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Jesucristo, Ideal Del Monje

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BEATO COLUMBA MARMIÓN, OSB

Jesucristo, ideal del monje

Fundación GRATIS DATE


Pamplona, 2018

Título original: «Le Christ idéal du moine» (90.º millar), Les Editions de Maredsous, 1947.
Tomado de: «Jesucristo, ideal del monje», Editorial Litúrgica Española, Barcelona, 1956

Nota: Los párrafos que aparecen entre [corchetes] no son texto de Dom Marmión, sino Notas del
traductor a pie de página.
Índice

Dom Columba Marmion (1858-1923)


Introducción

I Parte
Exposición general de la Institución Monástica

I.– Buscar a Dios. Importancia del objeto de la vida humana


1. «Buscar a Dios», objeto de la vida monástica
2. En todas las cosas
3. A Él sólo
4. Frutos de esta busca
5. Jesucristo, modelo perfecto del que busca a Dios
Nota. Cómo se busca a Dios, según San Bernardo

II.– En pos de Jesucristo.


A causa del pecado, el «buscar a Dios» toma el carácter de «retorno a Dios», el cual se efectúa
siguiendo a Jesucristo
1. Cristo es el camino, por su docrina y por su ejemplo
2. Es el Pontífice supremo que nos une a Dios
3. La fuente de la gracia de donde hemos sacar los auxilios necesarios
4. Estas verdades son aplicables a la perfección religiosa: Jesucristo es el «religioso» por excelencia
5. La Regla de San Benito está impregnada de estas verdades: su carácter «cristocéntrico»

III.– «Creemos que el Abad ocupa en el monasterio el lugar de Cristo»


El monje debe buscar a Dios siguiendo a Cristo en la sociedad cenobítica, cuya autoridad reside en
el Abad
1. El Abad, representante de Cristo, debe imitarle como pastor
2. Como pontífice
3. Debe brillar por su discreción
4. Por su bondad
5. Actitud del monje respecto de su Abad: amor humilde y sincero
6. Docilidad de espíritu
7. Obediencia de acción

IV.– La familia cenobítica


Relaciones entre los miembros de la familia monástica, actividad y carácter de su vida
1. Relaciones jerárquicas entre el abad y los monjes
2. Actividades propias de la familia monástica: la oración
3. El trabajo. Espíritu que debe informarlo
4. La observancia de la vida común
5. Relaciones mutuas entre los miembros de la familia cenobítica
6. Estabilidad en el monasterio

II Parte. Punto de partida y doble carácter de la perfección monástica

V.– «Ésta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe». La fe en la divinidad de Cristo,
fundamento de la vida monástica
1. La fe vence al mundo
2. Cómo esta victoria es preciosa y de qué vida es preludio
3. La fe es también el principio de la perfección monástica y de la luz deífica con que debe
resplandecer la vida del monje, como desea San Benito
4. Firmeza que la fe comunica a la vida interior
5. Ejercicio de la virtud de la fe y gozo de que ella es origen

VI.– La profesión monástica


1. La profesión monástica es una inmolación cuyo modelo es la oblación de Jesucristo
2. Tiene carácter de holocausto
3. Unión con la oblación que Jesucristo hizo de sí mismo
4. Bendiciones de Dios al que hace los votos religiosos
5. Necesidad de mantenerse fiel a las promesas juradas

VII.– «Los instrumentos» de las buenas obras


1. Por qué San Benito compara la vida monástica a «un taller espiritual»
2. Instrumentos que da para salir aventajados
3. Cómo debemos usarlos: diversas etapas
4. La operación divina en el trabajo ascético
5. El amor, móvil supremo de esta empresa
6. Frutos de una vida guiada por el amor
7. Energía perseverante requerida para alcanzar el fin

A. El desprendimiento (Reliquimus omnia)

VIII.– La compunción del corazón.


1. La compunción, medio eficacísimo de evitar el pecado, es un sentimiento habitual de contrición
2. Lo que dicen los santos y la Iglesia enseña
3. Lejos de ser incompatible con la confianza y gozo en dios, la compunción los reafirma
4. Nos da fuerzas contra las tentaciones
5. Cómo debemos resistir a la tentación
6. Medios de conseguir la compunción: la meditación frecuente de la pasión de Cristo

IX.– La renuncia de sí mismo


1. La expiación del pecado incumbe, por motivos diversos, a Cristo y a los miembros de su cuerpo
místico
2. Cómo se ejercita la renuncia: mortificaciones impuestas por la Iglesia
3. Mortificaciones anejas a la vida común y a la práctica de los votos
4. Mortificaciones que sugiere la buena voluntad y condiciones esenciales que requiere San Benito
5. La abnegación y renuncia no son sino medios: su valor depende de la unión con los
padecimientos de Cristo

X.– La pobreza
El alma que busca a dios debe necesariamente renunciar a toda criatura y ante todo a los bienes
materiales
1. Qué exige San Benito respecto a la pobreza individual
2. Cómo debemos esperar recibirlo todo del Abad
3. El ejercicio de la pobreza, inseparable de la virtud de la esperanza
4. Cristo, modelo de pobreza: carácter íntimo de su vida
5. Especiales bendiciones que Dios concede a los pobres de espíritu

XI.– La humildad
El orgullo es uno de los mayores obstáculos a las efusiones divinas: lo descarta la humildad
1. Necesidad de la humildad
2. Cómo la considera San Benito y lugar preeminente que le asigna en la vida interior. Naturaleza
de esta virtud
3. El fundamento de la humildad, según Santo Tomás y San Benito, es la reverencia a Dios, a la
cual el santo patriarca une la más completa confianza
4. Grados de humildad establecidos por San Benito; los dos primeros se refieren también a los
simples cristianos
5. Grados esencialmente monásticos
6. Humildad exterior: su necesidad y sus grados
7. Cómo la humildad se concilia con la verdad y se asocia a la confianza
8. El fruto más precioso de esta virtud es disponer principalmente al alma para la abundancia de
efusiones divinas y la caridad perfecta
9. Medios de alcanzar esta virtud: la oración, la contemplación de las divinas perfecciones y la
meditación de las humillaciones de Jesucristo
10. Cristo asocia al alma humilde a sus celestiales exaltaciones

XII.– El bien de la obediencia


La expresión práctica de la humildad es para el monje la obediencia
1. Cristo conduce de nuevo la humanidad al Padre por su obediencia; el cristiano debe asociarse a
esta obediencia para llegar a Dios
2. También para el monje la obediencia es el camino que le lleva a Dios
3. Elevado concepto que tiene San Benito de la obediencia
4. Por qué la denominan un «bien»: «bonum obedientiæ»
5. Cómo esta virtud es medio infalible para adquirir la perfección
6. Cualidades que exige San Benito en el ejercicio de esta virtud: la fe
7. Vivir conforme al juicio ajeno. Fecundidad y grandeza de la obediencia guiada por la fe
8. La obediencia debe apoyarse en la esperanza
9. San Benito quiere que proceda principalmente del amor
10. Desviaciones de esta virtud; por qué San Benito condena con tanto ardor la murmuración
11. Cuidado que se ha de poner en ser perfectamente obediente
Nota

B. La vida de unión con Cristo


(...et secuti sumus te)

XIII.– La «obra de Dios», alabanza divina


Dios todo lo hizo para su gloria; cómo el oficio divino procura esta gloria a Dios; San Benito lo
llama con razón «la obra de Dios»
1. Fundamento principal de la excelencia del oficio divino: el cántico del verbo en el seno del Padre
y en la creación
2. El Verbo encarnado legó a su esposa, la Iglesia, la misión de perpetuarlo
3. La Iglesia encomendada a almas escogidas la parte más importante de esta misión
4. El oficio divino se convierte, mediante la palabra y el corazón del hombre, en el himno de toda la
creación
5. Es un homenaje especial de las virtudes de fe, esperanza y caridad
6. Reviste un esplendor particular cuando lo acompaña el sufrimiento: «sacrificio de alabanza»

XIV.– El Oficio divino, medio de unión con Dios


El «opus Dei», o la divina alabanza, es también un medio de unión con Dios y de santificación
1. Proporciona excelentes fórmulas de plegaria e impetración
2. Nos hace practicar muchas virtudes
3. Es el mejor medio de unirnos a Cristo
4. Disposiciones indispensables: preparación inmediata; intenciones por las que debe recitarse el
oficio
5. Actitud del alma. Durante el oficio divino; respeto, atención y devoción
6. Exhortación final

XV.– La oración monástica


1. Importancia de la oración en la vida monástica
2. Cualidades que exige en ella San Benito; necesidad de la preparación
3. Carácter de la oración monástica en la vía purgativa
4. Carácter de la oración monástica en la vía iluminativa
5. Cómo el «opus Dei» es fuente pura de fecunda luz
6. Estado de oración en la vía unitiva
7. Medios que da San Benito para mantenernos en la vida de oración
8. Cómo esta vida debe constituir el estado normal del religioso en el claustro; frutos preciosos que
produce
Nota

XVI.– El espíritu de abandono


El espíritu de abandono es una de las más puras formas del amor
1. Fundamento objetivo: la voluntad divina
2. En la Regla de San Benito se inculca de modo especialísimo
3. Cómo se practica
4. Es virtud especial para momentos de prueba
5. Es un homenaje muy grato a Dios
6. Singulares gracias que de él provienen al alma

XVII.– El buen celo


La vida de oración y de abandono en Dios es fuente de buen celo
1. San Benito condena primeramente el celo malo
2. Actos de celo que desea sean practicados con los hermanos del monasterio: el respeto
3. La paciencia
4. Prontitud en prestar servicios
5. Diversas faltas contrarias a la caridad
6. El celo debe extenderse a toda la comunidad colectivamente
7. Diversos actos de celo para con las almas que viven en el mundo
8. Este santo celo tiene su principio en el amor a Jesucristo: «que en modo alguno antepongan nada
a Cristo»
Nota

XVIII.– «La paz de Cristo triunfe en vuestros corazones»


El don de la paz resume en nosotros todas las obras de Cristo: la paz corona la armonía toda de la
existencia monástica
1. Qué es la paz: la tranquilidad en el orden
2. Cómo nos conformaremos al orden divino
3. Es inalterable la paz que el alma encuentra en Dios
4. San Benito lo ha ordenado todo en su regla para hacernos hallar la paz

Índice
Dom Columba Marmion (1858-1923)
Han corrido cuatro lustros desde que este gran monje y gran plasmador de monjes, gran asceta, gran
teólogo, celoso director de almas grandes e insuperable maestro de ascetismo, apóstol del verbo y
de la pluma, desapareció, con sus deficiencias humanas, del escenario de la vida. Pero, aun así,
sobrevive –y perdurará mucho tiempo en la tierra– su personalidad característica y prócer, al modo
que viven los que, consagrados a Dios, le sirvieron a Él y a su Iglesia «por la virtud, por la acción y
por la pluma», dice su biógrafo.
A nosotros nos interesa de momento subrayar la supervivencia de Dom Marmion precisamente en la
obra de su pluma, sin que podamos del todo sustraernos a la exigencia editorial de recordar los
rasgos característicos y más salientes de su existencia terrena.
Por su origen y por su formación, la personalidad del Abad de Maredsous hubo de ser riquísima,
amplia, compleja y contrastada. Tuvo padre irlandés y madre francesa.
Guiaron los primeros pasos de su formación cristiana e intelectual los Padres Agustinos. Pasó a los
diez años a un centro regentado por la Compañía de Jesús. Desde los diecisiete se decidió por la
carrera sacerdotal, en su Seminario de Dublín, bajo la férula de los hijos de san Vicente de Paúl; y
fue a terminarla, con el más brillante de los éxitos, en el Colegio irlandés, mientras hacía en la
Ciudad Santa –como él decía de otros– la verdadera educación del corazón y del alma, que era la
que en su vida de apóstol más le había de valer.
Del irlandés, había en su vida, y trasciende a sus obras, inteligencia aguda, viva imaginación,
riqueza de sensibilidad y exuberancia de eterna juventud. El francés le dio clarividencia de espíritu,
visión neta de las cosas y facilidad extraordinaria de expresión, siquiera en el manejo de la lengua
gala no brille siempre un depurado aticismo.
La vocación religiosa parece haber nacido, en el futuro hijo de san Benito, ya antes de sus ensayos
en el ministerio sacerdotal, y en sus años mozos de colegial romano, de la visión y algún rápido
contacto con nuestro monje apóstol de Australia, Reverendísimo P. Rosendo Salvadó.
Novicio él, y monje muy luego en el naciente monasterio de Maredsous, de la congregación
Beuronense, tuvo por padre, y maestro, y amigo, al que la singular perspicacia de León XIII, por
aquellas mismas calendas, elegía por primer abad primado de toda la Orden Benedictina y creador
del Colegio –Universidad– de san Anselmo en Roma.
Y cuando Dom de Hemptinne no pudo seguir simultaneando sus oficios de abad de Maredsous y
primado de la Orden en Roma, su colaborador de muchos años pasó a ser su sucesor en la Abadía
belga.
Entonces Dom Columba, que de la nobleza de su familia tenía como divisa Serviendo guberno
(Sirviendo gobierno) la concreta en el mote sacado de la Regla Prodesse magis quam preesse
(Mejor servir que señorear. RB 64,8).
Queda dicho, y place repetirlo: toda la vida de Dom Marmion, vida intensísima y pasmosamente
variada, es una vida al servicio de Dios en las almas, y al servicio de la Iglesia. Profesor, director de
conciencias, apóstol de comunidades protestantes, troquelador de almas selectas como la de Dom
Pío de Hemptinne, confidente y confesor de prelados como el Cardenal Mercier, organizador de
nuevas fundaciones como las de las abadías de Maredret y la congregación Benedictina belga. Pero,
no; nuestro autor tiene su biografía. No tenemos por qué repetirla, sólo podemos ya espigar muy
pocas palabras más acerca del escritor.
Había pasado la vida leyendo siempre, y estudiando la Escritura, los Padres, la Liturgia, y
enseñando Teología, sobre todo y singularmente a Cristo. Y sólo en los últimos años decidióse a
escribir para el público. Mas, cuando lo hizo, ni salió novicio en el arte, ni tomó temas nuevos. La
Teología que siempre profesara, mejor dicho, que siempre viviera, la Escritura, la Liturgia de que
estaba imbuido, y Cristo, de quien, cual otro san lo, era apasionadamente enamorado,
presentáronsele exigentes, imprecisos, desbordantes. Y de los puntos de su pluma salió la teología
perennis, el dogma intangible, con luces de novedad, ante la cual los teólogos se inclinaron con
aplauso unánime, los legos y los sin-estudio se deshicieron todos en lenguas de bendiciones.
Fuera de numerosas cartas de dirección espiritual, que se ha intentado reunir, notas de Ejercicios, y
el delicioso conjunto de conferencias especiales para las vírgenes consagradas al Cordero, que
forman el tratadito Sponsa Christi, la obra de Dom Marmion es una y trina: un tríptico, una trilogía
consagrada a Cristo: Jesucristo, vida del alma, Jesucristo en sus misterios, Jesucristo, ideal del
monje.
Todos cuantos han analizado teóricamente los tres libros de Dom Marmion, y cuantos los han
prácticamente gustado y utilizado en su vida a espiritual, en la lectura, en la meditación y formación
de las almas, coinciden en ver la unidad del plan y desarrollo de las que aparecen como tres obras,
y, con efecto, sirven y pueden leerse cada una por separado. No hacemos más que indicar esta idea
de unidad dentro de la progresión y complemento del conjunto.
La persona de Cristo es la que en los tres libros representa el primero y mejor papel del conjunto, y
eso da la principal unidad de la obra, la cual sigue siendo una, porque, en sus tres tratados, basa toda
la vida espiritual sobre el conjunto orgánico del dogma cristiano; una, porque, de la primera a la
última de sus líneas, está impregnada del mismo perfume de oración en que el piadosísimo Autor
respiraba; una, porque va toda ella tejida en la misma trama viva de las Sagradas Escrituras, para
derramar en las almas la paz, el gozo y la confianza que las transporta a una atmósfera del todo
sobrenatural, y de la plenitud de la vida interior las impulsa a la acción.
Y no insistimos. ¿Quién no conoce, de oídas siquiera, estas obras ascéticas del Abad de Maredsous?
¿Los libros de que se servía Benedicto XV en sus meditaciones y para «su propia vida espiritual»?
¿Los que Pío XI regalaba a su sobrina en la canastilla de bodas?
Esos son –esa obra– los que por fin vemos íntegramente vertidos en nuestra lengua. Y sobre todo,
éste, Jesucristo, ideal del monje, que, a diferencia de sus hermanos mayores, sale por vez primera
entre nosotros, es el que nos reclamaban, insistente, ansiosa, casi angustiosamente, comunidades
religiosas de todas las observancias, seminarios, casas de formación, clero, asociaciones y
particulares.
Es que cada vez vamos siendo todos más unos. Vamos sabiendo que la Regla de san Benito es la
madre, base y sustento ele casi todas las reglas religiosas, y ella hermana de la única que le es más
antigua. Vamos creyendo a Bossuet, que nos descubrió cómo san Benito hizo el mejor compendio
del Evangelio conocido en la Iglesia. Como que, en fin de cuentas, ni en el Derecho, ni en la
Teología, ni en la Historia, monje es otra cosa que religioso, ni religioso otra cosa que cristiano lo
más perfecto posible… Las reglas y medios y consejos de la perfección monástica son los que
necesariamente han de guiar a cuantos religiosos y seglares –clérigos y simples fieles– quieran
practicar la ascesis cristiana, vivir vida de espíritu, santificarse.
Para todos ellos nuestra ofrenda de esta edición. Para todos ellos –esperamos –las pródigas
bendiciones que desde el cielo viene derramando nuestro venerable Dom Marmion sobre sus demás
lectores.

Esto escribíamos cuando prologábamos la primera edición española. Ahora, al presentar esta
tercera, cuidadosamente corregida, sólo nos resta dar rendidas gracias a Dios por el éxito con que se
ha dignado colmar nuestros anhelos de entonces, y suplicarle que siga multiplicando el número de
quienes gusten de abrevar sus almas en las fuentes fecundantes de doctrina, que nuevamente
ofrecemos al público de alma española.
Abadía de Samos (España). –Solemnidad de san Benito, 11 de julio de 1956.
Mauro, Abad de Samos

Introducción
Jesucristo es el sublime ideal de toda santidad; el divino ejemplar que el mismo Dios presenta para
que le imiten sus escogidos. La santidad cristiana consiste en una sincera y completa adhesión a
Cristo por la fe; y en el desarrollo de esta fe mediante la esperanza y la caridad: ella cristianiza
nuestra actividad, por el influjo del Espíritu de Jesucristo; porque Jesucristo, Alfa y Omega de todas
nuestras obras, informa nuestra propia vida como participación de la suya: Mihi vivere Christus est.
«Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21). Esto lo hemos demostrado en una primera serie de
conferencias titulada Jesucristo, vida del alma, sirviéndonos de pasajes del Evangelio y de las
Epístolas de san Pablo y de san Juan.
Lógicamente, estas verdades dogmáticas pedían una exposición concreta de la existencia misma del
Verbo encarnado, que se hizo visible a nuestras miradas sensibles mediante los estados, misterios,
actos y palabras de la santa humanidad de Jesús. Las obras realizadas por Cristo durante su vida en
este mundo son a la vez modelo que imitar y fuente de santidad. De ellas fluye constantemente una
virtud poderosa y eficaz que sana, ilumina y santifica a quienes se ponen en contacto con los
misterios de Jesús, animados del sincero deseo de ir siguiendo sus huellas. Ya hemos presentado al
Verbo encunado bajo este aspecto en la segunda serie de conferencias que titulamos: Jesucristo en
sus misterios.
Mas, aparte de los preceptos que Jesucristo impuso a sus discípulos como condición para salvarse y
como requisito para la santidad esencial, se hallan en el Evangelio algunos consejos que Jesucristo
propone a quienes desean remontarse a las alturas de la perfección: «Si quieres ser perfecto, anda,
vende tus posesiones y ven en pos de mí». (Mt 19,21)
Sin duda alguna no se trata más que de consejo: «Si quieres», si vis, decía el divino Maestro.
Empero, la importancia que atribuye a su observancia se colige bien a las claras de las magníficas
recompensas que tiene prometidas a quien los guarde. Su observancia tiende a una imitación más
completa y eficiente del Salvador. Y porque Él es nuestro modelo y guía, el alma habrá adquirido
esta perfección religiosa cuando se haya identificado con la doctrina y el ejemplo del Verbo
encarnado: «Ven en pos de mí»… «Basta para la perfección del discípulo que sea como el
maestro».
Esto es lo que vamos a exponer en el presente volumen: presentar la divina figura de Jesús como el
espejo en que deben mirarse las almas privilegiadas llamadas a seguir la vida de los consejos
evangélicos; nada tan eficaz como esta contemplación para mover al alma y esforzarla, de modo
que, en todo momento, sea capaz de responder a una vocación tan elevada y tan rica en promesas
eternas.
Mucho de lo que vamos a decir explica la vida religiosa, cual la entendía san Benito; pero es de
saber que para el gran Patriarca la vida religiosa, en lo esencial, no es una forma peculiar de vida al
margen del Cristianismo: es el mismo Cristianismo, sentido y vivido en toda su plenitud, según la
luz del Evangelio: «Guiados por el Evangelio andemos sus caminos». La espléndida fecundidad
espiritual, que, a través de los siglos, ha demostrado la santa Regla, sólo puede explicarse por razón
del carácter esencialmente cristiano que san Benito imprimió a todas sus enseñanzas.
El índice de las conferencias con que encabezamos el libro dará a conocer la sencillez del plan
adoptado. En primer lugar, exponemos, en síntesis general, la institución monástica, tal como la
deben entender los que se sienten llamados a la vida del claustro. Después desenvolvemos el
programa que han de seguir los que se sienten con arrestos para alistarse en esta institución, hasta
llegar a asimilarse su espíritu. Este trabajo de adaptación y asimilación supone dos cosas: el
desprendimiento de lo creado y la unión con Cristo; el desprendimiento es camino que lleva a la
vida de unión: «Todo lo hemos dejado por seguiros» (Mt 19,27). En esto está lo substancial de la
práctica de los consejos evangélicos, el secreto de la perfección.
Al exponer este plan, no hacemos más que reproducir el que seguimos en Jesucristo, vida del alma.
De lo cual no hemos de maravillarnos habida cuenta que la perfección religiosa es de un mismo
carácter sobrenatural que la santidad cristiana.
Quiera Dios que estas páginas sirvan para dar a muchos un conocimiento más exacto de la
naturaleza de la perfección a que son invitados; para hacerles estimar más y más esta vocación tan
menospreciada, por desconocida, en estos tiempos; para estimular a los vacilantes que desoyen la
llamada de la gracia y hacerles triunfar de los estorbos con que tropiezan, dejando a un lado las
naturales afecciones y rompiendo con valentía con la humana frivolidad. Ojalá despierten el
primitivo fervor en los iniciados cuya perseverancia vacila ante la perspectiva del largo camino que
les queda por recorrer; mantengan las resoluciones de los que, fieles a sus votos, ascienden sin
desmayo a la virtud; estimulen, finalmente, a los más perfectos para que, llenos de santa emulación,
colmen sus ansias insatisfechas de santidad.
Esperamos que el Padre celestial reconozca en nuestro humilde trabajo las tradicionales enseñanzas
de sus santos (*), y bendiga nuestros esfuerzos para disponer su campo –Apollo rigavit, «Apolo
regó»–. Entre tanto, le pedimos con todas las fuerzas que esparza a manos llenas la divina semilla y
la haga llegar a plena madurez. Deus autem incrementum dedit, «pero fue Dios quien hizo crecer».
(1Cor 3,6).
Séanle dadas de antemano nuestras más rendidas y filiales gracias.
Dom Columba Marmion
Abadía de Maredsous
11 de julio de 1922,
Fiesta de san Benito.

(*) Entre los autores benedictinos, citamos con preferencia a los que por su vida y doctrina,
acertaron a cristalizar mejor las ideas que desarrolla esta obra. A nadie extrañe, pues, que utilicemos
en particular los escritos de San Gregorio, San Bernardo, Santa Gertrudis, Santa Matilde y del
venerable Ludovico Blosio.

I Parte. Exposición general de la Institución Monástica


I. Buscar a Dios
Importancia del objeto de la vida humana
Al examinar la Regla de san Benito (=RB), claramente se echa de ver que el santo no la presenta
sino como un resumen del Cristianismo, como un medio de practicar en toda su plenitud y
perfección la vida cristiana.
En efecto: vemos que el glorioso Patriarca, ya al comienzo del prólogo a su Regla, declara que
escribe sólo para aquellos que desean volver a Dios bajo el caudillaje de Cristo. Y al finalizar el
código monástico insiste nuevamente en afirmar que propone su cumplimiento a todo aquel que,
«con el auxilio de Cristo, se apresura por llegar a la patria celestial» (RB 73).
La Regla, en su concepto, no es más que un experto guía, y muy seguro, para llegar a Dios. Al
escribirla no pretende san Benito establecer cosa alguna fuera –o al margen– de la vida cristiana; no
asigna a sus monjes fin alguno particular, contentándose con este general de «buscar a Dios» (RB
58). Esto es lo que exige, ante todo, del que llama a las puertas del monasterio con intención de
abrazar la vida monacal; a esta disposición de ánimo reduce todos los otros motivos de vocación, ya
que ella forma como la clave de toda su doctrina y el centro de la vida que quiere ver practicar a sus
hijos. Ése es el objeto que señala, en primer término, a sus monjes, y como tal no debemos jamás
perderle de vista; hemos de examinarlo con frecuencia, y, sobre todo, ajustarnos a él en nuestro
obrar.
El hombre, como sabéis, en sus actos deliberados obra por un fin. Como criaturas libres y racionales
que somos, jamás ejecutamos una acción si no es por algún motivo.
Trasladémonos con la imaginación a una gran ciudad como Londres. A ciertas horas del día, sus
calles son una cadena sin fin de gentes de toda clase social; semejan un verdadero ejército en
maniobras, un mar humano en constante ondulación. Los hombres van y vienen, tropiezan, se
cruzan; todo con gran celeridad –porque time is money, el tiempo es oro–, sin apenas cambiarse un
saludo. Cada uno de estos seres innumerables obra independientemente, persigue un fin particular.
¿Qué buscan? ¿Qué les impulsará a esos millares y millares de hombres que se agitan en la ciudad?
¿Qué fin se proponen? ¿Por qué se dan prisa?
Unos van tras los placeres, otros en pos de los honores: éstos acosados por la fiebre de la ambición,
aquéllos acuciados de la sed de oro; casi todos, en busca del sustento cotidiano. La criatura es para
muchos lo que atrae los afectos del corazón y del alma; de vez en cuando, como perdida en ese mar
inmenso, se desliza la dama que visita el tugurio del pobre; otra vez es la hermana de la caridad la
que se desentiende del barullo de la calle, buscando a Jesús en uno de sus miembros doloridos; o es
un sacerdote que pasa sin ser notado, con el copón oculto sobre el pecho, para llevar el viático a un
moribundo… Mas, de esta inmensa muchedumbre que va en pos de la criatura, son muy pocas las
almas que trabajan únicamente por Dios.
Y, no obstante, lo que da valor a nuestras acciones es la influencia del móvil. Reparad en dos
hombres que emigran juntamente a una región lejana. Ambos a dos abandonan patria, amigos y
familia. Desembarcados en tierra extraña, se internan en el país; expuestos a unos mismos peligros,
atraviesan los mismos ríos, cruzan las mismas montañas e idénticos son los sacrificios que se
imponen. Pero el uno es un mercader dominado por la codicia, el otro un apóstol celoso de las
almas. La mirada humana apenas si nota diferencia de móviles en estos dos hombres; sin embargo,
Dios sabe que media entre ambos un abismo; y este abismo es el móvil, el fin, lo que lo hace
infranqueable.
Dais un vaso de agua al mendigo, una limosna al pobre: si lo hacéis en nombre de Jesucristo, es
decir, por un impulso de la gracia, porque veis en ese pobre a Cristo que dijo: «Todo lo que
hiciereis al menor de mis pequeñuelos, a mí me lo hacéis» (Mt 25,40), vuestra acción es grata a
Dios; y ese vaso de agua, que no es nada, y esa limosna, que es tan poca cosa, no quedará, con todo,
sin recompensa. Por el contrario: depositad un puñado de oro en manos de ese pobre para
pervertirlo, y vuestra acción será abominable.
Así, pues, el móvil por el cual obramos, el fin que en todo perseguimos y que debe orientar nuestro
ser y obrar, es de capital importancia para nosotros.
No olvidéis jamás esta verdad: el valor de una persona se mide por lo que busca, por aquello a que
se aficiona. ¿Buscáis a Dios? ¿Vais a Él con todo el ardor de vuestra alma? Por muy cerca que
estéis de la nada por vuestra condición de criaturas, os eleváis porque os unís al ser infinitamente
perfecto. ¿Buscáis la criatura, y por tanto, satisfaceros de placeres, honores, ambición; es decir, os
buscáis a vosotros mismos bajo estas formas? Entonces, por grande que sea la estima en que os
tenga la gente, valéis lo que esa criatura vale, os bajáis a su nivel; y tanto más os envilecéis cuanto
ésta es más despreciable. Una oscura hermana de la caridad, un simple hermano lego que busca a
Dios, que pasa su vida en humildes trabajos, por cumplir la voluntad divina, es incomparablemente
más grande ante Dios –cuyo juicio es el único que nos importa porque es eterno– que un hombre
colmado de riquezas, rodeado de honores o ahíto de placeres.
Sí, el hombre se mide por lo que busca. Por esto san Benito, que presenta a los secuaces de la vida
monástica como «raza fortísima» (RB 1), exige, del que intenta abrazar esta vida, un motivo tan
sobrenatural y perfecto como es el poseer a Dios: «Si de veras busca a Dios» (RB 58). Pero, me
diréis, ¿qué se entiende por buscar a Dios? ¿Qué caminos conducen a Él? Porque menester es
buscarlo de manera que se le pueda encontrar. Buscar a Dios forma todo el programa: hallarlo y
permanecer habitualmente unido a Él por los lazos de la fe y de la caridad, es toda la perfección.
Digamos, pues, lo que es buscar a Dios: a qué condiciones está sujeta esta búsqueda, y veremos
luego los frutos que redundan en provecho del que en esto se afana. Con el fin que nos proponemos
queda indicada a la vez la senda que nos conducirá a la perfección; pues si buscamos a Dios como
se debe, nada nos impedirá hallarlo, y en Él tendremos todos los bienes.

1. «Buscar a Dios», objeto de la vida monástica


Debemos buscar a Dios.
Pero, ¿buscaremos a Dios en un lugar determinado? ¿No está acaso en todas partes? Ciertamente:
Dios está en la criatura por su presencia, su esencia y su poder. La operación en Dios es inseparable
del principio activo de donde se deriva, y su poder se identifica con su esencia. En todos los seres
obra Dios conservándolos en la existencia (Santo Tomás, II Sentent. Dist., XXXVII, q. I, a. 2.).
De este modo está Dios en las criaturas, puesto que existen y se conservan tan sólo por el efecto de
la acción divina, que supone la presencia íntima de Dios. Pero los seres racionales pueden además
conocer a Dios y amarle, y así poseerlo en ellos con un título nuevo que les es peculiar.
Sin embargo, con esta especie de inmanencia, en manera alguna se satisface Dios respecto de
nosotros. Hay un grado de unión más íntimo y más elevado. No se contenta Dios con ser objeto de
un conocimiento y amor natural por parte de los hombres; sino que nos invita a participar de su
propia vida, y gozar su misma beatitud.
Por un movimiento de amor infinito hacia nosotros, quiere ser para nuestras almas, más que un
dueño soberano de todas las cosas, un amigo, un padre. Desea que lo conozcamos como es en sí,
fuente de verdad y belleza, acá en el mundo bajo los velos de la fe, y allá en el cielo, en la luz de la
gloria; quiere que, por el amor, le poseamos acá abajo y allá arriba como bien infinito y principio de
toda bienaventuranza.
Con este fin, como sabéis, eleva nuestra naturaleza por encima de sí misma, adornándola con la
gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Por la comunicación de su
vida infinita y eterna, Dios mismo quiere ser nuestra perfecta bienaventuranza. No consiente que
hallemos nuestra dicha más que en Sí mismo, ya que es el bien en toda su plenitud, imposible de ser
reemplazado por el amor de la criatura, que es incapaz de saciar nuestro corazón: «Yo mismo seré
tu recompensa grande y magnífica en extremo» (Gén 15,1). Y el Salvador confirmó esta promesa en
el momento en que iba a saldar la deuda con su cruento sacrificio. «Padre, deseo ardientemente que
aquellos que tú me has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para que den testimonio de mi
gloria, y participen de nuestro gozo y sean colmados de tu amor» (Jn 17,24.26).
Este es el fin único y supremo a que debemos aspirar: buscar a Dios, no al de la naturaleza, sino al
Dios de la Revelación. Para los cristianos «buscar a Dios» es ir a Él, no como simples criaturas que
tienden al primer principio y fin último de su existencia, sino más bien tender a Él
sobrenaturalmente, es decir, como hijos que quieren permanecer habitualmente unidos a su Padre
por una voluntad llena de amor, por aquella «misteriosa adhesión a la misma naturaleza divina» de
que habla san Pedro (2 Pe 1,4); es tener y cultivar con la Santísima Trinidad aquella intimidad real y
estrecha que llama san Juan: «sociedad del Padre con su Hijo Jesús, en el Espíritu Santo» (1 Jn 1,3).
A ella se refiere el Salmista cuando nos exhorta a «buscar el rostro de Dios» (Sal 104,4), es decir,
buscar la amistad de Dios, asegurarse su amor, a la manera que la esposa de los Cantares, presa de
las dilecciones del Amado, sorprendía a través de sus ojos toda la ternura que encerraba el fondo de
su alma. Ciertamente, Dios es para nosotros un Padre lleno de bondad, que desea hallemos en Él y
en sus indescriptibles perfecciones, aun acá en la tierra, nuestra felicidad.
Esta es la correspondencia de amor que san Benito quiere ver en sus monjes. Ya en el Prólogo nos
advierte que, «pues Dios se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, abstengámonos de
contristar jamás a Dios con nuestras malas obras y no le obliguemos a desheredarnos algún día
como a hijos rebeldes que no quisieron obedecer a tan bondadoso Padre».
«Llegar a Dios» es el punto de mira que san Benito quiere que tengamos ante la vista. Este objetivo,
talmente como savia exuberante y rica, campea en todos los artículos de la Regla, dándole vida y
energía.
No es, pues, a dedicarnos a las ciencias o las artes, ni a la enseñanza, a lo que hemos venido al
monasterio, si bien el gran Patriarca quiere «que en todo tiempo sirvamos a Dios mediante los
bienes en nosotros por Él depositados» (RB, pról.); desea que sea el monasterio «sabiamente
dirigido por hombres prudentes» (RB 53). Si bien esta recomendación atañe, sin duda alguna,
primeramente a la organización material, pero no impide que también se extienda a la vida moral e
intelectual que debe reinar en la casa de Dios.
San Benito no quiere que enterremos los talentos recibidos de Dios; es más, permite y manda que se
ejerzan diversas artes; y una tradición gloriosamente milenaria, a que no podemos sustraernos, ha
establecido entre los monjes la legitimidad de los estudios y trabajos apostólicos. El abad, como jefe
del monasterio, debe fomentar las diversas actividades monásticas: ocupándose en desarrollar para
el bien común, para el servicio de la Iglesia, para la salvación de las almas y para la gloria de Dios,
las múltiples aptitudes que eche de ver en cada monje.
Con todo, el fin no está en eso. Todas estas actividades no son más que medios encaminados a un
fin, que es algo más elevado: es Dios, buscado por sí mismo, como suprema bienaventuranza.
El mismo culto divino, como diremos más adelante, no constituye ni puede ser el objeto directo de
la institución monástica organizada por la Regla. San Benito quiere que busquemos a Dios por su
propia gloria, porque le amemos sobre todas las cosas; quiere que tratemos de unirnos a Él por la
caridad: este es nuestro único fin y nuestra única perfección. El culto divino deriva de la virtud de la
religión, la más sublime sin duda de las virtudes morales, e íntimamente relacionada con la justicia,
la cual no es teologal. En cambio: la fe, la esperanza y la caridad, las tres teologales infusas, son las
virtudes características de nuestra condición de hijos de Dios: estas virtudes son las que aquí en la
tierra constituyen la vida sobrenatural, las que miran a Dios directamente como autor de la misma.
La fe es como la raíz; la esperanza, el tallo, y la floración y el fruto de esta vida es la caridad.
Ahora bien: esta caridad, por la cual estamos y permanecemos verdaderamente unidos a Dios, es el
fin señalado por san Benito, y aun es la misma esencia de la perfección: «Si de veras busca a Dios».
En este fin estriba la verdadera grandeza del estado monástico, y Él es el que forma su razón de ser,
pues, en sentir el pseudo Dionisio Areopagita, se nos llama «monjes», monos, «solo, único», por
esta vida de unidad indivisible, por la cual sustraemos nuestro espíritu a la distracción de las cosas
múltiples, y nos lanzamos hacia la unidad de Dios y la perfección del amor santo (Cfr. De
Hierarchia ecclesiastica, del pseudo Dionisio).

2. En todas las cosas


La ambición de poseer a Dios: tal es la disposición principal que san Benito exige de los que
solicitan el ingreso en el monasterio; en ella ve una prueba inequívoca de vocación; pero esta
disposición debe extenderse a toda la vida del monje.
El mismo abad debe, en primer lugar, seguir a san Benito, buscar «el reino de Dios» (cfr. Mt 6,33;
RB 2) en la caridad, como prescribe Jesucristo: «debe esforzarse ante todo, en establecer este reino
en las almas que se le han confiado» (RB 2); y toda la actividad material desplegada en el
monasterio, quiere san Benito que vaya encaminada a este fin: «Que en todo sea Dios glorificado»
(RB 57). Porque en todas las cosas el amor todo lo dirige a su gloria.
Ponderemos bien estas palabras: «que en todo», las cuales expresan una de las condiciones de
nuestra busca de Dios. Para que nuestra busca de Dios sea «verdadera», según exige san Benito,
debe ser constante; «que busquemos siempre la faz de Dios». Tal vez haya alguno que objete: a
Dios le poseemos desde el bautismo, y siempre que nos acompaña la gracia santificante.
Ciertamente. Entonces, ¿a qué buscar a Dios si ya le poseemos?
«Buscar a Dios» es permanecer unidos a Él por la fe, adherirnos a Él como objeto de nuestro amor.
Ahora bien: es evidente que esta unión admite una variedad infinita de grados. «Dios está presente
en todas partes», dice san Ambrosio, «pero está más próximo a aquellos que le aman, estando en
cambio, alejado de los que no le sirven» (San Ambrosio, Comment. in Lc 9, 23). Cuando ya hemos
encontrado a Dios podemos continuar aun buscándole, es decir, podemos buscarle más
intensamente, acercamos a Él por una fe más ardiente, por una caridad más exquisita, por una
fidelidad más exacta en el cumplimiento de su voluntad: he aquí por qué podemos y debemos
siempre buscar a Dios, hasta tanto que nos sea dado contemplarlo de una manera inamisible en todo
el esplendor de su Majestad, rodeado de luz eterna.
Si no alcanzamos este fin, arrastraremos una vida inútil. San Benito, en el Prólogo, transcribe y
comenta las palabras del Salmista: «Dios observa a los hombres y mira si hay entre ellos quien
tenga juicio y le busque, pero ellos se desviaron y se han hecho inútiles» (Sal 13,2-3). ¡Qué de
gentes, en efecto, no comprenden que es Dios la fuente de todo bien y el fin supremo de toda
criatura! Esos son seres inútiles, por cuanto han errado la meta desviándose del camino; no
responden a su objeto, a su destino, a su fin: no de otra suerte que el cronómetro que no marcase
exactamente, aunque en él tuviéramos un objeto precioso, esmaltado, una joya de valor, resultaría
completamente inútil, por no servir para el fin a que se destina. También nosotros nos
convertiremos en seres inútiles si no tendemos sin cesar al fin que nos propusimos al venir al
monasterio.
¿Y cuál es este fin? Buscar a Dios, referirlo todo a Él como objeto supremo, cifrar en Él nuestra
felicidad: todo lo demás es «vanidad de vanidades» (Ecl 1,2). De no obrar en esta forma, somos
seres inútiles; de nada nos servirá multiplicar nuestras actividades; aunque causaran la admiración
de los profanos, no pasarían de ser, a los ojos de Dios, actividades de un ser inútil, que no cumple
las condiciones exigidas por su existencia, que no tiende al fin a que le ha predestinado su vocación.
¡Qué horrible es una vida humana inútil! Y sin embargo, ¡cuánta inutilidad hay a veces en nuestra
vida, incluso en la religiosa, por estar ausente Dios de nuestras acciones!
No seamos, pues, de aquellos insensatos de que habla la Escritura, «entretenidos en vanas bagatelas
y fugaces divertimientos» (Sab 4,12). Por el contrario, apliquémonos a buscar a Dios en todas las
cosas: en los superiores, en los hermanos, en todas las criaturas, en los sucesos todos de la vida,
tanto prósperos como adversos.
Busquémosle siempre, para poder siempre aplicar nuestros labios a la fuente de la felicidad;
podemos beber siempre en ella sin temor de ver agotadas sus aguas, ya que, en frase de san Agustín,
«su abundancia sobrepuja a nuestra necesidad». De ellas tiene dicho el Señor que se convertirán,
para el alma fiel, «en un manantial que fluirá hasta la vida eterna» (Jn 4,14).

3. A Él sólo
Nuestro buscar a Dios, para que sea real y sincero, debe igualmente tener la condición de exclusivo.
Busquemos a Dios únicamente: he ahí una condición que considero de capital importancia.
Buscar a Dios únicamente quiere decir, sin duda, buscarlo por sí mismo, por ser quien es.
Subrayemos la palabra Dios: Él, y no sus dones, aun cuando puedan servirnos para mantener
nuestra fidelidad; ni sus consuelos, aunque Dios quiera que gustemos las «dulzuras de su servicio»
(cfr. Sal 33,9), pero no debemos detenernos en estos dones ni aficionamos a estos consuelos. Al
monasterio hemos venido únicamente por Dios; nuestra busca, pues, no sería «verdadera», como
desea san Benito, ni grata a su Majestad, si nos aferrásemos a algo que no fuese el mismo Dios.
Si buscamos a la criatura o nos aficionamos a ella, es como si dijéramos a Dios: «Yo no lo
encuentro todo en ti». Hay gran número de almas que no tienen bastante con Dios: necesitan alguna
cosa más; Dios no lo es todo para ellas; no pueden mirar a Dios cara a cara y decirle con verdad las
encendidas expresiones del Patriarca de Asís: «Dios mío y mi todo» (Florecillas, cap, II; cfr.
Jörgensen, Vida de San Francisco, p, 91); no pueden repetir con san Pablo: «Todo lo tengo por
desperdicio y lo miro como basura, por ganar a Cristo» (Flp 3,8).
No olvidéis esta verdad de suma importancia. En tanto sintamos la necesidad de la criatura y
vivamos apegados a ella, no podemos decir que buscamos a Dios únicamente, ni Dios se nos dará
perfectamente. Si querernos que nuestra busca de Dios sea «sincera», y pretendemos hallarlo
plenamente, debemos desasimos de todo lo que no siendo Dios entorpecería en nosotros la acción
de su gracia.
Esto es lo que enseñan los santos. Santa Catalina de Siena, en su lecho de muerte, llamó cabe sí a su
familia espiritual y le dio sus últimas instrucciones, recogidas por el beato Raimundo de Capua, su
confesor: «El consejo fundamental que les dejó fue éste: el que abraza el servicio de Dios y quiere
de veras poseerlo, debe desarraigar del propio corazón todo afecto sensible, no sólo hacia las
personas, sino hacia todas las criaturas, y tender a su Creador con la sencillez de un amor sin
límites; porque el corazón no puede consagrarse por completo a Dios si no está libre de todo otro
amor y no se entrega a Él con la sinceridad que excluye toda reserva» (Vida, por el beato Raimundo
de Capua).
No de otra manera habla santa Teresa, tan experimentada en el conocimiento de Dios: «Somos tan
caros y tan tardíos de darnos del todo a Dios, que… no acabamos de disponernos. Bien veo que no
le hay con que se pueda comprar tan gran bien (la posesión perfecta de Dios) en la tierra. Mas si
hiciésemos lo que podemos en no nos asir a cosa de ella, sino que todo nuestro cuidado y trato fuese
en el cielo, creo yo, sin duda muy en breve se nos daría este bien».
Muestra a continuación la Santa con ejemplos que muchas veces parece que nos damos del todo a
Dios, mas pronto tornamos poco a poco a alzarnos con lo que habíamos dado: y a este propósito,
concluye: «¡Donosa manera de buscar amor de Dios! Y luego le queremos a manos llenas (a manera
de decir). Tenernos nuestras aficiones, ya que no procuramos efectuar nuestros deseos y acabarlos
de levantar de la tierra, y muchas consolaciones espirituales con esto no viene bien ni me parece que
se compadece esto con estotro. Así que, porque no se acababa de dar junto, no se nos da por junto
este tesoro» del amor divino (Santa Teresa, Vida, cap. XI, I, 2, 3).
Para hallar a Dios, para «no agradar a nadie más que a Él», a ejemplo del gran Patriarca, lo hemos
dejado todo, «deseando agradar únicamente a Dios», dice san Gregorio (Diálogos, lib. II). Menester
es mantenemos siempre en esta disposición fundamental; y únicamente a este precio encontraremos
a Dios. Si, al contrario, olvidando poco a poco esta primera donación, perdemos de vista el fin
supremo; si nos dejamos llevar del afecto a tal persona o criatura, nos engolosinamos con este
empleo o cargo, aquella ocupación o determinado objeto, entonces persuadámonos que jamás
poseeremos a Dios plenamente.
Ojalá pudiésemos decir con toda verdad las palabras del apóstol Felipe a Jesús: «Maestro,
muéstranos al Padre, y esto nos basta». Mas, «para decirlo sinceramente, habríamos de agregar
también aquello de los Apóstoles: «Señor, todo lo hemos dejado por seguirte». «¡Dichosos los que
logran llevar estas aspiraciones al más alto, actual y perfecto desasimiento! Pero, que no reserven
nada; que no paren mientes en ciertas aficioncillas, como cosas de poca monta. Sería desconocer la
idiosincrasia y naturaleza del corazón humano, que, por poco que se le deje, se concentra
enteramente en ello y lo hace objeto de todos sus deseos. Arrancádselo todo; desasíos de todo; a
nada os aficionéis, y seréis dichosos si conseguís llevar este deseo hasta la meta, hasta ponerlo en
ejecución» (Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, La Cena, 2ª parte, 83º día).

4. Frutos de esta busca


Si, a pesar de todos los obstáculos, buscamos a Dios; si le rendimos cada día y en cada momento el
homenaje sumamente agradable de cifrar en Él, únicamente en Él, nuestra felicidad; si no buscamos
más que su voluntad, si obramos siempre según su beneplácito, como móvil de nuestros actos,
estemos seguros de que Dios jamás nos faltará. «Dios es fiel»; «no puede abandonar a los que le
buscan» (1 Tes 5,24 y Sal 9,11). Cuanto más nos acerquemos a Él por la fe, la confianza y el amor,
tanto más nos veremos cercanos a la perfección. Dios es el autor principal de nuestra santidad, por
ser ésta obra sobrenatural; por tanto, aproximarnos a Él, permanecer unidos a Él por la caridad,
constituye la esencia misma de nuestra perfección.
A medida, pues, que nos veamos libres de toda falta, de cualquier imperfección, de toda criatura, de
todo móvil humano, para pensar sólo en él, para obrar según su beneplácito, más abundante irá
siendo la vida en nosotros, y con mayor plenitud se nos dará Dios a sí mismo: «Buscad al Señor y
vuestra alma tendrá vida» (Sal 68,33).
Almas hay que con tal sinceridad han buscado a Dios, que han llegado a sentirse totalmente
poseídas, sin poder vivir fuera de Él. «Os declaro –escribía una santa benedictina, la beata Bonomo,
a su padre– que ya no me pertenezco, pues hay en mí otro que por completo me posee: Él es mi
dueño absoluto, y no sé cómo podría, Dios mío, deshacerme de Él» (Dom Du Bourg, La B. J. M.
Bonomo, moniale bénédictine. París, 1910, pág. 56).
Cuando un alma se entrega a Dios de una manera tan completa, su Majestad se entrega también a
ella, y la mira con particular cuidado; se diría que por esa alma se olvida Dios a veces de las demás
criaturas. Ved a santa Gertrudis. Sabéis el singular amor que le manifestaba nuestro Señor, hasta el
punto que declaró no haber entonces en la tierra criatura alguna que más le agradase, y añadía que
se le hallaría siempre en el corazón de Gertrudis (Heraldo del amor divino, lib. I, cap. 3), cuyos
menores deseos se complacía en realizar. Otra alma, que conocía tan gran intimidad, se atrevió a
preguntar al Señor, cómo la santa le había merecido tan singular preferencia. «La amo así –
respondió el Señor– a causa de la libertad de su corazón, en donde nada penetra que pueda
disputarme la soberanía» (Dom Guéranger, Introducción a los Ejercicios de santa Gertrudis, p.
VIII). Esta Santa mereció, pues, ser objeto de las complacencias divinas, verdaderamente inefables
y extraordinarias, porque, desasida del todo de las criaturas, buscó a Dios en todas las cosas.
Como esta gran Santa, digna hija de san Benito, busquemos siempre y con todo el corazón a Dios;
sinceramente con todo nuestro ser. Digamos repetidamente con el Salmista: «Tu rostro tengo yo que
buscar, Dios mío» (Sal 26,8). «¿Quién sino tú hay para mí en los cielos?; y a tu lado no hallo gusto
en la tierra. Dios es de mi corazón la roca y mi porción para siempre» (Sal 72, 25-26). Eres tan
grande Dios mío, tan hermoso, tan bello, tan bueno, que me bastas tú solo. Que otros se entreguen
al amor humano, no sólo lo permites, sí que también lo ha ordenado tu Providencia, para preparar
los elegidos, destinados a tu reino; y para esta misión tan grande y elevada, que tu Apóstol califica
de «misterio grandioso» (Ef 5,32), colmas a tus fieles servidores de «abundantes bendiciones» (Sal
127). Mas yo aspiro a ti solo, a fin de que mi corazón se conserve íntegro y «no se preocupe más
que de los intereses de tu gloria, uniéndose a ti sin embarazo» (1 Co 7,32.35).
Si la criatura nos solicita y halaga, digámosle interiormente como santa Inés: «Apártate de mí que
eres presa de muerte» (Oficio de santa Inés, 1ª ant. del I Noct.).
Portándonos de este modo, hallaremos a Dios, y con Él todos los bienes. «Búscame –dice Él mismo
al alma–; búscame con esa sencillez de corazón que nace de la sinceridad; porque me hago
encontradizo con aquellos que no se apartan de mí; me manifiesto a los que en mí confían» (Sab
1,1-2).
Hallando a Dios poseeremos también la felicidad.
Hemos sido creados para la dicha, para ser felices; nuestro corazón es de capacidad infinita y nada
hay que pueda saciarle plenamente sino Dios. «Para ti solo nos has creado; nuestro corazón vive
inquieto mientras no descanse en ti» (San Agustín, Confes., lib. I). [Y añade el Santo: «El alma no
encuentra en sí misma de qué saciarse» (Confes., lib. XIII, cap. XVI, núm. 19)]. He aquí por qué
cuando buscamos algo fuera de Dios o de su voluntad, no hallamos la felicidad estable y perfecta.
En toda comunidad algo numerosa se encuentran diversas categorías de almas; unas viven siempre
contentas, e irradian al exterior su júbilo interior. No es aquella alegría sensible, que depende
frecuentemente del temperamento, estado de salud o de circunstancias extrañas a la voluntad, sino
la alegría que se asienta en el fondo del alma, y es como un preludio de la felicidad eterna. ¿Están
libres de pruebas y exentas de luchas estas almas? ¿No las visita a veces la contradicción?
Ciertamente que sí, pues «todo discípulo de Jesucristo tiene que llevar su cruz» (cfr. Lc 9,23); pero
el fervor de la gracia y la unción divina les hace soportar con gozo esos sufrimientos. En cambio,
hay otras almas que jamás gozan estas alegrías: muchas veces su rostro inquieto y melancólico
revela la turbación que interiormente las domina.
¿Por qué esta diferencia? Sencillamente, porque las unas buscan a Dios en todo y, no aspirando más
que a Él, lo encuentran por doquiera, y con él, el bien sumo, la felicidad inmutable: «Es bueno el
Señor para los que le buscan» (Lam 3,25). No así las otras: pues, o ponen el corazón en las
criaturas, o se buscan a sí mismas, llevadas de egoísmo, amor propio o ligereza. Y lo que hallan es a
sí mismas, es decir, la nada, y, como es natural, este hallazgo no puede satisfacerlas, porque el alma
criada para Dios siente necesidad del bien perfecto. ¿Qué siente vuestro corazón? «Allá a donde
vuelan vuestros pensamientos, allí está vuestro tesoro, vuestro corazón. Si vuestro tesoro es Dios,
seréis felices; si es algo perecedero, que la herrumbre, la corrupción y la mortalidad consumen,
entonces vuestro tesoro se disipará y vuestro corazón se empobrecerá y agotará» (Bossuet,
Meditaciones sobre el Evangelio, Sermón de la Montaña, 29º día).
Cuando los mundanos están dominados del tedio en sus hogares, buscan fuera de casa las
satisfacciones que el hogar no les brinda: tratan de distraerse en el club, en la tertulia, en el
conservatorio o emprenden un viaje. Al religioso no le cabe este recurso: debe permanecer en su
monasterio, donde la vida regular, cuyos actos se suceden al toque de campana, no le permite
entreverarla con esas distracciones, que los del mundo pueden legítimamente disfrutar. Si Dios no
lo es todo para el monje, pronto el aburrimiento hará su presa en medio de esa monotonía inherente
a la vida regular; y cuando el monje no halla a Dios, porque no le busca, necesariamente juzgará
excesiva la carga que pesa sobre él.
Podrá, sin duda, engolfarse en una ocupación, distraerse en el trabajo; mas, como dice nuestro
venerable Ludovico Blosio, todo ello no es más que una diversión insuficiente e ilusoria: «Todo
cuanto buscamos fuera de Dios ocupa el espíritu, mas no lo sacia» (Canon vitae spiritualis, c. 15).
[El gran Abad no hace en esto más que repetir la idea de un antiguo monje: «Formada el alma
racional a imagen de Dios, pueden sólo ocuparla las demás cosas, mas no saciarla; capaz de Dios,
nada que no sea de Dios la colmará». (P. L., t. 184. col. 455)]. En el monasterio hay momentos en
que uno se encuentra frente a frente de sí mismo, es decir, de la nada; el fondo del alma no gusta de
aquella alegría que transporta; el alma no experimenta ese fervor hondo y apacible que produce la
íntima unión con Dios; no va derecha a Él: divaga sin cesar en torno del mismo sin encontrarle
jamás perfectamente.
Pero cuando el alma busca solamente a Dios, cuando va a Él con todas sus fuerzas, sin apegarse a la
criatura, Dios la colma de gozo, de aquel desbordante gozo de que habla san Benito cuando dice:
«Que a medida que la fe y con ella la esperanza y el amor, aumentan en el alma del monje, éste
corre, dilatado el corazón, por los caminos de los preceptos divinos con inefable dulzura de
caridad» (RB, pról.).
Repitamos, pues, muchas veces con san Bernardo [Vida, por Vacandard, tomo 1, cap. 2.]; «¿A qué
he venido al monasterio?» ¿Por qué dejé el mundo y con él a seres para mí tan queridos? ¿Por qué
renuncié a mi libertad, y me abracé con un sinnúmero de sacrificios? ¿He venido, por ventura, para
consagrarme a trabajos intelectuales, ocuparme en artes o enseñanza? No, no hemos venido, y
tengámoslo muy presente, más que para una cosa: «buscar verdaderamente a Dios». Renunciamos a
todo por adquirir la preciosa perla de la unión con Dios: «Viniéndole a las manos una perla de gran
valor, va y vende todo cuanto tiene, y la compra» (Mt 13,46).
Examinemos de vez en cuando hasta qué punto nos hemos desprendido de la criatura, y en qué
grado buscamos a Dios. Si nuestra alma es leal, Dios nos dará a conocer los estorbos que en ella se
oponen a tender plenamente hacia Él. Nuestro fin y nuestra gloria es buscar a Dios. Es una vocación
sublime formar en «el linaje de los que buscan a Dios» (Sal 23,6). Al escoger lo único necesario,
hemos escogido la parte mejor: «Hermosa es, a la verdad, la herencia que me ha tocado» (Sal 15,6).
Conservémonos fieles a nuestra sublime vocación. Ciertamente, no lograremos realizar este ideal en
un día o en un año; no lo alcanzaremos sin trabajos y sufrimientos; porque la pureza de afectos, el
desasimiento absoluto, pleno y constante que Dios nos exige antes de dársenos perfectamente, no se
adquiere sino a costa de una gran generosidad; mas si nos entregamos por completo a Dios, sin
segundas intenciones, sin regateos de ningún género, estemos seguros de que Él recompensará
nuestros esfuerzos, y en la perfecta posesión del mismo hallaremos nuestra felicidad. «Harto gran
misericordia hace Dios al alma –dice santa Teresa– a quien da gracia y ánimo para determinarse a
procurar con todas sus fuerzas este bien, porque si persevera no se niega Dios a nadie: poco a poco
va habilitando el ánimo, para que salga con esta victoria» (o. c., pág. 145).
«Cuando uno se ha resuelto –escribía un alma benedictina que comprendía esta verdad el primer
paso es lo único que cuesta, pues, desde el momento en que nuestro amado Salvador ve la buena
voluntad, Él hace lo demás. Nada podría yo regatear a Jesús que me invita. Su voz es asaz
elocuente, y realmente sería una insensatez dejar el todo por la parte.
El amor de Jesús es el todo; lo demás, piénsese como se quiera, es algo despreciable y no digno de
nuestro amor, si se parangona con nuestro único tesoro. Amaré, pues, a Jesús. Todo lo demás me es
indiferente. Le amaré con delirio. Mi voluntad, mi entendimiento, serán duramente probados; no
importa: yo no dejaré por ello el solo bien, mi divino Jesús, o, mejor dicho, Él no me dejará a mí. Es
menester que nuestras almas a nadie más que a Jesús traten de agradar» (Une âme bénédictine, Dom
Pie de Hemptine, 5ª ed., pág. 264).

5. Jesucristo, modelo perfecto del que busca a Dios


El mejor modelo para buscar a Dios, principio de nuestra santidad, es Jesucristo.
Pero, dirá alguno: ¿Cómo en esto puede ser Jesucristo nuestro modelo? ¿Cómo pudo Él buscar a
Dios, siendo Él mismo Dios? Ciertamente, Jesús es «Dios de Dios, luz que procede de la misma luz
increada» (Credo de la misa), Hijo de Dios vivo, igual al Padre. Pero también es hombre, y por su
naturaleza humana verdadero hijo de Adán como nosotros; y aunque esta naturaleza humana estuvo
unida por manera indivisible a la persona divina del Verbo; aunque gozó siempre las delicias de la
visión beatífica, arrastrada constantemente por la corriente divina que necesariamente va del Hijo al
Padre, también es verdad que la actividad humana de Cristo, aquella que se deriva de sus facultades
humanas como de su fuente inmediata, era soberanamente libre.
En el ejercicio de esa actividad libre es donde podemos contemplar en Jesús lo que llamamos «el
buscar a Dios». ¿Cuál es, en efecto, la principal tendencia de la humanidad de Jesús? ¿Cuáles las
aspiraciones más íntimas de su alma que resumen su misión y su vida mortal? Nos lo dirá san
Pablo, descorriendo el velo que oculta aquel sancta sanctorum. Al entrar en este mundo, el primer
acto del alma de Jesús fue un arranque de intensidad infinita hacia su Padre: «Al entrar en el mundo
dice: He aquí que vengo, según está escrito de mí al principio del libro, para cumplir, ¡oh Dios!, tu
voluntad» (Heb 10,5.7).
Vemos a Jesucristo lanzarse como gigante a la carrera en busca de la gloria del Padre. Es ésta su
disposición primera; nos lo anuncia en el Evangelio: «No busco mi voluntad, sino la del que me
envió» (Jn 5,30). A los judíos, para probarles que viene de Dios, que su doctrina es divina, afirma
una y otra vez que «no busca su propia gloria, sino la que lo envió» (Jn 7,18). Y la busca de tal
modo que «no cuida de la suya propia» (Jn 7,50). De sus labios brotan siempre estas palabras:
«Padre mío»; toda su vida es un eco constante de esta exclamación: Abba, Pater; para Él todo se
deduce a buscar la voluntad y promover la gloria del Padre.
Y ¡qué constancia en este buscar! Él mismo nos declara que jamás se apartó de esta línea de
conducta: «Hago siempre lo que es agradable a mi Padre» (Jn 8,29). Y al despedirse, en aquel
trance supremo de la muerte, nos dice que «ha cumplido toda la misión que el Padre le había
encomendado» (Jn 17,4).
Nada fue bastante a detenerle en esta búsqueda. Por ella, siendo de edad de doce años, abandonó a
su Madre la Virgen María, para quedarse en Jerusalén, no obstante que nunca hubo un hijo que
amara tan dulcemente a su madre, como Jesús a la Virgen: todos los amores filiales son una débil
chispa comparados con esta hoguera de amor de Jesús a su Madre. Sin embargo, trátase de hacer la
voluntad del Padre, de procurar su gloria, y entonces diríase que no tiene en cuenta para nada el otro
amor. No ignora el abismo de angustias y sufrimientos en que va a sumergir el corazón de la Madre
durante tres días: mas ante los intereses del Padre no vacila siquiera. «¿No sabíais que yo debo
emplearme en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Estas palabras, salidas de los labios de Jesús son
las primeras de que nos habla el Evangelio; ellas resumen toda la personalidad y la misión de
Cristo.
Y los dolores e ignominias de la Pasión, la misma muerte no entibiaron en nada el celo ardiente del
Corazón de Jesús por la gloria de su Padre; al contrario: por buscar en todas las cosas la voluntad
del Padre expresada en las Escrituras va amorosamente a abrazarse a la cruz «para que se cumplan
las Escrituras» (Mc 14,49). El alma de Jesús se lanzó a los sufrimientos de la Pasión con el ímpetu
con que las aguas de un gran río se precipitan en el océano. «Yo he obrado de este modo –dice –
para dar cumplimiento a lo que mi Padre me ha mandado» (Jn 14,31).
Jesús, en cuanto Dios, es el término de nuestra «busca»; mas, en cuanto hombre, es el modelo
acabado, el ejemplar único que debemos tener siempre a la vista. Con palabras parecidas a las suyas
digamos, pues: «El día de mi entrada en el monasterio, dije: Heme aquí, Dios mío; en la Regla, que
para mí es el libro de tu voluntad, está escrito que yo «te busque para hacer tu beneplácito, pues a ti,
Padre celestial, deseo llegar»».
Y así como Jesucristo se lanzó «a correr su camino» (Sal 18,6), corramos en su seguimiento, puesto
que Él mismo es el camino; «Corramos –dice san Benito– mientras la luz nos ilumina con sus
rayos», impulsados del deseo santo de arribar a la patria donde espera el Padre; corramos sin
detenernos, en la práctica de las buenas obras, pues es condición indispensable para llegar al
término: «No se llega si no es corriendo con buenas acciones» (RB, pról.).
Y como Jesucristo no dio fin a su carrera maravillosa sino cuando se vio en los resplandores de su
gloria: «y su carrera llega hasta la extremidad de los cielos» (Sal 18,7), así nosotros no cesemos de
buscar en pos de Él a Dios, hasta que lleguemos a lo que el gran Patriarca llama, al fin de su Regla,
«la cumbre de la virtud» (RB 73), «la cima de la perfección». Llegada aquí el alma, vive
habitualmente unida a Dios; desligada de todo lo terreno, y hallado el Dios que buscaba, gusta ya
anticipadamente las delicias de la unión inefable que se verifica «en el seno beatífico del Padre».
«Señor, Dios mío, en quien yo puse toda mi esperanza, oye mis súplicas, y no permitas que llegue a
tanto mi postración, que deje algún día de buscarte; antes bien, inflamado de un santo amor, ansíe
mi alma contemplaros siempre. Dame fuerzas con que buscarte, ya que te dignas hacerte
encontradizo, alentándonos con la esperanza de alcanzarte» (San Agustín, De Trinitate, lib. XV, c.
28).

Nota. Cómo se busca a Dios, según San Bernardo


«Es un bien realmente inapreciable el de buscar a Dios; entre los bienes del alma yo no conozco
otro que se le pueda comparar, siendo éste el primero de los dones en los comienzos de la
conversión y el último en los progresos de la perfección.
No está vinculado este bien a ninguna virtud particular, pero por su excelencia e importancia no le
cede el puesto a ninguna. A la verdad, ¿cómo pudiera estar vinculado a alguna virtud en particular
si ninguna le precede? ¿A qué virtud cedería el puesto siendo la culminación de todas las virtudes?
¿A qué virtud puede aspirar aquel que aún no busca a Dios? ¿Y qué término se puede señalar al que
lo busca?
Buscad siempre su rostro, dice el Profeta. Yo creo que aun entonces cuando se le encuentra, no se
cesa de buscarle, no por el movimiento de los pies, sino de los deseos. Y cuando se ha tenido ya la
dicha de hallarle, lejos de apaciguarse esos deseos, se acrecientan todavía más: que la gozosa
posesión del objeto apetecido no extingue los deseos, sino que los acucia más y más. Viene a ser
como añadir aceite a una lámpara, con lo cual se aviva más y más la llama en lugar de extinguirla.
Así sucede en nuestro caso. El alma se ve colmada de alegría, mas no por esto pone término a sus
deseos, ni cesa de buscar con más ardor; pero advertid bien que esa búsqueda incesante no procede
de indigencia, ni tampoco los ardientes deseos van acompañados de turbación o ansiedad. Excluye
lo primero la presencia del objeto amado; y lo segundo, su perfecta y pacífica posesión» (In cantica,
Serm. 86, 1).
II . En pos de Jesucristo
A causa del pecado, el «buscar a Dios» toma el carácter de «retorno a Dios», el cual se efectúa
siguiendo a Jesucristo
Nuestra vida tiene como fin «buscar a Dios»; tal es nuestro destino y nuestra vocación;
incomparablemente elevada, ya que todas las criaturas, aun los mismos ángeles, están, por su
naturaleza, infinitamente lejos de Dios. Dios es la plenitud del ser y de toda perfección; y la
criatura, por perfecta que sea, no es más que un ser sacado de la nada y que posee únicamente una
perfección prestada.
Además, como hemos dicho, el fin de la criatura libre es, de suyo, proporcionado a su naturaleza.
Siendo limitada, como todo ser creado, es necesariamente limitada la felicidad a la que
naturalmente tiene derecho. Pero Dios, con inmensa condescendencia, ha querido admitirnos a
participar de su vida íntima en el seno de la adorable Trinidad, a gozar de su propia felicidad divina.
Esta felicidad, de un orden infinitamente superior a nuestra naturaleza, constituye nuestro último fin
y el fundamento del orden sobrenatural.
A esta felicidad nos llamó universalmente Dios ya desde la formación del primer hombre. Adán,
cabeza del linaje humano, fue investido de justicia sobrenatural; su alma, rebosante de gracia e
iluminada con divinos resplandores, tendía con fuerza irresistible hacia Dios. Por el don de
integridad, sus facultades inferiores se sometían de buen grado a la razón, y ésta, a Dios: en una
palabra, reinaba en nuestro primer padre un admirable y estable equilibrio en todas sus potencias y
sentidos.
Pecó Adán: se alejó de Dios; y con su apostasía arrastró a toda su descendencia, con la sola
excepción de la Virgen Santísima. Todos llevamos el sello de la rebeldía; nacemos «hijos de ira»
(Ef 2,3), alejados de Dios y objeto de su aversión. ¿Qué se seguirá de aquí? Que el «buscar a Dios»
entraña el carácter de un retorno a Dios, a quien habíamos perdido. Comprendidos todos en la
solidaridad original, abandonamos con el pecado a Dios para volvernos hacia la criatura; y la
parábola del hijo pródigo no es más que la figura de todo el linaje humano que, habiendo
abandonado al Padre celestial, debe volver a Él.
Este carácter de retorno, tan profundamente impreso en la vida cristiana, es el que magistralmente
enseña san Benito, desde el comienzo del Prólogo, a todo aquel que acude a las puertas del
monasterio: «Escucha, hijo mío: inclina el oído de tu corazón… aprende a «volver» a Aquel de
quien te habías apartado». He aquí un fin bien determinado y preciso.
Y ¿por qué vía hemos de «volver a Dios»? Nos importa mucho el saberlo, si no queremos
desviarnos de nuestro fin. Nuestra santidad es sobrenatural y está fuera del alcance de nuestras
propias fuerzas. Si Dios no nos hubiera levantado a un orden sobrenatural, si no colocara nuestra
dicha en su misma gloria, sin duda hubiéramos podido buscarle con las luces de la razón y alcanzar
una perfección y felicidad puramente humana con solos los medios naturales. Mas Dios no lo quiso
así; elevó al hombre al estado sobrenatural, porque le destinaba a una felicidad que sobrepuja las
exigencias y las fuerzas de nuestra naturaleza. Pretender otra cosa no sería más que error y
condenación.
Y esto, que es cierto hablando del camino de la salvación en general, lo es también hablando de la
perfección, de la santidad, caminos hacia una salvación más elevada; pertenecen a un mismo orden
sobrenatural; la mayor perfección de un hombre en el orden puramente natural no tiene por sí sola
ningún valor para la vida eterna. No tenemos dos perfecciones ni dos felicidades, una puramente
natural y otra sobrenatural, para escoger. Ahora bien: siendo Dios el único autor del orden
sobrenatural, sólo Él ha podido, «según su voluntad» (Ef 1,9), señalarnos el camino para llegar a Él;
menester es que busquemos a Dios de la manera como quiere ser buscado; de otra suerte jamás le
encontraremos.
En esto vemos una de las causas de los pocos progresos en la vida espiritual de tantas almas. Se
forjan una santidad a medida de sus antojos; se declaran arquitectos de su perfección,
fundamentándola en cimientos baladíes, tan consistentes como sus tornadizas concepciones; esos
tales, o desconocen el plan divino sobre nosotros, o no han sabido amoldarse a él. Si adelantan algo
en el camino de la perfección, es porque la misericordia de Dios es infinita y su gracia siempre
fecunda; pero no volarán por las sendas del Señor, antes cojearán toda la vida. Cuanto más trato a
las almas, tanto más me persuado que conocer este plan divino es ya una gracia singular; recurrir a
él es fuente de comunicaciones incesantes con la divina gracia, y adaptarse a él constituye la esencia
misma de la santidad. Comprender bien los designios de Dios sobre nosotros es de suma
importancia, si queremos realizarlos.
Acaso preguntará alguno: «¿Nos ha manifestado Dios su voluntad?» Evidentemente. Dios, dice san
Pablo, «nos ha revelado el secreto escondido desde muchos siglos» (Ef 3,9; Col 1,26). Estos
secretos, estos designios que encierra el plan divino, san Pablo nos los ha descubierto en cuatro
palabras: «Establecerlo todo en Cristo», o mejor, según el texto griego: «Recapitularlo todo en
Cristo» (Ef 1,10). Jesucristo, el Verbo, Hijo de Dios e hijo de Adán, por su encarnación, fue
constituido en cabeza de los elegidos, para llevar de nuevo al Padre a cuantos creyesen en Él. Dios-
Hombre reparará la culpa de Adán, nos restablecerá la adopción divina, nos abrirá de nuevo las
puertas del cielo, adonde nos conducirá de nuevo con su gracia. Tal es, en pocas palabras, el plan
divino.
Meditemos por algunos momentos este plan de Dios: «penetrémonos bien de su grandeza y
profundidad»; «para que seamos llenos de toda la plenitud de la divinidad» (Ef 3,18-19). Dios
quiere dárnoslo todo, quiere darse todo entero a todos nosotros; pero sólo se nos da «por medio de
Cristo, en Cristo y con Cristo» (Canon de la misa). Este es su secreto sobre nosotros.
Contemplémoslo con fe y reverencia, porque excede infinitamente nuestro entender; y también con
amor, ya que Él mismo es fruto del amor. «De tal manera nos amó Dios, que nos ha dado a su Hijo»
(Jn 3,16), y por Él y en Él todos los bienes.
¿Qué es, pues, Jesucristo para nosotros?
Es camino, Pontífice y fuente de toda gracia. Camino, por su doctrina y ejemplo; Pontífice supremo,
que nos mereció con su sacrificio el poder seguir la vía trazada por Él; fuente de la gracia adonde
debemos acudir por las fuerzas y auxilios necesarios para perseverar en el camino que lleva «a la
montaña santa» (1 Re 19,4).
Escucharemos, primeramente, la purísima palabra del Espíritu Santo, y proseguiremos luego
desarrollando, en respetuoso paralelismo, las correspondientes enseñanzas, amaestrados por aquel
que, en frase de su primer biógrafo san Gregorio, «estuvo lleno del espíritu de todos los justos»
(Diálogos, lib. II, c. 8).

1. Cristo es el camino, por su doctrina y por su ejemplo


Jesucristo es el camino.
Dios quiere que le busquemos como es en sí mismo, de una manera conforme a nuestro fin
sobrenatural. Mas, como dice san Pablo, Dios «habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), «en la
misma santidad» (Sal 21,4). ¿Cómo llegar, pues, a Él? Por Jesucristo. Jesucristo es el Verbo
encarnado, el Hombre-Dios. Él es quien se convierte en «nuestro camino» (Jn 14,16); en camino
seguro, infalible, que lleva a los eternos resplandores: «El que me sigue no tema andar en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).
Pero, no lo olvidemos, es camino único; no hay otro: «Nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6).
«Al Padre», es decir, a la vida eterna, a Dios poseído y amado en sí mismo, en el secreto íntimo de
su beatificadora Trinidad. De consiguiente, para encontrar a Dios, para conseguir el objeto de
nuestra busca, no tenemos más que seguir a Jesucristo.
¿Y cómo viene a ser Jesucristo el camino que nos conduce a Dios? Con su doctrina y sus ejemplos:
«hizo y enseñó» (Hch 1,1).
Si, como hemos dicho, debemos buscar a Dios como es en sí mismo, menester será conocerlo antes.
Ahora bien, es Jesucristo quien nos da a conocer a Dios. Él está «en el seno del Padre» (Jn 1,18), y
es quien nos revela a Dios: «el Unigénito es quien lo ha hecho conocer» (Jn 1,18); Dios se nos ha
dado a conocer por la palabra de su Hijo: «Dios ha hecho brillar su claridad en nuestros corazones,
a fin de que podamos iluminar a los demás, por medio del conocimiento de la gloria de Dios que
resplandece en Jesucristo» (2 Cor 4,6).
Jesucristo nos dijo: «Yo revelo a mi Padre, vuestro Dios; yo le conozco porque soy su Hijo; la
doctrina que enseño no es mía, sino del Padre que me envió» (Jn 7,16); «…Yo os digo lo que he
visto en mi Padre» (Jn 8,38); no os engaño, porque «os he dicho la verdad» (Jn 8,40); «Yo soy esta
misma verdad» (Jn 14,6); quien busca a Dios, debe hacerlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24); mis
palabras son espíritu y vida (Jn 6,64), y conoce la verdad el que está unido conmigo (Jn 8,31-32).
«Yo no he hablado de mí mismo, sino que el Padre que me envió, Él mismo me ordenó lo que debo
decir y cómo he de hablar. Y yo sé que esta palabra os conducirá a la vida eterna» (Jn 12,49-50).
Por su parte, el Padre confirma solemnemente y da testimonio de las aseveraciones de su Hijo:
«Escuchadle, porque es mi propio Hijo, en quien tengo mis complacencias» (Mt 17,5).
Escuchemos, pues, estas palabras, esta doctrina de Jesús: en primer lugar, porque, mediante ella, Él
es nuestro camino. Repitamos con viva fe las palabras de san Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú
solo tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,69). Nosotros creemos que eres el Verbo divino,
encarnado para instruirnos. Eres Dios que hablas a nuestras almas, porque «en estos postreros días
Dios nos ha hablado por su Hijo» (Heb 1,2). Creemos en ti, oh Jesús, acatamos todo lo que nos
dices de los secretos divinos y, porque aceptamos tus palabras, nos entregamos a ti para vivir de tu
Evangelio. Dices que, para ser perfectos, hay que dejarlo todo para seguirte, y porque lo creemos lo
abandonamos todo para unirnos a ti (cfr. Mt 19,21.27). Sé nuestro guía, luz indefectible, pues en ti
ciframos todas nuestras esperanzas. No nos deseches a los que venimos a ti para acercarnos al
Padre, ya que has dicho: «Al que viene a mí no le echaré fuera» (Jn 6,37).
Jesucristo es, además, el camino por su ejemplo.
Jesucristo es, no sólo perfecto Dios, Hijo único de Dios, «Dios de Dios» (Credo de la misa), sino
también perfecto hombre, de nuestro mismo linaje. De su doble naturaleza deriva, como es notorio,
una doble actividad: una, divina; humana la otra; ambas obran sin confundirse, como no pueden
confundirse las dos naturalezas a pesar de estar tan inefablemente unidas en una misma persona.
Jesucristo es la revelación de Dios acomodada a nuestra flaqueza, es la manifestación de Dios bajo
la forma humana. «El que me ve, ve a mi Padre» (Jn 14,9). Es Dios viviendo en nosotros,
mostrándonos con esta vida humana y tangible cómo nosotros debemos vivir para agradar a nuestro
Padre que está en los cielos.
Todo lo que hizo, lo hizo a la perfección, no sólo por el amor con que lo practicaba, sino hasta en la
manera de realizarlo; todas sus acciones, aun las más pequeñas e insignificantes, estaban deificadas
y eran infinitamente agradables a su Padre: de consiguiente, son para nosotros ejemplos que
debemos seguir y modelos de perfección: «Ejemplo os he dado, para que hagáis lo que hice» (Jn
13,15).
Imitando a Jesucristo, estamos ciertos de ser, como Él, siquiera sea en grado distinto, agradables a
su Padre, y merecedores de sus preciosos dones. «La vida de Cristo –decía un santo monje que
hablaba por experiencia– es un libro excelente, tanto para doctos como para ignorantes, para los
perfectos como para los imperfectos que desean agradar a Dios. Quien bien lee este libro, se hace
muy sabio, y alcanza fácilmente… luz para el alma, paz y tranquilidad para la conciencia, y firme
esperanza en Dios, fundada en sincero amor» (Ven. Luis de Blois, Espejo del alma, cap. X, 7).
Meditemos, pues, los ejemplos que Jesús nos da en el Evangelio: son ellos norma de santidad
humana. Si vivimos unidos a Él por la fe en su doctrina e imitando sus virtudes, principalmente las
de religión, llegaremos ciertamente a Dios. No hay que olvidar que entre Dios y su criatura media
una distancia infinita: Dios es creador, y nosotros sus hechuras, los últimos en la escala de los seres
inteligentes; Él, espíritu puro; nosotros, un compuesto de espíritu y materia; Él, inmutable; nosotros,
siempre cambiantes; pero con Jesús podemos franquear esta distancia y establecernos en lo
inmutable, puesto que en Jesucristo se juntan Dios y la criatura en inefable e indisoluble unión.
En Él encontramos a Dios. «Si no tratáis –continúa el venerable abad de Liessies– de imprimir en
vuestra alma la adorable imagen de la santa humanidad de Cristo, en vano aspiráis al conocimiento
perfecto y al goce pleno de la Divinidad» (Oratorio del alma fiel, 3). «Jamás podrá ver el alma al
Señor en la luz del amor, descansar en Dios y revestirse, en una palabra, de la forma de la
Divinidad, sino cuando se haya transformado en perfecta imagen de Cristo, según su espíritu, su
alma y hasta su misma carne» (Institución espiritual, cap. XII, 2).
Porque Jesucristo nos conduce verdaderamente al Padre. Recordemos las palabras que dirigió a sus
discípulos poco antes de dejarles: «Vuelvo a Aquel que me envió, a mi Padre, que también lo es
vuestro, a mi Dios y vuestro Dios» (cfr. Jn 20,17). El Verbo descendió del cielo para encarnarse y
redimirnos; una vez consumada su obra, subió a los cielos, pero llevando virtualmente consigo a
todos aquellos que en Él habían de creer. Y ¿por qué? Para que mediante él se realice la unión de
todos con el Padre: «Yo en ellos, y tú en mí» (Jn 17,23). Es ésta la última plegaria de Jesús a su
Padre: «Que yo esté en ellos, oh Padre –con mi gracia–; y tú en mí, para que vean en la Divinidad la
gloria que me has dado» (Jn 17,24).
No nos apartemos, pues, nunca de este camino, porque si salimos de él nos extraviamos y corremos
grave riesgo de perdernos. Si le seguimos desembocaremos infaliblemente en la vida eterna. Si nos
dejamos guiar por el que es «verdadera luz del mundo» (Jn 1,9), andaremos con paso seguro y
alcanzaremos la meta de nuestra vocación, por sublime que sea: «Padre, que sean una cosa
conmigo, hasta compartir mi misma gloria» (Jn 17,24).

2. Es el pontífice supremo que nos une a Dios


No basta conocer el camino; es preciso tener fuerzas para andarlo. Es también a Jesucristo a quien
debemos este poder.
Las riquezas que nos proporciona la mediación de Cristo Redentor son inagotables, declara san
Pablo (Ef 3,8): y una y otra vez, con expresiones distintas, encarece los múltiples aspectos de esta
divina mediación y nos hace entrever sus inapreciables tesoros. Nos recuerda en particular el
Apóstol, que Jesucristo nos rescató y reconcilió con su Padre, y creó de nuevo en nosotros la aptitud
de dar frutos de justicia. Éramos esclavos del demonio, y Cristo nos libra de aquella servidumbre;
éramos enemigos de Dios, y nos reconcilia con el Padre; habíamos sido desposeídos de la herencia
celestial, y su Unigénito, constituyéndose nuestro hermano, nos recupera lo que se había perdido.
Consideremos unos instantes las diferentes facetas que ofrece la obra mediadora de Jesús; no nos
son desconocidas estas verdades, mas siempre será consolador para nuestras almas tornarlas a
considerar.
Llegada la «plenitud de los tiempos» (Gál 4,14) establecida por los decretos eternos, Dios envió –
dice san Pablo– a su Hijo, nacido de mujer, para libertar a los que vivían bajo el yugo de la ley,
«manifestándose entonces la gracia de Dios en la persona del Salvador que venía a redimirnos de
toda iniquidad» (Tit 2,11.14).
Esta es la misión peculiar del Verbo encarnado, como se desprende de su mismo nombre: «Le
llamarás Jesús, esto es, Salvador, porque librará a su pueblo del pecado» (Lc 1,31). Y por esto san
Pedro añade: «No hay otro nombre en el cual podamos salvarnos» (Hch 4,12); es único este
nombre, como es universal la Redención que obra.
Y ¿de qué nos libró Jesucristo? Del yugo del pecado. Veamos: en los momentos supremos en que
iba a consumar el sacrificio de su cuerpo, Jesús dice: «Ahora el príncipe de este mundo será
desplazado de su reino; y cuando sea elevado de la tierra todo lo atraeré a mí» (Jn 12,31-32).
Y en efecto: con su inmolación sangrienta en el monte Calvario nuestro rey destruyó el poder de las
tinieblas, y arrancando, dice san Pablo (Col 2,14), de manos del demonio, la sentencia de nuestra
eterna esclavitud, quitóla de en medio, clavándola en la cruz. Su muerte cruenta fue el precio de
nuestro rescate. ¿Qué cantan los elegidos en el cielo? ¿Qué himno de victoria entona el coro de los
redimidos sino éste: «Digno eres, Señor, del honor, alabanza y gloría, porque por tu sangre
inmaculada, ¡oh Cordero divino!, somos tu conquista»? (Ap 4,11; 5,9).
Si Jesucristo nos libró de la condenación eterna fue para llevarnos a su Padre y reconciliarnos con
Él. Él es el «mediador» por excelencia entre Dios y los hombres; tan excelente que es «único».
«Uno solo es el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre» (1 Tim 2,5).
Hijo de Dios y Dios él mismo, disfrutando de todas las prerrogativas de la Divinidad, Jesucristo,
Verbo encarnado, puede tratar de igual a igual al Padre. Y así, al derramar su sangre como precio de
rescate, pide al Padre que seamos una cosa con Él: «Quiero, oh Padre» (Jn 17,24). El tono absoluto
de esta petición denota la unidad de la naturaleza divina, en la cual Jesús, como Verbo, vive con el
Padre y el Espíritu común a entrambos.
Pero también es hombre; y la naturaleza humana confiere a Jesús el derecho de ofrecer al Padre las
satisfacciones que de consuno exigen el amor y la justicia: «No te agradaron los sacrificios, y me
diste un cuerpo, con el cual vengo para hacer tu voluntad» (Heb 10,5-7). El sacrificio de esta
víctima divina aplaca a Dios y nos lo hace propicio «restableciendo la paz entre cielo y tierra por
medio de la sangre que derramó en la cruz» (Col 1,20). Como mediador, Jesucristo es Pontífice;
siendo Dios y Hombre, sirve de puente sobre el abismo abierto por el pecado entre el cielo y la
tierra, uniéndonos así a Dios por medio de su Humanidad, «en la cual habita corporalmente la
Divinidad» (Col 2,9).
[Séanos permitido citar aquí aquel pasaje hermosísimo del gran papa san Gregorio Magno, biógrafo
de san Benito, en el cual fácilmente se descubren reminiscencias del prólogo de la Regla, Volver a
Dios. «El Hijo de Dios humanado vino en ayuda del hombre. No quedando, en efecto, al puro
hombre camino alguno para volver a Dios, convirtiósele en camino el Hombre-Dios. ¡Cuán lejos
estábamos de Aquel que es justo e inmortal, nosotros, mortales e injustos!
«Mas entre el justo e inmortal y nosotros, mortales e injustos, ofrecióse, mediador entre Dios y los
hombres, el que era a la vez justo y mortal, que tenia de común con los hombres la mortalidad y con
Dios la justicia. Así, pues, ya que nosotros por nuestra bajeza tanto distábamos de las alturas,
juntando Él en sí lo bajo con lo alto, su excelsitud con nuestra pequeñez, hízose camino, por el cual
pudiéramos volver a Dios» (San Gregorio, Moralia in Job., lib. XXII, c. 31, P. L. 76, col. 237-238)].
Por esto san Pablo afirma que «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo» (2
Cor 5,19); de suerte que nosotros, «que en otro tiempo estábamos alejados de Dios por el pecado,
nos acercamos a Él por la sangre de Cristo» (Ef 2,3). Al pie de la cruz, «la justicia aplacada y la paz
recuperada se dieron el beso de reconciliación» (Sal 84,11).
Con razón, por tanto, concluye el Apóstol diciendo: en Cristo «por la fe, tenemos segura confianza
y acceso libre a Dios» (Ef 3,12). ¿Osaríamos, pues, desconfiar, siendo así que Jesucristo, unigénito
del Padre, solidario de nuestras culpas, se convirtió en propiciación por nuestras iniquidades,
expiando y cancelando toda nuestra deuda? ¿Temeríamos acercarnos a un Pontífice que, semejante
en todo a nosotros, menos en el pecado, quiso sobrellevar nuestras enfermedades y beber el cáliz de
nuestros sufrimientos, para que con la experiencia del dolor pudiera mejor compadecerse de
nuestras miserias?
Es tan poderoso este Pontífice y tan eficaz su mediación, que la reconciliación que llevó a cabo es
perfecta. Desde el momento en que Jesús paga con su sangre el precio de nuestro rescate,
recuperamos el derecho a la herencia celestial. Veamos cómo nuestro Señor se dirige a su Padre al
consumar su obra esencialmente mediatriz. ¿Qué dice? ¿Qué reclama cuando delante de su Padre
hace valer su cualidad de Hijo de Dios? ¿Cuál es el objeto de aquella sublime plegaria, en la cual se
ponen de manifiesto los sentimientos más íntimos de su sagrado Corazón? «Que seamos una cosa
con Él». Y ¿dónde se verificará esta unión? En su gloria llena de delicias, en que habita desde la
eternidad: «Que vean los resplandores de que me habéis rodeado antes de toda creación» (Jn 17,24).
Dice Tertuliano en una de sus obras: «Nadie es tan Padre como Dios». [«¿A quién debemos
considerar como nuestro Padre? A Dios. Nadie, en verdad, puede llamarse tan padre como Él, nadie
es tan compasivo» (De la Penitencia, cap. VIII)].
Y nosotros podríamos añadir: «Nadie es tan hermano como Jesucristo». En efecto: san Pablo le
llama «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29); y luego continúa: «Cristo no se
avergüenza nunca de llamarnos hermanos» (Heb 2,11). Esta misma expresión es la que emplea
cuando, después de su triunfante resurrección, dice a la Magdalena: «Ve a mis hermanos» (Jn
20,17). Y ¡qué fraternidad ésta! El Hijo unigénito de Dios toma sobre sí nuestras debilidades, se
hace solidario de nuestros pecados, con tal de aparecer semejante a nosotros; y porque el hombre
está formado de carne y sangre, quiso Él también revestirse de nuestra naturaleza pecadora, para
destruir por su muerte el poderío del que tenía el imperio de la muerte (Heb 11,14-15), y restituirnos
de este modo la posesión del reino eterno de la vida, junto a su Padre.
Por tanto, con toda verdad concluye el Apóstol: «vosotros que sois llamados a participar de la
vocación celestial, considerad a Jesús, Apóstol y Pontífice de nuestra fe, el cual cumplió fielmente
el mandato de aquel que le constituyó sobre su Reino y sobre su Casa; cuyo Reino y Casa somos
nosotros si mantenemos incólumes la fe y la esperanza que constituye nuestra gloria» (Heb 1,2.6).
Y ¡qué gloria, cifrar nuestra esperanza en Jesucristo! He aquí que nos es dado llamarle «nuestro
hermano mayor»; he aquí que, cual Pontífice misericordioso, es para nosotros un mediador lleno de
crédito. ¡Qué expresivo es san Pablo en este punto! El día de la Ascensión, la Humanidad de Jesús
se posesiona de manera admirable de esta herencia gloriosa: pero al entrar el Hombre-Dios en los
cielos, lo hace «como Precursor nuestro» (Heb 6,20). Allí, a la derecha del Padre, ofrece
constantemente por cada uno de nosotros el precio de su Pasión «con una mediación perpetuamente
viva y operante» (Heb 7,25).
Por tanto, nuestra confianza debe ser ilimitada. Todas las gracias que hermosean el alma y la
fecundizan, desde su llamamiento a la fe cristiana hasta su vocación a la vida monástica, todas las
corrientes de agua viva que alegran esta ciudad de Dios, que es el alma religiosa, tienen su
manantial inagotable en el Calvario: del Corazón y llagas de Jesús brota el río de la vida.
¡Oh! ¿Podremos contemplar la magnífica obra de nuestro Pontífice soberano sin deshacernos en un
perenne hacimiento de gracias? «Me amó –exclama san Pablo –y se entregó a sí mismo por mí»
(Gál 2,20). No dice el Apóstol: «nos amó», aunque ello sea verdad, sino «me amó», porque el amor
de Cristo se extiende a todos y cada uno de los hombres. La vida, las humillaciones, los
sufrimientos, la Pasión misma de Jesús es algo que me toca a mí directamente. Y ¿hasta qué punto
me amó? «Hasta los últimos linderos del amor» (Jn 13,1). ¡Oh dulcísimo Pontífice, que con tu
sangre me has abierto las puertas del Santo de los Santos, que sin cesar abogas por mí, loor y gloria
a ti por siempre jamás!
Los méritos de Jesús son tan nuestros que, con toda justicia nos los podemos apropiar. Sus
satisfacciones son un tesoro de infinito valor, al cual podernos insistentemente acudir para expiar
nuestras faltas, reparar nuestras negligencias, socorrer nuestras necesidades, perfeccionar nuestras
obras y suplir nuestras deficiencias. «Es importantísimo a nuestra alma –dice el venerable Ludovico
Blosio– unir lo que se hace y se sufre a las obras y dolores de Cristo.
Por este medio, sus acciones y las pruebas que soporta, por pobres y miserables que sean en sí
mismas, resultan resplandecientes, admirables y muy agradables a Dios, en virtud de la inefable
dignidad que les comunican los méritos de Jesucristo, a los cuales están unidas; no de otra manera
que la gota de agua derramada en un vino generoso es absorbida por éste, y participa de su gusto y
su color. Las buenas obras del que practica esto fielmente son incomparablemente de mayor valor,
que las del que se muestra negligente en hacerlo» (Institución espiritual, cap. IX, l. c. t. II).
Por esto no cesaba este gran abad, tan versado en las vías del espíritu, de exhortar a sus monjes a
que uniesen sus acciones a las de Cristo, seguros de que por este camino arribarían a la santidad.
«Depositad –les decía– todas vuestras obras y ejercicios piadosos en el sacratísimo y dulcísimo
Corazón de Jesús, para que los corrija y perfeccione: su más ardiente deseo es purificar nuestros
actos defectuosos. Alegraos y estremeceos de gozo pensando que, por pobres que seáis
personalmente, poseéis tantas riquezas en vuestro Redentor, el cual ha querido haceros partícipes de
sus méritos. En Él encontraréis tesoros infinitos si en vosotros hay humildad y buena voluntad»
(Espejo del alma, cap. VII, 5, l. c. t. II). Esto es lo que nuestro Señor mismo comunicó a una monja
benedictina, la madre Deleloë, cuya admirable vida interior nos ha sido revelada recientemente:
«¿Qué otra cosa puedes ambicionar mejor que tener en ti el verdadero manantial de todo bien, mi
divino Corazón?… Todas estas grandezas son tuyas, todos estos tesoros y riquezas son para el
corazón que yo he elegido. Toma a tu gusto de estas delicias y riquezas infinitas» (Une mystique
inconnue du XVIIe siècle, la Mère Deleloë, por D. Destrée).

3. La fuente de la gracia de donde hemos sacar los auxilios necesarios


No se contentó nuestro Padre celestial con darnos a su Hijo por medianero; lo constituyó además
universal dispensador de toda gracia: «El Padre ama a su Hijo, y le dio todas las cosas» (Jn 3,35), y
el mismo Jesucristo nos comunica además la gracia que Él nos ha merecido.
Verdad es ésta muy importante que yo deseo ver profundamente grabada en vuestras almas.
Muchos saben ciertamente que nuestro Señor es el único camino que lleva al Padre: «Nadie va al
Padre sino por mí» (Jn 14,6); que Él nos redimió con su sangre; pero se olvidan, al menos
prácticamente, de otra verdad harto importante, a saber: de que Jesús es causa de todas las gracias, y
que obra en nuestras almas mediante el influjo de su Espíritu.
Jesucristo posee en sí mismo la plenitud de todas las gracias. Escuchad lo que Él dice: «Como el
Padre tiene la vida en sí, también al Hijo le dio el tenerla en sí mismo» (Jn 5,26). Y ¿cuál es esta
vida? Una vida eterna, un océano de vida divina, que contiene todas las perfecciones, toda la
felicidad de la divinidad. Pero esta vida divina Jesucristo la posee «en sí mismo», esto es, por
naturaleza y por derecho propio, porque es el Hijo de Dios encarnado. Cuando el Padre contempla a
Jesucristo se llena de gozo porque ve a su propio Hijo igual a Él, y exclama: «He aquí mi Hijo muy
amado» (Mt 3,17; 17,5). Nada halla en Él que no proceda de sí mismo: «Tú eres mi Hijo, yo te he
engendrado» (Sal 2,7). Jesús es verdaderamente «el esplendor de la gloria del Padre, y la figura de
su sustancia» (Heb 1,3); y esta mirada produce en el Padre un contentamiento infinito: «en Él tengo
todas mis complacencias» (Mt 17,5; cfr. 3, 17). Jesucristo, como Hijo de Dios, es «la Vida» por
excelencia: «Yo soy la vida» (Jn 14,6).
Esta vida divina, que Él posee personalmente en toda su plenitud, quiere comunicárnosla
abundantemente: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan con abundancia» (Jn 10,10); la
vida que es suya en virtud de la unión hipostática, quiere que sea nuestra por su gracia; y «de su
plenitud debemos tomarla todos» (Jn 1,14.16). Por los sacramentos y la acción del Espíritu Santo en
nosotros, nos infunde la gracia como principio de nuestra vida.
Tened muy presente esta verdad: todas las gracias que necesita el alma, todas están en Jesús como
en su principio: «sin Él nada podemos hacer» que nos aproxime al cielo y al Padre, pues «en Él
están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia divinas» (Jn 15,5; Col 2,3).
Escondidos están allí para comunicárnoslos a nosotros. Jesucristo se ha hecho, no sólo nuestra
redención, sino también «nuestra justificación, nuestra sabiduría, nuestra santificación» (1 Cor
1,30). Si nos es dado cantar que «Él solo es santo» (Gloria de la misa), es sin duda porque nosotros
sólo conseguimos su santidad en Él por Él.
No hay quizá verdad sobre la cual insista más san Pablo, el heraldo del misterio de Cristo, al
exponer el plan divino. Jesucristo es el segundo Adán, cabeza, como él, de una raza, pero de una
raza de elegidos. «Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte: y así la
muerte pasó a todos los hombres»… Mas si «por el pecado de uno solo alcanzó la muerte a todos,
con más razón la gracia de Dios y los dones sobrenaturales se derramarán sobre la humanidad por
otro solo hombre, por Jesucristo» (Rom 5,12.17-18); con esta diferencia, sin embargo, que «allí
donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom 5,20).
Jesucristo fue constituido, por el Padre, jefe de todos los redimidos, de todos los creyentes; con
ellos forma un cuerpo cuya cabeza es Él mismo. La gracia infinita de Cristo debe fluir de esta
cabeza a los miembros del organismo místico «conforme a la medida establecida por Dios para cada
uno de ellos» (Ef 4,7). Por medio de esta gracia, que deriva de sí mismo, convierte Jesucristo a cada
uno de sus elegidos en semejante a sí, en agradable como Él al Padre: porque en sus juicios eternos
el Padre no nos separa de Jesucristo: con el acto con que ha predestinado a una naturaleza humana a
unirse personalmente a su Verbo, con el mismo nos ha predestinado a ser hermanos de Jesús.
De suerte que, para vivir la vida divina, nada podremos hallar fuera de los tesoros de la gracia, los
cuales se encuentran verdaderamente capitalizados en la persona de Cristo. No puede uno salvarse
sin Jesús, sin la gracia que Él mismo nos dispensa. Es camino único, fuera del cual uno se extravía y
se pierde; verdad infalible, sin la cual andamos en tinieblas y en error: verdadera vida y única que
nos libra de la muerte: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6).

4. Estas verdades son aplicables a la perfección religiosa: Jesucristo es el «religioso» por


excelencia
Estas verdades fundamentales son aplicables por igual a la salvación y a la perfección religiosa. Os
maravillará quizá que antes de tratar de la perfección religiosa haya hablado tan a la larga de
Jesucristo. Pero es que Él es el fundamento de la misma perfección monástica; es «el religioso» por
excelencia, el modelo del perfecto religioso; más aún, la fuente misma de la perfección y la
consumación de toda santidad.
El monacato, la vida religiosa, no son una institución creada al margen del cristianismo; antes,
teniendo su raigambre en el evangelio de Cristo, tiende a ser su íntegra expresión. Nuestra santidad
religiosa no es más que la plenitud de nuestra adopción divina en Jesús: la absoluta entrega de
nosotros mismos, por el amor, al llamamiento de la voluntad de lo alto. Pero esta voluntad, en su
esencia íntima consiste en que nos mostremos dignos hijos de Dios: «Nos predestinó para que
fuésemos conformes a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). Todo lo que Dios nos prescribe y espera
de nosotros; todo lo que Cristo nos aconseja, tiene la finalidad de manifestar nuestra filiación de
Dios y nuestra hermandad con Jesús; y cuando realicemos este ideal en todas las cosas, no sólo en
los pensamientos y acciones sino también en los móviles mismos porque obramos, entonces
alcanzaremos la perfección.
La perfección puede reducirse a esta íntima disposición del alma que trata de agradar al Padre
celestial, viviendo habitual y totalmente según la gracia de la adopción sobrenatural.
La perfección tiene como móvil habitual el amor; abraza toda la vida: es decir, nos hace pensar,
querer, amar, odiar, obrar, no según los dictámenes de la naturaleza corrompida por el pecado
original, ni únicamente según la mera rectitud y moral naturales (aunque éstas también se
requieran), sino en el orden de este divino «acrecentamiento», infundido por Dios, esto es, la gracia
que nos hace hijos y amigos suyos.
Sólo es perfecto el que vive habitual y totalmente según la gracia; para el hombre adoptado como
hijo de Dios, es un defecto e imperfección sustraer alguno de sus actos a la influencia de la gracia y
de la caridad que la acompaña. Jesús nos ha señalado la divisa de la perfección cristiana: «Es
menester que yo me dedique a las cosas que son de mi Padre» (Lc 2,49).
Fruto de esta disposición por la que el alma vive plenamente según el espíritu de su adopción
sobrenatural, es hacer agradables a Dios todos nuestros actos, porque entonces radican
verdaderamente en la caridad. Oigamos cómo san Pablo nos amonesta a «vivir dignamente para
Dios agradándole en todo» (Col 1,10). Y ¿cómo viviremos de un modo digno de Dios?
«Conduciéndonos según la vocación a que fuimos llamados» (Ef 4,1). ¿Qué vocación es ésta? La
misma vida sobrenatural y la gloria perenne que la corona: «Que llevéis una vida digna de Dios que
os ha llamado a su reino y gloria» (1 Tes 2,12).
Así, pues, la perfección consiste en agradar a nuestro Padre que está en el cielo para que Él sea
glorificado, para que sea una realidad su reinado entre nosotros y se haga su voluntad en todas las
cosas, de un modo estable y absoluto: «Sed perfectos y cumplidos en todo lo que Dios quiere de
vosotros» (Col 4,12).
Tal disposición nos conducirá a «producir sin cesar los frutos de buenas obras» (Col 1,10) de que
habla san Pablo. Y nuestro Señor, ¿no declara Él mismo que esta perfección glorifica a Dios? «En
esto es glorificado mi Padre, en que produzcáis frutos abundantes» (Jn 15,8).
Ahora bien: ¿de dónde sacaremos la savia fecundante de nuestras acciones, de suerte que
ofrezcamos al Padre esta abundante cosecha de buenas obras con las cuales sea glorificado? Esta
savia es la gracia, que no puede venir más que de Jesús; y sólo permaneciendo unidos a Él
llegaremos a ser divinamente fecundos: «El que está en mí y yo en él, éste dará mucho fruto» (Jn
15,5). Sin Él nada haremos que sea digno de su Padre: mas con Él y en Él daremos frutos
abundantes: Él es la vid y nosotros los sarmientos (Jn 15,5).
Me preguntaréis: ¿cómo permanecemos en Jesús? En primer lugar, por la fe. San Pablo dice que
«habita Cristo por la fe en nuestros corazones» (Ef 3,17). Después, por el amor: «Permaneced en mi
amor» (Jn 15,9), el cual con la gracia nos consagra por completo al servicio de Cristo y a la
observancia de su ley: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Jn 14,15).
Si esta doctrina es verdadera tratándose de la perfección con que todo cristiano debe vivir según su
estado, mucho más lo es si nos referimos a la perfección religiosa. La perfección no puede existir
más que donde la orientación del alma hacia Dios y su voluntad es habitual y estable. Repetimos
con el Apóstol: «Sed perfectos y cumplidos en todo lo que Dios quiere de vosotros» (Col 4,12).
Es cierto que dentro de nosotros y a nuestro rededor son muchos los obstáculos con que
tropezamos; la triple concupiscencia de la carne, de los ojos y del orgullo solicita de continuo al
pobre corazón humano, lo divide, se opone a la integridad que se requiere para la perfección. Por
principio, el religioso orilla los estorbos que se oponen a su progreso, entrando en el camino de los
consejos evangélicos: con los votos se constituye en un estado de perfección, que le pone, si es fiel,
al abrigo de fluctuaciones e incentivos que pueden dividir y hacer vacilar el corazón, y se coloca por
entero en un estado que la gracia de adopción, libre de tropiezos, puede fructificar más
abundantemente. «Quisiera –dice san Pablo– que estuvierais sin preocupaciones… El que es virgen
atiende a las cosas del Señor, al modo de servirle; mas el casado se preocupa de las cosas del
mundo, de convivir agradablemente con su consorte, y se divide. Os digo esto para que sin
impedimento y reserva os liguéis al Señor» (1 Cor 7,32-35).
He aquí por qué Jesucristo decía al joven, prendado de este ideal: «Si quieres ser perfecto, anda,
vende lo que tienes y después ven y sígueme» (Mt 19,21).
El religioso, el monje, se despoja y desembaraza de todo: «Todo lo dejamos» (Mt 19,27); vence los
obstáculos que pueden retardar su marcha o poner trabas a su ascensión al Señor. En él es más
ardiente la fe, por la cual Jesús mora en las almas; el amor, que las mantiene unidas a Cristo, es más
generoso y expansivo. En este dichoso estado puede unirse más íntimamente con Dios, porque
«sigue a Cristo» más de cerca: «Y te hemos seguido» (Mt 19,27).
La perfección tiene, pues, la gracia por principio, por móvil el amor, y por medida el grado de unión
con Jesús. Con la vocación sobrenatural, Jesús es el iniciador de la perfección; es además el modelo
único, divino pero asequible, de la misma; es sobre todo el que nos la otorga, como una
participación de la suya propia. Debemos «ser perfectos como perfecto es nuestro Padre celestial»
(Mt 5,48), según nos dice el mismo Salvador; pero sólo Dios puede hacernos tales y lo hace
dándonos a su Hijo.
En resumen, todo se reduce a unirnos a Jesús en todas las cosas, a contemplarle sin cesar para
imitarle, a ejecutar siempre como Él, por amor –«porque amo al Padre» (Jn 14,31)–, todo lo que es
del agrado del Padre –«siempre hago las cosas que le placen» (Jn 8,29)–. Este es el secreto de la
perfección, el medio infalible de compartir las complacencias que «el Padre tiene en su Hijo muy
amado».
«Un sábado –se cuenta en la vida de la monja benedictina, santa Matilde–, durante el canto de la
misa Salve sancta parens, saludó a la beatísima Virgen María, suplicándole le alcanzase la
verdadera santidad. La gloriosísima Virgen le respondió: «Si deseas la verdadera santidad, allégate
a mi Hijo: Él es la santidad misma que todo lo santifica».
Y mientras Matilde se preguntaba cómo podría hacerlo, la dulce Virgen le dice: «Medita su
santísima infancia, y por su inocencia suplícale te perdone las faltas y negligencias de tu niñez. Sé
devota de su fervorosa adolescencia, que se desarrolló en ardoroso amor, el único que tuvo el
privilegio de ofrecer un objeto proporcionado al amor de Dios. Únete a sus divinas virtudes para
realzar y ennoblecer las tuyas. Acércate, además, a mi Hijo, enderezando a Él todos tus
pensamientos, palabras y acciones, para que Él, que nunca cayó en falta alguna, borre toda
deficiencia que en ti encuentre. En tercer lugar, allégate a mi Hijo como esposa al esposo que con
sus bienes la alimenta y viste mientras ella, por su amor, ama y honra a los amigos y familia del
esposo. Así, pues, que tu alma se nutra del Verbo divino como del manjar más exquisito, y se vista
y atavíe con las delicias que la proporciona, a saber, los ejemplos cuya imitación le brinda; de esta
manera serás verdaderamente santa, según lo que está escrito: con el santo serás santo, tal como una
reina participa del poder real al dar su mano al rey» (El libro de la gracia especial, 1ª parte, cap. 37,
Cómo se puede obtener la verdadera santidad).
«Por tanto, carísimos hermanos –decía en otra ocasión en que le fue revelada la misma doctrina–, al
recibir con íntima gratitud un favor tan alto de la nobleza divina, apropiémonos la santísima vida de
Cristo, para suplir lo que falta a nuestros méritos. Esforcémonos por conformarnos a Él en la virtud;
esto constituirá nuestra mayor gloria en la vida eterna. Y ¿qué gloria puede haber mayor que la de
acercarnos, por cierta semejanza, a Aquél que es el esplendor de la luz eterna?» (El libro de la
gracia especial, 3ª parte, cap. 14, De cómo puede el hombre apropiarse toda la vida de Cristo).

5. La Regla de San Benito está impregnada de estas verdades: su carácter «cristocéntrico»


De estas fecundas verdades vivía san Benito, y en estos manantiales de agua viva se saciaba su alma
grande; no es de maravillar, pues, que en este benéfico resplandor desee ver transfigurada la
existencia de sus monjes. Trasladémonos a los comienzos del prólogo de su Regla: supone el santo
que un postulante se presenta a las puertas del monasterio inquiriendo: «¿Qué se hace aquí?» San
Benito le responde: «Se vuelve a Dios, siguiendo a Jesucristo».
He aquí el punto culminante del programa: encontrar a Dios uniéndose con Jesús. «A ti, pues, me
dirijo –habla san Benito– que deseas combatir bajo el caudillaje de Cristo, verdadero Rey». Tales
palabras no son una mera fórmula: expresan la idea que informa toda la Regla y le da ese sentido
eminentemente cristiano que tanto maravillaba a Bossuet [Panegírico de san Benito]. Con estas
palabras con que empieza la Regla, el santo Legislador indica que pretende seguir enteramente a
Cristo como modelo y considerarlo como fuente de perfección monástica: su Regla es
«cristocéntrica». Por donde insiste en que nada «antepongamos al amor de Cristo» (RB 4), en que
«nada amemos tanto como a Jesucristo» (RB 5); y al terminar su Regla resume todo el programa
ascético del monje en una absoluta entrega a Jesucristo: «Jamás se prefiera cosa alguna a Jesucristo,
el cual tenga a bien llevarnos a la vida eterna» (RB 72).
Son éstas las últimas palabras y como el legado que el gran Patriarca deja a sus hijos antes de
abandonarlos; palabras iguales a las que inician el prólogo, y son como un eco de aquellas con que
el Padre celestial presenta a su Hijo diciendo: «Escuchadle» (Mt 17,5). «Seguid en todo a Cristo –
nos enseña san Benito–; a nada le pospongáis; no os aficionéis a otra cosa más que a Él, a su
doctrina, a sus ejemplos; fundamentaos en sus merecimientos: en Él encontraréis a Dios, pues
Cristo es el alfa y la omega de toda perfección».
En el capítulo que es epílogo y coronamiento del código monástico, insiste de nuevo sobre esta
verdad, a saber, que en Jesucristo encontraremos el camino de la vida eterna, y que únicamente con
su gracia podremos observar la Regla que ha trazado, y así alcanzar el fin propuesto como lema en
la primera página: «Buscar a Dios». «Tú, quienquiera que seas, que te apresuras por llegar a la
patria celestial pon en práctica, con la ayuda de Cristo, esta Regla que acabamos de proponerte»
(RB 73).
Así, en toda nuestra vida, sea cual fuere el estado del alma y las contingencias que puedan
ocurrirnos, jamás debemos apartar nuestra vista de Jesús. San Benito quiere que tengamos siempre
delante este modelo. Nos manda «renunciar a nosotros mismos, a ejemplo de Cristo» (cfr. Mt 16,24;
RB 4). Nuestra obediencia –y en la vida monástica debe ser continua– ha de inspirarse en el
sentimiento trascendental del amor de Cristo (RB 5). ¿Nos asalta la tentación? Pues acudamos a
Jesucristo, y «contra esta roca estrellemos los malos pensamientos tan pronto como se levanten en
nuestro corazón» (RB 4). Las tribulaciones, las adversidades, debemos «unirlas a los sufrimientos
de Cristo» (RB, pról.).
Toda la vida del monje ha de reducirse a ir en pos de Cristo, «por los senderos señalados por el
divino Maestro en su Evangelio» (RB 4). En fin, si llegamos a la caridad perfecta, que es vinculo de
perfección, será debido a que el amor de Cristo nos ha arrastrado a ella, ya que Jesucristo ha sido el
móvil de nuestras acciones. «Llegará a aquella caridad que cuando es perfecta… todo lo observa
por amor a Cristo» (Regla de San Benito, cap. 7).
[Adviértase que al concluir el capítulo sobre la humildad, san Benito cita textualmente a Casiano;
pero añade las palabras amore Christi para indicar el móvil primero de todas nuestras obras; dos
palabras tan sólo, pero que cambian esencialmente la «fisonomías y el valor de la cita, a la vez que
descubren perspectiva nueva y original, desconocida de Casiano, y reveladora del pensamiento del
gran Patriarca. A propósito de Casiano, con razón se ha notado que «tanto debe a éste san Benito en
lo tocante la vida claustral, cuanto observancias y organización de la vida claustral, cuánto de él se
desvía en su doctrina sobre la gracia. No consiste, por tanto, la originalidad de san Benito tan sólo
en adaptar el ascetismo oriental a las condiciones propias del Occidente, mas también en el claro
repudio de toda tendencia racionalista, sometiendo totalmente la naturaleza a lo sobrenatural; de ahí
su concepción de la ascesis, la subordinación de modo indubitable de la letra al espíritu, de lo
material del acto a la intención» (Dom Festugière en Revue bénédictine, 1912, pág. 491)].
Ved, pues, cómo en la mente de san Benito, Jesucristo lo debe ser todo para el monje. Desea que, en
todo, el monje acuda a Cristo, piense en Él y se apoye en Él; quiere que vea a Jesucristo en todos,
en el abad (RB 2 y 63), en sus hermanos (RB 2), en los enfermos (RB 36), en los huéspedes (RB
53), en los peregrinos (RB 53), en los pobres (RB 53). Si se da el caso, ruegue por sus enemigos «en
el amor de Cristo» (RB 4). ¿Por qué tanta insistencia? Porque quiere hacer del monje, con el amor
de Cristo, un perfecto hijo del Padre celestial. El amor de Cristo, que conduce al postulante al
monasterio, es el que debe retenerle y transformarle en imagen de su Hermano primogénito.
Ahora comprenderemos por qué a un ermitaño, que estaba atado con una cadena en su gruta, le dijo
san Benito: «Si eres siervo de Dios, no te sujete la cadena de hierro, sino la del amor de Cristo»
(San Gregorio, Diálogo, lib. III, cap. XVI).
Plegue al Señor que a nosotros suceda lo mismo: que el amor de Cristo nos ligue estrechamente a
Él. No hay para nosotros camino más tradicional. Consultad si no los monumentos más auténticos y
magníficos de la ascética benedictina, y los encontraréis rebosantes de esta doctrina. Ella explica las
ardientes aspiraciones de san Anselmo al Verbo encarnado, las ternezas amorosas de san Bernardo,
la asombrosa familiaridad de santa Gertrudis y santa Matilde con el Corazón de Jesús, y las
efusiones ardientes del venerable Ludovico Blosio hacia la santa Humanidad de Cristo.
[Y tantos otros, como san Odilón, santa Hildegardis, santa Isabel del Schönau, santa Francisca
Romana, la madre Deleloë, favorecida, mucho antes que santa Margarita María, con las
revelaciones del sagrado Corazón, beata Bonomo, etc. Para los siglos anteriores al XIII, véase Dom
Besse: Les mystiques bénédictins, París, 1922; para el venerable Abad de Liessies, consúltese el
excelente artículo La place du Christ dans la doctrine spirituelle de Louis de Blois, por Dom P. de
Puniet en La vie spirituelle, agosto de 1920].
Estas almas grandes y purísimas, de santidad tan elevada, habían experimentado el efecto de esta
línea de conducta propuesta por el gran Patriarca, de quien fueron discípulos fidelísimos: «No
anteponer nada al amor de Jesucristo» (RB 4, 5 y 72).
Esta manera, tan característica en san Benito de referirlo todo a Cristo, es sumamente fecunda para
el alma: hace que su vida sea vigorosa, porque la reconcentra en la unidad; lo mismo en la vida
espiritual que en cualquier otro orden, la esterilidad siempre es fruto de la divagación. La hace más
atrayente porque nada puede arrebatar más al espíritu y obtener más fácilmente del corazón los
esfuerzos necesarios, que la vista de la persona adorable de Jesucristo.
«No es necesario ser muy experimentado para observar que nos conviene disponer de un medio –
idea, palabra o pensamiento– que nos sostenga en las horas de abandono espiritual y nos comunique
fuerza para no desmayar en el camino recto. Y este medio, este verdadero talismán del alma lo
encontramos, si queremos, en el nombre sacratísimo de nuestro bendito Salvador. Su presencia debe
ser para nosotros continua y sensible, y no como la de una personalidad teórica y abstracta, sino
como una actualidad viviente en nosotros y con nosotros.
Cristo en el espíritu, en el corazón y en las manos; el pensamiento constante de Cristo, su amor
eterno, su consciente y continua imitación, he aquí lo que asegura nuestra unión con Dios y hace de
nuestro servicio una realidad, una obra de amor. Por esto san Benito insiste tanto y con gran energía
en esta mirada íntima del alma al divino Maestro y en esta imitación de sus ejemplos,
proponiéndolas a sus discípulos como el medio más adecuado para alimentar la llama de la
verdadera vida espiritual» (Card. Gasquet, Religio Religiosi, Objeto y fin de la vida religiosa).
Nada hay más cierto y verdadero; y, para terminar y resumir esta conferencia, rogaremos a un gran
monje –nunca nos cansaremos de citarlo, porque no hay ninguno entre los nuestros que haya
hablado con más unción y ardor comunicativo– que nos lo repita:
«Nada hay más ventajoso –escribe el venerable Abad de Liessies– que hacer de Cristo el objeto de
nuestras meditaciones; ya sea considerando su incomparable divinidad, ya su nobilísima
humanidad, ya elevándonos a la primera partiendo de la segunda, para retornar en seguida a esta
última. Así el asceta, cual «árbol a la vera de las aguas», se encontrará maravillosamente regado por
el río de la gracia celestial; y de la manera más dichosa «entrará y saldrá», y encontrará los pastos
más deliciosos en la humanidad y divinidad de nuestro Señor Jesucristo. Alcanzará así la finalidad
de sus ejercicios interiores, que no es otra que la unión amorosa y exclusiva con Dios, por medía de
una total renuncia, en el centro íntimo e indescriptible del alma completamente desligada, la fusión
total en la humanidad amabilísima de Cristo, y el logro de la entera semejanza con Él». [Institución
espiritual, cap. VI.]

III. «Creemos que el Abad ocupa en el monasterio el lugar de Cristo»


El monje debe buscar a Dios siguiendo a Cristo en la sociedad cenobítica, cuya autoridad reside en
el Abad
Buscar a Dios siguiendo las huellas de Cristo; tal es, en pocas palabras, la sublime vocación que san
Benito señala a sus hijos. Cuando un seglar desea formar parte de la comunidad, se le hace esta
pregunta: «¿Qué pides?» Y la Iglesia pone en sus labios esta respuesta, admirablemente adecuada a
la situación: «la misericordia de Dios y el ingreso en vuestra fraterna sociedad» [Ritual monástico].
Toda vocación, aun la simple vocación cristiana, procede de Dios. Nuestro Señor afirma que «nadie
puede ir a Él si no es atraído por el Padre» (Jn 6,44). El origen de este llamamiento es el amor de
Dios para con nosotros, y un amor de misericordia, dada nuestra condición de míseras criaturas. «Te
atraje hacia mí por compasión» [Jer 31,3. Véase, además, Tit 3, 5.7]. Grande es esta vocación: esa
primera mirada amorosa de Dios es el primer eslabón de la cadena de gracias que, durante toda
nuestra existencia, nos concede el Señor; todas las misericordias divinas parten como de primer
principio de esta invitación a compartir, por adopción, la filiación de Jesucristo.
La vocación monástica no hace más que completar y ampliar esta adopción, por una participación
más profunda de la gracia de Cristo y una imitación más integral del divino modelo. Pero es
también una nueva y extraordinaria misericordia. Jesucristo no obliga a todos los hombres a
seguirle tan de cerca; da el consejo, pero «no todos lo comprenden» (Mt 19,11). Ya conocemos el
llamamiento dirigido a aquel joven rico: «Si quieres ser perfecto, ven y sígueme» (Mt 19,21; Mc
10,21; Lc 18,22), y no ignoramos tampoco la negativa que recibió el divino Maestro.
Ahora bien: Jesús no había mostrado a esta alma más que la vida ordinaria: «Si quieres obtener la
vida eterna, observa los mandamientos» (Mt 19,17). Fue después, al responder el joven con
resolución que los observaba desde la adolescencia (Mt 19, 20), cuando quiso mostrarle una vía más
elevada que le condujese a un grado de unión más sublime, a una bienaventuranza más perfecta.
Estos llamamientos sucesivos y ascendentes no tenían otro origen que el amor: «Lo miró y lo amó»
(Mc 10,21). El amor de Dios es lo que nos lleva al claustro, lo que nos incita a servirle en la
comunidad monástica, «la sociedad de los hermanos».
El monasterio es, en efecto, la base de una sociedad. Y ¿qué es una sociedad? Una reunión de
hombres cuyas voluntades aunadas bajo una autoridad legítima aspiran a un fin determinado. No
basta un agrupamiento material para formar una sociedad, tal como se reúne un grupo de curiosos
en un lugar público: esto no sería más que una aglomeración ocasional, sin cohesión; es menester,
para constituir una sociedad, que estos hombres tengan un idéntico fin al cual todos se dirijan de
común acuerdo; este fin es el que da a la sociedad su dirección y su especificación. Mas, como
quiera que los hombres son volubles, y surgen con frecuencia entre ellos divergencias, y las
libertades individuales deben ser dirigidas, es necesario que haya una autoridad competente que
mantenga la unión de los miembros de la sociedad en orden a su fin, y aplique los medios
necesarios para lograrlo.
En esto se echa de ver la capital importancia de este último elemento: por la autoridad las
voluntades concurren y se aúnan para conseguir su fin. Sin una autoridad suprema, única e
incontestable para todos, toda sociedad, por bien organizada que esté, hállase condenada fatalmente
a las disensiones y a la ruina: «Todo reino con internas disensiones será derrocado», ha dicho Cristo
(Lc 11,17; cfr. Mt 12,25; Mc 3,24). En uno de los capítulos de su Regla lo hace notar san Benito, y
en ninguna otra parte vemos al Legislador expresarse con tanta viveza: es un «absurdo» (RB 65),
dice, la existencia de otra autoridad de cualquier grado que sea, independiente y por ende rival de la
autoridad suprema. Describe en los términos más enérgicos las discordias y todas sus desastrosas
consecuencias, y cómo se pasa inevitablemente a los conflictos «y por ellos a la pérdida de las
almas» (RB 65).
Hemos indicado el fin primordial que san Benito nos señala: «buscar a Dios» (RB 68), «volver a
Dios» (RB, pról.). Hemos mostrado también el medio principal que pone a nuestra disposición:
«seguir valerosamente a Jesucristo verdadero Rey» (RB, pról.). Por su fin, tanto como por los
medios que emplea, el monasterio constituye una sociedad sobrenatural. Pero antes de estudiarlo
desde el punto de vista cenobítico, es menester analizar la autoridad que lo sostiene, y que se
concentra en el abad.
Gran analogía existe entre la Iglesia y el monasterio considerados como sociedades. Jesucristo
fundó una sociedad para perpetuar entre los hombres su misión redentora y santificadora. Ahora
bien: ¿qué medios empleó Él, sabiduría infinita, para constituir esta sociedad? Es de notar que la
primera vez que habla de su Iglesia, lo hace para indicarnos su fundamento. Como «sabio
arquitecto» (cfr. Prov 9,1), se preocupa ante todo de su cimiento, que es Pedro: «Tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Jesucristo constituye primeramente el Jefe, la
autoridad; hecho esto, el edificio queda establecido.
El gran Patriarca, cuyo genio romano y espíritu cristiano campean en la santa Regla, no sigue otra
lógica. Después de un capítulo preliminar, en el cual elimina diversas formas de vida religiosa para
quedarse sólo con la cenobítica, trata inmediatamente y en primer término del abad: «Cuál ha de ser
el abad» (RB 2), y lo proclama desde el principio jefe del monasterio: «El abad que ha sido juzgado
digno de presidir el monasterio». Imita en esto a nuestro Señor, al poner primero los cimientos
sobre los cuales descansará el edificio: constituye el jefe, y a detallar sus cualidades y la misión que
le incumbe consagra el que sin duda alguna es el más bello capítulo de su Regla.
Digamos algo, siquiera someramente, del ideal que el gran Patriarca se formó del superior de su
Monasterio. Al delinearlo, dibujó ciertamente y, dada su humildad, sin proponérselo, su propio
retrato, porque, en sentir de san Gregorio, «sólo prescribió lo que había vivido». [Diálog., lib. II,
cap. XXXVI]. A semejanza de Jesucristo, cuyas veces hace y a quien representa, consideraremos al
abad como pastor y pontífice: veremos luego que debe distinguirse por su discreción e imitar la
bondad del Pastor Supremo; de todo lo cual, naturalmente, se desprende la actitud del monje con el
abad, que se resume en el amor, ductilidad de espíritu y obediencia de acción.

1. El Abad, representante de Cristo, debe imitarle como pastor


Para comprender el ideal que se formó del jefe del monasterio el santo legislador no basta leer los
dos capítulos que tratan ex profeso del abad. [San Benito consagra dos capítulos al abad: en el
primero (c. 2) expone las cualidades que debe tener el jefe del monasterio; en el segundo (c. 64),
indica cómo debe elegirse, y completa los consejos dados en el cap. 2. En el curso de la Regla habla
a menudo del poder abacial]. Menester es tener presente la totalidad de su pensamiento y conocer el
espíritu del gran Patriarca, cuales se muestran en el conjunto y en los mil detalles de la Regla y en la
misma vida de san Benito. Nuestro bienaventurado padre no podía proponer al abad otro ideal
distinto del que contempló él mismo en la oración, que realizó en su propio gobierno y cuyos
principios expresó en su código monástico.
Según su costumbre, san Benito comienza su magisterio presentando un principio básico, del cual
extraerá después toda su doctrina y servirá para imprimir unidad, cohesión y fecundidad
sobrenatural a la buena ordenación de la sociedad que él quiere fundar.

¿Qué principio es éste? Está anunciado en el epígrafe del capítulo: «Creemos que el abad ocupa en
el monasterio el lugar de Cristo» (RB 2). He aquí el axioma que sintetiza todo el capítulo que trata
del abad; lo demás es su desarrollo y aplicación, San Benito desea que el abad se compenetre de
este pensamiento fundamental y se acomode al mismo para que sea norma de su conducta y regla de
su vida. «Al abad se le da el nombre de señor y abad, porque se cree que hace las veces de Cristo.
Deberá, pues, hacerse digno de tal honor, toda vez que sólo por reverencia y amor a Jesucristo se le
tributa» (RB 53).
Si a juicio del santo Patriarca el abad representa a Cristo entre sus monjes, menester es que, en
cuanto lo permita la debilidad humana, reproduzca en su vida y gobierno la persona y los actos de
Jesucristo.
Ahora bien; en la Iglesia, que es su reino, su sociedad y su familia (tal es el pensamiento de san
Pablo; cfr. Ef 2,19), Cristo aparece como pastor y pontífice, príncipe de los pastores y pontífice
supremo.
Cristo, como su nombre indica, es Pontífice constituido por el Padre; nos dice el Apóstol que
«Cristo, en cuanto hombre, no usurpó el pontificado de las almas, sino que fue llamado por el Padre
a esta dignidad» (Heb 5,5-6). Otro tanto se puede decir de su oficio de Pastor: «El Señor –vaticina
el profeta Ezequiel– establecerá sobre su pueblo un solo y único pastor para velar por su rebaño»
(Ez 34,23). Jesús mismo se apropia esta denominación cuando en la última cena, en aquel sublime
coloquio con su Padre, confiesa en voz alta que ha recibido de su Padre el cuidado de las almas:
«Tuyos eran y me los encomendaste» (Jn 17,6).
Este doble oficio es el que valió a Jesucristo «la plenitud del poder» (Mt 28,18). Y este poder quiere
compartirlo con un determinado número de hombres elegidos por Él según los designios de su
eterna providencia, y entre ellos distribuye «la medida de sus dones» (Ef 4,7). San Pablo dice que
«a unos constituyó apóstoles, a otros pastores para que trabajen en la edificación del cuerpo místico
y cooperen con Cristo en el ministerio y santificación de las almas» (Ef 4,11-12).
Semejante a ésta es la misión del abad y el doble ideal que ha de realizar. Llamado a participar de la
dignidad, oficio y gracia del Pontífice universal y supremo Pastor, hallará el abad su grandeza, su
perfección y su gozo en proporción del esfuerzo con que lleve a cabo esta comisión sobrenatural.
Esto nos explica por qué san Benito rodea de tantas precauciones la elección del abad, de modo que
quede perfectamente garantizada la autenticidad del llamamiento divino (como ocurrió con la
elección del apóstol san Matías. cfr. Hch 1,15-26); tal elección se hará «con el temor de Dios» (RB
64); y para que el elegido quede legítimamente revestido de la autoridad de jefe del monasterio,
debe ser confirmada por el poder supremo, personificado en el Sumo Pontífice. San Benito
especifica también las cualidades que debe tener el candidato y explica a los electores las
condiciones que deben buscar en el jefe del monasterio; finalmente determina los principios porque
se debe regir el electo y el espíritu con que debe gobernar las almas (RB 64).
A los ojos del gran Patriarca, el abad es ante todo pastor. Como hombre versado en la sagrada
Escritura, adopta san Benito este término, como ideal para determinar las relaciones del jefe de la
sociedad monástica con los miembros de la misma. Es digno de observarse cómo repetidas veces
usa las palabras «pastor», «rebaño», «oveja», no sólo en los capítulos concernientes al abad, sino
también en otros (RB 27 y 28). Prueba inequívoca de cuán caro le era este ideal: «Que imite el
ejemplo del buen Pastor» (RB 27). Ahora bien: ¿cuál es el primer deber del pastor? «Apacentar el
rebaño» (Ez 34,2). Y ¿qué alimentos deberá proporcionarle? Dios lo dice por boca de su Profeta:
«Vuestros pastores os apacentarán con la ciencia y la doctrina» (Jer 3,15). No es otra la sentencia de
Jesucristo: «No de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt
4,4). Y san Pablo se hace eco de esta misma sentencia: «El justo vive de la fe» (Heb 10,38; cfr.
Rom 1,17; Gál 3,11).
Por esto exige san Benito con tanta insistencia del abad «que conozca perfectamente la doctrina y la
ley divina, necesarias para el buen resultado de sus enseñanzas» (RB 2 y 64). ¿Qué quiere significar
con esto el santo Patriarca? ¿Por ventura el conocimiento teórico de la Filosofía y Teología? En
manera alguna; bien puede uno poseer todos los tesoros de la ciencia humana, aun en materia
teológica, y no ser de provecho para las almas. Escuchad cómo san Pablo insiste sobre este
particular: «Aun cuando yo hablara todas las lenguas de los hombres y el lenguaje de los ángeles,
conociera todas las profecías, penetrase todos los misterios y poseyese todas las ciencias: sin
caridad, vengo a ser un metal que suena o címbalo que tañe» (1 Cor 13,1-2). Y, en efecto, hay
quienes durante toda la vida se afanan estudiando sin alcanzar jamás el conocimiento útil y benéfico
de la verdad (2 Tim 3,7).
La ciencia de que habla san Benito y que exige en el abad, es un conocimiento de Dios y de las
cosas santas, sacado de las Escrituras, iluminado por los rayos del Verbo eterno y fecundado por el
Espíritu Santo. Y este Espíritu nos enseña que «la ciencia de los santos es la verdadera prudencia»
(Prov 9,10). Trátase, pues, de una ciencia de santidad, aprendida en la oración, asimilada y vivida
por el que ha de transmitirla, que brota del alma a manera de rayos de luz y calor celestial que
iluminan y fecundan los corazones. Tal es «la doctrina de sabiduría» (RB 64) en que ha de
sobresalir el abad; «el tesoro del saber, de donde saque las máximas tradicionales y nuevas
inspiraciones» (Mt 13,52; RB 64) para dirigir a aquellos que se alistaron en la escuela del divino
servicio (RB, pról.). Idea que se renueva en el rito de la bendición abacial, cuando la Iglesia pide a
Dios para el electo «el tesoro de la sabiduría, para que sea experto en lo antiguo y en lo nuevo».
Lo mismo en este punto que en todos los demás, Jesucristo, «sabiduría de Dios» (cfr. 1Cor 1,24), se
nos ofrece siempre como modelo. «Yo soy la verdad» (Jn 14,6), dijo Jesús: «He venido a este
mundo para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37). El mismo Padre celestial proclama a Jesús
como verdad viviente, cuando dice: «He aquí mi Hijo muy amado: oídle» (Mt 17,5); y
verdaderamente, «la doctrina de Jesús no era de Él, sino de Aquel que le envió» (cfr. Jn 8,16).
Acuérdese, pues, el abad de que participa de la dignidad y misión del Príncipe de los pastores;
esfuércese en contemplar continuamente en la oración la ley divina que Jesús enseñó, y busque con
ahínco unirse a Él en la fe. Únicamente entonces será un faro de verdad, capaz de iluminar con sus
purísimos resplandores de celestial doctrina el corazón de sus monjes; porque su principal deber es
inculcar esta verdad divina en los espíritus «como una levadura que fecundice todas las acciones»
(RB 2).
De aquí se deduce que la doctrina que enseñe ha de ser perfectamente ortodoxa. Al constituir
Jesucristo a san Pedro en pastor de las ovejas y de los corderos, le otorgó la indefectibilidad en la fe;
al abad, en cambio, no le concede este privilegio; razón es, pues, que cuide sin cesar de asegurarse
de la pureza de su doctrina, no sólo para apacentar el rebaño, sino también para defenderlo. En esta
materia son enemigos todos los que ofrecen pastos emponzoñados a las ovejas. Por tanto esté muy
atento el abad a que el error o las opiniones erróneas no se introduzca en el aprisco. Si san Benito le
exige con tanta firmeza que «sea versado en el conocimiento de la ley divina» (RB 64), es para que
pueda discernir el error y condenarlo implacablemente.
Oigamos las graves y solemnes amonestaciones del gran Patriarca al abad para que mida la
responsabilidad que le incumbe: «El abad jamás podrá enseñar, establecer ni ordenar nada que se
aparte de los preceptos divinos. Tendrá presente que en el tremendo juicio se le tomará cuenta
rigurosa de su doctrina y de la dirección de sus monjes; que se le demandarán las pérdidas que el
Padre de familias comprobare en el rebaño» (RB 2). En la reunión antes de completas, no permitirá
que se lean más que las Escrituras canónicas o los escritos de los Padres, recomendados como
ortodoxos y «católicos» (RB 9 y 73), y, en el culto divino, se inspirará en la tradición de la Iglesia
romana «salmodiando al uso romano» (RB 13).
Se revela, pues, en toda la Regla, esta constante solicitud: el abad, como pastor que es, debe
identificarse con Aquél, cuyo mando reemplaza, a fin de guiar el rebaño confiado a sus cuidados a
pastos abundantes «hasta la montaña del Señor» (cfr. 1 Re 19,8.).
Terrible responsabilidad, sobre la cual insiste san Benito a menudo con una energía
desacostumbrada: «Que el abad–dice– tenga como verdad indudable la cuenta rigurosa que ha de
dar a Dios el día del juicio, no solamente de su alma, sino que también de las de aquellos que se le
han confiado. Este saludable temor de los juicios de Dios –continúa el santo Legislador– le hará
precavido, y el cuidado que ponga en dirigir las ovejas de Cristo será estímulo para él mismo
conservarse puro y sin mancilla delante del Señor» (RB 2).
Sólo con esta condición le asegura san Benito «la bienaventuranza eterna, prometida al siervo fiel
que distribuyó a tiempo entre los suyos el pan de la doctrina revelada, el alimento de la sabiduría»
(RB 64; cfr. Mt 24,47).

