Merleau-Ponty, Maurice. - El Mundo de La Percepción (2008) PDF
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COLECCIÓN POPULAR
632
El mundo de la percepción
Traducción de
VÍCTOR GOLDSTEIN
Serie Breves
dirigida por
ENRIQUE TANDETER
Maurice Merleau-Ponty
El mundo de la
percepción
Siete conferencias
Edición y notas
por Stéphaníe Ménasé
;19
c
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
México - Argentina - Brasil - Chile - Colombia - España
Estados Unidos de América - Guatemala - Perú - Venezuela
Primera edición en francés, 2002
Primera edición en español, 2003
Segunda edición en español, 2008
Merleau—Ponty, Maurice
El mundo de la percepción : siete conferencias — 2a ed. — Buenos Aires :
Fondo de Cultura Económica, 2008.
85 p. ; 17x11 cm. (Breves)
fondo©fce.com.ar / www.fce.com.ar
Carretera Picacho Ajusco 227; 14200 México, D. F.
ISBN: 978—950—557—744—6
Comentarios y sugerencias:
editorial©fce.com.ar
7
percibido: las cosas sensibles; 4. Exploración del
mundo percibido: la animalidad; 5. El hombre visto
desde el exterior; 6. El arte y el mundo percibido; 7.
Mundo clásico y mundo moderno.
Esta edición fue establecida a partir de los tex-
tos dactilografiados por Maurice Merleau-Ponty,
según un plan manuscrito. Las hojas (fondo priva-
do) llevan correcciones de su puño y letra.
En su mayor parte, la grabación corresponde a
una lectura fiel, por parte de Merleau—Ponty, de
los papeles que redactó. En ocasiones, el filósofo
suprime algunas palabras, añade otras, modifica
un encadenamiento, cambia una palabra o una
parte de la frase. En notas al pie hemos menciona-
do la mayoría de esos desvíos de expresión. Estos
cambios durante la grabación son introducidos en
nota, por una letra. Las aclaraciones bibliográficas
van precedidas por un número arábigo. Intenta-
mos encontrar las ediciones que Merleau—Ponty y
sus contemporáneos podían consultar. Tales bús-
quedas ponen de manifiesto la extremada aten-
ción del filósofo por los trabajos recientes y las úl-
timas apariciones. Las referencias están reunidas
en una bibliografía, al final del volumen.
Agradecemos especialmente a las personas que,
en el INA, nos ayudaron en las búsquedas referen-
tes a la difusión de las conversaciones.
STEPHANIE MENASE
l. El mundo percibido
y el mundo de la ciencia
9
qué cosa es la luz, ¿no debo dirigirme al físico?
¿No es él quien me dirá si la luz, como se lo pen-
só durante un tiempo, es un bombardeo de pro-
yectiles incandescentes o, como también se lo
creyó, una vibración del éter o, por último, como
lo admite una teoría más reciente, un fenómeno
asimilable a las oscilaciones electromagnéticas?
¿De qué serviría consultar aquí nuestros sentidos,
demorarnos en lo que nuestra percepción nos en-
seña de los colores, los reflejos y las cosas que los
soportan, ya que, manifiestamente, éstas no son
sino apariencias, y tan sólo el saber metódico del
sabio, sus medidas, sus experiencias pueden ha-
cernos salir de las ilusiones donde viven nuestros
sentidos y hacernos acceder a la verdadera natu—
raleza de las cosas? ¿No consistió, el progreso del
saber, en olvidar lo que nos dicen los sentidos in-
genuamente consultados y que no tiene lugar en
un cuadro verdadero del mundo, sino como una
particularidad de nuestra organización" humana,
de la que la ciencia fisiológica dará cuenta un día,
como ya explica las ilusiones del miope o del
présbite? El mundo verdadero no son esas luces,
esos colores, ese espectáculo de carne que me dan
mis ojos; son las ondas y los corpúsculos de los
que me habla la ciencia y que encuentra tras esas
fantasías sensibles.
Descartes llegó a decir que únicamente a tra-
vés del examen de las cosas sensibles, y sin recu-
rrir a los resultados de las investigaciones erudi-
tas, yo puedo descubrir la impostura de mis
sentidos y aprender a no confiar sino en la inte-
10
ligencia.a 1 Digo que veo un trozo de cera. Pero
¿qué es exactamente esta cera? Con seguridad,
no es ni el color blancuzco, ni el olor floral que
acaso todavía conservó, ni esa blandura que sien-
te mi dedo, ni ese ruido opaco que hace la cera
cuando la dejo caer. Nada de todo eso es consti-
tutivo de la cera, porque puede perder todas
esas cualidades sin dejar de existir, por ejemplo
si la hago fundir y se transforma en un líquido
incoloro, sin un olor apreciable y que ya no re-
siste a la presión de mi dedo. Sin embargo, digo
que la misma cera sigue estando ahí. Entonces,
¿cómo hay que entenderlo? Lo que permanece,
a pesar del cambio de estado, no es más que un
fragmento de materia sin cualidades, y en su
punto límite cierto poder de ocupar el espacio,
de recibir diferentes formas, sin que ni el espa-
cio ocupado ni la forma recibida sean en modo
alguno determinados. Ese es el núcleo real y per-
manente de la cera. Sin embargo, es manifiesto
que esa realidad de la cera no se revela solamen-
te a los sentidos, porque ellos siempre me ofre-
cen objetos de un tamaño y una forma determi-
nados. En consecuencia, la verdadera cera no se
11
ve con los ojos.b Sólo es posible concebirla con
la inteligencia. Cuando yo creo ver la cera con mis
ojos, lo único que hago es pensar, a través de las
cualidades que caen por su propio peso, en la cera
desnuda y sin cualidades que es su fuente común.
Para Descartes, por lo tanto —y durante mucho
tiempo esta idea fue omnipotente en la tradición
filosófica en Francia—, la percepción no es más
que un comienzo de ciencia todavía confusa. La
relación de la percepción con la ciencia es la de
la apariencia con la realidad. Nuestra dignidad
es remitimos a la inteligencia, que es la única que
nos descubrirá la verdad del mundo.
Hace un rato, cuando dije que el pensamiento
y el arte moderno rehabilitan la percepción y el
mundo percibido, naturalmente no quise decir
que negaban el valor de la ciencia, ya sea como
instrumento del desarrollo técnico o como escue-
la de exactitud y veracidad. La ciencia fue y sigue
siendo el campo donde debe aprenderse lo que es
una verificación, lo que es una investigación es—
crupulosa, lo que es la critica de uno mismo y de
sus propios prejuicios. Bueno era que se esperara
todo de ella en un tiempo donde aún no existía.
Pero la cuestión que el pensamiento moderno
plantea a su respecto no está destinada a impug-
narle la existencia o a cerrarle ningún campo. Se
trata de saber si la ciencia ofrece u ofrecerá una
representación del mundo que sea completa, que
12
se baste, que de algún modoC se cierre sobre si
misma de tal manera que no tengamos ya que
plantearnos ninguna cuestión válida más allá. No
se trata-de negar o limitar la ciencia; se trata de sa-
ber si ella tiene el derecho de negar o excluir co-
mo ilusorias todas las búsquedas que no proce-
den, como ella, por medidas, comparaciones y que
no concluyen con leyes tales como las de la física
clásica, encadenando tales consecuencias a tales
condiciones. No sólo esta cuestión no señala nin-
guna hostilidad respecto de la ciencia, sino que in-
cluso es la propia ciencia la que, en sus desarrollos
más recientes, nos obliga a plantearla y nos invita
a responderla negativamente.
Porque, desde fines del siglo XIX, los sabios se
acostumbraron a considerar sus leyes y teorías no
ya como la imagen exacta de lo que ocurre en la
Naturaleza, sino como esquemas siempre más
simples que el acontecimiento natural, destinados
a ser corregidos por una investigación más preci-
sa, en una palabra, como conocimientos aproxi-
mados. Los hechos que nos propone la experien-
cia están sometidos por la ciencia a un análisis que
no podemos esperar que alguna vez se concluya,
puesto que no hay límites a la observación y por-
que siempre es posible imaginarla más completa o
exacta de lo que es en un momento determinado.
Lo concreto, lo sensible asignan a la ciencia la ta-
rea de una elucidación interminable, y de esto re-
13
sulta que no es posible considerarlo, a la manera
clásica, como una simple apariencia destinada a
que la inteligencia científica la supere. El hecho
percibido y, de una manera general los aconteci-
mientos de la historia del mundo no pueden ser
deducidos de cierta cantidad de leyes que com-
pondrían la cara permanente del universo; a la in-
versa, es la ley precisamente una expresión apro-
ximada del acontecimiento físico y deja subsistir
su opacidad. El sabio de hoy no tiene ya, como el
del período clásico, la ilusión de acceder al cora-
zón de las cosas, al objeto mismo. En este punto,
la física de la relatividad confirma que la objetivi-
dad absoluta y última es un sueño, mostrándonosd
cada observación estrictamente ligada a la posi-
ción del observador, inseparable de su situación, y
rechazando la idea de un observador absoluto. En
la ciencia, no podemos jactarnos de llegar me-
diante el ejercicio de una inteligencia pura y no si-
tuada a un objeto puro de toda huella humana y
tal como Dios lo vería. Lo cual nada quita a la ne-
cesidad de la investigación científica y sólo com-
bate el dogmatismo de una ciencia que se consi-
deraría el saber absoluto y total. Simplemente,
esto hace justicia a todos los elementos de la ex-
periencia humana, y en particular a nuestra per-
cepción sensible.
