Dario Roldán - Nación República y Democracia
Dario Roldán - Nación República y Democracia
Dario Roldán - Nación República y Democracia
ARTÍCULOS
Darío Roldán
Nación, república, democracia son conceptos polisémicos. "Mots voyageurs", los llamó
C. Nicolet. Los diccionarios y el uso de los publicistas, y en general de los hablantes,
testimonian esa vitalidad. No hay nada nuevo en ello. Sí en la renovada atención que los
historiadores han prestado a esta cuestión en las últimas décadas. La historia de los
conceptos (Begriffgeschichte) de Kossellec, la historia contextualista de Skinner, la
lexicografía política de Guilhaumou, la perspectiva hermenéutica de Gadamer o la
historia conceptual de lo político de Rosanvallon han ofrecido un andamiaje conceptual
variado que revela la magnitud de aquella renovada sensibilidad hacia una disciplina
que permanecía agotada por la esterilidad de una disputa acerca de palabras metafísicas
o ideas "platónicas", y por la irrelevancia de expresar sentidos conferidos por otros
niveles de la vida social. No intentaré aquí ninguno de esos abordajes.
II
III
Las revoluciones de fines del siglo XVIII quebraron la fusión entre el monarca y la
nación, tal como ella había sido expuesta, por ejemplo, por Luis XV en la célebre
"flagelación del rey". Los revolucionarios elaboraron una concepción desociologizada
de la nación que emergió de las rupturas revolucionarias. A través de ellas, el cuerpo
político ya no sólo buscó ser autónomo respecto de la Iglesia. Valiéndose del concepto
de soberanía, opuso exitosamente la soberanía popular al derecho divino. Al hacerlo, se
autonomizó, también, de la continuidad histórica que la monarquía expresaba.
Finalmente, el cuerpo político podía desembarazarse de la historia y de la religión, aun
cuando la forma político-institucional continuara siendo monárquica. La aparición de la
monarquía constitucional en el siglo XIX es el mejor testimonio de esta evolución, sólo
aparentemente paradójica.
La ruptura revolucionaria inauguró, entonces, una concepción desociologizada de la
nación, en la que el imaginario igualitario acompañó las declaraciones de los derechos
del hombre. La destrucción de la pirámide jerárquica que sostenía a la sociedad
aristocrática volatilizó los lugares fijos en la sociedad, disolvió los vínculos
interpersonales y creó el desafío de recomponer la sociedad con individuos iguales.
Otros vínculos recrearon aquellos "lazos": la igualdad ante la ley, la similitud de
costumbres, la lengua, el territorio, etc. Ese fue el universo conceptual de la nación, que
respondió, así, al imperativo de conferir visibilidad, unidad y contornos a una sociedad
igualitaria y sedimentada geográficamente.
"La nación -afirmó entonces Sieyès- es un cuerpo de asociados viviendo bajo una ley
común y representados por la misma legislatura."5 Producto de una asociación libre de
voluntades, la nación se yergue contra la pregnancia de la historia (los privilegios) o de
la naturaleza (la etnia, el sexo, etc.). Al hacerlo, integra habitantes abstractos, aunque
aún no necesariamente ciudadanos. La abstracción democrática, que inspira el sufragio
universal, hunde sus raíces en esta ablación social. Nación y democracia comparten este
esfuerzo de abstracción.
Esta visión de la nación se inscribe, además, en una perspectiva constructivista.
Desligada de la naturaleza y de la historia, la nación reúne individuos iguales
compelidos a deliberar acerca de la voluntad nacional. Encargada a los representantes
que la división del trabajo consagra, la operación de descubrimiento de la voluntad
nacional se opone al reconocimiento de "leyes naturales". Descubrir la voluntad del
soberano en vez de reconocer leyes naturales es otro imperativo democrático.6
Esta concepción coexiste con otra que inscribe a los hombres en un contexto. La
fórmula de Herder es excepcional: "El tiempo confiere inteligibilidad".7 Cada forma de
la humanidad posee una existencia autónoma, necesidades propias y una razón
irreductible a una eventual razón universal. Esta primera idea de la inteligibilidad que
confiere el tiempo impulsó la reconstrucción de formas culturales / identitarias en la
inteligencia de que su reconocimiento constituía un galvanizador social.