2. Como pontífice
Al ideal de pastor, tantas veces evocado en la Regla, añade la Iglesia en la bendición del abad el de
pontífice. En efecto, con las fórmulas de sus invocaciones, su rito y las insignias exteriores de que
reviste al electo, la esposa de Cristo quiere significar a la vista de todos la cualidad de pontífice que
vincula al oficio del jefe del monasterio por ella bendecido.
También en esto representa a Jesucristo el abad: el cual debe esforzarse, en cuanto se lo permita su
debilidad, en realizar este ideal sublime con la santidad de vida. San Benito se lo exige; debe «unir a
la doctrina de sabiduría el mérito moral» (RB 64).

Es necesaria al pontífice la santidad personal. Todo pontífice, dice san Pablo, es intermediario entre
Dios y los hombres (cfr. Heb 5,1); él presenta a Dios las oraciones y los votos del pueblo y, por su
conducto, se comunican a las almas los dones celestiales. Mal podría allegarse a Dios y abogar
eficazmente por el pueblo, si no fuera agradable al Señor por la pureza de su vida.
Llamado Jesús por el Padre a ser por derecho propio el Pontífice único, es «santo, inocente,
inmaculado, segregado de los pecadores y ensalzado sobre los cielos» (Heb 7,26); tan encumbrado
que es el mismo Hijo de Dios y, como tal, objeto de las complacencias del Padre: por esto puede
abogar por nosotros. Además de la santidad personal, posee Jesús «la gracia de cabeza», por la cual
es «cabeza nuestra», un medianero todopoderoso, que comunica a todo su cuerpo místico vida y
santidad. Toda acción de Jesús, además de homenaje de amor supremo a su Padre, es fuente de
gracia para los hombres.
Algo análogo tiene que verificarse, en cuanto lo permita la naturaleza humana, en quien es cabeza
del monasterio. Cuando la Iglesia lo establece canónicamente, pide a Dios que le comunique «el
espíritu de la gracia de salvación»; que «se complazca en derramar sobre él el rocío de copiosas
bendiciones». El obispo, extendiendo las manos sobre la cabeza del elegido, pide que sea
verdaderamente elegido del Señor y digno de ser santificado.
Desde este momento ha de esforzarse el abad en no vivir y santificarse únicamente para sí, sino para
sus hermanos; de suerte que pueda decir como el Pontífice supremo, cuyo representante legítimo es,
y de cuya dignidad participa: «Me santifico por ellos» (Jn 17,19). El día de su profesión monástica
se consagró a Dios sin reserva para glorificarlo en su perfección personal; mas, después de la
bendición abacial, debe tratar con empeño de procurar, en la medida de sus fuerzas, la gloria de
Dios, con la santidad y la fecundidad de las almas que se le han confiado, «a fin de que el pueblo
que sirve al Señor crezca en mérito y en número» (Oración super populum del martes de Pasión).
Cada grado de unión mayor con Dios y cada paso adelante en la vía de la santidad, le hará más
poderoso ante Dios y más fecundo en su acción sobrenatural sobre los espíritus y corazones: todo lo
cual da una importancia capital a la santidad personal que san Benito exige del abad.
Acuérdese siempre el abad, dice el santo Patriarca, de que «debe dirigir las almas a Dios» (RB 2), y
de que en toda sociedad el jefe debe ser «el modelo del rebaño» (1 Pe 5,3). Sin duda alguna, el abad
comunica al monasterio su propio sello, reflejando sobre él su manera peculiar de ser. Con razón
puede decirse: «Cual es el abad, tal es el monasterio»; lo cual podemos comprobar si registramos la
historia de las órdenes religiosas. Los primeros abades de Cluny, Odón, Odilón, Máyolo y Hugo, los
cuatro fueron grandes y admirables santos, a quienes la Iglesia concedió el honor de los altares; su
santidad ilustró a la Abadía con tan brillantes resplandores, que era llamado el célebre monasterio
«atrio de los ángeles» [Vita sancti Hugonis auct. Hildeberto. Migne, P. L., t. CLIX, 885].
Todos tuvieron un largo abadiato; de suerte que las dos primeras centurias de Cluny son una
verdadera florescencia de santidad. Después les sucedió otro que estaba bien lejos de la santidad de
sus predecesores, y Cluny comenzó entonces a decaer en el camino de la perfección, siendo
necesarios para encauzarlo de nuevo los esfuerzos reformatorios de otro santo, Pedro el Venerable.
Este ejemplo, entre mil, demuestra que el abad es la Regla viviente que plasma a su imagen el
monasterio.
¿Por qué la santidad personal es, además, indispensable en el abad? Para cumplir enteramente su
oficio de medianero. Dice san Gregorio en uno de sus escritos, que si un embajador no es persona
grata al soberano a quien es enviado, lejos de favorecer la causa representada, corre riesgo de
comprometerla; y en otra parte, afirma que el Pontífice no podrá interceder eficazmente por su
rebaño si no es un familiar de Dios, por la santidad de vida. [«¿Cómo podría usurpar el lugar de
intercesor ante Dios en pro del pueblo quien no sabe hacerse familiar de su gracia con el mérito de
su vida?» (Reg. past., I, 10. Cfr. Lex Levitorum, por Mgr. Hedley, obispo de Newport. Traducción
francesa, pág. 218). Nótese que san Gregorio emplea las palabras «mérito de su vida», empleadas
también por san Benito].
No basta, pues, que el abad observe una vida pura, irreprensible, para que pueda con su ejemplo
arrastrar a sus hermanos por el camino de la santidad: es preciso que sobresalga por «el mérito de su
vida», para poder interceder con más eficacia delante de Dios en favor de su rebaño; y con ello
señalamos la condición más alta de la influencia vital que la cabeza puede ejercer sobre los
miembros de la sociedad monástica. En el Antiguo Testamento, los jefes de Israel, como Moisés,
obtenían los divinos favores para su pueblo, porque eran santos, amigos de Dios. «Id a mi siervo
Job –oímos al Señor–; él rogará por vosotros; le atenderé benévolo y olvidaré vuestro proceder
insensato» (Job, 42,8).
Moisés y Job eran, en ese punto, figuras anticipadas de Cristo, único y verdadero medianero que
puede aplacar la justicia del Padre y obtenernos todos los dones celestiales. Y ¿por qué nuestro
divino Pontífice decía que «siempre era oído del Padre» (Jn 11,42), sino porque «siendo puro,
inmaculado, más alto que los cielos» (Heb 7,26), es por excelencia «el Hijo de predilección»? (Col
1,13).
Si, pues, el abad quiere desempeñar dignamente su misión, debe tratar con todas veras de unirse a
Dios. En Jesucristo, la humanidad estaba hipostáticamente unida al Verbo, y de esa unión fluían
raudales de gracias sobre las almas; por analogía, y en cuanto se compadece con la humilde
condición humana, el abad debe unirse y vivir la vida del Verbo divino, para extraer de «sus tesoros
de sabiduría y ciencia» (Col 2,3) las gracias que ha de derramar sobre su rebaño.
Tenga entendido que sólo con una vida de oración alcanzará esta fecunda unión. Como Moisés en la
montaña, debe tratar familiarmente con Dios (Cfr. Ex 19,3-20,21; 32,11-14.30-35; Dt 5,23-31) y
entonces podrá comunicar eficazmente a sus hermanos las órdenes del Señor y las luces recibidas
en el comercio asiduo con Aquel que es «padre de las luces, de quien desciende todo don perfecto»
(Sant 1,17), capaz de regocijar a las almas.

3. Debe brillar por su discreción


No tendremos una idea perfecta de la misión que san Benito señala al abad, si no conocemos las dos
cualidades principales que con tanta insistencia exige en él el Legislador monástico: la discreción y
la bondad.
La discreción es una de las notas características de la Regla de nuestro glorioso Padre; lo notaba san
Gregorio [Diálog., lib. II, c. 36] al compararla con las otras reglas ascéticas de la antigüedad
cristiana. Pero donde resalta por manera admirable esta cualidad es en el capítulo que dedica al
abad. San Benito quiere que el abad, en el gobierno de las almas, tenga por norma la discreción, que
es «madre de todas las virtudes» (RB 64).
Y ¿qué es la discreción? Es el arte sobrenatural de discernir y disponer todas las cosas en orden a un
fin, adoptando los medios conducentes según la naturaleza y conforme a las circunstancias. Y ¿cuál
es este fin? «Encaminar las almas a Dios» (RB 61), y llevarlas, no como se quiera, sino de modo
que los monjes cumplan su cometido de buen grado. Así, menester es, dice el santo Legislador, que
«pondere bien todas las cosas» (RB 64); declarando bien su pensamiento lo resume en una fórmula
concisa y muy significativa: «Que se acomode a la diversidad de caracteres» (RB 2).
Esta es la norma ideal que regula la conducta práctica del abad con sus hermanos; la noble divisa
que, observándola bien, le hará salir airoso en este arte tan difícil y delicado, que san Gregorio
llama «arte de las artes» [Regula pastoralis, I, 1], de «dirigir las almas» (RB 2).
En este punto, exige san Benito al abad un conjunto muy armónico de cualidades bien diferentes: la
firmeza unida con la dulzura, la autoridad moderada por el amor. Observemos con qué exquisito
tacto escoge los términos que califican el ejercicio de la discreción. Quiere que el abad sea «celoso
sin ansiedad», «prudente sin timidez» (RB 64); que «busque siempre el reino de Dios y su justicia»
(RB 2), sin descuidar los intereses del monasterio que «debe administrar sabiamente» [RB, cap. 52];
ame a los hermanos y odie los vicios (RB 64); «use de prudencia en la corrección, no sea que,
queriendo raer demasiado el orín, se rompa el vaso» (RB 64); muéstrese muy flexible en su
gobierno, acomodándose a las circunstancias y disposiciones de cada uno: ya sean de carácter
expansivo o reconcentrado; ya predomine en unos la inteligencia y, en otros, el sentimiento; ya sean
dóciles o adustos, «menester será que se adapte a todos los temperamentos» (RB 2).
Con el discípulo indócil, muéstrese «como maestro severo», mientras hará patentes «las ternezas de
padre» al que de veras busca a Dios. «A las almas bien dotadas, ávidas de encontrar a Dios, será
suficiente que el abad les proponga la doctrina celestial, mientras que a los espíritus más simples o
de un temperamento más difícil, el pastor habrá de indicarles el camino con su ejemplo». «A uno
ganará con halagos, a otro con reprensiones, al tercero con la persuasión». Preciso será que se
conforme y adapte al temperamento de todos. Sólo así podrá alegrarse en el aumento del rebaño y
de su progreso en el bien, sin tener que lamentar detrimento alguno en las almas que le han sido
confiadas (RB 2).
Resumiendo estas magníficas enseñanzas acerca de la discreción, nos deja el santo Legislador esta
fórmula lapidaria, fruto de su gran experiencia en dirigir las almas: «Obre el abad de tal modo que
los aventajados deseen más y los débiles no rehúyan» (RB 64).

4. Por su bondad
¿Es acaso la discreción la única virtud fundamental que san Benito requiere del abad? No; quiere
que una a la discreción el amor; o mejor, el amor de las almas será el que comunicará al jefe del
monasterio y perfeccionará en él el tacto sobrenatural. Sólo un amor intenso e individual de las
almas le moverá eficazmente a conducirlas a Cristo, según los talentos, aptitudes, debilidades,
necesidades y aspiraciones de cada una.
Elevemos por unos momentos nuestra mirada hasta la Trinidad adorable: ¿qué contemplamos? Al
Verbo, que, con el Padre, es principio del Espíritu de amor. Como Verbo encarnado, Cristo pasó a
ser «el Buen Pastor, que da su vida por las ovejas» (Jn 10,11.15), dándonos «la prueba mayor del
amor» (Jn 15,13). Y si Cristo, como enseña expresamente san Pablo, tomó con la naturaleza todas
nuestras miserias, excepto el pecado, fue «para constituirse en pontífice compasivo, y saber así
mostrarse misericordioso para con la debilidad humana» (Heb 2,17).
San Benito, que estaba saturado del espíritu evangélico, refleja este espíritu de misericordia en toda
su Regla. Recordemos con qué bondad quiere que el abad y los oficiales que hacen sus veces traten
a los niños (RB 37) y a los ancianos (RB 37), a los monjes delicados de salud (RB 36), a los
peregrinos (RB 53) y a los pobres (RB 53); con cuánta humildad y delicadeza ordena que sean
recibidos los huéspedes y forasteros (RB 53); qué solicitud por los enfermos (RB 36) en aquellos
capítulos consagrados a los miembros doloridos de Cristo; todo ello revela la ternura del gran
Patriarca.
Mas, en el capítulo del abad es donde especialmente intima al jefe del monasterio este precepto del
amor: «Ame a los hermanos» (RB 64). Sí, el abad ha de amar intensamente a sus monjes con un
amor igual para todos» (RB 2); «porque todos somos uno» en Cristo –añade san Benito–, en el cual
no hay esclavo ni libre, puesto que todos fuimos igualmente llamados a la misma gracia de
adopción y a la participación de la misma herencia celestial».
Con todo; así como Dios se complace más con aquellos que mejor reproducen la imagen de su
Divino Hijo –en esto consiste el ideal de nuestra predestinación–, de la misma manera puede el
abad «mostrar más amor a los que, con sus buenas obras y su obediencia, se aproximan más a este
divino modelo» (RB 2).
Insiste mucho san Benito sobre el amor que el abad debe tener a sus monjes. Sin ambages dice que
«ha de procurar ser más amado que temido» (RB 64): es decir, que su gobierno nada tenga de
tirano. Este amor del abad ha de extenderse hasta donde sea posible, sin limitación. Leed, si no, el
capítulo en que nuestro glorioso Padre trata minuciosamente «de la solicitud que ha de guardar el
abad con los que cometen alguna falta» (RB 37), y veréis que el Legislador aduce el ejemplo del
Buen Pastor, que deja las noventa y nueve ovejas para ir tras una sola que se había extraviado. (Cfr.
Lc 15,4-7)
Mas esta bondad no debe degenerar en debilidad culpable. Jesucristo, tan amable y misericordioso,
¡cómo se irrita contra la maldad! Perdona a la Magdalena y a la adúltera, y ¡con cuánta
mansedumbre tolera los defectos de sus discípulos!, pero, ¡qué firmeza ante el vicio, especialmente
el orgullo farisaico! (Cfr. Mt 23,13-33)
Asimismo el abad, representante de Cristo, se ha de esforzar, por «arduo y difícil que sea su
cometido», en imitar en esto al divino modelo: «ame a los hermanos, mas aborrezca los vicios». Si
hay necesidad de corregir a un monje en algo, repréndalo caritativa y fraternalmente. Cierto, un
superior excesivamente severo podrá causar estrago en las almas; pero no es menos cierto que
decaería en el monasterio la observancia si el abad, benigno en demasía, no corrigiera los abusos o
accediera a todo cuanto se le pidiere.
Sin embargo, en todo, sea la caridad la norma de su proceder. Podrá ser que durante cierto tiempo
un monje no rinda lo que de él se esperaba ¿Qué hacer entonces? ¿Abandonarlo a sí mismo? Al
contrario; espere el abad con gran paciencia la hora de la gracia, y acuérdese, dice nuestro glorioso
Padre, del patriarca Jacob, que no fatigaba sus rebaños con jornadas demasiado largas (Gén 33,13;
RB 64); no olvide que no todas las almas son llamadas a un grado de perfección idéntico, y
condescienda con aquellos cuyos progresos son más lentos y penosos.
Pero, ¿qué hará el abad con los que verdaderamente son de mala voluntad? En este caso, quiere san
Benito que use con todo rigor «del hierro de la separación»; no sea, dice, que una oveja enferma
inficione todo el rebaño (RB 28). Con todo, mientras no tropiece con una obstinación incorregible,
«abunde en misericordia» a imitación de Jesucristo, a fin de que, según lo prometido en las
Bienaventuranzas, «alcance igual misericordia»; porque «ha de recordarse de su propia fragilidad»
(RB 64).
Procure, finalmente, que tengan perfecto cumplimiento en su gobierno aquellas bellas palabras que
nuestro santo Padre trae a propósito del mayordomo fiel: «Que nadie se inquiete en el monasterio,
que es casa y familia de Dios» (RB 31). Todos los corazones sencillos y rectos que buscan a Dios y
viven de su gracia deben siempre sobreabundar en gozo y, con el gozo, en «la paz que sobrepuja
todo sentimiento» (Fil 4,7).

5. Actitud del monje respecto de su Abad: amor humilde y sincero


Hemos visto ya, en el comienzo del capítulo en que san Benito trata del abad, asentar el principio
fundamental de donde deriva toda la doctrina: «Hay que creer que el abad hace las veces de Cristo
en el monasterio»; este principio es la piedra de toque que define la actitud de los monjes fieles a su
vocación.
Esta idea es importantísima para nosotros. ¿Por qué? Porque el monasterio es una sociedad
sobrenatural «donde se vive de la fe» (Heb 10,38). Ponderemos bien la expresión «hay que creer».
Es gran acto de fe ver a Jesucristo en el abad; y esta fe vigorosa y lúcida es la que debe iluminar
toda nuestra conducta y fecundar todos nuestros actos. O creemos, o no. Si no creemos con fe firme,
poco a poco, insensible pero fatalmente, llegaremos a desviarnos del superior, de su persona y
doctrina; pero estemos ciertos también de que, por el mismo hecho, nos apartamos del principio de
la gracia, porque «hemos de saber –dice san Benito– que sólo por esta vía de la obediencia se va a
Dios». [San Benito –RB, cap. 61– cita este texto cuando habla de la obediencia que deben prestarse
mutuamente los hermanos; esta obediencia supone naturalmente la que se debe al superior; y lo que
se dice acerca de los frutos espirituales de aquélla a fortiori debe aplicarse a ésta].
Pero si creemos que el abad representa a Cristo, nuestra actitud respecto de él se inspirará en esta
misma fe. ¿Y cuál será esta actitud? Estará llena de amor, de docilidad de espíritu y de obediencia
de acción.
El abad, como indica el nombre que le da san Benito, es «padre»: Abba, Pater. Por esto el santo
Legislador exige a los monjes «un amor humilde y sincero para con su abad» (RB 72).
Pretender de los monjes un amor sentimental o de entusiasmo, sería una puerilidad. No; aquí se trata
de un amor sobrenatural tributado a Dios, a quien, con espíritu de fe, vemos en la persona del abad.
San Benito quiere, además, que este amor sea «humilde y sincero». Un conjunto de cualidades tan
completo y notable como exige el santo en el abad, es punto menos que imposible encontrarlo en un
hombre, y pocos superiores reunirán una suma de condiciones tan diversas como las que enumera
aquí san Benito. El abad posee, ciertamente, las gracias de su estado; pero éstas no transforman su
naturaleza; y cualquier hombre, por buena voluntad que tenga, quedará siempre inferior al ideal.
¿Qué haremos, pues, en presencia de defectos e imperfecciones que descubramos en el abad –
nuestro abad, dice san Benito–, aquel que para nosotros representa a Jesucristo? ¿Iremos a
descubrirlas, analizarlas, a hablar con otros de ellas para criticarlas o censurarlas? ¡Oh, no! Tan
insensato proceder sería la ruina del espíritu de fe. ¡Qué lejos estaríamos de poseer aquel «amor
sincero y humilde»! Nada sería más dañoso al alma, porque nada hay más contrario a la letra y al
espíritu de nuestra profesión religiosa.
Abstengámonos, con gran cuidado, de semejantes recriminaciones; y, si acaso algún hermano se nos
acerca a quejarse del superior y criticarle, la mejor obra de caridad que podremos hacerle será
recordarle su profesión monástica y procurar reducirle a los sentimientos de generosa donación de sí
mismo y de humilde sumisión prometidos con juramento. A ejemplo de dos de los hijos de Noé,
corramos un velo sobre las imperfecciones del superior y no imitemos la conducta ruin del otro hijo,
que hizo mofa de la desnudez de su padre, y así no incurriremos en la maldición de Cam (Gén 9,18-
27), sino, por el contrario, seremos objeto de las bendiciones que recibieron los otros dos hermanos.
Las murmuraciones, las críticas –y no hablemos de las burlas– contra el superior, no cambiarán para
nada la situación que se pretende desaprobar o criticar; las más de las veces no se consigue más que
enconar los ánimos, sembrando la agitación en las almas, privándolas de la paz y alegría,
debilitando su íntima unión con Dios, y, en cuanto a los promotores, se atraen sobre sí la maldición
pronunciada un día contra Cam.
Castigo parecido fulmina san Benito, tan compasivo, por otra parte, contra los revoltosos e indóciles
que, despreciando o haciendo caso omiso de los avisos que se les dan, son rebeldes a todos los
cuidados del pastor: «Que la muerte sea, en definitiva, su castigo» (RB 2).
La palabra maldición responde bien al significado terrible de aquellas palabras con que, a propósito
de esto, ilustró el Señor a santa Margarita María, y que no pueden leerse sin espanto:
«Oye bien las palabras que salen de la boca de la Verdad: los religiosos distanciados y desligados
de sus superiores deben ser considerados como vasos de reprobación, que corrompen los buenos
licores; en ellos el sol de justicia produce el mismo efecto que el sol material sobre el fango: los
endurece. Dichas almas son de tal manera arrojadas de mi corazón, que cuanto más tratan de
allegarse a mí por los sacramentos, oraciones y ejercicios piadosos, tanto más me alejo de ellas a
causa del horror que me producen. Irán de un infierno a otro: porque la desunión es la perdición de
las almas, y el superior, sea bueno o malo, ocupa mi lugar. El súbdito que le resiste, anda inquieto, e
inútilmente implorará mi misericordia, pues no le oiré si no es por la voz del superior». [Vie et
oeuvre de la B. Marguerite Marie, publicadas por el monasterio de la Visitación de Paray-le-
Monial, 3ª edición, por Mgr. Grauthey, arzobispo de Besancon, t. I, pág. 264].

6. Docilidad de espíritu
El amor sincero y humilde hacia el abad debe traducirse en una gran docilidad de espíritu a sus
enseñanzas, y en una obediencia generosa a todo lo que disponga. También aquí la fe es nuestro
guía luminoso.
Dios, que todo lo hace sabiamente, se acomoda en el obrar a nuestra naturaleza: habla a la
inteligencia para mover la voluntad, y así la luz se convierte en principio de acción. Por esto dice el
Apóstol: «Dios quiso salvar el mundo y santificar las almas por la predicación, aunque ésta parezca
locura a los ojos de los sabios» (1 Cor 1,21). Esta voluntad de Dios, así como todos sus designios,
es adorable. Notad bien que Cristo no mandó a sus Apóstoles escribir, sino predicar; y por este
medio renovó el mundo. El Verbo es el que santifica las almas; mas, para lograrlo, hubo de
revestirse de forma humana y tangible.
De igual manera el Verbo toma asimismo una forma sensible por la predicación, y, mientras la
palabra se desprende de los labios y suena en los oídos, el Verbo interior penetra en el alma y se
insinúa suave y fuertemente en la voluntad. Cual eco íntimo de lo que sucede en el mundo exterior,
«la fe proviene del oír» (Rom 10,17). Pero, continúa el Apóstol, «¿cómo nacerá esta fe si no hay
quien la predique?» (Rom 10,14). Jesucristo ha provisto a ello: «He aquí que yo os envío: id y
predicad a toda criatura» (Lc 10,3; Mc 16,15).
Estos enviados de Cristo no hablan por cuenta propia, sino en nombre del que los envió: «El que a
vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia» (Lc 10,16). Son ellos
«los embajadores de Cristo, como si Dios nos exhortase por medio de ellos» (2 Cor 5,20). Por
consiguiente, su palabra no es de hombres, sino de Dios; el cual manifiesta su poder en los que
creen [«Al oir la palabra de Dios que os predicamos, la acogísteis no como palabra de hombre, sino
como palabra de Dios, cual en verdad es, y obra eficazmente en los que creéis» (1 Tes, 2,13)].
Porque es de saber, dice san Pablo, que «es Cristo el que habla en nosotros» (2 Cor 13,3).
Por donde se echa de ver la obligación que pesa sobre todo legítimo pastor de repartir a sus ovejas
el pan de la doctrina. Esta obligación incumbe también al abad, quien, como hemos visto, en virtud
de su institución, y por voluntad expresa de san Benito, es missus, esto es, constituido por la Iglesia
sobre una porción del rebaño de Cristo.
Mas su palabra, como la de todos los mensajeros de Cristo y aun la del mismo Señor, no siempre
produce los mismos efectos. Lo que se ha dicho de la humanidad de Jesucristo: «Será causa de ruina
y principio de resurrección para muchos» (Lc 2,34), se puede decir de la palabra evangélica. Es
semilla de vida, pero no fructifica, afirma el mismo Verbo (Lc 8,15), más que en los corazones bien
dispuestos. Observemos lo que sucedió al Señor durante los años de ministerio. A pesar de que era
el Hijo de Dios, enviado del Padre, proclamado Maestro por el oráculo divino: «Oídle» (Mt 17, 5); a
pesar de ser la sabiduría eterna y de estar sus enseñanzas henchidas de unción del Espíritu de amor,
siendo sus palabras, según El mismo declara, «espíritu y vida» (Jn 6,64), ¿qué dijeron aquellos que
le escuchaban con corazón torcido? «Dura es esta palabra, ¿quién la puede oír?» (Jn 6,61).
¿Estaban faltos de inteligencia aquellos oyentes y discípulos? No: pero su corazón se resistía. Y
¿cuál fue el efecto de aquella actitud?: «Abandonar a Jesús desde aquel momento» (Jn 6,67).
Abandonaron a Cristo «para su perdición» (Mc 16,16). Veamos, en cambio, qué conducta más
diferente observaron los Apóstoles. Escucharon de boca de Jesús las mismas palabras; mas para sus
corazones rectos y simples fueron palabras de salvación. Y vosotros, les preguntó el Maestro,
«¿queréis iros también?» «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68-69),
¿De dónde esta diferencia, y quién ha abierto este abismo que media entre los dos grupos de
oyentes? Las disposiciones del corazón.
Lo que decimos de la predicación de Jesús se puede también afirmar de la de todos sus enviados:
«El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia». Ahora bien,
dice san Benito que el abad hace las veces de Cristo; conviene, pues, oírle como se oiría a Cristo,
«con corazón bueno» (Lc 8,15). Al comienzo del Prólogo leemos una palabra importante. El gran
Patriarca nos invita a acoger «con alegría» y ejecutar eficazmente sus enseñanzas. Y para obtener
este resultado nos dice que «inclinemos el oído de nuestros corazones a sus palabras». [San
Gregorio usa muchas veces las mismas palabras y en idéntico sentido: «Si oye la palabra de Dios el
que es de Dios y no puede oírla el que no lo es, pregúntese a sí mismo cada cual si oye esta palabra
con los oídos de su corazón, y sabrá a qué espíritu pertenece» (Homilía 18 sobre el Ev.)]
Por donde, si escucha únicamente el espíritu, sin que coopere el corazón, la palabra de Dios no
producirá todos sus frutos. Y de la misma manera, si escuchamos las palabras de aquel que ocupa
entre nosotros las veces de Cristo sin fe y humildad, sin espíritu filial, como quiere san Benito
(Admonitionem patris. RB, pról.), antes bien con espíritu fiscalizador o con un corazón reservado,
tales palabras, aunque las profiera un santo, serán estériles y aun nocivas a las almas, con la terrible
consecuencia de que en el día del juicio se nos pedirá estrecha cuenta de todas las enseñanzas de
que no hemos querido aprovecharnos. [Habla san Pablo de «los ojos iluminados del corazón»
necesarios para conocer la verdad» (Ef 1,18)]. Por esto, el Salmista exclamaba: «Si oyereis hoy la
voz del Señor, no endurezcáis vuestros corazones» (Sal 104,8). Y ¿cómo se endurece el corazón?
Por el orgullo del alma.
«Bienaventurados aquellos –nos dice el Señor– que oyen la palabra divina» (Lc 11, 28) con fe y
humildad, aunque sean o se consideren más sabios que el que les predica; recibiéndola con «un
corazón sencillo y bien dispuesto» (es siempre la misma idea), aquella semilla dará «el ciento por
uno», y aquella abundancia de frutos «que regocija a nuestro Padre que está en los cielos, porque en
ella es glorificado» (Jn 15,8).

7. Obediencia de acción
A la docilidad del espíritu, san Benito ordena que el monje una la obediencia de acción: «que por
amor de Dios se someta al superior con toda obediencia» (RB 7). Sobre este punto trataremos más
adelante, porque el santo Patriarca le consagra un capítulo importante. Lo que sí hemos de notar
aquí es un doble aspecto muy característico del modo de obrar de nuestro Padre san Benito. Por una
parte, revela una gran amplitud de miras en la organización material de la vida monástica; por otra,
una fidelidad casi ilimitada a los menores detalles de la observancia, cuando han sido fijados por la
autoridad.
Bien lejos de todo lo que parezca convencionalismo y formulismo, el Legislador del monacato deja
a la discreción del jefe del monasterio muchas particularidades, algunas no de poca monta. Por
ejemplo: le repugna, al hablar de la alimentación del monje, fijar con demasiada precisión la
cantidad o la calidad, porque «cada uno –en lo que toca a sus necesidades corporales– tiene su
propio don de Dios» (RB 40); y así, en caso de enfermedad y a los delicados les permite comer
carne (RB 36 y 39), y de un modo general el uso moderado del vino (RB 40). Más aún: si algún día
el trabajo de los monjes es más fatigoso que de ordinario, el abad podrá aumentar la cantidad
acostumbrada (RB 39).
Igual libertad le concede en el vestir: escogerá lo más conveniente según el clima y otras
circunstancias (RB 55); y al tratar de las penas y castigos por las faltas cometidas, lo deja en general
«al arbitrio del abad» (RB 34). La misma distribución de los salmos, en el oficio divino, la deja a su
facultad si encuentra mejor modo de hacerlo que el trazado en la Regla (RB 18).
Vemos, pues, la gran discreción y libertad con que establece y reglamenta san Benito las cosas
materiales; pero no es menos notable la escrupulosidad de obediencia que exige a las menores
prescripciones, una vez establecidas. La autoridad del abad se extiende, en cierto modo,
indefinidamente: todos, desde el prior y el mayordomo hasta el último de los hermanos, «deben
obedecer las disposiciones que el abad estime útiles» (RB 3). Cualquier acto ejecutado
conscientemente sin la anuencia del abad se reputará a presunción, y por mínimo que sea incurrirá
en la sanción debida: «Quede sujeto a la pena regular quienquiera que se atreviere a hacer alguna
cosa por pequeña que sea, sin orden del abad» (RB 67).
Esta completa sumisión se extiende, como es natural, al uso de los objetos del monasterio: «A nadie
es lícito dar, recibir o tener cosa propia sin permiso del abad» (RB 33). San Benito va aún más
lejos: los mismos actos de mortificación ejecutados por los monjes fuera de lo ordinario son
considerados por él como «presuntuosos, vanos e indignos de recompensa» si no han sido antes
autorizados y bendecidos con su beneplácito y oración. «Que todo se haga según la voluntad del
abad» (RB 49).
¿Cómo explicar un proceder en apariencia tan contradictorio? ¿Cómo conciliar exigencia tan
estrecha y generosidad tan amplia? San Benito tenía una inteligencia asaz perspicaz, para no hacer
consistir la perfección monástica en tal o cual detalle de la vida común: semejante conducta
acusaría una tendencia farisaica que repugnaba a la grandeza de su alma. En esto demuestra su
maravillosa discreción. Estos detalles tienen sin duda su importancia, mas sólo constituyen la
materia de la perfección; la forma de ésta es mucho más elevada: es la entrega absoluta e
incondicional del monje a la voluntad divina por medio de una obediencia llena de amor y
generosidad.
Por esta razón se muestra san Benito tan exigente una vez que se ha manifestado esta voluntad. «La
obediencia que se presta a los superiores, se presta a Dios» (RB 5). Así también, añade, los que
anhelan la vida eterna, «desean vivir bajo la autoridad del abad» (RB 5). Subrayemos bien el
término adoptado: nuestro glorioso Padre no dice que soporten la autoridad del jefe del monasterio,
sino que la deseen. Tan cierto es que el santo Legislador ve en la obediencia «la ruta segura que
lleva a Dios» (RB 71).
Fiel a su método, esencialmente cristiano, el gran Patriarca muestra a sus hijos el único ejemplar de
perfección, Jesucristo: mediante la obediencia al abad imitarán los monjes a Aquel que dijo: «No
vine a hacer mi voluntad, sino la del que me envió» (cfr. Jn 6,38; RB 7).
Esta es la fecundidad sobrenatural del principio asentado por san Benito: «En el monasterio se
considera al abad como representante de Cristo». El abad conduce las almas a Dios troquelándolas
en la imagen del Hijo, en quien el Padre tiene todas sus complacencias.
No perdamos jamás de vista este principio esencial, porque es la síntesis perfecta de toda nuestra
vida, cual faro luminoso y benéfico que nos dirige. El abad ocupa el lugar de Cristo: es el jefe de la
sociedad monástica, pontífice y pastor; los monjes deberán rendirle un amor humilde y sincero, una
gran docilidad de espíritu, y una obediencia perfecta. Una comunidad benedictina animada de tales
sentimientos, será el verdadero palacio del Rey, el paraíso donde «la justicia y la paz se darán el
beso de amor» (Sal 84,11). De estas almas que tan «de veras buscan a Dios» (RB 58), brotará,
según la expresión del santo Patriarca, este suspiro íntimo y generoso: «Padre, hágase tu voluntad
así en la tierra como en el cielo». Esfuércese el abad por la oración humilde, por la continua
sumisión a la sabiduría eterna y la unión íntima con el Príncipe de los pastores, en conocer esta
voluntad divina, para proponerla a sus hermanos; y que éstos, a su vez, la cumplan con una
obediencia generosa inspirada en el amor.
Y cuando el Señor (por seguir sirviéndonos de las palabras de san Benito) (RB, pról.) mire a la
tierra para observar si hay almas que le buscan, reconocerá en la comunidad corazones que le son
gratos, porque son la imagen del Hijo de su amor; verá realizado en ella aquel sublime ideal del
Espíritu Santo en las sagradas Escrituras: «He aquí una generación que busca al Señor, al Dios de
Jacob» (Sal 23,6).
Nada hay que revele tan sensiblemente esta admirable y fecunda doctrina sobrenatural como la misa
conventual celebrada por el abad rodeado de la corona de sus monjes. Revestido de las insignias de
su dignidad, el jefe del monasterio ofrece a Dios la Víctima santa; o más bien, por su ministerio,
Jesucristo, Pontífice supremo y mediador universal, se ofrece al Padre. El abad presenta a Dios los
homenajes, los deseos y los corazones mismos de los monjes, de los cuales sube al cielo un perfume
de sacrificio y de amor, que recibe el Padre por mediación de Jesucristo «en olor de suavidad» (Ex
24,41).
En este solemne momento de la oblación santa, en que las voces se funden en una misma alabanza y
los corazones se aúnan en un mismo esfuerzo de adoración y de amor hacia Dios, el abad digno de
este nombre podrá repetir las palabras que el divino Pastor pronunció ante sus discípulos en el
momento en que iba a entregarse por sus ovejas: «Padre, tuyos eran y me los diste… No pido que
los saques del mundo, sino que los guardes del mal… Que sean una misma cosa conmigo como yo
y tú lo somos, y que tu amor esté con ellos y a todos les sea dado contemplar un día la gloria de tu
Cristo y compartir tu bienaventurada compañía con tu amado Hijo y vuestro común Espíritu» (cfr.
Jn 17).

IV. La familia cenobítica


Relaciones entre los miembros de la familia monástica, actividad y carácter de su vida
Asentado que el abad es el fundamento de la familia cenobítica, para completar el cuadro sintético
del ideal benedictino, que ha de conocer el postulante que aspira al claustro, preciso será examinar
los diversos elementos de los que resulta la vida orgánica y la misma existencia íntima de dicha
familia.
Trataremos, primeramente, de las relaciones jerárquicas entre el abad y los monjes; veremos
después las clases de actividad que deben ponerse de manifiesto dentro del cuadro de esta
organización y que pueden reducirse a la oración y al trabajo; presentaremos también la estabilidad
en la vida común como elemento característico de la sociedad cenobítica, y, finalmente, pondremos
de relieve los sentimientos que deben animar a todos los moradores del monasterio para realizar el
ideal del gran Patriarca.

1. Relaciones jerárquicas entre el abad y los monjes


Habréis notado la singular analogía que existe entre el gobierno de la Iglesia y el ordenado por san
Benito para la institución monástica; ello revela en el santo Legislador un sentido profundamente
cristiano, asociado al genio romano. [Es solamente una analogía. Entre la Iglesia y el monasterio
hay puntos de semejanza, pero existen también diferencias, y algunas, considerables. Las más
importantes: el soberano Pontífice es infalible, privilegio que no comparte el abad; la autoridad del
Papa sobre la Iglesia es universal; la del jefe del monasterio, limitada, etc.]
La constitución que la Sabiduría eterna dio a la Iglesia establece en ella un régimen monárquico y
jerárquico, que refleja en la tierra la monarquía suprema de Dios en el cielo y la jerarquía allí
reinante.
Como base de la Iglesia, sociedad visible, Jesucristo puso un fundamento visible en la persona de
Pedro y sus sucesores: de ellos deriva todo poder y jurisdicción. Igualmente, del abad quiere nuestro
Padre, san Benito, que dependa toda la organización del monasterio (RB 65). La suprema autoridad
y toda delegación: los oficiales, prior, mayordomo y decanos, son designados por el abad. Del prior
dice san Benito que «debe instituirlo el mismo abad» (RB 65). Y no sólo está al arbitrio del abad la
primera investidura de estos oficios, sino que también en el ejercicio del cargo y en los actos que
ejecutan no podrán nunca apartarse de las normas y órdenes que les señale. Esta concentración de
poderes en manos del abad es una de las ideas más explícitas del código monástico.
[«Este prepósito cumpla reverente lo que le mande el abad sin contravenir en nada a su querer y
disposiciones» (RB 65); «nada haga el celerario sin orden del abad; cumpla fielmente cuanto se le
mande; cuide de todo lo que el abad le confíe y no presuma entrometerse en lo que le hubiese
prohibido» (RB 31); «los decanos velarán solícitos de todo... con arreglo a los mandatos de su
abad» (RB 21)].
Con todo, por absoluta que sea, no es arbitraria la autoridad del abad. El soberano Pontífice, al
enseñar, debe seguir la doctrina de Cristo y el sentido de la tradición. De la misma manera el abad,
dice san Benito, «no podrá jamás preceptuar lo que es contrario a los divinos mandamientos»;
conviene que se «atempere, como los demás, a la Regla, maestra de la vida». [Adviértase, no
obstante, que el Papa es no solo intérprete de las leyes de la Iglesia, sino también legislador]. Sin
embargo, así como el Vicario de Jesucristo es el intérprete autorizado de las leyes de la Iglesia, así
el abad es el regulador que fija, si es necesario, el sentido del código monástico, lo modifica y
permite las excepciones que juzga convenientes para la buena marcha de la comunidad.
Por otra parte, el abad no debe obrar guiado exclusivamente de sus propias luces. Así como el Papa
se asesora del consejo de los cardenales, cuyo dictamen sigue en muchas circunstancias, también el
abad halla en los «ancianos», seniores, los consejeros que le ilustran en muchas ocasiones ordinarias
en que esté interesada la vida de la abadía.
San Benito va más lejos todavía. En los asuntos que afectan gravemente a los intereses espirituales
o temporales del monasterio, quiere que el abad reúna a sus monjes, les exponga de qué se trata y
solicite su parecer. Y ¿cuál es la razón de pedir este consejo? Porque «muchas veces –dice el santo
Legislador– revela Dios a los más jóvenes lo mejor» (RB 3. Cfr. Dan 13). En esto se demuestra una
vez más el espíritu sobrenatural que rigió a nuestro Padre al redactar la Regla.
Adviértase que esta consulta es bien distinta de la que ocurre en los parlamentos. San Benito quiere
que «los monjes emitan su parecer con humildad y sumisión, sin defender tenazmente sus puntos de
vista particulares». Y luego «han de esperar la decisión del abad» (RB 3). El jefe del monasterio
deberá, sin duda, disponerlo todo con justicia. Por otra parte, el Derecho canónico establece
garantías para determinados casos, en los que, como en la admisión de novicios a la profesión, se
requiere el voto de la comunidad.
Mientras el abad no resuelva, todos podrán hablar con humilde franqueza, y hasta con empeño
respetuoso; después, dice san Benito, tendrán que acatar la resolución, sin atreverse a impugnarla
delante ni a espaldas del abad (RB 3). Murmurar o tornar a discutir lo ya juzgado, contendere,
queda rigurosamente condenado por el santo Legislador, como contrario al espíritu de fe y de
amorosa sumisión que debe informar al verdadero monje.
Esta patria potestad que al abad concede san Benito, nos hace ya presentir el carácter familiar que
debe informar la vida cenobítica. El reino de Dios es una familia. «La familia de Dios» [Oración de
la 5ª domínica después de Epifanía; 1ª domínica de Cuaresma; 21ª domínica después de
Pentecostés, etc], dice la liturgia refiriéndose a la Iglesia, haciéndose eco de aquellas palabras de
san Pablo: «He aquí que ya no sois huéspedes o extraños, sino conciudadanos de los santos y
familiares de Dios» (Cfr. Ef 2,19). Y Jesús había dicho que todos somos hermanos, y que su Padre
lo es también nuestro. «Subo a mi Padre y a vuestro Padre» (Jn 20,17).
Todos los cristianos, hijos de Dios por la gracia de adopción, forman, en efecto, una familia en
torno al Primogénito, Hijo único del Padre, objeto de sus complacencias; deberán, pues, asemejarse
a Él en el grado de unión intima que los allegue y serán más o menos agradables a Dios según la
mayor o menor perfección con que reproduzcan en sí mismos la imagen de este Hijo único,
«constituido primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29). En esto consiste su predestinación
divina.
El Papa es el padre visible de esta familia de Dios en la tierra. De igual prerrogativa goza el abad
dentro de la reducida familia monástica; es, en verdad, según frase del gran Patriarca, «el Padre del
monasterio que debe proveer a todas las necesidades de sus hijos» (RB 33). En la familia que
nuestro santo Padre llama «casa de Dios» (RB 31), todo se ordena a que los miembros, «no
anteponiendo nada al amor de Cristo», reproduzcan en sí mismos los rasgos del Hermano
primogénito, cuyas huellas deben seguir en todo momento.
De este mismo principio de la patria potestad se desprende otra aplicación, generalmente
confirmada por la tradición, por más que no esté expresamente consignada en la Regla: que el poder
del abad, a semejanza del que ejerce el Sumo Pontífice, es vitalicio, es decir, que sólo la
Providencia pondrá término a su autoridad, al mismo tiempo que a su vida. En otros institutos más
modernos sus superiores, llamados priores, guardianes, rectores, tienen los cargos por un período de
tres años, y en ello está la vitalidad y perfección de dichos institutos; por el contrario, la sociedad
monástica constituye una familia en la que el abad, llamado «Padre», conserva normalmente el
poder toda la vida: es esto lo característico del cenobio benedictino y uno de los principios
fundamentales de la institución monástica. Esta continuidad del poder abacial asegura al monje en
un mayor grado el «bien de la obediencia» que vino a buscar en el claustro. Por otra parte, esta
forma de gobierno está calcada en la que Jesucristo, sabiduría eterna, dispuso para el gobierno de su
Iglesia.
No pretendemos negar que este régimen tiene sus inconvenientes; que a través de la historia
encontramos malos abades, como también hubo papas indignos, pues se trata de un sistema humano
y ninguno de éstos es perfecto: sin embargo, contra abusos posibles, la Iglesia se previene con
garantías y remedios, como son el régimen monástico, las visitas canónicas, los capítulos generales
y otras determinaciones del Derecho. Sea de ello lo que fuere, el carácter monárquico y absoluto de
la autoridad del jefe del monasterio subsiste. A nuestras costumbres democráticas y al humano
orgullo repugnará este sistema; con todo hay que reconocer que es el más conforme al espíritu de la
Regla del Legislador monástico. Allí donde los monjes «buscan sinceramente a Dios», la unión más
estrecha une a los hijos con su padre, y reina en sus inteligencias y corazones la paz, fruto del
Espíritu de amor.

2. Actividades propias de la familia monástica: la oración


Delineados de modo general los rasgos de la sociedad monástica, veamos ahora las actividades que
debe desplegar y que en términos concretos podemos reducir a dos puntos: la oración y el trabajo:
ora et labora.
Al organizar nuestro glorioso Padre la vida cenobítica no se propuso algún fin peculiar, como sería
cuidar a los pobres, misionar, cultivar las letras o dedicarse a trabajos científicos: precisamente esto
es lo que radicalmente la distingue de las órdenes religiosas que después se fundaron. No
intentamos, ciertamente, al compararlas, exaltar a unas en desdoro de otras; pues todas ellas son
flores que esmaltan el jardín de la Iglesia e inspiración del Espíritu Santo. Cada una tiene su belleza
propia, su especial fulgor; y ocupa cada una de ellas un lugar en el Corazón de Cristo y glorifica al
Padre con sus obras. Empero, dice santo Tomás, para penetrar la naturaleza de una cosa, menester
es conocer tanto los elementos positivos como los negativos; o en otras palabras, preciso es
distinguir para definir.
Todos los religiosos han dejado los bienes terrenales por seguir a Cristo: «He aquí que lo
abandonamos todo por seguirte» (Mt 19,27). Mas el modo de seguir e imitar a Cristo difieren en
cada orden, según su vocación particular: hay quienes buscan a Dios en los pobres; quiénes en las
misiones entre infieles; unos tienen en la predicación su finalidad propia; los otros se consagran a la
educación de los niños; y este fin peculiar absorbe todas las energías y esfuerzos e imprime a la
respectiva sociedad el carácter específico y la propia modalidad.
El monje «busca a Dios» en sí mismo (RB 68), por sí mismo: éste es el fin adecuado de toda la vida
monástica, el que le presta todo su valor y su belleza. Las diversas formas de actividad, de trabajo,
de celo o de caridad, no son para él más que consecuencias y manifestaciones de «esta búsqueda del
bien único» (cfr. Lc 10, 42), según la perfección de los consejos del Señor, pero jamás el objeto y
finalidad de su vida.
El santo Patriarca, al escribir la Regla, se propuso fundar una sociedad sobrenatural, una escuela de
perfección en la práctica de la santidad evangélica tomada en toda su amplitud: un centro de todo
puro espíritu cristiano. Los miembros de esta sociedad, que abandonaron los bienes terrenales por
seguir a Cristo, aquel Cristo «al cual nada han de preferir» (RB 4 y 72), trabajan para llegar a la
unión con Dios mediante la práctica lo más perfecta posible de los preceptos y consejos del
Evangelio (RB, pról.). A esta sociedad san Benito la organiza de un modo semejante a como lo hizo
el Verbo encarnado con su Iglesia.
Ahora bien: de las obras impuestas al cristiano tienen más importancia ante Dios aquellas que
dependen de virtudes más excelentes, como las teologales y la religión, o se refieren a ellas. He ahí
por qué ciertos deberes que se derivan de la virtud de religión son tan graves, que están prescritos a
todos los cristianos sin excepción. Tales son, por ejemplo, oír la santa misa, la recepción de ciertos
sacramentos, la oración; mientras que para las otras obras se les concede la libre elección y máxima
libertad; no se les ordena ocupación determinada, como no se les proscribe ninguna profesión
honesta, con tal que no les impida el cumplimiento de sus obligaciones religiosas.
En una «escuela de perfección cristiana» (RB, pról.), este principio debe, naturalmente, reafirmarse
y acentuarse. En la sociedad sobrenatural fundada por san Benito, cuyo fin es la perfección
evangélica, necesariamente la práctica de la religión debe ser el punto culminante; y ahí
encontramos el porqué de tantos capítulos como el Legislador consagra a ordenar el oficio divino.
[Sábese histórica y críticamente que las considerables ampliaciones que san Benito da al Opus Dei
provienen de que en el siglo V el Breviario no estaba unifórmemente dispuesto. Convenía, pues,
reglamentarlo para los religiosos].
Es ésta la obra por excelencia a la cual todo debe posponerse, y que será para el monje, con la lectio
divina, el trabajo y las obligaciones anexas a los votos, especialmente al de obediencia, el medio
más a propósito para alcanzar su objetivo: la unión con Dios. [La obediencia aceptada por amor es
el medio principal. Per accidens, sin el oficio divino podrá el monje santificarse, mas no sin la
obediencia].
Esta obra es de rigor en todos los monasterios; las otras, en cambio, dependerán de las
circunstancias de tiempo, lugar y personas, y sólo se emprenderán mientras no impidan la de
carácter primordial, el oficio divino. Es éste, y debe continuar siendo, la obra por excelencia, porque
es, según la bella expresión del Patriarca, «la obra de Dios» (RB 43, 47 y 52), la que glorifica
directamente a Dios y es para el monje fuente perenne, la más importante y fecunda, de su oración
íntima y de su trato asiduo con Dios.
Para más adelante dejamos ampliar como se merecen estas consideraciones; ahora, en conjunto, no
queremos más que hacer resaltar estos puntos capitales en la exposición sintética de los diversos
elementos de la vida cenobítica. Baste, pues, señalar la importancia que, tanto nuestro santo Padre
como toda la tradición benedictina, han dado siempre a la obra de Dios.

3. El trabajo. Espíritu que debe informarlo


Con ser el oficio divino tan importante, no constituye, sin embargo, ni puede constituir, como
acabamos de ver, el fin de la vida monástica; éste hay que buscarlo necesariamente en algo más
elevado. Tampoco es nuestra obra exclusiva, ni lo característico de nuestra vocación, pues no
actuamos de canónigos, ni nos hemos propuesto directamente, al profesar, recitar el oficio coral. En
efecto: ni la Regla, que prescribe especialmente la oración y el trabajo, ni la tradición nos permiten
afirmar que la obra de Dios constituye una prerrogativa especial de nuestra orden.
[«La oración canónica es uno de los elementos de la vida benedictina, el más noble, sin duda, pues
se refiere directamente a Dios; pero permite otras actividades, sin que constituya por eso la finalidad
necesaria e indispensable a que se ordene toda lo demás. El lugar preferente que ocupa entre los
ejercicios del monje corresponde al que ocupaba en el aprecio y en la vida cotidiana de los primeros
cristianos». (El ideal monástico y la vida cristiana de los primeros tiempos, por Dom D. G. Morin)
En este libro, obra maestra y de gran originalidad, prueba el autor cómo la vida religiosa se
relaciona con la vida de los primeros cristianos, tal como aparece en los Hechos, para perpetuo
ejemplo de los cristianos de todas las épocas, y modelo de santidad, de fuerza y de fecundidad de la
Ecclesia perennis].
A la oración litúrgica y a la oración mental debe agregarse necesariamente el trabajo: Ora et labora.
Toda la tradición monástica es constante en afirmar que cuando estos dos medios, la oración y el
trabajo, han estado más florecientes, es cuando se han producido los frutos más copiosos de
santidad monástica.
Se comprende fácilmente que el trabajo es necesario al monje para realizar la santidad de su
vocación. No olvidemos que el trabajo es parte esencial del homenaje que la criatura racional debe a
Dios. Dios es, en efecto, el supremo artífice y el hombre debe imitar a su Creador. «Mi Padre –decía
Jesús– siempre trabaja, y yo también» (Jn 5,17). Aunque Dios encuentra en sí mismo la felicidad,
ha querido complacerse en las obras de sus manos. Vio que «era excelente» la creación (Gén 1,31);
que respondía perfectamente a su ideal eterno: «Se alegrará el Señor de sus obras» (Sal 103, 31).
De la misma suerte se complace el Señor en la armoniosa actividad desplegada por sus criaturas,
que le glorifican observando las leyes de su naturaleza. Ahora bien, el trabajo es una de las leyes de
la naturaleza humana. En el Génesis encontramos una palabra digna de notarse. Después de
describir la creación del mundo, el Espíritu Santo añade que Dios colocó al hombre en un jardín de
delicias. ¿Sería para pasar la vida en reposo o en la contemplación? No. «Debía cultivarlo y
guardarlo» (Gén 2,15). Ya, antes del pecado, Dios quería que Adán trabajase para ejercitar las
potencias y energías humanas; pero ese trabajo, además de fácil, era entonces delicioso; y era
también un himno de alabanza, un cántico de todo el ser humano al Creador.
Después de la caída renueva Dios la ley del trabajo, que ahora será a cambio de fatigas y sudores
(Gén 3,19). El trabajo pasa a ser penoso e ingrato, y constituye con la muerte la gran penitencia, la
suprema mortificación impuesta al hombre pecador. San Benito, que no preceptúa explícitamente en
la Regla cilicios ni disciplinas, habla en diferentes capítulos del trabajo, que es una verdadera
penitencia y sin el cual resulta imposible progresar en la unión con Dios. [Las prácticas especiales
de penitencia aflictiva están claramente indicadas, aunque en veladas expresiones, cuando se trata
de la observancia de la Cuaresma; pero van simplemente sugeridas y se dejan a la iniciativa del
monje, bajo el control del abad. Cf. infra La renuncia de sí mismo].
¿Por qué hemos venido, en efecto, al monasterio? Para «buscar a Dios». Ahora bien: nuestra ley es
encontrarle, no solamente con la oración, sino que también con el trabajo. Será Dios tanto más
asequible para nosotros cuando más le glorifiquemos, y le glorificaremos desplegando y poniendo
libremente nuestras energías al servicio de su voluntad suprema. Buscar sus comodidades y una
baja satisfacción en la ociosidad, es contravenir el plan establecido por Dios y hacernos indignos,
por tal conducta, de sus favores.
Veamos cómo se comporta Dios con su Hijo al encarnarse. El Padre le quiere «obrero» como es Él
y para nuestra enseñanza; y Jesucristo acepta este programa y lo realiza completamente. ¿No le
llama, por ventura, «hijo de un artesano» (Mt 13,55) el Evangelio? Sabía Jesús que era Dios;
conocía la grandeza de la misión que venía a desempeñar en la tierra; y, no obstante, pasa treinta
años de su vida en la oscuridad de un humilde taller; y sus mismas correrías apostólicas, durante la
vida pública, no son más que un continuo y fatigoso trabajo por la gloria del Padre y en provecho de
las almas.
De modo que el monje que pretende llevar a cabo y con toda perfección el programa de la vida
cristiana, mirándose en Cristo, su primer y auténtico ejemplo, ha menester consagrar al trabajo un
período importante de su existencia.
La determinación de las formas y objetos de este trabajo es múltiple.
Según el texto de la Regla, el tiempo disponible, después del oficio divino, debe dedicarse al trabajo
manual o a lecturas que, intensamente rumiadas, faciliten la «búsqueda de Dios». El santo
Legislador consagra un capítulo entero al trabajo manual (RB 48); permite que en el monasterio se
ejerzan diferentes artes y oficios (RB 57), pero sólo en casos de verdadera necesidad los monjes
recogerán las mieses por sí mismos (RB 58).
En tiempos posteriores, y en virtud de una evolución contenida en principio en la misma Regla, el
trabajo material cedió ante el intelectual, especialmente cuando los monjes fueron investidos de la
dignidad sacerdotal.
No es posible poner de realce aquí las múltiples facetas que ofrece la obra del monaquismo a través
de los siglos; pero una cosa debemos consignar, y es el espíritu íntimo que debe informar y vivificar
todo trabajo del monje: el espíritu de obediencia. El gran Patriarca, ¿intentaba crear en el
monasterio alguna empresa agrícola o industrial? No. ¿Acaso establecer una academia? Tampoco.
¿Tal vez fomentar una sociedad de sabios? Ni siquiera eso. ¿Qué pretende, pues? Una escuela de
perfección (RB, pról.). Y ¿a qué se acudirá a esta escuela? ¿A satisfacer el amor propio, a buscar el
placer intelectual o a mecerse en los sueños del diletantismo? No. Venimos a «buscar a Dios» (RB
58). Lo demás lo encontraríamos fácilmente quedándonos en el mundo.
Nosotros sabemos que la vía más directa para encontrar a Dios en el monasterio es la obediencia:
«Seguros de que por esta senda de la obediencia llegarán a Dios» (RB 71). San Benito reputa por
«presunción y vanagloria» (cfr. RB 49) las mortificaciones que se impone el monje sin contar con la
aprobación de la autoridad. Esto mismo debemos decir del trabajo: debe emprenderse y ejecutarse
según la voluntad y beneplácito del abad (RB 49). La obediencia bendice los esfuerzos y asegura el
éxito delante de Dios, porque atrae sobre nosotros y nuestras obras las luces de lo alto, que son
principio de toda fecundidad. «Brille, Señor, sobre nosotros tu esplendor, y dirige las obras de
nuestras manos» (Sal 89,17). Tal era la plegaria que antiguamente recitaba el capítulo conventual
antes de distribuirse a cada monje el trabajo cotidiano.
El monje que vive iluminado con esta luz divina, sabe ciertamente que toda obra que no la ordena,
aprueba o permite la obediencia es estéril para él y para el reino celestial. En vano trabajaremos en
edificar la ciudad espiritual si Dios, por la obediencia, no nos bendice y ayuda con su gracia: «Si no
edificare el Señor la casa, en vano se afanan los que la construyen» (Sal 126).

4. La observancia de la vida común


Otra característica de la vida cenobítica, como la concibe y organiza san Benito, es la estabilidad.
El gran Patriarca desea que, en cuanto sea posible, tenga el monasterio todo lo necesario, porque
«no conviene que el monje ande fuera vagueando» (RB 66). El mundo, por el cual Jesús no rogaba
(Jn 17,9), tiene sus máximas, costumbres y modos de obrar contrarios al espíritu cristiano y
sobrenatural; su ambiente es funesto al alma que quiere guardar el perfume de «la vida escondida en
Dios» (Col 3,3). El verdadero ambiente social y moral donde debe desplegarse naturalmente en
Dios el alma del monje es el claustro: ni aun so pretexto de celo debe dejarlo si no es por
prescripción de la obediencia.
La estabilidad, desconocida antes de san Benito, la constituyó Él, como objeto de un voto, en virtud
del cual el monje se incardina por toda la vida al monasterio y comunidad de que forma parte. El
Santo reprendió cierto día a un solitario de la Campania porque se había atado a una roca con una
cadena [San Gregorio, Diálog., lib. III, c. 16]. Nosotros nos ligamos a Cristo con la estabilidad;
empero, este voto no será grato a Dios si no cuidamos de guardarlo con amor, perseverando firmes
en la observancia de la vida cenobítica.
Para comprender la importancia de este punto, bueno es recordar un principio que todos conocemos,
pero que, atendida su capital importancia, siempre es provechoso rememorar.
Todas las divinas misericordias nos provienen de la predestinación en Jesucristo: es ésta una de las
verdades más claramente expuestas por san Pablo, el Apóstol que fue arrebatado hasta el tercer
cielo y fue escogido y formado por el mismo Jesucristo. Desde la soledad de su prisión escribe a los
de Éfeso, que la aurora de toda gracia está en la eterna elección que Dios hizo de nosotros en su
Hijo: «Bendito sea Dios –dice– Padre de nuestro Señor Jesucristo que nos colmó de bendiciones
celestiales y nos eligió en Él» (Ef 1,3-4). Por un libre movimiento de amor quiso escoger el linaje
humano, elegirnos para constituirnos en hijos suyos; pero ante todo comenzó por la predestinación
de la humanidad de su Hijo Jesucristo.
En la mente divina, Jesús «es el primogénito entre las criaturas» (Col 1,15); por esto Dios exorna
esta naturaleza humana «con todos los tesoros de ciencia y sabiduría» (Col 2,3), de modo que
aparezca llena de gracia y verdad» (Jn 1,14), objeto de las complacencias del Padre.
Pero Cristo atrae y une a sí mismo a la humanidad que viene a rescatar y salvar; y el Padre, por
Cristo y en Cristo, extiende sobre el cuerpo místico de su Hijo sus gracias y complacencias. Todo
cuanto exista separado de Cristo es como si no existiera para Dios; la unión con Jesucristo es
condición esencial para labrar nuestra salvación y santidad, como fue antes prenda de nuestra
elección: «en Él fuimos elegidos».
Pero, ¿cómo existimos nosotros y moramos en Cristo? Por la Iglesia. Después de la Ascensión, la
vía normal y regular de nuestra unión con Jesucristo, que la produce y la salvaguarda, es participar
del organismo visible que Él fundó. Ahora bien, así como el cuerpo de Cristo unido a su alma era
«el instrumento de la divinidad» y canal de toda gracia, así también no llegará ésta hasta nosotros si
no estamos unidos al cuerpo de la Iglesia. El bautismo que nos incorpora a esta sociedad es,
justamente con la fe, la primera condición de la gracia y de la misma salvación: «Se me ha dado
todo poder en el cielo y en la tierra –dijo Jesús–; id y enseñad a todas las gentes: el que creyere y
sea bautizado, se salvará» (Mt 28,18-19).
He aquí la ley establecida por Jesucristo mismo y ratificada por el Padre, quien remite a su Hijo el
juicio de todas las cosas (Jn 3,35; 5,22). «Nadie va al Padre –ninguno le es grato ni recibe sus
dones– sino por Jesús» (Jn 14,6). Nadie, por los medios normales y la ley ordinaria (ya sabemos que
en casos excepcionales basta el bautismo de deseo, y que muchos de nuestros hermanos cismáticos
están de buena fe); nadie, digo, puede unirse a Cristo si no es por la Iglesia; ni recibe su doctrina, ni
participa de su gracia fuera de la Iglesia; porque Cristo es la cabeza de su cuerpo místico; la Iglesia
forma parte «de su carne y huesos» (Ef 5,30), dice san Pablo; mas «nadie odia su propia carne –
continúa el Apóstol–, sino antes bien la regala y conserva para perfeccionarla». Esto es lo que hace
Jesucristo por su Espíritu vivificador.
Cuanto más se vive, pues, la vida de la Iglesia, aceptando sin reservas su doctrina, observando sus
preceptos y practicando su culto, tanto más abundantemente participamos de las gracias que Jesús
derrama incesantemente sobre su Esposa. La verdad irradia en el alma y la fecunda en la medida en
que estamos unidos más estrechamente a la Iglesia.
De aquí se deduce también qué mal grave sea la excomunión, que corta el manantial de la gracia,
como al sarmiento separado de la vid la savia ya no lo nutre y queda destinado al fuego. Como lo
indica la misma palabra, la excomunión separa al alma de la comunión de los santos, de la
«solidaridad de los bendecidos por el Padre» (cfr. Mt 25,34); la priva de todas las luces celestiales
que el Padre difunde para todas las almas en su Hijo Jesús; es como la sombra anticipada de la
excomunión final y maldición suprema: «Apartaos de mí, malditos» (Mt 25,41).
He aquí en síntesis el plan divino establecido por el Padre, que nos predestinó a compartir, como
hijos, su dicha infinita. «Todo don perfecto, que alegra al alma, viene de Él» (Sant 1,27) por su Hijo
Jesús; y éste no nos une a Él sino por la Iglesia, la dispensadora de las gracias del Esposo. Para
participar de ellas, menester es permanecer en este organismo visible y vivir su vida.

Hemos aludido antes de ahora a la analogía que hay entre la Iglesia y la sociedad monástica
instituida por san Benito.
Observaremos, primeramente, que las órdenes e institutos religiosos, promovidos por el Espíritu
Santo y reconocidos y aprobados por la Iglesia y asociados a ella oficial y canónicamente, tienen,
por esta razón, una unión más estrecha con la Esposa de Cristo; sus miembros, como privilegiados
de la Iglesia, se hacen acreedores con título especial a las bendiciones celestiales.
Pero menester es, para que estas gracias especiales lleguen a las almas, que vivan la vida orgánica
de la sociedad de que son miembros. Es ésta una verdad muy importante. Así como nosotros nos
incorporamos a Jesucristo por la Iglesia el día del bautismo, de la misma manera entramos en la
corriente de la gracia religiosa el día de nuestra profesión: desde entonces participamos eficazmente
de ella en la medida en que vivamos la vida común. Si alguno pretendiese desentenderse de los
ejercicios comunes, no vinculando a ellos ciertas gracias, por tratar directamente con Dios, caería en
el error de los protestantes, que se imaginan allegarse a Dios sin la ayuda de la Iglesia: quieren la
gracia divina a su modo; mientras los católicos buscamos a Dios como Él quiere que se le busque,
esto es, rindiéndole homenaje de humildad y de fe.
Nosotros, ¿qué pedimos el día de la recepción del santo hábito? «La misericordia divina y el ingreso
en la familia monástica», que nos obtendrá aquélla. Apartados de la vida común, que es la señal de
nuestra especial elección, seríamos los desechos de la orilla del río, que éste sigue humedeciendo,
pero sin querer arrastrarlos en las corrientes impetuosas de sus aguas vivas.
Bien se echa de ver la importancia que para el religioso tiene la vida común tal como está ordenada
y establecida; para el monje, como para el cristiano, la excomunión, aun en el mero sentido
monástico, como la establece san Benito, es una pena terrible.

Hay inteligencias, dice el santo Legislador, incapaces de comprender la gravedad de esta pena y el
daño que se acarrean, al ponerse en el caso de ser excluidos por el superior de la vida común. El
santo Patriarca establece esta pena para algunas culpas; pero entendemos que el así excomulgado no
está privado del amor paternal que el abad debe sentir por todos sus monjes. El amor humano, como
el divino, se compadece bien con la severidad que en ciertos casos hay que adoptar, y se manifiesta
tanto en la aplicación de castigos saludables, como en las recompensas y halagos. Para sanar a un
enfermo, ¿no acude a veces el médico a prohibiciones, a separaciones, a remedios amargos?
Serán rarísimos, en verdad, los casos en que el abad, único que la puede fulminar, se verá precisado
a decretar la excomunión, y aun entonces tiene esta pena diversos grados. Pero también puede
suceder que, si nos descuidamos, nosotros mismos nos excomulguemos; y entonces el daño es más
temible, por cuanto la reacción saludable es más difícil.
¿Y cómo sucederá esto? Por infidelidades consentidas y habituales; por la voluntad propia, que
gradualmente abandona los ejercicios y usos de la vida común. Hay individuos con tendencia a
preferir lo que hacen privadamente a lo que hace la comunidad como tal; se imaginan, por ejemplo,
que les es más provechoso pasar la recreación dedicados a Dios en el oratorio que departir en
conversación con sus hermanos: tal piedad, no solamente es falsa, sino prácticamente estéril o cosa
peor. ¿Cómo puede comunicarse Dios a unas almas que se apartan ellas mismas del curso de las
gracias por Él determinado? Es imposible: Dios se comunica solamente a las almas dóciles y fieles,
esto es, a aquellas que, obedeciendo a la autoridad legítima, están donde las quiere la obediencia, a
la hora y en el empleo que ella ordena. Si Dios no nos encuentra donde nos busca, no seremos
bendecidos: «Bienaventurados los siervos a quienes el amo al llegar encuentre vigilantes» (Lc
12,37).
Recordemos, por otra parte, que ninguna circunstancia externa puede impedir la acción divina y su
eficacia benéfica sobre las almas. Santa Catalina de Siena, en plena calle, mientras volvía una tarde
con su hermano menor Estéfano a su casa, tuvo su primera visión: se le apareció el Señor, sentado
en magnífico trono, y le sonreía amorosamente, al mismo tiempo que hacía sobre ella la señal de la
cruz.
«Y fue tan poderosa la bendición del Eterno, que fuera de sí, a pesar de que la jovencita era tímida
por naturaleza, se estuvo queda en la vía pública, con los ojos clavados en el cielo, en medio del ir y
venir de los hombres y animales» [Jörgensen, Santa Catalina de Siena, pág. 6].
Lo que sucede a los santos se realiza también proporcionalmente en toda alma fiel: Jesucristo busca
a veces los momentos que parecen humanamente más inoportunos, menos propicios al
recogimiento, para comunicarnos sus luces, y con tanta mayor abundancia, cuanto más despejada
esté de la propia satisfacción el alma, atenta sólo, por la obediencia, a cumplir la voluntad divina.
Prodiga sus luces a veces con tal esplendor, que el abrazo del Esposo es largamente saboreado y el
alma se embriaga en el perfume de la visita divina.
Cada uno puede excomulgarse a sí mismo, no sólo distanciándose de los demás, por infidelidades,
por piedad mal entendida, apartándose de los ejercicios, usos y costumbres de la vida común, sino
también por las singularidades. Se puede faltar en esto de diversos modos, pero principalmente
vamos a fijarnos en los ejercicios de piedad y devoción. Es fácil hallar pretextos para justificarse a
los propios ojos; persuadirse que así se demuestra un conocimiento más profundo de las cosas que
se ejecutan, pensar que se llevan a cabo acciones magníficas.
Empero, san Benito nos enseña que esto no es otra cosa, muchas veces, que vano orgullo; porque
esto equivale a decir: «Sé mejor que los otros lo que hay que hacer; comprendo mejor cómo hay que
obrar: no soy como los demás» (Lc 18,41). Por ordinarias y sencillas que sean las maneras usuales
de proceder, es una prueba de humildad, dice nuestro bienaventurado Padre, conformarse con ellas,
sin afán de distinguirse: «El octavo grado de humildad consiste en que el monje nada haga sino lo
preceptuado por la Regla común del monasterio y cuanto persuada el ejemplo de los mayores» (RB
7).
Es un punto éste de suma importancia, porque la gracia parece como que se halla vinculada a la
humilde observancia de las costumbres y tradiciones comunes. «Dios da su gracia a los humildes»
(1 Pe 5,5; Sant 4,6), mientras el orgullo, del que casi siempre procede el singularizarse, nos aparta
de Él y nos hace insoportables a nuestros prójimos, muchas veces sin darnos cuenta. Consideremos
a nuestro divino Salvador: ¿qué modelo más perfecto de santidad encontraremos para nuestro
ejemplo e imitación?
Es Dios la eterna Sabiduría encarnada; todo lo que hace es infinitamente agradable al Padre (Jn
8,29), no sólo porque es Hijo de Dios, sino porque todo lo hace con perfección divina. Durante
treinta años permanece en tal oscuridad –precisamente lo contrario del singularizarse– que al
empezar su vida pública sólo es conocido como «el hijo del artesano» (Mt 13,55). Asombraban a
todos su doctrina sublime, sus grandes milagros, porque hasta entonces se había abstenido de la
menor ostentación. Y ¡qué sencillez admirable en los actos de su vida pública! «Fatigado en sus
correrías apostólicas, se sienta sobre el brocal del pozo» (Jn 4,6). No muestra nunca afectación,
singularidad, ni exhibición. Y poseía, sin embargo, todos los tesoros de la ciencia (Col 2,3). En
comparación de la suya, ¿qué son nuestros conocimientos personales, toda la ciencia humana?
Suprema estulticia, nada.
El verdadero monje, que jamás pierde de vista al divino modelo, sigue siempre con sencillez,
rectitud y abandono filial las costumbres que son corrientes en la sociedad en que entró y que son
señal de la unidad que Cristo quiere reine en su cuerpo místico. Nos atreveríamos a decir que en
ellas encontrará exteriormente escrito para él el programa práctico de la perfección que juró buscar;
y si el demonio intenta engañarnos con el señuelo de estar más unidos a Dios por prácticas privadas,
con singularidades, no le atendamos. Si algún día alcanzásemos aquella santidad que san Benito
requiere de los ermitaños, y nos constase que esa era la voluntad de Dios, entonces sí podríamos
fabricarnos un retiro, tributando al Señor los homenajes de adoración y respeto, que pide de tal
vocación extraordinaria.
Entre tanto, ya seamos simples monjes, ya gocemos de la confianza del abad, que nos invistió de
parte de su autoridad, esforcémonos por observar la vida común: es el camino que nos trazó san
Benito, el mismo que nos señala el Señor. La observancia común será la señal de nuestra estabilidad
en el bien, como de la permanencia de la gracia en nosotros; porque en ella encontraremos a
Jesucristo, y viéndonos el Padre unidos a su Hijo en todo, nos colmará por Él «de toda bendición
celestial» (Ef 1,3).
[«Vale más un poco de obediencia –escribía Mons. Gay a una carmelita– que mucho de propia
voluntad, aunque ésta llegue a la inmolación de sí mismo. Mejor os quisiera ver en una vida común
que no en una vida más santamente brillante y aparentemente más inmolada». Mgr. Gay, directeur
de conscience, en Revue du clérgé français, 1916, II, pág, 313].

5. Relaciones mutuas entre los miembros de la familia cenobítica


La idea de la excomunión, desde el punto de vista monástico, presenta otros aspectos, aptos a
sugerirnos diversas enseñanzas.
Puede acaecer, y no será menos grave, que uno «excomulgue» a sus propios hermanos. ¿Cómo?
Faltando a la caridad y excluyendo a alguno, si no de su propio corazón, al menos de la irradiación
de su caridad efectiva. También se puede «excomulgar» a uno del corazón de los demás provocando
la desconfianza entre las personas. Es este un pecado tan contrario al espíritu cristiano, que
debemos ponernos especialmente en guardia contra él y obrar en esta materia con delicadeza suma.
La sociedad cenobítica es una, y el aglutinante con que están unidos sus miembros es la caridad. Si
ésta se resquebraja, se amortigua la vida divina en este cuerpo social; porque, en efecto, el signo
distintivo que infaliblemente caracteriza a los miembros de la sociedad cristiana es el amor mutuo,
según lo indicó el mismo Jesucristo: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis
caridad unos para con otros» (Jn 13,35). Lo mismo debemos decir de la Sociedad monástica: la
verdadera señal de la protección de Cristo sobre la familia cenobítica es la caridad que reina entre
sus individuos. ¡Ay del que, de cualquier modo, enfríe el espíritu de caridad! Al rasgar el vestido de
la Esposa se arranca a sí mismo la señal por excelencia del cristiano.
Jesucristo es uno: Él mismo nos asegura que cuanto hagamos al menor de nuestros hermanos –de
sus hermanos–, sea bueno o malo, a Él mismo se lo hacemos (Mt 25,40.45); y san Benito se lo
recuerda al abad mandándole amar a todos indistintamente (RB 2). Quiere que todos «se den
muestra de amor ferviente y casto» (RB 72). Este amor debe conocerse en que «anteponemos al
nuestro el bienestar de los demás» (RB 72); y este amor será causa de que «mutuamente y con gran
paciencia se toleren las enfermedades corporales y diferencias de carácter» (RB 72).
Se manifestará otrosí este amor en la mutua obediencia, en todo aquello, ya se sobreentiende, en
que directamente no intervino mandato superior: sumisión solícita «que podemos prestar en muchas
circunstancias en que se nos pide algún pequeño servicio» (RB 71).
Y porque exige que ese amor sea casto, quiere san Benito que sea respetuoso. Recuerda la
recomendación de san Pablo a los simples cristianos: «Adelantaos los unos a los otros en honraros»
(RB 72). ¿Cuál es la razón de este respeto mutuo? El ser cada alma en estado de gracia templo del
Espíritu Santo. Debemos respetar a nuestros hermanos como a cosas sagradas. El santo Legislador
reclama este sentimiento y actitud reverencial de modo especial en los jóvenes en sus relaciones con
los ancianos: «Honrar a los ancianos» (RB 4), y asimismo quiere que «se manifieste el amor»
principalmente por parte de los ancianos «respecto de los jóvenes» (RB 4). Seamos todos
respetuosos, evitando la familiaridad ineducada que degenera en menosprecio.
Respeto, amor y obediencia es el triple carácter que deben tener las relaciones de los miembros de
la familia monástica. Feliz mil veces la comunidad que abunda en tales sentimientos y cuyos
miembros son un solo corazón y una sola alma. Dios nuestro Señor, derramará copiosas bendiciones
sobre ella, porque cumple el deseo más ardiente de su Corazón, la aspiración de toda su vida: «Que
se funden en la unidad» (Jn 17,23). «El único medio con que podemos demostrar que Dios reina en
nosotros, escribe San Beda el Venerable, es el espíritu de la santa e indivisible caridad» [Vita
Bedae, auctore anonymo pervetusto. P. L. 90, col. 51]. El gran monje se hacía en esto eco fiel del
mismo Jesucristo: «Se conocerá que sois mis discípulos si os amáis mutuamente» (Cfr. Jn 13,35).

6. Estabilidad en el monasterio
Al unirnos el voto de estabilidad a la familia monástica, nos liga además al monasterio: y el monje
debe, por consiguiente, amar los muros mismos de la abadía. Es ésta para él la Jerusalén santa, «la
ciudad de paz», en que vive bajo las miradas de Dios, en la obediencia al representante de Cristo, en
la oración y el trabajo. Por ella repite todos los días la jaculatoria del Salmista: «Sea la paz el ornato
de tu fortaleza y afluya sobre tus muros la abundancia de los bienes» (Sal 121,7).
El verdadero monje que aborrece el egoísmo, fuente de la esterilidad espiritual, lo olvida todo por
su monasterio, soporta los trabajos más ásperos y se enfrenta con los asuntos más espinosos; porque
siente que el amor al claustro ennoblece los trabajos más humildes y fecunda las más ingratas
labores; jamás rehúsa lo que pueda ser útil al bien común y provechoso al lugar escogido. Hasta el
último momento le consagra su pensar, su amor, sus plegarias, sus fatigas, su misma vida: «Que mi
lengua se pegue al paladar si me olvidare de ti» (Sal 136,6).
En esta Jerusalén, el templo debe ser el centro del amor del monje. La iglesia abacial es, en verdad,
para él «el edificio sagrado, dedicado a Dios: una estancia grata en que resuenan las inefables
alabanzas y armonías de su canto, bajo las miradas del Señor tres veces santo, con el fervor de la
fe» [Himno de la Dedicación, a Laudes]. En ella, a diferentes horas del día, rodeado de la familia
monástica, el monje, cual otro Moisés en la montaña, levanta sus brazos al cielo por los hermanos
que luchan en la planicie; y está cierto de que, mediante su oración fervorosa y constante, puede
obtener la victoria para los ejércitos de Israel sobre los enemigos de Dios y de su pueblo.
Su mirada, iluminada por la fe, se extiende a todo lo concerniente al reino de Dios; su caridad,
inflamada por la devoción, quiere abrazar las almas todas que se revuelven en la ignorancia, el
error, la miseria, la tentación, el sufrimiento, el pecado; todas aquellas que se desviven por extender
en la tierra el reino de Cristo, y aquellas otras a quienes la llama del amor impulsa a estar más cerca
del Señor. A fin de hacer más eficaz su intercesión, une su plegaria a la omnipotente y siempre oída
de la divina Víctima, que extiende sus brazos sobre el nuevo Calvario, el altar mayor.
¡De qué veneración no rodea al altar mayor de su abadía, aquella piedra sobre la cual se difundió el
santo óleo y ardió el incienso sagrado! Nada ha perdido este altar de los carismas que descendieron
sobre él el día de la consagración: antes, al contrario, la misa conventual, a la que asiste diariamente
la familia monástica, lo consagra más y más; por esto el monje lo debe amar como lo ama el mismo
Dios. ¿No es acaso el altar con las cinco crucecitas en él esculpidas, y que representan las llagas de
Cristo, la imagen del Hijo predilecto? ¿No depositamos sobre él la cédula de nuestra profesión
monástica, uniendo así más estrechamente nuestra oblación al sacrificio de Jesucristo, para que
subiese al cielo en olor de suavidad? «He aquí que el perfume de mi Hijo es como el de un campo
fructífero bendecido por Dios» (Gén 27,27).
En este templo, en que todas las piedras rezuman adoración, sacrificio, acción de gracias y súplicas,
se detiene el monje a menudo ante la imagen del gran Patriarca para aprender de él la ciencia más
importante, la ciencia de las cosas divinas. ¿No fue por ventura nuestro santo Legislador el varón de
Dios por excelencia, vir Dei, el vidente que en toda su vida «anduvo delante de Dios en la
perfección»? (Gén 17,1). ¿No es él el nuevo Abraham a quien Dios prometió, como señal de
bendición celestial, «una posteridad numerosa y fuerte, que ilustraría su nombre»? (Gn 12,2).
San Benito tiene en su mano la Regla, que en su profunda humildad sólo conceptúa como «un
esbozo» [RB, cap. 83]. Pero nosotros sabemos que de ella se desborda el espíritu de santidad; y no
ignoramos la pléyade inmensa de monjes que, a través de los siglos, ha santificado; que aportó a la
Iglesia recursos poderosísimos y al mundo el fermento de una civilización cristiana. «¿Quién es
capaz de imaginar la extraordinaria influencia de este pequeño código (de la Regla) en el mundo
occidental durante catorce siglos?
San Benito pensaba en sólo Dios y en las almas anhelantes de Cristo: con la sencillez de su fe no
pretendía más que «establecer una escuela del divino servicio»; y porque él no buscaba más que «lo
único necesario», Dios bendijo la Regla de los monjes con una singular gracia de fecundidad, y a
san Benito reservó un lugar preeminente en el coro de los grandes Patriarcas» [Commentaire sur la
Regle de S. Benoît, por el Abad de Solesmes; Introduction, II. Este precioso trabajo de Dom Delatte
será citado más de una vez en estas Conferencias].
Esta santa Regla nos enseña que el ideal del monje debe consistir por entero en «buscar a Dios»
para comunicarlo a los demás; en máximas seguras sacadas del Evangelio traza el camino de la
perfección más sublime; después nos conduce a esta «busca» siguiendo las huellas de Jesucristo,
por el camino de la obediencia, de la oración y del trabajo. Con ella el monje se santifica
personalmente, se edifica socialmente el reino de Cristo y es glorificado el Padre celestial. Por ella
vive todavía el Patriarca en la Iglesia, puesto que infiltra en los que la observan el espíritu de
santidad del que fue llamado el «Bendito de Dios».
Ante la imagen del santo Legislador bien podemos alegrarnos y rendir a Dios humildes acciones de
gracias, pues aunque indignos, nos afilió a la estirpe santa de su posteridad. Debemos repetir por
nosotros, por nuestros hermanos y por cuantos habitan la santa ciudad de Dios, la plegaria que la
Esposa de Cristo pone en nuestros labios: «Promueve, Señor, en tu Iglesia el espíritu de santidad
que animaba a nuestro glorioso Padre san Benito, abad: para que, llenos del mismo espíritu, nos
esforcemos en amar lo que él amó y obrar conforme a sus enseñanzas».

II Parte. Punto de partida y doble carácter de la perfección monástica


V. «Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4)
La fe en la divinidad de Cristo, fundamento de la vida monástica
En las conferencias anteriores hemos procurado presentar en conjunto el ideal y la constitución de
la orden benedictina. «Buscar a Dios» únicamente, siguiendo el ideal, Jesucristo, tal es la finalidad
de la vida monástica; y, para obtenerla, el monje se propone recluirse en el claustro, vivir con sus
hermanos, compartiendo con ellos la oración y el trabajo en la obediencia al abad, que ocupa el
lugar de Cristo. He aquí, en líneas generales, lo que es la familia cenobítica.
Veamos ahora cómo un alma puede realizar prácticamente este ideal. Demostraremos que la fe es la
que le hace traspasar los umbrales del claustro, y es el amor el que la fija allí mediante la profesión
religiosa, semejante al neófito, que, al entrar en la Iglesia, practica un acto de fe y se hace miembro
de la sociedad sobrenatural por el bautismo, que es sacramento de iniciación y adopción. De la
misma manera la fe y la profesión religiosa son necesarias para unirse a Jesucristo en un estado de
perfección como el monaquismo.
Recordemos lo que le sucede al simple cristiano. Dios propone como modelo de imitación a su Hijo
Jesús; por dos veces, en las riberas del Jordán y sobre el Tabor, rompe su eterno silencio para
proclamar que el Hijo es viva expresión en forma humana de la perfección divina (Cfr. Mt 3,17;
17,5); y por elevada que sea la santidad a que llegan las almas, no pasa nunca de ser un reflejo de la
santidad del Verbo encarnado.
Y ¿cómo nos asemejamos a Cristo? ¿Cómo participamos de su gracia y santidad? Ante todo y
primariamente, por la fe. Dice, en efecto, san Juan: «Recibieron a Cristo los que creyeron en Él» (Jn
1,12). Esto es lo primero que Dios reclama de nosotros: «Creer en Aquel que envió» (Jn 6,29).
La fe es la primera disposición del que quiere seguir a Cristo; y debe ser la actitud inicial del alma
delante del Verbo encarnado. El cristianismo consiste en esto: aceptar con fe práctica la
Encarnación y sus consecuencias; la vida cristiana no es más que la traducción constante en obras
de este acto de fe en Jesucristo: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Sin este acto de
fe, que compromete nuestra vida entera, no podemos ser cristianos. Si aceptamos la divinidad de
Jesucristo, debemos aceptar, por consecuencia necesaria, sus voluntades, sus obras, sus
instituciones, su Iglesia, sus sacramentos y la realidad de su cuerpo místico.
El monje, con más razón que el simple cristiano, debe aplicarse a sí mismo lo que vamos diciendo.
Él tiende a realizar la perfección del cristianismo; no seremos, pues, monjes si no somos
primeramente cristianos; y no seremos monjes de verdad si no somos perfectos cristianos. Ahora
bien: acabamos de decir que es la fe en Jesucristo la que nos hace cristianos, discípulos de
Jesucristo y, por su gracia, hijos de Dios.
Trataremos de exponer lo que es para nosotros la fe: que es principio de nuestra victoria sobre el
mundo; victoria que proviene de Cristo por la fe que tenemos en Él y que nos hace hijos de Dios;
que es asimismo raíz y fundamento de la perfección monástica, no menos que de la vida cristiana:
por esto san Benito la llama «luz deifica» (RB, pról.). Después nos restará explicar cómo debemos
vivir de la fe y qué frutos nos reportará esta vida.

1. La fe vence al mundo
¿Qué es la fe? Es el homenaje total de la inteligencia a la veracidad divina.
Dios, proclamando al Hijo igual a Él, nos dice: «Oídle» (Mt 17,5). Y Cristo mismo dice: «Yo soy el
Hijo único de Dios: lo que conozco de los secretos eternos os lo revelo, y mi palabra es infalible,
porque yo soy la verdad» (cfr. Mt 11,27; Jn 14,6). Aceptando este testimonio de Jesucristo y
prestando el asentimiento de nuestra inteligencia a todas sus palabras, es cuando hacemos un acto
de fe.
Esta fe debe ser íntegra, extendiéndose objetivamente a cuanto Jesucristo dijo e hizo. No solamente
debemos creer en sus palabras, mas también en la divinidad de su misión, en el valor infinito de sus
méritos y de su satisfacción: nuestra fe debe abarcar al Cristo «total».
Cuando es viva y ardiente la fe, caemos a los pies de Jesús, rendidos a su voluntad; nos ligamos a Él
para no abandonarle jamás. Eso hace la fe perfecta que se convierte en esperanza y amor.
Para ser cristiano es menester que tengamos esta fe en Jesucristo: y no la poseerá quien no
posponga sus propias ideas, su interés personal, a las palabras, a la voluntad, a los mandamientos de
Cristo.
El monje posee, ciertamente, esta fe, y en él va más allá: le hizo abandonar el mundo por unirse
solamente con Jesucristo. ¿Por qué dejamos el mundo? Porque creímos en las palabras de Cristo:
«Venid, seguidme y seréis perfectos» (cfr. Mt 19,21). Nosotros respondimos al Señor: ¿Me llamas?
Heme aquí. Tengo en Ti tanta fe, tan persuadido estoy de que eres el Camino, la Verdad y la Vida,
de que todo lo encontraré en Ti, que sólo a Ti quiero aficionarme. Eres tan poderoso que puedes
conducirme al Padre que está en los cielos; que con tus méritos infinitos y con tu gracia puedes
hacerme semejante a Ti para que sea agradable al Padre; que puedes elevarme a la más alta
perfección, a la felicidad suma; y porque creo esto firmemente, porque confío en Ti, que eres el
Bien infinito, fuera del cual todo es vano y estéril, quiero adherirme a Ti únicamente, «abandonarlo
todo para seguirte y servirte únicamente a Ti»: «Mira cómo lo hemos dejado todo y te seguimos»
(Mt 19,27). Éste es un acto de fe pura en la omnipotencia e infinita bondad de Jesucristo.
Ahora bien: este acto de fe es, como nos dice san Juan, «una victoria sobre el mundo»; y, a
continuación, añade que «la fe que vence al mundo es aquella que nosotros tenemos en Jesucristo,
Hijo de Dios vivo» (1Jn 5,4-5). Reflexionemos un poco sobre estas palabras, pues son muy
importantes para nuestras almas.
¿Qué significa «vencer al mundo»? El mundo de que aquí hablamos no son los cristianos, fieles
discípulos de Jesús, obligados por su condición a vivir en el mundo, sino aquellos hombres que
viven la vida material sin más goces y deseos que los de acá abajo. Este mundo tiene sus principios,
sus máximas y sus prejuicios, inspirados todos ellos en lo que san Juan llama «concupiscencia de
los ojos, concupiscencia de la carne y soberbia en la vida» (1Jn 2,16). Por este mundo es por el que
nuestro adorable Salvador no ruega nunca (Cfr. Jn 17,9). Y ¿por qué? Porque existe entre él y
Jesucristo una incompatibilidad absoluta: el mundo desprecia las máximas evangélicas; para él es la
cruz locura y escándalo. (Cfr. 1Cor 1,22-23)
Este mundo ofrece riquezas, honores y placeres; halaga al hombre natural y le solicita con sus
atractivos. Mas nosotros, siguiendo a Cristo y adhiriéndonos únicamente a Él, despreciamos a
aquél, dando de mano a todo cuanto podía ofrecernos y prometernos, tanto para el corazón como
para el cuerpo; mostrándonos insensibles a sus sugestiones: ésta es la victoria sobre el mundo.

¿Y quién nos ha dado el triunfo? La fe en Jesucristo. Nos ofrecimos a Él porque creímos que es
Hijo de Dios, que es Dios, y es, por consiguiente, la perfección suma, la suprema felicidad.
Observemos al joven rico que se presenta a Jesucristo para ser su discípulo. Pregunta qué debe
hacer para alcanzar la vida eterna. Nuestro Señor, que «al verlo le amó» (Mc 10,21), le dice que
observe los mandamientos. «Los vengo guardando desde la niñez» (Mc 10,20), le contesta.
Entonces el Maestro acude al consejo: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, y ven y
sígueme» (Mt 19,21). Se retiró «triste» (Mt 19,22) –dice el Evangelio– al oír estas palabras, y no
siguió al Salvador. ¿Por qué se aparta el joven de Cristo? Porque tenía grandes riquezas: el mundo
lo tenía asido con sus bienes. Y porque él no creyó que Jesucristo era el bien infinito, superior a
todos los bienes, fue incapaz de «vencer al mundo».
Jesucristo nos comunicó esta luz de la fe el día de nuestra vocación; y gracias a esta luz, que nos
enseñó la vanidad del mundo, la vacuidad de sus goces y sus obras estériles, y reveló al mismo
tiempo la perfección en la absoluta imitación de Cristo, hemos vencido al mundo.
Bendita victoria, que nos libra de la más dura servidumbre, para darnos la libertad de los hijos de
Dios, a fin de poder adherirnos sin reservas a Aquel que merece todo nuestro amor.

2. Cómo esta victoria es preciosa y de qué vida es preludio


Lo que en realidad hace relevante esta victoria es el hecho de ser de suyo un don insigne del amor
de Cristo, el cual pagó por el precio nada menos que de su sangre. Oigamos lo que el Señor decía a
sus discípulos en los últimos momentos de su vida: «Confiad, yo vencí al mundo» (Jn 16,33).
Y ¿cómo venció al mundo? ¿Con oro? ¿Con el brillo de sus acciones externas? No: para el mundo,
Jesucristo no pasaba de ser «el hijo de un artesano» (Mt 13,55) de Nazaret. Fue humilde toda su
vida: nace en un establo, vive en un taller; durante sus correrías apostólicas muchas veces no
encontró albergue, ni en donde reclinar su cabeza (Mt 8,20). La sabiduría del mundo haría un
ademán de desdén al solo pensamiento de que se pudiera triunfar de ella con la pobreza y el
abatimiento.
¿Venció, pues, por el buen éxito temporal, inmediato de sus empresas o por otras ventajas humanas
propias para imponerse y dominar? Es evidente que no, pues fue escarnecido y crucificado. A los
ojos de los «sabios» de entonces su misión fracasó ruidosamente en la cruz: sus discípulos se
dispersan; el pueblo mueve la cabeza en señal de desprecio; los fariseos se mofan de Él, diciendo:
«He aquí que a otros salvó y a sí mismo no puede salvarse: que baje de la cruz y entonces
creeremos en Él» (Mt 27,42).
Y, no obstante, el fracaso no era más que aparente; precisamente en aquellos mismos momentos era
cuando Cristo vencía; a los ojos del mundo, desde el punto de vista humano, Jesús era un vencido;
pero a los ojos de Dios, era el vencedor del príncipe de las tinieblas y del mundo: «Confiad, yo he
vencido al mundo». Desde aquel momento, Jesucristo «fue constituido por el Padre en Rey de las
naciones» (cfr. Sal 2,6), y «sobre la tierra no hay otro hombre que sea para nosotros causa de
salvación» (Hch 4, 2), y «puso a sus enemigos por escabel de sus pies» (Heb 1,13; 10,13, Sal
109,1).
Igual poder de vencer al mundo da Jesús a sus discípulos. Mas, ¿de qué manera les hace
participantes de la victoria? Mediante la adopción divina por la fe. En este respecto nos da san Juan
una lección profunda que será bueno hagamos resaltar.
Dios es el Ser por excelencia, la Vida; se conoce plenamente y se dice a Sí mismo con una palabra
infinita lo que es: esta palabra es el Verbo; y el Verbo expresa toda la divina esencia, no sólo
considerada en sí misma, sino también en cuanto puede ser imitada de fuera. En el Verbo, Dios
contempla el ejemplar de toda criatura, aun de la meramente posible; en el Verbo tiene vida todo
ser. «Al principio existía el Verbo, y el Verbo era Dios; sin Él nada se hizo, y lo que se hizo era
vida en Él» (Jn 1,1-4) [Cfr. San Agustín, Tractat. I in Joan. n. 16 P. L. t. 35, col. 1387].
La vida natural, que trae su primer origen del Verbo, la hemos recibido inmediatamente de nuestros
padres.
Pero todos sabemos que hemos sido llamados a un estado superior, a compartir la vida de Dios
haciéndonos «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4). Esta vocación a una dicha infinita es
una obra de amor por excelencia, que corona, y en un sentido profundo explica todas las otras obras.
Si nuestra vida natural viene de las manos de Dios: «Tus manos me hicieron y formaron la totalidad
de mi ser» (Job 10,8; cfr. Sal 118, 73), la vida sobrenatural brota de su Corazón. «Considerad el
amor grande que el Padre nos ha manifestado, queriendo que seamos llamados hijos de Dios y que
lo seamos realmente» (1 Jn 3,1). Esta vida divina no destruye la natural en lo que tiene de buena,
antes bien, sobrepasando todas sus posibilidades, exigencias y derechos, la eleva y la transfigura.
Pero la fuente de esta vida divina y de sus efusiones es el Verbo: Dios nos ve en su Verbo, no
solamente como simples criaturas, mas también elevados al estado de gracia. Todo predestinado
representa una idea eterna de Dios. «Voluntariamente nos engendró por medio de su palabra de
verdad» (Sant 1,18). Cristo, el Verbo encarnado, «es la imagen a la cual debemos conformarnos
para ser y permanecer hijos de Dios» (Rom 8,29). Él es, según hemos dicho, el Hijo de Dios por
naturaleza; nosotros, por gracia; pero una misma vida divina es la que inunda tanto la humanidad de
Cristo como nuestras almas. Este Hijo único, nacido de Dios en los santos esplendores de una
generación eterna e inefable, es el Hijo de Dios vivo, porque posee la vida en sí mismo. Más aún:
«Él es la vida» (Jn 14,6); y lo que le mueve a revestirse de la humana naturaleza es únicamente el
hacernos partícipes de esa vida (Jn 10,10).
¿Cómo participaremos de esta vida? Recibiendo a Cristo por la fe. «A todos aquellos que lo
acogieron dio poder de hacerse hijos de Dios, a cuantos creyeron en su nombre y nacieron de Dios»
(Jn 1,12-13). Nuestro ingreso en la nueva vida es un verdadero nacimiento, que se efectúa por la fe
y el bautismo, sacramento de la adopción: «Nacido del agua y del Espíritu Santo» (Jn 3,3.5). Por
esto dice san Juan: «El que cree que Jesús es Hijo de Dios, de Dios nace» (1 Jn 5,1).
Es, pues, manifiesto que para «nacer de Dios», para «ser hijo de Dios», es necesario creer en
Jesucristo y recibirlo. La fe es el fundamento de esta vida sobrenatural, que nos hace participar de
un modo inefable de la vida divina; ella nos introduce en esta esfera sobrenatural, que es
completamente inaccesible a las miradas del mundo: «Vuestra vida está oculta con Cristo en Dios»
(Col 3,3). Es la sola vida verdadera, porque no fenece como la vida natural, antes florece en la
eternidad con una beatitud completa.
El mundo no ve, o mejor, no quiere ver ni conocer otra vida que la natural, ni en el individuo, ni en
la sociedad; estima y admira sólo lo que aparece, lo que brilla, lo que triunfa temporalmente; juzga
de las apariencias y según los ojos de la carne; no se funda más que en el esfuerzo humano y en las
virtudes naturales. Éste es su modo de apreciar y obrar. Ignora y desprecia sistemáticamente la vida
sobrenatural, y se mofa de una perfección que traspasa los lindes de la razón; el esfuerzo natural no
puede producir más que efectos del orden natural. «El que de la carne nace, carne es», dice san Juan
(Jn 3,6); lo que es producto de la naturaleza solamente, sin lo sobrenatural es nada a los ojos de
Dios: «la carne no aprovecha para nada» (Jn 6,64).
Un hombre sin fe, sin gracia, puede con un esfuerzo vigoroso y perseverante de la voluntad adquirir
cierta perfección natural; puede ser bueno, íntegro, leal, justo, mas esto no es otra cosa que una
moralidad natural, y siempre, desde algún aspecto, imperfecta. Entre ella y la vida sobrenatural,
entre ella y la vida eterna, media un abismo. Con todo, el mundo se satisface con esta perfección,
con esta vida natural.
La fe se eleva más arriba, y transporta al alma hasta Dios, por encima del universo visible. Esta fe,
que nos hace nacer de Dios, ser hijos de Dios por Jesucristo, nos hace también vencedores del
mundo. Admirable es esta doctrina de la epístola de san Juan: «Aquel que nace de Dios, triunfa del
mundo… Y, ¿quién es vencedor del mundo sino quien cree que Cristo es Hijo de Dios?» (1 Jn 5,4-
5).

3. La fe es también el principio de la perfección monástica y de la luz deífica con que debe


resplandecer la vida del monje, como desea San Benito
A este glorioso destino está llamado todo cristiano. El que recibe el bautismo rompe moralmente
con el mundo, al renunciar a sus máximas, principios y modo de ser, para vivir según el Evangelio.
Mas para el monje esa ruptura y transformación debe ser más completa.
La vida divina, que con la gracia se recibió en el bautismo, es germen tanto de la santificación
monástica como de la simple vida cristiana, pues nuestra perfección no pertenece a un orden
esencialmente distinto del de la perfección cristiana; ambas pertenecen intrínsecamente al mismo
orden sobrenatural. La perfección religiosa no es más que el desarrollo de la adopción divina en una
forma y estado especiales. Hijo de Dios es el simple cristiano: también lo es el monje, con la
diferencia, empero, de que debe esforzarse en desarrollar esta cualidad en el mayor grado posible y
con medios especialmente adecuados.
El cristiano, sin dejar de ser hijo de Dios, puede usar legítimamente de algunas criaturas; el monje,
por el contrario, no quiere consagrarse sino a Dios sólo, y su actividad debe consistir en apartar o
destruir, entre los bienes creados, todo aquello que impida el perfecto desarrollo de la vida divina en
su alma. Pero para él, como para el simple cristiano, la fe en Jesucristo es la puerta de entrada en la
vida divina; es, como dice el sagrado Concilio tridentino, «el fundamento y raíz de toda
justificación» [Sess., VI, c. 8].
La fe es un fundamento. Imaginemos un grandioso monumento, bellamente proporcionado y
armónico en todas sus partes. ¿Qué es lo que le da solidez? Los fundamentos: que éstos se
remuevan, y veremos que pronto se resquebrajan los muros, y amenazará ruina el edificio si no se
acude a consolidarlo. Esto mismo sucede en la vida espiritual, que es un edificio construido por
Dios con nuestro concurso y para su gloria, un templo que Él quiere habitar. Pero no será posible
construir el edificio si nosotros no lo fundamentamos sobre bases sólidas y seguras, y tanto más
debemos cimentar éstas cuanto más alto tratemos de levantar aquél. Cuando el hombre espiritual
piensa escalar la cima de la perfección, si la fe, base del verdadero amor, no tiene en él la firmeza
proporcionada, se corre peligro que todo venga a tierra.
El sagrado Concilio compara también la fe a una raíz. Veamos un árbol corpulento, de tronco
vigoroso, frondosas ramas y extenso ramaje: ¿de dónde le viene tanta fuerza y belleza? De lo que no
se ve: de la raíz, que se entrecruza por el subsuelo, buscando los jugos nutritivos con que alimentar
la vida de aquel gigante; si las raíces se secan, el árbol perece.
Raíz de la vida cristiana es la fe: sin ella todo se marchita y reseca: es condición esencial de toda
vida y progreso espiritual.
Como la vida cristiana, así también la monástica se explica y mantiene por la fe: ambas son
consecuencia práctica de un acto de fe. ¿Por qué somos cristianos? Porque hemos dicho a
Jesucristo: «Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo, el camino que conduce al Padre, a la vida eterna».
¿Por qué abrazamos la vida de monje? Porque repetimos a Jesucristo: «Tú eres Cristo, el único
camino que lleva al Padre: eres la fuente de la vida, de la perfección, de la dicha». Este acto inicial
de fe explica toda nuestra conducta.
Sin la fe en nuestro Señor Jesucristo la vida que llevamos no tiene razón de ser; el mundo, en
efecto, nos conceptúa insensatos: «Teníamos su vida por necedad» (Sab 5,4). El hombre terreno, «el
hombre animal –diremos con san Pablo– no comprende las cosas divinas»: son necedades para él, y
no puede conocerlas, porque, su discernimiento no nos viene del mundo, sino del Espíritu de Dios
(1 Cor 2,14).
A los ojos de la fe, nuestra vida constituye aquella «mejor parte» (Lc 10,42) que Jesucristo reserva
para aquellos que quiere más unidos a Él, y para los cuales guarda un amor especial: «Fijó en él sus
ojos y le amó» (Mc 10,21); es prenda segura de «una herencia magnífica» (Sal 15,6).
Y esto se verifica, no sólo en el conjunto de toda nuestra vida, sino hasta en los detalles más
insignificantes de la tarea diaria.
Pensando según el mundo, sobre un plano puramente natural, mil particularidades de nuestra vida
de oración, de obediencia, humildad, abnegación, trabajo, parecerán mezquinas, baladíes,
insignificantes; y el hombre que juzgue según el espíritu mundano, al vernos salmodiar durante
horas enteras en loor de Dios, hará una mueca de desagrado, diciendo: «¡Qué lástima de tiempo
perdido!». No entienden ni son capaces de entenderlo, porque no tienen fe; su corta razón no
descubre otros horizontes; la fe no los introduce en los secretos divinos, y por eso no pueden
comprender que nuestra obra de oración es la más agradable a Dios y la más provechosa para
nuestras almas.
Lo mismo podemos decir de cualquier observancia de nuestra regla monástica. La fe nos muestra su
valor en orden a la eternidad; ella nos sobrepone a los juicios, a la sabiduría del mundo, que es,
según san Pablo, «locura para Dios (1 Cor 3,19). «Nosotros recibimos, dice el Apóstol, no el
espíritu del mundo, sino el que viene de Dios, para que conozcamos los dones que nos dio con su
gracia: porque este espíritu se adentra hasta las mismas profundidades de Dios» (1 Cor 2,10.12).
Y porque nos adherimos a este Espíritu, la fe se convierte en nosotros en lo que nuestro santo Padre
llama «luz deifica» (RB, pról.), que ilumina y eleva nuestra vida entera.
La fe es, en efecto, para nosotros, la verdadera luz divina. Dios da por luz a la vida natural la razón,
y la inteligencia es la facultad que dirige la actividad humana. De la misma manera a la vida
espiritual proporciona Dios una luz adecuada. ¿Cuál es esta luz? En el cielo, donde la vida
sobrenatural alcanza su perfección, es la luz radiante de la gloria, el poder visual de la visión
beatífica: «En tu luz veremos la luz» (Sal 35, 10). Acá abajo es la luz velada de la fe. El alma que
quiere vivir la verdadera vida, debe guiarse por esta luz, que la hace participante del conocimiento
que Dios tiene de sí mismo y de todas las cosas.
También en esto es Cristo nuestro perfecto modelo, y nosotros estamos predestinados a reproducir
el divino ideal que es el mismo Jesucristo. Ahora bien: ¿de dónde recibía el impulso su actividad?
De la luz que su santa alma recogía de la visión beatífica. De todos es sabido que el alma de
Jesucristo, desde el instante de su creación, contemplaba a Dios; y de esta visión se desprendía la
luz en la cual veía todas las cosas y que le dirigía en sus operaciones. Él no nos revela más que lo
que ve, no nos habla más que de lo que siente (Jn 3,11): no obra más que lo que ve obrar al Padre
(Jn 5,19). «Nada de Él, nada por Él mismo; nada hace fuera de lo que el Padre le revela. Y hace
todo cuanto hace el Padre, y añadamos también que lo hace como el Padre, con la misma dignidad y
perfección, porque es el Hilo unigénito, Dios de Dios, perfecto procedente de lo perfecto» [Bossuet,
Méditations sur le Saint Evangile, La última semana del Salvador, 38º día].
La luz de la fe es para nosotros, en este mundo, preludio de la visión beatifica. Los hijos de Dios
conocen a Dios y lo contemplan todo en esta luz (Jn 1,18). A Dios, ante todo: porque aunque «nadie
en este mundo ha visto a Dios, que habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16) no obstante, se ha
manifestado a nosotros por su Hijo Jesucristo: «Ha hecho brillar su luz en nuestros corazones,
conforme resplandece en Jesucristo» (2 Cor 4,6). El Hijo unigénito, que está siempre «en el seno
del Padre» (Jn 1,19), nos manifiesta a Dios: «Aquel que me ve, ve a mi Padre» (Jn 14,9); y si
aceptamos el testimonio del Hijo, del Verbo, conoceremos los secretos de la vida divina.
Con esta claridad celestial, el alma juzga las cosas como Dios las ve, discierne y aprecia. Contempla
la creación con los mismos ojos que los mundanos desprovistos de fe; empero el universo le
descubre lo que éstos no ven: o sea que es el reflejo de las perfecciones del Criador. En las
ceremonias eclesiásticas, el alma creyente no ve sólo la exterioridad de los actos litúrgicos y de los
símbolos, que cualquiera puede admirar, sino que penetra en el fondo de los ritos para reconocer en
ellos el ideal de Dios, las intenciones de la Iglesia, los misterios del culto, la realización de una idea
divina, las perfecciones de Dios y la gloria que se le tributa; y conjuntamente con el humo del
incienso, eleva al Señor el himno del corazón amante y reconocido. De una manera semejante, bajo
la apariencia vulgar o bajo el cariz inesperado, penoso o enigmático de los acontecimientos
cotidianos, el Hijo de Dios descubre la acción amorosa de una Providencia infalible y maternal.
Cuando esta vida de fe es ardiente conduce a la más alta perfección, como acontecía, según
acabamos de ver, en la santa humanidad de Jesucristo, el cual sacaba de la visión beatífica el
principio de su perfección y actividad. El que vive de fe, exteriormente se conduce como los
hombres; como ellos ejercita sus facultades humanas, pero en un plano superior, iluminado por la
luz de la verdad divina. Jesucristo es la verdad, la luz; quien vive de esta verdad es «hijo de la luz»
(Jn 12,36); vive en la verdad misma y abunda en frutos de luz, que son, según san Pablo, «la
bondad, la justicia y la verdad» (Ef 5,9).
¿Es para admirarse ahora que san Benito reclame de nosotros que nos guiemos siempre por la luz de
la fe? Recordemos que el santo Patriarca transporta repentinamente al monje al orden sobrenatural;
quiere que «cada día» tengamos los ojos fijos en la «luz deifica» (RB, pról.) para recibir
continuamente sus rayos, y que toda la vida del religioso radique en la fe.
A la luz de estas palabras, meditemos estas contadas líneas entresacadas de la Regla. ¿Por qué debe
el monje obedecer a su abad? Únicamente «porque hace las veces de Cristo» (RB 2 y 63). ¿Por qué
los hermanos deben permanecer idealmente unidos entre sí? Porque «todos son una misma cosa en
Cristo» (Gál 3,28; RB 2). ¿Por qué se debe recibir a los huéspedes con diligencia y gozosamente, a
cualquier hora que lleguen –en tiempo de san Benito eran numerosos, «nunca faltan» (RB 53)–,
aunque sea de improviso? Porque «en ellos recibimos al mismo Cristo, y, al ponernos a sus pies,
nos postramos a los de Cristo» (RB 53). ¿Por qué debemos poner especial cuidado con los pobres y
con los peregrinos? Porque «Cristo se ofrece a nuestra fe especialmente por estos miembros
desheredados» (RB 53).
Lo mismo dice san Benito de los enfermos del monasterio: recomienda con vivísima insistencia que
no les falte ningún socorro en la enfermedad. A alguno extrañará esta solicitud cuando el estado
monástico es de abnegación; sin embargo, es bien explicito el mandato del Santo: «Ante todo y
sobre toda el abad tendrá cuidado de los enfermos» (RB 36). ¿Por qué tanta insistencia? Porque la
fe ve a Cristo en sus miembros doloridos: «Se les servirá como a Cristo en persona, porque Él ha
dicho: Estuve enfermo y me visitasteis» (cfr. Mt 25,31-46; RB 36).
Esta fe, este aspecto sobrenatural, quiere san Benito se extienda a todo acto del monje; ya esté en el
coro, ya sirva a la mesa o viaje, siempre el monje debe hallarse sumergido, según el santo
Legislador, en esta luz de la fe. Si el Santo enumera minuciosamente las cualidades naturales que
deben tener los principales oficiales del monasterio, la primera que exige es que sean «temerosos de
Dios» (RB 31 y 53), y el maestro de novicios, que «sea apto para ganar las almas» (RB 58).
Aun las mismas cosas materiales quiere ver circundadas por esta luz de fe. El monasterio es «la casa
de Dios» (RB 31); de aquí que los muebles y todos los utensilios del monasterio «deben tratarse
como vasos sagrados» (RB 31). El mundo dirá que tal encomienda es asaz mezquina, ingenua y
vana, pero muy de otra manera piensa el santo Legislador. ¿Por qué? Porque su fe era viva y
comprendía que todas las cosas delante de Dios tienen el valor que les da nuestra fe. [La fe o, mejor
dicho, lo que llamamos espíritu de fe, espíritu sobrenatural, aparece en la Regla de mil maneras, tan
edificantes para el creyente como paradójicas y ridículas para el mundano: el mihi fecistis del
Evangelio se lleva hasta el último extremo. Dom Festugière, La liturgie catholique].

4. Firmeza que la fe comunica a la vida interior


En esta atmósfera sobrenatural quiere san Benito que viva y respire continuamente el monje,
quotidie; quiere, como san Pablo en el simple cristiano, que el monje viva de la fe: «El justo vive de
la fe» (Hb 10,38). El justo, esto es, el que en el bautismo se ha revestido del hombre nuevo, creado
en justicia, vive como tal de la fe y de la luz que le comunica el sacramento de iluminación. Cuanto
más viva de la fe, tanto más gozará la verdadera vida sobrenatural, tanto más verificará en sí la
perfección de su adopción divina.
Subrayamos esta expresión: Ex fide. ¿Qué significa exactamente? Que la fe debe ser la raíz de todos
nuestros actos, de toda nuestra vida. Hay almas que viven con fe: Cum fide. La tienen e
innegablemente la practican; empero sólo se acuerdan de ella en determinadas ocasiones, en los
ejercicios de piedad, por ejemplo en la santa misa, la sagrada comunión, el oficio divino; porque
estos actos, dirigidos esencialmente a Dios, implican en sí mismos el ejercicio de la fe.
Pero se diría que estas almas se contentan con esto; que en dejando esos ejercicios entran en otra
esfera, en la vida puramente natural. Por esto, si la obediencia les manda algo penoso, murmuran; si
un hermano requiere su ayuda, se encogen de hombros; si se les hiere en su susceptibilidad, se
irritan. ¿Están en esos momentos iluminadas por la fe? Evidentemente que no: no viven de la fe;
teóricamente reconocen que el abad ocupa el lugar de Cristo, que Cristo está representado en los
hermanos, que hay que olvidarse de sí mismo por imitar a Jesucristo en su obediencia; mas, en la
práctica, estas verdades no existen para ellas y no ejercen influencia en su vida; su actividad no
brota de su fe; se sirven de la fe en determinadas circunstancias, pero, una vez desaparecidas éstas,
vuelven tales almas a ser naturales, y dejan a un lado la fe. Entonces es la vida natural la que
prevalece en ellas, el espíritu natural el que en ellas domina como dueño. Y esto, ciertamente, no es
«vivir de la fe».
Una vida así, sin homogeneidad, no puede ser firme y durable; estará siempre a merced de las
impresiones, de los impulsos de temperamento y humor, de los cambios de salud, de las tentaciones:
varía a cada instante al vaivén de la caprichosa brújula que la guía.
Por el contrario, cuando la fe es viva, fuerte y ardiente, y se vive de ella; esto es, cuando uno se guía
en todo por los principios de la fe, cuando la fe es raíz de todas nuestras obras, principio interior de
toda nuestra actividad, entonces nos sentimos fuertes y estables, pese a las dificultades exteriores e
interiores, no obstante las oscuridades, contradicciones y pruebas. ¿Y por qué? Porque juzgamos de
las cosas como Dios las ve, juzga y aprecia: participarnos de la infalibilidad, inmutabilidad y
estabilidad divina.
Esto lo dice el mismo Señor: «El que oye mis palabras y las practica –o sea, «vive de la fe»– será
como un hombre sabio que construyó su casa sobre roca: se desataron las lluvias, soplaron los
vientos y la batieron; pero la casa no cayó porque estaba edificada –añade Jesucristo–, sobre roca
firme» (Mt 7,25).
Esto lo experimentamos nosotros cuando tenemos una fe viva y profunda. Esta fe nos hace vivir una
vida sobrenatural; por ella, entramos a formar parte de la familia de Dios, pertenecemos a aquella
«casa divina», de la cual «Cristo –dice san Pablo– es la piedra angular» (Ef 2,20.). Por la fe nos
adherimos fuertemente a Él, y así el edificio de nuestra vida sobrenatural es fuerte y estable por Él;
Jesucristo nos hace participantes de la firmeza propia de la roca divina «contra la cual nada pueden
las furias infernales» (Mt 16,18). Así, divinamente sostenidos, vencemos los asaltos y tentaciones
del mundo y del demonio, príncipe del mundo: «Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe»
(1 Jn 5,4). El demonio, y el mundo que es su cómplice, nos asaltan y solicitan; empero los
vencemos con la fe en la palabra de Jesucristo.
Habréis observado que el demonio insinúa siempre lo contrario de lo que Dios afirma; la triste
experiencia comenzó en nuestros primeros padres. «El día que comiereis del fruto vedado,
moriréis» (Gén 2,17), les había dicho Dios. El demonio, descaradamente, dice lo contrario: «No
moriréis» (Gén 2,4). Cuando nosotros prestamos oídos al demonio y confiamos en él, tenemos fe en
el demonio, no en Dios. Pero el demonio es «padre de la mentira y príncipe de las tinieblas» (cfr. Ef
6,12). Dios, por el contrario, es «la verdad» (Jn 14,6) y «la luz sin sombras» (1 Jn 1,5). Si
escuchamos a Dios, venceremos siempre. ¿Qué hace al ser tentado nuestro Señor, modelo nuestro
en todas las cosas? A cada una de las acometidas del maligno opone solamente la autoridad de la
palabra divina. Lo mismo debemos hacer nosotros, rechazando los ataques del infierno con la fe en
la palabra de Jesucristo. Dirá el demonio: «¿Cómo Jesucristo puede estar presente bajo las especies
de pan y vino?». Respondámosle: «El Señor ha dicho: «Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre» (Mt
26,26.28). Él es la verdad, y esto me basta». Nos sugerirá el tentador vengar la injuria, la afrenta; y
nosotros con mayor valentía responderemos: «Cristo ha dicho que lo que hiciéramos al menor de
nuestros hermanos será considerado como si a Él se lo hiciéramos (Mt 25, 40), de suerte que
cualquier sentimiento de frialdad que voluntariamente manifestemos contra nuestros hermanos, al
mismo Jesucristo en persona va dirigido».
Otro tanto digamos del mundo: lo venceremos con la fe; porque cuando se cree firmemente en
Cristo, no se temen las dificultades, las contradicciones o los juicios del mundo, pues Cristo está en
nosotros por la fe y Él es nuestro apoyo. Esto aseguraba Dios nuestro Señor a santa Catalina,
cuando la envió a través del mundo por el bien de la Iglesia, para hacer volver al Papa de Aviñón a
Roma. En su humildad y flaqueza temía la santa las serias dificultades que tal misión entrañaba;
mas Jesús le dijo: «Porque estás armada de la fortaleza de la fe, triunfarás felizmente de todos los
adversarios» [Vida, por el beato Raimundo de Capua].
En su Diálogo habla de la fe con vivo entusiasmo. «En la luz de la fe –dice dirigiéndose al Padre–,
adquiero esta sabiduría, que se encuentra en la sabiduría del Verbo, tu Hijo; en la luz de la fe, me
siento más fuerte, más constante y con más perseverancia; en la luz de la fe encuentro la esperanza
de que no me abandonarás en el camino. Esta misma fe me enseña el camino que debo seguir: sin
ella andaría en tinieblas; por eso te suplico, Padre eterno, me ilumines con la luz de la santa fe»
[Ibíd].

5. Ejercicio de la virtud de la fe y gozo de que ella es origen


Pidamos también nosotros al Padre y a Jesucristo, su Verbo, esta luz de la fe. Recibimos ya el
germen en el bautismo: conservémoslo y desarrollémoslo. ¿Qué suerte de cooperación espera Dios
de nosotros en este punto?
En primer lugar con la oración. La fe es un don de Dios. El espíritu de fe viene del espíritu de Dios:
«Señor, aumentad nuestra fe» (Lc 17,5). Digamos muchas veces a Jesucristo como el padre de aquel
lunático del Evangelio: «Creo, Señor; pero aumenta mi fe, ayúdame en mi incredulidad» (Mc 9,
23). Sólo Dios puede, como causa eficiente, acrecentar nuestra fe; mas debemos merecerla por la
oración y las buenas obras.
Obtenida la fe, tenemos el deber de ejercitarla. Dios en el bautismo nos confiere el hábito de la fe,
que es una «fuerza», una «potencia»; esta energía no debe permanecer inactiva, ni debe este hábito
desaparecer por falta de ejercicio; antes, al contrario, ha de fortalecerse cada vez más con los actos
correspondientes. No dejemos dormitar en nosotros esta fe; avivémosla con actos, no sólo durante
los ejercicios piadosos, sino también, como nos lo recomienda el santo Patriarca, en todos los
momentos de la vida. Debemos cada día, quotidie, y aun siempre, según sus consejos, caminar entre
esta luz.
Para san Benito, como habréis notado, la fe es siempre práctica: nunca la separa de las obras; exige
«que ciñamos nuestros lomos en todo momento con la fe y observancia de las buenas obras» (RB,
pról.); nos promete el gozo y el bienestar únicamente «en la medida con que progresemos en el
obrar y en el creer» (RB, pról.). Miremos todas las cosas desde el punto de vista de la fe, desde el
punto de vista sobrenatural: es el único verdadero; y obremos en consonancia con esta fe,
amoldando a su luz nuestros actos. Podrá entonces decirse que la fe se traduce en amor, y se hace
por ende perfecta, porque el alma se entrega a las obras de fe por amor.
De esta suerte, armados espiritualmente, nos libraremos de la rutina, que es uno de los mayores
peligros de la vida regular. Hay que aspirar a que el ardor de la fe anime nuestras mínimas acciones.
Con esto nuestra vida será alegre y luminosa; los menores detalles de la jornada nos parecerán
perlas preciosas, con que aumentaremos nuestro tesoro celestial. Y cuanto más progresemos en la
fe, y ésta sea más firme, ardiente y activa, más inundada de gozo se verá nuestra alma. Iremos de
claridad en claridad; la esperanza será más vasta y, por ello, más firme; y el amor, que será más
ferviente, hará más fáciles todas las cosas, y así correremos por la vía de los mandamientos del
Señor. Lo asegura el gran Patriarca, que lo había experimentado.
Oigamos lo que nos dice al final del Prólogo, después de precisar la finalidad y haber mostrado el
camino: «A medida que uno se esmera más y más en la observancia de los preceptos –que es la
práctica utilización de la fe–, el corazón se ensancha y se corre por la vía de los mandamientos de
Dios». San Benito no dice que el monje encuentre la alegría en ciertos momentos, sino que promete
a sus hijos que se les dilatará el corazón por la alegría. En el cielo gozaremos la posesión segura,
perfecta e inmutable del bien, en la plena luz de la gloria; en este mundo, la fuente de nuestro gozo
es la posesión inicial de Dios, la unión anticipada: posesión y unión tanto más íntimas cuanto más
estamos sumergidos en este baño de la luz de la fe.
Necesitamos ya acá abajo este gozo: Dios, que ha moldeado nuestro corazón, lo ha formado para la
alegría. Almas hay, sin duda, que viven esperando únicamente los gozos de la eternidad; pero esto
es de pocos privilegiados. En cuanto a «nosotros, que todo lo hemos dejado por Cristo» (Mt 19,27),
no podemos mendigar de las criaturas este gozo: debemos esperarlo sólo de Jesucristo. «¿Qué se
nos dará?» (Mt 19,27). El céntuplo ya en esta vida. Ahora bien, la alegría forma parte de este
céntuplo, y esta alegría es sobre todo fruto de la fe. La fe, en efecto, nos muestra la grandeza y
hermosura de la vida sobrenatural a que Dios nos ha llamado: «Yo seré tu recompensa magnífica»
(Gén 15,1). Ella nos muestra la elevación y sublimidad de nuestra vocación monástica, que nos hace
vivir en la intimidad de Cristo; porque por amor dimos a Cristo la preferencia entre todas las cosas»
(RB 4, 5 y 72), como dice san Benito.
La fe nos proporciona, por último, alegría, porque es fuente de verdad y esperanza; es la suprema
demostración de los bienes prometidos, y nos pone ya en posesión anticipada de los venideros;
«Fundamento de las cosas que se esperan» (Heb 11,1). Es la que nos hace como tangibles las
realidades suprasensibles, las únicas que duran eternamente.
Vivamos, pues, de la fe cuanto nos sea posible, con la gracia de Cristo. Que toda nuestra existencia,
tal como lo desea nuestro gran Patriarca, esté profundamente impregnada, hasta en sus mínimos
detalles, del espíritu de fe, de un espíritu sobrenatural. Entonces la tentación no producirá mella en
nosotros, porque nuestro edificio estará fundamentado sobre la roca de la estabilidad divina, y
venceremos todos los asaltos del demonio y del mundo.
Libres así de nuestros enemigos, viviremos con la luz en la mente y en la alegría del corazón.
Cuando nuestro Señor, en la última Cena, reveló a sus discípulos los secretos que Él solo poseía,
porque «nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquellos a quienes Él se complace en revelarlo» (Mt
11,27; cfr. Lc 10,22), ¿cuáles eran el significado íntimo y la finalidad de estas inefables
revelaciones del amor de Dios a sus hijos? No eran otros que colmarlos de gozo, de su mismo gozo
divino. «Os he dicho estas cosas para que tengáis mi alegría y ella sea perfecta en vosotros» (Jn
15,11).

VI. La profesión monástica


Para ser monje es necesario incorporarse a la familia monástica mediante la profesión religiosa
Para beber la vida cristiana en su fuente auténtica, para ser discípulos de Cristo, menester es formar
parte tanto del alma como del cuerpo de la Iglesia; es preciso ser miembros de su organismo visible.
Esta incorporación se realiza en la profesión de fe y en el bautismo, sacramento de iniciación
cristiana; se mantiene con la recepción de los otros sacramentos, la participación en el culto y la
obediencia a los jefes establecidos por Jesucristo.
Algo semejante ocurre al monje en la vida religiosa. Para ser verdaderamente tal, ¿le bastará vivir
del espíritu del gran Patriarca? No: debe además agregarse al organismo visible que él instituyó;
debe ser recibido e incorporado a la familia monástica. Es lo que pide el postulante al tomar el santo
hábito: «Agregadme a vuestra hermandad» [Ritual de la toma de hábito]. Su incorporación se
efectuará el día de la profesión. La fe le ha llevado al claustro; el amor, manifestándose en una
promesa solemne, le fijará en él: tal será la obra de su profesión.
Lo que es el bautismo para la vida cristiana, lo es para la vida monástica la profesión; no es ésta un
sacramento, pero sus consecuencias guardan cierta analogía con las del bautismo. Inscribe el
bautismo al neófito en la familia divina y le hace cristiano, discípulo de Cristo; la profesión o
emisión de votos agrega al novicio a la familia monástica y lo consagra, por decirlo así, al servicio
de Dios, para que llegue a ser un perfecto discípulo de Jesucristo.
Analizando el significado de la profesión monástica, veremos que es una inmolación de nosotros
mismos, muy grata a Dios cuando es hecha con amor; que es punto de partida para la perfección en
aquellos que se mantienen fieles a los compromisos contraídos; y que es para ellos fuente
inexhausta de espirituales bendiciones.

1. La profesión monástica es una inmolación cuyo modelo es la oblación de Jesucristo


Tenemos como una verdad inconcusa que en la obra de nuestra perfección debemos tener siempre
la mirada puesta en Jesucristo, el cual no es solamente el único modelo de nuestra perfección, sino
también la fuente y origen de nuestra santidad.
Cuando nuestro Señor llama junto a sí a los discípulos, les invita a dejarlo todo por seguirle e
imitarle; y así lo hacen. «Desprendiéndose de todo, le siguieron» (Lc 5,11). Nos dice, además, que
sólo podemos ser sus verdaderos y perfectos discípulos, aptos para la gloria de su reino, si después
de abandonarlo todo para entregamos a Él, perseveramos sin titubeos de ningún género, ya que «no
es apto para el reino de Dios quien pone la mano al arado y se vuelve a mirar atrás» (Lc 9,62).
Mas como nosotros somos naturalmente débiles e inconstantes, quiere san Benito que todo el que
viene al monasterio «para tornar a Dios siguiendo a Cristo» sea probado durante un año, para
asegurarse de que «busca de veras a Dios» (RB 53). Todas las órdenes religiosas fundadas en la
Edad Media adoptaron el mismo lapso de tiempo para la probación; y el Concilio de Trento lo
estableció como ley del noviciado canónico. Si el postulante persevera durante este tiempo en su
propósito, lo sancionará de un modo irrevocable con una promesa a Dios: promesa de «estabilidad,
de conversión de costumbres y de obediencia» (RB 58); es la profesión, después de la cual el monje
es definitivamente «considerado miembro de la comunidad» (RB 58).
Todos sabemos de qué solemnidad rodea el santo Legislador este acto: quiere que la fórmula de la
promesa esté escrita y sea leída en alta voz en el oratorio delante de toda la comunidad, «en nombre
de los santos cuyas reliquias enriquecen el altar» (RB 58). Hecha públicamente la promesa, el
monje «se prosternará a los pies de todos, para que rueguen por él» (RB 58).
La promesa es, al mismo tiempo, una plegaria, una súplica: el novicio pide ser recibido; implora
sobre todo de sus hermanos le obtengan el socorro divino, y a Dios pide él mismo que le acepte y
que no frustre su esperanza. Las palabras «voto», «juramento», no indican, pues, más que uno de
los elementos –el de la voluntad humana–, que es causa segunda de la profesión monástica; pero
san Benito considera esencialmente la profesión monástica como un acto de cooperación entre la
acción divina, que obra, y la libertad humana, que coopera.
Notemos una particularidad: san Benito une la profesión al sacrificio eucarístico. Después de leída y
firmada la petición, el novicio con su propia mano «la deposita sobre el altar» (RB 58), como para
asociar el testimonio real y auténtico de su compromiso a los dones que se ofrecen a Dios en
sacrificio; el monje, por lo tanto, une su inmolación a la de Jesucristo, y esto es lo que quiere
nuestro glorioso Padre. Su pensamiento se precisa más y más en el capítulo en que trata de la
recepción de los niños: «Los padres envolverán la mano del niño y el acta de profesión, junto con la
oblación, con el mantel del altar» (RB 59).
Es, en efecto, la profesión monástica una inmolación, cuyo valor proviene por entero de estar unida
al holocausto de Cristo. Ahora bien: ¿de dónde recibe el sacrificio de la misa su valor? Del de la
cruz, que el del altar renueva y reproduce. Conoceremos, pues, las cualidades indispensables que
debe tener nuestra oblación tomando como ejemplar la inmolación de Jesucristo en la cruz. Ofrece
tres caracteres: es un holocausto digno de Dios, es total, es ofrecido con amor. También nuestra
profesión debe tener estas tres dotes.
Primeramente es un holocausto digno de Dios.
San Pablo nos dice que en el momento en que Jesucristo entró en el mundo por la Encarnación, su
primer acto fue considerar los sacrificios que en lo pasado se habían ofrecido a Dios bajo la antigua
ley; y, conociendo la infinita perfección del Padre, no los encontró dignos de Él: «Estos sacrificios
no te son gratos» (Hb 10,6). Reconoció, al mismo tiempo, que su cuerpo debía ser la verdadera
hostia del único sacrificio digno de Dios. «Tú, oh Dios, me has dado un cuerpo» (Hb 10,5). ¿Por
qué será la oblación de este cuerpo el único sacrificio agradable al Padre? Ante todo, porque la
víctima es pura y sin mancilla; y porque el sacerdote que ofrece este sacrificio es «santo, inocente,
separado de los pecadores» (Hb 7,26): y tanto el sacerdote como la víctima se identifican en la
persona «del Hijo amado» (Col 1,13). Si todo cuanto hace Jesucristo es grato al Padre, «cuya
voluntad cumple en cada instante» (Jn 8,29), de un modo especial ha de serlo su sacrificio.
El ser total aumenta el valor de este sacrificio.
Es un holocausto. No debemos considerar el sacrificio de Jesucristo en sólo el período de la pasión;
porque Jesucristo se ofrece como hostia y se inmola ya desde la Encarnación; al venir al mundo vio
cuántas ignominias, humillaciones, desprecios y torturas debía soportar desde el pesebre hasta la
cruz; y todo lo acepta y dice al Padre: «Heme aquí» (Sal 39,8; Hb 10,7). La oferta inicial que hacía
su entrega contenía virtualmente la totalidad del sacrificio: con ella empezaba la inmolación, que
sería continuada durante toda una vida de sufrimientos. El «todo está cumplido» (Jn 19,30) de
Jesucristo en la cruz, antes de exhalar el último suspiro, tiene un sentido actual y retrospectivo: es el
eco supremo de la primera oblación: «Heme aquí».
El sacrificio de nuestro Señor es único; es perfecto en su duración; lo es también en su plenitud;
porque Jesucristo se ofrece todo entero «a sí mismo» (Hb 9,14), y se ofrece hasta derramar la última
gota de su sangre, hasta el cumplimiento de todas las profecías, hasta la última voluntad del Padre.
No puede haber holocausto más perfecto: lo es tanto, que «esta oblación, que Jesucristo hizo de su
cuerpo una vez, basta para santificarnos» (Hb 10,10); y «obtiene siempre la perfección para
aquellos que son santificados» (Hb 10,14).
Este holocausto es, por último, infinitamente agradable a Dios, porque se ofrece con amor perfecto.
¿Qué móvil interior mueve el alma de Jesucristo a someterse a la voluntad del Padre, y a reconocer
con su oblación e inmolación las infinitas perfecciones y supremos derechos de Dios? El amor.
«Heme aquí, Padre: al principio del libro se ha escrito de mí que debo cumplir tu voluntad: yo lo
quiero, y tu ley está en medio de mi corazón» (Sal 39,8-9; Hb 10,7). Es «en medio de su corazón»
en donde pone Jesús la voluntad de su Padre: o, lo que es lo mismo, se ofrece todo entero al divino
beneplácito, porque ama. Lo da a conocer bien claramente el divino Salvador cuando llega la hora
de consumar en la cruz el sacrificio comenzado en la Encarnación.
Muere, es verdad, por el amor de sus hermanos: «No hay prueba mayor de afecto que el sacrificarse
por los amigos» (Jn 15, 13); mas la caridad fraterna está en Él totalmente subordinada al amor a su
Padre, al celo por su divina gloria y por sus intereses; y quiere que este amor sea conocido del
mundo entero, como inspirador de su conducta: «Para que conozcan que amo al Padre…, hago
esto» (Jn 14,31).