Mientras que la ciencia y la filosofía de las cien-
cias abrian así la puerta a una exploración del
14
mundo percibido, la pintura, la poesía y la filoso—
fía entrabane resueltamente en el dominio que les
era así reconocido y nos daban de las cosas, del es-
pacio, de los animales y hasta del hombre visto
desde afuera, tal y como aparece en el campo de
nuestra percepción, una visión muy nueva y muy
característica de nuestro tiempo. En nuestras pró-
ximas conversaciones nos gustaría describir algu-
nas de las adquisiciones de esta búsqueda.
15
2. Exploración del mundo
percibido: el espacio
17
de la experiencia, querría encontrar hoy un ejem-
plo en la idea que en primer lugar parece la más
clara de todas: la idea de espacio. La ciencia clási-
ca está fundada en una distinción clara del espa-
cio y el mundo físico. El espacio es el medio ho-
mogéneo donde las cosas están distribuidas según
tres dimensiones, y donde conservan su identidad
a despecho de todos los cambios de lugar. Hay
muchos casos en los que, por haber desplazado un
objeto, se ve que sus propiedades cambian —como,
por ejemplo, el peso, si se transporta el objeto del
polo al ecuador, o incluso la forma, si el aumento
de la temperatura deforma el sólido—. Pero justa-
mente tales cambios de propiedades no son impu-
tables al propio desplazamiento, ya que el espacio
es el mismo en el polo y en el ecuador; son las
condiciones físicas de temperatura las que varían
aquí y allá; el campo de la geometría sigue siendo
rigurosamente distinto del de la física, la forma y
el contenido del mundo no se mezclan. Las pro-
piedades geométricas del objeto seguirían siendo
las mismas en el curso de su desplazamiento, de
no ser por las condiciones físicas variables a las
que se ve sometido. Tal era el presupuesto de la
ciencia clásica. Todo cambia cuando, con las geo-
metrías llamadas no euclidianas, se llega a conce—
bir el espacio como una curvatura propia, una al-
teración de las cosas por el solo hecho de su
desplazamiento, una heterogeneidad de las partes
del espacio y de sus dimensiones que dejan de ser
sustituibles una por otra y afectan a los cuerpos
que en él se desplazan con ciertos cambios. En vez
18
de un mundo donde la parte de lo idéntico y la
del cambio están estrictamente delimitadas y re-
feridas a principios diferentes, tenemos un mundo
donde los objetos no podrían encontrarse consigo
mismos en una identidad absoluta, donde forma
y contenido están como embrollados y mezclados y
que, finalmente, ha dejado de ofrecer esa armadu-
ra rígída que le suministraba el espacio homogé-
neo de Euclides. Se vuelve imposible distinguir ri-
gurosamente el espacio y las cosas en el espacio, la
mera idea del espacio y el espectáculo concreto
que nos dan nuestros sentidos.
Pero las investigaciones de la pintura moderna
concuerdan curiosamente con las de la ciencia.
La enseñanza clásica distingue el dibujo y el co-
lor:a se dibuja el esquema espacial del objeto,
luego se lo llena de colores. Cézanne, por el con-
trario, dice: “a medida que se pinta, se dibuja”,2
—queriendo decir que ni en el mundo percibido
ni sobre el cuadrob que lo expresa, el contorno y
la forma del objeto no son estrictamente distin-
tos de la cesación o la alteración de los colores,
de la modulación coloreada que debe contener-
10 todo: forma, color propio, fisonomía del obje-
19
to, relación con los objetos vecinos—. Cézanne
quiere engendrar el contorno y la forma de los
objetos como la naturaleza los engendra bajo
nuestra mirada: mediante la disposición de los
colores. Y de ahí proviene que la manzana que
pinta, estudiada con una paciencia infinita en su
textura coloreada, termina por hincharse, por es-
tallar fuera de los límites que le impondría el jui-
cioso dibujo.
En este esfuerzo por recuperar elmundo tal y
como lo captamos en la experiencia vivida, todas
las precauciones del arte clásico vuelan en peda-
zos. La enseñanza clásica de la pintura está basa-
da en la perspectiva, es decir, que el pintor, en
presencia por ejemplo de un paisaje, decide no
poner sobre su tela más que una representación
totalmente convencional de lo que ve. Ve el árbol
a su lado, luego fija su mirada más lejos, sobre la
ruta; luego, finalmente, la dirige al horizonte, y,
según el punto que fije, las dimensiones aparen-
tes de los otros objetos son continuamente modi-
ficadas. En su tela, se las arreglará para no hacer
figurar más que un acuerdo entre esas diversas vi-
siones, se esforzará por encontrar un común de-
nominador a todas esas percepciones atribuyen-
do a cada objeto no el tamaño y los colores y el
aspecto que presenta cuando el pintor lo mira si-
no un tamaño y un aspecto convencional, los que
se ofrecerían a una mirada dirigida sobre la línea
del horizonte en cierto punto de fuga hacia el
cual se orientan en adelante todas las líneas del
paisaje que corren del pintor hacia el horizonte.
20
En consecuencia, los paisajes así pintados tienen
el aspecto apacible, decente, respetuoso que les
viene del hecho de que están dominados por una
mirada fijada en el infinito. Están a distancia, el
espectador no está comprometido con ellos, es-
tán en buena compañía,C y la mirada se desliza
con facilidad sobre un paisaje sin asperezas que
nada opone a su facilidad soberana. Pero no es así
como el mundo se presenta a nosotros en el con-
tacto con él que nos da la percepción. A cada mo—
mento, mientras nuestra mirada viaja a través del
panorama, estamos sometidos a cierto punto de
vista, y esas instantáneas sucesivas, para una par-
te determinada del paisaje, no son superponibles.
El pintor sólo logró dominar esa serie de visiones
y extraer un solo paisaje eterno a condición de in-
terrumpir el modo natural de visión: a menudo
cierra un ojo, mide con su lápiz el tamaño apa-
rente de un detalle, el que modifica con ese pro-
cedimiento, y, sometiéndolos a todos a esa visión
analítica, construye así sobre su tela una repre-
sentación del paisaje que no corresponde a nin-
guna de las visiones libres, domina su desarrollo
agitado, pero al mismo tiempo suprime su vibra-
ción y su vida. Si muchos pintores, desde Cézan-
ne, se negaron a someterse a la ley de la perspec-
tiva geométrica, es porque querían volver a
adueñarse de él y ofrecer el propio nacimiento
21
del paisaje bajo nuestra mirada, porque no se con-
tentaban con un informe—analítico y querían al-
canzar el propio estilo de la experiencia percep-
tiva. Las diferentes partes de su cuadro, pues, son
vistas desde diferentes puntos de vista, que dan al
espectador desatento la impresión de “errores de
perspectiva”; pero a quienes miran atentamente
dan la sensación de un mundo donde dos objetos
jamás son vistos simultáneamente, donde, entre
las partes del espacio, siempre se interpone la du-
ración necesaria para llevar nuestra mirada de
una a otra, donde el ser, por consiguiente, no está
dado, sino que aparece o se transparenta a través
del tiempo.
Por lo tanto, el espacio no es ya ese medio de
las cosas simultáneas que podría dominar un ob-
servador absoluto igualmente cercano a todas
ellas, sin punto de vista, sin cuerpo, sin situación
espacial, en suma, pura inteligencia. El espacio
de la pintura moderna, decía hace poco Jean
Paulhan, es el “espacio sensible al corazón”,3
donde también nosotros estamos situados, cerca-
no a nosotros, orgánicamente ligado a nosotros…
“Es posible que en un tiempo consagrado a la
medida técnica, y como devorado por la canti-
dad, agregaba Paulhan, el pintor cubista celebre
22
a su manera, en un espacio acordado no tanto a
nuestra inteligencia como a nuestro corazón, al—
guna sorda boda y reconciliación del mundo con
el hombre”.4 *
Tras la ciencia y la pintura, también la filosofía
y sobre todo la psicología parecen percatarse de
que nuestras relaciones con el espacio no son las
de un puro sujeto desencarnado con un objeto le-
jano, sino las de un habitante del espacio con su
medio familiar. Ya sea, por ejemplo, comprender
esa famosa ilusión óptica ya estudiada por Male-
branche y que hace que la Luna, al levantarse,
cuando aún está en el horizonte, nos parezca mu-
cho más grande que cuando llega al cenit.5 Aquí,
Malebranche suponía que la percepción humana,
por una suerte de razonamiento, sobrestima el ta-
maño del astro. En efecto, si lo miramos a través
de un tubo de cartón o una caja de fósforos, la
ilusión desaparece. Por lo tanto se debe a que, al
salir, la luna se presenta a nosotros más allá de los
campos, los muros, los árboles, y esa gran canti-
dad de objetos interpuestos nos hace sensible su
gran distancia, de donde inferimos que, para con-
servar el tamaño aparente que tiene, al estar sin
23
embargo tan alejada, es preciso que la luna sea
muy grande. Aquí, el sujeto que percibe sería
comparable al sabio que juzga, estima, infiere, y
el tamaño percibido en realidad sería figurado.