El pensamiento reaccionario agregó un matiz. Para De Maistre, por ejemplo, el hombre
es ininteligible fuera de la sociedad en la que nace, de la cultura en la que crece y de la
lengua que habla. El individuo abstracto de los derechos del hombre es una ilusión;
peor, una absurda abstracción. Sobre esos derechos, por lo tanto, es tan imposible
construir una nación como diseñar una sociedad en constituciones escritas. Los hombres
son el producto de un medio, y la humanidad, una suma de particularidades
irreductibles. Los derechos de los hombres qua hombres son impensables. Se abrió, así,
el camino a la crítica reaccionaria de los derechos del hombre, cuya primera
formulación debemos, no obstante, a Burke.
He evocado estas conocidas caracterizaciones para recordar la oposición entre el
universalismo y el particularismo, y entre la autonomía de la nación en construcción y la
identidad de una nación fiel a sí misma. También para resaltar algunos contrastes: entre
el consentimiento y la pregnancia de la naturaleza y la historia, entre la asociación
voluntaria de individuos iguales y una unidad englobante, etc. El interés de estas
oposiciones es doble. En primer lugar, permiten subrayar que el particularismo,
empujado al extremo, asocia formas políticas con formas sociales e inconmovibles
tradiciones culturales. La reactualización de la cuestión del régimen político, es decir,
de pronunciarnos acerca de regímenes que preferimos a otros (y que los preferimos,
además, para todos), sólo puede partir de alguna forma de universalidad. De lo
contrario, los regímenes políticos sólo pueden expresar las particularidades irreductibles
del género humano, o para usar la fórmula reiterada, la inteligibilidad que confiere el
tiempo.
Pero en segundo lugar, expuestas en su oposición, nos recuerdan que es preciso matizar
afirmaciones excesivas, puesto que, para utilizar una fórmula de P. Manent, el
imperativo "sé tú mismo" (identidad) no se opone necesariamente a "sé libre"
(autonomía), sino que ambos coexisten como la "amalgama compleja entre el
nacimiento y la libertad". La razón universal no se opone de un modo irremisible al
sujeto particular. Pero sí es cierto, no obstante, que en nombre de la nación se ha
intentado subsumir la segunda a la primera, en particular a través de la primacía de
instituciones religiosas o de jerarquías como expresión de la indisoluble continuidad de
una comunidad frente al "vacío" de la autonomía (¿"republicana"?).
La evolución de la concepción de la nación en la Argentina revela un problema
comparable. Es imposible, ahora, hacer el elenco de las concepciones de la nación desde
que la generación de 1837 ofreció su primera versión, explorada en una ya nutrida
bibliografía. Permítanme sólo un pequeño comentario en relación con el resurgimiento
reciente, tibio es cierto, de la tradición nacional y popular. Esta concepción, entiendo,
privilegia la dimensión identitaria expresada en la incansable búsqueda del "ser
nacional", y ha conferido sentido a interpretaciones que habitan en textos de gran
divulgación. En ellas no sólo se procede a la crítica de una ya inexistente "historia
oficial";8 también se devela un "secreto": la tradición nacional y popular se revela, en
cada encrucijada, fiel a sí misma de un modo imperturbable. Su existencia manifiesta,
así, una suerte de esencia independiente y resistente a los cursos de la historia y a la
voluntad de quienes forman parte de ella. Se trata, también, de una concepción de la
nación que privilegia la identidad y la pertenencia y que expresa una concepción
esencialista del pueblo. Este implícito en la tradición "nacional y popular" debería ser
objeto de una discusión más minuciosa, sobre todo en sus implicancias, puesto que la
idea democrática que anida en ella no siempre se advierte con claridad.
