Rosenzweig Franz La Estrella de La Redencion Completo PDF
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centro de la interpretación no a
El lema hebreo del libro צלח ורכב על דבר אמתestá tomado del sal-
mo 45,5: «Lánzate a cabalgar por la causa de la verdad». En cuanto
a la Estrella, el lugar bíblico originario es Núm 24,17 (cf. los targu-
mim Jr I y O, y por fin, Mt 2,2). [Esta y todas las notas a pie de pá-
gina son del traductor]
FRANZ ROSENZWEIG
La Estrella
de la Redención
ISBN: 84-301-13487־
Depósito legal: S. 1.027-1997
Printed in Spain
Gráficas Varona, S.A.
Polígono El Montalvo ־Salamanca, 1997
CONTENIDO
I
LOS ELEMENTOS O EL PERPETUO ANTEMUNDO
Introducción: Sobre la posibilidad d e conocer e l T o d o ..................... 43
De la muerte......................................................................................... 43
I.a filosofía del Todo.............................................................. 45
lil hom bre............................................................................................. 50
Hl m undo............................................................................................... 51
Dios....................................................................................................... 55
Matemáticas y signos......................................................................... 59
7
Plenitud del m undo............................................................................ 85
Realidad del m undo .......................................................................... 87
El cosm os plástico ............................................................................. 92
Asia: el mundo no-plástico................................................................... 98
Conceptos estéticos fundamentales: form a interna......... ................ 101
El sueño del m u n d o .............................................................................. 102
P aso................................................................................................................. 125
M irada retrospectica: el caos de los elementos................................ 125
M irada prospectiva: el día mundial del S eñor................................. 129
Π
LA RUTA O E L M UNDO SIEM PRE RENOVADO
Introducción..'............................................................................................. 135
D e la fe ................................................................................................. 135
La teología del m ilagro..................................................................... 136
Las tres ilustraciones.......................................................................... 140
La concepción histórica del m undo................................................ 141
Nuevo racionalism o........................................................................... 145
Filosofía y teología............................................................................ 146
Teología y Filosofía............................................................................ 149
G ram ática y palabra........................................................................... 151
8
2. Revelación o el nacimiento siem pre renovado del alm a ....... 201
El que re v ela.................................. י.......................................................... 202
El a lm a................................................................................................. 212
Gram ática del eros (el lenguaje del am or).................................... 218
Lógica d e la Revelación.................................................................... 232
Teoría del arte (continuación).......................................................... 234
La palabra de D ios............................................................................. 245
U m bral........................................................................................................ 307
Retrospectiva: el orden de la ru ta ................................................... 307
Perspectiva: el día de D ios e n la eternidad.................................... 311
m
LA FIGURA O EL SUPRAMUNDO ETERNO
Introducción............................................................................................... 319
D e la tentación................................................................... 319
H acer fuerza al R ein o ........................................................................ 321
El tiem po ju sto .................................................................................... 327
La vida de G oethe.............................................................................. 330
El seguim iento de C risto................................................................... 333
Goethe y el futuro.............................................................................. 338
La oración ju sta................................................................................... 345
Liturgia y gesto................................................................................... 350
9
Los dos vías: la esencia del cristianismo................................ 411
La santificación del alma: el año litúrgico.............................. 417
El cielo en el ánimo: estética cristiana.................................... 440
La realización de la eternidad................................................ 444
3. La Estrella o la verdad eterna............................................. 447
La eternidad de la verdad....................................................... 447
Dios (teológica)..................................................................... 448
La verdad (cosmológica)......................................... 453
El Espíritu (psicológica)........................................................ 460
La figura de la verificación: escatología................................. 466
La ley de la verificación: teleología....................................... 483
Puerta......................................................................................... 489
Restrospectiva: la cara de la figura......................................... 489
Perspectiva: la cotidianidad de la vida.................................... 495
10
INTRODUCCION
La figura de la Estrella
Una perspectiva global para la lectura de Rosenzweig
Miguel García-Baró
A Patricio Peñalver
11
Con veinte años, la historia y la filosofía pasan al primer plano
académico desde el primer plano personal que siempre habían te-
nido.
En septiembre de 1908 comienza, en Friburgo, el trabajo en la
tesis doctoral, dedicada a la filosofía de Hegel. El tutor, el maestro
de Rosenzweig, es Meinecke. Hasta cuatro años después no está
terminada la parte primera de la investigación, con la que alcanza
Rosenzweig el grado de doctor. Para entonces, Berlín (sobre todo
a causa de la Real Biblioteca de Prusia, donde poder consultar los
manuscritos de Hegel) y Leipzig (por su facultad jurídica) reem-
plazan a Friburgo.
El espacio de tiempo comprendido entre el final del semestre de
verano de 1913 y el comienzo de las actividades del siguiente se-
mestre es uno de los momentos decisivos de la vida de Rosenz-
weig. En julio, las reiteradas conversaciones con su primo Eugen
Rosenstock, que se ha hecho bautizar, lo conducen a la decisión de
dar él también ese paso. Pero el 11 de octubre, Día del Gran Per-
dón, solo en Berlín, Rosenzweig siguió el culto sinagogal en un
templo pequeño, al azar, y la experiencia le hizo entender que —en
sus palabras—, no siéndole ya imprescindible la conversión, se le
había hecho imposible. Con plena consecuencia, el nuevo semestre
empieza a seguir los cursos de Hermann Cohen —el jubilado cate-
drático neokantiano, en trance de redescubrir todo el significado de
las raíces judías de su existencia y su sistema— en la famosa Leh-
ranstaltfttr die W issenschaft des Judentums de Berlin.
Paralelamente cóntinuaban las investigaciones sobre la filosofía
hegeliana. En el curso de ellas se encontró Rosenzweig con el ma-
nuscrito que tituló, al publicarlo en 1917, atribuyéndolo a Hegel,
Das älteste Systemprogramm des D eutschen Idealism us. El libro
sobre H egel y el Estado fue terminado en los meses siguientes. Los
dos trabajos científicos dieron luego su primera fama al autor.
Durante los dos años últimos de la guerra es muy distinta la ac-
tividad del artillero Rosenzweig en las trincheras de los Balcanes.
Sus pensamientos pasan a la correspondencia con sus primos. En
especial, la carta a Rudolf Ehrenberg de 18 de septiembre de 1917,
es, como luego dijo su autor, la célula primera de La Estrella de la
Redención. De hecho, la redacción de la gran obra comenzó el 22
de agosto del año siguiente, y de la manera más sorprendente: en
postales a la madre, que luego ésta —ya viuda entonces, y siempre
mucho más cercana al hijo de lo que pudo estarlo el padre— trans-
cribía. Las circunstancias no eran, desde luego, nada propicias pa-
ra un trabajo de tal intensidad. No sólo se trataba de las trincheras
y los cañones, en vez de las bibliotecas, sino incluso del hospital y
la malaria, en la retaguardia húngara.
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Cuando en diciembre de 1918 regresa Franz Rosenzweig a ca-
sa, al fin desmovilizado, no sólo tiene dos grandes manuscritos que
corregir y terminar, sino, ante todo, una opción ante él que La Es-
trella ha hecho estrictamente necesaria: renunciar a la carrera de
profesor universitario integrado en el sistema asimilacionista. El
programa para el resto de su vida estaba en realidad ya escrito en
su libro: « 1 este libro cuya estructura misma trata de reflejar el ar-
co entero e inmenso que describe realmente el Día del Señor.
En julio de 1920, ya casado, Rosenzweig se instala en Frankfurt
del Main —la ciudad, por cierto, del poeta admiradísimo: Goe-
che—. Funda allí la institución que reemplaza a la Lehranstalt ber-
linesa y que se convierte de inmediato en el centro intelectual del
judaismo alemán: el Freies Jüdisches Lehrhaus, del que fueron
profesores también Buber, Scholem, Fromm...
Es ahora, ya muy anacrónicamente, cuando aparece en las li-
brerías el Hegel, gracias a la subvención de la Academia de Cien-
cias de Heidelberg, en medio de las dificultades de todo género que
marcaban la existencia de la República. En pocos meses más
(1921) se publicó también La Estrella. Y en julio del mismo año
fue redactado el Librito del sentido común sano y enfermo.
Pero Rosenzweig apenas pudo enseñar un par de semestres en
plena salud. Muy pronto se declara una esclerosis lateral amiotró-
fica que ya desde el verano del 22 le crea dificultades para hablar
y para escribir. Justamente entonces —tiene 34 años— nació su
único hijo.
El trabajo en que se ocupa es la traducción de los poemas de
Yehudá Haleví. Las circunstancias vuelven a rebelarse. A fines de
año Rosenzweig está limitado a dictar. En mayo del 23 no puede ya
tampoco hablar. Desde entonces se vale de una máquina diseñada
por él mismo; pero la enfermedad evoluciona rápidamente. Al pa-
recer, los seis años últimos Rosenzweig dictaba a su mujer sólo con
el movimiento de los labios.
Sin embargo, los textos son numerosos precisamente en este pe-
ríodo terrible. En 1923, la larga introducción para los Escritos Ju-
dios de Cohen; en 1924, Sesenta himnos y poem as de Yehudá Ha-
lev(-, en 1925, E l nuevo pensam iento. Desde principios de este año
trabaja con Martin Buber en la traducción de la Biblia, que años
adelante terminó su amigo. En 1926 apareció la primera edición de
Zweistromland (el País de los Dos Ríos, la Mesopotamia del Exi-
lio), la recopilación de los artículos y los ensayos breves. Rosenz-
weig decidió excluir de ella el Librito sobre el sentido común sano
y enfermo, quizá para no multiplicar las introducciones a la gran
obra, e insatisfecho con la conexión entre estos prolegómenos y la
obra misma. La verdad, sin embargo, es que, como he tratado de
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mostrar en las páginas de los parágrafos que siguen, el Librito no
es menos esencial que E l nuevo pensam iento para conseguir acce-
der a La Estrella. De todos modos, las sucesivas reediciones de
Zweistrom land, hasta la de los Escritos Reunidos, aunque han ido
engrosándose, han dejado fuera el Librito, que, como se verá en la
bibliografía, esperó mucho tiempo hasta salir al público.
Todavía en 1927 aparecieron los Ciento doce himnos y poem as
de Yehudá Haleví.
Franz Rosenzweig murió por fin el 12 de diciembre de 1929,
ocho años después de la manifestación de los síntomas del mal. No
había cumplido cuarenta y tres años. No se puede dejar de imagi-
nar qué diferente habría sido el panorama intelectual de Europa y
de Israel si esta vida hubiera durado. Emil Fackenheim, conside-
rando el antisionismo de principio de La Estrella, ha podido pen-
sar que el judaismo del Exilio llegó a su madurez intelectual extre-
ma en Rosenzweig, y que las Leyes de Núremberg inauguraron,
también para el pensamiento judío —y para mucho más que esto—,
otra época; que, sin embargo, el mismo Fackenheim sólo puede in-
tentar pensar sobre la base de la novedad extraordinaria de la con-
cepción rosenzweiguiana de la verdad y de la historia.
Pero pasemos ahora a trabajar en algo que sin duda necesita La
Estrella de la Redención·.■cómo conseguir un acceso a esta lectura
difícil y hermosa, en la que el propio autor solicitaba de su lector
la estrategia de Napoleón: seguir siempre adelante, sin preocupar-
se de las pequeñas plazas que se han hecho fuertes a mitad del ca-
mino principal.
2. E ljudaism o metódico
La dificultad precisa que afronta su lector fue descrita por el
propio Franz Rosenzweig del mejor modo posible en una línea de
una carta a Hans Ehrenberg de septiembre de 1921: «Lo judío es
mi método, no mi objeto». Y, en efecto, lo que tiene lugar en la
complejidad formidable de la figura de La Estrella de la Redención
es la sustitución de las categorías del viejo pensamiento (la filoso-
fía que habría culminado en Hegel) por las categorías del judaismo,
o mejor dicho, del judeo-cristianismo. Más explícitamente: la sus-
titución de todas las categorías, la trasvaloración de todos los va-
lores de la filosofía en su concepción tradicional, «de Jonia a Je-
na». Al menos, así tiene que ser, según el programa que se impone
necesariamente a sí mismo, por las razones que se examinarán en-
seguida, el nuevo pensam iento.
En este sentido, Rosenzweig prolonga el trabajo pionero de
Hermann Cohen en sus escritos tardíos sobre la religión, y antici
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pa el pensamiento de Emmanuel Levinas —aunque también se po-
dría decir que renueva el ensayo, tan antiguo como la teología cris-
liana o como el encuentro difícil entre las formas múltiples del ju-
daísmo y el helenismo, de sobrepasar definitivamente a Grecia—.
De hecho, la clave de las diferencias sistemáticas que separan La
Estrella de la Redención y Totalidad e Infinito o D e otro modo que
ser se encuentra en que el fiel discípulo de Rosenzweig que sigue
siendo Levinas supone como material de contraste para el pensa-
miento de la sustitución categorial no la fenomenología hegeliana,
sino la fenomenología husserliana; no la dialéctica como organon
de la filosofía primera, sino los horizontes de sentido, la implica-
ción noemática, la síntesis inmanente y la descripción de los mo-
dos de la constitución originaria.
Habría que decir, en términos de Rosenzweig, que la nada o las
nadas del saber de que en cada uno de estos casos se parte, están,
justamente, estructuradas de distinta manera, y ello no puede dejar
de imprimir su sello a la aplicación del judaismo como método
—sobre la materia que resulta de la invalidación o explosión del
viejo pensamiento—.
La constatación fundamental respecto de él compartida por Ro-
scnzweig y Levinas es, precisamente, que su presunta falta abso-
luta de supuestos es su prejuicio fatal; o, desde otra perspectiva,
que la pretensión de haber suprimido absolutamente toda exteriori-
dad respecto del sistema —y sólo una exterioridad así podría pro-
veer de supuestos al sistema— es el autoengaño, la alucinación,
incluso la enfermedad mortal de la filosofía. O, en realidad, no de
la filosofía, que es incapaz de estar sana ni enferma, sino del filó-
sofo.
Supuesto, exterioridad, lo ajeno respecto del sistema puede tam-
hién decirse contingencia, irracional, m etasistem ático. La contin-
gencia de las contingencias es siempre, en definitiva, que el siste-
ma se construya aquí o allá, que sea este o aquel hombre quien por
primera vez lo piense y haga su experiencia, que eso suceda ahora
o más tarde. Por ello mismo, aquel acontecimiento que signifique
la acomodación dentro del sistema de la historia de los esfuerzos
por conquistar ese mismo sistema —la historia colectiva y la indi-
vidual·—, es la irrupción del sistema conseguido, la consumación
de la filosofía. El idealismo clásico alemán lo es, por tanto; y nun-
hién 10 es el programa de autoirevelación, ideológicamente diri-
gida hacia lo infinito, que cumple la razón en la perspectiva mo-
nadológica de la fenomenología trascendental. En este segundo ca-
so no es la síntesis dialéctica, sino la síntesis de cumplimiento la
que lleva sobre sí la tarea universal de constitución del sentido ab-
soluto.
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El pensar absoluto en perfecta coincidencia final con el ser ab-
soluto integra juntamente con éste la Totalidad o Mismidad. El
Fuera de la Tbtalidad no es Nada.
En el interior del Círculo hay, si se hace caso al análisis dialéc-
tico de la razón, tres sectores, correspondientes a las tres Ideas di·
lucidadas en la Dialéctica Transcendental —pero ya expuestas en
la triplicidad cartesiana de las sustancias—. El caso paralelo que
tiene que extraerse de la critica fenomenológica de la razón es mu-
cho más complicado. Y en esto estriba que Levinas no repita la
construcción de la Figura de la Estrella, sino que deba comenzar
por la contraposición no dialéctica entre Mismo y Otro; tenga lúe-
go que pasar a la fenomenología de las formas de la apropiación o
mismificación, para desconstruírlas una a una, mostrando su lado
metafísico o metaético o metalógico; y termine por descubrir todos
estos respectos como huellas de un El.
La vieja filosofía sólo piensa la Totalidad pensable, contrapues-
ta a Nada, a una nada una y universal, no menos una y universal
que la Totalidad pensable. Rosenzweig la reta afirmando que él
asiste a la fractura irrecuperable de la Totalidad. Tal como él la
contempla, esta fractura se produce en el modo de una explosión
de la esfera o el círculo del sistema, del Astro esférico de Parméni-
des. Los sectores a los que señalan desde hace siglos las tres disci·
plinas del sistema se alejan, por decirlo de alguna manera, se retí-
ran de la fingida totalidad. Lo hacen conteniendo, incluso como sus
respectivas esencias, lo que de ellos se pensaba en la filosofía; pe-
ro ahora manifiestan en cierto modo que en sí mismos yacen por
principio más allá de los vínculos de la necesidad que los encerra-
ban en el sistema. Son de suyo metasistemáticos, no porque no po-
sean lo que el sistema les adjudicaba, sino porque eso que les ha si-
do pensado y atribuido está en ellos desde una lejanía pre-sistemá-
tica, desde una oscuridad impenetrable, desde tres nadas del saber.
Ellos, de suyo, son, por expresarlo de alguna manera, los Elemen-
tos de antes del Mundo, los secretos o misterios desde cuya noche
triple ha ocurrido ya siempre el Milagro del aparecer, del ser, de la
conjunción de todos ellos en el mundo, de la Revelación del día de
este mundo. Y esta situación modifica inmensamente la presunta
verdad pensada por la Filosofía sobre cada uno de ellos y sobre su
trama.
Para que se produzca en el saber la fuga de los sectores de la to-
talidad hacia la noche de lo elemental, basta con que uno de ellos
se cuestione a sí mismo, en el sentido de recordar, con suficiente
vigor de memoria, su origen extra o metasistemático. Y tal cosa no
puede, por principio, suceder sino en el hombre, en el pensador en
quien está incorporado el sistema. Sólo si el sí mismo se retira a la
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posición de supuesto no eliminable, empieza a ocurrir otro tanto
con el cosmos y con lo divino.
Por esto, el punto de apoyo del nuevo pensamiento no puede ser
sino la cuestión absolutamente decisiva de toda la filosofía —y aun
de toda la existencia—: la relación entre el pensador y lo pensado,
entre el Sí mismo y la totalidad... restante —infinitamente alterada
en su estatuto de totalidad, a partir de la hora en que el Sí mismo
se evade de ella—.
El primer pensamiento del nuevo pensamiento es, pues, la eva-
sión del Sí mismo del campo en el que se juega la partida de la sin·
tesis sin resquicios entre el pensar y el ser: en palabras de Levinas,
la evasión fuera del il y a, del remue-ménage de la essm ce. O, lo
que es lo mismo, el descubrimiento —sin síntesis posible— de que
la universalidad ética puede tener una genealogía, un más allá de
su bien y su mal; de que el propio imperativo categórico quizá se
movilice al servicio de la Totalidad, en una experiencia de guerra y
durísima objetividad como Kant mismo no fue capaz de anticipar
especulativamente —■pero sí Fichte o Hegel—.
Schopenhauer se había limitado a reconstruir la unidad perdida
precisamente sobre la clave de bóveda de lo irracional; pero a su
imperfecta propuesta de nuevo pensamiento habían seguido otras
formulaciones más agudas de lo que se hacía necesario pensar des·
pués de Hegel. Kierkegaard había adelantado su protesta incondi-
cional, en nombre, justamente, de la individualidad religiosa, de la
culpa que queda irremediable si se la considera en el mero hori-
zonte de las hazañas históricas. Nietzsche había mostrado con el
ejemplo cómo lo Absoluto de la filosofía coincidía con la expan-
sión sin fíenos de la voluntad de aniquilación, y oponía su ateísmo
sin discipulado, el pensamiento de la pluralidad última y el afe-
rrarse absoluto a la luz del día del mundo, sin pasado y sin futuro.
Rosenzweig aprovecha, ciertamente, todos estos antecedentes
—y muchos otros más, tomados de la teología y la literatura—, pe-
ro se concentra en lo que prefirió llamar, en un ensayo posterior,
concebido como prólogo no científico a la Estrella, el sentido co-
mún sano, o mejor, recuperado de su enfermedad.
El sentido común sano es la fe en la vida tal y como toma ésta
a diario su aspecto más corriente, y, sobre todo, precisamente co-
mo limitada por el nacimiento y la muerte. Creemos, antes de los
ataques del pensamiento, en que hemos nacido y, sobre todo, en
que moriremos; y en que, ahora mismo, vivimos inmersos « 1 el
mundo. Fundamentalmente, creemos en la fuerza expresiva y co-
municativa del lenguaje. Creemos que con él, que es bien distinto
de las cosas que nombra, los acontecimientos que describe y las
personas con las que nos vincula, realmente nombramos, describí-
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mos y nos comprometemos; y sabemos que él nos liga al pasado,
que mediante él la cultura a la que pertenecemos de nacimiento es-
tá fuertemente individualizada respecto de muchas otras culturas
vecinas; comprendemos que tenemos que nombrar cosas, acontecí-
mientos y personas de cierto modo heredado que transmitiremos a
nuestros hijos, y, al mismo tiempo, comprendemos igualmente que
hay en nuestra tradición algo de muy esencialmente arbitrario.
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en todos los casos; y ello es, justamente, que la pregunta, la actitud
y la virtud del filósofo han descubierto desde el primer momento
la esencia, la unicidad de la sustancia, la grisura universalísima de
la cosa general, por debajo de los objetos, aún más abajo de sus
diferentes conceptos genéricos (que, como es evidente, suponen ya
un empobrecimiento formidable respecto de la variedad inmensa
de cosas, personas y acontecimientos tal y como se hallan en la vi-
da).
No hay, a pesar de todo, que olvidarse del asombro natural y de
sentido común. No hay que olvidarse, en definitiva, de lo que he
llamado «ultrapensamiento». Y como objeto, concepto genérico y
esencia auténtica o sustancia son las palabras reservadas para los
sucesivos productos del asombro filosófico, habrá que decir, por
ejemplo, respondiendo contra esos conceptos, que «sólo en el tras-
curso de la vida recibe cada cosa su índole propia». La índole pro·
pia es lo que todavía desconoce el asombro del niño, lo que espera
que la vida le aporte, porque el final prueba el principio. No au-
tenticidad, sino realidad. Lo auténtico es lo eterno, lo eternamente
profundo. Lo real es la posterioridad que resuelve los enigmas de
algo anterior (todo lo que trae la vida resuelve algún enigma, al
precio de plantear enigmas nuevos).
La paciencia del sentido común es confianza en la efectividad
de lo efectivamente real.
He aquí, entonces, dibujado el mapa fundamental de las posibi-
lidades: o la prolongación de lo aprendido en la escuela del sentí-
do común, o bien el asombro filosófico. Y en el interior de éste: o
bien el dogmatismo de la esencia única, o, si no, el escepticismo
completo. En fin, como vano remedio contra el nihilismo y, al mis-
mo tiempo, contra el dogmatismo, la filosofía del como-si.
Y he aquí lo esencial de la fisiología del entendimiento sano: el ־־
atenimiento a lo duradero a la hora de pensar (y obrar) con las co-
sas, las personas y las vivencias y los acontecimientos o hechos.
Ahora bien, sucede que esto duradero son, en primera instancia,
los nombres con los que son llamados todos cuantos caen dentro de
estos grupos, respectivamente: las palabras, los nombres propios y
las designaciones.
El nombre es lo único sustraído aquí, en lo fundamental, al
tiempo. Las cosas, las personas y los hechos son radicalmente tem-
porales, están plenamente inmersos en la corriente de la vida. Y
verdaderamente nadie confunde al nombre con lo que él nombra
(ni tampoco con la índole propia de lo por él nombrado).
Lo que sí ocurre es que, en ocasiones, interviene en el trato con
las cosas el concepto general; lo que ha fomentado la confusión
que ha tomado partido por la creencia de que este elemento es el
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decisivo en la nominación de todos los nombres, e incluso que con-
tiene la esencia, lo que auténticamente son las realidades témpora-
les inmersas en la vida.
Y también debe prestarse la debida atención a que al designar
con sus nombres a los acontecimientos, a los hechos, en contraste
con lo que ocurre en los casos de cosas y personas, el que designa
es aquí en primer lugar juez que determina que realmente el hecho
en cuestión debe ser designado con este o el otro nombre. El no
puede sencillamente atenerse a cómo se llama la cosa o la persona,
precisamente porque esto tienen de diferente los hechos: que sella-
man de algún modo, pero es responsabilidad de quien los nombra
determinar si este o el otro nombre les es más apropiado. Y, ade-
más, no sólo otros designarán de otra forma al mismo hecho, sino
que realmente puede éste llegar a llamarse de nuevos modos en el
futuro —o ya ha sido llamado bien distintamente en el pasado—.
Análogamente a como la aparición eventual del concepto en el
trato cognoscitivo con las cosas dio origen a la ilusión de las ideas
introducidas por Platón en la historia intelectual, esta peculiar ie-
latividad de las designaciones de los hechos ha servido de base a la
creencia estrictamente opuesta: al nominalismo, esto es: a la teoría
que sostiene que nombrar es pura convención humana, y en conse-
cuencia, atenerse al nombre como a lo duradero, nada más que de-
jarse el hombre engañar por él mismo.
Aunque también es muy cierto que el enjuiciar que tiene que te-
ner lugar siempre en el trato con los acontecimientos (y que cul-
mina, como es claro, en el juicio moral y en el juicio jurídico) es-
tá, por su parte, en la base misma del surgimiento del asombro fi-
losófico. Sócrates suministra la prueba más rotunda en favor de es-
ta verdad. El que da sus nombres a los acontecimientos tiene que
participar en la designación, quiera o no; y, además, no hay mane-
ra humana de sustraerse a conocer como tales los hechos —a limi-
tar el conocimiento a cosas y personas—. Hay, por ello mismo, una
responsabilidad, una decisión grave en el acto de imponer su nom-
bre a los hechos. En cierto sentido, el llamarlos sabe ya que inven-
ta parcialmente el nombre. Y es natural que se detenga a conside-
rar si éste que se dispone a lanzar sobre el acontecimiento en jui-
ció es el que auténticamente le va bien. Es éste el lugar donde an-
te todo, naturalmente, se ha de quebrar la confianza en los nom-
bres. En él nace el impulso a tratar de examinar el hecho fugaz a la
busca de lo firme en él, de lo esencial y permanente, de la esencia
que justifique la denominación (por ser ella el ser auténtico y fijo
del acontecimiento).
Pero la realidad, tal como Bergson ha acertado a describirla, se
niega tozuda a mostrar permanentes esencias. La prueba es que to
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do acogerse a lo que presuntamente ellas serian resulta de inme-
diato una fuga a propósito de la individualidad del acontecimiento
que se nombra (y juzga). El está siempre en el contexto formidable
de la vida. Las presuntas esencias, jamás.
