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El Pelo de La Virgen - Federico Falco PDF

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El pelo de la virgen

Federico Falco

Durante muchos años, desde cuarto hasta séptimo grado, estuve enamorado de
una chica de pelo muy largo. Se llamaba Silvina y se sentaba siempre en la
primera fila de bancos, lo más cerca posible del pizarrón, porque era un poco
corta de vista. No era la chica más inteligente del curso, ni la más aplicada;
tampoco era la más linda, esa chica de la que todos los otros varones estaban
enamorados y que se llamaba Anahí Mara Olinda Rodríguez (las siglas de su
nombre formaban la palabra "amor"). Silvina era rara, un tanto extraña y muy
rubia. Tan rubia que, a veces, en los veranos, el cloro de la pileta del club le
decoloraba mechones enteros de pelo y se los teñía de un blanco verdoso
parecido al color de las algas secas.

Silvina siempre usaba el pelo suelto, partido al medio. Lo tenía tan largo que
casi le llegaba a la cintura. Las mañanas de viento lo llevaba recogido, pero el
resto del tiempo su cabellera caía lisa sobre sus hombros y terminaba con un
corte neto a la altura del cinto del guardapolvo, como si para guiar la tijera la
peluquera que lo emparejaba hubiera usado una regla. El pelo de

Silvina era perfecto y en el curso nadie más que yo estaba enamorado de ella y
yo la amaba en secreto.

Hasta que un día Silvina llegó a clase rapada a cero. Una pelusa dura, de no más
de medio centímetro de alto, se erizaba sobre su cuero cabelludo. Silvina entró
a la escuela con la cabeza descubierta y recién se calzó un sombrero cuando
estuvo segura de que todos ya la habíamos visto y de que el comentario ya había
recorrido los dos patios, el de varones y el de nenas, y los pasillos y las aulas y
la cocina donde las maestras y las porteras tomaban café o fumaban en los
recreos. Solo entonces, Silvina se puso sobre la cabeza un sombrero de hilo
blanco y ala ancha, tejido al crochet, que a un costado llevaba pegada una flor
de color celeste, también tejida al crochet.

No parecía estar avergonzada de haber perdido su pelo. Al contrario, Silvina


parecía orgullosa de ya no tenerlo. Mantenía la frente alta y miraba directamente
a los ojos, desafiante, a quien se animara a enfrentarla.

Eso sirvió para que nadie le hiciera preguntas y para que yo me enamorara aún
más de ella.

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A partir de ese día empecé a soñar que la cabeza pinchuda de Silvina me recorría
bruscamente la piel y me refregaba el pecho como un cepillo friega una mancha
en la ropa sucia. Oleadas de vibraciones me recorrían y el cuerpo se me llenaba
de calores. Soñaba que un montón de cabellos rubios y desordenados se colaban
por entre mis sábanas, que me atrapaban y me aturdían. Yo los mordía sin decir
una palabra, disfrutándolo. Lo mascaba como se masca el pelo, con picazón y
con enredo.

Todavía no entendía qué era lo que me pasaba y me despertaba mojado y con


las sábanas hechas un lío. Lleno de vergüenza, tenía que correr a limpiarme
cuidando de no despertar a mi hermana, que estaba a unos pocos metros, en la
cama junto a la mía, o a mi papá y mi mamá, que dormían en la pieza de al lado.

Por esos días, en la escuela corrió el rumor de que Silvina se había cortado el
pelo para ofrendarlo a una Virgen milagrosa. Se decía que Silvina tenía un
hermanito enfermo y que le había regalado el pelo a la Virgen para que lo sanara
y lo protegiera. Yo tomé el rumor como verdadero y me desesperé. En algún
lugar me esperaban sus cabellos. Necesitaba por lo menos uno, para prenderlo
a mi pecho, para recordarla por siempre. Así que me armé una lista de capillas
e iglesias de la zona que podrían contener Vírgenes capaces de salvar hermanos
moribundos y empecé por recorrer las más cercanas. Encontré figuras de yeso
sólidas, altas y que por ningún costado hubieran aceptado apliques de pelo
humano. Al otro lado de las vías, en una ermita donde el culto principal era un
San Roque inmenso custodiado por un perro gris de ojos mal pintados, descubrí
una Virgen pequeña escondida en un altarcito lateral. Tenía cabello humano,
pero negro y envejecido: ese no era el pelo de Silvina.

