Jesucristo, Ideal Del Monje
Jesucristo, Ideal Del Monje
Jesucristo, Ideal Del Monje
Título original: «Le Christ idéal du moine» (90.º millar), Les Editions de Maredsous, 1947.
Tomado de: «Jesucristo, ideal del monje», Editorial Litúrgica Española, Barcelona, 1956
Nota: Los párrafos que aparecen entre [corchetes] no son texto de Dom Marmión, sino Notas del
traductor a pie de página.
Índice
I Parte
Exposición general de la Institución Monástica
V.– «Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe». La fe en la divinidad de Cristo,
fundamento de la vida monástica
1. La fe vence al mundo
2. Cómo esta victoria es preciosa y de qué vida es preludio
3. La fe es también el principio de la perfección monástica y de la luz deífica con que debe
resplandecer la vida del monje, como desea San Benito
4. Firmeza que la fe comunica a la vida interior
5. Ejercicio de la virtud de la fe y gozo de que ella es origen
X.– La pobreza
El alma que busca a dios debe necesariamente renunciar a toda criatura y ante todo a los bienes
materiales
1. Qué exige San Benito respecto a la pobreza individual
2. Cómo debemos esperar recibirlo todo del Abad
3. El ejercicio de la pobreza, inseparable de la virtud de la esperanza
4. Cristo, modelo de pobreza: carácter íntimo de su vida
5. Especiales bendiciones que Dios concede a los pobres de espíritu
XI.– La humildad
El orgullo es uno de los mayores obstáculos a las efusiones divinas: lo descarta la humildad
1. Necesidad de la humildad
2. Cómo la considera San Benito y lugar preeminente que le asigna en la vida interior. Naturaleza
de esta virtud
3. El fundamento de la humildad, según Santo Tomás y San Benito, es la reverencia a Dios, a la
cual el santo patriarca une la más completa confianza
4. Grados de humildad establecidos por San Benito; los dos primeros se refieren también a los
simples cristianos
5. Grados esencialmente monásticos
6. Humildad exterior: su necesidad y sus grados
7. Cómo la humildad se concilia con la verdad y se asocia a la confianza
8. El fruto más precioso de esta virtud es disponer principalmente al alma para la abundancia de
efusiones divinas y la caridad perfecta
9. Medios de alcanzar esta virtud: la oración, la contemplación de las divinas perfecciones y la
meditación de las humillaciones de Jesucristo
10. Cristo asocia al alma humilde a sus celestiales exaltaciones
Índice
Dom Columba Marmion (1858-1923)
Han corrido cuatro lustros desde que este gran monje y gran plasmador de monjes, gran asceta, gran
teólogo, celoso director de almas grandes e insuperable maestro de ascetismo, apóstol del verbo y
de la pluma, desapareció, con sus deficiencias humanas, del escenario de la vida. Pero, aun así,
sobrevive –y perdurará mucho tiempo en la tierra– su personalidad característica y prócer, al modo
que viven los que, consagrados a Dios, le sirvieron a Él y a su Iglesia «por la virtud, por la acción y
por la pluma», dice su biógrafo.
A nosotros nos interesa de momento subrayar la supervivencia de Dom Marmion precisamente en la
obra de su pluma, sin que podamos del todo sustraernos a la exigencia editorial de recordar los
rasgos característicos y más salientes de su existencia terrena.
Por su origen y por su formación, la personalidad del Abad de Maredsous hubo de ser riquísima,
amplia, compleja y contrastada. Tuvo padre irlandés y madre francesa.
Guiaron los primeros pasos de su formación cristiana e intelectual los Padres Agustinos. Pasó a los
diez años a un centro regentado por la Compañía de Jesús. Desde los diecisiete se decidió por la
carrera sacerdotal, en su Seminario de Dublín, bajo la férula de los hijos de san Vicente de Paúl; y
fue a terminarla, con el más brillante de los éxitos, en el Colegio irlandés, mientras hacía en la
Ciudad Santa –como él decía de otros– la verdadera educación del corazón y del alma, que era la
que en su vida de apóstol más le había de valer.
Del irlandés, había en su vida, y trasciende a sus obras, inteligencia aguda, viva imaginación,
riqueza de sensibilidad y exuberancia de eterna juventud. El francés le dio clarividencia de espíritu,
visión neta de las cosas y facilidad extraordinaria de expresión, siquiera en el manejo de la lengua
gala no brille siempre un depurado aticismo.
La vocación religiosa parece haber nacido, en el futuro hijo de san Benito, ya antes de sus ensayos
en el ministerio sacerdotal, y en sus años mozos de colegial romano, de la visión y algún rápido
contacto con nuestro monje apóstol de Australia, Reverendísimo P. Rosendo Salvadó.
Novicio él, y monje muy luego en el naciente monasterio de Maredsous, de la congregación
Beuronense, tuvo por padre, y maestro, y amigo, al que la singular perspicacia de León XIII, por
aquellas mismas calendas, elegía por primer abad primado de toda la Orden Benedictina y creador
del Colegio –Universidad– de san Anselmo en Roma.
Y cuando Dom de Hemptinne no pudo seguir simultaneando sus oficios de abad de Maredsous y
primado de la Orden en Roma, su colaborador de muchos años pasó a ser su sucesor en la Abadía
belga.
Entonces Dom Columba, que de la nobleza de su familia tenía como divisa Serviendo guberno
(Sirviendo gobierno) la concreta en el mote sacado de la Regla Prodesse magis quam preesse
(Mejor servir que señorear. RB 64,8).
Queda dicho, y place repetirlo: toda la vida de Dom Marmion, vida intensísima y pasmosamente
variada, es una vida al servicio de Dios en las almas, y al servicio de la Iglesia. Profesor, director de
conciencias, apóstol de comunidades protestantes, troquelador de almas selectas como la de Dom
Pío de Hemptinne, confidente y confesor de prelados como el Cardenal Mercier, organizador de
nuevas fundaciones como las de las abadías de Maredret y la congregación Benedictina belga. Pero,
no; nuestro autor tiene su biografía. No tenemos por qué repetirla, sólo podemos ya espigar muy
pocas palabras más acerca del escritor.
Había pasado la vida leyendo siempre, y estudiando la Escritura, los Padres, la Liturgia, y
enseñando Teología, sobre todo y singularmente a Cristo. Y sólo en los últimos años decidióse a
escribir para el público. Mas, cuando lo hizo, ni salió novicio en el arte, ni tomó temas nuevos. La
Teología que siempre profesara, mejor dicho, que siempre viviera, la Escritura, la Liturgia de que
estaba imbuido, y Cristo, de quien, cual otro san lo, era apasionadamente enamorado,
presentáronsele exigentes, imprecisos, desbordantes. Y de los puntos de su pluma salió la teología
perennis, el dogma intangible, con luces de novedad, ante la cual los teólogos se inclinaron con
aplauso unánime, los legos y los sin-estudio se deshicieron todos en lenguas de bendiciones.
Fuera de numerosas cartas de dirección espiritual, que se ha intentado reunir, notas de Ejercicios, y
el delicioso conjunto de conferencias especiales para las vírgenes consagradas al Cordero, que
forman el tratadito Sponsa Christi, la obra de Dom Marmion es una y trina: un tríptico, una trilogía
consagrada a Cristo: Jesucristo, vida del alma, Jesucristo en sus misterios, Jesucristo, ideal del
monje.
Todos cuantos han analizado teóricamente los tres libros de Dom Marmion, y cuantos los han
prácticamente gustado y utilizado en su vida a espiritual, en la lectura, en la meditación y formación
de las almas, coinciden en ver la unidad del plan y desarrollo de las que aparecen como tres obras,
y, con efecto, sirven y pueden leerse cada una por separado. No hacemos más que indicar esta idea
de unidad dentro de la progresión y complemento del conjunto.
La persona de Cristo es la que en los tres libros representa el primero y mejor papel del conjunto, y
eso da la principal unidad de la obra, la cual sigue siendo una, porque, en sus tres tratados, basa toda
la vida espiritual sobre el conjunto orgánico del dogma cristiano; una, porque, de la primera a la
última de sus líneas, está impregnada del mismo perfume de oración en que el piadosísimo Autor
respiraba; una, porque va toda ella tejida en la misma trama viva de las Sagradas Escrituras, para
derramar en las almas la paz, el gozo y la confianza que las transporta a una atmósfera del todo
sobrenatural, y de la plenitud de la vida interior las impulsa a la acción.
Y no insistimos. ¿Quién no conoce, de oídas siquiera, estas obras ascéticas del Abad de Maredsous?
¿Los libros de que se servía Benedicto XV en sus meditaciones y para «su propia vida espiritual»?
¿Los que Pío XI regalaba a su sobrina en la canastilla de bodas?
Esos son –esa obra– los que por fin vemos íntegramente vertidos en nuestra lengua. Y sobre todo,
éste, Jesucristo, ideal del monje, que, a diferencia de sus hermanos mayores, sale por vez primera
entre nosotros, es el que nos reclamaban, insistente, ansiosa, casi angustiosamente, comunidades
religiosas de todas las observancias, seminarios, casas de formación, clero, asociaciones y
particulares.
Es que cada vez vamos siendo todos más unos. Vamos sabiendo que la Regla de san Benito es la
madre, base y sustento ele casi todas las reglas religiosas, y ella hermana de la única que le es más
antigua. Vamos creyendo a Bossuet, que nos descubrió cómo san Benito hizo el mejor compendio
del Evangelio conocido en la Iglesia. Como que, en fin de cuentas, ni en el Derecho, ni en la
Teología, ni en la Historia, monje es otra cosa que religioso, ni religioso otra cosa que cristiano lo
más perfecto posible… Las reglas y medios y consejos de la perfección monástica son los que
necesariamente han de guiar a cuantos religiosos y seglares –clérigos y simples fieles– quieran
practicar la ascesis cristiana, vivir vida de espíritu, santificarse.
Para todos ellos nuestra ofrenda de esta edición. Para todos ellos –esperamos –las pródigas
bendiciones que desde el cielo viene derramando nuestro venerable Dom Marmion sobre sus demás
lectores.
Esto escribíamos cuando prologábamos la primera edición española. Ahora, al presentar esta
tercera, cuidadosamente corregida, sólo nos resta dar rendidas gracias a Dios por el éxito con que se
ha dignado colmar nuestros anhelos de entonces, y suplicarle que siga multiplicando el número de
quienes gusten de abrevar sus almas en las fuentes fecundantes de doctrina, que nuevamente
ofrecemos al público de alma española.
Abadía de Samos (España). –Solemnidad de san Benito, 11 de julio de 1956.
Mauro, Abad de Samos
Introducción
Jesucristo es el sublime ideal de toda santidad; el divino ejemplar que el mismo Dios presenta para
que le imiten sus escogidos. La santidad cristiana consiste en una sincera y completa adhesión a
Cristo por la fe; y en el desarrollo de esta fe mediante la esperanza y la caridad: ella cristianiza
nuestra actividad, por el influjo del Espíritu de Jesucristo; porque Jesucristo, Alfa y Omega de todas
nuestras obras, informa nuestra propia vida como participación de la suya: Mihi vivere Christus est.
«Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21). Esto lo hemos demostrado en una primera serie de
conferencias titulada Jesucristo, vida del alma, sirviéndonos de pasajes del Evangelio y de las
Epístolas de san Pablo y de san Juan.
Lógicamente, estas verdades dogmáticas pedían una exposición concreta de la existencia misma del
Verbo encarnado, que se hizo visible a nuestras miradas sensibles mediante los estados, misterios,
actos y palabras de la santa humanidad de Jesús. Las obras realizadas por Cristo durante su vida en
este mundo son a la vez modelo que imitar y fuente de santidad. De ellas fluye constantemente una
virtud poderosa y eficaz que sana, ilumina y santifica a quienes se ponen en contacto con los
misterios de Jesús, animados del sincero deseo de ir siguiendo sus huellas. Ya hemos presentado al
Verbo encunado bajo este aspecto en la segunda serie de conferencias que titulamos: Jesucristo en
sus misterios.
Mas, aparte de los preceptos que Jesucristo impuso a sus discípulos como condición para salvarse y
como requisito para la santidad esencial, se hallan en el Evangelio algunos consejos que Jesucristo
propone a quienes desean remontarse a las alturas de la perfección: «Si quieres ser perfecto, anda,
vende tus posesiones y ven en pos de mí». (Mt 19,21)
Sin duda alguna no se trata más que de consejo: «Si quieres», si vis, decía el divino Maestro.
Empero, la importancia que atribuye a su observancia se colige bien a las claras de las magníficas
recompensas que tiene prometidas a quien los guarde. Su observancia tiende a una imitación más
completa y eficiente del Salvador. Y porque Él es nuestro modelo y guía, el alma habrá adquirido
esta perfección religiosa cuando se haya identificado con la doctrina y el ejemplo del Verbo
encarnado: «Ven en pos de mí»… «Basta para la perfección del discípulo que sea como el
maestro».
Esto es lo que vamos a exponer en el presente volumen: presentar la divina figura de Jesús como el
espejo en que deben mirarse las almas privilegiadas llamadas a seguir la vida de los consejos
evangélicos; nada tan eficaz como esta contemplación para mover al alma y esforzarla, de modo
que, en todo momento, sea capaz de responder a una vocación tan elevada y tan rica en promesas
eternas.
Mucho de lo que vamos a decir explica la vida religiosa, cual la entendía san Benito; pero es de
saber que para el gran Patriarca la vida religiosa, en lo esencial, no es una forma peculiar de vida al
margen del Cristianismo: es el mismo Cristianismo, sentido y vivido en toda su plenitud, según la
luz del Evangelio: «Guiados por el Evangelio andemos sus caminos». La espléndida fecundidad
espiritual, que, a través de los siglos, ha demostrado la santa Regla, sólo puede explicarse por razón
del carácter esencialmente cristiano que san Benito imprimió a todas sus enseñanzas.
El índice de las conferencias con que encabezamos el libro dará a conocer la sencillez del plan
adoptado. En primer lugar, exponemos, en síntesis general, la institución monástica, tal como la
deben entender los que se sienten llamados a la vida del claustro. Después desenvolvemos el
programa que han de seguir los que se sienten con arrestos para alistarse en esta institución, hasta
llegar a asimilarse su espíritu. Este trabajo de adaptación y asimilación supone dos cosas: el
desprendimiento de lo creado y la unión con Cristo; el desprendimiento es camino que lleva a la
vida de unión: «Todo lo hemos dejado por seguiros» (Mt 19,27). En esto está lo substancial de la
práctica de los consejos evangélicos, el secreto de la perfección.
Al exponer este plan, no hacemos más que reproducir el que seguimos en Jesucristo, vida del alma.
De lo cual no hemos de maravillarnos habida cuenta que la perfección religiosa es de un mismo
carácter sobrenatural que la santidad cristiana.
Quiera Dios que estas páginas sirvan para dar a muchos un conocimiento más exacto de la
naturaleza de la perfección a que son invitados; para hacerles estimar más y más esta vocación tan
menospreciada, por desconocida, en estos tiempos; para estimular a los vacilantes que desoyen la
llamada de la gracia y hacerles triunfar de los estorbos con que tropiezan, dejando a un lado las
naturales afecciones y rompiendo con valentía con la humana frivolidad. Ojalá despierten el
primitivo fervor en los iniciados cuya perseverancia vacila ante la perspectiva del largo camino que
les queda por recorrer; mantengan las resoluciones de los que, fieles a sus votos, ascienden sin
desmayo a la virtud; estimulen, finalmente, a los más perfectos para que, llenos de santa emulación,
colmen sus ansias insatisfechas de santidad.
Esperamos que el Padre celestial reconozca en nuestro humilde trabajo las tradicionales enseñanzas
de sus santos (*), y bendiga nuestros esfuerzos para disponer su campo –Apollo rigavit, «Apolo
regó»–. Entre tanto, le pedimos con todas las fuerzas que esparza a manos llenas la divina semilla y
la haga llegar a plena madurez. Deus autem incrementum dedit, «pero fue Dios quien hizo crecer».
(1Cor 3,6).
Séanle dadas de antemano nuestras más rendidas y filiales gracias.
Dom Columba Marmion
Abadía de Maredsous
11 de julio de 1922,
Fiesta de san Benito.
(*) Entre los autores benedictinos, citamos con preferencia a los que por su vida y doctrina,
acertaron a cristalizar mejor las ideas que desarrolla esta obra. A nadie extrañe, pues, que utilicemos
en particular los escritos de San Gregorio, San Bernardo, Santa Gertrudis, Santa Matilde y del
venerable Ludovico Blosio.
3. A Él sólo
Nuestro buscar a Dios, para que sea real y sincero, debe igualmente tener la condición de exclusivo.
Busquemos a Dios únicamente: he ahí una condición que considero de capital importancia.
Buscar a Dios únicamente quiere decir, sin duda, buscarlo por sí mismo, por ser quien es.
Subrayemos la palabra Dios: Él, y no sus dones, aun cuando puedan servirnos para mantener
nuestra fidelidad; ni sus consuelos, aunque Dios quiera que gustemos las «dulzuras de su servicio»
(cfr. Sal 33,9), pero no debemos detenernos en estos dones ni aficionamos a estos consuelos. Al
monasterio hemos venido únicamente por Dios; nuestra busca, pues, no sería «verdadera», como
desea san Benito, ni grata a su Majestad, si nos aferrásemos a algo que no fuese el mismo Dios.
Si buscamos a la criatura o nos aficionamos a ella, es como si dijéramos a Dios: «Yo no lo
encuentro todo en ti». Hay gran número de almas que no tienen bastante con Dios: necesitan alguna
cosa más; Dios no lo es todo para ellas; no pueden mirar a Dios cara a cara y decirle con verdad las
encendidas expresiones del Patriarca de Asís: «Dios mío y mi todo» (Florecillas, cap, II; cfr.
Jörgensen, Vida de San Francisco, p, 91); no pueden repetir con san Pablo: «Todo lo tengo por
desperdicio y lo miro como basura, por ganar a Cristo» (Flp 3,8).
No olvidéis esta verdad de suma importancia. En tanto sintamos la necesidad de la criatura y
vivamos apegados a ella, no podemos decir que buscamos a Dios únicamente, ni Dios se nos dará
perfectamente. Si querernos que nuestra busca de Dios sea «sincera», y pretendemos hallarlo
plenamente, debemos desasimos de todo lo que no siendo Dios entorpecería en nosotros la acción
de su gracia.
Esto es lo que enseñan los santos. Santa Catalina de Siena, en su lecho de muerte, llamó cabe sí a su
familia espiritual y le dio sus últimas instrucciones, recogidas por el beato Raimundo de Capua, su
confesor: «El consejo fundamental que les dejó fue éste: el que abraza el servicio de Dios y quiere
de veras poseerlo, debe desarraigar del propio corazón todo afecto sensible, no sólo hacia las
personas, sino hacia todas las criaturas, y tender a su Creador con la sencillez de un amor sin
límites; porque el corazón no puede consagrarse por completo a Dios si no está libre de todo otro
amor y no se entrega a Él con la sinceridad que excluye toda reserva» (Vida, por el beato Raimundo
de Capua).
No de otra manera habla santa Teresa, tan experimentada en el conocimiento de Dios: «Somos tan
caros y tan tardíos de darnos del todo a Dios, que… no acabamos de disponernos. Bien veo que no
le hay con que se pueda comprar tan gran bien (la posesión perfecta de Dios) en la tierra. Mas si
hiciésemos lo que podemos en no nos asir a cosa de ella, sino que todo nuestro cuidado y trato fuese
en el cielo, creo yo, sin duda muy en breve se nos daría este bien».
Muestra a continuación la Santa con ejemplos que muchas veces parece que nos damos del todo a
Dios, mas pronto tornamos poco a poco a alzarnos con lo que habíamos dado: y a este propósito,
concluye: «¡Donosa manera de buscar amor de Dios! Y luego le queremos a manos llenas (a manera
de decir). Tenernos nuestras aficiones, ya que no procuramos efectuar nuestros deseos y acabarlos
de levantar de la tierra, y muchas consolaciones espirituales con esto no viene bien ni me parece que
se compadece esto con estotro. Así que, porque no se acababa de dar junto, no se nos da por junto
este tesoro» del amor divino (Santa Teresa, Vida, cap. XI, I, 2, 3).
Para hallar a Dios, para «no agradar a nadie más que a Él», a ejemplo del gran Patriarca, lo hemos
dejado todo, «deseando agradar únicamente a Dios», dice san Gregorio (Diálogos, lib. II). Menester
es mantenemos siempre en esta disposición fundamental; y únicamente a este precio encontraremos
a Dios. Si, al contrario, olvidando poco a poco esta primera donación, perdemos de vista el fin
supremo; si nos dejamos llevar del afecto a tal persona o criatura, nos engolosinamos con este
empleo o cargo, aquella ocupación o determinado objeto, entonces persuadámonos que jamás
poseeremos a Dios plenamente.
Ojalá pudiésemos decir con toda verdad las palabras del apóstol Felipe a Jesús: «Maestro,
muéstranos al Padre, y esto nos basta». Mas, «para decirlo sinceramente, habríamos de agregar
también aquello de los Apóstoles: «Señor, todo lo hemos dejado por seguirte». «¡Dichosos los que
logran llevar estas aspiraciones al más alto, actual y perfecto desasimiento! Pero, que no reserven
nada; que no paren mientes en ciertas aficioncillas, como cosas de poca monta. Sería desconocer la
idiosincrasia y naturaleza del corazón humano, que, por poco que se le deje, se concentra
enteramente en ello y lo hace objeto de todos sus deseos. Arrancádselo todo; desasíos de todo; a
nada os aficionéis, y seréis dichosos si conseguís llevar este deseo hasta la meta, hasta ponerlo en
ejecución» (Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, La Cena, 2ª parte, 83º día).
¿Qué principio es éste? Está anunciado en el epígrafe del capítulo: «Creemos que el abad ocupa en
el monasterio el lugar de Cristo» (RB 2). He aquí el axioma que sintetiza todo el capítulo que trata
del abad; lo demás es su desarrollo y aplicación, San Benito desea que el abad se compenetre de
este pensamiento fundamental y se acomode al mismo para que sea norma de su conducta y regla de
su vida. «Al abad se le da el nombre de señor y abad, porque se cree que hace las veces de Cristo.
Deberá, pues, hacerse digno de tal honor, toda vez que sólo por reverencia y amor a Jesucristo se le
tributa» (RB 53).
Si a juicio del santo Patriarca el abad representa a Cristo entre sus monjes, menester es que, en
cuanto lo permita la debilidad humana, reproduzca en su vida y gobierno la persona y los actos de
Jesucristo.
Ahora bien; en la Iglesia, que es su reino, su sociedad y su familia (tal es el pensamiento de san
Pablo; cfr. Ef 2,19), Cristo aparece como pastor y pontífice, príncipe de los pastores y pontífice
supremo.
Cristo, como su nombre indica, es Pontífice constituido por el Padre; nos dice el Apóstol que
«Cristo, en cuanto hombre, no usurpó el pontificado de las almas, sino que fue llamado por el Padre
a esta dignidad» (Heb 5,5-6). Otro tanto se puede decir de su oficio de Pastor: «El Señor –vaticina
el profeta Ezequiel– establecerá sobre su pueblo un solo y único pastor para velar por su rebaño»
(Ez 34,23). Jesús mismo se apropia esta denominación cuando en la última cena, en aquel sublime
coloquio con su Padre, confiesa en voz alta que ha recibido de su Padre el cuidado de las almas:
«Tuyos eran y me los encomendaste» (Jn 17,6).
Este doble oficio es el que valió a Jesucristo «la plenitud del poder» (Mt 28,18). Y este poder quiere
compartirlo con un determinado número de hombres elegidos por Él según los designios de su
eterna providencia, y entre ellos distribuye «la medida de sus dones» (Ef 4,7). San Pablo dice que
«a unos constituyó apóstoles, a otros pastores para que trabajen en la edificación del cuerpo místico
y cooperen con Cristo en el ministerio y santificación de las almas» (Ef 4,11-12).
Semejante a ésta es la misión del abad y el doble ideal que ha de realizar. Llamado a participar de la
dignidad, oficio y gracia del Pontífice universal y supremo Pastor, hallará el abad su grandeza, su
perfección y su gozo en proporción del esfuerzo con que lleve a cabo esta comisión sobrenatural.
Esto nos explica por qué san Benito rodea de tantas precauciones la elección del abad, de modo que
quede perfectamente garantizada la autenticidad del llamamiento divino (como ocurrió con la
elección del apóstol san Matías. cfr. Hch 1,15-26); tal elección se hará «con el temor de Dios» (RB
64); y para que el elegido quede legítimamente revestido de la autoridad de jefe del monasterio,
debe ser confirmada por el poder supremo, personificado en el Sumo Pontífice. San Benito
especifica también las cualidades que debe tener el candidato y explica a los electores las
condiciones que deben buscar en el jefe del monasterio; finalmente determina los principios porque
se debe regir el electo y el espíritu con que debe gobernar las almas (RB 64).
A los ojos del gran Patriarca, el abad es ante todo pastor. Como hombre versado en la sagrada
Escritura, adopta san Benito este término, como ideal para determinar las relaciones del jefe de la
sociedad monástica con los miembros de la misma. Es digno de observarse cómo repetidas veces
usa las palabras «pastor», «rebaño», «oveja», no sólo en los capítulos concernientes al abad, sino
también en otros (RB 27 y 28). Prueba inequívoca de cuán caro le era este ideal: «Que imite el
ejemplo del buen Pastor» (RB 27). Ahora bien: ¿cuál es el primer deber del pastor? «Apacentar el
rebaño» (Ez 34,2). Y ¿qué alimentos deberá proporcionarle? Dios lo dice por boca de su Profeta:
«Vuestros pastores os apacentarán con la ciencia y la doctrina» (Jer 3,15). No es otra la sentencia de
Jesucristo: «No de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt
4,4). Y san Pablo se hace eco de esta misma sentencia: «El justo vive de la fe» (Heb 10,38; cfr.
Rom 1,17; Gál 3,11).
Por esto exige san Benito con tanta insistencia del abad «que conozca perfectamente la doctrina y la
ley divina, necesarias para el buen resultado de sus enseñanzas» (RB 2 y 64). ¿Qué quiere significar
con esto el santo Patriarca? ¿Por ventura el conocimiento teórico de la Filosofía y Teología? En
manera alguna; bien puede uno poseer todos los tesoros de la ciencia humana, aun en materia
teológica, y no ser de provecho para las almas. Escuchad cómo san Pablo insiste sobre este
particular: «Aun cuando yo hablara todas las lenguas de los hombres y el lenguaje de los ángeles,
conociera todas las profecías, penetrase todos los misterios y poseyese todas las ciencias: sin
caridad, vengo a ser un metal que suena o címbalo que tañe» (1 Cor 13,1-2). Y, en efecto, hay
quienes durante toda la vida se afanan estudiando sin alcanzar jamás el conocimiento útil y benéfico
de la verdad (2 Tim 3,7).
La ciencia de que habla san Benito y que exige en el abad, es un conocimiento de Dios y de las
cosas santas, sacado de las Escrituras, iluminado por los rayos del Verbo eterno y fecundado por el
Espíritu Santo. Y este Espíritu nos enseña que «la ciencia de los santos es la verdadera prudencia»
(Prov 9,10). Trátase, pues, de una ciencia de santidad, aprendida en la oración, asimilada y vivida
por el que ha de transmitirla, que brota del alma a manera de rayos de luz y calor celestial que
iluminan y fecundan los corazones. Tal es «la doctrina de sabiduría» (RB 64) en que ha de
sobresalir el abad; «el tesoro del saber, de donde saque las máximas tradicionales y nuevas
inspiraciones» (Mt 13,52; RB 64) para dirigir a aquellos que se alistaron en la escuela del divino
servicio (RB, pról.). Idea que se renueva en el rito de la bendición abacial, cuando la Iglesia pide a
Dios para el electo «el tesoro de la sabiduría, para que sea experto en lo antiguo y en lo nuevo».
Lo mismo en este punto que en todos los demás, Jesucristo, «sabiduría de Dios» (cfr. 1Cor 1,24), se
nos ofrece siempre como modelo. «Yo soy la verdad» (Jn 14,6), dijo Jesús: «He venido a este
mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). El mismo Padre celestial proclama a Jesús
como verdad viviente, cuando dice: «He aquí mi Hijo muy amado: oídle» (Mt 17,5); y
verdaderamente, «la doctrina de Jesús no era de Él, sino de Aquel que le envió» (cfr. Jn 8,16).
Acuérdese, pues, el abad de que participa de la dignidad y misión del Príncipe de los pastores;
esfuércese en contemplar continuamente en la oración la ley divina que Jesús enseñó, y busque con
ahínco unirse a Él en la fe. Únicamente entonces será un faro de verdad, capaz de iluminar con sus
purísimos resplandores de celestial doctrina el corazón de sus monjes; porque su principal deber es
inculcar esta verdad divina en los espíritus «como una levadura que fecundice todas las acciones»
(RB 2).
De aquí se deduce que la doctrina que enseñe ha de ser perfectamente ortodoxa. Al constituir
Jesucristo a san Pedro en pastor de las ovejas y de los corderos, le otorgó la indefectibilidad en la fe;
al abad, en cambio, no le concede este privilegio; razón es, pues, que cuide sin cesar de asegurarse
de la pureza de su doctrina, no sólo para apacentar el rebaño, sino también para defenderlo. En esta
materia son enemigos todos los que ofrecen pastos emponzoñados a las ovejas. Por tanto esté muy
atento el abad a que el error o las opiniones erróneas no se introduzca en el aprisco. Si san Benito le
exige con tanta firmeza que «sea versado en el conocimiento de la ley divina» (RB 64), es para que
pueda discernir el error y condenarlo implacablemente.
Oigamos las graves y solemnes amonestaciones del gran Patriarca al abad para que mida la
responsabilidad que le incumbe: «El abad jamás podrá enseñar, establecer ni ordenar nada que se
aparte de los preceptos divinos. Tendrá presente que en el tremendo juicio se le tomará cuenta
rigurosa de su doctrina y de la dirección de sus monjes; que se le demandarán las pérdidas que el
Padre de familias comprobare en el rebaño» (RB 2). En la reunión antes de completas, no permitirá
que se lean más que las Escrituras canónicas o los escritos de los Padres, recomendados como
ortodoxos y «católicos» (RB 9 y 73), y, en el culto divino, se inspirará en la tradición de la Iglesia
romana «salmodiando al uso romano» (RB 13).
Se revela, pues, en toda la Regla, esta constante solicitud: el abad, como pastor que es, debe
identificarse con Aquél, cuyo mando reemplaza, a fin de guiar el rebaño confiado a sus cuidados a
pastos abundantes «hasta la montaña del Señor» (cfr. 1 Re 19,8.).
Terrible responsabilidad, sobre la cual insiste san Benito a menudo con una energía
desacostumbrada: «Que el abad–dice– tenga como verdad indudable la cuenta rigurosa que ha de
dar a Dios el día del juicio, no solamente de su alma, sino que también de las de aquellos que se le
han confiado. Este saludable temor de los juicios de Dios –continúa el santo Legislador– le hará
precavido, y el cuidado que ponga en dirigir las ovejas de Cristo será estímulo para él mismo
conservarse puro y sin mancilla delante del Señor» (RB 2).
Sólo con esta condición le asegura san Benito «la bienaventuranza eterna, prometida al siervo fiel
que distribuyó a tiempo entre los suyos el pan de la doctrina revelada, el alimento de la sabiduría»
(RB 64; cfr. Mt 24,47).
2. Como pontífice
Al ideal de pastor, tantas veces evocado en la Regla, añade la Iglesia en la bendición del abad el de
pontífice. En efecto, con las fórmulas de sus invocaciones, su rito y las insignias exteriores de que
reviste al electo, la esposa de Cristo quiere significar a la vista de todos la cualidad de pontífice que
vincula al oficio del jefe del monasterio por ella bendecido.
También en esto representa a Jesucristo el abad: el cual debe esforzarse, en cuanto se lo permita su
debilidad, en realizar este ideal sublime con la santidad de vida. San Benito se lo exige; debe «unir a
la doctrina de sabiduría el mérito moral» (RB 64).
Es necesaria al pontífice la santidad personal. Todo pontífice, dice san Pablo, es intermediario entre
Dios y los hombres (cfr. Heb 5,1); él presenta a Dios las oraciones y los votos del pueblo y, por su
conducto, se comunican a las almas los dones celestiales. Mal podría allegarse a Dios y abogar
eficazmente por el pueblo, si no fuera agradable al Señor por la pureza de su vida.
Llamado Jesús por el Padre a ser por derecho propio el Pontífice único, es «santo, inocente,
inmaculado, segregado de los pecadores y ensalzado sobre los cielos» (Heb 7,26); tan encumbrado
que es el mismo Hijo de Dios y, como tal, objeto de las complacencias del Padre: por esto puede
abogar por nosotros. Además de la santidad personal, posee Jesús «la gracia de cabeza», por la cual
es «cabeza nuestra», un medianero todopoderoso, que comunica a todo su cuerpo místico vida y
santidad. Toda acción de Jesús, además de homenaje de amor supremo a su Padre, es fuente de
gracia para los hombres.
Algo análogo tiene que verificarse, en cuanto lo permita la naturaleza humana, en quien es cabeza
del monasterio. Cuando la Iglesia lo establece canónicamente, pide a Dios que le comunique «el
espíritu de la gracia de salvación»; que «se complazca en derramar sobre él el rocío de copiosas
bendiciones». El obispo, extendiendo las manos sobre la cabeza del elegido, pide que sea
verdaderamente elegido del Señor y digno de ser santificado.
Desde este momento ha de esforzarse el abad en no vivir y santificarse únicamente para sí, sino para
sus hermanos; de suerte que pueda decir como el Pontífice supremo, cuyo representante legítimo es,
y de cuya dignidad participa: «Me santifico por ellos» (Jn 17,19). El día de su profesión monástica
se consagró a Dios sin reserva para glorificarlo en su perfección personal; mas, después de la
bendición abacial, debe tratar con empeño de procurar, en la medida de sus fuerzas, la gloria de
Dios, con la santidad y la fecundidad de las almas que se le han confiado, «a fin de que el pueblo
que sirve al Señor crezca en mérito y en número» (Oración super populum del martes de Pasión).
Cada grado de unión mayor con Dios y cada paso adelante en la vía de la santidad, le hará más
poderoso ante Dios y más fecundo en su acción sobrenatural sobre los espíritus y corazones: todo lo
cual da una importancia capital a la santidad personal que san Benito exige del abad.
Acuérdese siempre el abad, dice el santo Patriarca, de que «debe dirigir las almas a Dios» (RB 2), y
de que en toda sociedad el jefe debe ser «el modelo del rebaño» (1 Pe 5,3). Sin duda alguna, el abad
comunica al monasterio su propio sello, reflejando sobre él su manera peculiar de ser. Con razón
puede decirse: «Cual es el abad, tal es el monasterio»; lo cual podemos comprobar si registramos la
historia de las órdenes religiosas. Los primeros abades de Cluny, Odón, Odilón, Máyolo y Hugo, los
cuatro fueron grandes y admirables santos, a quienes la Iglesia concedió el honor de los altares; su
santidad ilustró a la Abadía con tan brillantes resplandores, que era llamado el célebre monasterio
«atrio de los ángeles» [Vita sancti Hugonis auct. Hildeberto. Migne, P. L., t. CLIX, 885].
Todos tuvieron un largo abadiato; de suerte que las dos primeras centurias de Cluny son una
verdadera florescencia de santidad. Después les sucedió otro que estaba bien lejos de la santidad de
sus predecesores, y Cluny comenzó entonces a decaer en el camino de la perfección, siendo
necesarios para encauzarlo de nuevo los esfuerzos reformatorios de otro santo, Pedro el Venerable.
Este ejemplo, entre mil, demuestra que el abad es la Regla viviente que plasma a su imagen el
monasterio.
¿Por qué la santidad personal es, además, indispensable en el abad? Para cumplir enteramente su
oficio de medianero. Dice san Gregorio en uno de sus escritos, que si un embajador no es persona
grata al soberano a quien es enviado, lejos de favorecer la causa representada, corre riesgo de
comprometerla; y en otra parte, afirma que el Pontífice no podrá interceder eficazmente por su
rebaño si no es un familiar de Dios, por la santidad de vida. [«¿Cómo podría usurpar el lugar de
intercesor ante Dios en pro del pueblo quien no sabe hacerse familiar de su gracia con el mérito de
su vida?» (Reg. past., I, 10. Cfr. Lex Levitorum, por Mgr. Hedley, obispo de Newport. Traducción
francesa, pág. 218). Nótese que san Gregorio emplea las palabras «mérito de su vida», empleadas
también por san Benito].
No basta, pues, que el abad observe una vida pura, irreprensible, para que pueda con su ejemplo
arrastrar a sus hermanos por el camino de la santidad: es preciso que sobresalga por «el mérito de su
vida», para poder interceder con más eficacia delante de Dios en favor de su rebaño; y con ello
señalamos la condición más alta de la influencia vital que la cabeza puede ejercer sobre los
miembros de la sociedad monástica. En el Antiguo Testamento, los jefes de Israel, como Moisés,
obtenían los divinos favores para su pueblo, porque eran santos, amigos de Dios. «Id a mi siervo
Job –oímos al Señor–; él rogará por vosotros; le atenderé benévolo y olvidaré vuestro proceder
insensato» (Job, 42,8).
Moisés y Job eran, en ese punto, figuras anticipadas de Cristo, único y verdadero medianero que
puede aplacar la justicia del Padre y obtenernos todos los dones celestiales. Y ¿por qué nuestro
divino Pontífice decía que «siempre era oído del Padre» (Jn 11,42), sino porque «siendo puro,
inmaculado, más alto que los cielos» (Heb 7,26), es por excelencia «el Hijo de predilección»? (Col
1,13).
Si, pues, el abad quiere desempeñar dignamente su misión, debe tratar con todas veras de unirse a
Dios. En Jesucristo, la humanidad estaba hipostáticamente unida al Verbo, y de esa unión fluían
raudales de gracias sobre las almas; por analogía, y en cuanto se compadece con la humilde
condición humana, el abad debe unirse y vivir la vida del Verbo divino, para extraer de «sus tesoros
de sabiduría y ciencia» (Col 2,3) las gracias que ha de derramar sobre su rebaño.
Tenga entendido que sólo con una vida de oración alcanzará esta fecunda unión. Como Moisés en la
montaña, debe tratar familiarmente con Dios (Cfr. Ex 19,3-20,21; 32,11-14.30-35; Dt 5,23-31) y
entonces podrá comunicar eficazmente a sus hermanos las órdenes del Señor y las luces recibidas
en el comercio asiduo con Aquel que es «padre de las luces, de quien desciende todo don perfecto»
(Sant 1,17), capaz de regocijar a las almas.
4. Por su bondad
¿Es acaso la discreción la única virtud fundamental que san Benito requiere del abad? No; quiere
que una a la discreción el amor; o mejor, el amor de las almas será el que comunicará al jefe del
monasterio y perfeccionará en él el tacto sobrenatural. Sólo un amor intenso e individual de las
almas le moverá eficazmente a conducirlas a Cristo, según los talentos, aptitudes, debilidades,
necesidades y aspiraciones de cada una.
Elevemos por unos momentos nuestra mirada hasta la Trinidad adorable: ¿qué contemplamos? Al
Verbo, que, con el Padre, es principio del Espíritu de amor. Como Verbo encarnado, Cristo pasó a
ser «el Buen Pastor, que da su vida por las ovejas» (Jn 10,11.15), dándonos «la prueba mayor del
amor» (Jn 15,13). Y si Cristo, como enseña expresamente san Pablo, tomó con la naturaleza todas
nuestras miserias, excepto el pecado, fue «para constituirse en pontífice compasivo, y saber así
mostrarse misericordioso para con la debilidad humana» (Heb 2,17).
San Benito, que estaba saturado del espíritu evangélico, refleja este espíritu de misericordia en toda
su Regla. Recordemos con qué bondad quiere que el abad y los oficiales que hacen sus veces traten
a los niños (RB 37) y a los ancianos (RB 37), a los monjes delicados de salud (RB 36), a los
peregrinos (RB 53) y a los pobres (RB 53); con cuánta humildad y delicadeza ordena que sean
recibidos los huéspedes y forasteros (RB 53); qué solicitud por los enfermos (RB 36) en aquellos
capítulos consagrados a los miembros doloridos de Cristo; todo ello revela la ternura del gran
Patriarca.
Mas, en el capítulo del abad es donde especialmente intima al jefe del monasterio este precepto del
amor: «Ame a los hermanos» (RB 64). Sí, el abad ha de amar intensamente a sus monjes con un
amor igual para todos» (RB 2); «porque todos somos uno» en Cristo –añade san Benito–, en el cual
no hay esclavo ni libre, puesto que todos fuimos igualmente llamados a la misma gracia de
adopción y a la participación de la misma herencia celestial».
Con todo; así como Dios se complace más con aquellos que mejor reproducen la imagen de su
Divino Hijo –en esto consiste el ideal de nuestra predestinación–, de la misma manera puede el
abad «mostrar más amor a los que, con sus buenas obras y su obediencia, se aproximan más a este
divino modelo» (RB 2).
Insiste mucho san Benito sobre el amor que el abad debe tener a sus monjes. Sin ambages dice que
«ha de procurar ser más amado que temido» (RB 64): es decir, que su gobierno nada tenga de
tirano. Este amor del abad ha de extenderse hasta donde sea posible, sin limitación. Leed, si no, el
capítulo en que nuestro glorioso Padre trata minuciosamente «de la solicitud que ha de guardar el
abad con los que cometen alguna falta» (RB 37), y veréis que el Legislador aduce el ejemplo del
Buen Pastor, que deja las noventa y nueve ovejas para ir tras una sola que se había extraviado. (Cfr.
Lc 15,4-7)
Mas esta bondad no debe degenerar en debilidad culpable. Jesucristo, tan amable y misericordioso,
¡cómo se irrita contra la maldad! Perdona a la Magdalena y a la adúltera, y ¡con cuánta
mansedumbre tolera los defectos de sus discípulos!, pero, ¡qué firmeza ante el vicio, especialmente
el orgullo farisaico! (Cfr. Mt 23,13-33)
Asimismo el abad, representante de Cristo, se ha de esforzar, por «arduo y difícil que sea su
cometido», en imitar en esto al divino modelo: «ame a los hermanos, mas aborrezca los vicios». Si
hay necesidad de corregir a un monje en algo, repréndalo caritativa y fraternalmente. Cierto, un
superior excesivamente severo podrá causar estrago en las almas; pero no es menos cierto que
decaería en el monasterio la observancia si el abad, benigno en demasía, no corrigiera los abusos o
accediera a todo cuanto se le pidiere.
Sin embargo, en todo, sea la caridad la norma de su proceder. Podrá ser que durante cierto tiempo
un monje no rinda lo que de él se esperaba ¿Qué hacer entonces? ¿Abandonarlo a sí mismo? Al
contrario; espere el abad con gran paciencia la hora de la gracia, y acuérdese, dice nuestro glorioso
Padre, del patriarca Jacob, que no fatigaba sus rebaños con jornadas demasiado largas (Gén 33,13;
RB 64); no olvide que no todas las almas son llamadas a un grado de perfección idéntico, y
condescienda con aquellos cuyos progresos son más lentos y penosos.
Pero, ¿qué hará el abad con los que verdaderamente son de mala voluntad? En este caso, quiere san
Benito que use con todo rigor «del hierro de la separación»; no sea, dice, que una oveja enferma
inficione todo el rebaño (RB 28). Con todo, mientras no tropiece con una obstinación incorregible,
«abunde en misericordia» a imitación de Jesucristo, a fin de que, según lo prometido en las
Bienaventuranzas, «alcance igual misericordia»; porque «ha de recordarse de su propia fragilidad»
(RB 64).