No es así como la mayoría de los psicólogos de
hoy comprenden la ilusión de la luna en el hori-
zonte. Han descubierto mediante experiencias si-
temáticas que es una propiedad general de nues-
tro campo de percepción el hecho de implicar
una notable constancia de los tamaños aparentes
en el plano horizontal, mientras que, por el con-
trario, disminuyen muy rápido con la distancia en
un plano vertical, y eso sin duda porque el plano
horizontal, para nosotros, seres terrestres, es
aquel donde se realizan los desplazamientos vita-
les, donde se da nuestra actividad. Así, lo que Ma-
lebranche interpretaba por la actividad de una
pura inteligencia, los psicólogos de esta escuela lo
refieren a una propiedad natural de nuestro cam-
po de percepción, de nosotros, seres encarnados y
obligados a moverse sobre la tierra. Tanto en psi-
cología como en geometría, la idea de un espacio
homogéneo ofrecido por completo a una inteli-
gencia incorpórea es reemplazada por la de un
espacio heterogéneo, con direcciones privilegia-
das, que se encuentran en relación con nuestras
particularidades corporales y nuestra situación de
seres arrojados al mundo. Tropezamos aquí por
primera vez con esa idea de que el hombre no es
un espíritu y un cuerpo, sino un espíritu con un
cuerpo, y que sólo accede a la verdad de las cosas
porque su cuerpo está como plantado en ellas. La
24
próxima conversación nos mostrará que esto no
sólo es cierto con respecto al espacio, y que, en
general, todo ser exterior sólo nos es accesible a
través de nuestro cuerpo, y revestido de atributos
humanos que también hacen de él una mezcla de
espíritu y cuerpo.
25
3. Exploración del mundo
percibido: las cosas
sensibles
27
nificación afectiva que la pone en corresponden-
cia con las de los otros sentidos. Por ejemplo, co-
mo bien lo saben quienes han tenido que escoger
cortinajes para un apartamento, cada color des-
prende una suerte de atmósfera moral, que lo
toma triste o alegre, deprimente o estimulante; y
como lo mismo ocurre con los sonidos o los da-
tos táctiles, puede decirse que cada uno equivale
a cierto sonido o cierta temperatura. Y esto es lo
que hace que algunos ciegos, cuando se les des-
criben los colores, logren representárselos por la
analogía con un sonido, por ejemplo. En conse-
cuencia, a condición de que se reemplace la cua-
lidad en la experiencia humana que le confiere
cierta significación emocional, su relación con
otras que nada tienen en común con ella comien-
za a volverse comprensible. Hay incluso cualida-
des, muy cuantiosas en nuestra experiencia, que
casi no tienen ningún sentido si se dejan fuera las
reacciones que suscitan por parte de nuestro
cuerpo. Esto ocurre con lo meloso. La miel es un
fluido aminorado; tiene cierta consistencia, se de—
ja agarrar, pero luego, solapadamente, se desliza
de los dedos y vuelve a sí mismo. No sólo se des—
hace no bien se la moldeó sino que, invirtiendo
los papeles, es ella quien se apodera de las manos
de quien quería agarrarla. La mano viva, explora-
dora, que creía dominar el objeto, se ve atraída
por él y enviscada en el ser exterior. “En un sen-
tido —escribe Sartre, a quien se debe este bello
análisis—, es como una docilidad suprema de lo
poseído, una fidelidad canina que se ofrece, hasta
28
cuando ya no se la quiere, y, en otro sentido, bajo
esta docilidad, es una solapada apropiación del
poseedor por el poseído.”1 Una cualidad como lo
meloso —y esto es lo que la vuelve capaz de sim-
bolizar toda una conducta humana— sólo se com-
prende por el debate que establece entre yo co-
mo sujeto encarnado y el objeto exterior que es
su portador; de esta cualidad sólo hay una defini-
ción humana.
Sin embargo, así considerada, cada cualidad se
abre sobre las cualidades de los otros sentidos. La
miel es azucarada. Pero lo azucarado, “dulzura in-
deleble […] que permanece indefinidamente en
la boca y sobrevive a la deglución”,2 es en el orden
de los sabores esa misma presencia pringosa que
la viscosidad de la miel realiza en el orden del tac-
to. Decir que la miel es viscosa y decir que es azu-
carada son dos maneras de decir lo mismo, o sea,
cierta relación de la cosa con nosotros, o cierta
conducta que nos sugiere o nos impone, cierta
manera que tiene de seducir, de atraer, de fascinar
al sujeto libre que se ve enfrentado con ella. La
miel es cierto comportamiento del mundo para
con mi cuerpo y conmigo. Y eso es lo qUe hace
que las diferentes cualidades que posee no estén
simplemente yuxtapuestas en ella sino, por el
contrario, que sean idénticas en la medida en que
todas manifiesten la misma manera de ser o de
29
conducirse en la miel. La unidad de la cosa no es-
tá detrás de cada una de sus cualidades: es reafir-
mada por cada una de ellas, cada una de ellas es la
cosa entera. Cézanne decía que se debe poder
pintar el olor de los árboles.3 En el mismo senti-
do, Sartre escribe, en El ser y la nada, que cada
cualidad es “reveladora del ser” del objeto.4 “El
amarillo del limón —prosigue— está extendido a to-
do lo largo de sus cualidades, y cada una de ellas
está extendida a todo lo largo de cada una de las
otras. Es la acidez del limón lo que es amarillo, es
el amarillo del limón lo que es ácido; uno come el
color de una torta y el gusto de dicha torta es lo
que devela su forma y su color, en lo que llama-
ríamos la intuición alimentaria. .. La fluidez, la ti-
bieza, el color azulado, la movilidad ondulada del
agua de una piscina son ofrecidas de golpe unas a
través de las otras.”5
Por lo tanto, las cosas no son simples objetos
neutros que contemplamos; cada una de ellas
simboliza para nosotros cierta conducta, nos la
evoca, provoca por nuestra parte reacciones favo-
rables o desfavorables, y por eso los gustos de un
hombre, su carácter, la actitud que adoptó res-
pecto del mundo y del ser exterior, se leen en los
objetos que escogió para rodearse, en los colores
que prefiere, en los paseos que hace. Claudel di-
30
ce que los chinos construyen jardines de piedras
donde todo es rigurosamente seco y descarnado.6
En esta mineralización del entorno hay que leer
un rechazo de la humedad vital y como una pre-
ferencia por la muerte. Los objetos que obsesio-
nan nuestros sueños, de la misma manera, son sig-
nificativos. Nuestra relación con las cosas no es
una relación distante, cada una de ellas habla a
nuestro cuerpo y nuestra vida, están revestidas de
características humanas (dóciles, suaves, hostiles,
resistentes) e inversamente viven en nosotros co-
mo otros tantos emblemas de las conductas que
queremos o detestamos. El hombre está investido
en las cosas y éstas están investidas en él. Para ha-
blar como los psicoanalistas, las cosas son com—
plejas. Es lo que quería decir Cézanne cuando ha-
blaba de cierto “halo” de las cosas que hay que
traducir en la pintura.7
Es lo que quiere decir también un poeta con-
temporáneo, Francis Ponge, que ahora me gustaría
31
tomar como ejemplo. En un estudio que le dedi-
caba, Sartre escribía: las cosas “vivieron en él du-
rante largos años, tapizaron el fondo de su memo-
ria, formaron parte, estuvieron presentes en cada
partícula de su ser [.. .]. Mucho más que determi-
nar sus cualidades luego de observaciones escru-
pulosas, su esfuerzo actual se dirige a desalojar del
fondo de sí mismo, y traducir, a esos monstruos
bullentes y floridos”.8 Y, en efecto, la esencia del
agua, por ejemplo, y de todos los elementos, no se
encuentra tanto en sus propiedades observables
como en lo que ellos nos dicen a nosotros.
Esto es
lo que Ponge dice del agua:
32
lo que rechaza toda forma para obedecer a la
gravedad. Y que pierde toda compostura debido
a esa idea fija, ese escrúpulo enfermizo. [..]
Inquietud del agua: sensible al menor cambio
del declive. Saltando las escaleras con ambos pies
a la vez. Juguetona, de obediencia pueril, vol-
viendo inmediatamente cuando se la llama al
cambiar la inclinación de ese lado.9
33
sitio donde el deseo humano se manifiesta ose
“cristaliza”.
Por consiguiente, es una tendencia bastante ge-
neral reconocer,a entre el hombre y las cosas, no
ya esa relación de distancia y dominación que
existe entre el espíritu soberano y el fragmento
de cera en el famoso análisis de Descartes, sino
una relación no tan clara, una proximidad verti—
ginosa que nos impide apoderarnos como un pu-
ro espíritu desligado de las cosas o definirlas co-
mo puros objetos y sin ningún atributo humano.
Tendremos que volver sobre esta observación
cuando, al final de estas conversaciones, busque-
mos cómo nos llevan a representamos la situa-
ción del hombre en el mundo.