A pesar de que se volvía infructuosa, no desistí en mi búsqueda. Amplié mi


radio de acción, agregué altares a la lista, hice más averiguaciones. Después de
un tiempo y bajo secreto de confesión, le pregunté por la Virgen a un cura viejo,
que había venido a ayudar al padre Porto con la novena de San José, y él me
contó que mucha gente había comenzado a creer que una imagen muy antigua,
en la capilla de una estancia cercana, hacía grandes cosas si uno pedía con
devoción. Me dio el nombre de la estancia y me indicó cómo llegar. Antes de
absolverme por mis pecados, el cura me regaló un rosario y una estampita y me
deseó buena suerte. Yo agaché la cabeza y dejé que me bendijera sin decir una
palabra. La búsqueda había finalizado.

Llegar hasta la capilla donde Silvina había dejado su pelo no era cosa fácil,
había que organizar la excursión con muchísimo cuidado. Iba a tener que
recorrer quince kilómetros de camino de tierra, cruzar un arroyo en el que no

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había puente y guiarme por mí mismo en una maraña de potreros y alambrados
semiderruídos. El único modo de locomoción con que contaba era una bicicleta
vieja, heredada de un primo y que tenía las dos gomas pinchadas. La tuve que
llevar al bicicletero y pagar la compostura.

Partí un sábado a la mañana, temprano. Había pasado bastante tiempo desde la


última lluvia y los caminos estaban llenos de tierra. Las ruedas de la bicicleta
se hundían en el guadal, pedalear se hacía pesado, y en algunos lugares era
mejor bajarse y avanzar a pie. Cada vez que pasaba una chata o un camión, se
formaban nubes de tierra que tapaban el camino y que durante minutos enteros
me hacían perder en una neblina densa y seca. El guadal se me pegaba a la piel
transpirada y yo emergía de las nubes con la ropa, las orejas y el pelo cubiertos
de barro.

Al llegar al arroyo paré a descansar y me comí un sándwich de milanesa que


había llevado en la mochila. La correntada lenta me salpicaba los tobillos y, en
el agua, un cardumen de mojarritas grises esperaba por las migas que de tanto
en tanto dejaba caer. Ahí, entre el barro fresco de la orilla, me toqué sin hacer
ruido, pensando en el pelo ya cercano y bendito. "Silvina", dejó mi boca escapar
su nombre, al quebrarme. Salpiqué el agua con dos o tres gotitas débiles que al
contacto con el líquido se solidificaron y se volvieron blancas. Antes de que
precipitaran hacia el fondo, las mojarritas las engulleron una a una y escaparon
veloces.

Después seguí pedaleando. En el último tramo del camino me encontré con una
vaca suelta y su ternero y, un poco más allá, con un gato marrón y negro, de
cola muy larga. El gato me miró un rato desde la cuneta polvorienta y se
escabulló entre los yuyos altos y secos que crecían junto al alambrado. Supuse
que se trataba de un gato perdido, o de un gato ermitaño.

La capilla apareció poco a poco, escondida detrás de una curva. Era muy vieja
y parecía abandonada. Frente a ella, un recuadro tapiado y lleno de malezas
delimitaba el cementerio: por entre los yuyos se alzaban las puntas
herrumbradas de las cruces más altas. Una hilera de cipreses cimbraba en el
viento. Uno o dos se habían secado y otro, partido por la mitad, seguía creciendo
inclinado sobre un panteón.