Procure, finalmente, que tengan perfecto cumplimiento en su gobierno aquellas bellas palabras que
nuestro santo Padre trae a propósito del mayordomo fiel: «Que nadie se inquiete en el monasterio,
que es casa y familia de Dios» (RB 31). Todos los corazones sencillos y rectos que buscan a Dios y
viven de su gracia deben siempre sobreabundar en gozo y, con el gozo, en «la paz que sobrepuja
todo sentimiento» (Fil 4,7).
6. Docilidad de espíritu
El amor sincero y humilde hacia el abad debe traducirse en una gran docilidad de espíritu a sus
enseñanzas, y en una obediencia generosa a todo lo que disponga. También aquí la fe es nuestro
guía luminoso.
Dios, que todo lo hace sabiamente, se acomoda en el obrar a nuestra naturaleza: habla a la
inteligencia para mover la voluntad, y así la luz se convierte en principio de acción. Por esto dice el
Apóstol: «Dios quiso salvar el mundo y santificar las almas por la predicación, aunque ésta parezca
locura a los ojos de los sabios» (1 Cor 1,21). Esta voluntad de Dios, así como todos sus designios,
es adorable. Notad bien que Cristo no mandó a sus Apóstoles escribir, sino predicar; y por este
medio renovó el mundo. El Verbo es el que santifica las almas; mas, para lograrlo, hubo de
revestirse de forma humana y tangible.
De igual manera el Verbo toma asimismo una forma sensible por la predicación, y, mientras la
palabra se desprende de los labios y suena en los oídos, el Verbo interior penetra en el alma y se
insinúa suave y fuertemente en la voluntad. Cual eco íntimo de lo que sucede en el mundo exterior,
«la fe proviene del oír» (Rom 10,17). Pero, continúa el Apóstol, «¿cómo nacerá esta fe si no hay
quien la predique?» (Rom 10,14). Jesucristo ha provisto a ello: «He aquí que yo os envío: id y
predicad a toda criatura» (Lc 10,3; Mc 16,15).
Estos enviados de Cristo no hablan por cuenta propia, sino en nombre del que los envió: «El que a
vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia» (Lc 10,16). Son ellos
«los embajadores de Cristo, como si Dios nos exhortase por medio de ellos» (2 Cor 5,20). Por
consiguiente, su palabra no es de hombres, sino de Dios; el cual manifiesta su poder en los que
creen [«Al oir la palabra de Dios que os predicamos, la acogísteis no como palabra de hombre, sino
como palabra de Dios, cual en verdad es, y obra eficazmente en los que creéis» (1 Tes, 2,13)].
Porque es de saber, dice san Pablo, que «es Cristo el que habla en nosotros» (2 Cor 13,3).
Por donde se echa de ver la obligación que pesa sobre todo legítimo pastor de repartir a sus ovejas
el pan de la doctrina. Esta obligación incumbe también al abad, quien, como hemos visto, en virtud
de su institución, y por voluntad expresa de san Benito, es missus, esto es, constituido por la Iglesia
sobre una porción del rebaño de Cristo.
Mas su palabra, como la de todos los mensajeros de Cristo y aun la del mismo Señor, no siempre
produce los mismos efectos. Lo que se ha dicho de la humanidad de Jesucristo: «Será causa de ruina
y principio de resurrección para muchos» (Lc 2,34), se puede decir de la palabra evangélica. Es
semilla de vida, pero no fructifica, afirma el mismo Verbo (Lc 8,15), más que en los corazones bien
dispuestos. Observemos lo que sucedió al Señor durante los años de ministerio. A pesar de que era
el Hijo de Dios, enviado del Padre, proclamado Maestro por el oráculo divino: «Oídle» (Mt 17, 5); a
pesar de ser la sabiduría eterna y de estar sus enseñanzas henchidas de unción del Espíritu de amor,
siendo sus palabras, según El mismo declara, «espíritu y vida» (Jn 6,64), ¿qué dijeron aquellos que
le escuchaban con corazón torcido? «Dura es esta palabra, ¿quién la puede oír?» (Jn 6,61).
¿Estaban faltos de inteligencia aquellos oyentes y discípulos? No: pero su corazón se resistía. Y
¿cuál fue el efecto de aquella actitud?: «Abandonar a Jesús desde aquel momento» (Jn 6,67).
Abandonaron a Cristo «para su perdición» (Mc 16,16). Veamos, en cambio, qué conducta más
diferente observaron los Apóstoles. Escucharon de boca de Jesús las mismas palabras; mas para sus
corazones rectos y simples fueron palabras de salvación. Y vosotros, les preguntó el Maestro,
«¿queréis iros también?» «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68-69),
¿De dónde esta diferencia, y quién ha abierto este abismo que media entre los dos grupos de
oyentes? Las disposiciones del corazón.
Lo que decimos de la predicación de Jesús se puede también afirmar de la de todos sus enviados:
«El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia». Ahora bien,
dice san Benito que el abad hace las veces de Cristo; conviene, pues, oírle como se oiría a Cristo,
«con corazón bueno» (Lc 8,15). Al comienzo del Prólogo leemos una palabra importante. El gran
Patriarca nos invita a acoger «con alegría» y ejecutar eficazmente sus enseñanzas. Y para obtener
este resultado nos dice que «inclinemos el oído de nuestros corazones a sus palabras». [San
Gregorio usa muchas veces las mismas palabras y en idéntico sentido: «Si oye la palabra de Dios el
que es de Dios y no puede oírla el que no lo es, pregúntese a sí mismo cada cual si oye esta palabra
con los oídos de su corazón, y sabrá a qué espíritu pertenece» (Homilía 18 sobre el Ev.)]
Por donde, si escucha únicamente el espíritu, sin que coopere el corazón, la palabra de Dios no
producirá todos sus frutos. Y de la misma manera, si escuchamos las palabras de aquel que ocupa
entre nosotros las veces de Cristo sin fe y humildad, sin espíritu filial, como quiere san Benito
(Admonitionem patris. RB, pról.), antes bien con espíritu fiscalizador o con un corazón reservado,
tales palabras, aunque las profiera un santo, serán estériles y aun nocivas a las almas, con la terrible
consecuencia de que en el día del juicio se nos pedirá estrecha cuenta de todas las enseñanzas de
que no hemos querido aprovecharnos. [Habla san Pablo de «los ojos iluminados del corazón»
necesarios para conocer la verdad» (Ef 1,18)]. Por esto, el Salmista exclamaba: «Si oyereis hoy la
voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones» (Sal 104,8). Y ¿cómo se endurece el corazón?
Por el orgullo del alma.
«Bienaventurados aquellos –nos dice el Señor– que oyen la palabra divina» (Lc 11, 28) con fe y
humildad, aunque sean o se consideren más sabios que el que les predica; recibiéndola con «un
corazón sencillo y bien dispuesto» (es siempre la misma idea), aquella semilla dará «el ciento por
uno», y aquella abundancia de frutos «que regocija a nuestro Padre que está en los cielos, porque en
ella es glorificado» (Jn 15,8).
7. Obediencia de acción
A la docilidad del espíritu, san Benito ordena que el monje una la obediencia de acción: «que por
amor de Dios se someta al superior con toda obediencia» (RB 7). Sobre este punto trataremos más
adelante, porque el santo Patriarca le consagra un capítulo importante. Lo que sí hemos de notar
aquí es un doble aspecto muy característico del modo de obrar de nuestro Padre san Benito. Por una
parte, revela una gran amplitud de miras en la organización material de la vida monástica; por otra,
una fidelidad casi ilimitada a los menores detalles de la observancia, cuando han sido fijados por la
autoridad.
Bien lejos de todo lo que parezca convencionalismo y formulismo, el Legislador del monacato deja
a la discreción del jefe del monasterio muchas particularidades, algunas no de poca monta. Por
ejemplo: le repugna, al hablar de la alimentación del monje, fijar con demasiada precisión la
cantidad o la calidad, porque «cada uno –en lo que toca a sus necesidades corporales– tiene su
propio don de Dios» (RB 40); y así, en caso de enfermedad y a los delicados les permite comer
carne (RB 36 y 39), y de un modo general el uso moderado del vino (RB 40). Más aún: si algún día
el trabajo de los monjes es más fatigoso que de ordinario, el abad podrá aumentar la cantidad
acostumbrada (RB 39).
Igual libertad le concede en el vestir: escogerá lo más conveniente según el clima y otras
circunstancias (RB 55); y al tratar de las penas y castigos por las faltas cometidas, lo deja en general
«al arbitrio del abad» (RB 34). La misma distribución de los salmos, en el oficio divino, la deja a su
facultad si encuentra mejor modo de hacerlo que el trazado en la Regla (RB 18).
Vemos, pues, la gran discreción y libertad con que establece y reglamenta san Benito las cosas
materiales; pero no es menos notable la escrupulosidad de obediencia que exige a las menores
prescripciones, una vez establecidas. La autoridad del abad se extiende, en cierto modo,
indefinidamente: todos, desde el prior y el mayordomo hasta el último de los hermanos, «deben
obedecer las disposiciones que el abad estime útiles» (RB 3). Cualquier acto ejecutado
conscientemente sin la anuencia del abad se reputará a presunción, y por mínimo que sea incurrirá
en la sanción debida: «Quede sujeto a la pena regular quienquiera que se atreviere a hacer alguna
cosa por pequeña que sea, sin orden del abad» (RB 67).
Esta completa sumisión se extiende, como es natural, al uso de los objetos del monasterio: «A nadie
es lícito dar, recibir o tener cosa propia sin permiso del abad» (RB 33). San Benito va aún más
lejos: los mismos actos de mortificación ejecutados por los monjes fuera de lo ordinario son
considerados por él como «presuntuosos, vanos e indignos de recompensa» si no han sido antes
autorizados y bendecidos con su beneplácito y oración. «Que todo se haga según la voluntad del
abad» (RB 49).
¿Cómo explicar un proceder en apariencia tan contradictorio? ¿Cómo conciliar exigencia tan
estrecha y generosidad tan amplia? San Benito tenía una inteligencia asaz perspicaz, para no hacer
consistir la perfección monástica en tal o cual detalle de la vida común: semejante conducta
acusaría una tendencia farisaica que repugnaba a la grandeza de su alma. En esto demuestra su
maravillosa discreción. Estos detalles tienen sin duda su importancia, mas sólo constituyen la
materia de la perfección; la forma de ésta es mucho más elevada: es la entrega absoluta e
incondicional del monje a la voluntad divina por medio de una obediencia llena de amor y
generosidad.
Por esta razón se muestra san Benito tan exigente una vez que se ha manifestado esta voluntad. «La
obediencia que se presta a los superiores, se presta a Dios» (RB 5). Así también, añade, los que
anhelan la vida eterna, «desean vivir bajo la autoridad del abad» (RB 5). Subrayemos bien el
término adoptado: nuestro glorioso Padre no dice que soporten la autoridad del jefe del monasterio,
sino que la deseen. Tan cierto es que el santo Legislador ve en la obediencia «la ruta segura que
lleva a Dios» (RB 71).
Fiel a su método, esencialmente cristiano, el gran Patriarca muestra a sus hijos el único ejemplar de
perfección, Jesucristo: mediante la obediencia al abad imitarán los monjes a Aquel que dijo: «No
vine a hacer mi voluntad, sino la del que me envió» (cfr. Jn 6,38; RB 7).
Esta es la fecundidad sobrenatural del principio asentado por san Benito: «En el monasterio se
considera al abad como representante de Cristo». El abad conduce las almas a Dios troquelándolas
en la imagen del Hijo, en quien el Padre tiene todas sus complacencias.
No perdamos jamás de vista este principio esencial, porque es la síntesis perfecta de toda nuestra
vida, cual faro luminoso y benéfico que nos dirige. El abad ocupa el lugar de Cristo: es el jefe de la
sociedad monástica, pontífice y pastor; los monjes deberán rendirle un amor humilde y sincero, una
gran docilidad de espíritu, y una obediencia perfecta. Una comunidad benedictina animada de tales
sentimientos, será el verdadero palacio del Rey, el paraíso donde «la justicia y la paz se darán el
beso de amor» (Sal 84,11). De estas almas que tan «de veras buscan a Dios» (RB 58), brotará,
según la expresión del santo Patriarca, este suspiro íntimo y generoso: «Padre, hágase tu voluntad
así en la tierra como en el cielo». Esfuércese el abad por la oración humilde, por la continua
sumisión a la sabiduría eterna y la unión íntima con el Príncipe de los pastores, en conocer esta
voluntad divina, para proponerla a sus hermanos; y que éstos, a su vez, la cumplan con una
obediencia generosa inspirada en el amor.
Y cuando el Señor (por seguir sirviéndonos de las palabras de san Benito) (RB, pról.) mire a la
tierra para observar si hay almas que le buscan, reconocerá en la comunidad corazones que le son
gratos, porque son la imagen del Hijo de su amor; verá realizado en ella aquel sublime ideal del
Espíritu Santo en las sagradas Escrituras: «He aquí una generación que busca al Señor, al Dios de
Jacob» (Sal 23,6).
Nada hay que revele tan sensiblemente esta admirable y fecunda doctrina sobrenatural como la misa
conventual celebrada por el abad rodeado de la corona de sus monjes. Revestido de las insignias de
su dignidad, el jefe del monasterio ofrece a Dios la Víctima santa; o más bien, por su ministerio,
Jesucristo, Pontífice supremo y mediador universal, se ofrece al Padre. El abad presenta a Dios los
homenajes, los deseos y los corazones mismos de los monjes, de los cuales sube al cielo un perfume
de sacrificio y de amor, que recibe el Padre por mediación de Jesucristo «en olor de suavidad» (Ex
24,41).
En este solemne momento de la oblación santa, en que las voces se funden en una misma alabanza y
los corazones se aúnan en un mismo esfuerzo de adoración y de amor hacia Dios, el abad digno de
este nombre podrá repetir las palabras que el divino Pastor pronunció ante sus discípulos en el
momento en que iba a entregarse por sus ovejas: «Padre, tuyos eran y me los diste… No pido que
los saques del mundo, sino que los guardes del mal… Que sean una misma cosa conmigo como yo
y tú lo somos, y que tu amor esté con ellos y a todos les sea dado contemplar un día la gloria de tu
Cristo y compartir tu bienaventurada compañía con tu amado Hijo y vuestro común Espíritu» (cfr.
Jn 17).
Hemos aludido antes de ahora a la analogía que hay entre la Iglesia y la sociedad monástica
instituida por san Benito.
Observaremos, primeramente, que las órdenes e institutos religiosos, promovidos por el Espíritu
Santo y reconocidos y aprobados por la Iglesia y asociados a ella oficial y canónicamente, tienen,
por esta razón, una unión más estrecha con la Esposa de Cristo; sus miembros, como privilegiados
de la Iglesia, se hacen acreedores con título especial a las bendiciones celestiales.
Pero menester es, para que estas gracias especiales lleguen a las almas, que vivan la vida orgánica
de la sociedad de que son miembros. Es ésta una verdad muy importante. Así como nosotros nos
incorporamos a Jesucristo por la Iglesia el día del bautismo, de la misma manera entramos en la
corriente de la gracia religiosa el día de nuestra profesión: desde entonces participamos eficazmente
de ella en la medida en que vivamos la vida común. Si alguno pretendiese desentenderse de los
ejercicios comunes, no vinculando a ellos ciertas gracias, por tratar directamente con Dios, caería en
el error de los protestantes, que se imaginan allegarse a Dios sin la ayuda de la Iglesia: quieren la
gracia divina a su modo; mientras los católicos buscamos a Dios como Él quiere que se le busque,
esto es, rindiéndole homenaje de humildad y de fe.
Nosotros, ¿qué pedimos el día de la recepción del santo hábito? «La misericordia divina y el ingreso
en la familia monástica», que nos obtendrá aquélla. Apartados de la vida común, que es la señal de
nuestra especial elección, seríamos los desechos de la orilla del río, que éste sigue humedeciendo,
pero sin querer arrastrarlos en las corrientes impetuosas de sus aguas vivas.
Bien se echa de ver la importancia que para el religioso tiene la vida común tal como está ordenada
y establecida; para el monje, como para el cristiano, la excomunión, aun en el mero sentido
monástico, como la establece san Benito, es una pena terrible.
Hay inteligencias, dice el santo Legislador, incapaces de comprender la gravedad de esta pena y el
daño que se acarrean, al ponerse en el caso de ser excluidos por el superior de la vida común. El
santo Patriarca establece esta pena para algunas culpas; pero entendemos que el así excomulgado no
está privado del amor paternal que el abad debe sentir por todos sus monjes. El amor humano, como
el divino, se compadece bien con la severidad que en ciertos casos hay que adoptar, y se manifiesta
tanto en la aplicación de castigos saludables, como en las recompensas y halagos. Para sanar a un
enfermo, ¿no acude a veces el médico a prohibiciones, a separaciones, a remedios amargos?
Serán rarísimos, en verdad, los casos en que el abad, único que la puede fulminar, se verá precisado
a decretar la excomunión, y aun entonces tiene esta pena diversos grados. Pero también puede
suceder que, si nos descuidamos, nosotros mismos nos excomulguemos; y entonces el daño es más
temible, por cuanto la reacción saludable es más difícil.
¿Y cómo sucederá esto? Por infidelidades consentidas y habituales; por la voluntad propia, que
gradualmente abandona los ejercicios y usos de la vida común. Hay individuos con tendencia a
preferir lo que hacen privadamente a lo que hace la comunidad como tal; se imaginan, por ejemplo,
que les es más provechoso pasar la recreación dedicados a Dios en el oratorio que departir en
conversación con sus hermanos: tal piedad, no solamente es falsa, sino prácticamente estéril o cosa
peor. ¿Cómo puede comunicarse Dios a unas almas que se apartan ellas mismas del curso de las
gracias por Él determinado? Es imposible: Dios se comunica solamente a las almas dóciles y fieles,
esto es, a aquellas que, obedeciendo a la autoridad legítima, están donde las quiere la obediencia, a
la hora y en el empleo que ella ordena. Si Dios no nos encuentra donde nos busca, no seremos
bendecidos: «Bienaventurados los siervos a quienes el amo al llegar encuentre vigilantes» (Lc
12,37).
Recordemos, por otra parte, que ninguna circunstancia externa puede impedir la acción divina y su
eficacia benéfica sobre las almas. Santa Catalina de Siena, en plena calle, mientras volvía una tarde
con su hermano menor Estéfano a su casa, tuvo su primera visión: se le apareció el Señor, sentado
en magnífico trono, y le sonreía amorosamente, al mismo tiempo que hacía sobre ella la señal de la
cruz.
«Y fue tan poderosa la bendición del Eterno, que fuera de sí, a pesar de que la jovencita era tímida
por naturaleza, se estuvo queda en la vía pública, con los ojos clavados en el cielo, en medio del ir y
venir de los hombres y animales» [Jörgensen, Santa Catalina de Siena, pág. 6].
Lo que sucede a los santos se realiza también proporcionalmente en toda alma fiel: Jesucristo busca
a veces los momentos que parecen humanamente más inoportunos, menos propicios al
recogimiento, para comunicarnos sus luces, y con tanta mayor abundancia, cuanto más despejada
esté de la propia satisfacción el alma, atenta sólo, por la obediencia, a cumplir la voluntad divina.
Prodiga sus luces a veces con tal esplendor, que el abrazo del Esposo es largamente saboreado y el
alma se embriaga en el perfume de la visita divina.
Cada uno puede excomulgarse a sí mismo, no sólo distanciándose de los demás, por infidelidades,
por piedad mal entendida, apartándose de los ejercicios, usos y costumbres de la vida común, sino
también por las singularidades. Se puede faltar en esto de diversos modos, pero principalmente
vamos a fijarnos en los ejercicios de piedad y devoción. Es fácil hallar pretextos para justificarse a
los propios ojos; persuadirse que así se demuestra un conocimiento más profundo de las cosas que
se ejecutan, pensar que se llevan a cabo acciones magníficas.
Empero, san Benito nos enseña que esto no es otra cosa, muchas veces, que vano orgullo; porque
esto equivale a decir: «Sé mejor que los otros lo que hay que hacer; comprendo mejor cómo hay que
obrar: no soy como los demás» (Lc 18,41). Por ordinarias y sencillas que sean las maneras usuales
de proceder, es una prueba de humildad, dice nuestro bienaventurado Padre, conformarse con ellas,
sin afán de distinguirse: «El octavo grado de humildad consiste en que el monje nada haga sino lo
preceptuado por la Regla común del monasterio y cuanto persuada el ejemplo de los mayores» (RB
7).
Es un punto éste de suma importancia, porque la gracia parece como que se halla vinculada a la
humilde observancia de las costumbres y tradiciones comunes. «Dios da su gracia a los humildes»
(1 Pe 5,5; Sant 4,6), mientras el orgullo, del que casi siempre procede el singularizarse, nos aparta
de Él y nos hace insoportables a nuestros prójimos, muchas veces sin darnos cuenta. Consideremos
a nuestro divino Salvador: ¿qué modelo más perfecto de santidad encontraremos para nuestro
ejemplo e imitación?
Es Dios la eterna Sabiduría encarnada; todo lo que hace es infinitamente agradable al Padre (Jn
8,29), no sólo porque es Hijo de Dios, sino porque todo lo hace con perfección divina. Durante
treinta años permanece en tal oscuridad –precisamente lo contrario del singularizarse– que al
empezar su vida pública sólo es conocido como «el hijo del artesano» (Mt 13,55). Asombraban a
todos su doctrina sublime, sus grandes milagros, porque hasta entonces se había abstenido de la
menor ostentación. Y ¡qué sencillez admirable en los actos de su vida pública! «Fatigado en sus
correrías apostólicas, se sienta sobre el brocal del pozo» (Jn 4,6). No muestra nunca afectación,
singularidad, ni exhibición. Y poseía, sin embargo, todos los tesoros de la ciencia (Col 2,3). En
comparación de la suya, ¿qué son nuestros conocimientos personales, toda la ciencia humana?
Suprema estulticia, nada.
El verdadero monje, que jamás pierde de vista al divino modelo, sigue siempre con sencillez,
rectitud y abandono filial las costumbres que son corrientes en la sociedad en que entró y que son
señal de la unidad que Cristo quiere reine en su cuerpo místico. Nos atreveríamos a decir que en
ellas encontrará exteriormente escrito para él el programa práctico de la perfección que juró buscar;
y si el demonio intenta engañarnos con el señuelo de estar más unidos a Dios por prácticas privadas,
con singularidades, no le atendamos. Si algún día alcanzásemos aquella santidad que san Benito
requiere de los ermitaños, y nos constase que esa era la voluntad de Dios, entonces sí podríamos
fabricarnos un retiro, tributando al Señor los homenajes de adoración y respeto, que pide de tal
vocación extraordinaria.
Entre tanto, ya seamos simples monjes, ya gocemos de la confianza del abad, que nos invistió de
parte de su autoridad, esforcémonos por observar la vida común: es el camino que nos trazó san
Benito, el mismo que nos señala el Señor. La observancia común será la señal de nuestra estabilidad
en el bien, como de la permanencia de la gracia en nosotros; porque en ella encontraremos a
Jesucristo, y viéndonos el Padre unidos a su Hijo en todo, nos colmará por Él «de toda bendición
celestial» (Ef 1,3).
[«Vale más un poco de obediencia –escribía Mons. Gay a una carmelita– que mucho de propia
voluntad, aunque ésta llegue a la inmolación de sí mismo. Mejor os quisiera ver en una vida común
que no en una vida más santamente brillante y aparentemente más inmolada». Mgr. Gay, directeur
de conscience, en Revue du clérgé français, 1916, II, pág, 313].
6. Estabilidad en el monasterio
Al unirnos el voto de estabilidad a la familia monástica, nos liga además al monasterio: y el monje
debe, por consiguiente, amar los muros mismos de la abadía. Es ésta para él la Jerusalén santa, «la
ciudad de paz», en que vive bajo las miradas de Dios, en la obediencia al representante de Cristo, en
la oración y el trabajo. Por ella repite todos los días la jaculatoria del Salmista: «Sea la paz el ornato
de tu fortaleza y afluya sobre tus muros la abundancia de los bienes» (Sal 121,7).
El verdadero monje que aborrece el egoísmo, fuente de la esterilidad espiritual, lo olvida todo por
su monasterio, soporta los trabajos más ásperos y se enfrenta con los asuntos más espinosos; porque
siente que el amor al claustro ennoblece los trabajos más humildes y fecunda las más ingratas
labores; jamás rehúsa lo que pueda ser útil al bien común y provechoso al lugar escogido. Hasta el
último momento le consagra su pensar, su amor, sus plegarias, sus fatigas, su misma vida: «Que mi
lengua se pegue al paladar si me olvidare de ti» (Sal 136,6).
En esta Jerusalén, el templo debe ser el centro del amor del monje. La iglesia abacial es, en verdad,
para él «el edificio sagrado, dedicado a Dios: una estancia grata en que resuenan las inefables
alabanzas y armonías de su canto, bajo las miradas del Señor tres veces santo, con el fervor de la
fe» [Himno de la Dedicación, a Laudes]. En ella, a diferentes horas del día, rodeado de la familia
monástica, el monje, cual otro Moisés en la montaña, levanta sus brazos al cielo por los hermanos
que luchan en la planicie; y está cierto de que, mediante su oración fervorosa y constante, puede
obtener la victoria para los ejércitos de Israel sobre los enemigos de Dios y de su pueblo.
Su mirada, iluminada por la fe, se extiende a todo lo concerniente al reino de Dios; su caridad,
inflamada por la devoción, quiere abrazar las almas todas que se revuelven en la ignorancia, el
error, la miseria, la tentación, el sufrimiento, el pecado; todas aquellas que se desviven por extender
en la tierra el reino de Cristo, y aquellas otras a quienes la llama del amor impulsa a estar más cerca
del Señor. A fin de hacer más eficaz su intercesión, une su plegaria a la omnipotente y siempre oída
de la divina Víctima, que extiende sus brazos sobre el nuevo Calvario, el altar mayor.
¡De qué veneración no rodea al altar mayor de su abadía, aquella piedra sobre la cual se difundió el
santo óleo y ardió el incienso sagrado! Nada ha perdido este altar de los carismas que descendieron
sobre él el día de la consagración: antes, al contrario, la misa conventual, a la que asiste diariamente
la familia monástica, lo consagra más y más; por esto el monje lo debe amar como lo ama el mismo
Dios. ¿No es acaso el altar con las cinco crucecitas en él esculpidas, y que representan las llagas de
Cristo, la imagen del Hijo predilecto? ¿No depositamos sobre él la cédula de nuestra profesión
monástica, uniendo así más estrechamente nuestra oblación al sacrificio de Jesucristo, para que
subiese al cielo en olor de suavidad? «He aquí que el perfume de mi Hijo es como el de un campo
fructífero bendecido por Dios» (Gén 27,27).
En este templo, en que todas las piedras rezuman adoración, sacrificio, acción de gracias y súplicas,
se detiene el monje a menudo ante la imagen del gran Patriarca para aprender de él la ciencia más
importante, la ciencia de las cosas divinas. ¿No fue por ventura nuestro santo Legislador el varón de
Dios por excelencia, vir Dei, el vidente que en toda su vida «anduvo delante de Dios en la
perfección»? (Gén 17,1). ¿No es él el nuevo Abraham a quien Dios prometió, como señal de
bendición celestial, «una posteridad numerosa y fuerte, que ilustraría su nombre»? (Gn 12,2).
San Benito tiene en su mano la Regla, que en su profunda humildad sólo conceptúa como «un
esbozo» [RB, cap. 83]. Pero nosotros sabemos que de ella se desborda el espíritu de santidad; y no
ignoramos la pléyade inmensa de monjes que, a través de los siglos, ha santificado; que aportó a la
Iglesia recursos poderosísimos y al mundo el fermento de una civilización cristiana. «¿Quién es
capaz de imaginar la extraordinaria influencia de este pequeño código (de la Regla) en el mundo
occidental durante catorce siglos?
San Benito pensaba en sólo Dios y en las almas anhelantes de Cristo: con la sencillez de su fe no
pretendía más que «establecer una escuela del divino servicio»; y porque él no buscaba más que «lo
único necesario», Dios bendijo la Regla de los monjes con una singular gracia de fecundidad, y a
san Benito reservó un lugar preeminente en el coro de los grandes Patriarcas» [Commentaire sur la
Regle de S. Benoît, por el Abad de Solesmes; Introduction, II. Este precioso trabajo de Dom Delatte
será citado más de una vez en estas Conferencias].
Esta santa Regla nos enseña que el ideal del monje debe consistir por entero en «buscar a Dios»
para comunicarlo a los demás; en máximas seguras sacadas del Evangelio traza el camino de la
perfección más sublime; después nos conduce a esta «busca» siguiendo las huellas de Jesucristo,
por el camino de la obediencia, de la oración y del trabajo. Con ella el monje se santifica
personalmente, se edifica socialmente el reino de Cristo y es glorificado el Padre celestial. Por ella
vive todavía el Patriarca en la Iglesia, puesto que infiltra en los que la observan el espíritu de
santidad del que fue llamado el «Bendito de Dios».
Ante la imagen del santo Legislador bien podemos alegrarnos y rendir a Dios humildes acciones de
gracias, pues aunque indignos, nos afilió a la estirpe santa de su posteridad. Debemos repetir por
nosotros, por nuestros hermanos y por cuantos habitan la santa ciudad de Dios, la plegaria que la
Esposa de Cristo pone en nuestros labios: «Promueve, Señor, en tu Iglesia el espíritu de santidad
que animaba a nuestro glorioso Padre san Benito, abad: para que, llenos del mismo espíritu, nos
esforcemos en amar lo que él amó y obrar conforme a sus enseñanzas».
1. La fe vence al mundo
¿Qué es la fe? Es el homenaje total de la inteligencia a la veracidad divina.
Dios, proclamando al Hijo igual a Él, nos dice: «Oídle» (Mt 17,5). Y Cristo mismo dice: «Yo soy el
Hijo único de Dios: lo que conozco de los secretos eternos os lo revelo, y mi palabra es infalible,
porque yo soy la verdad» (cfr. Mt 11,27; Jn 14,6). Aceptando este testimonio de Jesucristo y
prestando el asentimiento de nuestra inteligencia a todas sus palabras, es cuando hacemos un acto
de fe.
Esta fe debe ser íntegra, extendiéndose objetivamente a cuanto Jesucristo dijo e hizo. No solamente
debemos creer en sus palabras, mas también en la divinidad de su misión, en el valor infinito de sus
méritos y de su satisfacción: nuestra fe debe abarcar al Cristo «total».
Cuando es viva y ardiente la fe, caemos a los pies de Jesús, rendidos a su voluntad; nos ligamos a Él
para no abandonarle jamás. Eso hace la fe perfecta que se convierte en esperanza y amor.
Para ser cristiano es menester que tengamos esta fe en Jesucristo: y no la poseerá quien no
posponga sus propias ideas, su interés personal, a las palabras, a la voluntad, a los mandamientos de
Cristo.
El monje posee, ciertamente, esta fe, y en él va más allá: le hizo abandonar el mundo por unirse
solamente con Jesucristo. ¿Por qué dejamos el mundo? Porque creímos en las palabras de Cristo:
«Venid, seguidme y seréis perfectos» (cfr. Mt 19,21). Nosotros respondimos al Señor: ¿Me llamas?
Heme aquí. Tengo en Ti tanta fe, tan persuadido estoy de que eres el Camino, la Verdad y la Vida,
de que todo lo encontraré en Ti, que sólo a Ti quiero aficionarme. Eres tan poderoso que puedes
conducirme al Padre que está en los cielos; que con tus méritos infinitos y con tu gracia puedes
hacerme semejante a Ti para que sea agradable al Padre; que puedes elevarme a la más alta
perfección, a la felicidad suma; y porque creo esto firmemente, porque confío en Ti, que eres el
Bien infinito, fuera del cual todo es vano y estéril, quiero adherirme a Ti únicamente, «abandonarlo
todo para seguirte y servirte únicamente a Ti»: «Mira cómo lo hemos dejado todo y te seguimos»
(Mt 19,27). Éste es un acto de fe pura en la omnipotencia e infinita bondad de Jesucristo.
Ahora bien: este acto de fe es, como nos dice san Juan, «una victoria sobre el mundo»; y, a
continuación, añade que «la fe que vence al mundo es aquella que nosotros tenemos en Jesucristo,
Hijo de Dios vivo» (1Jn 5,4-5). Reflexionemos un poco sobre estas palabras, pues son muy
importantes para nuestras almas.
¿Qué significa «vencer al mundo»? El mundo de que aquí hablamos no son los cristianos, fieles
discípulos de Jesús, obligados por su condición a vivir en el mundo, sino aquellos hombres que
viven la vida material sin más goces y deseos que los de acá abajo. Este mundo tiene sus principios,
sus máximas y sus prejuicios, inspirados todos ellos en lo que san Juan llama «concupiscencia de
los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia en la vida» (1Jn 2,16). Por este mundo es por el que
nuestro adorable Salvador no ruega nunca (Cfr. Jn 17,9). Y ¿por qué? Porque existe entre él y
Jesucristo una incompatibilidad absoluta: el mundo desprecia las máximas evangélicas; para él es la
cruz locura y escándalo. (Cfr. 1Cor 1,22-23)
Este mundo ofrece riquezas, honores y placeres; halaga al hombre natural y le solicita con sus
atractivos. Mas nosotros, siguiendo a Cristo y adhiriéndonos únicamente a Él, despreciamos a
aquél, dando de mano a todo cuanto podía ofrecernos y prometernos, tanto para el corazón como
para el cuerpo; mostrándonos insensibles a sus sugestiones: ésta es la victoria sobre el mundo.
¿Y quién nos ha dado el triunfo? La fe en Jesucristo. Nos ofrecimos a Él porque creímos que es
Hijo de Dios, que es Dios, y es, por consiguiente, la perfección suma, la suprema felicidad.
Observemos al joven rico que se presenta a Jesucristo para ser su discípulo. Pregunta qué debe
hacer para alcanzar la vida eterna. Nuestro Señor, que «al verlo le amó» (Mc 10,21), le dice que
observe los mandamientos. «Los vengo guardando desde la niñez» (Mc 10,20), le contesta.
Entonces el Maestro acude al consejo: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, y ven y
sígueme» (Mt 19,21). Se retiró «triste» (Mt 19,22) –dice el Evangelio– al oír estas palabras, y no
siguió al Salvador. ¿Por qué se aparta el joven de Cristo? Porque tenía grandes riquezas: el mundo
lo tenía asido con sus bienes. Y porque él no creyó que Jesucristo era el bien infinito, superior a
todos los bienes, fue incapaz de «vencer al mundo».
Jesucristo nos comunicó esta luz de la fe el día de nuestra vocación; y gracias a esta luz, que nos
enseñó la vanidad del mundo, la vacuidad de sus goces y sus obras estériles, y reveló al mismo
tiempo la perfección en la absoluta imitación de Cristo, hemos vencido al mundo.
Bendita victoria, que nos libra de la más dura servidumbre, para darnos la libertad de los hijos de
Dios, a fin de poder adherirnos sin reservas a Aquel que merece todo nuestro amor.
1. Por qué San Benito compara la vida monástica a «un taller espiritual»
San Benito se sirve de palabras eminentemente prácticas para hacernos ver el activo trabajo a que
debemos dedicarnos.
La necesidad de las buenas obras es, según san Benito, evidente. La alta meta a que nos invita –
hallar a Dios– no se alcanza sino con buenas obras: «Si queremos –nos dice en el Prólogo– habitar
en los tabernáculos del Padre celestial, menester es que nos dirijamos a ellos –san Benito dice que
«corramos» [Cfr. Sal 18, 6; 118, 32: «Correré por el camino de tus mandamientos»]– por el camino
de las buenas obras: de otra suerte nunca llegaremos. El Señor espera de día en día que
respondamos con nuestras buenas obras a sus santos avisos. Sólo cumpliendo con buenas obras
nuestras obligaciones alcanzaremos la herencia del reino de los cielos; por esto, añade, la vida
presente es «un plazo», un tiempo útil (RB, pról.) concedido por Dios.
¿Qué obras son esas que nos exhorta a cumplir y para las cuales indica los instrumentos espirituales
que hemos de emplear?
El santo Legislador usa la palabra «arte», y ¡con qué propiedad! «El arte –dice santo Tomás–
consiste en dar una fiel reproducción material de una idea, de un ideal» [Ars est ratio recta
aliquorum oferum faciendorum (I-II, q. 57, a. 3)]. Una obra artística está concebida en la mente del
autor, y ella es la que guía su mano en la ejecución; sin embargo, una vez terminada, con frecuencia
no es más que pálido reflejo del ideal concebido, acariciado por el genio del maestro. Dios es, y
valga la expresión, el más grande de los artistas; la creación no es más que la expresión externa de
la idea que Él tiene de todas las cosas en su Verbo: como el artista se complace en las obras que
reproducen su ideal, así a Él le agradó la creación, salida de sus manos, porque respondía
íntegramente al ideal de su inteligencia divina: «Vio lo que había hecho, y era todo muy bueno»
(Gén 1,31).
El Espíritu Santo excita al Salmista a contemplar la naturaleza creada, para glorificar al Dios
creador: «Señor, Dios nuestro, ¡cuán admirable es tu nombre en todo el universo!» (Sal 8,2). «Todo
lo ordenaste con sabiduría» (Sal 103,24). Así glorificamos a Dios con el Benedícite de Laudes,
cuando invitamos a todos los seres, comunicándoles el acento de nuestros labios, la vida de nuestra
inteligencia y de nuestro corazón, para loar a Aquel que los creó.
Va, empero, gran diferencia de nosotros a las cosas materiales. Éstas no son más que vestigios, un
desvaído reflejo de la belleza divina: el hombre, en cambio, fue hecho con una inteligencia y
voluntad, «a imagen de Dios» (Gén 1,26). He aquí el secreto de la dignidad del hombre y del amor
inefable que Dios le profesa. «Mis delicias son estar con los hombres» (Prov 8,31). Dios ama en
nosotros su imagen; pero esta imagen fue maltrecha, desfigurada por el pecado original y lo es por
los personales: por eso todo el arte espiritual consiste en reparar aquella imagen degradada y
restituir al alma su primera belleza, para que Dios se goce de nuevo en ver en nosotros reflejada,
con mayor perfección, su imagen.
Es Él el primero en laborar por esta restauración: a tal efecto envía a su Hijo, «Dios verdadero y
verdadero hombre» [Símbolo atribuido a san Atanasio]. En cuanto Dios, Jesucristo es la imagen del
Señor invisible y resplandor de su gloria (Col 1,15; Heb 1,3): imagen adecuada y sustancial de las
eternas perfecciones; Dios perfecto, luz purísima sin mácula, engendrada por la luz. Como hombre
es igualmente perfecto, el más hermoso indiscutiblemente de los hijos de los hombres (Cfr. Sal
44,3), con un alma inmaculada, adornada de la plenitud de la gracia. Es el Hijo muy amado, en el
cual se reconoce el Padre, la obra maestra de toda la creación, y el objeto de todas las
complacencias del mismo Padre.
He aquí el tipo, el ejemplar que debemos reproducir en nosotros, para rehabilitarnos, embellecernos
divinamente y ser admitidos en el reino celestial. ¡Cuántas veces no habremos meditado estas
verdades! Por voluntad divina, Jesucristo es la forma misma de nuestra predestinación: «Dios nos
predestinó para que nos hagamos conforme a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29).
La «nueva criatura» (Gál 6,15) que constituye el hijo de adopción en Cristo, se presenta a los ojos
de Dios como la imagen del Hijo muy amado. Dios desea ardientemente que nos asemejemos a
Jesucristo del modo más perfecto posible; consiste, por consiguiente, todo el método del arte
espiritual en tener la vista del alma siempre fija en Jesucristo, nuestro modelo, ideal humano-divino,
para reproducir en nosotros todos sus rasgos. De esta manera rehabilitamos nuestra naturaleza para
que recobre su prístina belleza, y nos aseguramos así el agrado y bendiciones del Padre celestial,
que reconocerá en nosotros a «los muchos hermanos de su primogénito» (Rom 8,29).
Dirá alguno que por el bautismo borramos el pecado original «y nos revestimos de Jesucristo» (Gál
3,27). Ciertamente; mas, entonces, sólo se nos comunicó un germen divino, principio de nuestra
asimilación progresiva; y quedaron en nosotros tendencias dañinas, aptas para traducirse en actos
pecaminosos que desfiguran el alma. Todo el trabajo de un alma que se afana en adquirir la
perfección, debe dirigirse, pues, por una parte a borrar esas manchas y dominar aquellas tendencias,
y por otra, en troquelar en sí misma por la práctica de las virtudes la imagen de Jesucristo.
¿Qué es, en efecto, un cristiano? Otro Cristo, responde toda la Antigüedad. Y Jesucristo, ¿qué es?
El hombre-Dios. ¿Y qué hace? Muere para destruir el pecado, y nos comunica la vida que posee en
su plenitud; tal es todo el programa que señala san Pablo al neófito en el día en que por el bautismo
se constituye discípulo de Cristo: renunciar al pecado y participar de esta vida divina. «Consideraos
muertos al pecado, mas vivos para Dios en Jesucristo» (Rom 6,11). He aquí resumida toda la obra
cristiana y compendiada toda la ascesis religiosa.
Sin ningún género de duda, san Benito toma este punto de partida para la perfección que han de
desplegar sus monjes. El cristiano por la gracia de Cristo muere al pecado y vive para Dios; el
monje debe realizar este mismo programa hasta su completo remate. Como el simple cristiano, es
hijo de Dios, invitado a una felicidad eterna; tiene por jefe a Cristo y su gracia como sostén. Sin
embargo, aunque para ambos es uno mismo el punto de partida, el monje va más allá para llegar a
una felicidad eterna que, siendo sustancialmente la misma, admite infinitos grados posibles.
El simple fiel muere para el pecado: el monje, por los votos, renuncia a la criatura y a sí mismo. El
simple fiel debe, por la gracia, vivir para Dios; el monje ha de aspirar a la caridad perfecta, que
excluye todo móvil humano. Debe realizar la vida cristiana en toda su plenitud; por eso debe haber
en él un grado de «muerte» más profundo, pero juntamente un grado de «vida» más intenso que en
el simple fiel: a la observancia de los preceptos, indispensables para alcanzar la vida eterna, junta la
de los consejos, que constituyen el estado de perfección: de esa manera será en él la vida cristiana
más perfecta y vigorosa.
Escuchad cómo el mismo santo Patriarca nos presenta estas ideas; hace, ante todo, oír al monje la
voz divina, expresándose así: «Buscando el Señor a su obrero entre la muchedumbre, dice: «¿Quién
es el hombre que desea la vida y ansía disfrutar días felices?» Ahí está indicado el objetivo: la vida
divina, la bienaventuranza del mismo Dios compartida acá por la fe, y después en los esplendores
de la luz indefectible». «Y si tú –continúa el Santo–, oyendo su voz, respondieres, yo, te replicará el
Señor: «Apártate del mal y obra el bien: busca la paz y síguela» (RB, pról.). Está en esto
caracterizada la doble obra a que nos invita san Benito mientras vivimos en el monasterio: «Evitar
el mal y hacer el bien», y con esto «conseguir la paz»; he ahí resumido por él, en términos
generales, el arte espiritual.