2. Tiene carácter de holocausto


Los mismos caracteres encontramos en el sacrificio de la misa.
Nuestro Señor quiso que la inmolación del altar renovara la inmolación de la cruz, reproduciéndola
para aplicar sus frutos a todas las almas; es el mismo Cristo quien se ofrece al Padre «como perfume
suave» [Ordinario de la Misa según el rito romano en su forma extraordinaria. Ofrenda del cáliz];
esta inmolación incruenta es tan agradable al Padre como la del Calvario. Tan hostia es Jesucristo
en la cruz como sobre el altar, como cuando descendió del cielo a la tierra. En el altar, Jesucristo
viene de nuevo al mundo todos los días como hostia; reitera cada día su oblación e inmolación por
nosotros. Quiere, sí, que nosotros le ofrezcamos al Padre; pero no se cansa de instarnos a que nos
unamos a Él en la oblación, y así seamos gratos a su Padre; y ya que participamos de su sacrificio
aquí en la tierra, participemos también de su eterna gloria.
En esto, como en todo, Cristo es nuestro modelo: modelo de todos los que le siguen y de los que
quieren ser miembros suyos. Si Él, la cabeza, se ofrece a Dios, ¿podremos nosotros dejar de hacer
lo mismo? A tal oblación nos obliga ya nuestra condición de criaturas, por el dominio absoluto que
tiene sobre nosotros. «La tierra y todo lo que contiene, el Universo y todos sus habitantes al Señor
pertenecen» (Sal 23,1). Debemos, pues, reconocer, por la adoración y el sacrificio de nuestra
sumisión a la voluntad divina, su suprema perfección y nuestra dependencia absoluta.
Mas, como miembros de Jesucristo, debemos, además, imitar a nuestra cabeza. Por esto, san Pablo,
que tan ansioso estaba de que los cristianos vivieran unidos a Cristo, decíales: «Os lo suplico por la
misericordia divina, hermanos, es decir, por la bondad infinita que Dios nos ha demostrado, que os
ofrezcáis como hostia, viva, santa, grata a Dios en sacrificio espiritual» (Rom 12,1).
Estas palabras debe aplicarse especialmente el que se consagra a Dios por la profesión religiosa;
porque, al igual que la inmolación de Jesucristo, la profesión es un holocausto.
Los cristianos en general ofrecen sacrificios a Dios. A causa de nuestra naturaleza caída, a todos es
necesario cierta abnegación, cierta inmolación de nosotros mismos para seguir constantemente los
mandamientos de Dios. Mas, para el simple cristiano, esta inmolación tiene unos límites; el simple
fiel puede ofrecer sus bienes, pero se reserva la disposición de su propia persona; debe amar a Dios,
pero no se le prohíbe que dé legítimamente una parte de su amor a la criatura.
Por el contrario, quien se entrega a Dios por la profesión religiosa, renuncia a todo: va a Dios con
todo lo que tiene, con todo lo que es: «Heme aquí». Todo lo ofrece a Dios sin reservarse nada. En
esto consiste el hacerse hostia, el inmolarse en holocausto. Con la profesión decimos nosotros:
«Dios mío, mi naturaleza me faculta para poseer; mas yo renuncio a los bienes de la tierra por
tenerte a Ti solo; podría amar a las criaturas, pero concentro el amor en Ti; podría disponer de mí
mismo; mas yo te ofrezco mi libertad».
Abandonamos, no solamente los bienes exteriores y el derecho de constituirnos una familia, sino
que también renunciamos a lo que nos es más grato: la libertad; y al entregar esta ciudadela de la
voluntad, lo entregamos todo, hasta la misma raíz de nuestra actividad; «nada retenemos: ni siquiera
–como nuestro Padre dice– la disposición de nuestro cuerpo» (RB 58). «Lo entregamos todo con
alegría, con amorosa simplicidad» (1 Cró 29,17).
Este sacrificio es grandemente aceptable a Dios, porque tiene todas las condiciones del holocausto.
«Cuando un alma –dice el gran monje san Gregorio [Super Ezech., 1, II, homil. 8, núm. 16]– ofrece
a la omnipotencia divina el conjunto de los bienes que posee, incluso su propia vida y cuanto le es
caro, realiza un holocausto». La misma idea expresa santo Tomás: «El holocausto consiste en
ofrecerle a Dios cuanto tenemos» [II-II, q. 186, a. 7].
Por esta inmolación reconocemos que Dios es principio de todas las cosas; depositamos ante Él
todo lo que de Él hemos recibido y nos ofrecemos enteramente, para que nuestro ser y cuanto
poseemos retorne a Él.
Con objeto de hacer este holocausto más perfecto, completo y, en lo posible, perpetuo, lo ofrecemos
de un modo solemne, público, aceptado por la Iglesia: es la profesión o emisión de votos. Verdad es
que desde nuestra entrada en el monasterio lo abandonamos todo por seguir a Jesucristo; pero no
habíamos dado todavía el paso decisivo; son los votos los que consagran la donación de un modo
irrevocable. El voto exige para su validez, como es sabido, una voluntad deliberada, que se obliga
mediante una promesa hecha públicamente en la iglesia. Es evidente que san Benito entiende así las
cosas. Según él, «el novicio debe estudiarse a sí mismo, examinarse cuidadosamente antes de
ligarse para siempre con una promesa» (RB 58).
¡Oh, Dios mío! Ser infinito, que eres la misma felicidad, ¡qué gracia inmensa e inefable concedes a
tus criaturas, invitándolas a ser, con tu Hijo predilecto, hostias aceptables, consagradas
perpetuamente a la gloria de tu majestad!

3. Unión con la oblación que Jesucristo hizo de sí mismo


Para que semejante holocausto sea «grato a Dios», como dice san Pablo, menester es que vaya
unido al de Jesucristo.
Es verdad fundamental: porque sólo la oblación de Cristo da valor a la nuestra y la hace digna de
ser aceptada por el Padre celestial. Para manifestar exteriormente esta unión, el santo Legislador
quiere que se efectúe durante el sacrificio por excelencia, y que el novicio deposite por sí mismo
sobre el altar la cédula de su promesa. Todo lo que se ofrenda sobre el altar está consagrado a Dios:
por consiguiente, este acto del profeso es símbolo de la inmolación de sí mismo en el santuario de
su propia alma.
¿Cómo se realiza interiormente en nosotros esta unión de nuestro sacrificio con el de Jesucristo?
Por el amor. El amor obra la unión. Porque amamos nos entregamos a Él y lo preferimos a cualquier
criatura. «Venid, seguidme –dijo Jesús– y os daré el ciento por uno» (Mt 19,21). Como Él al entrar
en el mundo, digamos, dirigiéndonos a Él: «Heme aquí»; yo quiero unirme sólo a Ti. Porque creo
que Tú eres Dios, perfección y felicidad por esencia; porque espero en el infinito valor de tus
méritos y tu gracia; porque amo en Ti el sumo bien, «por tu nombre (cfr. Mc 10,20.30) lo he dejado
todo» (Mt 19,27; Mc 10,28; Lc 18,28) y te hago donación aun de aquello que más aprecio, que es
más íntimo y sensible: mi propia libertad.
Indudablemente lo que hemos dado a Dios es poco, considerado en sí mismo: somos pobres
criaturas que todo lo hemos recibido del Padre celestial: «Todo precioso don viene de arriba,
procede del Padre de las luces» (Sant 1,17), y Dios «no necesita nuestros bienes» (Sal 15,2). Mas Él
reclama el corazón, el amor; y cuando –como dice san Gregorio– el amor lo da todo, por poco que
sea este «todo», Dios se complace en aceptarlo, porque el dador no se ha reservado nada. En esta
transacción «el valor se mide por el afecto» [Lib. I, Homil V in Evangel., núm. 2]. El santo
Pontífice observa que los apóstoles Pedro y Andrés sólo abandonaron los utensilios de pescar;
empero, como los dejaron por amor de Cristo y de seguirle, renunciaron a los derechos y al deseo de
poseer.
Desprenderse de todo lo terrenal, de todo lo criado, es el primer paso para la santidad; después
viene la donación de sí mismo a Dios. Pero antes, y a fin de ser «consagrado», es menester ser
«separado». Los votos nos conducen al grado más alto de separación de las criaturas, puesto que
renunciamos a la voluntad propia: podemos, en verdad, exclamar: «Todo lo hemos dejado». Pero
debemos añadir inmediatamente: «Y te hemos seguido» para adherirnos a Ti. Tal es la fórmula de la
unión con Dios, y el segundo requisito de la santidad: nos entregamos a Dios, nos consagramos a
Dios; podremos decir en la profesión monástica: «Recíbeme, Señor, según tu palabra, y viviré; no
seré defraudado en mi esperanza» [Suscipe me, Domine secundum eloquium tuum et vivam; et non
confundas me ab exspectatione mea (Sal 118,116; RB 58)].
Cuando un alma se entrega así plenamente a Dios por amor, para no buscar más que a Él solo;
cuando se desprende todo lo posible de la criatura, de sí misma, de todo móvil humano, para
allegarse a Dios solamente, entonces su «holocausto es santo», según dice san Pablo. Es una víctima
sin mancilla, que la tierra no contamina. Mas, por el contrario, si no se desliga de la criatura, se le
pegan las viscosidades de la tierra, y ya no es «santa». El Corazón sacratísimo de Jesús a sólo el
Padre estaba ligado: «Yo vivo para mi Padre» (Jn 6,58); por eso san Pablo le llama «hostia
inmaculada» (Heb 9,14).
El monje, al profesar, aleja de sí, como condición, toda criatura, todo lo que puede desviarlo de
Dios; se aligera de cualquier estorbo, para unirse perfectamente a Cristo y buscar únicamente el
beneplácito del Padre es un acto de perfecto amor muy del agrado del Padre. Y por ser la profesión
un acto de amor total, Dios colma de bendiciones inmensas, de gozo incesante al alma que se
consagra a Él por los votos y los guarda fidelísimamente.

4. Bendiciones de Dios al que hace los votos religiosos


La más inapreciable bendición que la profesión religiosa aporta al alma es, sin duda, el hacerla muy
amiga de Dios. Los teólogos están sensiblemente de acuerdo en considerarla como un segundo
bautismo, que restituye al cristiano la pureza total. [Véase D. G. Morin, EI ideal monástico]. En el
acto de la emisión de los votos olvida Dios todo lo pasado, y concede al profeso una remisión
general, no viendo en él más que «una criatura completamente renovada» (Gál 6,15). En aquel
momento dichoso, el alma se entrega a Jesucristo, como al esposo la esposa; la mística tumba en
que se sepulta puede compararse a la pila bautismal en que fue sumergido el neófito. Como del
bautizado, puede el Padre celestial decir de esta alma «revestida de Cristo»: «He aquí mi hijo muy
amado en quien me he complacido». ¡De cuántas larguezas no la colmará Dios, contemplándola en
su Hijo, con tanto amor!
La segunda bendición que concede Dios al nuevo religioso es el considerable aumento de valor que
adquieren a partir de aquel momento todas sus acciones, porque todas participan de la virtud de
religión.
Todos sabemos que cada virtud tiene su forma propia, su belleza peculiar, su mérito especial. Pero
los actos de cualquiera de ellas pueden ser imperados por una superior: un acto de mortificación, de
humildad, puede ser inspirado por la caridad, que es la reina de las virtudes; y entonces, aparte del
propio esplendor y de su valor intrínseco, adquiere la belleza y el mérito de un acto de caridad.
Asimismo, en la vida del monje, los actos virtuosos se revisten por la profesión, del valor de los
actos de religión. «Los actos de las distintas virtudes son mejores y más meritorios – según dice
santo Tomás– cuando se cumplen en virtud del voto, porque pertenecen al culto divino y tienen la
modalidad de sacrificio». [Opera aliarum virtutunt… sunt meliora et magis meritoria, si fiunt ex
voto, quia sic jam pertinent ad divinum cultum, quasi quaedam Dei sacrificia (II-II, q. 88, a. 6)].
Así, la profesión del monje comunica a su vida entera el carácter y virtud de holocausto: hace de
nuestra vida un perpetuo sacrificio. El acto de la profesión no dura más de unos momentos; pero sus
efectos son permanentes, y eternos sus frutos; y como el bautismo es el punto de partida de la
santidad para el cristiano, de igual manera la profesión lo es para el monje de la perfección
monástica, la cual debe ser considerada como el desarrollo gradual de un acto inicial de inmenso
alcance. Con los votos, nuestra voluntad se confirma en el bien, limita sus tendencias a la búsqueda
de Dios y al amor de Jesucristo; y esta es una causa incomparable de progreso. «Propio del voto es
–dice santo Tomás– estabilizar la voluntad en el bien; y los actos que proceden de una voluntad así
fija en el bien, se derivan de una virtud perfecta». [Per votum immobiliter voluntas firmatur in
bonum. Facere autem aliquid ex voluntate firmata in bonum pertinet ad perfectionem virtutis (II-II,
q. 88, a. 6)].
Conviene, empero, establecer una precisión: la perfección que se nos ha asignado no es una
perfección cualquiera. Así como las promesas del bautismo son principio de la perfección
sobrenatural; de igual manera la profesión monástica es el primer impulso hacia la perfección
benedictina; sus efectos no son de hacer santos de esta o de aquella orden; no, sino un perfecto
benedictino; porque nuestros votos tienden a la práctica de la Regla de san Benito y de las
Constituciones que nos rigen: «Prometo… obediencia según la regla de nuestro Padre san Benito,
en nuestra Congregación». [Ceremonial de la profesión monástica]. La Regla interpretada por
nuestras Constituciones –y no la regla de otra orden o las constituciones de otra congregación– es lo
que debemos practicar: ella contiene todo lo necesario para nuestra perfección y nuestra santidad, y
por ella fue por la que llegaron a la más alta perfección, a la cima de la santidad tantos y tantos
monjes.
La profesión es también origen de nuestra felicidad. «Señor, en la sencillez de mi corazón, te lo he
ofrecido todo gozosamente», exclama el alma cuando se entrega a Dios; y esta generosidad
confiada la premia Dios con un aumento de gozo: «Dios ama al que da con alegría» (RB 5), dice
san Benito, apropiándose la expresión del Apóstol (2 Co 9,7). Y como Dios es la fuente de toda
dicha, y nosotros lo dejamos todo para Él, de aquí que nos dice: «Yo mismo seré tu magnífica
recompensa» (Gén 15,1). Yo, Yo mismo; no dejaré a otro el encargo de recompensar, dice Dios al
alma; porque eres mi holocausto, porque eres toda mía, Yo soy todo tuyo, tu herencia, tu posesión,
y en Mí encontrarás la felicidad.
Así es, Señor. «¿Qué hay para mí en el cielo o qué puedo desear en la tierra fuera de ti? Eres el Dios
de mi corazón, mi parte y mi herencia para siempre» (Sal 72,25-26).

5. Necesidad de mantenerse fiel a las promesas juradas


Mas para gozar dicha semejante, menester es mantenerse siempre a la altura de nuestra profesión,
permanecer en el estado de oblación absoluta, ser fieles de por vida a nuestros votos. En el
bautismo, el cristiano se compromete a «morir al pecado», a esforzarse en «vivir siempre para
Dios» [Véase El bautismo, sacramento de adopción y de iniciación, en Jesucristo, vida del alma, del
autor]; el monje, de la misma suerte, por su profesión se obliga a desprenderse más y más de lo
creado, para seguir más de cerca a Jesucristo.
Es esta ardua empresa que exige harta generosidad, porque la naturaleza caída tiende a recobrar de
nuevo lo que una vez dio. Pero esto no nos es lícito; y si lo hiciéramos por nuestra infidelidad
voluntaria, nos atraeríamos la cólera divina. Con palabras asaz impresionantes nos recuerda nuestro
glorioso Padre que, «si faltamos a nuestra promesa, seremos condenados por Aquel a quien
pretendemos burlar» (RB 88). No olvidemos que la cédula de nuestra profesión está registrada en el
cielo en el libro de la predestinación, y que seremos juzgados tanto por lo prometido en el bautismo
como por los votos que hicimos «delante del altar santo, y en la presencia de Dios» [Ceremonial de
la profesión monástica].
El pensamiento de no haber observado los votos emitidos libremente será la terrible congoja para el
religioso a la hora de la muerte; porque Dios juzga según verdad: no entra en discusiones, sino que
«hasta nuestras mismas justicias juzga» (Sal 74,3). Examinemos con frecuencia el objeto de nuestra
triple promesa y comprobemos si hemos sido fieles, no obstante todas las contrariedades y
dificultades, en guardar la estabilidad, en corregir nuestros malos hábitos, en vivir según la
obediencia bajo el caudillaje del que para nosotros representa y hace las veces de Jesucristo.
Ciertamente, esta fidelidad se compadece bien con nuestras miserias y con las flaquezas y
debilidades que nos torturan y que deploramos e intentamos reparar; mas no se puede conciliar con
la tibieza habitual y no combatida, con una frialdad estoicamente mantenida, con repetidas
infidelidades consentidas. Una persona religiosa, monje o monja, que especula mercantilmente con
Jesucristo, que estima se le pide demasiado, que se «reserva algo» (Lc 9,62) en la donación de sí
misma, y «mira atrás», no es digna de Jesucristo. Para tales almas no es posible ni la perfección ni
la unión íntima con Dios.
Es necesario, pues, que con todo ardor nos apliquemos a mantenernos siempre fieles. Están en una
monstruosa aberración los que creen que con haber profesado no deben ya preocuparse de nada. Al
contrario: desde entonces empieza para nosotros la verdadera vida de unión con Jesucristo en el
sacrificio.
Unión de sacrificio, decimos; pero también carrera de ascensiones interiores. Dios, si es lícito
hablar así, se compromete a ayudarnos, a cooperar a nuestra santidad; y estemos seguros de que lo
cumplirá. «Dios es fiel» (1 Cor 1,9), y no faltará al alma que sinceramente le busca. Jesucristo ha
dicho: «Los que por mí abandonaron padre, madre, hermanos, hermanas, bienes, recibirán el ciento
por uno y la vida eterna». Garantiza esta promesa con una especie de juramento: «En verdad os
digo» (Mt 19,28). Su palabra es la verdad: es infalible. Si somos fieles en unirnos únicamente a
Jesús, desde ahora y sin descuento alguno ya recibiremos el céntuplo prometido: se nos colmará de
grandes e inmensas bendiciones; porque Él es el amigo más sincero, el más fiel de los esposos.
Pidamos al Señor la gracia de jamás abandonarlo. «Lo juré, Señor Jesús, y deseo guardar todos los
mandamientos de tu justicia» (Sal 118,106). Contigo y por tu amor, quiero cumplir los mínimos
detalles de mi Regla. «Ni una tilde, ni una sola coma será para mí cercenada de vuestra ley» (Mt 5,
18).
Dirijamos una mirada a nuestro modelo. Cristo se ofrece al Padre al entrar en el mundo: desde este
momento hace, por decirlo así, profesión: desde ese instante se ofrece todo, si bien las
manifestaciones de esa oblación irán apareciendo durante el curso de su vida hasta la muerte en la
cruz: «Lo quise, Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón» (Sal 39,9). Nunca retractó esta su
voluntad, esta donación de sí mismo; nunca cercenó nada del holocausto; mas durante su vida
terrenal se consagró por entero a cumplir el beneplácito del Padre, hasta aceptar el cáliz de
amargura. Él podía decir, pues, con toda verdad, antes de morir: «Todo está cumplido» (Jn 19,30).
Contemplemos con frecuencia a Jesucristo en la fidelidad inmutable con que realiza su misión, y
pidámosle la gracia de no restarle nada de aquello que una vez le entregamos. Como Él, y por amor
suyo, todo lo dimos en el acto de la profesión; lo bueno que desde entonces practicamos es a cuenta
de ese débito cotidiano, es la manifestación externa de una voluntad que hemos hecho irrevocable
por los votos.
San Pablo exhorta a su discípulo Timoteo a hacer revivir en sí la gracia de la ordenación, por la cual
participa del eterno sacerdocio de Cristo (2 Tim 1,6). De igual modo debemos nosotros hacer
revivir la gracia de la profesión, renovando a menudo la fórmula. El sacramental monástico
podemos reiterarlo cuando queramos; cuantas veces usemos de este medio, nuestras almas recibirán
un nuevo influjo de vida divina.
Repitámoslo: nuestra santidad no es más que desarrollo y consecuencia de la profesión monástica,
fuera de la cual no la encontraremos; y si guardamos constantemente las promesas juradas, Dios nos
conducirá a la santidad, puesto que los votos religiosos nos han consagrado enteramente a su
servicio.
Después de la santa misa no hay acción más digna de Dios que la oblación de sí mismo por la
profesión religiosa; no hay estado más grato a sus ojos que aquel en que se halla el alma,
determinada a permanecer constantemente fiel. Es una práctica muy santa y provechosa renovar la
profesión todos los días, por ejemplo, en el ofertorio de la misa, y unir entonces nuestro sacrificio al
de Jesús. Ofrezcámonos con Él «en espíritu de humildad y con corazón contrito, para que nuestro
sacrificio sea al Señor aceptable» [Ordinario de la Misa]. Recibe, eterno Padre, no sólo a tu divino
Hijo, mas también a nosotros en Él y por Él: es Él «una hostia pura, santa e inmaculada» [Canon de
la Misa]; nosotros, en cambio, somos pobres criaturas; pero, por miserables que seamos, no nos
rechazarás, a causa de tu Hijo Jesús, que es nuestra propiciación y al cual queremos estar unidos y
rendirte «por Él, con Él y en Él gloria y honor, Padre omnipotente, en unión de tu Espíritu» [Ibíd].
Si nos asociamos con todo corazón al sacrificio de nuestro Señor Jesucristo, nuestra vida cotidiana
será la expresión práctica de la oblación que efectuamos el día de la profesión, y como prolongación
de la misa en la cual se inmola nuestra divina cabeza; y así nuestra existencia se transfigurará en un
himno de alabanza, como incesante Gloria que se eleve hasta Dios, como incienso del sacrificio «en
olor de suavidad»: acto de adoración perfecta renovada constantemente. Los votos nos clavan con
Cristo en la cruz; y puede decirse que estos místicos clavos fueron forjados por la Iglesia, esposa de
Jesucristo; porque ella es, en efecto, quien aprueba y ratifica nuestros votos. La intervención directa
de la Iglesia nos garantiza el que los votos sean gratos a Dios y útiles a nuestras almas.
Indudablemente, el estado religioso se hace duro a la naturaleza, porque la obliga a renunciar sin
descanso a sí misma y a las criaturas. Santa Gertrudis, contemplando en el día de Todos los Santos
las multitudes de elegidos, vio a los religiosos entre las filas de los mártires: ello significaba que la
perfección religiosa convierte nuestra vida en un perpetuo holocausto [El Heraldo del divino amor,
lib. IV, c. 55].
«No digáis –expresaba un escritor de los primeros siglos–, no digáis que en estos tiempos no hay
sufrimientos de mártires, pues la misma paz de que disfrutamos tiene sus mártires. Reprimir la ira,
huir de la impureza, guardar la justicia, menospreciar la avaricia, doblegar el orgullo, ¿no son actos
de martirio?»
[«Nadie diga que en nuestros tiempos no puedan existir las luchas de los mártires, porque la paz
tiene también sus mártires. Efectivamente, moderar la ira, huir de la lascivia, observar la justicia,
despreciar la avaricia y humillar la soberbia no deja de constituir un gran martirio». MIGNE P. L., t.
XXXIX, col. 2.301 (Sermones atribuidos a san Agustín). Encontramos el mismo pensamiento en
san Gregorio: «Aunque actualmente no se presentan ocasiones de persecución, tiene también
nuestra paz sus martirios; porque, si bien no ofrecemos nuestro cuello de carne al filo del acero,
despedazamos, sin embargo, con una espada espiritual los deseos carnales en nuestra mente»
(Homilía LIII sobre el Evangelio). Ya se comprende que la Palabra martirio no ha de tomarse aquí a
la letra, y que la aureola del martirio sólo corresponde al que derrama la sangre por la fe].
Empero, un alma fiel y generosa encuentra en esta oblación de sí misma siempre renovada, un gozo
extraordinario, una dicha que siempre aumenta, porque procede de Aquel que es la beatitud infinita
e inmutable: «En ti, Señor, no hay mudanza» (Heb 1,12). Y es precisamente por este Bien divino
por lo que lo abandonamos todo, «tal como el que encontró la piedra preciosa, que por comprarla,
vende lo que tienen (cfr. Mt 13,46). Esta felicidad la encontraremos si le buscamos constantemente;
la poseeremos un día en una perfecta unión, abismándonos en aquel bien infinito; y tanto más nos
sumergiremos en Él cuanto más nos hayamos desprendido de las criaturas por ligarnos
exclusivamente a Jesucristo: «He aquí que lo hemos dejado todo por seguirte».
VII. «Los instrumentos» de las buenas obras
La profesión religiosa inaugura la verdadera vida monástica
Debemos volver a Dios bajo el caudillaje de Jesucristo: Él es el jefe que nos muestra el camino y
nos conduce a la meta suprema. La fe nos une a Cristo, para que reine en nosotros con un reinado
que aceptamos substancialmente el día del bautismo y ratificamos completamente en la profesión
monástica: entonces, con un acto de fe práctica, vencimos al mundo y nos unimos irrevocablemente
a Él: «Mira que lo hemos dejado todo por seguirte» (Mt 19, 27).
Empero con la profesión religiosa no hacemos más que inaugurar nuestra vida monástica al modo
que la donación que Cristo hizo de sí mismo al entrar en el mundo, era sólo el preludio inefable de
su actividad humano-divina. La fe con que nos donamos a Cristo al emitir los votos debe continuar
siendo para nosotros cada día el móvil de nuestras acciones; y para ser perfecta debe manifestarse
en la caridad (Cfr. Gál 5,6) y poner en movimiento todas nuestras energías y operaciones por
motivos de amor, a fin de que realicemos con buenas obras nuestra unión con Jesucristo.
Era así como entendía la vida cenobítica que abrazamos con la profesión nuestro Padre san Benito,
el cual «poseía el espíritu de todos los santos» [Diálog., lib., II, c, 8], como dice san Gregorio.
Observemos que el primer voto que nos exige es el de estabilidad, con el cual «nos ligamos de por
vida a la sociedad cenobítica» (RB, pról.). Y ¿bajo qué aspecto presenta el monasterio? Como «un
taller espiritual», en donde, en vez de aprender oficios, el alma se ejercita buscando a Dios. Este
taller espiritual es, además, una «escuela del servicio de Dios» (RB, pról.). En este taller, en esta
escuela, el santo Legislador dispone «los instrumentos de las buenas obras», «el instrumental de un
arte espiritual» [Las metáforas «instrumentos», «taller» proceden del Oriente. Son términos
corrientes en la ascesis de los primeros siglos y de los Padres del yermo. (Cfr. santo Tomás, II-II, q.
184, a. 3, circ. fin. q. 188, a. 8 c. fin)].
Esforcémonos en comprender la doctrina profunda que encierran estas expresiones. ¿Por qué
compara san Benito a un arte espiritual la vida monástica? ¿Qué instrumentos pone en nuestras
manos y cómo debemos usarlos? ¿Qué parte toma la divina operación en nuestra labor ascética?
Veremos, además, cómo el amor es el móvil supremo de esta empresa, y la energía perseverante
que se necesita para llegar a un feliz resultado.

1. Por qué San Benito compara la vida monástica a «un taller espiritual»
San Benito se sirve de palabras eminentemente prácticas para hacernos ver el activo trabajo a que
debemos dedicarnos.
La necesidad de las buenas obras es, según san Benito, evidente. La alta meta a que nos invita –
hallar a Dios– no se alcanza sino con buenas obras: «Si queremos –nos dice en el Prólogo– habitar
en los tabernáculos del Padre celestial, menester es que nos dirijamos a ellos –san Benito dice que
«corramos» [Cfr. Sal 18, 6; 118, 32: «Correré por el camino de tus mandamientos»]– por el camino
de las buenas obras: de otra suerte nunca llegaremos. El Señor espera de día en día que
respondamos con nuestras buenas obras a sus santos avisos. Sólo cumpliendo con buenas obras
nuestras obligaciones alcanzaremos la herencia del reino de los cielos; por esto, añade, la vida
presente es «un plazo», un tiempo útil (RB, pról.) concedido por Dios.
¿Qué obras son esas que nos exhorta a cumplir y para las cuales indica los instrumentos espirituales
que hemos de emplear?
El santo Legislador usa la palabra «arte», y ¡con qué propiedad! «El arte –dice santo Tomás–
consiste en dar una fiel reproducción material de una idea, de un ideal» [Ars est ratio recta
aliquorum oferum faciendorum (I-II, q. 57, a. 3)]. Una obra artística está concebida en la mente del
autor, y ella es la que guía su mano en la ejecución; sin embargo, una vez terminada, con frecuencia
no es más que pálido reflejo del ideal concebido, acariciado por el genio del maestro. Dios es, y
valga la expresión, el más grande de los artistas; la creación no es más que la expresión externa de
la idea que Él tiene de todas las cosas en su Verbo: como el artista se complace en las obras que
reproducen su ideal, así a Él le agradó la creación, salida de sus manos, porque respondía
íntegramente al ideal de su inteligencia divina: «Vio lo que había hecho, y era todo muy bueno»
(Gén 1,31).
El Espíritu Santo excita al Salmista a contemplar la naturaleza creada, para glorificar al Dios
creador: «Señor, Dios nuestro, ¡cuán admirable es tu nombre en todo el universo!» (Sal 8,2). «Todo
lo ordenaste con sabiduría» (Sal 103,24). Así glorificamos a Dios con el Benedícite de Laudes,
cuando invitamos a todos los seres, comunicándoles el acento de nuestros labios, la vida de nuestra
inteligencia y de nuestro corazón, para loar a Aquel que los creó.
Va, empero, gran diferencia de nosotros a las cosas materiales. Éstas no son más que vestigios, un
desvaído reflejo de la belleza divina: el hombre, en cambio, fue hecho con una inteligencia y
voluntad, «a imagen de Dios» (Gén 1,26). He aquí el secreto de la dignidad del hombre y del amor
inefable que Dios le profesa. «Mis delicias son estar con los hombres» (Prov 8,31). Dios ama en
nosotros su imagen; pero esta imagen fue maltrecha, desfigurada por el pecado original y lo es por
los personales: por eso todo el arte espiritual consiste en reparar aquella imagen degradada y
restituir al alma su primera belleza, para que Dios se goce de nuevo en ver en nosotros reflejada,
con mayor perfección, su imagen.
Es Él el primero en laborar por esta restauración: a tal efecto envía a su Hijo, «Dios verdadero y
verdadero hombre» [Símbolo atribuido a san Atanasio]. En cuanto Dios, Jesucristo es la imagen del
Señor invisible y resplandor de su gloria (Col 1,15; Heb 1,3): imagen adecuada y sustancial de las
eternas perfecciones; Dios perfecto, luz purísima sin mácula, engendrada por la luz. Como hombre
es igualmente perfecto, el más hermoso indiscutiblemente de los hijos de los hombres (Cfr. Sal
44,3), con un alma inmaculada, adornada de la plenitud de la gracia. Es el Hijo muy amado, en el
cual se reconoce el Padre, la obra maestra de toda la creación, y el objeto de todas las
complacencias del mismo Padre.
He aquí el tipo, el ejemplar que debemos reproducir en nosotros, para rehabilitarnos, embellecernos
divinamente y ser admitidos en el reino celestial. ¡Cuántas veces no habremos meditado estas
verdades! Por voluntad divina, Jesucristo es la forma misma de nuestra predestinación: «Dios nos
predestinó para que nos hagamos conforme a la imagen de su Hijo» (Rom 8,29).
La «nueva criatura» (Gál 6,15) que constituye el hijo de adopción en Cristo, se presenta a los ojos
de Dios como la imagen del Hijo muy amado. Dios desea ardientemente que nos asemejemos a
Jesucristo del modo más perfecto posible; consiste, por consiguiente, todo el método del arte
espiritual en tener la vista del alma siempre fija en Jesucristo, nuestro modelo, ideal humano-divino,
para reproducir en nosotros todos sus rasgos. De esta manera rehabilitamos nuestra naturaleza para
que recobre su prístina belleza, y nos aseguramos así el agrado y bendiciones del Padre celestial,
que reconocerá en nosotros a «los muchos hermanos de su primogénito» (Rom 8,29).
Dirá alguno que por el bautismo borramos el pecado original «y nos revestimos de Jesucristo» (Gál
3,27). Ciertamente; mas, entonces, sólo se nos comunicó un germen divino, principio de nuestra
asimilación progresiva; y quedaron en nosotros tendencias dañinas, aptas para traducirse en actos
pecaminosos que desfiguran el alma. Todo el trabajo de un alma que se afana en adquirir la
perfección, debe dirigirse, pues, por una parte a borrar esas manchas y dominar aquellas tendencias,
y por otra, en troquelar en sí misma por la práctica de las virtudes la imagen de Jesucristo.
¿Qué es, en efecto, un cristiano? Otro Cristo, responde toda la Antigüedad. Y Jesucristo, ¿qué es?
El hombre-Dios. ¿Y qué hace? Muere para destruir el pecado, y nos comunica la vida que posee en
su plenitud; tal es todo el programa que señala san Pablo al neófito en el día en que por el bautismo
se constituye discípulo de Cristo: renunciar al pecado y participar de esta vida divina. «Consideraos
muertos al pecado, mas vivos para Dios en Jesucristo» (Rom 6,11). He aquí resumida toda la obra
cristiana y compendiada toda la ascesis religiosa.
Sin ningún género de duda, san Benito toma este punto de partida para la perfección que han de
desplegar sus monjes. El cristiano por la gracia de Cristo muere al pecado y vive para Dios; el
monje debe realizar este mismo programa hasta su completo remate. Como el simple cristiano, es
hijo de Dios, invitado a una felicidad eterna; tiene por jefe a Cristo y su gracia como sostén. Sin
embargo, aunque para ambos es uno mismo el punto de partida, el monje va más allá para llegar a
una felicidad eterna que, siendo sustancialmente la misma, admite infinitos grados posibles.
El simple fiel muere para el pecado: el monje, por los votos, renuncia a la criatura y a sí mismo. El
simple fiel debe, por la gracia, vivir para Dios; el monje ha de aspirar a la caridad perfecta, que
excluye todo móvil humano. Debe realizar la vida cristiana en toda su plenitud; por eso debe haber
en él un grado de «muerte» más profundo, pero juntamente un grado de «vida» más intenso que en
el simple fiel: a la observancia de los preceptos, indispensables para alcanzar la vida eterna, junta la
de los consejos, que constituyen el estado de perfección: de esa manera será en él la vida cristiana
más perfecta y vigorosa.
Escuchad cómo el mismo santo Patriarca nos presenta estas ideas; hace, ante todo, oír al monje la
voz divina, expresándose así: «Buscando el Señor a su obrero entre la muchedumbre, dice: «¿Quién
es el hombre que desea la vida y ansía disfrutar días felices?» Ahí está indicado el objetivo: la vida
divina, la bienaventuranza del mismo Dios compartida acá por la fe, y después en los esplendores
de la luz indefectible». «Y si tú –continúa el Santo–, oyendo su voz, respondieres, yo, te replicará el
Señor: «Apártate del mal y obra el bien: busca la paz y síguela» (RB, pról.). Está en esto
caracterizada la doble obra a que nos invita san Benito mientras vivimos en el monasterio: «Evitar
el mal y hacer el bien», y con esto «conseguir la paz»; he ahí resumido por él, en términos
generales, el arte espiritual.
Considera, pues, san Benito la santidad monástica como un desarrollo normal, pero plenario, de la
gracia bautismal: su espiritualidad proviene directamente del Evangelio, del cual está impregnada,
siendo éste el que le comunica el carácter de grandeza, simplicidad, suavidad y fortaleza que le es
peculiar.

2. Instrumentos que da para salir aventajados


«Apartarse del mal y obrar el bien» es, evidentemente, una máxima harto genérica. [Esta máxima
constituye para los filósofos el primer principio del orden moral]. En la práctica se cumple
observando preceptos específicamente diversos y con multiplicidad de actos. San Benito abastece,
pues, su taller espiritual –el monasterio– de numerosos instrumentos que los obreros –los monjes–
deberán conocer para usarlos.
¿Cuáles son, pues, estos instrumentos? El santo Legislador designa con este nombre ciertas
sentencias, entresacadas la mayor parte de las Sagradas Escrituras, algunas de los Padres más
antiguos de la Iglesia y otras de escritores monásticos anteriores al santo Legislador. Son sentencias,
aforismos, máximas, que muestran ciertos defectos que hay que evitar, ciertos vicios que hay que
corregir, ciertas virtudes que hay que practicar. Por su forma concisa, que recuerda la de los
preceptos del Decálogo, es fácil a la memoria retenerlas y a la inteligencia reflexionar sobre ellas
para sacar el fruto que encierran y ponerlas en práctica al presentarse la ocasión; deben ayudarnos a
apartar los obstáculos que se oponen en nosotros a la acción divina y a practicar actos virtuosos.
Como las almas son distintas, y no tienen todas ni las mismas tendencias al mal ni iguales aptitudes
para el bien, el santo enumera muchos instrumentos: setenta y tres en total. Cuando un profano pasa
revista a este catálogo (RB 4) se maravilla de ver que san Benito recomienda algunos preceptos de
la moral natural o de la vida del simple cristiano: «Amar a Dios con todo el corazón, con toda el
alma y todas las fuerzas; amar al prójimo como a sí mismo; honrar a todos los hombres; no hacer a
otro lo que no quiere uno para sí; ser sincero con el corazón y con la boca; no matar, no hurtar, no
levantar falso testimonio; socorrer a los pobres, visitar a los enfermos, consolar a los afligidos».
¿Por qué el glorioso Padre, a las exhortaciones estrictamente monásticas, junta consejos generales o
específicamente cristianos? Sin duda, porque en su tiempo no estaba aún difundida la civilización
cristiana en todos los lugares, y la sociedad se hallaba impregnada de miasmas deletéreos, residuos
del paganismo o reminiscencias bárbaras. [Cfr. san Gregorio, Diálog., 1, II, donde se ve a san
Benito destruyendo los ídolos de Casino. Poco antes había tenido que sufrir el infame proceder de
un sacerdote, y en otra ocasión estuvo a punto de ser envenenado por algunos malos monjes de las
cercanías de Subiaco].
En sus monasterios era dado ver romanos que vivieron en el ambiente de la decadencia; había
también godos apenas libres de sus brutales pasiones. Para estos discípulos convenía recordar los
preceptos de la ley natural y las verdades comunes del Evangelio. Sabemos, por otra parte, que tales
preceptos contienen implícitamente toda la perfección de las virtudes correspondientes.
Otra razón más profunda guiaba al santo Legislador: al mezclar de esta manera máximas de vida
cristiana con otras que sólo afectan a los monjes, quiso destacar el carácter lisa y llanamente
«cristiano» que se proponía imprimir a su espiritualidad. El monje debe, ser ante todo hombre que
observe la ley natural y que practique además íntegramente la ley cristiana. La perfección religiosa
procede de una misma fuente que la perfección cristiana en general; el santo Legislador entremezcla
preceptos y consejos, y así aparece el ideal evangélico tan indivisible cual nadie pudiera concebir.
Por esta razón no están los instrumentos catalogados por el Patriarca de un modo sistemático,
resultante de un orden metódico preconcebido. También en esto se asemeja al Evangelio:
eminentemente sencillo, al par que eminentemente seguro, en su modo de llevar las almas a Dios.
Aun así, no deja de verse claramente cierta clasificación: en una parte los instrumentos
correspondientes a nuestros deberes para con Dios, en otra los que regulan nuestras relaciones con
el prójimo, y finalmente los que nos atañen más directamente a nosotros mismos.
Empero, cualquiera que sea el número y la variedad de estos instrumentos, el discernimiento debe
intervenir en su elección. Nadie pretenderá emplearlos todos de una vez, como tampoco es posible
ejercitar las virtudes todas a la par; las almas son distintas, como distintas son sus necesidades.
Ciertas sentencias suponen unas disposiciones generales de que debemos estar siempre animados:
Amar a Dios con todo el corazón y toda el alma; nada anteponer al amor de Cristo; guardarse de
actos pecaminosos; no perder de vista la presencia de Dios en parte alguna.
Otros están destinados a utilizarse en ciertas ocasiones; por ejemplo en las tentaciones:
«Estrellar los malos pensamientos que nos asaltan contra la piedra, que es Cristo».
Otros serán útiles principalmente para desarraigar ciertos vicios o reprimir ciertas malas tendencias;
cada uno debe estudiar en sí mismo las inclinaciones que en él prevalecen y que tienden a
desfigurar la imagen divina. Si un alma se inclina a la criatura, con ella se conforma y se desfigura;
y toda tendencia mala no combatida es una fuente de actos pecaminosos, que nos manchan, que
debemos destruir para asemejarnos a Cristo. ¿Domina en algunos el orgullo, que es origen de
muchos actos reprensibles? Nuestro glorioso Padre le da instrumentos apropiados para reprimir sus
manifestaciones: «No ser amigo de contiendas; huir de la vanagloria; atribuir a Dios lo que vea de
bueno en sí, mas lo malo adjudicarlo a sí mismo; aborrecer la propia voluntad; no querer ser tenido
por santo antes de serlo, mas procurar que con verdad puedan decirlo».
En cambio, en otros será obstáculo a la unión divina la ligereza de la mente; por la mañana se
sienten recogidas en la sagrada comunión, desciende a ellas Jesús y las perfuma con el aroma de su
divinidad; mas al salir de la oración se distraen, se disipan, entregándose a toda suerte de palabras
vanas e inútiles. Si esta imperfección no se combate, se pierden los frutos de la unión con
Jesucristo. ¿Qué deben hacer aquellas almas? Servirse de los instrumentos apropiados a su defecto:
«Velar a todas horas sobre la propia conducta; guardar la lengua de malas palabras; no hablar
demasiado». Y así de las otras sentencias.
Cada cual debe estudiarse a sí mismo a la luz que desciende de lo alto, y observar lo que le falta;
todos, por aprovechados que estén, encontrarán en este taller los instrumentos aptos para
perfeccionar en sí la imagen del divino modelo.

3. Cómo debemos usarlos: diversas etapas


Y no sólo hay diferencias de alma a alma, sino que hay variedad de etapas en cada una, según
reconoce nuestro glorioso Padre.
El arte espiritual es penoso en sus principios, como todo arte: «Angosta es la entrada del camino de
salvación» (RB, pról.). Y esto sucede porque es una «conversión», en la cual debemos despojarnos
del propio ver y obrar; debemos negarnos a nosotros mismos, contrariar nuestros hábitos viciosos y
las inclinaciones de la concupiscencia; dedicarnos a desarraigar los vicios; a corregir, rasgo por
rasgo, la caricatura de Dios, que constituye el alma sumida en el pecado; y con tanta mayor
perseverancia debemos trabajar en contrariarlos cuanto más predominantes sean en nosotros los
hábitos contrarios a las virtudes.
Para esculpir una estatua en un bloque de mármol, antes hay que desbastarlo. Cuando llegamos al
monasterio somos como bloques informes; Dios en su bondad infinita opera interiormente en
nosotros, y nos somete a la mano del superior y a nuestros propios esfuerzos para que
paulatinamente modelemos el ideal divino. Si no obramos con energía, utilizando fielmente los
instrumentos necesarios, no obtendremos resultado alguno; por otra parte, novicios como somos en
el ejercicio de este arte, nos sentimos torpes e inhábiles para el empleo de estos instrumentos; de ahí
las vacilaciones, perplejidades y dudas que hacen más penoso el trabajo, de suyo ya difícil. Es una
etapa por la cual hay que pasar, laboriosa, sí, pero necesaria.
Por otra parte, san Benito tiene buen cuidado de alentar al alma en sus comienzos: le asegura que en
este taller espiritual, en esta escuela, donde aprendemos a buscar a Dios, no quiere él «ordenar
ninguna cosa dura ni penosa» (RB, pról.). Manifiesta una gran discreción; obra paternalmente. Por
eso al alma que viene a ponerse bajo su dirección, le dice: «Si algo te parece un tanto riguroso… no
por eso abandones luego asustado el camino de la salvación, cuyos comienzos son siempre
estrechos» (RB, pról.).
¿De qué se vale para persuadirnos? ¿Será acaso atenuando el rigor de los preceptos o disimulando la
obligación de la renuncia? En modo alguno. Pero empieza por mostrarnos las facilidades y el gozo
de la virtud adquirida haciéndonos pregustar las íntimas recompensas prometidas a nuestro
esfuerzo. «Cuanto más se avanza por las sendas de la piedad y de la fe, más se corre con dilatado
corazón, por la vía de los divinos preceptos con inefable dulzura de caridad» (RB, pról.). Si desde
los comienzos somos generosos y atentos siempre a las luces de la fe, aumentará el amor, porque
Dios se comunicará más y más, y con la presencia de Dios se acrecentará el gozo de servirle:
entonces se dilata el corazón, dice nuestro glorioso Padre.
¿Qué quiere decir? El corazón es la capacidad de amar, la cual, con respecto al objeto a que debe
tender el alma, es infinita. Lo hemos dicho ya: es imposible satisfacer esta capacidad con los bienes
creados. «Hicístenos, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto mientras en Ti no repose»
[Fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te. (San Agustín, Confes., lib. I,
c. 1)]. La virtualidad actual del corazón se mide por el objeto que ama: si ese objeto es pequeño, el
corazón se achica; pero si es infinito, también la capacidad del corazón se dilata infinitamente. «Al
que contempla a Dios, todas las criaturas le parecen mezquinas», dice san Gregorio (Diálog., lib. II,
c. 35), hablando de san Benito.
Pero cuando buscamos a Dios verdaderamente sin repartir su amor con el de la criatura, y sin
mermarlo por nuestro amor propio, el corazón se dilata poco a poco, y Dios lo colma, y con Dios el
gozo lo inunda.
Este gozo aumenta de rechazo la potencia de amar. Entonces –dice el glorioso Padre, y es la
segunda etapa–, se corre por la vía de los mandamientos: no se trata ya de los penosos comienzos,
de los repetidos esfuerzos que tanto repugnaban: a la luz de la fe, siempre en aumento, el fervor nos
anima en el servicio divino y lo llena de dulzuras. Entonces, cualesquiera que sean las vicisitudes de
su vida, «jamás el monje se aparta de las enseñanzas del divino Maestro», que es la verdad, y
«persevera en su doctrina», luz del alma; y si participa de los sufrimientos de Cristo es para merecer
por la paciencia gozar también la felicidad de su reino (RB, pról.).

La última etapa indicada por san Benito es la de la caridad perfecta, que se alcanza cuando «el alma
se halla purificada de sus vicios y pecados» (RB 7). Entonces, no sólo el alma deja de seguir sus
malos hábitos, porque los ha desarraigado, en cuanto es posible a una criatura, mas prescinde en su
actividad de todo móvil humano, ya que todo cuanto hace «lo hace únicamente por amor de
Jesucristo… y por atractivo de la virtud». [San Agustín, Tract. V in I Ioan, núm. 4, define así los
tres estados: «La caridad, una vez nacida es alimentada; una vez alimentada es robustecida; y una
vez robustecida es perfeccionada. Santo Tomas, II-II, q. 24, a. 9, clasifica las tres categorías de
almas en incipientes, proficientes y perfectas]. Ha establecido el amor de Cristo en el centro de sí
mismo, y este amor le hace encontrar ligeras todas las cosas, por penosas que sean, y le permite
ahora «hacer con facilidad y perfección lo que antes ejecutaba mal y con grandes esfuerzos» (RB
7). La virtud se ha hecho una segunda naturaleza.
He aquí el estado de perfecta caridad, de perfecta unión con Dios: el alma tiende sólo a Él, y no
quiere más que su gloria, y no obra sino a impulsos del Espíritu Santo. ¿No tendrá acaso que
aguantar más pruebas, cruces y sufrimientos? ¡Oh, sí! Pero la unción de la gracia endulza las
pruebas, y el amor encuentra en la cruz nuevas ocasiones de reafirmarse y crecer. El amor es
principio de estos admirables ascensos interiores, «que el Señor obra y manifiesta en las almas
purificadas mediante el influjo del Espíritu Santo» (RB 7).

4. La operación divina en el trabajo ascético


Pero cualquiera que sea el estado en que el alma se encuentre, su trabajo es sólo de cooperación: no
está nunca sola; por ella y con ella trabaja Dios, que es siempre el autor principal de su progreso.
Al principio, cuando el alma se halla aún enredada en vicios y malos hábitos, es menester que ella
misma, con ardor viril, se aplique a superar los obstáculos que se oponen a la unión divina. La
cooperación que entonces Dios le exige ha de ser intensamente activa, y se revela muy vivamente a
la conciencia. Durante este período Dios le concede gracias sensibles, que la sostienen y la alientan.
Pero el alma experimenta alternativas y vicisitudes interiores; cae y vuelve a levantarse; se fatiga y
recobra de nuevo el valor; se detiene un momento para alentar, y emprende de nuevo el camino.
Pero a medida que avanza, que vence los obstáculos, la vida interior es más homogénea, regular y
coherente; la acción divina se manifiesta más poderosa, porque puede ejercerse con mayor libertad,
y encuentra en el alma más docilidad y menos resistencia: se hacen entonces rápidos progresos en la
perfección.
Esta economía de la vida religiosa se explica por el hecho de que la santidad es sobrenatural. Sólo
Dios la produce, pues «si Él no edifica la casa, en vano trabajan los operarios» (Sal 136,1). Esta
fundamental doctrina está muy explícitamente enseñada por nuestro Señor: «Yo soy la vid, vosotros
los sarmientos; permaneced en Mí si queréis dar fruto, porque sin Mí nada podéis hacer» (Jn. 15,1).
Nadie crea, dice san Agustín, comentando este pasaje, que de sí pueda dar el menor fruto. Sea
mucho o poco, nada se hace sin el socorro de Aquel que todo lo puede. Si los sarmientos no
arrancan de la vid y no chupan de la raíz su savia nutritiva, ningún fruto podrán dar. [Sine illo fieri
non potest sino quo nihil fieri potest… nisi in vite manserit et vixerit de radice, quamtumlibet
fructum a semetipso non potest ferre (Tract. in Ioan, 81, 3)].
Nuestro glorioso Padre conoce perfectamente estas verdades, y bajo todos sus aspectos. No nos
prohíbe hacer obras buenas, antes al contrario –como hemos visto al principio de esta conferencia–,
debemos hacer todo lo que depende de nosotros. Aunque nuestro Señor sea el origen supremo de
nuestra santidad, deja una parte de la labor a nuestro esfuerzo porque nosotros somos verdaderas
causas, aunque enteramente subordinadas a la divina causalidad: sólo a condición de cumplir
generosa y fielmente la parte a nosotros confiada, podemos esperar que Dios continúe y lleve a cabo
la obra de nuestra santificación. Sería una ilusión creer que Jesucristo hiciera todo el trabajo; pero
no sería menos peligroso imaginar que nosotros solos podamos hacer algo. Hemos, pues, de
convencernos de que el único valor que tienen nuestras obras les viene de nuestra unión con Jesús.
Entre los instrumentos que el santo Legislador pone en nuestras manos hay uno que se refiere
expresamente a la necesidad de atribuirlo todo a la gracia divina en el trabajo de la perfección: «Si
descubres en ti algo bueno, atribúyelo, no a ti mismo, sino a Dios», y «si malo, atribúyelo siempre
sólo a ti». ¿Y cómo nos enseña san Benito a lograr que esta convicción influya en nuestra vida?
Primeramente nos inculca la necesidad de la oración al empezar cualquier obra. En el Prólogo,
después de señalar la finalidad –buscar a Dios– y señalar el camino –Jesucristo–, nos dice
enseguida: «Primeramente, en cualquiera obra que emprendamos, pidamos a Dios con oración muy
perseverante que conduzca a buen fin la empresa». Aquilatemos el sentido de las palabras, porque
cada una tiene su valor. «Primeramente», «ante todo»: la cosa que más empeño tiene en inculcarnos
es la necesidad que tenemos de recurrir a Aquel que es el autor principal y primero de nuestra
santificación, porque sin su gracia nada podemos hacer.
«Cualquiera obra que emprendamos», obra «buena» moralmente buena, dirigida a procurar la gloria
de Dios, porque no puede tratarse aquí de una obra mala, que tenga por fin principal la criatura o el
buscarse a sí mismo, con exclusión de Dios. «Con oración muy perseverante»; porque es preciso
llamar para que Dios abra, buscar para encontrar, pedir para que se nos dé. (Cfr. Lc 10,9-10) ¿Y qué
hemos de pedir? «Que Dios conduzca a buen fin la empresa». Evidentemente el santo Patriarca traía
en la memoria las palabras de san Pablo: «Dios obra en nosotros el querer y el ejecutar, según su
beneplácito» (Flp 2,13).
Y veamos cómo el mismo santo Patriarca practicaba esta recomendación. Cuando los monjes salen
o vuelven de viaje (RB 67); al entrar o salir del oficio de servidores en la mesa (RB 35); al recibir a
los huéspedes en el monasterio (RB 53): en todas estas obras tan ordinarias y caseras, y en otras
muchas semejantes quiere se pida la ayuda de Dios en el oratorio y en comunidad.
Terminada la buena obra emprendida, quiere san Benito que tributemos la gloria a Aquel sin el cual
nada podemos hacer. «Los que buscan a Dios –escribe en el Prólogo– no se envanecen de su buena
conducta, porque están convencidos de que sus buenas obras, no a sí mismas sino a Dios son
debidas, y por eso glorifican al Señor que obra en ellos; y dicen con el Salmista: «No a nosotros,
Señor, sino a tu nombre da la gloria» (Sal 113; RB, pról.). «De la misma manera –añade– que el
apóstol san Pablo –y no podría aducir ejemplo más apropiado– no se atribuía a sí el resultado de su
apostolado; antes decía: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10); y en otro pasaje:
«Quien se gloría, gloríese en el Señor» (2 Cor 10,17).
Dirá alguno: Nuestras obras, ¿no nos pertenecen? Ciertamente, pues las hacemos nosotros; pero
solamente son buenas si las hacemos con fe y amor de Cristo, movidos por la gracia. Nosotros
somos las ramas: Jesucristo es la raíz. ¿Qué es lo que fructifica? No la raíz, sino las ramas, pero en
cuanto están unidas a la raíz y de ella sacan la savia; nosotros mismos, pero unidos a Jesucristo y
recibiendo de Él la gracia. Si en presencia de un ramo cubierto de hermosos frutos creyéramos que
se habían producido independientemente de la raíz, nos engañaríamos: las ramas fructifican unidas
a la raíz, de la cual se alimentan. Así sucede en nosotros; no lo olvidemos: la gracia de Jesucristo es
la raíz, y el ramo separado del tallo, de la raíz, muere; como moriremos nosotros si no
permanecemos unidos a Cristo por la gracia.
Esta unión comprende muchos grados; cuanto más fuerte y viva sea, menos obstáculos hallará en
nosotros la gracia, y más profundas serán nuestra fe y nuestro amor, y más abundantes frutos
produciremos.
Antes de empezar cualquier obra conviene, pues, que levantemos con fe y amor nuestro espíritu y
corazón a Dios: el espíritu, para no proponernos otro fin que la gloria del Padre celestial; el corazón,
para no tener más voluntad que la suya. Este doble resultado lo obtendremos por medio de «la
oración constante», como desea san Benito. No se requiere que sea larga, aunque sí frecuente; podrá
reducirse a un simple anhelo hacia Dios, a una chispita amorosa, que se asemejará en la forma a lo
que llamamos jaculatorias; su valor y precio deriva de la rectitud de intención, pureza de fe e
intensidad de amor con que lo hagamos.
Esta doctrina se armoniza admirablemente con aquello que afirma nuestro glorioso Padre, que el
progreso en la perfección está en razón directa del progreso en la fe; porque la fe aumenta el amor,
y el amor, al crecer, abandona más y más al alma a la acción de Cristo, que obra en nosotros por
medio de su Espíritu; y esta acción es cada vez más poderosa y fecunda, a medida que se
desarraigan los vicios, nos alejamos de la criatura y prescindimos de todo móvil humano.
Con su Regla el gran Patriarca se esfuerza en ensanchar nuestra alma para que se llene
abundantemente de la gracia del Evangelio, y por ello produzca sus frutos de santidad: «Ensalzan al
Señor que obra en ellos». No tiene otra finalidad al organizar el taller del arte espiritual y
franquearnos su ingreso, que procurar dar libertad omnímoda a la acción divina en nuestras almas:
quiere, sí, que busquemos a Dios mediante nuestras buenas obras, pero apoyadas únicamente en su
Hijo Jesucristo.
Llegados en la práctica a la convicción de que todo viene de Dios, nos inmunizarnos
definitivamente contra el desaliento. Si, en efecto, sin la unión con Jesucristo por la fe y el amor
nada podemos, con ellas podremos todo cuanto Dios exige de nosotros. «Todo lo puedo, exclamaba
san Pablo, en Aquel que me fortifica» (Flp 4,13). Nuestra unión con Cristo se compadece bien, no
con el pecado –especialmente el deliberado o habitual, incluso el venial– sino con nuestras
debilidades, miserias y faltas de pura fragilidad. «Dios conoce la arcilla de que hemos sido
formados» (Sal 102,14). Él sabe que «el espíritu está dispuesto, pero la carne es flaca» (Mt 26,41).
No nos abatan, pues, nuestras faltas; no nos espanten las tentaciones; para esto tenemos indicado el
último instrumento: «No desesperar nunca de la misericordia divina». Si hubiéramos empleado mal
los otros instrumentos, no soltemos de la mano «nunca» éste. El demonio se complace en
arrastrarnos en nuestra vida espiritual a la tristeza y al desfallecimiento, cierto de que un alma
contagiada de tristeza abandona, y con gran detrimento propio, la práctica de las buenas obras. Si
aparece tal movimiento en nuestro corazón, estemos seguros de que proviene del demonio o de
nuestro orgullo, y de que, siguiéndolo, escuchamos al demonio, hábil en servirse de nuestro orgullo.
¿Podrá jamás proceder de Dios un sentimiento de desconfianza, de desesperación?
«Nunca». Aunque hubiésemos caído en pecados graves, o permaneciésemos mucho tiempo infieles
a Dios, el Espíritu Santo ciertamente nos movería a penitencia y expiación: san Benito nos exhorta a
«llorar los pecados de la vida pasada y a enmendarlos» (RB 4), pero nos excita además a la
esperanza y a la confianza en Dios, «rico en misericordia» (Ef 2,4). ¿Desconfiar? ¿Desfallecer?
¿Desesperar? Nunca jamás. Mientras vivimos en el mundo no debemos perder la confianza; puesto
que las satisfacciones y méritos de Cristo son infinitos, y el Padre celestial se complace en derramar
sobre Él los tesoros de gracia y santidad que ha destinado para las almas, y estos tesoros son
inagotables; porque el mismo Jesús «siempre intercede por nosotros cerca de su Padre» (Heb 7,25).
Nuestra fuerza está en Él, no en nosotros: «Todo lo puedo en Aquel que me fortifica». «¡Oh Dios
mío!, que tu misericordia dirija nuestros corazones, porque sin Ti no podemos serte gratos»
[Oración de la dominica XVIII después de Pentecostés].

5. El amor, móvil supremo de esta empresa


Por loable que sea el ardor con que buscamos a Dios por medio de las buenas obras, especialmente
por la observancia de la Regla, hay que prevenirse contra cierta idea errónea de la perfección que
tienen algunas almas poco ilustradas. Pretenden éstas hallar toda la perfección en la observancia
puramente exterior y material de las prescripciones. Puede definirse este error con una palabra, si
bien dura, exacta: fariseísmo; con él confina o conduce a él, y es un peligro harto grave.
Nuestro Señor, que era la bondad misma y la verdad, decía a sus discípulos: «Si vuestra santidad no
es mayor que la de los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,20). Son palabras
verdaderamente de Cristo. Él, que no quiso condenar a la adúltera (Jn 8,1-11), que se dignó dialogar
con la samaritana y revelar los celestes misterios a una mujer que vivía en pecado (Jn 4,1-42); Él,
que se hacía comensal de los publicanos, calificados socialmente de pecadores (Mt 9,10-13); que
permitió a la Magdalena que le lavase los pies y se los enjugase con sus cabellos (Jn 12,1-8; Lc
7,36-50); Él, que era tan «dulce y humilde de corazón» (Mt 9,29), fustigaba públicamente a los
fariseos llenándoles de anatemas: «¡Ay de vosotros, hipócritas, que no entraréis en el reino de los
cielos!» (Mt 23,13).
Los fariseos pasaban ante el pueblo por santos y por tales se tenían ellos mismos; pero toda su
perfección la hacían consistir en la observancia exacta de las cosas externas. Conocemos la
escrupulosidad ridícula de su formulismo, observado con puntualidad y fidelidad literal. No
contentos con seguir meticulosamente la ley mosaica, que de suyo era carga no poco pesada,
añadían una lista de prescripciones, llamadas por el Señor «tradiciones humanas» (Mc 7,8); todo
esto observaban con tanta exactitud, que nadie podría reprocharles lo más mínimo: como que
aparecían los seguidores más fieles de la ley.
Recordemos al fariseo descrito por Jesús cuando va al templo para orar. ¿Cuál es su plegaria? «Dios
mío, soy un hombre irreprensible; todo lo observo exactamente: ayuno y pago los diezmos (Lc
18,11-12); no encuentras defecto alguno en mí, y debes estar satisfecho.» En sentido literal, lo que
decía era verdad, puesto que lo cumplía todo; pero el juicio de Cristo fue que salió del templo sin la
justificación, sin la gracia divina. ¿Por qué semejante condena? Porque el malaventurado se
gloriaba de sus buenas acciones y ponía toda la perfección en la observancia puramente externa, sin
preocuparse de las disposiciones internas del corazón. Por esto nuestro Señor añade a lo dicho: «Si
vuestra santidad no fuere mayor que la de los fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt
5,20).
Compenetrémonos bien de la profunda significación de esta sentencia. ¿Qué es la vida cristiana?
¿Una serie de observancias? En manera alguna. Es la vida de Jesucristo en nosotros y todo lo que Él
ha ordenado para conservarla; es la vida divina, que fluye del seno del Padre a su Cristo Jesús y, por
medio de Él, a nuestras almas. La vida sobrenatural tiene en Él su fuente y origen, y todo es nada
fuera de Él. ¿Querrá esto decir que podemos dejar a un lado todas las prescripciones externas del
Cristianismo? No, por cierto; su observancia es a la vez condición normal y manifestación necesaria
de la vida interior.
Pero ésta es la más importante, así como en el hombre el alma vale más que el cuerpo, pues es
inmortal, espiritual y creada a imagen de Dios, mientras el cuerpo no es más que un poco de barro.
Sin embargo, el alma no fue creada sino en el momento de unirla al cuerpo, y depende para ejercer
sus facultades de la buena constitución del cuerpo. En la Iglesia de Cristo hay también alma y
cuerpo; según la ley común, hay que ser miembro del cuerpo, que es la Iglesia visible, y observar
las prescripciones de esta Iglesia para participar de su vida íntima, de la vida de la gracia; mas la
esencia de la vida cristiana no consiste principalmente en la observancia externa de las
disposiciones materiales por exactísima que ella sea.
Los mismos principios debemos aplicar a la vida monástica: no está su esencia en la reglamentación
de los ejercicios exteriores. Con fuerza de voluntad y energía conseguirá alguno cumplirlo todo, y
no tener, a pesar de ello, espíritu monástico, no tener vida interior: posee la corteza, no la savia; es
cuerpo sin alma; y no es raro hallar religiosos cuyos progresos son muy lentos, a pesar de que en el
exterior son irreprensibles. Y es que éstos, o se buscan a sí mismos complaciéndose en esta
exactitud, o desprecian a sus hermanos por creerlos menos diligentes en la observancia; o,
finalmente, sufren la aberración de hacer consistir la santidad en la mera exactitud de estas
prescripciones externas.
Sin embargo, en sí mismas valen bien poco, ni solas ni todas juntas. Oigamos lo que Jesucristo
decía de sí mismo: «Juan Bautista no bebía vino y fue censurado; el Hijo del hombre come
indiferentemente lo que le ofrecen, y los fariseos también le censuran» (Mt 11,18-19; Lc 7,33-34);
pero ellos son una raza de «hipócritas».
Si es, pues, bastante indiferente en sí que las prácticas externas sean éstas o aquéllas, con todo
nosotros nos hemos comprometido a observarlas; por lo cual esta observancia, cuando va animada
del amor, es muy acepta a Dios. He dicho «animada del amor» porque en el corazón está la
perfección, y el amor es la ley suprema (Cfr. Rom 13,8-10; 1 Cor 13). Jesucristo «sondea los
corazones y ve que el que dice y cree amar sin obras, en realidad no ama; como el que
exteriormente guarda la palabra y obra sin amor, no guarda en realidad la palabra. Es necesario
juntar la ejecución de su palabra al amor, porque el precepto principal que todo lo resume es que
debemos amar» [Bossuet, Méditations sur l’Evangile, La cena, día 93º.]
La observancia de la Regla no constituye la santidad, sino un medio para llegar a ella. Se dirá: ¿no
estamos, pues, obligados a guardar todo lo que se nos manda? Ciertamente, lo estamos; y el faltar,
habitual o voluntariamente, a un punto de la Regla: oración, caridad, silencio, trabajo, puede ser
causa de entorpecimiento en el camino de la perfección. Mas, tengamos esto presente: lo que
importa en la observancia es el principio interior con que la vivificamos. Los fariseos cumplían
exactamente la ley, pero por vanidad, por recibir el aplauso del pueblo (Cfr. Mt 6,1-6.16-18); y esta
desviación moral inutilizaba todas sus buenas obras. De la observancia externa practicada
matemáticamente, pero por sí sola, sin nada que la ennoblezca, puede decirse al menos que no
constituye en modo alguno la perfección.
La vida interior debe animar la fidelidad externa; y ésta debe ser resultado, fruto y manifestación de
los sentimientos de fe, confianza y amor de que estamos animados. La Regla es la expresión de la
voluntad de Dios. Pero su cumplimiento por amor constituye la fidelidad. Acá abajo, la fidelidad es
la flor más rica y delicada del amor. Allá en el cielo, el amor se manifestará en acción de gracias, en
complacencia, en gozo, en plena posesión del objeto amado; acá en la tierra se traduce en fidelidad
generosa y constante a Dios, a pesar de las tinieblas de la fe, de las pruebas, dificultades y
contradicciones.
A ejemplo de nuestro divino modelo, debemos ofrecernos sin reservas como Él se ofreció a su
Padre al entrar en el mundo: Ecce venio. «Heme aquí para cumplir tu voluntad» (Sal 39,8-9 y Heb
10,7 y ss.). Todas las mañanas, después de la sagrada comunión, cuando somos unos con Él,
digamos a Jesús: Yo quiero ser enteramente tuyo: tus deseos serán los míos; deseo vivir tu vida por
la fe y el amor; y como Tú lo haces todo por amor al Padre, así yo quiero hacer todo cuanto pueda
por agradarte: «Tu ley está en medio de mi corazón» (Sal 39,9).
¿Deseas que guarde fielmente los preceptos de la ley cristiana que has establecido, los del código
monástico que yo he aceptado? Como prueba de amor ternísimo hacia Ti repetiré: «No despreciaré
de tu ley ni una tilde, ni una coma» (Mt 5,18). Concédeme, Señor, tu gracia para que no deje pasar
la más mínima cosa en que pueda agradarte, para que, siendo fiel aun en las cosas mínimas, lo sea
también en las grandes (cfr. Lc 16,10); pero haz sobre todo que siempre obre por tu amor y el del
Padre: «Para que el mundo sepa que amo al Padre» (Jn 14,31). Mi solo deseo sería poder contigo
decir: «Yo hago siempre lo que place a mi Padre» (Jn 8,29).
Éste fue el programa que nuestro Señor trazó a la beata Bonomo, benedictina italiana: «Antes de
una acción cualquiera ofréceteme con toda tu alma, y pide la gracia de hacerlo todo sólo por Mí;
porque Yo soy tu fin, tu Dios y tu Señor, a quien debes ser grata» [La B. Bonomo, moniale
bénédictine, por Dom du Bourg, pág. 54].
Hacerlo todo por amor y que el amor sea el móvil de nuestra actividad y el custodio de nuestra
fidelidad, ¿no es acaso el secreto de la perfección? En síntesis: el valor de nuestros actos, aun de los
más comunes, lo da el amor.
Por esto san Benito indica el amor de Dios como primer «instrumento»: «Ante todo, amar al Señor
con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas». Como si dijera: Esté el amor en
vuestro corazón ante toda otra cosa, y sea él luz y guía de vuestras acciones; él pondrá en vuestras
manos los otros instrumentos de las buenas obras, y valorizará los actos más insignificantes de
vuestra vida. «Las cosas pequeñas –dice san Agustín– aunque tales en sí mismas, por el amor con
que se cumplen se engrandecen sobre manera» (De doctrina christiana, lib. IV, c. 28). [Pascal ha
dejado escrito: «Hagamos las cosas pequeñas como si fueran grandes por la majestad de Jesucristo
que las hace en nosotros»].
La observancia externa, por si sola, sin el amor interno que la vivifique, no pasa de ser una
exhibición formalista, y aun farisaica, que debemos rehuir; pero un amor interno que omitiese la
fidelidad externa, que es su fruto natural, sería una ilusión, porque Jesucristo tiene dicho: «El que
me ama, guarda mis mandamientos» (Jn 14,21; Cfr. Mt 7,21-27); y tan cierto es esto en la vida
monástica como en la simplemente cristiana. Jesucristo nos dice: ¿Me amáis? ¿Decís que por mi
nombre lo «abandonasteis todo»? (Mt 19,29). Observad, pues, los menores detalles de vuestra regla.
El ideal a que debemos aspirar es la exactitud, por amor, no por escrúpulo, ni por la preocupación
de no equivocarse, y menos por el vano prurito de poder decir: «No quiero que nadie me sorprenda
en el menor defecto», porque esto sería orgulloso. La vida interior procede del corazón, y si
tenemos esa vida, nos esforzaremos en cumplirlo todo amorosamente con gran pureza de intención,
con el mayor cuidado posible. El monje, dice san Benito, «debe ser fiel en todo… por amor de
Jesucristo» (RB 7).
No basta, pues, seguir literalmente la ley: el espíritu de la ley está en observarla por amor, así como
el efecto del amor es guardar la ley. El amor no consiste en altas especulaciones y bellos discursos:
hay que llegar a la práctica. Los actos externos no constituyen la observancia de la ley: su espíritu
es amar y hacerlo todo por ese móvil: las exterioridades no son más que la corteza de la buena vida»
[Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio. La última semana del Salvador, día 44º.] «No nos
contentemos, pues, con reglamentar nuestros actos exteriores: debemos dar a Dios lo que nos
reclama, o sea un corazón que le busque» [Bossuet, ibid. El sermón de la montaña]. Y esto es
precisamente lo que el gran Patriarca nos exige: «Buscar a Dios con sinceridad de corazón» (RB
58).

6. Frutos de una vida guiada por el amor


Cuando tenemos esta exactitud que proviene del amor, todo lo hacemos cómoda y fácilmente; con
holgura, libertad, complacencia y alegría. ¿Qué le pasa, en cambio, al alma que pone todos sus
esfuerzos en asegurar su perfección por una observancia puramente externa? Que cuando omite, aun
sin culpa suya, estas o aquellas observancias, se turba y desconcierta; cree que su edificio espiritual
se viene abajo, que se aleja de la perfección; y si menudean los casos, se descorazona del todo. Es
natural en ella este estado, por cuanto para ella todo consiste y se resume en las observancias
externas.
Llevada de este falso principio, le ocurrirá faltar a la caridad con los hermanos y disgustarlos.
Constreñida a elegir entre la observancia de una regla en determinada hora o momento y la fortuita
ocasión de hacer un servicio a su hermano, no vacilará en optar por lo primero. Esto es hacerse
esclavo de la «letra», dura y árida. Los fariseos echaban en cara al Salvador el curar en sábado (Lc
6,11), como recriminaban a sus discípulos que desgranasen algunas espigas, para comer, so pretexto
de que era día de reposo el sábado (Mt 12,2).
Por el contrario, el que ama a Jesucristo y todo lo hace por amor, goza de libertad para escoger (Cfr.
Gál 5,1-14). El que no vincula su perfección principalmente a las prácticas materiales, no las busca
por sí mismas; y cuando las circunstancias le impiden observarlas, no se turba por eso, porque no
estaba ligado a ellas; y si ve a su hermano en una necesidad no dudará en ayudarle, omitiendo tal o
cual observancia, con tal que no obligue bajo pena de pecado. Los que dijesen de él lo que los
fariseos de Jesucristo: «Este hombre no es de Dios, porque no guarda el sábado» (Jn 9,16),
mostrarían espíritu farisaico, que no debe preocuparnos.
De lo dicho debemos concluir que jamás hemos de constituirnos jueces de la regularidad de
nuestros hermanos. Habrá quienes parecen menos correctos que los otros, y no obstante su vida
interior es más intensa. Ciertamente, el ideal sería que fuesen irreprensibles en todo; pero no es de
nuestra incumbencia ser sus censores. No imitemos a los fariseos; no nos expongamos a que,
pretendiendo ser monjes en el sentido más rígido, apenas seamos cristianos o humanos, por faltar
gravemente al precepto natural, de la caridad.
Veamos qué bien entendía san Benito estas verdades. Justipreciaba muy mucho las observancias
monásticas que había establecido después de larga experiencia; pero sabía también dejarlas en
suspenso cuando un motivo superior de caridad lo reclamaba. Así dice: «Si algún huésped llega al
monasterio en día de ayuno, el prior, que le recibe, por humanidad y caridad con el huésped,
quebrantará el ayuno» (RB 53). Un fariseo no haría así: ayunaría él y obligaría también a su
huésped. Empero, nuestro santo Padre, que estaba lleno del espíritu de todos los justos [San
Gregorio, Diálogos, lib. II, c. 8], pone ante todo la perfección en la caridad, ya sea dirigida
directamente a Dios, o sea a Cristo en la persona del prójimo.
Cuidado, empero, con tergiversar mi pensamiento. Yo no quiero preconizar, en modo alguno, las
transgresiones de la Regla, ni excusar las negligencias, la despreocupación: lejos de mí tal proceder;
lo que quiero únicamente es hacer que todos sepan apreciar las cosas en su justo valor. Ahora bien,
el valor de una cosa debe estimarse por el grado de unión que le atribuimos con Cristo por la fe y la
caridad. Hay que cumplirlo todo, pero por amor a nuestro Padre que está en los cielos, y en unión,
por medio de la fe, con Jesucristo. No lo olvidemos nunca: el origen del valor de nuestras obras está
en nuestra unión con Jesucristo por la gracia y en el amor con que las hacemos. Por esto conviene,
como dice nuestro santo Padre, «que dirijamos la intención a Dios, antes de toda empresa, con gran
intensidad de fe y de amor» (RB, pról.).

7. Energía perseverante requerida para alcanzar el fin


Jamás debemos por culpa nuestra interrumpir la obra que hemos emprendido por Dios, y puesto
bajo su protección. Sólo con una fidelidad constante nos haremos acreedores a la recompensa
prometida al siervo bueno, dice san Benito.
La perseverancia es, en efecto, la virtud que perfecciona y corona las demás virtudes.
Es necesario distinguir esta virtud del don de la perseverancia final por el cual «morimos en el
Señor». Es éste un don absolutamente gratuito, y «nadie, dice el Concilio de Trento, puede tener
certeza absoluta de que le será concedido». [Ses., VI, c. 23] «No obstante –añade–, debemos tener y
conservar la confianza más viva en el socorro de Dios, porque es omnipotente y puede terminar en
nosotros el bien comenzado, a menos que seamos infieles a la gracia» [Ibid.]
El medio, pues, que se nos da para asegurar este preciosísimo don, el don por excelencia, es nuestra
cotidiana fidelidad; y nosotros trabajaremos con buen éxito en la obra total de nuestra vida hasta
darle feliz remate, si trabajamos debidamente en cada una de las obras que emprendemos por amor
de Dios. En eso consiste el objeto de la virtud de la perseverancia.
Santo Tomás [II-II, q. 136, a. 2.] la hace depender de la virtud de la fortaleza, y con muchísima
razón. ¿Qué es, en efecto, la fortaleza? Es una firme disposición del alma a soportar valerosamente
todos los males, aun los más graves y continuos, antes que abandonar el bien; llevada al extremo,
conduce hasta a arrostrar el martirio.
La fortaleza es particularmente necesaria a los cenobitas que viven reunidos en un monasterio. Al
establecer los claustros parece que la divina Providencia, además del fin principal, que es «forjar la
aguerrida milicia del cenobitismo» (RB 1), se propuso otro secundario, que es dar acogida a las
almas débiles, para que puedan apoyarse en las fuertes. Un bosque lozano y bello no pierde
frondosidad porque humildes arbustos se cobijen a la sombra de grandes árboles, que, al dispensar
su protección a aquellas pequeñas plantas, ven realzada su grandiosidad por el contraste con los
otros; pero los grandes árboles son los que constituyen la selva.
San Benito no quiere descorazonar a los débiles, si bien es principalmente a la ambición de los
fuertes a la que abre los caminos de la perfección. El abad obrará según el espíritu del gran Patriarca
si acoge benévolamente al postulante, aunque los motivos que exponga sean los temores de
perderse en el siglo o el deseo de asegurar su salvación, siempre que vea un fondo de seriedad en su
proceder y que de veras quiere «buscar a Dios». El santo Legislador, sin embargo, se dirige de un
modo especial a las almas resueltas; sólo ellas pueden «llegar a las cimas de la virtud» (RB 73), que
indica san Benito.
La fortaleza no constituye solamente el principio del «ataque»: agredi, sino también el de la
«resistencia», sustinere; y como ésta requiere más firmeza de ánimo que aquél, síguese, como dice
santo Tomás, «que ella constituye el acto principal de la fortaleza» [II-II, q. 123, a. 6]. Ahora bien,
la vida religiosa, practicada fielmente en el claustro, requiere y enseña a la vez esta resistencia; por
su naturaleza tiende a dar al alma una firmeza capaz de llegar hasta el heroísmo, tanto más real
cuanto más oscuro.
La naturaleza humana, en efecto, sumamente tornadiza, cambia frecuentemente. El tiempo doblega
la voluntad más decidida. Por otra parte, la vida común no brinda distracciones o cosa que halague a
la naturaleza. Soportar cada día, generosamente, en la oscuridad de la fe, la monotonía de la vida
claustral; vivir siempre en el mismo lugar; cumplir ejercicios siempre repetidos, por ligeros que
sean; someterse al yugo de la obediencia, incluso cuando contraría o violenta a la naturaleza; y todo
esto soportarlo como quiere san Benito, «armándose de paciencia, acallando toda resistencia
interior, sin cansarse de sufrir, sin desistir» (RB 7); cumplir todos los días lo que impone la
obediencia, por humilde, por oscuro e ingrato que sea, sin el poderoso estímulo de la actividad
humana que constituye la lucha contra los obstáculos externos, sin poder buscar compensaciones en
la criatura, sin esas distracciones o diversiones que tan frecuentes son en el mundo y que
interrumpen la uniformidad de las ocupaciones, todo esto pide al alma una paciencia, un dominio de
sí misma y una firmeza extraordinarios.
[Se le dijo un día a Mabillon que diese a conocer los hechos extraordinarios de un monje de la
Congregación de san Mauro, Dom Claudio Martín. El escribió sólo dos líneas, concisas, pero
expresivas: «De Dom Martín no sé más de lo que todos han visto; pero su vida constante y uniforme
en el bien es para mí un verdadero milagro» (Vie de Don Claude Martín)].
Así comprenderemos las palabras de Dios en la Escritura: «Vale más el hombre sufrido, que el
valiente; el que se domina a sí mismo, que el guerrero conquistador de pueblos» (Prov. 16, 32); así
comprenderemos por qué san Benito llama cobardía (RB, pról.) a la desobediencia; y fortísimas y
relucientes las armas de la obediencia que él presenta a sus discípulos; basta leer el cuarto grado de
humildad para ver a qué cumbres de paciencia heroica invita él a subir a sus hijos.
Así la Regla, observada fielmente, es principio de fortaleza: disciplinando la voluntad, la fortifica;
al ordenarla, multiplica sus energías y la sustrae a la disipación. Es ya proverbial la paciencia de la
labor benedictina, la tenacidad y fidelidad del monje en sus trabajos.
[El santo Legislador condena con toda energía todas las formas y manifestaciones de la
inestabilidad, de la volubilidad, del capricho. Léase p. ej. RB 48, que ordena que los monjes lean
per ordinem ex integro los libros que les de el abad para su edificación durante la Cuaresma].
Los monjes han sido ejemplo del trabajo concienzudo y perseverante en todas sus formas; y fueron
en la Edad Media los portaestandartes de la civilización cristiana en Europa [Cfr. Berlière, I, c., II y
III: L’Apostolat monastique, l’oeuvre civilisatrice]. Esos magníficos resultados, ¿habrían sido
posibles si los claustros hubiesen estado poblados por almas débiles? Evidentemente que no.
No nos admiraremos, pues, de que los grandes monjes fueran de temple varonil. Misioneros como
Bonifacio y Adalberto, ¿dónde sino en el claustro adquirieron energía para arrostrar el martirio
después de una larga vida de apostolado y de fatigas sin cuento? ¿Dónde forjaron aquella admirable
firmeza de alma en sus luchas en pro de la libertad de la Iglesia un Anselmo, un Gregorio VII y la
falange de sus colaboradores, un Pío VII? En el claustro. La vida común del monasterio templó sus
almas, modeló su carácter, forjó aquellos corazones que no conocían los peligros, que se
enfrentaban intrépidos con los obstáculos, que –son palabras del mismo Gregorio VII a los monjes
cluniacenses– jamás se doblegaron ante los príncipes del mundo, al tratarse de la defensa de Pedro y
de su Iglesia… Monjes y abades nunca defraudaron a la santa Iglesia, su madre» (Dom. Berlière,
op. cit., c. V: Cluny et la lutte des investitures).
[Recordemos la intrépida conducta de un obispo, formado en el claustro, Mons. Benzler, que se
encontraba en Metz en momentos dificilísimos. Oriundo de Westfalia, durante un pontificado de
veinte años, resistió a las presiones del Gobierno prusiano, especialmente en lo tocante a
matrimonios mixtos. Pero fue todavía más heroica su firmeza durante la Gran Guerra; tanto, que un
periódico francés, Le Courier de Metz, escribió al día siguiente de su muerte (18 de abril de 1921)
«que Mons. Benzler había tenido el temple de mártir para defender la causa de la Iglesia y de sus
sacerdotes. Durante la guerra fue intrépida su resistencia ante las exigencias de Von Ingersleben y
de Von Owen… Así se pudo, a pesar de la presión gubernamental, continuar predicando durante la
guerra en las dos lenguas en todas nuestras iglesias de Metz y en todas las de la parte francesa de la
diócesis. En materia escolar y en la cuestión de la confesionalidad de los cementerios, no cedió ni
una pulgada de terreno»].
Cotidiana paciencia en la vida común, fidelidad laboriosa exige de nosotros san Benito en este taller
espiritual, en el cual se distribuyen el trabajo y los instrumentos de santificación. Debemos usarlos
«de día y de noche», «incesantemente» (RB 4), y sin fatigarnos por la duración del trabajo, sin
descorazonarnos por los pobres resultados, sin decaer por los contratiempos.
La fortaleza ejercitada continuamente, mantenida y sostenida hasta el fin, produce la perseverancia.
El gran Patriarca nos exhorta claramente a adquirirla cuando dice «que nunca nos apartemos de las
enseñanzas del divino maestro, sino que perseveremos hasta la muerte siguiendo su doctrina, en el
monasterio» (RB, pról.). «En el monasterio»: el santo Legislador repite, al fin del capítulo, que el
claustro es el taller espiritual donde se practican nuestras obras y señala como condición
indispensable de esta práctica «la estabilidad en la vida común».
Para animarnos a ejercitar esta difícil virtud y mantenernos en la práctica de la paciencia, san Benito
nos pone delante el ideal divino; apela a un motivo supremo, el amor de Jesucristo:
«Participemos, por la paciencia, en la pasión de Cristo» (RB, pról.).
Es necesario, pues, adherirnos a Jesucristo. No podemos ser sus discípulos si, como el joven del
Evangelio, no correspondemos a su llamamiento, porque nos sentimos ligados a las criaturas; si lo
abandonamos después de seguirle por algún tiempo; si no dejamos a los muertos el cuidado de
enterrar sus muertos (Mt 8,22); si volvemos atrás después de empuñar el arado. (Lc 9,62); si «todos
los días no llevamos la cruz, y no le seguimos a todas partes hasta la muerte» (Lc 9,23). «Se salvará
únicamente el que persevere hasta el fin» (Mt 10,22). Jesucristo prepara un lugar en el cielo
solamente para aquellos «que permanecen con Él el tiempo de la prueba» (Lc 12,18-29).
Escuchemos estas importantes lecciones de la verdad infalible. Pidamos cada día al Señor el don de
la perseverancia final; repitamos frecuentemente la oración que la Iglesia pone en boca del
sacerdote en la misa: «Ordena, Señor, nuestros días en paz; presérvanos de la eterna condenación, y
dígnate admitirnos entre tus elegidos…» [Canon de la Misa]. «Que nos mantengamos siempre en la
observancia de los mandamientos, y no permitas que jamás nos apartemos de ti» [Oración de antes
de la Comunión].
Y para mostrar a Dios que es sincero nuestro deseo, tengamos fija nuestra mirada siempre en el
ideal divino; trabajemos para realizar aquella perfección a la que Dios quiere que lleguemos para
imitar a su Hijo divino. Éste es la forma de nuestra eterna predestinación, y para cada uno existe una
medida «según la cual se le ha de dar Cristo» (Ef 4,7). No sabemos cuál sea esta medida que Dios
ha señalado a nuestra predestinación; pero debemos esforzarnos en formar en nosotros a Cristo, en
reproducir los rasgos de este único «ideal que el Padre nos ha mostrado» (Cfr. Ex 25,40).
Si somos fieles en trabajar en esta obra, a pesar de las tentaciones y dificultades, veremos un día «la
recompensa prometida por Dios, que nos asegura el gran Patriarca al terminar el capítulo de «Los
instrumentos de las buenas obras». Si nos hemos aplicado a cumplir constantemente por amor los
deseos de nuestro Padre celestial; si «siempre hacemos lo que le es grato» (Jn 8,29), recibiremos
ciertamente la magnífica recompensa prometida por Aquel que es la fidelidad misma: «Ven, siervo
bueno, porque has sido fiel en lo pequeño, entra en el gozo de tu Señor: yo te haré partícipe de
grandes bienes» (Mt 25,22).
Todo santo que entra en el cielo oye esta bendita palabra; es el saludo de Jesucristo. Y ¿qué bienes
son éstos de que es copartícipe? El mismo Dios en su Trinidad y en sus perfecciones; y con Dios
todos los bienes espirituales. El alma «será semejante al mismo Dios, porque le verá como es en su
esencia» (1 Jn 3,2). Con esta visión inefable, premio de la fe, el alma se adherirá a Dios y en Él
encontrará la inmutabilidad divina; se unirá siempre a Él en un abrazo perfecto, y sin temor de
perder jamás el Bien eterno e inmutable» [San August., Epist. ad Honorat, CXL., 31].
En la esperanza de que un día brillen para nuestros ojos purificados los esplendores de la luz
perpetua, repitamos con frecuencia esta plegaria de la Iglesia, que resume admirablemente los
puntos que hemos tocado en esta conferencia: «¡Oh Dios, amante y reparador de la inocencia!, atrae
a ti los corazones de tus siervos, para que, poseyendo el fervor de tu espíritu, permanezcamos
firmes en la fe y constantes en la práctica de tu ley». [Deus innocentiae restitutor et amator, dirige
ad te tuorum corda servorum, ut spiritus tui fervore concepto, et in fide inveniantur stabiles et in
opere efficaces. Feria IV post Domin. II Quadrages.]

A . El desprendimiento (Reliquimus omnia)

VIII. La compunción del corazón


No se puede «volver a Dios» sino removiendo antes los obstáculos que se atraviesan en el camino.
Desde el principio del prólogo de la Regla, san Benito presenta al alma la vida monástica como «un
retorno a Dios». Todos conocemos el motivo: porque el pecado nos ha apartado de Dios desde
nuestro nacimiento. «Estabais lejos» (Ef 2,13), dice san Pablo. Por el pecado, el alma «se desvía de
Dios, bien infinito e inmutable, y se convierte a la criatura, que es un bien transitorio». Así define
santo Tomás el pecado: «desviación del bien inmutable y conversión hacia el bien transitorio» [III
q. 87, a. 4, y II-II, q. 157, a. 6]. Si queremos, pues, buscar sinceramente a Dios, menester es romper
todo lazo desordenado con la criatura para darse solamente a Dios. Esto constituye para san Benito
la «conversión»: «Cuando alguno llegare a la conversión» (RB 58).
Nuestro santo Padre no toma la palabra «conversión» en el sentido particular y preciso que
comúnmente le damos, sino como el conjunto de actos por los cuales el alma, evitando el pecado y
desprendiéndose de la criatura y de todo móvil humano, se afana por obviar los obstáculos que se
oponen a ir a Dios y buscarlo únicamente.
Entre Dios y el pecado hay una incompatibilidad irreductible; no puede haber alianza posible entre
Cristo y Belial, padre del pecado (2 Cor 6,15), enseña san Pablo. Sería una ilusión imaginar que
Dios se nos comunicara sin que detestáramos el pecado; y esta ilusión es tanto más peligrosa cuanto
es más frecuente. Debemos desear ardientemente la unión con el Verbo; pero este deseo debe ser
eficaz y movernos a destruir cuanto se oponga en nosotros a dicha unión.
Algunos encuentran admirable, y lo es, lo que llaman la parte positiva de la vida espiritual, a saber:
el amor, la oración, la contemplación y unión con Dios; pero no hay que olvidar que éstas sólo se
hallan aseguradas en un alma purificada de todo pecado y de todo hábito vicioso, y que se esfuerza
por amortiguar las causas del pecado y de las imperfecciones, mediante una vida llena de generosa
vigilancia.
Débil es la vida del alma con tendencias viciosas no combatidas: su edificio espiritual vacila, si no
es constante en rehuir el pecado, pues está construido sobre arena movediza.
Cuando se ven los malos ejemplos de aquellos que abandonan el sacerdocio, de aquellos religiosos
que «hacen llorar amargamente a los ángeles» (cfr. Is 33,7), uno se pregunta: ¿Cómo ha sido
posible que almas privilegiadas hayan descendido tan bajo? Esas caídas, ¿han sido de una vez y
como por sorpresa? En manera alguna; no son catástrofes súbitas; su causa es remota. Los
fundamentos del edificio estaban minados de tiempo atrás por el orgullo, el amor propio, la
presunción, la sensualidad y la falta de temor de Dios. En un momento dado, ha soplado el viento
de la tentación y el edificio se ha tambaleado y con estrépito se ha venido abajo.
Por esto san Benito pone tanto empeño en indicarnos la necesidad de una labor previa sobre
nosotros mismos, que lógicamente debe preceder a todo desenvolvimiento, a todo florecimiento, a
toda conservación de la vida divina en el alma. Y como las raíces del pecado, que son la
concupiscencia de los ojos, de la carne y de la soberbia, nunca están enteramente extirpadas en
nosotros, el trabajo de expurgar no cesa jamás del todo; y aunque el alma, a medida que progresa, se
conduce con mayor libertad espiritual, no debe, sin embargo, descuidar jamás la vigilancia.
El santo Legislador quiso, pues, que este trabajo fuese objeto de una promesa que nos obligara por
toda la vida, «la promesa de la conversión de costumbres» (RB 58); y es el segundo de los votos
que emitimos. Por él nos obligamos a tender a la perfección, esto es, a la unión con Dios, a
conformarnos con su voluntad, por el amor.
Hay obstáculos que estorban esta unión, por lo cual la busca de la perfección exige que
comencemos por apartarlos de nuestro camino. San Benito es también muy explícito en esta
materia: nos señala también los «instrumentos» que hay que emplear para desarraigar los vicios:
«No dejarse llevar de la ira; no guardar resentimiento; no tener dolo en el corazón; no dar paz
fingida; no volver mal por mal; guardar su boca de palabras malas y viciosas», etc. Quiere que
«todos los días confesemos a Dios en la oración con lágrimas y gemidos los excesos de la vida
pasada y que en adelante nos enmendemos de ellos» (RB 4).
En otra ocasión declara que sólo cuando el alma «esté purificada de vicios y pecados, el Espíritu
Santo obrará plenamente en ella y el amor perfecto reinará como principio de su vida» (RB 7). Es,
pues, necesario este trabajo de destrucción y desapego del pecado, si queremos llegarnos a Dios y
encontrarle a Él únicamente. Hay que emprender esta labor, no por sí misma, sino como condición
de vida, como el único medio de dejar que se desarrolle y conserve en nosotros la unión con Dios.
Examinemos, pues, de qué modo debemos aplicarnos a este trabajo y descubriremos que uno de los
mejores medios es la compunción del corazón, y veremos también lo que la Iglesia y los santos
piensan de este sentimiento, los preciosos frutos que reporta al alma y, finalmente, las fuentes de
donde procede.

1. La compunción, medio eficacísimo de evitar el pecado, es un sentimiento habitual de


contrición
El pecado mortal es el obstáculo esencial a la unión divina, así como el venial deliberado impide el
progreso espiritual: ni uno ni otro se compadecen con la perfección, según es manifiesto.
Por el pecado mortal el alma se desvía enteramente de Dios, y pone su fin en la criatura; su
alejamiento de Dios es radical, y su unión con Él queda destruida. Si le sorprende la muerte en este
estado, quedará fijada para siempre en este alejamiento de Dios: «Apartaos de mí, malditos» (Mt
25, 41). El Padre celestial no reconoce la imagen de su Hijo en el pecador, y por eso le excluye
enteramente de la herencia. El pecado mortal se borra por la contrición perfecta y por el sacramento
de la penitencia que aplica al alma los méritos infinitos de Cristo y la purifica de la culpa.
Para el pecado venial no se precisa acudir al sacramento de la penitencia, por más que sea un medio
excelente, ya que Jesucristo lo instituyó para remisión de todos los pecados: basta un acto de
caridad, una comunión fervorosa, si no hay afecto al pecado. Atendamos bien a esta condición, que
es de importancia suma en la vida espiritual.
Cuando se trata de la perfección, conviene distinguir cuidadosamente entre pecados de fragilidad y
pecados deliberados. El pecado venial, por sorpresa, que escapa a nuestra debilidad, no nos detiene
en la búsqueda de Dios; con nuestra humillación salimos de él, y en él encontramos un estímulo
nuevo y más fuerte para amar a Dios. Mas lo contrario sucede –hay que tenerlo muy en cuenta– en
el pecado habitual y plenamente deliberado. Si se cometen regularmente faltas veniales deliberadas;
si se cae a sangre fría, sin remordimiento, en faltas voluntarias y habituales contra la observancia de
la Regla, aunque ésta no obliga bajo pecado, es imposible que el alma que así obra haga verdaderos
y constantes progresos en la perfección.
No son, ciertamente, nuestras fragilidades, las flaquezas de alma y cuerpo, las que ponen óbice a la
gracia, pues Dios conoce nuestra miseria y el barro de que fuimos formados; lo que paraliza la
acción de Dios en nosotros es el aferrarse al propio criterio, al amor propio, la fuente más fecunda
de infidelidades y faltas deliberadas. Poco antes de su pasión, el Salvador, contemplando la
majestuosa esplendidez de Jerusalén, «llora por ella» (Lc 19, 41) al pensar en su cercana ruina.
«¡Qué de veces –exclama– he querido atraerte a mí, a mi Padre, y no quisiste»: et noluisti! (Mt
23,37) Reflexionemos sobre esta palabra: noluisti.
Cuando el Señor encuentra una tal resistencia, siquiera sea en cosas mínimas, parece como
impotente para obrar sobre el alma. ¿Y por qué? Porque ésta fomenta en sí hábitos que constituyen
y mantienen obstáculos que se oponen a la unión divina. Dios quisiera aproximarse, pero encuentra
barreras que impiden la plenitud de su acción: el alma no responde a sus divinas insinuaciones y
opone diariamente un «no» a las inspiraciones del Espíritu Santo que la inclina a la obediencia, a la
humildad, a la caridad y al desprendimiento de sí misma. ¿Cómo podrá progresar seriamente con
estas disposiciones? Imposible de todo punto.
Esta alma, no solamente no se elevará hacia Dios, mas correrá riesgo de caer en graves culpas. Las
veniales predisponen a una ruptura completa con Dios, porque quitan vigor a la resistencia contra la
tentación, y el Espíritu Santo termina por retirarse cuando se le contrista (Ef 4,30), dice San Pablo,
con infidelidades voluntarias; y entonces una simple sacudida bastará para hacerla caer a esta alma
en la culpa mortal, como nos enseña la triste experiencia.
Este estado de tibieza es particularmente peligroso cuando proviene de pecados del espíritu, orgullo,
desobediencia; establece un muro entre Dios y nosotros; y como Dios es el origen de nuestra
perfección, el alma que se sustrae a la acción divina se cierra la puerta a todo progreso.
Para evitar ese estado tan peligroso, nada mejor que la compunción del corazón.
Los que estamos obligados a tender a la perfección debemos considerar este punto como de capital
importancia. Si hay tantas almas que no adelantan en el camino del amor de Dios; si abundan,
desgraciadamente, las que se acostumbran fácilmente a los pecados veniales y a las infidelidades
deliberadas, es porque no están animadas del espíritu de compunción. ¿Qué es, pues, la
compunción?
Es una disposición del alma que la mantiene habitualmente en la contrición. Supongamos un alma
piadosa que tiene la desgracia de caer en pecado mortal, lo que puede suceder, en el mundo de las
almas, donde se dan abismos de flaqueza y excelsitudes de santidad. La misericordia divina le
concede la gracia del arrepentimiento, de una confesión sincera y penitente de su pecado; es
imposible que caiga en la misma culpa en el momento mismo en que siente tan doloroso pesar.
Miremos al hijo pródigo cuando vuelve a la casa paterna. ¿Le imaginaremos, después de su regreso,
con aire desenfadado y presuntuoso, como si siempre hubiera sido un hijo sumiso?: ¡Ah, no! Pero se
dirá tal vez: ¿no se lo perdonó todo su padre? Sí, ciertamente: recibióle con los brazos abiertos; no
le echó en cara su conducta; no le dijo: «Eres un miserable»; le estrechó contra su corazón. Incluso
al padre, la vuelta de este hijo le llenó de alegría hasta el punto de preparar para el pródigo
arrepentido un opíparo festín. Todo quedó olvidado, todo perdonado.
Esta conducta del padre del hijo pródigo es la imagen de la misericordia del Padre celestial. Ahora
bien, ¿cuáles serían los sentimientos del hijo perdonado y la actitud que observaría en adelante? No
lo dudemos; serían los mismos que le animaban cuando arrepentido se arrojó a los pies de su padre.
«Padre, pequé contra vos; no soy digno de llamarme hijo vuestro; mas tratadme como al último de
vuestros siervos». Tengamos por cierto que estas disposiciones eran las que predominaban en su
alma en medio del regocijo con que era celebrado su retorno, y que, aunque más tarde su contrición
perdiera en intensidad, no se borraría nunca del todo de su alma, aun después de repuesto para
siempre en su lugar en la casa paterna. En su nuevo estado de prosperidad, ¡cuántas veces no diría a
su padre:
«Todo me lo habéis perdonado, pero mi corazón no cesará de repetir con gratitud, que me pesa de
haberos ofendido y deseo con todas veras remediar con fidelidad mayor todo lo pasado»!
Tales deben ser los sentimientos del alma que ofendió a Dios, despreciando sus perfecciones y
renovando los sufrimientos de Jesucristo.
Supongamos ahora en esta alma no un acto aislado de arrepentimiento, sino un estado habitual de
contrición: es casi imposible que caiga nuevamente en falta deliberada. ¿Y esto por qué? Porque
está sólidamente establecida en una disposición que por su propia naturaleza le mueve a rechazar el
pecado. El espíritu de compunción es precisamente sentimiento de contrición, que domina de un
modo permanente en el alma. Constituye al alma en un estado habitual de odio al pecado; por los
movimientos interiores que provoca, es medio eficacísimo contra las tentaciones.
Entre el espíritu de compunción y el pecado existe una irreductible incompatibilidad, porque
fortifica al alma en el horror al pecado y en el amor de Dios. Así vemos que San Bernardo emplea
más de una vez la palabra «compunción» por «perfección». Hasta tal punto este sentimiento,
cuando es sincero, preserva al alma de ofender a Dios.

2. Lo que dicen los santos y la Iglesia enseña


La espiritualidad de los primeros tiempos inducía a una piedad muy estable, lo que no podemos
menos de admirar. Aparte las inevitables excepciones, vemos a los antiguos monjes, que se
reclutaban a veces en medios más rudos que los nuestros, alcanzar en poco tiempo una vida interior
de gran firmeza, al paso que muchas almas de nuestros días, aun entre los religiosos y consagrados
a Dios, viven una vida espiritual de terrible inestabilidad. Las fluctuaciones a que están sujetas son
innumerables, y sus ascensiones interiores tropiezan siempre con obstáculos, hasta el punto de verse
comprometido en ellas todo progreso.
La causa de estas vacilaciones espirituales hay que buscarla las más de las veces en la falta de
compunción; no hay medio más seguro de comunicar a la vida espiritual firmeza y estabilidad, que
el impregnar al alma de espíritu de compunción.
Generalmente, los autores modernos son parcos en tratar de esta materia al contrario de los antiguos
místicos. [Véase, no obstante, al P. Faber, El Progreso del alma, c. 19, Del dolor constante que el
pecado debe fomentar en nosotros. Léanse también las bellas páginas dedicadas a la compunción en
El ideal monástico y la vida cristiana de los Primeros siglos, de Dom D. G. Morin], que insistían en
la importancia de la compunción para el progreso espiritual, y los mayores santos practicaron y
recomendaron semejante disposición del alma.
«Sabéis –dice San Pablo a los de Éfeso– que desde que llegué a Asia no he cesado de servir a Dios
en medio de vosotros, con humildad y lágrimas» (Hch 20,18-19). El Apóstol recordaba los tiempos
en que persiguió a la Iglesia (Flp 3,6); no se avergüenza, al escribir a su discípulo Timoteo, de
acusarse de que fue «blasfemo» y perseguidor; se llama a sí mismo «el primero de los pecadores»,
que obtuvo misericordia para que Jesucristo pudiese manifestar con él, antes que con ningún otro,
su inagotable longanimidad, y presentarla como ejemplo a todos aquellos que después habían de
creer en Cristo.
Al recordar esta misericordia infinita, el Apóstol prorrumpe en este grito de reconocimiento: «Al
rey de los siglos, inmortal e invisible, Dios único, se tribute honor y gloria por todos los siglos» (1
Tim 1,13 y ss.).
Otro «converso», objeto de la misericordia divina, san Agustín, ha dejado escrito [Ep. 130, c. 10]:
«Hablar mucho en la oración es hacer una cosa necesaria con palabras superfluas. Orar mucho es
importunar, con un piadoso movimiento del corazón, a la puerta de quien llamamos; porque la
oración consiste, no tanto en largos discursos y abundancia de palabras, cuanto en lágrimas y
gemidos, pues no desconoce nuestras lágrimas el que creó con su Verbo todas las cosas, y no
necesita de palabras humanas».
Nuestro bienaventurado Padre se hace eco de estas mismas expresiones: «En la oración –dice–
debemos templar el alma en la compunción» (RB 52). «Y no olvidemos –dice en otro lugar– que
seremos atendidos, no por largos discursos, sino por la pureza del corazón y el arrepentimiento con
lágrimas» (RB 20). El santo Patriarca no osaría afirmar esto si no estuviera convencido de ello y no
lo hubiera él mismo experimentado. Veamos asimismo el retrato del monje perfecto, tal como está
descrito en el duodécimo grado de humildad: «Ha llegado –dice– a aquel amor de Dios que, por ser
perfecto, excluye todo temor» (RB 7). ¿Cuál es la actitud de este monje? «Se juzga reo de pecado
en todo momento, indigno de levantar la vista al cielo».
Este es realmente el sentimiento que se encuentra en todas las almas santas. Una distinguida
matrona, convertida de una vida de lujo y disipación, escribía a san Gregorio que le importunaría
siempre hasta que le asegurase que Dios le había perdonado sus pecados. El santo Pontífice,
empapado en el espíritu de la Regla, le respondió que «su demanda era tan difícil como perjudicial:
lo uno porque él se juzgaba indigno de revelaciones, y lo otro porque para su eterna salvación era
mejor que no llegara la certeza del perdón [aquella certeza absoluta que excluye toda duda y todo
temor] hasta el último momento de la vida, cuando no pudiera ya llorar sus pecados y apenarse
delante de Dios.
Hasta el fin de su vida debía mantenerse la consultante en la compunción del corazón no dejando
pasar ni un solo día sin lavar con lágrimas sus manchas espirituales» [Epistolae, I, VII, c. 25]. Santa
Gertrudis, verdadero lirio de pureza, decía al Señor con su profunda humildad: «El mayor milagro,
Señor, es que la tierra soporte a una pecadora como yo» [El Heraldo del amor divino, t. I, lib. I, cap.
11]. Y Santa Teresa, aleccionada en la perfección por el mismo Jesucristo, había escrito en su
oratorio estas palabras del Salmista. «No quieras entrar en juicio con tu siervo, Señor» (Sal 142, 2).
No era exclamación de amor, ni expansión de alabanza, sino grito de arrepentimiento de esta alma
seráfica, la cual, según cuentan sus biógrafos, jamás había cometido un pecado mortal [Santa
Teresa, según los Boland., t. II, cap, 71].
Santa Catalina de Siena no cesaba de implorar cada día la misericordia divina, y terminaba siempre
su plegaria con esta invocación: «Apiádate, Señor, de mí, porque he pecado» [(Drane, Histoire de
Ste. Catherine de Sienne, vol. I, 1ª parte, cap. IV). Santa Catalina en su Diálogo tiene un tratado
sobre las lágrimas. El beato Raimundo de Capua cuenta que, maravillado de las obras de Catalina,
deseaba tener una prueba incontrastable de que proviniesen de Dios. Se le ocurrió pedir a la santa
que le obtuviese del Señor una contrición extraordinaria de sus pecados, pues, añade, «nadie puede
tener esta contrición si no le es dada por el espíritu Santo, y tal contrición es un gran don de Dios».
Santa Catalina obtuvo lo que se le indicaba (Vie de Ste. Catherine de Sienne, por el beato
Raimundo, 1ª parte, c. IX; trad. Hugeueny, pág. 80)].
En todas estas almas no se trataba, al expresarse así, de actos singulares, de impulsos pasajeros; sus
palabras eran fiel expresión de un sentimiento interno, permanente, ávido de manifestarse.
Este habitual sentimiento de compunción es tan precioso, que, como dice santa Teresa, rebosan de
él las almas que han sido objeto de más favores divinos. Hablando de las que han llegado a la sexta
morada del castillo interior, la Santa les recomienda muy mucho no olvidar los deslices pasados.
«El dolor de los pecados –escribe– crece más, mientras más recibimos de nuestro Dios. Y tengo yo
para mí que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que ésta no se quitará.
Verdad es, que unas veces aprieta más que otras, y también es de diferente manera; porque no se
acuerda de la pena que ha de tener por ellos, sino de cómo fue tan ingrata a Quien tanto debe y a
Quien tanto merece ser servido; porque en estas grandezas que le comunica, entiende mucho más la
de Dios. Espántase cómo fue tan atrevida; llora su poco respeto, parécele una cosa tan desatinada su
desatino, que no acaba de lastimar jamás, cuando se acuerda por las cosas tan bajas que dejaba una
tan gran Majestad. Mucho más se acuerda de esto que de las mercedes que recibe, siendo tan
grandes como las dichas, y las que están por decir, parece que las lleva un río caudaloso, y las trae a
sus tiempos. Esto de los pecados está como un cieno, que siempre parece que se avivan en la
memoria, y es harto gran cruz» [Santa Teresa, Obras: Moradas sextas, c. 8, 1, 2].
La misma Iglesia nos ofrece en la liturgia de la misa bellos ejemplos de compunción de corazón.
Observemos qué hace el sacerdote en el momento de ofrecer el santo sacrificio, que es el más
sublime homenaje que la criatura puede tributar a Dios. No podemos menos de suponer al sacerdote
en estado de gracia, en amistad con Dios: de otra suerte cometería un sacrilegio. ¿No parece, pues,
lo natural que en el momento en que va a realizar el acto más solemne del culto, el sacerdote
llamado por Dios entre muchos a tan alta dignidad, debe albergar únicamente en el alma
sentimientos de amor?
No; la Iglesia, su tutora infalible, comienza por hacerle confesar ante los fieles su condición de
criatura y de pecador: Confiteor Deo omnipotente… et vobis, fratres, quia peccavi nimis, «Yo
confieso ante Dios todopoderoso … y ante vosotros hermanos, que he pecado mucho».
Después, en el curso de la augusta ceremonia, multiplica en sus labios las fórmulas en que demanda
perdón: «Borrad, Señor, os lo suplicamos, nuestras iniquidades, para que, con un corazón puro,
entremos en vuestro santuario». En medio del canto angélico, mezcla con las exclamaciones de
amor y santa alegría los acentos de compunción. «Apiadaos de nosotros, Vos, que perdonáis los
pecados del mundo». Ofrece a Dios la hostia inmaculada «por la multitud de sus pecados, ofensas y
negligencias»; antes de la consagración le ruega «que le salve de la condenación eterna».
Después de la consagración, en la cual el sacerdote se ha identificado con el mismo Cristo, suplica
a Dios «que le haga participe de la compañía de los santos, a pesar de sus faltas». Llega el momento
en que debe unirse sacramentalmente con la víctima divina, y se golpea el pecho como un pecador:
«Cordero de Dios…: no consideréis mis pecados… que esta unión de mi alma contigo no sea para
mí causa de juicio ni principio de condenación».
¡Cuantísimos sacerdotes y pontífices, objeto de nuestra veneración, han pronunciado estas palabras:
«Te ofrezco, Padre santo, esta hostia inmaculada por mis innumerables pecados!» Y la Iglesia les ha
obligado a repetir: «Señor, yo no soy digno». ¿Por qué ese proceder de la Iglesia? Porque sin la
compunción no puede alcanzarse el verdadero espíritu cristiano. Cuando el sacerdote suplica que su
sacrificio vaya unido al de Cristo, dice: «Recíbenos, Señor, en espíritu de humildad y con el
corazón contrito». La oblación de Jesucristo es siempre grata al Padre, pero, en cuanto ofrecida por
nosotros, sólo lo será si nuestras almas están imbuidas de compunción y humildad, que es fruto de
aquélla.
Este es el espíritu que anima a la Iglesia, esposa de Cristo, en la acción más sublime, más santa que
realiza en la tierra. Aun cuando el alma se identifica con Cristo, uniéndose a Él por la comunión, la
Iglesia quiere que no olvide su condición de pecadora, quiere que esté siempre impregnada del
espíritu de compunción: «Recíbenos en espíritu de humildad y con el corazón contrito».

3. Lejos de ser incompatible con la confianza y gozo en Dios, la compunción los reafirma
Nadie dudará de que tales sentimientos de compunción prescritos por la Iglesia para la misa, sean
oportunos en ella; pero podrá ocurrírsenos, tal vez, que hay que reservarlos para los momentos en
que se renueve el sacrificio de la cruz o se reciben los sacramentos, es decir, para la liturgia.
¿Deberemos, pues, considerarlos en los momentos ordinarios de la vida interior, como piadosas
exageraciones, hipérboles o maneras de obrar excesivas? ¡Ah, no, por cierto!
He aquí lo que san Juan en su epístola, divinamente inspirada, dice: «El que afirma que no tiene
pecado se engaña a sí mismo y no dice verdad» (1 Jn 1,8). Para las almas grandes y santas esta
confesión es sincera, clara y diáfana, porque cuanto más se allegan a Dios, sol de justicia y santidad
inmaculada, tanto más reconocen las manchas que las deslustran. El divino resplandor de que están
bañadas pone de manifiesto, por singular contraste, las mínimas faltas, los defectos más
insignificantes; su mirada interior purificada por la fe y el amor penetra más profundamente en las
perfecciones divinas, y así comprenden mejor la bajeza de su ser y el abismo que las separa de lo
infinito.
[«Delante de Dios y de sus perfecciones cada uno se reconoce a sí mismo y sus propias miserias; en
el esplendor de su inmensa luz descubrimos nuestras sombras» (Dom Fustigière, La liturgie
catholique, pág. 101)]. La más íntima unión con Cristo da a los santos un vivo y claro sentimiento
de los sufrimientos que sobrellevó Jesucristo por la expiación del pecado; y por el conocimiento
más elevado de la vida de la gracia, conciben mejor el horror de la ofensa hecha al Padre celestial,
del desprecio de la pasión de Cristo y de la injuriosa resistencia al Espíritu Santo.
Se comprende, pues, que el haber ofendido a Dios, aunque haya sido una sola vez, debe conmover
íntima y profundamente a estas almas. Su habitual actitud de pesadumbre y aborrecimiento del
pecado demuestra una constante y sobrenatural delicadeza que agrada mucho a Dios y les atrae la
misericordia infinita.
Por otra parte, el estado del alma de que vamos hablando, en manera alguna está en contradicción
con la confianza y el gozo espiritual, con las efusiones de amor y la complacencia en Dios. San
Agustín, san Benito, san Gregorio, san Bernardo, santa Gertrudis, santa Catalina de Siena, santa
Teresa, todas estas almas, saturadas del espíritu de compunción, ¿no rebosaban al mismo tiempo de
amor divino y gozaban las dulzuras del Espíritu Santo? ¿No habían llegado a un sublime grado de
unión con Dios?
El amor y el gozo, lejos de encontrar un obstáculo en la actitud habitual de arrepentimiento que
constituye la compunción, se apoyan en ella como en una de sus bases más sólidas, y sus impulsos
tienen en ella su punto de arranque. ¿No es éste uno de los frutos más preciosos de esta disposición?
¿Cuál es, en efecto, la fuente principal de que dimana? El recuerdo de la ofensa hecha a Dios,
bondad infinita. Por su misma naturaleza la compunción participa de la contrición perfecta, una de
las formas más puras y singulares del amor. Excita constantemente la generosidad y dilección, que
aspiran a reparar las pasadas culpas con un crecido fervor; inspira al alma la desconfianza en sí
misma, pero la vuelve admirablemente dócil a la acción divina, extremadamente atenta a los
movimientos del Espíritu; la pone en guardia contra la disipación voluntaria y la ligereza habitual,
tan peligrosas para la vida sobrenatural y tan contrarias a nuestro estado religioso.
Nada hay tan peligroso para el alma como una familiaridad de mala ley en nuestras relaciones con
el Señor; y la compunción nos libera de ese peligro, porque, como dice el padre Fáber, nos lleva a
aprovecharnos mejor de los sacramentos, porque nos mueve a recibirlos con más humildad y
arrepentimiento, con más vivo sentimiento de nuestras necesidades. La gracia no da toques en balde
a la puerta del alma sobrecogida de este piadoso dolor… La tibieza no se compagina con este santo
arrepentimiento, pues son dos tendencias que no pueden subsistir en la misma persona».
A veces la compunción es tan viva y profunda, que viene a ser principio de una vida nueva, llena de
amor, consagrada totalmente al servicio de Dios. «Entonces –dice san Gregorio– el alma penitente
es más agradable al Señor que otra inocente, pero mecida en una perezosa seguridad» [Reg. Past.,
III, C. 28. p. L., t. 77, col. 107].
La compunción, como verdadera fuente de humildad y generosidad, induce al alma a aceptar sin
reserva la voluntad divina, en cualquier forma que se manifieste, y a pesar de todas las pruebas a
que la someta; porque el alma las considera todas como medios de vengar en sí las perfecciones y
derechos de Dios que el pecado había desconocido o ultrajado. Por el amor tan gravemente
ofendido se somete de buen grado a cualquier contrariedad por dura y penosa qué sea; y en ello
encuentra además una fuente inagotable de méritos.
Todos conocemos el episodio de la vida de David cuando, hacia el fin de su reinado, se ve obligado
a salir de Jerusalén por la rebelión de Absalón. En su huida se encuentra con Semeí, de la parentela
de Saúl, que le arroja piedras al mismo tiempo que le maldice: «Huye, huye, hombre sanguinario,
ahora te dan tu merecido.» Uno de los criados de David quiere castigar al insolente; mas el rey le
detiene, diciendo: «Déjale; he aquí que el hijo de mis entrañas atenta contra la vida de su padre; y,
¿cómo admirarse de que un extraño me maldiga? Déjale, que Dios lo ha dispuesto así; tal vez el
Señor atenderá a mi aflicción y me bendecirá a cambio de esta maldición» (2 Sam 16,5ss).
Recordando sus culpas, lleno el corazón de estos sentimientos de compunción de que rebosa el
Miserere, el santo rey acepta los ultrajes en expiación de sus pecados.
Este sentimiento es también origen de viva caridad para con el prójimo. Si en nuestros juicios
somos severos y exigentes con los otros, si descubrimos con ligereza las faltas de nuestros
hermanos, carece nuestra alma del sentimiento de compunción, porque el alma que lo posee ve en sí
misma los pecados y debilidades de que adolece, se contempla tal como es delante de Dios, lo cual
basta para destruir en ella el espíritu de vanagloria y hacerla indulgente y compasiva con los demás.
No por eso –y repitámoslo una vez más– hemos de creer que el gozo esté ausente de tal alma: todo
al contrario. Excitando el amor, avivando la generosidad, fomentando la caridad, la compunción nos
purifica más y más, nos hace menos indignos de unirnos a nuestro Señor; nos da seguridad de
perdón y confirma la paz del alma. De esta manera no disminuye en nada la alegría espiritual ni el
encanto de la virtud.
Así lo certifica san Francisco de Sales, quien, mejor que nadie, ha sabido hablarnos del amor de
Dios y del gozo que de él dimana: «A la tristeza que proviene de la verdadera penitencia, más que
tristeza debe llamársele disgusto y sentimiento de aborrecimiento del pecado; es una tristeza que no
entorpece el espíritu, antes lo vuelve más activo, pronto y diligente; que no deprime el corazón, sino
que lo levanta por la oración y la esperanza y estimula en él el fervor; que, en sus mayores
amarguras, produce siempre el dulzor de un consuelo incomparable».
Y citando a un antiguo monje, eco fiel de la ascesis de tiempos remotos, añade el gran Doctor: «La
tristeza, dice Casiano, que inspira la sólida penitencia y el agradable arrepentimiento del cual no nos
arrepentimos jamás, es obediente, afable, humilde, suave, paciente como que proviene de la caridad;
de tal manera que todo dolor corporal y toda la contrición del corazón es en cierto modo alegre,
animada y vigorizada por la esperanza del provecho» [Práctica del amor de Dios, l. XI, c. 21, 5].
He aquí los naturales frutos de la compunción. Tan lejos está de amilanar al alma, que antes bien la
hace más diligente en el servicio divino, lo que es ya un indicio de verdadera devoción. Y así,
cuando el alma, al recuerdo de las transgresiones pasadas, recuerdo que debe referirse al hecho de
haber ofendido a Dios, no a las circunstancias de la misma ofensa–, se humilla delante de Dios y se
sumerge en llamas de contrición que purifiquen el orín que la corroe, cuando se reconoce
sinceramente indigna de las gracias divinas: «Apártate de mí, qué soy un pecador» (Lc 5,8), Dios se
vuelve a ella con infinita bondad: «No despreciarás, Señor, al corazón contrito y humillado» (Sal
50,19).
Cuando ve un alma que se esfuerza sin cesar en purificarse de sus culpas y con buena voluntad se
esmera en reparar las infidelidades cometidas, Dios se inclina hacia ella lleno de misericordia.
«Dios –dice san Agustín– atiende más a las lágrimas que al mucho hablar» [Sermón 47 del
apéndice. P. L. XXXIX, col. 1838]. Y san Gregorio: «Dios no se hace esperar: con los dones
perdurables enjuga nuestras lágrimas momentáneas» [Homil. In Ev., l. II, hom. XXXI, 8. P. L.,
LXXVI, col. 1232].
Penetrado de estos pensamientos, nuestro bienaventurado Padre quiere que «todos los días
confesemos con lágrimas y llanto, en la oración, los excesos que hemos cometido» (RB 4). No dice
san Benito, «de vez en cuando», sino «cada día». Y ¿por qué esta recomendación? Porque sabe, y
quiere que nosotros lo entendamos así, que si «somos oídos será a causa de esta actitud humilde del
alma contrita» (RB 20). El santo Patriarca tenía sus profundas razones al asentar este indiscutible
axioma de la ascesis monástica.
[«Quiere san Benito conservar nuestras almas a tono con el Miserere: el estado íntimo de David
penitente, pero rebosando confianza en la divina misericordia, ya que David de continuo reasume en
los salmos la alternativa entre la contrición y el amor» (Dom Festugière, o. c., págs. 101-102)].

4. Nos da fuerzas contra las tentaciones


Otro fruto, y de los más preciosos, del espíritu de compunción, es el fortalecernos contra las
tentaciones. Fomentando en nosotros el odio al pecado, la contrición nos pone en guardia contra los
amagos del enemigo.
Y porque la tentación tiene un papel tan importante en la vida espiritual, conviene hablar de ella;
veremos además que para resistirla nos suministra la compunción una de las más necesarias y
eficaces armas.
Se imaginan algunos que la vida interior es un fácil ascender, cómodo y sin sacudidas, por un
camino sembrado de flores. Sabemos que generalmente no es así, por más que Dios, dispensador
magnánimo de sus dones, pueda llevarnos a Él por los caminos que más le plazca. Ha tiempo que en
la Sagrada Escritura se ha escrito: «Hijo mío, si te quieres consagrar al servicio de Dios –y a esto
venimos al monasterio, escuela donde se enseña a servir al Señor (RB, pról.)–, prepárate para la
tentación» (Eclo 2,1). De hecho, nosotros, en las condiciones presentes de nuestra naturaleza, no
podemos encontrar plenamente a Dios sin ser zarandeados por la tentación; y más arrecia el
enemigo sus combates contra los que más buscan sinceramente al Señor y tratan de plasmar con
más perfección la imagen de Jesucristo.
Pero se dirá que, siendo la tentación un peligro para el alma, sería mucho mejor no sufrirla. Nos
sentimos naturalmente llevados a envidiar la suerte del que no fuera nunca tentado. Feliz él,
diremos con una sincera exclamación. Tal es, quizá, en efecto, el parecer de la humana sabiduría,
pero Dios nos dice lo contrario: «Dichoso el hombre que es tentado» (Sant 1,12). ¿Por qué el
Espíritu Santo lo proclama feliz, cuando nosotros lo juzgamos desdichado? Porque el ángel decía a
Tobías: «Ya que eres grato a Dios, convenía que la tentación te probase» (Tob 12,13). ¿Será acaso
por la tentación en sí misma? No, por cierto, sino porque Dios quiere aquilatar nuestra fidelidad;
sostenida por la gracia, esta fidelidad se fortifica con la lucha, y obtenemos por su victoria la corona
de la vida (Sant 1,12).
Las tentaciones sufridas pacientemente son fuente de méritos para el alma, y ocasión de gloria para
Dios; porque el que responde con constancia a la prueba acredita la potencia de la gracia: «Te basta
mi gracia; mi poder se manifiesta en tu debilidad» (2 Cor 12,9). Dios reclama de nosotros este
homenaje y esta gloria. Miremos al santo Job. La Escritura nos dice que el Señor se ufanaba de la
perfección de este justo. «Un día –dice el sagrado texto, dramatizando la escena– el demonio
compareció ante Dios, que le dijo: «¿De dónde vienes?» «De darme un paseo por el mundo»,
contestó él. Y el Señor: « ¿Te has fijado en mi siervo Job, que no tiene semejante en la tierra en
sencillez, rectitud, temor de Dios, y bondad de obras?» Satanás contestó con desenfado: «Valiente
mérito el de un hombre al que todo le va bien, y le sonríe la fortuna; pero retírale tu protección,
hazle sentir la escasez y verás cómo te maldice» (Job 1,7-11).
Dios permite al demonio que ejerza su maligna influencia en sus bienes, en su familia y en su
misma persona; helo aquí despojado de todo, cubierto de lepra, abandonado en un estercolero y, por
colmo de desdicha, obligado a sufrir los escarnios de su mujer y sus amigos, que le incitan a
blasfemar de Dios. Pero Job se mantiene fiel al Señor, con una constancia firme e invencible: ni un
ademán de rebeldía en su corazón, ni la menor queja asoma a sus labios; sólo la sumisión y la
resignación le arrancan estas palabras: «El Señor me lo dio, y el Señor me lo quitó; sea por siempre
su nombre bendito… Si de Él recibimos los bienes, ¿por qué también no hemos de aceptar de su
manó los males? » (Job 1,21; 2,10). ¡Qué constancia tan heroica! ¡Qué gloria no da a Dios
bendiciéndole en medio de sus miserias! Sabemos también que Dios, tras la prueba, le acrecentó las
riquezas; la tentación no sirvió más que para realzar la fidelidad de Job.
La tentación realiza, además, en ciertas almas un trabajo que nada puede reemplazar. Las hay
rectas, sí, pero envanecidas, que no llegarán a la divina unión sino después de ser humilladas,
abatidas. Bien les vendrá conocer palpablemente el abismo de su propia flaqueza y cómo
experimentar la absoluta dependencia que tienen de Dios, para que aprendan a desconfiar de sí
mismas. Sólo la tentación les manifiesta su impotencia; cuando se ven sacudidas por ella
experimentan la necesidad de humillarse, porque se sienten al borde del abismo y no tienen más
remedio que pedir angustiosamente el auxilio divino; ésa es la hora de la gracia. La tentación
mantiene a estas almas vigilantes acerca de su debilidad, y las conserva en un constante espíritu de
dependencia de Dios; para ellas es la mejor escuela de humildad.
Para otras almas la tentación es un revulsivo contra la tibieza: sin ella caerían en la indolencia
espiritual; la tentación es un estímulo que mediante la lucha aviva el amor y da a la fidelidad
ocasión de manifestarse. Tenemos el ejemplo de los Apóstoles en el huerto de Getsemaní. Aun
cuando de antemano les había advertido el divino Maestro que velasen y orasen, se abandonan al
sueño; no sintiendo el peligro, se dejan sorprender por los enemigos de Jesús y huyen
abandonándolo. ¡Cuán diferente proceder habían observado cuando en el lago luchaban contra la
tempestad! Ante el peligro que les amenazaba corrieron a despertar al Maestro con el grito de
angustia: «Sálvanos, Señor, que perecemos» (Mt 8, 25).
Finalmente la tentación es un gran medio de adquirir experiencia. Ésta es un precioso fruto de la
misma, porque por la tentación nos hacemos aptos para ayudar a los que vienen a nosotros en
demanda de auxilio. ¿Cómo podríamos ayudar eficazmente a las almas probadas, si nosotros
mismos no hubiéramos pasado por parecidas pruebas? San Pablo dice de Jesucristo que «quiso
experimentar todas nuestras flaquezas, excepto el pecado (Heb 4, 15), para mejor compadecer
nuestras debilidades» (Heb 2, 18).
No nos amilanemos, pues, en la tentación, por frecuente y violenta que sea. Es una prueba, y Dios la
permite para nuestro bien. Por fuerte que sea, no es un pecado mientras no nos expongamos
voluntariamente a sus instigaciones y no consintamos en ella. Sentiremos tal vez su atractivo, su
deleite; pero mientras la voluntad no ceda estemos tranquilos, porque Jesucristo está con nosotros y
en nosotros. ¿Y quién más fuerte que Él?