La puerta de la capilla estaba cerrada con candado. Justo al lado de la cerradura,


metido en un folio transparente pegado a la madera con chinches, un papel
informaba que las misas eran domingo de por medio, a la una de la tarde. Hacia
un costado, por una escalera de piedra, se subía al campanario. A la campana le
faltaba el badajo. Estaba atada con alambre al crucero del cual se sostenía. Sobre
uno de los últimos escalones encontré un pedazo de hierro y di dos golpes

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fuertes en el canto mellado. Seis o siete palomas aletearon entre los cipreses del
cementerio, lo sobrevolaron armando un círculo en el cielo y después de un rato
volvieron a posarse sobre las tumbas. Dentro de la capilla se escuchó un rumor
de ratas corriendo por las vigas. El alambre que ataba la campana al madero
gruñó como si estuviera a punto de cortarse. Después, regresó el eco y, después,
todo volvió al silencio.

Bajé y rodeé la capilla sin encontrar otra puerta más que la del atrio. Dos de las
paredes tenían ventanas, pero cerradas a cal y canto, o clausuradas desde hacía
ya muchos años. Estaba a punto de robar una cruz del cementerio para forzar
con ella la puerta cuando por el camino apareció una vieja secándose las manos
con el delantal.

¿Usted tocó la campana?, me preguntó.

Respondí que sí y que venía a ver la Virgen. La vieja sonrió.

Linda la devoción de alguien tan niño, susurró mientras hurgaba los bolsillos
de su vestido. Encontró una llave, sacó el candado y abrió las puertas de la
capilla de par en par.

Cuando se vaya toque de nuevo y yo vengo a cerrar, dijo antes de dejarme solo
frente a la oscuridad fresca.

La Virgencita estaba al fondo, en una casilla de vidrio. A cada lado, hileras de


bancos apolillados armaban un pasillo que encaminaba hacia ella. Era una
Virgen morena, bajita, de cara muy dulce. En los brazos tenía un Niño Jesús sin
corona, caído un poco hacia atrás. La cabeza de la Virgen estaba cubierta con
una mantilla blanca. Esquivé un reclinatorio y me acerqué. Abrí con cuidado la
puerta de la casilla, que chirrió. Encasquetada sobre el velo, fijándolo,
descansaba una pequeña corona plateada. Miré hacia atrás y encontré la
resolana de la siesta reflejándose sobre las baldosas rojas y, más allá, el campo
vacío y el cementerio en silencio. Saqué la corona y la dejé a los pies de la
Virgen. Después, lento, muy lento, levanté el velo.

Alguien había hecho un nudo con un piolín en medio del manojo de pelo rubio.
El nudo formaba la raya en el peinado de la Virgen. Cada mitad del pelo caía
hacia uno de los costados, como un manto suave, que enmarcaba la cara de
arcilla y se extendía sobre el vestido de tafetán celeste. Una tachuela escondida
aseguraba el cabello a la cabeza de la Virgen. Acaricié temblando ese pelo
brillante. Lo acaricié de nuevo. Sentí que iba a morir de placer. El cabello que
por las noches me rodeaba, atrapándome y haciéndome gemir en sueños, ahora
estaba en mis manos, para siempre.

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Un ruido leve me arrancó del éxtasis. Me volví; la capilla seguía vacía. Desde
el púlpito, adosados a la pared, dos angelitos cachetudos me miraron con ojos
ciegos. Me quedé muy quieto. Esperé un minuto largo y el sonido no se repitió.

Habrá sido una rata, pensé y, rápido, de mi bolsillo, saqué la tijera. Corté el
cabello al ras, junto al nudo y la tachuela, y la Virgen quedó pelada. Volví a
acomodar la mantilla sobre su cabeza. La dejé caída un poco hacia delante, para
que nadie notara la falta y apoyé la corona diminuta tal como la había
encontrado.

Al retirar la mano rocé sin querer la cabeza del Niñito Jesús y la Virgen se
tambaleó. Intenté sostenerla por la base del vestido. Mi mano se aferró a la tela
pero debajo de ella no había más que aire y la Virgen bailó sobre sí misma,
como un trompo ya sin fuerzas y a punto de caerse. Fue apenas un segundo pero
se me hizo eterno. Después, enseguida, la Virgen se aquietó y quedó parada. Di
gracias a Dios. Con intriga, levanté hasta la cintura el vestido celeste y pude ver
que el cuerpo de la Virgen no era más que un palo sin barnizar clavado sobre
una base de madera. Arriba, el tronco se incrustaba en la cabeza de arcilla
pintada y hacía las veces de cuello. Más abajo, los frunces del vestido imitaban
una figura rolliza y maternal, disimulando con bombés de tela celeste el
esqueleto pobre.