Considera, pues, san Benito la santidad monástica como un desarrollo normal, pero plenario, de la
gracia bautismal: su espiritualidad proviene directamente del Evangelio, del cual está impregnada,
siendo éste el que le comunica el carácter de grandeza, simplicidad, suavidad y fortaleza que le es
peculiar.
La última etapa indicada por san Benito es la de la caridad perfecta, que se alcanza cuando «el alma
se halla purificada de sus vicios y pecados» (RB 7). Entonces, no sólo el alma deja de seguir sus
malos hábitos, porque los ha desarraigado, en cuanto es posible a una criatura, mas prescinde en su
actividad de todo móvil humano, ya que todo cuanto hace «lo hace únicamente por amor de
Jesucristo… y por atractivo de la virtud». [San Agustín, Tract. V in I Ioan, núm. 4, define así los
tres estados: «La caridad, una vez nacida es alimentada; una vez alimentada es robustecida; y una
vez robustecida es perfeccionada. Santo Tomas, II-II, q. 24, a. 9, clasifica las tres categorías de
almas en incipientes, proficientes y perfectas]. Ha establecido el amor de Cristo en el centro de sí
mismo, y este amor le hace encontrar ligeras todas las cosas, por penosas que sean, y le permite
ahora «hacer con facilidad y perfección lo que antes ejecutaba mal y con grandes esfuerzos» (RB
7). La virtud se ha hecho una segunda naturaleza.
He aquí el estado de perfecta caridad, de perfecta unión con Dios: el alma tiende sólo a Él, y no
quiere más que su gloria, y no obra sino a impulsos del Espíritu Santo. ¿No tendrá acaso que
aguantar más pruebas, cruces y sufrimientos? ¡Oh, sí! Pero la unción de la gracia endulza las
pruebas, y el amor encuentra en la cruz nuevas ocasiones de reafirmarse y crecer. El amor es
principio de estos admirables ascensos interiores, «que el Señor obra y manifiesta en las almas
purificadas mediante el influjo del Espíritu Santo» (RB 7).
3. Lejos de ser incompatible con la confianza y gozo en Dios, la compunción los reafirma
Nadie dudará de que tales sentimientos de compunción prescritos por la Iglesia para la misa, sean
oportunos en ella; pero podrá ocurrírsenos, tal vez, que hay que reservarlos para los momentos en
que se renueve el sacrificio de la cruz o se reciben los sacramentos, es decir, para la liturgia.
¿Deberemos, pues, considerarlos en los momentos ordinarios de la vida interior, como piadosas
exageraciones, hipérboles o maneras de obrar excesivas? ¡Ah, no, por cierto!
He aquí lo que san Juan en su epístola, divinamente inspirada, dice: «El que afirma que no tiene
pecado se engaña a sí mismo y no dice verdad» (1 Jn 1,8). Para las almas grandes y santas esta
confesión es sincera, clara y diáfana, porque cuanto más se allegan a Dios, sol de justicia y santidad
inmaculada, tanto más reconocen las manchas que las deslustran. El divino resplandor de que están
bañadas pone de manifiesto, por singular contraste, las mínimas faltas, los defectos más
insignificantes; su mirada interior purificada por la fe y el amor penetra más profundamente en las
perfecciones divinas, y así comprenden mejor la bajeza de su ser y el abismo que las separa de lo
infinito.
[«Delante de Dios y de sus perfecciones cada uno se reconoce a sí mismo y sus propias miserias; en
el esplendor de su inmensa luz descubrimos nuestras sombras» (Dom Fustigière, La liturgie
catholique, pág. 101)]. La más íntima unión con Cristo da a los santos un vivo y claro sentimiento
de los sufrimientos que sobrellevó Jesucristo por la expiación del pecado; y por el conocimiento
más elevado de la vida de la gracia, conciben mejor el horror de la ofensa hecha al Padre celestial,
del desprecio de la pasión de Cristo y de la injuriosa resistencia al Espíritu Santo.
Se comprende, pues, que el haber ofendido a Dios, aunque haya sido una sola vez, debe conmover
íntima y profundamente a estas almas. Su habitual actitud de pesadumbre y aborrecimiento del
pecado demuestra una constante y sobrenatural delicadeza que agrada mucho a Dios y les atrae la
misericordia infinita.
Por otra parte, el estado del alma de que vamos hablando, en manera alguna está en contradicción
con la confianza y el gozo espiritual, con las efusiones de amor y la complacencia en Dios. San
Agustín, san Benito, san Gregorio, san Bernardo, santa Gertrudis, santa Catalina de Siena, santa
Teresa, todas estas almas, saturadas del espíritu de compunción, ¿no rebosaban al mismo tiempo de
amor divino y gozaban las dulzuras del Espíritu Santo? ¿No habían llegado a un sublime grado de
unión con Dios?
El amor y el gozo, lejos de encontrar un obstáculo en la actitud habitual de arrepentimiento que
constituye la compunción, se apoyan en ella como en una de sus bases más sólidas, y sus impulsos
tienen en ella su punto de arranque. ¿No es éste uno de los frutos más preciosos de esta disposición?
¿Cuál es, en efecto, la fuente principal de que dimana? El recuerdo de la ofensa hecha a Dios,
bondad infinita. Por su misma naturaleza la compunción participa de la contrición perfecta, una de
las formas más puras y singulares del amor. Excita constantemente la generosidad y dilección, que
aspiran a reparar las pasadas culpas con un crecido fervor; inspira al alma la desconfianza en sí
misma, pero la vuelve admirablemente dócil a la acción divina, extremadamente atenta a los
movimientos del Espíritu; la pone en guardia contra la disipación voluntaria y la ligereza habitual,
tan peligrosas para la vida sobrenatural y tan contrarias a nuestro estado religioso.
Nada hay tan peligroso para el alma como una familiaridad de mala ley en nuestras relaciones con
el Señor; y la compunción nos libera de ese peligro, porque, como dice el padre Fáber, nos lleva a
aprovecharnos mejor de los sacramentos, porque nos mueve a recibirlos con más humildad y
arrepentimiento, con más vivo sentimiento de nuestras necesidades. La gracia no da toques en balde
a la puerta del alma sobrecogida de este piadoso dolor… La tibieza no se compagina con este santo
arrepentimiento, pues son dos tendencias que no pueden subsistir en la misma persona».
A veces la compunción es tan viva y profunda, que viene a ser principio de una vida nueva, llena de
amor, consagrada totalmente al servicio de Dios. «Entonces –dice san Gregorio– el alma penitente
es más agradable al Señor que otra inocente, pero mecida en una perezosa seguridad» [Reg. Past.,
III, C. 28. p. L., t. 77, col. 107].
La compunción, como verdadera fuente de humildad y generosidad, induce al alma a aceptar sin
reserva la voluntad divina, en cualquier forma que se manifieste, y a pesar de todas las pruebas a
que la someta; porque el alma las considera todas como medios de vengar en sí las perfecciones y
derechos de Dios que el pecado había desconocido o ultrajado. Por el amor tan gravemente
ofendido se somete de buen grado a cualquier contrariedad por dura y penosa qué sea; y en ello
encuentra además una fuente inagotable de méritos.
Todos conocemos el episodio de la vida de David cuando, hacia el fin de su reinado, se ve obligado
a salir de Jerusalén por la rebelión de Absalón. En su huida se encuentra con Semeí, de la parentela
de Saúl, que le arroja piedras al mismo tiempo que le maldice: «Huye, huye, hombre sanguinario,
ahora te dan tu merecido.» Uno de los criados de David quiere castigar al insolente; mas el rey le
detiene, diciendo: «Déjale; he aquí que el hijo de mis entrañas atenta contra la vida de su padre; y,
¿cómo admirarse de que un extraño me maldiga? Déjale, que Dios lo ha dispuesto así; tal vez el
Señor atenderá a mi aflicción y me bendecirá a cambio de esta maldición» (2 Sam 16,5ss).
Recordando sus culpas, lleno el corazón de estos sentimientos de compunción de que rebosa el
Miserere, el santo rey acepta los ultrajes en expiación de sus pecados.
Este sentimiento es también origen de viva caridad para con el prójimo. Si en nuestros juicios
somos severos y exigentes con los otros, si descubrimos con ligereza las faltas de nuestros
hermanos, carece nuestra alma del sentimiento de compunción, porque el alma que lo posee ve en sí
misma los pecados y debilidades de que adolece, se contempla tal como es delante de Dios, lo cual
basta para destruir en ella el espíritu de vanagloria y hacerla indulgente y compasiva con los demás.
No por eso –y repitámoslo una vez más– hemos de creer que el gozo esté ausente de tal alma: todo
al contrario. Excitando el amor, avivando la generosidad, fomentando la caridad, la compunción nos
purifica más y más, nos hace menos indignos de unirnos a nuestro Señor; nos da seguridad de
perdón y confirma la paz del alma. De esta manera no disminuye en nada la alegría espiritual ni el
encanto de la virtud.
Así lo certifica san Francisco de Sales, quien, mejor que nadie, ha sabido hablarnos del amor de
Dios y del gozo que de él dimana: «A la tristeza que proviene de la verdadera penitencia, más que
tristeza debe llamársele disgusto y sentimiento de aborrecimiento del pecado; es una tristeza que no
entorpece el espíritu, antes lo vuelve más activo, pronto y diligente; que no deprime el corazón, sino
que lo levanta por la oración y la esperanza y estimula en él el fervor; que, en sus mayores
amarguras, produce siempre el dulzor de un consuelo incomparable».
Y citando a un antiguo monje, eco fiel de la ascesis de tiempos remotos, añade el gran Doctor: «La
tristeza, dice Casiano, que inspira la sólida penitencia y el agradable arrepentimiento del cual no nos
arrepentimos jamás, es obediente, afable, humilde, suave, paciente como que proviene de la caridad;
de tal manera que todo dolor corporal y toda la contrición del corazón es en cierto modo alegre,
animada y vigorizada por la esperanza del provecho» [Práctica del amor de Dios, l. XI, c. 21, 5].
He aquí los naturales frutos de la compunción. Tan lejos está de amilanar al alma, que antes bien la
hace más diligente en el servicio divino, lo que es ya un indicio de verdadera devoción. Y así,
cuando el alma, al recuerdo de las transgresiones pasadas, recuerdo que debe referirse al hecho de
haber ofendido a Dios, no a las circunstancias de la misma ofensa–, se humilla delante de Dios y se
sumerge en llamas de contrición que purifiquen el orín que la corroe, cuando se reconoce
sinceramente indigna de las gracias divinas: «Apártate de mí, qué soy un pecador» (Lc 5,8), Dios se
vuelve a ella con infinita bondad: «No despreciarás, Señor, al corazón contrito y humillado» (Sal
50,19).
Cuando ve un alma que se esfuerza sin cesar en purificarse de sus culpas y con buena voluntad se
esmera en reparar las infidelidades cometidas, Dios se inclina hacia ella lleno de misericordia.
«Dios –dice san Agustín– atiende más a las lágrimas que al mucho hablar» [Sermón 47 del
apéndice. P. L. XXXIX, col. 1838]. Y san Gregorio: «Dios no se hace esperar: con los dones
perdurables enjuga nuestras lágrimas momentáneas» [Homil. In Ev., l. II, hom. XXXI, 8. P. L.,
LXXVI, col. 1232].
Penetrado de estos pensamientos, nuestro bienaventurado Padre quiere que «todos los días
confesemos con lágrimas y llanto, en la oración, los excesos que hemos cometido» (RB 4). No dice
san Benito, «de vez en cuando», sino «cada día». Y ¿por qué esta recomendación? Porque sabe, y
quiere que nosotros lo entendamos así, que si «somos oídos será a causa de esta actitud humilde del
alma contrita» (RB 20). El santo Patriarca tenía sus profundas razones al asentar este indiscutible
axioma de la ascesis monástica.
[«Quiere san Benito conservar nuestras almas a tono con el Miserere: el estado íntimo de David
penitente, pero rebosando confianza en la divina misericordia, ya que David de continuo reasume en
los salmos la alternativa entre la contrición y el amor» (Dom Festugière, o. c., págs. 101-102)].
1. La expiación del pecado incumbe, por motivos diversos, a Cristo y a los miembros de su
cuerpo místico
Después de la caída de Adán, la expiación es el único camino para volver a Dios. San Pablo,
hablando de Cristo, dice que es «un Pontífice santo, inocente, puro, segregado de entre los
pecadores» (Heb 7,26). Nuestro Caudillo es santo, infinitamente alejado del pecado; es el propio
Hijo de Dios, objeto de las infinitas complacencias del Padre. Y con todo tuvo que pasar por los
sufrimientos de la cruz antes de entrar triunfante en su gloria.
Es bien conocido el episodio de Emaús, narrado por san Lucas. El día mismo de la Resurrección,
dos discípulos de Jesús van a una aldeílla a poca distancia de Jerusalén. En el camino se desahogan
comunicándose el pesimismo de que estaban embargados, pues, por la muerte del Maestro, no cabía
esperanza de restablecer el reino de Israel. He aquí que Jesús, en aspecto de viandante, se acerca a
ellos y pregunta de qué se habla. Los discípulos le confían el secreto de su tristeza. Entonces el
Salvador, que todavía no se les había revelado, les dice con aire de reproche: «¡Oh corazones
insensatos y tardos en creer! ¿No era necesario que Cristo padeciese para entrar en su gloria?» (Lc
17,26).
Mas, ¿por qué era necesario que Cristo padeciese? ¿No podía Dios perdonar al mundo sin
expiación? Ciertamente que sí; su poder absoluto no tiene límites; pero su justicia exigía que fuese
expiado el pecado empezando por la expiación de Jesucristo.
El Verbo encarnado, asumiendo la naturaleza humana, sustituía al pecador incapaz de rehabilitarse
a sí mismo; Él se convierte en víctima por el pecado. Esto es lo que enseñaba el Señor a los
discípulos al decirles que sus padecimientos eran necesarios. Necesarios, no sólo en general, sino
hasta en los mínimos detalles; porque si es verdad que un solo suspiro de Jesucristo era más que
suficiente para rescatar al mundo, un libre decreto de la Providencia referente a todas las
circunstancias de la pasión había acumulado en ella expiaciones, en cierta manera, de una
superabundancia infinita.
Sabemos con qué amor y sumisión a la voluntad divina aceptó Jesús todo lo que el Padre habla
determinado. Para cumplir plenamente esta divina voluntad cuyos decretos conoce totalmente,
padece desde que entra en el mundo: «Heme aquí» (Sal 39,8; Hb 10,7). Todo lo hará,
minuciosamente detallado, con fidelidad amorosa: «Ni una tilde será omitida hasta cumplir toda la
ley» (Mt 5,18). El evangelio de san Juan nos da una prueba singular de esta exactitud cuando cuenta
que Cristo, ya en la cruz, sediento y a punto de expirar, recuerda un verso de las profecías, aun no
realizado; y, porque se cumpliese, prorrumpió en este lamento: «Tengo sed» (Jn 19,28). Dichas
estas palabras, pronuncia las últimas: «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30). Padre, lo he realizado
todo: desde que entrando en el mundo dije: «Heme aquí dispuesto a hacer tu voluntad», nada omití;
he apurado el cáliz que me diste a beber; no me resta más que depositar mi alma en tus manos.
Pero el divino Salvador no padeció sólo para rescatarnos; nos mereció también la gracia de unir
nuestra expiación a la suya y así hacerla meritoria. Porque, dice san Pablo: «Los que quieren
pertenecer a Jesucristo deben crucificar su carne con sus vicios» (Gál 5,24). La expiación exigida
por la divina justicia no afectó solamente a Jesucristo, sino que también afecta a todos los miembros
de su cuerpo místico. «Participaremos de la gloria de nuestra cabeza si tomamos parte en sus
padecimientos» (Rom 8,27), dice también san Pablo.
Aunque solidarios con Cristo en los padecimientos, estamos, sin embargo, condenados a ellos por
una razón muy diferente. Él expía los pecados ajenos: «Fue muerto por los pecados de su pueblo»
(Is 53,8). Nosotros, por el contrario, estamos ante todo cargados de nuestras propias iniquidades:
«Recibimos lo merecido por nuestras culpas, mientras éste ningún mal ha hecho» (Lc 23,42).
El que ha ofendido a Dios comete una falta de delicadeza sobrenatural al buscar el estado de unión
antes de cumplir su parte de expiación. ¿Cómo puede el alma pretender a la íntima familiaridad con
Dios si no ha demostrado con obras que su conversión es sincera? Porque todo pecado personal, aun
perdonado, debe expiarse, ya que por él se contrae una deuda de justicia con Dios; perdonado el
pecado, queda la deuda que debe ser saldada. Tal es el papel de la satisfacción.
Además, el espíritu de renuncia propia asegura la perseverancia. Todo pecado actual inclina el alma
al mal, y el perdón que lo borra deja todavía subsistir una tendencia, una inclinación,
momentáneamente adormecida, pero real, la cual, injertándose en nuestra natural concupiscencia,
tiende a manifestarse y a dar frutos a la menor ocasión. La mortificación ha de arrancar estas
inclinaciones viciosas, contrariar los malos hábitos, destruir esta afición al pecado. La mortificación
persigue al pecado en cuanto es obstáculo entre el alma y Dios; debe durar, por consiguiente, hasta
domar por completo las tendencias perversas de nuestra alma. De lo contrario se sobrepondrán y
serán origen de muchas infidelidades que, o impedirán nuestra unión con Dios y la vida de caridad,
o al menos la mantendrán a un nivel mediano.
Cuando por la mañana hacemos una fervorosa comunión nos damos enteramente a Dios; pero si en
el transcurso del día, con el ajetreo de las ocupaciones, el hombre viejo se despierta inclinándose al
orgullo, a la ira, a la suspicacia, so pretexto de falsos bienes, debemos al instante reprimirlo; de lo
contrario podría sorprender nuestro consentimiento, y disminuir nuestra vida de amor, nuestra unión
con Dios. Ved un alma imbuida de amor propio, habituada a buscarse y referirlo todo a sí; ésta tal,
por una nonada, se enojará y manifestará de mil maneras el mal humor que la domina; de su amor
propio procederán, naturalmente, multitud de actos reprensibles que pondrán obstáculo a la acción
de Cristo en ella.
Debe, pues, esforzarse en refrenar este amor propio para que el amor de Cristo llegue a reinar
exclusivamente en ella. Nuestro Señor espera de nosotros que reprimamos estos movimientos
desordenados que nos impulsan al pecado y a la imperfección; no podríamos pretender el estado de
unión si nos dejáramos dirigir por estos malos hábitos.
La propia renuncia es, pues, necesaria, no sólo para satisfacer por los pecados cometidos, sino
también para evitar las recaídas mediante la mortificación de las naturales tendencias que nos
inclinan al mal.
Este doble motivo es el que nuestro bienaventurado Padre, tan lleno de espíritu evangélico, indica a
los recién llegados al monasterio cuando les habla de la mortificación de los hábitos viciosos: «Si,
por razones de equidad, se dispusiese algo un tanto más severamente para la enmienda de los vicios
y conservación de la caridad» (RB, pról.).
A aquellos que «han progresado en la fe y en la observancia» (RB, pról.); «que por la gracia de
Jesucristo han adquirido fuerza para desentenderse de sus malas inclinaciones y a todo correr
proceden por la vía de los mandamientos» (RB, pról.; cfr. Sal 118,32), san Benito presenta un
motivo más excelente y no menos eficaz: «la participación en los sufrimientos de Cristo» (RB,
pról.). En efecto: para las almas fieles y santas, que han satisfecho plenamente por sus culpas y cuya
unión con Dios está más asegurada contra las acometidas del enemigo, la renuncia de sí mismas se
convierte en un medio y en la prueba de una más perfecta imitación de nuestro Señor. Abrazan
voluntariamente la cruz para «ayudar» a Cristo en su pasión; y es el Calvario el lugar de
predilección adonde las conduce y retiene el amor.
4. Mortificaciones que sugiere la buena voluntad y condiciones esenciales que requiere San
Benito
Aunque debemos reservar el primer lugar a las penitencias prescritas por la Iglesia y por la Regla,
con todo no debemos tener en menos las mortificaciones libremente sugeridas por la libre iniciativa,
por la buena voluntad. En el monasterio se respeta completamente la iniciativa personal: san Benito,
no sólo la permite, sino que hasta la sugiere. Basta leer el capítulo que trata de la Cuaresma, en el
cual recomienda «que cada cual añada algo a lo que de ordinario se exige» (RB 49); o sea,
oraciones peculiares, mayores abstinencias en la comida y sueño, silencio y recogimiento más
riguroso. En esto el santo Legislador se reduce a proponernos algunos puntos, porque el campo es
ilimitado y deja el campo abierto a la iniciativa particular: «Cada cual, además de su obligación
ordinaria, ofrezca algo espontáneamente».
No se limita en este punto san Benito a la Cuaresma solamente; extiende esta iniciativa privada a
toda la vida del monje, como lo pone bien claro en el principio del susodicho capítulo. Si en ningún
momento intenta descorazonar a los débiles, abre también ancha vía para que los más esforzados
satisfagan sus santas ambiciones: «Para que haya algo proporcionado a los deseos de los fuertes»
(RB 64). Hay obras supererogatorias que sólo éstos pueden hacer; los otros, impotentes, por su
escasa salud, para cumplir íntegramente la vida común, se impondrán discretamente algunas penas
más ligeras, a fin de que, aunque se vean obligados a renunciar a la «letra» de la disciplina regular,
den al menos alguna prueba de querer observarla en su espíritu.
Mas cualquiera que sea el motivo que incite a abrazar estas penitencias de libre elección, san Benito
las somete a una condición esencial. Todo proyecto de mortificación que sea extraño al régimen
prescrito debe someterse a la aprobación de aquel que para nosotros representa a Cristo (RB 49).
El fin que se propone con esto es bien digno de un clarividente director de almas: «No se propone
disminuir la iniciativa y resoluciones varoniles, sino dirigirlas y hacerlas fecundas» [Abad de
Solesmes, Commentaire sur la Règle de S. Benoît, página 364]; busca una garantía contra la propia
voluntad; quiere que esquivemos el peligro de la vanagloria que se infiltra tan fácilmente en el
corazón de quienes escogen por sí mismos las mortificaciones. «Todo lo que se haga sin el
consentimiento del Padre espiritual se reputará a presunción y vanagloria y no obtendrá recompensa
alguna» (RB 49).
Nuestro bienaventurado Padre nos exhorta además a ofrecer a Dios estas obras supererogatorias
«con gozo del Espíritu Santo» (RB 49). Alegrémonos de tener ocasión de ofrecer a Dios estos actos
de penitencia; acompañemos el don con fervor y alegría cual corresponde a la magnanimidad y a la
generosidad: «Dios ama al que da con alegría» (1 Cor 9,7; RB 5).
Pero antes de hablar de las penitencias excepcionales, debemos tener presente la actitud que San
Benito nos recomienda de un modo general respecto de los bienes creados que Dios nos concede en
este destierro, y de los goces que de ellos se derivan. El santo nos da un consejo inmejorable: «No
abrazar los placeres» (RB 4). Lo que perjudica al alma en esta materia de goces creados es el
«darse», el abandonarse demasiado a ellos. Aunque Jesucristo comía, contemplaba las bellezas de la
naturaleza y gozaba del encanto de la amistad, sólo se daba de lleno a su Padre y a las almas. Así, a
nosotros la propia renuncia nos veda derramarnos en las criaturas, aun en cosas permitidas. Si
atendemos a esta norma de conducta trazada por san Benito, el alma poco a poco adquiere la santa
libertad de espíritu y de corazón con respecto a las criaturas, libertad que fue una de las virtudes
características de nuestra gran santa Gertrudis, y le valió de Jesucristo los más altos favores.
Volviendo a la cuestión de las mortificaciones externas y penitencias aflictivas, advertiremos que
conviene suma discreción en su uso. El grado de mortificación voluntaria debe ser proporcionado a
la vida pasada del alma y a los obstáculos que vencer, y es al director espiritual a quien toca fijarlo.
Sería una temeridad peligrosa emprender mortificaciones extraordinarias sin ser llamados a ellas
por Dios: porque el poder darse a constantes penitencias que mortifican la carne es un don de Dios.
Cuando lo concede al alma, señal es de que la quiere ver avanzar profundamente en las vías
espirituales, y muchas veces de que quiere prepararla a recibir inefables comunicaciones de su
divina gracia; deja al alma que se despoje enteramente de sí para poseerla sin la más pequeña
reserva.
Mas conviene ser llamados a entrar por este camino. Meterse en él por propia iniciativa sería
peligroso. Para someterse a estas grandes mortificaciones menester es una gracia especial que Dios
sólo concede a los que llama por ese camino. Sin esa gracia, el cuerpo se debilita, y entonces para
acudir a su restablecimiento tal vez nos resbalemos en la relajación con gran detrimento del alma, y
no sin grandes molestias tanto para sí como para los demás. [Es la enseñanza que daba el Señor a
santa Catalina. (Diálogo, Apéndice sobre el don del discernimiento, cap. VII)].
Muy sabiamente prescribe, pues, el gran Legislador, como acabamos de ver, que, en materia de
mortificaciones externas, nada se haga «sin el consentimiento del Padre espiritual», porque, dice,
«cada cual ha recibido de Dios la gracia que le conviene» (1 Cor 7,7; RB 40): Tiene cada cual de
Dios su propio don, uno de una manera y otro de otra.
El terreno en el cual podemos obrar sin ningún género de límites y en el cual, por otra parte, se
consagra la verdadera perfección, es el de la mortificación interior, aquella que reprime los vicios
del espíritu, que quebranta el amor propio, el juicio personal y la voluntad; que frena las tendencias
orgullosas, vanas, suspicaces: que pone a raya la ligereza, la curiosidad y la disipación; que nos
sujeta, sobre todo, a la vida común, que es la mejor mortificación.
Acomodémonos al horario de la jornada: levantarse al primer toque de campana, ir al coro, lo
mismo si estamos bien que si estamos mal dispuestos, para alabar a Dios con atención y fervor;
cumplir los mil detalles de la Regla como están prescritos para el trabajo, las comidas, la recreación,
el dormir; someterse constantemente, sin murmurar ni singularizarse, constituye una excelente
penitencia, por la cual el alma es infinitamente grata a Dios y soberanamente flexible a la acción del
Espíritu Santo.
Pongamos por ejemplo el silencio. ¡Cuántas veces durante el día tendremos ocasión de hablar sin
motivo! Pero digamos: «No, por amor de Cristo, por guardar intacto en mi alma el perfume de su
divina presencia, no hablaré». La jornada puede de esta manera desarrollarse en actos de
mortificación, que son otros tantos actos de amor. También la obediencia inmediata a la voz de Dios
que nos llama a un ejercicio determinado es una fuente de virtud. «Al punto, dejándolo todo» (RB
5), dice san Benito. Estas palabras parecen no decir nada, mas para practicarlas constantemente
requieren una gran virtud. Tengo un trabajo entre manos y toca la campana. Se le ocurre a uno
decir: «En un santiamén lo termino». Si atiende a esta sugestión, antepone su voluntad a la de Dios;
no renuncia a sí mismo; no obra como quiere san Benito: «Dejar sin terminar lo que traía entre
manos».
Pequeñeces, dirá alguno. Si lo son en sí mismas, pero cosas muy grandes por el amor que las
inspira, grandísimas por la santidad que por ellas adquirimos. «Aquel que por mí –decía Dios a
santa Catalina de Siena– pretende mortificar su cuerpo sin renunciar a su propia voluntad, yerra en
creer que me es grato» [Diálogo, cap. X]. No, no agradamos a Dios si no cumplimos en todo su
beneplácito.
Aceptemos también de buen grado las mortificaciones que la Providencia nos envía: el hambre, el
frío, el calor y tantas otras incomodidades, de lugar, tiempo y persona que nos son contrarias. Se
dirá que son fruslerías; sí, pero forman parte del plan divino sobre nosotros, y por eso debemos
mirarlas con amor.
Recibamos también con buen corazón, si Dios la manda, la enfermedad, y lo que es más penoso, un
habitual malestar, un achaque para toda la vida; aceptemos la adversidad, la sequedad espiritual
como mortificaciones dolorosas a la naturaleza. Si lo hacemos con sumisión amorosa, sin aflojar en
el servicio de Dios, aunque se presente el cielo frío y sordo a nuestras oraciones, el alma se abrirá
más y más a la acción divina. Porque, como dice san Pablo «Todo concurre al bien de los que Dios
ha predestinado para la gloria» (Cfr. Rom 8,28).
5. La abnegación y renuncia no son sino medios: su valor depende de la unión con los
padecimientos de Cristo
Cualesquiera que sean nuestras mortificaciones, corporales o espirituales, tanto si castigan al cuerpo
como si cohíben las tendencias desordenadas del alma, no son para nosotros más que un medio. En
algunos institutos, los ejercicios de penitencia y expiación preponderan y son el fin del instituto, el
cual tiene en la Iglesia una misión especial, su función propia en el cuerpo místico, porque la
diversidad de funciones de que habla san Pablo, existe lo mismo para las órdenes religiosas que
para los individuos. Las almas que profesan en estos institutos son verdaderas «víctimas»; su vida
de continua inmolación les comunica un carácter particular, un esplendor especial. ¡Felices las
almas a quienes Dios llama a vivir sólo de la cruz! Esta es para ellas fuente de gracias
extraordinarias.
El espíritu benedictino tiende más bien a formar cristianos que practiquen en alto grado todas las
virtudes, pero sin cultivar con preferencia una de un modo especial. Nuestro Patriarca en esto se
separa de algunas teorías comúnmente aceptadas por los Padres del yermo y por la ascética oriental
acerca de las prácticas aflictivas. Sin despreciar, como acabamos de ver, la mortificación externa,
todos los esfuerzos de su ascesis los hace converger sobre la humildad y la obediencia. De ellas
principalmente hace depender la destrucción del «hombre viejo», necesaria para la unión del alma
con Dios (Cfr. Rom 6,6 ). [Cfr. D. G. Morin, El Ideal monástico, cap. III, Hacer Penitencia, que
caracteriza perfectamente el método de san Benito en este particular].
Finalmente debemos persuadirnos bien –sobre todo por lo que atañe a la mortificación externa–
que, aunque la renuncia de sí mismo es un medio indispensable, las diversas prácticas aflictivas con
que se ejercita no tienen en sí mismas, en el plan propio del cristianismo, ningún valor. Su valor les
viene de la unión, por la fe y el amor, a los sufrimientos y expiación de Jesucristo.
El divino Salvador bajó a la tierra para enseñarnos cómo debemos vivir para agradar al Padre; es el
perfecto modelo de toda perfección. Ahora bien; el Evangelio nos dice que comía lo que le
presentaban, sin distinción, de tal manera que los fariseos se escandalizaban. Y ¿qué responde el
Señor? «Lo que mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino los malos pensamientos y
deseos perversos que salen del corazón» (Mt 15,2). No hagamos, pues, consistir la perfección en la
mortificación exterior, por extraordinaria que sea, considerada en sí misma. Lo que más nos importa
es que nos entreguemos a la mortificación y sobrellevemos nuestros sacrificios por amor de
Jesucristo, como una participación de su sacratísima pasión.
«La verdadera perfección, la verdadera santidad –dice el venerable Ludovico Blosio, heredero en
este punto de las mejores tradiciones benedictinas– no consiste en maceraciones espantosas, en el
uso inmoderado de instrumentos de penitencia, sino en la mortificación de la voluntad propia y de
los vicios, así como en la verdadera humildad y en la verdadera caridad» (Espejo del alma religiosa,
cap. VII, 3).
[Santa Catalina, en su Diálogo, refiere lo que la enseñó el Padre celestial: «Aquellos que se
alimentan en la mesa de la penitencia son buenos y perfectos, si su penitencia va acompañada del
conveniente discernimiento… con gran humildad, con constante aplicación a juzgar, no según la
voluntad de los hombres, sino según la mía. Si no estuvieran revestidos totalmente de mi voluntad
mediante una verdadera humildad, obstaculizarían con frecuencia su perfección, haciéndose jueces
de los que no siguen los mismos caminos. Y ¿sabes por qué llegarían a este punto? Por haber puesto
su celo y su deseo más en mortificar su cuerpo que en destruir la voluntad propia» (Diálogo,
Apéndice sobre el don del discernimiento). Véase todo el capítulo VII, por las luces divinas que
arroja sobre este punto de tanta importancia].
La vida muy austera es una cosa excelente, cuando se junta a estas disposiciones fundamentales,
mas no todos pueden soportarla; mientras que todos podemos llevar una vida santa y
verdaderamente mortificada, si ofrecemos «a Dios Padre constantemente los ayunos, las vigilias, las
tribulaciones y la crudelísima pasión de Cristo» (Espejo del alma religiosa, cap. VII, 3), y
cumplimos lo poco que hacemos en unión de estos mismos sufrimientos del Salvador y en honor de
su constante y total sumisión a la voluntad de su Padre.
El que sabe ofrecer a Dios la total sumisión de su propia voluntad, a ejemplo del Salvador, tiene «un
alma verdaderamente abnegada y mortificada semejante a un racimo de uvas, fresco y delicioso;
mas el que no se renuncia a sí mismo es para Dios como un fruto verde, áspero y agraz»
(L’institution spirituelle). [Todo el precedente pasaje está tomado del artículo de Dom Puniet, Le
place du Christ dans la doctrine spirituelle de Louis de Blois. (La vie Spirituelle, agosto 1929)].
Este pensamiento es uno de los más fecundos porque nos sostiene en nuestra abnegación. Pensemos
durante el día en nuestra santa misa de la mañana; en ella nos hemos unido a la inmolación de Jesús,
colocándonos con la víctima sobre el altar; aceptemos, pues, generosamente los dolores, las
contrariedades, el peso del día y del calor, las dificultades y renuncias anejas a la vida común; y así
prácticamente viviremos el espíritu de la misa. ¿No es por ventura nuestro corazón un altar desde el
cual debe constantemente subir hasta Dios el incienso del sacrificio, de la sumisión a sus adorables
designios? ¿Qué altar más agradable al Señor que el de un corazón amoroso, que incesantemente se
ofrece a Él? Porque nosotros podemos siempre inmolarnos en este altar y ofrecernos por su gloria y
el bien de las almas, en unión con su Hijo muy amado.
Nuestro Señor enseñó esto mismo a santa Matilde. Un día, cuando creía que su enfermedad la
convertía en inútil y que eran infructuosos sus padecimientos, el Señor le dijo: «Deposita en mi
Corazón todos tus pesares y Yo les daré la perfección más absoluta que puede obtener el
sufrimiento. Así como mi divinidad atrajo a sí los sufrimientos de mi humanidad y los hizo suyos,
también incorporaré tus penas a mi divinidad, las uniré a mi pasión y te haré participante de la
gloria que Dios Padre dio a mi Humanidad por los dolores sufridos. Confía al amor todos tus
dolores, diciendo: Oh amor, yo los ofrezco con la misma intención que Tú has tenido en traérmelos
de parte del Corazón de Dios, y te pido que se los devuelvas perfeccionados por la gratitud más
grande» …
«Mi pasión –añadía Cristo– ha reportado frutos infinitos al cielo y a la tierra: tus penas y
tribulaciones, unidas a mi pasión, serán tan fructíferas, que darán mayor gloria a los elegidos, a los
justos nuevos méritos, a los pecadores perdón, y a las almas del purgatorio el alivio de sus penas.
¿Qué cosa hay que no pueda ser mejorada por mi Corazón divino, ya que todo bien en el cielo y en
la tierra proviene de la bondad de mi Corazón?» (El libro de la gracia especial, 2ª parte, cap.
XXXVI, y 3ª parte, cap. XXXVI).
Esta es la verdadera doctrina sobre el particular. Dios es el primer autor de nuestra santidad, el
origen de nuestra perfección; pero es necesario que nosotros apartemos los obstáculos que
obstruyen su acción; es menester que abominemos del pecado, de las tendencias perversas que
derivan de él; conviene romper con la criatura en cuanto nos impide ir a Dios. El que no quiere
someterse a esta ley de la mortificación; el que busca en todo sus comodidades y rehúye todo lo
posible la cruz y el sufrimiento, que no se amolda a todas las observancias, éste nunca llegará a la
unión íntima con Jesucristo, unión que vale bien las fatigas, trabajos y constantes renuncias que uno
puede imponerse. Encontraremos plenamente a Dios cuando desbrocemos el camino de todos los
estorbos, cuando hayamos destruido lo que en nosotros le desagrada.
San Gregorio, en un pasaje que evidentemente alude a las primeras líneas del Prólogo de la Regla,
dice: «Nos alejamos de Dios al aficionarnos a nosotros mismos y a las criaturas: “para volver a Él”,
debemos aficionarnos a Cristo crucificado; debemos llevar la cruz con Él en el camino de la
compunción, de la humildad, de la obediencia, del olvido de nosotros mismos».
[«Nuestra patria es el cielo, al cual, después de haber conocido a Jesús, se nos prohíbe volver por el
mismo camino por el que hemos venido. Nos hemos apartado de nuestra patria por el orgullo, por la
desobediencia, por el amor de las cosas visibles, por comer los manjares prohibidos; menester es,
pues, que volvamos a ella por las lágrimas, por la obediencia, por el desprecio de las cosas visibles,
por la mortificación de los apetitos carnales» (Homil. X in Evang.) Léase este pasaje en la octava de
la Epifanía, como interpretación acomodaticia de la expresión «regresaron por otro camino», acerca
de los Magos]. Llegaremos al triunfo de la resurrección y de la ascensión por los dolores del
Calvario, por la amargura de la cruz. «¿No era conveniente que Cristo padeciese y así entrase en su
gloria?» (Lc 24,26).
Terminaremos esta materia con las palabras de nuestro gran Patriarca al fin del Prólogo:
«Participemos de la pasión de Cristo por la paciencia, para merecer unirnos a Él en su reino». Las
mortificaciones, las privaciones no son duraderas: la vida que mantienen y defienden, en cambio, es
eterna. Es verdad que acá en la tierra, donde vivimos de la fe, no vislumbramos los esplendores de
esta vida: «Vuestra vida está oculta» (Col 3,3); pero brillará sin fin en la luz celestial, donde no hay
tinieblas, como no habrá llanto ni dolor, porque Dios enjugará las lágrimas de sus siervos, los
sentará a su mesa «y embriagará a sus elegidos con el torrente inagotable de sus puros goces» (Sal
35,9).
Entonces tendrá pleno cumplimiento el canto que la Iglesia, Esposa de Jesucristo, nos aplica el día
de nuestra profesión religiosa. En aquella hora decisiva que consagraba la llamada divina, el abad
nos mostró la Regla y el camino de renuncia por el que se va a Dios. Nosotros escogimos este
camino y aceptamos trabajar la tierra de nuestra alma para hacer germinar en ella las virtudes
celestiales en medio de espinas y abrojos. «Los que sembraron con dolor recogerán con alegría.
Ahora cavan el surco con el sudor de su frente y riegan con lágrimas las semillas que sembraron.
Día vendrá de desbordante alegría en que llevarán al Padre de familia los tesoros de su cosecha»
(Sal 125,5.6).
X. La pobreza
El alma que busca a Dios debe necesariamente renunciar a toda criatura y ante todo a los bienes
materiales
En nuestra búsqueda de Dios encontramos, ya en nosotros, ya fuera de nosotros, obstáculos que nos
detienen en el camino. Para buscar a Dios perfectamente, hay primero que desasirse de toda
criatura, porque nos aleja del camino de la perfección. Al joven del Evangelio, que se presentó a
nuestro Señor inquiriendo lo que debía hacer para asegurar la vida eterna, se le respondió: «Observa
los mandamientos». «Los he observado todos desde mi niñez», contestó él. Entonces nuestro divino
Salvador dice: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y ven y
sígueme». Ante estas palabras se alejó triste el joven: porque, dice el Evangelio, «poseía muchas
riquezas» (Mt 19,16-22). Éstas se habían enseñoreado de su corazón, y por causa de ellas desistió
de seguir a Jesús.
Nuestro Señor nos concedió la gracia inmensa de hacernos oír su voz llamándonos a la perfección,
y la de obedecerle: «Venid en pos de mí» (Mc 1,17). Y con un acto de fe en su palabra y en su
divinidad fuimos a Él y le dijimos con san Pedro: «He aquí que lo hemos dejado todo por seguiros»
(Mt 19,27). Nos hemos desprendido de los bienes materiales para que, haciéndonos pobres
voluntarios, sin nada que nos detenga, podamos consagrarnos enteramente a buscar el único bien
inmutable.
Si perseveramos en estas disposiciones de fervor que determinaron este abandono total de los bienes
terrenos, encontraremos ciertamente el Bien infinito, aun acá en la tierra. «¿Qué nos daréis,
Señor?», preguntaba san Pedro. Y Cristo le respondió: «Recibiréis el ciento por uno y después la
vida eterna» (Mt 19,29). Dios es tan generoso para nosotros que, a cambio de los bienes
abandonados, se nos da a sí mismo con un desinterés ilimitado: «En verdad os digo que si alguno
deja su casa… por mí… lo recibirá todo centuplicado ya en este mundo» (Mc 10,29-30). No pone
límites a sus comunicaciones divinas, y en esto está la sola causa de nuestra verdadera felicidad:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3).
Conviene, sin embargo, mantener estas disposiciones de fe, esperanza y amor, por las cuales todo lo
dejamos, poniendo en sólo Dios nuestra felicidad. No debemos aficionarnos a lo que
abandonaremos para siempre; ya en esto está la máxima dificultad, porque, advierte santa Teresa,
nuestra naturaleza es tan sutil que trata de recuperar lo que de una manera o de otra, ya ha dado.
«Determinémonos a ser pobres, y es gran merecimiento; mas muchas veces tornamos a tener
cuidado y diligencia, para que no nos falte, no sólo lo necesario, sino lo superfluo, y a granjear los
amigos que nos lo den, y ponernos en mayor cuidado, y, por ventura peligro, porque no nos falte,
que antes teníamos en poseer la hacienda». Y la gran santa añade estas palabras ya citadas, pero que
conviene repetir: «¡Donosa manera de buscar amor de Dios! Y luego le queremos a manos llenas, a
manera de decir. Tenemos nuestras afecciones… No viene bien, ni me parece se compadece esto
con estotro». [Vida, cap. XI, 2, 3.]
Naturalmente, si la pobreza voluntaria es condición indispensable para encontrar a Dios
plenamente, para ser perfectos discípulos de Jesucristo, conviene tener muy presente que durante
nuestra vida monástica no debemos caer en el relajamiento en materia de renuncia a los bienes
exteriores. Veamos, pues, lo que importa esta renuncia, hasta dónde se extiende, y a qué virtud
debemos referirla, para practicarla con toda perfección. Veremos que san Benito insiste mucho en
esto de la pobreza individual, y que la práctica de esta renuncia es un acto nobilísimo de la
esperanza, virtud teologal.
Por otra parte, la práctica de la pobreza va comprendida en la «conversión de costumbres» (RB 58)
que juramos el día de la profesión; porque por este voto estamos obligados a tender a la perfección
de nuestro estado, y la pobreza es necesaria al perfecto discípulo de Cristo. Así vemos que nuestro
bienaventurado Padre dedica en su Regla un capítulo muy importante a la materia ascética que no
menciona en el acto de la profesión. Llama a la propiedad, en el monje, un vicio: «el vicio de la
propiedad»; la llama «un vicio abominable» (RB 33), que hay que «arrancar de raíz» (RB 33).
De derecho natural es que el hombre pueda poseer; el cristiano que vive en el mundo puede usar
plenamente de esta facultad sin peligro de su salvación eterna y propia perfección; porque no es un
precepto sino un consejo el que dio nuestro Señor de dejarlo todo para ser un perfecto discípulo.