Tal contexto formidable guarda siempre, por así decirlo, su li-
bertad, su libre creatividad, su evolución creadora e indeciblemen-
le (casi indeciblemente, al menos) imaginativa. Preservársela ate-
niéndose a la única estabilidad de los nombres es la posibilidad hu-
mana que todos estos pensamientos tratan de iluminar. O, mejor
que eso, es la radical, infantil, inicial vida del entendimiento, la
cual, sometida a peligros temibles, parece que necesita siempre en-
salmos que la libren, hablándole adecuadamente, de caer en los
obstáculos que naturalmente se le han de ir presentando. Natural-
mente o, siquiera, de manera bastante natural. Y tropezar de veras
en cualquiera de ellos es algo que se revela en todos los casos por
los mismos síntomas: la parálisis, ya de la duda, ya de la desespe-
ración. Pero antes nos hemos referido suficientemente a las vías
—todas impracticables menos una, o sea, todas paralizantes menos
una— por las que puede discurrir la asendereada vida del entendí-
miento humano.
Revisemos ahora las posibilidades de curación del entendí-
miento afectado por la parálisis de las esencias, el nihilismo o el
ficciónalismo.
La inversión de su actual estado puede traerla un suceso formi-
dable, tanto feliz como desgraciado, tanto pletórico de sentido co-
mo excesivamente falto de él. Luego no se trata en semejantes ca-
sos de curaciones intelectuales o filosóficas (ahora, evidentemente,
empleando la palabra filosofía para nombrar al conjunto de los en-
salmos que tienen la finalidad de mantener despejada la vía difícil
de la infancia y la salud de la inteligencia).
Existe el inconveniente en toda curación de choque por los
acontecimientos —como, en general, en toda curación en la que no
intervenga la nueva filosofía, la escuela sobre el lenguaje que reto-
ma las enseñanzas de la primera escuela humana— de que la salud
se recupere ficticiamente. La enfermedad, en el fondo, se enmasca-
ra por un corto espacio de tiempo. La inteligencia tiene tanto poder
sobre la vida que, aunque a veces ésta parece sacudirse las ilusio-
nes tejidas por su compañera inseparable, si realmente no colabora
la inteligencia misma en esa limpieza de añadidos y escurrajas, los
gérmenes perviven y dan en seguida nuevos frutos. Se vuelve a es-
tadios de la enfermedad que se creía haber dejado definitivamente
atrás. *llene que curarse, antes o después, la inteligencia misma. De
aquí que la vida, con toda su fuerza, no baste para reemplazar la fi-
losofía: no baste como terapéutica de la vieja filosofía.
21
Nunca se ve este estado de cosas más claro que cuando se con-
sidera la segunda posibilidad aparente de curación. La habitual, en
definitiva; que no es otra sino la que traen la edad, la fuerza de las
cosas, la cotidianidad contra la que termina oxidándose el ideal en
mayor o menor grado.
Lo que sucede es entonces todavía peor, porque se abandona la
eternidad falsa de la filosofía, pero con mala conciencia. La inteli-
gencia no tiene razones para no seguir viviendo en aquella atmós-
fera de la pretendida autenticidad, y sin embargo, ve de sobra que no
vive más donde debería. La enfermedad alcanza un punto terrible.
Debemos presuponer que el choque del acontecimiento extremo
—la situación límite— o el trascurso del tiempo —la marea irre-
sistible de los pequeños acontecimientos cotidianos— están ya ha-
ciendo su efecto, para que quepa, suplementariamente, introducir
el tratamiento de que es capaz la nueva filosofía —y sólo ella—.
La cura filosófica exige exploraciones del ámbito del entendí-
miento sano que pasan más allá de las sumarias investigaciones
que hemos dedicado a su fisiología. Estas de ahora tienen que ver
con lo que es más característico del régimen vital cotidiano del en-
tendí miento sano: lo que arriba fue llamado ultrapensamiento, o
pensamiento a lo largo, a lo lejano, y no dirigido artificiosamente
a la profundidad (no traspensamiento, decíamos antes). Y es que el
que se deja llevar de la vida acompañándola con la inteligencia y
confiando en los nombres, no puede por menos que mirar a la leja-
nía, al futuro, a la comarca hacia la que se dirigen todas las direc-
ciones que sucesivamente —quizá a modo de vueltas y revueltas—
se ve que toma la vida.
Las cosas se integran en el mundo (como pedazos de existencia
mundanal); las vivencias, en el hombre (como pedazos del huma-
no destino); los acontecimientos todos se orientan a la integridad
definitiva del sentido: a Dios (son pedazos de la acción divina). La
dirección, el sentido de la vida apunta hacia esas lejanas comarcas,
que Rosenzweig gusta de simbolizar en alturas que se vislumbran
desde el valle. Ya no la ética, el derecho, la política, sino que el
sentido mismo de la vida plantea las preguntas últimas. No las más
profundas, sino las últimas —pero que podrían de nuevo confim-
dirse con las más profundas, ya que, de hecho, la cuestión de la
esencia de una cosa termina indefectiblemente por ser la cuestión
de la esencia del mundo—; y así, sucesiva y respectivamente, to-
das las esencias remiten en última instancia a la esencia del hom-
bre y a la esencia de Dios (y las tres deberían fundirse en una úni-
ca sub-stancia).
El nuevo pensamiento no puede ignorar tales interrogantes (ni
quiere, por lo demás, hacerlo). Sólo que tiene que prevenirse muy
22
fuertemente contra la tentación de preguntarlos en el modo viejo,
como si se tratara de dar a través de ellos con la sub-stancia del
inundo, del hombre y de Dios.
Lo que interesa notar es que el riesgo más insidioso para el en-
Icndimiento sano no es aquel que yace en el enjuiciamiento de los
acontecimientos y en la aparición de los conceptos universales, si-
no el que proviene de la idea de que él no es suficiente para en-
!'rentarse con las cimas hacia las que mira la vida. Y si él renuncia
a su trabajo, entonces ahí está preparado el viejo pensamiento, que
reconquista de esta manera sus espurios derechos a guiar la vida (o,
más bien, a detenerla, a que la inteligencia ya no la acompañe y el
hombre viva dividido de sí mismo, negando el tiempo libre, crea-
dor, imaginativo, por asentarse en la falsa eternidad de la esencia,
Kcmpitemamente gris e indiferenciada).
Este es el lugar que Rosenzweig reserva a la consideración de
la filosofía crítica y de la mística. Es, por tanto, el sitio que la fan-
lástica trascendental pretende ocupar con más éxito que el nuevo
pensamiento. En general, cabría decir que las dos posibilidades
aparentes de curación que se ofrecen son la filosofía de la ciencia
como única filosofía viable —ya se practique al modo kantiano, al
l'cnomenológico o al lingüístico— y la renovación de la simbólica
de las religiones: la revivificación de la posibilidad de participar de
lo sagrado de alguna manera, y en definitiva, la experiencia de lo
sagrado. (Es interesante observar que, en este paralelo de la dia-
láctica blondeliana de la acción que se dedica a trazar Rosenzweig,
los casos de criticismo y de misticismo se manejan diferentemente
de como se operó con los de nihilismo y ficcionalismo. Ahora se
reconoce que caben naturalezas místicas —y, al parecer, también
agnósticas en el puro sentido del criticismo—.)
En cuanto al método de cura, consiste fundamentalmente en
realizar ascensos, sucesivos y repetidos —según métodos cada vez
más lentos— a cada una de las cumbres.
Los pasos propios de cada ascenso son:
a) La percepción del pie de la montaña.
b) Una amplia curva, primero con vistas a las otras dos cimas,
de lejos, claro está, y finalmente con una perspectiva cercana y ma-
ravillosamente bella de la cima que se está conquistando (y no es
raro que la poesía corone este segundo tramo).
c) Un rápido zigzag, que repite un número indeterminado de
veces el esquema del segundo momento.
d) La estancia en la cima misma, que se enriquece de sentido,
sobre todo, si hay la suerte —es casi indefectible que se presente—
de que las nubes dejen ver desde allá arriba siquiera un trocito fa-
miliar del fondo del valle. Ese paisaje de abajo no nos hubiera per
23
mitido, de estar ahora mismo colocados sobre su suelo, otra cosa
que una paralización de asombro, quizá, afortunadamente, mo-
mentánea, dando rostro a la magnificencia de esta sola cumbre se-
ñera. Ahora, en cambio, todo se abarca en su conjunto.
A propósito de lo cual hay que observar que no se sube a las
cumbres en el mismo orden cuando se hace estancia en el sanato-
rio que cuando se escribe la ciencia fruto del nuevo pensamiento.
Y, en segundo lugar, que valdría la pena analizar con qué tres mé-
todos se está en la nueva filosofía, siendo el primero de ellos la cu-
ra del sanatorio; el segundo, la redacción de la obra científica —al-
go así como un tratado para futuros médicos— ; pero quedando
—exactamente igual que para el lector de Blondel— reservado otro
método, que es el único que no puede ya ser tildado de mera anti-
cipación: la experiencia de la vida y de su consumación final.
Veamos ahora cuál fue el aspecto que esas cumbres, considera-
da cada una de por sí, presentó ante Rosenzweig.
4. Los Elementos
24
El ser del mundo, lo positivamente afirmado como su esencia
incluso después de la disolución de la larga apariencia filosófica,
es el logos, el ser de validez universal y necesaria, el orden eos-
mológico, la ley, lo que siempre y en todo lugar rige. Y como la ley
es fundamentalmente un modelo que no admite que se lo derogue,
tal esencia del mundo debe pensarse como lo que es infinitamente
aplicable. No un caso de algo, sino justamente aquello de lo cual
cualquier fenómeno en el mundo es de alguna manera un caso.
A su vez, la negatividad originaria que. está contenida en la con-
úngencia irremediable del mundo elemental es, precisamente, la
inagotable copia de los fenómenos, las caras innumerables de las
cosas, la incesante novedad. Ahora es cuando hace plenamente
sentido hablar de casos particulares de universales, si bien en el
surgir puro de los fenómenos no va explícita la referencia a sus pa-
res de la misma clase ni a la propiedad específica que unifica esa
clase y la somete a su ley.
La configuración real del mundo raetalógico se establece como
el producto del encuentro de lo universal y el fenómeno singular, y
esa conjunción puede ser representada simbólicamente hablando
de cómo el movimiento ciego del fenómeno se polariza en la di-
rccción de la clase que le corresponde, como si el universal opera-
ra creando un campo magnético a su alrededor. El resultado es el
cosmos plástico, el mundo pleno de formas que se jerarquizan se-
gún arquetipos, tal como se mostraba a la mirada de la filosofía de
Atenas.
Finalmente, el Dios que pasa, para el sentido común recupe־
rado, más allá de ser mero componente de la Totalidad —y real-
mente la Totalidad está siempre absolutamente secura adversas
déos—, muestra también el rostro múltiple del politeísmo clásico
de Grecia. Su esencia son la inmortalidad y la incondicionalidad.
La naturaleza del Dios metanatural o metafísico es la calma de un
absoluto s í o así.
La negación de la nada divina, o libertad de Dios, sólo puede
representarse como acción máximamente poderosa, eternamente
activa, poder sin límites que vivifica desde el interior, por decirlo
de algún modo, la naturaleza divina en calma.
Destino o moira y capricho o potencia colosal configuran la so-
ledad de las formas divinas del Olimpo, mientras que esos compo-
nentes, descoyuntados todavía, aparecen en su estadio pre-elemen-
tal en las religiones de la India y la China, respectivamente, del
mismo modo que el descoyuntamiento de los dos aspectos que han
sido distinguidos en el héroe trágico y en el cosmos plástico es la
característica de las antiguas culturas orientales (donde la India
permanece fija en el significado del s í originario, mientras China
se paraliza en el no).
25
Es de esta manera como se transita desde la nada una y única,
antiguo presupuesto de la filosofía culminada por Hegel, a las na-
das del saber; y, luego, de éstas, a la positividad de sus respectivos
algos, a lo que Rosenzweig gusta de llamar la chapuza, el Stück-
werk o montón a destajo del saber.
En este caos de los fragmentos que han huido metasistemática-
mente reconocemos los componentes de nuestro mundo, pero ve-
lados: no tal y como creemos en ellos cuando creemos en la vida
cotidiana, no tal y como nosotros los conocemos en la revelación
fundamental que es la vida misma. Al tratarlos metasistemática-
mente, también los hemos tratado de un modo que es ajeno a la vi-
da que de hecho vivimos. La labor a destajo del saber con el que se
inicia el nuevo pensamiento ha consistido en sacar de la corriente
de la vida a los elementos que en ella se mueven. De la figura fa-
miliar y nada hipotética que presentan a diario, hemos retrocedido
a lo hipotético; pero esto hipotético sólo puede valer en la medida
en que se preserva y se confirma en la construcción de la vida.
Ahora bien, ésta, la corriente o movimiento del día del mundo,
no puede ser determinada como el cuarto elemento del antemundo,
cuando es de suyo la trama de la realidad. El único recurso que
queda al nuevo pensamiento es, justamente, buscar en los elemen-
tos la fuerza de la que puede surgir la relación entre ellos que real-
mente se da. Cuál se da, es cosa que sólo se muestra a la luz del
día. En el secreto del caos, las relaciones pensables son muchas.
Por decirlo de otro modo: en la consideración de los elementos en
cuanto tales sólo tenemos una estación de paso en el camino desde
la nada del saber al verdadero algo del sab « (que, a su vez, sólo es
estación de paso para la eternidad).
La manifestación de la relación real, a plena luz del día, no pue-
de ser tratada con los instrumentos de la dialéctica, según se ha ex-
plicado ya antes. Rosenzweig utiliza la metáfora de la inversión o
conversión.
Pensemos en los tres elementos según la vía por la que los ha
generado, en el final de la filosofía, la evasión del sí-mismo. Son,
en esta perspectiva, como tres puntos de fuga en dirección a cuyo
secreto se rompen el sistema y, en el pensamiento, la propia co-
rriente de la vida. Hemos tratado de descender en la noche de su
positividad absoluta, como quien ve, « 1 medio de tinieblas, que ha-
cia sus respectivos centros se proyectan las fuerzas de un s í y de un
no que, respectivamente, afirman la no-nada y niegan la nada de
cada caso.
La inversión consistirá, según esta imagen, en un ascenso, en
una irradiación de lo que antes —definitivamente antes— confluía
como un sí y un no. La teología de la antigüedad griega es, « 1 es-
26
le sentido, verdaderamente una teogonia en lo secreto, y su psico-
logia una psicogonía, y su cosmología una cosmogonía. L a inver-
sión no es racionalmente anticipable, por lo mismo que el día de la
vida no es el sistema de la Totalidad. Lo que la precede es, pieci-
sámente, la noche del pasado. Pero, a la luz de la manifestación o
revelación, esa noche es la labor del tohu wa-bohu del que emerge
In creación de este mundo como signo de la revelación de su reali-
dad —expuesta, a su vez, a la eterna venida de lo eterno—.
Y Rosenzweig completa la imagen de la conversión de las fuer-
/.as elementales señalando que, al irradiar en la creación, los signos
se invierten, y lo que confluía hacia la noche como s í irradia como
no, y como s í lo que antes era no.
Por otra parte, paralelamente a como India y China están en re-
lación con Grecia, así también la filosofía está respecto de las nue-
vas categorías teológicas (a las que el nombre de categorías viene,
en realidad, demasiado estrecho, y Rosenzweig prefiere llamarlas
horas del día del mundo: la mañana, el mediodía, la tarde). La fi-
losofía se vuelve el antiguo testamento de la teología, es decir, to-
da ella signo o predicción de la teología.
Justamente como lo milagroso es lo que es objeto de pro-fecía
porque lo es de pro-videncia, así el milagro esencial que es la vida
en la historia aparece significado en la noche de los elementos y
tiene su pasado en la inversión de la manifestación primera: la
creación. El presente, la vivencia de la vida histórica, descansa en
la verdad pro-fética de la creación. Rosenzweig defiende fervien-
!emente que esta operación no tiene nada de paso ilegítimo a otro
género, sino que es la estructura sistemática misma peculiar del
nuevo pensamiento.
La razón de ello se encuentra en que el punto de partida - d e -
he recordarse— es la perspectiva absolutamente individual del sí-
mismo en evasión respecto de la Totalidad. El nuevo pensamiento
es la extrema subjetividad, es mismidad ciega y sorda. Su cientifi-
eidad le viene precisamente de su historicidad, o sea de su con-
fianza en el lenguaje, o, lo que es lo mismo, de su fe en lo pro-fé-
tico. Lo cual es lo mismo, por otro lado, que fe en la vida en cuan-
lo revelación anticipada en la creación, cuya verdad está contenida
en la creación pero está preservada y verificada en el presente y
aun es gesto ritual que anticipa la eternidad del futuro.
Por cierto que se trata de una confianza en el lenguaje y en el
día de la vida justamente en tanto que milagros, pero, a su vez, sig-
nos pro-féticos del futuro eterno. El nuevo pensamiento no es es-
céptico, pero al haberse evadido del asombro de la Totalidad, no
cree tener apresada y a su disposición a la verdad absoluta. El pen-
samiento, como la vida y el lenguaje, tienen algo de apuesta, o, de
27
nuevo, mejor dicho, de signo anticipador. Pero la anticipación no
es nunca capaz de traer por sí sola la realidad, el adviento de lo que
pre-dice. La confianza en el lenguaje, por ejemplo, no ha de ser
ciega ante la evidente inexistencia de una lengua común de toda la
humanidad, lengua materna para todos los pueblos de la Tierra. To-
da lengua real une a la vez que separa; es común a todos, pero só-
lo a los miembros de un grupo cultural, y aun dentro de ese grupo
cada hablante posee su estilo peculiar de utilizar en la comunica-
ción la lengua de todos. De la misma manera la verdad, fuera de la
pócima contra la muerte —y, por lo mismo, contra la vida— que
ha intentado ser la filosofía. Es la longitud del día la verdad, y más
aún la eterna proximidad del futuro. Porque la eternidad no es «un
tiempo muy largo, sino un mañana que igualmente podría ser hoy».
Es, por tanto, evidente que el centro de la Estrella —no (te la fi-
gura misma, sino del libro que la dibuja— sólo puede ser el trata-
miento que recibe la Revelación. Pero todavía antes de an a li za rlo ,
es necesario ver de qué manera aparece descrita la inversión o con-
versión de los elementos en la Creación, y, en la base de esta pro-
blemática, de qué modo se deben ver las fúerzas elementales que,
ya en la noche previa a la creación, preparan el Milagro de la reía-
ción manifestándose.
5. La Via
28
La esencia del mundo metalógico era la especie, la ley, la nece-
sidad que busca sus casos de aplicación, sus particulares. Aquí la
inversión se opera de tal modo que en la creación se ofrece esta
esencia en la forma de existencia (Dasein) del mundo, o sea, de ser
momentáneo, que para mantenerse en el ser necesita constante re-
novación. Y las categorías con las que aprehender el mundo de la
creación no han de ser sino las gramaticales, y, como ya anticipé
someramente, ni siquiera están bien llamadas con el apelativo de
categorías. Porque cuando se emprende el trabajo de codificar las
nociones fundamentales de la gramática general, se echa de ver en
seguida —Rosenzweig se detiene en esta especulación atrevida—
que su ordenamiento les viene en realidad de fuera de la gramática
misma: del papel que el lenguaje desempe&a respecto de la reali-
dad. Y que la forma, no genealógica, sino tabular, que admiten por
fin tales pseudocategorías es ya un ordenar la lengua posterior al
brote original de la lengua misma, con su propia legalidad.
En definitiva, es que las aparentes categorías gramaticales que
intenta abordar el pensamiento de la creación han surgido simultá-
ticamente con aquello que categorizan, identificadas con el mismo
proceso real y efectivo que por su medio intentamos aprehender: la
creación.
Pero, al menos, la gramática no está sometida al destino que los
conceptos del entendimiento sufren siempre en su ensayo por cía-
sificar la plenitud de los fenómenos del mundo existente: adoptan
éstos, nada más formulados, la forma del pretérito, y dejan enten-
der que la facticidad del existir del mundo es demasiado para sus
alcances. Así, causa, como cosa originaría; ley, como lo establecí-
do ya desde un comienzo, de una vez por todas...
En realidad, cabe describir a la vieja filosofía como el pensar
que se abisma decididamente, hasta el final, en el pasado de la
creación, y se propone no abandonarlo hasta captar en él la totali-
dad de la verdad. Con lo que, inmediatamente, suprime, sin aper-
cibirse de ello, la noción misma de creación, toda ella comienzo y
promesa, pero no final y, menos aún, pura hipótesis racional desde
la que efectuar la deducción o engendramiento del mundo de la ex-
pcriencia —deducción que significaría, desde el punto de vista del
saber, la validación absoluta de la hipótesis según la cual se ha po-
tiido realizar—.
La culminación de la filosofía tiene, por lo mismo, que sustituir
la confianza fundamental o paradisíaca en el lenguaje —por la pa-
labra se creó, y no por el pensamiento— por un paraíso en que,
aunque haya tenido que ser el hombre el sembrador, su obra se
oculte en la inconciencia de sí misma. Y ése es el fundamento de la
divinización del arte en el pensamiento estético del idealismo. Pa
29
ra él, la verdadera parábola de la creación es la obra de arte: algo
pronunciado o dicho, y no tanto el decir, el sacar originario a la luz,
el revelar.
En otra dirección bien distinta, la historia ha conocido el sor-
préndente fenómeno de una apropiación de la revelación, la crea-
ción y la redención que ha ignorado su delicada relación recíproca,
conseguida a todo lo largo de la vía que es el Día del Mundo. El Is-
lam ha entendido estas nociones sin otro contexto que no fuera el
paganismo, y no ha tenido oportunidad sino de interpretarlas des-
de el interior de la lógica de la vieja filosofía. Los elementos no
han conocido su inversión ascensional al introducirse en el pecu-
liar e híbrido género de pensamiento que practica el Islam. A esto
es debida la índole tanto del activismo ético musulmán como de su
relación intrínseca con las nociones, aparentemente tan alejadas de
él, de kism et e ishmá.
¿Qué realidad presenta la Revelación cuando, en cambio, es
vista en la perspectiva de la conjunción del Dios metaffsico y el
Hombre metaético, y significada proféticamente en la Creación?
Aquello capaz de urgir, desde el seno del Dios metafísico ele-
mental, la relación con el Hombre metaético es, necesariamente, el
aspecto que no ha sido contemplado cuando se ha tratado de la con-
junción creacional entre los elementos Dios y Mundo metalógico.
La Creación se ha entendido desde el No originario en la positivi-
dad de Dios. La Revelación debe ahora entenderse desde la inver-
sión ascensional del Sí originario en esa misma positividad ele-
mental de Dios.
El Dios Revelador se manifiesta poseedor de algo que difícil-
mente podría ser descrito con otros términos que éstos: el impulso
de recorrer de punta a punta la infinitud abierta del divino poder
creador, como con el propósito de reunirla en la unidad del hecho
absoluto que es la vida histórica del mundo. Un impulso, precisa-
mente, que permita pensar la Revelación como evolución creado-
ra, como incremento, como un creciente de lo divino desde el pa-
sado remotísimo hacia el futuro por venir. La inversión del Sí esen-
cial del Dios elemental es, por eso, el Acontecimiento apropiador
(Ereignis), y no un atributo de Dios.
Detengámonos a considerar que es aquí donde encontramos el
centro de la figura de la Estrella. Rosenzweig trata de describir la
yivencia del presente en el hombre que él es.
Tal vivencia es experiencia de Dios, pero no en el sentido de la
divinidad mítica, no en el sentido de lo sagrado elemental, sino co-
mo acontecimiento de la temporalidad: como perpetua vigilia del
tiempo que no se termina de cerrar, cansado de muerte, sobre sí
mismo. Dios acontece como instante, y, mejor, como negación del
30
instante que ahora mismo constituía mi vivencia. Por debajo, no ya
de la intemporalidad de la esencia, sino incluso de la perdurabili-
dad de las palabras, la claridad perfecta de la revelación del ser en
el instante vivencial es, fundamentalmente, una negación, una in-
novación, un nacimiento que se despreocupa absolutamente —y
así es como los niega— tanto de lo que acaba de suceder como de
lo que puede pasar a partir de ahora.
Levinas ha tratado de interpretar como obsesión y sustitución
este fenómeno primordial. Rosenzweig, su inspirador, lo describe
como habiéndose invertido la calma esencia divina en amor aman-
le, amor del amante, yo.
El ápice de la verdad de la Estrella es el esfuerzo por expresar
el presente como decir directo del Yo; como decir instantáneo, ab-
salinamente impaciente pero infinitamente eficaz, en el que se ex·
terioriza sin ambages, sin ningún rodeo, sin ninguna preparación y
sin ninguna premeditación, el comienzo de un diálogo. Presencia
pura, lenguaje naciente, contacto absolutamente directo entre Yo y
Tú, eterna novedad y juventud, terremoto que conmociona e inspi-
ra —hasta romper su soledad— al héroe trágico en que habíamos
visto configurarse en nuestra historia pasada la figura del hombre
metaético.
El «muy bien» que clausura la Creación es el sello de la m u » -
(c, la inmutabilidad del pasado, la perfección autosuficiente del po-
der de Dios. Pero ha habido un después de aquel «muy bien», y es
justamente desde este después desde donde pensamos. El presente
es entendido como la victoriosa lucha del amor contra la muerte,
de la eternidad en figura de promesa contra la durísima objetividad
del pasado que todo parece condicionarlo.
El hecho de que Rosenzweig acoja el presente como Revelación
de Dios, y no como mero claro del bosque de la finitud —porque
Rosenzweig mismo se cuida mucho de anotar que no puede acó-
gerse al pensamiento de la Creación, en su plenitud de signo y mi-
lagro, sino aquel que ha sido alcanzado por la voz de la Revela·
ción—·, se debe a que descubre la presencia de la vivencia como
mandamiento, como el primer mandamiento: «tú debes amar». Le-
vinas ha sabido esclarecer cómo este descubrimiento impugna to-
da ontología, que siempre sería intromisión de un neutere incluso
de un neutrum entre el presente vivo y su experiencia viva. Ro-
scnzweig no puede, él tampoco, ver dilación ninguna en el precep-
lo que abre el diálogo que es cada presente. La Totalidad no está
aquí a punto para intervenir de pantalla entre el presente vivo y su
experiencia viva. Nietzsche estaba bien en lo cierto al iniciar su te-
rríble combate personal contra el pasado omnicondicionador y om-
niexplicador, verdadero tercero en discordia entre, por así decirlo,
el presente y el presente.
31
Falta ahora por considerar qué aspecto de la duplicidad del sí-
mismo ateo y heroico es el que, al invertirse o convertirse emer-
giendo, entra en relación con el Yo amante. Aquellos aspectos eran
hybris o desafío insolente (correlativo del mal radical tematizado
en la filosofía kantiana de la religión) y daimon o carácter. En la
conversión, la negatividad de la insolencia se toma permanencia
tranquila, fidelidad, resistencia en el puesto del amado — o, com o.
Rosenzweig prefiere decir, siguiendo la interpretación clásica del
Cantar de los Cantares, alma amada—. El Tú invocado y sujeto al
precepto responde, desde lo secreto de su ser elemental, permitien-
do al amor su permanencia y su incremento. La inversión de la hy-
bris es la conversión en todo oído, todo disposición a la escucha,
puro Gehorsam, del hombre interpelado.