IV
La historia argentina del siglo XX puede presentarse como la del fracaso en construir
una democracia representativa. En los albores del siglo, la Ley Sáenz Peña se propuso
"democratizar" el orden conservador. En el crepúsculo, el desafío sigue pendiente. Más
allá de que la historia de la democracia sea por definición inacabable, y de las críticas
que impugnan la visión teleológica inscripta en la noción de "consolidación
democrática",9 la historia de la democracia argentina no puede ocultar que si bien es
probable que el punto de partida que inspiró el pasaje de la república posible a la
república verdadera fue el de la creación de una democracia representativa, las
ambigüedades y dificultades que la rodearon y acompañaron influyeron en el diseño
político que la sociedad construyó conforme el siglo avanzaba y que, cualquiera que
haya sido el designio prefijado, también ellas se vieron contorneadas por la historia. Ese
relato, entonces, no puede presentarse como el de un objetivo perseguido tenaz aunque
poco exitosamente por la sociedad, sino más bien como el de una dinámica en la que
tradiciones políticas y culturales, así como proyectos, realizaciones y objetivos se
entrelazaron para definir la política argentina en el siglo XX. No hay ninguna razón para
suponer que la historia del último siglo sea la del irrefrenable pero aún pendiente
camino hacia la consolidación de la democracia representativa, puesto que,
sencillamente, la idea de que ella es inevitable no sólo es antihistórica, sino también,
quizá, falsa. Más plausible, entonces, parece explorar la historia de las formas políticas
a través de las cuales la Argentina se propuso organizar el principal desafío político que
la irrupción del ciclo de revoluciones modernas acuñó: que cada habitante es un
ciudadano.
La comprensión de esa historia exige una perspectiva secular. No es esta la ocasión de
reconstruirla. En cambio, propongo detenernos en dos períodos claves: el Centenario y
el Bicentenario. La reforma electoral impulsada en el primero y la reconciliación con la
idea democrática en el segundo revelan que ambos constituyen momentos privilegiados
en esa historia. En ambos, estimo, se desplegó un intento de armonizar las dos
tradiciones que constituyen la clave de las democracias consolidadas: la tradición liberal
y la tradición democrática.
R. Aron o Ph. Raynaud,10 entre tantos otros que se ocuparon de tratar de cernir la
complejidad del sentido de la democracia, postularon que las democracias resultan de
una síntesis de la tradición liberal de los derechos individuales y de la tradición
democrática de la participación en las decisiones públicas, y aludieron a ello como la
síntesis liberal-democrática. Bobbio11 definió la democracia como un régimen en el que
además del derecho de la participación popular y de la vigencia del principio
mayoritario para la toma de decisiones es imprescindible la existencia de alternativas
políticas reales, sólo posibles en un marco en el que los derechos de opinión, de
expresión, de reunión, de asociación, entre otros, estén garantizados. En su perspectiva,
el Estado liberal precede histórica y lógicamente al Estado democrático. De manera
inversa, el Estado democrático es indispensable para garantizar las libertades
fundamentales.
Ahora bien, las formas de la democracia, entre tantos otros factores, están asociadas con
la integración en cada cultura política de ambas tradiciones, de las variaciones
constitutivas de cada una de ellas y de la manera en la que se entrelazaron. La historia
europea del siglo XIX y XX permite observar las variaciones de ambas tradiciones, la
existencia de Estados liberales no democráticos y Estados democráticos con
instituciones liberales débiles, el contraste entre la reforma progresiva en Inglaterra y la
revolución en Francia como modalidad de acción y, por último, la diversidad de los
regímenes políticos, monarquía parlamentaria y III República, que acompañaron el
conjunto del proceso.
En la Argentina, el primer capítulo de esa historia ocurre en torno al Centenario. La
historia de la constitución de ambas tradiciones y de sus entrecruzamientos en el siglo
XIX está por hacerse. Empero, es posible sugerir que la tradición liberal parece haberse
encarnado en un grupo dirigente moderadamente liberal. No sólo porque produjo una
crítica contenida de la noción de soberanía, sino también porque se vio compelida a
enfrentar de forma muy temprana la conversión de un liberalismo de oposición -que
había forjado a buena parte de las tradiciones liberales en otros países- en un liberalismo
de gobierno. Encerrada en el dilema de impulsar las transformaciones sociales que el
diseño institucional exigía, la tradición liberal contribuyó a moldear una cultura política
en la que la contribución específicamente liberal estuvo poco presente. La paradoja de
esta tradición es la de haber construido un Estado fuerte en el que la sociedad debilitó su
autonomía en nombre del liberalismo.