34
4. Exploración del mundo
percibido: la animalidad
35
través del aspecto humano que cada cosa adopta
bajo una mirada humana.3
En este mundo así transformado, empero, no
estamos solos, ni siquiera entre hombres. También
se ofrece a animales, niños, primitivos, locos que
lo habitan a su manera, que, también ellos, coexis-
ten con él, y hoy veremos que al recuperar el
mundo percibidob volvemos a ser capaces de en-
contrar más sentido a esas formas extremas o abe-
rrantes de la vida o la conciencia, y más interés
por ellas, de tal modo que finalmente es el espec-
táculo entero del mundo y del hombre mismo los
que reciben una nueva significación.C
Es muy conocido que el pensamiento clásico
no da mucha importancia al animal, al niño, al pri-
36
mitivo ni al loco. Recordemos que, en un animal,
Descartes no veia nada más que una suma de rue-
das, palancas, resortes,1 en fin, nada más que una
máquina; en el pensamiento clásico, cuando el
animal no era una máquina era un esbozo de
hombre, y muchos entomologistas no temieron
proyectar en él los rasgos principales de la vida
humana. El conocimiento de los niños y de los en-
fermos durante mucho tiempo siguió siendo rudi-
mentario en virtud de los mismos prejuicios: las
preguntas que el médico o el experimentador les
formulaban eran preguntas de hombre,d no se tra-
taba tanto de comprender cómo viven por su
cuenta como de medir la distancia que los separa
del adulto 0 del hombre sano en sus desempeños
corrientes. En cuanto a los primitivos, o bien se
buscaba en ellos una imagen embellecida del civi-
lizado o, por el contrario, como Voltaire en el En—
sayo sobre las costumbres,2 en sus costumbres o
creencias no se encontraba otra cosa que una se-
rie de absurdidades inexplicables. Todo ocurre co-
mo si el pensamiento clásico se hubiera manteni-
37
do en un dilema: o bien el ser con que tenemos
que habérnosla es asimilable a un hombre, y en-
tonces está permitido atribuirle por analogía las
características generalmente reconocidas al hom-
bre adulto y sano, o bien no es nada más que una
mecánica ciega, un caos víviente,'y entonces no
hay ningún medio de encontrarle un sentido a su
conducta.
¿Por qué tantos escritores clásicos muestran in-
diferencia para con los animales, los niños, los lo-
cos, los prímitivos?º Porque están persuadidos de
que hay un hombre consumado, destinado a ser
“dueño y poseedor” de la naturaleza, como decía
Descartes,3 y por lo tanto capaz por principio de
penetrar hasta el ser de las cosas, de constituir un
conocimiento soberano, descifrar todos los fenó-
menos, y no sólo los de la naturaleza física sino
también los que nos muestran la historia y la so-
ciedad humanas, explicarlos por sus causas y por
último encontrar en algún accidente de su cuerpo
la razón de las anomalías que mantienen al niño,
al primitivo, al loco, al animal alejados de la ver-
dad.f Para el pensamiento clásico hay una razón
38
de derecho divino, ya sea en efecto porque conci-
ba la razón humana como el reflejo de una razón
creadora o porque, incluso tras haber renunciado
a toda teología, postule, como ocurre con frecuen-
cia, un acuerdo de principio entre la razón de los
hombres y el ser de las cosas.8 En tal perspectiva,
las anomalías de que hablamos sólo pueden tener
el valor de curiosidades psicológicas, a las que in-
dulgentemente se les hace un sitio en un rincón
de la psicología y la sociología “normales”.
Pero justamente es esa convicción, o más bien
ese dogmatismo, lo que cuestionan una ciencia y
una reflexión más maduras. Queda absolutamen-
te claro que ni el mundo del niño, ni el del pri-
mitivo, ni el del enfermo, ni, con mayor razón, el
del animal, en la medida en que podemos recons-
tituirlo a través de su conducta, constituyen sis-
temas coherentes y que, por el contrario, el del
hombre sano, adulto y civilizado se esfuerza ha-
cia esa coherencia. Pero el punto esencial es que
no la posee, que dicha coherencia sigue siendo
una idea o un límite jamás alcanzado de hecho, y
que, por consiguiente, lo “normal” no puede ce-
rrarse sobre si, debe preocuparse por comprender
39
anomalías de las que nunca está totalmente exen-
to. Está invitado a examinarse sin indulgencia, a
redescubrir en si mismo todo tipo de fantasías,
ensoñaciones, conductas mágicas, fenómenos os-
curos, que permanecen omnipotentes en su vida
privada y pública, en sus relaciones con los otros
hombres, que hasta dejan, en su conocimiento de
la naturaleza, todo tipo de lagunas por las que se
insinúa la poesía. El pensamiento adulto, normal
y civilizado vale más que el infantil, mórbido o
bárbaro pero con una condición, y es que no se
considere como pensamiento de derecho divino,
que se mida cada vez más honestamente con las
oscuridades y dificultades de la vida humana, que
no pierda el contacto con las raíces irracionales
de esta vida y que, por último, la razón reconoz-
ca que también su mundo está inconcluso, que
no finja haber superado lo que se limitó a ocultar
y no tome como indiscutibles una civilización y
un conocimiento cuya función más alta, por el
contrario, es la impugnación.h
Precisamente, en este espíritu, el arte y el pen-
samiento modernos reconsideran,i con un interés
renovado, las formas de existencia más alejadas de
nosótros, porque manifiestan ese movimiento me-
diante el cual todos los seres vivos y nosotros mis-
mos tratamos de dar forma a un mundo que no
40
está predestinado a las empresas de nuestro cono-
cimiento y de nuestra acción. Mientras que el ra-
cionalismo clásico no poníaj ningún medio entre
la materia y la inteligencia y ponía a los seres vi-
vos, si no son inteligentes, en el rango de simples
máquinas, y la noción misma de vida en el de las
ideas confusas, los psicólogos de hoy, por el con-
trario, nos muestran que hay una percepción de la
vida cuyas modalidades intentan describir. El año
pasado, el señor Michotte,k de Lovaina, en un in-
teresante trabajo sobre la percepción del movi—
miento,4 mostraba que ciertos desplazamientos de
rasgos luminosos sobre una pantalla nos dan in—
cuestionablemente la impresión de un movimien-
to vital. Por ejemplo, si dos rasgos verticales y pa-
ralelos se alejan uno de otro, y luego, mientras el
primero prosigue su movimiento, el segundo in-
vierte el suyo y vuelve a ubicarse, respecto del pri-
mero, en la posición de partida, irresistiblemente
tenemos la sensación de asistir a un movimiento
de reptación, aunque la figura expuesta a nuestras
miradas en nada se asemeje a una oruga ni pueda
evocar su forma. Aquí es la propia estructura del
movimiento lo que sedeja leer como movimien-
to “vital”. El desplazamiento de las lineas observa-
do aparece a cada instante como momento de una
41
acción global mediante la que cierto ser cuyo fan-
tasma vemos1 sobre la pantalla realiza en su pro-
vecho un transporte espacial. Durante la “repta-
ción”, el espectador cree ver una materia virtual,
una suerte de protoplasma ficticio que se desliza
desde el centro del “cuerpo” hasta las prolongacio-
nes móviles que lanza por delante. Así, diga lo que
diga acaso una biología mecanicista,m el mundo
en que vivimos, en todo caso, no está hecho tan
sólo de cosas y de espacio; algunos de esos frag-
mentos de materia que llamamos seres vivos se
ponen a dibujar en su entorno y a través de sus
gestos o su comportamiento una visión de las co-
sas que es la suya y que se nos aparecerá tan sólo
si nos prestamos al espectáculo de la animalidad,
coexistimos con ella en vez de negarle temeraria-
mente toda especie de interioridad.
En experiencias de hace ya veinte años, el psi-
cólogo alemán Kóhler trataba de describir la es-
tructura del universo de los chimpancés.5 Justa-
mente, observaba que la originalidad de la vida
animal no puede aparecer mientras, como ocurría
con muchas experiencias clásicas, se le plantean
problemas que no son los suyos. La conducta del
perro puede resultar absurda y maquinal mientras
el problema que debe resolver sea hacer funcio-
…
bramos".
Inciso suprimido durante la grabación.
5 Wofgang Kóhler, L'Intelligence des singes supérieurs, Pa-
rís, Alcan, 1927.
42
nar una cerradura, o actuar sobre una palanca.n
Esto no implica que, considerado en su vida es-
pontánea y frente a las cuestiones que plantea, el
animal no trate a su entorno según las leyes de
una suerte de física ingenua, no capte algunas re-
laciones y las utilice para lograr ciertos resultados,
en fin, no elabore las inf1uencias del medio de una
manera característica de la especie.
Precisamente porque el animal es el centro de
una suerte de “organización” del mundo, porque
tiene un comportamiento, porque, en los tanteos
de una conducta poco segura, y poco capaz, de
adquisiciones acumuladas,º muestra a las claras el
esfuerzo de una existencia arrojada en un mundo
cuya clave desconoce, sin duda, precisamente por-
que nos recuerda así nuestros fracasos y nuestros
límites la vida animal, representa un papel inmen-
so tanto en las ensoñacionesp de los primitivos co-
mo en lasq de nuestra vida oculta.r Freud mostró
43
que la mitología animal de los'primitivos es re-
creada en cada niño a cada generación, que el ni-
ño se ve, ve a sus padres y los conflictos que tiene
con ellos en los animales que encuentra,5 al pun-
to de que el caballo, en los sueños de Juanito,6 se
convierte en una potencia maléfica tan indiscuti-
ble como los animales sagrados de los primitivos.
El señor Bachelard, en un estudio sobre Lautréa-
mont,7 observa que se encuentran 185 nombres
de animales en las 247 páginas de los Cantos de
Maldoror. Hasta un poeta como Claudel, que, co-
mo cristiano, podría verse expuesto a subestimar
todo cuanto no es el hombre, encuentra la inspi-
ración del Libro de Job y pide que se “interrogue
a los animales”…8
Hay una estampa japonesa que representa un
elefante rodeado por ciegos —escribe—. Se trata
de una misión delegada para identificar esa in—
tervención monumental a través de nuestros
44
asuntos humanos. El primero rodea una de las
patas y dice: “Es un árbol”. “Es cierto, dice el se—
gugb, que desdubrió las orejas, y aquí están las
hojas.” “De ninguna manera, dice el tercero, pa—
seando su mano sobre el flanco, ¡es un muro!”