La confesión, el «aquí estoy» inicia no sólo la quiebra de la so-
ledad primordial del sí-mismo, sino toda la duración del diálogo
con el presente constantemente renovado en que verdaderamente
consiste la vida en la perspectiva del nuevo pensamiento. Desnu-
dez, vergüenza y culpa, manifestación de que al amor del Yo el Tú
no puede nunca responder más que añadiendo a esa respuesta sím-
bolos sacrificiales; y luego de la confesión de la fragilidad propia,
la desaparición de la vergüenza, la confesión de la fe. Todos estos
son otros tantos momentos esenciales del diálogo de la revelación,
sólo desde el cual cobran sentido las exploraciones de la gramáti-
ca y de la lógica y la matemática que han tenido, hasta este mo-
mentó, únicamente que ver con las palabras fuera de su contexto
fundamental —bien en proposiciones arrancadas de todo diálogo
real, bien en fragmentos de todos los tipos distinguibles en el inte-
ñor de esas proposiciones, bien incluso bajo la forma de sub-pala-
bras o archi-palabras (como es el caso del Sí, el No y el Y)—.
Es sólo precisamente cuando el diálogo supera la confesión de
la fe, cuando puede reconocerse desde el Amante la declaración «tú
eres mía», que implica la evocación de la Creación e introduce pie-
namente al Hombre en el mundo, en la Vía o Ruta u Orbita entre la
Creación y la Eternidad. A partir de ese momento, la fe adquiere su
certeza peculiar, porque ha aprendido a ver en el mundo de las co-
sas, y justamente en la facticidad inexorable del acontecer históri-
co, el mismo fundamento objetivo de su fe.
Desde ahora, la gramática preludia su apertura a la Liturgia de
la Eternidad. Porque el hombre en el estado de la certeza caracte-
rística de la fe. es ya el hombre que puede orar, o, más enteramen-
te expresado, que debe orar, dado que el fundamento objetivo de tal
fe no es aún el mundo entero, sino sólo un pedazo: el que media en-
tre el Pasado más remoto y el Ahora. La oración tiene por objeto el
futuro eterno, el adviento eterno del Reino de Dios. Pero ya se ha
32
dicho que carece de base y de posibilidad fuera de la escucha in-
condicional del precepto. Ahora se ve que la duración como tal (y,
en primer lugar, la del amor) pende de que se sepa oír correcta-
mente el mandamiento como diciendo: «de la manera en que él te
ama, ama tú a tu vez».
Sin embargo, esta apertura del presente hacia el futuro no coin-
cide ya con la mera Revelación. La línea que la expresa ya no une
el vértice Dios con el vértice Hombre, sino que supone la ruptura
del diálogo absorto entre el Amante y la Amada, y verdaderamen-
le une los dos vértices Hombre y Mundo. Del héroe trágico vimos
emerger al místico, y de éste es preciso ver ahora brotar al santo.
Su oficio propio ya no es la mera respuesta (Ant-wort), sino la pa-
labra (Wort); ya no es sólo la espera o la guardia del puesto asig-
nado a sólo él mediante la pronunciación de su nombre propio
( Warten), sino la marcha (Wandeln) que intentará, revelándolo to-
do, transformarlo todo.
Cuando la hora del mundo señala el atardecer, hace su aparición
el amor al prójimo o la acción del amor, que recibe siempre nuevas
fuerzas de su misma desilusión perenne, y no, al modo islámico, de
la legalidad invariable, jurídicamente establecida de una vez para
(odas las circunstancias. Realmente, el santo, en este sentido, es,
con toda exactitud, el hombre capaz de hacer su propia biografía,
de convertir su vida en un drama y razonar con la razón histórico-
narrativa de la fe. El santo no repite jamás un patrón definitiva-
mente establecido de conducta, sino que le es esencial su persona-
lísíma leyenda.
Ante la acción del amor, el mundo es hoy todavía fenómeno de
su futura esencia, respecto de la cual esta acción es relato proféti-
co. Por cierto que el reconocimiento de la fenomenicidad funda-
mental del presente del mundo ha supuesto su previo radical de-
sencantamiento, tal y como la ciencia moderna lo ha cumplido so-
bre el material del cosmos plástico de la astronomía antigua. La re-
esencialización del mundo está concebida por la teología como la
narración completa del día del mundo, en la espera de que todas las
cosas sean al fin nombradas por sus nombres, cuando la comuni-
dad humana se haya constituido verdaderamente en comunidad de
orantes, o sea, de hombres que hablan un mismo lenguaje de in-
memoriales raíces.
Sería un retroceso al viejo estadio filosófico imaginar que estas
descripciones tratan de pensar un progreso histórico-dialéctico. El
mundo crece entrelazado con que el hombre actúe en él y lo reve-
le. Pero este salmo.de las criaturas que aún no logra pasar del tener
que orar al orar efectivo y está en el límite entre gramática y litur-
gia, pierde toda su base de sustentación si se olvida que no estamos
33
suponiendo la infinitud del tiempo, ni la repercusión al infinito de
la acción del amor; sino que, en realidad, la prescripción de las
m itsvot refiere sobre todo al más próximo y es, de hecho, descu־
brimiento auténtico del tercero, por cuya virtud el amor no se en-
cierra en el egoísmo del mero gozo mutuo de los dos amantes. Ro-
senzweig llama «oración» fundamentalmente a la entrada en reía-
ción con lo lejano y el lejano, saltando, por lo pronto en perspecti-
va, más allá del próximo absolutamente próximo.
Mientras la acción del amor, o Redención, propiamente.es tal,
el Reino de Dios está siempre por venir, y justamente en ello, co-
mo ya se dijo, consiste su eternidad. El paso del tiempo, la multi-
plicación de presentes y de obras del amor no aporta nada esencial
que remedie la precariedad de la comunicación. Precisamente por
esto todo instante está ya maduro para ser el último, y esto lo hace
eterno.
Si, en cambio, pensamos en términos de esperanza meramente
intrahistórica y, además, en el horizonte de un tiempo infinito, las
consecuencias serán, simultáneamente, la paralización de la acción
del amor —siempre, a fin de cuentas, aplazable, o quizá siempre
tan inexorable como en el antiguo άεργος λόγος— y, sobre todo,
la imposibilidad de acceder verdaderamente al prójimo.
En el panorama del nuevo pensamiento, en cambio, como lo
máximamente lejano es 10 eterno —en el sentido que queda ex-
puesto—, lo máximamente cercano es absolutamente de veras su
representante, y ello lo hace directamente accesible.
L a expresión en las categorías de la gramática de la hora de la
Redención es la correlación Nosotros - Vosotros. En el Vosotros se
pronuncia el juicio, como anticipando el santo, necesariamente, el
juicio de Dios —y, por tener que hacerlo, sometiéndosele él mis-
mo—. El Nosotros no es ya pronunciable sin el gesto que de algu-
na manera marque los límites de la comunidad que establece tal pa-
labra. Con él se toca el límite del gesto litúrgico, signo de la co-
munidad eterna. Respecto de ella pronunciará Dios el Ellos en el
qué, en su eternidad, en la Totalidad futura, a la vez que se fundirá
todo nombre propio, se apagará también el fuego de todos los in-
fiemos. En la medianoche del mundo comiénzala aurora del día de
Dios.
6. Bibliografía esencial
34
tos están divididos en cuatro grandes secciones: la primera (dos to-
mos) se dedica a Cartas y diarios; la segunda es La Estrella de la
Redención; la tercera (otros dos tomos), Zweistromland. Kleinere
Schriften zu Glauben und Denken; la cuarta lleva el título de
Sprachdenken im Übersetzen. En el primero de sus volúmenes se
recoge las traducciones de Haleví; en el segundo, 10$ trabajos, en
colaboración con Buber, para la nueva versión de la Biblia. El con-
junto termina con los índices y la bibliografía.
Fuera de la edición de La Haya sólo se encuentra el Bächlein
vom gesunden und kranken M enschenverstand, que publicó
Nuhum N. Glatzer, uno de los mejores conocedores de la obra de
Kosenzweig, en 1964, en la casa Melzer de Düsseldorf (desde 1992
el libro está en el Jüdischer Verlag de Frankfurt del Main).
En castellano disponemos de algunas traducciones. La primera
en el tiempo es de 1989 (Madrid, Visor) y estuvo a cargo de Isido-
ro Reguera y Francisco Jarauta. Lleva el título E l Nuevo Pensa-
miento, y contiene, junto a ese texto, también la traducción de la
carta considerada célula original de La Estrella. (Además el volu-
inen trae el ensayo de R. Wiehl titulado «La experiencia en el nue-
vo pensamiento de F. Rosenzweig».)
En 1994 fue espléndidamente traducido el Büchlein en Capa-
rrós, Madrid, por Alejandro del Río. El título de esta versión es: El
libro del Sentido Común Sano y Enfermo.
Está además en prensa la traducción que he preparado del largo
ensayo introductorio para los Escritos Judíos de Hermann Cohen.
En el ámbito lingüístico español, además de los traductores y
editores ya mencionados (véase, por ejemplo, mi contribución so-
hrc «La filosofía judía de la religión en el siglo XX», en M. Frai-
jó, dir., Filosofía de la religión —Madrid, Trotta, 1994, pp. 701-
729—), sólo se ha ocupado con la obra de Rosenzweig Manuel Re-
yes Mate, especialmente en su reciente M emoria de Occidente. Ac-
tualidad de pensadores judíos olvidados (Barcelona, Anthropos,
1997). (Tenemos en castellano, también, el ensayo de R. Wiehl so-
hre «El pensamiento judío de Hermann Cohen y Franz Rosenz-
weig: un nuevo pensamiento en la filosofía del siglo XX»: en J.
Gómez Caffarena y J. M. Mantones, eds., Cuestiones epistem oló-
nicas. M ateriales para una filosofía de la religión I —Barcelona,
Anthropos, 1992, pp. 221-240—.)
Para favorecer el interés por Rosenzweig, creciente en todas
partes en las últimas décadas, seguramente nadie ha hecho más que
Emmanuel Levinas, al señalar, en el prefacio de Totalidad e Infini-
to (1961) que la presencia de La Estrella en su propio texto era tal
que no valía la pena citar constantemente sus huellas. En H ors su-
je t (1987; habrá traducción castellana a fines de 1997, en Caparrós,
35
Madrid), además, hay toda una sección del breve libro dedicada a
evocar a Rosenzweig. (Véanse también las pp. 235-260 de la edi-
ción de 1976 de D ifícil libertad, en las que Levinas inserta una
«biografía espiritual de Franz Rosenzweig», primitivamente publi-
cada en 1963.)
En Francia, la aparición simultánea de la traducción de La Es-
trella y del comentario de Stéphane Mosés, en 1982, ha supuesto
el segundo gran paso en el conocimiento de Rosenzweig. El im-
portante texto de Mosés se titula Systeme e t Révélation (París,
Seuil).
En los estudios judíos en Estados Unidos, sobre todo gracias al
trabajo de Glatzer, que ya tradujo La Estrella en 1972, la presencia
de Rosenzweig ha sido grande y más temprana (lo que tiene que
ver, desde luego, con la profusión de puestos universitarios dedi-
cados allí a la filosofía judía). AI mismo Glatzer se debe Franz Ro-
senzweig. H is Life and Thought (Nueva York, 1953). Julius Gutt-
mann, en la edición ampliada, tras la guerra, ya emigrado a Amé-
rica, de su Filosofías deljudaism o (Filadelfia, 1964), introduce una
breve monografía sobre Rosenzweig. El otro famoso historiador
del pensamiento judío, Jacob Agus, también toma en cuenta a Ro-
senzweig en sus M odem Philosophies o f Judaism (Nueva York,
1941). Pero quizá fue más significativo el trabajo con que en 1942
contribuyó otro judío emigrado, Karl Löwith, al tercer volumen de
la Philosophy and Phenomenological Research: «Martin Heideg-
ger and Franz Rosenzweig, or Temporal ity and Etemity» (1942).
Finalmente, debe destacarse la publicación de las cartas entre Ro-
senzweig y él, sobre la cuestión de la conversión y las relaciones
entre judaismo y cristianismo, que llevó a cabo Eugen Rosenstock-
Huessy en Nueva York, en 1969. El libro se titula Judaism despite
Christianity.
Como es natural, la primerísima bibliografía sobre la obra de
Rosenzweig se había ya producido en Alemania y en Palestina, an-
tes de 1939. En Jerusalén escribió en hebreo sobre el pensador de-
saparecido el célebre Samuel Hugo Bergman. En Alemania, Leo
Baeck, Gershon Scholem y Martin Buber. Hay, sobre todo, la ne-
crológica de éste último, en el número 36 de los Kant-Studien
(1931). (También Friedrich Meinecke publicó una necrología de su
antiguo discípulo en la H istorische Zeitschrift, 1930. Y Hermann
Mayer, en Berlín, 1930, recopiló todo un libro de testimonios per-
sonales en memoria del desaparecido: Franz Rosenzweig. Ein Buch
des Gedenkens.) En cuanto a las reacciones inmediatas de La Es-
trella en su propio país, apenas hay la nota de Otto Grundier en el
volumen 19 de H ochland (1922). Y, sin embargo, es imposible
pensar que el libro no fuera conocido por Martin Heidegger, queja-
36
más menciona al pensador judío. En 1933, Else Freund publicó la
primera monografía completa: D ie Existenzphilosophie Franz Ro-
senzweigs (Leipzig y Berlín).
Entre la bibliografía más reciente, el primer gran estudio de la
obra de Rosenzweig es, seguramente, el de Bernhard Casper, el teó-
logo de Friburgo, del círculo de Welte, en seguida colaborador de
la edición de Nijhoff: Das dialogische Denken. Eine Untersuchung
der religionsphilosophischen Bedeutung Franz Rosenzweigs, Fer-
dinand Ebners und M artin Bubers (1967). (Michael Theunissen, en
su gran libro sobre E l otro —Berlín, 1964■—, no había olvidado a
Rosenzweig, a quien de hecho trata allí como «el más especulativo
de los pensadores dialógicos»). Otro estudio importante es el de
Emil L. Fackenheim, en muchas páginas de su To M end the World.
Foundations ofF uture Jewish Thought (Nueva York, 1982).
Las dos recopilaciones de ensayos más amplias y más impor-
lantes de que disponemos sobre la vida y la obra de Rosenzweig
son, por una parte, el Cahier ¿le la N uit Surveillée de 1982 —el pri-
mero de tan interesante serie— y, por otra, las actas del congreso
que Cassel dedicó al centenario del nacimiento del filósofo. Las
publicó W. Schmied-Kowarzik, con el título global (son dos voló-
menes extensos): D er Philosoph Franz Rosenzweig (1886-1929)
(Friburgo y Munich, 1988).
Este mismo profesor de la Gesamthochschule de Kassel es el
autor de una de las más accesibles monografías recientes, publica-
da también por la casa Alber, en 1991: Franz Rosenzweig. Existen-
tielles Denken und gelebte Bewährung.
Ese mismo carácter — más marcado aón, en este caso— de ac-
cesibilidad a lo difícil poseen las páginas dedicadas por Catherine
Chalier a Rosenzweig en Pensées de Vétem ité. Spinoza, Rosenz-
weig (París, 1993).
Tiene interés, desde el punto de vista de la historia cultural, otra
serie de estudios, entre los que destacaré la recopilación de Rai-
mund Sesterhenn (Munich y Zürich, 1987) D as Freie Jüdische
Lehrhaus. Eine andere Frankfurter Schule. En ella se recogen las
conferencias pronunciadas con ocasión de un encuentro científico
conmemorativo de la efímera existencia de la espléndida institu-
ción educativa creada por Rosenzweig (y que no le sobrevivió, a
pesar de un intento de reanimación efectuado por Buber ya, por
desgracia, en 1933). En otro orden de cosas, véase también Hans
Liebeschütz, Von Georg Sim m el zu Franz Rosenzweig. Studien zum
jüdischen Denken im deutschen Kulturbereich (Hibinga, 1970).
Con el objeto de facilitar posibles investigaciones españolas fu-
turas, mencionaré aún otros libros y algunos artículos que habría
que tener en cuenta en ellas: Arthur A. Cohen, The Natural and the
37
Supem atural Jew (Nueva York, 1962); Richard A. Cohen, «Ro-
senzweig versus Nietzsche»: Nietsche-Studien 19,1990, 346-366;
R. Gibbs, «The Limits of Tought: Rosenzweig, Schelling and Co-
hen»: Zeitschriftfü r philosophische Forschung 43,1989,618-640;
H.-J. Görtz, Tod und Erfahrung. Rosenzweigs «erfahrende Philo-
sophie» und H egels «W issenschaft der Erfahrung des Bewusst-
seins» (Düsseldorf, 1984); G. Greenberg, «Franz Rosenzweigs
zwiespältige Gottessicht»: Judaica 34/1 y 34/2, 1978,2 7 3 4 ־y 76־
89; D. Hauck, Fragen nach dem Anderen. Untersuchungen zum
Denken von Emmanuel Levinas m it einem Vergleich zu Jean-Paul
Sartre und Franz Rosenzweig (Essen, 1990); H. Heckelei, Erfah-
rung und Denken. Franz Rosenzweig theologisch-philosophischer
Entw urf eines «Neuen Denkens» (Bad Honnef, 1980); H. J. Hee-
ring, Franz Rosenzweig. Joods Denker in de twintigste eeuw (La
Haya, 1974); C. Hufnagel, D ie kultische Gebärde. Kunst, Politik,
Religion im Denken Franz Rosenzweigs (Friburgo y Munich,
1994); R. Mayer, Franz Rosenzweig. Eine Philosophie der dialo-
gischen Erfahrung (Múnich, 1973); A. Neher, L ’existence juive.
Solitude et affrontem ents (París, 1962); R. Schaeffler, B. Casper, S.
Talmon, Y. Amir, O ffenbarung im Denken Franz Rosenzweigs (Es-
sen, 1979); J. Tewes, Zur E xistenzbegriffFranz Rosenzweigs (Mei-
senheim, 1970); A. Zak, Vom reinen Denken zur Sprachvem unft.
Uber die Grundmotive der Offenbarjungsphilosophie Franz Ro-
senzweigs (Stuttgart, 1987).
No puedo terminar sin dar las gracias a los muchos amigos que
han hecho posible que mi trabajo llegara, al menos, al final provi־
sional que supone su publicación. Sobre todo, Catherine Chalier y
Patricio Peñalver han leído con una atención que esas páginas no
merecían las secciones de este ensayo que tratan directamente so-
bre los problemas filosóficos planteados por La Estrella. Por otra
parte, sin el trabajo común del seminario del Instituto de Filosofía
del CSIC dedicado al Judaismo: tradición oculta de Europa, me
habrían faltado muchos estímulos necesarios. Y de tiempo, desde
luego, habría carecido casi por completo sin la estancia en el CSIC
durante el curso 96/97, que ha interrumpido mis otras actividades
docentes. El personal de la biblioteca del Instituto ha facilitado ex-
traordinariamente mi trabajo. Andrés Simón y Manuel Abella han
conseguido libros importantes. El Centro de Estudios Judeocristia-
nos de Madrid, y en especial la hermana Ionel Mihalovici, su di־
rectora, tienen también mucho que ver con el sostenimiento del in-
terés que esta labor ha requerido. Fue en el círculo de las reuniones
internacionales del Centro donde el entusiasmo contagioso de Sha-
lom Rosenberg me dio a conocer la Figura de la Estrella, hace mu
38
chos años, en Jerusalén. Por otra parte, el seminario del verano de
1992 del International Center for University Teaching o f Jewish
Civilizatíon, también en Jerusalén, al que pude asistir gracias a su
convenio con el Rectorado de la Universidad Complutense, me pu-
so en contacto con muchos estudiosos de Europa, América e Israel,
c impulsó la decisión de traducir el opus magnum de Rosenzweig.
Por fin, Germán González y Jesús Pulido, de la editorial Sígueme,
han respaldado con máximo interés la empresa y han cuidado es-
pléndidamente el resultado tangible de ella.
39
PRIMERA PARTE
LOS ELEMENTOS
O
EL PERPETUO ANTEMUNDO
INTRODUCCION
Sobre la posibilidad de conocer el Todo
in philosophos!
D e l a m uerte
43
Pues demasiado bien siente que está condenado a la muerte, pero
no al suicidio; cuando la única recomendación que verdaderamen-
te podría hacer aquella exhortación de la filosofía sería la del sui-
cidio, y no la de la muerte que es fatal para todos. El suicidio no es
la muerte natural, sino la muerte absolutamente antinatural. La
atroz facultad de suicidarse distingue al hombre de todos los seres
que conocemos y de todos los que no conocemos. Es justamente la
marca de que se sale de cuanto es natural. Y es preciso que, una vez
en su vida, el hombre salga. Debe un día tomar en su mano, lleno
de recogimiento, la preciosa redoma*. H a de haberse sentido una
vez en su temible pobreza, soledad y desapego del mundo entero,
y ha de haber sostenido toda una noche la mirada de la nada. Mas
la Tierra lo reclama de nuevo. No debe apurar en esa noche el os-
curo zumo. Le está destinada otra salida del paso estrecho de la na-
da, que no es precipitarse en las fauces del abismo. El hombre no
debe arrojar de sí la angustia de lo terrenal: en el miedo a la muer-
te debe permanecer.
Debe permanecer. Luego no debe sino lo que ya quiere: perma-
necer. La angustia de lo terrenal sólo le ha de ser quitada con lo te-
rrenal mismo. Pero mientras viva sobre la Tierra debe permanecer
en la angustia de lo terrenal. Y la filosofía le engaña a propósito de
este debe trenzando en torno a lo terrenal el humo azul del pensa-
miento del Todo. Pues, ciertamente, un Todo no ha de morir, y en
el Todo nada moriría. Sólo lo aislado puede morir, y todo lo mor-
tal está solo. Que la filosofía tenga que suprimir del mundo lo sin-
guiar y aislado, este des-hacer־se del Algo y des-ciearlo, es la ra-
zón de que la filosofía haya de ser idealista. Pues el idealism o, con
su negación de cuanto separa a lo aislado del Todo, es la herra-
mienta con la que la filosofía trabaja la rebelde materia hasta que
ya no opone resistencia a dejarse envolver en la niebla del concep-
to del Uno-Todo. Una vez todo encerrado en el capullo de esta nie-
bla, la muerte quedaría, ciertamente, tragada, si bien no en la vic-
toña eterna**, sí, en cambio, en la noche una y universal de la na-
da. Y ésta es la última conclusión de tal sabiduría: que la muerte es
nada. Pero no se trata, en verdad, de una última conclusión, sino de
un primer principio, y la muerte verdaderamente no es lo que pa-
rece, no es nada, sino Algo inexorable e insuprimible. Su dura lia-
mada sigue resonando imperturbable desde el interior de la niebla
con la que la filosofía la ha rodeado. Pretende haberla sumido en la
noche de la nada, pero no ha podido romperle su venenoso aguijón,
* Rosenzweig está aquí citando los versos 690s de la primera parte del Fausto. H
coto de los ángeles en la mañana de la Pascua detiene a Fausto, en el último momento,
de beber el contenido de la redoma.
* · Cf. l C or 1 5 ,45c e Is 25, 8.
44
y la angustia del hombre que tiembla ante la picadura de este aguí-
jón desmiente siempre acerbamente la mentira piadosa, compasiva,
de la filosofía.
L a f il o s o f í a del Todo
45
conexión con esa pregunta, y siempre se ha buscado al final en el
pensamiento la respuesta a la pregunta. Es como si este supuesto
enorme del Todo pensable hubiera oscurecido con su sombra todo
el círculo de las restantes cuestiones posibles. Materialismo e ide-
alismo —ambos, no sólo el primero, «tan viejos como la filoso-
fía»— participan igualmente del supuesto. Cuanto elevaba la pre-
tensión de ser independiente de él, era o silenciado o pasado por al-
to. Fue silenciada la voz que afirmaba poseer en una revelación la
fuente del saber divino, que mana allende el pensar. El trabajo fi-
losófico de siglos se ha dedicado a la disputa entre el saber y el
creer, y llega a su meta en el momento en que el saber del Todo lie-
ga en sí mismo a término. Pues ciertamente hay que hablar de tér-
mino cuando este saber ya no abarca sólo exhaustivamente a su ob-
jeto —el Todo—, sino que también, al menos según él pretende, se
abarca a sí mismo exhaustivamente —en el modo de exhaustividad
que le es peculiar—. Lo que ha sucedido cuando Hegel ha acogido
dentro del sistema la historia de la filosofía. Parece que el pensar
no puede ir más allá de ponerse patentemente a sí mismo —en
cuanto el hecho más íntimo que le es conocido— como una parte
—naturalmente, la que lo cierra— del edificio del sistema. Y justo
en este instante en que la filosofía agota sus últimas posibilidades
formales y alcanza la frontera que su propia naturaleza establece,
parece, como ya he hecho notar, que también queda resuelta la gran
cuestión de la relación entre saber y creer, que el curso de la histo-
ria universal había impuesto a la filosofía.
H egel
46
había la más íntima conexión. El mundo que está al alcance del sa-
her lo está por la misma ley del pensar que reaparece en la cima del
sistema como suprema ley del ser. Y esta ley una del pensar y del
ser fue primero mundialmente proclamada en la Revelación; así
que, en cierto modo, la filosofía únicamente es quien viene a cum-
|)lir lo prometido en la Revelación. Y cumple este oficio no sólo es-
סיןrádic amente, ni sólo, por ejemplo, en el apogeo de su carrera, si-
110 en todo momento. Por decirlo así, cada vez que respira está la
filosofía, sin proponérselo, ratificando la verdad que la Revelación
había afirmado. Parece que así se zanja el viejo conflicto y quedan
reconciliados el cielo y la tierra.
Kierkegaard
Y, sin embargo, sólo eran ilusiones tanto la solución de la cues-
tión de la fe como el autoacabamiento del saber. Apariencias, por
otra parte, muy aparentes. Pues si es válido aquel primer supuesto
y lodo el saber se refiere al Todo —está encerrado en él, pero, al
mismo tiempo, es en él todopoderoso—, entonces la apariencia en
cuestión sería más que apariencia: sería la verdad. Quien quisiera
contradecirla tenía que sentir bajo sus plantas un punto de Arquí-
medes exterior al Todo conocible. Desde un tal punto arquimédico
impugnó Kierkegaard —y no estuvo solo— la incorporación hege-
liana de la Revelación en el Todo. Y el punto fue la conciencia de
S0 ren Kierkegaard —o la conciencia signada con cualesquiera
otros nombre y apellido— de la propia culpa y la propia redención:
una conciencia que no necesitaba diluirse en el cosmos y que no
era susceptible de hacerlo. No lo era, pues aun cuando todo lo que
hubiera en ella fuera traducible en términos de universal, restaría el
hecho de estar dotada de nombre y apellido, restaría lo propio en el
estrictísimo sentido de esta palabra; y, como afirmaban los sujetos
de tales experiencias, de lo que se trataba era precisamente de eso
propio.
/'׳ilosofía nueva
47
derechos sobre un territorio cuya existencia tenía ella que negar: no
era un ataque contra el territorio propio de la filosofía. Tal cosa te-
nía que tener lugar de otro modo. Y aconteció en la era filosófica
que empieza con Schopenhauer, pasa por Nietzsche y aún no ha
llegado a su fin.