5. Cómo debemos resistir a la tentación


Venga de donde viniere la tentación –del demonio, del mundo o de nuestras malas inclinaciones–, y
preséntese como quiera, debemos resistirla con valentía y sobre todo con presteza. Nuestro
bienaventurado Padre se nos muestra como modelo de esta generosa resistencia.
Todos sabemos cómo un día, tentado por el recuerdo de los placeres mundanos, se despojó de sus
vestidos y revolcándose en un zarzal quedó su cuerpo ensangrentado [S. Gregorio, DiáIog., l. II, c.
2]: acto que tal vez no tiene parejo en los anales de la santidad, y muestra su gran fuerza de ánimo.
El santo Patriarca sabía, pues, por experiencia lo que era la tentación, y cómo se la resiste. Ahora
bien, ¿qué nos aconseja? Empleando el lenguaje de su ascesis, diremos que nos provee de tres
«instrumentos» para combatir: «Velar a todas horas sobre la propia conducta; estar firmemente
persuadidos de que Dios nos está mirando en todo lugar; estrellar en Cristo, sin demora, los malos
pensamientos que nos sobrevengan» (RB 4).
La vigilancia nos estaba ya sumamente recomendada por el mismo Señor: «Vigilad» (Mt 26, 41).
¿Cómo obtenerla? Con el espíritu de compunción. Cuando el alma lo posee está siempre en guardia.
Conociendo por propia experiencia su flaqueza, siente horror a cuanto puede llevarla a ofender de
nuevo a Dios. Animada de este temor, llena de amor, se mantiene en vela para esquivar cuanto
podría apartarla de este Dios, «que día y noche se preocupa de ella».
Y como desconfía de sí misma acude a Cristo: «orad» (Mt 26,41). «El verdadero discípulo de Cristo
–dice nuestro bienaventurado Padre– es aquel que, rechazando de las puertas de su corazón el
espíritu maligno, con su misma sugestión lo aniquiló» (RB, pról.). Y ¿cómo haremos impotente al
maligno y su malicia? «Arrancando los primeros renuevos de las sugestiones diabólicas y
estrellándolas en Cristo» (RB, pról.). San Benito compara los malos pensamientos a renuevos del
diablo, padre del pecado; y nos dice que hay que rechazarlos y reducirlos a la nada estrellándolos
contra Cristo tan luego como se manifiesten: mox ad Christum allidere (RB 4).
Mox, esto es, al instante: las sugestiones hay que sofocarlas en cuanto aparezcan; si las mimamos,
arraigan y después carecemos de energía para resistirlas. Es más fácil vencerlas al principio que
cuando por descuido se las ha dejado desarrollar. Son «renuevos» que hay que quebrar, esto es,
débiles y como recién salidos, fáciles de destruir. Con la expresión «estrellar contra Cristo» el
bienaventurado Padre recuerda el anatema del Salmista contra Babilonia, la ciudad pecadora:
«Dichoso el que arrebate tus hijos y los estrelle contra las piedras» (Sal 136,9).
[San Jerónimo (Ep. XXII, 6), san Hilario (in Ps. 136, 14) y san Agustín emplean la misma imagen:
«¿Quiénes son los párvulos de Babilonia? Los malos deseos nacientes… Mientras son pequeños…
estréllalos contra la piedra... La piedra era Cristo». Interpretación del Sal 136,21]. Y Cristo, según
san Pablo, «es la piedra angular de nuestro edificio espiritual» (Ef 2,20).
Acudir a Jesucristo es, en efecto, el medio más seguro de vencer las tentaciones: el demonio teme a
Cristo y tiembla ante su cruz. ¿Somos tentados contra la fe? Digamos al momento: «Cuanto reveló
Jesucristo lo aprendió del Padre; es el Unigénito que, del seno del Padre, vino a manifestarnos los
secretos que Él sólo conocía: ésa es la verdad. Sí, Señor mío, Jesús, yo creo en Vos; pero aumentad
mi fe».
¿Somos tentados contra la esperanza? Miremos a Jesús en la cruz, hostia propiciatoria por los
pecados de todo el mundo. Es el Pontífice santo, y «que por nosotros entró en el cielo y siempre
intercede en favor nuestro» (Heb 7,25). Él ha dicho: «Al que viniere a Mí, no le rechazaré» (Jn
6,37). ¿Se insinúa en nuestro corazón un sentimiento de desconfianza? ¿Quién nos ha amado más
que Cristo? «Me amó y se entregó a mí» (Gál 2,20). Cuando el demonio nos inspire sentimientos de
orgullo miremos a Cristo Jesús: era Dios y con todo se anonadó y humilló hasta la muerte
ignominiosa del Calvario. ¿Y habría de ser el discípulo de mejor condición que el maestro? (Lc
6,40). ¿Es el amor propio el que nos sugiere deseos de venganza? Miremos también a Jesús, nuestro
modelo, en su pasión: «No apartó su rostro de los que le escupían y golpeaban» (Is 50,6).
Si el mundo, cómplice del demonio, nos lisonjea con halagos pecaminosos, vanos y pasajeros,
refugiémonos junto a Jesús, a quien Satanás osó prometer la gloria y el mundo entero si quería
adorarle: «Señor Jesús, lo abandoné todo por ti, por seguirte más de cerca; no permitas que jamás
me aparte de ti». [Ordinario de la Misa: Oración antes de la comunión]. No hay tentación que no
pueda vencerse con el recuerdo de Cristo: mox ad Christum allidere. Y si la tentación persiste, si va
acompañada especialmente de sequedad y tinieblas espirituales, no desfallezcamos: es señal de que
Dios quiere vaciar nuestra alma de sí misma para ensanchar su capacidad divina y colmarla de su
gracia: «Le podará para que dé más fruto» (Jn 15,2); como los discípulos, gritemos de todas veras a
Jesús: «Sálvanos, Señor, que perecemos» (Mt 8,25).
Si lo hacernos así en el momento de la tentación, mox, cuando es todavía floja; si especialmente
nuestra alma se mantiene en aquella actitud de arrepentimiento habitual que constituye la
compunción, estemos seguros de que el demonio será impotente contra nosotros; la tentación nos
servirá únicamente para mostrar nuestra fidelidad, fortalecer nuestro amor, y hacernos más gratos al
Padre celestial.

6. Medios de conseguir la compunción: la meditación frecuente de la pasión de Cristo


¿De dónde sacaremos este espíritu de compunción? ¿Cómo adquiriremos tan gran bien?
Ante todo, pidiéndoselo a Dios. Este «don de lágrimas» es tan precioso, es una gracia tan singular,
que sólo la obtendremos implorándola del «Padre de las luces, del cual procede todo don perfecto»
(Sant 1,17). Contiene el misal una oración «para pedir lágrimas»; y los antiguos monjes la recitaban
con frecuencia. Repitámosla nosotros: «Dios omnipotente y misericordioso, que para el pueblo
sediento hiciste brotar de la piedra una fuente de agua viva; sacad de nuestro duro corazón lágrimas
de arrepentimiento para que lloremos nuestros pecados y así merezcamos el perdón por vuestra
misericordia».
Podemos también recitar ciertas plegarias de la Sagrada Escritura, adoptadas por la Iglesia, como
aquélla de David después de su pecado. Sabemos cuán grato era al corazón de Dios el gran rey, y de
cuántos beneficios le había colmado; mas he aquí que cae en un gran pecado, escandalizando al
pueblo con un homicidio y un adulterio. El Señor le envía un profeta para excitarlo al
arrepentimiento; y David se humilla, se golpea el pecho y exclama: «He pecado». Esta confesión
sincera le atrae el perdón: «Dios te ha perdonado» (2 Sam 12,13).
El rey compuso entonces el bello salmo Miserere, que respira por igual contrición y confianza:
«Ten, Señor, piedad de mí según tu gran misericordia; lávame más y más de mi iniquidad; contra ti
sólo pequé, y mi culpa la tengo presente; no me arrojes de tu faz, y no me prives de tu santo
espíritu». Hasta aquí la contrición. Y la esperanza que le es inseparable: «Vuélveme el gozo que
nace de tu saludable influjo… abre mis labios, y proclamarán tus alabanzas… el sacrificio que te
agrada es un corazón deshecho por el arrepentimiento, porque tú, Dios mío, no desechas al corazón
contrito y humillado» (Sal 50).
Tales acentos conmueven el corazón de Dios: «Has atendido, Señor, mis lágrimas» (Sal 55,9). ¿No
ha llamado Jesucristo «bienaventurados» a los que lloran? (Mt 5, 5). «Pero entre éstos, nadie es más
pronto consolado que aquel que llora sus pecados. En otros casos, el dolor, en vez de remediar un
mal, es nuevo mal que lo agrava: el pecado es el solo mal que se remedia con el llanto… El perdón
del pecado es fruto de estas piadosas lágrimas» [Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, Sermón
de la Montaña, 4º día].
A la oración que pide a Dios la compunción deben acompañar los medios espirituales que pueden
excitarla, y ninguno más eficaz que la frecuente mediación de la pasión de nuestro divino Salvador.
Si consideramos con fe y piedad los sufrimientos de Jesucristo, nos serán revelados el amor de Dios
y su justicia: conoceremos, mejor que con razonamientos, la malicia del pecado.
Esta meditación es como un sacramental, que hace participar al alma de aquella divina tristeza de
que fue invadida el alma de Jesús en el huerto de Getsemaní, de sus sentimientos de religión, celo y
abandono a la voluntad del Padre. Jesús era el propio Hijo de Dios, en el cual el Padre, cuyas
exigencias son infinitas, se complace; y no obstante, «su Corazón rebosaba tristeza, y una tristeza
mortal» (Mt 26,38). He aquí, lo dice san Pablo, que «de su pecho sale un gran clamor, y lágrimas de
sus ojos» (Heb 5,7), porque se siente «cargado con el peso de todas las iniquidades del mundo» (Is
53,6).
Vino a ser como el macho cabrío de la expiación, cargado con todos los pecados. Verdad es que Él
no podía ser propiamente «un penitente»; era incapaz de contrición y compunción tales como las
hemos descrito, porque su alma era santa e inmaculada; la deuda que ha de pagar es nuestra y no
suya: «Fue castigado por nuestros pecados» (Is 53,5). No obstante, a causa de esta sustitución, Jesús
quiso sentir la tristeza, que debe tener toda alma por sus culpas; quiso recibir los golpes del amor y
de la justicia ultrajados; por eso «fue despedazado por un inmenso dolor» (Is 53,10).
«No es broma que yo te haya amado», dijo un día nuestro Señor a la beata Ángela de Foligno.
«Estas palabras –escribe la Santa– penetraron en mi alma como un golpe mortal; no sé cómo no
morí, porque mis ojos vieron en la luz la verdad de estas palabras». La Santa indica con precisión el
objeto de su visión: «Vi todo lo que padeció en vida y muerte por mi amor, por la virtud indecible
de este amor que le abrasaba las entrañas. No, no; en manera alguna había sido por broma; sino con
un amor terriblemente serio, verdadero, profundo, perfecto, que estaba en todo su ser». ¿Qué efecto
produjo en la beata esta contemplación? Un profundo sentimiento de compunción. Oigamos cómo
se juzga por sí misma, a la luz de Dios. «Entonces mi amor, el amor hacia Él, me pareció una broma
ruin, una abominable mentira. Mi amor, me decía a mí misma, ha sido un juego, una mentira, una
afectación. Yo nunca pretendí acercarme a Ti con verdad, para compartir tus padecimientos por mí;
yo no te serví nunca en la verdad y perfección, sino con negligencia y falsedad» [Libro de las
visiones, c. 33].
Ya vemos cómo las almas santas se conmueven y humillan al considerar los padecimientos de
Cristo. La noche de la pasión, Pedro, el príncipe de los Apóstoles, al que Jesús había mostrado su
gloria en el Tabor, que poco antes había comulgado de su divina mano; Pedro, a la voz de una
criada, niega a su Maestro; mas al instante se encuentra con la mirada de Jesús, el cual entonces
sufría los escarnios de sus enemigos. Y el Apóstol lo comprende todo: sale del atrio y derrama
«amargas lágrimas» (Mt 26,75).
Idéntico efecto produce en el alma que contempla a Jesús con fe, en sus sufrimientos; ella también
le sigue, como Pedro, la noche de la pasión; se encuentra también con la mirada del divino
Crucificado, que es una gracia extraordinaria. Practicando el vía crucis acompañemos a menudo a
Jesús paciente. «He aquí –nos dirá Él– lo que padezco por ti: sufrí una agonía de tres horas, el
abandono de mis discípulos, los salivazos en mi cara, falsos testimonios, la cobardía de Pilato, los
escarnios de Herodes, el peso de la cruz bajo la cual caí varias veces, la desnudez en el patíbulo, los
virulentos sarcasmos de mis mortales enemigos, la sed que quisieron apagar con hiel y vinagre y,
para colmo, el abandono de mi Padre. Por ti, por tu amor, por expiar tus pecados y tus deslices, lo
he sufrido todo; he saldado tu deuda con mi sangre, he satisfecho a las terribles exigencias de la
justicia divina para alcanzarte misericordia».
¿Podremos permanecer insensibles ante estos requerimientos? La mirada de Jesús moribundo llega
hasta el fondo de nuestra alma, moviéndola a penitencia; porque le hace ver el pecado como causa
de todos estos padecimientos, y nuestro corazón se aflige de haber contribuido a su pasión. Cuando
Dios ilustra de esta manera a un alma con su luz, le concede una de las gracias más preciosas.
El pesar irá, por otra parte, acompañado de amor y confianza; porque el alma no ha de abatirse
desesperada bajo el peso de los pecados; la compunción va acompañada de unción y
confortamiento; el pensamiento de la redención se sobrepone en nosotros a la vergüenza y dolor que
nos deprime. ¿No ha saldado Jesús «con creces nuestra deuda?» (Sal 129,7). La meditación de sus
sufrimientos, al par que excita en nosotros la compunción, reaviva la esperanza «en el valor infinito
de sus divinas satisfacciones, y nos reporta una paz inefable» (Is 38,27).
Considerando nuestro pasado, tal vez nos veamos llenos de miserias e infidelidades; tal vez
sintamos la tentación de decir a Cristo: «Señor, ¿cómo podré serte grato?» Recordemos entonces
que Él bajó a la tierra en busca de pecadores (Mt 9,13) y que Él mismo dijo: «Más se alegran los
ángeles de la conversión de un pecador, que de la perseverancia de muchos justos» (Lc 15,7). Cada
vez que el pecador se arrepiente y obtiene el perdón, los ángeles del cielo «glorifican a Dios por su
misericordia» (Sal 135). Rumiemos bien estas palabras del Dies irae: «Tú que perdonaste a la
Magdalena, y oíste al buen ladrón, me has dado esperanzas»; y nos sentiremos llenos de confianza.
Jesucristo perdonó a la Magdalena.
Más aún: la hizo objeto de un amor especial; a la que era ludibrio de su sexo la equiparó a las
vírgenes. Lo que Cristo obró en la Magdalena, puede volver a realizarlo con el mayor de los
pecadores rehabilitándolo y santificándolo. «¿Quién sino tú solo puede hacer pura la impureza?»
(Job 14,4). Es Dios, y sólo Dios tiene el poder de renovar la inocencia en la criatura; tal es el triunfo
de la sangre de Cristo.
Pero esta inefable renovación sólo se verifica a condición de imitar a la pecadora del Evangelio en
su arrepentimiento y amor. Magdalena es un perfecto modelo de compunción. Contemplémosla en
el convite de Simón, postrada a los pies del Salvador, bañándoselos con sus lágrimas y
enjugándoselos con los cabellos, adorno de aquella cara que había seducido a las almas,
humillándose ante los convidados y derramando, al mismo tiempo que unos costosos perfumes, la
efusión de su amor compungido. Más tarde seguirá a Cristo generosamente hasta el Calvario, y el
amor le hará compartir los dolores y oprobios de Jesús. El amor la llevará la primera al sepulcro,
hasta que Cristo resucitado la llame por su nombre, y así recompense su ardiente celo y la haga
mensajera de su Resurrección a los discípulos: «Se le perdonó mucho porque amó mucho» (Lc
7,47).
Estemos a menudo con Magdalena al pie de la cruz. Después de la aplicación de los méritos de
Jesús en el sacramento de la Penitencia; después de asistir al santo sacrificio de la misa, que
reproduce la inmolación del Calvario, la compunción es el medio más seguro de destruir el pecado
y prevenirse contra las recaídas.
Fomentemos, pues, en nosotros esta disposición, que da frutos infinitamente preciosos;
conservémosla fielmente porque dará mayor solidez a nuestra vida espiritual, y nos asegurará la
perseverancia. «Si hay algo –dice muy bien el padre Fáber– que pueda acompañarnos durante toda
la vida, es el sentimiento de compunción. Ha sido causa de nuestro retorno a Dios, y no hay cumbre
en la santidad que con nosotros no pueda escalar» [cfr. o.c.]

IX. La renuncia de sí mismo


A la compunción sincera deben corresponder actos de renuncia cristiana
Por el plan divino que el eterno Padre nos ha trazado debemos ir a Él siguiendo las huellas de su
Hijo Jesucristo: éste plan resume Jesús en esta verdad fundamental: «Nadie viene al Padre sino por
Mí» (Jn 14, 6).
Hemos visto cómo la compunción de corazón, fomentando en el alma una habitual detestación del
pecado, obra eficazmente en destruir los obstáculos que impiden imitar al divino modelo.
Empero, es menester que estas disposiciones internas se traduzcan en nuestra conducta; que
nuestros sentimientos inspiren y regulen nuestras obras. A una compunción sincera deben
corresponder en nosotros necesariamente actos de abnegación cristiana. Jesucristo mismo dio esta
norma a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame» (Mt 16,24).
Este programa, característico, bajo cierto aspecto, de la mística cristiana, lo adoptó, naturalmente,
nuestro bienaventurado Padre en su doctrina, reflejo fiel del Evangelio. En los instrumentos de las
buenas obras, antes de particularizar la práctica de la renuncia, nos recuerda el santo Patriarca las
mismas palabras del Verbo encarnado: «Renunciarse a sí mismo para seguir a Cristo» (RB 4).
Estudiemos, pues, el camino que siguió Jesucristo para ir tras Él; y si nos parece arduo, pidamos al
Señor que nos sostenga, ya que Él es la vida, la verdad y el camino. Él nos dará, por la unción de su
gracia todopoderosa, que acertemos a contemplarle como conviene, y le podamos seguir
dondequiera que vaya.

1. La expiación del pecado incumbe, por motivos diversos, a Cristo y a los miembros de su
cuerpo místico
Después de la caída de Adán, la expiación es el único camino para volver a Dios. San Pablo,
hablando de Cristo, dice que es «un Pontífice santo, inocente, puro, segregado de entre los
pecadores» (Heb 7,26). Nuestro Caudillo es santo, infinitamente alejado del pecado; es el propio
Hijo de Dios, objeto de las infinitas complacencias del Padre. Y con todo tuvo que pasar por los
sufrimientos de la cruz antes de entrar triunfante en su gloria.
Es bien conocido el episodio de Emaús, narrado por san Lucas. El día mismo de la Resurrección,
dos discípulos de Jesús van a una aldeílla a poca distancia de Jerusalén. En el camino se desahogan
comunicándose el pesimismo de que estaban embargados, pues, por la muerte del Maestro, no cabía
esperanza de restablecer el reino de Israel. He aquí que Jesús, en aspecto de viandante, se acerca a
ellos y pregunta de qué se habla. Los discípulos le confían el secreto de su tristeza. Entonces el
Salvador, que todavía no se les había revelado, les dice con aire de reproche: «¡Oh corazones
insensatos y tardos en creer! ¿No era necesario que Cristo padeciese para entrar en su gloria?» (Lc
17,26).
Mas, ¿por qué era necesario que Cristo padeciese? ¿No podía Dios perdonar al mundo sin
expiación? Ciertamente que sí; su poder absoluto no tiene límites; pero su justicia exigía que fuese
expiado el pecado empezando por la expiación de Jesucristo.
El Verbo encarnado, asumiendo la naturaleza humana, sustituía al pecador incapaz de rehabilitarse
a sí mismo; Él se convierte en víctima por el pecado. Esto es lo que enseñaba el Señor a los
discípulos al decirles que sus padecimientos eran necesarios. Necesarios, no sólo en general, sino
hasta en los mínimos detalles; porque si es verdad que un solo suspiro de Jesucristo era más que
suficiente para rescatar al mundo, un libre decreto de la Providencia referente a todas las
circunstancias de la pasión había acumulado en ella expiaciones, en cierta manera, de una
superabundancia infinita.
Sabemos con qué amor y sumisión a la voluntad divina aceptó Jesús todo lo que el Padre habla
determinado. Para cumplir plenamente esta divina voluntad cuyos decretos conoce totalmente,
padece desde que entra en el mundo: «Heme aquí» (Sal 39,8; Hb 10,7). Todo lo hará,
minuciosamente detallado, con fidelidad amorosa: «Ni una tilde será omitida hasta cumplir toda la
ley» (Mt 5,18). El evangelio de san Juan nos da una prueba singular de esta exactitud cuando cuenta
que Cristo, ya en la cruz, sediento y a punto de expirar, recuerda un verso de las profecías, aun no
realizado; y, porque se cumpliese, prorrumpió en este lamento: «Tengo sed» (Jn 19,28). Dichas
estas palabras, pronuncia las últimas: «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30). Padre, lo he realizado
todo: desde que entrando en el mundo dije: «Heme aquí dispuesto a hacer tu voluntad», nada omití;
he apurado el cáliz que me diste a beber; no me resta más que depositar mi alma en tus manos.
Pero el divino Salvador no padeció sólo para rescatarnos; nos mereció también la gracia de unir
nuestra expiación a la suya y así hacerla meritoria. Porque, dice san Pablo: «Los que quieren
pertenecer a Jesucristo deben crucificar su carne con sus vicios» (Gál 5,24). La expiación exigida
por la divina justicia no afectó solamente a Jesucristo, sino que también afecta a todos los miembros
de su cuerpo místico. «Participaremos de la gloria de nuestra cabeza si tomamos parte en sus
padecimientos» (Rom 8,27), dice también san Pablo.
Aunque solidarios con Cristo en los padecimientos, estamos, sin embargo, condenados a ellos por
una razón muy diferente. Él expía los pecados ajenos: «Fue muerto por los pecados de su pueblo»
(Is 53,8). Nosotros, por el contrario, estamos ante todo cargados de nuestras propias iniquidades:
«Recibimos lo merecido por nuestras culpas, mientras éste ningún mal ha hecho» (Lc 23,42).
El que ha ofendido a Dios comete una falta de delicadeza sobrenatural al buscar el estado de unión
antes de cumplir su parte de expiación. ¿Cómo puede el alma pretender a la íntima familiaridad con
Dios si no ha demostrado con obras que su conversión es sincera? Porque todo pecado personal, aun
perdonado, debe expiarse, ya que por él se contrae una deuda de justicia con Dios; perdonado el
pecado, queda la deuda que debe ser saldada. Tal es el papel de la satisfacción.
Además, el espíritu de renuncia propia asegura la perseverancia. Todo pecado actual inclina el alma
al mal, y el perdón que lo borra deja todavía subsistir una tendencia, una inclinación,
momentáneamente adormecida, pero real, la cual, injertándose en nuestra natural concupiscencia,
tiende a manifestarse y a dar frutos a la menor ocasión. La mortificación ha de arrancar estas
inclinaciones viciosas, contrariar los malos hábitos, destruir esta afición al pecado. La mortificación
persigue al pecado en cuanto es obstáculo entre el alma y Dios; debe durar, por consiguiente, hasta
domar por completo las tendencias perversas de nuestra alma. De lo contrario se sobrepondrán y
serán origen de muchas infidelidades que, o impedirán nuestra unión con Dios y la vida de caridad,
o al menos la mantendrán a un nivel mediano.
Cuando por la mañana hacemos una fervorosa comunión nos damos enteramente a Dios; pero si en
el transcurso del día, con el ajetreo de las ocupaciones, el hombre viejo se despierta inclinándose al
orgullo, a la ira, a la suspicacia, so pretexto de falsos bienes, debemos al instante reprimirlo; de lo
contrario podría sorprender nuestro consentimiento, y disminuir nuestra vida de amor, nuestra unión
con Dios. Ved un alma imbuida de amor propio, habituada a buscarse y referirlo todo a sí; ésta tal,
por una nonada, se enojará y manifestará de mil maneras el mal humor que la domina; de su amor
propio procederán, naturalmente, multitud de actos reprensibles que pondrán obstáculo a la acción
de Cristo en ella.
Debe, pues, esforzarse en refrenar este amor propio para que el amor de Cristo llegue a reinar
exclusivamente en ella. Nuestro Señor espera de nosotros que reprimamos estos movimientos
desordenados que nos impulsan al pecado y a la imperfección; no podríamos pretender el estado de
unión si nos dejáramos dirigir por estos malos hábitos.
La propia renuncia es, pues, necesaria, no sólo para satisfacer por los pecados cometidos, sino
también para evitar las recaídas mediante la mortificación de las naturales tendencias que nos
inclinan al mal.
Este doble motivo es el que nuestro bienaventurado Padre, tan lleno de espíritu evangélico, indica a
los recién llegados al monasterio cuando les habla de la mortificación de los hábitos viciosos: «Si,
por razones de equidad, se dispusiese algo un tanto más severamente para la enmienda de los vicios
y conservación de la caridad» (RB, pról.).
A aquellos que «han progresado en la fe y en la observancia» (RB, pról.); «que por la gracia de
Jesucristo han adquirido fuerza para desentenderse de sus malas inclinaciones y a todo correr
proceden por la vía de los mandamientos» (RB, pról.; cfr. Sal 118,32), san Benito presenta un
motivo más excelente y no menos eficaz: «la participación en los sufrimientos de Cristo» (RB,
pról.). En efecto: para las almas fieles y santas, que han satisfecho plenamente por sus culpas y cuya
unión con Dios está más asegurada contra las acometidas del enemigo, la renuncia de sí mismas se
convierte en un medio y en la prueba de una más perfecta imitación de nuestro Señor. Abrazan
voluntariamente la cruz para «ayudar» a Cristo en su pasión; y es el Calvario el lugar de
predilección adonde las conduce y retiene el amor.

2. Cómo se ejercita la renuncia: mortificaciones impuestas por la Iglesia


Reconocida la necesidad de la mortificación, debemos ahora saber cómo conviene practicarla; y en
primer lugar, valuar los diferentes actos de abnegación que se nos proponen. Establezcamos una
gradación: ante todo, las mortificaciones impuestas por la Iglesia; después aquellas prescritas por la
Regla, o inherentes a la práctica diaria de la vida monástica; finalmente, aquellas que escogemos
nosotros mismos o Dios nos envía.
Empecemos por las mortificaciones impuestas por la Iglesia. San Pablo escribe en una de sus
epístolas estas palabras, extrañas a primera vista: «Yo suplo en mi carne lo que falta a la pasión de
Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). ¿Qué pretende decir con esto? ¿Faltó algo en los
sufrimientos de Cristo? No; ya sabemos que en sí mismos son infinitos; infinitos en intensidad,
porque los padecimientos del Señor inundaron su alma como un torrente que todo lo arrastra; de
infinito valor, porque eran padecimientos de una persona divina. Además, habiendo Jesucristo
muerto por todos, convirtióse por su pasión en «propiciación por todos los pecados del mundo
entero» (1 Jn 2,2).
¿Qué pueden significar, pues, las palabras del Apóstol? Nos lo explica san Agustín. Para entender el
misterio de Cristo conviene no separarlo de su cuerpo místico, la Iglesia. Cristo no es total, según la
expresión del gran Doctor, si lo separamos de la Iglesia, porque Él es cabeza de la Iglesia y ella es
su cuerpo místico. Jesús expió como cabeza: sus miembros deben tomar la parte que les
corresponde: «Fueron cumplidos los sufrimientos en la cabeza; quedaban empero los padecimientos
del cuerpo» [San Agustin, Enarrat. in Ps 86, 5].
Así como Dios había decidido que Jesucristo padeciese multitud de sufrimientos y expiaciones para
satisfacer a la justicia y demostrar el exceso de su amor, de la misma manera determinó para la
Iglesia, a la que san Pablo llama unas veces místico cuerpo de Cristo y otras Esposa, una parte de
padecimientos, repartidos entre sus miembros de modo que cada uno cooperase a la expiación de
Jesús, sufriendo, ya por las propias culpas, ya por las de otros, como el divino Maestro que padeció
por todos. El alma que ama de veras a nuestro Señor desea ofrecerle sus propias mortificaciones
como una prueba de amor a su cuerpo místico. Así se explican «las extravagancias» de los santos,
ese afán de cooperar a la expiación por el mundo, la sed de padecimientos que caracteriza a casi
todos, al querer «completar en sí mismos lo que falta a la pasión de su divino Maestro».
Debía la Iglesia naturalmente intervenir, como legisladora, en esta obra de expiación que incumbe
solidariamente a todos. Ella ha establecido para sus hijos algunas mortificaciones que comprenden
principalmente la observancia de la Cuaresma, de los viernes, cuatro Témporas y vigilias. Un alma
poco instruida podrá anteponer a éstas sus propias mortificaciones; pero no cabe duda que son más
gratas a Dios y más saludables las expiaciones impuestas por la Iglesia. Y la razón es clara.
Nuestras mortificaciones valen sólo en cuanto van unidas por la fe y el amor a los sufrimientos y a
los méritos de Jesucristo, sin el cual nada podemos hacer.
Ahora bien: ¿Quién más unido a Cristo que la Iglesia, su Esposa? Las mortificaciones que establece
son suyas propias; las adopta y oficialmente las ofrece a Dios en calidad de Esposa de Jesucristo.
Vienen, pues, a ser como una continuación de las expiaciones del Señor y, presentadas por la
Iglesia, son en extremo agradables a Dios, que ve en ellas la más íntima y eficaz participación que
las almas pueden tener en la pasión de su Hijo muy amado. Todo lo que ofrece la Iglesia, Esposa de
Jesús, no puede menos de agradar mucho al Padre eterno.
Además, estas mortificaciones nos son harto saludables. Al principio de la Cuaresma nos advierte la
Iglesia «que ha sido instituida tanto para el bien del alma como del cuerpo» [Colecta del Sábado
después de Ceniza].
Recordemos que en el curso de la santa Cuaresma la Iglesia ruega todos los días por las almas que
se someten a estas expiaciones; pide constantemente que sean gratas a Dios y aceptables: «que sean
fructíferas, y que les comunique la virtud de hacerlas con la devoción que conviene a un discípulo
de Cristo, con una devoción que nada pueda turbar» [Colecta del Miércoles de Ceniza].
Esta incesante oración de la Iglesia por nosotros es poderosa ante Dios, y es fuente de bendiciones
celestiales que fecundan nuestras mortificaciones.
Si queremos, pues, «pertenecer a Cristo», como dice san Pablo, aceptemos con gran fe y
generosidad estas mortificaciones «de la Iglesia»; son ellas a los ojos de Dios de un valor expiatorio
mayor que cualquier otra práctica aflictiva.
A nadie debe extrañar, por tanto, que san Benito, heredero de la piedad de los primeros tiempos,
dedique un largo capítulo de su Regla a la observancia de la Cuaresma. Quiere que durante este
tiempo, más allá de los ayunos y abstinencias que deben practicarse, «llevemos una vida pura y
reparemos en estos santos días las negligencias de todo el año» (RB 49). «Lo haremos dignamente –
añade– si evitamos toda culpa y nos damos a la oración con llanto, a las santas lecturas, a la
compunción de corazón y a la abstinencia». Ved cómo a la mortificación aflictiva del cuerpo san
Benito une la mortificación interior y el sentimiento de compunción, que es verdaderamente una no
interrumpida voluntad de hacer penitencia.

3. Mortificaciones anejas a la vida común y a la práctica de los votos


Después de las penitencias ordenadas por la Iglesia vienen las que van anejas al estado monástico, y
en primer término la vida común. Por dulcificada que la haga la caridad fraterna, por ferviente que
sea la dilección mutua, la vida común exige todavía no pocos sufrimientos. Nos amamos, en verdad,
mutuamente; hay sincero afecto entre nosotros, y, no obstante, sin quererlo, y aun sin saberlo, nos
lastimamos mutuamente: es algo inherente a la condición de nuestra pobre naturaleza. Después del
pecado, observa san Agustín, somos «hombres sujetos a la muerte, enfermos, frágiles, que llevamos
vasos de barro en nuestras manos y que nos causamos mutuas molestias» [Sermo 10 de Verbis
Domini. P. L. XXXVIII, Sermón 69].
En la vida de los santos encontramos muchas veces estas desavenencias, altercados y discordias que
proceden del temperamento, carácter, idiosincrasia, educación y modo de juzgar las cosas. Aun
cuando todos los moradores de los monasterios fuesen santos, sin embargo mucho tendrían que
sufrir a causa de la vida común; y es tanto más intenso este sufrir cuanto más aguda es la
inteligencia y más delicada el alma. No hay comunidad de ninguna orden, por fervorosa que sea,
que pueda sustraerse a esta ley, como tampoco los mismos santos pudieron sustraerse.
Observemos a los Apóstoles. ¿No estuvieron en la mejor de las escuelas? Durante tres años
convivieron con Cristo, oyeron su doctrina, recibieron el influjo directo de su gracia. ¿Y qué nos
dice de ellos el Evangelio? «Dos de ellos reclaman un puesto especial en el reino de los cielos, con
exclusión de los otros» (Mt 20,20-24; Mc 10,35-45). Antes de la última cena discuten entre sí para
saber quién tendrá preeminencia, hasta el punto de verse Jesús obligado a reprenderlos (Lc 22,24-
28). Más tarde se promueve discusión entre san Pedro y san Pablo. San Bernabé, que durante
mucho tiempo es compañero inseparable de san Pablo en sus correrías apostólicas, se separa de él
porque tiene distintos criterios. San Jerónimo y san Agustín tienen también sus diferencias, como
san Carlos Borromeo y san Felipe Neri.
Así, pues, la naturaleza adolece de tales pequeñeces y deficiencias, que hasta las almas que buscan
sinceramente a Dios y le aman entrañablemente, mutuamente son causa de pequeñas molestias; y
esto pasa en todos los climas, en todas las latitudes, en todas las comunidades del mundo. Soportar
todos los días estas asperezas con paciencia y caridad, sin quejarse, constituye una verdadera
mortificación.
El santo Patriarca, que conocía tan bien el corazón humano, que sabía cómo la naturaleza humana
tiene, aun en los mejores, sus flaquezas y miserias, insiste en el deber de «soportarse pacientemente
las flaquezas físicas y morales» (RB 82). Cuando surgen estas pequeñas desavenencias que él llama
oportunamente «espinas de escándalo» (RB 13), quiere que se efectúe la reconciliación antes de
anochecer «para que no quede resentimiento alguno» [Ibid., cap. 4].
Este pensamiento se inspira en san Pablo, Ef 4,26] e introduce, por esta causa, una práctica
litúrgica, muy en consonancia con el Evangelio. Prescribe que el abad recite cada día públicamente,
en Laudes y Vísperas, el Pater noster, en nombre de la familia monástica (RB 13), para que
pidiendo al Padre celestial el perdón de nuestras culpas, nos obliguemos a perdonar las de nuestros
hermanos.
Tan verdad es que la vida común es, por nuestra natural flaqueza, fuente continua de rozamientos;
pero para las almas que sirven a Dios «es un medio de ejercitar la caridad siempre y sin descanso».
«Si bien la carne débil sufre, tendrá su linimento en la inagotable caridad» [San Agustín, o. c.]
A las mortificaciones ocasionadas por la vida común, que provienen de nuestro régimen social, se
agregan las de los votos con su objeto preciso y su carácter de contrato entre nosotros y Dios. La
fidelidad constante a nuestros compromisos constituye ya una verdadera mortificación; somos
naturalmente inclinados a la independencia, amigos de la libertad, apasionados por la vanidad.
Verdad es que las almas fieles observan sus votos con alegría, con fervor, con amor; pero esto no es
obstáculo para que su observancia sea naturalmente una inmolación.
Contemplemos de nuevo al divino Salvador en la pasión. Sabemos que la aceptó por amor al Padre,
con inmenso amor: «para que sepa el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31). Pero este amor, ¿le
impidió sufrir? Ciertamente que no. Ningún sufrimiento es comparable al suyo, aceptado por Él ya
al entrar en este mundo. Fueron tales sus angustias, que se vio precisado a exclamar: «Padre, aparta
de mí este cáliz; ya que todo lo puedes; con todo, hágase tu voluntad, y no la mía» (Mt 24,39). El
amor al Padre prevaleció sobre las repugnancias de su naturaleza sensible: no obstante, Jesucristo
sufre una espantosa agonía, unos dolores indecibles. Su alma, dice el Salmista, está saturada por la
intensidad del sufrir (Sal 21,15). Mas porque el amor le retuvo clavado en la cruz, dio a su Padre
una gloria infinita, digna de las divinas perfecciones.
Nosotros también nos enclavamos voluntariamente en la cruz por nuestra profesión; lo hicimos por
amor; y si permanecemos fieles en la inmolación es igualmente por amor. Pero esto no obsta para
que la naturaleza sienta la agudeza del dolor. Mas se dirá, ¿no es el monasterio la antecámara del
cielo? Sin duda alguna; pero guardar una larga espera, y esto en medio de la monotonía y las
contrariedades, puede resultar harto pesado y requerir, para ser soportado, una gran dosis de
paciencia.
Debemos, no obstante, estar a pie quedo y armados de paciencia hasta que suene la hora de Dios:
«Obra varonilmente y espera en el Señor» (Sal 26,14). Nunca Dios está más cerca que cuando hace
sentir su cruz sobre nuestros hombros; y es entonces cuando nosotros tributamos al Padre la gloria
que le reporta nuestra paciencia: «Mediante la paciencia dan fruto sazonado» (Lc 8,25).
No es de extrañar que, habiendo sido instituidos los votos para procurar la práctica de las virtudes
correspondientes, exijan en sumo grado una renuncia muy austera. Hay almas que después de cierto
tiempo toleran el yugo de la obediencia y soportan la estabilidad: es una postura a la que se han
acostumbrado y un hábito que han adquirido. Las tales almas acaso observan estrictamente el voto,
pero la virtud está ausente de ellas, o está muy debilitada. Semejante disposición es muy pobre en
amor de Dios. Esforcémonos, por el contrario, en practicar por amor en toda su extensión y con toda
perfección la virtud que sirve de estímulo al voto. Este amor resolverá todas las dificultades que
puedan presentarse en nuestra vida, afrontando todas las renuncias a que la profesión nos obliga.
Dificultades y contratiempos los encontraremos siempre y en todo lugar en donde vivamos; es
imposible sustraernos a ellos, por cuanto dependen más de la condición humana que de las
circunstancias. Nuestro bienaventurado padre san Benito, que es el más discreto legislador
monástico, nos lo advierte: por más que no quiere establecer en su Regla «nada áspero ni duro en
demasía» (RB, pról.), manda al maestro de novicios que exponga al postulante «las durezas y
asperidades» (RB 58) que la naturaleza caída encuentra forzosamente en el camino que lleva a Dios.
Pero, añade con san Pablo, que «el amor todo lo soporta» (RB 7): «¿Quién podrá separarnos del
amor de Cristo?»… «Por ti somos entregados cada día en manos de la muerte» (Rom 8,35-36; RB
7). Por ti, Dios mío, por demostrarte mi amor es por lo que todos los días renuncio a mí mismo.
Si de veras amamos a Jesucristo no rehuiremos las dificultades y sufrimientos que se presentan en la
práctica fiel de los votos, en la observancia de la vida monástica: las abrazaremos, como nuestro
divino Jefe se abrazó a la cruz cuando le fue presentada. Unos llevan una cruz más pesada que
otros, pero el amor nos hace capaces de llevarla por pesada que sea, y la unción de la divina gracia
nos apega a ella para no abandonarla; acaba uno por aficionarse a ella, considerándola como un
medio de testimoniar continuamente nuestro amor: «Las muchas aguas no pudieron apagar la
caridad» (Cant 8,7).
Un monje que por amor a Jesucristo, al cual se consagró para siempre el día de su profesión,
permaneciera constantemente fiel a sus promesas; que viviera el espíritu de pobreza; que desechara
las afecciones demasiado humanas y naturales y pasara toda la vida obedeciendo a la Regla y a los
que para él representan a Cristo; que tolerase sin murmurar el peso del día y la monotonía de la vida
regular, este monje daría a Dios pruebas incesantes de amor y encontraría perfectamente a Dios,
porque habría superado todos los obstáculos a la perfecta unión con Él. Pero que se nos muestre un
monje semejante, para que podamos admirar en él una virtud que ha llegado a las más altas
cumbres: «¿Quién es él y le alabaremos? Pues obró prodigios en su vida» (Eclo 31,9).

4. Mortificaciones que sugiere la buena voluntad y condiciones esenciales que requiere San
Benito
Aunque debemos reservar el primer lugar a las penitencias prescritas por la Iglesia y por la Regla,
con todo no debemos tener en menos las mortificaciones libremente sugeridas por la libre iniciativa,
por la buena voluntad. En el monasterio se respeta completamente la iniciativa personal: san Benito,
no sólo la permite, sino que hasta la sugiere. Basta leer el capítulo que trata de la Cuaresma, en el
cual recomienda «que cada cual añada algo a lo que de ordinario se exige» (RB 49); o sea,
oraciones peculiares, mayores abstinencias en la comida y sueño, silencio y recogimiento más
riguroso. En esto el santo Legislador se reduce a proponernos algunos puntos, porque el campo es
ilimitado y deja el campo abierto a la iniciativa particular: «Cada cual, además de su obligación
ordinaria, ofrezca algo espontáneamente».
No se limita en este punto san Benito a la Cuaresma solamente; extiende esta iniciativa privada a
toda la vida del monje, como lo pone bien claro en el principio del susodicho capítulo. Si en ningún
momento intenta descorazonar a los débiles, abre también ancha vía para que los más esforzados
satisfagan sus santas ambiciones: «Para que haya algo proporcionado a los deseos de los fuertes»
(RB 64). Hay obras supererogatorias que sólo éstos pueden hacer; los otros, impotentes, por su
escasa salud, para cumplir íntegramente la vida común, se impondrán discretamente algunas penas
más ligeras, a fin de que, aunque se vean obligados a renunciar a la «letra» de la disciplina regular,
den al menos alguna prueba de querer observarla en su espíritu.
Mas cualquiera que sea el motivo que incite a abrazar estas penitencias de libre elección, san Benito
las somete a una condición esencial. Todo proyecto de mortificación que sea extraño al régimen
prescrito debe someterse a la aprobación de aquel que para nosotros representa a Cristo (RB 49).
El fin que se propone con esto es bien digno de un clarividente director de almas: «No se propone
disminuir la iniciativa y resoluciones varoniles, sino dirigirlas y hacerlas fecundas» [Abad de
Solesmes, Commentaire sur la Règle de S. Benoît, página 364]; busca una garantía contra la propia
voluntad; quiere que esquivemos el peligro de la vanagloria que se infiltra tan fácilmente en el
corazón de quienes escogen por sí mismos las mortificaciones. «Todo lo que se haga sin el
consentimiento del Padre espiritual se reputará a presunción y vanagloria y no obtendrá recompensa
alguna» (RB 49).
Nuestro bienaventurado Padre nos exhorta además a ofrecer a Dios estas obras supererogatorias
«con gozo del Espíritu Santo» (RB 49). Alegrémonos de tener ocasión de ofrecer a Dios estos actos
de penitencia; acompañemos el don con fervor y alegría cual corresponde a la magnanimidad y a la
generosidad: «Dios ama al que da con alegría» (1 Cor 9,7; RB 5).
Pero antes de hablar de las penitencias excepcionales, debemos tener presente la actitud que San
Benito nos recomienda de un modo general respecto de los bienes creados que Dios nos concede en
este destierro, y de los goces que de ellos se derivan. El santo nos da un consejo inmejorable: «No
abrazar los placeres» (RB 4). Lo que perjudica al alma en esta materia de goces creados es el
«darse», el abandonarse demasiado a ellos. Aunque Jesucristo comía, contemplaba las bellezas de la
naturaleza y gozaba del encanto de la amistad, sólo se daba de lleno a su Padre y a las almas. Así, a
nosotros la propia renuncia nos veda derramarnos en las criaturas, aun en cosas permitidas. Si
atendemos a esta norma de conducta trazada por san Benito, el alma poco a poco adquiere la santa
libertad de espíritu y de corazón con respecto a las criaturas, libertad que fue una de las virtudes
características de nuestra gran santa Gertrudis, y le valió de Jesucristo los más altos favores.
Volviendo a la cuestión de las mortificaciones externas y penitencias aflictivas, advertiremos que
conviene suma discreción en su uso. El grado de mortificación voluntaria debe ser proporcionado a
la vida pasada del alma y a los obstáculos que vencer, y es al director espiritual a quien toca fijarlo.
Sería una temeridad peligrosa emprender mortificaciones extraordinarias sin ser llamados a ellas
por Dios: porque el poder darse a constantes penitencias que mortifican la carne es un don de Dios.
Cuando lo concede al alma, señal es de que la quiere ver avanzar profundamente en las vías
espirituales, y muchas veces de que quiere prepararla a recibir inefables comunicaciones de su
divina gracia; deja al alma que se despoje enteramente de sí para poseerla sin la más pequeña
reserva.
Mas conviene ser llamados a entrar por este camino. Meterse en él por propia iniciativa sería
peligroso. Para someterse a estas grandes mortificaciones menester es una gracia especial que Dios
sólo concede a los que llama por ese camino. Sin esa gracia, el cuerpo se debilita, y entonces para
acudir a su restablecimiento tal vez nos resbalemos en la relajación con gran detrimento del alma, y
no sin grandes molestias tanto para sí como para los demás. [Es la enseñanza que daba el Señor a
santa Catalina. (Diálogo, Apéndice sobre el don del discernimiento, cap. VII)].
Muy sabiamente prescribe, pues, el gran Legislador, como acabamos de ver, que, en materia de
mortificaciones externas, nada se haga «sin el consentimiento del Padre espiritual», porque, dice,
«cada cual ha recibido de Dios la gracia que le conviene» (1 Cor 7,7; RB 40): Tiene cada cual de
Dios su propio don, uno de una manera y otro de otra.
El terreno en el cual podemos obrar sin ningún género de límites y en el cual, por otra parte, se
consagra la verdadera perfección, es el de la mortificación interior, aquella que reprime los vicios
del espíritu, que quebranta el amor propio, el juicio personal y la voluntad; que frena las tendencias
orgullosas, vanas, suspicaces: que pone a raya la ligereza, la curiosidad y la disipación; que nos
sujeta, sobre todo, a la vida común, que es la mejor mortificación.
Acomodémonos al horario de la jornada: levantarse al primer toque de campana, ir al coro, lo
mismo si estamos bien que si estamos mal dispuestos, para alabar a Dios con atención y fervor;
cumplir los mil detalles de la Regla como están prescritos para el trabajo, las comidas, la recreación,
el dormir; someterse constantemente, sin murmurar ni singularizarse, constituye una excelente
penitencia, por la cual el alma es infinitamente grata a Dios y soberanamente flexible a la acción del
Espíritu Santo.
Pongamos por ejemplo el silencio. ¡Cuántas veces durante el día tendremos ocasión de hablar sin
motivo! Pero digamos: «No, por amor de Cristo, por guardar intacto en mi alma el perfume de su
divina presencia, no hablaré». La jornada puede de esta manera desarrollarse en actos de
mortificación, que son otros tantos actos de amor. También la obediencia inmediata a la voz de Dios
que nos llama a un ejercicio determinado es una fuente de virtud. «Al punto, dejándolo todo» (RB
5), dice san Benito. Estas palabras parecen no decir nada, mas para practicarlas constantemente
requieren una gran virtud. Tengo un trabajo entre manos y toca la campana. Se le ocurre a uno
decir: «En un santiamén lo termino». Si atiende a esta sugestión, antepone su voluntad a la de Dios;
no renuncia a sí mismo; no obra como quiere san Benito: «Dejar sin terminar lo que traía entre
manos».
Pequeñeces, dirá alguno. Si lo son en sí mismas, pero cosas muy grandes por el amor que las
inspira, grandísimas por la santidad que por ellas adquirimos. «Aquel que por mí –decía Dios a
santa Catalina de Siena– pretende mortificar su cuerpo sin renunciar a su propia voluntad, yerra en
creer que me es grato» [Diálogo, cap. X]. No, no agradamos a Dios si no cumplimos en todo su
beneplácito.
Aceptemos también de buen grado las mortificaciones que la Providencia nos envía: el hambre, el
frío, el calor y tantas otras incomodidades, de lugar, tiempo y persona que nos son contrarias. Se
dirá que son fruslerías; sí, pero forman parte del plan divino sobre nosotros, y por eso debemos
mirarlas con amor.
Recibamos también con buen corazón, si Dios la manda, la enfermedad, y lo que es más penoso, un
habitual malestar, un achaque para toda la vida; aceptemos la adversidad, la sequedad espiritual
como mortificaciones dolorosas a la naturaleza. Si lo hacemos con sumisión amorosa, sin aflojar en
el servicio de Dios, aunque se presente el cielo frío y sordo a nuestras oraciones, el alma se abrirá
más y más a la acción divina. Porque, como dice san Pablo «Todo concurre al bien de los que Dios
ha predestinado para la gloria» (Cfr. Rom 8,28).

5. La abnegación y renuncia no son sino medios: su valor depende de la unión con los
padecimientos de Cristo
Cualesquiera que sean nuestras mortificaciones, corporales o espirituales, tanto si castigan al cuerpo
como si cohíben las tendencias desordenadas del alma, no son para nosotros más que un medio. En
algunos institutos, los ejercicios de penitencia y expiación preponderan y son el fin del instituto, el
cual tiene en la Iglesia una misión especial, su función propia en el cuerpo místico, porque la
diversidad de funciones de que habla san Pablo, existe lo mismo para las órdenes religiosas que
para los individuos. Las almas que profesan en estos institutos son verdaderas «víctimas»; su vida
de continua inmolación les comunica un carácter particular, un esplendor especial. ¡Felices las
almas a quienes Dios llama a vivir sólo de la cruz! Esta es para ellas fuente de gracias
extraordinarias.
El espíritu benedictino tiende más bien a formar cristianos que practiquen en alto grado todas las
virtudes, pero sin cultivar con preferencia una de un modo especial. Nuestro Patriarca en esto se
separa de algunas teorías comúnmente aceptadas por los Padres del yermo y por la ascética oriental
acerca de las prácticas aflictivas. Sin despreciar, como acabamos de ver, la mortificación externa,
todos los esfuerzos de su ascesis los hace converger sobre la humildad y la obediencia. De ellas
principalmente hace depender la destrucción del «hombre viejo», necesaria para la unión del alma
con Dios (Cfr. Rom 6,6 ). [Cfr. D. G. Morin, El Ideal monástico, cap. III, Hacer Penitencia, que
caracteriza perfectamente el método de san Benito en este particular].
Finalmente debemos persuadirnos bien –sobre todo por lo que atañe a la mortificación externa–
que, aunque la renuncia de sí mismo es un medio indispensable, las diversas prácticas aflictivas con
que se ejercita no tienen en sí mismas, en el plan propio del cristianismo, ningún valor. Su valor les
viene de la unión, por la fe y el amor, a los sufrimientos y expiación de Jesucristo.
El divino Salvador bajó a la tierra para enseñarnos cómo debemos vivir para agradar al Padre; es el
perfecto modelo de toda perfección. Ahora bien; el Evangelio nos dice que comía lo que le
presentaban, sin distinción, de tal manera que los fariseos se escandalizaban. Y ¿qué responde el
Señor? «Lo que mancha al hombre no es lo que entra por la boca, sino los malos pensamientos y
deseos perversos que salen del corazón» (Mt 15,2). No hagamos, pues, consistir la perfección en la
mortificación exterior, por extraordinaria que sea, considerada en sí misma. Lo que más nos importa
es que nos entreguemos a la mortificación y sobrellevemos nuestros sacrificios por amor de
Jesucristo, como una participación de su sacratísima pasión.
«La verdadera perfección, la verdadera santidad –dice el venerable Ludovico Blosio, heredero en
este punto de las mejores tradiciones benedictinas– no consiste en maceraciones espantosas, en el
uso inmoderado de instrumentos de penitencia, sino en la mortificación de la voluntad propia y de
los vicios, así como en la verdadera humildad y en la verdadera caridad» (Espejo del alma religiosa,
cap. VII, 3).
[Santa Catalina, en su Diálogo, refiere lo que la enseñó el Padre celestial: «Aquellos que se
alimentan en la mesa de la penitencia son buenos y perfectos, si su penitencia va acompañada del
conveniente discernimiento… con gran humildad, con constante aplicación a juzgar, no según la
voluntad de los hombres, sino según la mía. Si no estuvieran revestidos totalmente de mi voluntad
mediante una verdadera humildad, obstaculizarían con frecuencia su perfección, haciéndose jueces
de los que no siguen los mismos caminos. Y ¿sabes por qué llegarían a este punto? Por haber puesto
su celo y su deseo más en mortificar su cuerpo que en destruir la voluntad propia» (Diálogo,
Apéndice sobre el don del discernimiento). Véase todo el capítulo VII, por las luces divinas que
arroja sobre este punto de tanta importancia].
La vida muy austera es una cosa excelente, cuando se junta a estas disposiciones fundamentales,
mas no todos pueden soportarla; mientras que todos podemos llevar una vida santa y
verdaderamente mortificada, si ofrecemos «a Dios Padre constantemente los ayunos, las vigilias, las
tribulaciones y la crudelísima pasión de Cristo» (Espejo del alma religiosa, cap. VII, 3), y
cumplimos lo poco que hacemos en unión de estos mismos sufrimientos del Salvador y en honor de
su constante y total sumisión a la voluntad de su Padre.
El que sabe ofrecer a Dios la total sumisión de su propia voluntad, a ejemplo del Salvador, tiene «un
alma verdaderamente abnegada y mortificada semejante a un racimo de uvas, fresco y delicioso;
mas el que no se renuncia a sí mismo es para Dios como un fruto verde, áspero y agraz»
(L’institution spirituelle). [Todo el precedente pasaje está tomado del artículo de Dom Puniet, Le
place du Christ dans la doctrine spirituelle de Louis de Blois. (La vie Spirituelle, agosto 1929)].
Este pensamiento es uno de los más fecundos porque nos sostiene en nuestra abnegación. Pensemos
durante el día en nuestra santa misa de la mañana; en ella nos hemos unido a la inmolación de Jesús,
colocándonos con la víctima sobre el altar; aceptemos, pues, generosamente los dolores, las
contrariedades, el peso del día y del calor, las dificultades y renuncias anejas a la vida común; y así
prácticamente viviremos el espíritu de la misa. ¿No es por ventura nuestro corazón un altar desde el
cual debe constantemente subir hasta Dios el incienso del sacrificio, de la sumisión a sus adorables
designios? ¿Qué altar más agradable al Señor que el de un corazón amoroso, que incesantemente se
ofrece a Él? Porque nosotros podemos siempre inmolarnos en este altar y ofrecernos por su gloria y
el bien de las almas, en unión con su Hijo muy amado.
Nuestro Señor enseñó esto mismo a santa Matilde. Un día, cuando creía que su enfermedad la
convertía en inútil y que eran infructuosos sus padecimientos, el Señor le dijo: «Deposita en mi
Corazón todos tus pesares y Yo les daré la perfección más absoluta que puede obtener el
sufrimiento. Así como mi divinidad atrajo a sí los sufrimientos de mi humanidad y los hizo suyos,
también incorporaré tus penas a mi divinidad, las uniré a mi pasión y te haré participante de la
gloria que Dios Padre dio a mi Humanidad por los dolores sufridos. Confía al amor todos tus
dolores, diciendo: Oh amor, yo los ofrezco con la misma intención que Tú has tenido en traérmelos
de parte del Corazón de Dios, y te pido que se los devuelvas perfeccionados por la gratitud más
grande» …

«Mi pasión –añadía Cristo– ha reportado frutos infinitos al cielo y a la tierra: tus penas y
tribulaciones, unidas a mi pasión, serán tan fructíferas, que darán mayor gloria a los elegidos, a los
justos nuevos méritos, a los pecadores perdón, y a las almas del purgatorio el alivio de sus penas.
¿Qué cosa hay que no pueda ser mejorada por mi Corazón divino, ya que todo bien en el cielo y en
la tierra proviene de la bondad de mi Corazón?» (El libro de la gracia especial, 2ª parte, cap.
XXXVI, y 3ª parte, cap. XXXVI).
Esta es la verdadera doctrina sobre el particular. Dios es el primer autor de nuestra santidad, el
origen de nuestra perfección; pero es necesario que nosotros apartemos los obstáculos que
obstruyen su acción; es menester que abominemos del pecado, de las tendencias perversas que
derivan de él; conviene romper con la criatura en cuanto nos impide ir a Dios. El que no quiere
someterse a esta ley de la mortificación; el que busca en todo sus comodidades y rehúye todo lo
posible la cruz y el sufrimiento, que no se amolda a todas las observancias, éste nunca llegará a la
unión íntima con Jesucristo, unión que vale bien las fatigas, trabajos y constantes renuncias que uno
puede imponerse. Encontraremos plenamente a Dios cuando desbrocemos el camino de todos los
estorbos, cuando hayamos destruido lo que en nosotros le desagrada.
San Gregorio, en un pasaje que evidentemente alude a las primeras líneas del Prólogo de la Regla,
dice: «Nos alejamos de Dios al aficionarnos a nosotros mismos y a las criaturas: “para volver a Él”,
debemos aficionarnos a Cristo crucificado; debemos llevar la cruz con Él en el camino de la
compunción, de la humildad, de la obediencia, del olvido de nosotros mismos».
[«Nuestra patria es el cielo, al cual, después de haber conocido a Jesús, se nos prohíbe volver por el
mismo camino por el que hemos venido. Nos hemos apartado de nuestra patria por el orgullo, por la
desobediencia, por el amor de las cosas visibles, por comer los manjares prohibidos; menester es,
pues, que volvamos a ella por las lágrimas, por la obediencia, por el desprecio de las cosas visibles,
por la mortificación de los apetitos carnales» (Homil. X in Evang.) Léase este pasaje en la octava de
la Epifanía, como interpretación acomodaticia de la expresión «regresaron por otro camino», acerca
de los Magos]. Llegaremos al triunfo de la resurrección y de la ascensión por los dolores del
Calvario, por la amargura de la cruz. «¿No era conveniente que Cristo padeciese y así entrase en su
gloria?» (Lc 24,26).
Terminaremos esta materia con las palabras de nuestro gran Patriarca al fin del Prólogo:
«Participemos de la pasión de Cristo por la paciencia, para merecer unirnos a Él en su reino». Las
mortificaciones, las privaciones no son duraderas: la vida que mantienen y defienden, en cambio, es
eterna. Es verdad que acá en la tierra, donde vivimos de la fe, no vislumbramos los esplendores de
esta vida: «Vuestra vida está oculta» (Col 3,3); pero brillará sin fin en la luz celestial, donde no hay
tinieblas, como no habrá llanto ni dolor, porque Dios enjugará las lágrimas de sus siervos, los
sentará a su mesa «y embriagará a sus elegidos con el torrente inagotable de sus puros goces» (Sal
35,9).
Entonces tendrá pleno cumplimiento el canto que la Iglesia, Esposa de Jesucristo, nos aplica el día
de nuestra profesión religiosa. En aquella hora decisiva que consagraba la llamada divina, el abad
nos mostró la Regla y el camino de renuncia por el que se va a Dios. Nosotros escogimos este
camino y aceptamos trabajar la tierra de nuestra alma para hacer germinar en ella las virtudes
celestiales en medio de espinas y abrojos. «Los que sembraron con dolor recogerán con alegría.
Ahora cavan el surco con el sudor de su frente y riegan con lágrimas las semillas que sembraron.
Día vendrá de desbordante alegría en que llevarán al Padre de familia los tesoros de su cosecha»
(Sal 125,5.6).

X. La pobreza
El alma que busca a Dios debe necesariamente renunciar a toda criatura y ante todo a los bienes
materiales
En nuestra búsqueda de Dios encontramos, ya en nosotros, ya fuera de nosotros, obstáculos que nos
detienen en el camino. Para buscar a Dios perfectamente, hay primero que desasirse de toda
criatura, porque nos aleja del camino de la perfección. Al joven del Evangelio, que se presentó a
nuestro Señor inquiriendo lo que debía hacer para asegurar la vida eterna, se le respondió: «Observa
los mandamientos». «Los he observado todos desde mi niñez», contestó él. Entonces nuestro divino
Salvador dice: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y ven y
sígueme». Ante estas palabras se alejó triste el joven: porque, dice el Evangelio, «poseía muchas
riquezas» (Mt 19,16-22). Éstas se habían enseñoreado de su corazón, y por causa de ellas desistió
de seguir a Jesús.
Nuestro Señor nos concedió la gracia inmensa de hacernos oír su voz llamándonos a la perfección,
y la de obedecerle: «Venid en pos de mí» (Mc 1,17). Y con un acto de fe en su palabra y en su
divinidad fuimos a Él y le dijimos con san Pedro: «He aquí que lo hemos dejado todo por seguiros»
(Mt 19,27). Nos hemos desprendido de los bienes materiales para que, haciéndonos pobres
voluntarios, sin nada que nos detenga, podamos consagrarnos enteramente a buscar el único bien
inmutable.
Si perseveramos en estas disposiciones de fervor que determinaron este abandono total de los bienes
terrenos, encontraremos ciertamente el Bien infinito, aun acá en la tierra. «¿Qué nos daréis,
Señor?», preguntaba san Pedro. Y Cristo le respondió: «Recibiréis el ciento por uno y después la
vida eterna» (Mt 19,29). Dios es tan generoso para nosotros que, a cambio de los bienes
abandonados, se nos da a sí mismo con un desinterés ilimitado: «En verdad os digo que si alguno
deja su casa… por mí… lo recibirá todo centuplicado ya en este mundo» (Mc 10,29-30). No pone
límites a sus comunicaciones divinas, y en esto está la sola causa de nuestra verdadera felicidad:
«Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3).
Conviene, sin embargo, mantener estas disposiciones de fe, esperanza y amor, por las cuales todo lo
dejamos, poniendo en sólo Dios nuestra felicidad. No debemos aficionarnos a lo que
abandonaremos para siempre; ya en esto está la máxima dificultad, porque, advierte santa Teresa,
nuestra naturaleza es tan sutil que trata de recuperar lo que de una manera o de otra, ya ha dado.
«Determinémonos a ser pobres, y es gran merecimiento; mas muchas veces tornamos a tener
cuidado y diligencia, para que no nos falte, no sólo lo necesario, sino lo superfluo, y a granjear los
amigos que nos lo den, y ponernos en mayor cuidado, y, por ventura peligro, porque no nos falte,
que antes teníamos en poseer la hacienda». Y la gran santa añade estas palabras ya citadas, pero que
conviene repetir: «¡Donosa manera de buscar amor de Dios! Y luego le queremos a manos llenas, a
manera de decir. Tenemos nuestras afecciones… No viene bien, ni me parece se compadece esto
con estotro». [Vida, cap. XI, 2, 3.]
Naturalmente, si la pobreza voluntaria es condición indispensable para encontrar a Dios
plenamente, para ser perfectos discípulos de Jesucristo, conviene tener muy presente que durante
nuestra vida monástica no debemos caer en el relajamiento en materia de renuncia a los bienes
exteriores. Veamos, pues, lo que importa esta renuncia, hasta dónde se extiende, y a qué virtud
debemos referirla, para practicarla con toda perfección. Veremos que san Benito insiste mucho en
esto de la pobreza individual, y que la práctica de esta renuncia es un acto nobilísimo de la
esperanza, virtud teologal.

1. Qué exige San Benito respecto a la pobreza individual


Por más que san Benito no incluye la palabra «pobreza» en la fórmula de los votos, prescribe, no
obstante, que el monje, en el acto de la profesión haga cesión de sus bienes a los pobres, o los
trasmita en donación al monasterio, «sin reservarse nada para sí» (RB 58). Si los padres ofrecen a
sus hijos como oblatos, deben prometer que nunca, ni por sí ni por otros intermediarios, darán nada
a su hijo monje, «para no proporcionarle ocasión de violar, con detrimento de su alma, la pobreza
prometida» (RB 59).

Por otra parte, la práctica de la pobreza va comprendida en la «conversión de costumbres» (RB 58)
que juramos el día de la profesión; porque por este voto estamos obligados a tender a la perfección
de nuestro estado, y la pobreza es necesaria al perfecto discípulo de Cristo. Así vemos que nuestro
bienaventurado Padre dedica en su Regla un capítulo muy importante a la materia ascética que no
menciona en el acto de la profesión. Llama a la propiedad, en el monje, un vicio: «el vicio de la
propiedad»; la llama «un vicio abominable» (RB 33), que hay que «arrancar de raíz» (RB 33).
De derecho natural es que el hombre pueda poseer; el cristiano que vive en el mundo puede usar
plenamente de esta facultad sin peligro de su salvación eterna y propia perfección; porque no es un
precepto sino un consejo el que dio nuestro Señor de dejarlo todo para ser un perfecto discípulo.
Para el simple fiel, la acción de la gracia sólo se ve impedida por el afecto desordenado que hace al
alma cautiva de los bienes materiales. Pero para nosotros, que, por amor a Jesucristo y por seguirle
más desembarazadamente, renunciamos voluntariamente a este derecho, intentar recuperarlo,
constituye una falta.
Nuestro santo Legislador quiere eliminar todas las formas de este vicio. Todos sabemos sus
palabras del capítulo 33: «El monje no puede dar ni recibir cosa alguna sin orden del abad, ni
tenerla como propia» (RB 33). Algunos detalles complementarios de la Regla nos demostrarán ser
tal el interés de san Benito en afianzar entre nosotros esta divina virtud de la pobreza, que baja al
detalle y pone como ejemplo las cosas necesarias a los que se ocupan en transcribir manuscritos. No
poseerán en propiedad, dice, «ni libros, ni tabletas, ni estiletes; nada absolutamente» (RB 33).
Pero lo importante es la suprema razón que da de este total despojamiento en el mismo capítulo.
«Como conviene a hombres a quienes no está permitido disponer de sus cuerpos ni de su voluntad»
(RB 33). Es la aplicación de las palabras del Evangelio «Todo lo hemos dejado». Nuestro
bienaventurado Padre es tan radical, que no permite que nadie se apropie una cosa, ni siquiera de
palabra. «Que nadie diga que algo es suyo» (RB 33). El monje no puede recibir nada, «ni cartas, ni
eulogia» (RB 54), ni cualquier otra cosa, por pequeña que sea, sin permiso del abad; y aquellos
dones que lícitamente hayan llegado al monasterio, «quedará al arbitrio del abad adjudicarlos a
quien él disponga» (RB 54). San Benito encarga al monje destinatario del presente «no contristarse,
para no dar ocasión a las tendencias del demonio» (RB 54).
[Llamábase eulogia propiamente el trocito de pan bendito que se distribuía a los fieles durante la
misa solemne, para simbolizar la unión que debe reinar entre los cristianos; por extensión pasó este
término a aplicarse a las estampas, medallas, reliquias, frutas, etc.].
El santo Patriarca, tan alto de miras de ordinario, desciende en esta materia a prescripciones
minuciosas, porque se trata de una cuestión de principio; y cuando de principios se trata –lo hemos
visto muchas veces–, se muestra intransigente. El principio que interviene en este caso es el de la
dependencia respecto de la autoridad y el desasimiento del corazón. Dar o recibir algo sin permiso
del abad es emanciparse de él y ejercer un acto de propiedad; y nada más contrario a la renuncia que
hemos prometido.
No debemos, pues, tener nada propio. Si la conciencia no nos acusa en este punto, agradezcámoslo
a Dios, porque estar completamente desprendidos de las cosas es una gran gracia.
Pero examinémonos detenidamente, porque son muchos los modos y maneras de poseer algo como
propio.
No tratamos aquí del peculio: deberíamos temer el comparecer ante Dios a la hora de la muerte si
nos sorprendiese en la posesión de la menor suma de dinero; pero sin llegar a este punto, hay
muchas maneras de «apropiarse» un objeto cualquiera. Puede suceder que el monje ponga toda su
afición en un objeto, un libro, por ejemplo, y lo sustraiga a la vista de los demás: en teoría es del
dominio común, pero de hecho se lo ha apropiado este religioso. Pequeñeces en sí, pero del apego a
las cosas que de ahí resulta puede provenir un gran peligro para la libertad del alma, y para la
misma perfección.
«Todo sea común para todos» (RB 33), dice nuestro bienaventurado Padre, y es éste uno de los
caracteres de la pobreza monástica como él la entiende; recuerda con estas palabras la comunidad
de bienes que había entre los fieles de la primitiva Iglesia. Prescribe que «sea castigado el que trate
las cosas del monasterio con sordidez o negligencia» (RB 33). ¿Por qué esta severidad? Porque
«siendo la casa de Dios el monasterio, todos sus utensilios y bienes deben tratarse como si fuesen
vasos sagrados» (RB 31).
Una voz más se transparenta en este motivo tan elevado el espíritu profundamente sobrenatural y el
carácter «religioso», del cual el santo legislador quiere impregnar toda la vida del monje, aun en los
más mínimos detalles.

2. Cómo debemos esperar recibirlo todo del Abad


La guarda de estos bienes, que a los ojos del gran Patriarca son «sagrados», está encomendada al
abad; a él toca proveer a los monjes de todo lo necesario, porque es el pastor del rebaño, el padre de
familia, «de quien –dice san Benito– el monje debe esperarlo todo» (RB 33): palabra de profunda
significación, y que contiene una de las características de nuestra pobreza.
«El monje debe esperarlo todo del abad». Ya que en el acto de la profesión nos despojamos de todo,
y nos confiamos en sus manos, por su medio Dios nos dará lo necesario.
Nuestro bienaventurado Padre, al capítulo sobre la pobreza, añade otro titulado: «Si todos deben
recibir igualmente lo necesario», y, citando los Hechos de los Apóstoles, dice «que hay que dar a
cada uno lo que haya menester». «No que el abad –añade– deba hacer acepción de personas, sino
que debe atenerse a las necesidades» (RB 34). Éstas no son matemáticamente iguales; unos
necesitan más, otros menos; y como el abad carece de ciencia infusa, menester es exponerle
nuestras necesidades con sencillez y confiar en él, que es el padre de la familia monástica. Lo que
no procede del abad no viene de Dios; no pretendamos, pues, obtener nada, por mínimo que sea, por
otros medios; no seamos diplomáticos para granjearnos, como dice santa Teresa, amigos que nos lo
den.
En la vida de santa Margarita María leemos un hecho que muestra cuán grato es a nuestro Señor
este modo de esperarlo todo del superior. La Santa tenía revelaciones del Salvador, sobre la
conducta que debía guardar su director el P. de la Colombière. Un día en que estaba éste
preparándose para pasar a Inglaterra le remitió algunos avisos, entre los cuales había el que sigue:
«Tenga cuidado de no sacar el bien fuera de su fuente. Son pocas palabras que dicen mucho: Dios le
dará a conocer la aplicación que debe hacerse de esta frase».
Por más que el padre Colombière leyó y releyó el billete, no pudo dar con el sentido, hasta qué
algunos días después, el Señor, en la oración, le ilustró acerca de su significado. A causa de la
difícil situación en que se encontraba viviendo en un país de persecución religiosa, recibía una
pequeña pensión de su familia; aunque tenía el permiso, no pasaba la suma por manos de su
superior; y Cristo le dio a entender que no le agradaba este proceder. «Entendí –escribe el padre
Colombière– que aquellas palabras contenían mucho, porque conducían a la perfecta pobreza…
fuente de gran paz interior y exterior» [Cfr. Vie de la Bienheureuse Marguerite Marie, por Hamon,
capítulo VII. Journal des retraites du R. P. de la Colombière, Ed. Desclée, 1896, págs. 164 y 169].
Eso mismo hace a nuestro caso: «Esperarlo todo del padre del monasterio». En todo lo que
concierne a la salud, vestido, alimento, las excepciones y todo lo demás, expongamos con
sinceridad nuestras necesidades al abad o a sus delegados en esta materia; meditemos las palabras
del santo legislador, siempre justas y discretas: «El que necesite menos dé gracias a Dios y no se
contriste; el que necesita más humíllese por su debilidad y no se engría por el favor que se le hace».
[Qui minus indiget, agat Deo gratias et non contristetur; qui vero plus indiget, humilietur pro
infirmitate, non extollatur pro misericordia]. Y concluye con esta sentencia donde resplandece toda
su alma. «Así todos los miembros de la familia vivirán en paz» (RB 34). Este es el fruto del
desprendimiento: la paz; el alma ya no se inquieta, es toda de Dios.
Para conformarnos perfectamente a este programa, precisamos, es verdad, una gran fe; pero estemos
ciertos de que si lo observamos siempre y puntualmente, Dios no nos faltará nunca y el alma gozará
de una paz segura, porque todo lo esperará de Aquel que es la felicidad de todos los santos.
En cuanto al abad, debe proveer a todo, y, para que pueda hacerlo, san Benito permite que el
monasterio posea; en lo cual el santo Patriarca traza un ideal de pobreza completamente distinto del
que ideó más tarde Francisco de Asís. «Un solo espíritu –dice san Pablo– dirige y gobierna a la
Iglesia de Jesucristo, mas con múltiples inspiraciones» (cfr. 1Cor 12,4 y sigs.). Son varios también
los caminos de la perfección sugeridos por el Espíritu «para la edificación del cuerpo místico de
Cristo» (Ef 4,12). Al admirable Pobrecillo de Asís le inspiró una pobreza radical, con que tanto el
individuo como el convento se despoja de todo; es fuente inexhausta de gracias para sus hijos. A
nuestro santo Legislador le dio, en cambio, otra dirección, también sobrenatural y no menos
fecunda. En la orden benedictina el desprendimiento individual es ilimitado, mientras que el
monasterio puede tener sus bienes.
Al postulante que se presenta a la profesión, nuestro bienaventurado Padre le propone escoger entre
dos medios: «O distribuir sus bienes a los pobres, o cederlos al monasterio, concesión solemne y
rodeando la donación con todas las formalidades del derecho» (RB 58). En la opinión de san
Benito, el monasterio tiene la facultad de poseer, y la tradición monástica, en conformidad con la
Iglesia, ha ratificado este concepto.
Sabemos, por otra parte, cuánto ha contribuido este estado de cosas al esplendor del culto divino en
nuestros monasterios, y cómo ha permitido, en el decurso de los siglos, a nuestras abadías aliviar
muchas veces con cuantiosos donativos a Jesucristo en sus miembros desheredados. Este empleo de
los bienes de la tierra había sido claramente previsto por san Benito.
En lo concerniente a la caridad para con el prójimo mostróse sumamente generoso. En tiempo de
carestía manda distribuir a los pobres el poco aceite de que disponía el monasterio, y hace echar por
la ventana la vasija de aceite que el mayordomo, a pesar de su mandato, se había reservado; pero
Dios recompensó su caridad [San Gregorio, Diálog., l. II, caps. 28, 29] con un milagro.
También sabemos por la vida del Santo que en Monte Casino abundaban las provisiones (RB 29).
San Benito, animado del espíritu evangélico, quiere que se socorran incluso las miserias materiales
y que se dé acogida en el monasterio a los huéspedes, a los peregrinos y a los pobres (RB 53). Entre
los «instrumentos de las buenas obras» pone el de «socorrer a los pobres» (RB 4); y manda al monje
administrador de los bienes temporales «que tenga de los pobres especial cuidado» (RB 31). Es
evidente que todas estas prescripciones del Santo sólo pueden realizarse si la sociedad monástica
dispone de bienes.

3. El ejercicio de la pobreza, inseparable de la virtud de la esperanza


Mas volvamos a la pobreza individual, que el monje debe practicar tan rigurosamente, para mejor
penetrarnos de su espíritu. No la entenderíamos bien si la limitáramos al desprendimiento material.
Hay ricos que tienen tal desasimiento de las riquezas, que, como dice san Pablo, «usan de las
riquezas como si no las tuvieran» (1 Cor 7,31); en medio de sus riquezas su corazón está libre; son,
por tanto, también ellos del número de aquellos pobres de espíritu a quienes se ha prometido el
reino de los cielos.
Pero también hay pobres que ambicionan riquezas y están apegados a lo poco que tienen; su
pobreza es solamente material. No tienen la virtud de su estado, porque «el reino celestial está en el
corazón» (Lc 17, 21); dentro del corazón es donde se perfecciona y se manifiesta la virtud de la
pobreza; se puede ser pobre aun vistiéndose regiamente. El hombre perfectamente pobre está
dispuesto a no buscar más que a Dios; y éste es, no lo olvidemos, el objeto que nos señala san
Benito: «buscar a Dios con corazón sincero, buscarle a Él únicamente» (RB 58).
Ahora bien, la virtud de la pobreza es prácticamente inseparable de la esperanza en su forma más
sublime. ¿Qué es, en efecto, la esperanza? Es un hábito sobrenatural que inclina al alma a
considerar a Dios como su único tesoro y a esperar de Él todas las gracias necesarias para llegar a la
posesión de este sumo Bien: «Tú eres, Señor, mi herencia» (Sal 15,5). Cuando el alma tiene una fe
viva, comprende que Dios supera infinitamente a todos los bienes creados; como dice san Gregorio,
hablando de san Benito, «toda criatura parece mezquina, contemplando al Criador» [Diálog., l. II,
cap. 35].
La fe nos muestra en la posesión perfecta de Dios la perla preciosa del Evangelio (Mt 13,46); para
adquirirla, de todo nos desprendemos, todo lo vendemos en homenaje a la Bondad y Belleza
divinas. La fe tiene como fruto la esperanza. El alma está de tal suerte enamorada de Dios, que lo
prefiere a cualquier otro bien, de tal manera que el estar privada de todas las otras cosas fuera de
Dios no la pone inquieta. «Mi Dios y todas mis cosas» [San Francisco de Asís]: Dios mío, lo eres
todo para mí, hasta el punto de que nada necesito fuera de Ti; no quiero más que a Ti; consideraría
insoportable tener que poner en cualquiera otra cosa mi corazón, ya que Tú me bastas; porque,
«¿qué puedo ansiar en el cielo y en la tierra poseyéndote a Ti?» «Eres el Dios de mi corazón y mi
herencia por toda la eternidad» (Sal 72,25-26).
Como san Pablo, el alma reputa los bienes terrenales «como basura», «para ganar a Cristo» (Flp
3,8); no se aficiona a los dones de Dios, por más que pueda pedirlos, no por sí mismos, sino como
ayuda de su progreso; ni a los consuelos celestiales, aunque Dios no la priva nunca definitivamente
de la suavidad en su servicio: aspira exclusivamente a Dios.
He ahí por qué se despoja, se despega de todo para sentirse más libre; y si se mantiene fiel en no
buscar más que a Dios y en no cifrar sino en Él su felicidad, incluso cuando Dios se esconde y se
hace esperar; cuando la deja sumida en las arideces y el abandono; cuando no se da a ella más que
en su nuda divinidad, para desprenderla, no sólo de la tierra, sino también de sí misma, puede estar
segura de que hallará a ese Dios que aventaja a todos los bienes, para gozar de Él en plena paz, sin
temor a perderlo jamás: «Vende lo que tienes… y tendrás un tesoro en el cielo» (Mc 10,21).
La esperanza produce otro efecto: nos inclina a esperar de Dios todo lo necesario para nuestra
santificación. La profesión monástica, como hemos dicho, es un contrato. Si, después de haberlo
abandonado todo por Jesucristo, mantenemos nuestra promesa, Cristo se obliga, si así puedo
expresarme, a conducirnos a la perfección. Se ha comprometido Él mismo: «¿Queréis ser perfectos?
–nos dice– Id, vended vuestros bienes y venid» (Mc 10,21). Dios es Padre, nos dice el mismo
Señor: «si un hijo pide pan a su padre, ¿le alargará una serpiente? Si vosotros, añade Jesús, siendo
malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto mejor vuestro Padre que está en los cielos
os concederá los bienes que necesitáis? » (Mt 7,9.11).
¡Cuánta verdad no encierran estas palabras! San Pablo nos dice que la ternura, como la autoridad de
los padres de este mundo, tiene su origen en el corazón de Dios (Ef 3,15). «Todo don perfecto –
escribe el apóstol Santiago– viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17), el cual
nos ama, dice nuestro Señor, porque no queremos sino unirnos a su Hijo: «El Padre os ama, porque
me habéis amado» (Jn 17,27). Y si el Padre celestial nos ama, ¿qué podrá negarnos? «Cuando
éramos sus enemigos, nos reconcilió con Él, por medio de la muerte de su Hijo, que nos entregó
para que fuese nuestra salvación» (cfr. Rom 5,10). Y concluye san Pablo: «¿Cómo no lo
obtendremos todo en esta dádiva? No puede menos de darnos con Él todas las cosas» (Rom 8,32).
Todo lo que podemos desear para nuestra perfección y santidad lo encontraremos en Jesucristo: «En
Él están depositados todos los tesoros de la divinidad» (Col 2,3). Es voluntad cierta del Padre eterno
que su hijo amado sea nuestra redención, nuestra justicia, nuestra santificación (1 Cor 1,30): que
todos sus méritos, que todas sus satisfacciones, de valor infinito, sean nuestras: Habéis sido
enriquecidos en Cristo, exclamaba san Pablo, «de modo que en Él no os falte gracia ninguna» (1
Cor 1,7).
¡Oh, «si conociéramos el don de Dios!» (Jn 4,10.). Si supiéramos qué riquezas inagotables podemos
poseer en Jesucristo; no sólo no mendigaríamos la felicidad a los bienes caducos, sino hasta nos
desprenderíamos de ellos lo más posible, deseosos de aumentar la capacidad de nuestra alma para
poseer los verdaderos tesoros. Miraríamos de no aficionarnos a la más pequeña cosa que pudiera
mantenernos lejos de Dios.
Esto es lo que asegura y hace invencible nuestra esperanza: cuando nuestro corazón está
verdaderamente desasido de todo; cuando no coloca su felicidad más que en Dios; cuando por su
amor se desprende de la criatura para esperarlo todo de Él, entonces Dios se muestra generoso con
nosotros; nos llena de sí mismo: «Yo soy tu recompensa grande sobre manera» (Gén 15,1). Yo, que
soy tu Dios, no dejaré a otro el cuidado de saciar tu sed de felicidad.

4. Cristo, modelo de pobreza: carácter íntimo de su vida


Para llegar a este sumo grado de unión con Dios, debemos dejar el mundo y renunciar a toda
posesión; conviene que nos mantengamos constantes en el primer fervor que nos hizo abandonarlo
todo por amor de Dios. Procuremos, pues, observar íntegramente el voto de la pobreza; hagamos
frecuentemente, por ejemplo, el inventario de lo que usamos, y examinemos si nos hemos
aficionado a algo, si tenemos algún objeto sin permiso del abad. Si así fuese, restituyámoslo cuanto
antes al uso común, «apartémoslo de nosotros» (Mt 5,29-30), porque puede ser un obstáculo a la
perfección prometida. Para obrar así, es necesario un esfuerzo, un acto generoso: pero si tenemos
viva fe en Cristo, esperanza sincera, amor ferviente, encontraremos en Él fuerza y generosidad,
mediante la oración. Hemos hecho grandes sacrificios por darnos a Dios en la profesión monástica:
no nos dejemos esclavizar por bagatelas que detienen el impulso de nuestra alma hacia Dios.
No perdamos de vista a Jesús, nuestro modelo en todo, y al que queremos seguir por amor.
Veamos lo que nos enseñó en toda su vida: se desposó, por decirlo así, con la pobreza.
Era Dios: «No usurpó el hacerse igual a Dios» (Flp 2,6): legiones de ángeles son sus servidores; con
una sola palabra sacó de la nada el cielo y la tierra, adornándolos de riquezas y bellezas, que son un
pálido reflejo de sus infinitas perfecciones: «¡Señor, y cuán admirable es tu nombre en toda la
tierra!» (Sal 8,2). Es tan potente y magnífico que, dice el Salmista, «le basta abrir la mano para
colmar de bendiciones a todo viviente» (Sal 146,16). Y he aquí que este Dios se encarna para
llevarnos a Él. ¿Qué camino sigue? El de la pobreza.
Cuando el Verbo, rey del cielo y de la tierra, vino a este mundo, quiso, en su divina sabiduría,
disponer los detalles de su nacimiento, vida y muerte, de tal modo que lo que más se manifestara
fuese su pobreza y desprecio de los bienes terrenales. Aun los más pobres nacen por lo menos en
una casa; Él nace en un establo, sobre paja, in praesepio, pues «no había albergue para su Madre en
el mesón» (Lc 11,7). En Nazaret lleva la vida de un pobre «hijo de artesano»: «¿No es por ventura
éste el hijo del artesano?» (Mt 13,55). Más tarde, en su vida pública, no tiene donde reclinar su
cabeza, «cuando aun las zorras tienen madrigueras donde cobijarse» (Lc 9,58).
Y en la hora de su muerte quiso ser despojado de sus vestidos y morir desnudo en la cruz, pues la
túnica tejida por su Madre fue repartida entre los verdugos (Cfr. Mt 27,35); sus amigos le han
abandonado; de los Apóstoles no ve junto a sí más que a san Juan. Le queda, al menos, su Madre;
mas no; la cede a su discípulo: «He aquí a tu Madre» (Jn 19,27). Su desprendimiento es absoluto.
Pero aún va más allá: renuncia a los goces celestiales con que el Padre inunda su Humanidad, y en
total abandono, exclama: «¡Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27,46). Queda solo,
suspendido entre el cielo y la tierra.
He aquí el ejemplo que cubrió el mundo de monasterios y pobló los monasterios de almas
enamoradas de la pobreza. Cuando se contempla a Jesús, pobre en el pesebre, en Nazaret, sobre la
cruz, alargando las manos y diciéndonos: «Por ti lo he hecho», se comprenden las locuras de los
amantes de la pobreza.
Tengamos, pues, los ojos fijos en el divino pobre de Belén, de Nazaret, del Gólgota, y, si sentimos
las molestias de las privaciones, aceptémoslas generosamente; no las consideremos como una
calamidad mundial. No olvidemos que nuestra pobreza no ha de ser convencional sino efectiva, ya
que prometimos de verdad a Cristo dejarlo todo por seguirle. Sólo a este precio encontraremos en Él
todas las riquezas, «pues cargó con nuestras miserias para enriquecernos –dice san Pablo– con sus
perfecciones». La pobreza de su Humanidad le sirve de medio para acercarse a nosotros y para
inundar nuestras almas de las riquezas de su divinidad: «Conocéis la gracia de nuestro Señor
Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre para que su pobreza nos enriqueciese» (2 Cor 8,9).
He aquí el admirable intercambio verificado entre nosotros y el Verbo divino: el de sus riquezas
infinitas; pero sólo los pobres: Esurientes implevit bonis (Lc 1,58), y los más desprendidos son los
que más reciben.
Nunca iremos demasiado lejos en este desprendimiento voluntario. Hay un aspecto de la vida
interior de Cristo que san Juan pone bien de relieve y cuya imitación constituye un ejercicio de
perfecta pobreza. Para comprenderlo, elevémonos a meditar el misterio de la adorable Trinidad;
pero con fe y reverencia, pues estas verdades se comprenden bien sólo en la oración.
Sabemos que Dios Padre tiene un atributo propio, que es distintivo de su persona: «es un principio
que no procede de otro». Esto es cierto solamente tratándose del Padre. También el Hijo es
principio; lo dijo Él mismo a los judíos: «Yo que os hablo, soy el principio» (Jn 8,25); pero no lo es
más que con relación a nosotros: con el Padre y el Espíritu Santo es fuente de vida para toda
criatura. Pero cuando nos referimos a las tres divinas Personas, sólo el Padre es principio que no
procede de otro: de Él procede el Hijo; y de ambos procede el Espíritu Santo. Es éste un atributo
personal del Padre.
El Hijo, aun como Dios, lo recibió todo del Padre: «Todo cuanto me diste, de ti viene» (Jn 17,7). El
hijo, mirando al Padre, puede decir que todo cuanto es, posee y sabe, todo lo recibió del Padre,
porque de Él procede, sin que por esto (y en ello está un aspecto del misterio) haya entre la primera
y la segunda Personas desigualdad, ni inferioridad, ni sucesión de tiempo.
Esta sublime verdad se nos ha revelado especialmente en el Evangelio de san Juan (Jn 5,7; 8,14), en
el cual leemos muchas veces que el Hijo todo lo recibió del Padre. Pero en la Encarnación reviste
modalidades especiales. Contemplemos unos instantes la santa humanidad de Jesucristo. Es perfecta
e íntegra; no le falta nada de lo que constituye y adorna a la naturaleza humana: «Hombre perfecto»
[Símbolo atanasiano].
Y no obstante no tiene personalidad propia: porque en Cristo no hay persona humana. En Él, la
persona es el Verbo, y en el Verbo es donde subsiste la naturaleza humana. Aunque en sí esta
Humanidad sea perfecta, y su actividad sea auténticamente humana, no es dueña de sí sino en la
persona del Verbo, al cual está unida. De Él depende enteramente en una completa y absoluta
subordinación; es un misterio inefable el de esta naturaleza humana subsistente en el Verbo divino.
Encontrarnos en las palabras de Jesús algunas expresiones alusivas a este misterio. El Verbo
encarnado nos dice que «la doctrina que enseña no es suya, sino del Padre» (Jn 7,16); que el Hijo
«nada hace ni habla más de lo que el Padre le ha enseñado» (Jn 8,28; cfr. 14,10); y puede decir con
toda verdad que no «busca su gloria, sino la del que le envió» (Jn 8,28; cfr. 17,4); gloria que
consiste en referirlo todo al Padre por quien fue engendrado y del cual procede: «Padre, todo lo tuyo
es mío, y lo mío tuyo» (Jn 17,10). Esto, que es verdadero respecto de la humanidad de Jesucristo,
también lo es en sentido muy elevado acerca de su divinidad. El Hijo no tiene nada que no lo haya
recibido del Padre: procede enteramente de Él; y cuando el Padre contempla al Hijo, nada ve que no
sea suyo: por lo que todo en el Hijo es divino y perfecto, y el Hijo es «objeto de todas las
complacencias de su Padre» (cfr. Col 1,13).
Este aspecto, uno de los más profundos y esenciales de la vida de Jesucristo, debe presentar a
nuestra pobreza un modelo que imitar. Imitemos a Cristo, no solamente como pobres
materialmente, sino pobres en el espíritu; imitémosle despojándonos de cuanto nos es propio, de lo
que procede de lo más profundo de nuestro ser, de nuestro propio juicio, de nuestro amor propio, de
la propia voluntad, que son otras tantas formas del «vicio de la propiedad», para no tener más que
los pensamientos, deseos y querer de Dios, y no obrar más que por móviles sobrenaturales.
Entonces todo en nosotros procederá, por decirlo así, de Dios; Dios verá realizado el plan divino
que formó acerca de nosotros desde toda la eternidad.
Si en nuestros pensamientos o acciones mezclamos algo que no venga de Dios, que venga de
nosotros mismos, el pecado o la imperfección, desfiguramos en nosotros la divina imagen. Dios ve
entonces en la criatura algo propio, y como es algo que no viene de Él, no vuelve, no puede volver a
Él. Gran obstáculo es a la gracia celestial y a las divinas complacencias este «vicio de la propiedad»
que comprende, no solamente la posesión y disposición de bienes materiales y el simple afecto a
ellos, sino también el apego desordenado a lo que nos es propio en el fondo personal de nosotros
mismos. Veremos más particularmente en las dos siguientes conferencias cómo por la humildad y la
obediencia llegaremos a desprendernos enteramente del amor y estimación propia, de la propia
voluntad; pero es oportuno presentar el vicio de la propiedad desde todos sus aspectos, ya que
constituye un obstáculo radical de las comunicaciones divinas y produce numerosos frutos de
pecado y de muerte.
«El orgullo –dice nuestro Señor a la beata Ángela de Foligno– no puede encontrarse más que en
aquellos que poseen o creen poseer. El hombre y el ángel cayeron por el orgullo, porque creyeron
que tenían algo suyo. Ni el ángel ni el hombre poseen nada suyo: todo es de Dios» [Le livre des
visions, cap. 55.]
Se comprende ahora por qué san Benito, tan ilustrado en las vías divinas, quiere en sus monjes que
«sea arrancado de raíz el espíritu de propiedad» (RB 33).

5. Especiales bendiciones que Dios concede a los pobres de espíritu


Realizada esta santa destrucción, el Señor no pone límites a sus gracias, porque el reino de Dios se
ha prometido a los «pobres de espíritu». Este reino está ante todo en nosotros; se establece en
nosotros en la medida en que nos despojamos de toda criatura y de nosotros mismos. Nuestra vida
espiritual consiste por entero en la imitación de Jesucristo. Siendo el Verbo Hijo de Dios procede
enteramente del Padre, vive en Él y por Él: «Yo vivo por el Padre» (Jn 6,58). Tal es en suma la vida
de Jesús, Verbo encarnado. Proporcionalmente lo mismo acaecerá en nosotros: cuanto más nuestra
vida proceda de Dios en sus móviles, cuanto más busque nuestra actividad la fuente de sus
inspiraciones en la voluntad de Dios, más se elevará y más sobrenatural llegará a ser nuestra vida.
Una gran abnegación necesitamos para mantener esta disposición de no buscar más que en Dios el
principio de nuestro obrar, pues el instinto natural del hombre se empeña en constituirse centro, a no
buscar más que en sí mismo, en lo que le es personal, propio, el principio de su vida. Debemos, por
el contrario, someter enteramente la vida de nuestra alma al divino beneplácito, a fin de que todos
sus movimientos procedan del Espíritu Santo (Rom 8,14).
Pedimos esta gracia todas las mañanas en Prima, al comenzar el día. «Señor, Rey de cielos y tierra,
dirige y santifica en este día, rige y gobierna nuestros cuerpos y corazones, nuestros pensamientos,
palabras y obras en tu ley, oh Salvador del mundo, que vives y reinas por los siglos de los siglos».
Aquí pedimos al Verbo que dirija y domine cuanto hay en nosotros: pensamientos, sentimientos y
acciones; todo lo que somos, poseemos y hacemos. Todo cuanto es nuestro vendrá entonces de Dios
por Jesucristo mediante su Espíritu, y a Dios volverá.
Sometemos a Jesucristo nuestra persona y todo cuanto tenemos, para que destruya en nosotros
cuanto haya de malo, y convierta todo lo bueno al cumplimiento de su voluntad divina. Entonces,
todo lo que hagamos será por impulso y acción de su gracia y de su Espíritu; no atenderemos ya a
nuestro amor propio, ni a nuestra propia estimación, ni a nuestra propia voluntad al proponernos el
motivo de nuestros pensamientos, palabras y obras, sino al amor de la voluntad de Cristo, a la
adhesión a su ley: «En tu ley y en las obras de tus manos». Nos habremos despojado de nuestra
personalidad para revestirnos de Cristo: «Os revestisteis de Cristo» (Gál 3,27).
En esta unión nuestra con el Verbo subsistirán ciertamente dos personas bien distintas, porque no es
más que unión moral; pero podremos esforzamos en someter tan completamente, en el orden de la
actividad, nuestra personalidad al Verbo, que esta personalidad acabe en lo posible por desaparecer
y por dejar al Verbo toda la iniciativa de nuestra vida.
En la misma oración encontramos el principio que la justifica: es que el Verbo es Rey de los cielos
y tierra; «que vive y reina en cuanto Dios». Cristo vive únicamente allí donde reina, porque es Rey
por esencia; vive en nosotros en el grado en que domina todo lo que hay en nosotros, en cuanto
gobierna nuestras facultades e impulsa nuestra actividad. Cuando todo en nosotros viene de Él, esto
es, cuando pensamos sólo como Él, y queremos sólo como Él, y obramos únicamente según su
beneplácito, y todo lo sometemos a su dominio, entonces reina en nosotros. Lo que es propio y
personal en nosotros desaparece ante el pensamiento y el querer del Verbo.
Este dominio de Cristo debe ser total: lo repetimos muchas veces al día: Adveniat regnum tuum.
¡Venga, Señor, el día en que reines enteramente en mí; en que ningún móvil propio intercepte ya tu
dominio; en que viva, como tú, entregado completamente al Padre; en que ninguna inspiración
propia impida en mí la acción de tu Espíritu!
Aquel día nos habremos despojado, tanto como dependa de nosotros, de nuestra propia
personalidad, sometiéndola, lo mejor que sepamos, al reino de Cristo: Él lo será todo para nosotros
en todas las cosas (1 Cor 15,28). Moralmente nada tendremos como propio, todo le pertenecerá,
todo le estará sometido, consagrado: seremos verdaderamente «pobres de espíritu». ¿A quiénes
llama el Señor «pobres de espíritu»? (Mt 5,3). A los que nada poseen en la mente, en el corazón, en
la voluntad; a los que le dicen: «Yo no quiero tener nada que no pertenezca a Dios; no quiero hacer
sino lo que Tú, como Verbo, has determinado acerca de mí desde la eternidad: realizar el ideal
divino que de mí te has formado». Estos tales podrán decir como san Pablo: «Yo vivo, mas ya no
yo, porque es Cristo quien vive en mi» (Gál 2,20).
Pero para que se diga verdaderamente, conviene emplear heroicamente los mismos medios
empleados por el Apóstol. San Pablo no llegó en un solo día a esta unión consumada, porque tenía
una personalidad extraordinariamente poderosa. Para matar en sí mismo lo que era contrario a la
vida de Cristo, y dejar campo libre a la acción del Espíritu Santo, tuvo que imponerse una larga
serie de inmolaciones.
He aquí la perfección llegada a su término. El día de la profesión renunciamos a los móviles
principales, por los cuales obra el hombre: el dinero, el amor, la independencia; estamos en las
mejores condiciones para que nos inunde la vida divina. Esforcémonos, pues, en despojarnos tan
profundamente como podamos, no sólo de las cosas creadas, sino, en el terreno de las actividades,
de nuestra misma personalidad. Esforcémonos, por la oración y por la mirada fija en nuestro
modelo, en obrar siempre por motivos sobrenaturales, para que el nombre del Padre sea santificado,
y venga a nos su reino, y se cumpla su voluntad: entonces nuestra vida será divinizada.
Entonces también nuestra vida entera, por su retorno a Dios, se habrá convertido en una especie de
alabanza incesante, extremadamente agradable al Padre. Iluminados, inspirados, movidos por su
Verbo y su Espíritu («movidos por el Espíritu de Dios» Rom 8,14), podremos decir: «El Señor me
gobierna», y añadir en seguida con el Salmista: «Nada me faltará» (Sal 22,1). Porque el Padre, no
descubriendo en nosotros más que lo que viene de Él, de la gracia de su Hijo, de las inspiraciones
de su Espíritu; viéndonos unidos en todo al Hijo, como Él desea, nos abrazará con la misma
complacencia con que abraza a su propio Hijo y nos colmará de los tesoros inexhaustos de su reino.
Nuestra labor habrá consistido en despojarnos de nosotros mismos, para dejarnos conducir a Dios
por Jesucristo. Jesús nos conducirá entonces cerca del Padre: «Al seno del Padre» (Jn 1,18), porque
es esencial al Hijo «ser del Padre»; y todo lo que es suyo es también del Padre: «Todo lo mío es
tuyo».
Participaremos también, a título de herencia, de las bendiciones de que es colmado el Hijo: «Tú eres
quien me das mi herencia» [Pontifical romano, Ordo ad faciendum clericum]. Dios abandona a la
vacuidad de sus pretendidas riquezas a los que se estiman poseedores y confían en sí mismos; por el
contrario, colma de beneficios al indigente que todo lo espera de Él: «A los necesitados llenó de
bienes, y a los ricos los despachó vacíos» (Lc 1,53).

XI. La humildad
El orgullo es uno de los mayores obstáculos a las efusiones divinas: lo descarta la humildad
Una de las mayores revelaciones que nuestro Señor nos hace en la Encarnación es su ardiente deseo
de comunicarse a nuestras almas para convertirse en objeto de su felicidad. Dios podría permanecer
toda la eternidad en la fecunda soledad de su divinidad una y trina; de la criatura, porque nada le
falta; es la plenitud del ser y la causa primera de todo: «No necesitas de mis bienes» (Sal 15,2). Pero
habiendo decretado, en la absoluta e inmutable libertad de su voluntad, darse a nosotros, es infinito
el deseo que tiene de realizar esta voluntad. A veces nos inclinamos a creer que Dios puede
permanecer «indiferente»; que su deseo de comunicarse es vago e ineficaz; empero esto es pensar a
lo humano y según la debilidad de nuestra naturaleza, con harta frecuencia inestable e impotente.
En Dios todo es acto puro: lo que en nuestro común lenguaje decimos «deseo divino» es
substancialmente indistinto de su esencia, y por tanto infinito.
En esto, como en todo lo que se refiere a la vida sobrenatural, no debemos guiarnos por la
imaginación, sino por la luz de la revelación. Oigamos a Dios mismo, si queremos conocer su vida;
volvámonos a Jesucristo, el Hijo muy amado, que está «en el seno del Padre» (Jn 1,18) y nos reveló
los divinos secretos. ¿Qué nos dice? Que «Dios amó tanto a los hombres, que les dio su Hijo único»
(Jn 3,16), para que fuese nuestra justicia, nuestra redención, nuestra santidad. Jesucristo, «por
obedecer a su Padre» (Jn 14,31), se entregó a nosotros hasta morir en cruz, hasta constituirse en
hostia y alimento. ¿Habría llevado Dios su amor hasta este exceso si no desease infinitamente
comunicársenos? Porque, según enseña santo Tomás, el amor de Dios no es pasivo, ya que, como
causa primera de todo, no puede recibir nada de otro: es un amor eficaz, esencialmente eficiente [I-
II, q. 110, a. 1]. Y, porque Dios nos ama, desea con amor ilimitado, con voluntad eficaz, darse a
nosotros.
Pero se dirá: ¿Por qué Dios no se da infaliblemente, antes hay almas a las cuales no se comunica?
¿Por qué son a veces tan escasas las efusiones de los dones divinos? ¿Por qué tantas almas se ven
desprovistas de bienes celestiales, cuando parece que deberían abundar en gracia? Si estudiamos la
acción de la gracia en los corazones, nos sorprende la diferencia de los efectos producidos. En unas
almas florece la gracia en abundancia de luces y dones, y progresan a ojos vistas; están como
inundadas de algo divino, que se manifiesta muchas veces por la unción espiritual y benéfica que
las envuelve.
Por el contrario, vemos en otras un estado cercano a la esterilidad: los sacramentos, la misa, las
lecturas piadosas, la observancia de la Regla, todos estos medios, que son los canales auténticos de
la gracia divina, producen en ellas frutos escasísimos. Y sin embargo, si examinamos estas almas,
no encontraremos, de primera intención, razón alguna que explique semejante diferencia. ¿Por qué
personas de tanta regularidad exterior no gozan de la unión habitual con Dios y no hacen progresos?
Podremos responder fácilmente a esta pregunta leyendo algunas páginas de la precedente
conferencia. Entre las almas, las hay «ricas de espíritu» y otras «pobres de espíritu» (Mt 5,3); sólo a
éstas se ha dado el reino de los cielos con abundancia de bienes: Esurientes implevit bonis; a
aquéllas, en cambio, la carencia más completa: Divites dimisit inanes (Lc 1,53).
En todos nosotros hay estorbos que impiden la acción divina: el pecado y sus raíces, con las
perversas tendencias no combatidas; no hay posible alianza entre la luz y las tinieblas, dice nuestro
Señor. Esquivan estos obstáculos las almas que renuncian a todo, a sí mismas y a las criaturas, que
aumentan su capacidad para las cosas divinas al despojarse de todo lo que no es Dios. Esperan sólo
de Él cuanto han menester; se rebajan a sí mismas por apoyarse sólo en Dios. A estos verdaderos
«pobres de espíritu», Dios les colma de bienes. Mas en los otros existe una tendencia particular que
por su índole provoca el desvío de Dios. Esa tendencia es el orgullo, que se opone radicalmente a
las divinas comunicaciones; Dios no puede darse a estos «ricos de espíritu», satisfechos de sí
mismos. Y esto es lo que acaece hartas veces.
Estudiándolo con detención, conoceremos la importancia de la humildad en la vida del alma, y
veremos con cuánta razón nuestro glorioso Padre la establece como fundamento de nuestra vida
monástica. Después precisaremos su naturaleza y caracteres; examinaremos los «grados de
humildad» tal como los establece san Benito, y las diferentes maneras de la virtud; y finalmente
indicaremos los medios eficaces de excitarla en el alma.
Pidamos a Jesucristo, a quien nos proponemos seguir más de cerca, después de dejarlo todo por
amor suyo, que nos enseñe la humildad. En el Evangelio nos dice: «Aprended de mí» (Mt 11,29).
¿Qué debemos aprender especialmente de Él? ¿Acaso que es Dios? ¿Que es el Ser por excelencia,
omnipotente, sapientísimo? «Lo que debemos aprender de Él –dice san Agustín– no es a hacer el
mundo, crear todas las cosas visibles e invisibles, a llenar de prodigios la tierra, a resucitar muertos»
[San Agustín, Sermo 10 de Verbis Domini. P. L., Sermo LXIX, número 2]. ¿Quiere que
aprendamos de Él sus más heroicas virtudes, su obediencia hasta la muerte, su abandono completo a
la voluntad del Padre, el celo que le devora por los intereses de su gloria y de nuestra salvación?
Todo eso es Él, sin duda; todas estas virtudes las practicó en un grado admirable de perfección.
Pero lo que ante todo quiere que aprendamos de Él es que es «manso y humilde de corazón»; son
sus virtudes escondidas y silenciosas, que los hombres no ven y hasta desdeñan [Véase la Encíclica
Testem benevolentiae (22 de enero de 1899) de León XIII acerca del americanismo], pero que nos
recomienda en forma apremiante: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón».
Pidámosle, pues, la gracia de un corazón humilde como el suyo, pues la perfección consiste en
imitar constantemente, con amor, este divino modelo: «Habéis de tener en vuestros corazones los
mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo» (Flp 2,5).

1. Necesidad de la humildad
La sagrada Escritura, hablando de los orgullosos en su relación con Dios, emplea una expresión
particular: «Dios resiste a los soberbios» (1 Pe 5,5; Sant 4,6). Terrible es para la criatura ser
abandonada por Dios, pero más espantosa es la resistencia que de Dios le viene.
No se puede pensar en esto sin espanto: Dios es el único principio de nuestra santidad, porque es el
autor de toda gracia. Ahora bien: ¿qué gracia podemos esperar de Dios si, además de no darse a
nosotros, nos resiste y nos rechaza?
¿Qué hay de malo y de contrario a Dios en el orgullo, para que Dios lo aparte de sí con tal energía?
La razón de este antagonismo proviene de la misma naturaleza de la santidad divina. Dios es el
principio y el fin: el alfa y la omega (Ap 22,13) de todas las cosas; la causa primera de todas las
criaturas, y el origen de toda perfección. Todo ser viene de Él, todo bien de Él se deriva; pero, en
reciprocidad, toda criatura debe volver a Él rindiéndole gloria, porque Dios «lo ha creado todo por
su gloria» (Prov 16,4.). Tal proceder, en nosotros, sería egoísmo y desorden; en Dios, por el
contrario, al cual no puede aplicarse la palabra egoísmo por ningún concepto, es necesidad fundada
en su misma naturaleza. Es esencial a la santidad divina referirlo todo a su propia gloria, pues, de
otro modo, no sería Dios, ya que estaría subordinado a otro fin distinto de sí mismo.
Oigamos al profeta Isaías. Nos muestra a los ángeles cantando la santidad de Dios, porque su gloria
llena los cielos y la tierra: «Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos; llena está toda la tierra
de tu gloria» (Is 6,3). También san Juan declaró en Patmos haber visto a los elegidos prosternarse
ante el trono de Dios y cantar: «Señor, tú eres digno de recibir la gloria, el honor y el poder, porque
todas las cosas te deben el ser y la vida» (Ap 4,2). Por esto dice Dios por Isaías: «No daré a otro mi
gloria» (Is 42,8). En la contemplación de sí mismo se ve digno de gloria infinita, por la plenitud de
su ser y el océano de sus perfecciones; y no puede tolerar sin dejar de ser Dios, santidad por
esencia, que se atribuya a otro la gloria que le es debida. Nos concede muchas gracias; nos da a su
mismo Hijo amado: «Que tanto amó Dios al mundo, que llegó a darnos su Hijo unigénito» (Jn
3,16); nos lo da enteramente, para siempre, si nosotros lo queremos, «y con Él y por Él todos los
bienes» (Rom 8,33) y nos da la felicidad eterna y sin fin, nuestro bien supremo, y nos franquea la
entrada a la intimidad de la Trinidad bienaventurada. Una sola cosa no quiere ni puede damos: su
gloria. «Yo, el Señor, no daré a otro mi gloria».
Ahora bien: ¿qué hace el orgulloso? Intenta arrebatar a Dios la gloria que a Él solo es debida y de la
cual es tan celoso, para apropiársela. El orgulloso se ensalza a sí mismo, se convierte en centro
glorificando su persona, su perfección, sus obras; no ve más que en sí mismo el principio de lo que
es, de lo que tiene; cree que no es deudor a nadie ni a Dios, intentando así arrebatarle, en provecho
propio, el divino atributo de primer principio y último fin. En teoría pensará tal vez que todo es de
Dios, pero prácticamente obra y vive como si todo viniera de sí mismo.
Supuesto este antagonismo que el orgullo establece entre Dios y el hombre [Cfr. Santo Tomás, II-II,
q. 157, a. 6. Utrum superbia sit gravissimum peccatorum], es necesario que el Señor «resista» al
soberbio; lo debe rechazar como a un agresor injusto: «Resiste a los soberbios». «Grande es el
Señor –dice la Escritura–, y se inclina a los humildes; mas al orgulloso le mira de lejos» (Sal 137,6).
Comentando estas palabras, dice un antiguo escritor: «Dios mira de lejos al orgulloso, para
aplastarle con vigor» [Sermo 1 de ascens. Domini, 177 de tempore, núm. 2. (Apéndice de las obras
de san Agustín)]. ¿Puede darse amenaza más terrible?
El divino Salvador, tan misericordioso y compasivo, nos enseña la misma verdad, de un modo
impresionante y con fuerte colorido, en la parábola del fariseo y del publicano (Lc 18,9-14).
Veamos al fariseo: es un hombre convencido de su importancia, pagado de sí mismo; su «yo» se
pone de manifiesto en sus palabras y en su misma actitud. Se mantiene en pie, con la despreocupada
actitud de quien tiene conciencia de su propio valer y perfección, como que no debe nada a nadie ni
de nadie necesita. Se vanagloria ante Dios de lo que hace.
Es verdad que le rinde gracias por ello; pero, como advierte san Bernardo, este falso homenaje es
una mentira que añade al orgullo. El fariseo tiene un «corazón doble», como dice el Salmista (Sal
11,3): despreciando al publicano demuestra que se cree más perfecto que éste, y dase a sí mismo la
gloria que aparentemente reserva para Dios. [«Y ahora, rindiendo acciones de gracia, das a entender
que nada te atribuyes a ti mismo, sino que reconoces prudentemente que tus méritos son dones de
Dios. Mas, por otra parte, menospreciando a los otros, te haces traición a ti mismo, y haces ver que
hablas con un corazón doble; por el uno, haciendo servir tu lengua a la mentira; y por el otro,
usurpando la gloria de decir la verdad. Porque no juzgarías que el publicano es despreciable en tu
comparación, si no pensases que eres mucho más que él» (San Bernardo, Obras completas. Sermón
XIII sobre el Cantar de los Cantares)].
No le pide nada a Dios, porque cree no necesitar de nada: se basta a sí mismo; expone más bien su
conducta a la aprobación divina; y así tiene la insolencia de decir: «Dios mío; debéis estar contento
de mí, pues soy irreprensible: no soy como los otros hombres ni tampoco como este publicano».
Está persuadido de que toda su perfección es cosa suya; por esto leemos en el Evangelio que el
Señor propuso esta parábola «a los judíos que confiaban en su propia santidad».
En cuanto al otro actor de la escena, el publicano, ¿qué hace? Se queda en el umbral de la casa de
Dios, y no osa levantar siquiera los ojos, porque se juzga miserable. No cree tener títulos que alegar
ante Dios, y sólo está persuadido de haberle ofendido. «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un
pecador». Confía únicamente en la misericordia divina y todo lo espera de ella; pone en Dios toda
su confianza, toda su esperanza.
Y ¿cómo obra Dios con uno y otro? «En verdad os digo –terminaba Jesucristo– que el publicano
salió justificado (Lc 18,14), mas no el fariseo». Empero, ¿no era pecador el publicano, y no era el
fariseo, al menos aparentemente, un fiel observante de la ley de Moisés? Ciertamente; pero éste,
infatuado en sí mismo, despreciaba al publicano, glorificándose en sus buenas obras y queriendo
suplantar el lugar de Dios. Por eso le rechaza el Señor: «Deshizo las miras del corazón de los
soberbios» (Lc 1,51). Y al publicano, que se humilla, le da en cambio su gracia con abundancia
(Sant 4,6; 1 Pe 5,5).
Terminando la parábola, Jesucristo establece la ley fundamental de nuestras relaciones con Dios, y
deduce la enseñanza que debemos aprender: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla
será ensalzado» (Lc 18,24).
Véase, pues, hasta qué punto el orgulloso impide la unión del alma con Dios; no hay en nosotros,
dice santo Tomás, tendencia que más se oponga a las comunicaciones divinas: «Por la soberbia los
hombres se apartan en sumo grado de Dios» [II-II, q. 162, a. 6 concl.]. Y como Dios es el principio
de toda gracia, el orgullo es para el alma el peligro más terrible; la humildad, por el contrario, es el
camino más seguro para la santidad y para encontrar a Dios. El orgullo es lo que principalmente
impide a Dios darse a las almas; si en ellas no hubiera orgullo, Dios se daría a ellas plenamente. «La
humildad es una virtud tan fundamental, que sin ella –dice el Abad de Claraval– todas las otras
virtudes se destruyen» [De consideratione, l. V, cap. XIV, 32]. Es porque, a causa de nuestra
naturaleza caída, hay obstáculos en nosotros que dificultan el desarrollo de la vida interior; si no se
eliminan estos estorbos, acaban por sofocar las virtudes.
Pero el mayor de estos obstáculos es la soberbia, porque se opone radicalmente a la unión divina
considerada en sí misma, y por consiguiente a la gracia, de la cual sólo Dios es origen, y sin la cual
nada podemos. «La humildad –dice también san Bernardo– acoge las otras virtudes, las conserva y
perfecciona» [Tractatus de moribus et officio episcop., cap. V, 17].
El alma humilde es, en efecto, capaz de recibir todos los dones divinos, principalmente porque está
vacía de sí misma y espera de Dios todo lo que necesita para su perfección, juzgándose pobre y
miserable. Todo cuanto Dios ha hecho por el hombre después de la caída es efecto de su
misericordia. Los ángeles, que no están sujetos a las miserias del pecado, cantan la santidad de
Dios; nosotros alabamos su misericordia: «Quiero siempre cantar las misericordias del Señor» (Sal
88,2).
Viendo Dios al hombre desgraciado e impotente, sujeto a la tentación y a merced de perversas
inclinaciones, que varían según el tiempo, las estaciones, la salud, la gente que le rodea y la
educación, se conmueve ante estas miserias como si fueran propias suyas; y este movimiento divino
que inclina al Señor hacia nuestras miserias para aliviarlas, constituye la misericordia: «A la manera
como se compadece el padre de sus hijos, compadecióse el Señor de los que le temen; porque Él
conoció lo bajo de nuestro origen» (Sal 102,13-14).
Nuestra miseria es tan profunda que puede ser comparada con un abismo que llama al abismo de la
misericordia divina: Abyssus abyssum invocat (Sal 41,8); pero esta llamada no se contesta sino a
condición de que nuestra miseria sea reconocida y confesada, guiados por la humildad que nos
inspira este grito: «Señor, ten piedad de mí», La humildad es la confesión práctica y constante de
nuestra miseria, la cual atrae las miradas de Dios. Los andrajos y llagas del pobre son su mejor
alegato; no trata de disimularlos, antes los descubre para conmover los corazones. De igual manera
no debemos nosotros tratar de deslumbrar a Dios con nuestra perfección, antes debemos procurar
atraer la misericordia divina por la confesión sincera de nuestra debilidad; porque cada uno de
nosotros tiene hartas miserias que exponer a las miradas misericordiosas de Dios.
Somos como el pobre viajero que yacía en el camino de Jericó, desnudo y cubierto de heridas. El
pecado original nos despojó de la vida de la gracia; los pecados personales han hecho leprosa a
nuestra alma; pero Jesucristo es el buen Samaritano que vino a curarnos, a derramar sobre nuestras
heridas el bálsamo de su preciosa sangre, a acogernos en sus brazos y confiarnos a la ternura de la
Iglesia, madre que nos ama como Él.
Es una excelente oración descubrir a nuestro Señor todas las miserias, las lacras que desfiguran
nuestra alma. «Dios mío, mira esta alma que Tú has criado y rescatado: ve qué disforme está y qué
llena de inclinaciones que la hacen aborrecible a tus ojos: ten piedad de ella». Es una oración que va
derecha al Corazón de Jesucristo como la del pobre leproso del Evangelio: «Maestro Jesús, ten
piedad de nosotros» (Lc 17,13). Y nuestro Señor nos curará.
Cuando, en efecto, reconocemos que somos débiles, pobres, miserables, enfermos, implícitamente
proclamamos el poder, la sabiduría, la santidad, la bondad de Dios: rendimos a la plenitud divina un
homenaje tan agradable a Dios, que le inclina hacia el alma humilde para colmarla de bienes: «A los
hambrientos llenó de bienes». San Bernardo [P. Pourrat, La spiritualité chrétienne, II, Le moyen-
âge, pág. 43] lo decía también: «Nuestro corazón es un vaso destinado a recibir la gracia, y para que
se llene abundantemente debe antes vaciarse del amor propio y de la vanagloria» [In annuntiat. B.
M. V., Sermón III, ó, cfr. Epistolas CCCXCIII, 2-3].
Cuando la humildad ha preparado una vasta capacidad, la gracia acude a colmarla, pues es
estrechísima la afinidad entre la gracia y la humildad [Super missus est. Homilía IV, 9; cfr. In
Cantica. Sermón XXXIV]. Nada, pues, más eficaz que esta virtud para merecer la gracia,
conservarla y recuperada si la habíamos perdido [In Cantica. Sermón LIV, 9; cfr. Epístola
CCCLXXII, Sermón XLVI de diversis].
Hay otra razón para la generosidad de Dios en favor de los humildes. Sabe Él que el alma humilde
nunca se envanecerá de las gracias para gloriarse; no se las apropiará como el orgulloso, sino que le
rendirá toda la gloria y honor; y por esto, si se me permite hablar así, no teme Dios volcar en ella la
abundancia de sus favores, pues no abusará de ellos empleándolos en fines distintos de los que Él se
ha propuesto. Cuanto más queremos acercarnos a Dios, más profundamente debemos apoyarnos en
la humildad; bien lo demuestra san Agustín con una comparación familiar. «El fin –dice– que
perseguimos es muy grande, porque buscamos a Dios, intentamos llegar a Él, porque sólo en Él se
encuentra nuestra eterna felicidad; mas no podemos llegar a este fin sino por medio de la humildad.
«¿Deseas ser grande? Empieza por abajarte. ¿Proyectas construir un edificio que se eleve hasta el
cielo? Pues ahonda los cimientos por medio de la humildad. Cuanto más alto haya de ser el edificio
–añade el santo Doctor– tanto más hondos deben cavarse los fundamentos, y más aún si se
considera que nuestra pobre naturaleza es terreno movedizo, continuamente inseguro. ¿A qué altura
queremos elevar el edificio espiritual? Hasta la visión de Dios. Veamos, pues, a qué altura debe
elevarse este edificio, qué sublime finalidad debemos procurar; mas no olvidemos que sólo
llegaremos a ella por medio de la humildad» [Sermo 10 de Verbis Domini].

2. Cómo la considera San Benito y lugar preeminente que le asigna en la vida interior.
Naturaleza de esta virtud
Se comprenderá ahora fácilmente por qué san Benito, que nos señala como fin buscar a Dios,
establece nuestra vida espiritual sobre la humildad. Él mismo se había elevado tanto hacia Dios que
no ignoraba que es sólo la humildad la que atrae la gracia, sin la cual nada podemos. La ascesis de
san Benito se reduce por entero a hacer al alma humilde, y después a hacerla vivir bajo la
obediencia, que es la práctica expresión de la humildad: tal es para ella el secreto de la unión con
Dios. [«La humildad… manifiesta al hombre dócil y abierto para recibir el influjo de la divina
gracia (Cfr. santo Tomás, II-II, q. 141, a. 5, ad. 2)].
«Para el santo Patriarca, el capítulo sobre la humildad es como un sumario de toda la vida
espiritual. Por etapas señala el camino del alma hacia Dios, desde la renuncia del pecado hasta la
plenitud de la caridad. ¿Por qué san Benito considera el progresivo camino de la perfección desde el
punto de vista de la humildad, hasta el extremo de conceder al desenvolvimiento gradual de esta
virtud el privilegio de englobar en ella, por decirlo así, el progreso de todas las otras? Podría haber
construido la escala con grados de paciencia o de una serie de gracias de oración: la discursiva
primero, después la simplificada, para terminar con la que une místicamente al alma con Dios,
como también habría podido decir que esta escala era una sucesión de grados de caridad. Si el santo
Patriarca prefirió esa otra concepción, es porque estaba predispuesto, por natural inclinación y
dones de la gracia, a entender la ascensión del alma como una sumisión cada vez más profunda del
hombre a Dios. En esto aparece su alma esencialmente religiosa y contemplativa» [Dom Ryelandt,
Essai sur le caractère ou la Physonomie morale de S. Benoît, d’après sa Règle, en Revue liturgique
et monastique, 1921].
El santo Patriarca dedica a esta virtud fundamental un largo capítulo. Pero, según se verá más
adelante, tiene un concepto muy seguro y a la vez muy amplio de la humildad. La considera, no
sólo como una virtud especial subordinada a la virtud moral de la templanza [Cfr. Santo Tomás, II-
II, q. 141, a.4.], sino como resultante de una completa actitud del alma ante Dios, actitud en que
deben fusionarse los diversos sentimientos que deben animarnos como criaturas y como hijos
adoptivos: actitud que debe condicionar toda nuestra existencia y ser fundamento de toda nuestra
espiritualidad. Iremos desarrollando esta proposición.
Empieza san Benito su capítulo recordando la ley establecida por Cristo como conclusión de la
parábola del fariseo y del publicano: «El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será
ensalzado». «El sentimiento íntimo de la intervención divina en la vida humana hace que el hombre
se humille y se someta y que simultáneamente se eleve a Dios mediante la misma sumisión. Un
mismo movimiento de humildad abate al hombre obediente y le engrandece y exalta ante Dios. El
profundo sentido del pensamiento de san Benito es la proclamación de la verdad evangélica, que
cuanto más progresamos en la humildad, más somos absorbidos por Dios y subimos más hacia las
cimas de la unión» [Dom Ryelandt, o. c.].
Para el Santo, la teoría de la humildad es correlativa a su concepción de la gracia; los progresos del
alma en Dios son los progresos de Dios en el alma. La labor que propiamente corresponde al alma,
ayudada por la gracia, es abrir sus caminos a la acción divina; de aquí que, a cada grado de
ascensión hacia Dios, «a cada crecimiento sobrenatural», corresponde un grado en el «abrir nuestra
alma a Dios». Ahora bien, ¿cómo «abrirse a Dios»? Aboliendo cada vez más el orgullo; ahondando
cada vez más la humildad. Y he aquí cómo, en definitiva, la escala en sentido negativo de la
humildad puede servir de escala en sentido positivo a la perfección y a la caridad. Es posible
señalar, en la escala de la humildad, una gradación ciertamente convencional e ingeniosa, pero que
ofrece una base de inscripción muy razonable de todos los progresos positivos de la vida
sobrenatural.
Utilizando una expresiva imagen del Salmista, san Benito compara al orgulloso rechazado por Dios
con el niño prematuramente destetado y apartado del seno de su madre (Sal 130, 2). Privado de la
fuente de vida, el niño morirá. He aquí el mayor peligro a que se expone un alma: ser separada de
Dios, única fuente de gracia. Así, pues, continúa nuestro bienaventurado Padre, «si queremos llegar
a la cima de la humildad y obtener la celestial exaltación a la que se llega por la humildad de la vida
presente, conviene que con nuestros actos erijamos la escala que en sueños vio Jacob, por la cual
subían y bajaban ángeles» (RB, cap. 7). [Esta idea parece tomada de san Jerónimo (Ep., 98, 3), por
más que el santo Doctor habla de la anterior ascensión por el ejercicio de todas las virtudes:
«Escala… mediante la cual se sube, por los diversos grados de las virtudes, a las alturas más
elevadas». San Benito la restringe a la práctica de la humildad.
Añadamos que, en el siglo VI, San Juan Clímaco escribía su célebre Scala paradisi, «La escala que
lleva al cielo», repartida en treinta grados, en memoria de los treinta años de la vida oculta de
Jesucristo]. El santo Legislador compara los dos lados de esta escala al cuerpo y al alma, porque el
cuerpo debe participar de la virtud interior, y la gracia divina entre estos dos lados ha dispuesto
diferentes escalones por los que debemos subir.
Antes de recorrerlos todos, digamos en qué consiste la humildad. San Benito no la define, sino que
expone sus diferentes manifestaciones. Nosotros tomaremos los elementos de la definición de santo
Tomás, que en su Suma Teológica comenta el capítulo de san Benito y justifica los grados de
humildad por él indicados.
[II-II, q. 161, a. 6 y q. 162, a. 4 ad 4. Santo Tomás sigue un orden inverso, empezando por el Último
grado; en el curso del articulo hace la exposición partiendo del primero: la reverencia a Dios. Es
sabido que santo Tomás fue oblato benedictino en Monte Casino, por nueve años; tuvo que dejar la
abadía por causa de las turbulencias políticas promovidas por Federico II, quien, excomulgado por
Gregorio IX, expulsó a los monjes de su abadía. Durante su estancia en Monte Casino el joven
oblato estudió la Regla. «Los escritos del futuro doctor –dice el más reciente de sus biógrafos, el P.
Mandonnet, O. P.– demuestran que conocía bien la gran obra legislativa de san Benito». El mismo
autor termina su estudio sobre «Santo Tomás, oblato benedictino», con estas palabras: «Tomás de
Aquino debió abandonar el asilo de sus primeros años con harto pesar; su alma, profundamente
religiosa, debió sentir cómo se le cegaba la fuente más profunda de su vida. No obstante, en medio
de los acontecimientos desagradables que le sobrevinieron conservó en su destierro los más ricos
despojos, pues no en vano había pasado sus años juveniles en la más ilustre de las abadías y se
habla formado y modelado en ella convenientemente. Será deudor a la religión y piedad benedictina
de la robustez y sinceridad de su alma; la vida monástica, transcurriendo en jornadas tranquilas e
iguales, le aseguró el admirable equilibrio de su temperamento y facultades. El aislamiento de su
vida de oblato y el ambiente de la grandiosa naturaleza que le rodeaba despertaron y tal vez
confirmaron su sentido de recogimiento». Revue des Jeunes, 25 de mayo de 1919; Cfr. también 10
de mayo].
Sucede a veces que el Señor concede de una vez a un alma un alto grado de humildad, como a otras
les da el don de oración; pero por ley ordinaria solicita nuestra cooperación; y como sólo buscamos
y amamos lo que conocemos, debemos tratar de comprender esta virtud.
La humildad puede definirse: una virtud moral que nos inclina, por reverencia a Dios, a rebajarnos y
mantenernos en el lugar que creemos nos es debido. Es una virtud, o sea una disposición habitual;
no es, pues, un acto particular, pues pueden hacerse actos sin tener la virtud de la humildad, la cual
consiste en una disposición habitual del alma que se manifiesta pronto y fácilmente; es como un
fuego de donde se desprenden, semejantes a chispas levantadas por el soplo que aviva la lumbre,
actos de humildad.
Como virtud moral, la humildad tiene sus principios en la inteligencia, en el juicio; pero no existe
formalmente en la inteligencia, como equivocadamente creen algunos autores. Con santo Tomás,
diremos que «reside esencialmente en la voluntad» [II-II, q. 161, a. 2, c.]. Ocurre como con su
contraria la soberbia, que presupone y contiene el juicio de la desordenada estima de sí mismo, pero
consiste más formalmente en la complacencia (actitud del corazón) que sigue a este juicio. En la
humildad, es la buena voluntad, ayudada de la gracia, la que se inclina y abate, por reverencia a
Dios, y mueve a la inteligencia y a todo el hombre a contentarse con el lugar que le consta
corresponderle.
[El santo Doctor añade naturalmente que la humanidad se funda, como noma directriz, en el
conocimiento, por el cual no nos estimamos nunca en más de lo que somos (Ibid., a. 1 y 6):
aplicación a un caso particular del cambio de causalidad, conocido de todos los psicólogos y
moralistas, que se realiza entre la razón y la voluntad].
Y ¿cuál es este lugar? Consideremos las cosas, no desde el punto de vista del mundo, que no aprecia
más que lo que brilla y juzga por falsas apariencias, sino a los ojos de la fe, como las ve Dios,
verdad por esencia, que nunca yerra.
En el orden natural, de mí mismo debo confesar, sin exageración, que no tengo nada: ni vida, ni
salud, ni fuerzas físicas, ni talento: «Tus manos, Señor, me plasmaron enteramente» (Job 10,18);
«En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,18). La activa conservación de las cosas es por
parte de Dios una creación continuada; si Él retirase de mí su mano, al instante me encontraría sin
fuerzas, sin voluntad, sin razón y sin vida: «Toda carne es heno; secóse el heno y cayó la flor» (Is
40,7). Poseo, es verdad, substancialmente alma y cuerpo con sus facultades y energías; pero las
poseo porque las recibí de Dios. «¿Qué es, pues –dice san Pablo–, lo que te distingue? ¿Qué tienes
que no hayas recibido? Y si lo has recibido de otro, ¿a qué gloriarte como si fuera tuyo?» (1 Cor
4,7).
En el orden sobrenatural, ciertamente por la gracia somos hijos de Dios, hermanos de Jesucristo,
llamados por el Padre a ser sus semejantes: «Yo dije: dioses sois» (Sal 81,6). Es una condición
admirable, un fin sublime, pero la llamada de Dios es gratuita: «Nos ha salvado, no a causa de las
obras de justicia que hubiésemos hecho, sino por su misericordia» (Tito 3,5-6). Y, después que la
misericordia divina nos ha dotado de este don, no podemos usar de él sin la ayuda de Dios. Es de fe,
de fide, que de nosotros mismos, en el orden de la gracia, ni un buen pensamiento meritorio para la
vida eterna podemos tener. Lo dice Jesucristo en términos concretos: «Sin mí –sin mi gracia– nada
podéis hacer» (Jn 15,5). Y san Pablo añade: «No porque seamos suficientes o capaces por nosotros
mismos para concebir algún buen pensamiento, sino que nuestra capacidad viene de Dios» (2 Cor 3,
5).
En otra parte nos dice «que no podemos invocar el nombre de Jesús sobrenaturalmente, sino por la
gracia del Espíritu Santo» (1 Cor 12,3). Es, pues, evidente que todo nos viene de Dios; el mérito de
las buenas obras es verdaderamente nuestro, pero sólo porque Dios nos concede el poder de
merecer. [«Absténgase el cristiano de confirmar o de gloriarse en sí mismo y no en el Señor, el cual
lleva su bondad con el hombre hasta el punto de atribuirle como méritos lo que no son mas que
dones suyos». Concil. Trid. Sess. VI, c. 16].
Lógicamente, pues, nos dice nuestro bienaventurado Padre «que si en nosotros echamos de ver algo
bueno, atribuyámoslo a Dios, no a nosotros mismos»; y que, «por el contrario, nos imputemos a
nosotros y no a Dios lo malo que hubiéramos hecho» (RB 4). El pecado, en efecto, no es en modo
alguno de Dios, sino exclusivamente nuestro; y si alguna vez hemos ofendido a Dios mortalmente,
habremos merecido justamente ser objeto de repugnancia y odio para Dios, que es la bondad misma
y la majestad. Si entonces no nos arrebató la muerte y no caímos en la condenación eterna, fue
porque Dios nos perdonó tomándonos su gracia y amistad: «A la misericordia del Señor se debe que
no perecimos» (Lam 3, 22).
Ésta es nuestra condición a la luz infalible de la fe, consideradas las cosas desde el punto de vista de
la verdad divina. Ahora bien: la humildad nos mantiene en una actitud conforme a esta condición; la
voluntad, ayudada de la gracia, nos impele a colocarnos en el lugar que es propiamente el nuestro.