Para el simple fiel, la acción de la gracia sólo se ve impedida por el afecto desordenado que hace al
alma cautiva de los bienes materiales. Pero para nosotros, que, por amor a Jesucristo y por seguirle
más desembarazadamente, renunciamos voluntariamente a este derecho, intentar recuperarlo,
constituye una falta.
Nuestro santo Legislador quiere eliminar todas las formas de este vicio. Todos sabemos sus
palabras del capítulo 33: «El monje no puede dar ni recibir cosa alguna sin orden del abad, ni
tenerla como propia» (RB 33). Algunos detalles complementarios de la Regla nos demostrarán ser
tal el interés de san Benito en afianzar entre nosotros esta divina virtud de la pobreza, que baja al
detalle y pone como ejemplo las cosas necesarias a los que se ocupan en transcribir manuscritos. No
poseerán en propiedad, dice, «ni libros, ni tabletas, ni estiletes; nada absolutamente» (RB 33).
Pero lo importante es la suprema razón que da de este total despojamiento en el mismo capítulo.
«Como conviene a hombres a quienes no está permitido disponer de sus cuerpos ni de su voluntad»
(RB 33). Es la aplicación de las palabras del Evangelio «Todo lo hemos dejado». Nuestro
bienaventurado Padre es tan radical, que no permite que nadie se apropie una cosa, ni siquiera de
palabra. «Que nadie diga que algo es suyo» (RB 33). El monje no puede recibir nada, «ni cartas, ni
eulogia» (RB 54), ni cualquier otra cosa, por pequeña que sea, sin permiso del abad; y aquellos
dones que lícitamente hayan llegado al monasterio, «quedará al arbitrio del abad adjudicarlos a
quien él disponga» (RB 54). San Benito encarga al monje destinatario del presente «no contristarse,
para no dar ocasión a las tendencias del demonio» (RB 54).
[Llamábase eulogia propiamente el trocito de pan bendito que se distribuía a los fieles durante la
misa solemne, para simbolizar la unión que debe reinar entre los cristianos; por extensión pasó este
término a aplicarse a las estampas, medallas, reliquias, frutas, etc.].
El santo Patriarca, tan alto de miras de ordinario, desciende en esta materia a prescripciones
minuciosas, porque se trata de una cuestión de principio; y cuando de principios se trata –lo hemos
visto muchas veces–, se muestra intransigente. El principio que interviene en este caso es el de la
dependencia respecto de la autoridad y el desasimiento del corazón. Dar o recibir algo sin permiso
del abad es emanciparse de él y ejercer un acto de propiedad; y nada más contrario a la renuncia que
hemos prometido.
No debemos, pues, tener nada propio. Si la conciencia no nos acusa en este punto, agradezcámoslo
a Dios, porque estar completamente desprendidos de las cosas es una gran gracia.
Pero examinémonos detenidamente, porque son muchos los modos y maneras de poseer algo como
propio.
No tratamos aquí del peculio: deberíamos temer el comparecer ante Dios a la hora de la muerte si
nos sorprendiese en la posesión de la menor suma de dinero; pero sin llegar a este punto, hay
muchas maneras de «apropiarse» un objeto cualquiera. Puede suceder que el monje ponga toda su
afición en un objeto, un libro, por ejemplo, y lo sustraiga a la vista de los demás: en teoría es del
dominio común, pero de hecho se lo ha apropiado este religioso. Pequeñeces en sí, pero del apego a
las cosas que de ahí resulta puede provenir un gran peligro para la libertad del alma, y para la
misma perfección.
«Todo sea común para todos» (RB 33), dice nuestro bienaventurado Padre, y es éste uno de los
caracteres de la pobreza monástica como él la entiende; recuerda con estas palabras la comunidad
de bienes que había entre los fieles de la primitiva Iglesia. Prescribe que «sea castigado el que trate
las cosas del monasterio con sordidez o negligencia» (RB 33). ¿Por qué esta severidad? Porque
«siendo la casa de Dios el monasterio, todos sus utensilios y bienes deben tratarse como si fuesen
vasos sagrados» (RB 31).
Una voz más se transparenta en este motivo tan elevado el espíritu profundamente sobrenatural y el
carácter «religioso», del cual el santo legislador quiere impregnar toda la vida del monje, aun en los
más mínimos detalles.
XI. La humildad
El orgullo es uno de los mayores obstáculos a las efusiones divinas: lo descarta la humildad
Una de las mayores revelaciones que nuestro Señor nos hace en la Encarnación es su ardiente deseo
de comunicarse a nuestras almas para convertirse en objeto de su felicidad. Dios podría permanecer
toda la eternidad en la fecunda soledad de su divinidad una y trina; de la criatura, porque nada le
falta; es la plenitud del ser y la causa primera de todo: «No necesitas de mis bienes» (Sal 15,2). Pero
habiendo decretado, en la absoluta e inmutable libertad de su voluntad, darse a nosotros, es infinito
el deseo que tiene de realizar esta voluntad. A veces nos inclinamos a creer que Dios puede
permanecer «indiferente»; que su deseo de comunicarse es vago e ineficaz; empero esto es pensar a
lo humano y según la debilidad de nuestra naturaleza, con harta frecuencia inestable e impotente.
En Dios todo es acto puro: lo que en nuestro común lenguaje decimos «deseo divino» es
substancialmente indistinto de su esencia, y por tanto infinito.
En esto, como en todo lo que se refiere a la vida sobrenatural, no debemos guiarnos por la
imaginación, sino por la luz de la revelación. Oigamos a Dios mismo, si queremos conocer su vida;
volvámonos a Jesucristo, el Hijo muy amado, que está «en el seno del Padre» (Jn 1,18) y nos reveló
los divinos secretos. ¿Qué nos dice? Que «Dios amó tanto a los hombres, que les dio su Hijo único»
(Jn 3,16), para que fuese nuestra justicia, nuestra redención, nuestra santidad. Jesucristo, «por
obedecer a su Padre» (Jn 14,31), se entregó a nosotros hasta morir en cruz, hasta constituirse en
hostia y alimento. ¿Habría llevado Dios su amor hasta este exceso si no desease infinitamente
comunicársenos? Porque, según enseña santo Tomás, el amor de Dios no es pasivo, ya que, como
causa primera de todo, no puede recibir nada de otro: es un amor eficaz, esencialmente eficiente [I-
II, q. 110, a. 1]. Y, porque Dios nos ama, desea con amor ilimitado, con voluntad eficaz, darse a
nosotros.
Pero se dirá: ¿Por qué Dios no se da infaliblemente, antes hay almas a las cuales no se comunica?
¿Por qué son a veces tan escasas las efusiones de los dones divinos? ¿Por qué tantas almas se ven
desprovistas de bienes celestiales, cuando parece que deberían abundar en gracia? Si estudiamos la
acción de la gracia en los corazones, nos sorprende la diferencia de los efectos producidos. En unas
almas florece la gracia en abundancia de luces y dones, y progresan a ojos vistas; están como
inundadas de algo divino, que se manifiesta muchas veces por la unción espiritual y benéfica que
las envuelve.
Por el contrario, vemos en otras un estado cercano a la esterilidad: los sacramentos, la misa, las
lecturas piadosas, la observancia de la Regla, todos estos medios, que son los canales auténticos de
la gracia divina, producen en ellas frutos escasísimos. Y sin embargo, si examinamos estas almas,
no encontraremos, de primera intención, razón alguna que explique semejante diferencia. ¿Por qué
personas de tanta regularidad exterior no gozan de la unión habitual con Dios y no hacen progresos?
Podremos responder fácilmente a esta pregunta leyendo algunas páginas de la precedente
conferencia. Entre las almas, las hay «ricas de espíritu» y otras «pobres de espíritu» (Mt 5,3); sólo a
éstas se ha dado el reino de los cielos con abundancia de bienes: Esurientes implevit bonis; a
aquéllas, en cambio, la carencia más completa: Divites dimisit inanes (Lc 1,53).
En todos nosotros hay estorbos que impiden la acción divina: el pecado y sus raíces, con las
perversas tendencias no combatidas; no hay posible alianza entre la luz y las tinieblas, dice nuestro
Señor. Esquivan estos obstáculos las almas que renuncian a todo, a sí mismas y a las criaturas, que
aumentan su capacidad para las cosas divinas al despojarse de todo lo que no es Dios. Esperan sólo
de Él cuanto han menester; se rebajan a sí mismas por apoyarse sólo en Dios. A estos verdaderos
«pobres de espíritu», Dios les colma de bienes. Mas en los otros existe una tendencia particular que
por su índole provoca el desvío de Dios. Esa tendencia es el orgullo, que se opone radicalmente a
las divinas comunicaciones; Dios no puede darse a estos «ricos de espíritu», satisfechos de sí
mismos. Y esto es lo que acaece hartas veces.
Estudiándolo con detención, conoceremos la importancia de la humildad en la vida del alma, y
veremos con cuánta razón nuestro glorioso Padre la establece como fundamento de nuestra vida
monástica. Después precisaremos su naturaleza y caracteres; examinaremos los «grados de
humildad» tal como los establece san Benito, y las diferentes maneras de la virtud; y finalmente
indicaremos los medios eficaces de excitarla en el alma.
Pidamos a Jesucristo, a quien nos proponemos seguir más de cerca, después de dejarlo todo por
amor suyo, que nos enseñe la humildad. En el Evangelio nos dice: «Aprended de mí» (Mt 11,29).
¿Qué debemos aprender especialmente de Él? ¿Acaso que es Dios? ¿Que es el Ser por excelencia,
omnipotente, sapientísimo? «Lo que debemos aprender de Él –dice san Agustín– no es a hacer el
mundo, crear todas las cosas visibles e invisibles, a llenar de prodigios la tierra, a resucitar muertos»
[San Agustín, Sermo 10 de Verbis Domini. P. L., Sermo LXIX, número 2]. ¿Quiere que
aprendamos de Él sus más heroicas virtudes, su obediencia hasta la muerte, su abandono completo a
la voluntad del Padre, el celo que le devora por los intereses de su gloria y de nuestra salvación?
Todo eso es Él, sin duda; todas estas virtudes las practicó en un grado admirable de perfección.
Pero lo que ante todo quiere que aprendamos de Él es que es «manso y humilde de corazón»; son
sus virtudes escondidas y silenciosas, que los hombres no ven y hasta desdeñan [Véase la Encíclica
Testem benevolentiae (22 de enero de 1899) de León XIII acerca del americanismo], pero que nos
recomienda en forma apremiante: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón».
Pidámosle, pues, la gracia de un corazón humilde como el suyo, pues la perfección consiste en
imitar constantemente, con amor, este divino modelo: «Habéis de tener en vuestros corazones los
mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo» (Flp 2,5).
1. Necesidad de la humildad
La sagrada Escritura, hablando de los orgullosos en su relación con Dios, emplea una expresión
particular: «Dios resiste a los soberbios» (1 Pe 5,5; Sant 4,6). Terrible es para la criatura ser
abandonada por Dios, pero más espantosa es la resistencia que de Dios le viene.
No se puede pensar en esto sin espanto: Dios es el único principio de nuestra santidad, porque es el
autor de toda gracia. Ahora bien: ¿qué gracia podemos esperar de Dios si, además de no darse a
nosotros, nos resiste y nos rechaza?
¿Qué hay de malo y de contrario a Dios en el orgullo, para que Dios lo aparte de sí con tal energía?
La razón de este antagonismo proviene de la misma naturaleza de la santidad divina. Dios es el
principio y el fin: el alfa y la omega (Ap 22,13) de todas las cosas; la causa primera de todas las
criaturas, y el origen de toda perfección. Todo ser viene de Él, todo bien de Él se deriva; pero, en
reciprocidad, toda criatura debe volver a Él rindiéndole gloria, porque Dios «lo ha creado todo por
su gloria» (Prov 16,4.). Tal proceder, en nosotros, sería egoísmo y desorden; en Dios, por el
contrario, al cual no puede aplicarse la palabra egoísmo por ningún concepto, es necesidad fundada
en su misma naturaleza. Es esencial a la santidad divina referirlo todo a su propia gloria, pues, de
otro modo, no sería Dios, ya que estaría subordinado a otro fin distinto de sí mismo.
Oigamos al profeta Isaías. Nos muestra a los ángeles cantando la santidad de Dios, porque su gloria
llena los cielos y la tierra: «Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos; llena está toda la tierra
de tu gloria» (Is 6,3). También san Juan declaró en Patmos haber visto a los elegidos prosternarse
ante el trono de Dios y cantar: «Señor, tú eres digno de recibir la gloria, el honor y el poder, porque
todas las cosas te deben el ser y la vida» (Ap 4,2). Por esto dice Dios por Isaías: «No daré a otro mi
gloria» (Is 42,8). En la contemplación de sí mismo se ve digno de gloria infinita, por la plenitud de
su ser y el océano de sus perfecciones; y no puede tolerar sin dejar de ser Dios, santidad por
esencia, que se atribuya a otro la gloria que le es debida. Nos concede muchas gracias; nos da a su
mismo Hijo amado: «Que tanto amó Dios al mundo, que llegó a darnos su Hijo unigénito» (Jn
3,16); nos lo da enteramente, para siempre, si nosotros lo queremos, «y con Él y por Él todos los
bienes» (Rom 8,33) y nos da la felicidad eterna y sin fin, nuestro bien supremo, y nos franquea la
entrada a la intimidad de la Trinidad bienaventurada. Una sola cosa no quiere ni puede damos: su
gloria. «Yo, el Señor, no daré a otro mi gloria».
Ahora bien: ¿qué hace el orgulloso? Intenta arrebatar a Dios la gloria que a Él solo es debida y de la
cual es tan celoso, para apropiársela. El orgulloso se ensalza a sí mismo, se convierte en centro
glorificando su persona, su perfección, sus obras; no ve más que en sí mismo el principio de lo que
es, de lo que tiene; cree que no es deudor a nadie ni a Dios, intentando así arrebatarle, en provecho
propio, el divino atributo de primer principio y último fin. En teoría pensará tal vez que todo es de
Dios, pero prácticamente obra y vive como si todo viniera de sí mismo.
Supuesto este antagonismo que el orgullo establece entre Dios y el hombre [Cfr. Santo Tomás, II-II,
q. 157, a. 6. Utrum superbia sit gravissimum peccatorum], es necesario que el Señor «resista» al
soberbio; lo debe rechazar como a un agresor injusto: «Resiste a los soberbios». «Grande es el
Señor –dice la Escritura–, y se inclina a los humildes; mas al orgulloso le mira de lejos» (Sal 137,6).
Comentando estas palabras, dice un antiguo escritor: «Dios mira de lejos al orgulloso, para
aplastarle con vigor» [Sermo 1 de ascens. Domini, 177 de tempore, núm. 2. (Apéndice de las obras
de san Agustín)]. ¿Puede darse amenaza más terrible?
El divino Salvador, tan misericordioso y compasivo, nos enseña la misma verdad, de un modo
impresionante y con fuerte colorido, en la parábola del fariseo y del publicano (Lc 18,9-14).
Veamos al fariseo: es un hombre convencido de su importancia, pagado de sí mismo; su «yo» se
pone de manifiesto en sus palabras y en su misma actitud. Se mantiene en pie, con la despreocupada
actitud de quien tiene conciencia de su propio valer y perfección, como que no debe nada a nadie ni
de nadie necesita. Se vanagloria ante Dios de lo que hace.
Es verdad que le rinde gracias por ello; pero, como advierte san Bernardo, este falso homenaje es
una mentira que añade al orgullo. El fariseo tiene un «corazón doble», como dice el Salmista (Sal
11,3): despreciando al publicano demuestra que se cree más perfecto que éste, y dase a sí mismo la
gloria que aparentemente reserva para Dios. [«Y ahora, rindiendo acciones de gracia, das a entender
que nada te atribuyes a ti mismo, sino que reconoces prudentemente que tus méritos son dones de
Dios. Mas, por otra parte, menospreciando a los otros, te haces traición a ti mismo, y haces ver que
hablas con un corazón doble; por el uno, haciendo servir tu lengua a la mentira; y por el otro,
usurpando la gloria de decir la verdad. Porque no juzgarías que el publicano es despreciable en tu
comparación, si no pensases que eres mucho más que él» (San Bernardo, Obras completas. Sermón
XIII sobre el Cantar de los Cantares)].
No le pide nada a Dios, porque cree no necesitar de nada: se basta a sí mismo; expone más bien su
conducta a la aprobación divina; y así tiene la insolencia de decir: «Dios mío; debéis estar contento
de mí, pues soy irreprensible: no soy como los otros hombres ni tampoco como este publicano».
Está persuadido de que toda su perfección es cosa suya; por esto leemos en el Evangelio que el
Señor propuso esta parábola «a los judíos que confiaban en su propia santidad».
En cuanto al otro actor de la escena, el publicano, ¿qué hace? Se queda en el umbral de la casa de
Dios, y no osa levantar siquiera los ojos, porque se juzga miserable. No cree tener títulos que alegar
ante Dios, y sólo está persuadido de haberle ofendido. «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un
pecador». Confía únicamente en la misericordia divina y todo lo espera de ella; pone en Dios toda
su confianza, toda su esperanza.
Y ¿cómo obra Dios con uno y otro? «En verdad os digo –terminaba Jesucristo– que el publicano
salió justificado (Lc 18,14), mas no el fariseo». Empero, ¿no era pecador el publicano, y no era el
fariseo, al menos aparentemente, un fiel observante de la ley de Moisés? Ciertamente; pero éste,
infatuado en sí mismo, despreciaba al publicano, glorificándose en sus buenas obras y queriendo
suplantar el lugar de Dios. Por eso le rechaza el Señor: «Deshizo las miras del corazón de los
soberbios» (Lc 1,51). Y al publicano, que se humilla, le da en cambio su gracia con abundancia
(Sant 4,6; 1 Pe 5,5).
Terminando la parábola, Jesucristo establece la ley fundamental de nuestras relaciones con Dios, y
deduce la enseñanza que debemos aprender: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla
será ensalzado» (Lc 18,24).
Véase, pues, hasta qué punto el orgulloso impide la unión del alma con Dios; no hay en nosotros,
dice santo Tomás, tendencia que más se oponga a las comunicaciones divinas: «Por la soberbia los
hombres se apartan en sumo grado de Dios» [II-II, q. 162, a. 6 concl.]. Y como Dios es el principio
de toda gracia, el orgullo es para el alma el peligro más terrible; la humildad, por el contrario, es el
camino más seguro para la santidad y para encontrar a Dios. El orgullo es lo que principalmente
impide a Dios darse a las almas; si en ellas no hubiera orgullo, Dios se daría a ellas plenamente. «La
humildad es una virtud tan fundamental, que sin ella –dice el Abad de Claraval– todas las otras
virtudes se destruyen» [De consideratione, l. V, cap. XIV, 32]. Es porque, a causa de nuestra
naturaleza caída, hay obstáculos en nosotros que dificultan el desarrollo de la vida interior; si no se
eliminan estos estorbos, acaban por sofocar las virtudes.
Pero el mayor de estos obstáculos es la soberbia, porque se opone radicalmente a la unión divina
considerada en sí misma, y por consiguiente a la gracia, de la cual sólo Dios es origen, y sin la cual
nada podemos. «La humildad –dice también san Bernardo– acoge las otras virtudes, las conserva y
perfecciona» [Tractatus de moribus et officio episcop., cap. V, 17].
El alma humilde es, en efecto, capaz de recibir todos los dones divinos, principalmente porque está
vacía de sí misma y espera de Dios todo lo que necesita para su perfección, juzgándose pobre y
miserable. Todo cuanto Dios ha hecho por el hombre después de la caída es efecto de su
misericordia. Los ángeles, que no están sujetos a las miserias del pecado, cantan la santidad de
Dios; nosotros alabamos su misericordia: «Quiero siempre cantar las misericordias del Señor» (Sal
88,2).
Viendo Dios al hombre desgraciado e impotente, sujeto a la tentación y a merced de perversas
inclinaciones, que varían según el tiempo, las estaciones, la salud, la gente que le rodea y la
educación, se conmueve ante estas miserias como si fueran propias suyas; y este movimiento divino
que inclina al Señor hacia nuestras miserias para aliviarlas, constituye la misericordia: «A la manera
como se compadece el padre de sus hijos, compadecióse el Señor de los que le temen; porque Él
conoció lo bajo de nuestro origen» (Sal 102,13-14).
Nuestra miseria es tan profunda que puede ser comparada con un abismo que llama al abismo de la
misericordia divina: Abyssus abyssum invocat (Sal 41,8); pero esta llamada no se contesta sino a
condición de que nuestra miseria sea reconocida y confesada, guiados por la humildad que nos
inspira este grito: «Señor, ten piedad de mí», La humildad es la confesión práctica y constante de
nuestra miseria, la cual atrae las miradas de Dios. Los andrajos y llagas del pobre son su mejor
alegato; no trata de disimularlos, antes los descubre para conmover los corazones. De igual manera
no debemos nosotros tratar de deslumbrar a Dios con nuestra perfección, antes debemos procurar
atraer la misericordia divina por la confesión sincera de nuestra debilidad; porque cada uno de
nosotros tiene hartas miserias que exponer a las miradas misericordiosas de Dios.
Somos como el pobre viajero que yacía en el camino de Jericó, desnudo y cubierto de heridas. El
pecado original nos despojó de la vida de la gracia; los pecados personales han hecho leprosa a
nuestra alma; pero Jesucristo es el buen Samaritano que vino a curarnos, a derramar sobre nuestras
heridas el bálsamo de su preciosa sangre, a acogernos en sus brazos y confiarnos a la ternura de la
Iglesia, madre que nos ama como Él.
Es una excelente oración descubrir a nuestro Señor todas las miserias, las lacras que desfiguran
nuestra alma. «Dios mío, mira esta alma que Tú has criado y rescatado: ve qué disforme está y qué
llena de inclinaciones que la hacen aborrecible a tus ojos: ten piedad de ella». Es una oración que va
derecha al Corazón de Jesucristo como la del pobre leproso del Evangelio: «Maestro Jesús, ten
piedad de nosotros» (Lc 17,13). Y nuestro Señor nos curará.
Cuando, en efecto, reconocemos que somos débiles, pobres, miserables, enfermos, implícitamente
proclamamos el poder, la sabiduría, la santidad, la bondad de Dios: rendimos a la plenitud divina un
homenaje tan agradable a Dios, que le inclina hacia el alma humilde para colmarla de bienes: «A los
hambrientos llenó de bienes». San Bernardo [P. Pourrat, La spiritualité chrétienne, II, Le moyen-
âge, pág. 43] lo decía también: «Nuestro corazón es un vaso destinado a recibir la gracia, y para que
se llene abundantemente debe antes vaciarse del amor propio y de la vanagloria» [In annuntiat. B.
M. V., Sermón III, ó, cfr. Epistolas CCCXCIII, 2-3].
Cuando la humildad ha preparado una vasta capacidad, la gracia acude a colmarla, pues es
estrechísima la afinidad entre la gracia y la humildad [Super missus est. Homilía IV, 9; cfr. In
Cantica. Sermón XXXIV]. Nada, pues, más eficaz que esta virtud para merecer la gracia,
conservarla y recuperada si la habíamos perdido [In Cantica. Sermón LIV, 9; cfr. Epístola
CCCLXXII, Sermón XLVI de diversis].
Hay otra razón para la generosidad de Dios en favor de los humildes. Sabe Él que el alma humilde
nunca se envanecerá de las gracias para gloriarse; no se las apropiará como el orgulloso, sino que le
rendirá toda la gloria y honor; y por esto, si se me permite hablar así, no teme Dios volcar en ella la
abundancia de sus favores, pues no abusará de ellos empleándolos en fines distintos de los que Él se
ha propuesto. Cuanto más queremos acercarnos a Dios, más profundamente debemos apoyarnos en
la humildad; bien lo demuestra san Agustín con una comparación familiar. «El fin –dice– que
perseguimos es muy grande, porque buscamos a Dios, intentamos llegar a Él, porque sólo en Él se
encuentra nuestra eterna felicidad; mas no podemos llegar a este fin sino por medio de la humildad.
«¿Deseas ser grande? Empieza por abajarte. ¿Proyectas construir un edificio que se eleve hasta el
cielo? Pues ahonda los cimientos por medio de la humildad. Cuanto más alto haya de ser el edificio
–añade el santo Doctor– tanto más hondos deben cavarse los fundamentos, y más aún si se
considera que nuestra pobre naturaleza es terreno movedizo, continuamente inseguro. ¿A qué altura
queremos elevar el edificio espiritual? Hasta la visión de Dios. Veamos, pues, a qué altura debe
elevarse este edificio, qué sublime finalidad debemos procurar; mas no olvidemos que sólo
llegaremos a ella por medio de la humildad» [Sermo 10 de Verbis Domini].
2. Cómo la considera San Benito y lugar preeminente que le asigna en la vida interior.
Naturaleza de esta virtud
Se comprenderá ahora fácilmente por qué san Benito, que nos señala como fin buscar a Dios,
establece nuestra vida espiritual sobre la humildad. Él mismo se había elevado tanto hacia Dios que
no ignoraba que es sólo la humildad la que atrae la gracia, sin la cual nada podemos. La ascesis de
san Benito se reduce por entero a hacer al alma humilde, y después a hacerla vivir bajo la
obediencia, que es la práctica expresión de la humildad: tal es para ella el secreto de la unión con
Dios. [«La humildad… manifiesta al hombre dócil y abierto para recibir el influjo de la divina
gracia (Cfr. santo Tomás, II-II, q. 141, a. 5, ad. 2)].
«Para el santo Patriarca, el capítulo sobre la humildad es como un sumario de toda la vida
espiritual. Por etapas señala el camino del alma hacia Dios, desde la renuncia del pecado hasta la
plenitud de la caridad. ¿Por qué san Benito considera el progresivo camino de la perfección desde el
punto de vista de la humildad, hasta el extremo de conceder al desenvolvimiento gradual de esta
virtud el privilegio de englobar en ella, por decirlo así, el progreso de todas las otras? Podría haber
construido la escala con grados de paciencia o de una serie de gracias de oración: la discursiva
primero, después la simplificada, para terminar con la que une místicamente al alma con Dios,
como también habría podido decir que esta escala era una sucesión de grados de caridad. Si el santo
Patriarca prefirió esa otra concepción, es porque estaba predispuesto, por natural inclinación y
dones de la gracia, a entender la ascensión del alma como una sumisión cada vez más profunda del
hombre a Dios. En esto aparece su alma esencialmente religiosa y contemplativa» [Dom Ryelandt,
Essai sur le caractère ou la Physonomie morale de S. Benoît, d’après sa Règle, en Revue liturgique
et monastique, 1921].
El santo Patriarca dedica a esta virtud fundamental un largo capítulo. Pero, según se verá más
adelante, tiene un concepto muy seguro y a la vez muy amplio de la humildad. La considera, no
sólo como una virtud especial subordinada a la virtud moral de la templanza [Cfr. Santo Tomás, II-
II, q. 141, a.4.], sino como resultante de una completa actitud del alma ante Dios, actitud en que
deben fusionarse los diversos sentimientos que deben animarnos como criaturas y como hijos
adoptivos: actitud que debe condicionar toda nuestra existencia y ser fundamento de toda nuestra
espiritualidad. Iremos desarrollando esta proposición.
Empieza san Benito su capítulo recordando la ley establecida por Cristo como conclusión de la
parábola del fariseo y del publicano: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será
ensalzado». «El sentimiento íntimo de la intervención divina en la vida humana hace que el hombre
se humille y se someta y que simultáneamente se eleve a Dios mediante la misma sumisión. Un
mismo movimiento de humildad abate al hombre obediente y le engrandece y exalta ante Dios. El
profundo sentido del pensamiento de san Benito es la proclamación de la verdad evangélica, que
cuanto más progresamos en la humildad, más somos absorbidos por Dios y subimos más hacia las
cimas de la unión» [Dom Ryelandt, o. c.].
Para el Santo, la teoría de la humildad es correlativa a su concepción de la gracia; los progresos del
alma en Dios son los progresos de Dios en el alma. La labor que propiamente corresponde al alma,
ayudada por la gracia, es abrir sus caminos a la acción divina; de aquí que, a cada grado de
ascensión hacia Dios, «a cada crecimiento sobrenatural», corresponde un grado en el «abrir nuestra
alma a Dios». Ahora bien, ¿cómo «abrirse a Dios»? Aboliendo cada vez más el orgullo; ahondando
cada vez más la humildad. Y he aquí cómo, en definitiva, la escala en sentido negativo de la
humildad puede servir de escala en sentido positivo a la perfección y a la caridad. Es posible
señalar, en la escala de la humildad, una gradación ciertamente convencional e ingeniosa, pero que
ofrece una base de inscripción muy razonable de todos los progresos positivos de la vida
sobrenatural.
Utilizando una expresiva imagen del Salmista, san Benito compara al orgulloso rechazado por Dios
con el niño prematuramente destetado y apartado del seno de su madre (Sal 130, 2). Privado de la
fuente de vida, el niño morirá. He aquí el mayor peligro a que se expone un alma: ser separada de
Dios, única fuente de gracia. Así, pues, continúa nuestro bienaventurado Padre, «si queremos llegar
a la cima de la humildad y obtener la celestial exaltación a la que se llega por la humildad de la vida
presente, conviene que con nuestros actos erijamos la escala que en sueños vio Jacob, por la cual
subían y bajaban ángeles» (RB, cap. 7). [Esta idea parece tomada de san Jerónimo (Ep., 98, 3), por
más que el santo Doctor habla de la anterior ascensión por el ejercicio de todas las virtudes:
«Escala… mediante la cual se sube, por los diversos grados de las virtudes, a las alturas más
elevadas». San Benito la restringe a la práctica de la humildad.
Añadamos que, en el siglo VI, San Juan Clímaco escribía su célebre Scala paradisi, «La escala que
lleva al cielo», repartida en treinta grados, en memoria de los treinta años de la vida oculta de
Jesucristo]. El santo Legislador compara los dos lados de esta escala al cuerpo y al alma, porque el
cuerpo debe participar de la virtud interior, y la gracia divina entre estos dos lados ha dispuesto
diferentes escalones por los que debemos subir.
Antes de recorrerlos todos, digamos en qué consiste la humildad. San Benito no la define, sino que
expone sus diferentes manifestaciones. Nosotros tomaremos los elementos de la definición de santo
Tomás, que en su Suma Teológica comenta el capítulo de san Benito y justifica los grados de
humildad por él indicados.
[II-II, q. 161, a. 6 y q. 162, a. 4 ad 4. Santo Tomás sigue un orden inverso, empezando por el Último
grado; en el curso del articulo hace la exposición partiendo del primero: la reverencia a Dios. Es
sabido que santo Tomás fue oblato benedictino en Monte Casino, por nueve años; tuvo que dejar la
abadía por causa de las turbulencias políticas promovidas por Federico II, quien, excomulgado por
Gregorio IX, expulsó a los monjes de su abadía. Durante su estancia en Monte Casino el joven
oblato estudió la Regla. «Los escritos del futuro doctor –dice el más reciente de sus biógrafos, el P.
Mandonnet, O. P.– demuestran que conocía bien la gran obra legislativa de san Benito». El mismo
autor termina su estudio sobre «Santo Tomás, oblato benedictino», con estas palabras: «Tomás de
Aquino debió abandonar el asilo de sus primeros años con harto pesar; su alma, profundamente
religiosa, debió sentir cómo se le cegaba la fuente más profunda de su vida. No obstante, en medio
de los acontecimientos desagradables que le sobrevinieron conservó en su destierro los más ricos
despojos, pues no en vano había pasado sus años juveniles en la más ilustre de las abadías y se
habla formado y modelado en ella convenientemente. Será deudor a la religión y piedad benedictina
de la robustez y sinceridad de su alma; la vida monástica, transcurriendo en jornadas tranquilas e
iguales, le aseguró el admirable equilibrio de su temperamento y facultades. El aislamiento de su
vida de oblato y el ambiente de la grandiosa naturaleza que le rodeaba despertaron y tal vez
confirmaron su sentido de recogimiento». Revue des Jeunes, 25 de mayo de 1919; Cfr. también 10
de mayo].
Sucede a veces que el Señor concede de una vez a un alma un alto grado de humildad, como a otras
les da el don de oración; pero por ley ordinaria solicita nuestra cooperación; y como sólo buscamos
y amamos lo que conocemos, debemos tratar de comprender esta virtud.
La humildad puede definirse: una virtud moral que nos inclina, por reverencia a Dios, a rebajarnos y
mantenernos en el lugar que creemos nos es debido. Es una virtud, o sea una disposición habitual;
no es, pues, un acto particular, pues pueden hacerse actos sin tener la virtud de la humildad, la cual
consiste en una disposición habitual del alma que se manifiesta pronto y fácilmente; es como un
fuego de donde se desprenden, semejantes a chispas levantadas por el soplo que aviva la lumbre,
actos de humildad.
Como virtud moral, la humildad tiene sus principios en la inteligencia, en el juicio; pero no existe
formalmente en la inteligencia, como equivocadamente creen algunos autores. Con santo Tomás,
diremos que «reside esencialmente en la voluntad» [II-II, q. 161, a. 2, c.]. Ocurre como con su
contraria la soberbia, que presupone y contiene el juicio de la desordenada estima de sí mismo, pero
consiste más formalmente en la complacencia (actitud del corazón) que sigue a este juicio. En la
humildad, es la buena voluntad, ayudada de la gracia, la que se inclina y abate, por reverencia a
Dios, y mueve a la inteligencia y a todo el hombre a contentarse con el lugar que le consta
corresponderle.
[El santo Doctor añade naturalmente que la humanidad se funda, como noma directriz, en el
conocimiento, por el cual no nos estimamos nunca en más de lo que somos (Ibid., a. 1 y 6):
aplicación a un caso particular del cambio de causalidad, conocido de todos los psicólogos y
moralistas, que se realiza entre la razón y la voluntad].
Y ¿cuál es este lugar? Consideremos las cosas, no desde el punto de vista del mundo, que no aprecia
más que lo que brilla y juzga por falsas apariencias, sino a los ojos de la fe, como las ve Dios,
verdad por esencia, que nunca yerra.
En el orden natural, de mí mismo debo confesar, sin exageración, que no tengo nada: ni vida, ni
salud, ni fuerzas físicas, ni talento: «Tus manos, Señor, me plasmaron enteramente» (Job 10,18);
«En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,18). La activa conservación de las cosas es por
parte de Dios una creación continuada; si Él retirase de mí su mano, al instante me encontraría sin
fuerzas, sin voluntad, sin razón y sin vida: «Toda carne es heno; secóse el heno y cayó la flor» (Is
40,7). Poseo, es verdad, substancialmente alma y cuerpo con sus facultades y energías; pero las
poseo porque las recibí de Dios. «¿Qué es, pues –dice san Pablo–, lo que te distingue? ¿Qué tienes
que no hayas recibido? Y si lo has recibido de otro, ¿a qué gloriarte como si fuera tuyo?» (1 Cor
4,7).
En el orden sobrenatural, ciertamente por la gracia somos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo,
llamados por el Padre a ser sus semejantes: «Yo dije: dioses sois» (Sal 81,6). Es una condición
admirable, un fin sublime, pero la llamada de Dios es gratuita: «Nos ha salvado, no a causa de las
obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia» (Tito 3,5-6). Y, después que la
misericordia divina nos ha dotado de este don, no podemos usar de él sin la ayuda de Dios. Es de fe,
de fide, que de nosotros mismos, en el orden de la gracia, ni un buen pensamiento meritorio para la
vida eterna podemos tener. Lo dice Jesucristo en términos concretos: «Sin mí –sin mi gracia– nada
podéis hacer» (Jn 15,5). Y san Pablo añade: «No porque seamos suficientes o capaces por nosotros
mismos para concebir algún buen pensamiento, sino que nuestra capacidad viene de Dios» (2 Cor 3,
5).
En otra parte nos dice «que no podemos invocar el nombre de Jesús sobrenaturalmente, sino por la
gracia del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Es, pues, evidente que todo nos viene de Dios; el mérito de
las buenas obras es verdaderamente nuestro, pero sólo porque Dios nos concede el poder de
merecer. [«Absténgase el cristiano de confirmar o de gloriarse en sí mismo y no en el Señor, el cual
lleva su bondad con el hombre hasta el punto de atribuirle como méritos lo que no son mas que
dones suyos». Concil. Trid. Sess. VI, c. 16].
Lógicamente, pues, nos dice nuestro bienaventurado Padre «que si en nosotros echamos de ver algo
bueno, atribuyámoslo a Dios, no a nosotros mismos»; y que, «por el contrario, nos imputemos a
nosotros y no a Dios lo malo que hubiéramos hecho» (RB 4). El pecado, en efecto, no es en modo
alguno de Dios, sino exclusivamente nuestro; y si alguna vez hemos ofendido a Dios mortalmente,
habremos merecido justamente ser objeto de repugnancia y odio para Dios, que es la bondad misma
y la majestad. Si entonces no nos arrebató la muerte y no caímos en la condenación eterna, fue
porque Dios nos perdonó tomándonos su gracia y amistad: «A la misericordia del Señor se debe que
no perecimos» (Lam 3, 22).
Ésta es nuestra condición a la luz infalible de la fe, consideradas las cosas desde el punto de vista de
la verdad divina. Ahora bien: la humildad nos mantiene en una actitud conforme a esta condición; la
voluntad, ayudada de la gracia, nos impele a colocarnos en el lugar que es propiamente el nuestro.
4. Grados de humildad establecidos por San Benito; los dos primeros se refieren también a los
simples cristianos
Debemos ahora recorrer, guiados por el santo Patriarca, los diferentes grados de esta virtud; después
indicaremos sus benéficos efectos, y los medios de fomentarla en nosotros.
El Doctor Angélico aprobó la disposición general de los grados de humildad tal como los ordenó
san Benito [II-II, q. 161, a. 6.]. Nuestro bienaventurado Padre habla primeramente de los grados de
la virtud interior, y establece como el primero el temor, la reverencia a Dios; y con mucha razón,
pues, como enseña santo Tomás, san Benito consideró la humildad, expuso su doctrina y ordenó sus
grados «según la misma naturaleza de la cosa» [Ibid., a. 6 ad 5.]. «Los actos externos –dice el
Príncipe de los teólogos– deben derivar de la disposición interna» [Ibid., a. 6.]; pero, añade, en la
misma humildad interna conviene fijar bien «el fundamento de la virtud, que es la reverencia a
Dios» [Ibid.]. El temor de Dios es, pues, el primer grado; sin él la humildad no puede nacer ni
conservarse. Del temor filial arrancan los otros grados de la virtud interior, la cual producirá los
actos externos.
El punto de partida es, pues, según el santo Patriarca, el respeto que debemos a Dios: «El primer
grado de la humildad consiste en que, teniendo el monje siempre presente el temor de Dios, no lo
eche jamás en olvido» (RB VII). Pero en el temor de Dios hay una gradación. ¿De qué temor habla
el santo Patriarca? No del temor servil, del temor al castigo, que es propio de esclavos, que excluye
el amor y ahoga la confianza; sino primeramente de un temor imperfecto con el cual se mezcla el
amor, y después del temor reverencial. Nuestro Señor nos dice que debemos «temer a Aquel que
puede condenar al alma y al cuerpo al infierno» (Lc 12,5): es un temor que nos estimula a velar
continuamente para evitar el pecado a fin de no desagradar a Dios que lo castiga; y es un temor
bueno.
La Escritura pone en nuestros labios esta oración: «Traspasa, Señor, mi carne con tu santo temor»
(Sal 118,120); y el Salvador lo intima a aquellos a quienes se ha dignado llamar amigos: «Os digo a
vosotros, amigos míos» (Lc 12,4). También nuestro bienaventurado Padre, que nos señala un ideal
tan alto y quiere llevarnos a tan sublime perfección inspirándose, como siempre, en el Evangelio,
empieza por infiltrarnos este temor.
Sin duda que, a medida que el alma progresa en la vida espiritual, a este temor sucede, como móvil
habitual, el amor; mas no debemos olvidarlo totalmente, pues es un arma que hemos de tener
siempre en reserva para la hora del combate, cuando el amor puede ser rebasado por la pasión. Sería
una piedad sentimental la que pretendiera fundamentarse sólo en el amor, y estaría llena de
presunción y peligro. El Concilio de Trento repite con insistencia que no estamos nunca seguros de
nuestra perseverancia final; y como nuestra vida es una continua prueba en la fe, jamás debemos
desprendernos del arma del temor de Dios.
Este temor imperfecto debe, sin embargo, acabar por convertirse habitualmente en temor
reverencial, cuyo último término es una adoración llena de amor. De este temor se ha dicho: «El
temor de Dios es santo y perdura eternamente» (Sal 18,10). Es la reverencia que, ante la plenitud de
las divinas perfecciones, siente toda criatura, incluso siendo ya hija de Dios, incluso la que ha sido
admitida ya en el reino de los cielos; reverencia «por la cual los ángeles, espíritus purísimos, velan
su cara ante el esplendor de la divina Majestad». «Adoran las dominaciones, tiemblan las
potestades» [Prefacio de la Misa]; reverencia de que está investida la misma humanidad de Cristo:
«Y lo llenará el espíritu del temor de Dios» (Is 11,3).
Cuando el gran Patriarca, en el Prólogo de su Regla, nos invita a entrar en su escuela, se propone
«enseñarnos, como a hijos, el temor de Dios» (Sal 33,12). Dios es un «Padre amoroso al cual
debemos escuchar con el oído del corazón, o sea con vivo sentimiento de amor, pues nos tiene
preparada una herencia gloriosa e inmortal de felicidad eterna». Pero san Benito nos recomienda
que no ofendamos con nuestras culpas «la bondad de este Padre» celestial que nos espera «porque
es piadoso», y que, en su gran amor, «predestina a los que le temen a ser participantes de su propia
vida» (RB, pról.). Este temor reverencial a Dios, «Padre de inmensa majestad» [Himno Te Deum],
debe ser habitual y constante, porque es una virtud, una disposición habitual, no un acto aislado.
«Repose continuamente en su corazón». De él, como de un exuberante tronco, nuestro
bienaventurado Padre hace derivar todos los otros grados de humildad.
Cada grado de la virtud interior es un paso hacia la adoración profunda de Dios, término final de
nuestra reverencia. Si tenemos, efectivamente, este respeto a Dios, a Él someteremos también
nuestra voluntad; y esto constituye el segundo grado. El verdadero temor de Dios obliga al hombre
a conocer lo que Dios le manda; porque sería una falta de respeto hacia Él no cuidarse de aquello
que nos prescribe. La voluntad de Dios es Dios mismo: si le tememos, por reverencia hacia Él
cumpliremos todos sus preceptos: «Dichoso el varón que teme al Señor y ama sus preceptos» (Sal
111,1). Reverenciaremos a Dios de tal manera que antepondremos su voluntad a la nuestra; le
inmolaremos el propio querer, que en muchas almas es el ídolo interior a quien constantemente
inciensa.
El alma humilde, que reconoce la soberanía de los derechos de Dios, provenientes de la plenitud de
su ser y de sus infinitas perfecciones, que conoce también la propia nada, la propia dependencia,
busca en la voluntad de Dios, y no en sí misma, los móviles de su vida y de su actividad; sacrifica
su querer al de Dios; acepta las disposiciones de la Providencia que le afectan, y no se engríe,
porque sólo Dios, santo y omnipotente, merece toda la adoración y sumisión: «La humildad mira
propiamente a la reverencia con la que el hombre se somete a Dios» [II-II, q. 161, a. 4, in c.].