Schopenhauer
48
cuestionarse el valor del mundo para el hombre. Un interrogante no
científico en el más alto grado, como ya se ha concedido; pero tan-
to más humano. Hasta entonces el interés filosófico entero se había
movido en tomo al Todo objeto del saber. Al propio hombre sólo le
había sido lícito llegar a objeto de la filosofía en su relación con es-
te Todo. Ahora frente a ese mundo conocible se alzaba indepen-
diente otra cosa: el hombre vivo; frente al Todo, uno que se burla
de cualquier totalidad y universalidad: el «único y su propiedad».
Esta novedad quedó luego inextirpablemente hincada en el lecho
del curso del espíritu consciente, no en el libro de ese título*
—que, en definitiva, no era más que un libro—, sino en la tragedia
de la vida de Nietzsche.
Nietzsche
Sólo en ella, en efecto, hubo algo nuevo. Los poetas habían tra-
lado siempre de la vida y de sus propias almas. Pero no los filóso-
fos. Y los santos habían ya siempre vivido la vida y la vida del al·
ma propia. Pero no los filósofos. Aquí, en cambio, surgió uno que
sabía de su vida y de su alma como un poeta y obedecía a su voz
como un santo y, sin embargo, era filósofo. Hoy casi viene a ser lo
mismo que decía su filosofía. ¿Dónde han quedado lo dionisíaco y
el superhombre, la bestia rubia, el eterno retomo? Pero él mismo,
que se transformaba en las transformaciones de sus imágenes y sus
ideas; él, cuya alma no se arredraba ante ninguna altura, sino que
ascendió tras el espíritu — ese alpinista temerario— hasta la cima
escarpada de la locura, que no conoce más allá; es él mismo aquel
ante el que en adelante ninguno de los que tengan que filosofar
puede pasar de largo. La imagen temible y exigente del segui-
miento incondicionado del espíritu por parte del alma y a no podrá
borrarse. El alma, en los grandes pensadores del pasado, había po-
dido hacer de nodriza y, a lo sumo, de institutriz del espíritu; pero
un día el pupilo se vio adulto y marchó por sus propios caminos y
gozó la libertad y panoramas ilimitados; sólo podía acordarse con
aversión y horror de las cuatro estrechas paredes entre las que ha-
bía crecido. El espíritu se complacía, pues, justamente en su libe-
ración del letargo del alma en que pasa sus días el antiespíritu; la
filosofía era para el filósofo las frescas alturas en las que escapar
de los miasmas de los llanos. En Nietzsche mismo no se daba esa
separación entre cima y llanura. El anduvo su camino absoluta-
mente en uno hasta el final, alma y espíritu, hombre y pensador.
49
E l hom bre
Lo metaético
La filosofía había creído asir al hombre —e incluso al hombre
como personalidad— en la ética. Pero se trataba de un empeño im-
posible; pues al cogerlo tenía que deshacérsele entre los dedos. Por
mucho que se propusiera por principio concederle al acto un pues-
to señero frente a todo ser, en la práctica, sin embargo, volvía ne-
cesaríamente la ética a enredar al acto en el círculo del Todo cono-
cible. Al final, toda ética desembocaba en teoría de la comunidad
considerada como un pedazo de ser. Evidentemente, limitarse a se-
ñalar la peculiaridad de la acción respecto del ser era algo que no
prevenía suficientemente contra tal desenlace. Habría habido que
dar otro paso atrás y anclar la acción en la base óntica del carde-
ter, separado, a pesar de todo, del ser. Sólo así se la habría podido
asegurar como constituyendo un mundo propio frente al mundo.
Pero, dejando a un lado a Kant, el único, tal cosa no ocurrió nun-
ca, y en Kant mismo, gracias a la formulación de la ley moral co-
mo acto universalmente válido, de nuevo triunfó el concepto del
Todo sobre el Uno del hombre. Y de este modo, con cierta conse-
cuencia histórica, el «milagro en el mundo fenoménico» (así de-
signaba Kant, genialmente, al concepto de libertad) se hundió de
nuevo, en los neokantianos, en el milagro del mundo fenoménico.
El propio Kant es el padrino del concepto hegeliano de historia uní-
versal, y no sólo por lo que hace a sus ensayos referentes a la filo-
sofía del estado y de la historia, sino ya en lo que concierne a los
conceptos éticos fundamentales. Es cierto que Schopenhauer intro-
dujo en su teoría de la voluntad la doctrina kantiana del carácter in-
50
teligible, pero desvalorizó su valor en la dirección opuesta a la de
los grandes idealistas. Al hacer de la voluntad la esencia del mun-
do, no disolvió la voluntad en el mundo, pero sf el mundo en la vo-
luntad, y así aniquiló la distinción —viva, sin embargo, en él— en-
tre el ser del hombre y el ser del mundo.
Luego la tierra nueva descubierta por Nietzsche para el pensa-
miento tenía que estar más allá del círculo que describía la ética.
Cuando lo que se pretende no es destruir, por el ciego placer de la
destrucción, el trabajo espiritual del pasado, sino, más bien, hacer
valer en plenitud su rendimiento, es precisamente cuando tiene que
reconocerse este estar más allá de la nueva cuestión respecto de to-
do lo hasta entonces comprendido y comprensible bajo el concep-
to de ética. Frente a la visión o concepción del mundo, se alza la de
la vida. La ética es parte de la visión del mundo, y así queda sien-
do. La peculiar relación de la visión o concepción de la vida y la
ética es únicamente la de una oposición especialmente íntima, jus-
lamente porque ambas parecen tocarse e incluso pretenden, cada
una contra la otra, resolverse mutuamente sus cuestiones. Mostra-
remos en qué sentido realmente ocurre así. En cualquier caso, la
oposición entre visión de la vida y visión del mundo se agudiza de
tal manera en lo que se refiere a esta contraposición con la parte
ética de la visión del mundo, que habría que llamar metaéticas a las
preguntas de la visión de la vida.
E l mundo
51
¿En qué estribaba, entonces, aquella totalidad? ¿Por qué no se
entendía el mundo como pluralidad? ¿Por qué precisamente como
totalidad? Es evidente que aquí se oculta un presupuesto; aquel que
empezamos mencionando: el de la pensabilidad del mundo. Es la
unidad del pensamiento la que aquí, en la afirmación de la totali-
dad del mundo, impone sus derechos a la pluralidad del saber. La
unidad del logos funda la unidad del mundo como una totalidad. Y,
a su vez, aquella unidad acredita su valor de verdad fundamentan-
do esta totalidad. Por ello, una rebelión con buen éxito contra la to-
talidad del mundo significa al mismo tiempo negar la unidad del
pensamiento. En aquella primera proposición filosófica, que «todo
es agua», ya se encierra el presupuesto de la pensabilidad del mun-
do, aunque fue Parménides quien primero proclamó la identidad
del ser y el pensar. No es, en efecto, algo de suyo evidente el que
se pueda preguntar, con vistas a recibir una respuesta unívoca,
«¿qué es todo?». No se puede preguntar «¿qué es mucho?». Para
semejante pregunta sólo cabe esperar respuestas equívocas. En
cambio, de antemano está asegurado un predicado unívoco para el
sujeto «todo». Luego niega la unidad del pensamiento quien, como
sucede aquí, rehúsa al ser la totalidad. El que hace eso arroja su
guante a todo el ilustre gremio de los filósofos, desde Jonia hasta
Jena.
Y nuestra época lo ha hecho. La contingencia del mundo, su es-
tar-ahora-siendo-así, es algo que siempre se ha visto. Pero de lo
que se trataba era precisamente de someter a dominio esta contin-
gencia. Tal era, justamente, la misión más propia de la filosofía. Lo
casual se volvía, al ser pensado, necesario. Sólo una vez que este
afán del pensamiento alcanzó con el idealismo alemán su culmina-
ción acabada, brotó una dirección de sentido opuesto en Schopen-
hauer y en la filosofía última de Schelling. La voluntad, la libertad,
lo inconsciente podían lo que la razón no había podido: dominar un
mundo de acaso. De modo que pareció que volvían a la vida deter-
minadas corrientes medievales que sostenían la contingentia mun-
d i para asegurar el arbitrio carente de responsabilidad del Creador.
Esta evocación histórica es precisamente lo que conduce hasta lo
que hay de problemático en tal concepción. Y es que no se explica
en ella lo que debía explicarse: cómo puede el mundo ser contin-
gente aunque tenga que pensarse como necesario. Para formular la
cosa masivamente, esta no-identidad del ser y el pensar tiene que
surgir en el ser y en el pensar mismos, y no debe dirimirla un ter-
cero que sobreviene como deus ex machina: la voluntad, que no es
ni ser ni pensar. Y como el fundamento de la unidad de ser y pen-
sar se busca en el pensar, había primero de descubrirse en el pen-
sar el fundamento de la no-identidad.
52
Lo metalógico
53
ro él mismo no es el todo, sino una patria. A su vez, el pensar ni
quiere ni puede olvidar su superior origen —que conoce, aunque
no puede probarlo determinada y minuciosamente—. En aras del
mundo mismo no le está permitido olvidarlo; porque lo que en él
rinde en favor del ser, se basa en la fuerza de aquel origen más no-
ble. El mundo, respecto de lo propiamente lógico, de la unidad, es,
pues, un más allá. El mundo no es alógico; al contrario, lo lógico
es una parte esencial, y hasta propiamente, como veremos, su par-
te esencial. El mundo no es alógico, sino, para emplear la expre-
sión que ha introducido Ehrenberg*, metalógico.
En la medida en que ello es posible e indispensable en estas in-
dicaciones preliminares, vendrá a ser más claro lo que esto quiere
decir si volvemos la vista, con ánimo de establecer una compara-
ción, a lo que llamamos lo metaético a propósito del concepto del
hombre. Metaético no significaba tampoco, en absoluto, a-ético.
Ese término no pretendía expresar ausencia de ethos, sino única-
mente lo inusual del lugar en el que se lo ordenaba, o sea, su posi-
ción pasiva, en vez de la habitual imperativa. La ley está entrega-
da al hombre, y no el hombre a la ley. Esta tesis, que viene exigí-
da por el nuevo concepto del hombre, choca contra el concepto de
la ley tal como éste aparece en el dominio del mundo como pensar
ético y orden ético; y por esta causa hay que denominar m etaético
a tal concepto del hombre. Pues bien, a propósito del nuevo con-
cepto del mundo nos encontramos ahora con una relación afín a
ésa. Tampoco aquí hay que llamar alógico al mundo. Al contrario,
el puesto que corresponde al pensar en toda filosofía merecedora
de tal nombre desde los jonios —-je méprise Locke, replicó seca-
mente Schelling a Madame de Stael cuando ella se puso a hablarle
en inglés—, ese puesto, digo, se lo hemos de conservar nosotros
sin reservas. Pero es que en el pensar mismo, en tanto en cuanto se
refiere al mundo, se descubre un carácter que, de forma válida del
mundo que él era, lo hace pasar a forma efectiva, óntica del mun-
do. Ese carácter es la especificación, podríamos decir: la contin-
gencia. El pensar se vuelve —no nos hemos arredrado ante esta ex-
presión tan fuerte— una parte componente del mundo: la parte
esencial; exactamente de la misma manera que antes reconocimos
en el ethos la parte componente esencial del hombre. La unidad de
lo lógico, en la que estribaba la concepción de la lógica como for-
ma, ley, lo vigente —mientras se creyó que había que introducir
esa unidad, y precisa y necesariamente esa unidad, en el mun-
do—, sigue siendo considerada cosa determinante para la lógica,
pero no lógicam ente determinante (y sólo para la lógica). No en
54
(ramos aquí en la cuestión de qué giro toma la lógica que es con-
forme a su concepto; y ello en contraste con lo que antes hicimos,
cuando vimos que era fácil precisar el lugar de la ética conforme
con su concepto, a causa de que la filosofía del mundo ya ha lie-
gado a su culminación histórica. Unicamente se sigue ya con segu-
ridad de este salir lo lógico del mundo, por una parte, y, por otra,
de este situarse en él, que el mundo, el mundo pensable, es, justa-
mente en su pensabilidad, metalógico. La verdad es para el mundo
no ley, sino su enjundia. La verdad no corrobora la realidad, sino
que la realidad hace verdadera a la verdad, la guarda. La esencia
del mundo es esta preservación —que no probación— de la ver-
dad. Hacia «fuera», pues, el mundo carece de la protección que la
verdad le había garantizado al Todo desde Parménides a Hegel. Co-
mo el mundo alberga su verdad en su seno, carece hacia fuera de
ese escudo de Gorgona de su intangibilidad, llen e que exponerse a
cuanto pueda acontecer, aunque ello sea... su creación. En efecto,
quizá aprehenderíamos a la perfección el concepto del mundo en
este nuevo sentido metalógico si osáramos abordarlo como criatu-
ra.
Dios
La unidad se había retirado del Todo. Comparable a la obra de
arte, hacia fuera era un uno aislado, y tan sólo hacia dentro seguía
siendo Todo. Dejaba, pues, sitio junto a sí. Antes lo lógico había es-
tado con lo ético en lucha aparentemente interminable por el pre-
dominio; lo metalógico dejaba a lo metaético un espacio a su lado.
La pluralidad unificada en un uno aislado y el uno aislado que lo
era desde un comienzo — así se alzaban ahora uno frente al otro el
mundo y el hombre— podían respirar uno al lado del otro. Se cum-
plía así la exigencia que tuvimos antes que formular, en interés de
lo metaético. La pintura había podido manifestar su desinterés pa-
ra el caso de que hubiera aún que colgar en la misma pared, por
ejemplo, un relieve. El fresco no habría podido hacerlo; pero el
lienzo no se interesaba por nada que se encontrara fuera de las cua-
tro molduras de su marco. Esta fría indiferencia del cuadro por el
muro, sin la cual no habría habido sitio en éste, es, por cierto, el
precio al que se compra la mutua compatibilidad del cuadro y del
relieve. Sólo podía ser tolerante lo metalógico con lo metaético de-
bido a que ya antes había plantado en la calle a lo lógico. Y al prin-
cipio lo lógico estaba en peor situación que lo ético respecto de lo
metaético. Porque mientras que lo ético supo muy pronto dónde te-
nía que buscar albergue, lo lógico se quedó de entrada sin patria ni
55
casa. El mundo lo había despedido, en la medida en que no se adap-
taba a él, o sea, en tanto pretendía ser absoluto y absoluta unidad.
El mundo se había vuelto completamente inabsoluto. No sólo el
hombre, sino también Dios, si quería, podía encontrar sitio fuera de
sus fronteras. Mas este mundo metalógico, justamente porque era
ateo, no podía ofrecer ningún resguardo contra Dios. El cosmos, de
Parménides a Hegel, había estado securus adversus déos. Y lo ha-
bía estado porque él abarcaba lo absoluto, como ya también Tales
dijo en aquella otra frase suya que se nos ha transmitido sobre el
«Todo»: que está lleno de dioses. El cosmos posthegeliano no go-
zaba de tal seguridad. La creaturalidad que hemos reclamado a pro-
pósito del mundo para salvar la ipseidad del hombre deja, pues, que
también Dios se evada del mundo. El hombre metaético es el fer-
mentó que descompone la unidad lógico-física del cosmos en el
mundo metalógico, por una parte, y el Dios metafísico, por otra.
Lo m etafísico
56
no podíamos dilucidar su profunda verdad: el ser esta comparación
más que una comparación). Nos referimos alegóricamente a la
clausura y totalidad internas de la obra de arte, que, sin embargo,
son a la vez también aislamiento extemo; también indicamos, con
la alegoría de la pared de la que cuelga el cuadro, su menesterosi-
dad exterior, tal como se hace patente por doquier en la necesidad
de que sea expuesto, de que salga al público (en última instancia,
en la necesidad del espectador para que exista plenamente la obra
de arte). Nos arriesgamos, en ñn, a hacer referencia (especialmen-
te peligrosa porque se adelanta a muchas cosas) al concepto teoló-
gico de criatura. Con todos esos indicios procuramos separar núes-
tro concepto de mundo del concepto crítico de naturaleza, por res-
pecto al cual aquél es, con mucho, el más amplio, porque abarca
por principio todos los posibles contenidos de un sistema fílosófí-
co, con tal, solamente, que éstos se acomoden a la condición de
aparecer no como elementos del Todo, sino únicamente como ele-
mentos de un Todo. Esas dificultades, renovadas y robustecidas,
nos salen ahora otra vez al paso a la hora de hablar del concepto
metafísico de Dios.
Metafísico, no afísico. Todo acosmísmo, toda negación india,
toda revocación espinosista-idealista del mundo no son más que
panteísmo a la inversa. Y para poder simplemente avistar nuestro
concepto metafísico de Dios hemos tenido que despachar, justa-
mente, el concepto filosófico del Todo panteísta. Del mismo modo
que lo metaético del hombre lo hace libre dueño de su ethos (él lo
tiene, y no el ethos a él); y del mismo modo que lo metalógico del
mundo hace del logos una parte integrante del mundo enteramen-
te vertida en él (el mundo lo tiene, y no él al mundo); así también
lo metafísico de Dios hace de la physis una parte integrante de
Dios. Dios tiene una naturaleza, su propia naturaleza, prescindien-
do por completo de la relación que quizá trabe con lo físico de fue-
ra de él: con el mundo. Dios tiene su naturaleza, su esencia natural
y existente. Cosa que tan no es una evidencia trivial que, más bien,
la filosofía hasta Hegel le ha negado siempre a Dios esta existen-
cía propia suya. La forma más sublime de tal negación, y no otra
cosa alguna, es la prueba ontológica de Dios (otro pensamiento que
es tan antiguo como la filosofía). Siempre que los teólogos impar-
tunaban a los filósofos insistiendo en la existencia de Dios, éstos
los esquivaban tomando la vía de tal «prueba»: al bebé hambrien-
to que era la teología, la filosofía, su niñera, le ponía en la boca la
identidad del pensar y el ser como un chupete para que no llorara.
En Kant y en Hegel llegó a un doble desenlace esta impostura se-
cular. Kant es un punto final, al destruir con la crítica la prueba va-
liéndose de la tajante escisión entre ser y existir. En cambio, Hegel
57
alaba la prueba porque coincide con el concepto básico de la visión
filosófica del mundo: con el pensamiento de la identidad entre ra-
zón y realidad (por lo que tiene que valer a propósito de Dios igual
de bien que a propósito de todo lo demás). Y es justamente con la
ingenuidad de esta alabanza como, sin sospecharlo (filósofo que
era), le da el golpe de muerte a los ojos de la teología. Así queda el
camino libre para que la filosofía provea acerca de la existencia di-
vina como independiente del ser-pensado y del ser del Todo. Dios
tiene que poseer existencia antes de toda identidad entre ser y pen-
sar. Si ha de haber aquí inferencia o derivación, antes la habrá del
ser a partir del existir que del existir a partir del ser, como la in-
tentaron una y otra vez las pruebas ortológicas. Con estas conside-
raciones nos movemos en la vía de la última filosofía de Schelling.
Pero con este elemento natural en Dios —que le confiere ver-
dadera independencia frente a todo lo natural de fuera de él, pues
mientras Dios no encierra en sí su naturaleza, se encuentra, en úl-
tima instancia, inerme ante las pretensiones elevadas por la natura-
leza en el sentido de que ella lo contiene—, con esto, pues, natural
en Dios, aún no queda enteramente circunscrito el contenido del
concepto metafísico de Dios. Así como el concepto metaético del
hombre no se agota en que el hombre tiene en sí su propio ethos,
ni el concepto metalógico del mundo se agota en que el mundo tie-
ne en sí su propio logos, tampoco lo hace el concepto metafísico de
Dios en que tenga Dios una naturaleza (suya). Sino que del mismo
modo que al hombre sólo lo redondea como tal tomar sobre sí (ya
sea con rebeldía, con sumisión o como algo incuestionable) sü he-
rencia, su dote ética; y al mundo sólo lo hace mundo creatural la
proliferación, la pululación incesante de sus formas —y no su pen-
sabilidad por el logos propio del mundo—; así también Dios no es
ya Dios vivo por tener su naturaleza, sino que debe sobrevenir to-
davía aquella divina libertad que casi más encubrimos nosotros que
iluminamos con palabras tales como las del Dante («allí donde se
puede lo que se quiere») o las de Goethe referidas al estar hecho de
lo indescriptible. Sólo cuando se añade este Algo como lo propia-
mente divino se realiza la vitalidad de Dios. Igual que en lo que ha-
ce a la naturaleza de Dios pudimos referimos a Schelling, en lo
que concierne a la libertad de Dios podemos seguir tras las huellas
de Nietzsche.
Un ateísmo como el de Nietzsche no lo había visto todavía la
historia de la filosofía. Nietzsche es el primer pensador que no es
que renuncie a Dios, sino que propia y verdaderamente lo niega,
según el uso teológico que tiene esta palabra. Con más precisión:
reniega de él, lo maldice. Porque la célebre fiase «si Dios existie-
ra, ¿cómo soportaría yo no ser Dios?» quiere decir una maldición,
58
tan potente como aquella maldición con la que comenzó la viven-
cia kierkegaardiana de Dios. Nunca antes un filósofo había mante-
nido de este modo la mirada al Dios vivo para hablar así. El primer
verdadero hombre entre los filósofos fue también el primero que
vio a Dios cara a cara, aunque sólo para negarlo*. Pues esa frase es
la primera negación filosófica de Dios en la que Dios no está inex-
tricablemente ligado al mundo. Nietzsche no le habría podido de-
cir al mundo: si existiera, ¿cómo podría soportar no serlo? El Dios
vivo le aparece al hombre vivo. El rebelde Sí-mismo mira con fe-
roz odio la libertad divina absuelta de toda obstinación rebelde,
que, como él, ha de tenerla por falta de todo límite, le empuja a la
negación; poique, de otro modo, ¿cómo soportaría no ser él Dios?
Lo que le impulsa a autoprotegerse así no es el ser de Dios, sino la
libertad de Dios. A propósito del mero ser de Dios, aun cuando
«creyera» en él podría pasar de largo ante él con una carcajada. Y
de este modo lo metaético repele de sí a lo metafísico —como an-
tes a lo metalógico— y, justamente por ello, lo vuelve personal¡-
dad divina, visible como unidad —y no como uno, como ocurre
con la personalidad humana—.
M a t e m á t ic a s y s ig n o s
* Cf. Dt 34,10.
59
prende el irracional que buscamos, para conquistar su ser irracio-
nal. Así, a propósito del hombre, orientamos por el hombre que es
objeto de la ética; para el mundo, por el mundo que es objeto de la
lógica; para Dios, por el Dios que es objeto de la física. Verdade-
ramente, esto no podía ser más que el medio para ir empezando a
poner jalones. Franquear los terrenos así jalonados es cosa que se
ha de hacer de otro modo. Nuestro viaje de exploración avanza de
las Nadas del saber al Algo del saber. Cuando hemos llegado al Al-
go, aún no estamos muy lejos. Con todo, Algo es más que Nada.
Desde donde ahora nos encontramos, desde la Nada, no podemos
ni sospechar qué pueda haber más allá del Algo.
Que el ser vacío, el ser antes del pensar, en el breve instante
apenas aprehensible de antes de volverse ser para el pensar, es
igual a la nada, es cosa que también se encuentra entre los conocí-
mientos que acompañan la historia entera de la filosofía, desde sus
primeros inicios en Jonia hasta su desenlace en Hegel. Esta nada
era tan estéril como el puro ser. La filosofía comenzó en las nup-
cias del pensar con el ser. Y es justamente a ella, y justamente aquí,
a quien rehusamos seguir. Buscamos lo perpetuo, que no precisa
del pensar para empezar a ser. Por ello no nos fue lícito negar la
muerte, y por ello tenemos que aceptar la nada allí y como se nos
presente, y hemos de hacerla perpetuo punto de partida de lo per-
petuo. La nada no debe querer decir para nosotros revelación esen-
cial del ser puro, como quiso decir para el gran heredero de los dos
mil años de historia de la filosofía. Sino que de lo que se trata es
de, siempre que un elemento óntico del Todo repose sobre sí mis-
mo insoluble y perpetuamente, presuponer a este ser una nada, su
nada. Pero para este paso desde una nada a su algo se nos ofrece
como guía una ciencia que no es otra cosa más que la constante de-
rivación de un algo —y nunca más que un algo, un algo cualquie-
ra— a partir de la nada, pero jamás a partir de la nada vacía y uni-
versal, sino siempre desde la nada «suya», desde, precisamente, la
de ese algo: la matemática.
E l origen
60
so más, esto sólo se ha reconocido, y no por azar, una vez que ha
recorrido todo su curso aquel movimiento dos veces milenario. Ha
sido Hermann Cohen —que, contra la concepción que él tenía de
sí mismo y contra lo que sus obras parecen, era algo muy distinto
de un mero epígono de ese movimiento realmente terminado—
quien ha descubierto en la matemática un organon del pensar, pie-
cisamente porque no produce sus elementos partiendo de la nada
vacía del cero universal y único, sino del diferencial, o sea, de la
determinada nada que se coordina en cada caso con el elemento
que se busca. El diferencial aúna en sí las propiedades de la nada y
las del algo. Es una nada que remite a un algo: a su algo; y, a la vez,
es un algo todavía dormido en el seno de la nada. Es en uno la mag-
nitud vertiéndose en lo que carece de magnitud y, por otra parte,
posee prestadas, a título de infinitam ente pequeño, todas las pro-
piedades de la magnitud finita, a excepción de... ésta misma. Y así
extrae su fuerza fundadora de realidad, por un lado, de la violenta
negación con la que rompe el seno de la nada, y, por otra, e igual-
mente, de la serena afirmación de cuanto limita con la nada a la que
él permanece adherido a título de infinitesimal. De este modo, abre
dos vías de la nada al algo: la vía de la afirmación de lo que no es
nada y la vía de la negación de la nada. A causa de estos dos cami-
nos es la matemática la guía. Ella enseña a reconocer en la nada el
origen del algo. Edificamos, por tanto, aunque el maestro quizá no
lo admitiera, basándonos en la hazaña científica de su lógica del
origen: el nuevo concepto de nada. Aunque, por lo demás, al llevar
adelante sus pensamientos haya podido ser él más hegeliano de lo
que creía —y, así, perfectamente «idealista», tal como él sí quería
ser—, aquí, en este pensamiento básico, rompió decisivamente con
la tradición idealista. En el lugar de la nada universal y única, que,
como el cero, realmente no podía ser más que nada —en vez, pues,
de esa verdadera quimera—, puso Cohen la nada particular, que se
rompe, fecunda, en las realidades. Al hacerlo se opuso de la mane-
ra más decidida a la fundamentación hegeliana de la lógica en el
concepto de ser y, por tanto, al mismo tiempo, a toda la filosofía,
cuya herencia había Hegel asumido. Pues aquí por vez primera vio
y reconoció un filósofo, que aún (otro signo del poder de lo que le
aconteció) se tenía a sí mismo por un «idealista», que el pensar,
cuando sale para «producir puramente», no se encuentra con el ser,
sino con Nada.