La tradición democrática ofrece otros problemas. No sólo por lo temprano de la
adopción del sufragio universal,12 también por la constatación de una temprano
imaginario igualitario, observado por Mitre pero también por Juan A. García, José L.
Romero o T. Halperin Donghi. Más importante, esta tradición se constituyó en ausencia
del enfrentamiento con formas de sufragio censitario e impregnada de una noción
unanimista del sujeto soberano.13 Vehiculizó, así, una concepción delegativa de la
soberanía en autoridades "naturales", ocluyendo una concepción de autoinstitución del
poder soberano fundada en una consideración individualista de quienes componen el
cuerpo político.14 Estos trazos gruesos y temerarios aguardan que su historia sea
relatada.
La particularidad del "momento" del Centenario deriva del "ensayo" de armonizar
ambas tradiciones; de enlazar un conjunto de instituciones políticas inspiradas en la
tradición liberal -plasmadas en la Constitución de 1853- en el marco de un proceso
conducido por una elite cuya inspiración ideológica y cuyas prácticas políticas
pertenecían moderadamente a aquella tradición, y cuyos beneficiarios expresaban una
tradición democrática inspirada en una concepción esencialista del pueblo.
Tres instancias caracterizaron este proceso. Primero, el imperativo de darle forma
política a lo social. Este imperativo se expresó en dos dimensiones. Una
"constitucional", revelada tanto en la multiplicidad de proyectos de reforma
relacionados con la Ley Sáenz Peña como en los más de diecinueve proyectos de
reforma constitucional que buscaron redefinir las relaciones entre el Estado y la Iglesia,
reformar el régimen de elección indirecta del presidente y senadores y, en fin, introducir
un régimen parlamentario. Y otra electoral, que a través de distintas reformas -González
y Gómez, etc.- y de proyectos de reforma debatió y buscó "adecuar" la constitución
social y la política.
La segunda instancia tiene que ver con la necesidad de constituir instancias de
intermediación entre la política y la sociedad, expresada por la vitalidad de las
instituciones encargadas de esa intermediación: los sindicatos y los partidos. Estos
últimos, por ejemplo, debieron reconvertirse (obligados por la Ley Sáenz Peña) como
partidos de masas; se dividieron (UCR, PS); dieron lugar a partidos que intentaron
representar identidades o intereses, como el Partido Constitucional (católico), el
Feminista o el Partido de la Defensa Rural, entre otros.
Por último, por el ejercicio de la soberanía en el contexto de una política participativa.
No sólo la tensa relación entre el Ejecutivo y el Legislativo y la división interna del
partido gobernante sugieren su importancia; también se expresó en la tensión surgida
entre el partido de gobierno y el gobierno, en las dificultades surgidas entre el gobierno
nacional y los provinciales, etc.
La voluntad de darle forma política de lo social, la construcción de formas de
intermediación entre la política y la sociedad, y las formas del ejercicio soberano en
presencia de una incrementada participación popular fueron instancias cuya evolución
se acompañó por una profunda discusión en torno del tema central que todas ellas
invocaban, aun en sordina: resolver el problema de la dislocación entre la sociedad y la
política. Como puede deducirse, el problema esencial se constituía en torno a los dos
sentidos en que, habitualmente, se interpreta la representación. Por un lado, en lo
relativo a los mecanismos de transferencia y expresión; por el otro, en cuanto a los
modos de conferirle figuración al pueblo.15
Este primer intento fue superado por sus tensiones. Estimo que un enfoque fundado en
el análisis de las dificultades y tensiones que produjo la armonización de la tradición
liberal y la democrática, observada en torno de las tres instancias evocadas, puede
ofrecer un importante argumento para la inteligencia del momento Centenario, así como
también para comprender las dificultades ulteriores de producir esa síntesis. Por
supuesto, el enfoque se presta también a una consideración más general. La
comprensión de la instauración democrática como producto de una síntesis liberal-
democrática no sólo tiene la impronta cronológica del siglo XIX. Posee también otra
geohistórica en la medida en que ese parece haber sido el camino seguido por los países
europeos. Que esa síntesis haya fracasado en Argentina -como ocurrió en otros países de
la región- exige interrogarse también acerca de la existencia de una única vía a la
democracia,16 y por supuesto, acerca de si la democracia representativa está
inevitablemente en el horizonte político de todas las sociedades.17 Más aun, en la
medida en que ese intento de síntesis, al menos por ahora, no se ha consolidado en
Argentina -según los modelos evocados- sino que ha dado origen a una concepción
particular del pueblo y a una forma política acorde con ella (el populismo), es
imprescindible interrogarse acerca del carácter original y/o desviado de esta
formulación.18 Como ya se ha evocado, es indispensable no olvidar que, aunque haya
mucho de deseable, no hay nada de necesario en la instauración de la democracia
representativa en la Argentina.