Precisamente por cuanto reverenciamos a Dios y le honramos, nuestro espíritu se somete a Él»
[Ibid., q. 81, a. 7. Cfr. II-II, q. 29, a. 2.].
La sumisión monástica nos lleva también a revelar al superior el estado de nuestra alma; es éste el
quinto grado de humildad. El orgullo nos impulsa a ensalzarnos y a pretender la estima de los otros,
y por lo tanto a ocultarles nuestros defectos. Es, pues, un gran acto de humildad descubrir
voluntariamente a otro hombre el verdadero estado de nuestra alma. [La legislación eclesiástica
actual prohíbe a los superiores religiosos que en modo alguno induzcan a sus súbditos a
manifestarles sus conciencias. Pero no impide que los súbditos libre y espontáneamente lo hagan; y
aun añade el texto del Código Canónico que «será provechoso a los religiosos acercarse a los
superiores con filial confianza y, si éstos son sacerdotes, exponerles las dudas y angustia de su
conciencia», Can. 530 Código D. Canónico 1917]; y lo hacemos porque en él reverenciamos a Dios:
«Revela al Señor tus caminos y espera en Él» (Sal 36,5).
Notemos la exégesis que san Benito da a este texto. Es al Señor a quien la fe nos hace ver en el
superior y a quien descubrimos el estado de nuestra alma, seguros de que, si nos comportamos
como hijos, Dios se comportará con nosotros como Padre amoroso: «Y espera en Él». Éste es el
fruto de este grado de humildad: que Dios nos guía por un camino seguro y no podemos errar.
Mas para alcanzar este grado conviene que seamos muy sinceros con nosotros mismos delante de
Dios y de aquellos que le representan: «Revela». Debemos vigilar los movimientos del alma para
que no se nos deslice alguna mentira de actitud o de proceder; es menester que se pueda decir de
nosotros: «Que dice verdad en su corazón» (Sal 14,3). Debemos ser «veraces» en el íntimo
santuario de nosotros mismos delante de Dios, y veraces ante aquel a quien abrimos nuestro corazón
por amor a Dios: «Decir verdad de corazón y con palabras» (RB 4), dice nuestro bienaventurado
Padre.
Es éste un deber importante: no debemos permitirnos la menor falsedad, so pena de echar un velo
sobre nuestra conciencia, acabando por oscurecerla y cegarla si persistimos en no ser veraces.
Entonces nuestro Señor no podrá morar en nuestra alma como en un jardín predilecto, porque no le
mostraremos el corazón como es: nos faltará la luz de la humildad que nos enseña la nada que
somos delante de Dios.
Los dos últimos grados de la humildad interna son muy elevados. Conscientes de haber ofendido a
Dios, tan grande y lleno de majestad, y de haber merecido por nuestras culpas el estar bajo los pies
del demonio, nos contentamos con el último lugar y nos reputamos «como siervos inútiles e
indignos» (Lc 17,10), según el espíritu evangélico. Somos tan pequeños ante Dios; nuestras obras
son tan defectuosas, que no somos aptos para realizar nada sin la gracia de Jesucristo, que es lo
único que avalora nuestras acciones. Si prácticamente nos persuadimos que hacemos mucho, que se
nos debe tener consideraciones por tal o cual servicio, no hemos llegado todavía a alcanzar este
grado de humildad. San Benito, que conoce las almas, fulmina las más severas amenazas contra
aquellos que persisten en este orgullo. «Si –dice– entre los oficiales del monasterio hay alguno que
imbuido del espíritu de soberbia se cree que es de provecho para el monasterio, se le privará para
siempre de aquel «oficio»», para no exponer su alma a un peligro espiritual.
El séptimo grado de la humildad constituye el ápice de la virtud: «Juzgar sinceramente, en lo íntimo
del corazón, que es el último de todos los hombres» (RB 57). Lo aconseja san Pablo: «Cada uno en
su humildad repute a los demás como superiores» (Flp 2,3). Pocos son los que llegan a esta cima y
viven habitualmente en ella; es ciertamente un don divino. Para ello se requiere la luz del Espíritu
Santo, que, comunicando al alma una visión intensa de las perfecciones divinas, la mueva a
anonadarse hasta lo más profundo de su ser. Viendo entonces que ante la grandeza divina es
esencialmente pura nada, y considerando, en cambio, en los demás los dones de Dios, se pone
interiormente a los pies de todos [Santo Tomás, II-II, 161, a, 3, ad 2.].
Los que tiendan a este grado guárdense, en cualquier circunstancia, de tenerse por superiores a los
demás y de tratarlos con severidad; porque si Dios hubiera sido riguroso con nosotros y nos hubiera
tratado con estricta justicia, ¿qué sería de nosotros? Y ¿estamos seguros de nosotros mismos?
Porque debemos pensar también en las posibilidades de obrar mal que en nosotros existen. Aquel a
quien hacemos objeto hoy de nuestros desprecios, tal vez presto será mejor que nosotros. ¿No
seremos mañana peores que él? No estamos seguros más que de las disposiciones presentes; porque
en nosotros, pobres criaturas, hay un principio de inestabilidad y deficiencia que debemos combatir
siempre ayudados de la gracia y del ejercicio de la humildad.
Dígnese Dios permitirnos un poco de reposo, al menos con el pensamiento y el deseo sobre la
cumbre excelsa cuyo camino san Benito nos indicó, señalando sus etapas. Durante esta permanencia
en pleno ideal, nos convenceremos a la luz de la Verdad de que somos nada y que tenemos una
constante y esencial necesidad del auxilio divino.
8. El fruto más precioso de esta virtud es disponer principalmente al alma para la abundancia
de efusiones divinas y la caridad perfecta
El principal fruto de la humildad es hacernos gratos a Dios, de tal manera que la gracia, no
encontrando óbices en nosotros, sobreabunda y nos da seguridad de estar unidos a Dios por el amor:
es el estado de caridad perfecta.
Explicados los diversos grados de la humildad, san Benito concluye con una breve frase, de poca
importancia al parecer, pero que es harto profunda, digna de ser meditada. «El monje, después de
recorrer todos estos grados, llegará inmediatamente –nótese el adverbio inmediatamente– a la
perfecta caridad de Dios, la cual excluye todo temor».
Los escritores espirituales a veces no están acordes y titubean al establecer la jerarquía de las
virtudes. Una cosa, sin embargo, tienen por cierta: que la caridad es la reina de ellas. Pero la caridad
no puede subsistir en un alma sin la humildad, la cual, a causa de nuestro estado de naturaleza
caída, es condición indispensable de su ejercicio. La humildad no es, pues, la perfección, la cual
consiste en el amor de caridad que nos mantiene unidos a Dios y a su voluntad por Jesucristo.
Pero la humildad, como enseña santo Tomás [II-II, q. 161, a. 5, ad 4.], «es una disposición que
facilita al alma el libre acceso a los bienes espirituales y divinos». La caridad es una virtud más
noble, así como la perfección de un estado es más excelente que las disposiciones que lo preparan;
la humildad, sin embargo, apartando los últimos obstáculos que se oponen a la divina unión, es
principal desde este punto de vista. En este sentido, dice santo Tomás, constituye el fundamento del
edificio espiritual; es la disposición que precede inmediatamente a la caridad perfecta; sin ella, sin
su trabajo, no puede existir el estado de caridad, de unión perfecta con Dios, y menos todavía
subsistir.
[«Tratándose de la adquisición de las virtudes, la palabra «primero» puede tomarse en dos sentidos:
primero, en cuanto una virtud sirve para remover obstáculos; y, así considerada, la humildad debe
anteponerse a todas, porque nos libra de la soberbia, a la cual Dios resiste, y al suprimir la
hinchazón de este vicio convierte al alma en sumisa y expedita para recibir los influjos de la divina
gracia. Desde este punto de vista, la humildad puede llamarse el fundamento del edificio espiritual»
(a. 5, ad. 2). El santo Doctor demuestra en qué sentido puede decirse la fe la primera de las virtudes.
Cfr. La fe, fundamento de la vida cristiana, en Jesucristo vida del alma y más atrás, pág. 177. Véase
también en el primer apartado de esta conferencia la doctrina de san Bernardo sobre la humildad.
Dice, poco más o menos, lo mismo que san Benito: «¡Oh qué grande es la virtud de la humildad, a
la cual fácilmente se inclina la Majestad divina! Cómo sabe cambiar aprisa el respeto en amistad y
hacer que Dios, que estaba alejado de nosotros, se acerque pronto más y más! Cito reverentiae
nomen in vocabulum amicitiae mutatum est; et qui longe erat, in brevi factus est prope. (In Cantica,
XVIII, núm. 1)],
Aunque la humildad sea, en algún sentido, una disposición negativa, con todo es tan necesaria y
conduce tan infaliblemente a la caridad perfecta, que el edificio espiritual donde faltase estaría
expuesto a la ruina por falta de fundamento, mientras que quien la posee está seguro de llegar a la
unión con Dios. Así lo decía nuestro Ludovico Blosio, tan versado en la ciencia de la unión con
Dios: «Cuanto uno es más humilde, tanto más cerca está de Dios y próximo a la perfección
evangélica» [Canon vitae spiritualis, c. 7].
La recompensa sublime de la humildad es haber contribuido más que ninguna otra virtud a preparar
al alma para las divinas efusiones, a asegurar la perfecta unión con Dios. «Nada más excelente que
la vía unitiva –dice san Agustín– pero sólo los humildes pueden caminar por ella» [«Nada más
elevado que el camino de la caridad, y por él no pasan más que los humildes, (Enarrat. in Psalm.
CXLI, c. 7)]. «No se llega a Dios ensalzándose, sino humillándose».
Una mirada retrospectiva nos permite ahora ver cuán simple, segura y profunda es la vía indicada
por nuestro santo Patriarca para llegar a Dios. Quiere que por medio de la humildad, que proviene
de la reverencia a Dios, el monje acabe de destruir los obstáculos que le impiden la unión con Dios.
Cuando la humildad nos domina, no encontrando la acción del Espíritu Santo los impedimentos del
pecado ni el afecto a éste y a la criatura, es todopoderosa y fecunda.
Está bien notar cómo san Benito, después que sus hijos han subido a estos grados de humildad,
parece haber terminado su cometido, y llegado a la meta que se proponía; parece como que ya
abandona al discípulo a las mociones del Espíritu Santo; porque sabe que estando fundamentada en
el temor de Dios y esperándolo todo del auxilio del cielo, esta alma se halla enteramente abierta a
las divinas efusiones.
¡Feliz, mil veces feliz, el alma que ha llegado a este estado! Dios obra libremente en ella y la lleva
como por la mano a las alturas de la perfección y contemplación; porque desea nuestra santidad y
por naturaleza tiende a comunicarse, a condición de no encontrar obstáculos a sus dones y a su
acción: esta condición la realiza la humildad. «Dígnese el Señor, por la acción de su Santo Espíritu,
conducirnos a este feliz estado de perfecta caridad, después que ascendidos los varios grados de
humildad hayamos purificado nuestra alma de sus vicios y pecados».
Conclusión profunda y perfectamente justa de un capitulo maravilloso.
10. Desviaciones de esta virtud; por qué San Benito condena con tanto ardor la murmuración
Pidamos con frecuencia a Dios esta luz de la fe y esta fuerza del amor que comunicarán su
perfección a nuestra obediencia. De esta manera, ayudados sobrenaturalmente, obedeceremos fácil,
generosa y simplemente, con prontitud y gozo. «Sin vacilación –dice san Benito–, sin tardanza, sin
tibieza, sin murmuración y sin réplica que indique resistencia en el que obedece» (RB 5).
Atendamos bien a todas estas cualidades del acto de obediencia. Nuestro bienaventurado Padre
quiere que obedezcamos de «buen grado», y añade con san Pablo: «Dios ama al que da con alegría
» (2 Cor 9,7; RB 5).
Aun cuando veamos a Cristo en la persona del superior, podrá suceder que nuestro temperamento
no concuerde con el suyo, que sean dispares nuestros caracteres. Y el resultado será una obediencia
laboriosa, y esto por toda la vida. Sólo con el amor de Dios podremos entonces superar todas las
dificultades; sin él correríamos peligro de desfallecer alguna vez, con notable quebranto de nuestra
alma.
Porque hay muchas maneras de dejar decaer el espíritu de obediencia e incluso de apartarse de él.
El alma obediente, tal como la concibe san Benito, es sencilla, franca y leal con el superior, como
un hijo con su padre, al exponer sus necesidades y sus aspiraciones. Valerse ante él de astucias y
sutilezas, obrar con reticencias, engañar al superior para arrancarle un permiso, aun con pretexto de
un bien espiritual, se opone al espíritu de sumisión, que exige el gran Patriarca, y es, en sentir de
san Bernardo, «engañarnos a nosotros mismos». [«Aquel que ostensible u ocultamente se esfuerza
en que el Padre espiritual le mande lo que él desea, se engaña cuando se forja la ilusión de ser
obediente, porque más que obedecer él al superior, es el superior quien obedece a él». San
Bernardo, Sermón sobre las tres órdenes de la Iglesia, P. L. t. CLXXXIII, 636].
Para algunos el peligro está en sustraerse a la vida común, en evitar las molestias de una mutua
convivencia, en vivir prácticamente como si el superior no existiese, aparentando, a veces, con esto
asegurar mejor la unión con Dios; pero no hay en ello más que un engaño e ilusión peligrosa, bien
contraria por cierto a nuestra vocación y a lo que nos impone la santa Regla: «Desean que un abad
les presida» (RB 5). San Benito no emplea esta palabra «desean» sin más ni más; al contrario,
podemos estar ciertos de que lo hace deliberadamente, como cuando dice que el monje «debe vivir
según la voluntad de otros» (RB 5).
Tal es el espíritu que debe animarnos, porque tal es la Regla que hemos jurado observar «hasta la
muerte». Por tanto, en nuestros trabajos y ocupaciones, en nuestras empresas debemos someternos
siempre a la dirección del superior. Esto es lo que pretende el santo Legislador: que en nuestra vida
todo, sin excepción, lleve el sello de la obediencia (cfr. RB 49, 67); de ahí se deriva nuestra
grandeza y seguridad. De lo contrario, el día del juicio nos encontraremos con las manos vacías,
porque habiendo cumplido nuestros deseos y satisfecho nuestro querer, ya estaremos
recompensados con esa vana satisfacción del amor propio: «recibieron su recompensa; los vanos
recompensa huera» (cfr. Mt 6,5). «La propia voluntad no reporta a la vida espiritual más que una
eterna indigencia» [Santa Matilde, El libro de la gracia especial, IV parte, c. 19, De cuán útil sea
quebrantar la propia voluntad].
Hay otros que se atrincheran voluntariamente dentro de un cerco de espinas que el superior
dificultosamente puede atravesar. Por amor de la paz no se atreve a mandarles determinado trabajo
e imponerles tal o cual obligación: no se resistirían abiertamente, pero al menos no se puede contar
con ellos. Les falta aquella flexibilidad espiritual esencial a la obediencia; y esta actitud proviene a
menudo de la falta de fe. Estas almas no están prácticamente convencidas de que lo importante en la
obediencia no es tanto la obra material como el motivo por que se cumple; o sea, la sumisión de
nosotros mismos a Dios para agradarle. Se persuaden que las obras a las que limitan sus
preferencias son más importantes que las demás, cuando, en realidad, todo debe medirse a los ojos
de Dios, sabiduría eterna, según la obediencia y el amor de que va animado.
Semejante estado es sumamente perjudicial para las almas, porque dejan prácticamente de avanzar
por el camino por el cual se vuelve a Dios. Ni son arrastradas por la corriente de la divina gracia, ni
por el ímpetu del río divino: se solazan en la orilla, y no llegan al puerto sino con harta fatiga si es
que consiguen llegar. Acostumbrarse a ser poco accesible, hasta el punto de que el superior no se
sienta libre de expresar su voluntad, es faltar a la palabra empeñada, es una deslealtad: ni más ni
menos que aquella «laxitud de la desobediencia» (RB, pról.), de que habla nuestro bienaventurado
Padre en el Prólogo.
«Dejad la voluntad propia –dice el venerable Blosio– y obedeced a Dios con humilde sumisión;
mejor es arrancar ortigas y malas hierbas con sencilla obediencia, que ensimismarse en la alta
contemplación de sublimes misterios, por propia elección, porque el sacrificio más agradable a Dios
es la abnegación de la voluntad propia. Quien resiste a los superiores y no les quiere obedecer, se
priva de gracias celestiales; y si no cambia, no agrada al Señor» [El paraíso del alma fiel. Obras
espirituales].
Cierto que una total sumisión importa grandes sacrificios. Empero, titubear en la obediencia es
vacilar delante del único bien que perseguimos al venir al monasterio, lo que equivale a decir a
Dios: «No te amo lo suficiente para arrostrar este sacrificio, para rendirte este homenaje». ¿Acaso
eran éstos nuestros sentimientos el día de la profesión religiosa?
Vigilemos, pues, para proceder en esta materia con gran delicadeza de espíritu, pues no de sopetón,
sino por actos repetidos, es como se llega a este estado peligroso en el cual se vive prácticamente
fuera de la obediencia.
Es también de suma importancia evitar la murmuración, aun la interior; pues es otro de los grandes
peligros de la vida monástica, y san Benito lo combate siempre con gran energía. Es de admirar que
el bienaventurado Padre, tan indulgente a veces con ciertas debilidades humanas, es inflexible
tratándose de la murmuración y desobediencia: es que su alma, inundada de luz divina, obraba
conforme al ejemplo de Dios.
Examinemos las santas Escrituras y veremos cómo Dios aprecia las faltas. David, después de tantos
beneficios recibidos, cae en los pecados de homicidio y adulterio. El Señor le envía al profeta Natán
para describirle la enormidad de su crimen. Y David, lleno de arrepentimiento, exclama: «He
pecado contra el Señor». Al instante replica el Profeta: «El señor te ha perdonado: no morirás, pero
dejará de existir el infante que nació de tu pecado» (2 Re 12,13-14). Grande fue la expiación
impuesta, pero al menos David recibía la seguridad del perdón de su pecado a pesar de su
enormidad.
Notemos ahora otro hecho acaecido algunos años antes. Saúl, rey de Israel, escogido por el mismo
Dios, es bueno, casto y sencillo, pero aferrado a su propio juicio. Dios le manda guerrear contra los
amalecitas y exterminarlos sin excepción; pero Saúl perdona a su rey y se reserva lo mejor del
botín, con la sana intención de ofrecerlo en sacrificio al Señor.
Pero, ¿cómo se comporta Dios en esta ocasión? Desecha a Saúl, a pesar de que el rey se arrepentía
de lo hecho: «El Señor – declaró Samuel a Saúl– no se complace en el holocausto, sino en la
obediencia a su palabra: vale más ésta que las víctimas. Tan culpable es la rebelión como la
adivinación, y la desobediencia ofende a Dios tanto como la idolatría. Porque tú has desatendido las
palabras del Señor, Él te desecha, y ya no podrás reinar más». Saúl prorrumpe, como lo hará más
tarde David, en un ¡ay! de arrepentimiento: «He pecado: perdóname». Mas en vano; es rechazado
para siempre, porque Dios detesta la desobediencia, aun cuando parezca justificada por buenas
razones: «Es mejor la obediencia que las víctimas» (1 Sam 15,22).
He aquí por qué nuestro bienaventurado Padre condena con tanta energía toda desobediencia; he
aquí por qué condena tan severamente la murmuración, que es la carcoma que corroe en su misma
raíz el espíritu de obediencia e imposibilita toda verdadera sumisión. Oigamos estas gravísimas
palabras: «Si el monje obedece de mala gana y murmurando, no ya con palabras, sino allá en el
corazón, aunque cumpla lo mandado, su obediencia no será grata a Dios, el cual ve el corazón del
que murmura; por esta, lejos de conseguir gracia alguna, se hace acreedor a la pena de los
murmuradores, si no se enmienda y satisface» (RB 5).
Esta es la doctrina explícita de san Benito; doctrina perfectamente justa, porque, en efecto, la
murmuración es como una compensación con que uno se resarce de una obediencia, que
prácticamente no puede rehuir. Se cumple materialmente la orden; pero lo esencial de la obediencia,
que consiste en la amorosa sumisión de nosotros mismos, está ausente de nuestra alma. La
murmuración es una resistencia del alma, que se manifiesta las más de las veces con palabras,
criticando las órdenes recibidas o juzgándolas injustas e inoportunas.
Nuestro bienaventurado Padre llama a la murmuración «un mal» (RB 34), en contraposición al
«bien de la obediencia» (RB 71). ¿Y por qué es un mal? Porque aparta al alma, si no de la
observancia externa, al menos de la interna sumisión del corazón, que es esencial a la obediencia
perfecta; de aquí que la aleja del camino que conduce a Dios: «Seguros de que por este camino de la
obediencia llegarán a Dios»; la aparta de Dios, su Bien supremo, al apartarla de la autoridad que lo
representa.
Es táctica del demonio inspirar la duda de la legitimidad de las órdenes prescritas, y en cuanto ha
logrado introducirla en el alma esta duda ya tiene ganada la partida: así fue la primera caída y todas
las que la han seguido. Aun cuando uno murmure sin acritud, tal vez sólo para tomar nota,
objetivamente, de las equivocaciones, debilidades y faltas de la autoridad, puede causarse un gran
daño a sí mismo. También se puede perjudicar a las almas. A veces, en efecto, no guarda uno para
sí mismo su murmuración. Convirtiéndose en agente del demonio, repite las insinuaciones de la
serpiente; con hálito pestífero marchita el frescor del «amor humilde y sincero hacia la autoridad»
que san Benito exige del monje que quiere vivir de su espíritu. Este poder de comunicarse que tiene
el mal de la murmuración, lo convierte en particularmente temible; es semejante a un microbio, que,
transmitiéndose de unos a otros, acaba por inficionar a toda la comunidad.
Observemos, sin embargo, que para propagarse necesita un terreno propicio; de otra suerte queda
aislado. Directamente el superior no puede impedir la maledicencia: es a los súbditos a quienes toca
defenderse de la intoxicación. Si el que murmura no encuentra oídos complacientes que le
escuchen, fracasa en sus propósitos y debe encerrar su murmuración dentro de sí mismo; lo que no
deja de ser un peligro para su alma, ya que obrará como un verdadero corrosivo de la vida interior.
[«El desobediente –decía el Padre eterno a santa Catalina– es juguete del amor propio. Su fe muerta
no ilumina bastante la mirada de su inteligencia, que se detiene con complacencia en la satisfacción
de la propia voluntad y en las cosas de la tierra… Como obedecer le parece costoso, decídese a
desobedecer, creyendo que con ello se evita las molestias. Mas he aquí que la carga se le hace más
pesada, porque a la postre le es necesario someterse, o de grado o por fuerza. ¡Cuánto más dulce
para tal, y más fácil le hubiera sido la obediencia aceptada por amor!» Diálogo. De la obediencia, c.
VIII].
¿De dónde proviene ese mal de la murmuración? Casi siempre de la falta de fe. Se ve en el superior
al hombre, no a Jesucristo; cuando la fe no oculta las flaquezas, se juzgan los mandatos porque se
juzga al hombre. Y, ayudada por el hábito, la murmuración no respeta nada: ni hombres, ni
instituciones, ni costumbres, ni obras; nada se sustrae a su crítica. Aunque el superior fuese un
arcángel, no faltarían pretextos para criticar sus órdenes. Observemos cómo se comportan los judíos
con Jesucristo. Nuestro adorable Salvador era la perfección misma; y no obstante se le criticaba en
lo que decía y obraba. Si curaba en sábado, aquellos hombres llenos de un celo áspero, y creyéndose
custodios de la ley, murmuraban (Jn 5,16). Le critican por comer con los publicanos (Mt 9,11) y
hospedarse en casa de Zaqueo (Lc 19,7). Si perdona los pecados, se escandalizan (Lc 5,21). Si les
revela los secretos de su amor, anunciando la Eucaristía (Jn 6,53), le abandonan.
El mismo Jesús hace observar que en todo encuentran reparos: «¿A quién compararé esta
generación? Vino el Bautista, que no comía ni bebía, y dicen de él que está poseído del demonio.
Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe como los demás hombres, y dicen: He aquí un hombre
bebedor y amigo de la buena mesa, que se acompaña de publicanos y gentes de mala vida» (Mt
11,8-19).
Guardémonos, pues, cuidadosamente de toda murmuración, como advierte con tanta insistencia y
gravedad nuestro Padre san Benito; porque es el defecto más contrario al espíritu y a la letra de la
Regla: «Ante todo, no asome en el monasterio el mal de la murmuración, ni de palabra, ni con la
señal más insignificante por ningún motivo» [Ante omnia ne murmurationis malum pro
qualicumque causa, in aliquo qualicumque verbo vel significatione appareat. RB 34. «La paz del
monasterio es, a los ojos de san Benito, un bien que ha de preferirse a todos los demás» (Abad de
Solesmes, Commentaire sur la Règle de saint Benoît, pág. 287)].
Sin embargo, sepamos distinguir el lamento, de la murmuración: lejos de ser el lamento una
imperfección, muchas veces puede constituir incluso una oración. Jesucristo en la cruz, con ser
modelo de toda santidad, se queja de que el Padre le ha abandonado. ¿Cómo podremos discernir
estas dos facetas? La murmuración implica evidentemente un sentimiento de oposición, de
malevolencia (al menos pasajera) de la voluntad; pero procede formalmente de la inteligencia; es un
pecado que proviene del espíritu de resistencia; y el lamento, cuando es puro, viene del corazón; es
un grito del alma lacerada, que siente el dolor, si bien lo acepta con resignación y amor.
Podemos sentir las dificultades de la obediencia, y hasta experimentar sentimientos de repugnancia;
esto puede ocurrir incluso al alma más perfecta; en ello no hay imperfección si la voluntad no
consiente en estos movimientos de rebeldía que a veces asaltan a la naturaleza sensible. Esta
turbación la sintió el mismo Señor: «Empezó a entristecerse y angustiarse». Mas en estos momentos
angustiosos, El, que es nuestro modelo, decía: «Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz»
(Mt 26,29). ¡Qué lamento salido de la boca de un Dios, delante de la obediencia más terrible que
jamás se ha impuesto al hombre!, Pero también este grito de la sensibilidad excitada es seguido de
otro no menos profundo, de un total abandono a la voluntad divina: «Sin embargo, no se haga lo
que yo quiero, sino lo que tú».
En la murmuración hay, en cambio, una total ausencia de amor; por esto «aparta de Dios»; destruye
precisamente aquello que el santo Patriarca quiere establecer en nosotros: el amen de todos los
momentos, el fíat amoroso, que fluye más del corazón que de los labios: en una palabra, la perfecta
y constante sumisión de todo nuestro ser a la voluntad divina, por amor de Cristo.
Nota
Trae santa Teresa, acerca de la materia de la obediencia, unas palabras demasiado significativas
para que las pasemos por alto en este lugar, como autoridad que resume otras muchas. «Sería recia
cosa que nos estuviese claramente diciendo Dios que fuésemos a alguna cosa que le importa, y no
quisiésemos sino estarle mirando, porque estamos más a nuestro placer. ¡Donoso adelantamiento en
el amor de Dios!, es atarle las manos, con parecer que no nos puede aprovechar sino por un camino.
«Conozco algunas personas que he tratado (dejado, como he dicho, lo que yo he experimentado)
que me han hecho entender esta verdad cuando yo estaba con pena grande de verme con poco
tiempo, y así las había lástima de verlas siempre ocupadas en negocios y cosas muchas que les
mandaba la obediencia; y pensaba yo en mí, y aun se lo decía, que no era posible entre tanta
baraúnda crecer el espíritu, porque entonces no tenían mucho.
«¡Oh, Señor, cuán diferentes son vuestros caminos de nuestras torpes imaginaciones! Y cómo de un
alma que está ya determinada a amaros, y dejada en vuestras manos, no queréis otra cosa sino que
obedezca, y se informe bien de lo que es más servicio vuestro, y eso desee. No ha menester ella
buscar los caminos ni escogerlos, que ya su voluntad es vuestra. Vos, señor mío, tomáis ese cuidado
de guiarla por donde más se aproveche. Y aunque el prelado no ande con este cuidado de
aprovecharnos el alma, sino de que se hagan los negocios que le parece convienen a la comunidad,
Vos, Dios mío, le tenéis, y vais disponiendo el alma y las cosas que se tratan, de manera que, sin
entender cómo, nos hallamos con espíritu y gran aprovechamiento, que nos deja después
espantadas».
Y después de haber traído algunos ejemplos para ilustrar la materia, la gran santa nos anima con
uno de sus apóstrofes, tan familiares en ella: «Pues, ¡ea!, hijas mías, no haya desconsuelo cuando la
obediencia nos trajere empleadas en cosas exteriores; entended que si es en la cocina, entre los
pucheros anda el Señor; ayudándoos en lo interior y exterior».
Después, volviendo a su habitual gravedad, concluye con esta convicción que no podía venirle sino
de un dictado de lo alto: «Yo creo que, como el demonio ve que no hay camino que más presto
lleve a la suma perfección que el de la obediencia, pone tantos disgustos y dificultades, debajo de
color de bien. Y esto, se note bien, y verán claro que digo verdad...
«Lo que pretendo dar a entender es la causa que la obediencia (a mi parecer) hace más presto, o es
el mayor medio que hay para llegar a este tan dichoso estado [de perfección]. Es que como en
ninguna manera somos señores de nuestra voluntad, para pura y limpiamente emplearla toda en
Dios, hasta que la sujetamos a la razón, es la obediencia el verdadero camino para sujetarla. Porque
esto no se hace con buenas razones; que nuestro natural y amor propio tiene tantas, que nunca
llegaríamos allá. Y muchas veces, lo que es mayor razón (si no lo hemos gana), nos hace parecer
disparate, con la gana que tenemos de hacerlo» (Las fundaciones, c. V, 5, 6; 8, 10 y 11).
1. Fundamento principal de la excelencia del oficio divino: el cántico del Verbo en el seno del
Padre y en la creación
Elevémonos, por una fe reverente, hasta el trono de la Trinidad beatísima, y hallaremos el
fundamento mismo de la alabanza. Como hijos y no extraños, formando parte, por Cristo, de la
familia divina, tenemos derecho a remontarnos a esa altura sublime: «No sois huéspedes y extraños,
sino que sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19).
¿Qué nos revela Cristo de la vida inefable de Dios uno y trino?
El Verbo, dice san Pablo, es «el esplendor de la gloria del Padre, y la forma de su substancia» (Heb
1,3): es «la fidelísima imagen del Padre» (cfr., Sab 7,26; Col 1,15). Desde toda la eternidad el Hijo
expresa la perfección del Padre con una sola palabra infinita, que es Él mismo, y en esto está la
gloria esencial del Padre. El Verbo, palabra eterna, es un cántico divino de alabanza en loor del
Padre: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1,1).
Desde la eternidad, con este acto infinito y único, que es Él mismo, ha dado, da y seguirá dando una
gloria eterna y adecuada al Padre; gloria que consiste en el conocimiento infinito que del Padre y de
sus perfecciones tiene el Hijo, y en la apreciación infinita que de Él expresa: apreciación igual a
Dios y digna de Dios; Dios no necesita otra gloria.
El Verbo lee también en su Padre los eternos decretos de sabiduría y bondad, los misericordiosos
designios realizados en la creación y redención, en la institución de la Eucaristía, y los que cada día
se realizan en la santificación de las almas: «Lo que fue hecho era vida en Él» (Jn 1,3-4).
Contemplando todos estos objetos, da gloria al Padre: «¡Cuán magníficas son tus obras, Señor!
Todo lo hiciste sabiamente» (Sal 103, 24).
He ahí el himno infinito que resuena siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,28) y que le es agradable.
El Verbo es el cántico que Dios se canta interiormente a sí mismo, que viene de las profundidades
de la Divinidad; el cántico viviente en el cual eternamente Dios se complace, como expresión
infinita de sus perfecciones.
Este ministerio de la vida divina, que acabamos de escudriñar con infinito respeto, nos da la razón
de ser y el valor del oficio divino.
Por la Encarnación «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Mas no olvidemos lo
que se canta por Navidad: «Continuó siendo lo que era y tomó lo que no era» [Antífona de Laudes
de la Circuncisión]. Al asumir la humanidad, nada perdió el Verbo; sigue siendo lo que es: el Verbo
eterno, y por consiguiente, la glorificación permanente e infinita del Padre. No obstante, como
asumió, en la unidad de su persona divina, una naturaleza humana, esta santa humanidad participa,
por el Verbo, en esta obra de glorificación.
La humanidad de Cristo es como el templo en que el Verbo recita su cántico de gloria al Padre;
mejor dicho, se ve arrastrada por la corriente de la vida divina. Jesucristo, Verbo encarnado, dijo:
«Yo vivo para gloria del Padre» (Jn 6,58) y toda mi actividad a eso tiende. Esta actividad teándrica
corresponde a una naturaleza humana, glorifica a Dios de un modo humano; pero como procede de
una «persona divina» y se apoya en el Verbo, las alabanzas que de ella dimanan, humanas en su
expresión, se convierten en alabanzas del Verbo, y adquieren por tanto un valor infinito.
Cuando Jesucristo oraba o recitaba salmos; cuando, como dice el Evangelio, «pasaba las noches en
oración» (Lc 6,12), emitía los acentos humanos de un Dios; el himno del Verbo, simplicísimo en la
eternidad, se multiplicaba y detallaba en los labios de su humanidad. Así, pues, el himno que desde
toda la eternidad el Verbo hace resonar en el santuario de la divinidad, se prolongó en la tierra a
modo humano al encarnarse el Verbo; y se prolongará desde entonces sin cesar en la creación.
Siempre cantará la humanidad de Cristo la gloria del Padre con un himno, humano en su expresión,
pero de infinito valor y el único digno verdaderamente de Dios: «la obra de Cristo».
En su último día Cristo resume toda su obra, diciendo al Padre: «Yo te glorifiqué en la tierra» (Jn
17,4); pues su vida entera no fue más que una alabanza a la gloria del Padre; era su obra esencial, a
ninguna otra pospuesta.
Ciertamente, le glorificaba en todos sus actos, prodigándose a las almas cual no lo ha hecho otro
apóstol, y derramando el bien a manos llenas; mas estos actos eran formas secundarias de alabanza.
Cristo, el Verbo encarnado, alabó al Padre especialmente ensalzando sus divinas perfecciones con
inefables coloquios. ¿Quién podrá expresar la religión de Jesús para con su Padre, la profunda
adoración que la informaba y la alabanza que sin cesar subía, como oloroso incienso, hasta el Padre,
desde su santa alma? Jesús contempla las divinas perfecciones en todo su esplendor; y tal
contemplación es fuente de una inefable alabanza. Tributada al Padre, en nombre del humano linaje,
del cual formaba parte auténticamente, el homenaje de adoración y de complacencia que por
nosotros le son debidas. Su conocimiento perfecto, su comprensión acabada de los cánticos
inspirados, hacían su alabanza infinitamente digna de Dios.
Contemplaba también la creación, que recibía de Él, Verbo divino, la vida: «En Él estaba la vida».
Era necesario que el conjunto de los seres creados fuese conocido una vez perfectamente por un
alma humana; pues bien, Jesucristo se gozó al contemplar las maravillas de la naturaleza, como la
Trinidad se complació en los días de la creación al contemplar la bondad y belleza de la obra salida
de sus manos: «Y vio Dios todas las cosas que había creado, y eran muy buenas» (Gén 1,31). ¡Con
qué satisfacción viendo Jesucristo en las criaturas un reflejo de las perfecciones del Padre, se
constituyó en Pontífice suyo para volverlas a Dios! De aquí nació en el alma de Jesús aquel culto
perfecto que le compete como Pontífice supremo en el cual el Padre tiene sus complacencias. [Cfr.
Mons. Gay, Elévation Chantez au Seigneur un cantique nouveau parce qu’il a fait des merveilles,
99].
2. El Verbo encarnado legó a su esposa, la Iglesia, la misión de perpetuarlo
Pero Jesucristo es inseparable de su cuerpo místico, la Iglesia, al que antes de ascender a los cielos
legó sus riquezas y su misión. La Iglesia es la Esposa de Cristo, dice san Pablo. ¿Qué le legó el
Esposo? Sus tesoros, méritos y satisfacciones, su preciosa sangre, su sagrado Corazón. ¿Y qué
aportó ella, en dote? Debilidades y flaquezas; pero también un corazón para amar y unos labios para
cantar. Jesucristo, uniéndose a la Iglesia, le da el poder de adorar y alabar al Padre; de ahí dimana la
liturgia. Es ésta la alabanza del mismo Jesucristo, Verbo encarnado, a través de los labios de la
Iglesia.
De la Iglesia dicen con admiración los ángeles: «¿Quién es ésta que asciende del desierto, inundada
de delicias, apoyada en su amado?» (Cant 8,5). Es la Esposa, respondemos nosotros, que recibe su
hermosura del Esposo en cuyos brazos se apoya: «Su voz es siempre suave y fascinador su
semblante» (Cant 2,24). Cristo le da sus riquezas y la introduce en el palacio del Rey celestial ante
su Padre; y allá la Iglesia, unida a Jesucristo, repetirá por eternidades el cántico que canta el Verbo
«en el seno del Padre» y que trajo al mismo a la tierra.
En el Apocalipsis vemos a los elegidos adorar «al que está sentado sobre un trono», ensalzando sus
perfecciones inefables: «Digno sois, Señor Dios nuestro, de recibir gloria, honor y virtud» (Ap 4,10-
12; cfr. 5,12-13); es el coro de la Iglesia triunfante. En la tierra resuena el coro de la militante,
llamada a ocupar algún día su lugar cabe los elegidos; mas este coro, juntándose por la fe y el amor
con el celestial, resuena también ante el trono de Dios; porque la Iglesia es una en Cristo, su divina
cabeza. «Allá arriba –dice san Agustín–, el amor saciado canta el Aleluya en la plenitud del gozo
eterno; acá, el amor anhelante se esfuerza en patentizar el ardor de sus deseos» [Sermo CCLV, 5. P.
L., XXXVIII, 1188]. Mas forman ambos un mismo coro a dos voces: el coro de la Iglesia una
cantando el único himno de la gloria divina, en una ejecución animada acá y allá por el mismo
Pontífice supremo, Jesucristo.
Más arriba apuntamos las palabras: «apoyada en su amado»; este «apoyo especial» o, en otros
términos, público y oficial, «en el amado», es lo que indica la diferencia entre el oficio divino y
otras plegarias. Aquél es la voz oficial de la Esposa de Cristo, voz a la cual el mismo Esposo
prepara una acogida siempre y enteramente privilegiada, voz cuyos acentos tienen cerca de Dios un
poder sin rival. Con la fe, la esperanza, el amor y la unión con Jesucristo, la Iglesia salva la
distancia que la separa de Dios, y canta sus alabanzas, como el Verbo encarnado, en el seno de la
divinidad; canta, unida a Cristo, bajo la mirada misma de Dios; porque es Esposa, merece ser
siempre oída.
La obra máxima, el triunfo de la Divinidad de Jesús, es nuestra elevación hasta el Padre, a pesar de
nuestra condición de pobres mortales; confirió Dios a la santa humanidad del Verbo la potestad de
llevarnos con ella, donde ella habita: «Subo a mi Padre, que también lo es vuestro: a mi Dios y a
vuestro Dios» (Jn 20,27). Y en otro lugar dice: «Quiero, Padre, que en donde yo estoy, estén
también los que en mi creyeron» (Jn 17,24). Después de la muerte, estaremos, así lo esperamos
firmemente, de un modo real y permanente, donde está el Salvador; pero ya desde ahora estamos
allí por la fe: «Él os conceda que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,27). Estamos
especialmente unidos con el Verbo encarnado cuando cantamos con Él y por Él la gloria del Padre.
He ahí la razón fundamental de la importancia de «la obra de Dios»; he ahí el privilegio
incomunicable y exclusivo de esta plegaria recitada con Cristo, y en su nombre, por su Esposa la
Iglesia. «¡Si conocieras el don de Dios!» (Jn 4,10).
Llegan a Él, porque Jesucristo, el Verbo divino, hace suyas estas alabanzas que le presentamos,
guiados por la Iglesia. El hombre es el medianero de la creación; pero, sigue diciendo Bossuet [a
continuación del pasaje citado, t. IV], necesita a su vez un intercesor, y éste es Jesucristo, Verbo
encarnado. Prestamos a Cristo nuestros labios, para que nuestra oración sea acepta al Padre por su
medio: «Por Él, y en Él y con Él, todo honor y gloria te sea dada a ti, oh Dios, Padre omnipotente,
en unión del Espíritu Santo»: «Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y éste del Padre» (1 Cor 3,22-
23).
He aquí la admirable gradación de la divina alabanza. «Regocíjate, humana naturaleza; tú prestas al
mundo visible tu corazón para amar al Creador omnipotente; pero Jesucristo te da el suyo para amar
dignamente a Aquel que no puede ser amado como es debido sino por otro semejante a Él»
[Bossuet, ibid.]
Por la divina alabanza nos asociamos la creación y nosotros mismos, del modo más íntimo posible,
a la alabanza eterna que el Verbo tributa a su Padre. Esta participación en el canto eterno tres veces
santo la hacemos principalmente con la doxología Gloria al Padre… con que terminan los salmos y
que se repite en otras partes del oficio divino. Al inclinarnos para rendir pleitesía al Padre, al Hijo y
al Espíritu Santo, nos unimos a la gloria inefable que la Trinidad beatísima se tributa a sí misma
desde toda la eternidad: «Como era en el principio, y ahora y siempre y por los siglos de los siglos».
Es como el eco de la mutua complacencia entre las divinas personas, que se gozan en su adorable
compañía.
¿Puede darse otra obra mayor o más grata a Dios? Seguramente ninguna. El oficio divino es la más
preciosa herencia de nuestra Orden. «Cayeron para mí las cuerdas en lo más selecto, pues mi
heredad me es grandemente hermosa» (Sal 15,6). Los momentos en que más gloria podemos dar a
Dios son aquellos que pasamos en el coro, alabándole en unión con el Verbo encarnado, que
«pasaba las noches con Dios en oración» (Lc 6,12).
No hay obra que más agrade al Padre que ésta en que nos unimos, para glorificarle, al himno
cantado «en el seno del Padre» por «el Hijo de su dilección» (Col 1,13); no hay obra que sea más
placentera al Hijo que aquella que pedimos prestada a Él mismo, que es como la extensión de su
esencia del Verbo, esplendor de la gloria infinita: y ninguna tampoco que más glorifique al Espíritu
Santo, porque con sus mismas palabras inspiradas cantamos el amor en su aspecto más tierno, la
admiración permanente y el gozo sin fin: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo».
Cuando realizamos esta obra con la fe, la sinceridad del corazón y el amor de que somos capaces,
sobrepuja a cualquiera otra. Por esto nuestro Patriarca, que estaba dotado del espíritu de todos los
justos [San Gregorio, Diálog., l. II, c. 8.], quiere que le demos el primer lugar: «Nada se prefiera a
la obra de Dios» (RB 43); no es exclusiva, pero debe tener la preferencia. Aunque no seamos
canónigos regulares, no debemos posponerla a ninguna otra, porque dice relación directa con Dios y
porque hemos venido al monasterio ante todo para buscar a Dios. El amor ardiente a la divina
alabanza es una de las señales más ciertas de que buscamos a Dios sinceramente. «Si de veras busca
a Dios… y si es diligente para el oficio divino» (RB 58).