Por primera vez. Aunque es verdad que, como siempre, también
aquí Kant es el único entre todos los pensadores del pasado que ha
indicado el camino que vamos a recorrer; eso sí, también como
siempre, en las observaciones que expresó sin concederles conse-
cuencias sistemáticas. Porque él, que destruyó aquellas tres cien-
61
cías «racionales» con las que se encontró, ya no retrocedió desde
esa destrucción a la desesperación cognoscitiva una y universal; si-
no que, aunque sólo a tientas, se atrevió a dar el gran paso y for-
muló la nada del saber no ya como simple, sino como triple. Cuan-
do menos, la cosa en s í y el carácter inteligible designan dos na-
das del saber separadas: lo metalógico y lo metaético, en nuestra
terminología. Y las oscuras palabras con que en algunas ocasiones
habla de la misteriosa «raíz» de ambas, buscan a tientas un punto
fírme para la nada metafísica del saber. Es de la mayor importan-
cía esto de que nuestro pensar, después de que en otro tiempo se le
haya propuesto el todo como su objeto uno y universal, no se vea
luego rechazado a un ignoramus uno y universal. La nada de núes-
tro saber no es una nada simple, sino triple. Contiene en sí, por tan-
to, la promesa de la determinabilidad. Podemos, pues, esperar,
igual que Fausto, reencontrar en esta nada, en esta triple nada del
saber, el todo que tuvimos que despedazar. «¡Húndete! Podría tam-
bién decirte: ¡asciende!»*.
62
LIBRO PRIMERO
DIOS Y SU SER
O
METAFISICA
T e o l o g ía n e g a t iv a
63
del concepto buscado. Hemos de ponerla a nuestra espalda, ya que
ante nosotros está como meta un Algo: la realidad de Dios.
64
el camino de ida, aparece ahora el No, y al revés. Para el surgir de
la nada por negación de la «-nada» tiene el alemán una expresión
que hemos de liberar de su estrecho significado corriente para
poder insertarla en este contexto: Verwesung, en español, descom-
posición. Esta palabra, como la Entwesung de los místicos, o sea,
el deshacimiento (el «desesenciarse»), designa la negación de la
«-nada». Para la afirmación de la nada disponemos de Vernichtung,
aniquilación, anonadamiento. En el deshacimiento o desenciación
surge la nada en su indeterminación infinita. Ni el cuerpo que se
descompone ni el alma que se deshace aspiran a la nada como a al-
go positivo, sino únicamente a la disolución de sus respectivas
esencias positivas. Pero cuando tal disolución les acontece, van a
parar a la noche informe de la nada. En cambio, Mefistófeles, que
quiere el mal y confiesa amar el vacío eterno, anhela la nada, con
lo que todo tiene, por cierto, que desembocar, en su caso, en «ano-
nadamiento»*. Estamos, pues, viendo la nada, no como algo com-
piejo —pues entonces sería algo determinado, y no la nada—, pe-
ro sí como algo que se puede alcanzar por varios y opuestos cami-
nos. Quizá entendamos así mejor cómo puede haber diferentes orí-
genes de lo determinado en la nada carente de determinación, y có-
mo es posible que broten la corriente serena de la esencia y el ele-
vado surtidor del acto de las mismas quietas aguas oscuras.
No hablamos, bien entendido, de una nada en general, como la
vieja filosofía, que sólo reconocía como objeto suyo al Todo. No
conocemos una nada única y universal, porque nos hemos desem-
barazado del presupuesto del Todo único y universal. Sólo conoce-
mos la nada singular y aislada (no por ello determinada, sino tan
sólo productora de determinación) del problema aislado y singular.
Así, en nuestro caso, la nada de Dios. Dios, ahora, es nuestro pro-
blema (pro-blema) y ob-jeto. El hecho de que en un principio no
debe sernos sino un problema lo expresamos diciendo que empe-
zamos por su nada, que le ponemos como supuesto previo (y no co-
mo resultado, según advertimos al inicio) la nada. Lo que decimos
es, en cierto modo: si Dios existe, entonces vale esto y lo otro acer-
ca de su nada. Así, pues, al presuponer la nada tan sólo como la na-
da de Dios, todas las consecuencias de este presupuesto no llevan
más allá del marco de este objeto. Luego sería enteramente falso,
sería recaer en el concepto superado de la nada única y universal,
que creyéramos haber derivado, en el manar de la esencia y el
irrumpir del acto, la esencia y el acto universales, y, por ejemplo,
la esencia del mundo o el acto referido al mundo o al hombre. En
65
tanto nos movamos en estos arrabales de hipótesis de la nada, to-
dos los conceptos se quedan en ellos, permanecen bajo la ley del
si-entonces, sin poder salir del círculo mágico. Por ejemplo, la
esencia sólo puede querer decir esencia dentro de Dios, y el acto no
puede nunca referirse a un objeto pensado fuera de Dios. Todo que-
da en puras reflexiones de Dios en sí mismo (como luego sucede-
rá con el mundo y, más adelante, con el hombre). Hemos destroza-
do el Todo; cada pedazo es ahora por sí un todo. Al hundimos en
esta obra de troceamiento de nuestro saber, seguimos siendo, en
nuestro camino hacia el reino de las Madres*, siervos de la prime-
ra orden: la orden de hundirnos. El ascender, y, con él, la fusión de
los pedazos en la compleción del Todo nuevo, vendrá sólo después.
N a t u r a l e z a d iv in a
• Se habrá ya notado que las alusiones al F austo goethiano son constantes en es-
tas páginas —y abundantísimas en todo el libro— . Aquí, por ejemplo, es difícil no pen-
sar que se está aludiendo a las palabras del Hománculo, r a el comienzo de la Noche Clá-
sica de Walpurgia (segunda paite, acto segundo, 7056ss).
66
Palabra originaria
Signo
67
predicado, o sea la determinación con vistas a cierto poner que aún
ha de agregársele; con =x, este poner, en referencia a cierta deter-
minación inminente. Así, pues, usando estos símbolos tenemos que
representar la physis de Dios, el ser absoluto e infinitamente afir-
mado de Dios, con A. Con A, y no con B o con C, pues está infini-
tamente afirmado; dentro de la esfera que le es propia y está con-
dicionada por su nada, no lo precede nada tras lo cual deba él ve-
nir. No puede antecederlo nada, poique está puesto como infinito,
y no como finito. Es facticidad absoluta y en reposo, pero infinita.
No sabemos todavía si sobrevendrá en este mar en calma de la phy·
sis intradivina una tormenta que haga que se eleven sus aguas, o si
se formarán de su propio seno torbellinos y olas que pongan en mo-
vimiento turbulento su superficie apacible. En principio, es A: in-
móvil ser infinito.
L ib e r t a d d iv in a
68
El No es negación primitiva de la nada. Mientras que el S í no
había podido permanecer adherido a la nada, porque ésta no le dio,
en cierto modo, ningún punto de apoyo, y, rechazado por ella, se
arrojó a la No-nada y, así, liberado infinitamente de su punto de
partida, asentó la esencia divina en el terreno infinito de la No-na-
da; el No, en cambio, está con la nada íntima, corporalmente enla-
zado. Este estrecho enlace es ahora posible debido a que, gracias a
la precedente afirmación infinita de la No-nada, había quedado la
nada como finita. Y así, el No encuentra junto a sí a su oponente.
Aunque la imagen de la pareja de luchadores es perturbadora. No
se trata de una pareja. No se trata de un combate a dos, sino a uno.
La nada se niega a sí misma. Es en la autonegación donde le surge
de sí lo otro, el adversario. Y en el instante de este surgimiento
queda el No liberado del enlace autonegador con la nada: se toma
libre. Y se configura ahora como libre y primitivo No.
Aquí es preciso volver a plantear con precisión la pregunta. Pie-
guntamos por Dios. La nada que se autonegaba era la nada autone-
gadora de Dios. El No que nace de esta autonegación es un No de
Dios. El Sí en Dios era su esencia infinita. Su No libre, que mana
de la negación de su nada, no es él mismo esencia, pues no confie-
ne ningún Sí: es y permanece puro No; no es «así», sino sólo «no
de otro modo», y, por ello, está siempre dirigido a «otro», sólo es
siempre lo uno. A saben lo uno como lo uno en Dios, ante el cual,
pues, todo lo otro en él se toma mero otro. ¿Qué nombre podría-
mos dar a esto absolutamente uno, este absoluto No a todo lo que
no es ello mismo sino otro, como no sea el nombre de libertad? La
libertad de Dios nace de la primitiva negación de la nada, en tanto
que aquello que va dirigido a todo lo otro sólo a título de otro. La
libertad de Dios es No absolutamente poderoso.
La esencia de Dios era. Sí infinito. Este Sí dejaba a la nada va-
ciada de lo infinito. De esta finitud devenida irrumpió, en primiti-
va autonegación, el No libre. Y lleva las cicatrices de la lucha en
que surgió. Es infinito en sus posibilidades: en aquello a lo que se
dirige. Pues se dirige absolutamente a todo. Todo le es otro. Pero
él mismo es siempre uno, está siempre limitado, siempre finito, ya
que surgió en la autonegación de la nada que se había vuelto finí-
ta. Mana eternamente, ya que toda la eternidad le es meramente
otro, le es, tan sólo, tiempo infinito. Frente a este perenne otro, es,
por todos los tiempos, lo único, lo siempre nuevo, lo que siempre
es por primera vez. Frente a la infinita esencia divina aparece la di-
vina libertad: la figura finita del Acto, si bien de un acto cuya po-
derosidad es inagotable, que puede manar a lo infinito siempre
nueva desde su origen finito. No un mar infinito, sino una fuente
inagotable. A la esencia, que es como es de una vez por todas, se
69
opone la libertad del acto, siempre revelándose nueva: una libertad
para la que no debemos pensar otro objeto que la infinidad de aque-
lia esencia perpetua. No es libertad de Dios, pues Dios sigue sién-
donos problema. Es libertad divina, libertad en Dios y respecto de
Dios. Seguimos sin saber nada de Dios. Todavía estamos en el ta-
jo o chapuza del saber, en su obra de fragmentación. Seguimos en
la pregunta, no en la respuesta.
Signo
V it a l id a d d e l D io s
70
llegada, en la esencia misma, seria in fin ita. Las exteriorizaciones
del poder quedarían allá tragadas por el inerte, absolutamente ex-
pandido «es», *a sí es» de la esencia. En el foco de la infinitud del
Sí inerte se apagaría el poder, infinitamente debilitado, del No in·
finitamente activo. Tenemos, pues, que captar el poder como es ya,
no a modo de No infinito primitivo, sino como este No en vías de
ejercer su poder contra el inerte Así del Sí: o sea antes del término
del movimiento, antes de que la inercia del ser-así pueda actuar co-
mo infinita. A este punto en el que, por así decirlo, el poder infini-
to del divino acto entra en el campo de fuerzas de la divina esen-
cia, aún capaz de sobrepujar la inercia de ésta, pero ya refrenado
por ella, lo llamamos, por contraste con el punto del poder y la ar-
bitrariedad divinos, el de la divina necesidad y el divino destino.
De la misma manera que la divina libertad se transforma en capri-
cho arbitrario y poder, así también la divina esencia en necesidad y
destino. Y así, del infinito movimiento que, partiendo de la líber-
tad, desemboca en el dominio de la esencia, surge, en autoconfigu-
ración infinita, el divino rostro que con un leve gesto de las cejas
conmueve el ancho Olimpo* y cuya frente está, sin embargo, sur-
cada por la arruga de saber el oráculo de la Noma. Ambas cosas, el
poder infinito en la libre efusión del pathos y la infinita sujeción a
la coerción de la Moira, ambas cosas a un tiempo forman la vitali-
dad del Dios.
Palabras originarias
71
No se refiere, precisamente, a esta posición de la palabra con res-
pecto a la proposición. En tanto que «no de otro modo», sitúa el lu-■
gar de la palabra aislada, gracias al cual quedan puestas sus pecu-׳
liaridades frente a las otras. Y no se trata aquí de la peculiaridad
firm e y constante, sino de la que depende de la totalidad de la pro-
posición, de las otras partes de la proposición. Tomemos como
ejemplo, en primer lugar, dos casos extremos: para el Sí, el adjeti-
vo predicativo (el nada-más-que-enunciado); para el No, el sujeto.‘
sustantivo (el nada-más-que-objeto-del-enunciado). La palabra «li-
bre» tiene un significado determinado, con independencia de que׳
esté en la proposición «el hombre fue creado libre, es libre», o en
esta otra: «el hombre no fue creado para ser libre». Este significa-
do inmóvil es la obra del Sí secreto. La palabra «hombre», en cam-
bio, es algo completamente diferente cuando de él se enuncia que
es un ciudadano de dos mundos, que cuando se le llama un animal
político. Esta diferencia, que la crean los otros miembros de la pro-
posición a los que se enfrenta el sujeto uno, es la obra del No se-
creto. Para concluir, pongamos ahora un ejemplo todo lo contrario
que extremo: la palabra «hasta» siempre significa el final de una
magnitud pensada sucesivamente; pero en «hasta mañana» se re-
fiere a un lapso de tiempo, y precisamente a uno futuro, mientras
que en «hasta las estrellas» se refiere a un trecho del espacio. La
ilusión que aquí fácilmente se suscita, consistente en creer que el
S í secreto tiene que preceder en la realidad también, y no tan sólo
en la serie de los conceptos (como posibilidad del afirmar) al No
secreto, de modo que éste sería menos primitivo, es una ilusión que
se desvanece con la sencilla consideración de que, en realidad, to-
mamos esas significaciones constantes y fijas de las palabras úni-
camente a partir de sus relaciones en la proposición, y, por tanto,
no hay tal constancia en el caso aislado. Al revés: todo nuevo con-
texto proposicional en que entra una palabra modifica el carácter
constante de ella y, por consiguiente, el lenguaje se está constante-
mente renovando en el habla viva.
Acabamos de hablar con toda ingenuidad, sin tomar prevencio-
nes, de «proposición» y de «contexto»; pero propiamente el Sí y el
No únicamente preparan las palabras singulares, si bien el No ya lo
hace en referencia a la proposición. La proposición misma sólo se
levanta y surge porque el No que sitúa y fija intenta ganar poder so-
bre el Sí que confirma. La proposición, e incluso ya la más peque-
ña de las partes preposicionales — allí donde la lengua aísla, la pa-
labra; allí donde aglutina, la unión de dos palabras; allí donde fie-
xiona, la unión en una palabra de radical y terminación flexiva—,
suponen el Sí y el No, el Así y el No-de־otro-modo. Y con esto te-
nemos la tercera de las palabras originarias, que no es igual en pri-
72
mordialidad a las otras dos, sino que, suponiéndolas, las lleva a te·
ner realidad viviente: la palabra «Y». El Y no es el acompañante se-
creto de la palabra aislada, sino el del naco o contexto lingüístico.
Es la clave de bóveda del sótano sobre el que está construido el edi-
ficio del Logos, de la razón lingüística. En la respuesta que antes
hallamos a la pregunta por Dios que habíamos planteado al cercio-
ramos de la nada de nuestro saber sobre El, trabamos conocimien-
to con una primara prueba de fuerza de esta tercera palabra origi-
naria.
Signo
E l OLIMPO MÍTICO
Del Dios, en primer lugar; pues también son vivientes los dio-
ses de la Antigüedad, y no sólo ése que hoy llamamos el Dios Vi-
vo. Son incluso, si se quiere, mucho más vivientes. Pues no son
otra cosa que vivientes. Son inmortales. La muerte está por debajo
de ellos. No la han vencido, sino que ella no se atreve a tocarlos.
Ellos la dejan vigente en su reino, si bien mandan a uno de entre su
círculo inmortal a que gobierne ese reino. Tal gobernación es la
más ilimitada, o, mejor dicho, la única, en sentido estricto, que
ejercen. Es verdad que intervienen en el mundo de lo viviente, pe-
ro no lo gobiernan; son Dioses vivientes, pero no Dioses de lo vi-
viente. Pues para serlo tendrían realmente que salir de sí, lo cual no
convendría nada a la «fácil, ligera» vida de los Olímpicos*. Sólo
ponen cierta atención conforme a plan en mantener a la Muerte le-
73
jos de su mundo inmortal. En todo lo demás, los Dioses sólo viven
en la sociedad de ellos mismos. Nada cambia en esta situación su
tan traída y llevada relación con las «fuerzas de la naturaleza», ya
que el concepto de la naturaleza como un reino con su propia le-
galidad, opuesto a cierta «sobrenaturaleza», aún no existe en abso-
luto. La naturaleza es siempre la propia naturaleza de los Dioses.
Cuando un Dios aparece asociado a un astro o a algo semejante, no
por eso es ya —como tendemos nosotros a representárnoslo, refi-
riendo a él retroactivamente nuestro concepto de la naturaleza— el
Dios de aquel astro; sino que el astro es Dios o, al menos, parte del
Dios. Y si irradia sobre todos los sucesos terrenales desde este di-
vino dominio de los astros un campo de fiiazas, no por eso queda
el acontecer terrenal sometido al poder de los divinos astros, sino
que, en cierto modo, se ve elevado a esa esfera divina, se vuelve
parte de esa totalidad: deja de ser independiente, si es que alguna
vez lo fue, y se hace divino él mismo. El mundo de los Dioses per-
manece siempre siendo un mundo para sí, incluso cuando ellos en-
globan el mundo entero. El mundo así englobado no es tampoco
entonces nada de suyo y para sí, con lo que tuviera el Dios, a i un
segundo momento, que entrar en relación. Es, justamente, tan sólo
algo por El englobado. Así, pues, Dios está aquí sin mundo; o, a la
inversa, si es que se quiere caracterizar esta representación de las
cosas como una concepción del mundo: este mundo de la vida de
los Dioses que permanecen a solas consigo mismos, es un mundo
sin Dioses. Con ello habríamos expresado la esencia de lo que po-
dría denominarse la concepción mitológica del mundo.
Pues la esencia del mito es una vida que no conoce nada que es-
té ni sobre sí ni bajo sí; que es, sean sus portadores Dioses, hom-
bres o cosas, carente de cosas gobernadas y carente de dioses que
gobiernen; que es vivir puramente en sí. La ley de esta vida es la
armonía íntima de capricho arbitrario y destino: un acorde que no
resuena más allá de sí mismo, que siempre está retomando sobre sí.
La pasión del Dios, que corre libremente, rompe contra el dique in-
teriio del oscuro mandamiento de su naturaleza. Las figuras del mi-
to no son sólo poderes ni son sólo esencias; ni como una cosa ni
como la otra serían vivientes. Sus rasgos, supremamente vivos, só-
lo surgen en la corriente alterna de pasión y decreto del destino. No
tienen fondo su odio ni su amor, porque no hay fundamentos en su
vida. Carecen de cuidados y miramientos, porque no hay para ellos
respecto alguno que tengan que tener en cuenta. Su libre ímpetu no
tiene cauces, sino sólo obstáculos que le pone la sentencia del Des-
tino. Su necesidad no la disuelve la libre energía de su pasión, pe-
ro ambas cosas, libertad y esencia, son una sola en la unidad enig-
mática del Viviente. Este es el mundo del Mito.
74
A s ia : e l D io s a - m ít ic o
75
mismo tiempo en esta esencia inarticulada al Absorbedor de toda
pluralidad, emergió tras el Sí uno e inarticulado una nueva deter-
minación de la esencia que, aun poseyendo el mismo sentido que
el Sí, aludía a la infinita pluralidad en él introducida: «No No». De
este modo se reconocía en el Sí la negación de la nada. Al Así uno
e infinito se le añadía el infinitamente innumerable «Así no, Así
no». La esencia de la deidad era la nada negada. Ya sólo quedaba
un último salto atrás. Si tal salto no debía dar en la nada misma, te-
nía que alcanzar el último punto que aún había entre ella y aquel
No-Nada. En este N i-N i respecto de Nada y No-Nada es en donde
situamos el vertiginoso último pensamiento del budismo: el Nirva-
na, que tiene su lugar —sólo accesible, incluso intelectualmente,
en el salto m ortale— más allá de Dios y los Dioses, pero asimis-
mo más allá de la mera nada. Es evidente que en esta dirección ya
no queda ningún paso más posible. Se trata de algo extremo, tras
de lo cual sólo hay ya la pura Nada. Tal concepto señala, al volati-
lizar cuanto es posible toda esencia, la primera estación del cami-
no que lleva de la Nada a la No-Nada.
China
76
to de los rayos de la rueda, como las ventanas en la pared, como la
concavidad en la vasija. Es aquello, que, gracias a que no es nada,
hace útil al algo; es el motor inmóvil de k> móvil. Es el No-acto co-
mo fundamento originario del Acto. De nuevo se trata de algo ex-
tremo: de la única figura posible que puede adoptar el ateísmo
cuando quiere ser verdaderamente ateo y no quedarse en el pante-
ísmo ni disiparse en el puro nihilismo, libre de toda especial reía-
ción a Dios y los Dioses.
77
C o n c e p t o s e s t é t ic o s f u n d a m e n t a l e s : f o r m a e x t e r n a
C r e p ú s c u l o d e l o s d io s e s
78
conceptos de nostalgia y amor con los que los filósofos construían
sus puentes sobre el abismo, nunca en el sentido que va de lo divi-
no al hombre y las cosas del mundo, sino siempre en el inverso. Es-
to se aplica igualmente al ansia amorosa por lo perfecto propia de
los griegos y al amor a Dios de los hindúes. Habría parecido res-
tringir a Dios — al Dios del que se estaba orgulloso de haberlo ele-
vado, amontonando sobre su sola cabeza todas las nobles cualida-
des de los múltiples Dioses, a la categoría de Dios omniabarcan-
te—, si se hubiera querido tan sólo complicarlo otra vez en la pa-
sión del amor. Está bien que el hombre lo ame; pero el suyo, el
amor de Dios al hombre, a lo sumo podría ser respuesta al amor del
hombre, es decir, justa paga, no regalo libre y gracia que sobrepa-
sa todas las medidas de la justicia; no fuerza divina primigenia que
hace su elección y no se deja obligar; que antecede a todo amor hu-
mano y hace que vean los ciegos y que oigan los sordos*. Y hasta
allí donde el hombre pensaba haber alcanzado la forma suprema
del amor —como sucedía precisamente en los círculos de los ami-
gos de Dios en la India— renunciando a todo lo propio, a todos los
deseos y apetitos e incluso a todo esfuerzo ascético hacia Dios y
aguardando Su gracia en perfecta serenidad, también allí esta sere-
nidad, este abandono, eran el logro propio que el hombre presenta-
ba, y no regalo de Dios. Dicho con otras palabras: el amor de Dios
no era para el hombre obstinado, sino para el perfecto. La doctrina
del abandono a la gracia divina era tanto como un peligroso secre-
to de secretos. Se enseña que no se la debe divulgar ante los que no
adoran a Dios, ante los que murmuran contra El y no se mortifican.
Justamente a estos perdidos, a estos endurecidos y cerrados, a los
pecadores, era, sin embargo, a quienes tenía que buscar el amor de
un Dios que no es meramente amable, sino que ama El mismo con
independencia del amor del hombre. No, a la invasa: que ama sus-
citando El mismo el amor del hombre. Pero para ello haría falta,
claro está, que el Dios infinito viniera tan finitamente cerca del
hombre, tan cara a cara, de persona con su nombre a persona con
su nombre, como ningún entendimiento de los entendidos ni nin-
guna sabiduría de los sabios podía conceder**. Y haría también
falta que el abismo entre lo humano-mundanal y lo divino, ese
abismo que queda significado, precisamente, en que no haya me-
dio de extirpar los nombres propios, fuera reconocido como tan
profundo, como tan real y tan infranqueable para todas las fuerzas
ascéticas del hombre y místicas del mundo, como no concedería
nunca la arrogancia de ningún asceta ni la oscuridad de ningún
* Cf. Is 35 ,5 y Mt I I , S.
*· Cf. Is 2 9.14 y 1 Cor 1,19.
79
místico, con su desprecio del «ruido y humo»* de los nombres tan-
to terrenales como celestiales.
Así, pues, la esencia del Dios mítico siguió siendo accesible al
anhelo del hombre y del mundo, pero al precio de que el hombre
dejara de ser hombre y el mundo dejara de ser mundo. El golpe de
las alas del anhelo llevó al hombre y al mundo hasta las alturas del
fuego devorador de la divinización, de la apoteosis; si bien este an-
helo, al llevarlos a lo divino, dejó muy por debajo de sí lo humano
y lo mundano y no los introducía en lo divino con un amor más
hondo. Asimismo, para los amigos de Dios en la India el Acto es
tan sólo lo que no debe ser malo, y no lo que tiene que ser bueno.
Y lo divino no fluye nunca, en tal caso, más allá de las fronteras de
su vida propia. La Antigüedad llegó hasta el monismo, pero no pa-
só de ahí. Mundo y Hombre tienen que convertirse en naturaleza de
Dios, tienen que dejarse divinizar; pero Dios no se deja bajar has-
ta ellos. Dios no se da como un regalo, no ama, no debe amar. Pues
conserva consigo su physis. Y, por consiguiente, se queda siendo lo
que es: lo Metaffsico.
80
LIBRO SEGUNDO
EL MUNDO Y SU SENTIDO
O
METALOGICA
C o s m o l o g ía n e g a t iv a
81
que se trate de un resultado. Si la ciencia ha podido llevar hasta tal
resultado, es que se ha reducido a sí misma ad absurdum. Y no es
entonces el resultado lo que ha de ser falso, sino el camino del que
tuvo que resultar. Por eso, nosotros aquí tomamos tal «resultado»,
como antes hicimos en el caso de Dios, como un principio.
Del mundo no sabemos nada. Ahora bien, esta nada vuelve a ser
aquí la nada de nuestro saber, una nada determinada y singular de
nuestro saber. Es, de nuevo, el trampolín desde el que debe darse
el salto al algo del saber, a lo «positivo». Pues creemos en el mun-
do tan firmemente, al menos, como creemos en Dios o en nuestra
ipseidad. Por ello mismo, la nada de estas tres cosas no puede ser
para nosotros más que una nada hipotética, una nada del saber des-
de la que partamos para dar alcance al algo del saber que tircuns-
cribe el contenido de aquella fe. De que tenemos tal fe no podemos
liberamos más que en hipótesis. En hipótesis: mientras la levanta-
mos, como se construye un edificio, partiendo de sus cimientos;
pues así llegaremos, por fin, al punto en el que veamos cómo lo hi-
potético ha de tomarse lo an-hipotético, 10 absoluto, lo incondicio-
nado de aquella fe. Esto es lo único que la ciencia puede y debe
proporcionamos. De ninguna manera podemos esperar que nos li-
bere de esta fe triple; y justamente será la ciencia quien nos ense-
fiará que no podemos esperar tal cosa y por qué no podemos. Así
quedará justificado lo que en apariencia —de acuerdo con concep-
tos anticuados— era lo acientífico de esta fe . El de ómnibus dubi-
tandum cartesiano estaba en vigencia presuponiéndole el Todo uno
y universal. Frente a ese Todo se alzaba el Pensar uno y universal,
y, como instrumento de este pensar, la asimismo una y universal
Duda de ómnibus. Si desaparece aquel presupuesto —y nuestro
primer empeño fue mostrar su caducidad, e incluso el hecho de que
ya había caído para el espíritu consciente—, si desaparece, pues,
ese presupuesto, en el lugar de la duda una y universal y, por lo
mismo, absoluta, se presenta la duda hipotética, la cual, justamen-
te poique ya no es de ómnibus, no puede tampoco sentirse fin, si-
no únicanjente medio del pensar. Y volvemos así a hundimos en la
profundidad de lo positivo.