VI Las condiciones para la síntesis liberal-democrática se reeditaron en 1983.19 Este
segundo proceso difiere, entre tantas otras cosas, del primero, en el que la
democratización sobrevino a una experiencia previa de instituciones liberales y la
tradición liberal comenzó a trabajar la naciente democracia, una vez que el proceso
hubo comenzado. El "redescubrimiento" de la democracia y la convicción de que "las
formas son el fondo" formaron parte de un "clima de época", y no vale la pena
extenderse sobre ello20 aunque, quizá, la política reciente exija un recordatorio. Sea
como sea, creo que se puede ordenar este intento en torno de dos grandes cuestiones: el
debate liberal sobre la democracia y el debate democrático sobre la democracia.
Desde 1983, se produjeron tres grandes episodios que confirieron sentido al debate
liberal sobre la democracia que califico como experiencias- debates.21 Primero, el
debate en torno del Estado de derecho, a propósito de los juicios a los militares
responsables por la violación de derechos humanos, que condujo a una aclimatación de
la centralidad de los derechos individuales percibidos, como nunca antes, como
irrenunciables. Luego, la discusión en torno de la autonomía de la sociedad respecto del
Estado, en relación con el proceso de privatizaciones y de descentralización del Estado.
Finalmente, la disputa institucional en torno del régimen político que abarcó la reforma
constitucional de 1994 y que se actualizó con el derrumbe político (aunque no
institucional) de la crisis del 2001, centrado en las consecuencias deseables y/o
perniciosas de la reconstrucción de la autoridad presidencial y luego en relación con una
discusión más profunda en torno del equilibrio de los poderes. La profundidad y
perdurabilidad de esta última dimensión no necesita ser argumentada. Las tres
cuestiones -libertades individuales, autonomía social e instituciones representativas-
constituyen lo esencial de una discusión liberal de la democracia y vertebraron
conceptualmente una parte considerable de la historia política reciente.
Como se puede constatar con facilidad, no obstante, el modo en que la tradición liberal
trabajó la convicción democrática no constituye un capítulo cerrado, puesto que algunas
de las decisiones implementadas fueron más tarde modificadas,22 como consecuencia,
probablemente, de la transformación del contexto político y de la vitalidad recuperada
de otras tradiciones político-ideológicas forjadas a lo largo del siglo XX. La dinámica
entre contextos políticos y tradiciones ideológicas -que, por otro lado, es indispensable
identificar lo más precisamente posible- es el sustrato de la historia de los modos de
articular la síntesis entre la tradición liberal y la democrática y la expresión de sus
dificultades y de sus ambigüedades.
