente, es
una colección de principios retóricos, demasiado incumplidos en el país que hemos
hecho. Tengo la sensación, o quizás deseo tenerla, de que en lo sucesivo, esta
tanqueta que humilló el portón de Miraflores, será un convidado ineludible en nuestra
historia, un precedente instalado en la conciencia, torpe, ayatolesco, burdo, pero
desgraciadamente apoyado en una verdad como una casa. Quítele los cañones.
Quítele la violencia. Quítele el dolor de los muertos. Quítele el incumplimiento de un
mandato jurado. Quítele la simpleza. Transfórmelo en un comentario del oficial
Chávez, algo dicho en un pasillo de Miraflores al oído del Presidente, como un simple
acto de fe. Quítele la retórica de sexto grado, la simplificación del Golfo, el patriotismo
enervado, nervioso, visceral. ¿No es lo que todos los días escucho en la calle, señor
Presidente? ¿No se parece al pueblo?

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