O rden d el m undo
82
Nada. Pero como esta afirmación ha de afirmar un infinito, aquí, a
diferencia que en el caso de Dios, el No-Nada afirmado no puede
querer decir el Ser. Pues el ser del mundo no es una esencia en in-
finito reposo. La plétora inagotable, constantemente engendrada de
nuevo y de nuevo concebida, de las caras del mundo*, su «estar lie-
no de figuras», es precisamente lo contrario de semejante esencia
siempre en reposo, infinita en sí todos los instantes —así abordé-
bamos el ser de Dios—. El Sí primigenio tiene, pues, que afirmar
aquí algo distinto. El enunciado primigenio acerca del mundo tie-
ne que sonar diferentemente. Como un infinito —y sólo como tal
puede ser afirmado el No-Nada—·, como un infinito sólo puede ser
afirmado un Ente «por doquier» y «siempre» duradero. Las pala-
bras «por doquier» y «siempre», que respecto de la physis divina
sólo tendrían el sentido de una imagen y serían nada más que la ex-
presión balbuciente de lo inexpresable, aquí, en el caso del mundo,
son las idóneas. El ser del mundo tiene realmente que ser su Por
Doquier y su Siempre. Pero por doquier y siempre es el ser del
mundo únicamente en el pensar. El Logos es la esencia del mundo.
Recordemos lo que anticipábamos en la Introducción acerca de
la relación del mundo con su logos. El pensar está vertido en el
mundo como un sistema muy ramificado de determinaciones sin-
guiares. Es lo que está vigente por todas partes y en todos los tiem-
pos en el mundo. Su importancia y significación para el mundo, su
«aplicabilidad», se las debe a la ramificación, a la multiplicidad
por las que optó. Para hablar con el trágico, se echó a las espaldas
la «palabra simple de la verdad»**, y es de este desvío del que pro-
cede la fuerza de su giro hacia el ser. El sistema de las determina-
ciones del pensar es sistema no porque tenga un origen unitario, si-
no debido a la unidad de su aplicación, a la unidad de su ámbito de
vigencia: a la unidad del mundo. Puede —y hasta debe— suponer-
se un origen unitario a este pensar dirigido en exclusiva al ser, pe-
ro no cabe probarlo. Pues al hacerse pensar completamente aplica-
do, pensar que está en el mundo en su casa, renunció a poder de-
mostrar la unidad de su origen. Como ese origen unitario no se ha-
liaba en el mundo, el camino desde el pensar «puro» que hay que
suponer hasta el pensar «aplicado» vino a encontrarse fuera del
ámbito en que es poderoso el pensar aplicado. Ese pensar mera-
mente presupuesto habrá de ser pensado, de acuerdo; pero él no
piensa. Unicamente piensa el pensar real, válido para el mundo,
83
aplicado al mundo, naturalizado como habitante del mundo. La
unidad del pensar queda, pues, fuera, y el pensar tiene que conso-
larse de ello con la unidad de la aplicación dentro de las murallas
caradas del mundo. Que acaso sea la unidad infinita del ser divi-
no —la cual está explícitamente antes de la identidad del pensar y
el ser, y, por lo mismo, está también antes tanto del pensar que po-
see validez en el ser, como del ser pensable—, que acaso tal uní-
dad sea la fuente de la que brota el ramificado sistema lógico de
irrigación del campo que es el mundo, es algo que aquí no puede
quedar absolutamente excluido, pero que aún menos cabe demos-
trar. Aquí no pasa de mera conjetura. En el mundo que es su na-
ción, al pensamiento no se le cia ra ninguna puerta, pero «se le im-
pide que mire del otro lado»*.
* Como tantas otras veces, este cieñe de toda perspectiva está expresado citando
un clásico. No siempre e s posible identificar las alusiones. Aquí se trata de un pasaje de
Sturntflut de Fr. Spielhagen.
sidad de que su aplicación tenga realmente lugar. Esta fuerza de
atracción que actúa pasivamente partiendo de él, se expresaría sim-
bélicamente anteponiéndole el signo igual. Tenemos, pues, =A. Es-
te es el símbolo del espíritu del mundo, porque éste sería el nom-
bre que tendríamos que dar al logos derramado en el mundo (tanto
en el que llamamos «natural» como en el que llamamos «espiri-
tual») y constantemente amalgamado con él por dondequiera. Ten-
dríamos que evitar, desde luego, el matiz hegeliano que hace que la
palabra se desvanezca en el ámbito de la Divinidad. Preferiríamos
oír en ella, yendo más atrás, las resonancias que esta palabra, igual
que sus parientes «espíritu de la tierra» y «alma del mundo» deja
sentir en su tomo en los comienzos de la filosofía romántica de la
naturaleza (en el joven Schelling o, también, en Novalis).
P l e n it u d d e l m u n d o
85
fuerza; es infinita la plenitud, pero finita la cara. Sin fundamento ni
dirección suben de la noche los fenómenos particulares; no llevan
escrito en la frente de dónde vienen ni a dónde van: son. Siendo,
son singulares, cada uno un uno contra todos los demás; cada cual
separado de todos los otros, especial, un no-otro.
Signo
* Con toda probabilidad se trata de una alusión al mito cabalístico sobre el origen
del mal, cuando se rompen los vasos ( )בליםque contienen a las seis sefiro t inferiores.
86
R e a l id a d d e l m u n d o
* El juego de palabras (das A llgem eine, das gara Gemeine) se debe a Nietzsche.
87
como su forma interna. La unidad extema la trae ya de origen con-
sigo este Todo metalógico, al no ser e l Todo pensable, sino un To-
do lleno de pensamiento; al no ser el Todo creado por el espíritu,
sino un Todo espiritualizado. El logos no es, como lo fue de Par-
ménides a Hegel, el creador del mundo, sino el espíritu del mundo,
o, quizá aún mejor, el alma del mundo. El logos que ha vuelto así
a ser alma del mundo puede hacer justicia al milagro del cuerpo vi-
vo del mundo. El cuerpo del mundo ya no tiene por qué ser una ma-
sa indiferenciada de «datos» que se agitan caóticamente y que es-
tán dispuestos a ser cogidos por las formas lógicas y ser por ellas
conformados; sino que el cuerpo del mundo se toma crecida viva y
siempre renovada del fenómeno, que desciende sobre el seno tran-
quilamente abierto del alma del mundo y se une a ella para consti-
tuir el mundo configurado.
Sigamos de más cerca el camino de este descenso de lo partí-
cular sobre lo universal. Lo particular —acordémonos del símbolo
B— carece de dirección; lo universal — =A— es de suyo pasivo e
inmóvil, pero, como ansia aplicación, de él emana una fuerza de
atracción. Se forma así en tomo de lo universal un campo de fuer-
za atractiva en el que cae lo particular coaccionado por su propio
peso. Destacando aquí especialmente, como antes lo hicimos den-
tro de Dios, dos puntos de este movimiento, describimos en cierto
modo toda la curva del proceso. Uno de estos puntos es aquel en el
que, tras un lapso de pura caída ciega, sin dirección y sin concien-
cia, se vuelve en cierta medida consciente lo particular del moví-
miento hacia lo universal en el que está ya inmerso, y se le abren
los ojos para ver su propia naturaleza. En este instante, lo particu-
lar, que hasta aquí era ciego, toma conciencia de su particularidad,
y esto quiere decir: de su dirigirse a lo universal, de ser particular.
Un particular que sabe de lo universal ya no es meramente partí-
cular, sino particular que, sin dejar de ser esencialmente particular,
ha avanzado ya hasta la frontera de los dominios del universal. Es-
to es el Individuo, el singular, que lleva en su cuerpo las notas del
universal; y no del universal en general —que no tiene «nota» al-
guna—, sino de su universal, de su especie, de su género; y, sin em-
bargo, continúa siendo esencialmente particular, si bien, precisa-
mente, un particular individual La individualidad no es un grado
superior de particularidad, sino una estación en el camino del puro
particular hacia el universal. La otra estación está en el punto en
que el particular entra a estar bajo el decidido gobierno del univer-
sal. Lo que hay más allá de este punto, sería ya lo universal puro,
en el que lo particular desaparecería sin dejar huella. Pero el pro-
pío punto señala el instante del movimiento en el que el particular,
a pesar de la clara victoria del universal, todavía se deja sentir. En
88
este punto se encuentra —igual que en el primero estaba el indivi-
dúo—, el género, o como queramos denominar a este universal que
no es sin más universal, sino un universal individualizado, una uní·
versalidad particular. Pues especie, género o, pasando a la esfera
humana, comunidad, pueblo, estado, son, todos ellos, conceptos
que sólo son universalidades incondicionadas respecto de su pro-
pió particular; pero que, hecha abstracción de éste, son unidades
que pueden perfectamente reunirse unas con otras en ciertas plura-
lidades —géneros, pueblos, estados—. Como asimismo, por otra
paite, el individuo es singularidad pura y simple tan sólo respecto
de su género, pero es capaz de representar a un género (al suyo)
justamente gracias a que, frente al particular desnudo y ciego, él ya
presenta una pluralidad, a saben una pluralidad de al menos dos
determinaciones (la nota genérica y lo que le es peculiar).
Luego es en el individuo y en el género, y precisamente en el
movimiento que lleva al individuo a los brazos abiertos del géne-
ro, en donde se completa la figura del mundo. En Dios eran tam-
bién la esencia y la libertad tan sólo extremos conceptuales, y su
vitalidad se producía en la íntima controversia entre el poder divi־
no y la divina necesidad. Allí, el capricho del poder se limitaba se-
gún la necesidad, y la coacción de ésta era disuelta por aquel po-
der. Así también, la figura del mundo no surge inmediatamente de
la caída del particular en lo universal, sino, en verdad y concreta-
mente, en la entrada del individuo en el género. El Y real del mun-
do no es el Y entre el mundo espiritualizado y el espíritu habitante
del mundo —éstos son extremos—·, sino, mucho más inmediata-
mente, el que hay entre la cosa y su concepto, entre el individuo y
su género, entre el hombre y su comunidad.
Hay un acontecimiento en el que se reflejan estos dos elemen-
tos de la esencia del mundo con la visibilidad mayor y más rica en
significaciones. El individuo surge en el nacimiento; el género, en
la generación, o, como ya indica su nombre alemán de G attung, en
la fecundación, en la Begattung. El acto de la fecundación o gene-
ración precede al nacimiento y sucede, como acto singular, sin una
relación determinada con él como nacimiento singular; por más
que, en su esencia universal, está en estrecha referencia a él y va a
él dirigido. El nacimiento irrumpe, sin embargo, en su resultado in-
dividual, como un pleno milagro, con la avasalladora fuerza de lo
imprevisto e imprevisible. Fecundación la había siempre, y, empe-
ro, cada nacimiento es algo absolutamente nuevo. Sobre la más in-
dividual de las acciones humanas cae un buen éxito de individua-
lidad verdaderamente «indecible»*, impensable. La índole propia
89
del que nace —nótese bien que es su índole propia como parte del
mundo, no su Sí-mismo— se concentra enteramente en el instante
del nacimiento. Este es el sentido más profundo de la fe en la as-
trología, que fracasa debido a y en la medida en que imagina loca-
mente que capta al hombre como Sí-mismo, cuando, en verdad, só-
lo lo alcanza en tanto en cuanto es individualidad, o sea una paite
especial del mundo, igual que cualquier otra esencia o cosa ex-
trahumana. Eso sí, para el demon de la individualidad vale real-
mente la ley de la astrología: «Como el día que te entregó al mun-
do, el sol estaba saludando a los planetas». Así, pues, el hombre, y
toda otra parte individual del mundo, nunca es más individualidad
que en el instante en el que, justamente, se individualiza: en que
entra en el fenómeno como parte del mundo que rehúsa su partí-
ción, en que «viene a la luz del mundo». Esta su individualidad, sin
embargo, se ve a continuación atraída, con oscura violencia, por el
poder de su género. Empieza a progresar hacia ese punto medio,
alejándose cada vez más del día del nacimiento, que estuvo lleno
de todas las posibilidades; perdiendo cada vez más posibilidades,
cada vez más individualidad. Para terminar rindiéndola, tan com-
pletamente como le es posible, en el instante de la fecundación. En
la fecundación entra por completo en el género el individuo que fue
en su nacimiento perfectamente individual, cósico incluso, carente
de vínculos y relaciones, en contacto tan sólo con el concepto, pe-
ro no aún con la realidad efectiva de su género. En su constante de-
curso, este proceso cíclico muestra ser, frente al concepto de pro-
ducción del idealismo, la exposición intuitiva de la esencia meta-
lógica del mundo.
Signo
90
ce a lo exterior a él; una vasija llena, un cosmos rico en figuras. To-
das las relaciones fundamentales que hay en él llevan de B a A: ha-
cen entrar la plenitud, el contenido, los individuos, en el orden, la
forma, los géneros. Las relaciones que van en la dirección contra-
ria no son primitivas, sino derivadas. El espíritu sólo puede edifi-
carse el cuerpo porque, de manera admirable, el cuerpo pugna por
el espíritu. El son de la lira de Apolo sólo puede hacer que las pie-
dras formen muro porque, maravillosa, milagrosamente, las pie-
dras mismas son individuos animados —«llenos de Dioses»— ■*.
Este mundo es, pues, la decidida contrafigura del mundo del idea-
lismo. El mundo no es para éste facticidad milagrosa o maravillo-
sa, o sea no es un todo cerrado. Tiene para él que ser un Todo om-
niabarcante. Las relaciones fundamentales tienen que ir de los gé-
ñeros a los individuos, de los conceptos a las cosas, de la forma al
contenido. La materia dada tiene que yacer en una auto-compren-
sibilidad caóticamente gris, hasta que los rayos del sol de la forma
espiritual la hagan centellear de colores. Pero son sólo los colores
de la luz que fluye de aquella maravillosa luminaria. De la propia
grisura aquella caótica no salen centellas en absoluto. A=B, no
B=A, sería la fórmula de tal concepción del mundo. Y realmente lo
es, como se probó en la época de su cumplimiento acabado. El
A=B del idealismo tiene en sí la posibilidad de su derivación a par-
tir de un A=A. La honda paradoja de la ecuación de dos términos
desiguales, que también en este caso es afirmada, queda así rota.
La idea de emanación traza un puente, casi insensiblemente, sobre
el abismo que, a pesar de todo, también aquí se abre entre el uni-
versal y el particular. Sólo B puede emanar de A, no A de B. B pue-
de siempre sólo existir, pero no ser origen. Por ello, únicamente la
ecuación A=B puede ser la ecuación idealista, porque sólo ella ca-
be que realmente sea derivada de una ecuación formalmente no pa-
radójica. B=B, de la que habría que derivar la ecuación B=A, tam-
bién sería formalmente irreprochable, pero materialmente es inca-
paz de permitir que nada se derive de ella (y con esto no hacemos
aún entrar dentro de nuestras consideraciones la posibilidad de una
ecuación B=B). Intramundanamente no cabría establecer una reía-
ción inmediata desde A=A a B -A . Un enunciado paradójico acer-
ca de B (que B=A) no se vuelve menos paradójico porque se lo re-
lacione con un enunciado no paradójico sobre A (que A —A ). Míen-
tras que, en cambio, la paradoja de un enunciado sobre A paradóji-
co en sí mismo (que A=B), si bien no desaparece por relacionarlo
con otro no paradójico sobre A (que A=A), sí que disminuye nota-
91
blemente. Como resto no aclarado, no queda ya aquí más que el
concepto de relación, o sea una dificultad que concierne tanto a la
posibilidad de la relación entre dos ecuaciones como a la de la re-
!ación en el interior de una ecuación singular. Tal dificultad, sin
embargo, cae enteramente fuera todavía de nuestro campo visual,
puesto que nos las tenemos que ver aún únicamente con la ecua■
ción singular; y sólo hemos debido hacer referencia al camino que
recorre el idealismo de manera anticipativa, a fin de esclarecer la
peculiaridad de B=A frente a A=B, o la diferencia de la considera-
ción metalógica del mundo respecto de la idealista. El camino del
idealismo conduce, como camino intramundanal de la emanación,
del dimanar o de la producción idealista, a A=B. Tendremos más
adelante que tratar con detalle la significación de este camino in-
tramundano. Pero aquí volvemos ahora a la sencilla ecuación B=A,
o, más bien, a lo que ella quiere simbolizar: al mundo metalógico.
E l c o s m o s p l á s t ic o
92
Introducción. El concepto de unidad del Todo no deja más posibi-
lidad de perspectiva abierta que aquella a la que «le toca su tumo»
precisamente entonces en la historia de problemas que es la histo-
ria de la filosofía. Hegel tuvo que hacer de la misma historia de la
filosofía el cierre sistemático de la filosofía, pues, de este modo, se
volvía inocuo lo último que parecía poder aún contradecir la uní-
dad del Todo, a saber, la perspectiva personal de los filósofos indi-
viduales.
Ahora bien, la concepción metalógica, en necesaria relación
con la nueva visión del mundo que es la suya, crea un concepto y
un tipo nuevos del ñlósofo. Igual que de cada cosa singular, como
individuo que es, parte el camino, un camino propio, hacia el todo,
así también del filósofo singular. El filósofo es, incluso, quien so-
porta la unidad del sistema metalógico del mundo, porque a éste le
falta de suyo la unidad de la unidimensionalidad: es por principio
pluridimensional, o sea que de cada punto singular salen fílame»·
tos y relaciones hacia todos los demás y hacia el todo. Y la unidad
de estas innumerables relaciones, su relativo cierre, es la perspec-
tividad personal, vivida y filosofada, si se me permite decirlo así,
del filósofo. Cierre solamente relativo, pues aunque, sin duda, el
pensamiento del todo conjunto del mundo tiene que ser aprehendí-
do conceptualmente en su estricta peculiaridad metalógica, sin em-
bargo el sistema singular sólo podrá realizar siempre relativamen-
te este pensamiento. Tal relatividad se hallaba condicionada en el
sistema idealista, como supo reconocer acertadamente Hegel, por
la posición de los problemas históricamente alcanzada; en el siste-
ma metalógico lo está por el punto subjetivo a i el que se encuen-
tra el filósofo, por su perspectiva. No es que estas observaciones
agoten ya el problema del filósofo; pero tenemos que reservar pa-
ra más adelante añadirles nuevas explicaciones.
Cosmología antigua
93
la cosmología metalógica no es aún el mundo creado, sino tan só-
lo el configurado. Y del mismo modo que los Dioses vivos señala-
ban el punto más alto de la teología antigua, este mundo configu-
rado señala la cima de la antigua cosmología. Y no meramente de
la cosmología del macrocosmos, sino, sobre todo, de la del micro-
cosmos, es decir: tanto del mundo natural como del espiritual. In-
cluso hay que decir que para el mundo natural no es del todo tan
clara esta relación, dado que el pensamiento básico del idealismo,
la identidad de ser y pensar, ya se había hecho accesible a la Antí-
güedad. Sólo que este pensamiento quedó en la Antigüedad sin
efectos cosmológicos; se quedó siendo meta-físico. El pensamien-
to mismo de la emanación sólo lo aportó la escuela neoplatónica,
que se desarrolló reaccionando, precisamente, contra pensamientos
ya no antiguos, sino nuevos. Pero el propio Platón y Aristóteles no
enseñan que haya dentro del mundo relación de emanación, ni, en
general, ninguna relación activa entre la idea y el fenómeno, el
concepto y la cosa, el género y el individuo (o de cualquier otro
modo en que se aprehenda la contraposición); sino que en ellos
aparecen los notabilísimos pensamientos de que las cosas im itan a
la idea, m iran hacia ella, sienten nostalgia de ella, evolucionan ha-
cía ella —que no es causa agento, sino fin —. La idea está en repo-
so. El fenómeno se mueve hacia ella. Aparece, exactamente, la re-
lación metalógica.
Platón y Aristóteles
94
puede pensar lo óptimo, o sea a sí mismo. Este acosmismo de su
metafísica la hace, sin embargo, incapaz del rendimiento que ella
tenía que aportar. Como doctrina de la causa final, tenía que expo-
ner el principio del mundo; pero, a consecuencia de su esencia pu-
ramente metafísica, es principio únicamente de sí misma. Y si ha-
cemos abstracción de esta su determinación como autoconciencia
y procuramos considerarla sólo según lo que ella debía proporcio-
nar, sin preguntarle si realmente lo proporciona, entonces, como
causa final, se nos vuelve un principio puramente intramundano, y
todas las dudas que Aristóteles había acumulado contra la relación
entre idea y cosa se dirigen ahora contra la relación entre la causa
final y lo causado. Considerándola teológicamente, esta metafísica
sucumbe a la objeción del acosmismo; considerándola cosmológi-
camente, a la del ateísmo. Y en los dos casos se trata de objecio-
nes, ya que se había elevado la pretensión de explicar el mundo, lo
cual se vuelve imposible, en el primero, porque el mundo desapa-
rece del campo visual, y, en el otro, porque se convierte en un to-
do cerrado en sí mismo, en un aquí al que le está vedada la paño-
rámica del infinito, la vista hacia allá. Así, pues, tampoco este gran
teólogo del paganismo se desprendió de la concepción metalógica
del macrocosmos como una figura limitada hacia fuera y plástica,
configurada, hacia dentro. No encontró lo que buscaba, que era re-
solver la contradicción que existe entre la pretensión infinita de to-
talidad y unidad que eleva el pensar, por una parte, y, por la otra,
la totalidad finita del mundo, que sólo es infinita en riqueza. Le im-
pidió encontrarlo la incapacidad de reemplazar el o bien lo uno, o
bien lo otro, la alternativa teológico-cosmológica, por un tanto lo
uno como lo otro.
La polis
95
cuales sólo es él representante, son poderes absolutos puestos so-
bre su vida moral, aunque de suyo no sean tampoco absolutos, si-
no, de nuevo, ejemplos del género estado, o del género pueblo. Su
comunidad es para el hombre singular la comunidad. Esta clausu-
ra hacia fuera y esta incondicionalidad hacia dentro es lo que lleva
con toda naturalidad, a una consideración profunda de estas esen-
cías singulares configuradas, a compararlas con la obra de arte. El
secreto del estado antiguo no es la organización. La organización
es una forma absolutamente idealista de estructurar el estado. En el
estado organizado, estado y particular no están en relación de todo
conjuntado y parte, sino que el estado es el Todo del que sale una
corriente unitaria de energía que pasa a través de sus miembros.
Cada uno tiene aquí determinado su lugar, y al ocuparlo pertenece
al Todo del estado. Los estamentos o cualesquiera otras puissances
intermédiaires que puedan darse en el estado moderno organizado,
sólo son por principio, justamente, poderes intermedios: median la
relación del estado con el particular y le determinan a éste su lugar
en el estado. El estado se realiza en el hombre, lo engendra por me-
dio del estam ento y de la plaza. En cambio, las castas en la Anti-
güedad no son medios del estado, sino que para la conciencia del
particular la totalidad del estado queda en la penumbra, y la casta,
allí donde la hay, es para el particular el estado. Pues el estado an-
tiguo, como es precisamente el todo conjuntado en cuya figura en-
tran sus partes, únicamente sabe de la relación inmediata del ciu-
dadano con él mismo; mientras que el nuevo estado es el Todo del
que los miembros absorben la fuerza para configurarse. En ello se
basan los hechos de que el esclavo antiguo no pertenezca al estado
y el siervo medieval pertenezca al estado.
El individuo en la Antigüedad no se pierde, pues, en lo común
para encontrarse, sino, sencillamente, para edificar la comunidad.
El mismo desaparece. Las conocidas diferencias entre el concepto
antiguo de la democracia y todos los conceptos modernos de ella
subsisten con plena razón. Y también se nos hace ahora claro por
qué la Antigüedad no formó el pensamiento de la representación. Y
es que sólo un cuerpo puede tener órganos, mientras que un edifi-
cío tiene partes. El pensamiento de la representación choca en el
Derecho antiguo con dificultades máximamente significativas y
características. El particular no es más que él mismo: un puro indi-
viduo. Incluso donde necesariamente hay que llegar a la idea de la
representación, esto es, en el culto, y, en especial, en el sacrificio,
tanto en lo que hace al hombre que sacrifica como en lo que con-
cierne al hombre que es sacrificado, la dificultad se manifiesta en
el empeño, bien fácilmente perceptible, por atribuir al sacrificante
pureza personal y al sacrificado su estar personalmente condenado
96
a la muerte, quizá como criminal o, por lo menos, como objeto de
una maldición mágicamente eficaz. Que precisamente el personal-
mente impuro sea el idóneo para ofrecer el sacrificio y el perso-
nalmente puro el idóneo para sufrir el sacrificio por todos, este
pensamiento de la absoluta responsabilidad colectiva de la huma-
nidad en todos —que todos son garantes de todos—, queda tan le-
jos del individualismo antiguo como, justamente, el pensamiento
de la humana responsabilidad colectiva —que todos los hombres
están constituidos garantes de todos los hombres—.
Ecumene
97
Sofistas
A s i a : e l m u n d o n o - p l á s t ic o
India
98
samiento de la India, loco por el espíritu, cubriera con el velo de
Maya la plenitud mundana, mucho antes de que sólo dejara en vi-
gencia en todas las cosas el sí-mismo y, luego, disolviera éste en la
unidad total del Brahmán, ya en sus principios tempranos este pen-
samiento divaga apartándose de la determinación de lo particular y
busca un universal que esté detrás. Se ha hecho notar que, ya en los
antiguos himnos que acompañaban al sacrificio, el Dios singular
perdía para el poeta su rostro propio y tomaba fácilmente los ras-
gos del Dios único y supremo. Hay himnos que empiezan de forma
netamente individual, para perderse luego en la universalidad ca-
rente de colores. En la estirpe antiquísima de los Dioses vinculados
a la naturaleza se entremezclan desde muy pronto figuras divinas
de origen puramente alegórico, como luego sucedería en Roma. Pe·
ro en la India esto es sólo el síntoma de una general descomposi·
ción del mundo en el pensamiento. La pregunta por el origen del
mundo se resuelve con un sinnúmero de pseudomitos que son en-
señados unos al lado de los otros, cada uno de los cuales, aunque
tiene la forma de una saga genealógica, desarrolla en verdad un sis-
tema categorial. Agua, viento, aliento, fuego y tantas otras cosas
más, no son aquí elementos de una realidad, sino que desde muy
pronto toman el rostro de conceptos fundamentales precientíficos
para la explicación del mundo: de un mundo que, justamente, no es
acogido, experimentado, sino, sobre todo, explicado. El sacerdote
no ofrece en el sacrificio cosas reales, sino la esencia de las cosas;
sólo porque son esencias pueden ser equiparadas a la esencia del
mundo y actuar así inmediatamente sobre ella. Todo está prepara-
do para que el mundo se vuelva un sistema de conceptos. Cierto
que aún se trata de un sistema del mundo, de la realidad, pero está
exento de cualquier derecho autónomo de lo particular —particular
que hay que atribuir únicamente a la ilusión—·. Y aún más atrás de
este mundo objetivo de conceptos va la doctrina de Buda, que se-
ñala como esencia de estas esencias los conceptos del conocimien-
to. En una serie de tales conceptos se disuelve lo que aún quedaba
de sólido en ese mundo que ya se había volatilizado en conceptos;
y la abolición del Yo que conoce y desea consuma la abolición en
la nada de todo este mundo engendrado por el conocimiento y el
deseo, a una con sus Dioses y con su esencia. ¿En la nada? Ni si-
quiera eso, porque se evita hasta el resto de positividad que com-
porta la palabra nada. No, pues, abolición en la nada, sino en un reí-
no que queda allende el conocimiento y el no-conocimiento. Otra
vez, pues, se ha alcanzado aquí prácticamente la frontera de la Na-
da, y, en todo caso, se trata de un punto que está muy lejos a la es-
palda de la infinita universalidad del conocimiento, negadora de la
nada y, por lo mismo, infinitamente afirmadora de sí misma.