3. El fundamento de la humildad, según Santo Tomas y San Benito, es la reverencia a Dios, a


la cual el santo patriarca une la más completa confianza
Santo Tomás señala sabiamente la principal razón y motivo de este rebajarse a sí mismo: «la
reverencia a Dios». «El principal motivo de la humildad se toma de la reverencia divina, de la cual
proviene que el hombre no se atribuya a sí mismo más de lo que le compete conforme a lo que de
Dios ha recibido». [II-II, q. 161, a. 2, ad 3. Cf, a. 1, ad 5: «La humildad se refiere principalmente a
la sumisión del hombre a Dios». «La humildad propiamente se refiere a la reverencia por la que el
hombre se somete a Dios»]. Y el gran Doctor recuerda que san Agustín relaciona la humildad con el
don de temor, como se relaciona con él la virtud de religión: «Y por esto san Agustín relaciona la
humildad con el don de temor por el cual el hombre reverencia a Dios». Y éste es el punto más
profundo, la raíz misma de la virtud: es una doctrina de capital importancia.
Cuando en la oración contemplamos las perfecciones y obras divinas; cuando un rayo de luz divina
nos ilumina, ¿cuál es el primer impulso del alma tocada de la gracia? Es abatirse, anonadarse, para
adorar. Esta actitud de la adoración es la única «verdadera» que conviene a la criatura, como tal, en
presencia de Dios. ¿Qué es la adoración? Es reconocer nuestra inferioridad delante de las
perfecciones divinas y nuestra absoluta dependencia de Aquel que es de por sí la plenitud del Ser;
consiste en un homenaje de sumisión a la soberanía infinita. Si la criatura no se mantiene en esta
actitud, se aparta de la verdad.
En el cielo, los bienaventurados están unidos a Dios con una compenetración que excede a todo lo
que puede imaginar el amor más ardiente: Dios los posee y son a la vez poseedores de Dios en la
esencia de su alma, porque está enteramente en ellos; y, no obstante, están constantemente
humillándose con profunda reverencia, expresión de su adoración: «El temor santo del Señor, que
perdura por los siglos». ¿Podremos nosotros tener otra ley diferente? Cuando la fe, que es preludio
de la visión beatífica, nos da a conocer algunas de las inescrutables perfecciones divinas, al instante
nos postramos en acto de adoración. El alma, ilustrada por una viva luz interna, se siente en la
presencia divina, delante de Dios; conoce el contraste infinito de dos términos que mutuamente se
repelen: majestad y grandeza, de un lado; bajeza y pequeñez, del otro. Puede también el alma
atender preferentemente a uno de los términos: si se vuelve a Dios, le adora; si a sí misma, se
humilla; y es precisamente en el momento en que nos anonadamos ante la majestad divina cuando
nace la humildad. «La humildad nace de la reverencia divina». Sin esta causa, la humildad no
podría existir: he ahí un punto sobre el cual nunca se insistirá demasiado. Así, pues, la humildad es
una virtud eminentemente «religiosa», «compenetrada toda de religión» [II-II, q. 161, a. 4, ad 1.] y,
por consiguiente, esencialmente propia de nuestro estado.
[(Dom Lottin, en L’âme du culte, la vertu de religion, Lovaina 1920). En este interesante opúsculo
de doctrina condensada, el autor, demuestra «cómo, después de haber subordinado la humildad a la
templanza, y la obediencia a la observancia, santo Tomás, adoctrinado por la evidencia, relaciona
estas virtudes con la religión. La relación es innegable, y fue advertida ya por los antiguos ascetas.
La Regla de san Benito, p. ej. no menciona la palabra religión, pero está impregnada del espíritu de
religión; léanse, si no, los capítulos 5, 6 y 7 sobre la obediencia, el espíritu de silencio y la
humildad»]
Para robustecerla, pues, en nosotros, importa contemplar las perfecciones divinas. Dios es
omnipotente; con una palabra hizo el universo, sacando de la nada la creación; y esta obra tan bella,
esas legiones de ángeles, esas naciones humanas tan grandes, tan numerosas, son ante Él como un
átomo, como si no existiesen (Is 11,17). Dios es eterno; la criatura pasa y paga al tiempo su tributo,
mientras Él permanece inmutable, en la plena y soberana posesión de sus perfecciones. Es tan
perfecto, que no necesita de nada. «¿Quién jamás fue su consejero?» (Is 11,14). «Su infinita
sabiduría lleva a cabo lo que dispone con suavidad y energía; su adorable justicia es la misma
equidad; su bondad y su poder no tienen parangón: abre la mano y colma de bendiciones a todo
viviente» (Sal 146,16).
Y ¿con qué acentos cantaremos las obras de Dios en el orden sobrenatural? Repetidas veces hemos
hablado del magnífico plan divino, por el cual nos hizo sus hijos, haciéndonos participantes de la
filiación de su unigénito Jesucristo (cfr. Ef 1,5) y destinándonos así a saciar eternamente nuestra
dicha en la misma fuente de su divinidad. La obra maestra del plan divino, Jesucristo, los
admirables misterios de la Encarnación, Pasión y Resurrección, del triunfo de Jesús, la institución
de la Iglesia, de los Sacramentos, la gracia, las virtudes y dones del Espíritu Santo; todo ese
admirable conjunto, que constituye el orden sobrenatural, es consecuencia del impulso que mueve
al Corazón de Dios «a constituirnos sus hijos» (Gál 4,5). Es éste un orden admirable, obra de poder,
de sabiduría y de amor, cuya contemplación arrebataba a san Pablo.
Cuando nosotros consideramos estas perfecciones y estas obras divinas, no como podría hacerlo
abstractamente un filósofo, con frialdad y aridez, sino en la oración, a la luz que Dios nos
comunica, desaparecen todas las superioridades terrenas y todas las perfecciones creadas se eclipsan
como anonadadas, y todas las grandezas humanas se desvanecen como humo. Pensando en esta
omnisciencia, esta soberana sabiduría, este poder absoluto, esta augusta santidad, esta justicia libre
de todo apasionamiento; ante esta bondad ilimitada, ante esta ternura y misericordia inagotables,
nos vemos precisados a exclamar: «¿Quién como tú, Dios nuestro, que moras en lo alto?» (Sal
112,5). Cuán profundos son tus pensamientos ¡Nos sentimos entonces poseídos de íntima y honda
reverencia, en el abatimiento de nuestra nada! ¿Qué soy yo, qué son los espíritus celestiales, qué
son todas las generaciones, delante de esta Sabiduría de este poder, de esta eternidad
inconmensurable, de esta santidad? «Todas las gentes como si no fueran, eso son en su presencia».
Empero hay que notarlo bien, por ser muy importante este sentimiento reverencial, por muy vivo y
real que sea, no se separa nunca en el alma de la confianza y del amor [Cfr. D. Destrée, Le mère
Deleloê, moniale bénédictine], porque la humildad no se opone a la verdad en ninguno de sus
aspectos. Debemos contemplar a Dios en todas sus perfecciones, en todas sus obras; Él es a la vez
Señor y Padre; y nosotros somos al mismo tiempo sus criaturas y sus hijos adoptivos. De esta
contemplación total de Dios en la omnipotencia del supremo Señor y en la bondad infinita de un
Padre ternísimo, nacerá la reverencia a Dios que es la raíz de la humildad.
¿He conseguido, como deseaba, daros una idea completa y exacta de la humildad, tal como san
Benito la entiende? El concepto que tiene él de esta virtud es, ciertamente, más amplio que las
concepciones de la misma que han llegado a ser clásicas en los moralistas, pero no se opone a ellas
en modo alguno. La humildad es para él, como para todos, una virtud que refrena las tendencias
desordenadas a pensar altamente de sí mismo; pero, en él (y esto puede verse especialmente en el
Prólogo de la Regla), a causa de la afinidad que le atribuye con la virtud de la religión, no es
completa si no se fusiona con el amor y la confianza que deben animar el corazón de un hijo.
La reverencia a Dios obliga al alma a abismarse en su propio abajamiento, pero mediante este
mismo abajamiento la mueve, a la vez, a cumplir integró y amorosamente los deseos del Padre
celestial. La virtud de la humildad es, para san Benito, una actitud habitual del alma que regula las
relaciones del monje con Dios en la verdad de su doble condición de criatura pecadora y de hijo
adoptivo. [«Los doce grados de humildad explicados por san Benito forman un conjunto
admirablemente sugestivo y armónico, en los cuales se ve la mezcla de temor y confianza,
obediencia y energía, recogimiento y amor que deben concurrir a formar la actitud del monje que
progresa en la vida espiritual», Dom Ryelandt, o. c.].
Si, olvidándonos de nuestra nada, nos presentamos ante Dios confiadamente, mas con poca
reverencia; o si, por el contrario, penetrados del temor de Dios, sentimos debilitada nuestra
confianza, no serán nuestras relaciones con Dios lo que realmente deben ser. El abajamiento de la
criatura no debe mermar la confianza de hijo, ni la cualidad de hijo debe hacerle olvidar la
condición de criatura y de pecador. Así entendida la humildad entraña en sí todo nuestro ser, y he
ahí por qué san Benito señala esa actitud del alma tan precisa y comprensiva, como una de las más
características de la vida espiritual.
No podremos entender la doctrina del santo Patriarca si antes no nos convencemos de que la raíz de
la humildad es la intensa reverencia del alma a Dios; de que esta reverencia nace de la
consideración de lo que Dios es y de lo que hace por nosotros en su doble carácter de Señor y
Padre; y de que esta doble reverencia mantiene al alma en la humillación que le conviene, como
criatura manchada por el pecado, pero al mismo tiempo la coloca por entero en un abandono lleno
de confianza y agradecimiento a la voluntad del Padre celestial.
En consecuencia, esta reverencia a Dios se extiende a todo lo que a Él se refiere, lo representa o lo
anuncia: la humanidad de Cristo y todos los miembros de su cuerpo místico. «No sólo debemos –
dice santo Tomás– reverenciar a Dios en sí mismo, sino también reverenciar en cualquier criatura lo
que es de Él, aunque con otra reverencia. Debemos, pues, someternos mediante la humildad a
nuestros prójimos por Dios» [II-II, q. 161, a. 3 ad 1. Santo Tomás añade con entera exactitud: «La
humildad propiamente se refiere al respeto que nace en el hombre al considerarse inferior; ahora
bien, cualquier hombre, si atiende a lo que es por sí solo, debe considerarse inferior a cualquier
prójimo en cuanto a la participación de Dios que hay en él» (a. 3 in corpore). Cfr. también a. 1 ad
5].
Cuando tenemos este humilde respeto a Dios, lo extendemos a todo lo «que es de Dios» en las
criaturas. No pudiendo el alma anonadarse completamente delante de Dios, por amor suyo, se pone
a los pies de las criaturas. En primer lugar reverenciaremos la santa humanidad de Jesucristo, que
merece el culto de adoración que se debe a Dios, porque está unida personalmente al Verbo. Viendo
a Jesús en la cruz, cubierto de sangre, hecho el escarnio de la plebe. Dejectum et novissimum
virorum (Is 53,3), le adoramos, porque es Dios.
Con las debidas proporciones, haremos del mismo modo con los miembros del cuerpo místico de
Cristo, porque, mediante su humanidad, Dios se unió a todo el linaje humano. El alma humilde, que
está llena de reverencia a Dios, ve en cada hombre que se presenta a ella como una representación
de Dios; y se dedica a servirle porque, en una u otra forma, ve en él a Dios. Este es el pensamiento
de nuestro bienaventurado Padre cuando manda «que inclinemos la cabeza y nos postremos delante
de los huéspedes, al llegar y al marcharse, adorando a Cristo, a quien ellos representan» (RB 53).
Esta es la actitud de la humildad: postrarse delante de los otros y servirlos con plena sumisión
porque reverenciamos en ellos tal o cual atributo divino, como, por ejemplo, el poder en los que
ejercen autoridad: «El verdadero motivo de la obediencia a toda autoridad constituida está en la
reverencia a los plenos derechos de Dios» [Dom Lottin, o. c.].
La humildad de que san Benito habla con tanta predilección es una habitual disposición del alma
delante de Dios: disposición que por nacer de la luz divina, excita en el alma una gran reverencia
mezclada de ilimitada confianza. Ella da a la piedad monástica su aspecto característico de grandeza
y la reviste de singular esplendor. El Espíritu Santo armoniza los dos sentimientos de temor y
piedad filial; y esa armonía hace que, por mucho que se humille ante Dios y el prójimo, el alma se
vea segura de la gracia divina que le viene de Jesucristo, en el cual encuentra todo aquello de lo cual
estaría, de suyo, desprovista. Esta invencible seguridad le comunica el mismo poder de Dios y hace
fecunda su vida. Sabe que sin Cristo nada puede hacerse (Jn 15,5); pero repite con la misma certeza
«que todo lo puede apoyada en Él» (Flp 4,13). En la humildad está el secreto de su fuerza y de su
vitalidad.

4. Grados de humildad establecidos por San Benito; los dos primeros se refieren también a los
simples cristianos
Debemos ahora recorrer, guiados por el santo Patriarca, los diferentes grados de esta virtud; después
indicaremos sus benéficos efectos, y los medios de fomentarla en nosotros.
El Doctor Angélico aprobó la disposición general de los grados de humildad tal como los ordenó
san Benito [II-II, q. 161, a. 6.]. Nuestro bienaventurado Padre habla primeramente de los grados de
la virtud interior, y establece como el primero el temor, la reverencia a Dios; y con mucha razón,
pues, como enseña santo Tomás, san Benito consideró la humildad, expuso su doctrina y ordenó sus
grados «según la misma naturaleza de la cosa» [Ibid., a. 6 ad 5.]. «Los actos externos –dice el
Príncipe de los teólogos– deben derivar de la disposición interna» [Ibid., a. 6.]; pero, añade, en la
misma humildad interna conviene fijar bien «el fundamento de la virtud, que es la reverencia a
Dios» [Ibid.]. El temor de Dios es, pues, el primer grado; sin él la humildad no puede nacer ni
conservarse. Del temor filial arrancan los otros grados de la virtud interior, la cual producirá los
actos externos.
El punto de partida es, pues, según el santo Patriarca, el respeto que debemos a Dios: «El primer
grado de la humildad consiste en que, teniendo el monje siempre presente el temor de Dios, no lo
eche jamás en olvido» (RB VII). Pero en el temor de Dios hay una gradación. ¿De qué temor habla
el santo Patriarca? No del temor servil, del temor al castigo, que es propio de esclavos, que excluye
el amor y ahoga la confianza; sino primeramente de un temor imperfecto con el cual se mezcla el
amor, y después del temor reverencial. Nuestro Señor nos dice que debemos «temer a Aquel que
puede condenar al alma y al cuerpo al infierno» (Lc 12,5): es un temor que nos estimula a velar
continuamente para evitar el pecado a fin de no desagradar a Dios que lo castiga; y es un temor
bueno.
La Escritura pone en nuestros labios esta oración: «Traspasa, Señor, mi carne con tu santo temor»
(Sal 118,120); y el Salvador lo intima a aquellos a quienes se ha dignado llamar amigos: «Os digo a
vosotros, amigos míos» (Lc 12,4). También nuestro bienaventurado Padre, que nos señala un ideal
tan alto y quiere llevarnos a tan sublime perfección inspirándose, como siempre, en el Evangelio,
empieza por infiltrarnos este temor.
Sin duda que, a medida que el alma progresa en la vida espiritual, a este temor sucede, como móvil
habitual, el amor; mas no debemos olvidarlo totalmente, pues es un arma que hemos de tener
siempre en reserva para la hora del combate, cuando el amor puede ser rebasado por la pasión. Sería
una piedad sentimental la que pretendiera fundamentarse sólo en el amor, y estaría llena de
presunción y peligro. El Concilio de Trento repite con insistencia que no estamos nunca seguros de
nuestra perseverancia final; y como nuestra vida es una continua prueba en la fe, jamás debemos
desprendernos del arma del temor de Dios.
Este temor imperfecto debe, sin embargo, acabar por convertirse habitualmente en temor
reverencial, cuyo último término es una adoración llena de amor. De este temor se ha dicho: «El
temor de Dios es santo y perdura eternamente» (Sal 18,10). Es la reverencia que, ante la plenitud de
las divinas perfecciones, siente toda criatura, incluso siendo ya hija de Dios, incluso la que ha sido
admitida ya en el reino de los cielos; reverencia «por la cual los ángeles, espíritus purísimos, velan
su cara ante el esplendor de la divina Majestad». «Adoran las dominaciones, tiemblan las
potestades» [Prefacio de la Misa]; reverencia de que está investida la misma humanidad de Cristo:
«Y lo llenará el espíritu del temor de Dios» (Is 11,3).
Cuando el gran Patriarca, en el Prólogo de su Regla, nos invita a entrar en su escuela, se propone
«enseñarnos, como a hijos, el temor de Dios» (Sal 33,12). Dios es un «Padre amoroso al cual
debemos escuchar con el oído del corazón, o sea con vivo sentimiento de amor, pues nos tiene
preparada una herencia gloriosa e inmortal de felicidad eterna». Pero san Benito nos recomienda
que no ofendamos con nuestras culpas «la bondad de este Padre» celestial que nos espera «porque
es piadoso», y que, en su gran amor, «predestina a los que le temen a ser participantes de su propia
vida» (RB, pról.). Este temor reverencial a Dios, «Padre de inmensa majestad» [Himno Te Deum],
debe ser habitual y constante, porque es una virtud, una disposición habitual, no un acto aislado.
«Repose continuamente en su corazón». De él, como de un exuberante tronco, nuestro
bienaventurado Padre hace derivar todos los otros grados de humildad.
Cada grado de la virtud interior es un paso hacia la adoración profunda de Dios, término final de
nuestra reverencia. Si tenemos, efectivamente, este respeto a Dios, a Él someteremos también
nuestra voluntad; y esto constituye el segundo grado. El verdadero temor de Dios obliga al hombre
a conocer lo que Dios le manda; porque sería una falta de respeto hacia Él no cuidarse de aquello
que nos prescribe. La voluntad de Dios es Dios mismo: si le tememos, por reverencia hacia Él
cumpliremos todos sus preceptos: «Dichoso el varón que teme al Señor y ama sus preceptos» (Sal
111,1). Reverenciaremos a Dios de tal manera que antepondremos su voluntad a la nuestra; le
inmolaremos el propio querer, que en muchas almas es el ídolo interior a quien constantemente
inciensa.
El alma humilde, que reconoce la soberanía de los derechos de Dios, provenientes de la plenitud de
su ser y de sus infinitas perfecciones, que conoce también la propia nada, la propia dependencia,
busca en la voluntad de Dios, y no en sí misma, los móviles de su vida y de su actividad; sacrifica
su querer al de Dios; acepta las disposiciones de la Providencia que le afectan, y no se engríe,
porque sólo Dios, santo y omnipotente, merece toda la adoración y sumisión: «La humildad mira
propiamente a la reverencia con la que el hombre se somete a Dios» [II-II, q. 161, a. 4, in c.].
Precisamente por cuanto reverenciamos a Dios y le honramos, nuestro espíritu se somete a Él»
[Ibid., q. 81, a. 7. Cfr. II-II, q. 29, a. 2.].

5. Grados esencialmente monásticos


Estos dos primeros grados de la humildad afectan substancialmente tanto a los monjes como a los
simples cristianos; pero san Benito nos los recuerda enérgicamente porque la perfección monástica
es el cristianismo íntegramente practicado.
El tercer grado es ya más elevado, y propiamente monástico: «El discípulo se someterá en todo al
superior». En virtud de la reverencia que siente hacia Dios y su voluntad, el alma admite que Dios
le intime su beneplácito por la voz de un hombre: «Pro Dei more», dice san Benito. Someterse a
Dios (segundo grado) es relativamente fácil; pero obedecer a un hombre en todo y por toda la vida
es mucho más difícil; se requiere mayor espíritu de fe y una más profunda reverencia a Dios para
verle en el hombre que le represente.
Dios quiere que, después de adorarle personalmente, le rindamos homenaje de sumisión en la
persona de un hombre por Él escogido para dirigirnos. Por imperfecto que sea tal hombre, ocupa el
lugar de Dios, y participa, por la autoridad, del atributo divino del poder: el alma se confía a él
porque Dios le comunica su soberanía. Como dice la beata Ángela de Foligno, «el alma lee el
nombre de Dios en el hombre que le representa» [Le livre des visions, c. LXIII.]; y dice a Dios:
«Eres tan grande y yo tan pequeña ante ti, que por tu amor y respeto acepto obedecer toda la vida al
hombre, débil como yo, que te representa». «La humildad, en cuanto que es una virtud especial,
dice principalmente sumisión del hombre a Dios, por el cual también se humilla para someterse a
otro» [II-II, q. 161, a. 1, ad 5: Humilitas secundum quod est specialis virtus praecipue respicit
subiectionem hominis ad Deum, propter quem etiam aliis humiliando se subjicit].
La humillación y adoración del alma ante Dios aumenta en el cuarto grado. El monje humilde, no
sólo acepta la economía divina que le exige ser dirigido por un semejante, débil e imperfecto, sino
que también se mantiene fiel en esta sumisión, por muchas que sean las dificultades que tenga que
soportar, por injurias y desprecios que haya de sufrir en el ejercicio de la obediencia, y todo «sin
murmurar, ni siquiera interiormente». La humildad se manifiesta aquí en forma de paciencia
heroica. ¡Qué contraste con el hombre soberbio que, persuadido de su propia perfección e
importancia, se irrita al menor reproche o reconvención y busca toda clase de excusas justificativas!
Y es precisamente a este grado de humildad a lo que nos hemos comprometido a aspirar el día que
profesamos nuestra Regla.
Si nos parece demasiado difícil perseverar en tan admirable paciencia, pongamos delante de
nosotros el divino modelo de su Pasión. Es Dios omnipotente, que posee toda perfección; y he aquí
que «se le escupe en la cara y no lo impide» (Is 50,6). Delante de Herodes calla, y es tratado de
loco: «Y Él nada respondía» (Lc 23,9). Se somete a Pilato que lo condena a muerte infame, porque
siendo Pilato gobernador de Judea, representaba, aunque pagano, la autoridad, que se deriva de
Dios: «No tendrías sobre mí poder alguno si de arriba no te fuere dado» (Jn 19,11). Jesucristo sufre
sin quejarse todos estos ultrajes por reverencia y amor a su Padre, que había prefijado todas las
circunstancias de la Pasión: «Como me lo ordenó el Padre» (Jn 14,31).
Otro tanto, en menor escala, hace el monje humilde. Acepta toda clase de humillaciones por respeto
a Dios. Donde ve el reflejo de la Majestad divina, lo respeta: se somete a Dios, cualquiera que sea la
forma en que se le presenta. «Y para mostrar que el siervo fiel ha de soportar por amor al Señor
todas las cosas, aun aquellas que le sean contrarias, la Escritura pone en boca de los que sufren: por
amor vuestro padecemos muerte todos los días».
Pero en estas circunstancias tan penosas a la naturaleza, el alma del religioso es sostenida por el
amor y la confianza: «Resiste, no cede, ni desfallece», porque tiene una esperanza firme, llena de
gozo espiritual y amor, que inunda su alma y le hace decir: «En todo esto triunfo por el poder de
Aquel que me ha amado».
Vemos, pues, cómo nuestro bienaventurado Padre, al tratar de la humildad, nunca separa la
confianza del hijo que, por la gracia de Cristo, espera invenciblemente en la bondad de su Padre
celestial, de la reverencia que le inspira su condición de criatura.

La sumisión monástica nos lleva también a revelar al superior el estado de nuestra alma; es éste el
quinto grado de humildad. El orgullo nos impulsa a ensalzarnos y a pretender la estima de los otros,
y por lo tanto a ocultarles nuestros defectos. Es, pues, un gran acto de humildad descubrir
voluntariamente a otro hombre el verdadero estado de nuestra alma. [La legislación eclesiástica
actual prohíbe a los superiores religiosos que en modo alguno induzcan a sus súbditos a
manifestarles sus conciencias. Pero no impide que los súbditos libre y espontáneamente lo hagan; y
aun añade el texto del Código Canónico que «será provechoso a los religiosos acercarse a los
superiores con filial confianza y, si éstos son sacerdotes, exponerles las dudas y angustia de su
conciencia», Can. 530 Código D. Canónico 1917]; y lo hacemos porque en él reverenciamos a Dios:
«Revela al Señor tus caminos y espera en Él» (Sal 36,5).
Notemos la exégesis que san Benito da a este texto. Es al Señor a quien la fe nos hace ver en el
superior y a quien descubrimos el estado de nuestra alma, seguros de que, si nos comportamos
como hijos, Dios se comportará con nosotros como Padre amoroso: «Y espera en Él». Éste es el
fruto de este grado de humildad: que Dios nos guía por un camino seguro y no podemos errar.
Mas para alcanzar este grado conviene que seamos muy sinceros con nosotros mismos delante de
Dios y de aquellos que le representan: «Revela». Debemos vigilar los movimientos del alma para
que no se nos deslice alguna mentira de actitud o de proceder; es menester que se pueda decir de
nosotros: «Que dice verdad en su corazón» (Sal 14,3). Debemos ser «veraces» en el íntimo
santuario de nosotros mismos delante de Dios, y veraces ante aquel a quien abrimos nuestro corazón
por amor a Dios: «Decir verdad de corazón y con palabras» (RB 4), dice nuestro bienaventurado
Padre.
Es éste un deber importante: no debemos permitirnos la menor falsedad, so pena de echar un velo
sobre nuestra conciencia, acabando por oscurecerla y cegarla si persistimos en no ser veraces.
Entonces nuestro Señor no podrá morar en nuestra alma como en un jardín predilecto, porque no le
mostraremos el corazón como es: nos faltará la luz de la humildad que nos enseña la nada que
somos delante de Dios.
Los dos últimos grados de la humildad interna son muy elevados. Conscientes de haber ofendido a
Dios, tan grande y lleno de majestad, y de haber merecido por nuestras culpas el estar bajo los pies
del demonio, nos contentamos con el último lugar y nos reputamos «como siervos inútiles e
indignos» (Lc 17,10), según el espíritu evangélico. Somos tan pequeños ante Dios; nuestras obras
son tan defectuosas, que no somos aptos para realizar nada sin la gracia de Jesucristo, que es lo
único que avalora nuestras acciones. Si prácticamente nos persuadimos que hacemos mucho, que se
nos debe tener consideraciones por tal o cual servicio, no hemos llegado todavía a alcanzar este
grado de humildad. San Benito, que conoce las almas, fulmina las más severas amenazas contra
aquellos que persisten en este orgullo. «Si –dice– entre los oficiales del monasterio hay alguno que
imbuido del espíritu de soberbia se cree que es de provecho para el monasterio, se le privará para
siempre de aquel «oficio»», para no exponer su alma a un peligro espiritual.
El séptimo grado de la humildad constituye el ápice de la virtud: «Juzgar sinceramente, en lo íntimo
del corazón, que es el último de todos los hombres» (RB 57). Lo aconseja san Pablo: «Cada uno en
su humildad repute a los demás como superiores» (Flp 2,3). Pocos son los que llegan a esta cima y
viven habitualmente en ella; es ciertamente un don divino. Para ello se requiere la luz del Espíritu
Santo, que, comunicando al alma una visión intensa de las perfecciones divinas, la mueva a
anonadarse hasta lo más profundo de su ser. Viendo entonces que ante la grandeza divina es
esencialmente pura nada, y considerando, en cambio, en los demás los dones de Dios, se pone
interiormente a los pies de todos [Santo Tomás, II-II, 161, a, 3, ad 2.].
Los que tiendan a este grado guárdense, en cualquier circunstancia, de tenerse por superiores a los
demás y de tratarlos con severidad; porque si Dios hubiera sido riguroso con nosotros y nos hubiera
tratado con estricta justicia, ¿qué sería de nosotros? Y ¿estamos seguros de nosotros mismos?
Porque debemos pensar también en las posibilidades de obrar mal que en nosotros existen. Aquel a
quien hacemos objeto hoy de nuestros desprecios, tal vez presto será mejor que nosotros. ¿No
seremos mañana peores que él? No estamos seguros más que de las disposiciones presentes; porque
en nosotros, pobres criaturas, hay un principio de inestabilidad y deficiencia que debemos combatir
siempre ayudados de la gracia y del ejercicio de la humildad.
Dígnese Dios permitirnos un poco de reposo, al menos con el pensamiento y el deseo sobre la
cumbre excelsa cuyo camino san Benito nos indicó, señalando sus etapas. Durante esta permanencia
en pleno ideal, nos convenceremos a la luz de la Verdad de que somos nada y que tenemos una
constante y esencial necesidad del auxilio divino.

6. Humildad exterior: su necesidad y sus grados


De esta humildad interior cuyos grados ascendentes san Benito acaba de exponernos, se derivan los
actos externos. La virtud reside principalmente en el alma [II-II, q. 161, a. 3, ad 3. Cfr., a. 1, ad 2, y
a. 6. Santo Tomás deduce de este principio que un superior puede tener en grado perfecto la virtud
de la humildad sin realizar exteriormente ciertos actos de humildad que no cuadran del todo con su
dignidad]. Por eso el santo Patriarca insiste primeramente en la humildad del espíritu. Pretender
aparecer humilde exteriormente cuando no se posee la virtud interior, o no se hacen esfuerzos por
adquirirla, es una simulación que tiene algo de farisaica, que san Benito manda evitar. [«No querer
que le tengan por santo antes de serlo, mas serlo, en efecto, para que puedan con verdad
llamárselo»: RB 4], por ser un gran orgullo, como dice, después de san Agustín, santo Tomás [II-II,
161, a. 1, ad 2.].
Debemos esforzarnos ante todo en adquirir la virtud interior. Cuando ella sea real, sincera y viva,
bien arraigada en lo íntimo de nosotros mismos, entonces se manifestará al exterior sin dificultad y
sin pretensiones; porque poseyendo la humildad del corazón, también el cuerpo, por la unidad
substancial de nuestro ser, se acomodará a las actitudes que por la reverencia adopta el alma delante
de Dios. La humildad exterior únicamente vale en cuanto es expresión verdadera de la humildad
interior, o un medio para excitarla. El hombre debe adquirir y expresar la humildad por los
movimientos del alma y del cuerpo. Ejercitémonos, pues, en actos externos de humildad aun cuando
no hayamos adquirido todavía un alto grado de la virtud interior.
A causa de la unión íntima del alma con el cuerpo, todo acto externo repetido con frecuencia, como
golpearse el pecho, tener los ojos bajos, arrodillarse para cumplir una satisfacción o penitencia,
repercute en el alma e influye necesariamente en la vida interior. «Cuando nos postramos –dice san
Agustín– a los pies de nuestros hermanos, esta humillación del cuerpo predispone y excita a nuestra
alma a humillarse interiormente, o si ya era humilde, a confirmarse en la humildad» [Tractat, in
Ioan., 58.]. Así, pues, si el cuerpo debe abatirse es para ayudar a adquirir o fortalecer la virtud
interior; de otra suerte sería fariseísmo querer aparecer humilde a los ojos de los hombres cuando el
corazón está dominado por el orgullo.
Conviene, sin embargo, mucha discreción en este punto, especialmente para aquellos que empiezan
la vida religiosa. La humildad no se adquiere en un solo día: los novicios no deben pretender pasar
súbitamente de las actitudes desenvueltas de un colegial a la de un extático. Aspiremos a la
humildad interna, que es la más importante, y ejercitémonos con discreción y fidelidad en la
adquisición de los grados externos.
Por otra razón es necesaria la práctica de la humildad externa; porque puede servir con frecuencia
de diagnóstico para conocer si la virtud existe realmente o si nos anima un secreto orgullo. Es éste
un punto de mucha importancia, ya que por este medio podemos conocer si somos interiormente
orgullosos, y es ya un paso hacia la humildad el saber que aún no la tenemos. Preguntemos al
orgulloso si piensa altamente de sí. Responderá negativamente con frecuencia; pero prácticamente
no podrá ocultarlo, porque de su secreto orgullo brotarán instintivamente, y muchas veces sin que
de ello se percate, actos que lo manifiestan.
Así veréis cómo el concepto exagerado que tiene de su valía le mueve naturalmente a procurar darse
a conocer, a imponerse, a obrar de manera distinta de los demás, cuando no a despreciarlos; a
singularizarse aun en las pequeñas cosas, a alabar su persona, sus ideas, su modo de proceder; y
como los fariseos dice: «Yo hago esto o aquello»; «no soy como los otros» (Lc 18, 12.). Apenas se
inicia una discusión alza la voz, habla siempre sin tolerar que se le contradiga; impone silencio a los
demás de modo imperativo. Todas estas son manifestaciones de orgullo, porque la palabra es el
reflejo del interior.
También el modo de reír manifiesta las disposiciones interiores. Se dirá: ¿Cómo la risa, tan propia
del hombre, puede ser contraria a la humildad? Nuestro bienaventurado Padre no la condena
absolutamente. Un monje huraño y habitualmente triste demostraría «que no corre en los
mandamientos de Dios con amplio corazón, con aquella dulzura de amor» (RB, pról.), que san
Benito promete a los monjes fieles; lo que él proscribe, y es natural, es la risa descomedida que
procede de una educación grosera y vulgar; es la risa irónica, que acentúa maliciosamente los
defectos de los demás, ridiculizándolos. Todo ello es contrario al espíritu cristiano y es indigno de
las almas que buscan a Dios y quieren ser templo del Espíritu Santo.
San Benito condena, además, la tendencia a reírse sin motivo, con algazara y sin ton ni son; la
tendencia a gastar bromas. Si consideramos bien que la humildad radica en la reverencia a Dios,
nacida del sentimiento de la divina presencia, comprenderemos por qué el santo Patriarca condena a
«eterna prohibición» (RB 6) esta maligna tendencia a las bromas, ruina del interior recogimiento.
Estos defectos no se hallan en el monje humilde, cuya alma está llena de respeto a la divina
Majestad, siempre presente. No intenta distinguirse de los demás, sino todo lo contrario; y, viendo
en la Regla la expresión de la voluntad divina, teme el desviarse de ella en lo más mínimo. No habla
por cualquier motivo, sabe «guardar silencio», que es la atmósfera propicia al recogimiento, «hasta
que es preguntado». Cuando ríe, «no lo hace alzando la voz como el necio» [«El que está dominado
del temor no levanta la voz, sino que se muestra triste y afligido». San Jerónimo. Epist. 13,
Virginitatis laus. P. L. XXX, col. 175]; porque la reverencia a Dios es opuesta, no a la alegría, sino
a la ligereza, a la disipación, a las manifestaciones ruidosas. Guarda en sus palabras la sobriedad
propia del sabio.
En fin, en todo su continente, en todo su obrar se transparenta sin afectación la humildad interior.
Visiblemente, su alma está bajo el dominio de Dios, la reverencia que siente hacia Dios le mantiene
«con los ojos bajos y la cabeza inclinada» [«El levantar los ojos es, en cierto modo, indicio de
soberbia, por cuanto excluye el respeto y el temor». Santo Tomás, II-II, 161, a. 2, ad 1.]
¿Por qué quiere san Benito que el monje que ha arribado a los últimos grados de la humildad y está
en posesión de una virtud sólida, se mantenga en la actitud de culpable? ¿Por qué el Santo, tan
mesurado siempre en las prescripciones, le pone constantemente –semper– sobre el corazón y sobre
los labios las palabras del publicano: «Señor, no soy digno de alzar los ojos al cielo»? Porque Dios
ha concedido a esta alma en la oración una luz radiante sobre la grandeza de sus perfecciones; en
esta luz ha visto su nada y las menores faltas le parecen manchas intolerables. El rayo divino la ha
iluminado; y en cualquier parte en que se encuentre, solo o con sus hermanos, en la oración o en la
huerta, sabe que la mirada de su Señor escudriña las reconditeces de su alma: vive en adoración y lo
manifiesta en todos sus ademanes.
«El sentimiento profundo de Dios en el alma le inspira humildad y confusión, pues recuerda que es
pecador. Con los consuelos y goces divinos el alma recibe la sabiduría y la gravedad» [Beata
Ángela de Foligno, Le livre des visions, c. XXVII, Lo inefable]. Basta ver un monje
verdaderamente humilde para comprender que la presencia de Dios, origen de su respetuoso
continente, le es familiar, y que posee un habitual sentimiento de gravedad conveniente a la divina
unión.
En todos estos detalles podríamos ver retratada la figura de nuestro glorioso Padre. Su primer
biógrafo, el papa san Gregorio el Magno, dice que su vida no fue más que la fiel aplicación de la
Regla. «Estaba lleno del espíritu de todos los justos»; con todo, hay virtudes que lo caracterizan
particularmente, siendo uno de sus rasgos más destacados un espíritu extraordinario de adoración y
de reverencia a Dios.
[«La gravedad de san Benito es esencialmente religiosa: porque resulta de su habitual y profundo
sentimiento de la presencia divina. Tiene siempre presentes sus responsabilidades, el valor de la
vida presente en relación con la eternidad, el amor de Cristo, los divinos Juicios. Toda esta vida
interior contribuye a que la gravedad sea en él un verdadero recogimiento del alma que se traduce
en las actitudes externas del cuerpo y en la conducta. Para san Benito la mirada fija en Dios, el
sentimiento de la relación íntima del hombre con Él, es lo que ahuyenta de la vida la ligereza no
menos que el diletantismo, y engendra la gravedad dulce y humilde, Dom Ryelandt, o. c.].
Leamos la santa Regla; toda está impregnada de sentimiento religioso: sea que trate del oficio
divino, o de la lectura del Evangelio, o del Gloria con que terminan los salmos, san Benito siempre
inculca la reverencia. Así también cuando habla de las relaciones con los hermanos y con los
huéspedes, y hasta cuando se cuida de los utensilios del monasterio, la «casa de Dios». Para nuestro
bienaventurado Padre, la vida monástica ha de estar penetrada de una atmósfera de reverencia
sobrenatural.
El santo Patriarca es modelo en todo lo que exige a sus monjes; basta fijamos en el retrato del
monje humilde que describe en el capítulo VII para reconocerlo. Su alma santa, tan unida a Dios,
tan agradable al Señor, de quien obtuvo milagros tan sonados y la admirable visión del mundo
entero, como concentrado en un rayo de luz, estaba inundada de celestial claridad; y en esta luz
sobrenatural conoció la nada de la criatura: «Pequeña es la criatura para quien contempla al
Creador» [San Gregorio, Diálog., 1. II, c. 35.]; veía en Dios la fuente única de todo bien, y que sólo
Él es digno de gloria; y sabiendo que todo procede de Dios, le daba fielmente toda alabanza y
honor.

7. Cómo la humildad se concilia con la verdad y se asocia a la confianza


Vamos ahora a tratar un punto de capital importancia: la humildad es la verdad.
Hay algunos que se imaginan que para ser humildes no deben reconocer en sí mismos los dones y
gracias que Dios les ha concedido. Hay personas «que –dice a este propósito santa Teresa– les
parece humildad no entender que el Señor les va dando dones. No honran con esto a Dios».
«Entendamos bien, –continúa la Santa–, bien, como ello es, que nos los da Dios sin ningún
merecimiento nuestro». ¿Qué hemos, pues, de hacer? Reconocer que sólo Dios es su autor y
principio: «Todo don perfecto procede de arriba, del Padre de las luces» (Sant 1,17), y darle gracias.
«Si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar. Y es cosa muy cierta, que mientras más
vemos estamos ricos, sobre conocer somos pobres, más aprovechamiento nos viene, y aun más
verdadera humildad… Digo, si andamos con llaneza delante de Dios, pretendiendo contentar sólo a
Él, y no a los hombres» [Vida, cap. X. Cfr también san Francisco de Sales, Introducción a la vida
devota, III parte, c. 5].
La verdadera humildad, por otra parte, no se engaña: no niega los dones de Dios: los usa; pero
devuelve la gloria a Aquel de quien los ha recibido. Así obró la Virgen María, escogida entre todas
las mujeres para ser Madre del Verbo encarnado. Ninguna criatura, después de la humanidad de
Jesús, tuvo tantas gracias como ella «Llena eres de gracia» (Lc 1,28). Indudablemente, era sabedora
de ellas, y cuando Isabel le da el parabién por su maternidad, no niega el inmenso don recibido;
antes bien lo reconoce como un privilegio único, como «cosas grandes» y tan maravillosas que
«todas las generaciones la llamarán bienaventurada». Mas si ella no niega estas gracias recibidas,
tampoco se gloría por ellas: todo el honor lo refiere a Dios, al Omnipotente que todo lo hizo: «Mi
alma engrandece al Señor» (Lc 1,46-49).
De este mismo espíritu proceden las enseñanzas de nuestro bienaventurado Padre: «Si viere algo
bueno en sí, atribúyalo a Dios y no a sí mismo» (RB 4). Podemos, pues, reconocer los dones divinos
que tenemos; no manda disimularlos, antes desea que los tengamos presentes: «Si viere algo bueno
en sí», así nos sentiremos «estimulados a emplearlos en servicio de quien nos los dio» (RB, pról.).
Solamente debemos procurar dar a Dios las más rendidas gracias.
Más explícitamente habla de esto en su Prólogo el santo Patriarca: «Los que buscan a Dios temen al
Señor (éste es el fundamento de la humildad) y no se envanecen por su regularidad. Los bienes que
ven en sí mismos no se los atribuyen, sino al Señor, al cual con el profeta glorifican, diciendo: «No
a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria» (Sal 113, 9). Y añade: «Así como el
apóstol san Pablo no se atribuía a sí mismo el éxito de su predicación cuando decía: «Por la gracia
de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10); y en otro lugar: «El que se gloría, gloríese en el Señor» (2
Cor 10,17).
El ejemplo de san Pablo, aducido por san Benito, es muy a propósito, porque ninguno como el gran
apóstol ha explanado mejor la doctrina sobre la humildad. Fue convertido e instruido por el mismo
Jesucristo, como un vaso escogido para evangelizar a los infieles; fue arrebatado al tercer cielo;
podía decir con toda seguridad que nada le separaría de Cristo. En la epístola a los Corintios leemos
la magnífica apología que hizo de su persona y de sus obras. Es ministro de Cristo con más derecho
que los otros; sufrió por el Señor más que ninguno; se ve constreñido a presentar un vivo cuadro de
sus trabajos y sufrimientos para defenderse de sus adversarios, falsos apóstoles. Hasta habla de las
visiones que tuvo en que «oyó palabras inefables que no es dado revelar».
Pero después de haber enumerado todos esos títulos de gloria, el Apóstol se revuelve contra el
prurito de la vanagloria que humanamente podía asaltarle: «Yo podría gloriarme de todo esto,
exclama; mas prefiero gloriarme de mi debilidad y achaques para que en mí resida la fortaleza de
Cristo» (2 Cor 11-12). Estas son palabras de humildad. El Apóstol no se gloría de sus múltiples
obras, de los padecimientos sufridos, de los trabajos llevados a cabo, de los dones recibidos, sino de
sus enfermedades y achaques.
No niega sus buenas obras, antes nos trazó de ellas un cuadro lleno de colorido como no lo había
hecho ningún otro apóstol; pero reserva para Dios toda la gloria: «La gracia de Dios ha operado
conmigo, y no en vano; mas sin ella nada hubiera hecho» (1 Cor 15,10). ¿Olvida los dones
recibidos? ¡Oh, no! «Por lo que a nosotros respecta –dice– hemos recibido el Espíritu que viene de
Dios, a fin de que conozcamos los dones que Dios nos ha hecho por su gracia» (1 Cor 2,12).
Reconoce estos dones para rendir gracias a Dios y a su Hijo Jesucristo.
Es de Cristo de quien todo lo espera; en su gracia pone toda su gloria; de ella espera la fortaleza y el
apoyo que necesita, «para que la virtud de Cristo perdure en él» (2 Cor 12,9). Su debilidad la alega
como un motivo para conmover al Corazón de Dios; cuanto más la siente, tanto más confía en el
poder de la gracia de Jesucristo: «Cuando estoy débil, entonces soy más fuerte» (2 Cor 12,10). Tal
es la actitud de la verdadera humildad.
Fomentemos en nosotros estos mismos sentimientos del Apóstol; gloriémonos en nuestras
debilidades, porque son un título para alcanzar la misericordia divina. Esta es la humildad: hacer
valer ante Dios nuestras miserias y flaquezas; y para ello reconocerlas y exponerlas al Señor. El
reconocimiento de nuestra miseria es el título que nos merecen las divinas larguezas. Si por la
gracia de Jesucristo pudiésemos llegar a obtener este conocimiento, que iluminaría nuestra
inteligencia y nos indicaría la actitud que debemos adoptar ante las perfecciones divinas; y si al
mismo tiempo, animados de confianza en la misericordia divina, nos echásemos amorosamente en
brazos de Dios, Él se olvidaría de nuestra indignidad, se uniría a nosotros y, no encontrando
obstáculos en un alma vacía de sí misma, la colmaría de sus dones y la enriquecería con las infinitas
riquezas de su Hijo. La humildad ensancha el abismo de nuestras flaquezas, para que podamos
recoger las sobreabundantes gracias de Cristo.
Vemos, pues, que la doctrina de la humildad, lejos de sumirnos en el desaliento, aviva la confianza.
«Es contrario a la humildad, observa santo Tomás, aspirar a cosas muy elevadas confiando en las
propias fuerzas; mas si se pone la confianza en Dios, puede uno arriesgarse a cosas muy difíciles sin
peligro de ensoberbecerse, especialmente si consideramos que tanto más nos elevamos a Dios
cuanto más profundamente a Él nos sometemos por la humildad» [II-II, q. 161, a. 2, ad 2].
También en esto el gran Doctor es un fiel eco de san Benito. Cuando nuestro bienaventurado Padre
considera la posibilidad de que la obediencia mande «casas imposibles», dice que debe recibirse el
mandamiento con sumisión y dulzura; y que si después de ponderarlo todo, ve el monje que lo
mandado excede a sus fuerzas, debe exponer las dificultades al abad; pero que si el superior persiste
en lo mandado, debe obedecer el monje, «confiando en Dios, persuadido de que le conviene y es
provechoso» (RB 68). Dios no abandona a un alma que así confía en Él y por su amor emprende el
cumplir aun las cosas «imposibles» que se le mandan.
Otro tanto debe decirse de los cargos y oficios para los cuales fuéremos designados por la autoridad.
El presuntuoso, aun sin las aptitudes necesarias, pretende los puestos más altos y conspicuos; el
falso humilde, por el contrario, recusa todos los oficios, aun aquellos que podría desempeñar bien.
Ambos pecan de exagerados. ¿Cuál es, pues, la actitud acertada? La que recomienda nuestro Padre:
aceptar los cargos por reverencia y amor a Dios; poner la confianza en Él solamente, sin omitir nada
de lo que se requiere para cumplirlos con la mayor perfección natural posible. Pues Dios tanto
rechaza al que presume de sí mismo («quien se ensalza será humillado») (Lc 14, 11), como prodiga
sus auxilios al que, conocedor de su propia debilidad, confía en el apoyo que le ha de venir del
cielo.
«Una cosa es –dice san Agustín– elevarse a Dios, y otra alzarse en contra de Él; al que se humilla
delante de Dios, Él le ensalza, como abate al que se levanta en contra suya» [Sermón 351, De la
utilidad de la penitencia].

8. El fruto más precioso de esta virtud es disponer principalmente al alma para la abundancia
de efusiones divinas y la caridad perfecta
El principal fruto de la humildad es hacernos gratos a Dios, de tal manera que la gracia, no
encontrando óbices en nosotros, sobreabunda y nos da seguridad de estar unidos a Dios por el amor:
es el estado de caridad perfecta.
Explicados los diversos grados de la humildad, san Benito concluye con una breve frase, de poca
importancia al parecer, pero que es harto profunda, digna de ser meditada. «El monje, después de
recorrer todos estos grados, llegará inmediatamente –nótese el adverbio inmediatamente– a la
perfecta caridad de Dios, la cual excluye todo temor».
Los escritores espirituales a veces no están acordes y titubean al establecer la jerarquía de las
virtudes. Una cosa, sin embargo, tienen por cierta: que la caridad es la reina de ellas. Pero la caridad
no puede subsistir en un alma sin la humildad, la cual, a causa de nuestro estado de naturaleza
caída, es condición indispensable de su ejercicio. La humildad no es, pues, la perfección, la cual
consiste en el amor de caridad que nos mantiene unidos a Dios y a su voluntad por Jesucristo.
Pero la humildad, como enseña santo Tomás [II-II, q. 161, a. 5, ad 4.], «es una disposición que
facilita al alma el libre acceso a los bienes espirituales y divinos». La caridad es una virtud más
noble, así como la perfección de un estado es más excelente que las disposiciones que lo preparan;
la humildad, sin embargo, apartando los últimos obstáculos que se oponen a la divina unión, es
principal desde este punto de vista. En este sentido, dice santo Tomás, constituye el fundamento del
edificio espiritual; es la disposición que precede inmediatamente a la caridad perfecta; sin ella, sin
su trabajo, no puede existir el estado de caridad, de unión perfecta con Dios, y menos todavía
subsistir.
[«Tratándose de la adquisición de las virtudes, la palabra «primero» puede tomarse en dos sentidos:
primero, en cuanto una virtud sirve para remover obstáculos; y, así considerada, la humildad debe
anteponerse a todas, porque nos libra de la soberbia, a la cual Dios resiste, y al suprimir la
hinchazón de este vicio convierte al alma en sumisa y expedita para recibir los influjos de la divina
gracia. Desde este punto de vista, la humildad puede llamarse el fundamento del edificio espiritual»
(a. 5, ad. 2). El santo Doctor demuestra en qué sentido puede decirse la fe la primera de las virtudes.
Cfr. La fe, fundamento de la vida cristiana, en Jesucristo vida del alma y más atrás, pág. 177. Véase
también en el primer apartado de esta conferencia la doctrina de san Bernardo sobre la humildad.
Dice, poco más o menos, lo mismo que san Benito: «¡Oh qué grande es la virtud de la humildad, a
la cual fácilmente se inclina la Majestad divina! Cómo sabe cambiar aprisa el respeto en amistad y
hacer que Dios, que estaba alejado de nosotros, se acerque pronto más y más! Cito reverentiae
nomen in vocabulum amicitiae mutatum est; et qui longe erat, in brevi factus est prope. (In Cantica,
XVIII, núm. 1)],
Aunque la humildad sea, en algún sentido, una disposición negativa, con todo es tan necesaria y
conduce tan infaliblemente a la caridad perfecta, que el edificio espiritual donde faltase estaría
expuesto a la ruina por falta de fundamento, mientras que quien la posee está seguro de llegar a la
unión con Dios. Así lo decía nuestro Ludovico Blosio, tan versado en la ciencia de la unión con
Dios: «Cuanto uno es más humilde, tanto más cerca está de Dios y próximo a la perfección
evangélica» [Canon vitae spiritualis, c. 7].
La recompensa sublime de la humildad es haber contribuido más que ninguna otra virtud a preparar
al alma para las divinas efusiones, a asegurar la perfecta unión con Dios. «Nada más excelente que
la vía unitiva –dice san Agustín– pero sólo los humildes pueden caminar por ella» [«Nada más
elevado que el camino de la caridad, y por él no pasan más que los humildes, (Enarrat. in Psalm.
CXLI, c. 7)]. «No se llega a Dios ensalzándose, sino humillándose».
Una mirada retrospectiva nos permite ahora ver cuán simple, segura y profunda es la vía indicada
por nuestro santo Patriarca para llegar a Dios. Quiere que por medio de la humildad, que proviene
de la reverencia a Dios, el monje acabe de destruir los obstáculos que le impiden la unión con Dios.
Cuando la humildad nos domina, no encontrando la acción del Espíritu Santo los impedimentos del
pecado ni el afecto a éste y a la criatura, es todopoderosa y fecunda.
Está bien notar cómo san Benito, después que sus hijos han subido a estos grados de humildad,
parece haber terminado su cometido, y llegado a la meta que se proponía; parece como que ya
abandona al discípulo a las mociones del Espíritu Santo; porque sabe que estando fundamentada en
el temor de Dios y esperándolo todo del auxilio del cielo, esta alma se halla enteramente abierta a
las divinas efusiones.
¡Feliz, mil veces feliz, el alma que ha llegado a este estado! Dios obra libremente en ella y la lleva
como por la mano a las alturas de la perfección y contemplación; porque desea nuestra santidad y
por naturaleza tiende a comunicarse, a condición de no encontrar obstáculos a sus dones y a su
acción: esta condición la realiza la humildad. «Dígnese el Señor, por la acción de su Santo Espíritu,
conducirnos a este feliz estado de perfecta caridad, después que ascendidos los varios grados de
humildad hayamos purificado nuestra alma de sus vicios y pecados».
Conclusión profunda y perfectamente justa de un capitulo maravilloso.

9. Medios de alcanzar esta virtud: la oración, la contemplación de las divinas perfecciones y la


meditación de las humillaciones de Jesucristo
No nos resta sino indicar algunos medios para obtener esta virtud tan indispensable.
El primero de todos es la oración; «primera y principalmente por el don de la gracia» [S. Tomás, II-
II, 161, a. 6, ad 2], porque un alto grado de humildad es un don de Dios, como lo es un alto grado de
oración. «El mismo Señor –escribe santa Teresa– la da de manera bien diferente de la que nosotros
podemos ganar con nuestras consideracioncillas, que no son nada en comparación de una verdadera
humildad con luz, que enseña aquí el Señor, que hace una confusión que hace deshacer» [Vida, c.
XV]. Dios, que desea infinitamente comunicarse a nosotros, acogerá la oración con que le pedimos
que remueva de nosotros el principal obstáculo que se opone a sus divinas efusiones.
Pidamos, pues, con frecuencia a Dios el espíritu de reverencia, que es la raíz de la humildad, y una
de las notas más características del espíritu de nuestro bienaventurado Padre: «Traspasa con tu santo
temor mis carnes». Supliquémosle nos dé a conocer, con la luz de su gracia, que Él lo es todo y
nosotros nada; un rayo de luz divina será más eficaz que todos nuestros razonamientos. La
humildad podría llamarse el reflejo práctico de nuestras conversaciones con Dios; el que no se
acerca muchas veces a Él por la oración, no tendrá la humildad en grado elevado. Si por una sola
vez se dignase Dios concedernos ver, a la luz de su inefable presencia, algo de su grandeza, nos
sentiríamos sobrecogidos de profunda reverencia hacia Él; habríamos adquirido ya el principio de la
humildad y nos bastaría guardar y mantener fielmente este rayo de luz divina para que la humildad
se desarrollase y perdurase en nosotros.
Contemplemos, pues, con frecuencia las divinas perfecciones, no como filósofos que buscan
satisfacer su inteligencia, sino en la oración y meditación.
«Créanme –dice santa Teresa– que con la virtud de Dios obraremos muy mejor virtud (habla de la
humildad), que muy atadas a nuestra tierra… Y a mi parecer, jamás nos acabamos de conocer si no
procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza
veremos nuestra suciedad» [El castillo interior, I Moradas, c. II, 8 y 9]. ¡Qué verdad es esto! La
consideración de nuestra miseria sólo puede producir un sentimiento pasajero de humildad, pero no
estaremos en posesión de la virtud, que es disposición habitual: la humildad nace sólo de la
reverencia a Dios, que es la única causa que puede engendrarla y hacerla virtud sólida y constante.
[«Para mantenernos en humildad es ciertamente útil considerar lo que somos. Viendo nuestra
miseria, nuestras deficiencias y manchas, nos situemos en el orden y en la realidad. Es, no obstante,
la consideración de Dios y sus perfecciones una fuente aún más límpida y copiosa para alimentar la
humildad». Dom Lottin, L’âme du culte, la vertu de religion, pág. 43].
Nosotros, los monjes, encontramos en la liturgia un precioso medio de conocer las perfecciones
divinas. En los salmos, que forman la trama del oficio divino, el Espíritu Santo nos la presenta a la
consideración con incomparable riqueza de expresión. A cada paso nos invita a admirar la grandeza
y plenitud de Dios; y si recitamos bien el oficio divino, el alma, poco a poco, se asimila estos
sentimientos expresados por el Espíritu Santo sobre las perfecciones del Ser infinito; y así nace y se
fomenta constantemente, bajo la luz celestial, esta reverencia a la soberana Majestad, reverencia que
es la fuente de la humildad.
Por último, uno de los medios más importantes es la contemplación de la humildad de Cristo y la
unión por la fe a las disposiciones de su sagrado. Corazón. ¿No nos dice que aprendamos de Él a ser
mansos y humildes de corazón? El venerable Ludovico Blosio escribe que «esta contemplación es
el medio más eficaz para librarnos de la plaga de la soberbia».
[«No hay remedio mas eficaz para curar las heridas de la soberbia que considerar con los ojos del
alma la pasión del Salvador. No en balde dijo el mismo Salvador: «Aprended de mí, porque soy
manso y humilde de corazón» (Canon vitae spiritualis, c. VII). Santa Teresa decía, por su parte (l.
c.): «Considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes». Véase san
Bernardo, Sermón de Epifanía, 1, 7].
«Cuando vi –dice la beata Ángela de Foligno– a qué extremo fue reducida la humanidad de Jesús,
comencé por primera vez a entrever la enormidad de mi orgullo» [Libre des visións, lib. I, c. 30].
Más de una vez, en el capítulo de la humildad, san Benito recuerda el ejemplo de Cristo; nos
recomienda su consideración para que en Él encontremos el modelo de esta virtud. Contemplemos,
pues, unos instantes al divino Salvador. En El la humildad nacía de la reverencia al Padre, porque su
alma, impregnada de luz celestial, veía las divinas perfecciones en su plenitud y de ello provenía
una reverencia intensa y perfecta. Isaías dice «que el Espíritu del Señor descansará sobre su Cristo»;
y el mismo Señor se aplicó estas palabras del Profeta. Pero hablando del temor de Dios, aun emplea
el Profeta palabras más expresivas: «Y le llenará el Espíritu del temor de Dios» (Is 11,2-3).
¿Qué temor podía inundar al alma de Jesús? No era el terror, porque no era merecedor de castigo;
no era tampoco el temor de ofender a Dios, puesto que era impecable, por gozar de la visión
beatífica. No podía ser otro que el temor reverencial, la adoración de la Majestad divina. Y aun
ahora, que la humanidad de Jesús reina «en la gloria del Padre», su alma continúa llena de
reverencia profunda; Cristo sigue siendo el grande y solo perfecto adorador de la Trinidad.
Este respeto era para Jesucristo el origen de la humildad. No olvidemos que Jesucristo no tenía
defecto moral o imperfección alguna que fuese motivo para humillarse. ¡Al contrario! Su
humanidad es la de un Dios: «No fue por usurpación», sino por esencia, «el ser igual a Dios» (Flp
2,6); en ella se acumulan «todos los tesoros de ciencia y de sabiduría, porque la habita
corporalmente la divinidad». Es admirablemente perfecto, y no sólo «nadie puede imputarle pecado
alguno», mas atestigua con verdad que «siempre hace lo que es grato al Padre». ¿Qué perfección
habrá que pueda compararse a la suya? «Es el Pontífice santo, inmaculado, elevado en santidad por
encima de los mismos cielos»: en Él no existe debilidad moral alguna.
Era, sin embargo, una humanidad creada, y como criatura se anonadaba en la presencia de Dios con
infinita reverencia. Por reconocer los derechos soberanos del Padre, «se ofrece a Él con una
sumisión perfecta y total, hasta aceptar la misma muerte» (Flm 7). Sufre por nosotros todas las
humillaciones; los judíos le llaman endemoniado» (Jn 8,48 y sigs.): le acusan de obrar milagros
«con el poder de Beelzebú, príncipe de las tinieblas» (Lc 11,55); varias veces intentaron apedrearlo.
Cuando llega su Pasión, Él, que es eterno, Dios de Dios, omnipotencia y sabiduría infinita, «fue
saciado de oprobios» (Lam 3,30). Es maniatado como un malhechor, acusado por falsos
testimonios, abofeteado por un criado delante del Tribunal, y cubierto de salivazos. Llevado
después a Herodes, le visten con un ropaje de burlas, en presencia de una soldadesca grosera y
brutal y de un hombre que le desprecia (Lc 23,11).
¿Quién imaginaría tantas humillaciones? ¡Un Dios que gobierna cielos y tierra con su poder y
sabiduría, tratado de insensato, de rey de burlas, hecho befa de todos! Si nosotros tuviéramos que
sufrir la más mínima de estas humillaciones, ¿qué diríamos? ¿Seríamos tan magnánimos que, como
desea san Benito, «lo tolerásemos con paciencia y en silencio»? Al escribir estas palabras,
ciertamente nuestro bienaventurado Padre pensaba en Jesucristo, saciado de insultos durante su
Pasión: «y Jesús callaba» (Mt 26,63). Cristo permanecía en silencio exteriormente, pero en su
corazón repetía las palabras proféticas del Salmista: «No soy hombre, sino un gusano de la tierra;
soy el oprobio de la humanidad y el desecho del pueblo» (Sal 21,7).
¿Por qué todas estas humillaciones? ¿Por qué rebajarse a tales excesos? Por expiar nuestro orgullo y
nuestro amor propio. Para darnos ejemplo de humildad. «Jesucristo no dice: aprended la humildad
de los Apóstoles, de los ángeles, no; sino: aprendedla de Mí; mi Majestad es tan alta como profunda
es la humildad que me hace abajar hasta al abismo» [Beata Ángela de Foligno, l. c., c. LXIII. Todo
el capítulo merece ser leído].

10. Cristo asocia al alma humilde a sus celestiales exaltaciones


Si contemplamos, pues, con frecuencia a Jesucristo en su Pasión, y nos unimos a Él por la fe,
participaremos de sus sentimientos de humildad, de reverencia al Padre, de abandono a su voluntad.
No olvidemos tampoco esta verdad tan profunda: que la santa humanidad de Cristo no tenía poder
sino por el Verbo, al que estaba unida; de ella no provenía el móvil de ninguna acción: todo impulso
le venía de la divinidad; y aunque sus operaciones eran verdaderamente humanas, por ser su
naturaleza humana perfecta, su valor les venía sólo de la unión de la humanidad con el Verbo. La
humanidad refería a la divinidad la gloria de todas sus acciones, admirablemente santas.
Lo mismo debe ocurrir en nosotros en la actividad espiritual. Ya que nada podremos por nosotros
mismos, humillémonos a la consideración de las divinas perfecciones y penetrémonos de
reverencia. Pongamos después toda nuestra confianza en nuestra unión con Jesucristo por la fe y el
amor. En Él, con Él y por Él somos hijos del Padre celestial. Tal es el origen de esta confianza, la
cual contrapesa nuestro rebajamiento, para que no degenere en una humildad imperfecta o sea causa
de desfallecimiento.
Pensar que, aun unidos a Cristo, somos incapaces de obrar bien es desconocer la grandeza de sus
méritos; es entregarse a la desconfianza espiritual y a la desesperación, que son frutos del infierno.
La verdadera humildad «no nos inspira la confianza propia como algo nuestro»: «No podemos por
nosotros mismos pensar algo bueno»: «Nuestra fortaleza proviene de Dios» (2 Cor 3,5) que en el
orden natural y en el sobrenatural «nos comunica el ser, la vida y el movimiento» (Hch 17,28). Y
este poder se extiende a todo, porque nuestra confianza en los méritos de Jesucristo es inmensa e
ilimitada: «Todo lo puedo». San Pablo no niega que se siente fuerte y valeroso; pero afirma que su
energía le viene de Jesucristo: «En Aquel que me fortalece» (Flp 4,13). La gloria de Cristo está
precisamente en cambiar nuestra debilidad en fortaleza, dando honor a su gracia: «Te basta mi
gracia, porque el poder mío compone su eficacia por medio de la flaqueza» (2 Co 12,9).
Cuanto más nos sentimos miserables, tanto más la gracia puede obrar y manifestarse en nosotros;
porque es tanto más poderosa cuanto más convencido está el hombre de no poder hacer nada sin
ella. Por esto san Pablo, que tanto procuraba ensalzar a Jesucristo, se gloriaba de sus flaquezas y
enfermedades para que apareciese la gracia de Cristo con más esplendor, se manifestase el triunfo
con más realce y el honor fuese únicamente todo entero para Aquel que es nuestro Dios: «A fin de
que se celebre la gloria de su gracia» (Ef 1,6).
Los orgullosos, que pretenden encontrar su poder en sí mismos, cometen el pecado de Lucifer, que
decía: «Me elevaré, y pondré mi solio en los cielos, y seré igual al Altísimo», y como Lucifer serán
abatidos y lanzados al fondo del abismo: «El que se ensalza será humillado» (Lc 14,11). ¿Qué
diremos, pues, nosotros? Confesaremos que sin Cristo, como El tiene dicho, nada bueno podemos
hacer: «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5). Confesaremos que con Jesús y por Jesús es como
podremos llegar a la santidad y entrar en el cielo. Digamos a Cristo: «Maestro: soy pobre,
miserable, desnudo, enfermo: de esto estoy cada día más convencido; si Tú, Señor, en ciertos
momentos me hubieses tratado como merecía, estaría ahora bajo el yugo del demonio; pero sé que
eres tan inefablemente poderoso como bueno; sé que en Ti están todos los tesoros de santidad que
los hombres pueden desear; y sé también que no rechazas al que va a Ti. Por esto, mientras te adoro
desde lo más profundo de mi alma, confío en tus méritos y satisfacciones. Por miserable que sea, Tú
puedes enriquecerme con tu gracia y elevarme hasta Dios para hacerme semejante a Ti y partícipe
de tu eterna felicidad».
Estos sentimientos reavivan al alma en medio de su anonadamiento y la inducen a entregarse con
amor, fervor y alegría a todo lo que Cristo pide de ella, por penoso que sea: y cuando provienen de
lo más íntimo del corazón, glorifican a Dios, porque reconocen y proclaman la plenitud de poder
que el Padre ha dado a su muy amado Hijo Jesucristo: «Todo lo puso en su mano» (Jn 3,35). No
olvidemos que el deseo más grande del Padre es que su Hijo sea glorificado: «Le he glorificado ya,
y le glorificaré todavía más» (Jn 12,28). Ahora bien, el mejor medio de dar gloria a nuestro Señor
consiste en reconocer con toda verdad que Él es la fuente de la gracia, el único santo, único
Salvador y mediador único, al cual se deben el honor y la gloria en unión del Padre y el Espíritu
Santo.
La verdadera humildad es la única que puede tributar a Dios y a Jesús este homenaje, porque sólo
las almas humildes sienten la necesidad de los méritos de Cristo y tienen fe en Él; mientras que la
soberbia y la falsa humildad no pueden fomentar tales sentimientos. El orgullo lo espera todo de sí
mismo y no siente la necesidad de recurrir a Cristo; y la falsa humildad se declara incapaz de todo,
aun en presencia de la gracia, con lo cual hace injuria a los méritos de Jesús; lleva al
desfallecimiento al alma, sin glorificar a Dios.
Jesucristo dijo: «Cuando sea elevado de la tierra en la cruz, atraeré hacia mí a todos los que crean»
(Jn 3,32). Los que miraban la serpiente de bronce en el desierto se salvaban. De igual manera, a los
que con fe y amor estén pendientes de mi mirada los atraeré a Mí y los ensalzaré hasta el cielo, por
numerosas que sean sus culpas, flaquezas e indignidades. Yo que soy Dios, consentí, por amor
vuestro, ser suspendido en una cruz como un malhechor; y a cambio de esta humillación tengo el
poder de llevar conmigo a los esplendores del cielo, de donde salí, a todos los creyentes. Bajé del
cielo y allá vuelvo, pero en compañía de los que en Mí confían y esperan en mi gracia. Esta gracia
es tan poderosa que puede uniros a Mí indisolublemente, de tal manera que «nadie puede arrebatar
de mis manos lo que el Padre me ha dado, y Yo, por pura misericordia, rescaté con mi sangre
preciosa» (cfr. Jn 10,29).
¡Qué consuelo para el alma humilde la seguridad de participar un día de la exaltación de Jesucristo,
mediante los méritos del Señor! San Pablo nos habla en términos sublimes de este encumbramiento
de Jesús, premio a su humillación. «El Cristo se anonadó… y por eso Dios le ensalzó sobre todos,
dándole un nombre superior a todo nombre, para que toda rodilla se doble delante de Jesús, en la
tierra, en el cielo y en el infierno, y toda lengua confiese que vive ahora en la gloria del Padre» (Flp
2,7.9).
Fijémonos en la expresión «por eso». Jesucristo fue encumbrado porque se humilló; se abatió hasta
sufrir la ignominia de una muerte afrentosa; «por eso» Dios ensalzó su nombre sobre lo más alto de
los cielos. Desde entonces no hay otro Nombre, fuera del suyo, que sea nombre de salvación (Hch
4,12): es un Nombre único; sublime es la gloria, y soberano el poder de que goza el Hombre-Dios
sentado a la diestra del Padre en los esplendores de la eternidad. Todos los elegidos se postran ante
Él con la más profunda adoración y cantan sin cesar: «¡Nos has rescatado de todo pueblo, nación y
tribu: honor a ti y alabanza, gloria y poder te sean tributados, Cristo Jesús» (cfr. Ap 5,9; 7,12). Este
incomparable triunfo es el fruto de una humildad inmensa.
Aquí encontramos toda la doctrina de nuestro Padre san Benito. Él nos enseña que para llegar a esta
«celestial exaltación», en la cual el alma es absorbida por Dios, debemos descender a los
abatimientos de la humildad. En esta vida mortal la humildad nos lleva por la renuncia del pasado
«a la plenitud de la caridad». A medida que el alma progresa en la humilde sumisión, se va
elevando a la unión divina, a la gloria celestial. La ley que san Benito nos recuerda en el principio
del capítulo es la que el mismo Jesucristo, nuestro modelo, nos trazó. Realizóse admirablemente en
Él; afecta, sin embargo, a todos los miembros de quienes Él es cabeza. Jesucristo prepara un lugar
en su reino sólo a aquellos que en la tierra participaron de sus humillaciones divinas: «El que se
humilla será ensalzado».

XII. El bien de la obediencia


La expresión práctica de la humildad es para el monje la obediencia
El fundamento de la vida espiritual, según hemos visto en san Benito y santo Tomás, lo constituye,
en cierta manera, la humildad, ya que esta virtud es la disposición necesaria y previa para que se
establezca en el alma el estado de caridad perfecta. «Llegará pronto al perfecto amor de Dios» (RB
7).
Pero, como san Benito lo demuestra, la expresión práctica de la humildad es para el monje la
obediencia. Cuando el alma está impregnada de reverencia para con Dios, se somete de buen grado
a Dios y a quienes le representan, por cumplir en todo su voluntad: «La humildad propiamente mira
a la reverencia por la cual el hombre se somete a Dios… en atención al cual se humilla para
someterse a otros» [Santo Tomás, II-II, q. 161; a. 3; a. 1 ad 5]. En esto consiste precisamente la
obediencia. Esta virtud es el fruto y la corona de la humildad.
[«La consideración de las perfecciones de Dios es inseparable de la de sus derechos. Y siendo ello
así, ¿no es justo que, si Dios ejerce sus derechos imponiendo leyes, le corresponda el hombre
sometiéndose con una sumisión activa? Será, pues, la obediencia hija primogénita de la humildad,
que tendrá por misión imponernos la sumisión, no sólo a Dios, sino a los superiores y a los sucesos,
en cuanto en ellos reconocemos un reflejo de las perfecciones y de los inalienables derechos del
Creador» (Dom Lottin, L’âme du culte, la vertu de religion, página 44)]. «La obediencia, decía el
Padre eterno a santa Catalina de Siena, es la nodriza que alimenta a la humildad; y sólo se es
verdadero obediente siendo de veras humilde, y viceversa… La humildad es inseparable de la
obediencia; ésta procede de aquélla y moriría de inanición si no fuese nutrida por ella… La
obediencia no puede vivir en un alma en que no se encuentre esta hermosa virtud de la humildad»
[Diálogo, t. II].
La obediencia, entendida así, es la que acaba de apartar los obstáculos que se oponen a la divina
unión. La pobreza nos desembaraza de los peligros de los bienes terrenales. La «conversión de
costumbres» reprime las tendencias de la concupiscencia y tiende a eliminar, en general, todo lo que
sea imperfección. La humildad, ahondando más, refrena la propia estima en lo que tiene de
desordenado. Sin embargo, queda algo más que inmolar, y es la propia voluntad, el reducto del
«yo»; pero abatido éste por medio de la obediencia, nada queda ya por ofrendar: el alma lo ha dado
todo; Dios puede en adelante ejercer en ella su acción en toda su plenitud, sin obstáculos de ningún
género.
Por la perfecta obediencia, el hombre vive en la verdad de su deber y de su condición; por eso es
una virtud fundamental sumamente agradable a Dios. Teniendo Dios la plenitud del ser, sin
necesidad de nada ni de nadie, creó libérrimamente al hombre, por amor. De este hecho primordial
derivan nuestras relaciones con El y nuestra dependencia absoluta como criaturas, porque «en Él
tenemos la vida, el movimiento y el ser» (Hch 17,28).
Por consiguiente: no reconocer esta condición de absoluta dependencia de Dios sería rebelamos
contra la ley eterna. Del fondo de la criatura brota esta exclamación: «Venid, adorémosle» (Sal
46,6-7). ¿Y por qué? «Porque es nuestro Dios y creador». Como criaturas racionales debemos
manifestar nuestra dependencia por actos de adoración y sometiéndonos por obediencia. Esta
obediencia la vemos reclamar por Dios en toda la historia del linaje humano, en cada página de la
Biblia. Los grandes santos del Antiguo Testamento resplandecían por esta obediencia; todos
repetían como Abraham, el padre de los creyentes: «Heme aquí» (Gén 22,1-11). Jesucristo aparece
en la tierra para hacernos hijos de Dios; desde ese momento nuestra obediencia adquiere un aspecto
distinto: es una obediencia llena de amor sin que este sello especial la despoje de su carácter
fundamentalmente humilde y rebosante de religiosa reverencia.
Si la obediencia es sumamente grata a Dios, no es menos provechosa al alma. Es Dios dueño
absoluto en un alma que obedece; reina en ella como señor, pero como señor que la colma de
gracias y beneficios.
La obediencia es pronunciada en último término en nuestra fórmula de profesión monástica; con
todo, es el voto de más preeminencia. Estudiemos dónde tiene, pues, su origen; cuál sea su
naturaleza, de qué calidades ha de revestirse y de qué desviaciones hay que preservarla.

1. Cristo conduce de nuevo la humanidad al Padre por su obediencia; el cristiano debe


asociarse a esta obediencia para llegar a Dios
La obediencia nos es tan necesaria a los monjes porque resume todos los medios que tenemos de
buscar a Dios. Por este solo fin venimos al monasterio y en él permanecemos: «buscar a Dios» y
tender a El con todos los esfuerzos de nuestra vida, siguiendo a Jesucristo, único conductor de la
humanidad al Padre: «Yo soy el camino: nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Esta obra de
gigante la ejecuta por la obediencia, cuya senda también nosotros debemos recorrer.
Contemplemos por unos momentos a Jesucristo, el modelo perfecto de santidad: «Tú sólo santo,
Jesucristo» [Gloria de la Misa], y veremos que la primera disposición de su alma santísima, que las
agrupa todas, es una obediencia amorosa al Padre.
Esto lo enseña explícitamente san Pablo, revelándonos el secreto divino encubierto a los otros
Apóstoles, el primer movimiento del corazón de Cristo. Se encarna el Verbo para glorificar a su
Padre y salvar a la humanidad mediante su gracia. Y, ¿cuál es la disposición fundamental que
caracterizará toda su obra? La obediencia: «Al entrar en el mundo, dice: «Heme aquí, oh Dios, para
cumplir tu voluntad» (Heb 10,7). El alma de Jesús contempla las divinas perfecciones, la soberanía
infinita de Dios, la majestad de su ser; y en un acto de profunda reverencia, de adoración y
dependencia, se abandona toda entera al cumplimiento de la voluntad de su Padre eterno. Este acto
de obediencia plena y perfecta, por el cual aceptaba el doloroso programa de su vida, de los
sufrimientos, humillaciones y dolores de su pasión y muerte, es el primer acto que ha realizado, y
con él compromete y resume de antemano toda su existencia.
Tras este primer acto, le vemos «lanzarse a la carrera, como gigante» (Sal 18,6), por el camino que
el Padre le ha trazado. En ese camino todo está ordenado por la obediencia y todo procede de esta
primera donación que ya jamás retirará el Salvador. Dirá que no ha venido a cumplir «su voluntad,
sino la del Padre que le envió» (Jn 6,38); y la obediencia constituye de tal ma-nera el fondo de su
vida que la llama su alimento: «Mi manjar es hacer la voluntad de Aquel que me envió» (Jn 6,34).
Durante treinta años obedece a dos criaturas, María y José: «Les estaba sometido» (Lc 2,51). A
pesar de la trascendencia de su divinidad y de ser el supremo legislador, no sujeto a las leyes, ¿qué
dice Jesucristo? Que «no pasará ni una jota ni un ápice de la ley sin cumplirla» (Mt 5,18). Y,
efectivamente, le vemos en todo pendiente de la voluntad del Padre: «Siempre hago lo que le
agrada» (Jn 8,29), y acepta resignadamente la pasión, porque ésta es la voluntad paterna: «Como me
lo ordenó el Padre, así lo hago» (Jn 14,31).
Y es de ver cómo en sus sufrimientos es donde más expresivamente se manifiesta su obediencia.
Durante la terrible agonía de tres horas, la parte sensible de su ser se llena de terror ante el cáliz de
amargura: «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz»; pero su voluntad se somete a las
disposiciones divinas: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,41). Le arrestan como si fuera
un malhechor; podría fácilmente librarse de sus enemigos, a quienes postra a sus pies con una sola
palabra (Cfr. Jn 18,6); podría rogar a su Padre que le enviara legiones de ángeles; pero quiere ante
todo que «se cumpla la voluntad de su Padre, expresada en las divinas Escrituras» (Mc 14,49).
Por esto se entrega a sus mortales enemigos. Obedece a Pilato, aunque pagano, porque representa la
suprema autoridad (Jn 19,11); obedece a sus verdugos; y a punto de expirar, para dar cumplimiento
a una profecía, exclama que tiene sed: «Después, sabiendo Jesús que todo se había cumplido, a fin
de realizar la profecía, dijo: «Tengo sed» (Jn 19,28). Muere cuando todo se ha cumplido con una
obediencia perfecta: «Dijo: Todo se ha cumplido, e inclinada la cabeza entregó su espíritu» (Jn
19,30). El «todo se ha cumplido» es la expresión más verdadera y adecuada de toda su vida de
obediencia: como un eco del «Heme aquí» de la Encarnación. Son dos gritos de obediencia, y toda
la vida terrenal de Jesucristo gira en torno de estos dos polos.
Ahora bien: nos enseña el Apóstol que, así como por la desobediencia de Adán nos hicimos todos
pecadores, por la obediencia de Jesucristo somos justificados y salvos. ¿Cuáles son los dos factores
de la ruina y de la salvación del humano linaje? Una grave desobediencia y una obediencia heroica;
así lo dice san Pablo, el heraldo de Cristo: «Pues, a la manera que por la desobediencia de un solo
hombre fueron muchos constituidos pecadores, así también, por la obediencia de uno solo, serán
muchos constituidos justos» (Rom 5,19).
Esta obediencia de Cristo fue el medio ordenado por Dios y aceptado por Jesús para salvar al
mundo y restituirle la herencia celestial; era una expiación de la desobediencia de Adán, nuestro
primer padre; y nosotros vamos a Dios uniendo nuestra obediencia a la de Jesucristo, convertido en
cabeza y caudillo nuestro. Todas las consecuencias del pecado de Adán han recaído en nosotros
porque fuimos solidarios de su culpa; tenemos asimismo parte en todas las bendiciones que
dimanan del alma santísima de Cristo cuando participamos de su obediencia.
Toda la economía del plan divino en la obra de nuestra santificación se reduce para nosotros a un
estado de obediencia. Cuando el Padre envió su Hijo a la tierra, ¿qué dijo a los judíos? «He aquí a
mi Hijo muy amado: oídle» (Mt 17,5). Como si dijera; «Haced lo que Él os ordene: obedecedle; es
todo lo que os exijo para devolveros mi amistad». Por lo mismo, «dio todo su poder al Hijo» (Jn
3,38) y quiere que «todo le esté sometido» (Sal 8,8). El Padre glorifica al Hijo, constituyéndole jefe
único del reino de la gracia y de la gloria: «Y yo he sido constituido Rey por Él, sobre Sión, su
monte santo» (Sal 2,6); y nosotros nos apropiamos este designio de Dios mediante nuestra entera
obediencia a Jesucristo.
Cristo abandonó la tierra y retornó al cielo. ¿Qué hizo para que podamos reconocerle como Jefe?
Estableció la Iglesia y le traspasó sus poderes: «Se me ha dado todo poder en la tierra (Mt 23,18-
20); en virtud de este poder, que el Padre me concedió y yo delego en vosotros, enseñad a todas las
naciones a guardar mis preceptos. «Quien os escucha, a mi me escucha; y quien os desprecia, me
desprecia a mí». La Iglesia está investida de la autoridad de Cristo; habla y legisla en nombre de
Jesucristo; y la esencia del catolicismo consiste en la sumisión de la inteligencia a las enseñanzas de
la Iglesia y en el acatamiento de la voluntad a la autoridad de Cristo ejercida por la misma Iglesia.
En esto está la diferencia entre católicos y protestantes más que en el número de verdades que
admiten los unos y rechazan los otros: pues hay protestantes que aceptan materialmente casi todos
nuestros dogmas, y, no obstante, son protestantes hasta la medula. La divergencia es más profunda
y radical: estriba en la sumisión del entendimiento y de la voluntad a la autoridad viviente de la
Iglesia, que enseña y gobierna en nombre de Cristo.
El católico acepta los dogmas y acomoda a ellos su conducta porque ve en la Iglesia y en su cabeza,
el sumo Pontífice, a Cristo, en nombre del cual enseña y gobierna. El protestante admite tal o cual
verdad, porque con su talento personal la descubre o se imagina encontrarla; proclamando el libre
examen, no admite magisterio ajeno; examina la Biblia a la sola luz de la razón; selecciona en ella
las verdades; dotado cada cual de la facultad de elegir, se considera sumo pontífice de sí mismo.
Mientras el protestante admite, el católico cree: ve al mismo Cristo en la Iglesia, y cuando ésta
habla se somete dócil y humildemente, como si fuera la persona de Cristo.
Recordemos la escena del Evangelio descrita por san Juan en el capítulo VI. Jesús habla a la
multitud, a la cual había alimentado milagrosamente el día antes, y le anuncia el pan eucarístico:
«Yo soy el pan de vida, descendido del cielo; el que lo come vive perennemente». Mas el auditorio
se divide en dos grupos. Unos quieren razonar: son los protestantes. «¿Cómo sucederá esto?» Pero
Jesús no atiende a esas razones, y lejos de explicar sus palabras se reafirma con más insistencia:
«En verdad os digo: quien no come mi carne y no bebe mi sangre no alcanzará la vida eterna». Se
les hace «incomprensible este lenguaje», y abandonan a Jesús.
Otro grupo hay, formado por los Apóstoles; no entienden mejor las palabras de Cristo, pero tienen
fe en lo que dice, permanecen adictos a Él y dispuestos a seguirle en todo: «Señor, ¿a quién iremos?
Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,4-69).
Tal es la actitud que conduce a la salvación: escuchar a Cristo, oír a la Iglesia, aceptar su doctrina,
someterse a sus decisiones; quien la desprecia, desprecia a Cristo.
Por eso los protestantes no forman parte del rebaño de Cristo: son ovejas sin pastor que se guían por
su capricho; y porque no oyen la voz del Pastor, Cristo no las reconoce por suyas. «No sois ovejas
de mi aprisco» (Jn 10,26).
La obediencia del entendimiento y de la voluntad es, pues, para el cristiano el camino de la
salvación: «Quien os escucha, me escucha a mí» (Lc 10,26); «quien me sigue no anda en tinieblas,
sino que tiene luz de vida» (Jn 8,12). Somos hijos del Padre celestial si escuchamos a su Hijo Jesús
y obedecemos en la tierra a Cristo en la persona de la Iglesia. Tal es la economía sobrenatural,
establecida por Dios mismo; fuera de este camino de la obediencia inspirada en la fe no es posible
la salvación. Esto enseñó el Padre eterno a santa Catalina de Siena cuando le decía que «nadie
puede alcanzar la vida eterna si no es obediente. Sin la obediencia queda uno fuera porque es ella la
llave que abre la puerta que la desobediencia de Adán tenía cerrada» [Diálogo de la obediencia, cap.
I].

2. También para el monje la obediencia es el camino que le lleva a Dios


Si esto es tan cierto respecto del cristiano, a fortiori lo será para el monje. Jesucristo devuelve la
humanidad al Padre por su obediencia; todo hombre debe unirse a Cristo obediente para encontrar a
Dios. En esto, como en lo demás, Cristo no quiere obrar separadamente de su cuerpo místico; el
cristiano debe participar de la obediencia y aceptarla en unión con su cabeza divina.
Tal es la doctrina de nuestro santo Legislador, que es la misma de Jesucristo y de san Pablo. Sus
palabras son un eco fiel del Evangelio y de las enseñanzas del gran Apóstol. Desde el principio del
Prólogo nos señala la meta: «volver a Dios». Nos indica también el medio: «por la obediencia», ya
que por el vicio contrario nos habíamos alejado de Él. «A ti, pues –añade–, se dirige mi palabra,
cualquiera que seas, que renunciando a tu propia voluntad por servir a Jesucristo, verdadero Rey y
Señor, empuñas las fortísimas y brillantes armas de la obediencia». San Benito no conoce más
camino para ir a Dios que la unión con Jesucristo por la obediencia: «Estén los hermanos seguros de
que por esta vía de la obediencia llegarán a Dios» (RB 71).
El primer objeto de la obediencia es la ley natural y la cristiana. Antes que monjes debemos ser
hombres morales y cristianos perfectos. Como los simples fieles, nos sometemos a Cristo en la
persona de la Iglesia. Pero nuestra sumisión va más allá. La obediencia del cristiano, aun
imponiéndole sacrificios y deberes, le permite libremente disponer de su fortuna, ocupaciones,
tiempo y actividades; sus obligaciones se limitan a la observancia del Decálogo y de los preceptos
de la Iglesia, y a los deberes de su estado; Dios no le exige más a cambio de la gloria eterna: «Si
quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos» (Mt 19,17).
Pero hay almas «que ninguna cosa aman tanto como a Jesucristo» (RB 5), que se sienten llamadas
por el amor a seguir más de cerca a Cristo para participar más íntimamente de su vida de
obediencia, y ponen en práctica su consejo: «Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes; ven y
sígueme» (Mt 19,21). Una luz más radiante las ilumina para mejor entender los divinos atributos, la
excelencia de una vida perfecta, la completa imitación de Cristo. «Por amor de Dios» (RB 7) por
reportarle mayor gloria, quieren ligarse con una obediencia más estricta que la que obliga al simple
fiel. Una infalible intuición sobrenatural les ha revelado que encontrarán para sí mayor santidad,
mayor adoración y amor para Dios.
Con la profesión el monje se entrega totalmente a Jesucristo; no quiere que entre ambos haya el
menor obstáculo que pueda menoscabar esta unión; quiere entregarle toda su persona y todos los
detalles de su vida porque aspira a que su adoración y amor sean perfectos. Mientras mantengamos
la ciudadela de la voluntad propia, no lo hemos dado todo a Dios; no podemos decir con verdad a
nuestro Señor: «He aquí que todo lo hemos abandonado por seguirte» (Mt 19,27). Mas cuando nos
damos enteramente por la obediencia, verificamos un acto supremo de adoración y amor a Dios.
Hay, en efecto, en nosotros algo que es sagrado, aun para Dios. Dios dispone de nuestros bienes, de
los seres que apreciamos, de nuestra salud, de nuestra existencia; es dueño absoluto de la vida y de
la muerte; pero hay una cosa que respeta: nuestra libertad. Desea infinitamente comunicarse a
nosotros, empero la acción de su gracia la subordina a nuestro consentimiento: tan cierto es que
nuestra libertad es soberana y nuestro más preciado tesoro.
Ahora bien: en la profesión religiosa, postrados ante el altar, le ofrecemos lo más estimable que
tenemos y lo inmolamos por amor de Dios, este Isaac de nuestro corazón, que es la libertad, y con
ella le damos el dominio pleno de nuestro ser y de nuestra actividad. No pudiendo inmolarnos por el
martirio, que no está a nuestro alcance, lo hacemos en cuanto depende de nosotros por el voto de
obediencia.
El sacrificio es inmenso y extraordinariamente agradable a Dios. «Dejar el mundo y renunciar a los
bienes exteriores –dice el gran monje san Gregorio– es tal vez una cosa fácil; pero renunciarse a sí
mismo, inmolar lo que se tiene en más estima, la libertad, es un sacrificio mucho más arduo.
Abandonar lo que uno tiene es poco, pero dejar lo que uno es constituye la donación suprema».
[«A veces no es muy costoso para el hombre el renunciar a lo suyo; pero lo es, y mucho más,
renunciar a sí mismo. Ciertamente, es cosa pequeña sacrificar lo que tenemos, pero es cosa muy
grande sacrificar lo que somos». Homil. 32 sobre el Evang. P. L. LXXVI, 1233. Cfr. santa Matilde,
Libro de la gracia especial, IV parte, c. 18. De cómo estrecha el Señor entre sus brazos a los que se
consagran a la obediencia].
Sin esta donación, el sacrificio sería incompleto. «No lo abandona todo –decía otro gran monje– el
que a sí mismo no se entrega; antes de nada le sirve dejarlo todo si se reserva a sí mismo» [San
Pedro Damiano, In natale S. Benedicti, P. L. CXLIV, 549].

3. Elevado concepto que tiene San Benito de la obediencia


Conviene insistir en que la donación que hacemos de nuestras personas en la profesión no nos
obliga solamente a obedecer de una manera general, sino que hacemos voto de obediencia «según la
Regla de san Benito» [Ceremonial de la profesión monástica]. Debemos, pues, conocer a fondo el
concepto que el santo Patriarca tiene de la obediencia religiosa; porque hay muchas maneras de
obedecer; y siendo esta virtud primordial en nuestra vida, una idea errónea de la misma podría
desfigurar toda nuestra existencia monástica.
La primera concepción falsa de la obediencia, inaceptable para el religioso, consiste en considerar al
superior como un hombre sabio, experto y prudente a quien se ha prometido consultar; por
prudencia se acudirá a él para instruirse, para evitar errores. El superior tanto vale cuanto sabe; ni
más ni menos; todo el valor de sus respuestas le viene de su ciencia personal. Es éste un modo de
ver racionalista, acomodado al espíritu protestante; brilla en él por su ausencia el concepto de
sumisión a Dios en la persona de un hombre. Basta exponerlo para condenarlo totalmente.
El sentido católico tampoco puede contentarse con una obediencia puramente exterior, como la de
los militares. Aunque en cada caso particular el objeto inmediato de la obediencia sea exterior y la
orden del superior no afecte a la intención, a la perfección de la virtud atañe el que el religioso
procure vivificar el acto externo con una sumisión interna.
En la obediencia religiosa, tal como la entiende la santa Iglesia, hay distintas modalidades. No
pretendemos en esto rebajar a otras órdenes religiosas, pues todas procuran la gloria de Dios y son
gratas a la Iglesia, cuya aprobación tienen. Queremos solamente, por vía de comparación, hacer que
resalte el carácter especial de la obediencia benedictina.
En algunos institutos esta virtud tiene un aspecto marcadamente utilitario. Sin dejar de ser objeto de
un voto y de una virtud, es un medio para alcanzar un fin particular prefijado por sus respectivas
constituciones. Unos, por ejemplo, se proponen las misiones entre infieles; otros, la enseñanza;
otros, la predicación. La obediencia contribuye a la realización de la obra particular a que están
destinados. Los que forman parte de estas órdenes y generosamente aceptan la obediencia por amor
de Dios, llegan seguros a la santidad, porque es la vocación a que fueron llamados.
Para san Benito, la obediencia no tiene este carácter «utilitario». Es intentada por sí misma, como
un homenaje del alma a Dios, sin preocuparse de la obra material a que está destinada. Si un
postulante, al presentarse en el monasterio, dijese al abad: ¿Qué se hace aquí?, la respuesta seria:
«Se busca a Dios, y se sigue a Cristo en su obediencia». Éste es el fin que se persigue. Ésta es la
doctrina de nuestro bienaventurado Padre ya desde las primeras líneas del Prólogo de su Regla. El
buscar a Dios, «si de veras busca a Dios» (RB 58), he aquí el sello propio de la vocación
benedictina; pero esta vocación es realizada sólo por la obediencia. San Benito escribe la Regla sólo
para «aquellos que abrazan la obediencia para buscar a Dios» (RB, pról.).
Al instituir el monaquismo, el gran Patriarca no pretendía crear una orden con tal o cual fin
particular, con determinadas obras que realizar; no intentaba más que hacer de sus monjes cristianos
perfectos; no deseó para ellos más que la plenitud del Cristianismo. Verdad es que, en el decurso de
los siglos, los monasterios fueron faros brillantes de la civilización, mediante la predicación, los
trabajos de ilustración, las escuelas monacales, el arte, las obras literarias; pero todo esto era una
floración externa, una irradiación espontánea de la plenitud del Cristianismo de que estaban
poseídos interiormente.
Habiéndose consagrado a Dios se dedicaban al servicio de la Iglesia en todos los menesteres; pero
ante todo buscaban rendir a Dios, por amor, el homenaje de todo su ser en la obediencia a un abad,
a imitación de Jesucristo que al entrar en el mundo no se propuso sino cumplir la voluntad del
Padre, y del modo que Él lo dispusiere: «He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb
10,7).
¿Cómo conoce el monje la voluntad divina? Por la Regla y por el abad. A éste toca, siguiendo la
Regla y la tradición, orientar la actividad del monasterio. Debiendo, según la expresión de nuestro
bienaventurado Padre, gobernar «sabiamente» el monasterio, no podrá menos que utilizar para la
gloria de Dios y el bien de la Iglesia y de la sociedad, los talentos de los monjes. Pero cada monje,
por sí mismo, no puede determinarse; no ha venido al monasterio para ocuparse en tal o cual labor,
para desempeñar el cargo que le acomode; entró en él para buscar a Dios por la obediencia; en esto
consiste toda su perfección [Cfr. D. G. Morin, El ideal monástico, c. II, La obediencia].

4. Por qué la denominan un «bien»: «bonum obedientiæ»


Acaso diga alguno: ¡Vaya una necedad! ¿No es una locura el darse de esta forma? Sin duda lo es a
los ojos de la razón humana, como lo es la misma vida monástica en conjunto: «Nosotros,
insensatos, tuvimos su vida por locura» (Sab 5, 4).
Pero oigamos a san Pablo en su enérgico lenguaje: «El hombre animal –es decir, el que sólo se guía
por la razón– no comprende las cosas de Dios» (1 Cor 2,14). «Lo que es una locura para el mundo,
es sabiduría para Dios; la humana sabiduría es estulticia para el Señor, el cual ha confundido la
sabiduría de este mundo con obras de locura divina» (1 Cor 1,20-21). Locura conceptúan los sabios
del mundo, como también lo estimaban los filósofos griegos del tiempo del Apóstol, el que para
rescatar la humanidad un Dios se haga hombre, viva durante treinta años bajo obediencia en
humilde taller, se someta durante otros tres a las fatigas de la predicación, y muera finalmente en
una cruz.
Con todo, éste es el medio escogido por la Sabiduría eterna para salvar a la humanidad: una vida
cuyo móvil es la obediencia llena de amor, una vida que se inicia y concluye en un acto de
obediencia. Y esta obediencia tenía como objeto una existencia hecha de trabajo y de humillaciones
profundas, y una muerte indeciblemente dolorosa. Pero gracias a ella fue rescatado el mundo, y
continúa salvándose, y las almas vuelven a Dios y se santifican. Dios cifra su gloria en nuestra
sumisión a un Crucificado y mediante ella nos da su gracia: «Seguros de que este camino de la
obediencia lleva a Dios».
Ahora se comprenderá por qué nuestro santo Legislador llama a la obediencia un bien: bonum
obedientiæ (RB 71). ¡Qué expresión tan significativa!; ¿Acaso nos gusta naturalmente obedecer?
Todo lo contrario. Así, pues, ¿cómo podemos llamar a la obediencia un bien, una cosa que debemos
ávidamente desear? Porque es el camino recorrido por Dios, y que nos conduce a la felicidad. Por la
obediencia se nos da Dios. Cuando cumplimos su voluntad nos unimos a Él; por la obediencia
abrazamos la voluntad divina; para nosotros esta voluntad es el mismo Dios, que se nos manifiesta
como supremo Señor y al que prestamos adoración y amor. Venimos al monasterio a buscar a Dios,
y porque la obediencia lo pone a nuestro alcance, ella es para nosotros un bien, un bien preciado,
porque nos proporciona el único Bien. [Véase en el Diálogo de santa Catalina de Siena, Tratado de
la obediencia, c. X, en qué infinita medida la obediencia es un «bien»].
Así, pues, el bienaventurado Padre nos persuade con preceptos y exhortaciones a adquirir este bien
con la mayor abundancia posible. Quiere que lleguemos incluso a obedecernos mutuamente (RB
71), sin andar de por medio las órdenes del superior; que obedezcamos aun en las cosas imposibles
(RB 68); que recordemos que nada puede hacerse sin orden del abad o de sus delegados (RB 71), y
que aun las mismas buenas obras, las mortificaciones que uno se impone, deben contar con el
beneplácito del abad (RB 49) para ser provechosas.
Tanta insistencia revela el convencimiento del gran Legislador de que a la santidad sólo se llega por
el camino de la obediencia. Cuando el monje obedece en todo «por amor de Dios y en unión con
Jesucristo» (RB 7), llega a la cima de la perfección, pues, como ya hemos dicho, la acción divina no
encuentra obstáculos en el alma que se entrega sin reservas a la obediencia; un alma así se halla
totalmente abierta al influjo de la gracia. Dios, fuente de santidad, puede obrar en ella con la
plenitud de su poder. Jesucristo reina en ella incontestablemente como dueño soberano de su vida y
de su actividad. Entonces se verifica la unión perfecta, con abundancia de divinas comunicaciones:
«El Señor me guía, nada me faltará» (Sal 32, 2). Con razón llama, pues, san Benito a la obediencia
«el bien del monje».
Ahora bien: cuando se trata de un bien espiritual, poco importa para conseguirlo practicar este o
aquel acto con preferencia. Para san Benito, tanto vale una misión de lucimiento como el acto
oscuro que sólo Dios conoce; ambos son materia sobre la cual se ejerce exteriormente la
obediencia; pero lo esencial es la virtud, el homenaje que debemos a Dios con nuestra sumisión.
Cierto que entre varias acciones hay distintos grados de valor intrínseco, sea por su naturaleza o por
sus relaciones más o menos directas con la gloria de Dios; mas para nuestra perfección personal y
nuestro propio progreso en la santidad, el mérito está en primer lugar en el grado de amor de que va
investida nuestra obediencia.
Consideremos al divino Salvador, que pasa treinta años en un humilde taller y sólo dedica tres al
ministerio público; no obstante, aquellos años oscuros del retiro de Nazaret, ¿fueron menos
agradables al Padre y fecundos para la salvación del mundo que los años de su vida pública? ¿Quién
se atrevería a sostenerlo? Porque la obediencia al Padre fue lo que indujo a Jesús a pasar tantos años
en la oscuridad, y su obediencia es la de un Dios.
Lo mismo nos sucede proporcionalmente a nosotros, ya que Cristo es nuestro modelo. La verdadera
sabiduría, don del Espíritu Santo, consiste en obedecer, en rendir a Dios el homenaje de nuestra
sumisión, cualquiera que sea la obra material que es objeto de la misma y por la cual se manifiesta.
Por esto dice nuestro bienaventurado Padre que «los verdaderos monjes, aquellos que, inundados de
luz divina, ambicionan sólo los bienes eternos» (RB 5), los únicos verdaderos, «buscan» –fijémonos
en que no dice san Benito «soportan»– la obediencia como un bien precioso: «anhelan que el abad
les gobierne» (RB 5); están acechando las ocasiones de obedecer porque les permiten dar al Señor
las pruebas del amor más efectivo que puede concebirse. [«El verdadero obediente –decía el Padre
eterno a santa Catalina– mantiénese de continuo en ansias de sumisión; incesantemente y sin
descanso, cual música interior, canta su deseo». Diálogo, t. II].

5. Cómo esta virtud es medio infalible para adquirir la perfección


Tal es el elevado concepto que tiene san Benito de la obediencia; y nosotros, que prometimos seguir
la Regla y vivir según su espíritu, debemos admitir esta concepción y esmerarnos en practicarla, por
ser para nosotros el camino de la perfección. Uno de los aspectos característicos de la ascesis
benedictina es que nuestro bienaventurado Padre no exige de nosotros para llevamos a la santidad
una lucha constante y minuciosa contra los defectos tomados individualmente, ni grandes asperezas
corporales, ni mortificaciones rigurosas y continuas; precisamente sobre este particular nuestro
bienaventurado Padre es muy discreto y mitigado: «No hemos de establecer nada duro ni pesado»
(RB, pról.). San Gregorio advierte que la Regla es «admirablemente discreta» [Diálogo, L II, c. 36].
Pero el santo Legislador aspira ante todo a despojar al hombre de cuanto se opone en él a la gracia y
acción divina; –y en este punto sí que es extraordinariamente radical.
[«Aunque la norma de la moderación y de amoldarse a las circunstancias caracteriza a la santa
Regla, sin embargo, cuando dicta a los monjes los deberes de la obediencia, muéstrase san Benito
categórico, y en este punto perdería el tiempo quien quisiera buscar en la pluma del Legislador
contemporizaciones o debilidades. La justa medida que hay que establecer en esta materia la deja
san Benito a la prudencia del superior; para el monje no hay más recurso que obedecer y no
murmurar… este sistema categórico de concebir la obediencia… nos da el alcance del sentido
cenobítico del ascetismo benedictino». Dom Ryelandt, Essai sur le caractère ou la physionomie
morale de saint Benoít d’après sa Règle, en Revue liturgique et monastique, 1921, pág. 208. «La
obediencia monástica, tal como prescribe la Regla de san Benito, penetra hasta las más profundas
fibras del alma y aplicase a destruir en su misma raíz la voluntad y el pleno juicio, lo que nos parece
el más alto grado de la intimidad psicológica., Dom Festugière, en Revue benedictine, 1912, pág.
491. En este sentido, ha podido decirse que la idea de la obediencia religiosa no ha hecho progreso
alguno en su fondo sustancial, después de san Benito. Basta, para convencerse de ello, leer los
capítulos V, VII (3º y 41 grados de humildad), XXXIII, LVIII, LXVIII, LXXI, etc., de la Regla].
En este sentido le exige un desprendimiento completo y absoluto por la pobreza y la humildad,
virtud, esta última, que se manifiesta principalmente en una obediencia perfecta. Estas virtudes
despojan al alma de sí misma, de cuanto le es propio, para someterla plenamente a la libre acción de
Dios. Es éste uno de los caracteres particulares de la ascesis de san Benito. Sin dejar de
aprovecharse de las mortificaciones personales para desarraigar los vicios del alma y volverla a
Dios, insiste principalmente sobre la pobreza, la humildad y la obediencia. La entera sumisión al
superior y a la Regla es el camino más seguro que conduce al monje a Dios, porque una sumisión de
esta clase, constante, humilde, en todo momento y en todos los actos, como quiere el santo, cerrará
todos los caminos a los malos hábitos y acabará por contrariarlos hasta su destrucción.
La obediencia perfecta es para el monje el medio más seguro para purificarse profunda e
íntimamente; y los que obedecen perfectamente, según el espíritu que requiere la Regla, se verán
pronto libres de todos los obstáculos que les impiden el acceso a Dios, al paso que crecerá y
fortalecerá en ellos la virtud y los hará más asequibles y dóciles a la acción del Espíritu Santo. ¿No
es éste el fin que perseguimos al entrar en el monasterio? Del mismo modo todas las otras virtudes
se acrecentarán, y se afirmará su marcha progresiva hacia la unión divina.
[Santa Matilde «vio cierto día el cortejo de las virtudes personificadas por vírgenes en pie ante el
divino acatamiento. Una de ellas más hermosa que sus hermanas, sostenía un cáliz de oro, en el cual
las demás derramaban un licor aromático que la primera virgen ofrendaba arrodillada ante el Señor.
Maravillada de este espectáculo, ansiaba comprender su significación, cuando el Señor se dignó
decirle: “Esta es la obediencia; ella sola me sirve de beber, porque la obediencia contiene en si
misma las riquezas de todas las otras virtudes; el verdadero obediente ha de tener necesariamente el
conjunto de todas las virtudes”. Y a continuación, el Señor fue pasando en revista las diversas
virtudes, demostrando cómo cada una se encuentra necesariamente en el perfecto obediente». Libro
de la gracia especial, parte I. c. 35.].
Es, pues, la obediencia en el monje el camino más seguro para la santidad. La llama santa Teresa
«el camino que más presto lleva a la suma perfección», «hace más presto, o es el mayor medio que
haya para llegar a este tan dichoso estado» –de la perfección [Fundaciones, c. V, 10 y 11]–. Cuando
uno se ha desprendido totalmente de sí mismo por la obediencia recibe el Bien infinito con largueza
inconmensurable.
Jesucristo mismo lo dijo a la amante de su divino Corazón, santa Gertrudis. Al anochecer de un
domingo de Ramos, mientras meditaba ella la acogida que los amigos de Jesús le habían dispensado
en Betania, sintió en su pecho deseos de dar hospitalidad a Jesús en su corazón. De pronto se le
aparece Jesús y le dice: «Heme aquí: ¿qué me darás? –Oh, seas bienvenido, respondió Gertrudis,
salvador de mi alma, mi único tesoro. Mas, ¡ay de mí!, que nada tengo aderezado conforme a tu
magnificencia; pero puedo ofrecerte todo mi ser, anhelando que dispongas en mí lo que sea más
grato a tu Corazón. –Ya que tú me das esos poderes, replicó Jesús, lo haré; pero proporcióname la
llave para poder entrar y disponer lo que necesitó. –¿Qué llave es esa que buscas y debo darte?,
interrogó la santa. –Es tu voluntad, respondió Jesús» [El heraldo del amor divino, 1. IV, c. 23].
En esto comprendió la santa que Cristo se complace en el alma que se le entrega enteramente y nada
reserva para sí; la llave que pide Jesús se la damos con la obediencia perfecta. Entonces Él se siente
dueño del alma, porque lo es de su ciudadela, que es la libertad; y puede obrar como quiere porque
el alma le está sometida en todo; y como Jesucristo desea en primer lugar nuestra santidad, un alma
tan rendida y desprendida de su querer está en vías seguras de perfección [En términos muy
parecidos hablaba el Señor a santa Catalina de Siena: «Tengo puesta la obediencia como clave de
todo el edificio; y realmente lo es». Vida, por el Beato Raimundo de Capua].
Cuánta razón tiene, pues, nuestro bienaventurado Padre en insistir tanto sobre esta virtud.
Esforcémonos en comprender el carácter especial que le atribuye. La obediencia es un homenaje de
perfecta sumisión de todo nuestro ser a Dios; es un bien que constantemente debemos procurar,
porque con eso alcanzamos el fin por el cual vinimos al monasterio: Dios. Si no perdemos jamás de
vista este punto capital, nuestra obediencia será fácil, cualquiera que sea la orden recibida, y por
ello obtendremos, con Dios, la paz del alma y la alegría que acompaña a la libertad del corazón.

6. Cualidades que exige San Benito en el ejercicio de esta virtud: la fe


Mas para que la obediencia sea para el monje un canal de la divina gracia, debe revestir ciertas
cualidades; y nuestro bienaventurado Padre las detalla con visible complacencia, por tratarse de una
virtud tan predilecta. ¿Cuáles son estas cualidades? Se pueden reducir a tres principales, de las que
derivan las demás: debe la obediencia ser sobrenatural y confiada; y además proceder del amor. Es,
pues, la obediencia una aplicación práctica de las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad.
Se observará que hablamos principalmente de las cualidades internas; y es que la obediencia, como
la humildad, de la cual se deriva, reside esencialmente en el alma. Una vez analizadas las
condiciones del ejercicio de esta virtud en su aspecto interno, procederemos a la explicación de su
práctica externa y notaremos las cualidades que deben concurrir en la ejecución material de la obra
mandada.
Primera cualidad de nuestra obediencia: ser sobrenatural, es decir, estar inspirada en el espíritu de
fe: hay que obedecer al superior como si fuera el mismo Dios.
Nuestro santo Legislador insiste, y con razón, sobre este punto, que es capital: «Hay que creer –nos
dice– que el abad representa a Cristo» (RB 2). Subrayamos esta palabra «creer», que indica que la
fe es el principio de nuestra sumisión. De ella hace proceder san Benito la prontitud en la
obediencia. Conviene, dice, «obedecer sin tardanza» (RB 5), y da la razón: «Con tanta puntualidad
como si el mismo Dios lo ordenase» (RB 5). Y es que, verdaderamente, la orden viene de Dios,
como en seguida nos lo recuerda el santo Patriarca en las palabras de la Escritura: «El que a
vosotros escucha, a mí me escucha». Insiste sobre esto; encarece que no olvidemos que «la
obediencia prestada a los superiores, a Dios mismo la prestamos» (RB 5).
Rendimos al obedecer un homenaje a Dios y al orden sobrenatural que ha establecido para
conducirnos a Él. Sus caminos no son como los nuestros. Lo hemos hecho notar más de una vez:
particularmente desde la Encarnación obra en sus relaciones con nosotros por medio de los
hombres. Lo vemos en los sacramentos, por los que recibimos la gracia acudiendo a los hombres
establecidos por Jesucristo para conferirlos; lo vemos asimismo en el amor al prójimo, en el cual se
manifiesta la sinceridad de nuestro amor a Dios.
Lo mismo pasa con la obediencia. Esta economía divina es como una prolongación de la
Encarnación. Desde que Dios se unió a la humanidad en la persona de su Hijo, se comunica
regularmente a las almas por medio de los miembros de Jesucristo; y porque éste es el plan divino,
aceptarlo es andar seguros por la vía de la salvación y de la perfección; desviarnos de él sería, en
cambio, sustraernos a la gracia.
La conversión de san Pablo nos ofrece un ejemplo notabilísimo de esta economía. Cuando
derribado y cegado por luz divina en el camino de Damasco, el futuro apóstol pregunta lleno de
temor: «Señor, ¿qué quieres que haga?», no le manifiesta el Señor directamente su voluntad, sino
que lo encomienda a un cristiano, a Ananías: «Levántate, entra en la ciudad y allí él te dirá lo que
has de hacer» (Hch 9,6).
¿Por qué razón se hace Dios reemplazar cerca de nosotros por hombres? A fin de que nuestra
obediencia, inspirada en la fe, preste homenaje a su divino Hijo, y nos sea meritoria. Si Él se
manifestase con todo el esplendor de su poder, ¿qué mérito sería obedecerle? Quiere Dios que le
adoremos, no sólo en sí mismo, no sólo en la humanidad de su Hijo Jesús, sino también en los
hombres que Él ha escogido para dirigirnos. Nos sería, sin duda, infinitamente más grato que Dios
nos revelase directamente o por medio de un ángel su voluntad; pero, ¿qué resultaría de ello? Las
más de las veces un extraordinario acrecentamiento de nuestro amor propio, o, en el caso de
resistirnos, una culpabilidad más evidente.
Dios no lo quiso así. Y el medio que adoptó para imprimir su iniciativa a nuestra vida es el que
recuerda san Benito con las palabras del Salmista: «Estableciste hombres sobre nuestras cabezas»
(Sal 65,12; RB 7) para que nos guíen; hombres como nosotros, «mortales, débiles y flacos» [San
Agustín, Sermo LXIX. c. I. P. L., 38, 440], que manifiestan su impotencia. Es algo contrario y
penoso a la naturaleza; pero es el camino prescrito por la sabiduría divina. Medio humillante porque
nuestro orgullo y amor de independencia se sienten rebajados al haberse de someter a otro hombre,
que no está libre de imperfecciones, ya que todos son infieles a su ideal: «Todo hombre es falaz»
(Sal 115,11). Pero Dios lo ha ordenado así para ejercitar nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra
caridad.
Primeramente la fe. Es conveniente que la criatura libre sea probada antes de obtener el Bien
infinito, para que sus obras sean meritorias; y para nosotros la prueba está en la fe. Vivir en la
oscuridad de una fe práctica y activa constituye el homenaje que Dios reclama de nosotros. Ahora
bien: la obediencia nos proporciona la ocasión de manifestar a Dios nuestra fe en Él: es la
manifestación práctica de nuestra fe. Es necesaria, en efecto, una fe grande, perfecta, para obedecer
constantemente a un hombre, que ciertamente representa a Dios, pero conservando todas sus
imperfecciones; de ahí proviene una profunda virtud y un gran mérito.
Un día en que santa Gertrudis suplicaba a nuestro Señor que corrigiese de ciertos defectos, por
desgracia harto palpables, a uno de sus superiores, Jesucristo le respondió: «No sólo éste, sino
también los demás que gobiernan tu congregación, que me es tan grata, tienen sus defectos; ¿lo
ignoras? Nadie en este mundo está libre de miserias, y tolerar esto es un efecto de mi misericordia,
que así quiere aumentar vuestros méritos. Los súbditos deben dar muestras de mayor virtud
sometiéndose al representante de la autoridad, cuando éste es imperfecto, que cuando su conducta
fuere irreprochable» [Dom Dolan, Sainte Gertrude, sa vie intérieure, c. V].
Si miramos la sagrada Hostia, los sentidos nos dicen: «Aquí no está Cristo; no hay más que un
pedazo de pan». Vemos, tocamos y gustamos solamente pan. Mas Jesucristo nos dice: «Éste es mi
cuerpo» (Mt 26,26); y nosotros, haciendo caso omiso de los sentidos, decimos a Cristo: «Tú lo has
dicho; yo lo creo». Y, para manifestar nuestra fe, nos postramos ante Jesucristo real y
substancialmente presente bajo aquellas apariencias, le adoramos y nos ofrecemos a su voluntad.
De la misma suerte, Jesucristo está escondido en la persona de nuestros superiores: el abad, a pesar
de sus imperfecciones, representa a Cristo. Para nosotros, san Benito es categórico en este asunto.
Jesucristo se esconde bajo las deficiencias y debilidades del hombre, como se esconde bajo las
especies sacramentales. Pero el superior está puesto «sobre el candelero» (Mt 5,15). En contacto
incesante con él, palpamos necesariamente sus imperfecciones y su insuficiencia, y somos tentados
a exclamar: «Este hombre no es Cristo; su entendimiento limitado no es infalible; puede engañarse,
es susceptible de tomar esta o aquella determinación guiado de prejuicios».
Sin embargo, la fe replica: «Creemos que el abad hace las veces de Cristo»; y tanto si el que nos
preside es un Salomón como si es un hombre desprovisto de ciencia, la fe nos dice que es un
representante de Cristo; descubre a Cristo a través de las imperfecciones de aquel hombre. Si
tenemos fe, nos vemos obligados a exclamar: creo, y obedeceremos a tal hombre, porque
sometiéndonos a él obedecemos al mismo Cristo y permanecemos a Él unidos: «Quien a vosotros
oye, a mí me oye» (Lc 10,16).
Ver siempre de esta manera a Jesucristo en el superior, aunque éste se manifieste con todos sus
defectos, y obedecerle sin reservas y en todo momento, exige una fe muy robusta: porque obedecer
siempre sobrenaturalmente, sin desmayar jamás, es duro y mortificante para la naturaleza.
Pero es muy cierto, con una certeza que me atrevería a llamar divina, que el Señor no dejará de su
mano al alma que obedece con este espíritu de fe y le ofrece con alegría el sacrificio de la propia
abnegación. En la profesión monástica contratamos con Dios y le dijimos: «Dios mío, he venido a
buscarte; todo lo dejé por tu amor y ahora depongo a tus pies mi independencia y libertad; te
prometo someterme en todo al superior, obedecerle aun en las cosas contrarias a mi gusto, a mis
ideas». A su vez, Dios responde: «Yo te prometo que a pesar de las debilidades y flaquezas de quien
me representa cerca de ti, te guiaré en todos los caminos de la vida hasta alcanzar lo único que
necesitas: el amor perfecto y la íntima unión conmigo».
Si cumplimos la parte que nos corresponde del contrato, Dios no dejará, ciertamente, de cumplir la
suya; ha dado su palabra, palabra de Dios: «Fiel es Dios» (1 Cor 1,9). Pensar lo contrario sería
negar la Veracidad, la Sabiduría, la Bondad y el Poder de Dios: esto es, negar al mismo Dios.

7. Vivir conforme al juicio ajeno. Fecundidad y grandeza de la obediencia guiada por la fe


Nuestro bienaventurado Padre, ilustrado con la divina luz, está de tal suerte convencido de la
eficacia de este medio para conducirnos a la perfección, que nos pide llevemos nuestra obediencia
hasta el punto de seguir el juicio y dictamen de otro: «No conforme a su propio criterio han de vivir,
ni obedeciendo a sus caprichos y deseos, sino guiándose por el juicio y mandato de otros» (RB 5).
Conviene insistir sobre este punto, porque a veces se dan espíritus rectos, pero cándidos, que se
forman una idea errónea de la obediencia. Creen al superior infalible: y es un error, pues no hay
hombre que no pueda engañarse. El mérito de nuestra obediencia está precisamente en la resolución
que debemos tomar de dejar toda iniciativa al juicio de un hombre de quien sabemos de antemano
que puede equivocarse.
Sucederá acaso que el abad disienta de nosotros en apreciar las cosas. ¿Dónde estaría nuestra
obediencia si siempre hubiera coincidencia de pareceres? Convendríamos en que el superior es muy
sensato… porque piensa igual que nosotros. Ahora bien: obedecer porque nos parece razonable lo
que se nos manda, no es obediencia, sino seguir nuestro propio juicio.
¿Querrá decir esto que debemos renunciar a tener criterio propio para seguir en todo la opinión del
abad? De ningún modo. Nosotros no podemos renunciar a las luces de la razón; mas debemos
también tener presente que el superior, humanamente hablando, está en situación mucho más
ventajosa que los súbditos para juzgar; posee, además, para tomar sus resoluciones, no sólo
elementos de que no disponemos nosotros, sino luces de que carecemos; las gracias de estado no
son un mito.
Supongamos, sin embargo, que nosotros vemos evidentemente las cosas de muy distinta manera.
Entonces nos cabe exponer humildemente nuestro parecer, como lo indica san Benito, cuyo espíritu
sobrenatural está siempre moderado por un buen sentido tan justo (RB 68). Pero si el superior
insiste en el mandato, ¿debemos, acaso, para obedecer bien, ver las cosas como él las ve? No, no se
requiere esto; especulativamente podemos continuar pensando que es más verdadero nuestro modo
de ver; pero debemos en la acción, en la ejecución, hacer lo que se nos manda; debemos, además,
estar íntimamente persuadidos de que en el caso presente, in concreto, no se seguirá de nuestra
obediencia ningún detrimento espiritual para la gloria divina, o para nuestra alma, antes, al
contrario, redundará en nuestro bien. Esta íntima convicción es absolutamente indispensable para la
obediencia de juicio.
Ahora bien; esta persuasión proviene de la fe. El abad, ya lo hemos dicho, no es infalible, no tiene
ciencia infusa; la gracia de estado que Dios le concede no le otorga este privilegio; puede errar y de
hecho yerra a veces; pero no yerra jamás el que obedece, porque camina por una senda segura que
va directamente a Dios. Y si se figura que el bien espiritual que de su obediencia resulta para su
perfección personal es inferior al que habría obtenido sin el yerro sufrido por el abad, tenga esto por
ilusión; en realidad ningún daño puede sufrir su alma, ya que rinde un homenaje sumamente grato a
Dios.
Como si dijese: «Dios mío, eres tan sabio y poderoso, dispones las cosas con suavidad y energía
(Sab 8,1) y creo tan firmemente en tus divinos atributos, que estoy seguro de llegar a ti, a pesar de
los errores que deslizarse puedan en las órdenes de mi superior». Está fuera de duda que Dios nos
conduce a su amor a través de los mismos errores de los hombres. Él mismo intervendrá
especialmente antes de permitir que en algo pierda su gloria, o sufra menoscabo nuestra perfección
en el caso referido.
En el curso de nuestra vida religiosa permitirá Dios alguna vez que el superior ordene cosas que nos
parecen menos razonables, o poco prudentes, o menos buenas de lo que nosotros nos imaginamos.
Esto nos dará ocasión de tributarle un homenaje tan agradable como es la obediencia de juicio,
renovando así la oblación que le hicimos de nosotros mismos el día de nuestra profesión. En aquella
hora dichosa, con la alegría de la inmolación, la obediencia nos parecía cosa fácil por más que se
nos hubiesen anunciado «las cosas ásperas y dificultosas» (RB 58) por las cuales, como dice san
Benito, se va a Dios. Entonces emitimos el voto; pero esto no era más que el primer paso en la
carrera de la virtud.
La virtud se adquiere y fortifica mediante los actos que le corresponden. Ahora bien: a medida que
avanzamos en madurez del espíritu y que se desarrolla en nosotros el espíritu de iniciativa,
conocemos más y más lo verdadero de las palabras del Salmista, citadas por nuestro bienaventurado
Padre: «Pusiste hombres sobre nuestras cabezas».
Nuestro santo Legislador nos enseña, por otra parte, que la obediencia puede llegar a ser muy dura
para la naturaleza; y en su cuarto grado de humildad nos habla de cosas ásperas y contrarias, de
injurias y malos tratos (RB 7) que pueden esperarnos en el camino de la obediencia; nos dice que
«la senda es estrecha», si bien añade que «conduce a la vida» (RB 5). Y efectivamente, si nos
sometemos con fe, «estamos seguros», ya que san Benito nos lo garantiza, de que cada uno de
nuestros actos llevados a cabo en estas circunstancias difíciles «redundará en nuestro bien» y de que
nuestra virtud irá robusteciéndose: «Tenga por cierto el súbdito que así le conviene» (RB 68). La
gloria de Dios triunfa, precisamente, utilizando las flaquezas y errores de los hombres en beneficio
de las almas que en Él confían: «Todo contribuye a su bien» (Rom 8,28).
[«La experiencia nos demuestra con frecuencia que nada hay mejor que la obligación de hacer una
cosa, tanto para el que la hace como para la obra misma. Recordando mis años pasados, me he
convencido –puedo asegurarlo– de que algunas determinaciones tomadas por obediencia, en contra
de otras que a mi juicio eran preferibles, han resultado de hecho ser las mejores y más justas. Y
hasta las mismas que yo consideraba como errores, me han dado bajo la obediencia, resultados que,
a la postre, tuve que reconocer como verdaderamente providenciales… Corremos, sí, verdadero
peligro de engañarnos, precisamente en aquellos momentos de debilidad o cobardía en que
queremos sustraemos directa o indirectamente al yugo de la autoridad. Los autores espirituales están
unánimes en condenar como sumamente peligrosa para la vida espiritual cualquiera actitud de
oposición, aun meramente pasiva, a la autoridad constituida». Cardenal Gasquet, Religio Religiosi,
c. XII, El yugo de la obediencia].
Tengamos, pues, siempre presentes las palabras de nuestro bienaventurado Padre: «Creemos que el
abad hace las veces de Cristo». Cuanto más veamos a Cristo en el abad y más participemos de este
espíritu de fe, tanto más el abad será un instrumento para nosotros de salvación y perfección: «Vino
a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (Heb 5,9).
Es más: el hombre que se entrega a Dios con semejante obediencia puede compararse a la «saeta,
lanzada por una mano robusta» (Sal 126,4). Poseyendo esta flexibilidad sobrenatural es capaz de
grandes cosas, porque si el alma puede contar con Dios, puede Dios contar con ella; está seguro de
ella; y muchas veces Dios emplea estas almas para obras de las cuales depende particularmente su
gloria. Pero las emplea mediante la obediencia, para mantenerlas en la humildad. Por elevado que
sea el objeto que se propone, el alma plenamente obediente lo alcanza, porque es lanzada por una
mano segura. Por ardua que sea la labor encomendada, la cumple perfectamente, porque halla en
Dios la fortaleza y dispone del mismo poder de Dios
[«Al someterse a una autoridad esencialmente superior (la autoridad divina), un agente falible se
ennoblece. Al dejarse investir por una autoridad fuerte, la autoridad débil se reviste de la fuerza del
principio en el que se apoya, que, en el caso que nos ocupa, es una participación de la divina
fortaleza. La libertad que deja restringir por la ley su campo de acción –a la vez que su campo de
dudas y de fracasos– ve abrirse delante de sí, gracias a las sugestiones positivas de la ley, un nuevo
campo inaccesible al error. Desde el punto de vista cuantitativo esta libertad sufre una merma, pero
adquiere una ganancia. En orden a la calidad, la ganancia es absoluta, sin merma alguna de su
patrimonio. Y para el logro de esta ganancia sólo se pone una condición, pero indispensable: la
obediencia formal, la docilidad». Dom Festugière, La liturgie catholique].
Entonces no nos maravillamos ante aquellos prodigios obrados por quienes, olvidándose de sí
mismos, despojándose de sí mismos, se ven como investidos por la obediencia de un poder
sobrenatural. Nos lo demuestra un hecho de la vida de san Benito, cuando san Mauro caminó sobre
las aguas para salvar al niño Plácido, caído en el lago de Subiaco y arrastrado por las ondas. San
Benito manda a Mauro que acuda a sacarlo; éste no objeta que él no puede andar sobre las aguas,
antes bien, obedece; y Dios recompensa esta pronta sumisión con un milagro [San Gregorio,
Diálogos, l. II, c. 7]. Dios obra maravillas cuando la obediencia, esclarecida por la fe, es perfecta.
La fe es la única que puede darnos la seguridad en la vida monástica. Mientras veamos a Cristo en
la persona del superior, participaremos, como san Pedro caminando sobre las aguas (Mt 14, 29), de
la inmunidad divina; mas si dudamos caeremos sin remisión. El alma que obedece con fe en la
palabra divina, se apoya en algo más que en las fuerzas naturales: «Confían unos en sus carros y
otros en sus caballos; en cuanto a nosotros, en el nombre del Señor» (Sal 19, 8).
Nadie debe extrañarse de que insista tanto en el papel que desempeña la fe como fundamento de la
obediencia religiosa, pues es de capital importancia. La fe es lo que asegura, fecunda y ennoblece a
la obediencia.
Los mundanos frecuentemente nos acusan de falta de carácter, de que somos los religiosos esclavos
y aduladores de la autoridad; el mundo está siempre pronto a lanzar sobre nosotros la piedra, y a
menudo en cosas que constituyen su propio defecto. Por poco que se haya frecuentado el siglo se
sabe que a menudo adolece de esta falta de carácter que nos echan en cara. Sin embargo, no les
faltaría razón al achacarnos idea tan mezquina si no viésemos a Dios en el superior; hay, en efecto,
mucho de envilecimiento en obedecer al hombre por el hombre y no como representante de la
autoridad divina.
No es obediencia ni merece tal nombre obedecer al abad por simpatía natural, por identidad de ideas
o de inclinación, o porque admiramos su talento y su genio, porque encontramos razonables sus
mandamientos: cumpliremos materialmente lo que nos ordena el abad sin poner un acto formal de
verdadera obediencia. [«Un religioso puede obedecer por hábito, por rutina, para evitar disgustos, o
por una disposición más o menos servil; exteriormente su vida es vida de obediencia, pero en
realidad no obedece; y menos todavía puede decirse que obedece quien ejecuta lo mandado en
apariencia, mientras protesta en su interior». Mons. Hedley, Retiro, c. XI, La obediencia].
Ninguno de estos motivos naturales podría movernos a obedecer. ¿Por qué? Porque, en el terreno
natural, tanto vale un hombre como otro; y la dignidad humana no permite someterse a otra criatura
como tal, so pena de rebajamiento. Jamás obedeceré a un hombre, por brillantes que sean las dotes
de que esté revestido, si no ha recibido para mandarme una participación de la autoridad divina.
Mas cuando Dios me dice: «Este hombre me representa», me someteré a él aunque esté desprovisto
de talento y con muchos defectos naturales; le obedeceré mientras no me ordene lo que sea contra la
ley de Dios, pues entonces no le representaría.
Obedecer de este modo es elevarse, porque es no reconocer, para postrarse, más que una sola
autoridad ante la que todas las naciones deben anonadarse y adorar: la autoridad de Dios. Servir a
Dios es reinar; servirle en esta forma es elevarse, por encima de todas las consideraciones humanas
y las contingencias naturales, hasta el Ser supremo y Señor de todas las cosas, hasta Dios; es ser
verdaderamente libres, fuertes, grandes, ya que criatura alguna, por elevada que sea, nos esclaviza:
«Servir a Dios es reinar» (Pontifical romano, ordenación de los subdiáconos).
[Encontramos esta expresión en una carta atribuida a san León (ad Demetriadem, P. L., LV, 165).
Es una prueba de lo injusto del reproche de servilismo hecho contra el religioso que obedece. ¡Todo
lo contrario! El espíritu de fe de que éste se halla animado es la única fuerza moral que exime al
hombre de todo servilismo ante cualquier superior –magistrado, jefe militar, príncipe– y encierra el
secreto de la verdadera arrogancia humana. El católico es a la vez el más obediente y el menos
servil de los mortales].
Únicamente la fe, la fe viva y ardiente es capaz de levantarnos a este nivel y de mantenernos en él.
¿Supone esto que no podremos amar al superior? En manera alguna. Nuestro padre san Benito
aconseja al abad que procure «ser más amado que temido» (RB 64); y a los monjes les ordena «que
amen a su abad con amor sincero y humilde» (RB 72). Pero este amor debe ser sobrenatural. Lo que
el santo Legislador nos impone es una obediencia por la fe: debemos ejecutar las órdenes del
superior «como si proviniesen del mismo Dios» (RB 5). Si esta fe es viva hará esta obediencia fácil;
en la orden mandada, cualquiera que sea, nos hará encontrar a Dios; y esto constituirá nuestra mejor
recompensa.

8. La obediencia debe apoyarse en la esperanza


Guiada por la fe, nuestra obediencia es sostenida por la esperanza. En rigor, podríamos decir que a
ella nos hemos referido en lo que se acaba de exponer, toda vez que la virtud de la esperanza brota
necesariamente en un alma informada por la fe perfecta. Nos limitaremos, pues, a pocas palabras
acerca de ella. ¿Cuál es su papel en el ejercicio de la obediencia? Redúcese a hacernos confiar
plenamente en el auxilio divino, especialmente para vencer los obstáculos que se prevén y que se
encontrarán en la ejecución de las obras que se nos mandan. Dios no puede abandonar a sí misma a
un alma que confía enteramente en su gracia.
Miremos a Moisés en la montaña de Horeb. El Señor le ordena vaya a librar a los hijos de Israel
cautivos en Egipto: «Vete: yo te mando al Faraón para que deje libre a mi pueblo». Moisés,
creyéndose incapaz de llevar a cabo tal misión, exclama: «¿Quién soy yo para presentarme al
Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?» Dios le responde: «Yo mismo estaré contigo» (Ex
3,12). Desde ese momento, intrépido, porque confía, se presenta en la corte del Faraón, y Dios
multiplica los prodigios que sabemos, hasta libertar a los hebreos. «Yo estoy contigo», son las
palabras que frecuentemente leemos en las vidas de los santos.
Nuestro Señor las repetía muchas veces a santa Catalina de Siena y a la beata Bonomo cuando les
mandaba algo: «No temas, decía a esta última, yo estaré contigo». Las mismas palabras nos dice
cuando se nos imponen obligaciones difíciles o imposibles (Cfr. Gén 26,14).
Con la esperanza nos da también la virtud de la paciencia, sin la cual la obediencia no es perfecta.
«La señal de que posees la obediencia –decía el Señor a santa Catalina– es la paciencia; el que se
impacienta demuestra que no es obediente. La impaciencia es hermana de la desobediencia y
proviene del amor propio. Ambas virtudes son inseparables; y el que se impacienta indica que su
obediencia no radica en su corazón» [Diálogo, De la obediencia, c. I y II. Tertuliano decía, por su
parte: «Nunca la impaciencia fue fuente de obediencia». De patientia, c. IV. P. L., I, 1255].
La obediencia, animada de esperanza sobrenatural, atrae infaliblemente el auxilio divino. San
Benito nos lo dice claramente: si el abad ordena cosas difíciles o «imposibles», aceptemos de
buenas a primeras lo mandado; y, «si después nos vemos impotentes para cumplirlo, sometamos al
abad, paciente y oportunamente, sin orgullo, ni resistencia, ni contradicción, las causas de nuestra
imposibilidad. Pero si el superior insiste en el mandato, el monje –dice san Benito– debe saber que
le conviene obedecer y, confiando en el auxilio divino» (RB 68), hágalo por amor.
Esta conclusión del capítulo, de doctrina tan elevada, firme y discreta, nos enseña cómo debemos
obedecer en las cosas imposibles. La esperanza de que Dios estará con nosotros nos sostendrá,
porque obedeceremos «por amor».