“Es un cordel”, exclama el cuarto, agarrando la
cola. “Es un tubo”, replica el quinto, que trope-
zó con la trompa…
Así, prosigue Claudel, ocurre con nuestra Ma-
dre, la Santa Iglesia católica, que del animal sa-
grado posee la masa, el andar y el temperamen-
to bonachón, sin hablar de esa doble defensa de
puro marfil que le sale de la boca. La estoy vien-
do, con las cuatro patas en esas aguas que le lle-
gan directamente del paraíso, que, con la trom-
pa, extrae para bautizar copiosamente con ellas
a todo su enorme cuerpo.9
47
que el espíritu no es nada semejante, que es de
una naturaleza muy diferente, ya que humo y há—
lito, a su manera, son cosas, aunque sean muy su-
tiles; mientras que el espíritu no es para nada una
cosa, ya que no reside en el espacio, disperso co-
mo todas las cosas en cierta extensión, sino que,
por el contrario, está todo recogido, indiviso, no
siendo finalmente nada más que un ser que se re-
coge y se concentra irresistiblemente, se conoce.b
Se llegaba así a una noción pura del espíritu y a
una noción pura de la materia o de las cosas. Pero
está claro que dicho espíritu totalmente puro no
lo encuentro y por así decirlo no lo toco sino en
mi mismo. Los otros hombres jamás son para mi
puro espíritu: sólo los conozco a través de sus mi-
radas, sus gestos, sus palabras, en resumen a través
de su cuerpo.C Indudablemente, un otro dista mu-
cho para mi de reducirse a su cuerpo, precisamen-
te es ese cuerpo animado de todo tipo de inten-
ciones, sujeto de muchas acciones o propósitos de
los que yo me acuerdo y que contribuyen a dibu-
48
jar para mi su figura moral. Pero finalmente no
podría disociar a alguien de su silueta, de su tono,
de su acento. Al verlo un instante, de entrada lo
encuentro mucho mejor de lo que puedo hacerlo
enumerando todo cuanto sé de él por experiencia
y de oídas. Para nosotros, los demás son espíritus
que frecuentan un cuerpo, y, en la apariencia total
de dicho cuerpo, nos parece que está contenido
todo un conjunto de posibilidades de las que él es
su misma presencia.d Así, al considerar al hombre
desde afuera, o sea, en otro, es probable que me
vea llevado a reexaminar algunas distinciones que
sin embargo parecen imponerse, tales como la del
espíritu y el cuerpo.
Por consiguiente, veamos qué ocurre y razone-
mos con un ejemplo.º Supongamos que esté en
presencia de alguien que, por una u otra razón, es-
tá violentamente irritado conmigo. Mi interlocu-
tor se encoleriza, y yo digo que expresa su ira con
palabras violentas, gestos, gritos. .. Pero ¿dónde es-
tá, pues, esa ira? Me responderán: en el espíritu de
mi interlocutor. Eso no está muy claro. Porque fi-
nalmente esa maldad,ésa crueldad que leo en las
miradas de mi adversario, no puedo imaginarlas
separadas de sus gestos, de sus palabras, de su
49
cuerpo. Todo eso no ocurre fuera del mundo, y co-
mo en un santuario alejado más allá del cuerpof
del hombre encolerizado. Sin lugar a dudas, es aquí,
en esta habitación, y en este lugar de la habita-
ción, donde la ira estalla; es en el espacio entre él
y yo donde se despliega. Concedo que la ira de mi
adversario no se realiza sobre su rostro en el mis-
mo sentido en'que tal vez, en su momento, corran
lágrimas de sus ojos, se establezca un rictus sobre
su boca.g Pero finalmente la ira lo habita, y aflora
en la superficie de esas mejillas pálidas o violetas,
esos ojos inyectados en sangre, esa voz sibilante...
Y si, por un momento, abandono mi punto de vis-
ta de observador exterior sobre la ira, si intento
recordar cómo se me aparece a mi mismo cuando
estoy encolerizado, me veo obligado a confesar
que no ocurre otra cosa: la reflexión sobre mi pro-
pia ira no me muestra nada que sea separable o
que, por así decirlo, pueda ser separado de mi
cuerpo. Cuando recuerdo mi ira contra Paul, la
encuentro no en mi espíritu o en mi pensamien-
to, sino por completo entre yo que vociferaba y
ese detestable Paul que estaba tranquilamente
sentado y me escuchaba con ironía. Mi ira no era
nada más que una tentativa de destrucción de
Paul, que habrá permanecido verbal, si soy pacífi-
co, y hasta cortés, si soy educado; pero que en el
50
fondo ocurría en el espacio común donde inter—
cambiábamos argumentos a falta de golpes, y no
en mi. Sólo luego, al reflexionar sobre lo que es la
ira, y al observar que encierra cierta evaluación
(negativa) del otro, infiero: después de todo, la ira
es un pensamiento, estar encolerizado es pensar
que el otro es detestable, y este pensamiento, co—
mo los demás, así como lo mostró Descartes, no
puede residir en ningún fragmento de materia.
Por lo tanto, es espíritu. Por mucho que reflexio-
ne de este modo, no bien me vuelvo hacia la pro-
pia experiencia de ira,h que motiva mi reflexión,
debo confesar que no estaba fuera de mi cuerpo,
que no lo animaba desde afuera, sino que estaba
inexplicablemente con él.
Todo está en Descartes, como en todos los gran-
des filósofos, y así es como él, que había distingui-
do rigurosamente el espíritu del cuerpo, dijo que el
alma no era solamente, como el piloto en su nave,1
51
el jefe y el mando del cuerpo, sino más bien que le
estaba estrechamente unida, a tal punto que sufre
en él, como bien lo vemos cuando decimos que
nos duelen las muelas.
Sólo que, según Descartes, prácticamente no
se puede hablar de esta unión del alma y el cuer-
po, sólo es posible experimentarla por el uso de
la vida; para él, ocurra lo que ocurra con nuestra
condición de hecho, e incluso si en realidad, se—
gún sus propios términos, vivimos una verdade-
ra “mezcla” del espíritu con los cuerpos, esto no
nos quita el derecho de distinguir absolutamen-
te lo que está unido en nuestra experiencia, de
mantener en derecho la separación radical del
espíritu y el cuerpo, que es negada a causa de su
unión, y por último, de definir al hombre sin
considerar su estructura inmediata y tal y como
se aparece en la reflexión: como un pensamien-
to extrañamente unido a un aparato corporal, sin
que ni el mecanismo del cuerpo ni la transparen-
cia del pensamiento estén comprometidos por
su mezcla. Puede decirse que, desde Descartes,
incluso aquellos que más fielmente siguieron su
enseñanza no dejaron de preguntarse precisamen-
te cómo nuestra reflexión, que es reflexión so-
bre el hombre dado, puede liberarse de las con-
52
diciones a las que parece sometido en su situa-
ción de partida.i
Al describir esta situación,]. los psicólogos de
ahora insisten en el hecho de que no vivimos an-
te todo en la conciencia de nosotros mismos —ni
siquiera, por lo demás, en la conciencia de las co-
sas— sino en la experiencia del otro. Jamás nos
sentimos existir sino tras haber tomado ya con-
tacto con los otros, y nuestra reflexión siempre es
un retorno a nosotros mismos, que por otra par-
te debe mucho a nuestra frecuentación del otro.
Un lactante de algunos meses ya es muy hábil en
distinguir la benevolencia, la ira, el miedo sobre
el rostro del otro, en un momento en que no pue-
de haber aprendido mediante el examen de su
propio cuerpo los signos físicos de tales emocio-
nes. Por consiguiente, es porque el cuerpo del
otro, en sus diversas gesticulaciones, se le apare-
ce investido de entrada de una significación emo-
53
cional, es porque aprende a conocer el espiritu tan-
to como comportamiento visible como en la inti-
midad de su propio espíritu. Y el mismo adultok
descubre en su propia vida lo que su cultura, la
enseñanza, los libros, la tradición le enseñaron a
ver. El contacto de nosotros mismos con nosotros
mismos siempre se hace a través de una cultura,
por lo menos a través de un lenguaje que recibi-
mos desde afuera1 y que nos orienta en el cono-
cimiento de nosotros mismos. De tal modo que
finalmente el puro sí, el espíritu, sin instrumen-
tos ni historia, si realmente es como
una instancia
crítica que oponemos a la lisa y llana intrusión de
las ideas que nos son sugeridas por el medio, só-
lo se realiza en libertad efectiva mediante el ins-
trumento del lenguaje y participando en la vida
del mundo.…
De esto resulta una imagen del hombre y la hu-
manidad que es muy diferente de aquella de la que
partimos. La humanidad no es una suma de indi-
viduos, una comunidad de pensadores de los cua-
les cada uno, en su soledad, está seguro de ante—
mano de entenderse con los otros porque todos
participarían de la misma esencia pensante. Tam-
k
Según la grabación: “a su vez”.
l Durante la
grabación, el fin de la frase fue suprimida.
m
Según la grabación: “De tal modo que finalmente el pu-
ro si, el espíritu incorpóreo, sin instrumentos ni historia, si
realmente es como una instancia crítica que oponemos a la li-
sa y llana intrusión de las ideas que nos son sugeridaspor el
medio, sólo se realiza mediante el instrumento del lenguaje y
participando en la vida del mundo”.