99
China
100
todo ese tumulto abrumador. De la fuente del No-hacer mana toda
la plenitud del Acto. Del fundamento originario del Uno surge la
plenitud incontable de las esencias. El secreto del dominio se en-
cierra en no dominar, en no mandar y prohibir calculando y traba-
jando mucho, sino en ser uno mismo como es la raíz de las cosas:
«sin hacer y sin no-hacer». Y así el mundo se configurará «por sí
solo». Si Buda enseña a los suyos la superación del mundo que ya
se ha vuelto conceptos dando el paso al concebirlos y, más allá,
avanzando hasta el concebir el concebir y, por lo mismo, allende el
concebir, Laotsé enseña la superación de la plenitud cósica del
acontecer mediante la entrada silenciosa y sin actos en el funda-
mentó originario y sin nombre del acontecer ruidoso y con nombre.
101
como ley eterna del reino de lo bello, que es independiente respec-
to de cuanto le es externo, así también el mundo en tanto que figu-
ra da la segunda ley fundamental de todo arte: la clausura en sí, la
conexión completa de cada parte con el todo conjunto y de cada
singularidad con todas las restantes singularidades. Un nexo que no
se deja llevar por ningún procedimiento lógico a unidad, pero que
es, sin embargo, completamente unitario. Ninguna parte se inserta
en el todo conjunto sólo por mediación de otras partes, sino que lo
hace inmediatamente. Tal es la ley de la forma interna, que tiene
aquí, en la visión metalógica del mundo, ya una vez por todas, su
fundamento. La ley de la forma externa, aunque actúa también efi-
cazmente en la obra de arte, se extiende a más que a ella y funda el
reino de lo bello, la idea de lo bello; asimismo la segunda es la ley
peculiar de la obra de arte y, en general, de la cosa singular bella,
de la figura bella, de la Hélade.
E l su eñ o d e l m u n d o
102
LIBRO TERCERO
EL HOMBRE Y SU SI MISMO
O
METAETICA
P s i c o l o g ía n e g a t iv a
* Cf. M t 7,16.
103
de la Edad Media; con el Mundo, al comienzo de la Modernidad;
con el Hombre, al empezar el siglo pasado. Sólo una vez que el sa-
ber no deja en pie como simple y claro ya nada, sólo entonces pue-
de la fe tomar bajo su protección lo simple expulsado por el saber,
y, de este modo, se hace ella misma enteramente simple.
Así que tampoco del hombre sabemos nada. Y esta nada es sola-
mente un principio, e incluso solamente el principio de un princi-
pió. También en él apuntan y despiertan las palabras originarias: el
Sí que crea, el No que engendra, el Y que configura. Y el Sí crea,
también en este caso, en el No-nada infinito, el ser verdadero, la
esencia.
¿Cuál es el ser verdadero del hombre? El ser de Dios era ser ab-
solutamente, ser allende el saber. El ser del mundo lo era en el sa-
ber: era ser consciente, ser universal. ¿Cuál es, frente a Dios y al
Mundo, la esencia del Hombre? Goethe nos la enseña: «¿Qué dis-
tingue a los Dioses de los hombres? Que ante aquéllos corren mu-
chas olas; a nosotros, en cambio, la ola nos levanta, la ola nos tra-
ga, y nos hundimos». Y el Eclesiastés nos enseña: «Una generación
va y otra viene; pero la Tierra está ahí eterna»**. La fugacidad, el
* Cf. Sal 139,9.
** Ecl 1,4.
104
ser pasajero, ajeno a Dios y a los Dioses y, para él Mundo, la vi-
vencía desconcertante de su propia fuerza que constantemente se
renueva, eso es para el hombre la atmósfera perpetua que lo rodea
y él absorbe y expulsa con cada golpe de su respiración. El hombre
es perecedero. El ser perecedero es su esencia, como es la esencia
de Dios ser inmortal e incondicionado, y la esencia del mundo, ser
universal y necesario. El ser de Dios es ser en lo incondicionado;
el ser del mundo, ser en lo universal; el ser del hombre es ser en lo
particular. El saber no está bajo él, como lo está respecto de Dios,
ni en tomo a él y en él, como en el caso del Mundo, sino que está
sobre él. El Hombre no está más allá de la validez universal y de la
necesidad del saber, sino más acá de ellas. No está cuando el saber
termina, sino antes de que empiece. Y es sólo porque está antes del
saber por lo que sucede que sigue estando después y le lanza a to-
do saber, por más que éste se haya gloriado de haberlo cogido por
completo dentro de los vasos de su validez universal y su necesi-
dad, su grito de victoria: «¡Sigo existiendo!». Es precisamente su
esencia que él no se deja meter en una botella; que siempre sigue
existiendo; que, en su particularidad, nunca se deja amedrentar por
la sentencia del universal; que su propia particularidad no es para
él, como el Mundo querría, un acontecimiento, sino lo suyo auto-
comprensible, su esencia. Su primera palabra, su Sí originario, afir-
ma su ser propio. En el No sin límites de su nada funda esta afir-
mación su particularidad, lo suyo propio, como su esencia. Un sin-
guiar, pues, pero no un singular como lo singular del mundo, del
que en un momento brotan singulares en interminable serie, sino un
singular en el espacio vacío y sin límites; o sea, un singular que na-
da sabe de otros singulares junto a él, que nada sabe en general de
un junto a él porque está por doquier, un singular no como acto, ni
como acontecimiento, sino como perpetua esencia.
Este ser propio del hombre es, pues, cosa distinta de la indívi-
dualidad que él mismo toma, en cuanto fenómeno singular, dentro
del mundo. No se trata de una individualidad que se separe de otras
individualidades; no es una parte, mientras que el individuo con-
fiesa, justamente al aferrarse a su indivisibilidad, que él mismo es
una parte. Este ser propio del hombre no es de suyo infinito, sino
que es en lo infinito. Es singular y, sin embargo, lo es todo. A su al-
rededor hay el infinito silencio del No-nada humano. El es el soni-
do que suena en este silencio: algo finito y, sin embargo, ilimitado.
Palabra originaria
Nuestro lenguaje simbólico tiene aquí ante sí el camino despe-
jado. La afirmación primitiva, que siempre pone el lado derecho de
105
nuestras ecuaciones, el A sí primitivo, había efectuado su condición
de absoluto en la physis de Dios, y su validez universal en el Iogos
del Mundo. En el primero de estos casos había actuado la fuerza
que asegura en general un significado a cada palabra singular; en
el segundo, la que le asegura la igualdad de su significación. Aquí
entra en acción la dirección del S í primigenio que funda para cada
palabra singular no meramente un significado que siempre es igual,
sino su significado particular. A diferencia, por tanto, de la pecu-
liaridad que siempre determina como nueva cada caso singular de
uso de la palabra, de lo que aquí se trata es de la particularidad que
ya posee la palabra antes de todo uso suyo. La particularidad, no
como sorpresa del instante, del abrir y cerrar de ojos, sino como ca-
rácter existente, encuentra su lugar en el ethos personal del hom-
bre: «Sólo el hombre puede lo imposible: sólo él puede prestar du-
ración al instante». Puede esto el hombre justo porque él mismo
porta en sí, como su esencia duradera, eso que hace al instante «fio-
tar como una aparición vacilante»: la particularidad. Solo para él la
particularidad no se vuelve individualidad como la que una parte
posee, sino propiedad ilimitada del carácter.
Signo
Esta propiedad, como algo particular que es, sólo puede ser sig-
niñeada por B. En ella no hemos podido averiguar que haya una di-
rección. Y es que es tan carente de dirección, está tan más allá de
lo activo y lo pasivo, es en su finitud tan absolutamente, como el
ser infinito de Dios. Frente a la simple A sin prefijos de éste, surge
como una B no menos simple y sin prefijo. El ser se alza aquí fren-
te al ser. Pero respecto del ser necesitado de cumplimiento que lo
llene, ese ser infinitamente formal del Mundo, el ser no necesitado,
ilimitadamente particular del Hombre no es su opuesto, sino algo
totalmente escindido de él. Entre =A y B no hay relación alguna. Si
sólo dependiera de la esencia, entre Dios y el Hombre estaría pues-
ta la enemistad; en cambio, el Mundo y el Hombre estarían sitúa-
dos en planos distintos, y entre ellos no sería posible ni siquiera la
enemistad. No depende únicamente de la esencia, pero, con todo, en
la forma final de la ecuación queda algo de esta relación entre los
elementos. En la forma final en cuestión actúa también el hecho de
que entre Mundo y Hombre hay una relación, en otro sentido, que
precisamente es particularmente estrecha, a saber: que igualmente
aparece en ambos la particularidad absoluta y sin dirección, B, só-
lo que en el Mundo como No y en el Hombre como Sí; en el Mun-
do como milagro siempre nuevo de la individualidad, y en el Hom-
bre como el ser duradero del carácter. Se trata, sin embargo, de la
106
primera y, como veremos, la única ocasión en que en nuestras ecua-
ciones aparece un miembro más de una vez. La significación que
posee esta circunstancia sólo podrá ser reconocida más adelante.
Así que tampoco del hombre sabemos nada. Y no hay que que-
darse en el Así del carácter, igual que no había que hacerlo con otro
Así anterior. La fuerza del No puede ponerse a prueba con la nada
del hombre, después de que en el carácter ésta se ha mostrado co-
mo una nada de la que podía surgir afirmación. Otra vez se trata de
derribar, en la lucha cuerpo a cuerpo de la finitud, a la nada; de ha-
cer manar una fuente de agua viva de esta roca hueca y sorda. La
nada del mundo se rindió al No victorioso en la plenitud hirviente
del fenómeno. La nada de Dios se rompió ante su No en la divina
libertad, siempre nueva, del Acto. Al hombre se le abre su nada, en
la negación, también en una libertad, en su libertad, que es, desde
luego, muy distinta de la divina. Pues la libertad de Dios era sin
más, como consecuencia de su objeto infinito y enteramente pasi-
vo —la esencia divina—, poder infinito, o sea libertad para el ac-
to. Pero la libertad del hombre choca con algo finito aunque ilimi-
tado, con algo incondicionado, y, por ello, es, ya en su origen, al-
go finito. A diferencia de la libertad de Dios, algo no meramente fi-
nito en la instantaneidad siempre renovada de su brotar. Pues tal
cosa sería la finitud que ya requiere el manar inmediatamente de la
nada negada, dado que toda negación, en cuanto no es sólo la afir-
mación infinita que tiene lugar en la forma de negación, pone algo
determinado y finito. No se trata, pues, meramente de una finitud
tal como la que posee la libertad de Dios, sino que la finitud de la
libertad humana es una finitud que habita en ella misma, abstrae-
ción hecha de su surgimiento. La libertad humana es finita, pero, a
consecuencia de su origen inmediato a partir de la nada negada, es
incondicionada y no supone cosa alguna, sino sólo Nada y única-
mente Nada. Así, pues, no es, como sí lo es la de Dios, libertad pa-
ra el acto, sino libertad para la voluntad; no libre poder, sino vo-
luntad libre. En oposición a lo que le sucede a la libertad divina, el
poder le está ya negado en su origen, pero su querer es tan incon-
dicionado y sin límites como el poder de Dios.
Signo
Esta voluntad libre es finita e instantánea en sus exteriorizado-
nes, como lo es la plétora fenoménica del mundo. Pero, al revés
107
que ésta, no se conforma sencillamente con su existencia y conoce
una ley diferente de la de la propia gravedad: no cae, sino que tie-
ne una dirección. Su símbolo, por tanto, es, como en el caso de la
plenitud fenoménica, una B en el lado izquierdo de la ecuación, pe-
ro, a diferencia que en aquélla, no una simple B, sino B=. El sím-
bolo, pues, tiene la misma forma que el símbolo de la libertad di-
vina, que era A=, pero contenido opuesto: la voluntad libre es tan
libre como el acto divino libre, pero Dios no tiene voluntad libre y
el hombre no tiene poder libre. «Ser bueno» significa, para Dios,
hacer lo bueno; para el hombre, querer lo bueno. Y el símbolo tie-
ne, luego, la forma contraria pero igual contenido que el símbolo
del fenómeno mundano. La libertad aparece en el mundo fenomé-
nico como un contenido entre los demás, pero es el milagro en me-
dio de ese mundo: es distinta de todos los demás contenidos.
I n d e p e n d e n c ia d e l h o m b r e
108
nación es igual de soberana que el derecho del poder. El abstrae-
tum de la voluntad libre toma forma, se configura, como obstina·
ción.
Y como obstinación continúa su camino —recordaremos que se
trata sólo de movimientos interiores en el hombre: no entra para
nada en consideración la relación con las cosas— hasta el punto en
que la existencia del ser propio se le hace tan perceptible que ya no
puede seguir caminando inmutable y sin tomarla en cuenta. Este
punto en el que el ser propio, en su muda facticidad existente, vie-
ne a hallarse en el camino de la voluntad libre —salirle al paso se-
ría decir demasiado—, este punto recibe un nombre que ya hemos
empleado antes varias veces, anticipando un poco acontecimientos,
para explicar el concepto del ser propio frente al concepto de indi-
vidualidad: el nombre de carácter. En el ser propio la voluntad se
disolvería en nada. Señalándoselo, la mortifica Mefístófeles: «Si-
gues siempre siendo lo que eres». Con el carácter no le ocurre a la
obstinación como a la voluntad con el ser propio —o sea, la ani-
quilación—, sino que se conserva entera como tal obstinación. No
es su abolición lo que se encuentra, sino su determinación, su con-
tenido. La obstinación sigue siendo obstinación, sigue siendo for-
malmente incondicionada; pero recibe como contenido suyo al ca-
rácter. La obstinación se obstina con el carácter. Tal es la autocon-
ciencia del hombre, o, dicho con menos palabras, tal es su sí-mis-
mo. El sí-mismo es lo que surge en esta intrusión de la voluntad li-
bre en el ser propio: como Y de la obstinación y el carácter.
El sí-mismo está por completo cerrado en sí. Esto lo debe a su
arraigar en el carácter. Si sus raíces estuvieran en la individualidad,
o sea, si la obstinación se hubiera arrojado contra la particularidad
del hombre respecto de los demás, contra su participación impartí-
ble en la humanidad universal, lo que habría surgido no habría si-
do el sí-mismo cerrado en sí y qué no mira fuera de sí, sino la per-
sonalidad. La personalidad, como ya lo dice el origen de !apalabra,
es el hombre que interpreta el papel que el destino le ha asignado:
un papel junto a otros, una voz en la sinfonía polifónica de la hu-
inanidad. Es realmente ella «el bien supremo de los hijos de la Tie-
rra»*, de cada uno de ellos. El sí-mismo no tiene relación alguna
con los hijos de los hombres, sino siempre tan sólo con un único
hombre, que es, justamente, él mismo. Cierto que también puede
poseer un sí-mismo el grupo cuando se tiene por absolutamente
único, como, por ejemplo, le ocurre al pueblo para el que todos los
otros pueblos son «bárbaros». Del sí-mismo no hay plural. El
singular «personalidad» sólo es una abstracción que extrae su vida
109
del plural «personalidades». La personalidad siempre es una entre
otras: sufre comparación. El sí-mismo no se compara con nada y es
incomparable. El sí-mismo no es parte ni caso que se subsume ba-
jo cierto algo, ni es tampoco participación —celosamente custo-
diada— en el bien común y cuya «encomienda» pudiera ser merí-
tona. Todos estos son pensamientos que sólo cabe pensar a propó-
sito de la personalidad. El sí-mismo no se puede encomendar. ¿A
quién se le iba a encomendar? Para él no existe nadie a quien pue-
da dar nada. Está solo. No es un hijo de los hombres: es Adán, el
hombre mismo.
Signo
110
El sí-mismo, simbolizado en la ecuación B=B, se contrapone,
pues, inmediatamente a Dios. Vemos cómo la plena oposición ex-
terior del contenido, manteniéndose la también plena igualdad de
la forma, ya se hace visible en la ecuación que se va formando, co-
mo, asimismo, en la ecuación una vez acabada. La ecuación aca-
bada designa el puro estar encerrado en sí, junto con la finitud no
menos pura. Como sí-mismo, y no verdaderamente como persona-
lidad, fue el hombre creado a imagen de Dios*. Realmente Adán
es, en contraste con el mundo, exactamente «igual que Dios»**,
sólo que es pura finitud donde El es pura infinitud. Con razón la
serpiente*** se dirige, en toda la Creación, sólo al hombre. Con el
mundo, el hombre, como sí-mismo acabado, ya no está en la com-
pleja relación en que estaban los elementos antes de coincidir en el
Y, sino que, sencillamente, es igual a él, del que, sin embargo, se
enuncia algo opuesto. El sujeto B puede ser o A o B. En el primer
caso, B=A, es mundo; en el segundo, B=B, es sí-mismo. El hom-
bre puede, evidentemente, ser ambas cosas, como nos enseñan las
ecuaciones. Es, según la frase de Kant, ciudadano de dos mundos.
Pero la verdad es que esta expresión, que en sí misma es tan
fuerte, traiciona ya, al tiempo, toda la debilidad de Kant, por la que
lo que en él hay de imperecedero empezó cayendo en el olvido. Me
refiero a la equiparación como mundos de ambas esferas. Mundo
no lo es más que una. La esfera del sí-mismo no es mundo, y no lo
será porque se la llame así. Para que la esfera del sí-mismo se vuel-
va mundo, tiene «este mundo» que «pasar»****. La comparación
que clasifica el sí-mismo dentro de un mundo induce erróneamen-
te, ya en Kant mismo, y, luego, abiertamente, en sus seguidores, a
confundir este «mundo» del sí-mismo con el mundo que está ante
las manos. Confunde acerca de la lucha de lo irreconciliable, acer-
ca de la dureza del espacio y la tenacidad del tiempo. Borra el sí-
mismo del hombre justo cuando cree que lo está delimitando.
Nuestra ecuación, que pone tan fuerte énfasis en la diferencia for-
mal —equiparando dos términos desiguales, en un caso, y dos igua-
les, en el otro—, no corre ese riesgo. Puede por ello traer tranqui-
lamente a la intuición el paralelismo en el contenido, a saber: que
en ambos casos se hacen enunciaciones sobre algo igual, si bien se
trata de enunciaciones opuestas.
• Gén 1, 26.
*« Gén 3, S.
Cf. Gén 3.
»**· Cf. 1 C or 7,31.
111
El e t h o s h e r o ic o
Líneas de la vida
112
Así, pues, el sí-mismo nace en el hombre un día determinado.
¿Qué ¿ a es ése? E l mismo en el que el individuo, la personalidad,
muere la muerte que lo devuelve al género. Ese instante es justo el
que hace nacer al sí-mismo. El sí-mismo, el demon, no en el sentí-
do de la Estancia Orfica de Goethe, donde esta palabra designa pre-
cisamente la personalidad, sino en el sentido de la fiase de Herá-
d ito «su ethos es demon para el hombre»*, este ciego y mudo de-
mon cerrado sobre sí mismo ataca por sorpresa al hombre, la vez
primera, bajo la máscara de Eros; y lo conduce en adelante por la
vida, hasta el instante en que se quita la máscara y se revela como
Thánatos. Este es el día del segundo nacimiento —si se quiere, del
nacimiento secreto— del sí-mismo, de la misma manera que es el
segundo día —y, si se quiere, el día notorio y público— de la muer-
te de la individualidad. Hasta a la mirada más estúpida le hace evi-
dente la muerte natural que la personalidad tiene que dejarse des-
personalizar, que lo individual tiene que dejarse re-generar. La par-
te del hombre sobre la que el género aún no había podido reivindi-
car su derecho, es en la muerte botín del desnudo universal supra-
genérico: la naturaleza. Pero mientras que en ese instante el indivi-
dúo está renunciando a los últimos restos de su individualidad y re-
gresa a su hogar, el sí-mismo se despierta al último de los aísla-
mientos y la más extrema soledad. No hay mayor soledad que la de
los ojos del moribundo, y no hay aislamiento más obstinado y alti-
vo que el que se pinta en el rostro rígido de un muerto. Entre estos
dos nacimientos del demon se encuentra todo lo que se nos hace vi-
sible del sí-mismo del hombre. ¿Qué hay antes? ¿Qué hay des-
pués? La existencia visible de estas figuras va ligada al ciclo vital
de la individualidad, y se pierde en lo invisible allí donde se di-
suelve en ese ciclo. Que va ligada a él únicamente como a una ma-
teña en la que hacerse visible, es cosa que nos enseña ya la direc-
ción opuesta que ella mantiene, contra este ciclo, en los puntos de-
cisivos. La vida del sí-mismo no es un círculo, sino una recta que
lleva de lo desconocido a lo desconocido. El sí-mismo no sabe de
dónde viene ni a dónde va. Pero el hecho de que el segundo nací-
miento del demon —su nacimiento como Thánatos— no es un me-
ro epílogo —como sí lo es la muerte de la individualidad—·, da a
la vida de más allá de los límites del género —a la edad de la ve-
jez, que, a la luz de la fe en la personalidad, es vana y sin sentido—
su propio rango. El viejo ya no tiene personalidad propia. Su par-
ticipación en lo común a la humanidad se ha disipado en mero re-
cuerdo. Pero cuanta menos individualidad es, tanto más fuerte se
vuelve como carácter, y tanto más se vuelve sí-mismo. Este es el
« Diels-Kranz, B 119.
113
cambio de esencia que lleva a cabo Goethe con Fausto, quien ya ha
perdido, al empezar la Segunda Parte, toda su rica individualidad,
y, justamente por eso, aparece al final, en el Acto Conclusivo, co-
mo un carácter de dureza acabadísima y obstinación suma, o sea
verdaderamente como sí-mismo; y como fiel imagen de la vejez.
Es cierto que el ethos es contenido para el sí-mismo. El sí-mis-
mo es el carácter. Pero no está determinado por ese su contenido.
No es sí-mismo porque sea ese carácter determinado; sino que es
ya sí-mismo por el hecho de tener en general un carácter, cual-
quiera que éste sea. De modo que, mientras que la personalidad es
personalidad gracias a su firme conexión con la individualidad de-
terminada, el sí-mismo es sí-mismo por su mero atenimiento a su
carácter. En otras palabras: el sí-mismo tiene su carácter. Es justa-
mente la condición no esencial del carácter determinado lo que se
expresa en la ecuación universal B=B. La misma particularidad
que es en la ecuación B -A individualidad, objeto de todas las
enunciaciones, meta de todo el interés, aquí se tiene que contentar
con ser, en su particularidad, el suelo universal sobre el que se al-
za el edificio, siempre singular y, sin embargo, siempre igual, del
sí-mismo singular.
114
E l hombre antiguo
A s i a : e l h o m b r e n o - t r á g ic o
India
115
a su cima, la que va más atrás de esta particularidad del carácter. El
perfecto está liberado de todo, menos de su propia perfección. To-
das las condiciones del carácter han ido desapareciendo: no están
vigentes ya ni la edad, ni la casta, ni el sexo; pero ha permanecido
el carácter uno e incondicionado, el redimido de toda condición, o
sea, precisamente, el carácter del redimido. Pues esto sigue siendo
aún carácter. El Liberado o Redimido está separado de lo no libe-
rado; pero tal separación es completamente diferente de la que se-
para unos caracteres de otros, porque está, tras esas separaciones
condicionadas, como la única que es incondicionada. Así, el Libe-
rado es el carácter en el instante de su surgimiento de la nada, o,
mejor dicho, en el de su entrada en la nada. Entre el Liberado y la
Nada ya no hay realmente otra cosa que el suplemento de indivi-
dualidad de que está provisto el carácter, mientras vive, a conse-
cuencia de la participación de todo lo vivo en el mundo. La muer-
te, que hace que este trozo de individualidad vuelva a refluir al
mundo, quita esta última pared que aún separaba de la Nada al Li-
berado, y hasta desnuda a éste del carácter de haber sido liberado.
China
116
china, se hallan sin alusión a ninguna personalidad y como, por así
decir, en la forma del neutro «ello». La pureza del sentimiento áb-
solutamente instantáneo, ¿qué es sino la voluntad a la que no se ha
consentido tomar cuerpo en un carácter y permanece como efusión,
como pura efusión sin sustrato alguno? Más atrás de esta pureza e
inalterabilidad del sentimiento fue, otra vez, el gran sabio que su-
peró en China a China misma: Laotsé. El sentimiento, por elemen-
tal y desprovisto de todo carácter que sea, tiene contenido; luego
sigue siendo visible y expresable; sigue siendo nombrable. Pero de
Laotsé se dice que quería no tener nombre. Esta ocultación del sí-
mismo es lo que prescribe al Perfecto: que no sea notado, que na-
die dé fe de él, que deje ir las cosas. Como el fundamento origina-
rio, también el hombre debe estar más allá del hacer y del no-ha-
cer. No mira fuera por la ventana, y por ello ve el cielo; haciendo
el no-hacer, colabora al hacer de todos los seres. Su amor es tan
anónimo y oculto como él mismo.
117
nado de la particularidad del carácter, en el segundo, la impersona-
lidad del sentimiento, más la separación respectiva de ambos, todo
esto no permitió el brote de lo trágico. Pues su nacimiento presu-
pone el injerto de una voluntad con una esencia en la unidad esta-
ble de la obstinación. En aquellos suelos, en vez de al héroe trági-
co se llega, a lo sumo, a la situación conmovedora. En lo conmo-
vedor, el sí-mismo se ahoga a i su desdicha. En lo trágico, la des-
dicha pierde todo poder independiente y toda independiente signi-
ficación: pertenece a los elementos de la particularidad sobre los
que imprime el sello de su obstinación el sí-mismo. Ese sello siem-
pie igual: sifra ctu s iUabatur orbis, ¡que mi alma muera con los fí-
lísteos!*.
E l h é r o e t r á g ic o
Guilgamesh
* Jue 16,30. (En cuanto a la expresión latina, procede, como se sabe, de una oda
horaciana: III, 3, 8).