9. San Benito quiere que proceda principalmente del amor


«Por amor»: he aquí la tercera cualidad fundamental de la obediencia y el motivo que la determina.
Por más que el santo Patriarca la haga derivar de la humildad, como fruto, y sea la fe su primera
inspiradora, cabe señalar que siempre presenta la obediencia monástica como un acto de amor:
«Que por amor de Dios el monje acate rendidamente la autoridad de quien le manda» (RB 7).
«Ciertas líneas escritas por san Benito acerca de la obediencia (capítulos 5, 7, 68, 71) ponen de
relieve la tendencia profunda de su alma a obrar por amor.
Arde en él un entusiasmo por Dios, por Jesucristo y por la misma caridad. Para él, la obediencia
monástica no es solamente una disposición íntima que inclina a ejecutar un mandato con prontitud y
abnegación porque el orden moral requiere que el inferior se someta al superior. La obediencia del
monje es un ejercicio o un esfuerzo constante de amor; y por ello se convierte en expresión de una
disposición habitual de vida unitiva, por la conformidad o comunión perpetua de la voluntad
humana con la divina» [Dom Ryelandt, o. c., pág. 209].
Como dice el santo Legislador, «esta obediencia es propia de aquellos que nada aman tanto como a
Cristo» (RB 5). La obediencia del monje debe ser, según san Benito, la expresión del amor. Y añade
oportunamente que en esto «imitaremos especialmente a Cristo»: «Que por amor de Dios se someta
con rendida obediencia al superior imitando al Señor, quien, según el Apóstol, hízose obediente
hasta la muerte» (Fil 2,8; RB 7).
El primer acto del alma santa de Jesucristo en la Encarnación fue lanzarse a través del espacio
infinito que separa lo creado de lo divino. En el seno del Padre contempla cara a cara las divinas
perfecciones. Pero no se vaya a creer que esta contemplación no es más que –permítaseme la
expresión– puramente especulativa. Como Verbo, Cristo ama a su Padre infinitamente en un acto
que excede toda comprensión. Ahora bien: su humanidad está como sumergida en esta impetuosa
corriente de amor increado, y su Corazón ardiente se consume en esta llama de perfecta caridad.
Como un miembro de la raza humana por su encarnación, Cristo quedaba obligado al mayor de los
preceptos: «Amarás al Señor, tu Dios, con toda tu alma, toda tu mente, y todas tus fuerzas» (Mc
12,30); y cumplió este precepto a perfección.
Desde su entrada en el mundo, Cristo se ofrece por amor: «Heme aquí… tu voluntad está en medio
de mi corazón» (Sal 39,8-9). Toda la existencia de Jesucristo se resume en el amor al Padre. Pero,
¿qué forma tomará este amor? La forma de obediencia: «Para hacer tu voluntad» (Heb 10,7). ¿Por
qué? Porque la sumisión absoluta es la mejor expresión del amor filial. Jesucristo manifestó este
amor perfecto con la completa obediencia desde la Encarnación «hasta la muerte en cruz: usque ad
mortem».
[«Quiero hacerte ver –decía el Padre eterno a santa Catalina de Siena– esta tan excelente virtud de
la obediencia, en el humilde Cordero sin mancilla, y enseñarte de dónde procede. ¿Cuál es la razón
por que el Verbo fue tan obediente? El amor que tuvo a mi honor y a tu salvación. Y este amor, ¿de
dónde procedía? De la clara visión que su alma tenía de la divina esencia y de la inmutable
Trinidad. Veíame a mí, siempre Dios inmutable y eterno, y esta visión producía en él, con una
perfección absoluta, la fidelidad que la luz de la fe no llega a realizar en ti más que de un modo
imperfecto. Me fue fiel a mí, su Padre eterno, y al resplandor de esta gloriosa luz, en la embriaguez
del amor, se lanzó por las vías de la obediencia», Diálogo. De la obediencia, c. I].
No sólo no dejó de obedecer nunca sin titubeos, antes bien superando la sensible repugnancia que
sentía, el amor le llevó hasta la consumación de su obediencia: «Debo ser bautizado con bautismo
de sangre, y ¡qué ansias me consumen hasta cumplirlo!» (Lc 12,50); «¡Con qué ardiente deseo
esperaba el momento de comer la Pascua con sus discípulos» (Lc 22,15), aquella Pascua que
inauguraba la Pasión! Y si Él mismo se entrega a la muerte es «para que sepa el mundo que ama a
su Padre» (Jn 14,31). Este amor es inefable, porque esta obediencia perfecta es el manjar de su
alma: «Mi comida es hacer la voluntad del que me envió y dar cumplimiento a su obra» (Jn 4,34).
El monje debe estar animado de semejante amor al obedecer. Nuestro Legislador lo dice
claramente. Exige que la obediencia, iluminada por la fe, nazca del amor que el monje tiene a
Cristo, móvil y modelo de nuestra sumisión; pues, en definitiva, no hay motivo más fundamental ni
más eficaz para hacernos obedientes que el deseo de imitar a Jesucristo, nuestro ideal. Lo dejamos
todo, renunciando a la propia voluntad para seguirle más de cerca: «Vende lo que tienes y ven en
pos de mí». «Todo lo hemos dejado y te hemos seguido» (Mt 19, 21.27).
No es fácil seguir a Cristo hasta la muerte de cruz; sólo son capaces de ello los corazones humildes,
esforzados, generosos y animados de una fe viva, «para seguir a Cristo, Rey y Señor, con
entusiasmo, como desea san Benito, es necesario renunciar a la propia voluntad y tomar las
brillantes armas de la obediencia, las únicas con que puede conseguirse la gloria». La obediencia
exigirá a veces, como indica san Benito, una paciencia y abnegación heroicas. Pero, ¿acaso no
sintió repugnancia nuestro divino Maestro al ser preso por los judíos, injuriado por los fariseos y
escupido por la soldadesca? Sin duda que todo esto le horrorizaba. No obstante, todo lo aceptó, para
mostrar el amor al Padre, que quería que fuese tratado como el último de los mortales, el desecho de
la plebe; que muriese «como los malhechores» (Is 53,12). Y su sumisión es tan grande que se deja
llevar al sacrificio, como «el cordero que no bala, ni abre la boca» (Is 53,7).
He aquí, pues, el modelo de nuestra obediencia. Nadie nos hará jamás sufrir tamaños dolores ni nos
exigirá semejante sumisión; mas si permite Dios que por obedecer seamos humillados, miremos a
Jesús en aquellas horas difíciles: en la agonía o pendiente de la cruz, y digámosle con todo el
corazón: «Te amo, y me daré todo entero por ti» ( cfr. Gál 2,20). Acepto tu voluntad para
demostrarte mi amor. Entonces la paz divina –que excede todo sentimiento humano –inundará
nuestra alma con la unción de la gracia, y nos dará fuerzas y «paciencia para soportarlo todo en
silencio» (RB 7).
Mas cuando no se posee esta fe, que nos muestra en Dios nuestro único Bien; cuando no es el amor
generoso y ardiente por Jesucristo lo que nos inflama, nos buscamos a nosotros mismos,
aficionándonos a este trabajo, a aquel oficio, a nuestro propio ideal; y como pequeños que somos,
engrandecemos esas bagatelas. Y ¡qué contrariedad sufrimos si el superior nos priva contra nuestra
voluntad de este o aquel cargo; cuando contraría tal o cual ideal! No se puede decir de éstos lo que
nuestro bienaventurado Padre dice del monje perfecto «que todo lo deja por obedecer pronto» (RB
5).
Pero «si uno busca verdaderamente a Dios» (RB 58) y no a sí mismo, está conforme con cualquier
puesto en que ponga la obediencia, por humilde y oscuro qué sea; por penosa y áspera que sea la
labor encomendada, ya que, como dice el Santo (RB 7), incluso nos juzgamos indignos de ella
porque, como quiera que toda obediencia viene de Dios y a Él conduce, es siempre una gracia
inapreciable poder acercarse a Dios y unirse a Él. [Hablamos aquí de las órdenes de los superiores;
pero, con la proporción debida, puede aplicarse lo dicho a la obediencia a la Regla y a las
tradiciones establecidas por las Constituciones].
Para llegar a este grado de virtud se requiere un gran amor; porque, lo repito, obedecer siempre sin
desmayos y someterse en todo «con toda obediencia» a un hombre débil y falible, es durísimo para
la naturaleza; mas es también un homenaje muy agradable a Dios. En primer lugar, porque dejarse
así modelar por la obediencia es llegar infaliblemente, sin «duda» (RB 5), dice enérgicamente san
Benito, a reproducir perfectamente en nosotros los rasgos de Cristo «hecho obediente hasta la
muerte». Y esto es lo que exige de nosotros el eterno Padre; que nos conformemos a su Hijo muy
amado. Jamás olvidemos que cuanto más nos asemejemos a Jesucristo, tanto más el Padre se
complacerá en nosotros y nos concederá la plenitud de sus gracias; porque el amor de Dios en el
alma es divinamente activo.
Así entendida la obediencia, resulta un homenaje agradable, además, porque da a Dios lo que más
apreciamos y es más inviolable: el sacrificio más sincero y religioso que podamos ofrecerle. [«El
obedecer al superior en cuanto es ministro de Dios forma parte de la religión con la cual se da culto
y se ama a Dios». Santo Tomás, Quolibet, VI, a. 2. Cfr., II-II, q. 104, a. 3 ad 1]. A los que nunca
dejan de prestar este homenaje; a los que aspiran a imitar en todo y por todo la obediencia de
Jesucristo, venciendo las dificultades y repugnancias que encuentren, Dios los atrae directamente
hacia sí, «ciertos de que por este camino de la obediencia llegarán a Dios» (RB 71). Los otros, los
que no ven en el superior más que un hombre, discuten la legitimidad y oportunidad de sus
mandatos, o se amilanan ante las dificultades; vagan en torno de Dios sin llegar nunca a encontrarle:
In circuitu ambulant (Sal 11,9).

10. Desviaciones de esta virtud; por qué San Benito condena con tanto ardor la murmuración
Pidamos con frecuencia a Dios esta luz de la fe y esta fuerza del amor que comunicarán su
perfección a nuestra obediencia. De esta manera, ayudados sobrenaturalmente, obedeceremos fácil,
generosa y simplemente, con prontitud y gozo. «Sin vacilación –dice san Benito–, sin tardanza, sin
tibieza, sin murmuración y sin réplica que indique resistencia en el que obedece» (RB 5).
Atendamos bien a todas estas cualidades del acto de obediencia. Nuestro bienaventurado Padre
quiere que obedezcamos de «buen grado», y añade con san Pablo: «Dios ama al que da con alegría
» (2 Cor 9,7; RB 5).
Aun cuando veamos a Cristo en la persona del superior, podrá suceder que nuestro temperamento
no concuerde con el suyo, que sean dispares nuestros caracteres. Y el resultado será una obediencia
laboriosa, y esto por toda la vida. Sólo con el amor de Dios podremos entonces superar todas las
dificultades; sin él correríamos peligro de desfallecer alguna vez, con notable quebranto de nuestra
alma.
Porque hay muchas maneras de dejar decaer el espíritu de obediencia e incluso de apartarse de él.
El alma obediente, tal como la concibe san Benito, es sencilla, franca y leal con el superior, como
un hijo con su padre, al exponer sus necesidades y sus aspiraciones. Valerse ante él de astucias y
sutilezas, obrar con reticencias, engañar al superior para arrancarle un permiso, aun con pretexto de
un bien espiritual, se opone al espíritu de sumisión, que exige el gran Patriarca, y es, en sentir de
san Bernardo, «engañarnos a nosotros mismos». [«Aquel que ostensible u ocultamente se esfuerza
en que el Padre espiritual le mande lo que él desea, se engaña cuando se forja la ilusión de ser
obediente, porque más que obedecer él al superior, es el superior quien obedece a él». San
Bernardo, Sermón sobre las tres órdenes de la Iglesia, P. L. t. CLXXXIII, 636].
Para algunos el peligro está en sustraerse a la vida común, en evitar las molestias de una mutua
convivencia, en vivir prácticamente como si el superior no existiese, aparentando, a veces, con esto
asegurar mejor la unión con Dios; pero no hay en ello más que un engaño e ilusión peligrosa, bien
contraria por cierto a nuestra vocación y a lo que nos impone la santa Regla: «Desean que un abad
les presida» (RB 5). San Benito no emplea esta palabra «desean» sin más ni más; al contrario,
podemos estar ciertos de que lo hace deliberadamente, como cuando dice que el monje «debe vivir
según la voluntad de otros» (RB 5).
Tal es el espíritu que debe animarnos, porque tal es la Regla que hemos jurado observar «hasta la
muerte». Por tanto, en nuestros trabajos y ocupaciones, en nuestras empresas debemos someternos
siempre a la dirección del superior. Esto es lo que pretende el santo Legislador: que en nuestra vida
todo, sin excepción, lleve el sello de la obediencia (cfr. RB 49, 67); de ahí se deriva nuestra
grandeza y seguridad. De lo contrario, el día del juicio nos encontraremos con las manos vacías,
porque habiendo cumplido nuestros deseos y satisfecho nuestro querer, ya estaremos
recompensados con esa vana satisfacción del amor propio: «recibieron su recompensa; los vanos
recompensa huera» (cfr. Mt 6,5). «La propia voluntad no reporta a la vida espiritual más que una
eterna indigencia» [Santa Matilde, El libro de la gracia especial, IV parte, c. 19, De cuán útil sea
quebrantar la propia voluntad].
Hay otros que se atrincheran voluntariamente dentro de un cerco de espinas que el superior
dificultosamente puede atravesar. Por amor de la paz no se atreve a mandarles determinado trabajo
e imponerles tal o cual obligación: no se resistirían abiertamente, pero al menos no se puede contar
con ellos. Les falta aquella flexibilidad espiritual esencial a la obediencia; y esta actitud proviene a
menudo de la falta de fe. Estas almas no están prácticamente convencidas de que lo importante en la
obediencia no es tanto la obra material como el motivo por que se cumple; o sea, la sumisión de
nosotros mismos a Dios para agradarle. Se persuaden que las obras a las que limitan sus
preferencias son más importantes que las demás, cuando, en realidad, todo debe medirse a los ojos
de Dios, sabiduría eterna, según la obediencia y el amor de que va animado.
Semejante estado es sumamente perjudicial para las almas, porque dejan prácticamente de avanzar
por el camino por el cual se vuelve a Dios. Ni son arrastradas por la corriente de la divina gracia, ni
por el ímpetu del río divino: se solazan en la orilla, y no llegan al puerto sino con harta fatiga si es
que consiguen llegar. Acostumbrarse a ser poco accesible, hasta el punto de que el superior no se
sienta libre de expresar su voluntad, es faltar a la palabra empeñada, es una deslealtad: ni más ni
menos que aquella «laxitud de la desobediencia» (RB, pról.), de que habla nuestro bienaventurado
Padre en el Prólogo.
«Dejad la voluntad propia –dice el venerable Blosio– y obedeced a Dios con humilde sumisión;
mejor es arrancar ortigas y malas hierbas con sencilla obediencia, que ensimismarse en la alta
contemplación de sublimes misterios, por propia elección, porque el sacrificio más agradable a Dios
es la abnegación de la voluntad propia. Quien resiste a los superiores y no les quiere obedecer, se
priva de gracias celestiales; y si no cambia, no agrada al Señor» [El paraíso del alma fiel. Obras
espirituales].
Cierto que una total sumisión importa grandes sacrificios. Empero, titubear en la obediencia es
vacilar delante del único bien que perseguimos al venir al monasterio, lo que equivale a decir a
Dios: «No te amo lo suficiente para arrostrar este sacrificio, para rendirte este homenaje». ¿Acaso
eran éstos nuestros sentimientos el día de la profesión religiosa?
Vigilemos, pues, para proceder en esta materia con gran delicadeza de espíritu, pues no de sopetón,
sino por actos repetidos, es como se llega a este estado peligroso en el cual se vive prácticamente
fuera de la obediencia.
Es también de suma importancia evitar la murmuración, aun la interior; pues es otro de los grandes
peligros de la vida monástica, y san Benito lo combate siempre con gran energía. Es de admirar que
el bienaventurado Padre, tan indulgente a veces con ciertas debilidades humanas, es inflexible
tratándose de la murmuración y desobediencia: es que su alma, inundada de luz divina, obraba
conforme al ejemplo de Dios.
Examinemos las santas Escrituras y veremos cómo Dios aprecia las faltas. David, después de tantos
beneficios recibidos, cae en los pecados de homicidio y adulterio. El Señor le envía al profeta Natán
para describirle la enormidad de su crimen. Y David, lleno de arrepentimiento, exclama: «He
pecado contra el Señor». Al instante replica el Profeta: «El señor te ha perdonado: no morirás, pero
dejará de existir el infante que nació de tu pecado» (2 Re 12,13-14). Grande fue la expiación
impuesta, pero al menos David recibía la seguridad del perdón de su pecado a pesar de su
enormidad.
Notemos ahora otro hecho acaecido algunos años antes. Saúl, rey de Israel, escogido por el mismo
Dios, es bueno, casto y sencillo, pero aferrado a su propio juicio. Dios le manda guerrear contra los
amalecitas y exterminarlos sin excepción; pero Saúl perdona a su rey y se reserva lo mejor del
botín, con la sana intención de ofrecerlo en sacrificio al Señor.
Pero, ¿cómo se comporta Dios en esta ocasión? Desecha a Saúl, a pesar de que el rey se arrepentía
de lo hecho: «El Señor – declaró Samuel a Saúl– no se complace en el holocausto, sino en la
obediencia a su palabra: vale más ésta que las víctimas. Tan culpable es la rebelión como la
adivinación, y la desobediencia ofende a Dios tanto como la idolatría. Porque tú has desatendido las
palabras del Señor, Él te desecha, y ya no podrás reinar más». Saúl prorrumpe, como lo hará más
tarde David, en un ¡ay! de arrepentimiento: «He pecado: perdóname». Mas en vano; es rechazado
para siempre, porque Dios detesta la desobediencia, aun cuando parezca justificada por buenas
razones: «Es mejor la obediencia que las víctimas» (1 Sam 15,22).
He aquí por qué nuestro bienaventurado Padre condena con tanta energía toda desobediencia; he
aquí por qué condena tan severamente la murmuración, que es la carcoma que corroe en su misma
raíz el espíritu de obediencia e imposibilita toda verdadera sumisión. Oigamos estas gravísimas
palabras: «Si el monje obedece de mala gana y murmurando, no ya con palabras, sino allá en el
corazón, aunque cumpla lo mandado, su obediencia no será grata a Dios, el cual ve el corazón del
que murmura; por esta, lejos de conseguir gracia alguna, se hace acreedor a la pena de los
murmuradores, si no se enmienda y satisface» (RB 5).
Esta es la doctrina explícita de san Benito; doctrina perfectamente justa, porque, en efecto, la
murmuración es como una compensación con que uno se resarce de una obediencia, que
prácticamente no puede rehuir. Se cumple materialmente la orden; pero lo esencial de la obediencia,
que consiste en la amorosa sumisión de nosotros mismos, está ausente de nuestra alma. La
murmuración es una resistencia del alma, que se manifiesta las más de las veces con palabras,
criticando las órdenes recibidas o juzgándolas injustas e inoportunas.
Nuestro bienaventurado Padre llama a la murmuración «un mal» (RB 34), en contraposición al
«bien de la obediencia» (RB 71). ¿Y por qué es un mal? Porque aparta al alma, si no de la
observancia externa, al menos de la interna sumisión del corazón, que es esencial a la obediencia
perfecta; de aquí que la aleja del camino que conduce a Dios: «Seguros de que por este camino de la
obediencia llegarán a Dios»; la aparta de Dios, su Bien supremo, al apartarla de la autoridad que lo
representa.
Es táctica del demonio inspirar la duda de la legitimidad de las órdenes prescritas, y en cuanto ha
logrado introducirla en el alma esta duda ya tiene ganada la partida: así fue la primera caída y todas
las que la han seguido. Aun cuando uno murmure sin acritud, tal vez sólo para tomar nota,
objetivamente, de las equivocaciones, debilidades y faltas de la autoridad, puede causarse un gran
daño a sí mismo. También se puede perjudicar a las almas. A veces, en efecto, no guarda uno para
sí mismo su murmuración. Convirtiéndose en agente del demonio, repite las insinuaciones de la
serpiente; con hálito pestífero marchita el frescor del «amor humilde y sincero hacia la autoridad»
que san Benito exige del monje que quiere vivir de su espíritu. Este poder de comunicarse que tiene
el mal de la murmuración, lo convierte en particularmente temible; es semejante a un microbio, que,
transmitiéndose de unos a otros, acaba por inficionar a toda la comunidad.
Observemos, sin embargo, que para propagarse necesita un terreno propicio; de otra suerte queda
aislado. Directamente el superior no puede impedir la maledicencia: es a los súbditos a quienes toca
defenderse de la intoxicación. Si el que murmura no encuentra oídos complacientes que le
escuchen, fracasa en sus propósitos y debe encerrar su murmuración dentro de sí mismo; lo que no
deja de ser un peligro para su alma, ya que obrará como un verdadero corrosivo de la vida interior.
[«El desobediente –decía el Padre eterno a santa Catalina– es juguete del amor propio. Su fe muerta
no ilumina bastante la mirada de su inteligencia, que se detiene con complacencia en la satisfacción
de la propia voluntad y en las cosas de la tierra… Como obedecer le parece costoso, decídese a
desobedecer, creyendo que con ello se evita las molestias. Mas he aquí que la carga se le hace más
pesada, porque a la postre le es necesario someterse, o de grado o por fuerza. ¡Cuánto más dulce
para tal, y más fácil le hubiera sido la obediencia aceptada por amor!» Diálogo. De la obediencia, c.
VIII].
¿De dónde proviene ese mal de la murmuración? Casi siempre de la falta de fe. Se ve en el superior
al hombre, no a Jesucristo; cuando la fe no oculta las flaquezas, se juzgan los mandatos porque se
juzga al hombre. Y, ayudada por el hábito, la murmuración no respeta nada: ni hombres, ni
instituciones, ni costumbres, ni obras; nada se sustrae a su crítica. Aunque el superior fuese un
arcángel, no faltarían pretextos para criticar sus órdenes. Observemos cómo se comportan los judíos
con Jesucristo. Nuestro adorable Salvador era la perfección misma; y no obstante se le criticaba en
lo que decía y obraba. Si curaba en sábado, aquellos hombres llenos de un celo áspero, y creyéndose
custodios de la ley, murmuraban (Jn 5,16). Le critican por comer con los publicanos (Mt 9,11) y
hospedarse en casa de Zaqueo (Lc 19,7). Si perdona los pecados, se escandalizan (Lc 5,21). Si les
revela los secretos de su amor, anunciando la Eucaristía (Jn 6,53), le abandonan.
El mismo Jesús hace observar que en todo encuentran reparos: «¿A quién compararé esta
generación? Vino el Bautista, que no comía ni bebía, y dicen de él que está poseído del demonio.
Vino el Hijo del Hombre, que come y bebe como los demás hombres, y dicen: He aquí un hombre
bebedor y amigo de la buena mesa, que se acompaña de publicanos y gentes de mala vida» (Mt
11,8-19).
Guardémonos, pues, cuidadosamente de toda murmuración, como advierte con tanta insistencia y
gravedad nuestro Padre san Benito; porque es el defecto más contrario al espíritu y a la letra de la
Regla: «Ante todo, no asome en el monasterio el mal de la murmuración, ni de palabra, ni con la
señal más insignificante por ningún motivo» [Ante omnia ne murmurationis malum pro
qualicumque causa, in aliquo qualicumque verbo vel significatione appareat. RB 34. «La paz del
monasterio es, a los ojos de san Benito, un bien que ha de preferirse a todos los demás» (Abad de
Solesmes, Commentaire sur la Règle de saint Benoît, pág. 287)].
Sin embargo, sepamos distinguir el lamento, de la murmuración: lejos de ser el lamento una
imperfección, muchas veces puede constituir incluso una oración. Jesucristo en la cruz, con ser
modelo de toda santidad, se queja de que el Padre le ha abandonado. ¿Cómo podremos discernir
estas dos facetas? La murmuración implica evidentemente un sentimiento de oposición, de
malevolencia (al menos pasajera) de la voluntad; pero procede formalmente de la inteligencia; es un
pecado que proviene del espíritu de resistencia; y el lamento, cuando es puro, viene del corazón; es
un grito del alma lacerada, que siente el dolor, si bien lo acepta con resignación y amor.
Podemos sentir las dificultades de la obediencia, y hasta experimentar sentimientos de repugnancia;
esto puede ocurrir incluso al alma más perfecta; en ello no hay imperfección si la voluntad no
consiente en estos movimientos de rebeldía que a veces asaltan a la naturaleza sensible. Esta
turbación la sintió el mismo Señor: «Empezó a entristecerse y angustiarse». Mas en estos momentos
angustiosos, El, que es nuestro modelo, decía: «Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz»
(Mt 26,29). ¡Qué lamento salido de la boca de un Dios, delante de la obediencia más terrible que
jamás se ha impuesto al hombre!, Pero también este grito de la sensibilidad excitada es seguido de
otro no menos profundo, de un total abandono a la voluntad divina: «Sin embargo, no se haga lo
que yo quiero, sino lo que tú».
En la murmuración hay, en cambio, una total ausencia de amor; por esto «aparta de Dios»; destruye
precisamente aquello que el santo Patriarca quiere establecer en nosotros: el amen de todos los
momentos, el fíat amoroso, que fluye más del corazón que de los labios: en una palabra, la perfecta
y constante sumisión de todo nuestro ser a la voluntad divina, por amor de Cristo.

11. Cuidado que se ha de poner en ser perfectamente obediente


Velemos, pues, sobre nosotros mismos. La obediencia es demasiado preciosa para no guardarla con
afán; amemos este «bien» como lo llama san Benito, porque nos une a Dios; busquémoslo con amor
y conservémoslo celosamente. El ejemplo nos lo dan los buscadores de riquezas. Dicenles que muy
lejos, en Eldorado, región desconocida, hay terrenos auríferos. Allá se van con el afán de
enriquecerse; dejan patria, familia y amigos; se embarcan, atraviesan mares, se adentran por países
desconocidos arrostrando mil y mil peligros. Después de innumerables fatigas llegan, por fin, donde
se halla el precioso metal; no se contentan, sin duda, con las muestras que puedan traer en las
manos, sino que recogen todo cuanto puedan llevarse ¿Qué diríamos de ellos si después de haber
soportado tantos dolores y trabajos se contentasen solamente con algunas pepitas de oro? Los
tendríamos, y con razón, por mentecatos.
Tal sería el monje que después de algunos años de vida religiosa, dejase aflojar los vínculos de la
obediencia; porque, quién más, quién menos, todos nos hemos impuesto grandes sacrificios antes de
entrar en el monasterio. Leímos cierto día en la Escritura, u oímos a Cristo en la oración, que lo
dejásemos todo por seguirle: «Ven y sígueme: yo te daré la vida y seré tu dicha». Su voz divina,
llena de dulzura, nos conmovió hasta lo íntimo del corazón; comprendimos su invitación y, como el
mercader del Evangelio, todo lo vendimos por comprar el campo en donde está escondido el tesoro.
Abandonamos todos los seres más queridos, y, jóvenes aún, renunciamos a las legítimas alegrías de
la familia, a las afecciones visibles de los nuestros; pasamos por todo a trueque de adquirir este
tesoro, que es el mismo Dios.
¿Dónde lo encontraremos? Allá arriba, en la vida eterna, en una bienaventuranza inefable, gozando
soberanamente de Él; acá abajo, en la obediencia por la fe; he aquí el tesoro que buscamos. Después
de tantos y tan continuos sacrificios para asegurarnos este bien precioso, ¿nos contentaremos con
una pequeña parte de él? ¿Con obedecer alguna que otra vez y sólo para no traspasar el voto? No
seamos tan insensatos que dilapidemos así, tontamente, los tesoros eternos.
No olvidemos que el voto de obediencia es una promesa solemne hecha a Dios el día de nuestra
profesión. Cada vez que deliberadamente desobedecemos, de cualquier manera que sea, sustraemos
cobardemente, como san Benito dice, parte de lo que habíamos dado. Pero, en el día del juicio,
Dios, «a quien nadie puede engañar» (Gál 6,7: Deus non irridetur), nos pedirá cuenta, con rigurosa
justicia, de la fidelidad jurada. No podremos responder entonces: «Yo quería alcanzar la perfección,
pero mi superior era imperfecto, exagerado, desagradable, guiado de móviles mezquinos o
parciales, contrarios a mi modo de ver». Dios nos contestará: «Los defectos del superior son cosa
mía; de ellos debe responder solamente ante mí; pero para tu salvaguardia, yo habría suplido con mi
sabiduría y bondad las faltas e imperfecciones de quien me representa; y lo hubiese hecho
ampliamente, si creyendo en mi palabra, tú hubieras esperado en mi fidelidad».
[San Bernardo compara la obediencia a un escudo (moneda) que hemos de dar a Dios, pero que Él
no recibirá sin comprobar que es legítimo y no falsificado. «Si discutimos, si obedecemos a unos
preceptos y no a otros, el escudo de nuestra obediencia está roto. Cristo no lo aceptará, porque
debemos pagarle en escudos, no falsos, ni defectuosos, sino íntegros y legales, ya que le
prometimos obediencia simplemente y sin restricción alguna. Si, pues, obedecemos, pero lo
hacemos por una especie de fingimiento, bajo la mirada del amo, murmurando en secreto, nuestro
escudo es falso, tiene plomo, no es todo de plata, y pagamos con escudos de plomo. Tal es nuestra
iniquidad. Cometemos fraude, y esto a la vista de Dios; y de Dios no se mofa nadie». II Sermón
para la fiesta de San Andrés. § I. P. L., CLXXXIII, 509. Véase en la RB: «Si alguna vez obrase de
otro modo ha de ser condenado por Aquel de quien se mofa»].
Vivamos, pues, en obediencia: hagamos de ella nuestra comida, como el mismo Jesucristo: «Mi
manjar es hacer la voluntad del Padre» (Jn 4,34). Pidamos al Señor una obediencia perfecta, que
someta nuestro juicio, nuestra voluntad, nuestro corazón, todo nuestro ser a Dios y a su
representante. Si perseveramos en pedirla, ciertamente que Jesucristo nos la otorgará. Unámonos a
Él todas las mañanas en su obediencia, en el abandono que hizo de todo ser en el momento de la
Encarnación. Como Él, repitamos al Padre: «Heme aquí, Dios mío, me entrego a ti, a tu beneplácito,
para cumplir en todo, con tu Hijo amado, tu voluntad: «Siempre hago lo que le agrada» (Jn 8, 29).
Porque te amo, quiero rendirte el homenaje de mi sumisión absoluta a tu voluntad, en cualquier
mandato que se me imponga. Diré en unión con tu Hijo Jesús: «Conviene que conozca el mundo
que amo al Padre y que, según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31).
Esta voluntad acaso me ordene cosas desagradables a la naturaleza, a mis gustos; acaso contraríe
mis ideas personales, o sea dura a mi espíritu de independencia; pero yo quiero ofrecerte este
sacrificio como testimonio de mi fe en tu palabra, de mi esperanza en tu poder y de mi amor a ti y a
tu Hijo Jesús». Renovemos todos los días este ofrecimiento, y sobre todo cuando lo que nos manda
el superior coincide con nuestro gusto. De lo contrario habría peligro de que la natural satisfacción
que tenemos sustituyera a este espíritu de obediencia de que deben estar impregnadas todas las
obras para ser gratas a Dios. [Es el consejo que nos da san Gregorio: «Renuncia a la virtud de la
obediencia el que desea las cosas prósperas y que se acomodan a sus deseos». Morales, lib. XXXV,
c, 14. P. L., LXXVI, 706].
Obrando de esta manera, nuestra obediencia será santificada por el contacto con la de Jesús. Y Él,
que desea infinitamente que «seamos uno con Él» (Jn 17,21), nos concederá el conseguir poco a
poco la perfección, no solamente del voto, sino hasta la de la virtud. Y por este medio nos
desprenderá totalmente de nosotros mismos para unirnos íntimamente con Él; y porque no
tendremos otra voluntad que la suya, por El estaremos unidos al Padre.
Entonces todo nos será fácil y llevadero, porque sacaremos nuestra fortaleza de Jesús, el cual, para
comunicárnosla, la saca a su vez del seno del Padre. Conducidos por su amor, todo nos será
indiferente: sin preferencia para nada, cumpliremos con la misma exactitud las cosas pequeñas y las
grandes, pues todas vienen de Dios y a Él conducen.
Aumentaremos constantemente esta herencia eterna que hemos venido a buscar y que nada, si
queremos, podrá arrebatarnos, porque la encontramos en el mismo Dios. «Señor bondadoso,
enséñame, por esta misma bondad, a guardar tus preceptos, porque es para mí tu ley un bien más
precioso que el oro y la plata» (Sal 118,68.72).

Nota
Trae santa Teresa, acerca de la materia de la obediencia, unas palabras demasiado significativas
para que las pasemos por alto en este lugar, como autoridad que resume otras muchas. «Sería recia
cosa que nos estuviese claramente diciendo Dios que fuésemos a alguna cosa que le importa, y no
quisiésemos sino estarle mirando, porque estamos más a nuestro placer. ¡Donoso adelantamiento en
el amor de Dios!, es atarle las manos, con parecer que no nos puede aprovechar sino por un camino.
«Conozco algunas personas que he tratado (dejado, como he dicho, lo que yo he experimentado)
que me han hecho entender esta verdad cuando yo estaba con pena grande de verme con poco
tiempo, y así las había lástima de verlas siempre ocupadas en negocios y cosas muchas que les
mandaba la obediencia; y pensaba yo en mí, y aun se lo decía, que no era posible entre tanta
baraúnda crecer el espíritu, porque entonces no tenían mucho.
«¡Oh, Señor, cuán diferentes son vuestros caminos de nuestras torpes imaginaciones! Y cómo de un
alma que está ya determinada a amaros, y dejada en vuestras manos, no queréis otra cosa sino que
obedezca, y se informe bien de lo que es más servicio vuestro, y eso desee. No ha menester ella
buscar los caminos ni escogerlos, que ya su voluntad es vuestra. Vos, señor mío, tomáis ese cuidado
de guiarla por donde más se aproveche. Y aunque el prelado no ande con este cuidado de
aprovecharnos el alma, sino de que se hagan los negocios que le parece convienen a la comunidad,
Vos, Dios mío, le tenéis, y vais disponiendo el alma y las cosas que se tratan, de manera que, sin
entender cómo, nos hallamos con espíritu y gran aprovechamiento, que nos deja después
espantadas».
Y después de haber traído algunos ejemplos para ilustrar la materia, la gran santa nos anima con
uno de sus apóstrofes, tan familiares en ella: «Pues, ¡ea!, hijas mías, no haya desconsuelo cuando la
obediencia nos trajere empleadas en cosas exteriores; entended que si es en la cocina, entre los
pucheros anda el Señor; ayudándoos en lo interior y exterior».
Después, volviendo a su habitual gravedad, concluye con esta convicción que no podía venirle sino
de un dictado de lo alto: «Yo creo que, como el demonio ve que no hay camino que más presto
lleve a la suma perfección que el de la obediencia, pone tantos disgustos y dificultades, debajo de
color de bien. Y esto, se note bien, y verán claro que digo verdad...
«Lo que pretendo dar a entender es la causa que la obediencia (a mi parecer) hace más presto, o es
el mayor medio que hay para llegar a este tan dichoso estado [de perfección]. Es que como en
ninguna manera somos señores de nuestra voluntad, para pura y limpiamente emplearla toda en
Dios, hasta que la sujetamos a la razón, es la obediencia el verdadero camino para sujetarla. Porque
esto no se hace con buenas razones; que nuestro natural y amor propio tiene tantas, que nunca
llegaríamos allá. Y muchas veces, lo que es mayor razón (si no lo hemos gana), nos hace parecer
disparate, con la gana que tenemos de hacerlo» (Las fundaciones, c. V, 5, 6; 8, 10 y 11).

B. La vida de unión con Cristo (…et secuti sumus te)

XIII. La «obra de Dios», alabanza divina


Dios todo lo hizo para su gloria; cómo el oficio divino procura esta gloria a Dios; San Benito lo
llama con razón «la obra de Dios»
Para juzgar el valor absoluto de una cosa o de una obra es necesario considerarlas situándose en el
punto de vista de Dios. Sólo Él es la verdad misma; y la verdad es la luz en la cual Dios, eterna
Sabiduría, ve todas las cosas; éstas valen lo que valen para Dios. Es éste el único criterio infalible
de juicio, apartándose del cual hay peligro de errar. Sabido es que nuestra santidad es de orden
sobrenatural: esto es, por encima de los derechos, fuerzas y exigencias de la naturaleza.
Por lo tanto, todo lo que se refiere a este orden sobrenatural, del cual es único autor Dios, supera por
su trascendencia a todas las concepciones humanas. «No son como los vuestros mis pensamientos
ni mi modo de obrar», nos dice Dios mismo (Is 55,8). Hay distancia infinita entre nuestros caminos
y los de Dios: «Como se elevan los cielos sobre la tierra» (Is 55,9). De aquí que para conocer
verdaderamente las cosas espirituales debemos verlas como Dios las ve, con la luz de la fe que nos
descubre los divinos designios y los eternos pensamientos de Dios; fuera de esta luz, no hay acerca
de las cosas espirituales más que tinieblas y error.
Ahora bien: es verdad fundamental, revelada por Dios, que «todo ha sido creado y hecho para su
gloria» (Prov 16,4). Dios nos lo da todo; se nos dio a sí mismo en la persona de su amado Hijo
Jesucristo, y con Él todos los bienes; nos prepara una eterna felicidad en el goce de la Trinidad
augusta. Una sola cosa se ha celosamente reservado: su gloria: «Yo el Señor, no cederé a otro mi
gloria» (Is 42,8).
Por consiguiente, el valor de una obra habrá de computarse por la gloria que reporta a Dios. Hay
obras que no van dirigidas directamente a esta gloria, como son, por ejemplo, los trabajos
intelectuales de erudición, de enseñanza; los trabajos manuales, arreglo de jardines, ocuparse en la
cocina. Emprendidos con amor, son agradables a Dios; no obstante, no le procuran sino una gloria
indirecta, no por sí mismos, sino «por el fin de quien obra», usando la expresión de la escuela, esto
es, por la recta intención con que se ejecutan para agradar a Dios. [Hablamos, claro está, del orden
sobrenatural. Es evidente que toda acción honesta, moralmente buena, rinde por sí misma alguna
gloria al Señor, con solo entrar en el orden natural querido por Dios].
Otras obras, en cambio, tienden directamente a la gloria de Dios, y le son sumamente placenteras,
no sólo por el amor que las acompaña, sino por sí mismas; por «el fin de la obra». Su objeto directo
y los elementos componentes son sobrenaturales: tales son la misa, los sacramentos. Es evidente
que en sí mismos, prescindiendo de las disposiciones del ministro, exceden, desde el punto de vista
divino, a cualquier otra obra.
A esta segunda categoría pertenece el oficio divino. No sólo por la intención del que lo recita, mas
también por su naturaleza y los elementos que lo componen, se refiere enteramente a Dios; por sí
mismo, «por el fin de la obra», tiende a Él. Constituye, con la santa misa, con la cual se relaciona, la
expresión más completa de la religión; es la «obra divina» por excelencia: así los llama nuestro
bienaventurado Padre.
El oficio divino contiene, sin duda, peticiones y fórmulas impetratorias, pero no son éstos sus
elementos principales; es, ante todo, una alabanza divina, sintetizada perfectamente, al final de cada
salmo, en la doxología «Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo». Su fin directo es reconocer
y ensalzar las divinas perfecciones, complacerse en ellas dando a Dios gracias: «Gracias te damos,
Señor, por tu grande gloria» [Gloria de la misa]. Arranca de este principio: «Digno eres, Señor,
Dios nuestro, de recibir la gloria y el honor» (Ap 4,11). Esta es la aclamación de los elegidos en el
cielo: contemplando las infinitas perfecciones de Dios, abísmanse forzosamente en la alabanza y en
la adoración, tributándole la gloria que le es debida: «El Señor es grande y sobremanera digno de
alabanza» (Sal 47,1).
Ahora bien: nosotros los religiosos buscamos a Dios: con este objeto vinimos al claustro. ¿No es,
pues, natural que adoptemos directamente como obra principal el oficio divino, con el que más
directamente atendemos a Dios? ¿Cómo le buscaríamos verdaderamente –«si de veras busca a
Dios» (RB 58)– sin pensar en primer lugar en El, en sus perfecciones, en sus obras? «Y alabarán al
Señor quienes le buscan» (Sal 21, 27). Y en justa correspondencia, a medida que vamos
encontrándole y que va manifestándose a nosotros, más sentimos la necesidad de cantar sus dones y
perfecciones: «Pues quienes le buscan le encontrarán, y al encontrarle le alabarán» [san Agustín,
Confesiones, l. I, c. I. P. L., XXXII, col. 661].
Por esta causa nuestro santo Patriarca, después de señalar la finalidad de la vida monástica, prefijar
la autoridad del jefe del monasterio y definir la vida cenobítica; después de demostrar que la
humildad y la obediencia remueven los obstáculos del camino de la perfección, nos habla del oficio
divino, y lo regula minuciosamente. No lo considera como obra exclusiva ni finalidad de la vida
monacal; pero sí como principal, «a la que se subordinará cualquier otra, por importante que sea»
(RB 43). Establece una «escuela del divino servicio» (RB, pról.) en la cual el oficio divino es «el
primer servicio de devoción» (RB 18).
Es muy cierto, como repetidas veces lo hemos dicho, que san Benito no excluye las otras obras, y la
historia, de consuno con la tradición –tan respetable para nosotros–, nos muestran cómo nuestra
Orden, en el transcurso de los siglos, ha llevado a cabo diversas misiones en el campo de la
civilización cristiana; pero es innegable que nuestra obra más importante, la que reclama más
principalmente nuestra atención y energías, es la divina alabanza. Además es ella, después de los
sacramentos, el medio más seguro para nosotros, los monjes, de unión con Dios. El oficio divino,
que tanta gloria reporta al Señor, es para cada uno de nosotros fuente abundante de santificación:
aspecto este que trataremos en la siguiente conferencia; ahora vamos a mostrar cómo la «obra de
Dios» es una alabanza infinitamente agradable al Señor.
Para comprender su excelencia hay que referirse a su fuente, naturaleza, elementos y finalidad. Este
estudio se hará a la luz de la fe; pues sólo con ella penetramos en la verdad. «Solamente el Espíritu
de Dios –dice san Pablo– es capaz de escrutar las profundidades divinas» (1 Cor 2,10-11). La mente
humana, que no puede apreciar más que las apariencias, cae con frecuencia en el error.
Como, por otra parte, nuestro amor al oficio divino depende del aprecio y de la fe que tengamos en
su valor, es para nosotros de suma utilidad que esta fe sea ilustrada y que este aprecio sea razonado
y fundado.

1. Fundamento principal de la excelencia del oficio divino: el cántico del Verbo en el seno del
Padre y en la creación
Elevémonos, por una fe reverente, hasta el trono de la Trinidad beatísima, y hallaremos el
fundamento mismo de la alabanza. Como hijos y no extraños, formando parte, por Cristo, de la
familia divina, tenemos derecho a remontarnos a esa altura sublime: «No sois huéspedes y extraños,
sino que sois conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (Ef 2,19).
¿Qué nos revela Cristo de la vida inefable de Dios uno y trino?
El Verbo, dice san Pablo, es «el esplendor de la gloria del Padre, y la forma de su substancia» (Heb
1,3): es «la fidelísima imagen del Padre» (cfr., Sab 7,26; Col 1,15). Desde toda la eternidad el Hijo
expresa la perfección del Padre con una sola palabra infinita, que es Él mismo, y en esto está la
gloria esencial del Padre. El Verbo, palabra eterna, es un cántico divino de alabanza en loor del
Padre: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1,1).
Desde la eternidad, con este acto infinito y único, que es Él mismo, ha dado, da y seguirá dando una
gloria eterna y adecuada al Padre; gloria que consiste en el conocimiento infinito que del Padre y de
sus perfecciones tiene el Hijo, y en la apreciación infinita que de Él expresa: apreciación igual a
Dios y digna de Dios; Dios no necesita otra gloria.
El Verbo lee también en su Padre los eternos decretos de sabiduría y bondad, los misericordiosos
designios realizados en la creación y redención, en la institución de la Eucaristía, y los que cada día
se realizan en la santificación de las almas: «Lo que fue hecho era vida en Él» (Jn 1,3-4).
Contemplando todos estos objetos, da gloria al Padre: «¡Cuán magníficas son tus obras, Señor!
Todo lo hiciste sabiamente» (Sal 103, 24).
He ahí el himno infinito que resuena siempre «en el seno del Padre» (Jn 1,28) y que le es agradable.
El Verbo es el cántico que Dios se canta interiormente a sí mismo, que viene de las profundidades
de la Divinidad; el cántico viviente en el cual eternamente Dios se complace, como expresión
infinita de sus perfecciones.
Este ministerio de la vida divina, que acabamos de escudriñar con infinito respeto, nos da la razón
de ser y el valor del oficio divino.
Por la Encarnación «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Mas no olvidemos lo
que se canta por Navidad: «Continuó siendo lo que era y tomó lo que no era» [Antífona de Laudes
de la Circuncisión]. Al asumir la humanidad, nada perdió el Verbo; sigue siendo lo que es: el Verbo
eterno, y por consiguiente, la glorificación permanente e infinita del Padre. No obstante, como
asumió, en la unidad de su persona divina, una naturaleza humana, esta santa humanidad participa,
por el Verbo, en esta obra de glorificación.
La humanidad de Cristo es como el templo en que el Verbo recita su cántico de gloria al Padre;
mejor dicho, se ve arrastrada por la corriente de la vida divina. Jesucristo, Verbo encarnado, dijo:
«Yo vivo para gloria del Padre» (Jn 6,58) y toda mi actividad a eso tiende. Esta actividad teándrica
corresponde a una naturaleza humana, glorifica a Dios de un modo humano; pero como procede de
una «persona divina» y se apoya en el Verbo, las alabanzas que de ella dimanan, humanas en su
expresión, se convierten en alabanzas del Verbo, y adquieren por tanto un valor infinito.
Cuando Jesucristo oraba o recitaba salmos; cuando, como dice el Evangelio, «pasaba las noches en
oración» (Lc 6,12), emitía los acentos humanos de un Dios; el himno del Verbo, simplicísimo en la
eternidad, se multiplicaba y detallaba en los labios de su humanidad. Así, pues, el himno que desde
toda la eternidad el Verbo hace resonar en el santuario de la divinidad, se prolongó en la tierra a
modo humano al encarnarse el Verbo; y se prolongará desde entonces sin cesar en la creación.
Siempre cantará la humanidad de Cristo la gloria del Padre con un himno, humano en su expresión,
pero de infinito valor y el único digno verdaderamente de Dios: «la obra de Cristo».
En su último día Cristo resume toda su obra, diciendo al Padre: «Yo te glorifiqué en la tierra» (Jn
17,4); pues su vida entera no fue más que una alabanza a la gloria del Padre; era su obra esencial, a
ninguna otra pospuesta.
Ciertamente, le glorificaba en todos sus actos, prodigándose a las almas cual no lo ha hecho otro
apóstol, y derramando el bien a manos llenas; mas estos actos eran formas secundarias de alabanza.
Cristo, el Verbo encarnado, alabó al Padre especialmente ensalzando sus divinas perfecciones con
inefables coloquios. ¿Quién podrá expresar la religión de Jesús para con su Padre, la profunda
adoración que la informaba y la alabanza que sin cesar subía, como oloroso incienso, hasta el Padre,
desde su santa alma? Jesús contempla las divinas perfecciones en todo su esplendor; y tal
contemplación es fuente de una inefable alabanza. Tributada al Padre, en nombre del humano linaje,
del cual formaba parte auténticamente, el homenaje de adoración y de complacencia que por
nosotros le son debidas. Su conocimiento perfecto, su comprensión acabada de los cánticos
inspirados, hacían su alabanza infinitamente digna de Dios.
Contemplaba también la creación, que recibía de Él, Verbo divino, la vida: «En Él estaba la vida».
Era necesario que el conjunto de los seres creados fuese conocido una vez perfectamente por un
alma humana; pues bien, Jesucristo se gozó al contemplar las maravillas de la naturaleza, como la
Trinidad se complació en los días de la creación al contemplar la bondad y belleza de la obra salida
de sus manos: «Y vio Dios todas las cosas que había creado, y eran muy buenas» (Gén 1,31). ¡Con
qué satisfacción viendo Jesucristo en las criaturas un reflejo de las perfecciones del Padre, se
constituyó en Pontífice suyo para volverlas a Dios! De aquí nació en el alma de Jesús aquel culto
perfecto que le compete como Pontífice supremo en el cual el Padre tiene sus complacencias. [Cfr.
Mons. Gay, Elévation Chantez au Seigneur un cantique nouveau parce qu’il a fait des merveilles,
99].
2. El Verbo encarnado legó a su esposa, la Iglesia, la misión de perpetuarlo
Pero Jesucristo es inseparable de su cuerpo místico, la Iglesia, al que antes de ascender a los cielos
legó sus riquezas y su misión. La Iglesia es la Esposa de Cristo, dice san Pablo. ¿Qué le legó el
Esposo? Sus tesoros, méritos y satisfacciones, su preciosa sangre, su sagrado Corazón. ¿Y qué
aportó ella, en dote? Debilidades y flaquezas; pero también un corazón para amar y unos labios para
cantar. Jesucristo, uniéndose a la Iglesia, le da el poder de adorar y alabar al Padre; de ahí dimana la
liturgia. Es ésta la alabanza del mismo Jesucristo, Verbo encarnado, a través de los labios de la
Iglesia.
De la Iglesia dicen con admiración los ángeles: «¿Quién es ésta que asciende del desierto, inundada
de delicias, apoyada en su amado?» (Cant 8,5). Es la Esposa, respondemos nosotros, que recibe su
hermosura del Esposo en cuyos brazos se apoya: «Su voz es siempre suave y fascinador su
semblante» (Cant 2,24). Cristo le da sus riquezas y la introduce en el palacio del Rey celestial ante
su Padre; y allá la Iglesia, unida a Jesucristo, repetirá por eternidades el cántico que canta el Verbo
«en el seno del Padre» y que trajo al mismo a la tierra.
En el Apocalipsis vemos a los elegidos adorar «al que está sentado sobre un trono», ensalzando sus
perfecciones inefables: «Digno sois, Señor Dios nuestro, de recibir gloria, honor y virtud» (Ap 4,10-
12; cfr. 5,12-13); es el coro de la Iglesia triunfante. En la tierra resuena el coro de la militante,
llamada a ocupar algún día su lugar cabe los elegidos; mas este coro, juntándose por la fe y el amor
con el celestial, resuena también ante el trono de Dios; porque la Iglesia es una en Cristo, su divina
cabeza. «Allá arriba –dice san Agustín–, el amor saciado canta el Aleluya en la plenitud del gozo
eterno; acá, el amor anhelante se esfuerza en patentizar el ardor de sus deseos» [Sermo CCLV, 5. P.
L., XXXVIII, 1188]. Mas forman ambos un mismo coro a dos voces: el coro de la Iglesia una
cantando el único himno de la gloria divina, en una ejecución animada acá y allá por el mismo
Pontífice supremo, Jesucristo.
Más arriba apuntamos las palabras: «apoyada en su amado»; este «apoyo especial» o, en otros
términos, público y oficial, «en el amado», es lo que indica la diferencia entre el oficio divino y
otras plegarias. Aquél es la voz oficial de la Esposa de Cristo, voz a la cual el mismo Esposo
prepara una acogida siempre y enteramente privilegiada, voz cuyos acentos tienen cerca de Dios un
poder sin rival. Con la fe, la esperanza, el amor y la unión con Jesucristo, la Iglesia salva la
distancia que la separa de Dios, y canta sus alabanzas, como el Verbo encarnado, en el seno de la
divinidad; canta, unida a Cristo, bajo la mirada misma de Dios; porque es Esposa, merece ser
siempre oída.
La obra máxima, el triunfo de la Divinidad de Jesús, es nuestra elevación hasta el Padre, a pesar de
nuestra condición de pobres mortales; confirió Dios a la santa humanidad del Verbo la potestad de
llevarnos con ella, donde ella habita: «Subo a mi Padre, que también lo es vuestro: a mi Dios y a
vuestro Dios» (Jn 20,27). Y en otro lugar dice: «Quiero, Padre, que en donde yo estoy, estén
también los que en mi creyeron» (Jn 17,24). Después de la muerte, estaremos, así lo esperamos
firmemente, de un modo real y permanente, donde está el Salvador; pero ya desde ahora estamos
allí por la fe: «Él os conceda que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,27). Estamos
especialmente unidos con el Verbo encarnado cuando cantamos con Él y por Él la gloria del Padre.
He ahí la razón fundamental de la importancia de «la obra de Dios»; he ahí el privilegio
incomunicable y exclusivo de esta plegaria recitada con Cristo, y en su nombre, por su Esposa la
Iglesia. «¡Si conocieras el don de Dios!» (Jn 4,10).

3. La Iglesia encomienda a almas escogidas la parte más importante de esta misión


A esta alabanza asocia la Iglesia a todos sus hijos. Hay ciertos actos del culto público en que deben
tomar parte los simples fieles, si no quieren verse excluidos de la sociedad de Jesucristo. Pero no se
contenta la Iglesia con este culto, común a todos; como ha seleccionado a algunos para asociarlos
más particularmente al sacerdocio eterno de su Esposo, así también a esta selección ha
encomendado la parte más importante y característica de su misión de alabanza: son los sacerdotes
y los religiosos de coro. La Iglesia los ha diputado como embajadores suyos delante del trono
divino; los escoge para enviarlos como representantes cerca del Padre en su nombre y en el de su
Esposo.
Cuando un embajador presenta sus credenciales ante el jefe de un estado, no lo hace como hombre
privado, sino en representación de su soberano y de su país: a éste representa cuando habla de su
misión, y los honores que se le tributan tienen idéntico significado que los que se le darían a su
mismo soberano en persona. Los razonamientos de sus discursos, más que la fuerza de su talento
particular, tienen la potencia de su país o la posición relevante de su soberano. No se trata de una
ficción: existe una realidad moral y jurídica que define la misión del embajador.
Proporcionalmente, lo mismo sucede con aquellos que la Iglesia, Esposa de Cristo, ha reputado para
ser sus representantes delante de Dios; es decir, los sacerdotes y los religiosos de ambos sexos,
obligados a recitar el oficio divino en virtud de unas reglas aprobadas por la autoridad eclesiástica:
son embajadores de la Iglesia delante del Padre; ofrecen sus homenajes, representan sus intereses y
defienden sus derechos. Y como la Iglesia es la Esposa de Cristo, estos embajadores participan con
ella de los privilegios que le confiere su dignidad sobrenatural de Esposa de Cristo. Cuando, pues,
estamos en el coro, estamos allí con una doble personalidad: con la nuestra individual, con sus
debilidades, flaquezas y culpas, pero también con la de miembros del cuerpo místico de Jesucristo,
legados de la Iglesia; y en esta condición debemos preocuparnos por los diversos e incontables
intereses de la sociedad cristiana, recomendándolos delante de Dios.
Si usamos bien nuestros poderes, estamos ciertos de que, a pesar de nuestras deficiencias, seremos
bien atendidos por el Padre y gratos a Él; pues, cuando desempeñamos esta misión oficial, nuestras
miserias quedan veladas por la dignidad de que nos reviste la Esposa de Cristo. El Padre ve en
nosotros, durante la recitación del oficio, no pobres almas con intereses privados y sin prestigio,
sino embajadores de la Esposa y de su amado Hijo, que con pleno derecho abogan por las almas;
entonces estamos investidos oficialmente de la dignidad y del poder de la Iglesia y del mismo
Jesucristo.
Por otra parte, el está entonces en medio de nosotros: lo prometió formalmente; es el supremo
Jerarca, que recibe nuestros ruegos y recoge nuestras alabanzas para transmitirlas a Dios: «al trono
de la gracia» (Heb 4,16). Por esto estas alabanzas son superiores ante Dios en valor y eficacia a
cualquier otra alabanza y plegaria, a cualquier otra obra.
Es esta una verdad irrebatible, y los santos, inundados de luz divina, así lo han entendido. Santa
Magdalena de Pazzi apreciaba las horas canónicas sobre toda devoción privada; y cuando alguna
religiosa solicitaba dispensa para dedicarse a la oración, le decía: «No, hija: ciertamente os
engañaría al dispensaros, induciéndoos a creer que con esa devoción particular honrarías mejor a la
divina Majestad, cuando es incomparablemente superior a cualquier devoción privada el oficio
recitado con las hermanas» [Vida, por el P. Cepari, S.J.].
San Alfonso de Ligorio refiere, apropiándoselo, que «un prudente religioso decía que, de faltar el
tiempo, sería preferible abreviar la oración mental y dar más tiempo al oficio divino para ponerse en
disposición de poderlo recitar con la devoción que merece» [L’office méprisé; Oeuvres complètes,
Paris, 1836, t. XI].
Así piensan los sabios y habla la fe. El oficio vale incomparablemente más que cualquier otra obra;
es verdaderamente la «obra de Dios» por excelencia; las demás son «obras de los hombres»; aquélla
es obra de Dios, como alabanza que viene del Verbo, y es presentada a Dios por la Iglesia en
nombre de Cristo.

4. El oficio divino se convierte, mediante la palabra y el corazón del hombre, en el himno de


toda la creación
Otra excelencia de la divina alabanza es promover directamente la gloria de Dios.
A no dudarlo, Él encuentra en sí mismo una gloria esencial, independiente de toda criatura: «Eres
mi Dios, y no has menester de mis bienes» (Sal 15,2). Pero, puesto que existen las criaturas, «es
muy justo y equitativo que ensalcen su nombre y le den gracias». Nada más puesto en orden ni más
conforme a la justicia. De este principio nace la virtud de religión: «Es de veras digno y justo,
equitativo y saludable, que siempre y en todas partes os demos gracias, Señor» [Prefacio de la
Misa].
En la creación, muchas criaturas desconocen a Dios; le honran, pero de un modo silencioso,
observando las leyes establecidas al sacarlas de la nada: «Los cielos cantan la gloria de Dios, y las
obras de sus manos nos las canta el firmamento» (Sal 18,2). Pero esta alabanza es muda, sin vida; el
firmamento desconoce su propio himno, como desconoce a su Creador. El canto de las cosas
inanimadas sólo lo traducen los labios humanos.
Lo dice admirablemente Bossuet: «La criatura insensible no puede ver, pero se manifiesta; no puede
amar, pero nos mueve a hacerlo; no conoce a Dios, pero nos lleva a conocerlo. Así es como,
imperfectamente y a su manera, glorifica al Padre celestial; pero para que esta adoración sea
completa necesita la mediación del hombre. Éste debe prestar a la naturaleza visible una voz, una
inteligencia, un corazón ardiente de amor, a fin de que ame por él y en él la belleza invisible de su
Creador.
«Para esto fue colocado en medio del mundo como admirable compendio del mismo..., como un
gran mundo en el mundo pequeño, ya que, aunque su cuerpo está encerrado en el mundo, posee un
espíritu y un corazón que le aventajan en grandeza, a fin de que, contemplando el universo entero y
encontrándole en sí mismo, le ofrezca, santifique y consagre a Dios vivo, pues no es más que un
contemplador y un misterioso resumen de la naturaleza visible, para ser, en nombre de ella, por el
amor, el sacerdote y adorador de la naturaleza invisible e intelectual» [Sermón para la fiesta de la
Anunciación, 1662, punto 3ª. Oeuvres oratoires, t. IV].
Esta es la sublime misión que desempeñamos todos los días recitando el oficio divino. Quiere la
Iglesia que todas las criaturas cobren vida en los labios del sacerdote o del religioso, para alabar al
Señor: «Bendecid al Señor, obras todas de sus manos, bendecidle y engrandecedle por los siglos»
[Cántico de Laudes del Domingo. Dn 3,57]. En nuestros labios, como en el Verbo –«en Él estaba la
vida»–, todas las criaturas adquieren un alma para cantar las perfecciones del Creador.
Venid, decimos a estas criaturas, venid: vosotras no conocéis a Dios, pero podéis conocerlo por
medio de mi inteligencia, le podéis cantar por medio de mis labios. Venid, sol y luna; venid,
estrellas diseminadas por el firmamento; venid, frío y calor, montañas y valles, mares y ríos, plantas
y flores: venid a ensalzar al que os creó. Dios mío, os amo tanto, que «deseo que toda la tierra os
alabe y adore» (Sal 65,4). De este modo todas las alabanzas de la creación llegan a Dios, a través de
nuestros labios.

Llegan a Él, porque Jesucristo, el Verbo divino, hace suyas estas alabanzas que le presentamos,
guiados por la Iglesia. El hombre es el medianero de la creación; pero, sigue diciendo Bossuet [a
continuación del pasaje citado, t. IV], necesita a su vez un intercesor, y éste es Jesucristo, Verbo
encarnado. Prestamos a Cristo nuestros labios, para que nuestra oración sea acepta al Padre por su
medio: «Por Él, y en Él y con Él, todo honor y gloria te sea dada a ti, oh Dios, Padre omnipotente,
en unión del Espíritu Santo»: «Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y éste del Padre» (1 Cor 3,22-
23).
He aquí la admirable gradación de la divina alabanza. «Regocíjate, humana naturaleza; tú prestas al
mundo visible tu corazón para amar al Creador omnipotente; pero Jesucristo te da el suyo para amar
dignamente a Aquel que no puede ser amado como es debido sino por otro semejante a Él»
[Bossuet, ibid.]
Por la divina alabanza nos asociamos la creación y nosotros mismos, del modo más íntimo posible,
a la alabanza eterna que el Verbo tributa a su Padre. Esta participación en el canto eterno tres veces
santo la hacemos principalmente con la doxología Gloria al Padre… con que terminan los salmos y
que se repite en otras partes del oficio divino. Al inclinarnos para rendir pleitesía al Padre, al Hijo y
al Espíritu Santo, nos unimos a la gloria inefable que la Trinidad beatísima se tributa a sí misma
desde toda la eternidad: «Como era en el principio, y ahora y siempre y por los siglos de los siglos».
Es como el eco de la mutua complacencia entre las divinas personas, que se gozan en su adorable
compañía.
¿Puede darse otra obra mayor o más grata a Dios? Seguramente ninguna. El oficio divino es la más
preciosa herencia de nuestra Orden. «Cayeron para mí las cuerdas en lo más selecto, pues mi
heredad me es grandemente hermosa» (Sal 15,6). Los momentos en que más gloria podemos dar a
Dios son aquellos que pasamos en el coro, alabándole en unión con el Verbo encarnado, que
«pasaba las noches con Dios en oración» (Lc 6,12).
No hay obra que más agrade al Padre que ésta en que nos unimos, para glorificarle, al himno
cantado «en el seno del Padre» por «el Hijo de su dilección» (Col 1,13); no hay obra que sea más
placentera al Hijo que aquella que pedimos prestada a Él mismo, que es como la extensión de su
esencia del Verbo, esplendor de la gloria infinita: y ninguna tampoco que más glorifique al Espíritu
Santo, porque con sus mismas palabras inspiradas cantamos el amor en su aspecto más tierno, la
admiración permanente y el gozo sin fin: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo».
Cuando realizamos esta obra con la fe, la sinceridad del corazón y el amor de que somos capaces,
sobrepuja a cualquiera otra. Por esto nuestro Patriarca, que estaba dotado del espíritu de todos los
justos [San Gregorio, Diálog., l. II, c. 8.], quiere que le demos el primer lugar: «Nada se prefiera a
la obra de Dios» (RB 43); no es exclusiva, pero debe tener la preferencia. Aunque no seamos
canónigos regulares, no debemos posponerla a ninguna otra, porque dice relación directa con Dios y
porque hemos venido al monasterio ante todo para buscar a Dios. El amor ardiente a la divina
alabanza es una de las señales más ciertas de que buscamos a Dios sinceramente. «Si de veras busca
a Dios… y si es diligente para el oficio divino» (RB 58).

5. Es un homenaje especial de las virtudes de fe, esperanza y caridad


Por ser un homenaje de fe, esperanza y caridad, las tres virtudes específicas de los hijos de Dios,
nuestra alabanza es grata al Señor de una manera todavía más particular.
Todo –hay que repetirlo– debemos juzgarlo por el espíritu de fe. Congregarse todos los días para
rendir alabanzas a Dios durante unas horas es un homenaje de fe, por el cual reconocemos y
reclamamos al Señor invisible como único digno de adoración y alabanza; los actos de reverencia,
de agradecimiento, de complacencia, que practicamos en esta obra consagrada sólo a cantar a Dios,
son ante todo actos de fe. Sólo la fe comunica a la alabanza divina toda su significación. Los
mundanos, que no tienen fe, se compadecen de los hombres que pasan una parte de su vida
ocupados en cantar las divinas alabanzas; no conciben que haya criaturas que puedan en ciertos
momentos ocuparse exclusivamente del Ser infinito: «¿A qué fin semejante desperdicio?» (Mt
26,8).
El que tiene una fe endeble, aprecia poco el oficio, y lo pospone a otras obras; pero el que se halla
inundado de «la luz deifica» (RB, pról.) de la fe, como nuestro Patriarca, le da el primer lugar en su
estima, a no ser que ineludibles quehaceres no le permitan personalmente consagrárselo en realidad.
Cuando a las oscuridades de la fe suceden los esplendores de la visión, la alabanza será incesante:
«Su alabanza no tiene fin».
Es, en segundo lugar, un homenaje de esperanza. En la salmodia nos apoyamos en los méritos
infinitos de Cristo. En esta obra todo lo esperamos de las satisfacciones de nuestro divino Pontífice.
Ninguna oración del oficio divino termina sin referirse a Cristo: «Por nuestro Señor Jesucristo».
Invocamos al poderoso intercesor que vive y reina con el Padre, para hacérnoslo propicio: «El que
vive eternamente intercediendo por nosotros» (Heb 7,25).
Dejar toda ocupación para acudir al coro es como decir al Señor: «En nada confío tanto como tu
bondad; vengo a alabarte, a bendecirte, dejando en tus manos todo lo demás; sólo me apremia tu
alabanza, porque estoy seguro de que si por ésta dejo cualquier otra obra, sabrás velar, mejor de lo
que haría yo mismo, por mis intereses más caros; ahora sólo quiero pensar en Ti, seguro como estoy
de que pensarás en mí». Acudir al coro cada día, no una sino varias veces, en estas buenas
disposiciones; consagrarse a lo «único necesario» (Lc 10,42); abandonar todo cuidado, todo cuanto
se refiere a nuestras obras personales para no ocuparse más que en alabar a Dios durante varias
horas, es una prueba evidente de nuestra absoluta confianza en Él.
Por último, nuestra alabanza divina es, ante todo, un homenaje de amor. Todas las formas del amor
encuentran en ella su expresión, especialmente en los salmos, que constituyen la parte principal del
oficio. La admiración, la complacencia, el gozo, el amor de benevolencia, el amor de
arrepentimiento, como el de gratitud, continuamente se manifiestan en ellos. El amor reconoce,
admira y ensalza las divinas perfecciones. Complacerse en el gozo y felicidad de la persona amada
es una de las más bellas manifestaciones del amor; parque el que ama de veras, no tiene alegría más
dulce que el rendir gloria al amado.
San Francisco componiendo su Cantar de las criaturas, y santa Teresa escribiendo sus
Exclamaciones, no hacían más que expresar el amor que los consumía. Otro tanto hace el Salmista.
Con el escritor sagrado, el alma va considerando para ensalzarlas, todas las divinas perfecciones.
«Levántate, Señor, en tu fortaleza: cantaremos y ensalzaremos tus virtudes» (Sal 20,14). «Diré
todas tus maravillas» (Sal 9,2). «Ensalzad al Señor Dios nuestro, y adorad el escabel de sus pies,
porque es santo; adorable sobre los montes a Él consagrados, porque santo es el Señor Dios
nuestro» (Sal 98, 5.9). «Delante de ti, Señor, va la justicia» (cfr., Sal 84,14); «tú escudriñas los
corazones» (Sal 7,10). «Eterna es también tu misericordia; por esto te alabaré siempre» (Sal 88,1).
«¿Quién hay semejante a ti, Señor, en fortaleza y poder?» (Sal 88,9). «Con tu poder lo has creado
todo, y tu sabiduría lo ordena todo con magnificencia» (Sal 103, 24).
Después nos volvemos a Dios para patentizarle nuestro amor de gratitud: «Cantaré un himno al
Señor, porque me colmó de bienes» (Sal 12,6), «Mi alma, y cuanto hay en mí, bendiga al Señor y
alabe su santo nombre: No olvidaré sus gracias y beneficios; ha perdonado mis faltas y curado mis
heridas; me sacó del abismo; me corona da misericordia, me rodea de bondad, sacia con sus bienes
mis deseos».
Y porque nos juzgamos incapaces de glorificarle como conviene, invitamos a los ángeles a
asociarse a nosotros: «Bendecid al Señor todos sus ángeles; bendecidle todas sus virtudes (Sal
102,1-5;20-21). Otras veces llama el hombre en su ayuda a los pueblos y naciones: «Reinos de la
tierra, cantad a Dios» (Sal 88,33), «porque de uno a otro confín de la tierra el nombre del Señor es
adorable (Sal 102,3), y admirable en todo el mundo» (Sal 8,1). Otras veces se regocijará delante del
Señor, por verse admitido a cantar sus alabanzas: «Se regocijarán mis labios cuando te alabe» (Sal
70, 23): «y mi boca te alabará con labios de alegría» (Sal 62,6). Y se siente profundamente
inundada el alma de gozo al pedir al Señor el poderle alabar continuamente: «Llénese mi boca de
alabanzas para cantar tu gloria»… (Sal 70,8). «Cantaré al Señor mientras yo exista» (Sal 144,2)
¿Dónde hallar acentos amorosos más cálidos, más inflamados y siempre nuevos? En verdad, el
amor no deja un instante de desbordarse en los salmos.
Con una condescendencia verdaderamente singular, la bondad divina ha mostrado algunas veces lo
gratas que le son estas alabanzas. Así se ha visto cómo Dios mismo enseñó a algunos
entendimientos rudos el latín para que comprendiesen mejor los sagrados textos. En la vida de una
religiosa benedictina, la venerable Bonomo, puede leerse un rasgo parecido: «Muchas veces durante
los éxtasis –escribe su biógrafo– se la oía recitar el oficio divino; pero lo curioso era que
pronunciaba los versículos alternativamente, como si salmodiaran con ella espíritus angélicos: y lo
rezaba íntegramente sin omitir sílaba, cualquiera que fuese el oficio correspondiente al día» [Dom
du Bourg, Une extatique du XVIIe siècle, la Bse. Bonomo, moniale bénédictine, págs. 11y 52.
Vemos igualmente a santa Catalina de Siena pedir a nuestro Señor que la enseñe a leer, con el fin de
poder salmodiar y cantar las divinas alabanzas durante las horas canónicas. Con frecuencia también
solíase pasear Nuestro Señor con ella en su celda y recitaba el oficio con la Santa como lo hubieran
hecho dos religiosos. Vida, por el beato Raimundo de Capua, I parte, c. 2].
No olvidemos, además, que el alma ensalza las perfecciones divinas tal como conviene, en forma
verdaderamente digna de Dios, establecida por el mismo. Abandonados a nosotros mismos,
seríamos incapaces de tributar a cada atributo divino la requerida alabanza: sólo Dios puede
revelarnos cómo debemos ensalzarle, ya que Él solo conoce cómo merece ser bendecido,
glorificado y engrandecido. Por esta causa, el Espíritu Santo, que es amor, pone en nuestros labios
las palabras con que debemos alabarle: palabras que no vienen de la tierra, sino que proceden del
cielo, de los senos de la divinidad y del amor. Cuando nos las apropiamos con fe, y especialmente
cuando las cantamos o recitamos en unión con el Verbo encarnado, nuestro cántico es infinitamente
grato a Dios, ya que es el mismo Verbo quien se lo ofrece personalmente.
Esta verdad le fue revelada a santa Gertrudis en una visión. Mientras rezaba las Vísperas de la fiesta
de la Trinidad, Jesucristo presentó a las Personas augustas su propio Corazón que tenía en las
manos, como una melodiosa lira, sobre la cual resonaban dulcemente las palabras de los salmos,
pronunciadas por almas fervorosas. Todo esto constituía para el Señor un delicioso concierto [El
heraldo del amor divino, l. IV, c. 41. La ilustre monja se sirve con gran frecuencia de esta idea.
Véase, por ejemplo, l. II, c. 23; 1. III, c. 23; 1. IV, c. 48 y 5»; cfr., Dom Dolan, Ste. Gertrude, sa vie
intérieure, c. II, L’office divin].

6. Reviste un esplendor particular cuando lo acompaña el sufrimiento: «sacrificio de


alabanza»
No pocas veces en la vida monástica habremos de ofrecer este homenaje de amor acompañado del
sufrimiento, que lo hace más grato a Dios, ya que el sufrir da un esplendor y valor especial al amor.
Amar a Dios en los padecimientos es nuestro mejor don. Aunque el divino Salvador ame
intensamente al Padre en todos los momentos de su vida, es en su Pasión cuando brilla ese amor con
más esplendor, por la resignada aceptación de todos los padecimientos «para agradar al Padre»:
«Para que conozca el mundo que amo al Padre» (Jn 14,31).
No hay duda que para muchos el oficio divino puede ser un verdadero sacrificio; y entonces será en
toda la extensión de la palabra «sacrificio de alabanza» (Sal 49, 23). Esto puede suceder de varias
maneras. En primer lugar no debemos reservarnos, sino emplear todos nuestros recursos. No
podemos economizar nuestra voz; debemos observar las numerosas y variadas rúbricas del
ceremonial, aceptar dócilmente las indicaciones del cantor, aunque nos parezca menos ajustada su
interpretación, y para ello se requiere una atención continua. Será necesario refrenar la imaginación
que nos impele hacia el mundo externo, lo cual exige una gran dosis de generosidad. Se requieren,
para vencer nuestra apatía, o natural ligereza, repetidos esfuerzos, que son otros tantos sacrificios
que debemos imponernos y que resultan muy gratos a Dios. Añadamos a esto las molestias que
provienen de la vida común. Es un estímulo a la piedad y al fervor verse acompañados en el coro.
Pero también, ¡cuántas y no pequeñas molestias inevitables no ocasiona! «Somos hombres
frágiles… que se causan mutuamente molestias». [San Agustín, Sermo LXIX, c. I. P. L., XXXVIII,
440].
La fragilidad de la naturaleza humana da hartos motivos para pequeños roces; y esto ocurre aun
durante la oración en común. Una ceremonia mal hecha, falsos movimientos en el coro, canto
desentonado, las discordancias en el ritmo con los que nos rodean, son otras tantas causas de
irritación que pueden verse agravadas por la sobreexcitación causada en la sensibilidad por la fatiga
o ciertos estados enfermizos. Puede resultar un sacrificio, una verdadera inmolación el tener que
cantar la alabanza divina en estas condiciones. En el paraíso alabaremos a Dios con la armonía de
un gozo inmarcesible; en este valle de lágrimas tendremos que alabarle a veces entre los sinsabores
del sufrimiento; mas el padecer hace la plegaria más amorosa, y es una prueba de que buscamos a
Dios.
[«Pongamos ahora todo nuestro esfuerzo en alabar al Señor, pero acompañándolo con gemidos;
porque al alabarle le deseamos, pero aún no le poseemos. Cuando le poseemos cesarán todos los
gemidos y quedará sola, pura y eterna la alabanza», San Agustín, Enarrat, in Psalmo LXXXVI, c. 9.
P. L., XXXVII, 1109].
Jesucristo cantó las alabanzas del Padre tanto en el Tabor como en el Calvario. Y San Agustín dice
expresamente [Enarrat, in Psalmo LXXXV, c. 1] que en la cruz recitó el salmo, que comienza:
«Deus, Deus meus» (Sal 21); salmo mesiánico, conmovedor, que no sólo describe las circunstancias
de la Pasión, sino también los sentimientos del alma bendita de nuestro adorable Salvador. En el
Calvario, y entre torturas indecibles, Jesucristo recitaba el oficio divino; y sin duda, con mucho
mayor motivo que en el Tabor, porque sufría, daba una gloria infinita al Padre.
Así, pues, a ejemplo de Jesucristo, debemos alabar a Dios, no sólo cuando el Espíritu Santo nos
recrea con sus consuelos, sino también en medio de los padecimientos. Las almas amantes siguen a
Jesús a todas partes, incluso al Calvario con preferencia tal vez al Tabor. ¿A quiénes vemos a sus
pies bajo la cruz? A la Virgen Madre, que le amaba con un amor acompañado de una total
abnegación de sí misma; a la Magdalena, a quien se había perdonado mucho porque mucho amaba;
a San Juan, que poseía los secretos del amor del Corazón divino. Estas tres almas permanecieron en
sus «sillas de coro» mientras el alma de Jesús, Pontífice supremo, cantaba, por la salvación del
mundo, su doloroso cántico. Los otros Apóstoles, incluso Pedro, que tantas protestas de amor había
hecho, de muy buena gana habrían permanecido en el Tabor, donde «se estaba bien» (Mt 17,4),
pero no al pie de la cruz.
Jesucristo, que nos ama y nos ha seleccionado para cantar sus alabanzas, nos dejará sentir alguna
vez, mediante las molestias que lleva consigo la oración en común y las desolaciones y arideces a
que nos somete, lo que es cantar el oficio con Él en el Calvario. En tales casos, si buscáis a Dios de
veras, si buscáis su santa voluntad y no sus consuelos, os esforzaréis por continuar cantando «de
todo corazón». No desmayéis: permaneced con Cristo, y por el tiempo que Él quiera, a los pies de la
cruz. Alzase ésta, como un llamamiento, en el altar que está en medio del coro. Decid con el
Salmista: «En todo momento bendeciré al Señor, y tendré siempre su alabanza en los labios» (Sal
33,2). Tanto si me inunda con la suavidad de su Espíritu de amor, como si me abandona «cual tierra
árida y desierta» (Sal 62,3), le cantaré con todas mis fuerzas, porque es mi Dios, mi Señor y mi Rey
(Sal 144,1) y es digno de toda alabanza (Sal 85,12).
Acompañado de estas disposiciones, el oficio divino es por excelencia el «sacrificio de alabanza»,
sumamente grato a Dios, porque va unido al sacrificio de Cristo; y es el homenaje más puro y
perfecto que la criatura puede ofrendarle: «El sacrificio de alabanza me honrará». Pero Dios, que no
se mostrará menos generoso que nosotros, hará que el sacrificio de alabanza sea para nuestra alma
medio de salvación y bienaventuranza: «Tal es el camino por el cual le enseñaré la salvación de
Dios» (Sal 49,23).

XIV. El Oficio divino, medio de unión con Dios


El «opus Dei», o la divina alabanza, es también un medio de unión con Dios y de santificación
Aun cuando no fuese el oficio divino más que un homenaje tributado a las divinas perfecciones, en
unión con Jesucristo, se echaría ya de ver el fervor con que debiera recitarse. En la conferencia
precedente hemos tratado de probar cómo la divina alabanza es una obra importantísima. Es el opus
Dei, la «obra de Dios» por excelencia, la voz de la Iglesia, que se dirige oficialmente al Padre como
Esposa de Cristo, para adorarle; es el homenaje de un alma que tiene sed viva, esperanza segura y
ardiente amor. Por estos motivos es tan grata a la divinidad la oración litúrgica: «Alabaré con un
cántico el nombre de Dios, y le agradará más que el sacrificio de un ternerillo» (Sal 68,31-32).
El culto es también una conversación, un intercambio; el hombre, en su indigencia, pide al mismo
tiempo que adora; y Dios otorga más que recibe. Por esta causa la «obra de Dios» es, además, para
el alma que a ella se entrega una fuente de gracias. Después de habernos dicho en el salmo cuán
agradable es para Él el sacrificio de alabanza, Dios, que es magnífico y recompensa con el céntuplo,
añade que para el alma será una vía de salvación: «El camino por donde le mostraré la salvación
que viene de Dios» (Sal 49,23). Es imposible, en efecto, que un alma se acerque a Dios, en nombre
de Jesucristo, para ofrecerle su homenaje en unión de los méritos de su Hijo, Pontífice supremo, sin
que el Padre se complazca en ella y la colme de gracias especiales. Cuando ve en nosotros al «Hijo
dilecto» (Col 1, 13), lo cual ocurre durante la divina alabanza cumplida con las condiciones arriba
expresadas, el Padre, «de quien desciende todo don perfecto» (Sant 1,17), no puede menos que
enriquecernos con sus celestiales favores.
En una de sus oraciones, la misma Esposa de Cristo relaciona estos dos aspectos del oficio litúrgico:
«Concede, Señor, que tu pueblo encuentre una fuente de perfección en la devoción que le anima: a
fin de que, introducido en los sagrados ritos, sea repleto de bienes tanto mayores cuanto más grato
es a tu Majestad» [Colecta del Sábado de Pasión]. Siendo, por otra parte, Dios el autor principal de
nuestra santidad, nuestro cotidiano contacto con Él, por medio de la alabanza divina, es para
nosotros un principio inagotable de unión y santidad.
Este principio es aplicable a todas las almas, aun a las de los simples fieles. El simple cristiano que
toma parte, aunque en una medida mucho más restringida, en los actos del culto, con fe y devoción,
saca de ellos, como de su manantial, el espíritu cristiano. Así lo declaraba el papa Pío X, de santa
memoria, cuando decía: «La participación activa en los sacrosantos misterios y en la oración
pública y solemne de la Iglesia es para los fieles el origen primero e indispensable de donde se ha
de derivar el verdadero espíritu cristiano» [Motu proprio del 22 de noviembre de 1903].
Sin embargo, la oportunidad con que se ha de aplicar esta verdad a los que fuimos llamados a la
vocación monástica es incomparablemente mayor. Además de los medios de santificación que son
comunes a todos los miembros del cuerpo místico de Jesucristo, como los sacramentos, cada orden
religiosa tiene alguno especial que responde al espíritu de la institución, y al cual sus afiliados
deben aficionarse preferentemente para alcanzar su perfección. Sobre la predestinación cristiana
Dios ha injertado en nosotros la predestinación benedictina; no vayamos a creer que Dios dejó
nuestra vocación monástica al azar. Constituyendo toda vocación religiosa una gracia insigne, es
fruto del amor infinito y privilegiado de Jesucristo a un alma: «Habiéndole mirado, le amó» (Mc
10,21); y esta inmensa gracia nos la ha hecho el Verbo por un acto de su soberana y divina
voluntad.
A este llamamiento respondimos definitivamente el día de la profesión; pero no olvidemos que
profesamos «según la Regla de nuestro bienaventurado padre san Benito» [Ceremonial de la
profesión monástica], por lo cual el carácter particular, el esplendor especial de la santidad que Dios
exige de nosotros, deberá buscarse en el código monástico del gran Patriarca. Si quisiésemos seguir
la regla de San Agustín, o las constituciones de los Cartujos, por óptimas que sean, no obtendríamos
la perfección particular que Jesucristo nos exige: a una vocación particular debe corresponder una
perfección especial o, mejor, una especial forma de santidad.
Ahora bien; nuestro bienaventurado Padre nos prescribe que entre todas las obras positivas de
piedad «ninguna se anteponga al oficio divino» (RB 43). Repitamos que no es exclusiva, pero sí la
principal según la Regla; de aquí que los monjes tienen en él un medio auténtico y seguro para
llegar a la perfección que Dios nos tenía destinada al llamarnos al claustro. Estemos, pues, seguros
de que cuanto mejor cumplamos este deber, tanto más agradaremos a Dios, y de que la alabanza
divina será un medio infalible de realizar en nosotros la idea eterna y particular de Dios sobre
nuestra perfección.
Expliquemos este medio de unión con Dios que tenemos en el oficio divino, indicando las
condiciones por las cuales ha de producir sus frutos en nuestras almas.

1. Proporciona excelentes fórmulas de plegaria e impetración


La necesidad de la oración, para obtener el auxilio divino, es una verdad primordial de la vida
espiritual. «Pedid –dice el Señor–, y obtendréis; buscad, y encontraréis; llamad y se os abrirá» (Mt
7,7). Nuestras necesidades son innumerables, y nada podemos sin la gracia de Cristo. ¿Cómo la
obtendremos? Con la oración: «Pedid y recibiréis» (Jn 16,24); «pues todo el que pide recibe» (Lc
11,10). Ahora bien; el oficio divino contiene peticiones tan apremiantes como variadas. Es
indudablemente, y ante todo, una alabanza de Dios, el clamor del alma que, rebosante de fe y amor,
admira, para engrandecerlas, las divinas perfecciones: «Grande es el Señor y digno de altísimas
alabanzas» (Sal 47,1).
No vamos al coro a mendigar, principalmente, sino a alabar a Dios, glorificarle, pensar en Él y
prestar nuestros labios y nuestro corazón a las criaturas irracionales para cantarle y amarle; la gloria
del Criador es el fin principal del oficio divino: «Señor, Señor nuestro, ¡qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!» (Sal 8,1). Estas palabras contienen la idea fundamental del oficio divino,
resumida en la incesante doxología Gloria al Padre…
Pero, además de esto, el oficio divino es un arsenal de fórmulas de oración o impetración, en
cantidad inmensa. Los salmos, por ejemplo, no sólo expresan la admiración, gozo y arrobo ante las
admirables perfecciones de Dios, sino que también exponen todas las necesidades del alma. En
efecto: con el Salmista puede el alma implorar el perdón de sus pecados: «Compadécete de mí,
Señor, según tu gran misericordia; cancela mis pecados, por tu bondad inmensa; purifícame más y
más de mi iniquidad… Aparta tu faz de mis pecados y bórralos; no me deseches de tu presencia y
otorga a mi alma el espíritu de santidad… (Sal 50,2,4, 11,13). Cubre, Señor, con un velo los
pecados de mi juventud y los que por ignorancia cometí… (Sal 34,7). Líbrame de mis pecados
ocultos, y no imputes a tu siervo los pecados ajenos (Sal 18,13-14). Desde el abismo de mi miseria
clamé a ti, porque, si escrutas mis iniquidades, ¿quién podrá comparecer en tu presencia? Confía,
pues, alma mía, confía en el Señor, porque es copiosa su redención y me rescatará de toda culpa
(Sal 119,1,3,5-8). Sí, Señor; me purificarás y tornarás más blanco que la nieve; me prodigarás
palabras de alegría y se regocijará mi alma; me devolverás la alegría de tu salvación y me
fortalecerás con tu espíritu; entonces abrirás mis labios y yo cantaré tus alabanzas» (Sal 50,9-10,14,
17).
Cuando está turbada el alma y presa de angustia; cuando la zarandea la tentación y la deprime la
tristeza; cuando la abate el desfallecimiento no tiene más que abrir el libro inspirado para leer:
«Señor, ven en mi ayuda; apresúrate a socorrerme (Sal 49,2), pues son incontables mis enemigos.
¡Cuántos son los que se levantan contra mí! Son muchos los que dicen refiriéndose a mi persona:
¡no hay salvación para él delante de Dios! Pero tú, Señor, eres mi protector y mi gloria, el que me
hace erguir la cabeza; ven, Señor, y sálvame (Sal 3,2-4,7). Alma mía, ¿por qué estás triste y te
angustias? Confía en el Señor, que aun le alabaré, Él es la alegría de mi rostro, Él es mi Dios (Sal
42,5)… Se alegran los que en ti confían, porque los defiendes como un escudo con tu benevolencia
(Sal 5,12-13). En Dios confío, ¿a qué, pues, decirme que huya a los montes? (Sal 10,2). Oye, Señor,
mi voz suplicante cuando vuelvo mis brazos hacia tu templo… Salva, Señor, a tu pueblo y bendice
tu heredad; sé su Pastor y guíale siempre» (Sal 27,2,9).
¿Necesita acaso el alma luz celestial, ayuda, energía? Las fórmulas deprecatorias afluyen a los
labios para invocar al Señor: «Mi alma, sin ti, es como una tierra árida, sedienta de celestial rocío»
(Sal 142,6). «Envíame tu luz y tu verdad: ellas me guiarán y llevarán a tu santo monte, a tus
tabernáculos; me acercaré al altar del Señor, al Dios que es el gozo de mi juventud y te cantaré,
Dios mío, con el arpa» (Sal 42,3-4).
Pero son principalmente los santos deseos de llegar un día a Dios, la sed del divino encuentro,
expresada con el más vivo ardor en la poesía sagrada, los conceptos que más campean en el oficio
divino. «¿Qué podré observar en el firmamento o qué cosa me halagará en la tierra?» (Sal 72,25-
26). «Tú eres el Dios de mi corazón, mi herencia eterna. Mi alma suspira por ti, Dios mío, como el
ciervo ansía las fuentes de las aguas; ¿cuándo veré al Señor? (Sal 41,2-3). Entonces me saciaré al
revelárseme tu gloria» (Sal 16,15). Y así en lo demás; los deseos más ardientes del alma, sus
aspiraciones más profundas, sus necesidades más apremiantes y graves, todo está expresado en
fórmulas suministradas por el Espíritu Santo para expresarse delante de Dios; y cada cual puede
apropiarse estas formas como si se hubieran escrito para él solo.
Al texto inspirado hay que agregar las «Colectas», las «Oraciones», compuestas por la misma
Iglesia, en las cuales están contenidas las súplicas que cotidianamente presenta la Esposa del
Cordero en nombre de sus hijos, en unión con Jesucristo. Son ordinariamente muy concisas, pero
siempre contienen en su brevedad jugosa doctrina. Como todos sabéis, tienen casi siempre una
disposición muy semejante: la Iglesia, después de rendir homenaje al poder y bondad del Padre
eterno, formula una petición en relación con la fiesta del día, de modo breve, aunque profundo: y
concluye invocando los méritos infinitos de Jesucristo el Hijo amado, igual al Padre, «que vive y
reina con Él y el Espíritu Santo», que es nuestro jefe y nuestro Pontífice.
¿Quién dudará de la eficacia de semejante plegaria delante del Padre? ¿Cómo negará Dios su gracia
al que se la pide con palabras inspiradas por Él mismo? Dios ama todo lo que procede de Él o de su
Hijo; por eso le resulta tan grata esta alabanza, y ésta es la razón de su eficacia en favor nuestro, que
se la dirigimos en nombre de su Hijo, a quien siempre escucha: «Padre, sabía que siempre me oyes»
(Jn 11,42).
De esto se deduce que el oficio divino posee un gran poder de santificación; y estoy seguro de que
el monje que lo recite devotamente encontrará en él recursos espirituales para todas las vicisitudes
de la vida, y más si se tiene en cuenta que la devota recitación del oficio nos familiariza con estas
fórmulas santas, las cuales espontáneamente durante las faenas del día nos vendrán a la mente como
jaculatorias y aspiraciones breves y ardientes, con las cuales se eleva el alma a Dios y únese con Él.
Santa Catalina de Siena recitaba con devoción especial el Deus in adjutorium meum intende «Dios
mío ven en mi auxilio» y lo repetía frecuentemente durante el día [Vida, por Drane, I parte, c. 5].
Muchos versículos de los salmos, después de haberles recitado en el coro, pueden servir fuera de él
de lazos de unión entre Dios y nosotros; de suspiros del corazón que implora su socorro y expresa el
deseo de nunca abandonarlo: «Dulce me es, Señor, unirme a ti solo, y depositar en ti toda mi
confianza» (Sal 72,28). «Guárdame, Señor, porque espero en ti; dije: a ti sólo reconozco por mi
Dios» (Sal 15,1-2). «Cuando las fuerzas me falten tú no me dejarás» (Sal 70,9). «Mi alma desea
ardientemente cumplir siempre tu ley. Sosténgame tu diestra, ya que prefiero tu ley a toda otra cosa.
He buscado, Señor, tu voluntad, y no me dejarás burlado» (Sal 118,20.31).
Cada uno puede escoger las expresiones que mejor respondan a sus interiores aspiraciones y más le
ayuden a conservar la unión con nuestro Señor. A veces no tendrá siquiera necesidad de buscarlas.
Al habituado a rezar fervorosamente el oficio divino, el Espíritu Santo le iluminará con su luz
divina para echar mano de este o de aquel texto de los salmos o de la liturgia. Este texto impresiona
entonces particularmente al alma, y, por la acción viva y eficaz del Espíritu de Jesucristo, viene a
ser para ella una verdad luminosa y agradable, una fuente de agua viva a donde ella acude para
apagar su sed y reparar las fuerzas; en donde encuentra siempre el secreto de la paciencia y del gozo
interior: «Mi salterio es mi alegría» [San Agustín, Enarrat, in psalm. CXXXVII, núm. 3. P. L.,
XXXVII, col. 1.775].

2. Nos hace practicar muchas virtudes


No solamente el oficio divino es un medio directo de santificación, sino también una ocasión de
practicar muchas virtudes cada día. Ahora bien: esta práctica, como enseña el Concilio de Trento
[Sess., VI, c. 10-11], es fuente de unión con Dios y de progresos en la perfección.
Para el alma amiga de Dios, cada acto de virtud supone un aumento de gracia, y esto ocurre
especialmente con la caridad, que es la reina de las virtudes. Pues bien; el oficio divino, recitado
con fervor, es un continuo ejercicio de las más diversas virtudes, especialmente de la fe, de la
esperanza y de la caridad, como hemos visto en la precedente conferencia. La caridad, sobre todo,
se manifiesta en el opus Dei; en él encuentra su expresión más pura y perfecta: la complacencia en
Dios, que se manifiesta allí a cada instante expresada en acentos de admiración y de gozo. Cuando,
por ejemplo, recitamos Maitines y Laudes devotamente hacemos muchos actos de perfecto amor.
[«Nos engañaríamos grandemente si creyésemos que un sacrificio tiene valor y es grato a Dios sólo
cuando todo en él es triste y mortificante para la naturaleza. La santa Biblia atestigua que Dios
acepta lo mismo el don de las flores y frutos que el de la sangre; el gozo y las lágrimas.
Ciertamente, en el sacrificio de alabanza que llamamos salterio abundan las lágrimas; mas ¡cuánta
alegría desborda de sus páginas y cuántas veces se siente en él un alma jubilosa y enajenada de
gozo!». Mons. Gay, Entretiens sur les mystéres du Rosaire, I, pgs. 80-81].
A las virtudes teologales, específicas de los hijos de Dios, hay que añadir la virtud de religión. La
manifestación más genuina de la religión es el oficio divino gravitando en torno del sacrificio
eucarístico. La alabanza divina, teniendo como centro el altar donde se ofrece la oblación santa, es
la expresión más sublime de la virtud de la religión; es también la más grata a Dios, como
determinada por el Espíritu Santo y por la Iglesia Esposa de Cristo; el culto divino tiene su plenitud
en el oficio canónico [Dom Lottin, L’âme du culte, la vertu de religion].
En el oficio divino aprendemos además la reverencia a Dios; porque la mejor escuela del respeto es
la liturgia: todo está en ella ordenado por la misma Iglesia para glorificar a la soberana Majestad. Si
se cumplen con exactitud y amor todas las ceremonias, aun las más insignificantes, nos vamos
formando poco a poco en la reverencia interior, que, como hemos visto, es la raíz de la humildad.
Un monje asiduo a la obra de Dios, no puede menos de adquirir en poco tiempo un gran
conocimiento de las divinas perfecciones, por las cuales su alma se llena de aquel respeto sin el cual
la humildad no es concebible.
También hemos visto cómo el oficio divino es una escuela donde puede practicarse la paciencia, a
causa de la recitación en común. De este modo las virtudes que más necesitamos en nuestro estado
de hijos de Dios: la fe, la esperanza, la humildad, el amor, la religión, las ejercitamos todos los días,
las mantenemos y las fortalecemos y es, por ende, el oficio divino la fuente abundante en donde
bebemos la santidad.

3. Es el mejor medio de unirnos a Cristo


No se reduce, sin embargo, a esto el poder santificador de la divina alabanza. Además de ser la
mejor forma de impetración para nuestras necesidades espirituales y de proporcionarnos ocasión de
practicar cotidianamente virtudes elevadas, es también para nosotros el mejor medio de ponernos en
condiciones de asemejarnos a Jesucristo. [Véase una notable explicación de este pensamiento en
Dom Festugière, La liturgie catholique, essai de synthèse, c. XIII, La liturgie comme source et
cause de la vie religieuse, págs. 111 y ss.]. No olvidemos nunca esta verdad capital: tanto para el
monje como para el cristiano, todo se compendia en unirse con Jesucristo por la fe y el amor para
imitarle; porque siendo Él la «forma» (Rom 8,29) de nuestra predestinación es a la vez el ideal de
toda nuestra santidad. Es el centro del monaquismo como lo es del cristianismo; contemplar a
Cristo, imitarlo, unir nuestra voluntad a la suya para complacer al Padre, es la suma de toda la
perfección.
El Padre todo lo ha depositado en su Hijo amado; en Él encontramos los tesoros de redención,
justificación, sabiduría divina, ciencia celestial y santificación; todo se reduce para nosotros a
contemplar a Jesús, a acercarnos a Él. El pensar en Jesús, el contemplar a Jesús, no es sólo santo,
sino también santificador.
Ahora bien; el mejor medio de contemplar a nuestro Señor en su persona y en sus misterios es
seguir el ciclo litúrgico establecido por la Iglesia, su Esposa, guiada en todo por el Espíritu Santo.
De Adviento a Pentecostés la liturgia es cristocéntrica; todo se refiere en ella a Cristo y en Él
converge, representándonos con una viveza siempre atrayente, sus misterios: la Encarnación, su
admirable nacimiento, su vida oculta y pública, su dolorosa Pasión, el triunfo de la Resurrección y
Ascensión, la misión del Espíritu Santo. La Iglesia nos conduce, como por la mano, tras las pisadas
de Cristo: bástanos escuchar y guiarnos por el espíritu de la fe para seguir a Jesús.
Los misterios de Jesús, contemplados con fe y amor, producen en nosotros los sentimientos que
experimentaríamos si hubiéramos presenciado la Natividad del Señor, si le hubiéramos acompañado
a Egipto, a Nazaret, en sus predicaciones, en el jardín de Getsemaní, en la vía dolorosa, en el
Calvario; si hubiéramos presenciado su Resurrección y Ascensión. Así decía una santa alma
benedictina, la madre Deleloë: «Por Navidad, durante las solemnes fiestas natalicias de nuestro
Señor, recibí grandes favores: Su Majestad me comunicó una luz vivísima para conocer estos
misterios como si entonces se verificasen» [Dom B. Destrée, Une mystique inconnue du XVIIe
siècle. La Mere J. M. Deleloë, moniale bénédictine, París, 1925].
Es verdad que Jesús ya no vive en la tierra, que la realidad histórica de sus misterios es un hecho
pasado; pero Él es siempre nuestra cabeza y la virtud de su vida y de sus actos es siempre fecunda:
«Jesucristo, el mismo que ayer, es hoy, y lo será por los siglos» (Heb 13,8). Como cabeza de la
humanidad, por la humanidad, vivió estos misterios. Por lo tanto, nos basta contemplarlos con fe
para que nuestra alma se acomode a la manera de ser de Jesús, nuestro ideal, y se transforme en Él
poco a poco, apropiándose los sentimientos experimentados por su divino Corazón cuando vivía
cada uno de estos misterios. Jesús vive en nosotros la realidad de sus misterios, y si tenemos fe y
estamos unidos a Él por el amor, nos arrastra consigo y nos hace participantes de la virtud propia de
sus diferentes estados.
Leemos en las Revelaciones de santa Gertrudis que, contemplando a Cristo el día de la Ascensión
subiendo a los cielos, se preparaba a recibir la sagrada Comunión. Jesús se le apareció y le dijo:
«Vengo a ti, no para decirte adiós, sino para llevarte conmigo al lado de mi Padre». Jesús hacía
participar a la gran contemplativa de la gracia especial del misterio conmemorado en la fiesta de
aquel día [El heraldo del amor divino, libro IV, c. XXXVI. Cfr., también Une extatique au XVIIe
siécle, la Bse. Bonomo, por Dom du Bourg, págs. 95-100.].
Este mismo carácter de fecundidad sobrenatural tienen los demás misterios de Jesús. Año tras año,
el alma va participando de ellos más íntimamente e identificándose cada vez más con Jesucristo,
con sus ideas y sentimientos, con su vida: «Habéis de tener en vuestros corazones los mismos
sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo» (Flp 2,5); poco a poco va transformándose a imagen
del divino modelo; no sólo porque se lo representa en todas las etapas de su existencia terrena, sino
también por una virtud divina que de estos misterios dimana para santificarnos en proporción de
nuestra fe, para transformar al alma en una viva reproducción de nuestro hermano Primogénito. ¿No
consiste, acaso, toda nuestra predestinación, toda nuestra santidad, en conformarnos con Cristo para
la gloria del Padre?
La piedad benedictina tiene su carácter específicamente cristiano en esta disposición de seguir los
misterios de Jesucristo, bajo la dirección de la Iglesia. Por ir calcada sobre la misma piedad de la
Esposa de Cristo –¿y quién mejor que ella conoce los deseos de su Esposo y las necesidades de sus
hijos?–, es en extremo luminosa para las almas. Es un hecho comprobado que aquellos que recitan
devotamente el oficio divino, empapándose del espíritu de los salmos, y siguen paso a paso al Señor
en sus misterios, tienen una vida espiritual límpida y robusta, no menos que abundante y fecunda;
una piedad nada complicada y nada ficticia.
Aquellos, en cambio, que se forjan o disponen a su gusto la vida espiritual corren el riesgo de poner
en ella mucho de sí mismos, muchos elementos humanos, y de exponerse a errar el camino que
Dios quiere que sigamos para llegar a Él. Siguiendo, en cambio, las huellas de la Iglesia, no
corremos el peligro de extraviarnos. La piedad benedictina es segura, sencilla y generosa, porque no
pide al hombre, siempre falible, sino a la Iglesia y al Espíritu Santo, sus elementos e incluso su
cuadro, que consiste únicamente en la representación de la vida de Cristo.
Es éste un punto de capital importancia. Nuestra santidad es de orden sobrenatural, absolutamente
trascendente, y su origen es Dios y no nosotros. Porque, como dice san Pablo, nosotros no sabemos
orar, no sabemos, en el negocio único de nuestra santificación, lo que nos conviene; pero el Espíritu
de Jesús, que reside en nosotros después del bautismo, que dirige a la Iglesia, y que es como el alma
del cuerpo místico, ora en nosotros con gemidos inenarrables (Rom 8,26).
En el oficio litúrgico todo está inspirado por este divino Espíritu compuesto bajo su impulso. Él,
que es autor de los salmos, imprime profundamente en el alma dócil y devota las verdades que ellos
expresan y excita los sentimientos de que rebosan los cánticos sagrados. Paulatinamente el alma
vive de estas verdades, se nutre de estos sentimientos y se acostumbra a ver y saborear las cosas
como Dios las ve y juzga; vive constantemente en un mundo sobrenatural; se adhiere a aquel que es
el único objeto de nuestra religión y que continuamente le es presentado en la realidad de sus
misterios y en el poder de su gracia.
No hay camino más seguro que éste para permanecer unidos a Jesús y por consiguiente para llegar
hasta Dios. La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, nos conduce a Cristo, y Éste al Padre, y hace
que le seamos gratos: ¡qué seguridad tan incomparable y qué poderosa fecundidad de vida interior
no nos garantiza este medio de vida espiritual!

4. Disposiciones indispensables: preparación inmediata; intenciones por las que debe recitarse
el oficio
Para que el oficio divino produzca estos preciosos frutos menester es que sea bien recitado. No es
un sacramento que obre «por sola la obra en sí»; su fecundidad depende en gran parte de las
disposiciones del alma. Es una obra divina sumamente agradable a Dios, un medio de santificación
y unión privilegiado, a condición de que nosotros aportemos las disposiciones requeridas. ¿Cuáles
son estas disposiciones?
Se requiere, ante todo, preparación. La perfección con que nosotros cumplamos esta obra depende
grandemente de la preparación del corazón, que es lo primero que Dios tiene en cuenta: «Tu oído
escuchó la preparación de su corazón» (Sal 10,17). «Para cualquier obra que emprendamos –nos
dice en términos generales el santo Patriarca– es menester que pidamos a Dios con oración
constante, que la lleve a feliz término» (RB, pról.). Si esta recomendación se extiende a todos los
actos, ¿con cuánta más razón se aplicará a una obra que requiere fe, caridad, paciencia, profunda
reverencia, que es para nosotros la «obra» por excelencia, «la obra de Dios»?
Si no solicitamos el auxilio divino antes de la oración litúrgica, no la cumpliremos bien. Si no nos
recogemos antes de empezar el oficio, si dejamos divagar la imaginación, o empezamos ex abrupto,
esperando que el fervor nacerá por sí solo en el alma, caemos en una ilusión. La Escritura dice:
«Antes de la oración prepara tu alma, y no seas como el que tienta a Dios» (Eccl 18,23). ¿Qué
significa tentar a Dios? Significa comenzar una obra sin contar con los medios para llevarla a cabo.
Si empezamos el oficio divino sin preparación, no lo recitaremos bien; y esperar de lo alto las
debidas disposiciones, sin adoptar nosotros los medios necesarios, es tentar a Dios.
La primera disposición es prepararse con oración ferviente: instantissima oratione. Por esto
hacemos «estación» en el claustro antes de entrar en la Iglesia. El silencio debe ser en ella absoluto
para no distraer el recogimiento de los demás, evitando turbar con palabras, incluso necesarias, pero
que pueden dejarse para otros momentos, el trabajo de un alma que se dispone para unirse a Dios.
Los instantes que transcurren en la estación son instantes preciosísimos. Está del todo demostrado
que el fervor durante el oficio está en razón directa de la preparación inmediata, y que es muy cierto
que si no nos preparamos saldremos de la «obra de Dios» como hemos entrado, además de habernos
hecho reos de negligencia.
¿En qué consiste la preparación? [Hablamos de la preparación inmediata, dando por conocida y
admitida la remota. Ésta es de orden moral: la pureza de corazón y la habitual presencia de Dios; y
de orden intelectual: el conocimiento de los sagrados textos, de las rúbricas, del canto, etc.]. Desde
que la campana nos llama: «Venid a adorarle» (Sal 94,6), debemos abandonar toda ocupación, «al
punto, desocupadas las manos y dejando sin terminar lo que se estaba haciendo» (RB 5);
reconcentrar nuestros pensamientos en Dios y decirle con un corazón sincero: «Heme aquí, Dios
mío, vengo a glorificarte: haz que sólo me dedique a Ti».
Acto continuo, con gesto decidido y generoso, debemos desprendemos de toda preocupación
extraña, de todo pensamiento que pueda distraernos, y recoger, para concentrarlas en la obra que
vamos a empezar, todas nuestras potencias: inteligencia, voluntad, corazón, imaginación, para que
todo nuestro ser, cuerpo y alma, alabe al Señor: «Bendice, oh alma mía, al Señor, y todo lo que hay
dentro de mí alabe su santo nombre» (Sal 102,6). Digamos con David, el cantor sagrado: «Todas
mis energías las guardo para ti, Señor, para tu servicio; quiero consagrar a tu alabanza todo mi
poder» (Sal 58,10).
Unámonos después por comunión espiritual de fe y amor, con el Verbo encarnado; porque
debemos, como en todas las cosas, recurrir a nuestro modelo, a nuestro Jefe. Cristo gustaba de los
salmos. Por el Evangelio sabemos que muchas veces citó el texto inspirado; por ejemplo el
magnífico salmo 109 Dixit Dominus Domino meo, que ensalza su gloria como Hijo de Dios,
triunfador de sus enemigos. Estos salmos fueron recitados por sus divinos labios, y «de tal modo,
que su alma se apropiaba el texto de la poesía sagrada como cosa suya» [Dom Festugière, o. c.].
Nosotros recitábamos entonces los salmos en Él, como Él los recita ahora en nosotros, a causa de la
maravillosa unión de gracia entre Cristo y sus miembros. [«Le rogamos, pues, a Él, por Él y en Él; y
las palabras que decimos, las decimos con Él y Él las dice con nosotros; decimos junto con Él y Él
dice junto con nosotros la oración de este salmo», San Agustín, Interpretación del Sal LXXXV, 1.
P. L., XXXVII, col. 1.082].
El mismo Señor lo dio a entender a santa Matilde. Un día que ella le preguntó si recitaba las horas
cuando estaba en la tierra, le respondió: «No las recitaba como lo hacéis vosotras; no obstante en
aquellas horas rendía homenaje a Dios mi Padre. Lo que hacen ahora mis discípulos lo inauguré yo,
como el bautismo, por ejemplo. Yo observé y cumplí estas cosas por los cristianos, santificando y
perfeccionando así los actos de los que en mí creen». Y daba el divino Salvador este consejo a la
Santa: «Al empezar el rezo di de corazón y con la boca: Señor, uniéndome a la intención con que en
la tierra cantasteis salmos en honor del Padre, quiero recitar esta hora en vuestro honor. Después no
prestarás atención más que a Dios; y cuando, con la frecuente repetición, te sea habitual esta
costumbre, el oficio será tan excelso y noble a los ojos del Padre, que parecerá identificarse con lo
que Yo mismo practiqué» (El libro de la gracia especial, parte I, c. 31, Del modo de decir las horas).
[Nuestro Señor explicaba más explícitamente la misma doctrina a otra monja benedictina, la madre
J. Deleloë: «Un día –cuenta ella misma–, habiendo el Amado acercado amorosamente mi corazón al
suyo, me parecía que el Esposo lo introducía verdaderamente sumergiéndolo en la parte más íntima
de su divino Corazón, con grandes caricias y demostraciones de ternura. Se me dio a entender que
el Amado me concedía esta gracia, para que mi alma, que era toda de su Majestad, no se presentase
sola ante el Eterno a reconocerlo y amarlo, sino que unida al divino Señor, acompañada por Él
como transformada en el único objeto de sus eternas delicias, pudiese amar y honrar más
profundamente a la divina Majestad, con el Corazón y por el Corazón adorabilísimo de su Hijo, mi
Amado, y fuese así recibida más graciosamente por la divina Bondad». Dom Déstree, Une mystique
inconnue du XVIIe siècle, la mère Jeanne Deleloë, Paris, 1925].
No olvidemos, pues, que Jesucristo recitó los salmos, y no sólo «como particular, sino como cabeza
de la humanidad, identificándose moralmente con toda la raza de Adán. Su corazón se conmovió
por todos los peligros, los combates, las caídas, los sufrimientos, las esperanzas que agitan a los
hombres, dirigiendo al Padre, con su plegaria, la oración suprema y universal de toda la
humanidad» [Dom Festugière, o. c., pág. 115]. Esto es cierto, tanto de la oración de Jesús, como de
toda su obra, de su sacrificio.
En esto encontramos la razón de que la liturgia recurra siempre a Jesucristo, al Hijo amado. Todas
sus oraciones terminan con el recuerdo de los méritos y de la divinidad de Jesucristo: «Por nuestro
Señor Jesucristo». En la misa, centro de la liturgia y de la religión, el Canon, la parte más sagrada
del sacrificio, se inicia apelando solemnemente a la mediación de Cristo: «A ti, Señor, clementísimo
Padre, suplicamos aceptes estos dones, por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor»; y termina con la
misma idea, aunque más explícitamente: «Por Él, y con Él, y en Él»: por Cristo, con Cristo y en
Cristo, «podemos dar al Padre todo honor y gloria».
¿Por qué tanta insistencia? Porque el Hijo fue constituido medianero único y universal. Por esto san
Pablo, tan compenetrado con los misterios de Cristo, nos exhorta con estas palabras: «Por Él
ofrezcamos siempre el sacrificio de alabanza a Dios, confesando su santo nombre con nuestros
labios» (Heb 13,15).
En Jesucristo encontramos el más seguro apoyo, porque Él es nuestro suplente; pidámosle que sea
en nosotros el Verbo que alaba al Padre. En la santa humanidad, el principio personal de toda obra
era el Verbo; pidámosle que sea Él el iniciador en nosotros de toda alabanza; unámonos a Él en el
amor infinito que le lleva, en la Trinidad, a glorificar al Padre, y en el amor inmenso que tiene a la
Iglesia, su cuerpo místico: «Cristo amó a la Iglesia» (Ef 5,25); unámonos a Él por la gloria que da a
la Iglesia triunfante, que está delante de Él «sin arrugas ni manchas» (ib.); pidámosle que aumente
la gloria de los santos, que son el fruto más precioso de su Redención; que acrezca la de su divina
Madre, la de los ángeles, la de todos los elegidos. Unámonos también a su amor por la Iglesia
purgante para ayudar a las almas que esperan en el lugar de expiación; y asociémonos a Él en la
plegaria que hizo en la Cena por su Iglesia terrenal: «Padre, ruego por los que han de creer en mí»
(Jn 17,20).
Jesucristo deja a su Esposa, en el correr de los tiempos, que dé cumplimiento a una parte de la
oración que Él recitó al ofrecerse en sacrificio: quiere que unamos también a ella la nuestra, bien
que la suya sea de eficacia infinita. Cierto día, viendo su mirada divina multitud de almas que
esperaban la salvación, dijo a los Apóstoles, a quienes enviaría a predicar el Evangelio: «Rogad al
dueño de la mies que envíe obreros» (Lc 10,2). Los Apóstoles hubieran podido responder: Señor,
¿por qué nos mandas rogar? ¿No basta tu petición? No, no basta: «rogad»; rogad también vosotros.
Jesucristo quiere tener necesidad de nuestras oraciones, como de las de sus Apóstoles.
Y nosotros, mientras estamos en el signum o «estación», pensemos que Jesucristo nos dice desde su
tabernáculo: «Rogad al Señor de la mies»; «Prestadme vuestros labios y corazones para continuar
mi plegaria en la tierra, mientras en el cielo ofrezco al Padre mis méritos infinitos. La oración es lo
primero: los obreros vendrán después; y su obra sólo será fecunda en la medida en que mi Padre,
atento a vuestra oración, que es la mía, haga caer sobre la tierra el rocío de la gracia».
Antes de comenzar el oficio divino echemos una ojeada por el mundo. La Iglesia, esposa de Cristo,
está siempre trabajando en actitud redentora. Pensemos en el Sumo Pontífice, en los obispos y
párrocos, en las órdenes religiosas y en los misioneros que llevan la buena nueva a los infieles para
dilatar el reino de Cristo. Contemplemos en espíritu a los enfermos de los hospitales, a los
moribundos, cuya suerte eterna se decide en aquellos momentos; pensemos en los encarcelados, en
los pobres, en todos los que sufren, en los que son tentados; en los pecadores que desean tornar a
Dios y son retenidos por las cadenas del vicio; en los justos que desean ardientemente hacer
progresos en el amor de Dios. ¿No es esto lo que hace la Iglesia el día de Viernes Santo?
Recordando el sacrificio que rescató al mundo entero, sintiéndose fuerte por el poder del mismo
Salvador, la Iglesia recorre con mirada maternal las diversas clases de almas que necesitan el
socorro del cielo, y ruega de modo especial por cada una de ellas. Imitemos, pues, el ejemplo de
nuestra Madre, y presentémonos confiadamente delante de Dios, pues somos en aquellos momentos
la «boca de toda la Iglesia» [Totius Ecclesiae os. San Bernardo. Serm., Sermo XX.]
Dijimos, en la precedente conferencia, que éramos en el coro los embajadores de la Iglesia. ¿Qué
condiciones se exigen a un embajador? ¿Que sea hábil, poderoso, que tenga grandes riquezas y
reputación? ¿Que posea espléndidas dotes personales? ¿Que sea grato al soberano ante el cual
ejerce su misión? Todas éstas son cualidades útiles y necesarias, y contribuyen sin duda al buen
éxito de su cometido; pero serían insuficientes y estériles y aun perjudiciales a los fines intentados,
si el embajador no estuviera identificado con los sentimientos e intenciones del soberano que le
envía y del país que representa.
Ahora bien: la Iglesia nos ha diputado cerca del Rey de reyes, cerca del trono de Dios: debemos,
pues, compenetrarnos de su voluntad, de sus intenciones. Nos ha confiado sus intereses, que son los
intereses de las almas, los intereses eternos. ¡Extraordinaria misión! Acojamos, pues, en nuestro
corazón todas las necesidades de la Iglesia, tan amada de Jesús, porque es el precio de su sangre; las
congojas de las almas atribuladas, los peligros de los que luchan con el demonio, las
preocupaciones de los que deben dirigirnos, para que todos reciban los auxilios de Dios. Esto hacía
una santa benedictina, la hermana Matilde de Magdebourg. «Tomaba en los brazos de su alma a la
cristiandad para presentarla al Padre eterno, a fin de que la salvase. –¡Déjala, le dijo el Señor, pues
es carga harto pesada para ti!». [La luz de la divinidad, l. II, c. 12]. Esta es la fe de las almas
grandes, que las impulsa a la práctica más alta y perfecta del dogma de la comunión de los santos.
Imitemos estos modelos y atraeremos del trono de la misericordia abundantes luces, consuelos y
gracias de ayuda y perdón sobre toda la Iglesia. Tengamos presente que nuestro Señor mismo nos
dice: «En verdad os digo que todo lo que pidáis en mi nombre al Padre, os lo concederá» (Jn 16,
23). Fundaos en esta promesa, pedid mucho, pedid con grandísima confianza, y el Padre, «de quien
viene todo don perfecto» (Sant 1,17), abrirá sus manos y os colmará de bendiciones (Sal 144,16),
porque no somos nosotros los que rogamos, los que intercedemos en aquellos momentos: es la
Iglesia, es Cristo, nuestro Jefe, el Pontífice supremo quien ruega por nosotros y está delante del
Padre para interceder por las almas que rescató: «Para comparecer ante el acatamiento de Dios en
favor nuestro» (Heb 9,24). «Está siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25).
Ciertamente que los mundanos se encogen de hombros pensando en las horas que nosotros pasamos
en el coro alabando a Dios. Para ellos sólo tienen importancia las exterioridades: aquello que se
toca, que se ve; aquello de que se habla, lo que brilla y tiene éxito; pero como nos dice san Pablo, en
su lenguaje inspirado y enérgico, el hombre terreno, que se guía solamente por la razón, es incapaz
de entender las cosas celestiales: «El hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios» (1
Cor 2,14). Le falta el sentido de lo sobrenatural. Para él estas horas son horas perdidas; mas a los
ojos de la fe, a los ojos de Dios –¿y quién más justo y veraz que Dios?– estas horas son muy ricas
en gracias para la Iglesia y grávidas de eternidad para las almas.
En estas horas es cuando ejercitamos la obra apostólica por excelencia, aun con respecto al prójimo,
para quien obtenemos socorros celestiales, la gracia divina y el bien máximo, que es el mismo Dios.
«Todo apostolado –dice aquel gran monje y apóstol de celo ardiente, san Bernardo– requiere tres
cosas: la palabra, el ejemplo, la oración; ésta es la más importante, porque obtiene gracia y eficacia
a la palabra y al ejemplo» [Epistola CCI, n. 3 P. L., CLXXXII, col. 370].
En efecto: «Si el Señor –dice el Salmista– no edifica la casa, en vano trabajan los constructores; si
el Señor no protege la ciudad, vanamente la guardarán los custodios» (Sal 126,1). Sólo Dios tiene
en sus manos los destinos eternos de los hombres: «En tus manos están mis días» (Sal 30,16); y
cuando nosotros recitamos fervorosamente el oficio divino por toda la Iglesia en unión con
Jesucristo, colaboramos a la salvación y santificación de las almas en un ámbito que no puede ser
más extenso» [Véase La vida contemplativa, y su apostolado, por un religioso cartujo].
La «obra de Dios» es una obra eminentemente apostólica, bien que exteriormente no lo parezca.
Sólo la fe puede reconocer en ella este carácter; pero, desde el punto de vista de la fe, ¡cómo crece
el valor de esta obra! Una hermana de la caridad puede contar el número de enfermos que ha
asistido, de los moribundos a los que ha obtenido la gracia de la conversión; un misionero ve y
comprueba los efectos de su predicación, se da cuenta del bien que hace y en él encuentra un
estímulo para sus esfuerzos y un motivo de dar muchas gracias a Dios.
Nosotros no podemos hacer esa estadística; trabajamos para las almas en la oscuridad de la fe, y
sólo en el cielo conoceremos toda la gloria que habremos tributado a Dios cantando devotamente
sus divinas alabanzas y todo el bien que en ello habremos procurado a la Iglesia y a las almas; aquí
en la tierra no podemos verificarlo; es un sacrificio más que nos pide la fe. Pero la eficacia
apostólica de la obra de Dios bien cumplida, aunque ignorada, no es por ello menos profunda ni
menos extensa.
Sean estas grandes ideas las que nos embarguen al comenzar el oficio divino: ellas ensanchan el
horizonte del alma, doblan sus energías y evitan el peligro de recitar el oficio rutinariamente.
Cuando obramos habitualmente a impulsos de esta fe, cuando olvidamos nuestras molestias
personales por atender sólo a las necesidades e intereses de las almas, entonces salimos de nosotros
mismos: alabamos fervorosamente a Dios, a pesar de la fatiga y desgana que experimentamos; y
estemos ciertos de que, si por encima de todas las cosas y de los intereses del cuerpo místico
ponemos la gloria de Dios, Jesucristo se acordará de nosotros para enriquecer nuestras almas más
allá de nuestros deseos y esperanzas. ¿No lo ha prometido Él mismo al decir: «Dad y se os dará»?
(Lc 6,38).
5. Actitud del alma. Durante el oficio divino; respeto, atención y devoción
Después de expresar nuestras intenciones con fórmulas breves de intensa devoción, que se adquiere
con frecuentes repeticiones, pidamos insistentemente a Dios, con oración perseverante, «que abra
nuestros labios para alabar su santo Nombre; que aparte de nuestros corazones todo pensamiento
vano, malo o simplemente inútil; que ilumine nuestro entendimiento e inflame nuestro amor para
que podamos alabarlo, digna, atenta y devotamente». Tal es la oración Aperi, que decimos al
principio de cada hora; procuremos recitarla fervorosamente, porque contiene las disposiciones con
que debemos cumplir la obra de Dios: digna, atenta y devotamente.
Dignamente: es decir, observando fielmente las rúbricas, las ceremonias, las reglas del canto, todo
lo que forma el protocolo ordenado por el Rey de reyes a aquellos que se presentan ante Él. Si,
admitidos en la corte de un rey, no guardásemos con fidelidad las reglas de la etiqueta, con razón se
nos tacharía de mal educados. Ahora bien: la Iglesia, dirigida por el Espíritu Santo, ha regulado con
extremo cuidado el ceremonial de la oración litúrgica, manifestando así el respeto que tiene a su
divino Esposo. En el Antiguo Testamento, Dios mismo dispuso los pormenores del culto, y
sabemos que colmaba de bendiciones al pueblo judío en la medida en que éste cumplía sus
prescripciones; y, no obstante, ¿cuál era el objeto de este culto? El arca de la alianza, que contenía
las tablas de la ley y el maná. No era más que un símbolo, una figura, una sombra imperfecta,
«elementos sin vigor ni suficiencia», dice san Pablo (Gál 4,9). El verdadero tabernáculo es el
nuestro, depositario del verdadero maná de las almas, del único que es santo: «Sólo tú santo…
Jesucristo» [Gloria de la Misa].
El oficio divino se recita en torno del sagrario y bajo las miradas de Cristo; y el Padre mira con
amor a aquellos que glorifican a su Hijo muy amado: «Le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn
12,28) y por esto le es grato todo cuanto concierne al culto, del cual es centro Jesucristo.
Procuremos, pues, observar escrupulosamente el ceremonial, y no rezar el oficio o ejecutar el canto
a capricho, pues sería una falta de respeto a Dios, una familiaridad excesiva y sumamente nociva
para el alma. Dios es Dios, ser infinito, majestad incomunicable, aun cuando nos admite a su
presencia para prodigarle nuestras alabanzas. No digamos nunca que las rúbricas son minucias.
Materialmente son, a la verdad, cosas pequeñas, pero son grandes a los ojos de la fe, grandes por el
amor que podemos poner en su observancia, grandes porque atañen de cerca a la gloria de Dios. El
que ama de veras al Señor se lo demuestra cumpliendo fielmente lo mismo las cosas pequeñas que
las cosas grandes, pues nada hay pequeño en el obsequio que tributamos a Dios.
Recemos atentamente. – Una cosa es la atención y otra la intención, aunque ésta influya en la otra.
Hemos hablado ya de la intención. En cuanto a la atención, ésta es también necesaria, pues la
alabanza divina es un acto humano, ejecutado por un ente dotado de razón y de voluntad. Si faltare
la atención produciríamos el efecto de una serie de fonógrafos puestos al unísono, o recordaríamos
las máquinas rezadoras de los monjes del Tibet.
Pero ¿qué clase de atención se exige? Santo Tomás distingue entre la atención a las palabras, por la
cual se esmera uno en la buena pronunciación, y es la que los principiantes deben procurarse en
primer lugar; la atención al sentido, que se refiere al significado de las palabras, y la atención a
Dios, «que es la más necesaria», dice el Santo. [Triplex attentio orationi vocali potest adhibert: una
quidem qua attenditur ad verba, ne aliquis in erret; secunda quor attenditur ad sensum verborum;
tertia qua attenditur ad finem orationis sc. ad Deum et ad rein pro qua oratur. II-II, q. 83, a. 13.].
Nuestro santo Legislador resume las tres en el hermoso capitulo «Del modo de salmodiar».
Establece ante todo el principio fundamental: «Creemos que Dios está presente en todas partes; pero
principalmente, máxime, en el lugar y en el momento en que rezamos el oficio divino». De aquí
deduce dos conclusiones: que debemos cantar las divinas alabanzas con suma reverencia:
«Acordándonos siempre de lo que dice el profeta: Servid al Señor con temor»; y con inteligencia,
conociendo bien lo que se hace y se dice: «Cantad sabiamente». Y al final resume las dos
condiciones diciendo: «Consideremos con qué reverencia debamos estar en la presencia divina, y
esforcémonos por salmodiar de modo que nuestro corazón vaya acorde con nuestros labios» (RB
19). Meditemos bien esta doctrina.
Se nos dice en primer lugar que debemos estar interiormente postrados en adoración delante de
Dios durante el oficio. Dios es la santidad infinita, el «Señor de todas las cosas», dice san Benito en
el capítulo «De la reverencia en la oración» (RB 20). Cuando Abraham, el padre de los creyentes,
hablaba al Señor, se llamaba a sí mismo polvo y ceniza (Gén 18,27); y Moisés conversando con
Dios «no osaba levantar la vista hasta Él» (Ex 3,6); y, no obstante, nos dice la Escritura que «Dios
le hablaba como un amigo conversa con su amigo» (Ex 33,11); sentía, empero, profunda reverencia
a la divina Majestad. Cuando fue dedicado el templo de Salomón, la Majestad del Señor llenaba el
edificio, tanto que los sacerdotes no se atrevían a entrar (2 Crón 7,2). Y hasta en la ley del amor,
hasta en la visión beatifica, que es la perfección absoluta de la intimidad con Dios, la adoración no
cesa. San Juan ve a los ángeles y elegidos postrados, rostro en tierra, ante la infinita Majestad: «Y
se postraron sobre sus rostros» (Ap 7,11).
Ahora bien: durante el oficio divino la Iglesia nos introduce ante el Padre; somos, es verdad, hijos
de este Padre, pero hijos adoptivos; no debemos olvidar nuestra condición de criaturas. El
Invitatorio –salmo que recitamos todos los días al principio de Maitines, y que viene a ser como el
preludio de las Horas canónicas de todo el día– es significativo sobre este punto: «Venid: cantemos
con alegría al Señor… vayamos a su presencia con la alabanza en el corazón y en los labios;
hagamos resonar himnos en su loor, porque el Señor es un Dios grande, el Rey supremo; sostiene
con sus manos los fundamentos de la tierra; le pertenecen las cimas de los montes, el mar y la tierra,
porque todo lo creó. Venid, postrémonos y adorémosle; doblemos las rodillas ante el Señor, porque
es nuestro Dios» (Sal 44,1-7).
¡Qué introducción tan magnífica! Venid, dice el Salmista; y a esta voz nos arrodillamos para
demostrar nuestra adoración, nuestra reverencia. Nuestra actitud no es la del esclavo, indigna de
Dios y de nosotros, ni el temor servil del criado, todo imperfección, sino el de hijos que viven en la
casa del Padre celestial, pues somos verdaderamente «su pueblo, el rebaño de su majada». Es una
reverencia profunda como aquella de que está impregnada en el cielo la santa humanidad del mismo
Jesucristo: «El temor del Señor es santo, y permanece por los siglos de los siglos» (Sal 18,10).
Esta reverencia interior «al Padre de infinita majestad» [Himno Te Deum.] debe manifestarse
también exteriormente. Debemos, como enseña el santo Patriarca, «inclinarnos al Gloria Patri que
se repite al final de cada salmo» y que es la doxología que traduce nuestra adoración, «en honor y
reverencia de la Santa Trinidad» (RB 9). Debemos, dice también, oír de pie, en señal de honor y
respeto, la lectura del evangelio al final de Maitines: «Con honor y temor» (RB 11). Son éstas
algunas de las manifestaciones externas de la reverencia interna que debe mantenernos en vela
durante el oficio, sin que debamos, empero, hacer esfuerzos violentos de la imaginación o del
espíritu.
Nada impide que, postrados así interiormente en adoración, atendamos al sentido de las palabras, a
los sentimientos que el Espíritu Santo hace expresar a los salmos; es precisamente lo que requiere,
en frase lapidaria, san Benito: «Nuestro corazón esté acorde con nuestros labios». «Si el salmo
expresa llanto, lloremos; si alabanza, alabemos también; si es impetratorio, roguemos igualmente; si
suplica, supliquemos; si invita a la alegría, alegrémonos; si expresa confianza, abrámosle nuestros
corazones» [San Agustín, Enarrat. II in ps. XXX, Sermo 3, núm. I. P. L., XXXVI, col. 248].
Mantengámonos en acto de adoración durante la salmodia: es la actitud primordial. Pero junto con
el respeto que debe dominarnos han de actuar las modalidades del sentimiento: el amor, el gozo, la
alabanza, la complacencia, la esperanza, el deseo intenso y la súplica constante. Todos estos
movimientos producen los salmos, para gloria de nuestro Padre celestial y bien de las almas, a
medida que el Espíritu Santo pulsa las cuerdas de nuestro corazón; sea nuestra alma como un arpa
dócil a las pulsaciones del divino artista, a fin de que nuestros cantares sean gratos a Dios.
A pesar de cierta aparente divergencia, hay armonía íntima entre lo que dicen santo Tomás y san
Benito acerca de la atención. El Doctor angélico no dice en parte alguna que la «atención a Dios»
sea exclusiva de la «atención al sentido» de las palabras; desea solamente que el alma no se someta
servilmente a la letra, sino que se la deje libre de levantarse hasta Dios de un vuelo; en resumen,
que el medio no sea un fin. No de otra manera lo entiende el santo Patriarca; no dice que deba el
alma atender servilmente a todas y cada una de las palabras pronunciadas, sino que «esté acorde con
nuestros labios», es decir, que debe remontarse a Dios con las alas que le presta el texto litúrgico.
Así lo efectúan los elegidos en la liturgia celestial; están contemplando sin cesar a Dios en la
adoración más perfecta, sin que esta contemplación les impida loar cada uno de los atributos
divinos.
Así lo hacía acá en la tierra el divino Salvador, nuestro modelo; su alma estaba continuamente
abismada en la contemplación y adoración de las perfecciones del Padre. Cuando pasaba la noche
«en oración a Dios» (Lc 6,12), y sus divinos labios modulaban sagrados cánticos, su inteligencia
abarcaba toda su profundidad, agotaba toda su plenitud, especialmente de los salmos mesiánicos;
cada uno de los sentimientos allí expresados por el Espíritu Santo tenía en su corazón un eco
infinitamente fiel y exacto. Jesús iba sucesivamente ensalzando con ardor y júbilo inenarrables las
perfecciones del Padre.
Por eso su alabanza era una celestial armonía, que placía al Padre, y subía como «perfume
suavísimo», como incienso delicioso. En esas horas era cuando debían principalmente resonar,
aunque solamente lo oyeran los ángeles, las palabras del Padre proclamando a Cristo «el Hijo de
todas sus complacencias» (Mt 17,5).
De un modo parecido, cuando el monje, unido a Jesucristo, entra en el coro para tratar los intereses
más importantes del cuerpo místico, y deja que su corazón se llene, para difundirlos después, de los
sentimientos variados que el Espíritu Santo produce en él bajo el influjo de las palabras
pronunciadas por su boca, rinde a Dios un homenaje agradabilísimo y obtiene para las almas
torrentes de luz y de amor, que brotan, por sus plegarias, de los tesoros celestes.
La última disposición requerida para cumplir bien con la obra de Dios es la devoción: devotamente.
¿Qué significa esta palabra? Devovere significa «consagrar»; la devoción es la consagración a Dios
de sí mismo; es, pues, la flor más delicada y el fruto más puro del amor, porque es el amor llevado
hasta la adoración, hasta el sacrificio total de sí al ser amado, realizando al pie de la letra las
palabras de Cristo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu
espíritu» (Mc 12,30). Es este «todo», esta totalidad en el amor, lo que significa la devoción. En
efecto: cuando amamos mucho a una persona no llevamos la cuenta de los sacrificios hechos por
ella, sino que nos damos de buen grado y sin medida. Cuando estas disposiciones se aplican a Dios
y al opus Dei, constituyen la devoción.
Conviene no confundir la devoción con algunos de sus efectos. No consiste en los consuelos
sensibles que puedan experimentarse, los cuales, por frecuentes que sean, son accidentales, y
dependen tanto del temperamento y de las circunstancias como del Señor. Buena es la suavidad que
se siente en el servicio de Dios; y el Salmista dice: «Gustad y ved cuán suave es el Señor» (Sal
33,9); pero no constituye la esencia de la devoción. Demos gracias a Dios si nos hace sentir que su
servicio está lleno de dulzura, pues eso nos estimulará a servirle con más amor; pero no nos
aficionemos a estos consuelos como si constituyeran lo fundamental de la devoción.
Recitar con verdadera devoción el oficio divino es aplicar a ello todas nuestras fuerzas para hacerlo
bien; es acudir al coro todos los días y varias veces al día con todo el celo, ánimo y vigor de que
somos capaces, para cumplir la obra de Dios del mejor modo posible; es perseverar en estas
disposiciones, no solamente cuando se experimentan consuelos, sino también en cualquier otra
circunstancia de fatiga del cuerpo o desfallecimiento del alma. Hay sacrificios en la salmodia que
hemos de aceptar, de los que hemos apuntado algunos en la conferencia precedente. Menester es
crecida dosis de generosidad y abnegación para soportarlos varias veces al día. ¿Cuál será la causa
eficiente de tal generosidad?
¿Y cuál su apoyo y sostén? El amor; porque la devoción es el amor en acción. Cuando se posee este
fervor que nace del amor, se ofrece a Dios un verdadero sacrificio de alabanza: «En tu honor
sacrificaré una ofrenda de alabanza» (Sal 115,7); se alaba a Dios con todo el ser y se le ofrece el
holocausto de sí mismo: «Te ensalzaré, Señor, con todo mi corazón» (Sal 9,2). Un monje que no
rechazara todo pensamiento extraño y no concentrara durante el oficio todas las energías de su
entendimiento y de su voluntad para dedicarse sólo a Dios; que asistiera a él negligentemente,
musitando apenas las palabras y omitiendo las ceremonias prescritas por la Iglesia para engrandecer
las perfecciones divinas y rendir homenaje a la soberana Majestad, no cumpliría bien sus deberes
monásticos.
Es indigna de un monje esta negligencia, esta indolencia, esta manera de honrar a Dios, moviendo
apenas los labios. Cuando tantos religiosos de vida activa, tantos misioneros, se exceden
generosamente en sus ministerios, el monje no puede ser tibio y remiso en la obra altísima que se le
ha encomendado. Estando en el coro, deberíamos decir con toda verdad: «Dios mío, puedo ahora
glorificarte en unión de tu Hijo muy amado; puedo hacer mucho por las almas rescatadas con su
sangre; sin mi oración, que es la de Jesús, tal vez se perderían muchas para siempre. Cantaré tus
alabanzas con todo mi ser, y quiero ser enteramente tuyo». A Dios le place la generosidad en el
divino servicio; mas, como dice la Escritura, con una expresión enérgica, «vomita a los tibios» (Ap
3,16): es decir, a aquellos que sienten indiferencia por su gloria o por el bien de las almas.
Consagrémonos, pues, generosamente a la obra capital que se nos ha encomendado, a ejemplo de
tantos santos monjes que encontraron en ella el mejor medio de acreditar y probar su amor a Dios y
a las almas. Se dice de santa Matilde que tenía por costumbre poner todas sus energías en la
ferviente alabanza de Dios; no parecía estar dispuesta a ceder ni siquiera en trance de muerte.
Fatigada un día de tanto cantar, como con frecuencia le sucedía, parecióle que iba a desfallecer. En
el instante, el Corazón divino de Jesús infundióle una nueva vitalidad, que le permitió seguir
cantando; mas no por sus naturales energías, sino por la virtud divina. En esta inefable unión
parecíale cantar con Dios y en Dios, y el Señor le dijo entonces: «Tú respiras ahora por mi Corazón:
de la misma suerte todo aquel que suspira de amor o deseo por mí, tendrá el poder de respirar, no
por sí mismo, sino por mi Corazón divino» [El libro de la gracia especial, parte III, c. 7.]