54
poco, por supuesto, es un solo Serrl donde la plu-
ralidad de los individuos estaría fundada y desti-
nada a reabsorberse. Por principio, está en una si—
tuación inestable: nadie puede creer sino en lo
que reconoce por verdadero interiormente, y al
mismo tiempo nadie piensa ni se decide sino ya
tomado en ciertas relaciones con el otro que
orientan de preferencia hacia tal especie de opi-
niones. Todos están solos y nadie puede abstener-
se de los otros, no sólo por su utilidad -—que aquí
no está cuestionada—, sino por su felicidad. No
existe una vida entre varios que nos libere de la
carga de nosotros mismos, nos dispense de tener
una opinión; y no hay vida “interior” que no sea
como un primer ensayo de nuestras relaciones
con el otro. En tal situación ambigua donde nos
vemos arrojados porque tenemos un cuerpo y una
historia personal y colectiva, no podemos hallar
un reposo absoluto, incesantemente debemos tra-
bajar en reducir nuestras divergencias, explicar
nuestras palabras mal comprendidas, manifestar
lo que está oculto de nosotros, percibir al otro. La
razón y el acuerdo entre los espíritus no están a
nuestras espaldas, presuntamente se hallan ade-
lante, y somos tan incapaces de alcanzarlos defini-
tivamente como de renunciar a hacerlo.º
Es comprensible que nuestra especie, que se
internó de tal modo en una tarea que jamás esta-
55
rá terminada ni podría estarlo, y que no necesa—
riamente está destinada a lograrlo siquiera relati-
vamente, encuentre en esta situación un motivo
tanto de inquietud como de coraje. Ambos, a de-
cir verdad, no son más que uno. Porque la inquie-
tud es vigilancia, es la voluntad de juzgar, de sa-
ber lo que uno hace y lo que se propone. Si no
hay una fatalidad buena, tampoco hay una mala,
y el coraje es remitirse a uno y a los otros en la
medida en que a través de todas las diferencias de
las situaciones físicas y sociales, todos dejen apa—
recer en su conducta misma y en sus mismas re-
laciones la misma chispa que hace que los reco-
nozcamos, que necesitemos su asentimiento o su
crítica, que tengamos un destino común.p Sim-
plemente, ese humanismo de los modernos no
tiene ya el acento perentorio de los siglos prece-
dentes. Dejemos de alabarnos por ser una comu-
nidad de espíritus puros, veamos lo que realmente
son las relaciones mutuas en nuestras sociedades:
la myoría de las veces, relaciones de,amo a escla-
vo. No nos escudemos en nuestras buenas inten-
ciones, veamos en qué se convierten una vez fue-
ra de nosotros.q Hay algo sano en esa mirada
56
ajena que nos proponemos echar sobre nuestra
especie.r En Micromegas, Voltaire imaginó en
otros tiempos un gigante de otro planeta enfren-
tado con nuestras costumbres, que sólo podían
parecer irrisorias a una inteligencia más elevada
que la nuestra. Estaba reservado a nuestro tiem-
po juzgarse a si mismo no desde arriba, lo que es
amargo y malvado, sino, de alguna manera, desde
abajo.8 Kafka imagina a un hombre metamorfo-
seado en cucaracha2 y que deja caer sobre la fa-
milia una mirada de cucaracha. Imagina las in-
vestigaciones de un perro que tropieza con el
mundo humano.3 El describe sociedades encerra-
das en la cáscara de costumbres que se dieron, y
hoy Maurice Blanchot describe una ciudad dete-
nida en la evidencia de su ley,4 en la que cada
uno participa tan estrechamente que ya no expe-
rimenta su diferencia ni la de los otros. Ver al
hombre desde afuera es la crítica y la salud del
57
espíritu. Pero no, como Voltaire, para sugerir que
todo es absurdo. Mucho más para sugerir, como
Kafka, que la vida humana siempre está amena-
zada, y para preparar, por el humor, los momen-
tos raros y preciosos donde los hombres se reco—
nocen y se encuentran.t
58
6. El arte y el mundo
percibido
59
En efecto, ¿qué aprendimos al considerar el
mundo de la percepción? Aprendimos que, en es—
te mundo, es imposible separar las cosas y su ma-
nera de manifestarse. Indudablemente, cuando
defino una mesa como lo hace el diccionario —pla-
taforma horizontal sostenida por tres o cuatro so-
portes y sobre la cual se puede comer, escribir, et—
cétera—, puedo tener la sensación de alcanzar algo
así como la esencia de la mesab y me desintereso
de todos los accidentes con que puede acompa-
ñarse: forma de las patas, estilo de las molduras,
etcétera; pero eso no es percibir, es definir. Por el
contrario, cuando percibo una mesa, no me desin-
tereso de la manera en que ella realiza su función
de mesa, y es precisamente la manera siempre sin-
gular en que soporta su plataforma, es el movi-
miento, único, desde las patas hasta la plataforma,
que opone a la gravedad lo que me interesa y que
hace a cada mesa distinta de las demás. Aquí no
hay un detalle —fibra de la madera, forma de las
patas, hasta color y edad de dicha madera, graffi-
tis o rajaduras que señalan esa edad— que sea in—
significante, y la significación “mesa” no me inte—
resa sino en la medida en que emerge de todos los
“detalles” que encarnan su modalidad presente.C
Sin embargo, si me detengo en la escuela de la per-
cepción, me veo dispuesto a comprender la obra
60
de arte, porque también ella es una totalidad car-
nal donde la significación no es libre, por así de-
cirlo, sino ligada, cautiva de todos los signos, de to-
dos los detalles que me la manifiestan, de manera
que, como la cosa percibida, la obra de arte se ve
o se entiende y ninguna definición, ningún análi-
sis, por precioso que retroactivamente pueda ser y
para hacer el inventario de tal experiencia, podría
reemplazar la experiencia perceptiva y directa
que hago de ella.d
Esto no es tan evidente de primera intención.
Porque finalmente, la mayor parte de las veces, un
cuadro, como se dice, representa objetos; a menu-
do un retrato representa a alguien cuyo nombre
nos da el pintor. Después de todo, ¿no es la pintu-
ra comparable a esas flechas indicadoras en las es-
taciones que no tienen otra función sino dirigimos
hacia la salida o el andén? ¿O incluso a esas foto—
grafías exactas que nos permiten examinar el ob-
jeto en su ausencia y que retienen todo lo esen-
cial? Si fuera cierto, el objetivo de la pintura sería
la apariencia, y su significación estaría totalmente
fuera del cuadro, en las cosas que significa,& en el
tema. Sin embargo, precisamente contra esta con-
cepción se alzó toda pintura válida, y los pintores
luchan muy conscientemente contra ella desde
hace por lo menos cien años. Según Joachim Gas-
quet, Cézanne decía que el pintor se apodera de
un fragmento…de naturaleza “y lo vuelve absoluta-
61
mente pintura”.l Hace treinta años, Braque escri-
bía, más claramente todavía, que la pintura no tra-
taba de “reconstituir un hecho anecdótico” sino de
“constituir un hecho pictórico”.2 Por consiguiente,
la pintura sería no una imitación del mundo, sino
un mundo por si. Y esto significa que, en la expe-
riencia de un cuadro, no hay ninguna remisión a la
cosa natural, en la experiencia estética del retrato
ninguna mención a su “semejanza” con el modelof
(los que ordenan retratos a menudo los quieren
parecidos, pero es porque tienen más vanagloria
que amor por la pintura]. Sería demasiado largo
buscar aquí por qué, en tales condiciones, los
pintores no fabrican de punta a punta, como lo
han hecho en ocasiones, objetos poéticos inexis-
tentes.g Contentémonos con observar que, hasta
cuando trabajan sobre objetos reales, su objetivo
jamás es evocar el propio objeto sino fabricar so—
bre la tela un espectáculo que se baste a sí mismo.
La distinción que a menudo se hace entre el tema
del cuadro y la manera del pintor no es legítima
porque, para la experiencia estética,h todo el tema
62
está en la manera en que las uvas, la pipa o el pa-
quete de cigarrillos están constituidos por el pin-
tor sobre la tela. ¿Queremos decir que en arte
únicamente la forma importa, y no lo que se dice?
De ninguna manera. Queremos decir que la for—
ma y el fondo, lo que se dice y la manera en que
se lo dice no pueden existir por separado. En su-
ma, nos limitamos a comprobar esa evidencia de
que, si puedo representarme de una manera sufi-
ciente, según su función, un objeto o una herra-
mienta que jamás vi, por lo menos en sus rasgos
generales; en cambio, los mejores análisis no pue-
den darme la sospecha de qué es una pintura de
la que jamás vi ningún ejemplar. Por consiguiente,
no se trata, en presencia de un cuadro, de multi-
plicar las referencias al tema, a la circunstancia
histórica, si la hay, que está en el origen del cua- _
dro; se trata, como en la percepción de las mismas
cosas, de contemplar, de percibir el cuadro según
las indicaciones mudas de todas partes que me
dan las huellas de pintura depositadas sobre la te-
la, hasta que todas, sin discurso ni razonamiento,
se compongan en una organización estricta donde
se sienta claramente que nada es arbitrario, aun-
que no se esté en condiciones de explicarlo.