Todavía sorprendido dejé caer la falda y acomodé el manto. Tenía en mi bolsillo


el manojo de pelos y nada más me importaba.

Cerré la casilla de vidrio, me persigné y corrí hacia afuera. Antes de montar la


bicicleta hice sonar un par de veces la campana y desaparecí a toda velocidad
por el camino. Llegué a casa a la tardecita, justo cuando mi mamá empezaba a
preocuparse. Esa noche, en mi cama, me metí el montón de pelos adentro del
calzoncillo. Sentí como me cosquilleaban en la entrepierna y como se escurrían
hacia mi ingle. La cara de la Virgen se dibujó en mi memoria, y con una mano
repetí el gesto lento de levantarle el vestido. Entonces el pelo terminó de
rodearme y me dormí así, humedecido y perfecto.

Pasó el domingo y no veía la hora de que llegara el lunes para ir a la escuela y


ver a Silvina. Pero el lunes Silvina faltó a clases. Cuando la maestra entró al
aula, su banco, bien adelante, seguía sin ocupar.

Silvina no ha venido a la escuela, dijo la maestra con cara apesadumbrada,


porque ayer falleció su hermanito. El grado la miró en silencio. Yo bajé la
cabeza.

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No tienen de qué preocuparse, siguió. Era un bebé y se ha ido derecho al cielo.
Ahora nos cuida desde allá.

¿Por qué se murió el hermanito de Silvina?, preguntó alguien desde el fondo


del aula.

Nació muy enfermo, pero ustedes no piensen en eso. Ustedes son chicos sanos
e inteligentes y ahora me van a mostrar los deberes que hicieron para hoy,
contestó la maestra.

¿Pero la Virgen no iba a salvarlo?, preguntó alguien más, también desde el


fondo.

¿Silvina no le había llevado el pelo de regalo para que la Virgen lo salvara?, se


sumó otro de mis compañeros. La maestra, esta vez, no supo qué contestar.

Más manos se levantaron. Todos, menos yo, tenían preguntas para hacer. La
maestra respondió algunas. Al final, nos pusimos de pie, nos tomamos de las
manos y rezamos un Padre Nuestro.

Cuando terminamos yo estaba llorando.

Me sequé las lágrimas en secreto, con el borde del guardapolvo.

Ni bien arriaron la bandera y la señorita directora nos dejó partir, corrí a casa.
Había escondido el pelo en el fondo de mi mesa de luz, envuelto en una bolsa
de nylon. Agarré el atado y lo puse en mi mochila. Pedaleé a toda velocidad
hasta llegar a la plaza. La iglesia tenía las puertas entreabiertas. Me metí en
silencio y caminé entre los bancos, rumbo al sagrario, donde una lamparita
eléctrica con forma de cirio titilaba continuamente. A un costado, en un altar
lateral, había una Virgen de manto blanco y dorado. A sus pies, entre cabitos de
velas y un ramillete de flores plásticas, dejé la bolsa de pelo.

El sol quemaba cuando salí de la iglesia y su resplandor me encegueció por un


momento. Cabrera emergía de la siesta. Frente a la casa velatoria, del otro lado
de la plaza desierta, se había organizado una procesión de autos. La encabezaba
un coche largo que cargaba el cajoncito rodeado de coronas y palmas. Detrás,
en otro auto negro, iban los padres de Silvina y una de sus abuelas. Más autos,
camionetas y un Rastrojero los seguían en fila india. La caravana rodeó
lentamente la plaza. Al pasar frente a mí, pude entrever, detrás del vidrio del
segundo de los coches, la cara de Silvina. No lloraba. Miraba hacia delante con
ojos duros. Parecía enojada.

Yo no supe qué hacer y levanté la mano para saludarla.


6
Ella no me vio y el cortejo siguió de largo, camino al cementerio.

Publicado originalmente en la colección Simples (Tamarisco, 2007) y luego en 222


patitos y otros cuentos (Eterna Cadencia, 2014)

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