4. Disposiciones indispensables: preparación inmediata; intenciones por las que debe recitarse
el oficio
Para que el oficio divino produzca estos preciosos frutos menester es que sea bien recitado. No es
un sacramento que obre «por sola la obra en sí»; su fecundidad depende en gran parte de las
disposiciones del alma. Es una obra divina sumamente agradable a Dios, un medio de santificación
y unión privilegiado, a condición de que nosotros aportemos las disposiciones requeridas. ¿Cuáles
son estas disposiciones?
Se requiere, ante todo, preparación. La perfección con que nosotros cumplamos esta obra depende
grandemente de la preparación del corazón, que es lo primero que Dios tiene en cuenta: «Tu oído
escuchó la preparación de su corazón» (Sal 10,17). «Para cualquier obra que emprendamos –nos
dice en términos generales el santo Patriarca– es menester que pidamos a Dios con oración
constante, que la lleve a feliz término» (RB, pról.). Si esta recomendación se extiende a todos los
actos, ¿con cuánta más razón se aplicará a una obra que requiere fe, caridad, paciencia, profunda
reverencia, que es para nosotros la «obra» por excelencia, «la obra de Dios»?
Si no solicitamos el auxilio divino antes de la oración litúrgica, no la cumpliremos bien. Si no nos
recogemos antes de empezar el oficio, si dejamos divagar la imaginación, o empezamos ex abrupto,
esperando que el fervor nacerá por sí solo en el alma, caemos en una ilusión. La Escritura dice:
«Antes de la oración prepara tu alma, y no seas como el que tienta a Dios» (Eccl 18,23). ¿Qué
significa tentar a Dios? Significa comenzar una obra sin contar con los medios para llevarla a cabo.
Si empezamos el oficio divino sin preparación, no lo recitaremos bien; y esperar de lo alto las
debidas disposiciones, sin adoptar nosotros los medios necesarios, es tentar a Dios.
La primera disposición es prepararse con oración ferviente: instantissima oratione. Por esto
hacemos «estación» en el claustro antes de entrar en la Iglesia. El silencio debe ser en ella absoluto
para no distraer el recogimiento de los demás, evitando turbar con palabras, incluso necesarias, pero
que pueden dejarse para otros momentos, el trabajo de un alma que se dispone para unirse a Dios.
Los instantes que transcurren en la estación son instantes preciosísimos. Está del todo demostrado
que el fervor durante el oficio está en razón directa de la preparación inmediata, y que es muy cierto
que si no nos preparamos saldremos de la «obra de Dios» como hemos entrado, además de habernos
hecho reos de negligencia.
¿En qué consiste la preparación? [Hablamos de la preparación inmediata, dando por conocida y
admitida la remota. Ésta es de orden moral: la pureza de corazón y la habitual presencia de Dios; y
de orden intelectual: el conocimiento de los sagrados textos, de las rúbricas, del canto, etc.]. Desde
que la campana nos llama: «Venid a adorarle» (Sal 94,6), debemos abandonar toda ocupación, «al
punto, desocupadas las manos y dejando sin terminar lo que se estaba haciendo» (RB 5);
reconcentrar nuestros pensamientos en Dios y decirle con un corazón sincero: «Heme aquí, Dios
mío, vengo a glorificarte: haz que sólo me dedique a Ti».
Acto continuo, con gesto decidido y generoso, debemos desprendemos de toda preocupación
extraña, de todo pensamiento que pueda distraernos, y recoger, para concentrarlas en la obra que
vamos a empezar, todas nuestras potencias: inteligencia, voluntad, corazón, imaginación, para que
todo nuestro ser, cuerpo y alma, alabe al Señor: «Bendice, oh alma mía, al Señor, y todo lo que hay
dentro de mí alabe su santo nombre» (Sal 102,6). Digamos con David, el cantor sagrado: «Todas
mis energías las guardo para ti, Señor, para tu servicio; quiero consagrar a tu alabanza todo mi
poder» (Sal 58,10).
Unámonos después por comunión espiritual de fe y amor, con el Verbo encarnado; porque
debemos, como en todas las cosas, recurrir a nuestro modelo, a nuestro Jefe. Cristo gustaba de los
salmos. Por el Evangelio sabemos que muchas veces citó el texto inspirado; por ejemplo el
magnífico salmo 109 Dixit Dominus Domino meo, que ensalza su gloria como Hijo de Dios,
triunfador de sus enemigos. Estos salmos fueron recitados por sus divinos labios, y «de tal modo,
que su alma se apropiaba el texto de la poesía sagrada como cosa suya» [Dom Festugière, o. c.].
Nosotros recitábamos entonces los salmos en Él, como Él los recita ahora en nosotros, a causa de la
maravillosa unión de gracia entre Cristo y sus miembros. [«Le rogamos, pues, a Él, por Él y en Él; y
las palabras que decimos, las decimos con Él y Él las dice con nosotros; decimos junto con Él y Él
dice junto con nosotros la oración de este salmo», San Agustín, Interpretación del Sal LXXXV, 1.
P. L., XXXVII, col. 1.082].
El mismo Señor lo dio a entender a santa Matilde. Un día que ella le preguntó si recitaba las horas
cuando estaba en la tierra, le respondió: «No las recitaba como lo hacéis vosotras; no obstante en
aquellas horas rendía homenaje a Dios mi Padre. Lo que hacen ahora mis discípulos lo inauguré yo,
como el bautismo, por ejemplo. Yo observé y cumplí estas cosas por los cristianos, santificando y
perfeccionando así los actos de los que en mí creen». Y daba el divino Salvador este consejo a la
Santa: «Al empezar el rezo di de corazón y con la boca: Señor, uniéndome a la intención con que en
la tierra cantasteis salmos en honor del Padre, quiero recitar esta hora en vuestro honor. Después no
prestarás atención más que a Dios; y cuando, con la frecuente repetición, te sea habitual esta
costumbre, el oficio será tan excelso y noble a los ojos del Padre, que parecerá identificarse con lo
que Yo mismo practiqué» (El libro de la gracia especial, parte I, c. 31, Del modo de decir las horas).
[Nuestro Señor explicaba más explícitamente la misma doctrina a otra monja benedictina, la madre
J. Deleloë: «Un día –cuenta ella misma–, habiendo el Amado acercado amorosamente mi corazón al
suyo, me parecía que el Esposo lo introducía verdaderamente sumergiéndolo en la parte más íntima
de su divino Corazón, con grandes caricias y demostraciones de ternura. Se me dio a entender que
el Amado me concedía esta gracia, para que mi alma, que era toda de su Majestad, no se presentase
sola ante el Eterno a reconocerlo y amarlo, sino que unida al divino Señor, acompañada por Él
como transformada en el único objeto de sus eternas delicias, pudiese amar y honrar más
profundamente a la divina Majestad, con el Corazón y por el Corazón adorabilísimo de su Hijo, mi
Amado, y fuese así recibida más graciosamente por la divina Bondad». Dom Déstree, Une mystique
inconnue du XVIIe siècle, la mère Jeanne Deleloë, Paris, 1925].
No olvidemos, pues, que Jesucristo recitó los salmos, y no sólo «como particular, sino como cabeza
de la humanidad, identificándose moralmente con toda la raza de Adán. Su corazón se conmovió
por todos los peligros, los combates, las caídas, los sufrimientos, las esperanzas que agitan a los
hombres, dirigiendo al Padre, con su plegaria, la oración suprema y universal de toda la
humanidad» [Dom Festugière, o. c., pág. 115]. Esto es cierto, tanto de la oración de Jesús, como de
toda su obra, de su sacrificio.
En esto encontramos la razón de que la liturgia recurra siempre a Jesucristo, al Hijo amado. Todas
sus oraciones terminan con el recuerdo de los méritos y de la divinidad de Jesucristo: «Por nuestro
Señor Jesucristo». En la misa, centro de la liturgia y de la religión, el Canon, la parte más sagrada
del sacrificio, se inicia apelando solemnemente a la mediación de Cristo: «A ti, Señor, clementísimo
Padre, suplicamos aceptes estos dones, por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor»; y termina con la
misma idea, aunque más explícitamente: «Por Él, y con Él, y en Él»: por Cristo, con Cristo y en
Cristo, «podemos dar al Padre todo honor y gloria».
¿Por qué tanta insistencia? Porque el Hijo fue constituido medianero único y universal. Por esto san
Pablo, tan compenetrado con los misterios de Cristo, nos exhorta con estas palabras: «Por Él
ofrezcamos siempre el sacrificio de alabanza a Dios, confesando su santo nombre con nuestros
labios» (Heb 13,15).
En Jesucristo encontramos el más seguro apoyo, porque Él es nuestro suplente; pidámosle que sea
en nosotros el Verbo que alaba al Padre. En la santa humanidad, el principio personal de toda obra
era el Verbo; pidámosle que sea Él el iniciador en nosotros de toda alabanza; unámonos a Él en el
amor infinito que le lleva, en la Trinidad, a glorificar al Padre, y en el amor inmenso que tiene a la
Iglesia, su cuerpo místico: «Cristo amó a la Iglesia» (Ef 5,25); unámonos a Él por la gloria que da a
la Iglesia triunfante, que está delante de Él «sin arrugas ni manchas» (ib.); pidámosle que aumente
la gloria de los santos, que son el fruto más precioso de su Redención; que acrezca la de su divina
Madre, la de los ángeles, la de todos los elegidos. Unámonos también a su amor por la Iglesia
purgante para ayudar a las almas que esperan en el lugar de expiación; y asociémonos a Él en la
plegaria que hizo en la Cena por su Iglesia terrenal: «Padre, ruego por los que han de creer en mí»
(Jn 17,20).
Jesucristo deja a su Esposa, en el correr de los tiempos, que dé cumplimiento a una parte de la
oración que Él recitó al ofrecerse en sacrificio: quiere que unamos también a ella la nuestra, bien
que la suya sea de eficacia infinita. Cierto día, viendo su mirada divina multitud de almas que
esperaban la salvación, dijo a los Apóstoles, a quienes enviaría a predicar el Evangelio: «Rogad al
dueño de la mies que envíe obreros» (Lc 10,2). Los Apóstoles hubieran podido responder: Señor,
¿por qué nos mandas rogar? ¿No basta tu petición? No, no basta: «rogad»; rogad también vosotros.
Jesucristo quiere tener necesidad de nuestras oraciones, como de las de sus Apóstoles.
Y nosotros, mientras estamos en el signum o «estación», pensemos que Jesucristo nos dice desde su
tabernáculo: «Rogad al Señor de la mies»; «Prestadme vuestros labios y corazones para continuar
mi plegaria en la tierra, mientras en el cielo ofrezco al Padre mis méritos infinitos. La oración es lo
primero: los obreros vendrán después; y su obra sólo será fecunda en la medida en que mi Padre,
atento a vuestra oración, que es la mía, haga caer sobre la tierra el rocío de la gracia».
Antes de comenzar el oficio divino echemos una ojeada por el mundo. La Iglesia, esposa de Cristo,
está siempre trabajando en actitud redentora. Pensemos en el Sumo Pontífice, en los obispos y
párrocos, en las órdenes religiosas y en los misioneros que llevan la buena nueva a los infieles para
dilatar el reino de Cristo. Contemplemos en espíritu a los enfermos de los hospitales, a los
moribundos, cuya suerte eterna se decide en aquellos momentos; pensemos en los encarcelados, en
los pobres, en todos los que sufren, en los que son tentados; en los pecadores que desean tornar a
Dios y son retenidos por las cadenas del vicio; en los justos que desean ardientemente hacer
progresos en el amor de Dios. ¿No es esto lo que hace la Iglesia el día de Viernes Santo?
Recordando el sacrificio que rescató al mundo entero, sintiéndose fuerte por el poder del mismo
Salvador, la Iglesia recorre con mirada maternal las diversas clases de almas que necesitan el
socorro del cielo, y ruega de modo especial por cada una de ellas. Imitemos, pues, el ejemplo de
nuestra Madre, y presentémonos confiadamente delante de Dios, pues somos en aquellos momentos
la «boca de toda la Iglesia» [Totius Ecclesiae os. San Bernardo. Serm., Sermo XX.]
Dijimos, en la precedente conferencia, que éramos en el coro los embajadores de la Iglesia. ¿Qué
condiciones se exigen a un embajador? ¿Que sea hábil, poderoso, que tenga grandes riquezas y
reputación? ¿Que posea espléndidas dotes personales? ¿Que sea grato al soberano ante el cual
ejerce su misión? Todas éstas son cualidades útiles y necesarias, y contribuyen sin duda al buen
éxito de su cometido; pero serían insuficientes y estériles y aun perjudiciales a los fines intentados,
si el embajador no estuviera identificado con los sentimientos e intenciones del soberano que le
envía y del país que representa.
Ahora bien: la Iglesia nos ha diputado cerca del Rey de reyes, cerca del trono de Dios: debemos,
pues, compenetrarnos de su voluntad, de sus intenciones. Nos ha confiado sus intereses, que son los
intereses de las almas, los intereses eternos. ¡Extraordinaria misión! Acojamos, pues, en nuestro
corazón todas las necesidades de la Iglesia, tan amada de Jesús, porque es el precio de su sangre; las
congojas de las almas atribuladas, los peligros de los que luchan con el demonio, las
preocupaciones de los que deben dirigirnos, para que todos reciban los auxilios de Dios. Esto hacía
una santa benedictina, la hermana Matilde de Magdebourg. «Tomaba en los brazos de su alma a la
cristiandad para presentarla al Padre eterno, a fin de que la salvase. –¡Déjala, le dijo el Señor, pues
es carga harto pesada para ti!». [La luz de la divinidad, l. II, c. 12]. Esta es la fe de las almas
grandes, que las impulsa a la práctica más alta y perfecta del dogma de la comunión de los santos.
Imitemos estos modelos y atraeremos del trono de la misericordia abundantes luces, consuelos y
gracias de ayuda y perdón sobre toda la Iglesia. Tengamos presente que nuestro Señor mismo nos
dice: «En verdad os digo que todo lo que pidáis en mi nombre al Padre, os lo concederá» (Jn 16,
23). Fundaos en esta promesa, pedid mucho, pedid con grandísima confianza, y el Padre, «de quien
viene todo don perfecto» (Sant 1,17), abrirá sus manos y os colmará de bendiciones (Sal 144,16),
porque no somos nosotros los que rogamos, los que intercedemos en aquellos momentos: es la
Iglesia, es Cristo, nuestro Jefe, el Pontífice supremo quien ruega por nosotros y está delante del
Padre para interceder por las almas que rescató: «Para comparecer ante el acatamiento de Dios en
favor nuestro» (Heb 9,24). «Está siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25).
Ciertamente que los mundanos se encogen de hombros pensando en las horas que nosotros pasamos
en el coro alabando a Dios. Para ellos sólo tienen importancia las exterioridades: aquello que se
toca, que se ve; aquello de que se habla, lo que brilla y tiene éxito; pero como nos dice san Pablo, en
su lenguaje inspirado y enérgico, el hombre terreno, que se guía solamente por la razón, es incapaz
de entender las cosas celestiales: «El hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios» (1
Cor 2,14). Le falta el sentido de lo sobrenatural. Para él estas horas son horas perdidas; mas a los
ojos de la fe, a los ojos de Dios –¿y quién más justo y veraz que Dios?– estas horas son muy ricas
en gracias para la Iglesia y grávidas de eternidad para las almas.
En estas horas es cuando ejercitamos la obra apostólica por excelencia, aun con respecto al prójimo,
para quien obtenemos socorros celestiales, la gracia divina y el bien máximo, que es el mismo Dios.
«Todo apostolado –dice aquel gran monje y apóstol de celo ardiente, san Bernardo– requiere tres
cosas: la palabra, el ejemplo, la oración; ésta es la más importante, porque obtiene gracia y eficacia
a la palabra y al ejemplo» [Epistola CCI, n. 3 P. L., CLXXXII, col. 370].
En efecto: «Si el Señor –dice el Salmista– no edifica la casa, en vano trabajan los constructores; si
el Señor no protege la ciudad, vanamente la guardarán los custodios» (Sal 126,1). Sólo Dios tiene
en sus manos los destinos eternos de los hombres: «En tus manos están mis días» (Sal 30,16); y
cuando nosotros recitamos fervorosamente el oficio divino por toda la Iglesia en unión con
Jesucristo, colaboramos a la salvación y santificación de las almas en un ámbito que no puede ser
más extenso» [Véase La vida contemplativa, y su apostolado, por un religioso cartujo].
La «obra de Dios» es una obra eminentemente apostólica, bien que exteriormente no lo parezca.
Sólo la fe puede reconocer en ella este carácter; pero, desde el punto de vista de la fe, ¡cómo crece
el valor de esta obra! Una hermana de la caridad puede contar el número de enfermos que ha
asistido, de los moribundos a los que ha obtenido la gracia de la conversión; un misionero ve y
comprueba los efectos de su predicación, se da cuenta del bien que hace y en él encuentra un
estímulo para sus esfuerzos y un motivo de dar muchas gracias a Dios.
Nosotros no podemos hacer esa estadística; trabajamos para las almas en la oscuridad de la fe, y
sólo en el cielo conoceremos toda la gloria que habremos tributado a Dios cantando devotamente
sus divinas alabanzas y todo el bien que en ello habremos procurado a la Iglesia y a las almas; aquí
en la tierra no podemos verificarlo; es un sacrificio más que nos pide la fe. Pero la eficacia
apostólica de la obra de Dios bien cumplida, aunque ignorada, no es por ello menos profunda ni
menos extensa.
Sean estas grandes ideas las que nos embarguen al comenzar el oficio divino: ellas ensanchan el
horizonte del alma, doblan sus energías y evitan el peligro de recitar el oficio rutinariamente.
Cuando obramos habitualmente a impulsos de esta fe, cuando olvidamos nuestras molestias
personales por atender sólo a las necesidades e intereses de las almas, entonces salimos de nosotros
mismos: alabamos fervorosamente a Dios, a pesar de la fatiga y desgana que experimentamos; y
estemos ciertos de que, si por encima de todas las cosas y de los intereses del cuerpo místico
ponemos la gloria de Dios, Jesucristo se acordará de nosotros para enriquecer nuestras almas más
allá de nuestros deseos y esperanzas. ¿No lo ha prometido Él mismo al decir: «Dad y se os dará»?
(Lc 6,38).
5. Actitud del alma. Durante el oficio divino; respeto, atención y devoción
Después de expresar nuestras intenciones con fórmulas breves de intensa devoción, que se adquiere
con frecuentes repeticiones, pidamos insistentemente a Dios, con oración perseverante, «que abra
nuestros labios para alabar su santo Nombre; que aparte de nuestros corazones todo pensamiento
vano, malo o simplemente inútil; que ilumine nuestro entendimiento e inflame nuestro amor para
que podamos alabarlo, digna, atenta y devotamente». Tal es la oración Aperi, que decimos al
principio de cada hora; procuremos recitarla fervorosamente, porque contiene las disposiciones con
que debemos cumplir la obra de Dios: digna, atenta y devotamente.
Dignamente: es decir, observando fielmente las rúbricas, las ceremonias, las reglas del canto, todo
lo que forma el protocolo ordenado por el Rey de reyes a aquellos que se presentan ante Él. Si,
admitidos en la corte de un rey, no guardásemos con fidelidad las reglas de la etiqueta, con razón se
nos tacharía de mal educados. Ahora bien: la Iglesia, dirigida por el Espíritu Santo, ha regulado con
extremo cuidado el ceremonial de la oración litúrgica, manifestando así el respeto que tiene a su
divino Esposo. En el Antiguo Testamento, Dios mismo dispuso los pormenores del culto, y
sabemos que colmaba de bendiciones al pueblo judío en la medida en que éste cumplía sus
prescripciones; y, no obstante, ¿cuál era el objeto de este culto? El arca de la alianza, que contenía
las tablas de la ley y el maná. No era más que un símbolo, una figura, una sombra imperfecta,
«elementos sin vigor ni suficiencia», dice san Pablo (Gál 4,9). El verdadero tabernáculo es el
nuestro, depositario del verdadero maná de las almas, del único que es santo: «Sólo tú santo…
Jesucristo» [Gloria de la Misa].
El oficio divino se recita en torno del sagrario y bajo las miradas de Cristo; y el Padre mira con
amor a aquellos que glorifican a su Hijo muy amado: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn
12,28) y por esto le es grato todo cuanto concierne al culto, del cual es centro Jesucristo.
Procuremos, pues, observar escrupulosamente el ceremonial, y no rezar el oficio o ejecutar el canto
a capricho, pues sería una falta de respeto a Dios, una familiaridad excesiva y sumamente nociva
para el alma. Dios es Dios, ser infinito, majestad incomunicable, aun cuando nos admite a su
presencia para prodigarle nuestras alabanzas. No digamos nunca que las rúbricas son minucias.
Materialmente son, a la verdad, cosas pequeñas, pero son grandes a los ojos de la fe, grandes por el
amor que podemos poner en su observancia, grandes porque atañen de cerca a la gloria de Dios. El
que ama de veras al Señor se lo demuestra cumpliendo fielmente lo mismo las cosas pequeñas que
las cosas grandes, pues nada hay pequeño en el obsequio que tributamos a Dios.
Recemos atentamente. – Una cosa es la atención y otra la intención, aunque ésta influya en la otra.
Hemos hablado ya de la intención. En cuanto a la atención, ésta es también necesaria, pues la
alabanza divina es un acto humano, ejecutado por un ente dotado de razón y de voluntad. Si faltare
la atención produciríamos el efecto de una serie de fonógrafos puestos al unísono, o recordaríamos
las máquinas rezadoras de los monjes del Tibet.
Pero ¿qué clase de atención se exige? Santo Tomás distingue entre la atención a las palabras, por la
cual se esmera uno en la buena pronunciación, y es la que los principiantes deben procurarse en
primer lugar; la atención al sentido, que se refiere al significado de las palabras, y la atención a
Dios, «que es la más necesaria», dice el Santo. [Triplex attentio orationi vocali potest adhibert: una
quidem qua attenditur ad verba, ne aliquis in erret; secunda quor attenditur ad sensum verborum;
tertia qua attenditur ad finem orationis sc. ad Deum et ad rein pro qua oratur. II-II, q. 83, a. 13.].
Nuestro santo Legislador resume las tres en el hermoso capitulo «Del modo de salmodiar».
Establece ante todo el principio fundamental: «Creemos que Dios está presente en todas partes; pero
principalmente, máxime, en el lugar y en el momento en que rezamos el oficio divino». De aquí
deduce dos conclusiones: que debemos cantar las divinas alabanzas con suma reverencia:
«Acordándonos siempre de lo que dice el profeta: Servid al Señor con temor»; y con inteligencia,
conociendo bien lo que se hace y se dice: «Cantad sabiamente». Y al final resume las dos
condiciones diciendo: «Consideremos con qué reverencia debamos estar en la presencia divina, y
esforcémonos por salmodiar de modo que nuestro corazón vaya acorde con nuestros labios» (RB
19). Meditemos bien esta doctrina.
Se nos dice en primer lugar que debemos estar interiormente postrados en adoración delante de
Dios durante el oficio. Dios es la santidad infinita, el «Señor de todas las cosas», dice san Benito en
el capítulo «De la reverencia en la oración» (RB 20). Cuando Abraham, el padre de los creyentes,
hablaba al Señor, se llamaba a sí mismo polvo y ceniza (Gén 18,27); y Moisés conversando con
Dios «no osaba levantar la vista hasta Él» (Ex 3,6); y, no obstante, nos dice la Escritura que «Dios
le hablaba como un amigo conversa con su amigo» (Ex 33,11); sentía, empero, profunda reverencia
a la divina Majestad. Cuando fue dedicado el templo de Salomón, la Majestad del Señor llenaba el
edificio, tanto que los sacerdotes no se atrevían a entrar (2 Crón 7,2). Y hasta en la ley del amor,
hasta en la visión beatifica, que es la perfección absoluta de la intimidad con Dios, la adoración no
cesa. San Juan ve a los ángeles y elegidos postrados, rostro en tierra, ante la infinita Majestad: «Y
se postraron sobre sus rostros» (Ap 7,11).
Ahora bien: durante el oficio divino la Iglesia nos introduce ante el Padre; somos, es verdad, hijos
de este Padre, pero hijos adoptivos; no debemos olvidar nuestra condición de criaturas. El
Invitatorio –salmo que recitamos todos los días al principio de Maitines, y que viene a ser como el
preludio de las Horas canónicas de todo el día– es significativo sobre este punto: «Venid: cantemos
con alegría al Señor… vayamos a su presencia con la alabanza en el corazón y en los labios;
hagamos resonar himnos en su loor, porque el Señor es un Dios grande, el Rey supremo; sostiene
con sus manos los fundamentos de la tierra; le pertenecen las cimas de los montes, el mar y la tierra,
porque todo lo creó. Venid, postrémonos y adorémosle; doblemos las rodillas ante el Señor, porque
es nuestro Dios» (Sal 44,1-7).
¡Qué introducción tan magnífica! Venid, dice el Salmista; y a esta voz nos arrodillamos para
demostrar nuestra adoración, nuestra reverencia. Nuestra actitud no es la del esclavo, indigna de
Dios y de nosotros, ni el temor servil del criado, todo imperfección, sino el de hijos que viven en la
casa del Padre celestial, pues somos verdaderamente «su pueblo, el rebaño de su majada». Es una
reverencia profunda como aquella de que está impregnada en el cielo la santa humanidad del mismo
Jesucristo: «El temor del Señor es santo, y permanece por los siglos de los siglos» (Sal 18,10).
Esta reverencia interior «al Padre de infinita majestad» [Himno Te Deum.] debe manifestarse
también exteriormente. Debemos, como enseña el santo Patriarca, «inclinarnos al Gloria Patri que
se repite al final de cada salmo» y que es la doxología que traduce nuestra adoración, «en honor y
reverencia de la Santa Trinidad» (RB 9). Debemos, dice también, oír de pie, en señal de honor y
respeto, la lectura del evangelio al final de Maitines: «Con honor y temor» (RB 11). Son éstas
algunas de las manifestaciones externas de la reverencia interna que debe mantenernos en vela
durante el oficio, sin que debamos, empero, hacer esfuerzos violentos de la imaginación o del
espíritu.
Nada impide que, postrados así interiormente en adoración, atendamos al sentido de las palabras, a
los sentimientos que el Espíritu Santo hace expresar a los salmos; es precisamente lo que requiere,
en frase lapidaria, san Benito: «Nuestro corazón esté acorde con nuestros labios». «Si el salmo
expresa llanto, lloremos; si alabanza, alabemos también; si es impetratorio, roguemos igualmente; si
suplica, supliquemos; si invita a la alegría, alegrémonos; si expresa confianza, abrámosle nuestros
corazones» [San Agustín, Enarrat. II in ps. XXX, Sermo 3, núm. I. P. L., XXXVI, col. 248].
Mantengámonos en acto de adoración durante la salmodia: es la actitud primordial. Pero junto con
el respeto que debe dominarnos han de actuar las modalidades del sentimiento: el amor, el gozo, la
alabanza, la complacencia, la esperanza, el deseo intenso y la súplica constante. Todos estos
movimientos producen los salmos, para gloria de nuestro Padre celestial y bien de las almas, a
medida que el Espíritu Santo pulsa las cuerdas de nuestro corazón; sea nuestra alma como un arpa
dócil a las pulsaciones del divino artista, a fin de que nuestros cantares sean gratos a Dios.
A pesar de cierta aparente divergencia, hay armonía íntima entre lo que dicen santo Tomás y san
Benito acerca de la atención. El Doctor angélico no dice en parte alguna que la «atención a Dios»
sea exclusiva de la «atención al sentido» de las palabras; desea solamente que el alma no se someta
servilmente a la letra, sino que se la deje libre de levantarse hasta Dios de un vuelo; en resumen,
que el medio no sea un fin. No de otra manera lo entiende el santo Patriarca; no dice que deba el
alma atender servilmente a todas y cada una de las palabras pronunciadas, sino que «esté acorde con
nuestros labios», es decir, que debe remontarse a Dios con las alas que le presta el texto litúrgico.
Así lo efectúan los elegidos en la liturgia celestial; están contemplando sin cesar a Dios en la
adoración más perfecta, sin que esta contemplación les impida loar cada uno de los atributos
divinos.
Así lo hacía acá en la tierra el divino Salvador, nuestro modelo; su alma estaba continuamente
abismada en la contemplación y adoración de las perfecciones del Padre. Cuando pasaba la noche
«en oración a Dios» (Lc 6,12), y sus divinos labios modulaban sagrados cánticos, su inteligencia
abarcaba toda su profundidad, agotaba toda su plenitud, especialmente de los salmos mesiánicos;
cada uno de los sentimientos allí expresados por el Espíritu Santo tenía en su corazón un eco
infinitamente fiel y exacto. Jesús iba sucesivamente ensalzando con ardor y júbilo inenarrables las
perfecciones del Padre.
Por eso su alabanza era una celestial armonía, que placía al Padre, y subía como «perfume
suavísimo», como incienso delicioso. En esas horas era cuando debían principalmente resonar,
aunque solamente lo oyeran los ángeles, las palabras del Padre proclamando a Cristo «el Hijo de
todas sus complacencias» (Mt 17,5).
De un modo parecido, cuando el monje, unido a Jesucristo, entra en el coro para tratar los intereses
más importantes del cuerpo místico, y deja que su corazón se llene, para difundirlos después, de los
sentimientos variados que el Espíritu Santo produce en él bajo el influjo de las palabras
pronunciadas por su boca, rinde a Dios un homenaje agradabilísimo y obtiene para las almas
torrentes de luz y de amor, que brotan, por sus plegarias, de los tesoros celestes.
La última disposición requerida para cumplir bien con la obra de Dios es la devoción: devotamente.
¿Qué significa esta palabra? Devovere significa «consagrar»; la devoción es la consagración a Dios
de sí mismo; es, pues, la flor más delicada y el fruto más puro del amor, porque es el amor llevado
hasta la adoración, hasta el sacrificio total de sí al ser amado, realizando al pie de la letra las
palabras de Cristo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu
espíritu» (Mc 12,30). Es este «todo», esta totalidad en el amor, lo que significa la devoción. En
efecto: cuando amamos mucho a una persona no llevamos la cuenta de los sacrificios hechos por
ella, sino que nos damos de buen grado y sin medida. Cuando estas disposiciones se aplican a Dios
y al opus Dei, constituyen la devoción.
Conviene no confundir la devoción con algunos de sus efectos. No consiste en los consuelos
sensibles que puedan experimentarse, los cuales, por frecuentes que sean, son accidentales, y
dependen tanto del temperamento y de las circunstancias como del Señor. Buena es la suavidad que
se siente en el servicio de Dios; y el Salmista dice: «Gustad y ved cuán suave es el Señor» (Sal
33,9); pero no constituye la esencia de la devoción. Demos gracias a Dios si nos hace sentir que su
servicio está lleno de dulzura, pues eso nos estimulará a servirle con más amor; pero no nos
aficionemos a estos consuelos como si constituyeran lo fundamental de la devoción.
Recitar con verdadera devoción el oficio divino es aplicar a ello todas nuestras fuerzas para hacerlo
bien; es acudir al coro todos los días y varias veces al día con todo el celo, ánimo y vigor de que
somos capaces, para cumplir la obra de Dios del mejor modo posible; es perseverar en estas
disposiciones, no solamente cuando se experimentan consuelos, sino también en cualquier otra
circunstancia de fatiga del cuerpo o desfallecimiento del alma. Hay sacrificios en la salmodia que
hemos de aceptar, de los que hemos apuntado algunos en la conferencia precedente. Menester es
crecida dosis de generosidad y abnegación para soportarlos varias veces al día. ¿Cuál será la causa
eficiente de tal generosidad?
¿Y cuál su apoyo y sostén? El amor; porque la devoción es el amor en acción. Cuando se posee este
fervor que nace del amor, se ofrece a Dios un verdadero sacrificio de alabanza: «En tu honor
sacrificaré una ofrenda de alabanza» (Sal 115,7); se alaba a Dios con todo el ser y se le ofrece el
holocausto de sí mismo: «Te ensalzaré, Señor, con todo mi corazón» (Sal 9,2). Un monje que no
rechazara todo pensamiento extraño y no concentrara durante el oficio todas las energías de su
entendimiento y de su voluntad para dedicarse sólo a Dios; que asistiera a él negligentemente,
musitando apenas las palabras y omitiendo las ceremonias prescritas por la Iglesia para engrandecer
las perfecciones divinas y rendir homenaje a la soberana Majestad, no cumpliría bien sus deberes
monásticos.
Es indigna de un monje esta negligencia, esta indolencia, esta manera de honrar a Dios, moviendo
apenas los labios. Cuando tantos religiosos de vida activa, tantos misioneros, se exceden
generosamente en sus ministerios, el monje no puede ser tibio y remiso en la obra altísima que se le
ha encomendado. Estando en el coro, deberíamos decir con toda verdad: «Dios mío, puedo ahora
glorificarte en unión de tu Hijo muy amado; puedo hacer mucho por las almas rescatadas con su
sangre; sin mi oración, que es la de Jesús, tal vez se perderían muchas para siempre. Cantaré tus
alabanzas con todo mi ser, y quiero ser enteramente tuyo». A Dios le place la generosidad en el
divino servicio; mas, como dice la Escritura, con una expresión enérgica, «vomita a los tibios» (Ap
3,16): es decir, a aquellos que sienten indiferencia por su gloria o por el bien de las almas.
Consagrémonos, pues, generosamente a la obra capital que se nos ha encomendado, a ejemplo de
tantos santos monjes que encontraron en ella el mejor medio de acreditar y probar su amor a Dios y
a las almas. Se dice de santa Matilde que tenía por costumbre poner todas sus energías en la
ferviente alabanza de Dios; no parecía estar dispuesta a ceder ni siquiera en trance de muerte.
Fatigada un día de tanto cantar, como con frecuencia le sucedía, parecióle que iba a desfallecer. En
el instante, el Corazón divino de Jesús infundióle una nueva vitalidad, que le permitió seguir
cantando; mas no por sus naturales energías, sino por la virtud divina. En esta inefable unión
parecíale cantar con Dios y en Dios, y el Señor le dijo entonces: «Tú respiras ahora por mi Corazón:
de la misma suerte todo aquel que suspira de amor o deseo por mí, tendrá el poder de respirar, no
por sí mismo, sino por mi Corazón divino» [El libro de la gracia especial, parte III, c. 7.]
6. Exhortación final
Para recitar el oficio divino fervorosamente y de un modo digno de Dios, se nos exige gran fe y
amor generoso. Si nos falta esa fe y ese amor, es posible que con el tiempo perdamos el aprecio que
merece el oficio divino, que olvidemos el valor inmenso que encierra para la gloria de Dios y el
bien de las almas, y que acabemos por posponerlo en nuestro aprecio a otras obras de menos valor.
Es posible que, sin darnos cuenta, nos alegremos a veces de vernos dispensados, por cualquier
motivo, de la asistencia coral.
En cambio, para el monje que está animado de viva fe, el opus Dei conserva siempre su grandeza
incomparable y su inexhausta fecundidad: es para él, junto con el sacrificio de la misa, en torno del
cual se mueve, un medio eficacísimo de unión con Dios y el homenaje más perfecto que ofrecerle
pueda. Con esta disposición no hay peligro de que el religioso lo recite por rutina, pues la alabanza
divina tiene para él atractivos siempre nuevos; es cada día «un cantar nuevo» (Sal 95,1; 97,1;
149,1), por el cual glorifica a Dios con todo su ser, en cuerpo y alma. Por ejemplo, en las palabras
tantas veces repetidas del Invitatorio: «Venid, adoremos al Señor», inclinamos nuestras cabezas,
como la mies al soplo de la brisa; pero si esta inclinación se hace por seguir la costumbre, y, para
decirlo con un término peyorativo, por rutina y sin atención a lo que significan las palabras
pronunciadas, será una ceremonia casi de ningún valor.
Cuando el alma, por el contrario, está poseída de verdadera devoción, se postra interiormente
delante de Dios y a Él se ofrece toda entera, con alabanzas magnificas que son el embeleso de los
ángeles. Asimismo el inclinarnos al fin de cada salmo al Gloria Patri, es como el resumen y
compendio de toda nuestra alabanza y devoción. Santa Magdalena de Pazzi sentía tal devoción al
recitarlo, que se la veía palidecer en aquel momento; tanta era la intensidad con que sentía la
entrega que de sí hacía a la Santísima Trinidad [Vida, por el P. Cepari, S.J., c. XV.]. Sucederá, no
obstante, que a pesar de todo nuestro fervor nos veamos asaltados de distracciones: ¿Qué hacer
entonces?
Las distracciones son inevitables. Somos débiles y son muchos los objetos que solicitan la atención
y disipan nuestra alma; pero si son efecto de nuestra fragilidad no nos turbemos. Escribía santa
Teresa de Jesús: «En eso de divertirse en el rezar el oficio divino, en que tengo yo mucha culpa, y
quiero pensar en flaqueza de cabeza; y así lo piense vuestra merced, pues bien sabe el Señor que ya
que rezamos, querríamos fuese muy bien» [Carta al M. I. Sr. O. Sancho Dávila.]
Tengamos siempre presentes estas últimas palabras de la gran contemplativa. Tanto como no
debemos inquietarnos por las distracciones que provengan de lo tornadizo de nuestra imaginación,
tanto debemos también esforzarnos por prepararnos debidamente para mostrar a Dios la intención
de rezar bien. Si no hacemos nada por dirigir nuestro corazón a Dios, por recogernos, por sumirnos
en una profunda reverencia y devoción, será muy difícil que no caigamos en distracciones
imputables a nuestra negligencia. Por experiencia lo sabemos: evitaríamos la mayoría de las
distracciones si nos preparásemos para el oficio divino con cuidado; el no aprovecharse de tantas
luces y gracias como del oficio divino pudieran derivarse, es debido a nuestra negligencia.
Por el contrario: si antes de ofrecer nuestros homenajes a Dios nos recogemos fervorosamente en
nosotros mismos; si nos unimos con un acto intenso de amor y de fe a Jesucristo, el Verbo
encarnado, prestándole nuestros labios para alabar al Padre y atraer sobre su cuerpo místico las
luces y dones del Espíritu Santo, no tendremos motivos de inquietarnos de las distracciones que
sobrevengan: son ocasionadas por nuestra flaqueza; apenas las advirtamos tratemos buenamente de
desecharlas sin violencia.
La frecuente repetición del Gloria Patri nos ayudará especialmente a renovar nuestra vigilancia. Al
pronunciarlo nos inclinamos para tributar a Dios el homenaje de nuestra reverencia y de nuestra
adoración; es el momento más oportuno para suscitar en el alma el sentimiento de la divina
presencia. Las distracciones nos servirán así para reavivar el fervor; y si cuidamos de cumplir
exactamente al menos las ceremonias prescritas, nuestra alabanza será grata a Dios y fructífera para
la Iglesia.
Lo dice admirablemente Bossuet con estas terminantes palabras que van a servir de conclusión a la
presente conferencia. «¡Alma religiosa! El fruto de la doctrina de Jesucristo sobre la oración debe
ser principalmente la exactitud de las horas que se le dedican. Por más distracciones que tengas, si
las deploras, si muestras deseos de evitarlas y permaneces fiel, humilde y recogida en lo exterior, la
obediencia que tributas a Dios, a la Iglesia y a la Regla al observar las genuflexiones, inclinaciones
y demás ceremonias y prácticas externas de piedad, mantiene el espíritu de oración. Entonces se
reza por estado, por disposición, por voluntad, especialmente cuando uno se humilla por la aridez y
las distracciones que tiene. ¡Qué agradable es a Dios esta oración! ¡Cómo mortifica al alma y al
cuerpo! ¡Qué de gracias no obtiene y cuántos pecados no son por ella expiados!» [Meditaciones
sobre el Evangelio. Sermón de la montaña, 44º día].
XV. La oración monástica
La animada representación de la vida de Cristo constituye el fondo principal del ciclo litúrgico. Pero
Cristo no está solo; honramos también nosotros a los miembros de su cuerpo místico que ya son
cortesanos de su reino, a los elegidos que constituyen el más noble precio de la sangre de Jesús y el
fruto más bello de la unión de la Iglesia con su celestial Esposo. Los santos forman el cortejo de
Cristo en el ciclo litúrgico, y celebrando sus virtudes, cantando sus méritos, ensalzamos y cantamos
a Aquel que es su cabeza y su corona: «Él mismo es corona de todos los santos» [Invitatorio de
Maitines de Todos los Santos].
Los santos presentan tipos variadísimos; cada uno según su vocación y según el «grado de gracia
que Cristo le otorgó» (Ef 4,7), reproduce uno de los aspectos de la plenitud de las perfecciones del
Hombre Dios. Un mismo espíritu, dice san Pablo (1 Cor 12,4), ha dado a cada uno una gracia
especial, que, enraizando en la naturaleza, le comunica un resplandor característico. En unos
predomina la fortaleza, en otros la prudencia; en éstos sobresale el celo de la gloria de Dios, y otros
hay que resplandecen por la fe o por la pureza. Empero, sean apóstoles, mártires o pontífices, sean
vírgenes o confesores, en todos se encuentra un carácter común: la constante preocupación por
encontrar el amor de Dios; y cualesquiera que fueran las circunstancias en que vivieron, las
tentaciones que soportaron y las dificultades que tuvieron que vencer, todos permanecieron fieles y
constantes.
Es ésta una gran virtud, pues la inconstancia es uno de los mayores peligros que amenazan al
hombre. Los santos buscaron a Dios infatigablemente, por encima de las arideces del camino, del
aparente abandono del cielo, de las luchas incesantes; por eso, a su entrada en las mansiones
eternas, Dios los coronó de gloria y los embriagó de alegría: «Porque fuiste fiel en las cosas
pequeñas, entra, siervo bueno y fiel, en el gozo de tu Señor» (Mt 25,23). Porque en la busca del
Bien se mantuvieron firmes, llegaron al término glorioso.
Ahora bien, ¿cuál es la íntima razón de esta estabilidad en el bien y de dónde la sacaron los santos?
¿Cuál fue su secreto? La vida de oración. El alma que de ella vive permanece unida a Dios; se
adhiere a Dios, participando de la inmutabilidad y eternidad divinas; por esto su voluntad
permanece inquebrantable en todas las circunstancias. Más fuerte es el niño que en la tempestad se
agarra a las rocas, que el hombre abandonado al vaivén de las olas.
La firme adhesión del alma a Dios es fruto de la oración. Los santos en el cielo no pueden dejar de
estar unidos a Dios, a su voluntad, porque le contemplan y ven en Él la plenitud de la perfección y
la fuente de toda soberanía. Quien tiene vida de oración está habitualmente unido con Dios por la
fe; en esa unión halla el alma la luz y la fortaleza necesarias para hacer en todo momento la
voluntad divina. Y siendo Dios principio de toda santidad, el alma que está habitualmente unida a
Él por la oración saca de Dios la fecundidad de la vida sobrenatural.
Examinemos el lugar que en la vida del monje corresponde a la oración, qué cualidades le asigna
san Benito y qué medios proporciona la Regla para conservar y mantener en nosotros la vida de
oración.
Sería, no obstante, un error creer que se puede llegar a un alto grado de oración sin haberse
preparado largo tiempo y sin haber sufrido muchísimo por Dios y por su gloria. En las condiciones
ordinarias de la Providencia, Dios sólo se comunica al alma con esta plenitud al acercarse el
término de la vida, cuando el alma ha demostrado, con la constante fidelidad a las aspiraciones de la
gracia, que es toda suya y que en todas las cosas no busca más que a Él: «Si de veras busca a Dios»
(RB 58).