Aunque el cine no haya producido todavía mu-
chas obras que sean obras de arte de cabo a rabo,
aunque el entusiasmo por las estrellas, el sensacio-
nalismo de los cambios de plano, o de las peripe-
cias, la intervención de bellas fotografías o la de
un diálogo espiritual sean para el film otras tantas
tentaciones en las que corre el riesgo de quedarse
63
pegado y de encontrar el éxito omitiendo los me-
dios de expresión más aptos del cine —justamente,
a pesar de todas esas circunstancias que hacen que
casino se ha visto hasta ahora un film que sea ple-
namente un film— puede vislumbrarse lo que se—
ría tal obra, y- veremos que, como toda obra de ar-
te, también sería algo que se percibe. Porque,
finalmente, lo que puede constituir la belleza ci-
nematográfica no es ni la historia en sí misma
—que la prosa narraría muy bien—, ni, con mayor
razón, las ideas que puede sugerir, ni, por último,
esos tics, esas manías, esos procedimientos por los
cuales un director se hace reconocer y que no tie—
nen más importancia decisiva que las palabras fa-
voritas de un escritor. Lo que cuenta es la elección
de los episodios representados, y, en cada uno de
ellos, la elección de los panoramas que se harán fi-
gurar en el film, la longitud dada respectivamente
a cada uno de tales elementos, el orden en el que
se escoge presentarlos, el sonido o las palabras con
que se quiere1 o no se quiere acompañarlos, cons-
tituyendo todo eso cierto ritmo cinematográfico
global. Cuando nuestra experiencia del cine sea
más extensa, se podrá elaborar una suerte de lógi-
ca del cine, o incluso de gramática y estilística del
cine que nos indicarán, según la experiencia de las
obras realizadas, el valor que habrá que dar a ca-
da elemento, en una estructura de conjunto típi-
ca, para que se inserte en ella sin tropiezos. Sin
64
embargo, como todas las reglas en materia de ar-
te, éstas jamás servirán para otra cosa que para ex-
plicitar las relaciones ya existentes en las obras 10-
gradas, y para inspirar otras honestas. Entonces
como ahora, los creadores siempre tendrán que
encontrar conjuntos nuevos sin ayuda. Entonces
como ahora, el espectador experimentará, sin for-
marse una idea clara, la unidad y la necesidad del
desarrollo temporal en una obra bella. Entonces
como ahora, la obra dejará en su espíritu no una
suma de recetas, sino una imagen resplandeciente,
un ritmo. Entonces como ahora, la experiencia ci-
nematográfica será percepción.
La música nos ofrecería un ejemplo demasiado
fácil y en el que, por esa misma razón, no quere-
mos detenernos. A todas luces, aquí resulta impo-
sible imaginar que el arte remita a otra cosa que
a si mismo. La música programada, que nos des—
cribe una tormenta, o incluso una tristeza, es la
excepción. Indiscutiblemente, aquí nos hallamos
en presencia de un arte que no habla. Y sin em-
bargo, la música dista mucho de ser un conglo-
merado de sensaciones sonoras: a través de los so-
nidos vemos aparecer una frase y, de frase en
frase, un conjunto, y finalmente, como decía Proust,
un mundo, que en el dominio de la música posi-
ble esla región Debussy o el reino Bach. Aquí, no
hay otra cosa—que hacer sino escuchar, sin vueltas,
nuestros recuerdos, nuestros sentimientos, sin
mencionar al hombre que creó eso, como la per—
cepción mira las propias cosas sin mezclar nues-
tros sueños.
65
Para terminar, puede decirse algo análogo de la
literatura, aunque esto a menudo haya sido im-
pugnado porque la literatura emplea las palabras,
que también están hechas para significar las cosas
naturales. Hace ya largo tiempo que Mallarmé3
distinguió el uso poético del lenguaje del parloteo
cotidiano. El charlatán no nombra las cosas sino
justo lo suficiente para indicarlas brevemente, pa-
ra significar “de qué se trata”. Por el contrario, el
poeta, según Mallarmé, reemplaza la designación
común de las cosas, que las da como “bien cono-
cidas”, por un género de expresión que nos des-
cribe la estructura esencial de la cosa y así nos
fuerza a entrar en ella.i Hablar poéticamente del
mundo es casi callarse, si se toma la palabra en el
sentido de palabra cotidiana, y es sabido que Ma—
llarmé no escribió mucho. Pero en ese poco que
nos dejó, por lo menos se encuentra la conciencia
más clara de la poesía como totalmente soportada
por el lenguaje, sin referencia directa al propio
mundo, ni a la verdad prosaica ni a la razón, por
consiguiente, como una creación de la palabra que
no puede ser completamente traducida en ideas;
es precisamente porque la poesía —como dirán
66
más tarde Henri Bremond4 y Valéry—5 no es pri-
mero significación de ideas o significante por lo
que Mallarmé y más tarde Valéry6 se negaban a
aprobar o desaprobar todo comentario prosaico
de sus poemas: tanto en el poema como en la co-
sa percibida,k no es posible separar el fondo y la
forma, lo que es presentado y la manera como se
lo presenta a la mirada. Y autores como Maurice
Blanchot actualmente se preguntan si no habría
que extender a la novela y a la literatura en gene-
ral lo que Mallarmé decía de la poesía: una nove—
la lograda existe no como suma de ideas o de te-
sis, sino a la manera de una cosa sensible, y de una
cosa en movimiento que se trata de percibir en su
67
desarrollo temporal, a cuyo ritmo hay que adap-
tarse y que deja en el recuerdo no un conjunto de
ideas, sino más bien el emblema y el monograma
de esas ideas.7
Si estas observaciones son justas, y si mostra-
mos que una obra de arte se percibe,1 una filoso—
fía de la percepción se ve inmediatamente libera-
da de malentendidos que podrían oponérsele
como objeciones. El mundo percibido no es sola-
mente el conjunto de las cosas naturales; también
son los cuadros, las músicas, los libros, todo cuan-
to los alemanes llaman un “mundo cultural”. Y, al
introducimos en el mundo percibido, lejos esta-
mos de haber empequeñecido nuestro horizonte,
lejos de habernos limitado al guijarro o al agua;
hemos recuperado el medio de contemplar, en su
autonomía y en su riqueza original, las obras del
arte, de la palabra y de la cultura. '
68
7. Mundo clásico y mundo
moderno
69
dogmatismo ni la seguridad de los clásicos, ya se
trate de arte, conocimiento o acción. El pensamien-
to moderno ofrece un doble carácter de inconclu—
sión y de ambigiiedad que, si se quiere, permite
hablar de declinación o decadencia. Nosotros con-
cebimos todas las obras de la ciencia como provisio-
nales y aproximadas, mientras que Descartes creía
poder deducir, de una vez y para siempre, las leyes
del choque delos cuerpos de los atributos de Dios.1
Los museos están llenos de obras a las que parece
que nada puede ser añadido, mientras que nuestros
pintores entregan al público obras que en ocasio-
nes no parecen más que bosquejos. Y estas mis—
mas obras son el tema de interminables comenta-
rios, porque su sentido no es unívoco. ¡Cuantas
obras sobre el silencio de Rimbaud tras la publi-
cación del único libro que él mismo entregó a sus
contemporáneos, y cómo, por el contrario, el si-
lencio de Racine luego de Fedra parece plantear
pocos problemasl Parecería que el artista de hoy
multiplica a su alrededor los enigmas y las fulgu—
raciones. Incluso cuando, como Proust, en muchos
aspectos es tan claro como los clásicos, en todo ca-
so el mundo que nos describe ni está acabado ni
es unívoco. En Andrómaca, es sabido que Hermio-
ne ama a Pirro, y, en el mismo momento en que
manda a Orestes a matarlo, ningún espectador se
engaña: esta ambigúedad del amor y el odio que
70
hace que el amante prefiera perder al amado que
dejárselo a otro no es una ambigúedad fundamen-
tal: es inmediatamente evidente que, si Pirro se
alejaba de Andrómaca y se volvía hacia Hermio-
ne, ésta se derretiría a sus pies. Por el contrario,
¿quién puede decir si el narrador, en la obra de
Proust, ama realmente a Albertine?2 El comprue-
ba que sólo desea estar a su lado cuando ella se
aleja de él, e infiere que no la ama. Pero cuando
ella desaparece, cuando él se entera de su muerte,
entonces, en la evidencia de ese alejamiento sin re-
torno, piensa que la necesitaba y la amaba.3 Pero
el lector continúa: si Albertine le fuera devuelta
—como en ocasiones lo sueña—, ¿la seguiría aman-
do el narrador de Proust? ¿Habrá que decir que
el amor es esa necesidad celosa, o que jamás hay
amor, sino tan sólo celos y el sentimiento de ser
excluido?a Estas cuestiones no nacen de una exé-
gesis minuciosa,b es el mismo Proust quien las
plantea, para él son constitutivas de lo que se lla-
ma el amor. En consecuencia, el corazón de los
modernos es un corazón intermitente y que ni si-
quiera logra conocerse. Entre los modernos, no
71
son solamente las obras las que están inacabadas,
sino que el mundo mismo tal y como lo expresan
es como una obra inconclusa y de la que no se sa-
be si alguna vez lo estará. En cuanto no se trata
tan sólo de la naturaleza sino del hombre, la in-
conclusión del conocimiento, que radica en la
complejidad de las cosas, se duplica con una in-
conclusión de principio: por ejemplo, hace diez
años, un filósofo mostraba que no es posible con—
cebir un conocimiento histórico que sea rigurosa-
mente objetivo, porque la interpretación y la
puesta en perspectiva del pasado dependen de las
opciones morales y políticas que el historiador ha
hecho por su cuenta, como por lo demás éstas de
aquéllas, y que, en ese círculo donde jamás está
encerrada, la existencia humana nunca puede ha-
cer abstracción de si para acceder a una verdad
desnuda y no implica sino un progreso en la obje-
tivación, no una objetividad plena.C
Si abandonáramos la región del conocimiento
para considerar la de la vida y la acción, encontra-
ríamos a los hombres modernos en lucha con am-
bigiiedades acaso todavía más impactantes. No
existe ya una palabra de nuestro vocabulario po-
lítico que no haya servido para designar las reali-
dades más diferentes o incluso más opuestas. Li-
bertad, socialismo, democracia, reconstrucción,
renacimiento, libertad sindical,d cada una de estas
72
palabras ha sido por lo menos una vez reivindica—
da por uno cualquiera de los grandes partidos
existentes.e Y esto no por la astucia de sus diri-
gentes: 1a astucia está en las mismas cosas; en un
sentido, es cierto que en América no hay ninguna
simpatía por el socialismo, y que, si el socialismo
es o implica un cambio radical de las relaciones
de propiedad, no posee ninguna posibilidad de
instaurarse a la sombra de América, y, por el con-
trario, en ciertas condiciones puede encontrar un
apoyo por el lado soviético. Pero también es cier-
to que el régimen económico y social de la URSS,
con su diferenciación social acusada, su mano de
obra típica de un campo de concentración, no es
ni podría volverse por sí lo que siempre se llamó
un régimen socialista. Y por último, es cierto que
un socialismo que no buscara apoyo fuera de las
fronteras de Franciaf sería a la vez imposible y
por eso mismo destituido de su significación hu-
mana. Realmente nos encontramos en lo que He-
gel llamaba una situación diplomática, es decir,
una situación donde las palabras significan dos
cosas (por lo menos) y donde las cosas no se de-
jan nombrar con una sola palabra.