6. Exhortación final
Para recitar el oficio divino fervorosamente y de un modo digno de Dios, se nos exige gran fe y
amor generoso. Si nos falta esa fe y ese amor, es posible que con el tiempo perdamos el aprecio que
merece el oficio divino, que olvidemos el valor inmenso que encierra para la gloria de Dios y el
bien de las almas, y que acabemos por posponerlo en nuestro aprecio a otras obras de menos valor.
Es posible que, sin darnos cuenta, nos alegremos a veces de vernos dispensados, por cualquier
motivo, de la asistencia coral.
En cambio, para el monje que está animado de viva fe, el opus Dei conserva siempre su grandeza
incomparable y su inexhausta fecundidad: es para él, junto con el sacrificio de la misa, en torno del
cual se mueve, un medio eficacísimo de unión con Dios y el homenaje más perfecto que ofrecerle
pueda. Con esta disposición no hay peligro de que el religioso lo recite por rutina, pues la alabanza
divina tiene para él atractivos siempre nuevos; es cada día «un cantar nuevo» (Sal 95,1; 97,1;
149,1), por el cual glorifica a Dios con todo su ser, en cuerpo y alma. Por ejemplo, en las palabras
tantas veces repetidas del Invitatorio: «Venid, adoremos al Señor», inclinamos nuestras cabezas,
como la mies al soplo de la brisa; pero si esta inclinación se hace por seguir la costumbre, y, para
decirlo con un término peyorativo, por rutina y sin atención a lo que significan las palabras
pronunciadas, será una ceremonia casi de ningún valor.
Cuando el alma, por el contrario, está poseída de verdadera devoción, se postra interiormente
delante de Dios y a Él se ofrece toda entera, con alabanzas magnificas que son el embeleso de los
ángeles. Asimismo el inclinarnos al fin de cada salmo al Gloria Patri, es como el resumen y
compendio de toda nuestra alabanza y devoción. Santa Magdalena de Pazzi sentía tal devoción al
recitarlo, que se la veía palidecer en aquel momento; tanta era la intensidad con que sentía la
entrega que de sí hacía a la Santísima Trinidad [Vida, por el P. Cepari, S.J., c. XV.]. Sucederá, no
obstante, que a pesar de todo nuestro fervor nos veamos asaltados de distracciones: ¿Qué hacer
entonces?
Las distracciones son inevitables. Somos débiles y son muchos los objetos que solicitan la atención
y disipan nuestra alma; pero si son efecto de nuestra fragilidad no nos turbemos. Escribía santa
Teresa de Jesús: «En eso de divertirse en el rezar el oficio divino, en que tengo yo mucha culpa, y
quiero pensar en flaqueza de cabeza; y así lo piense vuestra merced, pues bien sabe el Señor que ya
que rezamos, querríamos fuese muy bien» [Carta al M. I. Sr. O. Sancho Dávila.]
Tengamos siempre presentes estas últimas palabras de la gran contemplativa. Tanto como no
debemos inquietarnos por las distracciones que provengan de lo tornadizo de nuestra imaginación,
tanto debemos también esforzarnos por prepararnos debidamente para mostrar a Dios la intención
de rezar bien. Si no hacemos nada por dirigir nuestro corazón a Dios, por recogernos, por sumirnos
en una profunda reverencia y devoción, será muy difícil que no caigamos en distracciones
imputables a nuestra negligencia. Por experiencia lo sabemos: evitaríamos la mayoría de las
distracciones si nos preparásemos para el oficio divino con cuidado; el no aprovecharse de tantas
luces y gracias como del oficio divino pudieran derivarse, es debido a nuestra negligencia.
Por el contrario: si antes de ofrecer nuestros homenajes a Dios nos recogemos fervorosamente en
nosotros mismos; si nos unimos con un acto intenso de amor y de fe a Jesucristo, el Verbo
encarnado, prestándole nuestros labios para alabar al Padre y atraer sobre su cuerpo místico las
luces y dones del Espíritu Santo, no tendremos motivos de inquietarnos de las distracciones que
sobrevengan: son ocasionadas por nuestra flaqueza; apenas las advirtamos tratemos buenamente de
desecharlas sin violencia.
La frecuente repetición del Gloria Patri nos ayudará especialmente a renovar nuestra vigilancia. Al
pronunciarlo nos inclinamos para tributar a Dios el homenaje de nuestra reverencia y de nuestra
adoración; es el momento más oportuno para suscitar en el alma el sentimiento de la divina
presencia. Las distracciones nos servirán así para reavivar el fervor; y si cuidamos de cumplir
exactamente al menos las ceremonias prescritas, nuestra alabanza será grata a Dios y fructífera para
la Iglesia.
Lo dice admirablemente Bossuet con estas terminantes palabras que van a servir de conclusión a la
presente conferencia. «¡Alma religiosa! El fruto de la doctrina de Jesucristo sobre la oración debe
ser principalmente la exactitud de las horas que se le dedican. Por más distracciones que tengas, si
las deploras, si muestras deseos de evitarlas y permaneces fiel, humilde y recogida en lo exterior, la
obediencia que tributas a Dios, a la Iglesia y a la Regla al observar las genuflexiones, inclinaciones
y demás ceremonias y prácticas externas de piedad, mantiene el espíritu de oración. Entonces se
reza por estado, por disposición, por voluntad, especialmente cuando uno se humilla por la aridez y
las distracciones que tiene. ¡Qué agradable es a Dios esta oración! ¡Cómo mortifica al alma y al
cuerpo! ¡Qué de gracias no obtiene y cuántos pecados no son por ella expiados!» [Meditaciones
sobre el Evangelio. Sermón de la montaña, 44º día].
XV. La oración monástica
La animada representación de la vida de Cristo constituye el fondo principal del ciclo litúrgico. Pero
Cristo no está solo; honramos también nosotros a los miembros de su cuerpo místico que ya son
cortesanos de su reino, a los elegidos que constituyen el más noble precio de la sangre de Jesús y el
fruto más bello de la unión de la Iglesia con su celestial Esposo. Los santos forman el cortejo de
Cristo en el ciclo litúrgico, y celebrando sus virtudes, cantando sus méritos, ensalzamos y cantamos
a Aquel que es su cabeza y su corona: «Él mismo es corona de todos los santos» [Invitatorio de
Maitines de Todos los Santos].
Los santos presentan tipos variadísimos; cada uno según su vocación y según el «grado de gracia
que Cristo le otorgó» (Ef 4,7), reproduce uno de los aspectos de la plenitud de las perfecciones del
Hombre Dios. Un mismo espíritu, dice san Pablo (1 Cor 12,4), ha dado a cada uno una gracia
especial, que, enraizando en la naturaleza, le comunica un resplandor característico. En unos
predomina la fortaleza, en otros la prudencia; en éstos sobresale el celo de la gloria de Dios, y otros
hay que resplandecen por la fe o por la pureza. Empero, sean apóstoles, mártires o pontífices, sean
vírgenes o confesores, en todos se encuentra un carácter común: la constante preocupación por
encontrar el amor de Dios; y cualesquiera que fueran las circunstancias en que vivieron, las
tentaciones que soportaron y las dificultades que tuvieron que vencer, todos permanecieron fieles y
constantes.
Es ésta una gran virtud, pues la inconstancia es uno de los mayores peligros que amenazan al
hombre. Los santos buscaron a Dios infatigablemente, por encima de las arideces del camino, del
aparente abandono del cielo, de las luchas incesantes; por eso, a su entrada en las mansiones
eternas, Dios los coronó de gloria y los embriagó de alegría: «Porque fuiste fiel en las cosas
pequeñas, entra, siervo bueno y fiel, en el gozo de tu Señor» (Mt 25,23). Porque en la busca del
Bien se mantuvieron firmes, llegaron al término glorioso.
Ahora bien, ¿cuál es la íntima razón de esta estabilidad en el bien y de dónde la sacaron los santos?
¿Cuál fue su secreto? La vida de oración. El alma que de ella vive permanece unida a Dios; se
adhiere a Dios, participando de la inmutabilidad y eternidad divinas; por esto su voluntad
permanece inquebrantable en todas las circunstancias. Más fuerte es el niño que en la tempestad se
agarra a las rocas, que el hombre abandonado al vaivén de las olas.
La firme adhesión del alma a Dios es fruto de la oración. Los santos en el cielo no pueden dejar de
estar unidos a Dios, a su voluntad, porque le contemplan y ven en Él la plenitud de la perfección y
la fuente de toda soberanía. Quien tiene vida de oración está habitualmente unido con Dios por la
fe; en esa unión halla el alma la luz y la fortaleza necesarias para hacer en todo momento la
voluntad divina. Y siendo Dios principio de toda santidad, el alma que está habitualmente unida a
Él por la oración saca de Dios la fecundidad de la vida sobrenatural.
Examinemos el lugar que en la vida del monje corresponde a la oración, qué cualidades le asigna
san Benito y qué medios proporciona la Regla para conservar y mantener en nosotros la vida de
oración.

1. Importancia de la oración en la vida monástica


La oración debe formar una parte principal de la vida del monje. El que lee por primera vez la Regla
del santo Patriarca se extraña de que no señale a los monjes tiempos determinados dedicados a la
oración privada. Dice solamente: «dedicarse con frecuencia a la oración» (RB 4); y en otro lugar:
«El que quiere consagrarse a la oración, después del oficio divino, hágalo» (RB 52); y el capítulo
veinte aún trata con breves, si bien hermosas palabras, de las cualidades que debe tener la oración
(RB 20).
Sin embargo, en ninguna parte señala hora para la oración privada. A muchos les sorprende esto,
pero sin razón. Porque la existencia del monje, tal como está ordenada por san Benito, alejada del
mundo, en soledad y ocupada en la alabanza divina y en santas lecturas, tiende a crear y supone a la
vez una vida de oración. Por esto el santo Legislador no ve la necesidad de señalar para el ejercicio
de la oración una o media hora. Los monjes que viven según la Regla llegan necesariamente a la
vida de oración. En el pensamiento del santo Patriarca, como en toda la tradición monástica, la
oración no es solamente un acto pasajero que se cumple a tal o cual hora, con sola una virtual
relación con los otros actos del día, sino que es como la respiración del alma, sin la cual es
imposible la vida interior.
El que vive esta vida de unión con Dios, ya espontáneamente consagra a Dios algún tiempo del día
para dedicárselo exclusivamente; porque el alma que le ama desea unirse a Él especialmente en
ciertos momentos; esta hora de oración es como la intensificación de la vida de oración en que
habitualmente se mueve el alma.
Debemos practicarla a diario, pues nuestro bienaventurado Padre desea que «todos los días en la
oración» (RB 4) confesemos nuestros pecados a Dios; y más: desea que «frecuentemente», a
intervalos en el día, acudamos al Señor para conversar con Él: «Dedicarse –dice– con frecuencia a
la oración». Por otra parte, según la Regla, debemos dedicar de dos a cuatro horas a «lecturas
santas» (RB 48). Esta expresión, en el sentir de san Benito, es harto elástica, pues comporta la
posibilidad, prevista para ciertas almas, de vacar por mucho tiempo a la oración.
Él mismo nos da el ejemplo. Cada día su alma se expansionaba ante Dios en una oración sublime,
que constituía para él venero de gracias extraordinarias. Fue seguramente en una de estas horas
cuando Dios le mostró el universo entero como concentrado en un rayo luminoso [San Gregorio,
Diálogo, l. II, c. 35]. Después de la oración fue cuando resucitó al monje aplastado por el desplome
de una pared [Ibid., c. 11] y al hijo de un labriego [Ibid., c. 32]. Fue también durante la oración
cuando vio a su hermana santa Escolástica remontarse al cielo en forma de paloma [Ibid., c. 31.].
Si queremos, pues, ser verdaderos discípulos del santo Patriarca, menester es que nos consagremos
frecuentemente a la oración, y nos esforcemos por llegar a esa vida de oración que él desea
ciertamente para cada uno de nosotros. Y, en efecto, nuestro bienaventurado Padre se propone como
única finalidad hacernos encontrar a Dios: «Si de veras busca a Dios» (RB 58), y ya demostramos
en la primera de nuestras conferencias la grandeza de este objetivo, que no podemos alcanzar sino
con la entrega absoluta de nosotros mismos. Recordemos las palabras de santa Catalina de Siena en
su lecho de muerte: «Nadie puede poseer a Dios si no es entregándose a Él sin reserva»; y añadía
que «sin la oración es imposible mantener esta donación» [Vida, por el beato Raimundo de Capua].
No nos debe extrañar este lenguaje. El hombre es naturalmente débil e inconstante, y sólo por el
habitual contacto con Dios en la oración conoce la vanidad de toda criatura abandonada a sí misma,
y la plenitud de Dios, el único digno de todo nuestro amor. He aquí por qué nuestro bienaventurado
Padre nos exige frecuente oración, a fin de que no perdamos nunca de vista el soberano bien y de
que no nos dejemos apartar nunca de Él por el atractivo efímero de la criatura.
Tenemos necesidad de orar para mantenernos a la altura de esta única búsqueda de Dios,
constitutiva de nuestra vocación. Cuando nuestro Señor nos llamó a la vida monástica, nos iluminó
con la luz de su Espíritu; con esta luz vimos que Él es el supremo Bien, por el cual debemos
abandonarlo todo; y así lo hicimos, en efecto, el día de nuestra profesión «al ofrecerle todas las
cosas con sencillez de corazón y alegría» (1 Crón 29,17). Juramos estabilidad, conversión de
costumbres y obediencia; y con esto tributamos a Dios un homenaje supremo de adoración y de
amor, que le es sumamente agradable. Si mantenemos toda la vida estas disposiciones, llegaremos
sin duda alguna a la santidad; pero sólo una vida intensa de oración nos conservará sin desfallecer
en esta actitud de ofrenda irrevocable. Dos razones nos convencerán de esta aserción.
Primeramente, la vida de oración nos mantiene siempre en aquella luz divina, un rayo de la cual nos
iluminó el día de nuestra vocación y el de nuestra profesión monástica. Privados de esta luz,
acabaríamos por dejar de apreciar los mil detalles de la vida religiosa, que, en efecto, no tiene
significación alguna si no es sobrenatural; y, por otra parte, contraría demasiado a la naturaleza
decaída o abandonada a sí misma, para que el hombre pueda soportarla por mucho tiempo sin la
ayuda divina. De esta luz divina es, pues, de donde sacamos la fortaleza y la alegría de la
abnegación propia de nuestra existencia; de ella se alimenta nuestra esperanza de llegar un día a
Dios y el amor que nos permite amarlo acá abajo a la luz de la fe. Bajo este aspecto nos es
indispensable la oración para mantenernos siempre a la altura que vislumbramos y tocamos el día
que nos dimos a Dios.
El segundo motivo, derivado del precedente, es que los medios de tender siempre a Dios y de
unirnos con Él –sacramentos, misa, oficio divino, vida de obediencia y de trabajo– no obtienen el
máximo rendimiento sino con una vida de oración; no tienen valor ni eficacia más que cuando no
ponemos óbice a su acción y nos hallamos dispuestos habitualmente por la fe, esperanza, amor y
compunción, humildad y desprendimiento. Ahora bien: por la vida de oración, por nuestra unión
habitual con Dios, es principalmente como obtendremos energías para remover los obstáculos y
para mantener en nosotros las disposiciones favorables a la gracia.
Quien no vive habitualmente la vida de oración, cada vez que ha de recogerse necesita hacer
grandes esfuerzos para adquirir aquellas disposiciones de las que prácticamente depende casi
siempre la fecundidad de los medios sobrenaturales de santificación; mientras que un alma de
oración es como un hogar de fuego divino siempre latente, y cuando llegan las horas regulares o las
ocasiones inspiradas en que ese hogar se pone directa o indirectamente en contacto con la gracia –
como ocurre en los sacramentos, en el santo sacrificio, al recitar el oficio divino, en la obediencia y
en las pruebas enviadas o permitidas por Dios–, la llama se aviva, y con ella crece, a veces en grado
muy elevado, el amor a Dios y al prójimo. Y siendo el amor de Dios la única fuente, y su intensidad
la única medida de la fecundidad de nuestras acciones, aún de las más ordinarias, la vida de oración,
que mantiene y aumenta en nosotros el amor, es el secreto de nuestra santidad.
Tiene, pues, razón nuestro bienaventurado Padre al recomendarnos la «frecuente oración». Sólo con
este constante y habitual ejercicio podemos adquirir poco a poco la unión permanente con Dios, fin
por el cual san Benito estableció todas las cosas del monasterio, «escuela donde se aprende a servir
a Dios» (RB, pról.).

2. Cualidades que exige en ella San Benito; necesidad de la preparación


En otra parte [Jesucristo, vida del alma, II parte, c. 10. La oración.] hemos expuesto extensamente
los elementos constitutivos y la naturaleza de la oración. Contentémonos ahora con tocar algunos
puntos concernientes a sus caracteres, según se desprenden de las palabras y del espíritu de la Regla
del gran Patriarca.
La oración, decíamos, es una conversación del hijo con su Padre celestial, para adorarle, alabarle,
expresarle su amor, conocer su voluntad y obtener los auxilios necesarios para cumplirla
exactamente; es como la natural expansión de los sentimientos que se derivan de nuestra adopción
divina mediante el influjo del Espíritu Santo.
Esta definición nos deja vislumbrar las principales cualidades que la oración debe tener. Como
coloquio del hijo con su Padre celestial estará impregnada a la vez de piedad y de profunda
reverencia; para el hijo de Dios, en efecto, para el hermano de Jesucristo, ninguna ternura ni
intimidad puede considerarse excesiva, siempre que la acompañemos de un sentimiento de respeto
inefable «al Padre de inmensa majestad» [Himno Te Deum]. En esto consiste el «adorar al Padre en
espíritu y en verdad» (Jn 4, 23).
Este doble carácter es el que atribuye san Benito a la oración en la Regla. En el capítulo 20, breve,
pero profundo, en el que trata de la reverencia en la oración, desea él, en primer lugar, que
«presentemos a Dios nuestras súplicas con humildad y pura devoción»: he ahí el respeto que nos
exige. Hay que acercarse a Dios con este sentimiento respetuoso ante sus infinitas perfecciones, el
cual se expresa por una actitud humilde y procurando presentarnos con el alma pura delante de
Aquel que es la santidad misma; y san Benito indica que la mejor expresión de esta reverencia está
en las lágrimas de compunción que arranca el recuerdo de las culpas, con las cuales nosotros,
miserables criaturas, hemos ofendido a la majestad infinita de Dios; lágrimas acompañadas de una
completa pureza de corazón.
Desea san Benito que nuestra oración sea «pura y breve», «a menos que por inspiración de la divina
gracia la prolonguemos» (RB 20); y en esto consiste el abandono del corazón, propio del hijo
adoptivo de Dios.
Nuestro santo Patriarca exige, por tanto, el respeto y la humildad que conviene a criaturas y, más
aún, a criaturas pecadoras; pero esta reverencia profunda que nos conserva postrados en entera
sumisión no debe obstar a la efusión del corazón bajo la acción del Espíritu Santo, que da lugar a la
confianza, a la ternura y al amor. Esta confianza es tanto más segura cuanto que no está
fundamentada en motivos naturales, sino únicamente en la bondad del Padre celestial.
En el Prólogo nos recuerda nuestro bienaventurado Padre las divinas palabras: «Mis ojos están
sobre vosotros y mis oídos atentos a vuestros ruegos, y antes que me invoquéis, os respondo: estoy
aquí» (Sal 33,16; Is 65,24; 58,9). «¿Qué cosa más dulce para nosotros –añade el santo Patriarca–
que esta voz del Señor que nos invita? Ved cómo en su piedad nos muestra el camino de la vida».
Tal es el doble aspecto de la piedad benedictina: trátase de dos sentimientos, ambos necesarios; son
inseparables, como lo son nuestra condición de criaturas y la de hijos de Dios. Y si peligrosa es la
confianza, que no vaya acompañada de la reverencia, no es menos perjudicial un temor desprovisto
de confianza; ambas actitudes son injuriosas para Dios, pues son contrarias, la primera, a su
soberanía infinita, y la segunda, a su bondad ilimitada.
Para que esta reverencia y esta confianza puedan andar juntas, preciso es prepararse
cuidadosamente para nuestra conversación con Dios. Dirá alguno: Si el espíritu de Jesús es quien
ruega por nosotros, huelga toda preparación. Pero sería un grave error pretender que el Espíritu
Santo obre sin ciertas condiciones interiores.
Tal es el error de los cuáqueros, secta protestante que cuenta con personas muy respetables, pero
que no dejan de tener una religión bien singular. Se reúnen en los templos, que son amplias salas
cuadradas, de blancas paredes. Hombres y mujeres ocupan los bancos, único mobiliario del edificio,
y en silencio esperan a la moción del Espíritu Santo. De repente, a veces después de larga espera, se
levanta uno de los asistentes, hombre o mujer, joven o doncella, y exclama: «El Espíritu me
mueve». Y al punto empieza a manifestar lo que cree le ha sugerido el Espíritu. Todos escuchan
atentamente sus palabras, que no son, de ordinario, más que divagaciones. Con esto se da por
terminada la «oración» y se dispersa la concurrencia. Estos protestantes lo esperan todo del Espíritu,
y toda su religión consiste en aspirar a esta moción misteriosa, que les hace vibrar el alma y agitar el
cuerpo, de donde viene el nombre de «cuáqueros» o temblones; no exigen preparación interior ni
acto alguno de culto externo.
Muy de otra manera debemos obrar nosotros; nuestra oración no ha de ser provocada por
excitaciones nerviosas o por ilusiones. «El Espíritu Santo ruega en nosotros», dice san Pablo (Rom
8, 26); empero el mismo apóstol nos amonesta que no contristemos (Ef 4, 30) ni apaguemos el
Espíritu (1 Tes 5, 9). Ahora bien; ¿cómo lo apagamos en nosotros? Por el pecado mortal que le
obliga a alejarse del alma. ¿Cómo le contristamos? No con las faltas de fragilidad o imprevisión,
que deploramos, sino con infidelidades, con resistencias voluntarias a las inspiraciones divinas.
Debemos, pues, velar por la pureza de nuestra alma si queremos hacer posible una vida de oración y
oración fructífera. Nuestro bienaventurado Padre da mucha importancia a esta cualidad: «Roguemos
con pura devoción. Seremos escuchados si tenemos pureza de corazón y compunción de lágrimas»
(RB 20). Si no nos esforzamos en purificarnos de las culpas pasadas con la compunción, y en evitar
por todos los medios posibles cuanto desagrada en nosotros al Señor, no llegaremos a la vida de
unión con Dios por la oración; porque contristamos voluntariamente al Espíritu Santo, que debe
sostenernos en la oración. En esta pureza consiste la preparación del corazón, preparación remota,
pero que nunca debe faltar.
Otra preparación se nos exige, de carácter más bien intelectual. El Espíritu Santo nos guía
acomodándose a nuestra naturaleza: por el entendimiento y la voluntad. Debemos, pues, tener antes
de orar las nociones de fe que serán los elementos de nuestro coloquio con Dios. Dirá quizá alguno
que Dios concede a veces el don de oración sin previos conocimientos sobre la fe y materias
dogmáticas, y sin estar el alma del todo purificada. Así ocurre, en verdad, en ciertas ocasiones, pero
no es lo ordinario.
Hay cierta analogía en el modo como Dios gobierna el mundo natural y como obra en el orden de la
gracia. Podría producir los efectos sin las causas segundas: producir pan y vino sin que el hombre
sembrase y recogiese, plantase y vendimiase. ¿No cambió el agua en vino en las bodas de Caná?
¿No multiplicó los panes en el desierto? Es el dueño supremo de los elementos. Pero su gloria
reclama que el curso ordinario de las cosas se regule por las leyes que estableció su sabiduría eterna.
Por esto quiere que plantemos viñas, que broten las hojas, que maduren los frutos y sean recogidos
a su debido tiempo por el hombre y, finalmente, prensados y fermentados, antes que el vino sea
escanciado en las copas.
De modo semejante, en el orden sobrenatural hay ciertas leyes establecidas por la sabiduría divina y
reconocidas por los santos. Dios no es esclavo de ellas, ciertamente, y ha prescindido de las mismas
con ciertas almas, pasándolas instantáneamente del estado de culpa al de perfecto amor. Magdalena,
por sus desórdenes, era la antítesis del amor; y bastó una sola palabra del divino Maestro para
transformarla en un horno de caridad ardiente. Saulo en el camino de Damasco era un perseguidor
del nombre de cristiano; «respiraba amenazas» (Hch 9,1). Odiaba a los discípulos de Cristo, de
quien blasfemaba. Derribado en tierra por un rayo, el divino Salvador lo convierte en un instante en
«vaso de elección» (Hch 9,15), en apóstol celoso, predicador de Cristo, de quien nadie ni nada le
apartará. En la vida de santa Teresa [Historia de santa Teresa, por los Bolandistas, t. II, pág. 70.] se
lee que en uno de los conventos había recibido una novicia el don de oración, sin preparación
alguna para esta merced. Empero en estos casos se trata de dones excepcionales o prodigios
extraordinarios, con los cuales Dios manifiesta su poder supremo y nos recuerda la libertad infinita
de su ser y de su acción. Lo ordinario es que conduzca las almas respetando las leyes que estableció.
Pero del beneficio de estas leyes –de las cuales vamos a decir algunas palabras– Dios no excluye a
nadie. A todos los bautizados llama a unirse a Él íntimamente. ¿No somos todos sus hijos por la
gracia? ¿No somos hermanos de su amado Unigénito y templos vivos del Espíritu Santo? Todos los
misterios de Jesús, todo el admirable organismo sobrenatural que dio a la Iglesia, no tiene otro fin
que abrir a las almas rectas, generosas y fieles el camino del amor y de la más íntima unión con Él.
Y si esto es cierto para el cristiano en general; lo es de un modo especial para los predestinados por
Jesucristo para consagrarse especialmente a su servicio. A éstos, sobre todo, es a quienes ha dicho:
«Vosotros sois mis amigos, porque os he revelado los secretos de mi corazón» (Jn 15,15).

3. Carácter de la oración monástica en la vía purgativa


Señalamos en otra ocasión, al tratar de los instrumentos de las buenas obras, las tres etapas que
ordinariamente debe seguir un alma que aspira a la unión perfecta. Conviene insistir de nuevo, toda
vez que el grado de nuestra oración está prácticamente determinado por el grado de vida interior
que tengamos.
Existen, como es sabido, las tres vías, purgativa, iluminativa y unitiva, las cuales, aunque realmente
distintas, no se sobreponen oponiéndose una a otra. Existe entre ellas cierta penetración recíproca y
una especie de alianza. Sus denominaciones son resultado del predominio de tal o cual elemento, el
cual no excluye, de ninguna manera, a los demás. El alma que está en el camino de la purificación
hace también, e incluso con frecuencia, actos de la vía iluminativa y aun de la unitiva. De la misma
manera la que se halla en estado de unión no puede decir: no necesito meditar sobre el infierno, ni
de practicar la mortificación.
No podemos, pues, señalar límites infranqueables en esta materia, ni fijar geométricamente a las
almas en un estado distinto de otro. No son etapas con términos diferenciales, sino que se
compenetran, sostienen y se completan mutuamente, si bien con predominio de determinado
elemento; en una será la purgación, en otra la iluminación y en otra, finalmente, la unión habitual.
Después de estos antecedentes digamos algo de cada una de las vías.
En la vía purgativa el alma procura ante todo purificarse de las culpas: viene del mundo, al cual se
había más o menos entregado, ofendiendo más o menos a la divina Majestad: «Viene para
convertirse» (RB 58), como dice nuestro bienaventurado Padre san Benito, tomando la palabra
«conversión» en sentido amplio, es decir, para significar el desprendimiento de la criatura para
buscar a Dios sin cesar. El sacramento de la penitencia le ha borrado los pecados; le quedan, sin
embargo, las cicatrices, las tendencias viciosas. La orientación a la criatura no ha sido totalmente
corregida, y el alma está todavía llena de imperfecciones espirituales. Está, sin duda, en estado de
gracia; busca a Dios, pero no ha llegado al grado de pureza y estabilidad en el bien que la haría
digna de los abrazos del Esposo divino: no está todavía «compuesta como una novia engalanada
para su esposo» (Ap 21,2). Dios quiere que esta alma se mantenga en los últimos lugares en el
festín, y que se ejercite especialmente en los primeros grados de humildad, en la reverencia a Dios.
Sería una falta de delicadeza espiritual, especialmente cuando se ha ofendido mucho a Dios, querer
tratar familiarmente con Él desde los comienzos de la vida espiritual: es ésta una presunción
intolerable. Quedémonos en el último lugar del convite, hasta que el Señor nos invite a «subir más
arriba» (Lc 14,10). ¿Cuál será la oración de esta alma? Como novicia todavía y no avezada a rezar,
no encuentra en sí misma los elementos para conversar con Dios. Está obligada a recurrir a tal o
cual libro, que le toque el corazón y someta la voluntad; de otra suerte la oración degenerará en
estériles fantasmagorías. Si en el decurso de la oración Dios la atrae a sí, abandone el libro.
Porque, dice san Benito, la oración es como una audiencia (RB 20). Cuando solicitamos audiencia
de un personaje para presentarle nuestros homenajes y respetos, pensamos primeramente en lo que
vamos a decir, para no embarazarnos; pero si en el curso de la conversación aquel personaje toma la
iniciativa de la misma, nos creemos obligados a seguir el nuevo rumbo que le da, sin pensar en
nosotros mismos. Así debemos obrar en los comienzos de la vida espiritual: nos serviremos de tal o
cual práctica, siguiendo este o aquel método, sin darle no obstante tanta importancia que encadene
la libertad de espíritu. Sometiéndonos a la dirección del Padre Maestro, nos precavemos del peligro
de las ilusiones.
[«Antes de empezar la oración –escribía una santa benedictina, muy favorecida en dones
celestiales– procurad reavivar en vuestra alma la presencia divina; después haced la preparación
próxima; si en el curso de la meditación el Señor suscita en vosotros especiales sentimientos, seguid
la luz que os de, y yo le ruego que os otorgue la gracia de conservar el fruto para gloria suya» (Une
extatique du XVIIº siècle. La Bse. Bonomo, por Dom Du Bourg, pag. 253)].
Imitemos en esto la grande discreción del excelso Patriarca. Era él un verdadero contemplativo,
favorecido de alto don de oración y segura experiencia de las vías de unión con Dios, de lo que no
dudamos leyendo su vida y su Regla. Pues bien: en vez de muchas páginas de tratados de oración,
sólo encontramos en la Regla dos breves capítulos, y sin determinar en ellos un método particular;
el santo sólo nos da algunos principios fundamentales y característicos, expresados concisamente.
¿Por qué esta manera de obrar? Porque el santo Legislador brilla por su discreción. Sabe que los
reglamentos muy rígidos e imperiosos relativos a la unión con Dios no sirven más que para
acongojar a las almas; por esto se limita a señalar en sus elementos esenciales la actitud que debe
tener la criatura delante de Dios y las disposiciones necesarias para que la oración sea fructífera:
pureza de corazón, humildad y compunción.
¿Cuál será el tema habitual de la oración en la vía purgativa? En primer lugar los novísimos, la
Pasión de Cristo causada por nuestros pecados, las perfecciones divinas cuya contemplación inunda
el alma de temor y reverencia. La oración deberá resolverse entonces en actos de compunción y de
humilde confianza. Del alma en este estado habla san Benito cuando dice que «todos los días en la
oración debe confesar a Dios, con lágrimas y gemidos, las faltas cometidas» (RB 4).
Tal debe ser la nota predominante, aunque no exclusiva, de esta etapa. El monje que sigue la vía
purgativa se echará a los pies del Señor, como el hijo pródigo, y le pedirá perdón; su corazón se
estremecerá pensando en la majestad divina a quien ofendió y en los padecimientos de Jesús; y
someterá humildemente su voluntad a la de Dios y a la de sus superiores. Fruto de esta etapa será
una sumisión profunda y generosa –como hija de la humildad y de la contrición– a la santa voluntad
de Dios en cualquier forma que se manifieste.
Este período será más o menos largo; depende en gran parte de las circunstancias de la conducta
observada antes de entrar en el claustro, de la fuerza de los malos hábitos contraídos, del grado de
generosidad que el alma aporte para purificarse. Al director prudente e ilustrado toca juzgarlo; pero
no será presunción creer que aquellos que durante el noviciado fueron humildes y obedientes,
generosos y fervientes; que emitieron la profesión monástica con un gran amor y pureza de
intención, estén entonces a punto de pasar a la vía iluminativa. La profesión monástica es, en efecto,
como un segundo bautismo; y al alma que fue siempre fiel a la gracia durante todo el tiempo de la
probación, Dios le da certísimamente una gran pureza, que la hace capaz de progresar en las vías
espirituales.

4. Carácter de la oración monástica en la vía iluminativa


Como lo indica su nombre, la vía iluminativa se caracteriza por las luces sobrenaturales que Dios
concede en abundancia al alma, por medio de las cuales ésta se llena, por así decirlo, del
conocimiento de las cosas divinas.
Dios conduce a los seres según la naturaleza de los mismos: nosotros tenemos inteligencia y
voluntad. Y no amamos sino el bien conocido. Si, pues, queremos adherirnos plenamente a Dios,
debemos, ante todo, conocerlo lo mejor posible. El amor tiende sólo al bien que le muestra la
inteligencia. Cuando el alma está purificada de todo pecado y negligencia, Dios la ilumina poco a
poco, para atraerla enteramente a sí mismo. Bastará que se muestre para que el alma sea atraída por
la sabiduría, belleza, bondad y misericordia infinitas. En retorno, Dios reclama que el alma que le
busca se entregue a su vez, e incluso durante largo tiempo, al estudio de las diversas verdades.
Es un trabajo de suma importancia. Se empezó en el período de purgación, pero debe incrementarse
a medida que avanza el alma y progresa; conviene que profundice las verdades de la fe. Dirá tal vez
alguno: ¿De qué servirá profundizar en las verdades de la fe? ¿A qué tantas nociones teológicas?
¿Qué ventajas traen? Peligroso es pensar así. Recordemos las palabras de nuestro Señor: «Padre
santo, la vida eterna está en conocerte a ti y a Aquel que has enviado a la tierra, Jesucristo» (Jn 17,
3). Por tanto, Jesucristo, sabiduría infalible, hace consistir la vida eterna en el conocimiento de Él y
de su Padre; no en un conocimiento teórico tan sólo, sino en una ciencia práctica, que nos induce a
consagrarnos enteramente al servicio de Dios y de su Hijo.
Hay ciencia y ciencia. Una que proviene del conocimiento de Cristo, puramente intelectual,
restringido a sólo la mente; por ejemplo, el estudio del Evangelio, de su composición, sus fuentes,
textos y comentarios: sin embargo esta ciencia será fría y estéril si no va acompañada del amor.
Hay otra, cuyo móvil no es la curiosidad que busca el objeto amado para unirse a él, y se esfuerza
por conocerlo intensamente a fin de amarlo más y más. Es la ciencia que tiende al amor, la ciencia
práctica. El estudio así entendido es florecimiento de la fe, y se transforma en oración, en
contemplación. He ahí la ciencia verdaderamente necesaria, que debemos cultivar, porque es
principio de un amor ardiente.
Dios no nos reveló las verdades de la fe para que las tengamos como «envueltas en un pañuelo» (Lc
19,20), cual si no valiese la pena de estudiarlas. Se nos confió el depósito de la revelación para que
lo estudiemos humildemente, bajo la dirección de la Iglesia, trabajando por extraer todo cuanto
contiene de glorioso para Dios y de fecundo para nuestras almas. La vida de los santos nos enseña
cuánto agrada a Dios esta búsqueda de la verdad, punto de partida de una caridad más generosa.
Cuando desea elevar a grandes alturas a almas poco instruidas, como una santa Catalina de Siena, se
constituye Él mismo en su Maestro, por el Espíritu Santo, y les infunde la ciencia de los más
profundos misterios, para que encuentren el secreto de un amor más grande. Persuadámonos, pues,
que, al estudiar las verdades de la fe, hacemos fructificar el talento que se nos confió y trabajamos
por nuestra santificación.
«Nuestra fe debe tender a esclarecerse» Fides quaerens intellectum, decía un gran monje, san
Anselmo [Meditat. XXI, y Epist., l. II, c. 41.]. El monasterio es, según san Benito, «una escuela en
donde se aprende a servir a Dios» (RB, pról.); y nuestro servicio será tanto mejor y más grato a
Dios cuanto nuestros conocimientos de la fe, de la cual nace el amor, sean más amplios y más
profundos: «Con el progreso de la fe… se corren los caminos de los mandamientos de Dios» (RB,
pról.). No es, pues, cosa de poca monta el dedicarnos a nutrir en nosotros la fe [Inocencio XI
condenó la siguiente proposición (la 64ª) de Molinos: «El teólogo está menos dispuesto que el
hombre rudo para el estado de contemplación» (Denziger-Banwart, Enchiridion symbolorum)].
El monje, llamado por su vocación a una gran unión con Jesucristo, no puede contentarse con la fe
del carbonero. Al obrero iletrado le bastará saber lo estrictamente preciso para llevar vida cristiana y
salvarse: «Si quieres llegar a la vida eterna, guarda los mandamientos» (Mt 19,17). Pero a nosotros,
los privilegiados de Jesucristo, no nos basta esta fe mezquina, desconocedora de las maravillas de
Dios en nuestra santificación. Sea nuestra fe simple, ingenua, robusta, como la del carbonero; mas
esforcémonos por «comprender», además, como enseña san Pablo, «la longitud, la latitud y la
altitud y profundidad de los divinos misterios, para que seamos colmados de la plenitud del mismo
Dios» (Ef 3,19). Este es el fin de nuestros esfuerzos en la vida iluminativa: llenar nuestra alma de
las verdades de la fe, para que sean para nosotros principio de una más íntima unión con Dios.
Ahora bien, ¿cómo realizaremos esta parte de trabajo que Dios nos exige para hacernos vivir en este
estado de iluminación? De diferentes maneras se puede obtener el resultado. Almas hay que
atesoran y se apropian los conocimientos sobrenaturales por la meditación y la reflexión; para
aquellas que las más de las veces están ocupadas en lo que se ha convenido en llamar la vida activa,
es éste un medio excelente y muchas veces único para profundizar fructuosamente las nociones de
la fe e impregnarse de verdades sobrenaturales.
Otras almas, incapaces de este trabajo discursivo, hacen regularmente una lectura piadosa del
Evangelio, de la vida de nuestro Señor, de un tratado ascético sobre los misterios, e interrumpen la
lectura con frecuentes aspiraciones a Dios, a Jesucristo; para muchas de éstas es el único medio de
recoger luces sobre las cosas divinas y de conversar con el Padre celestial.
Para nosotros, los monjes, esta «iluminación» tiene su manantial principalmente en el oficio divino;
así nos resulta una cosa naturalísima después de recitado el oficio divino pasar al tema de la
oración. Es gran ventaja poderla relacionar con la liturgia; mas para apreciarla en su verdadero valor
conviene entenderla bien. Repetidas veces habremos leído que en la vida espiritual todo se refiere a
Jesucristo. Cuando san Pablo habla de la ciencia que debemos tener de los misterios, la resume en el
conocimiento de Jesucristo, y escribe a los efesios: «No ceso de rogar por vosotros, para que el Dios
de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé un espíritu de sabiduría y de revelación para
conocer a Cristo, de modo que sean iluminados los ojos de vuestro corazón» (Ef 1,16-18).
Jesús es la gran revelación de Dios; es Dios manifestado a nuestras almas. Él nos manifiesta en
primer lugar los divinos secretos, después nos muestra cómo Dios vive entre los hombres para
enseñarles la vida perfecta; es la manifestación más pura y viva de las perfecciones divinas. Cuando
el apóstol Felipe pedía al Señor que le mostrase al Padre, le responde Jesús: «Quien me ve a mí ve a
mi Padre» (Jn 14,9); porque «soy una sola cosa con Él» (Jn 10,30). Es Él «la imagen del Dios
invisible» (Col 1,15); para «llenarnos de la ciencia de Dios» (Ef 3,19) no tenemos más que
considerar la persona de Jesucristo, oír sus palabras, contemplar sus misterios.
Ahora bien, ¿dónde encontramos expuesto cuanto hizo y dijo Jesucristo? En el Evangelio. Pero este
Evangelio se halla admirablemente expuesto, encuadrado y comentado en la liturgia. De Adviento a
Pentecostés, la Iglesia hace desfilar ante nuestros ojos la vida entera de su divino Esposo, no
solamente como lo narran los Evangelistas, sino también ilustrándola con las profecías, las epístolas
de san Pablo y los comentarios de los Padres y Doctores; de esta suerte pasa ante nuestros ojos la
existencia de Cristo, íntegra y viviente. La Iglesia nos hace contemplar uno por uno, con esplendor
especial, con realce característico, y con su encadenamiento, todos los misterios de Cristo; lo que
dijo y obró en su persona, lo que quiso para nosotros, allí está, presentado por la Iglesia, como en su
propio lugar.
En ninguna otra parte podremos conocer mejor los hechos de Jesucristo, las palabras salidas de sus
labios, los sentimientos de su Corazón divino; es el Evangelio, vivido de nuevo en cada una de las
etapas de la vida terrestre de Cristo, Hombre Dios, Salvador del mundo, cabeza de su cuerpo
místico, llevando con Él a nuestras almas la virtud y la gracia de todos sus misterios.
En la liturgia encontramos, más que en ninguna otra parte, la exposición completa y simplicísima,
ordenada y profunda, de todas las maravillas obradas por Dios para nuestra santificación y
salvación. Es la Revelación en lo que tiene de más perfecto y apropiado a nuestras almas: una
exposición que habla a los ojos del cuerpo y de la imaginación conmoviendo lo más íntimo del alma
atenta.
El ciclo litúrgico es una fuente incomparable de luces sobrenaturales. Pero hay más –y es ésta una
verdad, importantísima para nuestra santificación–: nosotros podemos sacar de él el fruto especial
que nuestro Señor quiso comunicar a cada uno de sus misterios cuando Él los vivía aquí abajo como
nuestra cabeza.
Nuestra oración debe, pues, beber de esta fuente; el monje debe seguir con la Iglesia las pisadas de
Cristo, escuchar sus palabras, contemplar sus acciones para imitar sus virtudes. No nos cansemos
nunca de explotar este tema en la oración: cada acción, cada estado de la vida de Cristo es, no sólo
una enseñanza, sino también un «sacramento» en el sentido más amplio de la palabra. Acercarse a
Jesús con esta disposición es andar por una de las vías más seguras y fecundas.
Fácil es convencerse de que éste es el camino que san Benito trazó a sus hijos. El santo Patriarca
habla de la oración inmediatamente después de tratar de la alabanza divina (RB 19 y 20); la
relaciona con la «obra de Dios» (RB 52). En su vida, escrita por san Gregorio, vemos que los
monjes se dedicaban a la oración «después del oficio divino» [Diálogo, l. II, c. 4.]. Entre los
solitarios de Egipto [Casiano, Institut., II, 7] era costumbre orar de pie y en silencio por algunos
momentos después de cada salmo; luego se arrodillaban explayando interiormente delante de Dios
sus corazones iluminados y conmovidos por la lectura de los sagrados cánticos.
Esta costumbre ha desaparecido; pero como san Benito conservó la idea que la inspiraba, debemos,
como él, conservarla. Nuestro bienaventurado Padre desea también «que consagremos a la
meditación de los salmos y lecturas el tiempo disponible que queda después de Maitines». Esa era
la costumbre de los monjes anteriores a san Benito: empleaban los intermedios de las Horas
canónicas en la meditación, de las verdades eternas; y san Benito se hizo el portavoz de esta
preciosa tradición (RB 8).
Debemos, pues, sacar del oficio divino, del que Cristo es el centro, los elementos de nuestra
oración, ya meditando algunos de los textos que más hayan excitado nuestra piedad, ya valiéndonos
del Breviario o de otro libro apropiado a la fiesta o al misterio que se conmemora, para hablar con
Dios nuestro Señor. [Por ejemplo, las Meditaciones acerca del Evangelio, o las Elevaciones sobre
los misterios, de Bossuet; las Elevaciones sobre la vida y la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo, de
Mons. Gay].
Nuestra oración debe ser como la flor de la salmodia. Sabido es hasta qué punto los antiguos
monjes, san Gregorio, san Beda, san Anselmo, san Bernardo y tantos otros, vivieron esta vida;
sabido es que a esta misma fuente acudieron santa Hildegarda, santa Isabel de Schönau, santa
Gertrudis, santa Matilde, para subir tan alto como lo hicieron a las cumbres de la contemplación y
del amor. Tan seguro y fecundo es este camino, el que nos señala la Iglesia.

5. Cómo el «opus Dei» es fuente pura de fecunda luz


Como nuestros antepasados, encontraremos nosotros también en el oficio divino una fuente
inagotable y límpida de iluminación, muy fecunda para la vida interior. Si recitamos debidamente el
oficio divino, el Espíritu Santo, inspirador de los salmos y ordenador con la Iglesia del culto, nos
infundirá poco a poco un conocimiento profundo y lleno de unción, de las perfecciones divinas y de
los misterios de Cristo; un conocimiento más fructífero que el que podemos lograr con estudios y
razonamientos; el Espíritu Santo ilustra con su luz divina tal verdad, tal palabra o tal paso de la vida
de Cristo, imprimiéndola en el alma con rasgos imborrables.
Es éste un conocimiento del todo celestial, sobrenatural y suavísimo, que nos llena de humildad y
confianza; e iluminada así el alma de divinos resplandores, se anonada en presencia de Dios y se
abandona enteramente a su santa voluntad. El Espíritu Santo, como se ha dicho justísimamente,
«sugiere actitudes de almas sinceras»[ Cfr., Dom Besse, Les mystiques bénédictinis. Véase también
Dom Festugière, l. c., pág. 86.], actitudes interiores que colocan a las almas ante Dios en la plena
verdad.
Como es sabido, los textos sagrados no son obra humana: nos vienen del cielo; y únicamente el
Espíritu Santo que los inspiró puede darnos a comprender su profundo significado, como sólo Él
puede hacernos comprender, como dice el mismo Cristo, las palabras salidas de los labios del Verbo
encarnado, las acciones realizadas y los misterios vividos por la santa humanidad del Salvador: «Él
os enseñará todas las cosas y os recordará cuantas cosas os tengo dichas» (Jn 14,26). El Espíritu
Santo presenta al alma estas verdades en una luz divina, y pasan a ser entonces para nosotros
elementos de nuestra propia vida, sin necesidad de raciocinio.
La vivacidad pasajera de la primera impresión se desvanece, ciertamente; pero la verdad ha sido
percibida profundamente, y queda en el alma como principio vital: «Las palabras de Cristo son
espíritu y vida» (Jn 6,63). El oficio divino es un verdadero granero, «promptuarium», celestial, que
Dios mismo preparó; los que lo recitan devotamente abundan en luces del Espíritu Santo, y después
de algunos años se encuentran con un hábito de oración. El novicio que oye por primera vez afirmar
este hecho, falto de experiencia, puede sorprenderse; pero, si es fervoroso, aprenderá por sí mismo,
y muy pronto, hasta qué punto el asiduo y cotidiano recitar la palabra inspirada es un medio fácil y
seguro de conversar con Dios.
¿Cómo, en efecto, «el alma preparada y formada por el Espíritu divino, no ha de poder, mejor que
cualquiera si, vuelta al silencio, lleva consigo, cual la abeja, el néctar de tantas flores? ¿Cómo
pudiera desconocer el lenguaje con que debe hablar a su Dios, si torna a sus ocupaciones
impregnada del Verbo divino? ¿Es acaso la contemplación, en su forma más elevada, otra cosa que
el desenvolvimiento de las bellas afirmaciones que nos ofrece la oración de la Iglesia?
Si el alma pretende dialogar con Dios en lenguaje humano, ningún otro modo más exacto
encontrará de expresar la verdad contemplada, que aquellas expresiones de la liturgia, que lo mismo
se prestan a los primeros balbuceos del alma que busca a Dios, que a las arrebatadoras efusiones de
quien ya lo posee» [La vie spirituelle et l’oraison d’aprés le sainte Escriture et la tradition
monastique, c. X (edición de 1899, pág. 150). Esta obra, debida a la R. M. Bruyère, abadesa que fue
de santa Cecilia de Solesmes, es excelente en todos sus aspectos].
Si examinamos las cosas con los ojos de la fe y a la luz sobrenatural, veremos lo bien fundamentada
que está esta doctrina. La oración no tiene otro objeto que unirnos a Dios, para cumplir su voluntad;
si no alcanza este objetivo, no será más que una distracción de la mente, una vana fantasmagoría del
alma. Ahora bien; ¿cuál es «la voluntad de Dios»? «Nuestra santificación», dice san Pablo (1 Tes
4,3).
Pero el mismo apóstol nos repite en distintas formas que nuestra santificación es de orden
sobrenatural, que sólo Dios ha creado este orden y dispuesto los medios de realizarlo en nosotros, y
que esta santificación consiste toda en imitar a Jesús y reproducir sus rasgos. El Padre no tiene
acerca de nosotros otra voluntad; tanto es así que la «forma misma de nuestra predestinación» –y la
santidad no es más que la realización de esta predestinación en su plenitud– consiste en «nuestra
conformidad con el Hijo de Dios» (Rom 8,29). La vida de oración debe, pues, tender a formar en
nosotros a Cristo, para que podamos decir verdaderamente: «Vivo yo, mas ya no yo, que es
Jesucristo quien vive en mí» (Gál 2,20).
Ahora bien, el mejor modo de «reproducir en nosotros a Cristo» (Gál 4,19) es contemplarlo en sus
misterios, participar en ellos y sacar de ellos la virtud de imitarle. El alma que sigue paso a paso a
Jesucristo como lo presenta la Iglesia, llegará infaliblemente a reproducir en sí el carácter (en el
sentido profundo de la palabra) de Jesucristo. La Iglesia, en su liturgia, está dirigida por el Espíritu
Santo, el cual, no sólo nos ilumina y esclarece los misterios de Jesús, sino también delinea en
nosotros, pues es «el dedo de Dios» [Himno Veni Creator], los rasgos de Cristo.
San Pablo dice que sin la ayuda del Espíritu Santo no podemos ni pronunciar el nombre de Jesús (1
Cor 12,31); pues con más razón seremos incapaces, sin el auxilio de este divino artista, de
reproducir en nosotros las líneas del divino modelo, que es la forma de nuestra predestinación y el
ideal de nuestra perfección. Almas hay que a costa de grandes y constantes esfuerzos crean en sí
mismas el carácter humano y las virtudes naturales; empero para el carácter divino, para grabar en
nosotros los rasgos sobrenaturales, únicos que son agradables a Dios, se requiere la acción del
Espíritu Santo, y esta acción se ejerce sin cesar en la liturgia.
Así, pues, una vida de oración que es como un continuo eco de la vida litúrgica, en la cual todos los
años seguimos con fe, reverencia y amor, las huellas de Jesucristo desde su nacimiento hasta la
ascensión, además de tener un fundamento sobrenatural sólido y seguro, está dotada de eficacia y
fecundidad incomparables.
Por el hecho de tomar sus elementos de la liturgia, nuestra oración tiene también otro carácter: el de
ser, si no exclusivamente, eminentemente afectiva. El monje, en la oración, más que ejercitarse en
raciocinios, expresa deseos. No necesita de razonamientos para convencerse, porque las verdades
divinas las encuentra dispuestas por la Iglesia en toda su plenitud y esplendor; bástanos abrir los
ojos, extender la mano y disponer el corazón para apropiárnoslas; y así el alma, fiel y dispuesta y
que vive en la soledad, se ahorra el trabajo de razonar. Necesitar, sí, prepararse bien, como dijimos,
a cumplir la «obra de Dios».
Si se ha recogido, el Espíritu Santo la ilustra poco a poco, esclareciéndole las divinas palabras «del
Verbo», Verba Verbi, que serán para ella fuentes de vida y principio de acción. Está probado que
quien recita el oficio divino con las disposiciones requeridas sale del coro penetrado de las verdades
sobrenaturales, y se ve transportado a una atmósfera del todo favorable a la oración y a la vida
interior.
Entonces se siente inclinada sobre todo a expresar sus deseos. En estos santos deseos, que proceden
del corazón, y no en el flujo y en el estudiado acoplamiento de palabras, consiste la oración. Cuando
uno siente esta ansia interior de dialogar con nuestro Señor, cuando experimenta la necesidad de
hablarle, no se detiene en concertar las frases; le expone simplemente su amor y los deseos de
amarle más y más; le escucha y se para a contemplarle, alabarle y adorarle, aunque sólo sea con una
actitud humilde, reverente y confiada.
Comentando aquellas palabras de Job: «Que el Señor escuche mi deseo», dice san Gregorio Magno:
«Atended bien a la palabra mi deseo. La verdadera oración no está en el sonido de la voz, sino en
los deseos del corazón; no son las palabras, sino nuestros deseos, los que dan su fuerza, en los oídos
de Dios, a nuestro clamor. Si pedimos la vida eterna sólo con los labios, sin desearla con el corazón,
nuestro grito es silencioso; pero si la deseamos desde lo íntimo del corazón, aun sin hablar, nuestro
silencio será clamoroso» [Moralia in Job, l. XXII, c. 17, núm. 43. P. L., t. LXXVI, col. 238.
San Agustín decía en el mismo sentido: «Tu deseo es tu oración, y si el deseo es continuo, es
también continua la oración… Tu deseo continuo es tu voz continua. El ardor de la caridad es un
clamor del corazón» Enarrat. in ps. XXXVII, núm. 14. P. L., XXXVI, col. 404].
El gran Pontífice, santo monje y alto contemplativo, no es más que un eco de lo que nuestro
bienaventurado Padre dice, repitiendo las enseñanzas del mismo Cristo (Mt 6,7): «Sabemos que, no
con las muchas palabras, sino con la pureza del corazón y la compunción de lágrimas (RB 20),
podemos ser oídos». «Podrá el monje quedarse a orar después del oficio divino, no en voz alta, para
que no estorbe a los demás hermanos, sino con lágrimas y compunción de corazón» (RB 52).
El alma del monje se desahoga delante de Dios, Padre celestial, y le expone los deseos que ha
excitado la liturgia en su corazón, y que se resumen en la oración que nos enseñó el divino Maestro
y que tantas veces recitamos en el oficio divino: «Padre..., santificado sea tu nombre; venga a
nosotros tu reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo» (Mt 6,9 y ss.; Lc 11,2-4).
Hablar así al Padre es adorarle «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24); es hacer oración que sube a Él
como incienso agradable. Cuando se recita el oficio con piedad y devoción, esta oración resulta
fácil; apenas el alma recuerda una verdad divina o un misterio de Cristo, al punto da curso a sus
deseos, muchas veces breves, pero siempre puros y ardientes; «ve» en la verdad de Dios lo que Dios
le pide; hállase en la fuente de una intensa vida de unión.

6. Estado de oración en la vía unitiva


Cuando un alma conserva esta fidelidad en seguir paso a paso a Jesucristo, se deja penetrar de las
verdades divinas y conforma con ellas su vida, Dios la conduce poco a poco al estado de oración. Es
ésta la tercera etapa, la de la vía unitiva, en la cual el alma se adhiere únicamente a Dios, a Cristo.
Puede decir con el Apóstol: «¿Quién me apartará del amor de Cristo?» (Rom 8, 5). En esta etapa
hay muchos grados; pero estemos seguros de que algún día Dios nos elevará a aquel grado que nos
convenga, si permanecemos generosamente fieles en buscarle exclusivamente: «Yo seré tu
recompensa, grande sobre manera» (Gén 15,1).
Efectivamente; a medida que el alma se despoja de sí propia, Dios obra más y más en ella; atrae a sí
todas sus facultades para simplificar el ejercicio de las mismas. La oración se hace más sencilla, y el
alma ya no siente la necesidad de reflexionar mucho, de pensar o de hablar largo y tendido: la
acción directa de Dios se hace más profunda, y el alma permanece inmóvil, por decirlo así, delante
de Él, sabiéndole presente, íntimamente como está unida a Dios por un acto de amorosa adhesión,
por más que este acto vaya envuelto en las oscuridades de la fe.
Se podría comparar esta unión a la de dos almas, que saben lo que cada una piensa sin necesidad de
hablarse; que tienen completa armonía de sentimientos, sin necesidad de manifestarlos. Tal es la
contemplación: el alma ve a Dios; le ama y calla. Y Dios, a su vez, la mira y la inunda de su
plenitud. Esto hacen las personas que se aman intensamente; cuando se lo han dicho todo
recíprocamente se miran callando, y en esta mirada ponen toda la intensidad de su amor y de su
ternura. Para morar en esta oración de fe, unida a Dios, a Cristo Jesús, el alma no necesita
intermediario alguno: da de lado, por decirlo así, a lo que le dicta el sentido y a la natural
inteligencia y aun a los símbolos revelados, para descansar sólo en la pura fe.
Puede ella decir a Dios: «Ya que no puede veros como sois, no quiero símbolos, ni imágenes;
prefiero identificar mi inteligencia con la de Cristo, contemplaros con sus ojos; pues Él os ve tal
como sois, Dios mío». En este encuentro con Dios, en este contacto inmediato con el amado, el
alma se abandona a Él y encuentra todo su bien, porque Dios se comunica a ella al revelársele. Este
contacto de fe y de amor es muchas veces brevísimo, de instantes; pero lo suficiente para inundar al
alma de luz; ama entonces con el amor del mismo Dios y obra con la actividad divina.
Esta unión con Dios por la fe es simplicísima, aunque muy fructífera. En el alma que la vive se
realizan las palabras del Señor: «Yo te haré mi esposa por la fe, y tú sabrás que yo soy el Señor»
(Os 2,20). ¿Qué debe hacer ella? Abandonarse a Dios; el cual, en contacto con ella, conmueve sus
fibras más íntimas para atraerlas a sí, como a su centro; es un abrazo divino, en que el alma debe
dejarse llevar de la mano del divino artista, que la transforma, pese a las arideces, a la impotencia y
a las oscuridades que puedan angustiarla.
Por su fecundidad, esta oración recibe el nombre de transformante. En el cielo «seremos semejantes
a Dios, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2); apenas Le ve, el alma bienaventurada se identifica
con Él en la inteligencia por medio de la verdad, y en la voluntad por el amor. En cuanto es posible,
el alma será, no igual, evidentemente, pero sí semejante a Dios: la visión beatífica obra esta
transformación de hacerla semejante a Dios, hasta el punto de unírselo en la unidad.
Ahora bien: la oración con fe preludia acá en la tierra la visión de los elegidos; porque,
contemplando el alma a Dios en la oración, ve en Él todas sus perfecciones y toda verdad y se
abandona a esta verdad; y viendo asimismo en Dios el soberano y único Bien, su voluntad se
adhiere a esta voluntad divina, origen de toda felicidad; y cuanto más íntima es esta adherencia,
tanto más unida está el alma a Dios. Esta es la causa por la cual la oración en la fe es tan preciosa; y
debemos desear elevarnos a un alto grado en esta oración, o sea, llegar a la unión, la más simple y
amorosa con Dios, que proviene de una efusión de la purísima luz divinal.
Tiene un gran valor esta unión, ya que posee la virtud de transformar al alma en poquísimo tiempo.
La barra metálica sumergida en el fuego adquiere bien pronto todas las cualidades del fuego; y el
alma que se lanza por la oración a Dios, horno ardentísimo, llénase toda de luz y calor,
inflamándose en vivísimos ardores. ¡Qué gracia tan extraordinaria! Dios opera entonces en ella más
que ella misma: la mueve el Espíritu Santo. Entonces practica con gran facilidad e
incomparablemente mejor lo que antes hacía imperfectamente. Dios le infunde directamente
aquellas virtudes en cuya adquisición antes trabajaba fatigosamente.
Tal estado es, pues, sumamente deseable y lo consideraron siempre los Padres como la perfección y
el ápice de la vida espiritual. Lejos de producir orgullo, suscita en el alma el sentimiento de la
propia nada: porque la criatura no puede comprender la grandeza de Dios sin sentir al mismo
tiempo su propia pequeñez.

Sería, no obstante, un error creer que se puede llegar a un alto grado de oración sin haberse
preparado largo tiempo y sin haber sufrido muchísimo por Dios y por su gloria. En las condiciones
ordinarias de la Providencia, Dios sólo se comunica al alma con esta plenitud al acercarse el
término de la vida, cuando el alma ha demostrado, con la constante fidelidad a las aspiraciones de la
gracia, que es toda suya y que en todas las cosas no busca más que a Él: «Si de veras busca a Dios»
(RB 58).
Debemos tender siempre hacia este estado feliz, al que, sin duda alguna, muchas almas religiosas
son llamadas: toda la vida del monje debe dirigirse a esta vida de unión, que es el fin del monacato;
de lo contrario será un ser inútil. San Benito nos lo dice con palabras claras:
«Despojémonos de nosotros mismos, purifiquémonos de todo pecado, de tal modo que Dios sea
plenamente dueño de obrar en nosotros por la acción de su Espíritu» (RB 7). A este estado de
caridad perfecta conduce la constante y generosa ascensión de los grados de humildad, que resumen
todo el trabajo de purificación (RB 7). Feliz estado en el cual el alma, toda de Dios, preludia aquella
perpetua unión, en la que encontrará la bienaventuranza sin fin.
[La beata Bonomo caracterizaba así las tres vías: «La vía purgativa lleva a los pies de Jesús (que
significan la humildad que reconoce la propia miseria e implora gracia y perdón); la vía iluminativa
lleva al costado de Jesús, donde están los secretos divinos que el discípulo amado descubrió,
reclinado sobre el pecho del Señor, el día de la Cena. La unitiva nos conduce al beso: manifestación
suprema de la unión que comienza en la tierra, para terminar en el cielo». (Vie, por Dom du Bourg,
págs. 38-40). Esta comparación se encuentra también en santa Catalina de Siena, Dialogo, c. X. San
Bernardo habla del ósculo de los pies, manos y labios del Señor, que significan los tres grados de
progreso en el alma. (In cant., III, IV, P. L., CLXXXIII, col. 794 y sigs.)].

7. Medios que da San Benito para mantenernos en la vida de oración


El mejor medio de estimular en nosotros la santa ambición de alcanzar este estado es la vigilancia
para perseverar en la vida de adoración. Nuestro santo Legislador ha ordenado de tal manera su
monasterio, que todo coopera a este fin: apartamiento del mundo, soledad, silencio y recogimiento,
santas lecturas, oficio divino: son los medios más propios para acrecentar y favorecer la vida de
oración.
Debemos, pues, en primer lugar, amar la soledad y el silencio. Nuestro Padre san Benito, joven
todavía, «dejó el mundo… para agradar sólo a Dios» [San Gregorio, Diálogo, l. II; 1]; sin embargo,
la verdadera soledad sólo con el silencio puede guardarse. El ruido, en efecto, distrae al alma de su
recogimiento interior: andar taconeando, cerrar las puertas con estrépito, hablar en voz alta, son
cosas que pueden impedir a los hermanos dedicarse a la oración; cada cual, pues, debe esforzarse en
respetar la vida interior de sus hermanos, en facilitársela, evitando cuantos estorbos puedan
menoscabarla. Son minucias, es verdad, pero son muy gratas a Dios, porque favorecen su íntima
operación en las almas.
Más que el ruido externo, distraen al alma e impiden el recogimiento las conversaciones inútiles.
Todas las veces que, fuera de la recreación, hablamos sin permiso o sin estar obligados a ello por
motivos de caridad para con Dios o con el prójimo, cometemos una infidelidad y ponemos
obstáculos a la unión íntima con Dios; dejamos, con una culpable ligereza, evaporar el perfume que
ha comunicado al alma la visita de Jesús por la mañana en la comunión. Como dice san Benito, «no
sólo nos causamos un daño a nosotros mismos, sino también se lo acarreamos a los demás» (RB
68).
De una comunidad que no observa el silencio, puede decirse que no tiene vida interior; por esto el
bienaventurado Padre rara vez concede a sus discípulos permiso para conversar entre ellos (RB 6);
y esto es tanto más de notar cuanto que, después de indicar numerosos «instrumentos de buenas
obras», destaca tres de un modo especial, como para dar a entender que son los más importantes:
obediencia, silencio, humildad. Y nos advierte que observemos lo que él llama con una palabra muy
significativa «la gravedad del silencio» (RB 6); y nos repite el aviso de que «en el mucho hablar no
evitaremos el pecado».
Para él, el silencio es la atmósfera de la oración; y al invitarnos a la oración (RB 4), fija de
antemano las condiciones que le son necesarias: «Guardar la boca de palabras vanas y viciosas»;
«no ser amigo de hablar mucho»; «no decir palabras que sólo exciten la risa»; «no gustar de reír
mucho o estrepitosamente» (RB 4). El santo Patriarca no condena la alegría, antes alaba la
«dilatación del corazón» (RB, pról.), fruto del verdadero gozo «cuya dulzura es inefable»; pero
condena con justa severidad lo que disipa y distrae la vida interior, especialmente las palabras
innecesarias, las bufonadas y chocarrerías, y la habitual tendencia a la ligereza; todo esto quiere que
se destierre del monasterio: «Lo condenamos en todo lugar a una eterna clausura (RB 6), porque
sabe que el alma entretenida en tales disipaciones, no oirá jamás la voz divina del Maestro interior.
Será de poca utilidad el silencio de los labios si no va acompañado del silencio del corazón.

«¿De qué servirá –dice san Gregorio –la soledad material si falta la del alma?» [Moralia in Job, l.
XXX, c. 16. P. LXXVI, 553.]. Se puede vivir recluido en una cartuja sin estar recogido, si se deja
vagar la imaginación por el campo de los recuerdos y de las cosas inútiles y fantaseando se
abandona uno a vanos pensamientos. ¡Triste cosa es ver con cuánta ligereza malgastamos a menudo
nuestros pensamientos! A los ojos de Dios, un pensamiento vale más que todo el mundo material;
con él puede merecerse o perderse el cielo. Velemos, pues, sobre nosotros mismos; refrenemos la
imaginación y el espíritu, que hemos consagrado a Dios, para que no se disipen en vanos recuerdos,
en pensamientos malos o inútiles; los cuales, «apenas sobrevengan, estrellémoslos contra la piedra
que es Cristo» (RB 4).
Ayudados por esta vigilancia continua, dice nuestro Padre, «nos veremos siempre libres de los
pecados de pensamiento» (RB 7) y conservaremos el tesoro del recogimiento interior. Un alma
disipada, ligera, voluntaria y habitualmente distraída por la agitación desordenada de pensamientos
inútiles, no puede oír la voz de Dios. Sin embargo, ¡feliz aquella que vive en silencio interior, fruto
del sosiego de la imaginación, de la ausencia de vanas solicitudes e impaciencias irreflexivas, del
apaciguamiento de las pasiones, de la práctica constante de la sólida virtud, de la concentración de
todas las facultades en la busca continua del único Bien! Bienaventurada, sí, esta alma, porque Dios
le hablará con frecuencia, y el Espíritu Santo le dictará palabras de vida, que no perciben los oídos
corporales, pero recoge con gozo el alma concentrada en sí misma, para alimentarse con ellas.
En este recogimiento interior vivía la Santísima Virgen. El evangelio dice que «guardaba en el
corazón, para meditarlas, las palabras de su divino Hijo» (Lc 2,19). María no se expansionaba con
palabras, sino que, llena de gracia e inundada de los dones del Espíritu Santo, permanecía silenciosa
adorando a su Hijo, contemplando los inefables misterios que se cumplían en ella y por ella, y
elevando a Dios un himno incesante de gracias y alabanzas desde el santuario de su corazón
inmaculado. Los monasterios son como otras tantas casas de Nazaret, en las cuales deben realizarse,
en las almas virginales, los divinos misterios. Procuremos, pues, vivir en recogimiento, y
esforcémonos por estar íntimamente unidos al Señor.
No basta guardar silencio exterior y desterrar del corazón los pensamientos vanos e inútiles: es
necesario, además, llenar esta soledad interior con reflexiones que ayuden al alma a remontarse
hasta Dios. Nuestro Patriarca nos señala como medio las lecturas santas; desea que el monje «las
escuche de buena gana» (RB 4); consagra muchas horas a lo que llama «lección divina» (RB 48);
esta «lección divina» quiere que se haga especialmente «en las santas Escrituras, las obras de los
santos Padres y en las conferencias de los antiguos cenobitas» (RB 9 y 73).
Sabía por experiencia que la fuente de la contemplación más pura y fecunda es la sagrada Escritura;
porque la contemplación es el movimiento del alma, que, tocada e iluminada de los rayos divinos,
penetra los divinos misterios y los vive. Mas «a Dios nadie le ha visto» (Jn 1,18; 1 Jn 4,12), porque
«habita en una luz inaccesible» (1 Tim 6,16), dice san Pablo. ¿Cómo, pues, le conoceremos? Por
sus palabras. «¿Queréis penetrar en las intimidades de Dios?, dice san Gregorio. Escuchad sus
palabras» [Lib. IV, Epist. 31. P. L., LXXVII, col. 706]. Porque en un ser tan esencialmente
verdadero como Dios, las palabras manifiestan su naturaleza. ¿No consiste, acaso, en esto el
misterio de la eterna esencia? Dios se expresa a sí mismo en su Verbo de una manera infinita, con
palabra tan perfecta y adecuada, que este Verbo es único.
Y he aquí que este Verbo, que es luz, velado su nativo esplendor bajo las flaquezas de nuestra
carne, se nos ha revelado en la Encarnación: «Él mismo hizo brillar su claridad en nuestros
corazones, a fin de que nosotros podamos iluminar a los demás por medio del conocimiento de la
gloria de Dios, según que ella resplandece en Jesucristo» (2 Cor 4,6). Nos enseña palabras
celestiales que sólo Él conoce, porque sólo Él vive eternamente en el seno del Padre: «Él que está
en el seno del Padre nos lo ha dado a conocer» (Jn 1,18); siendo uno con el Padre, «nos revela las
palabras que el Padre le confió» (Jn 17,8). Por tanto, sus palabras son las de Dios mismo: «Aquel a
quien Dios envió, habla las palabras de Dios» (Jn 3,34). Palabras múltiples del Verbo Único, como
múltiples son las expresiones humanas que las traducen, y numerosas las generaciones que las
recogen para vivirlas.
Estas palabras de Dios son palabras de vida eterna: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,69).
Nuestro Señor mismo nos lo dice: «La vida eterna, oh Padre, está en conocerte a ti, Dios único, y a
tu enviado Jesucristo» (Jn 17,3). Las palabras de Jesús, Verbo encarnado, nos revelan a Dios: su
naturaleza y su esencia; sus perfecciones y su amor; sus derechos y deseos. Proviniendo del Verbo,
que es la sabiduría, penetran al alma con claridades celestiales, transportándonos a los santos
esplendores en donde vive Dios. Así, pues, el alma que con fe viva escucha asiduamente estas
palabras, es ilustrada admirablemente sobre la plenitud del divino misterio y puede detenerse con
perfecta seguridad a contemplarlo.
Ahora bien, ¿en dónde encontraremos las palabras de Jesús, aquellas palabras que son «fuente de
vida eterna»? (Jn 4,14). Primeramente en el Evangelio; en él oímos al mismo Jesucristo: el Verbo
encarnado; vémosle revelar lo inefable con palabras humanas, mostrarnos lo invisible con gestos
comprensibles, fáciles, al alcance de nuestra débil mente; nos basta abrir los ojos y disponer el
corazón para conocer y gozar de estas claridades: «Yo les comuniqué –dice el Señor, hablando de
los Apóstoles a su Padre –la claridad que Tú me has dado» (Jn 17,22). A los evangelios hay que
añadir las epístolas de los Apóstoles, especialmente de san Juan y de san Pablo; ambos nos revelan
los misterios que penetraron, el uno reclinando su cabeza sobre el Corazón del Maestro, y el otro en
las visiones en que Cristo mismo le reveló arcana verba (2 Cor 12,4), «las palabras escondidas»,
que contenían su misterio.
Y como Jesucristo «es hoy como fue ayer y será en lo futuro» (Heb 13,8) se nos revela también en
el Antiguo Testamento. ¿No dijo por ventura Él mismo que al hablar Moisés se refería a su
persona? ¿No manifestó muchas veces las profecías que se referían a Él? ¿No están llenos de Él los
salmos, hasta el punto de que, según la bella expresión de Bossuet, «son el Evangelio de Jesucristo
expresado en cantos y afectos, en acciones de gracias y piadosos deseos» [Elévations sur les
mystères. Xe semaine, 3e élévat.].
Jesucristo se nos revela, por tanto, en todas las Escrituras santas; su nombre se lee en todas sus
páginas, que están llenas de Él, de su persona, de sus perfecciones y de sus hechos. Cada una de
ellas proclama su amor incomparable, su bondad inmensa, su misericordia inconmensurable, su
sabiduría infinita: ellas nos revelan las riquezas insondables del misterio de su vida y de sus
sufrimientos y nos refieren los supremos triunfos en su gloria. Por esto pudo decir san Jerónimo:
«Ignorar las Escrituras es desconocer a Cristo» [In Isaiam Prolog. P. L., XXIV, col. 18.].
No puede reprocharse, a la verdad, esta ignorancia a los cristianos de los primeros siglos, quienes,
no sólo tuvieron en especial veneración los Libros Santos, como nos lo atestigua la liturgia, sino que
los leían frecuentemente, practicando este consejo del Apóstol: «La palabra de Cristo abunde en
nuestros corazones» (Col 3,16). De santa Cecilia se cuenta que «llevaba el Evangelio siempre sobre
el corazón; de ahí que estaba unida a Cristo en incesante coloquio y oración ininterrumpida»
[Antífona del oficio de santa Cecilia].
Mas para que la palabra de Dios sea en nosotros viva y eficaz (Heb 4,12), para que conmueva
nuestro corazón y sea fuente de contemplación y principio de vida, necesario es que la acojamos
con fe y humildad; con un sincero deseo de conocer a Cristo, de unirnos a Él y seguir sus pisadas.
El conocimiento íntimo y profundo, la percepción sobrenatural y fecunda del significado de los
libros santos, es un don del divino Espíritu, don tan precioso que nuestro Señor mismo, Sabiduría
eterna, lo comunicó a los Apóstoles en una de sus últimas apariciones: «Entonces les abrió el
sentido, para que entendiesen las Escrituras» (Lc 24,45).
A las almas que por su humildad y oración constante han obtenido este don, las Escrituras les
revelan verdades a otras desconocidas. [«Poseemos libros y los leemos, pero no alcanzamos a
conocer su sentido espiritual; por eso es menester pedir continuamente a Dios con lágrimas y
oraciones que abra nuestros ojos». Orígenes, Sobre el Génesis, cap. XXI, homil. 7]. Estas almas «se
alegran en la posesión de los divinos testimonios, cual se alegra el que participa de un rico botín»
(Sal 118,162); descubren, verdaderamente, en los libros sagradas «el, maná escondido» (Ap 2,17),
que tiene mil diversos sabores, contiene toda suerte de delicias (Sab 16,20) y se convierte para ellas
en alimento cotidiano de exquisito sabor.
¿Cuál es la razón íntima de esta fecundidad de la divina palabra? Consiste en que Jesucristo
permanece siempre vivo; es siempre el Dios que salva y da vida. Cuando andaba peregrinando en la
tierra se decía que «de Él emanaba una virtud que sanaba a todos» (Lc 6,9). Con las debidas
proporciones, lo que podía afirmarse de su persona puede afirmarse también de su palabra, y lo que
de Él podía decirse ayer, puede también decirse hoy.
Cristo vive en el alma del justo; bajo la dirección infalible de este Maestro interior, el alma, sentada
como la Magdalena a sus pies, oye sus palabras y penetra en las divinas claridades; Jesús le
comunica su Espíritu, autor principal de los sagrados libros, para que en ellos pueda llegar a
penetrar incluso las profundidades del infinito: «Pues todas las cosas penetra aun las más íntimas de
Dios» (1 Cor 2,10); el alma contempla las maravillas obradas por Dios en los hombres, mide con la
fe las divinas proporciones de los misterios de Cristo; y este admirable espectáculo, que la ilumina y
la rodea con sus esplendores, la atrae, la arrebata, la ensalza, la transporta y la transforma. Ella, por
su parte, experimenta lo que sentían los discípulos en el camino de Emaús, cuando Jesucristo se
dignó interpretarles el significado de los libros santos: «¿No sentíamos acaso abrasarse nuestros
corazones mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?» (Lc 24,32).
No hay, pues, que maravillarse de que el alma enardecida y subyugada por esta palabra viviente,
«que penetra hasta la medula», exclame con los discípulos: Mane nobiscum (Lc 24,29). «Señor,
quédate con nosotros». Tú eres el Maestro incomparable, la luz indefectible, la infalible verdad, la
única y verdadera vida de nuestras almas». Anticipándose a estos piadosos deseos el Espíritu Santo
hace oír en nuestros corazones sus gemidos inenarrables» (Rom 8, 26), que constituyen la verdadera
oración, y se traducen en deseos vehementes de poseer a Dios, de vivir sólo para gloria del Padre y
de su hijo Jesús. Entonces, el amor dilatado e inflamado por el divino contacto, invade todas las
potencias del alma y la hace fuerte y generosa para cumplir perfectamente todo el querer del Padre
y para abandonarse plenamente a su beneplácito.
¿Habrá oración mejor y más fecunda que ésta? ¿Qué contemplación podrá comparársele?
Comprendemos ahora por qué nuestro bienaventurado Padre, heredero del pensamiento de san
Pablo y de los primeros cristianos, quiere que el monje consagre tantas horas a la lectio divina, es
decir, a la lectura de los sagrados libros y de las obras de los santos Padres, que son eco y
comentario de aquéllos. Comprenderemos cómo el monje asiduo en recoger cada día en la liturgia
este alimento substancioso de las sagradas Escrituras, que con tanta oportunidad le suministra la
Iglesia, Esposa de Jesucristo, no puede estar mejor preparado de lo que lo está para conversar
íntimamente con el divino Maestro.
¡Oh! ¡Si conociésemos el don de Dios! (Jn 4,10); apreciásemos el justo valor de la porción de
nuestra herencia! «Me cupo la mejor de las suertes, y mi herencia es para mí hermosísima» (Sal
15,6).

8. Cómo esta vida debe constituir el estado normal del religioso en el claustro; frutos preciosos
que produce
El monje cuya alma fiel y pura guarda cuidadosamente el silencio de la boca y del corazón, que
escucha piadosamente las santas lecturas que se leen todos los días, está excelentemente preparado
para vivir en la divina presencia. No estamos todavía en el cielo, en la estabilidad eterna, efecto de
la visión beatífica; pero tratemos, al menos, de permanecer bajo la mirada de Dios, pues «en El
vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28). Hagamos su presencia actual por el libre
movimiento de un alma recogida; y esta presencia será como la atmósfera en que nos moveremos.
Como san Benito, del cual se dice que «permanecía solo consigo mismo, bajo la mirada del
soberano Señor» [San Gregorio, Diálogo, l. II, c. 3.], también nosotros estamos continuamente en la
presencia del Dios tres veces santo, no con plegarias siempre renovadas, ni con un ejercicio violento
de la mente o de la imaginación, sino con un profundo y tranquilo sentimiento de fe, que nos
mantiene ante Dios en todo lugar; practicamos la prescripción de nuestro bienaventurado Padre:
«Estemos seguros de que en todas partes nos mira Dios» (RB 4); buscamos la mirada y la sonrisa de
nuestro Padre celestial; le repetimos muchas veces: «Padre, haced descender sobre vuestro siervo»,
hijo vuestro por adopción, «un rayo de luz de vuestro rostro» (Sal 118,135).
Con la constante fidelidad en conservar de esta manera, habitualmente, el sentimiento de la divina
presencia, el ardor de nuestro amor será constante; «toda nuestra actividad», aun la más ordinaria,
no sólo será «inmaculada», como desea nuestro Legislador, que nos manda «velar y conservar la
pureza en todos los actos de cada momento» (RB 4), sino también se verá elevada a un nivel
sobrenatural. Nuestra vida será irradiación de la celeste claridad, llena de aquella dulzura que
«desciende del Padre de las luces» (Sant 1,17) y que es el secreto de nuestra fortaleza y de nuestra
alegría.
El hábito de la presencia divina dispone al alma para las divinas visitas. Sucede, y a muchas almas
con harta frecuencia, que, a pesar de la buena voluntad, se encuentran dificultades para hacer
oración en las horas acostumbradas, porque sobrevienen la fatiga, la somnolencia, cierto malestar o
distracciones, que malogran los buenos resultados. Es lo que se llama sequedad y aridez
espirituales. Procure el alma permanecer fiel y esforzarse por estar al lado del Señor, aun en el caso
de verse privada del fervor sensible: «He estado en tu presencia como una bestia de carga, y yo
siempre estaré contigo» (Sal 72,23). Dios le saldrá al encuentro en otro momento.
De estas visitas del Señor se puede decir lo que la Escritura anuncia de su postrera venida, al fin de
nuestra vida: «No sabéis a qué hora vendrá el Señor» (Mt 24,42). Si en otras partes, en la celda, en
el claustro, en la huerta, en el refectorio, vivimos recogidos en la presencia de Dios, nuestro Señor
vendrá, vendrá la Trinidad increada: «Y vendremos a él» (Jn 14,23); vendrá con sus luces, con los
esplendores que penetran hasta lo más intimo del ser y que producen benéficos efectos en nuestra
vida interior. Se produce entonces en el alma como una señal indeleble de la visita de Dios: un
toque divino, que es principio de nuevos impulsos hacia Él, y nos confirma de una manera más
absoluta y radical en el afán de buscarle.
Seamos, pues, con nuestro recogimiento, «semejantes a aquellos que esperan la venida de su señor»
(Lc 12,36), y encontrándonos el Señor preparados, nos introducirá consigo, cum eo (Mt 25,10), en
la sala del convite.
Así, poco a poco, el alma asciende hacia Dios, y la oración es como su respiración; se establece una
unión habitual, llena de amor, un contacto muy simple, pero harto firme, con el Señor: Dios pasa a
ser la verdadera vida del alma. Si el monje calla, es para hablar íntimamente con Dios; si habla, es
en Dios, de Dios y para su gloria. Tal era la práctica de san Hugo, abad de Cluny. Silens quidem,
semper cum Domino; loqueas autem, semper in Domino vel de Domino loquebatur [Vita Hugonis,
c. I. P. L., CLIX, col. 863.].
El monje que vive así, no pierde el tiempo pensando en sí mismo, en lo que hacen los otros, en las
desconsideraciones que se imagina han tenido con él; no entretiene su mente con estas bagatelas,
porque sólo se dedica a Dios. Todos los momentos que puede, en los ratos libres que le dejan el
trabajo y las ocupaciones del cargo o el ministerio, se vuelve con el corazón a Dios para unirse a Él
y expresarle sus deseos, breve pero ardientemente: es la tendencia de su alma. El alma se recoge en
lo íntimo de sí misma para encontrar a Dios, a la Trinidad adorable, a Jesucristo que vive en
nosotros por la fe. Y Cristo nos une a sí y con Él vivimos «en el seno del Padre» (Jn 1,18), y allí nos
unimos con las divinas personas; nuestra vida se convierte entonces en un diálogo con el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, y en esta unión encontramos la fuente del gozo. Se encuentran a veces
almas muy probadas, pero que, por una vida de oración, se han construido dentro de sí mismas un
santuario donde reina la paz de Cristo. Basta preguntarles: «¿Desearíais tener alguna diversión en
vuestra vida?», para que al punto nos respondan: «No; lo que deseo es estar a solas con Dios».
¡Feliz estado del alma que vive la vida de oración! En todo encuentra a Dios, y Dios le basta,
porque Dios, Bien infinito, la llena completamente.
Con todo; el alma siente la necesidad de consagrar exclusivamente alguna hora a esta conversación
con Dios, la cual viene a ser como una intensificación de su vida habitual. Esta hora es a la vez
manifestación y medio de la vida de oración. Es imposible que el alma haya llegado a la vida de
oración sin que se entregue en forma exclusiva al ejercicio formal de la oración en ciertos
momentos del día; pero en ella este ejercicio no es más que la expansión natural de su estado; por
eso a nuestro Legislador, que ordenó todas las cosas para establecer y mantener la vida de oración
en sus monasterios, no le pareció necesario señalar a sus hijos horas determinadas para la oración.
Quiere que el monje busque a Dios; y si este deseo es sincero, cada uno procurará buscar estas
horas de conversación a solas con Aquel que es el único bien de su vida.
Animada de este espíritu, la vida monástica resulta necesariamente una ascensión a Dios. Por el
contacto ininterrumpido del alma con el origen de toda perfección, las virtudes crecen: «Subirán de
virtud en virtud» (Sal 83,8). La oración obtiene el rocío que fecunda la tierra del alma. Sin ella el
alma viene a ser «como una tierra dura y árida» (Sal 142,6); la semilla de la gracia, que se nos da
por los sacramentos, la misa, el oficio divino y el ejercicio de la obediencia, puede caer, abundante,
sí, pero cae «sobre un terreno duro y pedregoso»; no toca más que la superficie sin penetrar, y no da
fruto: «Cayó parte de la semilla sobre un pedregal, y se secó» (Lc 8,6). Para fecundar al alma se
requiere que la oración descienda sobre ella «como el rocío sobre la hierba» (Dt 32,2), que
humedezca y ablande la tierra del corazón, y la haga capaz de aprovechar lo mejor posible los
muchos medios de santificación que encontramos en nuestra vida. En ella reside el secreto de una
extraordinaria fecundidad sobrenatural, y la condición indispensable para el progreso del alma.
No se diga que estas son alturas místicas a que llegan solamente algunas almas privilegiadas; son
más bien, el estado normal del religioso en el monasterio, de una monja en su claustro; son el
desarrollo obligado de nuestra gracia de adopción, de nuestra vocación monástica. La vida de
oración es nuestra herencia escogida, «la mejor parte». Podemos y debemos darnos y dar a Dios a
las almas; pero este ministerio ha de ser como irradiación natural de nuestra vida íntima con Dios.
Nada nos debe apartar de ella: «Nadie le quitará su mejor parte» (Lc 10,42); antes debemos
esforzarnos en ser almas de oración.
Para obtener este objetivo, la vida monástica es una condición magnífica; vivimos en soledad, lejos
del bullicio del mundo; nos sentamos todos los días al espléndido banquete litúrgico, servido por la
misma Iglesia, en donde encontramos con abundancia el pan de la palabra divina, que es el mejor
alimento del alma. En el monasterio, todo, aun las mismas piedras, las arcadas, la arquitectura del
edificio, nos lleva a Dios. El Señor también nos atrae a sí; no en vano nos trajo a la soledad
monástica; lo hizo para que pudiésemos escucharle más fácilmente.
A Dios podemos hallarlo ciertamente en todas partes, aun en el bullicio de las grandes ciudades; su
voz, empero, no se oye perfectamente más que en el silencio. Él mismo nos lo ha dicho: «Le llevaré
a la soledad y le hablaré al corazón» (Os 2,14). La vocación religiosa es prueba de un amor singular
que Dios y Jesucristo ha dado a cada uno de nosotros. Dios quiere ser nuestro único bien y nuestra
única recompensa, en la cual se comprenden todos los bienes y toda suerte de felicidades. Pero
persuadámonos de que sólo lo encontraremos plenamente en la vida de oración.
Feliz el monje humilde y obediente, que sólo busca oír a Dios en el santuario de su alma, con
reverencia profunda e indecible ternura: Dios le hablará muchas veces, hasta cuando menos lo
espera; le iluminará con su luz, que alegra el corazón, aun en medio de las tribulaciones y pruebas:
«Porque tu palabra, Dios mío, es más suave al alma que la miel dulcísima» (Sal 118,103); contiene
toda la luz y toda fortaleza; nos proporciona el secreto de la paciencia, y es principio de toda
alegría.

Nota
En otro de nuestros libros [Jesucristo, vida del alma, conferencia acerca de la oración] dejamos
dicho cómo la contemplación de la santa humanidad de Cristo es fuente de oración aun para los
perfectos; y corroboramos allí nuestra tesis con un texto explícito de santa Teresa. Añadiremos a
aquella cita el pasaje siguiente. Después de haber enseñado en el Castillo interior que se debe
admitir como algo fuera de duda que el alma elevada a la contemplación perfecta no puede meditar
por discurso interior, añade, sin embargo, la Santa: «No tendrá esta alma razón si dice que no se
detiene en estos misterios (de la vida y pasión de Cristo), y los trae presentes muchas veces, en
especial cuando los celebra la Iglesia católica. Ni es posible que pierda memoria el alma que ha
recibido tanto de Dios, de muestras de amor tan preciosas, porque son vivas centellas para
encenderla más en el que tiene a nuestro Señor… Y entiende el alma estos misterios por manera
más perfecta». (Castillo interior, 6 Moradas, cap. VII, 11.)

La doctrina de san Juan de la Cruz, según la expone en la Subida del monte Carmelo, lib. II, parte
3ª, cap. XX, puede resumirse en las siguientes frases: «Si quieres que te declare yo algunas cosas
ocultas o casos, pon sólo los ojos en ni y hallarás ocultísimos misterios y sabiduría y maravillas de
Dios, que están encerradas en Él, según mi Apóstol dice: «En Él están escondidos todos los tesoros
de sabiduría y ciencia de Dios» (Col 2,3). Los cuales tesoros de sabiduría serán para ti muy más
altos y sabrosos y provechosos que las cosas que tú querías saber. Que por esto se gloriaba el
mismo Apóstol diciendo: Que no había él dado a entender que sabía otra cosa alguna sino a
Jesucristo, y a éste crucificado» (Subida del monte Carmelo, lib. II, parte 1ª, cap. XXII).
XVI. El espíritu de abandono
El espíritu de abandono es una de las más puras formas del amor
La finalidad de la vida del monje es «buscar a Dios»: «si de veras busca a Dios» (RB 58), y tender a
este objetivo sin desmayos es lo que juramos el día de la profesión. Por este fin lo abandonamos
todo; por él hemos hecho grandes sacrificios. Al igual de san Pedro podemos repetir: «Todo lo
hemos dejado por seguirte» (Mt 19,27).
El amor fue el móvil de este sacrificio y de esta renuncia por el cual vamos en pos de Cristo y le
decimos: «Oh Señor: Tú me llamas y heme aquí: yo creo que eres tan grande, poderoso y bueno,
“que no será defraudada mi esperanza en Ti”; que harás que en Ti encuentre la fuente de la felicidad
y “de toda vida”» [Oración tomada del Salmista, y que san Benito mismo hace cantar tres veces al
novicio en el momento de la profesión monástica]. Con esto hicimos un acto de fe en Jesucristo: lo
dejamos todo, persuadidos de que todo lo encontraremos en Él, y por medio de Él a Dios. La fe es
ya por sí sola un acto de abandono de todo nuestro ser a la palabra, a la Verdad, que es Jesucristo, el
Verbo encarnado; y nuestra vida monástica no será más que este mismo acto de fe, de abandono
indefinidamente prolongado.
Este acto tiene su consagración oficial en la ofrenda que hicimos de nosotros mismos el día de la
profesión religiosa; y si nuestra vida se mantiene siempre en el mismo espíritu de abandono que
aquel día nos animaba, será verdaderamente monástica y grata a Dios. Las virtudes de que hasta
aquí hemos tratado: la pobreza, la humildad, la obediencia y el espíritu de religión y de oración, son
como frutos de la profesión monástica; su práctica es la consecuencia lógica del acto por el cual nos
entregamos totalmente a Jesucristo bajo la Regla de san Benito; y de ella deriva, como de una
fuente, toda nuestra perfección benedictina.
Esta donación por los votos no puede llamarse verdadera, sincera y completa, si no se mantiene
después durante toda nuestra existencia con la práctica de las virtudes de desprendimiento,
reverencia y sumisión, que, para ser vitales y fecundas, deberán nutrirse del abandono amoroso que
informó nuestra donación.
Toca, pues, ahora hablar de este espíritu de abandono: no sólo explica la razón de nuestra vida –
porque, constituyendo la esencia de la profesión monástica, debe informar todos los actos que se
derivan de ella–, sino que además comunica a estos actos la suprema fecundidad.
El abandono es, en efecto, una de las formas más puras y absolutas del amor; es la culminación del
amor; es el amor que da sin reservas todo nuestro ser con sus energías y actividades a Dios, y nos
convierte en holocausto verdadero; cuando este espíritu informa toda la vida de un monje, podemos
llamarle santo, porque la santidad no es otra cosa que la conformidad de todo nuestro ser con Dios;
es el amén con que responde todo nuestro ser con sus facultades a los derechos de Dios; es el fiat
amoroso por el cual la criatura acepta siempre e íntegramente los divinos deseos: y lo que nos hace
responder amén, pronunciar el fíat, lo que entrega, en una donación perfecta, el ser a Dios, es el
espíritu de abandono, que en sí resume juntamente la fe, la esperanza y el amor.
Intentaremos indicar los fundamentos de este espíritu de abandono, presentarlo como una de las
características de la vida interior, según enseña san Benito, mostrar a continuación cómo debe
practicarse y ver los excelentes frutos que produce en el alma.

1. Fundamento objetivo: la voluntad divina


El fundamento objetivo del abandono es la voluntad divina. Todo lo que Dios establece y decreta es
perfecto «los juicios de Dios son verdaderos y justificados en sí mismos» (Sal 18,10). La voluntad
de Dios ha decretado que debemos ser santos y bienaventurados, pero no con una santidad y
bienaventuranzas cualesquiera. El modo providencial que Dios tiene de conducirnos se manifiesta
en dos sentencias divinas, que se completan mutuamente. Meditándolas comprenderemos el porqué
del espíritu de abandono.
La primera de estas sentencias es de Jesucristo: «Sin mi ayuda, nada podéis hacer» (Jn 15,5).
Cientos de veces la habremos meditado; paremos, no obstante, mientes en ella, para compenetrarnos
de su sentido. La santidad es de orden enteramente sobrenatural; todos los esfuerzos naturales
reunidos no consiguen producir un solo acto sobrenatural que sea proporcionado al último fin, que
es la visión beatífica de la Santísima Trinidad.
Ahora bien: este fin es actualmente el único que tenemos señalado; fuera de él no hay otra cosa que
la condenación. Dios podía, si hubiese querido, disponer las cosas de otra manera; podía exigirnos y
contentarse con una religión y moralidad solamente naturales, y no lo hizo. Como dueño de sus
operaciones y dones, su voluntad es soberana, y en ella está el principio de nuestra salvación y
santificación: «según su beneplácito» (Ef 1,9). Su voluntad, infinitamente libre, fijó las leyes de
nuestra santificación, que es obra sobrenatural. Es, pues, imposible alcanzar la perfección, sin
admitir este plan divino establecido desde la eternidad.
Sin embargo, Dios, que todo lo hace con sabiduría infinita, nos ha proporcionado en la gracia el
medio de realizar este su designio. Sin la gracia –que sólo de Dios puede venir– somos incapaces de
practicar acto alguno que valga para el fin sobrenatural. San Pablo nos dice que «sin ella no
podemos tener ni un buen pensamiento» (Col 3,5) meritorio de la felicidad eterna. Estas palabras
son eco de aquellas otras de Cristo: «Sin mi ayuda, nada podéis hacer»; no podéis alcanzar el bien
supremo, no podéis arribar a la santidad. Jesucristo mismo recuerda esta verdad diciendo que Él es
la vid y nosotros los sarmientos; que para dar fruto es necesario que le estemos unidos por la gracia,
a fin de que, sacando de Él la savia sobrenatural, podamos dar a su Padre frutos que le sean
agradables.
Ved, pues, cuán necesario es que el alma no se separe de Dios, fuente de la gracia, sin la cual nada
podemos. Pero es más, debemos entregarnos a Él sin reserva, porque «con su gracia lo podemos
todo». Y he aquí la segunda sentencia que explica la razón del abandono en Dios: «Todo lo puedo
en Aquel que me conforta» (Flp 4,13). No hay obra alguna buena, por común y vulgar que se la
considere, que, inspirada por la gracia, no pueda llevarnos a la exaltación suprema de la visión
beatífica, porque «todo concurre al bien de los que son llamados a vivir en unión con Dios» (Rom
8,28). ¿Por qué ordena Dios todas las cosas al bien de sus elegidos? ¿Por qué les comunica su gracia
para llegar a Él? Por diversas razones.
La voluntad divina acerca de las almas es siempre amorosa: «Dios es caridad» (1 Jn 4,16). No
solamente posee el amor, mas Él mismo es amor infinito, inagotable, indefectible. El corazón del
hombre no puede comprender este amor infinito. No obstante, el peso de este amor infinito impulsa
a Dios a darse: «el bien es comunicativo». Todo lo que Dios hace por nosotros lo motiva el amor; y
como Dios no sólo es amor sino que es también sabiduría eterna y omnipotencia, las obras que el
amor inspira a esta sabiduría y a este poder son inefables. En el amor encontramos la razón de la
creación y de los misterios de la Redención.
Este amor reviste, por otra parte, un carácter peculiar: el de amor paterno: «Ved cuál ha sido el
amor de Dios… que nos llamemos y seamos hijos de Dios» (1 Jn 3,1). Dios nos ama como hijos. Es
el Padre por excelencia, «del cual deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra» (Ef 3,15); y no es
ésta una locución sin sentido y vana. Y como en Dios todo es activo, su paternidad acerca de
nosotros es la más grande, la más atenta y constante que cabe imaginar; Dios obra con nosotros
como con hijos suyos, y nos guía con la luz de su incomparable amor paterno durante toda la vida.
¿Cómo nos manifestó este amor paternal? Señalándonos por herencia su misma felicidad. Nos ama
hasta adoptarnos por hijos y darnos participación en su propia dicha, asociándonos a la vida de la
Trinidad beatísima. Aurora de todas las gracias concedidas a los elegidos, de todas las misericordias
derramadas sobre los pecadores, de todos los bienes que elevan, adornan y alegran las almas, es el
acto eterno de nuestra adopción divina: «Toda buena dádiva y todo don perfecto es de arriba, como
que baja del Padre de las luces» (Sant 1,17).
Es el primer eslabón de esta cadena consecutiva de gracias celestiales, que se escalonan a través de
los siglos, para todas las almas; y esta predestinación es obra del amor de Dios: «Ved qué amor nos
tuvo Dios a los hombres, que nos llamemos y seamos hijos de Dios».
Mas no para aquí: las maravillas y las manifestaciones de este amor divino son inagotables; no
solamente están patentes en el hecho de habernos adoptado, sino también en el modo maravilloso de
realizarlo. Dios nos ama con amor infinito, paternal; pero nos ama en su Hijo. Para hacernos hijos
suyos, nos da su Hijo: he aquí el don supremo del amor: «De tal manera amó Dios al mundo, que le
entregó su único Hijo» (Jn 3,16). Y lo da para que sea sabiduría, santificación, redención y justicia
nuestra; para que sea nuestra luz y nuestro camino; nuestro alimento y nuestra vida; para que sea, en
fin, medianero entre Él y nosotros.
Jesucristo, Verbo encarnado, salva el abismo que mediaba entre Dios y el hombre; «en su Hijo» y
por su Hijo es como «Dios derrama desde el cielo sobre nuestras almas las bendiciones divinas» de
la gracia, que permiten vivir una vida digna de los hijos del Padre celestial: «Que nos bendijo en
toda bendición espiritual del cielo en Cristo» (Ef 1,3). Todas las gracias nos llegan por Jesucristo;
por su medio desciende todo bien celestial; así, pues, Dios nos ama en la medida con que nosotros
amamos a su Hijo y creemos en Él.
De nuestro Señor son estas consoladoras palabras: «El Padre os ama, porque me amáis y creéis que
salí de Él» (Jn 16,27). Cuando el Padre ve un alma repleta de amor a su Hijo, la inunda de
celestiales dones, porque tal es el orden, el plan establecido desde la eternidad; Jesucristo fue
constituido cabeza y rey de la herencia divina, porque fue Él quien con su sangre nos reivindicó los
derechos de poseerla: «El Padre lo ha puesto todo en sus manos» (Jn 3,35), y si nosotros
permanecemos en Él por la fe y el amor, Él está en nosotros con su gracia y sus méritos: nos ofrece
al Padre y éste nos halla en Él.
Tales son los fundamentos del abandono. «Dios quiere nuestra santificación» (1 Tes 4,3); y la
quiere con una voluntad eficaz y amorosa, por lo cual ha multiplicado nuestros medios de
adquirirla. Dios nos permite encontrar la fuente de toda gracia, de toda perfección, en su Hijo muy
amado: «¿Cómo no va a dárnoslo todo si antes nos dio el mismo Hijo» (Rom 8,32). ¿Cómo, pues,
no nos abandonaremos con plena confianza a una voluntad omnipotente, que es el amor mismo, y
que, no sólo ha señalado las leyes de nuestra perfección, sino que es principio y origen de la misma?
La gracia previene, ayuda y corona todos nuestros actos; pues dice san Pablo: «Todo lo puedo con
Aquel que es mi fortaleza» (Flp 4,13).
Estas palabras «que es mi fortaleza» nos indican que el abandono no consiste en no hacer nada:
guardémonos de esa «falsa quietud», falsamente honrada con el nombre de «pasividad mística».
«Por la gracia divina soy lo que soy –decía el Apóstol–; mas su gracia no fue estéril en mí» (1 Cor
15,10). La gracia de Dios obra soberanamente y mueve a llevar al alma hasta la más alta santidad;
mas solamente donde no encuentra resistencia a su acción. El Espíritu Santo obra poderosamente,
pero sólo donde no es «contristado», usando la palabra de san Pablo (Ef 4,30), y donde se confían a
Él las fuerzas creadas.
¿Qué nos toca a nosotros hacer en esta obra de la búsqueda de Dios? Apartar generosamente –por
supuesto, con la ayuda de la gracia– todos los obstáculos que se oponen a la acción de esta gracia en
nosotros, y mantenernos constantemente en las disposiciones que Dios nos exige para que Él pueda
y quiera obrar. La voluntad de Dios es soberana y su poder infinito, como inmenso es su amor; pero
espera de nosotros que removamos del alma lo que es óbice a su gracia, y que la mantengamos en
actitud de humilde confianza, esperándolo todo de Él. Cuando el alma ha llegado a este estado en
que se ha librado de los obstáculos: el pecado, las imperfecciones, el apego a las criaturas y a sí
misma; en que ha realizado en sí el vacío de todo cuanto no sea Dios; en que no busca
verdaderamente sino sólo a Dios; entonces, viéndose Dios dueño absoluto de su voluntad, obra en el
alma como soberano: ¡Feliz la que ha obtenido tal luz y generosidad! porque el Señor la conducirá
por sus caminos a la más alta perfección.

2. En la Regla de San Benito se inculca de modo especialísimo


Este espíritu de abandono se encuentra en su más alto grado en la práctica de la Regla benedictina.
Toda vida religiosa conduce al alma fiel a esta unión constante de su voluntad con la divina, unión
que constituye uno de los principales elementos del abandono; pero este abandono se realiza
particularmente y de modo singular en la vida que nos exige nuestro santo Legislador. El concepto
que se forma de la pobreza, de la humildad, de la obediencia y del espíritu de religión, conduce al
alma dócil por un camino muy seguro a desasirse de la criatura y de sí misma para que no espere
ningún bien sino de Dios y se entregue a Él.
Recordemos lo que exige en materia de pobreza. ¡Cuán radical se muestra san Benito en esta virtud,
que nos despoja de las criaturas! Comienza por formular el principio de que «el monje no tendrá
nada propio, ni el mismo cuerpo» (RB 33); y en este despojarse de todo hace consistir precisamente
el abandono: «El monje debe esperarlo todo del abad, padre del monasterio» (RB 33). La práctica
de la pobreza monástica es, como hemos intentado demostrar, una forma muy elevada de la virtud
de la esperanza, sin la cual no existe el abandono.
La humildad, por su parte, ¿no es como una escalera que ayuda a progresar en la virtud del
abandono? (RB 7). Sus diversos grados son actos cada vez más amplios de abandono a la voluntad
divina. Ya hemos visto que su raíz está en la reverencia que debemos a Dios, «Padre de majestad
inmensa». Esta reverencia a Dios, dueño supremo de todas las cosas, fuente y principio único de
todo bien, nos mantiene en una sumisión habitual a todo lo que Dios quiere. Por consiguiente nos
fuerza a desechar lo que le desagrada; a buscar constantemente su voluntad; a abandonarnos a esta
voluntad en la persona del superior (los tres primeros grados); aun si nos manda cosas arduas y
dificultosas y encima somos injuriados, como dice el cuarto grado, en el cual el abandono llega
hasta el heroísmo, puesto que hay que aceptarlo todo «en silencio», «como víctimas destinadas al
degüello».
Deberemos llevar el abandono hasta manifestar los secretos del corazón a quien hace las veces de
Dios (quinto grado); contentarnos con las cosas últimas, ejercitarnos en los trabajos más viles,
porque nos consideramos indignos ante Dios y los hombres (sexto y séptimo grados). Este
reconocimiento de los derechos de Dios, ¿no es acaso la razón profunda del abandono total y de este
desasimiento completo de sí mismo? Cada grado de humildad es un paso más en la carrera del
abandono, porque la humildad no se acrecienta sino por la fe y la esperanza en Dios; a cada grado
de virtud interna, el bienaventurado Padre promete una correspondencia especial de la divina gracia.
¿No hemos visto cómo, según él, se completa la humildad con la invencible confianza en los
méritos de Cristo que la gracia nos comunica? A Dios corresponde, por consiguiente, dirigirnos por
su voluntad, por la de la Iglesia, por la de nuestros superiores y por la de los acontecimientos; a
nosotros toca cumplir esta voluntad cada vez que se nos manifiesta, fiados en Dios, seguros de que
«arribaremos infaliblemente a la caridad perfecta»… Esta es la finalidad de la ascética de la
humanidad.
Lo mismo sucede con la obediencia, tal como la entiende san Benito. El monje ingresa en el
claustro, no para realizar determinada labor, para ocuparse con preferencia en una obra particular:
viene al monasterio para seguir a Cristo en obediencia «desprendiéndose de cuanto le pertenece»
(RB 5). El monje fiel al espíritu de la Regla se «abandona» enteramente mediante la obediencia,
cede a Dios su voluntad, diciendo: «La deposito en vuestras manos: de hoy en adelante no haré más
que escucharos». Obrar así es seguir a Aquel que es por esencia principio de todas las cosas; es
querer ser conducido por la sabiduría eterna.
Y el espíritu de religión, ¿qué es sino el movimiento del alma que se abandona hasta llegar a la
adoración?…
Este acto de abandono hicimos el día de nuestra profesión religiosa, que es la expresión más
perfecta de nuestro total abandono en Dios. Por eso la vida interior del monje fiel a sus votos, se
desarrolla infaliblemente en este espíritu de abandono, del cual provienen al alma innumerables
bienes.
Y es que, en efecto, la acción de Dios, fuente de toda santidad, se ejerce soberanamente en un alma
que se entregó así, sin reservas. La Regla que prometimos observar es como un engranaje sagrado y
bienhechor; cuando el alma se introduce en este engranaje, sale de él triturada en sus partes malas,
pero libre de toda esclavitud y sumamente agradable a Dios. Lo dice claramente el santo Legislador
al fin del capítulo de la humildad. Después de guiar al discípulo, tras sucesivos desprendimientos, al
último grado de la abnegación, deja ya de dirigirle; le abandona a la acción del Espíritu Santo que
se complace en hacer de aquella alma completamente libre lugar de sus delicias, y la conduce, si le
place, a la perfección más sublime, a las cumbres de la contemplación, pues de ella puede decirse
que no tiene otra vida que el amor (RB 7).
Queda, pues, expuesto cómo san Benito conduce a las almas al espíritu de abandono. No lo
considera como un estado negativo de inmovilidad o indiferencia mal entendida. Para llegar a él, el
alma trabaja en deshacerse de las trabas que encuentra, y en mantenerse fielmente en esta
disposición fundamental de humildad y sumisión a la gracia; acepta todos los divinos deseos, por
contrarios y dolorosos que sean a sus gustos, pero con ello ha cumplido toda su misión; entonces,
sólo de Dios espera, con una confianza y fe inquebrantables, lo que necesita para llegar a Él, fiada
en su palabra, en su poder, en su bondad y en los méritos de Jesucristo. Tal estado de abandono es
el fruto más sazonado y sabroso de la humildad y de la obediencia, sobre los cuales asentó el santo
Patriarca el edificio de nuestra vida interior.

3. Cómo se practica
De la naturaleza del abandono derivan los medios con que debemos practicarlo.
El abandono es, ante todo, la consagración total de nosotros mismos, por la fe y el amor, a la
voluntad de Dios que no es distinta de Él, sino el mismo Dios intimando su querer; es tan santa,
omnipotente, adorable e inmutable como el mismo Dios.
Respecto de nosotros, en parte la conocemos y en parte no. Se nos revela, se nos manifiesta por
medio de Cristo. «Oídlo» (Mt 17,5), nos dice el Padre eterno al enviarnos a su Hijo. Jesucristo, por
su parte, nos asegura que «nos dio a conocer cuanto el Padre le había comunicado» (Jn 15,15). La
Iglesia, esposa de Jesucristo, recibió en depósito estas revelaciones y preceptos, a los cuales hay que
agregar los mandatos de los superiores y las prescripciones de la Regla, todos los cuales son
manifestación de la voluntad divina.
¿Qué actitud adoptará el alma que ama, ante esta voluntad? Deberá enardecerse y usar de todas sus
energías para cumplirlas, diciendo acerca de las intenciones divinas lo que de ellas decía Jesucristo,
nuestro modelo: «Ni una tilde, ni la menor prescripción de la ley quedará por cumplir» (Mt 5,18);
no quiero dejar de observar nada de lo que Dios ha mandado: quiero hacer todo lo que le place.
Cuanto más íntima es la amistad con una persona, tanto más nos esforzamos en no contristarla. Con
Dios nuestra fidelidad debe ser absoluta; «Siempre hago lo que le agrada» (Jn 8,29). Este debe ser
el móvil del que busca únicamente a Dios; como dice el Salmista. Sus ojos «se vuelven siempre
hacia el Señor» (Sal 24,15) a fin de adivinar y cumplir su voluntad.
En este cumplimiento de la voluntad divina, las almas difieren entre sí por la intensidad del amor
con que la aceptan. Nadie de nosotros querría hacer lo que Dios prohíbe, obrar contra su ley,
infringir, aunque sea en lo más mínimo, sus preceptos. Empero, ¿podemos decir que hacemos todas
las cosas únicamente porque Dios lo quiere? ¿Estamos completamente desligados de nosotros
mismos y entregados sin reserva a la voluntad divina? ¿Estamos siempre prontos a acatar esta
voluntad, por penosa que nos resulte?

Por nuestra parte, debemos estar dispuestos a cumplir esta voluntad, cualquiera que sea, con el
mayor amor posible, pues está escrito: «Tú mandaste, Señor, que tu ley sea cumplida a perfección»
(Sal 118,4). Cuando la ley divina ordena una cosa es necesario obedecerla sin titubeos, a pesar de
los mayores sacrificios, ya que infringir esta voluntad equivale a desear que Dios no exista. El amor
es la medida de este abandono en Dios; y cuanto más profundo, intenso y activo sea este amor, más
completo y absoluto hace el abandono. Este abandono san Benito nos lo exige ilimitadamente. ¿No
hemos visto cómo prescribe al monje que, cuando el superior le ordena en nombre de Dios cosas
imposibles, «obedezca por amor, confiando únicamente en el auxilio divino»? (RB 68). Este es el
abandono perfecto, que por amor se olvida enteramente de sí, para darse sin reserva a la
omnipotencia y a la inmensa bondad de Dios.
El alma amante no se contenta con la voluntad de Dios manifestada abiertamente, se abandona
también y principalmente a la oculta, la cual se extiende a toda nuestra existencia, natural y
sobrenatural, tanto en conjunto como en sus detalles: a la salud y a la enfermedad, a los sucesos así
prósperos como adversos, al éxito o al fracaso de nuestras empresas, a la hora y circunstancia de la
muerte; al grado de santidad y a los medios particulares que Dios emplea para guiarnos, y a tantas
otras cosas que ignoramos, que Dios quiere mantenernos ocultas.
Ante esta voluntad ignorada para nosotros, dos actitudes podemos adoptar.
La que se inspira en la sabiduría del mundo, puramente humana, que se jacta de bastarse a sí misma
y se guía por sus luces naturales; pretende arreglar a su guisa la vida, y rechaza todo lo que es
contrario a sus aspiraciones, incluso a las ideas y concepciones que se forja acerca de la perfección.
«Esta sabiduría humana es a los ojos de Dios estupidez», dice san Pablo (1 Cor 3, 19). Por lo que
respecta a las leyes de la vida sobrenatural, esta «prudencia de la carne», como la llama el Apóstol
(Rom 8,6), no es más que vanidad y mentira. No puede comprender esta sabiduría cómo Dios quiso
redimir al mundo, no con riquezas y actos brillantes, ni por el prestigio de la ciencia y de la
elocuencia, sino revistiéndose de las debilidades de la naturaleza, en pobreza y vida oscura de
treinta años, ocultando la inefable plenitud de perfecciones de que estaba dotada la santa humanidad
de Jesucristo; ni puede comprender que muriese con muerte ignominiosa en un patíbulo. La cruz es
para esta sabiduría «locura y escándalo» (1 Cor 1,23); mas Dios, continúa san Pablo, quiso
confundirla con la oscura de sus impenetrables designios.
Nosotros, por tanto, no debemos guiarnos por esta sabiduría natural. Los pensamientos de Dios son
diferentes de los nuestros; sus caminos, distintos. Nuestro ideal sería seguir nuestras propias
sugestiones, disponer de nuestra vida, aun de la sobrenatural; no experimentar la tentación, ni
repugnancias en la obediencia. Vías humanas son éstas que conducirían a un extraordinario
incremento de nuestro orgullo. ¿Cuáles son, en cambio, los caminos de Dios, los pensamientos de la
Sabiduría eterna? «Sin mí nada podéis hacer» (Jn 15,5). «El que me siga, niéguese a sí mismo y
tome su cruz» (Mt 16,24); «El que mira atrás no es digno del reino de los cielos» (Lc 9,62);
«Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los puros, los misericordiosos, los que lloran,
los que sufren persecución por la justicia» (Mt 5,3-11). Y ¡cuántos otros pensamientos semejantes
no leemos en el Evangelio! Pero lo que desconocemos, muchas veces, es la aplicación que tienen a
cada uno de nosotros.
Ante los designios divinos, nuestra actitud ha de ser la de completo abandono; confiarnos a Dios,
dejando en sus manos nuestra personalidad y nuestras miras, para aceptar humildemente las suyas:
tal deberá ser nuestro programa. En esta materia, la verdadera sabiduría es no tener ninguna, y
confiarse sinceramente a la palabra infalible, a la eterna sabiduría, a la ternura inefable de un Dios
amoroso.
Dios quiere ocultarme actualmente algunas de sus voluntades; yo debo considerar conveniente que
me las oculte, sin que me preocupe el motivo. Yo no sé si mi vida será larga o corta, si gozaré de
buena salud o me tendrá postrado la enfermedad; si disfrutaré de la lucidez de mis facultades o se
agotarán antes de tiempo; si me conducirá el Señor a sí por tal o cual camino particular. En este
terreno Dios no cede nada de su absoluta soberanía: se reserva el derecho supremo para disponer de
mi existencia natural y de mi perfección sobrenatural como le plazca, pues es el alfa y la omega de
todas las cosas.
Por tanto, ¿qué debo hacer? Abismarme en la adoración; adorar a Dios, como a principio, sabiduría,
justicia, bondad infinita; echarme en sus brazos como un niño en los de su madre (Sal 130), el cual
se presta dócilmente a todos los movimientos que ella le imprima. ¿Tendríais reparos en acogeros a
los brazos de una madre? Ciertamente que no; porque ninguna madre, si no es un monstruo,
traiciona la confianza de su hijito. Ahora bien: ¿quién, si no Dios, ha puesto en el corazón de la
madre la ternura, la bondad y el amor? Y mejor diré: estas virtudes de la madre no son más que un
pálido reflejo de la bondad, la ternura y el amor que hay en Dios. Él mismo se compara a una
madre. «Aunque una madre pudiera olvidarse de su hijito, yo jamás me olvidaré de vosotros» (Is
49,15). Pues bien: ora me lleve la voluntad divina por caminos espaciosos, sembrados de rosas, o
por los ásperos, donde no encuentre sino espinas punzantes, será siempre la adorable y amorosa
voluntad de Dios, de mi Dios.
Pero yo sé que esa voluntad desea mi santidad, que la procura siempre, empleando en ello su poder
y guiada por el amor. Además de los medios que estableció oficialmente para conducirme a la
perfección, como los sacramentos, la oración y las virtudes, el Señor tiene otros particulares para
grabar poco a poco en mi alma la forma de santidad que se propuso. Lo que a mí me conviene, en
este terreno oculto, es abandonarme completamente a su operación, dejándome conducir con fe,
confianza y amor; porque todo lo que procede de Dios, goces o penas, luz o tinieblas, consuelos o
aridez, todo me es provechoso, ya que «todo concurre al bien de aquellos que Él llama a la
santidad» (Rom 8,28).
Esto es lo que decía el Señor a su fiel sierva santa Gertrudis: «Haz un acto de abandono a mi
voluntad, dejando la disposición de todas las cosas a mi beneplácito, desprendiéndote de ti misma
con aquella obediencia que me hizo exclamar: ¡Padre mío, no se haga mi voluntad, sino la tuya!
Estáte dispuesta a recibir tanto lo próspero como lo adverso de manos de mi amor, que para tu
salvación te envía estas cosas; une en todo tus sentimientos a los de mi Corazón. Es mi amor quien
te proporciona días de bienestar y alegría, en atención a tu debilidad, y para que levantes tus ojos y
esperanzas hasta el cielo. Recibe estas alegrías con reconocimiento, uniendo tu gratitud a mi amor.
Pero es también mi amor quien te prepara ratos de amargura y tristeza, para hacerte merecer eternos
tesoros: acéptalos uniendo tu resignación a mi amor».

4. Es virtud especial para momentos de prueba


Especialmente en las jornadas de tedio, de enfermedad, de impaciencia, de tentación, de aridez
espiritual y de prueba; en las horas angustiosas de terrible ansiedad, es cuando este abandono se
hace más agradable a Dios.
Más de una vez habremos advertido esto: hay una serie de sufrimientos, humillaciones y penas
previstas por Dios para los miembros del cuerpo místico de Cristo «a fin de completar lo que falta a
la pasión de su Hijo» (Col 1,24). Para llegar a la perfecta unión con Jesucristo conviene aceptar la
parte del cáliz que Él nos presenta a gustar después de haberlo Él bebido: «Si alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24).
Nuestro Señor conocía la angustiosa carrera que el Padre le trazara; mas no titubea en aceptarla,
para cumplir la voluntad divina: «Heme aquí, Padre; en medio de mi corazón está la ley de
sacrificio, y la acepto por amor tuyo». Jesucristo, Verbo divino, Sabiduría eterna, preveía también la
parte que nos correspondía en su Pasión; y ¿qué puede haber mejor para nosotros que abandonarnos
con Él al Padre, para aceptar esta participación en los sufrimientos y humillaciones de su Hijo
Jesús? «Padre, acepto todos los padecimientos, todas las humillaciones que me enviéis, las
enfermedades que tenga que soportar, las obediencias que me impongáis: todo por vuestro amor en
unión de vuestro Hijo amadísimo».
Si siempre tuviésemos estas disposiciones internas, sin detenernos en las causas segundas, sin
inquirir en las contrariedades murmurando: «¿Por qué sucede así? ¿Por qué me tratan de este
modo?», sino elevándonos hasta la voluntad suprema que todo lo permite, sin cuyo beneplácito
nada sucede; si nosotros, desligándonos de la criatura, «con el corazón en alto», sursum corda, no
viésemos más que a Dios y nos abandonásemos a Él, nuestra vida sería siempre tranquila.
Una gran monja, la beata Bonomo, escribía a su padre en ocasión en que era objeto de graves
persecuciones de parte de un confesor poco ilustrado: «Yo digo al Señor: Todo viene de Ti, nada
me turba; hágase tu voluntad. Todo lo dejo pasar como el agua que retorna al mar; ya que las cosas
son de Dios, a Dios las devuelvo al momento; así vivo en paz. Cuando me asalta la tentación, me
pongo en manos de Dios, en espera de su luz y su ayuda, y así todo me sucede bien. Vuestra
Señoría no se inquiete por mí, aunque sepa que estoy enferma o angustiada; porque desconozco lo
que es turbación, porque todo es amor, y sólo temo una cosa: morir sin sufrir» [Dom du Bourg, La
Bienhereuse J. M. Bonomo, moniale bénédictine, pág. 134].
Tal estado de ánimo exige una fe robusta y generosa. Si supiésemos escuchar la voz del Señor que
nos dice: «Yo, que conozco los secretos divinos, que veo todo lo que hace el Padre, os aseguro que
ni un cabello de vuestra cabeza cae sin el permiso de vuestro Padre celestial. Salomón, con toda su
gloria, no se vistió tan espléndidamente como los lirios del campo; los pájaros no siembran ni hilan,
y el Padre no los deja sin sustento. Y vosotros, con un alma inmortal, que sois precio de mi sangre,
¿creéis que Dios os olvida? Hombres de poca fe, ¿qué teméis? Todos los sufrimientos,
humillaciones y contrariedades que puedan asaltaros, todo viene de vuestro Padre, que sabe lo que
más os conviene. Él conoce los caminos, los rodeos que deben llevaros a la felicidad; sabe cuál es la
forma y la medida de vuestra predestinación. Abandonaos a Él, que es Padre bueno y sabio y quiere
conduciros a la unión más íntima con Él».
No nos inquietemos, pues, por los padecimientos, las tentaciones y las desolaciones que nos aflijan;
esforcémonos por «soportar a Dios» (Sal 26,14; RB 7); esto es, aceptemos cuanto exija de nosotros.
El Padre es «como un viñador que poda la vida –ha dicho Jesucristo– para que produzca mayor
fruto» (Jn 15,2). Quiere dilatar nuestra capacidad; quiere que palpemos nuestra flaqueza e
insuficiencia, para que, convencidos de nuestra impotencia para orar, trabajar y avanzar,
depositemos en Él toda nuestra confianza. Pidamos únicamente mantenernos dóciles, generosos,
fieles: «Obra varonilmente» (Sal 26,14); ya llegará la hora en que, hallándonos vacíos de nosotros
mismos, «Dios nos llenará de su propia plenitud» (Ef 3,19).
Una de las prácticas más importantes y fecundas de la virtud de abandono es recurrir inmediata y
constantemente a Dios nuestro Señor en las penas y tribulaciones, para confiárselas.
Cuéntase de santa Matilde que, en horas de aflicción, se acogía a Jesús y se abandonaba a Él con
una sumisión completa [Libro de la gracia especial, II parte, c. 8]. El mismo Jesucristo le había
enseñado a hacerlo así: «Si alguno desea hacerme una ofrenda de mi agrado, procure en las
tribulaciones no buscar refugio sino en mí; con nadie se lamente de sus penas, sino que me confíe
todas las inquietudes que atormentan su pobre corazón. Nunca abandonaré a quien de tal modo
obrare» [Ibid., IV parte, c. 7].
Muy conveniente es que nos entreguemos de este modo al Señor, que le confiemos cuanto nos
atañe: «Descubre al Señor tus caminos», esto es, tus pensamientos, tus preocupaciones, tus
angustias, «y Él te guiará» (Sal 36,5). ¿Qué hace la mayoría de los hombres? Se refieren a sí
mismos o refieren a los demás lo que les pasa; y ¡cuán pocos son los que acuden a los pies de Jesús,
a exponerle sus cuitas!; Y, no obstante, ¡qué agradable sería a Dios esta oración, y qué de bienes no
reportaría al alma!
Consideremos qué hace el Salmista, el cantor inspirado por el Espíritu Santo: expone a Dios cuanto
le sucede, le manifiesta las dificultades en que se encuentra, los agravios de que es objeto por parte
de los hombres, las angustias que acongojan su corazón: «Atiende, Señor, mis tristezas, miserias y
padecimientos. ¿Por qué son tantos los que me atormentan?» (Sal 3,2)… «Mírame, Señor, y ten
piedad de mí, porque estoy abandonado y en la miseria; se han aumentado las angustias de mi
corazón; sálvame de la tribulación (Sal 24,16-18). Inclina, Señor, tus oídos a mis ruegos y
apresúrate a ayudarme… Hazte mi fortaleza y mi salud (Sal 30,3.)… Señor, estoy abatido y
reciamente atormentado, y la turbación amenaza mi corazón y rae arranca gemidos de dolor (Sal
37,9)… ¡Señor!, no apartes de mí tu misericordia, porque me veo rodeado de males… soy pobre e
indigente, pero el Señor tendrá cuidado de mí» (Sal 37,12-13.18).
Debemos confiar a Dios todas las contrariedades, así provengan de los hombres como del demonio;
así vengan de nuestra misma naturaleza caída como de contingencias. Tomemos ejemplo de la
propia experiencia. ¿No es verdad que cuando abrimos nuestro corazón a otros hombres, al primero
que encontramos al paso, o pensamos a solas en nuestras dificultades, especialmente las que
provienen de la obediencia, nos sentimos débiles, enervados y cada vez con el corazón más vacío?
Por el contrario, cuando acudimos a Dios, exponiendo «aquellas quejas respetuosas que un dolor
resignado deposita ante su Majestad para dejarlas morir a sus pies» [Bossuet], o se las confiamos a
quien le representa cerca de nosotros, encontramos fuerza, luz y paz. Podremos, ciertamente, abrir
el corazón alguna vez a un amigo fiel y discreto; pues de la misma suerte lo hizo Jesús, modelo de
todas las virtudes, en el huerto de los Olivos, cuando confió a los Apóstoles las supremas angustias
que embargaban su corazón: «Mi alma está triste hasta la muerte» (Mt 26,8). Esto nos está
permitido; pero mendigar de la criatura lo que no puede darnos es quedarse con el corazón
completamente vacío y desolado.
[«El amor –escribe san Francisco de Sales– permite perfectamente que nos quejemos y digamos
todas las lamentaciones de Job y de Jeremías; mas a condición de que siempre en el fondo del alma
y en la suprema extremidad del espíritu se produzca el asentimiento» (Amor de Dios, IX, capítulo 3,
y carta 391). Y el santo obispo nos reprocha si «no cesamos de lamentarnos, porque nunca nos
parece encontrar número bastante de personas para oír nuestras quejas y escuchar al detalle nuestros
dolores» (Entretiens, XXI). Puede verse también Lehodey, Le saint abandon, I parte, c. 9].
No hay, en cambio, luz ni fortaleza alguna que no podamos encontrar en Jesucristo, pues es el
amigo más seguro; es, como decía Él a santa Matilde, «la fidelidad por esencia» [El libro de la
gracia especial, III parte, c. 5. Especialmente merece leerse toda la última parte del capítulo; en ella
demuestra Nuestro Señor a la esclarecida monja en qué alto grado el abandono y la confianza le son
agradables].
Digámosle, pues: «Mi Señor Jesús: a Ti vengo con esta pena, esta dificultad, esta aflicción; la uno a
los sufrimientos que padeciste en el huerto de Getsemaní, y me abandono a ti, en la confianza de
que aceptarás este sacrificio en expiación de mis culpas». «Mira mi humildad y mis trabajos y
perdóname todos mis delitos» (Sal 24, 18). «Me darás, en cambio, fuerza, constancia y alegría».
Nuestra esperanza no se verá fallida, pues de Jesucristo, al que nos unimos, «emana una virtud para
curar toda herida» (Lc 6,19). En efecto, escribe santa Teresa: «Miraos a Él con unos ojos tan
hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores, por consolar los vuestros, sólo
porque os vais con ti a consolar, y volvéis la cabeza a mirarle» [Camino de Perfección, c. XXVI].
Una vez más experimentaremos cuán provechoso es al alma tener siempre fija la mirada en este
divino modelo. ¿No es Él, por ventura, el perfecto ejemplar del abandono?
Cuando el Precursor anuncia su venida al mundo, ¿con qué palabras le designa? «He aquí el cordero
de Dios» (Jn 1,29). Y ¿cuál es la característica del cordero? Dejar que hagan con él lo que quieran,
dejarse inmolar sin resistencia. Ésta era, por otra parte, la imagen del Mesías que Isaías había
señalado. Y ¡con qué exactitud la realizó! Desde el primer instante de la encarnación, se abandona
totalmente a la voluntad y a los deseos del Padre: «Heme aquí, para cumplir tu voluntad» (Heb
10,9). He aquí la primera palpitación de su corazón sagrado; no se trata de una simple expresión de
obediencia, sino de un grito, de un acto de abandono a todas las humillaciones y sufrimientos que le
esperan; acto que jamás retractará y cuyo fulgor exterior especialmente adorable en su Pasión:
«Padre, aparta de mí este cáliz, si es posible; no se haga, empero, mi voluntad, sino la tuya» (Mt
26,39).
¿Cuál es su actitud al entregarse a los verdugos?: «No aparté mi cara de las heridas y salivazos» (Is
1,6). Es insultado, abofeteado y escarnecido, y no rehúye estos tratamientos, de los cuales es objeto
Él, Sabiduría eterna y autor de todas las cosas. «Jesús guardaba silencio» (Mt 26,63); callaba, como
calla el cordero ante quien le trasquila (Is 53,7; 1P 2,23). Pero en lo íntimo de su alma, ¡qué plegaria
más sumisa al Padre!, ¡qué abandono tan completo de sí mismo a la justicia y al amor! Sus últimas
palabras en la cruz fueron un verdadero grito de abandono: «Todo se ha cumplido… En tus manos,
Señor, pongo mi alma».
He aquí nuestro modelo. «Cristiano –dice admirablemente Bossuet–, imita a este Dios; adora
principalmente los designios del Padre, ora te acongoje o te consuele, ora te corone o te aflija:
adora, abraza su santísima voluntad. ¿Con qué espíritu? ¡Ah!, en esto está la perfección: con el
espíritu del Verbo encarnado, con un espíritu de gratitud y complacencia… Que sea una
conformidad, un consentimiento, una aquiescencia eterna, un “sí” eterno, por decirlo así, no de la
boca, sino del corazón … Pero precisamente al presentarse cosas duras, penosas, humillantes, es
cuando este “sí” deberá salir del fondo del corazón y cuando la mirada deberá fijarse en Cristo
clavado en cruz. Entonces –continúa el gran orador – imita, oh cristiano, al Hombre-Dios, nuestro
modelo y ejemplar, que, con todo y verse abandonado, hasta el punto de exclamar con amargura:
“¿Por qué me habéis desamparado?” (Mt 27,46), en un esfuerzo supremo se arroja en los mismos
brazos que le rechazan: “Padre, en vuestras manos encomiendo mi alma” (Lc 23,46).
«De la misma manera obstínate, cristiano, obstínate santamente aunque te veas rechazado, en
echarte con confianza en las manos de Dios; en estas mismas manos que fulminan contra ti sus
rayos; en estas mismas manos que te rechazan para atraerte más intensamente. Si tu corazón no te
basta para llevar a cabo semejante sacrificio, toma el corazón de un Dios encarnado, de un Dios
afligido, de un Dios abandonado, y, con toda la fuerza de este divino Corazón, piérdete en el abismo
del santo amor. ¡Ah!, en este perderte consiste tu salvación; en esta muerte hallarás tu vida»
[Sermón para la fiesta de la Anunciación, Oeuvres oratoires, ed. Lebarg, t. IV, págs. 190-192].