Debemos tender siempre hacia este estado feliz, al que, sin duda alguna, muchas almas religiosas
son llamadas: toda la vida del monje debe dirigirse a esta vida de unión, que es el fin del monacato;
de lo contrario será un ser inútil. San Benito nos lo dice con palabras claras:
«Despojémonos de nosotros mismos, purifiquémonos de todo pecado, de tal modo que Dios sea
plenamente dueño de obrar en nosotros por la acción de su Espíritu» (RB 7). A este estado de
caridad perfecta conduce la constante y generosa ascensión de los grados de humildad, que resumen
todo el trabajo de purificación (RB 7). Feliz estado en el cual el alma, toda de Dios, preludia aquella
perpetua unión, en la que encontrará la bienaventuranza sin fin.
[La beata Bonomo caracterizaba así las tres vías: «La vía purgativa lleva a los pies de Jesús (que
significan la humildad que reconoce la propia miseria e implora gracia y perdón); la vía iluminativa
lleva al costado de Jesús, donde están los secretos divinos que el discípulo amado descubrió,
reclinado sobre el pecho del Señor, el día de la Cena. La unitiva nos conduce al beso: manifestación
suprema de la unión que comienza en la tierra, para terminar en el cielo». (Vie, por Dom du Bourg,
págs. 38-40). Esta comparación se encuentra también en santa Catalina de Siena, Dialogo, c. X. San
Bernardo habla del ósculo de los pies, manos y labios del Señor, que significan los tres grados de
progreso en el alma. (In cant., III, IV, P. L., CLXXXIII, col. 794 y sigs.)].
«¿De qué servirá –dice san Gregorio –la soledad material si falta la del alma?» [Moralia in Job, l.
XXX, c. 16. P. LXXVI, 553.]. Se puede vivir recluido en una cartuja sin estar recogido, si se deja
vagar la imaginación por el campo de los recuerdos y de las cosas inútiles y fantaseando se
abandona uno a vanos pensamientos. ¡Triste cosa es ver con cuánta ligereza malgastamos a menudo
nuestros pensamientos! A los ojos de Dios, un pensamiento vale más que todo el mundo material;
con él puede merecerse o perderse el cielo. Velemos, pues, sobre nosotros mismos; refrenemos la
imaginación y el espíritu, que hemos consagrado a Dios, para que no se disipen en vanos recuerdos,
en pensamientos malos o inútiles; los cuales, «apenas sobrevengan, estrellémoslos contra la piedra
que es Cristo» (RB 4).
Ayudados por esta vigilancia continua, dice nuestro Padre, «nos veremos siempre libres de los
pecados de pensamiento» (RB 7) y conservaremos el tesoro del recogimiento interior. Un alma
disipada, ligera, voluntaria y habitualmente distraída por la agitación desordenada de pensamientos
inútiles, no puede oír la voz de Dios. Sin embargo, ¡feliz aquella que vive en silencio interior, fruto
del sosiego de la imaginación, de la ausencia de vanas solicitudes e impaciencias irreflexivas, del
apaciguamiento de las pasiones, de la práctica constante de la sólida virtud, de la concentración de
todas las facultades en la busca continua del único Bien! Bienaventurada, sí, esta alma, porque Dios
le hablará con frecuencia, y el Espíritu Santo le dictará palabras de vida, que no perciben los oídos
corporales, pero recoge con gozo el alma concentrada en sí misma, para alimentarse con ellas.
En este recogimiento interior vivía la Santísima Virgen. El evangelio dice que «guardaba en el
corazón, para meditarlas, las palabras de su divino Hijo» (Lc 2,19). María no se expansionaba con
palabras, sino que, llena de gracia e inundada de los dones del Espíritu Santo, permanecía silenciosa
adorando a su Hijo, contemplando los inefables misterios que se cumplían en ella y por ella, y
elevando a Dios un himno incesante de gracias y alabanzas desde el santuario de su corazón
inmaculado. Los monasterios son como otras tantas casas de Nazaret, en las cuales deben realizarse,
en las almas virginales, los divinos misterios. Procuremos, pues, vivir en recogimiento, y
esforcémonos por estar íntimamente unidos al Señor.
No basta guardar silencio exterior y desterrar del corazón los pensamientos vanos e inútiles: es
necesario, además, llenar esta soledad interior con reflexiones que ayuden al alma a remontarse
hasta Dios. Nuestro Patriarca nos señala como medio las lecturas santas; desea que el monje «las
escuche de buena gana» (RB 4); consagra muchas horas a lo que llama «lección divina» (RB 48);
esta «lección divina» quiere que se haga especialmente «en las santas Escrituras, las obras de los
santos Padres y en las conferencias de los antiguos cenobitas» (RB 9 y 73).
Sabía por experiencia que la fuente de la contemplación más pura y fecunda es la sagrada Escritura;
porque la contemplación es el movimiento del alma, que, tocada e iluminada de los rayos divinos,
penetra los divinos misterios y los vive. Mas «a Dios nadie le ha visto» (Jn 1,18; 1 Jn 4,12), porque
«habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), dice san Pablo. ¿Cómo, pues, le conoceremos? Por
sus palabras. «¿Queréis penetrar en las intimidades de Dios?, dice san Gregorio. Escuchad sus
palabras» [Lib. IV, Epist. 31. P. L., LXXVII, col. 706]. Porque en un ser tan esencialmente
verdadero como Dios, las palabras manifiestan su naturaleza. ¿No consiste, acaso, en esto el
misterio de la eterna esencia? Dios se expresa a sí mismo en su Verbo de una manera infinita, con
palabra tan perfecta y adecuada, que este Verbo es único.
Y he aquí que este Verbo, que es luz, velado su nativo esplendor bajo las flaquezas de nuestra
carne, se nos ha revelado en la Encarnación: «Él mismo hizo brillar su claridad en nuestros
corazones, a fin de que nosotros podamos iluminar a los demás por medio del conocimiento de la
gloria de Dios, según que ella resplandece en Jesucristo» (2 Cor 4,6). Nos enseña palabras
celestiales que sólo Él conoce, porque sólo Él vive eternamente en el seno del Padre: «Él que está
en el seno del Padre nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18); siendo uno con el Padre, «nos revela las
palabras que el Padre le confió» (Jn 17,8). Por tanto, sus palabras son las de Dios mismo: «Aquel a
quien Dios envió, habla las palabras de Dios» (Jn 3,34). Palabras múltiples del Verbo Único, como
múltiples son las expresiones humanas que las traducen, y numerosas las generaciones que las
recogen para vivirlas.
Estas palabras de Dios son palabras de vida eterna: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,69).
Nuestro Señor mismo nos lo dice: «La vida eterna, oh Padre, está en conocerte a ti, Dios único, y a
tu enviado Jesucristo» (Jn 17,3). Las palabras de Jesús, Verbo encarnado, nos revelan a Dios: su
naturaleza y su esencia; sus perfecciones y su amor; sus derechos y deseos. Proviniendo del Verbo,
que es la sabiduría, penetran al alma con claridades celestiales, transportándonos a los santos
esplendores en donde vive Dios. Así, pues, el alma que con fe viva escucha asiduamente estas
palabras, es ilustrada admirablemente sobre la plenitud del divino misterio y puede detenerse con
perfecta seguridad a contemplarlo.
Ahora bien, ¿en dónde encontraremos las palabras de Jesús, aquellas palabras que son «fuente de
vida eterna»? (Jn 4,14). Primeramente en el Evangelio; en él oímos al mismo Jesucristo: el Verbo
encarnado; vémosle revelar lo inefable con palabras humanas, mostrarnos lo invisible con gestos
comprensibles, fáciles, al alcance de nuestra débil mente; nos basta abrir los ojos y disponer el
corazón para conocer y gozar de estas claridades: «Yo les comuniqué –dice el Señor, hablando de
los Apóstoles a su Padre –la claridad que Tú me has dado» (Jn 17,22). A los evangelios hay que
añadir las epístolas de los Apóstoles, especialmente de san Juan y de san Pablo; ambos nos revelan
los misterios que penetraron, el uno reclinando su cabeza sobre el Corazón del Maestro, y el otro en
las visiones en que Cristo mismo le reveló arcana verba (2 Cor 12,4), «las palabras escondidas»,
que contenían su misterio.
Y como Jesucristo «es hoy como fue ayer y será en lo futuro» (Heb 13,8) se nos revela también en
el Antiguo Testamento. ¿No dijo por ventura Él mismo que al hablar Moisés se refería a su
persona? ¿No manifestó muchas veces las profecías que se referían a Él? ¿No están llenos de Él los
salmos, hasta el punto de que, según la bella expresión de Bossuet, «son el Evangelio de Jesucristo
expresado en cantos y afectos, en acciones de gracias y piadosos deseos» [Elévations sur les
mystères. Xe semaine, 3e élévat.].
Jesucristo se nos revela, por tanto, en todas las Escrituras santas; su nombre se lee en todas sus
páginas, que están llenas de Él, de su persona, de sus perfecciones y de sus hechos. Cada una de
ellas proclama su amor incomparable, su bondad inmensa, su misericordia inconmensurable, su
sabiduría infinita: ellas nos revelan las riquezas insondables del misterio de su vida y de sus
sufrimientos y nos refieren los supremos triunfos en su gloria. Por esto pudo decir san Jerónimo:
«Ignorar las Escrituras es desconocer a Cristo» [In Isaiam Prolog. P. L., XXIV, col. 18.].
No puede reprocharse, a la verdad, esta ignorancia a los cristianos de los primeros siglos, quienes,
no sólo tuvieron en especial veneración los Libros Santos, como nos lo atestigua la liturgia, sino que
los leían frecuentemente, practicando este consejo del Apóstol: «La palabra de Cristo abunde en
nuestros corazones» (Col 3,16). De santa Cecilia se cuenta que «llevaba el Evangelio siempre sobre
el corazón; de ahí que estaba unida a Cristo en incesante coloquio y oración ininterrumpida»
[Antífona del oficio de santa Cecilia].
Mas para que la palabra de Dios sea en nosotros viva y eficaz (Heb 4,12), para que conmueva
nuestro corazón y sea fuente de contemplación y principio de vida, necesario es que la acojamos
con fe y humildad; con un sincero deseo de conocer a Cristo, de unirnos a Él y seguir sus pisadas.
El conocimiento íntimo y profundo, la percepción sobrenatural y fecunda del significado de los
libros santos, es un don del divino Espíritu, don tan precioso que nuestro Señor mismo, Sabiduría
eterna, lo comunicó a los Apóstoles en una de sus últimas apariciones: «Entonces les abrió el
sentido, para que entendiesen las Escrituras» (Lc 24,45).
A las almas que por su humildad y oración constante han obtenido este don, las Escrituras les
revelan verdades a otras desconocidas. [«Poseemos libros y los leemos, pero no alcanzamos a
conocer su sentido espiritual; por eso es menester pedir continuamente a Dios con lágrimas y
oraciones que abra nuestros ojos». Orígenes, Sobre el Génesis, cap. XXI, homil. 7]. Estas almas «se
alegran en la posesión de los divinos testimonios, cual se alegra el que participa de un rico botín»
(Sal 118,162); descubren, verdaderamente, en los libros sagradas «el, maná escondido» (Ap 2,17),
que tiene mil diversos sabores, contiene toda suerte de delicias (Sab 16,20) y se convierte para ellas
en alimento cotidiano de exquisito sabor.
¿Cuál es la razón íntima de esta fecundidad de la divina palabra? Consiste en que Jesucristo
permanece siempre vivo; es siempre el Dios que salva y da vida. Cuando andaba peregrinando en la
tierra se decía que «de Él emanaba una virtud que sanaba a todos» (Lc 6,9). Con las debidas
proporciones, lo que podía afirmarse de su persona puede afirmarse también de su palabra, y lo que
de Él podía decirse ayer, puede también decirse hoy.
Cristo vive en el alma del justo; bajo la dirección infalible de este Maestro interior, el alma, sentada
como la Magdalena a sus pies, oye sus palabras y penetra en las divinas claridades; Jesús le
comunica su Espíritu, autor principal de los sagrados libros, para que en ellos pueda llegar a
penetrar incluso las profundidades del infinito: «Pues todas las cosas penetra aun las más íntimas de
Dios» (1 Cor 2,10); el alma contempla las maravillas obradas por Dios en los hombres, mide con la
fe las divinas proporciones de los misterios de Cristo; y este admirable espectáculo, que la ilumina y
la rodea con sus esplendores, la atrae, la arrebata, la ensalza, la transporta y la transforma. Ella, por
su parte, experimenta lo que sentían los discípulos en el camino de Emaús, cuando Jesucristo se
dignó interpretarles el significado de los libros santos: «¿No sentíamos acaso abrasarse nuestros
corazones mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?» (Lc 24,32).
No hay, pues, que maravillarse de que el alma enardecida y subyugada por esta palabra viviente,
«que penetra hasta la medula», exclame con los discípulos: Mane nobiscum (Lc 24,29). «Señor,
quédate con nosotros». Tú eres el Maestro incomparable, la luz indefectible, la infalible verdad, la
única y verdadera vida de nuestras almas». Anticipándose a estos piadosos deseos el Espíritu Santo
hace oír en nuestros corazones sus gemidos inenarrables» (Rom 8, 26), que constituyen la verdadera
oración, y se traducen en deseos vehementes de poseer a Dios, de vivir sólo para gloria del Padre y
de su hijo Jesús. Entonces, el amor dilatado e inflamado por el divino contacto, invade todas las
potencias del alma y la hace fuerte y generosa para cumplir perfectamente todo el querer del Padre
y para abandonarse plenamente a su beneplácito.
¿Habrá oración mejor y más fecunda que ésta? ¿Qué contemplación podrá comparársele?
Comprendemos ahora por qué nuestro bienaventurado Padre, heredero del pensamiento de san
Pablo y de los primeros cristianos, quiere que el monje consagre tantas horas a la lectio divina, es
decir, a la lectura de los sagrados libros y de las obras de los santos Padres, que son eco y
comentario de aquéllos. Comprenderemos cómo el monje asiduo en recoger cada día en la liturgia
este alimento substancioso de las sagradas Escrituras, que con tanta oportunidad le suministra la
Iglesia, Esposa de Jesucristo, no puede estar mejor preparado de lo que lo está para conversar
íntimamente con el divino Maestro.
¡Oh! ¡Si conociésemos el don de Dios! (Jn 4,10); apreciásemos el justo valor de la porción de
nuestra herencia! «Me cupo la mejor de las suertes, y mi herencia es para mí hermosísima» (Sal
15,6).
8. Cómo esta vida debe constituir el estado normal del religioso en el claustro; frutos preciosos
que produce
El monje cuya alma fiel y pura guarda cuidadosamente el silencio de la boca y del corazón, que
escucha piadosamente las santas lecturas que se leen todos los días, está excelentemente preparado
para vivir en la divina presencia. No estamos todavía en el cielo, en la estabilidad eterna, efecto de
la visión beatífica; pero tratemos, al menos, de permanecer bajo la mirada de Dios, pues «en El
vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Hagamos su presencia actual por el libre
movimiento de un alma recogida; y esta presencia será como la atmósfera en que nos moveremos.
Como san Benito, del cual se dice que «permanecía solo consigo mismo, bajo la mirada del
soberano Señor» [San Gregorio, Diálogo, l. II, c. 3.], también nosotros estamos continuamente en la
presencia del Dios tres veces santo, no con plegarias siempre renovadas, ni con un ejercicio violento
de la mente o de la imaginación, sino con un profundo y tranquilo sentimiento de fe, que nos
mantiene ante Dios en todo lugar; practicamos la prescripción de nuestro bienaventurado Padre:
«Estemos seguros de que en todas partes nos mira Dios» (RB 4); buscamos la mirada y la sonrisa de
nuestro Padre celestial; le repetimos muchas veces: «Padre, haced descender sobre vuestro siervo»,
hijo vuestro por adopción, «un rayo de luz de vuestro rostro» (Sal 118,135).
Con la constante fidelidad en conservar de esta manera, habitualmente, el sentimiento de la divina
presencia, el ardor de nuestro amor será constante; «toda nuestra actividad», aun la más ordinaria,
no sólo será «inmaculada», como desea nuestro Legislador, que nos manda «velar y conservar la
pureza en todos los actos de cada momento» (RB 4), sino también se verá elevada a un nivel
sobrenatural. Nuestra vida será irradiación de la celeste claridad, llena de aquella dulzura que
«desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17) y que es el secreto de nuestra fortaleza y de nuestra
alegría.
El hábito de la presencia divina dispone al alma para las divinas visitas. Sucede, y a muchas almas
con harta frecuencia, que, a pesar de la buena voluntad, se encuentran dificultades para hacer
oración en las horas acostumbradas, porque sobrevienen la fatiga, la somnolencia, cierto malestar o
distracciones, que malogran los buenos resultados. Es lo que se llama sequedad y aridez
espirituales. Procure el alma permanecer fiel y esforzarse por estar al lado del Señor, aun en el caso
de verse privada del fervor sensible: «He estado en tu presencia como una bestia de carga, y yo
siempre estaré contigo» (Sal 72,23). Dios le saldrá al encuentro en otro momento.
De estas visitas del Señor se puede decir lo que la Escritura anuncia de su postrera venida, al fin de
nuestra vida: «No sabéis a qué hora vendrá el Señor» (Mt 24,42). Si en otras partes, en la celda, en
el claustro, en la huerta, en el refectorio, vivimos recogidos en la presencia de Dios, nuestro Señor
vendrá, vendrá la Trinidad increada: «Y vendremos a él» (Jn 14,23); vendrá con sus luces, con los
esplendores que penetran hasta lo más intimo del ser y que producen benéficos efectos en nuestra
vida interior. Se produce entonces en el alma como una señal indeleble de la visita de Dios: un
toque divino, que es principio de nuevos impulsos hacia Él, y nos confirma de una manera más
absoluta y radical en el afán de buscarle.
Seamos, pues, con nuestro recogimiento, «semejantes a aquellos que esperan la venida de su señor»
(Lc 12,36), y encontrándonos el Señor preparados, nos introducirá consigo, cum eo (Mt 25,10), en
la sala del convite.
Así, poco a poco, el alma asciende hacia Dios, y la oración es como su respiración; se establece una
unión habitual, llena de amor, un contacto muy simple, pero harto firme, con el Señor: Dios pasa a
ser la verdadera vida del alma. Si el monje calla, es para hablar íntimamente con Dios; si habla, es
en Dios, de Dios y para su gloria. Tal era la práctica de san Hugo, abad de Cluny. Silens quidem,
semper cum Domino; loqueas autem, semper in Domino vel de Domino loquebatur [Vita Hugonis,
c. I. P. L., CLIX, col. 863.].
El monje que vive así, no pierde el tiempo pensando en sí mismo, en lo que hacen los otros, en las
desconsideraciones que se imagina han tenido con él; no entretiene su mente con estas bagatelas,
porque sólo se dedica a Dios. Todos los momentos que puede, en los ratos libres que le dejan el
trabajo y las ocupaciones del cargo o el ministerio, se vuelve con el corazón a Dios para unirse a Él
y expresarle sus deseos, breve pero ardientemente: es la tendencia de su alma. El alma se recoge en
lo íntimo de sí misma para encontrar a Dios, a la Trinidad adorable, a Jesucristo que vive en
nosotros por la fe. Y Cristo nos une a sí y con Él vivimos «en el seno del Padre» (Jn 1,18), y allí nos
unimos con las divinas personas; nuestra vida se convierte entonces en un diálogo con el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, y en esta unión encontramos la fuente del gozo. Se encuentran a veces
almas muy probadas, pero que, por una vida de oración, se han construido dentro de sí mismas un
santuario donde reina la paz de Cristo. Basta preguntarles: «¿Desearíais tener alguna diversión en
vuestra vida?», para que al punto nos respondan: «No; lo que deseo es estar a solas con Dios».
¡Feliz estado del alma que vive la vida de oración! En todo encuentra a Dios, y Dios le basta,
porque Dios, Bien infinito, la llena completamente.
Con todo; el alma siente la necesidad de consagrar exclusivamente alguna hora a esta conversación
con Dios, la cual viene a ser como una intensificación de su vida habitual. Esta hora es a la vez
manifestación y medio de la vida de oración. Es imposible que el alma haya llegado a la vida de
oración sin que se entregue en forma exclusiva al ejercicio formal de la oración en ciertos
momentos del día; pero en ella este ejercicio no es más que la expansión natural de su estado; por
eso a nuestro Legislador, que ordenó todas las cosas para establecer y mantener la vida de oración
en sus monasterios, no le pareció necesario señalar a sus hijos horas determinadas para la oración.
Quiere que el monje busque a Dios; y si este deseo es sincero, cada uno procurará buscar estas
horas de conversación a solas con Aquel que es el único bien de su vida.
Animada de este espíritu, la vida monástica resulta necesariamente una ascensión a Dios. Por el
contacto ininterrumpido del alma con el origen de toda perfección, las virtudes crecen: «Subirán de
virtud en virtud» (Sal 83,8). La oración obtiene el rocío que fecunda la tierra del alma. Sin ella el
alma viene a ser «como una tierra dura y árida» (Sal 142,6); la semilla de la gracia, que se nos da
por los sacramentos, la misa, el oficio divino y el ejercicio de la obediencia, puede caer, abundante,
sí, pero cae «sobre un terreno duro y pedregoso»; no toca más que la superficie sin penetrar, y no da
fruto: «Cayó parte de la semilla sobre un pedregal, y se secó» (Lc 8,6). Para fecundar al alma se
requiere que la oración descienda sobre ella «como el rocío sobre la hierba» (Dt 32,2), que
humedezca y ablande la tierra del corazón, y la haga capaz de aprovechar lo mejor posible los
muchos medios de santificación que encontramos en nuestra vida. En ella reside el secreto de una
extraordinaria fecundidad sobrenatural, y la condición indispensable para el progreso del alma.
No se diga que estas son alturas místicas a que llegan solamente algunas almas privilegiadas; son
más bien, el estado normal del religioso en el monasterio, de una monja en su claustro; son el
desarrollo obligado de nuestra gracia de adopción, de nuestra vocación monástica. La vida de
oración es nuestra herencia escogida, «la mejor parte». Podemos y debemos darnos y dar a Dios a
las almas; pero este ministerio ha de ser como irradiación natural de nuestra vida íntima con Dios.
Nada nos debe apartar de ella: «Nadie le quitará su mejor parte» (Lc 10,42); antes debemos
esforzarnos en ser almas de oración.
Para obtener este objetivo, la vida monástica es una condición magnífica; vivimos en soledad, lejos
del bullicio del mundo; nos sentamos todos los días al espléndido banquete litúrgico, servido por la
misma Iglesia, en donde encontramos con abundancia el pan de la palabra divina, que es el mejor
alimento del alma. En el monasterio, todo, aun las mismas piedras, las arcadas, la arquitectura del
edificio, nos lleva a Dios. El Señor también nos atrae a sí; no en vano nos trajo a la soledad
monástica; lo hizo para que pudiésemos escucharle más fácilmente.
A Dios podemos hallarlo ciertamente en todas partes, aun en el bullicio de las grandes ciudades; su
voz, empero, no se oye perfectamente más que en el silencio. Él mismo nos lo ha dicho: «Le llevaré
a la soledad y le hablaré al corazón» (Os 2,14). La vocación religiosa es prueba de un amor singular
que Dios y Jesucristo ha dado a cada uno de nosotros. Dios quiere ser nuestro único bien y nuestra
única recompensa, en la cual se comprenden todos los bienes y toda suerte de felicidades. Pero
persuadámonos de que sólo lo encontraremos plenamente en la vida de oración.
Feliz el monje humilde y obediente, que sólo busca oír a Dios en el santuario de su alma, con
reverencia profunda e indecible ternura: Dios le hablará muchas veces, hasta cuando menos lo
espera; le iluminará con su luz, que alegra el corazón, aun en medio de las tribulaciones y pruebas:
«Porque tu palabra, Dios mío, es más suave al alma que la miel dulcísima» (Sal 118,103); contiene
toda la luz y toda fortaleza; nos proporciona el secreto de la paciencia, y es principio de toda
alegría.
Nota
En otro de nuestros libros [Jesucristo, vida del alma, conferencia acerca de la oración] dejamos
dicho cómo la contemplación de la santa humanidad de Cristo es fuente de oración aun para los
perfectos; y corroboramos allí nuestra tesis con un texto explícito de santa Teresa. Añadiremos a
aquella cita el pasaje siguiente. Después de haber enseñado en el Castillo interior que se debe
admitir como algo fuera de duda que el alma elevada a la contemplación perfecta no puede meditar
por discurso interior, añade, sin embargo, la Santa: «No tendrá esta alma razón si dice que no se
detiene en estos misterios (de la vida y pasión de Cristo), y los trae presentes muchas veces, en
especial cuando los celebra la Iglesia católica. Ni es posible que pierda memoria el alma que ha
recibido tanto de Dios, de muestras de amor tan preciosas, porque son vivas centellas para
encenderla más en el que tiene a nuestro Señor… Y entiende el alma estos misterios por manera
más perfecta». (Castillo interior, 6 Moradas, cap. VII, 11.)
La doctrina de san Juan de la Cruz, según la expone en la Subida del monte Carmelo, lib. II, parte
3ª, cap. XX, puede resumirse en las siguientes frases: «Si quieres que te declare yo algunas cosas
ocultas o casos, pon sólo los ojos en ni y hallarás ocultísimos misterios y sabiduría y maravillas de
Dios, que están encerradas en Él, según mi Apóstol dice: «En Él están escondidos todos los tesoros
de sabiduría y ciencia de Dios» (Col 2,3). Los cuales tesoros de sabiduría serán para ti muy más
altos y sabrosos y provechosos que las cosas que tú querías saber. Que por esto se gloriaba el
mismo Apóstol diciendo: Que no había él dado a entender que sabía otra cosa alguna sino a
Jesucristo, y a éste crucificado» (Subida del monte Carmelo, lib. II, parte 1ª, cap. XXII).
XVI. El espíritu de abandono
El espíritu de abandono es una de las más puras formas del amor
La finalidad de la vida del monje es «buscar a Dios»: «si de veras busca a Dios» (RB 58), y tender a
este objetivo sin desmayos es lo que juramos el día de la profesión. Por este fin lo abandonamos
todo; por él hemos hecho grandes sacrificios. Al igual de san Pedro podemos repetir: «Todo lo
hemos dejado por seguirte» (Mt 19,27).
El amor fue el móvil de este sacrificio y de esta renuncia por el cual vamos en pos de Cristo y le
decimos: «Oh Señor: Tú me llamas y heme aquí: yo creo que eres tan grande, poderoso y bueno,
“que no será defraudada mi esperanza en Ti”; que harás que en Ti encuentre la fuente de la felicidad
y “de toda vida”» [Oración tomada del Salmista, y que san Benito mismo hace cantar tres veces al
novicio en el momento de la profesión monástica]. Con esto hicimos un acto de fe en Jesucristo: lo
dejamos todo, persuadidos de que todo lo encontraremos en Él, y por medio de Él a Dios. La fe es
ya por sí sola un acto de abandono de todo nuestro ser a la palabra, a la Verdad, que es Jesucristo, el
Verbo encarnado; y nuestra vida monástica no será más que este mismo acto de fe, de abandono
indefinidamente prolongado.
Este acto tiene su consagración oficial en la ofrenda que hicimos de nosotros mismos el día de la
profesión religiosa; y si nuestra vida se mantiene siempre en el mismo espíritu de abandono que
aquel día nos animaba, será verdaderamente monástica y grata a Dios. Las virtudes de que hasta
aquí hemos tratado: la pobreza, la humildad, la obediencia y el espíritu de religión y de oración, son
como frutos de la profesión monástica; su práctica es la consecuencia lógica del acto por el cual nos
entregamos totalmente a Jesucristo bajo la Regla de san Benito; y de ella deriva, como de una
fuente, toda nuestra perfección benedictina.
Esta donación por los votos no puede llamarse verdadera, sincera y completa, si no se mantiene
después durante toda nuestra existencia con la práctica de las virtudes de desprendimiento,
reverencia y sumisión, que, para ser vitales y fecundas, deberán nutrirse del abandono amoroso que
informó nuestra donación.
Toca, pues, ahora hablar de este espíritu de abandono: no sólo explica la razón de nuestra vida –
porque, constituyendo la esencia de la profesión monástica, debe informar todos los actos que se
derivan de ella–, sino que además comunica a estos actos la suprema fecundidad.
El abandono es, en efecto, una de las formas más puras y absolutas del amor; es la culminación del
amor; es el amor que da sin reservas todo nuestro ser con sus energías y actividades a Dios, y nos
convierte en holocausto verdadero; cuando este espíritu informa toda la vida de un monje, podemos
llamarle santo, porque la santidad no es otra cosa que la conformidad de todo nuestro ser con Dios;
es el amén con que responde todo nuestro ser con sus facultades a los derechos de Dios; es el fiat
amoroso por el cual la criatura acepta siempre e íntegramente los divinos deseos: y lo que nos hace
responder amén, pronunciar el fíat, lo que entrega, en una donación perfecta, el ser a Dios, es el
espíritu de abandono, que en sí resume juntamente la fe, la esperanza y el amor.
Intentaremos indicar los fundamentos de este espíritu de abandono, presentarlo como una de las
características de la vida interior, según enseña san Benito, mostrar a continuación cómo debe
practicarse y ver los excelentes frutos que produce en el alma.
3. Cómo se practica
De la naturaleza del abandono derivan los medios con que debemos practicarlo.
El abandono es, ante todo, la consagración total de nosotros mismos, por la fe y el amor, a la
voluntad de Dios que no es distinta de Él, sino el mismo Dios intimando su querer; es tan santa,
omnipotente, adorable e inmutable como el mismo Dios.
Respecto de nosotros, en parte la conocemos y en parte no. Se nos revela, se nos manifiesta por
medio de Cristo. «Oídlo» (Mt 17,5), nos dice el Padre eterno al enviarnos a su Hijo. Jesucristo, por
su parte, nos asegura que «nos dio a conocer cuanto el Padre le había comunicado» (Jn 15,15). La
Iglesia, esposa de Jesucristo, recibió en depósito estas revelaciones y preceptos, a los cuales hay que
agregar los mandatos de los superiores y las prescripciones de la Regla, todos los cuales son
manifestación de la voluntad divina.
¿Qué actitud adoptará el alma que ama, ante esta voluntad? Deberá enardecerse y usar de todas sus
energías para cumplirlas, diciendo acerca de las intenciones divinas lo que de ellas decía Jesucristo,
nuestro modelo: «Ni una tilde, ni la menor prescripción de la ley quedará por cumplir» (Mt 5,18);
no quiero dejar de observar nada de lo que Dios ha mandado: quiero hacer todo lo que le place.
Cuanto más íntima es la amistad con una persona, tanto más nos esforzamos en no contristarla. Con
Dios nuestra fidelidad debe ser absoluta; «Siempre hago lo que le agrada» (Jn 8,29). Este debe ser
el móvil del que busca únicamente a Dios; como dice el Salmista. Sus ojos «se vuelven siempre
hacia el Señor» (Sal 24,15) a fin de adivinar y cumplir su voluntad.
En este cumplimiento de la voluntad divina, las almas difieren entre sí por la intensidad del amor
con que la aceptan. Nadie de nosotros querría hacer lo que Dios prohíbe, obrar contra su ley,
infringir, aunque sea en lo más mínimo, sus preceptos. Empero, ¿podemos decir que hacemos todas
las cosas únicamente porque Dios lo quiere? ¿Estamos completamente desligados de nosotros
mismos y entregados sin reserva a la voluntad divina? ¿Estamos siempre prontos a acatar esta
voluntad, por penosa que nos resulte?
Por nuestra parte, debemos estar dispuestos a cumplir esta voluntad, cualquiera que sea, con el
mayor amor posible, pues está escrito: «Tú mandaste, Señor, que tu ley sea cumplida a perfección»
(Sal 118,4). Cuando la ley divina ordena una cosa es necesario obedecerla sin titubeos, a pesar de
los mayores sacrificios, ya que infringir esta voluntad equivale a desear que Dios no exista. El amor
es la medida de este abandono en Dios; y cuanto más profundo, intenso y activo sea este amor, más
completo y absoluto hace el abandono. Este abandono san Benito nos lo exige ilimitadamente. ¿No
hemos visto cómo prescribe al monje que, cuando el superior le ordena en nombre de Dios cosas
imposibles, «obedezca por amor, confiando únicamente en el auxilio divino»? (RB 68). Este es el
abandono perfecto, que por amor se olvida enteramente de sí, para darse sin reserva a la
omnipotencia y a la inmensa bondad de Dios.
El alma amante no se contenta con la voluntad de Dios manifestada abiertamente, se abandona
también y principalmente a la oculta, la cual se extiende a toda nuestra existencia, natural y
sobrenatural, tanto en conjunto como en sus detalles: a la salud y a la enfermedad, a los sucesos así
prósperos como adversos, al éxito o al fracaso de nuestras empresas, a la hora y circunstancia de la
muerte; al grado de santidad y a los medios particulares que Dios emplea para guiarnos, y a tantas
otras cosas que ignoramos, que Dios quiere mantenernos ocultas.
Ante esta voluntad ignorada para nosotros, dos actitudes podemos adoptar.
La que se inspira en la sabiduría del mundo, puramente humana, que se jacta de bastarse a sí misma
y se guía por sus luces naturales; pretende arreglar a su guisa la vida, y rechaza todo lo que es
contrario a sus aspiraciones, incluso a las ideas y concepciones que se forja acerca de la perfección.
«Esta sabiduría humana es a los ojos de Dios estupidez», dice san Pablo (1 Cor 3, 19). Por lo que
respecta a las leyes de la vida sobrenatural, esta «prudencia de la carne», como la llama el Apóstol
(Rom 8,6), no es más que vanidad y mentira. No puede comprender esta sabiduría cómo Dios quiso
redimir al mundo, no con riquezas y actos brillantes, ni por el prestigio de la ciencia y de la
elocuencia, sino revistiéndose de las debilidades de la naturaleza, en pobreza y vida oscura de
treinta años, ocultando la inefable plenitud de perfecciones de que estaba dotada la santa humanidad
de Jesucristo; ni puede comprender que muriese con muerte ignominiosa en un patíbulo. La cruz es
para esta sabiduría «locura y escándalo» (1 Cor 1,23); mas Dios, continúa san Pablo, quiso
confundirla con la oscura de sus impenetrables designios.
Nosotros, por tanto, no debemos guiarnos por esta sabiduría natural. Los pensamientos de Dios son
diferentes de los nuestros; sus caminos, distintos. Nuestro ideal sería seguir nuestras propias
sugestiones, disponer de nuestra vida, aun de la sobrenatural; no experimentar la tentación, ni
repugnancias en la obediencia. Vías humanas son éstas que conducirían a un extraordinario
incremento de nuestro orgullo. ¿Cuáles son, en cambio, los caminos de Dios, los pensamientos de la
Sabiduría eterna? «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5). «El que me siga, niéguese a sí mismo y
tome su cruz» (Mt 16,24); «El que mira atrás no es digno del reino de los cielos» (Lc 9,62);
«Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los puros, los misericordiosos, los que lloran,
los que sufren persecución por la justicia» (Mt 5,3-11). Y ¡cuántos otros pensamientos semejantes
no leemos en el Evangelio! Pero lo que desconocemos, muchas veces, es la aplicación que tienen a
cada uno de nosotros.
Ante los designios divinos, nuestra actitud ha de ser la de completo abandono; confiarnos a Dios,
dejando en sus manos nuestra personalidad y nuestras miras, para aceptar humildemente las suyas:
tal deberá ser nuestro programa. En esta materia, la verdadera sabiduría es no tener ninguna, y
confiarse sinceramente a la palabra infalible, a la eterna sabiduría, a la ternura inefable de un Dios
amoroso.
Dios quiere ocultarme actualmente algunas de sus voluntades; yo debo considerar conveniente que
me las oculte, sin que me preocupe el motivo. Yo no sé si mi vida será larga o corta, si gozaré de
buena salud o me tendrá postrado la enfermedad; si disfrutaré de la lucidez de mis facultades o se
agotarán antes de tiempo; si me conducirá el Señor a sí por tal o cual camino particular. En este
terreno Dios no cede nada de su absoluta soberanía: se reserva el derecho supremo para disponer de
mi existencia natural y de mi perfección sobrenatural como le plazca, pues es el alfa y la omega de
todas las cosas.
Por tanto, ¿qué debo hacer? Abismarme en la adoración; adorar a Dios, como a principio, sabiduría,
justicia, bondad infinita; echarme en sus brazos como un niño en los de su madre (Sal 130), el cual
se presta dócilmente a todos los movimientos que ella le imprima. ¿Tendríais reparos en acogeros a
los brazos de una madre? Ciertamente que no; porque ninguna madre, si no es un monstruo,
traiciona la confianza de su hijito. Ahora bien: ¿quién, si no Dios, ha puesto en el corazón de la
madre la ternura, la bondad y el amor? Y mejor diré: estas virtudes de la madre no son más que un
pálido reflejo de la bondad, la ternura y el amor que hay en Dios. Él mismo se compara a una
madre. «Aunque una madre pudiera olvidarse de su hijito, yo jamás me olvidaré de vosotros» (Is
49,15). Pues bien: ora me lleve la voluntad divina por caminos espaciosos, sembrados de rosas, o
por los ásperos, donde no encuentre sino espinas punzantes, será siempre la adorable y amorosa
voluntad de Dios, de mi Dios.
Pero yo sé que esa voluntad desea mi santidad, que la procura siempre, empleando en ello su poder
y guiada por el amor. Además de los medios que estableció oficialmente para conducirme a la
perfección, como los sacramentos, la oración y las virtudes, el Señor tiene otros particulares para
grabar poco a poco en mi alma la forma de santidad que se propuso. Lo que a mí me conviene, en
este terreno oculto, es abandonarme completamente a su operación, dejándome conducir con fe,
confianza y amor; porque todo lo que procede de Dios, goces o penas, luz o tinieblas, consuelos o
aridez, todo me es provechoso, ya que «todo concurre al bien de aquellos que Él llama a la
santidad» (Rom 8,28).
Esto es lo que decía el Señor a su fiel sierva santa Gertrudis: «Haz un acto de abandono a mi
voluntad, dejando la disposición de todas las cosas a mi beneplácito, desprendiéndote de ti misma
con aquella obediencia que me hizo exclamar: ¡Padre mío, no se haga mi voluntad, sino la tuya!
Estáte dispuesta a recibir tanto lo próspero como lo adverso de manos de mi amor, que para tu
salvación te envía estas cosas; une en todo tus sentimientos a los de mi Corazón. Es mi amor quien
te proporciona días de bienestar y alegría, en atención a tu debilidad, y para que levantes tus ojos y
esperanzas hasta el cielo. Recibe estas alegrías con reconocimiento, uniendo tu gratitud a mi amor.
Pero es también mi amor quien te prepara ratos de amargura y tristeza, para hacerte merecer eternos
tesoros: acéptalos uniendo tu resignación a mi amor».
2. Actos de celo que desea sean practicados con los hermanos del monasterio: el respeto
El celo verdadero no cae nunca en semejantes excesos; no se deriva del afán de imponer a los otros
los conceptos personales de perfección, o de la seguridad de haber cumplido todo deber, ni de
ímpetus inconsiderados y violentos, sino del amor de Dios, puro, humilde y manso. Veamos cómo
debemos practicarlo según los deseos del gran Patriarca.
San Benito reduce a tres las formas del buen celo del monje con sus hermanos: respeto, paciencia y
prontitud en servirlos.
Ante todo exige un mutuo respeto: «Dense muestras recíprocas de honor» (RB 72); expresión
tomada de san Pablo: «Anticipándoos unos a otros en señales de honor» (Rom 12,10). Algunos se
imaginan que el respeto se opone a la libre expansión del amor, siendo así que ambos sentimientos
se concilian a maravilla: el respeto es la salvaguarda del amor. Somos personas consagradas a Dios;
tal es la primera fuente del mutuo amor: «Ruego por éstos –decía Jesús, al Padre, aludiendo a los
Apóstoles– porque son tuyos» (Jn 17,9). Jesucristo amaba a sus discípulos porque como más
próximos a Él, lo estaban también al Padre. Nosotros somos todos «uno» (Jn 17,21; 1 Cor 10,17) en
el cuerpo místico de Cristo; todos hemos sido llamados a una misma vocación monástica, y así
debemos amarnos mutuamente.
Sin embargo, como la vocación al cristianismo y a la religión nos da, ante todo, a Dios y a
Jesucristo, y como quiera que nuestras almas son templo del Espíritu Santo, síguele que debemos
respetar a Dios en el prójimo. La caridad fraterna, por viva que sea, no debe degenerar nunca en
amistades particulares; porque la familiaridad excesiva, lejos de reforzar los lazos del afecto, los
destruye; en vez de conservar la caridad, la enfría. Debemos amarnos sobrenaturalmente, como
indica nuestro Padre con estas palabras: «Amemos a los hermanos con amor casto» (RB 72). No
permite que los monjes se llamen uno a otro meramente por su nombre, sino que se añada a éste un
apelativo honorífico (RB 63); exige que los más jóvenes rodeen a los ancianos de la veneración que
reclama su edad, y determina qué palabras deben usar como tratamiento (RB 63). En estas
prescripciones se manifiesta el profundo espíritu religioso que guía al santo Patriarca en todos y
cada uno de los capítulos de su Regla.
No permitamos jamás que criatura alguna, por santa que sea, nos aparte, ni aun por poco tiempo, del
único objeto de nuestro amor; y rompamos inexorablemente con todo afecto sensible o demasiado
natural. Nuestro corazón es insaciable en el amor; pero, por estar consagrado al Esposo divino, no
puede ya mendigar a la criatura la manera de saciarle.
¿Querrá esto decir que no podemos amarnos, siquiera entre los miembros de la familia monástica?
¿Nos consideraremos como abstracciones unos a otros? No, en manera alguna; podemos amarnos
real y profundamente, pero en Dios y por Dios; nuestro amor recíproco debe ser sobrenatural, y así
será puro y de fuerza irresistible. Jesucristo, nuestro divino modelo, tenía sus amistades: amaba con
afecto humano a su madre, a san Juan, a los amigos de Betania, Lázaro, Marta y María, a sus
discípulos; ante la tumba de Lázaro no puede contener las lágrimas, tanto que, viéndolo los judíos,
no pueden menos de exclamar: «Ved cuánto le amaba» (Jn 9,36).
Nuestras afecciones deben ser un reflejo de las suyas; Él mismo dijo: «Amaos mutuamente como yo
os he amado» (Jn 13, 4). Sus amores eran divinamente humanos; divinos en su origen y móvil,
humanos en su expresión.
Conocemos también la ternura con que san Pablo escribía a sus discípulos de Filipos; les llama «su
gozo y su corona» (Flp 4,1); les declara que los lleva en el corazón, y apela al testimonio de Dios
sobre la ternura con que los ama. Empero el Apóstol encontraba el secreto de este amor, nos lo
asegura él mismo, «en el corazón de Jesucristo» (Flp 1,7-8).
Cuando un alma ha llegado a un tan alto grado de desprendimiento, que Dios lo es todo para ella,
ama con santa libertad, porque sus afectos, radicados en Dios, sirven para aumentar en ella la
caridad. Lo vemos en santa Teresa. Al principio de su vida espiritual le echa en cara el Señor que
ama demasiado a las criaturas; pero cuando más tarde está despegada de ellas, el divino Maestro le
hace sentir de nuevo, aunque sobrenaturalmente, los pretéritos amores. Nos maravilla, en verdad, la
exquisita ternura que muestra en sus cartas, la cual, sin embargo, según es fácil observar en mil
detalles y expresiones, tiene su origen en Dios [Cfr. Vida, c. XXIV y XXVII; Cartas 180, 227 y
312; Historia de Santa Teresa, por los Bolandistas].