Pero precisamente si la ambigiiedad y la incon-
clusión están escritas en la textura misma de
73
nuestra vida colectiva, y no solamente en las obras
de los intelectuales, sería irrisorio querer respon—
derle con una restauración de la razón, en el sen-
tido en que se habla de restauración a propósito
del régimen de 1815. Podemos y debemos anali-
zar las ambigúedades de nuestro tiempo y, a través
de ellas, tratar de trazar un camino que pueda ser
seguido en conciencia y verdad. Pero demasiado
sabemos de él para lisa y llanamente retomar el ra-
cionalismo de nuestros padres. Por ejemplo, sabe-
mos que no hay que creerles al pie de la letra a los
regímenes liberales,º que pueden tener la igualdad
y la fraternidad por divisa sin trasladarla a su con—-
ducta, y que a veces ideologías nobles se transfor—
man en coartadas. Por otra parte, sabemos que, pa-
ra realizar la igualdad, no basta con transferir al
Estado la propiedad de los instrumentos de pro-
ducción. Ni nuestro examen del socialismo ni
nuestro examen del liberalismo, por lo tanto, pue-
den carecer de reservas ni restricciones, y perma-
neceremos en ese equilibrio inestable mientras el
curso de las cosas y la conciencia de los hombres
no hayan posibilitado la superación de esos dos sis-
temas ambiguos.h Cortar por lo sano, optar por
uno de ellos, bajo pretexto de que la razón, en to-
74
do caso, puede ver claro en esto, es mostrar que
uno se preocupa menos por la razón operatoria y
activa que por un fantasma de razón que oculta
sus confusiones bajo un aire perentorio. Amar la
razón como lo hace Julien Benda, quereri lo eter-
no cuando el saber siempre descubre mejor la rea-
lidad del tiempo, querer el concepto más claroj
cuando la misma cosa es ambigua, es la forma más
insidiosa del romanticismo, es preferir la palabra
razón al ejercicio de la razón. Restaurar nunca es
restablecer, es ocultar.
Y hay más. Tenemos razones para preguntarnos
si la imagen que a menudo nos dan del mundo
clásico es algo más que una leyenda, si no conoció
también él la inconclusión y la ambigiiedad en que
vivimos, si no se contentó con negarles una exis-
tencia oficial, y si, por consiguiente, lejos de ser un
hecho de decadencia, la incertidumbre de nuestra
cultura no es más bien la conciencia más aguda y
franca de lo que siempre fue verdadero, por lo
tanto, adquisición y no declinación. Cuando nos
hablan de la obra clásica como de una obra con-
sumada, debemos recordar que Leonardo da Vin—
ci y muchos otros dejaban obras inconclusas; que
Balzac consideraba indefiniblek el famoso punto de
madurez de una obra y admitía que, en rigor, el
trabajo, que siempre podría ser proseguido, sólo se
interrumpe para permitir cierta claridad a la obra;
75
que Cézanne, que consideraba toda su pintura co-
mo una aproximación a lo que buscaba, sin em-
bargo más de una vez nos da la sensación de la
conclusión o la perfección. Acaso sea por una ilu-
sión retrospectiva —porque la obra está demasiado
lejos de nosotros, es demasiado diferente de noso-
tros para que seamos capaces de retomarla y pro-
seguirla— por lo que a ciertas pinturas les encon-
tramos una plenitud insuperable:1 en ellas, los
pintores que las hicieron no veían otra quecosa
ensayo o fracaso. Hace un rato hablábamos de las
ambigiiedades de nuestra situación política, como
si todas las situaciones políticas del pasado cuan-
do eran el presente no hubieran implicado tam-
bién ellas contradicciones y enigmas comparables
a los nuestros; por ejemplo: la Revolución France-
sa y hasta la Revolución Rusa en su período “clá-
sico”, hasta la muerte de Lenin. Si esto es cierto,
la conciencia “moderna” no habría descubierto
una verdad moderna sino una verdad de todos los
— tiempos, sólo que más visible hoy y llevada a su
más alta gravedad. Y esta mayor clarividencia, es-
ta experiencia más entera de la impugnación no
es producto de una humanidad que se degradarn
sino de una humanidad que ya no vive, como lar-
go tiempo lo hizo, en algunos archipiélagos 0 pro-
76
montorios, sino que se enfrenta consigo misma de
una punta a la otra del mundo, se dirige ella mis-
ma a si misma por completo a través de la cultu-
ra 0 los libros. .. En lo inmediato, la pérdida de ca-
lidad es manifiesta, pero no es posible remediarlo
restaurando la humanidad estrecha de los clásicos.
La verdad es que el problema, para nosotros, es
hacer en nuestro tiempo,n y a través de nuestra
propia experiencia, lo que los clásicos hicieron en
el suyo; así como el problema de Cézanne, según
sus propios términos, era “hacer del Impresionis-
mo algo tan sólido como el arte de los museos”.4
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82
Indice de nombres
Bach (1685-1750), 65
Bachelard (1884—1962), 33, 44
Balzac (1799-1850), 75
Benda (1867-1956), 17, 75
Blanchot (n. 1907), 57, 67
Braque (1882-1963), 59, 62
Bremond (1856-1933), 67
Breton (1856-1966), 33
Cézanne (1839—1906), 30, 31, 59, 76
Chardin (1699-1779), 17
Claudel (1868-1955), 30,44, 45
Debussy (1862-1918), 65
Descartes (1596-1650), 10, 12, 34, 37,
38, 45, 47, 51, 52, 70
Euclides (siglo III a. C.), 19
Freud (1856—1939), 43
Gasquet (1873-1921), 61
Giraudoux (1882-1944), 17
Goethe (1749-1832), 27
Gris (1887-1927), 59
Hegel (1770-1831), 73
Kafka (1883-1924), 58
Kóh1er (1887-1967), 42
Lautréamont (1846-1870), 44
Leonardo da Vinci (1452-1519), 75
Malebranche (1638-1715), 23, 24, 45
Mallarmé (1842-1898), 66, 67
Malraux (1901-1976), 17
83
Marivaux (1688—1763), 17
Michotte, 41
Paulhan (1884-1968), 22,
Picasso (1881-1973), 17, 59
Ponge (1899—1988), 31
Poussin (1594-1665), 17
Proust (1871-1922), 70, 71
Racine (1639-1699), 70
Rimbaud (1854-1891), 70
Sartre (1905—1980), 30, 32
Stendhal (1783-1842), 17
Valéry (1871-1945), 58
Voltaire (1694-1778), 37, 57
84
Indice
Advertencia ........................... 7
Bibliografía ............................ 79
Esta edición de El mando de la percepción de Maurice Merleau—Ponty,
se terminó de imprimir en el mes de enero de 2008,
en los Talleres Gráficos Nuevos Offset, Viel 1444,
Buenos Aires, Argentina.
.. Imundo dela percepción,es decir,aquelque nos
revelan nuestros sentidos yla vida que hacemos,
a primera vista parece el que mejor conocemos,
ya que no se necesitan instrumentos ni cálculos para acce-
der a el, y, en apariencia, nos basta con abrirlos ojos y de—
jarnos vivir para penetrado. Sin embargo, esto no es más
que una falsa apariencia. En estas conversacrones me
gustaría mostrar que en una gran medida es ignorado por
nosotros, mientras permanecemos enla actitud práctica [)
utilitaria; que hizo falta mucho tiempo, esfuerzos y cultura
para ponerlo al desnudo, y que uno de los mantos del arte y
el pensamiento modernos (con esto entrendo el arte y el
pensamrento desde hace cincuenta o setenta añosl es ha-
cernos redescubrir este mundo donde vivimos pero que
siempre estamos tentados de olvidar."
M. M.—P.
ISBN -nmsa-ssi-7vu ¡.
9 713 9505
S 7 A h éi