5. Es un homenaje muy grato a Dios


Este espíritu de abandono es, en efecto, sumamente agradable a Dios y reporta frutos preciosos al
alma; porque es un homenaje perfecto y continuo de fe, de esperanza y de amor; «es un complejo y
reunión de actos de la fe perfecta, de la esperanza más sincera y del amor más puro y fiel» [Bossuet.
Estados de oración, X, 18]. De aquí que sea tan verdaderamente agradable a Dios.
Hemos dicho que era un acto de fe. En efecto: es creer en la palabra de Dios, confiarse a Él, estar
seguros de que oyéndole llegaremos a la santidad y abandonándonos a Él alcanzaremos la felicidad.
Esta fe es fácil y cómoda en las horas de luz y de consuelos, cuando no tenemos que vencer ninguna
dificultad se parece al caso de los que leen la narración de expediciones al polo Norte cómodamente
sentados al calor del hogar. Mas cuando hay que enfrentarse con la tentación, con los sufrimientos,
con las pruebas, en medio de tinieblas y ardides del espíritu, entonces abandonarse a Dios y
abrazarse enteramente con su santa voluntad exige una fe robusta en su palabra; y cuanto más
costoso es el ejercicio de esta fe, tanto más grato es a Dios el homenaje.
El abandono importa también un acto de confianza en la bondad y omnipotencia de Dios. Podrá
parecer a veces que Dios no mantiene sus promesas, que fuimos engañados confiándonos a Él; mas
esperemos pacientemente y digamos al Señor: «Dios mío, ignoro los caminos por donde me llevas;
sin embargo, sé con certeza que, si no me aparto de Ti y cumplo con fidelidad cuanto me mandas,
Tú cuidarás de mi alma y de mi perfección. Aunque anduviere en tinieblas y me pareciere todo
perdido, nada temeré, pues eres fiel y estás conmigo» (Sal 22,4). Acto admirable, heroico, de
confianza en Dios, sugerido por el espíritu de abandono, y que glorifica la omnipotencia de Dios y
le arrebata, por decirlo así, sus favores.
Ejemplo memorable de esto tenemos en Abraham. Dios le había prometido una descendencia
numerosa; sin embargo, el Patriarca raya en una extrema vejez, todavía sin hijos. Pero, como dice
san Pablo, panegirista de la fe y confianza del padre de los creyentes, «espera contra toda esperanza,
con fe inquebrantable, sin considerar que su cuerpo estaba ya decrépito, pues tenía ya cerca de cien
años y Sara estaba fuera de la edad de procrear, no duda, con todo, ante la promesa del Señor, antes
bien reaviva su fe y glorifica a Dios, persuadido de que Dios es bastante poderoso para cumplir su
promesa. Por eso su fe fue para él fuente de justicia delante de Dios» (Rom 4,18-2). Y cuando Isaac
ha crecido, Dios le manda que se lo sacrifique sobre un monte; y obedece sin murmurar, sin
quejarse y sin preguntar: ¿Qué posteridad se me asegura si he de sacrificar a mi único hijo? No; se
abandona a Dios, a sus inescrutables designios, convencido de que es capaz de realizar sus
promesas a pesar de las contrarias apariencias: «Creyó contra toda esperanza». ¡Cuánta gloria no
daba a Dios con este pleno abandono! Así le recompensó el Señor conservándole a Isaac y
cumpliendo las magníficas promesas que le hiciera: el padre de los creyentes tuvo, en efecto, una
descendencia tan numerosa como las estrellas (Heb 11,8-19)
El abandono encierra, además y sobre todo, un amor profundo y sincero: es la prueba suprema del
amor. Observemos lo que en el mundo hacen las jóvenes esposas. Lo corriente es que ignoren lo
que en el porvenir les espera, y no obstante, lo dejan todo por aquel a quien aman. Este sentimiento
honra al esposo, el cual se ufana de tal confianza. ¿Cuál es el motivo de esta confianza? La
admiración, el amor, aunque el objeto de estos sentimientos no es sino una pobre criatura que puede
defraudar sus esperanzas.
Sí; este abandono de la esposa, que deja patria y familia para seguir a un hombre que ayer le era
desconocido, es absoluto. Pero este abandono tan admirable dista mucho de ser tan motivado como
el nuestro. Nosotros conocemos de muy atrás, desde el primer alborear de nuestra inteligencia y
corazón, al Amigo a quien nos confiamos, y de Él tenemos recibidas abundantísimas pruebas de
amor; es un Dios que no puede engañarnos, la Sabiduría misma, poder ilimitado y ternura infinita.
¿Quién de nosotros no podrá apropiarse las palabras de san Pablo: «Sé a quién me he confiado»? (2
Tim 1,12).
El amor que el abandono supone es tan grande, que glorifica perfectamente a Dios. Es como decirle:
«Yo te amo tanto, Dios mío, que nada quiero fuera de Ti; quiero conocer y cumplir solamente tu
voluntad, y depongo la mía ante Ti, para que sólo Tú me dirijas; acepto la iniciativa de tu dirección
en toda mi conducta; y si me dejaras escoger entre tus gracias, si me dejaras arreglar las cosas como
mejor me pluguiere, te diría: No, Señor, prefiero abandonarme a Ti, para que dispongas de mí
enteramente, lo mismo en los acontecimientos de mi vida natural, que en las etapas de mi
peregrinación a Ti; para que lo dispongas todo según tu beneplácito, para tu gloria. Una cosa deseo
solamente: que todo en mí se sujete a Ti; a Ti y a todos los que ocupen tu lugar; y esto cualquiera
que sea tu voluntad; así me conduzca por un camino sembrado de flores o, por el contrario, en
medio de sufrimientos y tinieblas».
Propio es tal lenguaje de un amor perfecto. Así, el espíritu de abandono que se nutre de semejantes
disposiciones de amor y complacencia en Dios y por ellas regula toda nuestra conducta, es también
la fuente del homenaje continuo de nosotros mismos a la sabiduría y al poder divino.
Cuéntase de santa Gertrudis que, en los últimos días de su vida, «una fiebre abrasadora la retenía
acongojada en su lecho. El divino Esposo se dignó una noche aparecérsele, llevando en su mano
derecha la salud y en la izquierda la enfermedad, y tendiendo ambas manos hacia la santa: “Escoge
–le dijo–, querida mía”. Mas Gertrudis, apartando las divinas manos, se abalanzó hacia el sagrado
Corazón, y en Él se cobijó, porque no deseaba sino cumplir el beneplácito divino.
«Jesús la dejó dulcemente descansar en su seno, y ella, así reclinada, “Ve, Señor –dijo– que oculto
el rostro, para mostrarte lo que anhelo con todo el corazón; que es no tener nunca en cuenta mi
voluntad, sino verte realizar siempre y en todas partes, en todo cuanto me atañe, tus adorables
designios”. Satisfecho Jesús de tan perfecta generosidad, se abrió el corazón con ambas manos y le
dijo: “Por cuanto tú apartas el rostro de mí, para manifestarme tu abnegación sincera, yo quiero
derramar en tu corazón la suavidad y delicias que se desbordan del mío”» [Dom Dolan, Sainte
Gertrude, sa vie intérieure, c. XXIII, Les joies de la souffrance, pág. 248.].

6. Singulares gracias que de él provienen al alma


Tal es, efectivamente, la conducta divina: Dios colma de especiales bendiciones al alma que posee
ese espíritu de abandono, porque opera soberanamente sobre ella, haciéndola progresar en santidad
y conduciéndola por vías seguras a la cima de la perfección. Estos caminos parecerán algunas veces
descarriados; pero «Dios tiene sus fines, y lo dispone todo con fuerza y suavidad» (Sab 8,1). «Todas
las cosas –decía Jesucristo a su fiel sierva Gertrudis– tienen su momento en los adorables designios
de mi previsora sabiduría» [Dom Dolan, o. c., pág. 259].
Un ejemplo elocuentísimo de esto nos ofrece la historia del patriarca José, que nos muestra cómo la
Providencia guía a los hombres por caminos admirables, enderezando las cosas para el bien de las
almas. Jacob mandó a su querido hijo José a cerciorarse de cómo andaban sus hermanos. Parece
este un detalle de mínima importancia y es, sin embargo, el anillo de una serie de sucesos
memorables. José va a buscar a sus hermanos; pero ellos, celosos del amor con que le distingue su
padre, quieren, aun por el crimen, deshacerse de él; con todo, y a ruegos de Rubén, se contentan con
meterle en una cisterna vacía; después ven pasar a unos mercaderes de Egipto, y convienen con
ellos en vendérselo.
Según la ciencia humana, el destino de José ya está determinado. No se volverá a oír hablar de él.
Pero precisamente de este hecho se sirve Dios para convertir a José en salvador de Egipto y de sus
propios hermanos. Después de breve tiempo de favor ante el Faraón, se le encierra en la cárcel. Su
carrera queda truncada, diríamos nosotros; mas he aquí que de esta circunstancia se vale Dios para
ensalzarlo ante el mismo Faraón y convertirlo en señor de Egipto.
Así obra Dios. Aun cuando todo parece perdido, Él se adelanta y viene en nuestra ayuda. «Dios guía
al justo por caminos rectos –dice la Escritura–; le muestra su reino, le otorga la ciencia de los
santos, le glorifica en sus trabajos y corona sus obras» (Sab 10,10). Estas palabras del libro sagrado
pueden aplicarse al alma que se abandona a Dios.
«Por caminos rectos». Rectos son los caminos de Dios, aunque a los ojos humanos parezca muchas
veces lo contrario. ¿No es Él la sabiduría y poder infinito, que supera todos los obstáculos? «Todas
las cosas son iguales para mí –decía a santa Catalina de Siena–, porque mi poder lo domina todo, y
tanto me cuesta crear un ángel como una hormiga; de mí está escrito que hice cuanto quise. ¿Por
qué, pues –añadía– te inquieta el «cómo» sucederán las cosas? ¿Crees, acaso, que no puedo o no sé
encontrar los medios de realizar mis designios?» [Vida, por el beato Raimundo de Capua, II parte,
c. 1].
Confiemos, por tanto, en Dios. Nuestros propios caminos nos parecen siempre seguros. No
obstante, dice san Benito, «hay caminos que, si bien parecen rectos, conducen al infierno»;
únicamente no se descarriarán las almas que se dejan llevar por Dios como niños.
«Le muestra el reino de Dios». ¡Oh, son tantas las almas en el mundo, que nunca han comprendido
el reino de Dios! Se han forjado un reino a su manera; pero sólo Dios puede «mostrarnos su reino».
Él es el arquitecto de nuestro edificio espiritual. ¿Qué es este reino? La unión perfecta con Dios en
nuestro corazón: «El reino de Dios está dentro de vosotros» (Lc 17,21). Concretamente lo forman
las mismas almas que tienen a Dios por único Señor. Es cierto que, si consiguiéramos abrazar sin
reservas la voluntad divina, el Señor se encargaría de unirnos a Él, a pesar de nuestras miserias, de
nuestras ocupaciones absorbentes y de todo cuanto creemos que constituye para nosotros
distracciones y obstáculos.
Por el contrario, los que no se abandonan enteramente a la voluntad de Dios aceptando sus caminos,
no llegarán nunca a unírselo íntimamente. Quien no ha probado el abandono, desconoce esto, y
pone obstáculos al dominio de Dios; a diferencia de los que se entregan al divino beneplácito, que
no reconocen más soberano que a Dios.
«Le comunicó la ciencia de los santos». ¿Qué es esta ciencia de los santos que Dios concede al alma
que se confía a Él? Es el conocimiento de la verdad de las cosas. «Todo hombre es falaz» (Sal
115,11), dice la Escritura. Cuando el hombre se guía a si mismo mediante la sabiduría del mundo,
por miras puramente humanas, anda descarriado, porque sigue máximas falsas, tan frecuentes en
este mundo de tinieblas. Pero cuando se entrega a Dios, Dios le ilumina, porque Él es la verdad, la
luz. Comprende entonces el alma la verdad sobre Dios, sobre sí misma y sobre el mundo; y se
acostumbra poco a poco a considerar las cosas como las ve la Sabiduría eterna; así posee la única
ciencia que puede llamarse verdadera, porque nos conduce a nuestro fin sobrenatural.
La Sabiduría «enriquece al justo en sus trabajos y perfecciona sus obras». Cuanto más conocemos
íntimamente las almas, tanto más nos persuadimos de que Dios es nuestra santidad. No llegaremos
nunca a santos si pretendemos serlo a nuestra manera, no a la de Dios. En este terreno todo es
sobrenatural; no conocemos lo que más nos conviene; ni vemos la utilidad que pueden reportarnos
las tentaciones, las pruebas y los sufrimientos. Pero Dios es la sabiduría que nos creó. Cuando
contempla a un alma, la penetra toda con su mirada; la conoce con una intensidad y luz infinitas. El
alma que pretende guiarse por su propio criterio, juzga magnífico y perfecto cuanto hace, y se
admira de que otros no piensen del mismo modo; se formará su plan de vida, deseando que todo le
salga bien; pero, ¿qué le ocurriría si todo le saliera a la medida de sus deseos? Que llegaría a estar
tan pagada de sí misma que se haría insoportable, tanto para Dios como para el prójimo.
Cuando el Señor ve un alma, ve su buena voluntad, pero también sus miserias, y permite que sea
tentada. ¿Cuál es el resultado de este divino tratamiento? Que el amor propio comienza a morir en
aquella alma para dar lugar al amor de Dios. Otro tanto diremos de los padecimientos y del éxito en
los trabajos; ciertamente debemos hacerlo todo con la mayor perfección posible, para gloria de
Dios, y no ser remisos de nuestra parte para realizar con perfección cualquiera obra; empero, no
debemos desear el éxito por el éxito; de lo contrario nos expondríamos a un escollo peligroso.
Un alma que está ufana de sí misma, desea salir airosa en las obras que hace, y Dios no se lo
permite para que pueda decirle: «Señor, guiadme». Entonces Dios responde: «Ya que conoces tu
impotencia, yo quiero guiarte». Y cuanto más se abandona el alma, tanto más obra Dios y bendice
sus empresas, no siempre según la previsión humana, sino según el bien de esa alma y la gloria
divina. La influencia de esta alma en el mundo sobrenatural es inmensa, porque su obrar es en cierto
modo participación de la infinidad misma de Dios.
Dios se porta con nosotros como nosotros nos portamos con Él; mide en cierto modo, su acción
providencial, según la actitud que nosotros con Él guardamos; y, cuanto más nos abandonamos a Él
considerándole como Padre y esposo de nuestras almas, más particularmente nos guía su
providencia, aun en los detalles mínimos de la vida. Tiene sus delicadezas con las almas que se
abandonan a Él, y tiene puestos sus ojos en ellas, y cuida de ellas y las regala como ninguna madre
lo hace con su hijo, ni ningún amigo con su amigo.
Por el bien de un alma que se abandona a Él conmovería al mundo entero, y la rodea de una
protección especialísima y singular. Leamos el salmo Qui habita in adjutorio Altissimi «El que
descansa al amparo del Altísimo» (Sal 90,1), y nos daremos cuenta de esta especial protección con
que Dios envuelve al alma que por el abandono «descansa» –habitat– en una confianza absoluta en
la ayuda divina. «Dios te cubrirá con sus alas… te servirá de escudo su verdad; mil enemigos caen a
la diestra y diez mil a la siniestra, y a ti no se acercarán. Porque mandó a sus ángeles que te guarden
en todos tus caminos, y te llevarán en sus manos para que no tropieces en las piedras… Porque
esperó en mí, dice el Señor, yo la libraré y protegeré: me invocará y yo la oiré: estaré con ella en la
tribulación para consolarla y glorificarla: disfrutará de largos años y se salvará».
[Merece también recordarse el salmo 26, verdadero canto de confianza del alma abandonada: «El
Señor es mi luz y mi salvación, ¿por qué habría de temer? Él me cobijará en su morada en el día de
la adversidad; me ocultará en el secreto de su tienda de campaña, y allí me encontraré segura como
en una fortaleza inexpugnable»].
He aquí la bendición ubérrima que Dios concede al alma que se abandona a Él. Ya sabemos por qué
obra así. Esta alma hállase totalmente libre y despegada de sí misma y de las criaturas; indiferente a
todo cargo y honor, puesto que sólo busca y desea a Dios: «De veras busca a Dios» (cfr. RB 58); y
una vez lo ha encontrado, queda satisfecha, porque sus deseos se han cumplido. Entonces Dios obra
como dueño soberano de esta alma, cuyo dominio nadie le disputa; ella, en cambio, le procura una
gloria incomparable mediante el homenaje continuo de un absoluto abandono. El Señor obra
grandes cosas por ella, y la vida de ésa tiene un eco profundísimo en el mundo sobrenatural.
Las almas que se abandonan a Dios gozan de una libertad que les proporciona paz inalterable e
intenso gozo; ven en Dios un Padre amoroso y bueno, que desea conducirlas a sí. ¿Qué temerán,
pues? Dios las guía; nada les falta, ni en luces ni en gracias. «El Señor me guía, nada me faltará»
(Sal 22,1). Viven en la abundancia de bienes divinos, y en una paz interior que sobrepasa todo
sentimiento. Basta el menor contacto con estas almas para sentir la unción suave que de ellas se
desprende, y que proviene de una confianza inquebrantable en Dios y de la íntima unión con Él. El
Señor se ha convertido para ellas en su sabiduría, su fortaleza y su gloria, y ellas saborean, aun en
las «sombras de la muerte», la paz de Dios y un gozo inalterable, porque están seguras de verse en
manos del mejor de los padres, del más fiel amigo, del más cariñoso esposo. «Aunque camine en
tinieblas de noche, nada malo temeré mientras tú estés conmigo» (Sal 22,4).

XVII. El buen celo


La vida de oración y de abandono en Dios es fuente del buen celo
Uno de los mejores frutos de la unión con Dios es mantener en el alma el fuego del amor, no
solamente hacia Él, sino también hacia el prójimo; porque por el frecuente contacto con el amor
sustancial, el alma se abrasa de ardor por los intereses y la gloria del Señor y por la extensión del
reino de Cristo en los corazones. La verdadera vida interior nos liga tanto a las almas como a Dios:
es fuente de celo. Cuando se ama de veras a Dios se desea verlo amado por todos: que «sea
glorificado su santo nombre; que venga su reino a las almas, y que haga su voluntad» (Mt 6,9-10).
Quien ama a Dios de veras, siente profundamente las ofensas hechas al amado; desfallece a la vista
de las iniquidades de los pecadores que traspasan la ley divina» (Sal 118,53); sufre al ver dilatarse
el imperio del príncipe de las tinieblas, porque Satanás «anda alrededor, en vela, buscando presa
que devorar» (1 Pe 5,8); inspira a sus cómplices un ardor incesante, un celo de odio contra los
miembros de Cristo. También está devorada por el celo el alma que ama sinceramente a Dios, pero
lo está de celo por la gloria de la casa del Señor: «El celo de tu casa me devora» (Sal 68,10; Jn
2,17).
¿Qué es, en efecto, el celo? Es un ardor que quema y se comunica; consume y se difunde; es la
llama del amor o del odio manifestado en actos externos. El alma abrasada de santo celo se
consagra sin descanso al servicio de Dios, y se esfuerza en servirle con todas sus fuerzas; y cuanto
más ardiente es este fuego interno, más irradia al exterior. Está ella animada del «fuego que Cristo
ha traído al mundo y que tan ardientemente desea que prenda en nosotros» (Lc 12,49).
Todo cristiano que ama de veras a Dios y a Jesucristo, que desea responder al deseo del Corazón del
divino Maestro, debe estar animado de este celo; y deben estarlo especialmente aquellos quienes
Jesucristo ha querido que participen de su sacerdocio. El sacerdote está llamado, por su función y
dignidad, a trabajar más que ninguno por extender el reino de Cristo; convertido en pontífice, no
merece plenamente este título si no se constituye en incesante mediador entre las almas y Dios.
Veamos, pues, las formas que debe adoptar el celo en el claustro, y primeramente el que debemos
ejercitar con nuestros hermanos; porque, en efecto, si debemos ser celosos de la salvación del
prójimo en general, hemos de reconocer en la «proximidad» espiritual cierta gradación. Nuestros
prójimos son primeramente aquellos con quienes vivimos en comunidad de vocación y de vida.
Para estar bien ilustrados en esta materia, leamos el magnífico capítulo en el cual nuestro
bienaventurado Padre concretó en fórmulas lapidarias los medios con que debe manifestarse el celo.
Consideraremos después sus varias manifestaciones fuera del claustro; y terminaremos indicando en
qué hogar debe alimentarse el fuego del amor a las almas.

1. San Benito condena primeramente el celo malo


Nuestro bienaventurado Padre comienza por declarar que hay «un celo malo que conduce al
infierno» (RB 72); es el celo de los agentes de Satanás, que acuden a todos los medios, para
arrebatar a Jesucristo las almas rescatadas con su preciosa sangre. Este ardor inspirado en el odio es
la forma más refinada del celo malo; el demonio lo fomenta, y por eso dice el santo Patriarca que
conduce al abismo infernal.
Hay otras formas de celo malo, que toman las apariencias del bueno; por ejemplo, el de los fariseos,
rígidos observantes de la ley externa. Este celo «amargo», como lo califica el santo Legislador,
tiene su origen, no en el amor de Dios y del prójimo, sino en el orgullo. Los infectados de él tienen
una estima desordenada de su perfección; no conciben otro ideal que el suyo propio, y reprueban
todo acto que no esté conforme con su modo de pensar; lo reducen todo a su manera de ver y de
obrar, de lo cual provienen discusiones y odios.
Recordemos con qué aspereza los fariseos, que estaban dominados de este celo, perseguían al
Salvador con proposiciones insidiosas, tendiéndole lazos y haciéndole preguntas capciosas, no para
conocer la verdad, sino para cogerlo en renuncio. Ved cómo insisten y le provocan a condenar a la
mujer adúltera: Moisés ordenó apedrear a una mujer tal; «Tú, Maestro, ¿qué dices?» (Jn 8,5)
[Los fariseos no estaban animados del celo por la justicia, que teme el contagio de los malos
ejemplos, sino de la impaciencia de un celo amargo y un fastuoso orgullo de una piedad afectada.
«Ejercemos sobre nuestros hermanos cierta tiranía, les manifestamos acritud y desprecio, nos
convertimos en sus censores y olvidamos su calidad de hermanos. Tal era el vicio de los fariseos; no
era la compasión por las humanas flaquezas lo que les hacía reprender los pecados de los hombres;
se creían los únicos impecables y así se desdeñaban de tratar con pecadores y publicanos; se
constituían en censores públicos, no para lamentar y corregir los pecados, sino para encumbrarse
sobre los demás y mostrar orgullosamente su santidad». Bossuet, Sermon sur la femme adultère,
Oeuvres oratoires].
Notad cómo le echan en cara el no guardar el sábado (Lc 6,7; Jn 5,16; 9,16); cómo hacen cargo a
sus discípulos de desgranar las espigas en tal día (Mt 12,2); cómo se escandalizaban al verle aceptar
un lugar en la mesa de pecadores y publicanos (Mt 9, 11); manifestaciones, todas ellas, de este celo
amargo, en el cual se mezcla, las más de las veces, una refinada hipocresía.
Hay otro celo exagerado, siempre inquieto, turbulento, agitado: para este celo no hay nada perfecto.
Nuestro bienaventurado Padre previene al abad contra este celo intempestivo. «No ha de ser
turbulento ni inquieto; exagerado ni obstinado; no sea celoso, ni demasiado suspicaz, porque nunca
tendría paz» (RB 64). «En la misma corrección adopte suma prudencia y no se exceda: no sea que
rompa el vaso pretendiendo raer todo el orín… no pierda de vista nunca su propia fragilidad» (RB
64).
En una palabra, que jamás, por falso celo, se deje arrastrar de la envidia o celotipia (RB 65). Lo que
dice del abad lo repite a los monjes el santo Legislador: «Eviten la animosidad y envidia» (RB 4).
Esta prescripción es muy sabia; religiosos hay que critican siempre todo lo que se hace; se juzgan
llenos de celo, pero es un celo amargo y de contienda, porque es impaciente, indiscreto y carente de
unción.
[«Todo está en saber lo que abrigamos en el corazón. Tal vez nos veamos obligados a responder:
Yo tengo grande estima de mí mismo; para mí no hay más que «yo»; no hay más que el afán de
afirmar mi personalidad; estoy aferrado a mi sistema, es decir, a mis ilusiones. Pero como no estoy
solo en el mundo, sino rodeado de muchos otros «yo», que pueden achicarme y reducirme a
menores proporciones, mi celo se convierte fácilmente en ardor de impaciencia, de ira, disensión y
discordia: «el celo amargo es malo». El Abad de Solesmes, Commentaire sur la Règle de St. Benoît,
pág. 557].
Es el celo que describe el Señor en la parábola del sembrador, cuando los criados piden al amo les
permita arrancar la cizaña que sembró su enemigo, sin reparar en que así arrancarían el trigo con
ella. «¿Queréis que vayamos?» (Mt 13,28). De este mismo celo participaban los discípulos,
indignados del mal recibimiento de los samaritanos a su divino Maestro, queriendo castigar con
fuego del cielo la insolencia: «Señor, ¿queréis que mandemos bajar fuego? Bastará una sola
palabra». Mas, ¿qué responde Jesús a estos discípulos impetuosos? «No sabéis qué espíritu tenéis».
«El Hijo del hombre vino a la tierra a salvar a los hombres, no a destruirlos» (Lc 9,54-56).

2. Actos de celo que desea sean practicados con los hermanos del monasterio: el respeto
El celo verdadero no cae nunca en semejantes excesos; no se deriva del afán de imponer a los otros
los conceptos personales de perfección, o de la seguridad de haber cumplido todo deber, ni de
ímpetus inconsiderados y violentos, sino del amor de Dios, puro, humilde y manso. Veamos cómo
debemos practicarlo según los deseos del gran Patriarca.
San Benito reduce a tres las formas del buen celo del monje con sus hermanos: respeto, paciencia y
prontitud en servirlos.
Ante todo exige un mutuo respeto: «Dense muestras recíprocas de honor» (RB 72); expresión
tomada de san Pablo: «Anticipándoos unos a otros en señales de honor» (Rom 12,10). Algunos se
imaginan que el respeto se opone a la libre expansión del amor, siendo así que ambos sentimientos
se concilian a maravilla: el respeto es la salvaguarda del amor. Somos personas consagradas a Dios;
tal es la primera fuente del mutuo amor: «Ruego por éstos –decía Jesús, al Padre, aludiendo a los
Apóstoles– porque son tuyos» (Jn 17,9). Jesucristo amaba a sus discípulos porque como más
próximos a Él, lo estaban también al Padre. Nosotros somos todos «uno» (Jn 17,21; 1 Cor 10,17) en
el cuerpo místico de Cristo; todos hemos sido llamados a una misma vocación monástica, y así
debemos amarnos mutuamente.
Sin embargo, como la vocación al cristianismo y a la religión nos da, ante todo, a Dios y a
Jesucristo, y como quiera que nuestras almas son templo del Espíritu Santo, síguele que debemos
respetar a Dios en el prójimo. La caridad fraterna, por viva que sea, no debe degenerar nunca en
amistades particulares; porque la familiaridad excesiva, lejos de reforzar los lazos del afecto, los
destruye; en vez de conservar la caridad, la enfría. Debemos amarnos sobrenaturalmente, como
indica nuestro Padre con estas palabras: «Amemos a los hermanos con amor casto» (RB 72). No
permite que los monjes se llamen uno a otro meramente por su nombre, sino que se añada a éste un
apelativo honorífico (RB 63); exige que los más jóvenes rodeen a los ancianos de la veneración que
reclama su edad, y determina qué palabras deben usar como tratamiento (RB 63). En estas
prescripciones se manifiesta el profundo espíritu religioso que guía al santo Patriarca en todos y
cada uno de los capítulos de su Regla.
No permitamos jamás que criatura alguna, por santa que sea, nos aparte, ni aun por poco tiempo, del
único objeto de nuestro amor; y rompamos inexorablemente con todo afecto sensible o demasiado
natural. Nuestro corazón es insaciable en el amor; pero, por estar consagrado al Esposo divino, no
puede ya mendigar a la criatura la manera de saciarle.
¿Querrá esto decir que no podemos amarnos, siquiera entre los miembros de la familia monástica?
¿Nos consideraremos como abstracciones unos a otros? No, en manera alguna; podemos amarnos
real y profundamente, pero en Dios y por Dios; nuestro amor recíproco debe ser sobrenatural, y así
será puro y de fuerza irresistible. Jesucristo, nuestro divino modelo, tenía sus amistades: amaba con
afecto humano a su madre, a san Juan, a los amigos de Betania, Lázaro, Marta y María, a sus
discípulos; ante la tumba de Lázaro no puede contener las lágrimas, tanto que, viéndolo los judíos,
no pueden menos de exclamar: «Ved cuánto le amaba» (Jn 9,36).
Nuestras afecciones deben ser un reflejo de las suyas; Él mismo dijo: «Amaos mutuamente como yo
os he amado» (Jn 13, 4). Sus amores eran divinamente humanos; divinos en su origen y móvil,
humanos en su expresión.
Conocemos también la ternura con que san Pablo escribía a sus discípulos de Filipos; les llama «su
gozo y su corona» (Flp 4,1); les declara que los lleva en el corazón, y apela al testimonio de Dios
sobre la ternura con que los ama. Empero el Apóstol encontraba el secreto de este amor, nos lo
asegura él mismo, «en el corazón de Jesucristo» (Flp 1,7-8).
Cuando un alma ha llegado a un tan alto grado de desprendimiento, que Dios lo es todo para ella,
ama con santa libertad, porque sus afectos, radicados en Dios, sirven para aumentar en ella la
caridad. Lo vemos en santa Teresa. Al principio de su vida espiritual le echa en cara el Señor que
ama demasiado a las criaturas; pero cuando más tarde está despegada de ellas, el divino Maestro le
hace sentir de nuevo, aunque sobrenaturalmente, los pretéritos amores. Nos maravilla, en verdad, la
exquisita ternura que muestra en sus cartas, la cual, sin embargo, según es fácil observar en mil
detalles y expresiones, tiene su origen en Dios [Cfr. Vida, c. XXIV y XXVII; Cartas 180, 227 y
312; Historia de Santa Teresa, por los Bolandistas].
También la correspondencia epistolar de san Anselmo con sus amigos rebosa esta ternura; sería
difícil encontrar en nuestros tiempos efusiones parecidas a las que vierte en sus cartas el santo
doctor; pero esta gran alma pertenecía por entero a Jesús, y esos tesoros de afecto para con sus
hermanos los sacaba de su amor al Verbo encarnado.
También nosotros debemos amarnos sinceramente, con verdad, con ardor; pero ese amor debe
provenir de Dios, depender de Dios y ordenarse a Dios.

3. La paciencia
La segunda forma del buen celo es la paciencia recíproca: «Los hermanos tolerarán pacientemente
sus flaquezas físicas y morales» (RB 72). Nadie está exento de defectos; aun las almas que más
sinceramente buscan a Dios, los más cercanos a Él, que son objeto de gracias particularísimas,
tienen sus imperfecciones. «Dios les deja estas flaquezas –dice san Gregorio– para mantenerlas en
la humildad» [Diálogo, l. III, c. 14. P. L., LXXVII, col. 249]. Extrañarse de semejantes debilidades
acusa poca experiencia; inquietarse por ello, denota que somos aún imperfectos; sólo los santos
comprenden estas miserias y, sobre todo, las compadecen. Nuestros defectos pueden acaso
agravarse por la educación, por hábitos viciosos, por las enfermedades que son el cortejo de la
vejez; pueden dar lugar a naturales antipatías; a veces la sola vista de una persona es causa de
aversión, de desagrado.
¿Cómo echar un velo sobre estas cosas? ¿Cómo impedir que se enfríe el corazón y aparezca el
disgusto exteriormente? Sólo una caridad ardiente puede realizar el milagro de hacernos vencer a la
naturaleza y amar a nuestros hermanos como son, hombres de carne y hueso.
¿No es así como Dios se porta con nosotros? Él nos ama personalmente tal como somos; nos estima
con las cualidades particulares que tenemos, con todo cuanto de Él recibimos en bienes de gracia y
de naturaleza, con todas las debilidades y defectos de que adolecemos. ¡De qué misericordiosa
paciencia no dio muestras cuando éramos todavía sus enemigos «hijos de ira»! (Ef 2,3). Si entonces
nos hubiera tratado con rigor de justicia, ¿dónde estaríamos ahora? Y ¡cuántas veces nos ha
perdonado! ¡Con qué magnanimidad enteramente divina nos ha esperado, como el padre, del hijo
pródigo, iluminándonos en las tinieblas, tolerando nuestras resistencias, abriéndonos los brazos en
cuanto hemos vuelto a Él!
Nuestro Padre san Benito nos da un admirable ejemplo de esta paciencia y benignidad; porque su
alma grande, perfectamente santa y tan unida a Dios, estaba saturada de indulgencia y compasión.
El ideal más grato a su corazón y presentado como modelo al abad es el del buen Pastor (RB 2 y
27). No siempre el abad se cuida de almas heroicas. Como el buen pastor, como el patriarca Jacob,
cuya conducta evoca el Santo, no debe fatigar al rebaño con marchas excesivas; sino que será
discreto con aquellos a quienes más difícil es el progresar (Gén 33,13; RB 64). Debe «odiar los
vicios, pero amando a los hermanos» con un amor lleno de dulzura; porque «debe anteponer la
misericordia a la justicia» (RB 64); y esforzándose él mismo por mantenerse en un alto grado de
virtud, debe inclinarse hacia aquellos que ascienden lentamente, para sostenerlos, no sólo con el
ejemplo, sino también con sus estímulos y su caridad.
¡Y qué condescendencia no muestra el Santo con los delincuentes! No se escandaliza ni se altera
jamás; como médico caritativo, acude a todos los medios para salvarlos, «para consolar al culpable,
inquieto y turbado, para sostenerlo y que no sucumba por la excesiva tristeza» (RB 27). Sólo
cuando se ha evidenciado, por la inutilidad de sus esfuerzos y la ineficacia de la oración para el
delincuente, que la voluntad de éste se obstina en el mal, es cuando se decide a apartarle de la
comunidad (RB 28). Hasta entonces todo lo soporta; quiere que se franquee la puerta al fugitivo
hasta tres veces, con tal que muestre sincero arrepentimiento (RB 29). Ya no cabe imaginar mayor
condescendencia. Recordemos también con qué tiernas prevenciones, con qué solicitud maternal
atiende a los niños y a los ancianos (RB 37); con qué amor tan ingenioso quiere que se soporte y
cuide a los enfermos (RB 36). Podríamos decir que ninguna otra regla monástica exige a los que la
practican una paciencia tan perfecta.
«¿Habráse leído, en lo tocante a generosidad compasiva, algo que se le pueda comparar? Ya
podemos hojear todos los documentos de la tradición, aun mucho después del siglo VI, cuando la
disciplina eclesiástica se mostró más indulgente con la debilidad humana; no encontraremos nada
que supere o iguale a la amplitud misericordiosa del gran Patriarca. Sólo quizás algunas almas
extraordinariamente grandes, como san Agustín o san Gregorio, recibieron en suerte un tesoro tan
abundante de condescendiente caridad.

Se dice que la Regla benedictina es un resumen, «un misterioso compendio» del Evangelio, y que
éste se reduce a una sola palabra: caridad. Empero, se puede decir de la Regla benedictina que lo
resume y abrevia en muchísimos puntos, compendiándolo todo en la compasión» [D. G. Morin, El
ideal monástico y la vida cristiana en los primeros siglos, c. X.].
La Regla es verdaderamente en este punto un eco fiel del Evangelio; conviene, en efecto, observar
que donde san Benito habla de la caridad fraterna, siempre recuerda las palabras de Jesucristo (RB
27; 36 y 53). Nuestro amable Salvador es el más completo modelo de esta paciencia. Nos dice
especialmente con palabras terminantes que es «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Y el
evangelista le aplica el bello texto de Isaías, texto que el Patriarca refiere al abad: «No quebrará la
caña hendida, y no apagará la mecha humeante» (Mt 12,20; Is 19,3 y RB 64).
En vez de sofocarla, espera pacientemente, espera la hora de la gracia, la hora en que de esta mecha
vacilante brotará una llama de amor puro, como sucedió a la Magdalena, a la Samaritana y a tantos
otros. Él demostró una bondad compasiva para todas las miserias humanas, aun para aquellas más
deformes a sus divinos ojos, las del pecado. Y ¡qué paciencia tan admirable no demostró con los
discípulos! Los ve muchas veces contender entre sí, descubriendo su ambición; los encuentra
titubeantes en la fe, impacientes, hasta el punto de rechazar a los niños de la presencia del Maestro
(Mt 19,3); aun después de la Resurrección tiene que reprenderlos por su dureza de corazón, por los
reparos que ponen en creer (Mc 16,14; Lc 24,25), no obstante la multitud de milagros y prodigios
obrados en su presencia. Es un admirable modelo de paciencia, la cual llegó hasta el extremo de
soportar en su compañía al traidor que había de venderlo el día de su pasión.
¿De dónde proviene tanta paciencia del Corazón de Cristo? De su amor: ama a sus discípulos
porque ve en ellos el núcleo de aquella Iglesia por la que venía a dar su sangre: «Amó a la Iglesia y
se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5,25); y porque los ama, los tolera en su compañía con infinita
mansedumbre.
He aquí nuestro modelo: tengamos siempre los ojos fijos en Él, y, a su ejemplo, aprenderemos a ser
mansos y humildes de corazón. En vez de escandalizarnos por los defectos del prójimo, veremos en
cada uno de los hermanos todo cuanto de bueno y de noble puso Dios en él, y soportaremos de buen
grado, con gran paciencia, todas sus imperfecciones de carácter, todas sus miserias físicas.
Sabremos convivir con los hermanos; en la recreación, por ejemplo, por gravoso que se nos haga
este ejercicio de la vida común, no nos dispensaremos de él con pretextos inútiles, antes bien,
aportaremos a él un espíritu de cordialidad, que alegre a nuestros hermanos; es ésta una magnífica
ocasión para que la caridad fraterna se exteriorice en todas sus formas. No consideraremos tampoco
severamente las excepciones concedidas a otros; si nosotros no necesitamos esas dispensas, no por
eso las juzgaremos como concesiones a la molicie, ni censuraremos a los superiores que las
conceden en la mesa, en el trabajo, en las recreaciones.
«Tened –diremos con san Pablo– entrañas de misericordia, como elegidos de Dios que aspiran a la
caridad y son amados del Señor; revestíos de benignidad, humildad, modestia, paciencia,
tolerándoos recíprocamente» (Col 3,12-13). ¡Qué razón tiene el Apóstol al juntar la humildad y la
paciencia! El que es humilde no se tiene a sí mismo por perfecto; no es exigente con los demás; no
descubre las debilidades del prójimo para criticarlas con malignidad y dureza; no tiene aquel «celo
amargo» que, naciendo en el alma del sentimiento de la propia perfección, se mantiene fácilmente
imperioso e intransigente para con los demás. La paciencia es hija de la humildad, como el orgullo
es frecuentemente causa de la impaciencia. [Es lo que repetidas veces decía a santa Catalina de
Siena el Padre eterno. (Diálogo, en diversos lugares, especialmente en el Tratado de la obediencia)]
Por tanto, «os ruego –añade san Pablo– os comportéis con humildad y dulzura, con paciencia,
soportándoos caritativamente y esforzándoos en conservar la unidad del Espíritu de amor en el
vínculo de la paz» (Ef 4,2-3).
La razón que da el Apóstol para estas exhortaciones, es que todos somos una cosa en Cristo,
miembros de su místico cuerpo. «Debemos, pues, conllevarnos unos a otros, a imitación de nuestra
cabeza, el Señor Jesucristo, que dio su vida por cada uno; para que, por la caridad, que hace de
todos un solo corazón, podamos unánimemente glorificar con una misma boca al mismo Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15,11).
«Soportando –continúa el Apóstol– cada uno el peso de los demás, cumpliremos toda la ley de
Cristo» (Gál 6,2). «Esta caridad» humilde y paciente, que es «vínculo de perfección, será para
nosotros fuente de dones celestiales, porque nos aporta con abundancia el «don por excelencia de
nuestra común vocación, la paz de Cristo Jesús»: «Sobre todo mantened la caridad, la cual es el
vínculo de la perfección; y que triunfe en vuestros corazones la paz de Cristo, paz divina a la que
fuisteis asimismo llamados para formar todos un solo cuerpo» (Col 3, 14-15).

4. Prontitud en prestar servicios


Al respeto y a la paciencia, san Benito añade «la prontitud en prestarse mutuos servicios», y desea
que esto se haga hasta «con emulación» (RB 72). Es un eco fiel del consejo de san Pablo: «En la
caridad servíos los unos a los otros» (Gal 5,13). Y en otra parte: «Cada uno de vosotros trate de
complacer al prójimo, atento a su bienestar» (Rom 15,2).
Por supuesto, no se trata ahí de órdenes propiamente dichas, ni de peticiones contrarias a las
prescripciones de los superiores; sino de aquellos pequeños servicios que se puedan necesitar; y en
esto debemos obrar muy generosamente. Dios mira con complacencia al que se olvida de sí mismo
por darse al prójimo, que es lo que desea san Benito: «Nadie busque su propia conveniencia, sino
más bien la de los demás» (RB 72). [San Anselmo escribía a sus discípulos: «El amor que os tenéis
mutuamente hágaos vivir en paz y concordia; para conservarla, menester es que cada uno se apreste
a hacer más la voluntad de los otros que la suya propia». Epistol. 49, lib. III. P. I., CLIX, col. 80-81.
La última frase del santo Doctor es el eco directo de la propia expresión de san Benito].
Es el consejo que daba el Apóstol a los de Filipos: «No atienda cada uno a su propio interés, sino al
de los otros» (Flp 2,4). Pensar primeramente en el prójimo, en sus intereses, en su utilidad, en sus
goces, más que en nosotros mismos, es una señal inequívoca de caridad, porque para obrar así, no
una vez, sino diez veces y siempre, en todas las circunstancias y sin distinción de personas, es
menester amar verdaderamente a Dios. Tal amor al prójimo exige un grado de abnegación que no es
posible obtener confiando en nosotros mismos; tiene que venir de Dios. Por esto, la caridad con el
prójimo es puesta por el mismo Jesucristo como la señal por excelencia de la presencia de Dios en
un alma.
San Gregorio se lo escribía a san Agustín de Cantórbery, a quien había mandado a predicar a la
Gran Bretaña. Agustín le daba cuenta de las maravillas que Dios había obrado en la conversión de
aquel pueblo, y el santo Pontífice le contestó: «Piensa que el don de milagros se te ha concedido, no
para tu provecho, sino para el de aquellos cuya salvación se te ha confiado. También los réprobos
hacen milagros, y nosotros no sabemos si somos de los elegidos. Una sola señal dejó el Señor para
reconocer a los suyos: si nos tenemos amor unos a otros» [Epistol. 28, I. XI. P. L., LXXVII, 1140-
1141.].
En efecto, ¿qué es la caridad? Es el amor de Dios, que une en un solo abrazo a Dios y a cuanto a Él
está unido: la humanidad de Cristo y con ella todos los miembros de su cuerpo místico; porque
Jesucristo sufre con los afligidos, enferma con los enfermos y se entristece con las almas
angustiadas por la tristeza. Así lo ha dicho la verdad infalible: «Lo que hiciereis a uno de mis
pequeñuelos, me lo hacéis a mí» (Mt 25, 40). Jesucristo al encarnarse «tomó sobre sí todas nuestras
debilidades» (Is 53, 4). Procurando aliviarlas en nuestros prójimos no hacemos más que aliviar al
mismo Cristo.
[«No podéis prestarme ningún servicio –decía el Señor a santa Catalina de Siena–, pero podéis
ayudar al prójimo; si vosotros procuráis la gloria y la salvación de las almas, esto será prueba de
que estoy en vuestros corazones por la gracia. El alma enamorada de mi verdad no se da treguas,
mas anda siempre solicita de los otros. Es imposible que me deis el amor que yo exijo, pero os he
puesto al lado de vuestro prójimo para que podáis hacer por él la que no podéis hacer por mí:
amarlo desinteresadamente sin esperar de él recompensa alguna. Yo estimo como hecho a mí lo que
hagáis por el prójimo» (Diálogo, c. VII, LXIV, LXXXIX). De parecido modo habla varias veces el
Señor a santa Matilde; Libro de la gracia especial, II parte, c. 49].
La vida de los santos está llena de detalles que comprueban esta doctrina. San Gregorio Magno nos
cuenta del monje Martirio que, yendo de viaje, se encontró con un leproso tan lastimado del dolor y
agotado del cansancio, que ya no podía moverse. Martirio lo envolvió en su capa y, cargándoselo a
la espalda, se lo llevó a su monasterio. Mas he aquí que súbitamente el leproso se transformó en
Jesucristo, quien, antes de apartarse de la vista del monje, le bendijo, diciéndole: «Martirio, porque
no te has avergonzado de mi en la tierra, tampoco yo me avergonzaré de ti en el cielo» [Homil. in
Evangel., l. II, homil. 39, P. L., LXXVI, 1300. En la Vie de S. Wandrille (Dom Besse) se lee un
rasgo parecido].
Otro hecho bien significativo se lee en la vida de santa Gertrudis. Un domingo antes de la
Ascensión, la santa se había levantado con presteza a la primera señal, y se preparaba a rezar
piadosamente Maitines en la enfermería, para poder dedicar después más tiempo a la oración.
Terminaba la quinta lección, cuando una hermana, también enferma, se le acercó. No podía esta
hermana unirse al oficio, ya que nadie lo leía junto a ella. Movida a compasión, santa Gertrudis
interrumpe su rezo, y, volviéndose a Jesucristo, le dice: «Tú, Señor, sabes que he hecho más de lo
que mis fuerzas permiten; no obstante quiero, en virtud de esta caridad que eres tú mismo, volver a
empezar Maitines con mi hermana enferma». Mientras la santa iba salmodiando, Jesucristo,
cumpliendo su palabra de que «cuando hiciereis a uno de mis pequeñuelos, a mí me lo hacéis», se le
apareció dándole tales muestras de ternura, que no hay palabras para expresarlas. Cada frase del
oficio inundaba su alma con una luz suave de la ciencia divina y la colmaba de delicias espirituales
[El Heraldo del divino amor, l. IV, c. 35].
En toda su vida, esta dignísima hija de san Benito mostró una caridad y condescendencia
inagotables. Se cuenta [Ibid., c. 25.] que durante los últimos días de Semana Santa, su alma estaba
tan estrechamente unida a Jesús, cuyos grandes misterios dolorosos se renovaban en aquellos días,
que era casi imposible arrancarla al pensamiento del divino Maestro para que aplicara sus sentidos a
las cosas exteriores. No obstante, si se trataba de un acto de caridad, al punto recobraba toda su
libertad de acción, y se ponía a él con toda atención; prueba evidente, dice el biógrafo de la santa,
de que el huésped a quien servía interiormente en el reposo extático de aquellos días era Aquel de
quien escribió san Juan: «Dios es caridad: si nos amamos mutuamente Dios estará en nosotros y la
caridad será perfecta en nuestras almas» (1 Jn 4,16).
Todos estos ejemplos de caridad demuestran lo importante que es ayudar a los hermanos, en la
medida que lo permitan la obediencia a la Regla y a las órdenes de los superiores. Sirvámonos
mutuamente de buen grado y gozosamente, pues «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7), al
que se siente dichoso al darse a sí mismo. Es ésta una disposición completamente contraria a la
caridad oficial, que de ordinario no es más que un simulacro de amor, y a la cual se refiere el
proverbio inglés, que dice: «Frío como la caridad». Nuestra caridad, por el contrario, debe ser
ardiente, para poder adaptarse generosamente a cualquier necesidad de un hermano, siempre con
una constante amabilidad. Cuando llamen a nuestra puerta debemos decir interiormente lo de santa
Isabel al ser visitada por la santísima Virgen: «¿De dónde a mí tanta dicha, que la madre de mi
Señor se digne visitarme?» (Lc 1,43).
Veamos en nuestro hermano al mismo Cristo en persona, y entonces nos apresuraremos a servirle.
Si así pensáramos, ¿responderíamos al que nos pide un favor: «Con mucho gusto, pero luego que
termine este quehacer»? Muy al contrario: responderíamos aplicando a esta obediencia fraternal lo
que nuestro santo Legislador dice de la obediencia al abad, «dejaríamos en seguida todo lo que
hacemos, abandonaríamos la voluntad propia o cualquier trabajo que tuviéramos entre manos» (RB
5) para servir a Jesucristo con toda alegría. Si obramos con estas miras de fe, nuestro amor estará
siempre lleno de celo y desinteresado y no lamentaremos nunca el tiempo que dediquemos a ayudar
a los demás.
Jesucristo no dejará, por otra parte, sin recompensa esta generosidad. ¿No dijo Él mismo que es
origen de toda gracia y verdad: «Dad y se os dará»? (Lc 6,38). El que da al prójimo recibe a su vez
de Dios. Hay almas que no progresan en el amor de Dios porque Dios se muestra avaro con ellas; y
eso porque obran egoístamente, no queriendo darse a Jesucristo en sus miembros. No es siempre la
falta de mortificación aflictiva lo que retarda el progreso interior de tantas almas; la verdadera causa
es frecuentemente el egoísmo con que tratan a sus hermanos, el hacerse indiferentes ante sus
necesidades y la aspereza que les muestran: «Seréis medidos con la misma medida que emplearéis
para los otros» (Lc 6,38).
Este es el secreto de la esterilidad espiritual de muchos: Dios deja aislados a aquellos que se rodean
de preocupaciones para salvar su tranquilidad egoísta; los tales cerrándose al prójimo se cierran a
Dios.
Y como Dios es el origen de la gracia, y sin Él nada podemos hacer que valga para la eterna
felicidad, ¿qué puede esperar un alma que voluntariamente se cierra a sí misma las vías de la
gracia? Dios se compadece de nuestras miserias, a condición de que hagamos nosotros lo mismo
con las necesidades y flaquezas de nuestros hermanos.
Demos, pues, como Jesucristo ha dado; tal es su mandamiento: «Como yo os he amado» (Jn 13,24).
El divino Salvador nada necesitaba de nosotros, y no obstante ofreció totalmente el corazón, la
sangre, la vida; y todo se os ofrece en la Eucaristía. Todos los días se da a cuantos llegan a recibirle,
cualquiera que sea el estado de su alma: «Lo reciben los malos igual que los buenos» [Secuencia
Lauda Sion]. Demos, pues, sin reserva. Oigamos a Jesús que nos dice: «Yo, que soy vuestro Dios,
he amado a este prójimo, me he entregado por él y le invito a la misma eterna bienaventuranza que
a vosotros: ¿por qué no le amáis, si no en la medida con que Yo lo hago, al menos con el mayor
ardor posible, por Mí y en Mí?» Éste es nuestro ideal: si lo imitamos lo más perfectamente posible,
como enseña san Benito, cumpliremos ciertamente el débito de la caridad fraterna: «Conságrense
con amor a la caridad de la fraternidad» (RB 72).

5. Diversas faltas contrarias a la caridad


Las faltas de caridad son de dos clases.
Las hay de debilidad, completamente involuntarias: malhumor o impaciencia, palabras
desagradables, discusiones demasiado vivas. El santo Patriarca las llama «espinas de escándalos».
Estos ligeros rozamientos «son frecuentes» (RB 13), añade él, especialmente en comunidades algo
numerosas. Tales faltas no son graves, porque generalmente son impremeditadas.
En tales ocasiones, cuando nos toque soportar estas actitudes molestas, no seamos susceptibles
juzgando que se comete con nosotros un delito de lesa majestad. Si damos importancia a estos
pequeños agravios, si pensamos continuamente en ellos, viviremos en continua turbación; mucho es
ya tenerlos en consideración un solo instante. El santo Legislador quiere, como san Pablo, que nos
perdonemos fácilmente estas pequeñas ofensas [«Perdonándoos mutuamente, siempre que uno diere
a otro motivo de queja. Como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros» (Col 3,13; Cfr.
Ef 4,32)].
Quiere que el abad, como padre de la familia monástica, cante en el coro dos veces al día,
íntegramente, en medio del oficio divino, el Pater noster, para que, «al pedir perdón a Dios de
nuestras culpas, nos sintamos completamente dispuestos a perdonar a nuestros hermanos» (RB 13).
Nuestro bienaventurado Padre quiere además «que nos reconciliemos, si hubiere alguna discordia,
antes del anochecer» (RB 4).
Las otras faltas contra la virtud de la caridad, que pueden, con el tiempo, llegar a convertirse en
graves por tratarse de faltas deliberadas, son las frialdades consentidas, los resentimientos
conservados en el corazón, una prolongada indiferencia, y otros aspectos del mal, que san Benito
enumera, para combatirlos, entre los instrumentos de las buenas obras: «No dejarse llevar de la ira;
no guardar rencor; no tener dolo en el corazón; no dar paz fingida» (RB 4). No es necesario insistir
para mostrar el peligro de culpas tan contrarias al espíritu de Jesús. Recordemos solamente que
paralizan al alma e impiden el progreso espiritual. ¿Y de dónde proviene la magnitud del daño que
con ellas se infiere a sí mismo? De que el objeto de nuestra frialdad de nuestro resentimiento, es el
mismo Jesucristo. Si alguno me hiere en un ojo o en una mano, a mí mismo me hiere; al golpear
uno de mis miembros, golpeáis a mi persona. Pues bien: san Pablo dice: «Vosotros sois el cuerpo de
Cristo, y miembros unos do otros» (1 Cor 12,7).
Así habla la fe. ¿Vivimos nosotros de ella? ¿Tenemos siempre presente que cuanto pensamos,
decimos o hacemos contra el prójimo, lo pensamos, decimos o hacemos contra el mismo Jesucristo?
Si es débil nuestra fe, no vivimos de estas verdades; y entonces fácilmente ofendemos al prójimo y
en éste al mismo Jesucristo.
Cuando un alma falta de este modo a la caridad, al recibir en la comunión a Jesús, no puede decirle:
«Jesús mío, os amo con todo el corazón»; sería mentira; porque no abraza en el mismo afecto a
Jesucristo y a sus miembros; no acepta completamente el misterio de la Encarnación; se queda en la
humanidad individual de Cristo y rechaza la prolongación espiritual de la Encarnación, que es el
cuerpo místico de Jesús. Así, pues, cuando comulgamos, debemos estar prontos a enlazar en el
mismo abrazo de caridad a Cristo y cuanto a Él está unido; porque Él se da a nuestras almas en la
misma proporción en que nosotros lo hacemos con nuestros hermanos. La Eucaristía es un
sacramento de unión con Cristo y de unión entre las almas.
[«El símbolo de aquel cuerpo, en el cual Él (Cristo) es la cabeza y al que quiso que nosotros
estuviésemos tan unidos por lazos estrechísimos de fe, esperanza y caridad, que todos formásemos
con Él una sola cosa y no existieran cismas entre nosotros». Conc. Trid., ser. XIII, c. 2.].
Por esto es tan agradable al Señor el alma que se acerca a Él en la comunión, dispuesta a amar
generosamente a sus prójimos; la colma de magníficos dones, y le perdona las faltas y negligencias
que comete contra las otras virtudes, por el ferviente amor que siente por los miembros de Cristo.
Se lo mostró el Señor a santa Gertrudis después de un acto de caridad al prójimo, análogo al que
hemos contado más arriba. Durante la misa que seguía a los Maitines, vio la santa su propia alma
adornada con piedras preciosas de admirable resplandor: era el premio de su caridad con una monja
enferma.
No obstante, este adorno despertó en ella el sentimiento de su indignidad; se acordaba de algunas
ligeras culpas que no había aún podido confesar porque el confesor vivía distante del monasterio; y
como se afligiera por esto, antes de la comunión, le dijo Jesús: «¿Por qué te dueles de esas
negligencias, cuando estás tan adornada del ornato de la caridad, que tapa la multitud de los
pecados?» Ella respondió: «¿Cómo puedo consolarme de que la caridad cubra mis faltas, cuando
me veo todavía manchada?» «La caridad –añadió el Salvador– no cubre sólo los pecados, sino
también, como un sol ardiente, consume y destruye las faltas veniales; y más todavía, colma de
méritos al alma» (o. c., l. III, c. 61).
[Nuestro Señor decía también a santa Matilde, compañera de santa Gertrudis: «Si alguno desea
hacerme una ofrenda agradable, haga por no abandonar nunca al prójimo en sus necesidades y
contratiempos, y por atenuar y excusar los defectos y faltas de los hermanos cuanto le sea posible.
Yo prometo atender las peticiones del que obre así, y excusarle delante del Padre de sus faltas y
negligencias. Me es tan grata esta oblación que me fuerza a pagar Yo mismo sus deudas contraídas
con el prójimo». El libro de la gracia especial, IV parte, c. 7].
El Jueves Santo, después que el abad ha dado la comunión a los miembros de la familia monástica,
los ángeles los contemplan a todos como formando en Jesucristo un solo cuerpo, porque como está
cada uno unido a Jesucristo, el cual es único, formamos todos una sola cosa con Él. Realizamos así
el deseo más íntimo del Verbo encarnado.
En efecto, en la hora suprema en que Jesús conversaba por última vez con sus Apóstoles, antes de
empezar su dolorosa pasión y de inmolarse por la salvación del mundo, ¿cuál es el tema exclusivo
de su discurso y el objeto principal de su oración? La caridad espiritual. «Un nuevo precepto os
doy, como contraseña infalible de que sois mis discípulos»… «Padre, que estén unidos como tú y
yo lo estamos… que estén siempre en la unidad» (Jn 13,34-35; 17,22.23). Éste es el testamento del
corazón de Cristo.
También nuestro bienaventurado Padre, al terminar la Regla, nos deja como testamento magníficas
enseñanzas sobre el celo. Después de reglamentar detalladamente nuestra vida, resume toda su
doctrina en este breve capítulo. Y ¿qué nos dice? ¿Nos recomendará acaso la oración, la
contemplación, la mortificación? Sabemos que de ninguna de estas cosas se ha olvidado el santo
Patriarca; pero antes de terminar su larga vida llena de experiencia, en el momento de finalizar el
código monástico que contiene el secreto de la perfección, nos habla especialísimamente del amor
mutuo. Animado del mismo ardiente deseo de Jesús en su último día, quiere vernos «sobresalir en el
amor fraternal» Ferventissimo amore exerceant, (RB, 72). Digno coronamiento de una Regla, que
es un exacto reflejo del Evangelio.

6. El celo debe extenderse a toda la comunidad colectivamente


Nuestro celo no debe limitarse a ejercerse con cada uno de los hermanos personalmente, porque
vivimos en una sociedad cenobítica y por tanto es necesario que se extienda a toda la comunidad
corporativamente tomada. Debemos amar a esta comunidad, a la cual estamos ligados por el voto de
estabilidad. Pero amar es querer el bien [Santo Tomás, Sum. Theol., I, q. 20, a. 2]. Debemos, pues,
desear y, en lo que de nosotros depende, promover el bien espiritual y también el material del
monasterio, según los designios de la Providencia.
Podemos tener deberes especiales, por algún cargo confiado. Si la obediencia nos ha impuesto una
función que cumplir en el monasterio, somos responsables ante Dios y el abad de la manera que la
cumplimos. El verdadero celo en este punto consistirá en seguir puntualmente las instrucciones
emanadas del jefe del monasterio, y con toda la perfección posible. Para ejercer este celo no hay
límites, y puede exigir innumerables actos de abnegación, paciencia y sacrificio. Al cumplir
exactamente dicha función debemos consagrarnos por entero, aunque absorba nuestra actividad y
sea causa de muchas fatigas.
No nos ilusionemos con el falso misticismo de dedicar a la oración el tiempo que reclaman las
ocupaciones del cargo. «Créanme –escribe santa Teresa– que no es largo tiempo el que aprovecha el
alma en la oración; que cuando le emplea también en obras, gran ayuda es, para que en muy poco
espacio tenga mejor disposición para encender el amor, que en muchas horas de consideración.
Todo ha de venir de su mano» [Fundaciones, c. V, fin]. No pensemos que sólo por la oración nos
acercamos a Dios; vamos en su busca y lo encontramos cuando cumplimos bien las obras que nos
impone la obediencia en favor de nuestros hermanos.
Pero, aun cuando de oficio no tuviéramos nada que hacer, no nos faltarían infinitos modos de
ejercitar el celo con la comunidad. ¿Cómo manifestar este celo?
Ante todo debemos amar a nuestro monasterio con un amor ardiente y constante, tanto que no nos
permitamos nunca proyectar sobre él, especialmente fuera de casa, la más pequeña sombra,
descubriendo ciertas imperfecciones que son patrimonio obligado de la miseria humana. Estas
indiscreciones y maledicencias suenan mal, por otra parte, en los oídos de los interlocutores, ni más
ni menos que nos repugna a nosotros escuchar a alguien diciendo mal de la propia familia.
Debemos, sobre todo, en el interior, cooperar con todas las fuerzas, cada uno por su parte, en hacer
a la comunidad lo menos indigna posible de las complacencias divinas y cada vez más apta para
servir a los intereses de Jesucristo y de su Iglesia; debemos evitar cuanto pueda ni remotamente,
disminuir su fervor, amenguar su vigor espiritual y disminuir su irradiación sobrenatural; en una
palabra, debemos guardar escrupulosamente cuanto se contiene en el código monástico. La
experiencia enseña que las más pequeñas infidelidades en esta materia pueden conducir a grandes
desastres.
Nada más lamentable que la decadencia de las grandes abadías, fundadas por santos, morada de
almas muy gratas a Dios, que embalsamaron durante siglos los claustros con el aroma de las
virtudes. ¿Cómo se arruinaron? ¡Instituciones tan vigorosas vinieron abajo de repente! Ciertamente,
muchas veces circunstancias externas fueron causa de la ruina: guerras asoladoras, pestilencias que
diezmaron las comunidades, revoluciones que destruyeron hasta sus muros, precipitaron estas
caídas; empero, más de una vez la decadencia procedía del interior, venía preparándose de atrás. La
ruina principia con ligeras faltas de disciplina; éstas después se hacen habituales, arraigan y se
propagan; pronto se rompen los vínculos de la observancia, entra la relajación, y con ella el
principio de la destrucción.
Conviene ser severos en este punto; no nos permitamos jamás infringir la menor observancia, por
insignificante que parezca. Guardemos cuidadosamente y por amor, las tradiciones, las costumbres
que dan al monasterio fisonomía propia. Es la mejor forma de celo que podemos ejercer dentro del
monasterio, y es también principio de nuestra perfección.
Efectivamente, cuanto más atendamos a practicar la Regla y las observancias, más nos
impregnaremos del espíritu del santo Patriarca, y realizaremos los designios de Dios sobre nosotros.
Existe, en efecto, una relación muy real entre nuestra vocación especial a la orden de que formamos
parte y nuestra santificación. El divino llamamiento manifiesta exteriormente los designios de Dios,
y Él distribuye a cada uno sus dones en la medida en que el alma corresponde a la particular
vocación a que fue llamada.
Pidamos frecuentemente al santo Patriarca que nos haga vivir su espíritu. Dios le colmó de dones
singulares; pero los recibió como jefe y legislador, para derramarlos sobre aquellos que viven bajo
su Regla y se esfuerzan en imbuirse del espíritu de la misma. En el Antiguo Testamento, las
bendiciones de los Patriarcas eran, para sus descendientes, prenda de la protección del Señor. Así,
las de los fundadores de las órdenes religiosas para todos los que siguen sus huellas deben ser
fuente de celestiales favores. El Patriarca de los monjes extiende su amplia cogulla para proteger y
guardar a cuantos se cobijan bajo ella, esperando que también un día correrán, en pos de él, aquella
magnífica y luminosa vía que su muerte franqueó al subir al cielo [San Gregorio, Diálogo, l. II, c.
37].

7. Diversos actos de celo para con las almas que viven en el mundo
Por naturaleza el celo es ardiente y tiende a difundirse. Del claustro se propaga al exterior, en
múltiples manifestaciones, que no podemos pasar en silencio, pues pertenecen a nuestra historia y
son parte intangible e inalienable de nuestras más puras tradiciones.
Vimos que el tiempo sobrante del oficio divino san Benito lo consagra al trabajo manual y a la
lectio divina.
Entre los trabajos manuales figuraba, como la misma Regla lo da a entender (RB 33), la
transcripción de manuscritos: copiar un manuscrito era tan meritorio como sembrar un campo o
ejercer un oficio.
[Los monjes se dedicaron a este trabajo con una admirable alteza de miras, transcribiendo con el
mismo fervor, animados de la obediencia, tanto las sagradas Escrituras y las obras de los santos
Padres como los clásicos de la Antigüedad profana. En sus bibliotecas se encuentran juntas las
obras de Cicerón y Tito Livio con las Epístolas de San Pablo, los Tratados de Agustín y las
Homilías de san Gregorio. Muy a propósito puede leerse el discurso de E. Babelon, miembro
distinguido del Instituto, pronunciado en septiembre de 1910, con motivo del milenario de Cluny:
«Hay una clase de actividad a la cual se dedicaron los monjes, que ella sola basta para asegurarles el
reconocimiento de todos, mientras el mundo perdure. Ellos nos transmitieron, a través de los siglos,
el inestimable tesoro de la literatura antigua. Los monjes de la Edad Media son el anillo de enlace
entre la Antigüedad y el espíritu moderno. Gracias a ellos, en la normal evolución de la inteligencia
humana, no hubo ruptura completa, una solución que llevaría la civilización al abismo, retrasándola
por varios siglos... Sin el tesoro literario de griegos y romanos faltaría a la cultura moderna su
principal fundamento; ¿y quién podría calcular las consecuencias de semejante catástrofe?»]
Poco a poco, por evolución natural, que tiene su origen en la misma Regla y que se acentúa al ser
promovidos al sacerdocio los monjes, el trabajo intelectual sustituye al manual, dando lugar a
intensa actividad de vida intelectual y de civilización cristiana. Numerosos monjes cultivaron la
ciencia para defender la verdad contra sus adversarios, o para esclarecerla y guiar las almas por los
caminos de perfección.
Citemos a san Gregorio Magno, san Beda el Venerable Alcuino, Rabano Mauro, Anselmo,
Bernardo, Ludovico Blosio, Mabillon y Marténe; y entre nuestros contemporáneos, a Dom
Guéranger, Dom M. Wolter, Mons. Ullathorne y Mons. Hedley. Como sapientísimos doctores,
como teólogos o eruditos, como ascetas de vasta y sana doctrina prestaron servicios incalculables a
la Iglesia. El estudio científico de la sagrada Escritura, de los Padres de la Iglesia, de la liturgia, de
la historia eclesiástica y monástica: todas estas manifestaciones de celo y actividad están
justificadas por la más antigua y constante tradición, intérprete de la santa Regla [Cfr., Dom
Mabillon, Tratado acerca de los estudios monásticos, y el precioso libro de Dom Besse, Le moine
bénédictin]; en el claustro hallaron y hallan todavía fervientes cultivadores, que siempre pusieron
sus talentos al servicio de la Iglesia y de las almas.
También la educación de la juventud tiene un lugar sobresaliente en la serie de obras del celo
monástico. Uno de los monjes más grandes del pasado siglo, Dom Mauro Wolter, la declaraba
como confiada especialmente a los monjes, según se desprende de la misma Regla. Con razón la
llama «una antigua y tradicional misión» [La vie monastique, ses éléments essentiels, c. VI. Cfr.,
Dom Berlière, o. c.]. No se trata de grandes colegios que absorben toda la actividad de la abadía;
sino de escuelas poco numerosas y por ende favorables a una educación esmerada, que permite al
mismo tiempo a los que a ellas se dedican observar la vida regular del cenobio benedictino.
Otra forma de celo apostólico, cuidadosamente guardada por los hijos de san Benito es la
hospitalidad; la Regla le dedica uno de los más hermosos capítulos en el cual el Santo revela toda la
grandeza de su alma, elevándose sobre toda consideración mezquina, para abrazar a todos los
hombres en la caridad de Jesucristo. Uno de los más graves reproches que el Verbo encarnado hacía
a los fariseos, era el de anteponer sus tradiciones humanas a los preceptos más explícitos de la ley
divina, sobre todo de la caridad. Religiosos puede haber que, por mezquina comprensión de la
clausura, pretenden excluir del monasterio a sus hermanos que viven en el mundo.
Pero, ¿no sería el mismo Jesucristo el excluido en la persona de sus prójimos? Él ha dicho: «Lo que
hagáis con el más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hacéis» (Mt 25,40). Principio sobrenatural,
que es el punto de partida del bienaventurado Padre, tan penetrado del espíritu evangélico [Sabido
es cuánto insiste san Pablo sobre el deber de la hospitalidad; véase Rom 12, 13; Tit 1,8; 1 Tim 5,10,
y Heb 13,1-2]. Él desea ciertamente que sus hijos eviten el contacto con el mundo; pero sabe
también que los monjes son cristianos, y el fundamento del verdadero espíritu cristiano es, no
solamente el amor de Dios, sino también el del prójimo. Así, pues, quiere que, lejos de cerrar la
puerta del monasterio a los pobres, a los peregrinos, a los huéspedes, «se reciban cuando se
presentan, como si fuera el mismo Cristo en persona, pues nos dirá un día: Huésped fui y me
recibisteis» (RB 53). Ordena, además, que todos sean tratados con mucho honor y caridad; y llega
su condescendencia hasta permitir que, por el huésped, quebrante el superior el ayuno, si no es de
precepto eclesiástico.
Los verdaderos hijos de san Benito, imitando el ejemplo de su Padre, no temen acoger en el
monasterio a Cristo en la persona de los huéspedes. Santa Teresa se burla graciosamente de aquellos
que, durante la oración, evitan cualquier movimiento por temor de interrumpir su unión con Dios
(Vida, c. XV, I).
[Véase especialmente El castillo interior, 5 Moradas, c. III, 11: «Cuando yo veo almas muy
diligentes a entender la oración que tienen, y muy encapotadas cuando están en ella, que parece que
no se osan bullir, ni menear el pensamiento, porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción
que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y
piensan que allí está todo el negocio. No, hermanas, no; obras quiere el Señor; y si veis una enferma
a quien podáis dar algún alivio, no se os dé nada de perder esta devoción y compadeceros de ella; y
si tienen algún dolor, os duela; y si fuere menester lo ayunéis porque ella lo coma, no tanto por ella,
sino porque el Señor lo quiere. Esta es la verdadera unión con su voluntad»].
Proporcionalmente se puede decir lo mismo del que, so pretexto de interior recogimiento, pretende
excluir del claustro a los huéspedes; sin saber lo que es la caridad y demostrando un pietismo frágil
y sin base. La experiencia ha comprobado que cuando la hospitalidad monástica se ejerce con
espíritu de caridad verdadera, con las debidas precauciones prescritas por san Benito, los monjes,
lejos de sufrir detrimento con estas visitas de Cristo, han recibido, por el contrario, por causa de
ellas, abundantes bendiciones, ya que han reconocido al Huésped divino al partir el pan (Lc 25,35).
Este amor al prójimo, fruto del verdadero amor de Dios, llevó a los monjes, de una manera
ineludible, a ocuparse directamente en la cura de almas; es éste uno de los más fecundos aspectos
del celo monástico.
El lugar habitual y normal del monje es su monasterio: aquí fue donde «se escondió con Cristo»
(cfr., Col 3,35) el día de su profesión monástica, su segundo bautismo; y es aquí donde realiza
diligentemente la obra de su santificación. «El monasterio es el taller donde debe trabajar» (RB 4),
y por esto san Benito quiere que en la clausura del monasterio encuentre el monje lo necesario para
la vida y para el trabajo [Ibid., cap. 56. Cfr., lo dicho en la conferencia: La familia cenobítica].
No obstante, si observamos los ejemplos mismos de nuestro bienaventurado Padre y las mejores
tradiciones de la Orden, veremos que esta vida claustral o reclusa, no debe entenderse en sentido
demasiado absoluto y exclusivo. San Benito era un perfecto imitador de Jesucristo, quien, ante todo,
era adorador del Padre; razón por la que nuestro Padre quiere no antepongamos ninguna obra al
opus Dei. Pero no olvida que Jesucristo es el Salvador de los hombres, que les predicó durante tres
años y que derramó por ellos hasta la última gota de su sangre; y he ahí por qué también san Benito,
tan impregnado del verdadero espíritu cristiano, quiso que nos dedicásemos a la salud del prójimo.
Nos dice en la Regla que el abad debe «enseñar a los monjes, más con ejemplos que con palabras, y
que su conducta esté en consonancia con lo que enseña» (RB 2). Y san Gregorio asegura que la vida
del santo Patriarca fue un comentario auténtico de su Regla [Diálogo, l. II, c. 36: «El santo varón no
podía menos que acomodar a sus enseñanzas su vida»].
Ahora bien: ¿qué echamos de ver en él, respecto de lo que vamos tratando? El varón de Dios, dice
san Gregorio, «instruía en la fe a muchos de la vecindad con continuas predicaciones» [Ibid., c. 8.].
Y en otro lugar nos cuenta el gran Papa que «en las cercanías del monasterio había un poblado
cuyos habitantes fueron en su mayor parte convertidos por san Benito a la fe» [Diálogo, c. 19]. El
santo evangelizaba, por tanto, a las poblaciones vecinas; y leemos también que «muchas veces»,
mandaba a los monjes a instruir a unas religiosas que moraban a cierta distancia del monasterio.
Lo que san Benito enseñó a sus monjes con su ejemplo y con su palabra, las más bellas tradiciones
monásticas lo consagraron con uso constante a través de los siglos [Cfr., L’apostolat monastique, de
Dom Berlière. o. c.]. Sin mermar la integridad de la vida común, ni faltar a las exigencias
sustanciales de la estabilidad, la orden benedictina ejerció aquel apostolado fecundo que tantas
naciones convirtió al Evangelio y tan copiosamente dilató el reino de Cristo.
Nadie negará la filiación benedictina de aquellos grandes monjes, celosos del bien de las almas, que
se llamaron san Gregorio, san Agustín de Cantórbery y sus compañeros, san Bonifacio, san
Anscario, san Wilibrordo, san Adalberto y, en tiempos más recientes, monseñor Marty, Mons.
Polding, Mons, Ullathorme, Mons. Salvadó [Mons. Polding y Mons. Ullathorne, monjes ingleses,
fundaron en el siglo XIX la iglesia católica de Australia; Mons. Salvadó, benedictino de San Martín
de Compostela, la de Nueva Nursi, y Mons. Marthy fue el apóstol de los indios norteamericanos] y
tantos otros «hombres ilustres en obras y palabras, según expresión de dom Guéranger, santos
preclaros de la orden monástica, grandes religiosos, cuya vida estuvo imbuida del espíritu de
nuestro gran Patriarca, transcrita en su santa Regla» [Notions sur la vie réligieuse et manastique
(Solesmes, 1888)]. El celo de que estuvo animada toda la vida de estos grandes monjes da nuevo
lustre a la santidad monástica; ellos fueron, además, las glorias más puras de un pasado
extraordinariamente fecundo para la Iglesia.
Una de las características más notables de la vida de estos grandes monjes fue su adhesión sin
límites a la Iglesia apostólica y romana [De estos grandes monjes podría decirse lo que G. Kurth
escribía de san Bonifacio: «En ninguna parte de su correspondencia como en sus cartas a los
soberanos Pontífices se nos revela su grandeza de carácter. De sobra es conocida la devoción, la fe
y la ternura de corazón con que se dirigía a la Sede de san Pedro. Nada estimaba tanto aquí en la
tierra como la Cátedra Romana, y toda la gloria que ambicionaba consistía en ser ministro fiel del
Vicario de Jesucristo»].
Esta adhesión a la cátedra de san Pedro «fue siempre para nuestros Padres prenda de vitalidad y de
gloria. Dondequiera que estuviese el monje benedictino, se le consideraba siempre como el
representante de la influencia romana. La presencia de Agustín en Inglaterra, de Wilibrordo en
Frisia, de Bonifacio en Alemania y de Adalberto en los países eslavos, obedece siempre a un
mandato de Roma: es Roma la que los envía, bendice sus iniciativas, fomenta sus esfuerzos y
consagra sus éxitos.
Después de haber cooperado a la gran obra litúrgica de Roma y de haber llevado, con la fe romana,
la civilización hasta los extremos de Europa, la orden monástica (cuyo poder estaba entonces
concentrado en la congregación de Cluny) fue llamada a una misión aún más grande. Identificada
enteramente con los destinos de Roma, dará a la Iglesia, inspirará y sostendrá por todos los medios
a los grandes Papas de los siglos XI y XII, heroicos defensores de su santidad e independencia [Cfr.,
Mons. Baudrillart, Cluny et la Papouté, discurso pronunciado en las fiestas del milenario de Cluny,
1910].
«Desde aquella época, y por diversas causas, su acción decae sobremanera. Con todo, es un hecho
constante y significativo que los Papas no han cesado de protegerla, realzarla y unirla a sí, como
miembros principales a su cabeza, según la expresión de nuestro san Gregorio VII [Epist. 69, P. L.,
CXVIII, 420.]. Nosotros mismos conocemos de sobra las simpatías de los últimos Papas por nuestra
Orden. El colegio internacional de san Anselmo, en Roma, se debe a la munificencia
verdaderamente regia de León XIII, de gloriosa memoria.
Sin hablar de otros hechos, recordemos que la Iglesia romana ha pedido a los monjes de la
congregación francesa que pongan a su disposición los admirables trabajos realizados en la
restauración de la música sagrada, para provecho de toda la asamblea cristiana; así como también ha
encomendado a los hijos de san Benito la revisión crítica de la Vulgata. Son éstas señales todas de
una confianza singular. «Sepamos corresponder siempre fielmente; recordemos en todo tiempo que
el monje, para ser fiel a su misión, debe juzgarse y mostrarse hombre de san Pedro, servidor e hijo
sumiso de la santa y apostólica Iglesia de Roma».
¿De dónde sacaban este celo? ¿Dónde encontraron estos santos monjes la virtud de transformarse,
cuando la obediencia o los acontecimientos los reclamaban, en grandes apóstoles y admirables
hombres de acción? ¿Dónde bebieron aquel ardor irresistible, aquella fortaleza generosa e
indomable para aceptar las fatigas, afrontar la lucha y sufrir todas las penalidades por extender el
reino de Jesucristo? El amor de Dios y de Cristo fue el hogar que alimentó la vivísima llama de su
celo.
San Bernardo, gran monje y apóstol admirable, escribe: «Es propio de la verdadera y pura
contemplación que el alma abrasada en el fuego divino se inflame en un celo tan ardiente y en un
deseo tan vehemente de dar a Dios corazones que le amen, que abandone voluntariamente el reposo
de la contemplación por los trabajos de la predicación. Después, ya satisfecho su ardor, torna la
contemplación con tanta mayor presteza cuanto con mayor fruto recuerda haberla interrumpido. Y
de nuevo, después de gustar las dulzuras de la contemplación, vuelve con renovado vigor a la
conquista de otras almas para Dios» (In Cantica, Sermo LVII, q. P. L. CLXXXIII, col. 1.054).
[Dice también: «Que la caridad comunique ardor a tu celo» (In Cantica, Sermo XX, 4. Ibid., col.
868). «Limitarse a brillar es vano: a arder, es poco; la perfección consiste en arder y brillar
juntamente» (Sermón para la Natividad de san Juan Bautista, 3. Ibid., col. 399)].
Así pensaba también san Gregorio: «Si es muy bueno disponer la vida de modo que pase de la
acción a la contemplación, no lo es menos hacer que el alma retorne de la vida contemplativa a la
activa; el celo de que se empapó en la contemplación impele a cumplir mejor las obras de la vida
activa» [In Ezech., l. II, homil. 2, núm. 11, Cfr., también ibid., l. I. homil. 5, núm. 12.].
Santa Teresa habla de la misma manera: «¡Oh caridad de los que verdaderamente aman a este
Señor, y conocen su condición! ¡Qué poco descanso podrán tener si ven que son un poquito de parte
para que un alma sola se aproveche y ame más a Dios, o para darle algún consuelo, o para quitarle
de algún peligro! ¡Qué mal descansará con este descanso particular suyo! Y cuando no puede con
obras, con oración, importunando al Señor por las muchas almas que da lástima de ver que se
pierden. Pierde ella su regalo, y lo tiene por bien perdido; porque no se acuerda de su contento, sino
de cómo hacer más la voluntad del Señor» (Fundaciones, V, 5).
[Bien merece los honores de la lectura todo este singularísimo capítulo. Indaga en él la Santa «de
qué procede el disgusto, que por la mayor parte da cuando no se ha estado mucha parte del día muy
apartados y embebidos en Dios, aunque andemos empleados en esotras cosas (de obediencia)». Tal
disgusto, opina la Santa, proviene de dos razones: «la una y muy principal, por un amor propio, que
aquí se mezcla, muy delicado, y así no se deja entender, que es querernos más contentar a nosotros
que a Dios». «La segunda causa, que me parece causa este sinsabor, es que como en la soledad hay
menos ocasiones de ofender al Señor… parece ande el alma más limpia». A continuación demuestra
la Santa cómo de suyo no es suficiente esta causa, y lo fácil que es ilusionarse en esta materia.
También santa Catalina de Siena descubría al Padre eterno cómo «se engaña a sí misma el alma, por
el amor propio, aunque espiritual, que se profesa personalmente» (Diálogo, El don de la
conformidad con Cristo, c. XXXIX)].
Para nosotros, que debemos hacerlo todo por obediencia, el ejercicio exterior del celo está limitado
por la clase de actividad señalada al monasterio, por las tradiciones, por circunstancias especiales y,
sobre todo, por las órdenes del abad; empero cada uno en el oficio que le señalaron debe trabajar en
conocer y amar a Dios, en ser apóstol de Jesús. Por más que debemos procurar y amar la soledad, el
recogimiento, la vida oculta, conviene también, cuando la obediencia nos impone oficios y cargos,
dentro y fuera del monasterio, que los desempeñemos bien; pues no es separarse de Cristo el darse
por obediencia a sus miembros, antes al contrario: cuanto hagamos por amar a nuestros hermanos –
a sus hermanos–, a Cristo mismo lo hacemos. Esto es lo que ha dicho el que es Verdad infalible y
único origen de nuestra perfección.

8. Este santo celo tiene su principio en el amor a Jesucristo: «que en modo alguno antepongan
nada a Cristo»
Es el mismo san Benito quien nos inculca esta doctrina fundamental, de que el verdadero celo nace
del amor de Dios y de Cristo. Cuando indica las formas o aspectos que presenta el ejercicio del celo
con los hermanos, el gran Patriarca junta en la misma página de la santa Regla tres preceptos que se
refieren a la práctica del mismo. De nuevo repite, como si quisiera resumir su idea primordial, antes
de despedirse, «que temamos a Dios, amemos al abad con amor sincero y humilde, y no
antepongamos nada al amor de Jesucristo». La pasión por los derechos de Dios, supremo Señor, la
obediencia a quien le representa, y el amor a Cristo, son las fuentes más límpidas y puras que
alimentan el celo.
Es innecesario insistir sobre los dos primeros puntos, pues ya hemos demostrado su importancia en
la vida del monje. Insistiremos sólo, como lo hace nuestro bienaventurado Padre, sobre la última
frase del capítulo «del buen celo», con la que cierra la santa Regla: «Los monjes no prefieren nada a
Cristo» (RB 72). Consideremos por algunos momentos el amor absoluto que debemos tener a
Jesucristo.
Nuestro corazón, todos lo sabemos, ha sido criado para amar; es una necesidad natural, y, por tanto,
o amaremos al Criador o a la criatura. ¿No dijo el Señor que no podemos servir a dos amos?
Además, este amor será tanto más ardiente cuanto más profunda sea nuestra capacidad de amar.
Ahora bien: dice nuestro Padre que es necesario que tenga Cristo la preferencia absoluta en nuestro
corazón: «Que nada prefieran a Cristo». Subrayemos el significado absoluto de estos términos
omnino nihil. ¿Por qué tanta fuerza de expresión? Porque nuestras almas están consagradas a
Cristo; el día de nuestra profesión perdimos el derecho de consagrarlas a las criaturas. Dios permite
a las personas seculares –dejando a salvo el orden esencial de la finalidad– una división en su amor;
no les exige para Él un amor entero, completo, dominador. Pero nosotros juramos amar a Dios
únicamente, buscar a Él sólo y, en cuanto a las criaturas, únicamente en Él. Le dijimos: «Señor, sois
tan grande, poderoso y bueno, que sólo Vos podéis colmar las aspiraciones de mi alma y las
necesidades más íntimas de mi corazón; por eso os quiero a Vos sólo, y vivir de Vos solamente».
Semejante acto de fe es sumamente agradable a Dios, y lo hicimos generosamente el día de la
profesión monástica. Debemos vivir siempre a la altura de esta fe, y como se trata de algo harto
difícil al corazón humano –por cuanto Dios en su naturaleza inmaterial está por encima de nuestras
facultades–, para mantenernos en su amor necesitamos una ayuda objetiva, concreta y tangible.
Dios conoce esta necesidad y la satisface mediante la Encarnación. El Verbo encarnado es Dios
visible y viviente entre nosotros; y amándole a Él, amamos a Dios mismo. He aquí por qué debemos
a Jesucristo un amor absoluto, ardiente e incesante.
¿Cómo manifestaremos este amor? Primeramente procurando conocer al Salvador y familiarizarnos
con su persona, su obra y sus misterios. Todo lo que le pertenece debe interesarnos, y no para
fomentar un conocimiento fríamente intelectual, sino para que sea origen de oración. Cuanto más le
conozcamos en esta forma, tanto más nos aficionaremos a Él.
Al contemplar la persona y misterios de Jesús, debemos, ante todo, estar animados del sentimiento
de admiración. Es, en efecto, un excelente modo de honrar los misterios de Jesús «estar delante de
Dios con grande admiración y silencio, considerando sus bondades y obras maravillosas… En esta
clase de oración, no se trata de tener muchas ideas, ni de grandes esfuerzos; estamos delante de
Dios, nos admiramos de las gracias que ha derramado sobre nosotros; y repetimos, sin proferir
palabra, cientos y cientos de veces, lo del salmista: Quid est homo? (Sal 8,5) ¿Qué es el hombre
para acordarse de él? Y el alma se abisma admirando y reconociendo en silencio, mientras dura esta
dichosa feliz disposición. Esta admiración es amor; porque el primer efecto del amor es admirar lo
que se ama, mirarlo una y otra vez con complacencia, no querer perderlo nunca de vista.
Este modo de honrar a Dios lo tuvieron siempre los santos. Así, vemos a David exclamar: «¡Qué
admirable es tu nombre! ¡Qué grandes e innumerables tus dulzuras!» Éste es también el cantar de
los santos del Apocalipsis: «¿Quién no te temerá, Señor? ¿Quién no ensalzará tu nombre? Pues eres
el solo santo». Después el alma enmudece por no saber cómo expresar la ternura, el respeto, el gozo
que siente por Dios. «Hubo un silencio en el cielo por espacio de media hora»; silencio admirable,
que no puede prolongarse en medio de nuestra vida tumultuosa y agitada» [Bossuet, Elévations sur
les mystéres, XVIII semana, elev. 11ª].
A nuestro Señor le place este modo de honrarle en sus misterios. Él mismo nos dio ejemplo al
«ensalzar con santo entusiasmo» y contemplar las divinas perfecciones de su Padre y sus
maravillosos designios: «Manifestó un extraordinario gozo a impulsos del Espíritu Santo» (Lc
10,21).
En esto nos ayuda muchísimo la liturgia, pues es el mismo Espíritu Santo quien pone en nuestros
labios las fórmulas más apropiadas para engrandecer y ensalzar a Dios. Las expresiones litúrgicas
varían según los misterios, pero hay algunas que debemos recitar cada día y aun repetidas veces con
fervor constantemente renovado, que es especialmente agradable a Dios: «Creo en ti, Jesucristo,
Hijo del Padre, Dios de Dios, luz de luz, consubstancial al Padre y por quien todas las cosas han
sido creadas; que por nosotros bajaste del cielo y te encarnaste… Que subiste a los cielos y estás
sentado a la diestra de tu Padre; y cuyo reino no tendrá fin» [Credo de la Misa]. Santa Teresa
escribe que, al recitar estas últimas palabras del Credo, «casi siempre me es particular regalo»
[Camino de perfección, c. XXII, 1. Obras completas, ed. del P. Silverio, O.C.D.].
Podemos también entresacar del Gloria estas exclamaciones: «Gloria a ti, único Hijo del Padre; te
alabamos, te adoramos, te glorificamos; tú, que borras los pecados del mundo, óyenos; tú que te
sientas a la diestra del Padre, compadécenos, pues eres el solo santo, el solo Señor, el solo altísimo,
Jesucristo con el Espíritu Santo en la gloria de Dios Padre».
Bellas son también las alabanzas del Te Deum. «Eres el Rey de la gloria, Cristo, Hijo eterno del
Padre; para librar al hombre bajaste al seno de una Virgen; vencida la muerte, abriste el reino de los
cielos a los creyentes; estás sentado a la diestra de Dios en la gloria del Padre; creemos que vendrás
a juzgarnos; concédenos a los que redimiste con tu sangre ser partícipes con los santos de tu gloria».
Otras veces nos dirigiremos al Padre. «Padre santo y justo, que dijiste: He glorificado al Hijo y de
nuevo le glorificaré (Jn 12,28), manifestad siempre esta gloria que Jesús posee desde antes de la
creación del mundo» (Jn 17,5). «Porque Él se anonadó hasta la muerte de cruz, ensalzad y
glorificad más y más este nombre que le diste, que es superior a cualquier otro nombre, y haz que
ante Él toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en los infiernos; que toda lengua proclame
que tu hijo Jesús, Señor y Dios nuestro, vive y reina en tu gloria con vuestro común Espíritu» (Flp
2,7-11).
Todas estas alabanzas, cuando antes de pasar por los labios han pasado por el corazón, son otros
tantos actos con los cuales expresamos nuestro amor a Jesús; y si frecuentemente los renovamos,
conservan este amor en el alma.
Esta admiración y este amor los demostraremos prácticamente, gozándonos de estar con frecuencia
en la compañía de Jesús. Cuando el corazón rebosa de amor a una persona, el pensamiento está
siempre ocupado en ella. Ahora bien: nosotros encontraremos a Jesús en todas partes y siempre que
queramos: en el oratorio, en el sagrario, en la celda, en el santuario de nuestra alma. Le
contemplaremos como le vieron sus contemporáneos: como los pastores y los Magos en el Pesebre,
como las gentes que le seguían por los caminos, como Marta y María en Betania, o los discípulos en
el Cenáculo; encontraremos al mismo Cristo que hablaba a la Samaritana junto al pozo de Jacob y
le decía: «¡Si conocieses el don de Dios!» (Jn 4,10); al mismo que curaba a los leprosos, que
calmaba las tempestades; al mismo Jesucristo, Hijo del Padre, nuestro Salvador y Redentor,
sabiduría y santidad nuestra. Lo encontraremos en la plenitud de su omnipotencia suprema, en la
superabundancia infinita de sus méritos y satisfacciones, en la misericordia inefable de su amor.
Y este contacto que la fe establece entre él y nosotros aportará a nuestras almas ayuda, luz, fuerza,
paz y alegría: «Venid a mí y os aliviaré» (Mt 11,28). Como es un amigo fiel, misericordioso y
magnífico, nos acoge para llevarnos a su Padre y hacernos partícipes, entre santos y beatíficos
esplendores, de su gloria eterna de Hijo único, objeto de las infinitas complacencias.
La señal más cierta de nuestro amor será que procuremos cumplir en todas las cosas su voluntad y
la de su Padre: «Aquel –decía El mismo– que cumpla la voluntad de mi Padre es para mí como un
hermano, una hermana, una madre» (Mt 12,50). Y en otro lugar: «Si me amáis, guardaréis mis
mandamientos» (Jn 14,15). El que ama procura en todas las formas ser agradable al amado; y
¿cómo lo seremos a Jesús si no nos esmeramos en cumplir, con ardiente fervor, la voluntad del
Padre, que es también la suya? Se encarnó para revelárnosla y darnos gracia para cumplirla; nada
hay más grato a su Corazón que el poder decirle: «Yo siempre hago lo que os place» (Jn 8,29).
Al recibir, pues, todos los días en la comunión a Jesús, digámosle: «Señor Jesús, Verbo encarnado,
en quien creo con todo el corazón: porque me has amado, a Ti me entrego de todas veras; pero,
¿qué podré darte que te sea grato?» Sin duda alguna que por respuesta el Maestro nos dirá que
alabemos en Él y por Él al Padre, del cual procede todo don; que procuremos hacer la voluntad del
Padre, en unión con Él, Hijo bendito del Padre; que reproduzcamos en nosotros los sentimientos
que tuvo en la tierra de reverencia y amor a su Padre, de caridad a nuestros hermanos, y de aquella
obediencia y humildad de que estaba llena su alma. No hay medio más seguro de agradar a Jesús
que manifestarle el amor absoluto que Él solo merece.
Por este amor fervoroso, ferventissimo amore, seremos almas de celo ardiente, tal como las desea
nuestro santo Patriarca. Consagrándonos con generoso ardor a este ejercicio, estaremos seguros de
realizar el deseo expresado por san Benito al fin del capítulo del buen celo: «Que Cristo, objeto
supremo de nuestro amor, nos conduzca a la vida eterna».

Nota
El fundador de la congregación beuronense, dom Mauro Wolter, monje docto y piadoso, cuyo
espíritu monástico se había formado en las fuentes más puras, resume sus enseñanzas sobre el
apostolado monástico diciendo: «El monje es, por excelencia, hijo de Dios y su vasallo; … así,
pues, cuando un monje o todo el ejército monacal son llamados por el Rey o su Iglesia, se lanzan
con ardor a la empresa; y, por recia que sea la lucha, su invencible empuje decide la victoria…
Dispuestos para todas las obras de celo, despreciando toda mundana consideración, sirven a la
Iglesia con tal magnanimidad, firmeza y valor que, al verlos combatir, se reconoce la fortaleza
misma de Dios y el poder del Espíritu Santo.
Así salió del claustro esa admirable falange de apóstoles, confesores, doctores y mártires, cuyas
obras contribuyeron a conservar y multiplicar la grey cristiana. Animados de este celo,
innumerables legiones de monjes emprendieron este trabajo, sacrificando su propia vida y
coronándola con la efusión de su sangre. Con el Evangelio en una mano y en la otra la Regla,
penetraron en las regiones más apartadas, y, agregando siempre nuevos pueblos a la familia
cristiana, fundaron, extendieron y reafirmaron el reino de Cristo en casi todo el mundo» [La vie
monastique, ses principes essentials, 131 y sigs.].
Dom Mauro Wolter fue discípulo de dom Guéranger, quien le ayudó en la redacción de las
Constituciones de la congregación de Beuron. El ilustre restaurador de la Orden benedictina en
Francia escribía en sus Notions sur la vie religieuse et monastique (Solesmes, 1882), destinadas a la
instrucción de los novicios: «Aunque la vida monástica busca en primer término el separarse del
mundo, no piensen los monjes alcanzar la perfección de su estado si les falta el celo hacia el
prójimo, tanto en las intenciones como en el obrar… La vida monástica tiende a acercar el hombre a
Dios, por medio de la abnegación y del amor, y cuanto más el monje se compenetre del espíritu de
su vocación, tanto más se excita en él este celo por la salvación de las almas, que es el grande y
eterno deseo de Dios, por el cual envió al mundo a su Hijo.»
«Los hermanos deben tener presente que no deben hacerse monjes exclusivamente para conseguir
su propia perfección, sin cuidarse para nada de la perfección de los demás. Nada sería tan contrario
a la caridad, que es el distintivo de los discípulos de Jesucristo, como esta mezquina preocupación
de sí mismo que moviera al monje a cerrar los ojos a las necesidades de los que son sus hermanos…
Pensando, pues, en lo que les espera al consagrarse a Dios por la profesión, prepárense para las
obras de celo que la obediencia podrá encomendarles, sea dentro o fuera del monasterio, ya
trabajando por esclarecer la verdad con escritos destinados al público, ya ejerciendo el ministerio de
la predicación y la administración de los sacramentos… Encomienden insistentemente a Dios las
obras de celo que se practiquen en la Orden, pidiendo al Señor las acepte y bendiga, sea que
respecten al interior, o se refieran al público… sea, por último, que se encaminen directamente al
gran objeto que es la salvación de las almas. Pidan frecuentemente que crezca la Orden a gloria y
servicio de Dios, con personas relevantes en obras y palabras, como tantos ilustres santos monjes
que se hicieron todo para todos y sirvieron útilmente a la Iglesia y a las almas. Estos religiosos
fueron, con sus obras y vida, viva expresión del espíritu de nuestro santo Patriarca, tal como lo
infundió en la santa Regla».

XVIII. «La paz de Cristo triunfe en vuestros corazones» (Col 3,15)


El don de la paz resume en nosotros todas las obras de Cristo: la paz corona la armonía toda de la
existencia monástica
En las precedentes conferencias no nos hemos propuesto otra cosa que presentaros la figura divina
de Jesucristo, para que, contemplando este ideal único, le améis e imitéis. En esto consiste, en
efecto, la esencia toda del monaquismo, como la misma sustancia del cristianismo. La búsqueda
integral de Dios, el abandono de sí mismo, la pobreza, la humildad, la obediencia, la sumisión a la
voluntad divina, el espíritu de religión hacia el Padre, la caridad y celo con el prójimo, todas estas
virtudes que, llevadas a cierto grado de perfección, son las características de la vida religiosa,
encuentran en Jesucristo su primer modelo.
La vida monástica tiende exclusivamente a hacernos perfectos discípulos de Cristo; no seremos
verdaderos monjes si antes no somos verdaderos cristianos. El santo Patriarca escribió su Regla
como un compendio del Evangelio: por esto al principio y al fin de su código monástico no inculca
otra cosa que «seguir a Cristo» (RB, pról.). «Nada antepongan a Cristo, el cual tenga a bien
llevarnos a la vida eterna» (RB 72). Éstas son las palabras que ponen fin al último capítulo.
Ahora bien: si queremos resumir en pocas palabras la obra de Cristo y contemplar
compendiosamente la finalidad de su misterio, tenemos una palabra que recoge todo su profundo
significado: la paz.
El primer mensaje del cielo a la tierra, cuando Cristo aparece en ella, después de miles de años de
expectación y angustia; el mensaje en el cual podían descubrir los hombres el misterio inefable del
Verbo encarnado y como el programa de toda su obra, es aquel que pronunciaron los ángeles
enviados por el mismo Dios a anunciar al mundo la buena nueva: «Gloria a Dios en las alturas y paz
a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14). El Verbo se encarnó para dar gloria al Padre y traer la
paz al mundo. En el afán de dar gloria al Padre se resumen todas las aspiraciones del Corazón de
Jesús con respecto a Aquel que le ha enviado y de quien es el Hijo dilectísimo; y en el don de la paz
interior, todos los bienes que el Salvador trajo en la tierra a las almas que venía a rescatar.
La vida de Jesucristo en la tierra no tiene otra finalidad; y, al obtenerla, Jesús considera su obra
terminada. Oigamos su oración al Padre delante de los Apóstoles, poco antes de consumar su vida
con el sacrificio de la cruz: «Padre, yo he glorificado tu nombre en la tierra; he cumplido, pues, la
obra que me habías encomendado» (Jn 17,4). Y para mostrar también a sus discípulos la segunda
parte de su obra, añade: «La paz os dejo: mi paz, no la que el mundo promete, sino la que solamente
yo puedo dar» (Jn 14,27). Es el don perfecto que lega a los apóstoles y a todas las almas rescatadas
y salvadas.
Este bien de la paz es tan precioso y necesario para conservar todos los otros, que Jesús impone el
deseo de la misma a los suyos como mutuo saludo al encontrarse (Lc 10,5); y san Pablo, el heraldo
por excelencia del misterio de Cristo, comienza todas las cartas, con excepción de la dirigida a los
hebreos, con las palabras: «A vosotros la gracia y la paz de Dios, nuestro Padre, y del Señor
Jesucristo». El Apóstol asocia a la gracia la paz, porque aquélla es la primera condición de ésta:
«Sin la gracia –dice santo Tomás –no puede haber verdadera paz» [II-II, q. 29, a. 3, ad 1].
Esta paz, como todo otro don, viene de Dios, su primer principio (cfr., Sant 1,17): por esto san
Pablo en sus epístolas da tantas veces al Padre el nombre de «Dios de la paz» (Rom 15,33; 16,20; 1
Cor 14, 33, etc.); nos viene asimismo de Cristo, que nos la obtuvo con su inmolación, satisfaciendo
plenamente a la justicia divina: por esto en el sacrificio de la misa, centro de nuestra religión, los
fieles se acercan a la Víctima santa después de haberse dado el beso de la paz, como señal evidente
de su unión con Cristo; también, como enseña el mismo san Pablo (Gál 5,22), la paz viene del
Espíritu Santo y es uno de sus frutos, al igual que el gozo. La paz es un don esencialmente
sobrenatural y cristiano.
No nos maraville, pues, que el santo Legislador nos la presente como un bien que hemos de buscar
ávidamente; que la palabra «Pax» se haya convertido en uno de nuestros lemas más preciados; está
grabada en los frontis de nuestros monasterios, pero debe estarlo principalmente en el fondo de
nuestros corazones y resplandecer en toda nuestra vida. Es la palabra que, aun ante los profanos,
expresa mejor la armonía característica de nuestra existencia. Por ser fruto supremo de las virtudes
practicadas por el que se ha entregado a Dios, la paz es el primer bien que deseamos a los que nos
visitan: porque nuestro bienaventurado Padre, fiel a los preceptos del Evangelio y heredero de las
primitivas tradiciones, desea que el prior y los hermanos den el beso de paz a todos los huéspedes
que se presentan en el monasterio (RB 53).
Pero, ¿cómo podríamos desear esta paz a los otros, si nosotros mismos no la tuviéramos? Debemos,
pues, conocer qué cosa sea la paz, cuáles sus características, y de dónde debe venirnos.
Para ser verdaderos discípulos de Cristo y de san Benito debemos buscar este bien, como si fuera un
tesoro. Ya en el Prólogo, donde el Legislador esboza cuál es la institución que va a crear, recuerda
las palabras del Salmista (Sal 33,15): «Busca la paz y síguela». Cosa digna de notarse: une san
Benito la busca de la paz a la búsqueda de Dios, como dos finalidades que se apoyan mutuamente.
Los verdaderos hijos de Dios son, en efecto, los que aman la paz para sí y para los demás, como lo
atestigua la misma verdad infalible: «Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados
hijos de Dios» (Mt 5,9).
Nuestro bienaventurado Padre, que, en toda su Regla, se propone conducirnos a Dios y hacernos sus
perfectos hijos por la gracia de Jesús, todo lo ha dispuesto en el monasterio de modo «que todos sus
miembros vivan en paz» (RB 24). Con esta conferencia daremos, pues, el último trazo al retrato del
monje, discípulo de Jesucristo. No haré más que resumir cuanto llevo dicho hasta ahora, para
mostraros nuestro ideal monástico en Jesucristo.

1. Qué es la paz: la tranquilidad en el orden


¿Qué es, pues, la paz? No se trata aquí de la paz exterior, que se obtiene con la soledad y el silencio.
Ciertamente ésta es importantísima, porque el silencio y el recogimiento ayudan a concentrarse para
dirigirse a Dios; pero sería inútil intentarlo si anda la imaginación divagando o el corazón inquieto y
turbado. De esta paz interior es precisamente de lo que nos proponemos ocuparnos. ¿En qué
consiste? Sabida es de todos la definición que de ella da san Agustín: «La paz – dice– es la
tranquilidad en el orden» [La ciudad de Dios, l. XIX, c. 13. P. L., XLI, col. 640].
Para comprender la fuerza de esta sentencia, recordemos la creación de Adán, formado por Dios,
perfecto según la naturaleza: «Dios hizo al hombre recto» (Ecl 7,29); añadiéndole, además, la gracia
santificante y la justicia original. Todas sus facultades eran perfectas y armónicamente organizadas.
En su naturaleza virgen había una completa subordinación de las potencias inferiores a la razón, de
ésta a la fe y de todo el ser a Dios: armonía que era como la irradiación divina de la justicia original.
Como el orden era perfecto en esta criatura, había una concordia completa entre todas las
facultades, cada una de las cuales descansaba en su objeto, de lo cual provenía una paz inalterable.
«La paz es resultado –dice santo Tomás– de la unión de los diversos apetitos, que tienden a un solo
objeto» [II-II, q. 29, a. 1].
Pero sobrevino el pecado, y este orden admirable se trastocó; ya no hay unión de los diversos
apetitos, por el contrario, tendencias diversas y contrarias, que se combaten mutuamente: la carne
conspira contra el espíritu, y éste contra la carne: de aquí la turbación [Ibid., a. 1 y 2].
Para recobrar la paz, menester es desde entonces reducir al orden y a la unidad los deseos, de modo
que los sentimientos sean dominados por la razón y ésta se someta a Dios. Mientras no se
restablezca este orden no habrá paz en el corazón. «Nos has creado, Señor, para ti –dice san
Agustín–, y nuestro corazón estará inquieto mientras no repose en ti» [Confes., l. I, c. 1. P. L.,
XXXII, col. 661].
Pero, ¿cómo reposaremos en Dios, si somos sus enemigos por el pecado? A consecuencia del
pecado –el de Adán y los nuestros–, Dios nos rechaza; no podemos acercarnos a Él, porque nos
separa un abismo. Así, pues, ¿habrá sido siempre arrebatada la paz a la pobre humanidad, y serán
vanas las afirmaciones del hombre para conseguir el bien perdido? No; el orden será restablecido, la
paz nos será devuelta; y ya sabéis de qué modo tan admirable. Encontraremos lo uno y lo otro en
Cristo y por Cristo. «Oh Dios –decimos en una oración de la misa–, que has creado al hombre de un
modo admirable, y después del pecado lo has renovado de forma aún más maravillosa». Esta
maravilla consiste en haberse hecho carne el Verbo, tomando sobre sí el pecado para ofrecer al
Padre una digna expiación del mismo, y en habernos devuelto así la amistad de Dios, donándonos,
para conservarla, sus méritos infinitos.
San Pablo escribía a los de Éfeso: «Estabais alejados de Dios; mas ahora os acercasteis a Él por la
sangre de Cristo, que es vuestra paz» (Ef 2,13-14). «Dios nos reconcilió consigo por mediación de
Jesucristo –dice también el Apóstol–, porque en Jesucristo se reconcilió Él con el mundo, dejando
de imputar a los hombres sus pecados» (2 Cor 5,18-19). «Cristo es la hostia santa, sumamente
agradable a Dios, que nos valió el perdón» (Ef 4,32). Como dice muy bien el Salmista: en Él «se
reconciliaron la justicia y la paz» (Sal 84,11).
Jesús es «el príncipe de la paz» (Is 9,6), que vino a combatir al príncipe de las tinieblas y desbaratar
su dominio, para concertar la paz entre Dios y los hombres. Y este rey pacifico es tan magnánimo
en su victoria que nos hace partícipes de sus méritos, para que conservemos siempre la paz
adquirida con su sangre. Anunciando la venida del Mesías, el Salmista da como señal característica
el que la justicia y la paz aparecerán el día de su visita y permanecerán mientras duren los astros:
«Florezca en sus días la justicia, y haya mucha paz mientras dure la luna» (Sal 71,7).
En los días siguientes a su Resurrección, Jesús en todas sus apariciones da la paz a los Apóstoles.
Su pasión todo lo ha expiado y saldado, y por eso de sus labios no sale ahora más que el augurio de
una paz reconquistada por su gracia (Lc 24,37; Jn 20, 19. 26). ¿No es significativo el que exprese un
mismo deseo en los momentos extremos de su vida acá en la tierra, al comenzar su misión salvadora
y al inaugurar, después de cumplida ésta, su vida gloriosa: «La paz sea con vosotros» ?
Ved a san Pablo. Torturado por la lucha interior de la carne contra el espíritu, exclama: «¿Quién me
librará de este cuerpo de muerte?». Y se responde a sí propio: «La gracia de Dios por medio de
Jesucristo». Porque, añade, «Cristo con su muerte nos libró de toda condenación»: su gracia nos
hace vivir, no según los deseos de la carne, sino según los del espíritu; y concluye: «Los deseos y
afectos de la carne producen la muerte, y los del espíritu, la vida y la paz» (Rom 7,24-25; 8,1-6).
Por lo tanto, en la gracia de Jesucristo encontraremos el principio del que se origina la paz; ella nos
hace agradables a Dios y nos da su amistad; nos hace ver en los demás hombres otros tantos
hermanos, calma nuestras perversas inclinaciones y nos hace vivir según la ley divina.
Empero esta gracia no nos viene sino de Jesucristo, pues éste es el orden divino y esencial.
Jesucristo fue constituido Rey sobre Sión. Es Rey por derecho de conquista, porque aceptó la
muerte para retornar las almas al Padre; es «Rey pacífico, que muestra su magnificencia» [Antífona
de las I Vísperas de Navidad] «bajando del cielo a la tierra para traernos el perdón; a Él confirió
todo poder el Padre» (Mt 28,18); «el Padre todo lo ha puesto en sus manos» (Jn 3,35) para que sea
nuestra justicia, nuestra santificación, nuestra redención y, por ello, nuestra paz: «Él es nuestra paz»
(Ef 2,14).
Tal es, pues, el orden admirable establecido por Dios: Cristo, como cabeza de todos los elegidos, es,
para cada uno de ellos, fuente de la gracia, causa de la paz. Fuera de este orden todo es desorden,
inseguridad para las almas. Los que rechazan a Dios, los que son llamados por la Escritura
«impíos», éstos no pueden encontrar la paz: «No hay paz para los impíos» (Is 48,22; 57, 21).
Pueden, indudablemente, satisfacer ciertos deseos; pueden ver saciada hasta cierto punto su sed de
placeres, de honores, de ambición; empero, como dice santo Tomás [II-II, q. 29, a. 2 ad 3], eso no
causa más que una paz falsa y aparente; estos impíos desconocen el verdadero bien del hombre;
ponen la satisfacción de sus deseos en bienes aparentes, relativos y pasajeros; pueden parecer
satisfechos, pero en realidad nunca lo están: su corazón permanece vacío, aun después de agotar
todas las fuentes de gozo natural que proporciona la criatura, porque las aspiraciones profundas del
corazón exceden a todos los bienes sensibles. Es inútil cuanto hagamos: nuestro corazón fue creado
para Dios; es éste uno de los principios del orden: el corazón humano tiene una capacidad infinita y
ninguna criatura puede llenarlo completamente; fuera de Dios encontramos solamente una paz
efímera e ilusoria; inútilmente se afana el corazón corriendo tras las cosas creadas.
«¿Por qué –dice san Agustín– corréis por caminos ásperos y fatigosos? No hay duda que buscáis el
reposo, pero lo buscáis donde no se encuentra; lo buscáis en la mansión de la muerte y no está allí.
¿Cómo hallaréis vida feliz donde no se encuentra la verdadera vida?» Y concluye diciendo: «Aquel
que es la vida, nuestra vida, descendió a nosotros» [Confes., l. IV, c. 12. P. XXXII, 701]. Solamente
en Jesucristo se encuentra el principio de la vida, la fuente de la paz (RB 58).
Para gozar de verdadera paz es, pues, necesario, no sólo «buscar a Dios», sino buscarle como Él
quiere, esto es, en Cristo. Tal es el orden fundamental establecido por el mismo Dios, según el
beneplácito de su voluntad soberana: «Para manifestarnos el arcano de su voluntad, fundada en su
mero beneplácito, por el cual se propuso… restaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,9-10).
Fuera de este orden fijado por la Sabiduría infinita, no podemos encontrar ni santidad ni perfección;
no tenemos paz profunda ni gozo verdadero.

2. Cómo nos conformaremos al orden divino


¿Cómo nos conformaremos con este orden divino?
Primeramente con un acto de fe práctica, que nos entrega totalmente a Jesucristo para seguirle [«La
paz entre el hombre y Dios es la obediencia bien ordenada en la fe bajo la ley eterna» (San Agustín,
De civitate Dei, l. XIX, c. 13. P. L., col. 640)]. Un acto de fe en su divinidad; porque no podemos
entregarnos enteramente a Él sin la profunda convicción de que es Hijo de Dios. Debemos tener fe
absoluta en la omnipotencia de Jesús, en la soberana bondad, en el valor infinito de sus méritos y en
la inexhausta abundancia de sus riquezas. Al enviárnoslo el Padre como embajador de la paz divina,
nos dijo únicamente: «Escuchadle» (Mt 17,5), puesto que es mi Hijo, objeto de mis complacencias.
Con esta condición es como adquiriremos la gracia y la amistad de Dios.
De aquí que nuestro primer acto debe ser de fe: «Sí, Padre celestial: Jesús es tu Hijo amado; lo creo
y le adoro». Entonces el Padre nos mira amorosamente en unión de su Hijo; lo asegura el mismo
Señor: «El Padre os ama porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí del Padre»
(Jn 16,27). Y cuando aboga por sus discípulos y por nosotros, cuando, al dejar este mundo, nos
encomienda a la bondad del Padre, no aduce otro motivo que el de haber creído en su divinidad.
Oigámosle en el admirable coloquio con el Padre, en el momento de reconciliar al mundo por
medio de su sacrificio: «Padre, guárdalos y sálvalos, puesto que han reconocido verdaderamente
que soy Hijo tuyo y que todo lo que posee viene de ti» (Jn 17,11.7-8).
Este acto de fe nos señala la aurora de la paz; porque la fe en Jesucristo nos introduce en el orden
divino de la gracia, que es principio de la paz: «Justificados por la fe –dice san Pablo–, tenemos la
paz con Dios, por nuestro Señor; por Él se nos ha dado la gracia y en Él podemos gloriarnos de la
gloria de Dios que será nuestra eterna felicidad» (Rom 5,1-2).
Esta fe debe ser práctica; debe abarcar todo nuestro ser, y tener por objeto todo lo que se relaciona
con Cristo. Hay algunos que se limitan a adorarle personalmente, y se niegan a reconocerle
representado en la Iglesia. Cuando no les excusa la buena fe, estas almas no encuentran la paz, pues
están fuera del orden establecido. Tenemos que darnos enteramente a Jesucristo en alma y cuerpo,
entendimiento y voluntad; todo en nosotros debe sometérsele, porque sustraerse a su influjo es lo
mismo que sustraerse al orden divino. El Verbo es la luz, sin la cual andamos en tinieblas; es el
camino, fuera del cual no hay sino error; es la gracia, sin la cual somos impotentes.
¿Encontraremos, acaso, la paz en las tinieblas, en el error, en la impotencia para ir a Dios, único
bien verdadero y fin de nuestra vida?
Entreguémonos, pues, a Jesucristo en un acto de fe viva, de adoración profunda, de perfecta
sumisión y abandono completo. Pidámosle que rija toda nuestra vida, que sea el objeto de nuestras
aspiraciones, el principio de nuestras acciones. Es «príncipe de la paz» y «Rey pacífico»; que sea
verdaderamente Rey de nuestras almas. Todos los días decimos a Dios: «Venga a nos el tu reino»;
mas, ¿qué reino deseamos nosotros? El reino de Cristo, porque Dios lo constituyó Rey de cielos y
tierra: «Pide y te daré en herencia las naciones» (Sal 2,8).
Sometidos enteramente a Jesucristo y abandonándonos a Él; respondiendo a ejemplo suyo con un
Amén incesante a todo lo que manda en nombre del Padre; constantes en esta actitud de adoración
ante las manifestaciones de la voluntad divina, aun ante las menores permisiones de la Providencia,
tendremos la paz que da Cristo: la suya, no la que el mundo promete; la verdadera paz que sólo
puede dar Él: «Os doy mi paz; y no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27).
Y es que semejante adoración unifica en nosotros todos nuestros deseos. El alma tiende a una sola
cosa: a establecer en sí misma el reino de Cristo, y Él en retorno cumple este deseo con una plenitud
magnífica. El alma vive ordenadamente y ve realizada, por el cumplimiento de todos sus deseos
sobrenaturales, reducidos a la unidad, la satisfacción completa de sus inclinaciones fundamentales;
y viviendo en el orden está siempre en paz.
Dichosa el alma que ha comprendido en esta forma el orden establecido por el Padre, y cuyo único
deseo es conformarse, por amor, con este orden, en el cual todo va a dar en Jesucristo: porque goza
de la paz, de la que dice san Pablo que «supera todo sentimiento» (Flp 4,7) y no se puede expresar
con palabras. «Es imposible –dice Ludovico Blosio– explicar la abundancia de esta paz en el alma
que se ha entregado completamente a Dios y que solamente busca a Él» [Regla de la vida espiritual,
c. XIV, Perfecta paz y descanso de las almas].

3. Es inalterable la paz que el alma encuentra en Dios


Esta paz es inalterable. ¿Quién, en efecto, podría turbarla? ¿Acaso el demonio? Es el demonio un
enemigo poderoso, ciertamente, que quiere devorarnos; pero «es un perro encadenado que puede, a
lo más, ladrar, pero no puede morder sino a aquel que se le acerca» [Apéndice a los Sermones de
san Agustín, XXXVII, 6]. Jesucristo lo venció, y nosotros también lo venceremos, porque Jesucristo
es más poderoso que él. Por otra parte, Dios protege especialmente al alma que le busca y que en Él
confía: «Envía a sus ángeles que te guarden por todos tus caminos… para que no tropieces» (Sal
90,11); la guarda Él mismo «en el secreto de su faz» (Sal 30,21).
¿Qué enemigo podrá turbarla allí? ¿Qué podrá temer? ¿Podrá el mundo destruir esta paz? En
manera alguna. «No temáis», decía el Señor a los discípulos y nos lo repite a nosotros: No temáis;
sufriréis tribulaciones en el mundo, pero yo estoy con vosotros: «Confiad: yo vencí al mundo» (Jn
16, 33). Si me sois fieles, yo os daré mi gracia y, con ella, mi paz; porque mi gracia todopoderosa os
hará vencedores de las solicitaciones del mundo, que podrá ofreceros sus placeres, abrumaros con
sus sarcasmos, pero no os hará mella. Lo hemos abandonado por seguir a Cristo, y nuestra paz, que
está fundada en la verdad de Jesucristo, no puede ser turbada por las armas del mundo.
¿Lo será, acaso, por las tentaciones, las contrariedades, las penas? Tampoco. No siempre tendremos
la paz externa, es verdad: pues vivimos en la tierra, en tiempo de prueba, y, las más de las veces, la
paz es el precio de la lucha. Cristo no nos devolvió la justicia original que ordenaba armónicamente
las tendencias naturales de Adán; pero el alma que se apoya únicamente en Dios participa de la
estabilidad divina; las tentaciones, los sufrimientos, las pruebas la afectan sólo superficialmente. A
lo profundo, donde reina la paz, no llegan las borrascas. Aunque la superficie del mar esté muchas
veces agitada por la tempestad, las aguas más profundas permanecen tranquilas.
Podremos ser menospreciados, contrariados, perseguidos; podrán tratarnos injustamente los que no
comprenden nuestras intenciones ni nuestras obras; podrá la tentación sacudirnos violentamente, y
abatirnos el dolor; pero tenemos un santuario interior donde nadie puede entrar: en él reina la paz,
porque en este íntimo recinto adoramos a Dios y nos sometemos y abandonamos a. Él. «Yo amo a
Dios –decía san Agustín–, y nadie puede arrebatármelo; nadie puede quitarme lo que debo darle,
porque lo tengo encerrado en mi corazón… Despojado de todo, Job queda solo, pero le acompañan
los votos y alabanzas que rinde al Señor. ¡Oh riquezas interiores que nadie puede quitarme!»
[Enarrat. in psalm. LV, núm. 19. P. L., XXXVI, col. 659].
En el fondo del alma que ama a Dios se levanta la «mansión de paz» –civitas pacis–, que ningún
rumor del mundo puede turbar ni sorprender ningún ataque. Convenzámonos de que nada exterior
puede, si nosotros no queremos, alterar nuestra paz interna, porque depende esencialmente de una
sola cosa: de nuestra actitud ante Dios. En Él debemos confiar: «El Señor es mi salvación, ¿qué
podré temer?» (Sal 26, 1). Si el viento de las tentaciones y pruebas me azota, recurriré a Él:
«Sálvame, Señor, porque si no perezco». El Señor, como lo hizo con la barca batida por las olas,
«calmará la tempestad y habrá gran bonanza» (Mt 8, 26).
Si de veras, siguiendo las huellas de Cristo, único camino que conduce al Padre, buscamos a Dios
en todo; si procuramos desprendernos de todo para no tener más voluntad que la del Señor; si,
cuando el Espíritu de Jesús nos habla, no muestra repugnancia la voluntad, ni resiste a sus
inspiraciones, antes se inclina dócilmente, adorándole, entonces estemos seguros de que la
abundancia de la paz reinará en nosotros íntima y profundamente, porque «la paz inunda los
corazones de los que aman, Señor, tu ley» (Sal 118,165).
En cambio, las almas que no se entregan totalmente al Señor y no reducen todos sus deseos a la
unidad mediante esta donación total no podrán gustar la verdadera paz. Están divididas y vacilan
entre sus propios deseos y la voluntad de Dios, entre la satisfacción de su amor propio y la
obediencia; están, en una palabra, siempre inquietas y turbadas.
«Permanezcamos, pues, siempre unidos a Dios: poseámosle en nosotros mismos. En Él se encuentra
en forma estable e inmutable todo cuanto puede ser objeto de nuestro amor» [San Agustín, De
música, 1. VI, c. 14, núm. 48. P. L., XXXII, col. 1.188]. La paz sólo es segura donde el amor es fiel:
«Encuéntrase la paz imperturbable donde el amor no es abandonado si él mismo no abandona» [San
Agustín, Confes., l. IV, c. 11. Ibid., col. 700].
Ni aun los pecados pasados pueden turbar al alma arraigada en la paz. Experimentará, ciertamente,
un gran pesar de haber ofendido al Padre celestial, de haber ocasionado la pasión de Jesucristo y
contristado al Espíritu del amor; pero este dolor será sin agitación ni ansiedad, porque sabe el alma
que Jesús es el rescate del pecado, rescate de un precio infinito, que se hizo «propiciación por todos
los pecados del mundo» (1 Jn 2,2), y que ahora «está sentado a la diestra del Padre, siempre vivo,
Pontífice compasivo que intercede por nosotros y es oído siempre» (Heb 7,25).
Nada tranquiliza al alma contrita como el poder ofrecer al Padre los padecimientos, las
satisfacciones y méritos del Hijo predilecto; nada despierta en ella tanta confianza como el poder
tributarle, por medio de Jesús, gloria y alabanza perfecta. Porque el homenaje de Cristo al Padre es
total, adecuado, suficiente; el alma que se lo apropia se siente profundamente tranquila, porque
encuentra en Jesús el medio perfecto de reparar todas sus culpas y negligencias.
No es tampoco el desaliento lo que puede inquietar al alma, pues sabe algo de «los tesoros
impenetrables de Cristo» (Ef 2,8). De suyo no puede nada, es verdad, ni tener siquiera un buen
pensamiento; pero se somete al orden establecido por Dios, autor de la vida sobrenatural, y sabe
que, participando de esta vida, tiene el poder de apropiarse los méritos de Jesús: «Todo lo puedo en
Aquel que es mi fortaleza» (Flp 4,13); sabe que con Él, por Él y en Él es «rica con las mismas
riquezas de Cristo, de modo que nada le falta en el orden de la gracia» (1 Cor 5,7). Su confianza es
inquebrantable, porque pertenece al que es para ella camino, luz y vida, Maestro por excelencia,
Buen Pastor, Samaritano caritativo, fiel amigo. Nuestro Señor reveló a un alma devota que uno de
los motivos que le inducían a distinguir con tantos favores a santa Gertrudis era la confianza
absoluta que ésta ponía en su bondad y en sus tesoros [Heraldo del divino amor, l. I, c. 10].
Finalmente, la muerte misma no podrá turbar al alma que sólo ha buscado a Dios: porque se ha
confiado a aquel que dijo: «El que cree en Mí, aun cuando hubiese muerto, vivirá eternamente» (Jn
11,25). Nuestro Señor es la Verdad; pero es también la Vida; y nos da la que nunca fenece: «Aun
cuando las sombras de la muerte la envuelvan, el alma permanecerá en paz» (Sal 22, 4); sabe «a
quien se ha confiado» (2 Tim 1,12), y la presencia de Jesús la asegura contra todo temor.
En uno de sus «Ejercicios» nuestra santa Gertrudis nos muestra la confianza que siente en los
méritos infinitos de Jesús. Pensando en el tribunal divino, cuya imagen se levanta ante ella, apela
conmovida a los méritos del Salvador. «Ay de mí, Señor –exclama–; ay de mí si ante tu tribunal no
tuviera un abogado que por mí respondiera. ¡Oh caridad!, sé Tú mi descargo, responde por mí,
alcánzame el perdón. Si te dignas defender mi causa, gracias a Ti, salvaré mi vida. Ya sé lo que he
de hacer: tomaré el cáliz de salud, sí, el cáliz de Jesús; lo pondré en el platillo vacío de la balanza de
la verdad; con este mecho supliré lo que a mí me falta: cubriré todos mis pecados. Este cáliz
reparará mis faltas y con él supliré abundantemente mi indignidad»…
«Ven conmigo a juicio –dice Gertrudis al Salvador–; estemos allí juntos; como juez tienes el
derecho de juzgarme; pero eres también mi defensor. Para que sea justificada no tienes más que
computar cuanto has hecho por mi amor, el bien que has resuelto hacerme, el precio exorbitante que
pagaste por mí. Tomaste mi propia naturaleza para que yo no pereciera; llevaste sobre Ti el peso de
mis pecados y moriste por mí para que yo no muera de muerte eterna; para enriquecerme con tus
méritos me lo has dado todo. Júzgame, pues, a la hora de la muerte según la pureza e inocencia que
me has comunicado en Ti al pagar toda mi deuda, dejándote juzgar y condenar en mi lugar para que,
aunque pobre y desprovista de todo, pueda yo gozar de la abundancia de todos los bienes»
[Ejercicio séptimo: Reparación por los pecados].
Para las almas que tienen estos sentimientos, la muerte no es más que un tránsito; Cristo en persona
les abre las puertas de la celestial Jerusalén, que, con mucho mayor motivo que la terrena, merece
ser llamada «la bienaventurada visión de paz» [Himno de las Vísperas de la Dedicación]. Allí no
habrá ya más tinieblas, turbación, lloros ni gemidos; solamente una paz estable y perfecta.
«Inaugurada en el alma que comienza a buscar a Dios, la paz se completa con la plena visión y
eterna posesión del Bien inmutable» [San Gregorio, Moralia Job., l. VI, c. 34. P. L., LXXV, col.
758].

4. San Benito lo ha ordenado todo en su Regla para hacernos hallar la paz


Pidamos, pues, a Jesús nos dé esta paz, fruto del amor. «Señor –exclamaba san Agustín al final de
sus Confesiones, ese libro admirable en el cual narra cómo había buscado la paz en todas las
satisfacciones posibles de los sentidos, del espíritu y del corazón, sin encontrarla más que en Dios–,
Señor, danos la paz, la paz del séptimo día, la paz que no tiene atardecer. Tú, Señor, que eres el bien
y no careces de ningún bien, estás siempre en reposo, porque eres tú mismo tu descanso. ¿Qué
hombre será capaz de enseñar esto a otro hombre? ¿Qué ángel a otro ángel o a un hombre? Es
menester pedírtelo a ti, buscarlo en ti, llamando a tu puerta para obtenerlo». Y el santo Doctor, que
había hecho la experiencia de todas las cosas, que había sentido la vanidad de toda criatura, la
fragilidad de toda felicidad humana, cierra su libro con este grito del alma: «Éste es el solo medio
para ser oído, para encontrar, para que se nos abra» [Libro XIII, c. 35 y 38. P. L., XXXII, col. 867,
868]
Pidamos, pues, esta misma paz para nosotros, para cada uno de nuestros hermanos que habitan en
nuestra misma Jerusalén espiritual: «Pedid para Jerusalén las cosas que conducen a la paz» (Sal
21,6); y esta paz la obtendremos; pero la obtendremos principalmente mediante una actitud
espiritual hecha de adoración, de sumisión, de abandono a nuestro Señor. Tal es, lo repetiré, la
fuente de la verdadera paz, porque tal es el orden establecido por Dios, el único en el que
satisfaremos los deseos más íntimos del alma.
El acto de abandono requerido lo hicimos ya el día de nuestra profesión, dándonos a Jesús para
seguirle: «Hemos dejado todo y te hemos seguido» (Mt 19,27). Mantengámonos en esta
disposición, y gozaremos de paz. La santa Regla está toda ordenada a procurarnos y conservarnos
esta paz; y el monasterio donde se vive conforme a la Regla es, ya en este mundo, una «visión de
paz». Todas las almas que se dejan modelar por la humildad, la obediencia, el espíritu de abandono
y de confianza, fundamentos de la vida monástica, se convierten en ciudad de paz.
Nuestro bienaventurado Padre comprendió maravillosamente el plan divino, el orden fijado por
Dios. Nuestras almas fueron creadas para Dios; si no tienden a Él, se ven siempre en continua y
agitada turbación; por esto san Benito no desea que tengamos más que esta única y universal
intención: «Que busquemos de veras a Dios» (RB 58). Todo lo reduce a esto: es el centro de su
Regla. Con la unidad de este fin, unifica los múltiples actos de nuestra vida y, sobre todo, unifica
los deseos de nuestra naturaleza, en lo cual se halla, según santo Tomás, uno de los elementos
esenciales de la paz: «Consiste la tranquilidad en el descanso de todos los movimientos apetitivos
de un mismo hombre» [«Tranquilitas consistit in hoc quod omnes motus appetitivi in uno homme
conquiescunt», II-II, q. 29, a. 1, ad 1, a. 3].
Nuestra alma se turba cuando es solicitada por deseos provenientes de mil diversos objetos: «Estás
intranquila y turbada por ocuparte en muchas cosas» (Lc 10, 41); mas cuando buscamos únicamente
a Dios con una obediencia de abandono y amor, entonces todo lo encaminamos a la unidad
necesaria; y esto es lo que establece en nosotros la fortaleza y la paz.
Después, penetrando más a fondo en el orden divino, el santo Patriarca nos dice que, fuera de
Cristo, no alcanzaremos nunca este fin, porque sólo Él es el camino que a él conduce. En efecto, al
abrir la Regla, no nos señala otro medio que el amor de Cristo: «A ti se dirige ahora mi exhortación,
quien quiera que seas… te propones militar bajo las banderas de Cristo verdadero Rey» (RB, pról.).
Sólo dando a Cristo la realeza sobre nuestro corazón es cómo seremos verdaderos hijos de san
Benito. Y cuando el Patriarca se despide de nosotros, repite como consejo apremiante y de gran
valor el de no anteponer nada a Cristo: «Que nada prefieran a Cristo, el cual se digne llevarnos a
todos juntos a la vida eterna» (RB 72).
He aquí, en resumen, todo el orden divino expuesto por el santo Legislador con admirable y
vigorosa simplicidad y claridad. Volver a Dios por medio de Cristo; y para manifestar que esta
búsqueda es sincera, absoluta y total, huir del mundo, practicar la humildad, la obediencia amorosa;
tener el espíritu de abandono y confianza, dar preponderancia a la vida de oración, amar al prójimo.
Son las virtudes de que Jesús primeramente nos dio ejemplo. Ejercitándonos en ellas probaremos
que buscamos de veras a Dios, que preferimos a todo el amor de Jesús, y que Él es nuestro solo y
único ideal.
Dichoso el monje que camina por esta senda. Aun en los más grandes sufrimientos, en las
tentaciones más penosas y en las más dolorosas adversidades encontrará luz, paz y gozo, porque en
su alma reinará el orden querido por Dios, y todos sus deseos estarán unificados en el Bien único
por el que fue creada.
San Benito, que habla por experiencia, nos garantiza la posesión de estos bienes: «A medida –dice–
que el monje avanza por el camino de la fe y en la práctica de las virtudes el corazón se ensancha y
el alma corre con el ardor de un gozo inefable» (RB, pról.). ¡Dichoso, repito, este monje! En su
alma habita la paz divina, que se refleja en su rostro y él esparce en torno suyo. Él es, por
excelencia, el verdadero monje según el ideal de San Benito: el hijo de Dios por la gracia de Cristo,
un cristiano perfecto: «Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán hijos de Dios» (Mt 5,9).
Bienaventurado de veras, porque Dios está con él y en todos los instantes encuentra en este Dios,
que vino a buscar en el monasterio, el bien más grande y precioso; como que es el bien supremo e
inmutable, que jamás defrauda los deseos de aquellos que le buscan con un corazón sencillo y
sincero: «Si de veras busca a Dios».

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