También la correspondencia epistolar de san Anselmo con sus amigos rebosa esta ternura; sería
difícil encontrar en nuestros tiempos efusiones parecidas a las que vierte en sus cartas el santo
doctor; pero esta gran alma pertenecía por entero a Jesús, y esos tesoros de afecto para con sus
hermanos los sacaba de su amor al Verbo encarnado.
También nosotros debemos amarnos sinceramente, con verdad, con ardor; pero ese amor debe
provenir de Dios, depender de Dios y ordenarse a Dios.
3. La paciencia
La segunda forma del buen celo es la paciencia recíproca: «Los hermanos tolerarán pacientemente
sus flaquezas físicas y morales» (RB 72). Nadie está exento de defectos; aun las almas que más
sinceramente buscan a Dios, los más cercanos a Él, que son objeto de gracias particularísimas,
tienen sus imperfecciones. «Dios les deja estas flaquezas –dice san Gregorio– para mantenerlas en
la humildad» [Diálogo, l. III, c. 14. P. L., LXXVII, col. 249]. Extrañarse de semejantes debilidades
acusa poca experiencia; inquietarse por ello, denota que somos aún imperfectos; sólo los santos
comprenden estas miserias y, sobre todo, las compadecen. Nuestros defectos pueden acaso
agravarse por la educación, por hábitos viciosos, por las enfermedades que son el cortejo de la
vejez; pueden dar lugar a naturales antipatías; a veces la sola vista de una persona es causa de
aversión, de desagrado.
¿Cómo echar un velo sobre estas cosas? ¿Cómo impedir que se enfríe el corazón y aparezca el
disgusto exteriormente? Sólo una caridad ardiente puede realizar el milagro de hacernos vencer a la
naturaleza y amar a nuestros hermanos como son, hombres de carne y hueso.
¿No es así como Dios se porta con nosotros? Él nos ama personalmente tal como somos; nos estima
con las cualidades particulares que tenemos, con todo cuanto de Él recibimos en bienes de gracia y
de naturaleza, con todas las debilidades y defectos de que adolecemos. ¡De qué misericordiosa
paciencia no dio muestras cuando éramos todavía sus enemigos «hijos de ira»! (Ef 2,3). Si entonces
nos hubiera tratado con rigor de justicia, ¿dónde estaríamos ahora? Y ¡cuántas veces nos ha
perdonado! ¡Con qué magnanimidad enteramente divina nos ha esperado, como el padre, del hijo
pródigo, iluminándonos en las tinieblas, tolerando nuestras resistencias, abriéndonos los brazos en
cuanto hemos vuelto a Él!
Nuestro Padre san Benito nos da un admirable ejemplo de esta paciencia y benignidad; porque su
alma grande, perfectamente santa y tan unida a Dios, estaba saturada de indulgencia y compasión.
El ideal más grato a su corazón y presentado como modelo al abad es el del buen Pastor (RB 2 y
27). No siempre el abad se cuida de almas heroicas. Como el buen pastor, como el patriarca Jacob,
cuya conducta evoca el Santo, no debe fatigar al rebaño con marchas excesivas; sino que será
discreto con aquellos a quienes más difícil es el progresar (Gén 33,13; RB 64). Debe «odiar los
vicios, pero amando a los hermanos» con un amor lleno de dulzura; porque «debe anteponer la
misericordia a la justicia» (RB 64); y esforzándose él mismo por mantenerse en un alto grado de
virtud, debe inclinarse hacia aquellos que ascienden lentamente, para sostenerlos, no sólo con el
ejemplo, sino también con sus estímulos y su caridad.
¡Y qué condescendencia no muestra el Santo con los delincuentes! No se escandaliza ni se altera
jamás; como médico caritativo, acude a todos los medios para salvarlos, «para consolar al culpable,
inquieto y turbado, para sostenerlo y que no sucumba por la excesiva tristeza» (RB 27). Sólo
cuando se ha evidenciado, por la inutilidad de sus esfuerzos y la ineficacia de la oración para el
delincuente, que la voluntad de éste se obstina en el mal, es cuando se decide a apartarle de la
comunidad (RB 28). Hasta entonces todo lo soporta; quiere que se franquee la puerta al fugitivo
hasta tres veces, con tal que muestre sincero arrepentimiento (RB 29). Ya no cabe imaginar mayor
condescendencia. Recordemos también con qué tiernas prevenciones, con qué solicitud maternal
atiende a los niños y a los ancianos (RB 37); con qué amor tan ingenioso quiere que se soporte y
cuide a los enfermos (RB 36). Podríamos decir que ninguna otra regla monástica exige a los que la
practican una paciencia tan perfecta.
«¿Habráse leído, en lo tocante a generosidad compasiva, algo que se le pueda comparar? Ya
podemos hojear todos los documentos de la tradición, aun mucho después del siglo VI, cuando la
disciplina eclesiástica se mostró más indulgente con la debilidad humana; no encontraremos nada
que supere o iguale a la amplitud misericordiosa del gran Patriarca. Sólo quizás algunas almas
extraordinariamente grandes, como san Agustín o san Gregorio, recibieron en suerte un tesoro tan
abundante de condescendiente caridad.
Se dice que la Regla benedictina es un resumen, «un misterioso compendio» del Evangelio, y que
éste se reduce a una sola palabra: caridad. Empero, se puede decir de la Regla benedictina que lo
resume y abrevia en muchísimos puntos, compendiándolo todo en la compasión» [D. G. Morin, El
ideal monástico y la vida cristiana en los primeros siglos, c. X.].
La Regla es verdaderamente en este punto un eco fiel del Evangelio; conviene, en efecto, observar
que donde san Benito habla de la caridad fraterna, siempre recuerda las palabras de Jesucristo (RB
27; 36 y 53). Nuestro amable Salvador es el más completo modelo de esta paciencia. Nos dice
especialmente con palabras terminantes que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Y el
evangelista le aplica el bello texto de Isaías, texto que el Patriarca refiere al abad: «No quebrará la
caña hendida, y no apagará la mecha humeante» (Mt 12,20; Is 19,3 y RB 64).
En vez de sofocarla, espera pacientemente, espera la hora de la gracia, la hora en que de esta mecha
vacilante brotará una llama de amor puro, como sucedió a la Magdalena, a la Samaritana y a tantos
otros. Él demostró una bondad compasiva para todas las miserias humanas, aun para aquellas más
deformes a sus divinos ojos, las del pecado. Y ¡qué paciencia tan admirable no demostró con los
discípulos! Los ve muchas veces contender entre sí, descubriendo su ambición; los encuentra
titubeantes en la fe, impacientes, hasta el punto de rechazar a los niños de la presencia del Maestro
(Mt 19,3); aun después de la Resurrección tiene que reprenderlos por su dureza de corazón, por los
reparos que ponen en creer (Mc 16,14; Lc 24,25), no obstante la multitud de milagros y prodigios
obrados en su presencia. Es un admirable modelo de paciencia, la cual llegó hasta el extremo de
soportar en su compañía al traidor que había de venderlo el día de su pasión.
¿De dónde proviene tanta paciencia del Corazón de Cristo? De su amor: ama a sus discípulos
porque ve en ellos el núcleo de aquella Iglesia por la que venía a dar su sangre: «Amó a la Iglesia y
se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,25); y porque los ama, los tolera en su compañía con infinita
mansedumbre.
He aquí nuestro modelo: tengamos siempre los ojos fijos en Él, y, a su ejemplo, aprenderemos a ser
mansos y humildes de corazón. En vez de escandalizarnos por los defectos del prójimo, veremos en
cada uno de los hermanos todo cuanto de bueno y de noble puso Dios en él, y soportaremos de buen
grado, con gran paciencia, todas sus imperfecciones de carácter, todas sus miserias físicas.
Sabremos convivir con los hermanos; en la recreación, por ejemplo, por gravoso que se nos haga
este ejercicio de la vida común, no nos dispensaremos de él con pretextos inútiles, antes bien,
aportaremos a él un espíritu de cordialidad, que alegre a nuestros hermanos; es ésta una magnífica
ocasión para que la caridad fraterna se exteriorice en todas sus formas. No consideraremos tampoco
severamente las excepciones concedidas a otros; si nosotros no necesitamos esas dispensas, no por
eso las juzgaremos como concesiones a la molicie, ni censuraremos a los superiores que las
conceden en la mesa, en el trabajo, en las recreaciones.
«Tened –diremos con san Pablo– entrañas de misericordia, como elegidos de Dios que aspiran a la
caridad y son amados del Señor; revestíos de benignidad, humildad, modestia, paciencia,
tolerándoos recíprocamente» (Col 3,12-13). ¡Qué razón tiene el Apóstol al juntar la humildad y la
paciencia! El que es humilde no se tiene a sí mismo por perfecto; no es exigente con los demás; no
descubre las debilidades del prójimo para criticarlas con malignidad y dureza; no tiene aquel «celo
amargo» que, naciendo en el alma del sentimiento de la propia perfección, se mantiene fácilmente
imperioso e intransigente para con los demás. La paciencia es hija de la humildad, como el orgullo
es frecuentemente causa de la impaciencia. [Es lo que repetidas veces decía a santa Catalina de
Siena el Padre eterno. (Diálogo, en diversos lugares, especialmente en el Tratado de la obediencia)]
Por tanto, «os ruego –añade san Pablo– os comportéis con humildad y dulzura, con paciencia,
soportándoos caritativamente y esforzándoos en conservar la unidad del Espíritu de amor en el
vínculo de la paz» (Ef 4,2-3).
La razón que da el Apóstol para estas exhortaciones, es que todos somos una cosa en Cristo,
miembros de su místico cuerpo. «Debemos, pues, conllevarnos unos a otros, a imitación de nuestra
cabeza, el Señor Jesucristo, que dio su vida por cada uno; para que, por la caridad, que hace de
todos un solo corazón, podamos unánimemente glorificar con una misma boca al mismo Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15,11).
«Soportando –continúa el Apóstol– cada uno el peso de los demás, cumpliremos toda la ley de
Cristo» (Gál 6,2). «Esta caridad» humilde y paciente, que es «vínculo de perfección, será para
nosotros fuente de dones celestiales, porque nos aporta con abundancia el «don por excelencia de
nuestra común vocación, la paz de Cristo Jesús»: «Sobre todo mantened la caridad, la cual es el
vínculo de la perfección; y que triunfe en vuestros corazones la paz de Cristo, paz divina a la que
fuisteis asimismo llamados para formar todos un solo cuerpo» (Col 3, 14-15).
7. Diversos actos de celo para con las almas que viven en el mundo
Por naturaleza el celo es ardiente y tiende a difundirse. Del claustro se propaga al exterior, en
múltiples manifestaciones, que no podemos pasar en silencio, pues pertenecen a nuestra historia y
son parte intangible e inalienable de nuestras más puras tradiciones.
Vimos que el tiempo sobrante del oficio divino san Benito lo consagra al trabajo manual y a la
lectio divina.
Entre los trabajos manuales figuraba, como la misma Regla lo da a entender (RB 33), la
transcripción de manuscritos: copiar un manuscrito era tan meritorio como sembrar un campo o
ejercer un oficio.
[Los monjes se dedicaron a este trabajo con una admirable alteza de miras, transcribiendo con el
mismo fervor, animados de la obediencia, tanto las sagradas Escrituras y las obras de los santos
Padres como los clásicos de la Antigüedad profana. En sus bibliotecas se encuentran juntas las
obras de Cicerón y Tito Livio con las Epístolas de San Pablo, los Tratados de Agustín y las
Homilías de san Gregorio. Muy a propósito puede leerse el discurso de E. Babelon, miembro
distinguido del Instituto, pronunciado en septiembre de 1910, con motivo del milenario de Cluny:
«Hay una clase de actividad a la cual se dedicaron los monjes, que ella sola basta para asegurarles el
reconocimiento de todos, mientras el mundo perdure. Ellos nos transmitieron, a través de los siglos,
el inestimable tesoro de la literatura antigua. Los monjes de la Edad Media son el anillo de enlace
entre la Antigüedad y el espíritu moderno. Gracias a ellos, en la normal evolución de la inteligencia
humana, no hubo ruptura completa, una solución que llevaría la civilización al abismo, retrasándola
por varios siglos... Sin el tesoro literario de griegos y romanos faltaría a la cultura moderna su
principal fundamento; ¿y quién podría calcular las consecuencias de semejante catástrofe?»]
Poco a poco, por evolución natural, que tiene su origen en la misma Regla y que se acentúa al ser
promovidos al sacerdocio los monjes, el trabajo intelectual sustituye al manual, dando lugar a
intensa actividad de vida intelectual y de civilización cristiana. Numerosos monjes cultivaron la
ciencia para defender la verdad contra sus adversarios, o para esclarecerla y guiar las almas por los
caminos de perfección.
Citemos a san Gregorio Magno, san Beda el Venerable Alcuino, Rabano Mauro, Anselmo,
Bernardo, Ludovico Blosio, Mabillon y Marténe; y entre nuestros contemporáneos, a Dom
Guéranger, Dom M. Wolter, Mons. Ullathorne y Mons. Hedley. Como sapientísimos doctores,
como teólogos o eruditos, como ascetas de vasta y sana doctrina prestaron servicios incalculables a
la Iglesia. El estudio científico de la sagrada Escritura, de los Padres de la Iglesia, de la liturgia, de
la historia eclesiástica y monástica: todas estas manifestaciones de celo y actividad están
justificadas por la más antigua y constante tradición, intérprete de la santa Regla [Cfr., Dom
Mabillon, Tratado acerca de los estudios monásticos, y el precioso libro de Dom Besse, Le moine
bénédictin]; en el claustro hallaron y hallan todavía fervientes cultivadores, que siempre pusieron
sus talentos al servicio de la Iglesia y de las almas.
También la educación de la juventud tiene un lugar sobresaliente en la serie de obras del celo
monástico. Uno de los monjes más grandes del pasado siglo, Dom Mauro Wolter, la declaraba
como confiada especialmente a los monjes, según se desprende de la misma Regla. Con razón la
llama «una antigua y tradicional misión» [La vie monastique, ses éléments essentiels, c. VI. Cfr.,
Dom Berlière, o. c.]. No se trata de grandes colegios que absorben toda la actividad de la abadía;
sino de escuelas poco numerosas y por ende favorables a una educación esmerada, que permite al
mismo tiempo a los que a ellas se dedican observar la vida regular del cenobio benedictino.
Otra forma de celo apostólico, cuidadosamente guardada por los hijos de san Benito es la
hospitalidad; la Regla le dedica uno de los más hermosos capítulos en el cual el Santo revela toda la
grandeza de su alma, elevándose sobre toda consideración mezquina, para abrazar a todos los
hombres en la caridad de Jesucristo. Uno de los más graves reproches que el Verbo encarnado hacía
a los fariseos, era el de anteponer sus tradiciones humanas a los preceptos más explícitos de la ley
divina, sobre todo de la caridad. Religiosos puede haber que, por mezquina comprensión de la
clausura, pretenden excluir del monasterio a sus hermanos que viven en el mundo.
Pero, ¿no sería el mismo Jesucristo el excluido en la persona de sus prójimos? Él ha dicho: «Lo que
hagáis con el más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hacéis» (Mt 25,40). Principio sobrenatural,
que es el punto de partida del bienaventurado Padre, tan penetrado del espíritu evangélico [Sabido
es cuánto insiste san Pablo sobre el deber de la hospitalidad; véase Rom 12, 13; Tit 1,8; 1 Tim 5,10,
y Heb 13,1-2]. Él desea ciertamente que sus hijos eviten el contacto con el mundo; pero sabe
también que los monjes son cristianos, y el fundamento del verdadero espíritu cristiano es, no
solamente el amor de Dios, sino también el del prójimo. Así, pues, quiere que, lejos de cerrar la
puerta del monasterio a los pobres, a los peregrinos, a los huéspedes, «se reciban cuando se
presentan, como si fuera el mismo Cristo en persona, pues nos dirá un día: Huésped fui y me
recibisteis» (RB 53). Ordena, además, que todos sean tratados con mucho honor y caridad; y llega
su condescendencia hasta permitir que, por el huésped, quebrante el superior el ayuno, si no es de
precepto eclesiástico.
Los verdaderos hijos de san Benito, imitando el ejemplo de su Padre, no temen acoger en el
monasterio a Cristo en la persona de los huéspedes. Santa Teresa se burla graciosamente de aquellos
que, durante la oración, evitan cualquier movimiento por temor de interrumpir su unión con Dios
(Vida, c. XV, I).
[Véase especialmente El castillo interior, 5 Moradas, c. III, 11: «Cuando yo veo almas muy
diligentes a entender la oración que tienen, y muy encapotadas cuando están en ella, que parece que
no se osan bullir, ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción
que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y
piensan que allí está todo el negocio. No, hermanas, no; obras quiere el Señor; y si veis una enferma
a quien podáis dar algún alivio, no se os dé nada de perder esta devoción y compadeceros de ella; y
si tienen algún dolor, os duela; y si fuere menester lo ayunéis porque ella lo coma, no tanto por ella,
sino porque el Señor lo quiere. Esta es la verdadera unión con su voluntad»].
Proporcionalmente se puede decir lo mismo del que, so pretexto de interior recogimiento, pretende
excluir del claustro a los huéspedes; sin saber lo que es la caridad y demostrando un pietismo frágil
y sin base. La experiencia ha comprobado que cuando la hospitalidad monástica se ejerce con
espíritu de caridad verdadera, con las debidas precauciones prescritas por san Benito, los monjes,
lejos de sufrir detrimento con estas visitas de Cristo, han recibido, por el contrario, por causa de
ellas, abundantes bendiciones, ya que han reconocido al Huésped divino al partir el pan (Lc 25,35).
Este amor al prójimo, fruto del verdadero amor de Dios, llevó a los monjes, de una manera
ineludible, a ocuparse directamente en la cura de almas; es éste uno de los más fecundos aspectos
del celo monástico.
El lugar habitual y normal del monje es su monasterio: aquí fue donde «se escondió con Cristo»
(cfr., Col 3,35) el día de su profesión monástica, su segundo bautismo; y es aquí donde realiza
diligentemente la obra de su santificación. «El monasterio es el taller donde debe trabajar» (RB 4),
y por esto san Benito quiere que en la clausura del monasterio encuentre el monje lo necesario para
la vida y para el trabajo [Ibid., cap. 56. Cfr., lo dicho en la conferencia: La familia cenobítica].
No obstante, si observamos los ejemplos mismos de nuestro bienaventurado Padre y las mejores
tradiciones de la Orden, veremos que esta vida claustral o reclusa, no debe entenderse en sentido
demasiado absoluto y exclusivo. San Benito era un perfecto imitador de Jesucristo, quien, ante todo,
era adorador del Padre; razón por la que nuestro Padre quiere no antepongamos ninguna obra al
opus Dei. Pero no olvida que Jesucristo es el Salvador de los hombres, que les predicó durante tres
años y que derramó por ellos hasta la última gota de su sangre; y he ahí por qué también san Benito,
tan impregnado del verdadero espíritu cristiano, quiso que nos dedicásemos a la salud del prójimo.
Nos dice en la Regla que el abad debe «enseñar a los monjes, más con ejemplos que con palabras, y
que su conducta esté en consonancia con lo que enseña» (RB 2). Y san Gregorio asegura que la vida
del santo Patriarca fue un comentario auténtico de su Regla [Diálogo, l. II, c. 36: «El santo varón no
podía menos que acomodar a sus enseñanzas su vida»].
Ahora bien: ¿qué echamos de ver en él, respecto de lo que vamos tratando? El varón de Dios, dice
san Gregorio, «instruía en la fe a muchos de la vecindad con continuas predicaciones» [Ibid., c. 8.].
Y en otro lugar nos cuenta el gran Papa que «en las cercanías del monasterio había un poblado
cuyos habitantes fueron en su mayor parte convertidos por san Benito a la fe» [Diálogo, c. 19]. El
santo evangelizaba, por tanto, a las poblaciones vecinas; y leemos también que «muchas veces»,
mandaba a los monjes a instruir a unas religiosas que moraban a cierta distancia del monasterio.
Lo que san Benito enseñó a sus monjes con su ejemplo y con su palabra, las más bellas tradiciones
monásticas lo consagraron con uso constante a través de los siglos [Cfr., L’apostolat monastique, de
Dom Berlière. o. c.]. Sin mermar la integridad de la vida común, ni faltar a las exigencias
sustanciales de la estabilidad, la orden benedictina ejerció aquel apostolado fecundo que tantas
naciones convirtió al Evangelio y tan copiosamente dilató el reino de Cristo.
Nadie negará la filiación benedictina de aquellos grandes monjes, celosos del bien de las almas, que
se llamaron san Gregorio, san Agustín de Cantórbery y sus compañeros, san Bonifacio, san
Anscario, san Wilibrordo, san Adalberto y, en tiempos más recientes, monseñor Marty, Mons.
Polding, Mons, Ullathorme, Mons. Salvadó [Mons. Polding y Mons. Ullathorne, monjes ingleses,
fundaron en el siglo XIX la iglesia católica de Australia; Mons. Salvadó, benedictino de San Martín
de Compostela, la de Nueva Nursi, y Mons. Marthy fue el apóstol de los indios norteamericanos] y
tantos otros «hombres ilustres en obras y palabras, según expresión de dom Guéranger, santos
preclaros de la orden monástica, grandes religiosos, cuya vida estuvo imbuida del espíritu de
nuestro gran Patriarca, transcrita en su santa Regla» [Notions sur la vie réligieuse et manastique
(Solesmes, 1888)]. El celo de que estuvo animada toda la vida de estos grandes monjes da nuevo
lustre a la santidad monástica; ellos fueron, además, las glorias más puras de un pasado
extraordinariamente fecundo para la Iglesia.
Una de las características más notables de la vida de estos grandes monjes fue su adhesión sin
límites a la Iglesia apostólica y romana [De estos grandes monjes podría decirse lo que G. Kurth
escribía de san Bonifacio: «En ninguna parte de su correspondencia como en sus cartas a los
soberanos Pontífices se nos revela su grandeza de carácter. De sobra es conocida la devoción, la fe
y la ternura de corazón con que se dirigía a la Sede de san Pedro. Nada estimaba tanto aquí en la
tierra como la Cátedra Romana, y toda la gloria que ambicionaba consistía en ser ministro fiel del
Vicario de Jesucristo»].
Esta adhesión a la cátedra de san Pedro «fue siempre para nuestros Padres prenda de vitalidad y de
gloria. Dondequiera que estuviese el monje benedictino, se le consideraba siempre como el
representante de la influencia romana. La presencia de Agustín en Inglaterra, de Wilibrordo en
Frisia, de Bonifacio en Alemania y de Adalberto en los países eslavos, obedece siempre a un
mandato de Roma: es Roma la que los envía, bendice sus iniciativas, fomenta sus esfuerzos y
consagra sus éxitos.
Después de haber cooperado a la gran obra litúrgica de Roma y de haber llevado, con la fe romana,
la civilización hasta los extremos de Europa, la orden monástica (cuyo poder estaba entonces
concentrado en la congregación de Cluny) fue llamada a una misión aún más grande. Identificada
enteramente con los destinos de Roma, dará a la Iglesia, inspirará y sostendrá por todos los medios
a los grandes Papas de los siglos XI y XII, heroicos defensores de su santidad e independencia [Cfr.,
Mons. Baudrillart, Cluny et la Papouté, discurso pronunciado en las fiestas del milenario de Cluny,
1910].
«Desde aquella época, y por diversas causas, su acción decae sobremanera. Con todo, es un hecho
constante y significativo que los Papas no han cesado de protegerla, realzarla y unirla a sí, como
miembros principales a su cabeza, según la expresión de nuestro san Gregorio VII [Epist. 69, P. L.,
CXVIII, 420.]. Nosotros mismos conocemos de sobra las simpatías de los últimos Papas por nuestra
Orden. El colegio internacional de san Anselmo, en Roma, se debe a la munificencia
verdaderamente regia de León XIII, de gloriosa memoria.
Sin hablar de otros hechos, recordemos que la Iglesia romana ha pedido a los monjes de la
congregación francesa que pongan a su disposición los admirables trabajos realizados en la
restauración de la música sagrada, para provecho de toda la asamblea cristiana; así como también ha
encomendado a los hijos de san Benito la revisión crítica de la Vulgata. Son éstas señales todas de
una confianza singular. «Sepamos corresponder siempre fielmente; recordemos en todo tiempo que
el monje, para ser fiel a su misión, debe juzgarse y mostrarse hombre de san Pedro, servidor e hijo
sumiso de la santa y apostólica Iglesia de Roma».
¿De dónde sacaban este celo? ¿Dónde encontraron estos santos monjes la virtud de transformarse,
cuando la obediencia o los acontecimientos los reclamaban, en grandes apóstoles y admirables
hombres de acción? ¿Dónde bebieron aquel ardor irresistible, aquella fortaleza generosa e
indomable para aceptar las fatigas, afrontar la lucha y sufrir todas las penalidades por extender el
reino de Jesucristo? El amor de Dios y de Cristo fue el hogar que alimentó la vivísima llama de su
celo.
San Bernardo, gran monje y apóstol admirable, escribe: «Es propio de la verdadera y pura
contemplación que el alma abrasada en el fuego divino se inflame en un celo tan ardiente y en un
deseo tan vehemente de dar a Dios corazones que le amen, que abandone voluntariamente el reposo
de la contemplación por los trabajos de la predicación. Después, ya satisfecho su ardor, torna la
contemplación con tanta mayor presteza cuanto con mayor fruto recuerda haberla interrumpido. Y
de nuevo, después de gustar las dulzuras de la contemplación, vuelve con renovado vigor a la
conquista de otras almas para Dios» (In Cantica, Sermo LVII, q. P. L. CLXXXIII, col. 1.054).
[Dice también: «Que la caridad comunique ardor a tu celo» (In Cantica, Sermo XX, 4. Ibid., col.
868). «Limitarse a brillar es vano: a arder, es poco; la perfección consiste en arder y brillar
juntamente» (Sermón para la Natividad de san Juan Bautista, 3. Ibid., col. 399)].
Así pensaba también san Gregorio: «Si es muy bueno disponer la vida de modo que pase de la
acción a la contemplación, no lo es menos hacer que el alma retorne de la vida contemplativa a la
activa; el celo de que se empapó en la contemplación impele a cumplir mejor las obras de la vida
activa» [In Ezech., l. II, homil. 2, núm. 11, Cfr., también ibid., l. I. homil. 5, núm. 12.].
Santa Teresa habla de la misma manera: «¡Oh caridad de los que verdaderamente aman a este
Señor, y conocen su condición! ¡Qué poco descanso podrán tener si ven que son un poquito de parte
para que un alma sola se aproveche y ame más a Dios, o para darle algún consuelo, o para quitarle
de algún peligro! ¡Qué mal descansará con este descanso particular suyo! Y cuando no puede con
obras, con oración, importunando al Señor por las muchas almas que da lástima de ver que se
pierden. Pierde ella su regalo, y lo tiene por bien perdido; porque no se acuerda de su contento, sino
de cómo hacer más la voluntad del Señor» (Fundaciones, V, 5).
[Bien merece los honores de la lectura todo este singularísimo capítulo. Indaga en él la Santa «de
qué procede el disgusto, que por la mayor parte da cuando no se ha estado mucha parte del día muy
apartados y embebidos en Dios, aunque andemos empleados en esotras cosas (de obediencia)». Tal
disgusto, opina la Santa, proviene de dos razones: «la una y muy principal, por un amor propio, que
aquí se mezcla, muy delicado, y así no se deja entender, que es querernos más contentar a nosotros
que a Dios». «La segunda causa, que me parece causa este sinsabor, es que como en la soledad hay
menos ocasiones de ofender al Señor… parece ande el alma más limpia». A continuación demuestra
la Santa cómo de suyo no es suficiente esta causa, y lo fácil que es ilusionarse en esta materia.
También santa Catalina de Siena descubría al Padre eterno cómo «se engaña a sí misma el alma, por
el amor propio, aunque espiritual, que se profesa personalmente» (Diálogo, El don de la
conformidad con Cristo, c. XXXIX)].
Para nosotros, que debemos hacerlo todo por obediencia, el ejercicio exterior del celo está limitado
por la clase de actividad señalada al monasterio, por las tradiciones, por circunstancias especiales y,
sobre todo, por las órdenes del abad; empero cada uno en el oficio que le señalaron debe trabajar en
conocer y amar a Dios, en ser apóstol de Jesús. Por más que debemos procurar y amar la soledad, el
recogimiento, la vida oculta, conviene también, cuando la obediencia nos impone oficios y cargos,
dentro y fuera del monasterio, que los desempeñemos bien; pues no es separarse de Cristo el darse
por obediencia a sus miembros, antes al contrario: cuanto hagamos por amar a nuestros hermanos –
a sus hermanos–, a Cristo mismo lo hacemos. Esto es lo que ha dicho el que es Verdad infalible y
único origen de nuestra perfección.
8. Este santo celo tiene su principio en el amor a Jesucristo: «que en modo alguno antepongan
nada a Cristo»
Es el mismo san Benito quien nos inculca esta doctrina fundamental, de que el verdadero celo nace
del amor de Dios y de Cristo. Cuando indica las formas o aspectos que presenta el ejercicio del celo
con los hermanos, el gran Patriarca junta en la misma página de la santa Regla tres preceptos que se
refieren a la práctica del mismo. De nuevo repite, como si quisiera resumir su idea primordial, antes
de despedirse, «que temamos a Dios, amemos al abad con amor sincero y humilde, y no
antepongamos nada al amor de Jesucristo». La pasión por los derechos de Dios, supremo Señor, la
obediencia a quien le representa, y el amor a Cristo, son las fuentes más límpidas y puras que
alimentan el celo.
Es innecesario insistir sobre los dos primeros puntos, pues ya hemos demostrado su importancia en
la vida del monje. Insistiremos sólo, como lo hace nuestro bienaventurado Padre, sobre la última
frase del capítulo «del buen celo», con la que cierra la santa Regla: «Los monjes no prefieren nada a
Cristo» (RB 72). Consideremos por algunos momentos el amor absoluto que debemos tener a
Jesucristo.
Nuestro corazón, todos lo sabemos, ha sido criado para amar; es una necesidad natural, y, por tanto,
o amaremos al Criador o a la criatura. ¿No dijo el Señor que no podemos servir a dos amos?
Además, este amor será tanto más ardiente cuanto más profunda sea nuestra capacidad de amar.
Ahora bien: dice nuestro Padre que es necesario que tenga Cristo la preferencia absoluta en nuestro
corazón: «Que nada prefieran a Cristo». Subrayemos el significado absoluto de estos términos
omnino nihil. ¿Por qué tanta fuerza de expresión? Porque nuestras almas están consagradas a
Cristo; el día de nuestra profesión perdimos el derecho de consagrarlas a las criaturas. Dios permite
a las personas seculares –dejando a salvo el orden esencial de la finalidad– una división en su amor;
no les exige para Él un amor entero, completo, dominador. Pero nosotros juramos amar a Dios
únicamente, buscar a Él sólo y, en cuanto a las criaturas, únicamente en Él. Le dijimos: «Señor, sois
tan grande, poderoso y bueno, que sólo Vos podéis colmar las aspiraciones de mi alma y las
necesidades más íntimas de mi corazón; por eso os quiero a Vos sólo, y vivir de Vos solamente».
Semejante acto de fe es sumamente agradable a Dios, y lo hicimos generosamente el día de la
profesión monástica. Debemos vivir siempre a la altura de esta fe, y como se trata de algo harto
difícil al corazón humano –por cuanto Dios en su naturaleza inmaterial está por encima de nuestras
facultades–, para mantenernos en su amor necesitamos una ayuda objetiva, concreta y tangible.
Dios conoce esta necesidad y la satisface mediante la Encarnación. El Verbo encarnado es Dios
visible y viviente entre nosotros; y amándole a Él, amamos a Dios mismo. He aquí por qué debemos
a Jesucristo un amor absoluto, ardiente e incesante.
¿Cómo manifestaremos este amor? Primeramente procurando conocer al Salvador y familiarizarnos
con su persona, su obra y sus misterios. Todo lo que le pertenece debe interesarnos, y no para
fomentar un conocimiento fríamente intelectual, sino para que sea origen de oración. Cuanto más le
conozcamos en esta forma, tanto más nos aficionaremos a Él.
Al contemplar la persona y misterios de Jesús, debemos, ante todo, estar animados del sentimiento
de admiración. Es, en efecto, un excelente modo de honrar los misterios de Jesús «estar delante de
Dios con grande admiración y silencio, considerando sus bondades y obras maravillosas… En esta
clase de oración, no se trata de tener muchas ideas, ni de grandes esfuerzos; estamos delante de
Dios, nos admiramos de las gracias que ha derramado sobre nosotros; y repetimos, sin proferir
palabra, cientos y cientos de veces, lo del salmista: Quid est homo? (Sal 8,5) ¿Qué es el hombre
para acordarse de él? Y el alma se abisma admirando y reconociendo en silencio, mientras dura esta
dichosa feliz disposición. Esta admiración es amor; porque el primer efecto del amor es admirar lo
que se ama, mirarlo una y otra vez con complacencia, no querer perderlo nunca de vista.
Este modo de honrar a Dios lo tuvieron siempre los santos. Así, vemos a David exclamar: «¡Qué
admirable es tu nombre! ¡Qué grandes e innumerables tus dulzuras!» Éste es también el cantar de
los santos del Apocalipsis: «¿Quién no te temerá, Señor? ¿Quién no ensalzará tu nombre? Pues eres
el solo santo». Después el alma enmudece por no saber cómo expresar la ternura, el respeto, el gozo
que siente por Dios. «Hubo un silencio en el cielo por espacio de media hora»; silencio admirable,
que no puede prolongarse en medio de nuestra vida tumultuosa y agitada» [Bossuet, Elévations sur
les mystéres, XVIII semana, elev. 11ª].
A nuestro Señor le place este modo de honrarle en sus misterios. Él mismo nos dio ejemplo al
«ensalzar con santo entusiasmo» y contemplar las divinas perfecciones de su Padre y sus
maravillosos designios: «Manifestó un extraordinario gozo a impulsos del Espíritu Santo» (Lc
10,21).
En esto nos ayuda muchísimo la liturgia, pues es el mismo Espíritu Santo quien pone en nuestros
labios las fórmulas más apropiadas para engrandecer y ensalzar a Dios. Las expresiones litúrgicas
varían según los misterios, pero hay algunas que debemos recitar cada día y aun repetidas veces con
fervor constantemente renovado, que es especialmente agradable a Dios: «Creo en ti, Jesucristo,
Hijo del Padre, Dios de Dios, luz de luz, consubstancial al Padre y por quien todas las cosas han
sido creadas; que por nosotros bajaste del cielo y te encarnaste… Que subiste a los cielos y estás
sentado a la diestra de tu Padre; y cuyo reino no tendrá fin» [Credo de la Misa]. Santa Teresa
escribe que, al recitar estas últimas palabras del Credo, «casi siempre me es particular regalo»
[Camino de perfección, c. XXII, 1. Obras completas, ed. del P. Silverio, O.C.D.].
Podemos también entresacar del Gloria estas exclamaciones: «Gloria a ti, único Hijo del Padre; te
alabamos, te adoramos, te glorificamos; tú, que borras los pecados del mundo, óyenos; tú que te
sientas a la diestra del Padre, compadécenos, pues eres el solo santo, el solo Señor, el solo altísimo,
Jesucristo con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre».
Bellas son también las alabanzas del Te Deum. «Eres el Rey de la gloria, Cristo, Hijo eterno del
Padre; para librar al hombre bajaste al seno de una Virgen; vencida la muerte, abriste el reino de los
cielos a los creyentes; estás sentado a la diestra de Dios en la gloria del Padre; creemos que vendrás
a juzgarnos; concédenos a los que redimiste con tu sangre ser partícipes con los santos de tu gloria».
Otras veces nos dirigiremos al Padre. «Padre santo y justo, que dijiste: He glorificado al Hijo y de
nuevo le glorificaré (Jn 12,28), manifestad siempre esta gloria que Jesús posee desde antes de la
creación del mundo» (Jn 17,5). «Porque Él se anonadó hasta la muerte de cruz, ensalzad y
glorificad más y más este nombre que le diste, que es superior a cualquier otro nombre, y haz que
ante Él toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en los infiernos; que toda lengua proclame
que tu hijo Jesús, Señor y Dios nuestro, vive y reina en tu gloria con vuestro común Espíritu» (Flp
2,7-11).
Todas estas alabanzas, cuando antes de pasar por los labios han pasado por el corazón, son otros
tantos actos con los cuales expresamos nuestro amor a Jesús; y si frecuentemente los renovamos,
conservan este amor en el alma.
Esta admiración y este amor los demostraremos prácticamente, gozándonos de estar con frecuencia
en la compañía de Jesús. Cuando el corazón rebosa de amor a una persona, el pensamiento está
siempre ocupado en ella. Ahora bien: nosotros encontraremos a Jesús en todas partes y siempre que
queramos: en el oratorio, en el sagrario, en la celda, en el santuario de nuestra alma. Le
contemplaremos como le vieron sus contemporáneos: como los pastores y los Magos en el Pesebre,
como las gentes que le seguían por los caminos, como Marta y María en Betania, o los discípulos en
el Cenáculo; encontraremos al mismo Cristo que hablaba a la Samaritana junto al pozo de Jacob y
le decía: «¡Si conocieses el don de Dios!» (Jn 4,10); al mismo que curaba a los leprosos, que
calmaba las tempestades; al mismo Jesucristo, Hijo del Padre, nuestro Salvador y Redentor,
sabiduría y santidad nuestra. Lo encontraremos en la plenitud de su omnipotencia suprema, en la
superabundancia infinita de sus méritos y satisfacciones, en la misericordia inefable de su amor.
Y este contacto que la fe establece entre él y nosotros aportará a nuestras almas ayuda, luz, fuerza,
paz y alegría: «Venid a mí y os aliviaré» (Mt 11,28). Como es un amigo fiel, misericordioso y
magnífico, nos acoge para llevarnos a su Padre y hacernos partícipes, entre santos y beatíficos
esplendores, de su gloria eterna de Hijo único, objeto de las infinitas complacencias.
La señal más cierta de nuestro amor será que procuremos cumplir en todas las cosas su voluntad y
la de su Padre: «Aquel –decía El mismo– que cumpla la voluntad de mi Padre es para mí como un
hermano, una hermana, una madre» (Mt 12,50). Y en otro lugar: «Si me amáis, guardaréis mis
mandamientos» (Jn 14,15). El que ama procura en todas las formas ser agradable al amado; y
¿cómo lo seremos a Jesús si no nos esmeramos en cumplir, con ardiente fervor, la voluntad del
Padre, que es también la suya? Se encarnó para revelárnosla y darnos gracia para cumplirla; nada
hay más grato a su Corazón que el poder decirle: «Yo siempre hago lo que os place» (Jn 8,29).
Al recibir, pues, todos los días en la comunión a Jesús, digámosle: «Señor Jesús, Verbo encarnado,
en quien creo con todo el corazón: porque me has amado, a Ti me entrego de todas veras; pero,
¿qué podré darte que te sea grato?» Sin duda alguna que por respuesta el Maestro nos dirá que
alabemos en Él y por Él al Padre, del cual procede todo don; que procuremos hacer la voluntad del
Padre, en unión con Él, Hijo bendito del Padre; que reproduzcamos en nosotros los sentimientos
que tuvo en la tierra de reverencia y amor a su Padre, de caridad a nuestros hermanos, y de aquella
obediencia y humildad de que estaba llena su alma. No hay medio más seguro de agradar a Jesús
que manifestarle el amor absoluto que Él solo merece.
Por este amor fervoroso, ferventissimo amore, seremos almas de celo ardiente, tal como las desea
nuestro santo Patriarca. Consagrándonos con generoso ardor a este ejercicio, estaremos seguros de
realizar el deseo expresado por san Benito al fin del capítulo del buen celo: «Que Cristo, objeto
supremo de nuestro amor, nos conduzca a la vida eterna».
Nota
El fundador de la congregación beuronense, dom Mauro Wolter, monje docto y piadoso, cuyo
espíritu monástico se había formado en las fuentes más puras, resume sus enseñanzas sobre el
apostolado monástico diciendo: «El monje es, por excelencia, hijo de Dios y su vasallo; … así,
pues, cuando un monje o todo el ejército monacal son llamados por el Rey o su Iglesia, se lanzan
con ardor a la empresa; y, por recia que sea la lucha, su invencible empuje decide la victoria…
Dispuestos para todas las obras de celo, despreciando toda mundana consideración, sirven a la
Iglesia con tal magnanimidad, firmeza y valor que, al verlos combatir, se reconoce la fortaleza
misma de Dios y el poder del Espíritu Santo.
Así salió del claustro esa admirable falange de apóstoles, confesores, doctores y mártires, cuyas
obras contribuyeron a conservar y multiplicar la grey cristiana. Animados de este celo,
innumerables legiones de monjes emprendieron este trabajo, sacrificando su propia vida y
coronándola con la efusión de su sangre. Con el Evangelio en una mano y en la otra la Regla,
penetraron en las regiones más apartadas, y, agregando siempre nuevos pueblos a la familia
cristiana, fundaron, extendieron y reafirmaron el reino de Cristo en casi todo el mundo» [La vie
monastique, ses principes essentials, 131 y sigs.].
Dom Mauro Wolter fue discípulo de dom Guéranger, quien le ayudó en la redacción de las
Constituciones de la congregación de Beuron. El ilustre restaurador de la Orden benedictina en
Francia escribía en sus Notions sur la vie religieuse et monastique (Solesmes, 1882), destinadas a la
instrucción de los novicios: «Aunque la vida monástica busca en primer término el separarse del
mundo, no piensen los monjes alcanzar la perfección de su estado si les falta el celo hacia el
prójimo, tanto en las intenciones como en el obrar… La vida monástica tiende a acercar el hombre a
Dios, por medio de la abnegación y del amor, y cuanto más el monje se compenetre del espíritu de
su vocación, tanto más se excita en él este celo por la salvación de las almas, que es el grande y
eterno deseo de Dios, por el cual envió al mundo a su Hijo.»
«Los hermanos deben tener presente que no deben hacerse monjes exclusivamente para conseguir
su propia perfección, sin cuidarse para nada de la perfección de los demás. Nada sería tan contrario
a la caridad, que es el distintivo de los discípulos de Jesucristo, como esta mezquina preocupación
de sí mismo que moviera al monje a cerrar los ojos a las necesidades de los que son sus hermanos…
Pensando, pues, en lo que les espera al consagrarse a Dios por la profesión, prepárense para las
obras de celo que la obediencia podrá encomendarles, sea dentro o fuera del monasterio, ya
trabajando por esclarecer la verdad con escritos destinados al público, ya ejerciendo el ministerio de
la predicación y la administración de los sacramentos… Encomienden insistentemente a Dios las
obras de celo que se practiquen en la Orden, pidiendo al Señor las acepte y bendiga, sea que
respecten al interior, o se refieran al público… sea, por último, que se encaminen directamente al
gran objeto que es la salvación de las almas. Pidan frecuentemente que crezca la Orden a gloria y
servicio de Dios, con personas relevantes en obras y palabras, como tantos ilustres santos monjes
que se hicieron todo para todos y sirvieron útilmente a la Iglesia y a las almas. Estos religiosos
fueron, con sus obras y vida, viva expresión del espíritu de nuestro santo Patriarca, tal como lo
infundió en la santa Regla».