El debate democrático sobre la democracia alude a otras cuestiones. Quisiera señalar
tres: primero, la discusión en torno de las formas esenciales de figuración del pueblo
soberano. Ella se actualizó con la reaparición de una interpretación fundada en la noción
de pueblo-esencia. Esta interpretación exalta la unidad del pueblo y la nación y se forja
en la exacerbación de las diferencias con lo externo, nombrado como elites corruptas,
etc. Pero esa representación del pueblo apareció para muchos como insatisfactoria para
nombrar la representación democrática e ineficaz para estructurar el debate público. Es
a esa insatisfacción e ineficacia que se instaló una pregunta acerca de la pertinencia de
esa representación, y la que abre, por lo tanto, un debate acerca del populismo.23
Segundo, una atención especial conferida a los mecanismos de control social,
accountability, que aluden tanto a los controles verticales -gobernantes / gobernados-
como al extendido movimiento de control horizontal (intrainstitucional). Se instala así
una dinámica entre confianza y desconfianza ciudadana en la que la primera es
indispensable para reconstituir un lazo social que, como la amistad cívica, cree un
espacio de existencia intraindividual (que O'Donnell llamó la voz horizontal), mientras
que la segunda, la desconfianza, nutre el impulso que inspira el control de la gestión
pública. Esta dinámica entre confianza y desconfianza es uno de los desafíos inéditos
que ha arrojado la experiencia política de los últimos años.24
En tercer lugar, el debate en torno de la tradición republicana, sobre el que volveré más
adelante.
Ambos (el debate liberal sobre la democracia y el debate democrático sobre la
democracia) se expresan en un contexto de emergencia de problemas inéditos. Quisiera
detenerme un instante en tres de ellos: la dificultad para procesar la coexistencia de
diferentes temporalidades que desdibujan la primacía de la voluntad popular; el
debilitamiento de los fundamentos de legitimidad tradicionales de la democracia; la
persistencia de la concepción populista de la soberanía.
La cuestión de las temporalidades democráticas tiene, en lo esencial, dos dimensiones:
por un lado, alude a la tensión cada vez más estructurante del espacio democrático entre
la urgencia y el largo plazo que requieren ciertas políticas de Estado y que se replica en
la tensión entre la libertad de cada generación y la responsabilidad intrageneracional. En
ambos casos, los expertos priman ante los ciudadanos. En uno de ellos, debido a la
disponibilidad de información necesaria para gestionar las crisis; en el otro, por el
conocimiento que requiere la previsión de los efectos de largo plazo como de la
imaginación y control de los efectos de políticas contemporáneas. La otra dimensión de
la temporalidad es un tanto más banal y remite a la tensión entre los resultados
electorales de alcance diferente (ejecutivo y parlamentarios) en dispositivos electorales
poco porosos a adaptarse a los cambiantes preferencias electorales. En ambos casos, la
voluntad general oscila entre el debilitamiento y la confusión.
El debilitamiento de las formas tradicionales de la legitimidad revela un problema
menos discutido: la insuficiencia creciente de la soberanía popular como forma
exclusiva de la legitimidad y del principio mayoritario como realización de esa
soberanía. Esta cuestión parte de una distinción entre el sujeto político y el
procedimiento para hacer conocer su voz, y se expresa en la aparición de instituciones
que dicen o se arrogan la voz de la soberanía, como por ejemplo, las cortes supremas o
las instituciones encargadas de controlar o vigilar las aspiraciones del poder del
soberano. También alude a la cuestión del impacto de la opinión pública y de las
encuestas como modo de producción de una opinión con injerencia política pero
desprovista de expresión institucional adecuada.
La robusta persistencia de la concepción populista del pueblo, ya aludida, opaca una
condición de la democracia que es, precisa y paradójicamente, la coexistencia de un
lugar soberano lleno y vacío; lleno porque es el lugar del poder, pero vacío puesto que
la redefinición del soberano lo ocupa de modo distinto cada vez. En la medida en que el
populismo se funda en una concepción del pueblo como una esencia, lo percibe también
como el único legítimo ocupante del lugar soberano.
La discusión liberal y democrática de la democracia se acompaña con la irrupción y
debate acerca de concepciones distintas de la democracia. Es imposible ahora
comentarlas pero también es imposible ignorarlas. La versión de la democracia
deliberativa presentada por C. Nino, la democracia republicana y representativa
argumentada por G. O'Donnell y la concepción populista de la democracia propuesta
por E. Laclau25 constituyen tres versiones diferentes que, unidas a los debates
anteriormente citados, confieren una inusitada vitalidad a la discusión sobre la
democracia en la Argentina reciente y recorren en profundidad las discusiones aludidas
confiriéndoles, en muchas oportunidades, sus argumentos más profundos.
VII
Notas