118
La tragedia ática
119
mientras está solo. En el diálogo pierde hasta el primer impulso ha-
cia el lenguaje que había ya tomado en el monólogo. El diálogo no
produce una relación entre dos voluntades, porque cada una de es-
tas voluntades sólo puede querer su aislamiento. Sucede así que el
drama ático no conoce la pieza maestra técnica del drama moder-
no: la escena de la persuasión, en la que una voluntad doblega y pa-
sa a guiar a otra voluntad; la escena en que, por ejemplo, «se cor-
teja a las mujeres, sea cual sea el humor en que se esté». Y también
es esto lo que explica en última instancia, tanto desde el punto de
vista técnico como desde el espiritual, el hecho, tantas veces pues-
to de relieve, de que a la dramaturgia antigua le es ajena la escena
de amor. A lo sumo, el amor puede aparecer monoiógicamente co-
mo un anhelo no cumplido. La desgracia de los sentimientos de Fe-
dra que no son correspondidos es posible llevarla a la escena anti-
gua; la dicha de Julieta en el dar y el poseer que crecen con la re-
ciprocidad, no. No hay puente que lleve de la voluntad del sí-mis-
mo trágico a algún fuera, así sea este fuera otra voluntad. Su vo-
!untad concentra hacia dentro todos los ímpetus, como obstinación
dirigida al propio carácter.
Esta ausencia de puentes y vínculos, este estar en exclusiva
vuelto hacia dentro del sí-mismo, es también lo que vierte sobre lo
divino y lo mundano esa peculiar oscuridad en la que se mueve el
héroe trágico. No entiende lo que le sucede, y es consciente de no
poderlo entender. No intenta penetrar en el enigmático gobierno de
los Dioses. Las preguntas de Job acerca de la culpa y el destino
pueden ser planteadas por los poetas, pero los héroes mismos, a di-
ferenda de Job, no caen en la idea siquiera de hacerlas. Si las plan-
toaran, tendrían que romper su silencio. Pero esto significaría salir
de las murallas de su mismidad, y, antes de hacer tal cosa, prefie-
ren sufrir en silencio y subir las gradas de la íntima exaltación del
sí-mismo. Como Edipo, cuya muerte deja sin resolver el enigma de
su vida y, sin embargo, precisamente porque lo deja intacto, encie-
rra por completo al héroe en su sí-mismo y ahí lo fortifica.
Este es, en general, el sentido de que el héroe sucumba. En la
tragedia se suscita con facilidad la apariencia de que la caída del
hombre singular tenía que restablecer no sé qué equilibrio de las
cosas, que había sido perturbado. Pero tal apariencia sólo se apoya
en la contradicción entre el carácter trágico y la fábula dramática.
El drama necesita, para su propia subsistencia como obra de arte,
las dos mitades de esta contradicción. Pero lo propiamente trágico
se borra así. El héroe tiene como tal que sucumbir únicamente por-
que su caída le hace posible la más alta condición de héroe, que es
la mismificación más cerrada de su sí-mismo. El héroe ansia la so-
ledad de la caída porque no hay mayor soledad que ésta de sucum
120
bir. Por eso mismo, propiamente el héroe no muere. La muerte
clausura en él, por así decirlo, los temporalia de la individualidad.
El carácter que se ha abierto paso hasta el sí-mismo heroico es in-
mortal. La eternidad apenas le basta para que resuene su silencio.
Psyché
121
pre siendo el sí-mismo singular, solitario y sin lenguaje. A esta ca-
rencia de lenguaje sería, justamente, a lo que habría que renunciar
si el sí-mismo solitario hubiera de convertirse en alma hablante;
pero alma, en este caso, en un sentido distinto, en el que la palabra
mienta un todo integral del hombre más allá de la oposición de
«cuerpo y alma». Si el sí-mismo llegara a ser alma en este sentido,
también le sería cierta una inmortalidad de nuevo sentido, y el pen-
samiento fantasmal de la migración del alma perdería su fuerza.
Pero partiendo del sí-mismo tal como hasta aquí lo conocemos, no
cabe representarse cómo podría suceder tal cosa: cómo podría sol-
társele al sí-mismo la lengua y abrírsele el oído. Desde el B—B su-
mido en sí no hay camino que parta al aire libre lleno de sonidos,
sino que todos los caminos llevan hacia dentro, cada vez más hon-
do en el silencio de lo íntimo.
C o n c e p t o s e s t é t i c o s f u n d a m e n t a l e s : e n j u n d ia
122
bres profundas, e l temor y la compasión. Ellos despuntan, en efec-
to, en el contemplador, y se dirigen al punto a su propio interior, y
lo convierten en sí-mismo. Si se suscitaran en el héroe, dejaría él
de ser un sí-mismo mudo; phobos y éleos se revelarían veneración
y am or, el alma adquiriría lenguaje; y la palabra recién regalada
iría de alma a alma. Pero aquí no hay nada de este reunirse los unos
con los otros. Todo sigue mudo. El héroe, que despierta en otros te-
mor y compasión, permanece siendo un sí-mismo rígido, sin moví-
miento. Y en el espectador repercuten en seguida hacia su interior
y lo hacen, también a él, un sí-mismo encerrado en sí. Todos per-
manecen solos para sí; todos están siendo sí-mismos. No surge co-
munidad alguna. Pero sí, en cambio, algo común que los llena, una
común enjundia. Los sí-mismos no se encuentran, pero, a pesar de
ello, en todos suena la misma nota: el sentimiento del propio sí-
mismo. Esta transmisión sin palabras de lo igual tiene lugar aun
cuando no hay todavía puente alguno que lleve de un hombre a otro
hombre. No tiene lugar de alma a alma. Aún no hay reino alguno
de las almas. Ocurre entre sí-mismo y sí-mismo, de un silencio a
otro silencio.
Este es el mundo del arte. Un mundo de muda comprensión que
no es un mundo, que no es un nexo real, vivo en cualquier sentido
en que se recorra, de habla que va y viene; pero que sí es, sin em-
bargo, capaz, en cualquiera de sus puntos, de ser vivificado por ins-
tantes. Ningún sonido rompe este silencio, pero en cada momento
puede cada uno sentir en él lo más íntimo del otro. Es la igualdad
de lo humano la que aquí actúa como enjundia de la obra de arte,
antes de toda unidad real de lo humano. Ya antes de toda lengua hu-
mana real, el arte, como lenguaje de lo inexpresable, crea la pri-
mera comprensión muda, imprescindible en todo tiempo, por de-
bajo y junto al lenguaje propiamente tal. El silencio del héroe trá-
gico calla en todo arte y es entendido en todo arte sin ninguna pa-
labra. El sí-mismo no habla, pero es escuchado. El sí-mismo es vis-
to. El puro mirar callado realiza en cada espectador el giro hacia el
propio dentro. El arte no es un mundo real, pues 10$ hilos que en él
se trazan de hombre a hombre sólo corren entre ellos en ciertos ins-
tantes: sólo en los breves momentos de la contemplación inmedia-
ta, y sólo en el lugar de esta contemplación. El sí-mismo no se vi-
vifica al ser percibido. La vida que suscita en el espectador no des-
pieria a la vida a lo contemplado, sino que gira, en el propio es-
pectador, de inmediato hacia dentro. El reino del arte ofrece el sue-
lo en que, por doquier, puede crecer el sí-mismo; pero cada sí-mis-
mo es un sí-mismo siempre enteramente solitario, aislado, singular.
El arte jamás crea una pluralidad real de mismidades, aunque pro-
duce por doquier la posibilidad para el despertar de los sí-mismos.
123
Pero el sí-mismo que despierta sólo sabe de sí. Dicho en otros tór*
minos: en el mundo de apariencias del arte, el sí-mismo permano*
ce siempre sí-mismo: no llega a ser alma.
E l h o m b r e s o l it a r io
124
PASO
M ir a d a r e t r o s p e c t iv a : e l c a o s d e l o s e l e m e n t o s
/׳.Y«si» secreto
Lo hipotético: ésta es la palabra que nos aclara la extraña apa-
rienda de 10$ trozos del Todo. Ninguno de estos pedazos posee un
lugar seguro e inamovible: sobre cada uno de ellos está escrito un
si secreto. Comprobadlo. Dios es, y es vida siendo. El Mundo es, y
1־s figura espiritualizada. El hombre es, y es sí-mismo solitario. Pe-
125
F0 si preguntáis en qué relación se encuentran los unos con los
otros, cómo, por ejemplo, ocupa un lugar en el mundo espirituali-
zado el hombre en su soledad; cómo persevera Dios en su ilimita-
ción junto a un mundo cerrado en sí y un hombre aislado en sí; có-
mo deja sitio para la vida infinita de Dios y el ser propio del hom-
bre este mundo con su tranquila configuración; si hacéis tales pre-
guntas, cae sobre vosotros, como respuesta, todo un enjambre de
si. Antes de vuestras preguntas, podrá parecer que los tres elemen-
tos descansan, fijos y apacibles, uno al lado del otro, cada cual en
el sentimiento unitario y total de la propia existencia, que es un
sentimiento ciego respecto de todo fuera. En esto son iguales los
tres. No sólo el Hombre, sino que también Dios y el Mundo son,
cada cual, un sí-mismo solitario que, enrigidecido en sí, nada sabe
de un fuera. No sólo Dios, sino que también el Hombre y el Mun-
do viven en la íntima vitalidad de su propia naturaleza, sin necesi-
tar un ser exterior al propio. No sólo el Mundo, sino que también
el Hombre y Dios son figura cerrada en sí y espiritualizada por un
espíritu propio.
126
tero no consiguió terminarla. Los propios Dioses bajan a buscar
consejo de la boca de la Tierra y consultan su suerte divina a las pa-
labras del sabio hijo de la vieja Madre, que es capaz de prever. Y
en cuanto a él, ¿quién sabe si no es él, que es medida de todas las
cosas, el verdadero creador, y si no sucede que todo está hecho tal
como lo dispuso su decreto? ¿No hay acaso hombres a los que la
sanción de los hombres ha trasladado a las estrellas, que se han
convertido en Dioses? ¿No serán, quizá, todos los que hoy se ve-
ñera como a Dioses hombres que murieron en otro tiempo, reyes y
héroes de los tiempos primitivos? ¿No será todo lo divino sí-mis-
mo humano exaltado? No. La vida humana se arrastra, con su de-
bilidad ligada a la tierra y espantada ante los Dioses, e intenta,
orando humildemente, inclinar la voluntad de los Celestes; y res-
ponde a la forzosidad de lo exterior con la forzosidad opuesta de su
magia poderosa, que, sin embargo, nunca es capaz de superar los
límites de lo humano. El oscuro poder de la Tierra y del Hado in-
comprensible doblegan su altiva cerviz. ¿Cómo iba ella a jactarse
de ser señor de la Tierra y del Destino?
Quizá, quizá... Un torbellino de contradicciones en que hemos
caído. Unas veces parece como si Dios el Creador y el Revelador
reinara arriba, en su trono, con el Mundo y el Hombre a sus pies;
otras, como si el Mundo se sentara en el sitial del soberano y Dios
y el Hombre fueran sus vástagos; otras más, como si el Hombre se
hallara en lo más alto e impartiera la ley de su especie al Mundo y
a los Dioses, él, la medida de todas las cosas. No hay impulso, en
ninguno de los tres, que los induzca a reunirse. Cada cual ha surgí-
do sólo como resultado, como conclusión: concluido en sí, con los
ojos dirigidos al propio interior, cada uno un Todo él mismo. En es-
ta situación sólo puede sostener que hay relaciones el capricho ar-
bitrario, el quizá. No sostener que las hay, no; sino, a lo sumo, con-
jeturarlas; y aun eso, una relación cualquiera, un orden cualquiera,
tan bien como una relación o un orden cualesquiera y distintos.
Quizá, quizá... No hay certeza; hay sólo la rueda de las posibilida-
des girando: un si asciende sobre otro; un quizá desciende bajo otro.
E incluso en el interior de los tres reina el quizá. Lo incierto
aquí es nada menos que el número y el orden. Si cada uno es él
mismo un todo, lleva entonces en sí tanto la posibilidad de la uni-
dad como la de la pluralidad. En el mero ser, todo es posible, y to-
do, en él, es solamente posible. Y lo que hasta aquí hemos encon-
trado, ha sido mero ser, merafacticidad, algo grande frente a la pu-
ra incertidumbre de la duda: la facticidad de lo divino, de lo hu-
mano, de lo mundano; pero algo pequeño, en lo que concierne a la
exigencia de la fe. A la fe no puede contentarla la mera facticidad
del ser. Ella exige algo más allá de este ser, en el que aún todo, den
127
tro de la presuposición única del ser, sigue siendo posible. Lo que
ansia es certeza unívoca. Pero ésta ya no puede darla el ser. Es só-
lo la relación que media, como realidad, entre los Hechos del ser,
la que ñmdamenta el número inequívoco, el orden unívoco. Esto es
verdad ya a propósito de las relaciones más sencillas. Por ejemplo,
que el número 3 sea unidad o pluralidad lo determina la igualdad
en la que aparece relacionado con otros números. Esta igualdad es
la que lo determina como unidad, en el caso de = 1x3, o como plu-
ralidad, en el de -3 x 1 . Antes de ser igualado a algo, es mero ser, y,
como tal, integral, totalidad, omniposibilidad que sólo se puede de-
terminar mediante el producto, absolutamente indeterminado y que
contiene en sí todas las posibilidades, de °° por 0. Y lo que sucede
con el número, sucede también con el orden. Que el ser singular,
por ejemplo, el punto x ״y ״z, sea elemento de una recta, de una
curva, de un plano, de un cuerpo, y de qué recta, de qué curva, de
qué plano o de qué cuerpo lo sea, se determina sólo por la ecuación
que lo pone en relación diferencial con x ״y ״zr Antes, el punto es
omniposibilidad, justamente porque tiene ser en el espacio a título
de facticidad fija. De esta misma manera, los tres elementos del
Todo sólo pueden ser conocidos cada cual en sus intemas potencia
y estructura, en su número y orden, cuando entran en alguna reía-
ción real y unívoca, sustraída al torbellino de las posibilidades.
128
nan los héroes para la lucha de aqueos y troyanos? ¿O bien se trata
de la sucesión de la historia de los patriarcas y de los epígonos ven-
gativos? ¿No sucede, más bien, que el héroe está solo llevando a ca-
bo sus trabajos en un mundo sin héroes, y sube solitario hasta los
Dioses como una llamarada? Quién sabe, quién sabe, quién sabe...
El brillo de múltiples aguas del Quizá cubre a Dioses, Mundos
y Hombres. Justamente por haber elaborado enteramente el monis-
mo de cada uno de estos tres elementos al apuntalarlo en el sentí-
miento unitario y total de su respectiva facticidad, el paganismo no
es meramente politeísm o, sino también policosm ism o y poliantro־
pism o; y justamente por eso mismo disgrega otra vez el Todo ya
fragmentado en sus facticidades, hasta llegar a las esquirlas de las
posibilidades. La pesante facticidad sin luz de los elementos se ha-
ce jirones fantasmales de niebla de posibilidad. Sobre el gris reino
de las Madres celebra el paganismo la danza de los espíritus, llena
de cromatismo, de su Noche clásica de Walpuigis.
M i r a d a p r o s p e c t iv a : e l d í a m u n d i a l d e l S e ñ o r
M ovim iento
129
en movimiento en la que vivimos. Los Elementos mismos tienen
que albergar en sí la fuerza de la que surja movimiento y el funda-
mentó del orden en el que entran en la corriente que fluye.
Transformación
130
larse es la inversión del Devenir. Sólo el devenir es secreto. El re-
velarse, el hacerse patente, es patente.
Orden
Secuencia
131
la génesis de la concepción del mundo, la herencia que pasó a los
venideros. La Antigüedad aparece, pues, en una triple figura tem-
poral: una pre-vida que está para ella misma en el pasado, un pre-
sente que vino y pasó con ella, y una post-vida que lleva más allá
de ella. Lo primero es su teología; lo segundo, su psicología; lo ter-
cero, su cosmología. En las tres hemos aprendido a ver tan sólo
ciencias elementales, pues, incluso en su modernidad, sólo valen
para nosotros a título de doctrina de los Elementos. Ciencias ele-
mentales, o sea, en cierto modo, ciencias de las pie-historias, de las
bases oscuras del nacimiento. Por así decir, pues, la teología and-
gua vale para nosotros como teogonia; la psicología, como psico-
gonía; la cosmología, como cosmogonía. Y con esto hemos aven-
guado la diferencia importante; y hemos constatado, sin investí-
garla especialmente, sino tan sólo llevando adelante nuestra tarea
general, la diferencia siguiente: que la teogonia, la historia del na-
cimiento de Dios, ya significaba para la Antigüedad un pasado,
mientras que la psicogonía —la historia del nacimiento del alma—
significaba una vida presente y, en fin, la cosmogonía —la historia
del nacimiento del mundo—, un futuro. Esto quiere decir que el na-
cimiento de Dios está antes del origen de la Antigüedad; el nací-
miento del alma sucede en la Antigüedad; y el nacimiento del mun-
do sólo se lleva a cabo una vez que la Antigüedad sucumbe. Y así
se nos insinuaría, en estos tres nacimientos desde el oscuro funda-
mentó, en estas tres Creaciones —si queremos arriesgar esta pala-
bra—, un repartirse los Elementos por el gran Día Mundial, por el
Cielo en el que se trazará la Ruta que ellos estructuran. Formulé-
moslo con brevedad y encomendemos tranquilamente a posteriores
desarrollos una exposición más amplia: Dios era desde los oríge-
nes; el Hombre llegó a ser; el Mundo deviene. Sea comoquiera que
hayamos de distinguir más adelante estos tres nacimientos desde
los fundamentos, estas tres creaciones, aquí hemos podido ya lie-
gar al conocimiento de su secuencia en el tiempo del mundo. Pues
10 que hasta aquí hemos sabido del Todo al conocer los Elementos
perpetuos, no ha sido sino el secreto de su perpetuo nacimiento.
Un secreto: pues aún no nos es patente, ni puede sérnoslo,
que este peipetuo nacimiento desde el fundamento
es Creación. El revelarse del perpetuo secre-
to de la Creación es el milagro, siem-
pre renovado, de la Revelación.
Estamos en el paso: el
paso del Misterio
al Milagro.
132
PARTE SEGUNDA
LA RUTA
O
EL MUNDO SIEMPRE RENOVADO
INTRODUCCION
Sobre la posibilidad de vivir el milagro
in theologos!
De LA FE
Si de veras el milagro es el hijo predilecto de la fe*, entonces
ésta ha descuidado gravemente sus deberes paternales, cuando me-
nos desde hace ya algún tiempo. Por lo menos desde hace cien
años, el niño en cuestión sólo ha sido un lío terrible para el ama que
su madre contrató —■la teología—. Esta se habría librado de él co-
mo fuera, muy gustosa, de no ser porque..., sí: de no ser porque se
lo impide cierto respeto a la madre, mientras le dure la vida. Pero
ya habrá tiempo para todo, que el tiempo todo lo arregla. La anda-
na no va a vivir eternamente. Y entonces sabrá lo que hay que ha-
cer con esta pobre criatura, que por sus propias fuerzas no puede ni
vivir ni morir, la mujer que la cuida. Ya se ha preparado para ello.
¿Qué es lo que ha podido deshacer hasta este punto —y, si ca-
be fiarse de las noticias de antaño, desde hace relativamente tan po-
co— una vida familiar que antes fue dichosa? Hasta un punto tal,
en efecto, que la gente de hoy apenas consigue acordarse aún de
aquellos tiempos mejores tan recientemente pasados. Porque así
ocurre hoy: que casi no queremos creer que hubo un tiempo, y na-
da lejano, en el que el milagro no era un engorro para la teología,
sino, por el contrario, su aliado más contundente y de mayor con-
fianza. ¿Qué ha pasado entretanto? ¿Y cómo ha pasado eso que ha
sucedido?
Ya es realmente notable la primera cosa cuya vista se nos im-
pone en esta cuestión. El momento preciso de ese dramático cam-
bio, de la transformación de la posición más fuerte en una trinche-
ra muy avanzada, apenas defendida y que está para ser abandona-
da al primer ataque, ese momento coincide con el instante que re-
135
conocimos repetidamente, en la Introducción a la parte anterior,
como crítico también para la filosofía: aquel en que a la filosofía le
estallaba en pedazos, entre las manos que creían tenerlo bien aga-
irado, su básico concepto de la Totalidad unitaria y pensable. En
aquel momento había sentido la filosofía vacilar su viejo trono. La
dinastía que fundaron Tales y Parménides y que contaba con más
de dos mil años —incluyendo un exilio de un milenio—, pareció
que se extinguía tan brillante como repentinamente en uno de sus
mayores descendientes. Y aproximadamente a la vez se vio obliga-
da la teología a emprender la retirada que decimos del frente que
había mantenido por milenios, y hubo de ocupar una nueva posi-
ción más hacia retaguardia. ¡Qué curiosa coincidencia!
E l milagro objeto de fe
• Ex 7. 8ss.
136
como puede destacarse, de alguna manera, el milagro. Pero pasa-
mos por alto que el carácter milagroso del milagro estriba, para la
conciencia de aquella época, en una circunstancia por entero dife-
rente: no en que se aparte del curso de la naturaleza previamente fi-
jado por sus leyes, sino en que sea predecible. El milagro es esen-
cialmente signo. Ó aro que es verdad que, como ya se ha dicho, un
milagro aislado no podría saltar a la vista como milagro en medio
de un mundo totalmente milagroso, en absoluto carente de ley y, en
cierto modo, encantado. Y no resalta tampoco por lo desacostum-
brado —su cualidad de insólito no es su núcleo, sino sólo su «pues-
ta en escena», aun cuando ésta, con frecuencia, es importantísima
para el efecto que causa—. Por lo que resalta es por su condición
de predecible. El milagro consiste en que un hombre pueda levan-
tar el velo que cubre, por lo general, el futuro, y no en que suprima
su previo estar determinado. El milagro y la profecía van juntos.
No hay que entrar ni que salir en si en el milagro se desencadena
también, a la vez, quizá, un efecto mágico. Tal cosa no le es esen-
cial en modo alguno. Magia y signo están en niveles diferentes. Al
mago, ordena la Torá, no debes dejarlo con vida*. Manda, en cam-
bio, que se examine al profeta**, a ver si el signo que ha predicho
se cumple. Lo cual es expresión de una valoración completamente
distinta. El mago actúa poderosamente como alguien que ataca el
curso del mundo, y comete por ello, a juicio del estado divino, un
crimen merecedor de la muerte. Va contra la providencia de Dios y
lo que quiere es imponerle lo que ella no ha previsto, lo imprevisi-
ble; quiere jugársela e imponerle lo que él mismo desea. Por el
contrario, el profeta desvela previéndolo lo querido por la previ-
dencia; al pronunciar el signo —en la boca del profeta se hace sig-
no incluso lo que sería magia en las manos del mago—, demuestra
el poder de la providencia, que el mago niega. Lo demuestra, en
efecto, porque ¿cómo, si no, iba a ser posible prever lo futuro?
¿Cómo, si no estuviera previsto por la providencia? Y de lo que se
trata es de superar el milagro de los paganos, de expulsar con el
signo mostrador de la providencia de Dios la magia de ellos, que
lleva a cabo el decreto del hombre. De aquí el gozo en el milagro.
Cuanto más milagro, más providencia. Y es que, precisamente, el
nuevo concepto de Dios que trae la revelación es la providencia ili-
mitada: el que en verdad no cae un cabello de la cabeza del hom-
bre sin que Dios lo quiera***. Este es el concepto con el que que-
da fijada su relación con el mundo y el hombre, con una claridad y
* Ex 22,17; Dt 18,10.
·· Dt 18,20ss.
**· Mt 10,30; 1 Sam 14,45.
137
una incondicionalidad que, por cierto, son completamente ajenas al
paganismo. En su tiempo el milagro dio prueba de aquello contra
lo que, justamente, parece fracasar hoy su credibilidad: la legalidad
predeterminada del mundo.
Así que la idea de las leyes de la naturaleza, en la medida en
que existía, se entendía a las mil maravillas con el milagro. Por es-
to, más adelante, cuando esa idea tomó la forma moderna, la habí-
tu al para nosotros, de una legalidad inmanente, ello no desencade-
nó en principio ninguna conmoción de la fe en los milagros. Al
contrario, esa época tomó sorprendentemente en serio la circuns-
tancia —que hoy prácticamente ha desaparecido de la conciencia
general que se tiene de las leyes naturales— de que éstas sólo fijan
el nexo intemo, pero no el contenido de lo que ocurre; o sea que
porque todo pase naturalmente, aún no se ha dicho nada sobre qué
«pasa naturalmente». Luego siguió pareciendo que los milagros no
contradecían en nada la vigencia incondicional de la ley natural. El
milagro había sido dispuesto, en cierto modo, ya en la Creación,
junto con todo lo demás, y un día surgía a la luz con necesidad na-
tural y conforme a ley. Las dificultades, pues, tenían que proceder
de otro sitio.
138
pre es el momento propiamente constitutivo, mientras que el pro-
pió milagro sólo es el momento de la realización. Los dos juntos in-
tegran el signo. Y, en efecto, tanto a la Sagrada Escritura como al
Nuevo Testamento les importa muchísimo dar carácter de signo a
sus respectivos milagros de revelación. Aquella lo hace valiéndose
de la promesa a los padres; éste, de la predicción de los profetas.
Así, pues, para la prueba del milagro hay que retrotraerse, fiin-
damentalmente, a los testigos oculares. A propósito de su declara-
ción jurada, decide su personal credibilidad, así como también el
juicio que merece su capacidad de observación; e incluso el núme-
ro de los testigos, por ejemplo, tal como sucede en la dogmática an-
ligua judía, que gusta de reforzar la mayor credibilidad del milagro
del Sinai, comparado con el milagro de la tumba vacía, valiéndose
del imponente número de los testigos oculares: «seiscientos mil».
Pero la cima en la escala de las pruebas no es aún la declaración ju-
rada. A pesar de todos los pesares, adrede o no, puede ser falsa sin
que de ello se percate el que juzga. La plena seguridad la da, como
ya sabía el Satán en el libro de Job, tan sólo el testimonio que se
mantiene en los tormentos de la tortura*. Sólo el testigo de sangre
es el verdadero testigo. De modo que la apelación a los mártires es
la prueba más potente del milagro, empezando por los mártires que
tuvieron que reforzar con su matirio un testimonio ocular, pero si-
guiendo luego con los que vinieron después: con los que corrobo-
raron con su sangre la solidez de su fe en la credibilidad de quie-
nes les habían transmitido el milagro, o sea, en última instancia, de
los testigos oculares. Ha de ser buen testigo aquel por cuya credi-
bilidad atraviesan otros literalmente el fuego. Así, ambas pruebas,
la del testimonio jurado y la del testimonio sangriento, fueron afir-
mándose juntas y, finalmente, tras algunos siglos, se volvieron una
sola en el célebre recurso de Agustín a la ecclesiae auctoritas, al
fenómeno histórico global contemporáneo, más allá de las razones
particulares, autoridad sin la cual no daría él fe al testimonio de la
Escritura.
Tan perfecta es la fe en el milagro, y no, por cierto, la fe en mi-
lagros decorativos, sino también la fe histórica en el milagro cen-
tral: en el milagro de la revelación. Y en ello no varió nada la Re-
forma luterana. Se limita a desplazar la vía de la personal certifi-
cación desde la periferia de la tradición, en la que se halla el pre-
sente, para situarla directamente en el centro, donde brota la tradi-
ción. Crea así un nuevo creyente, pero no una nueva fe. La fe per-
manece históricamente anclada, aun cuando cierto místico ser tes-
tigo ocular está ahora en el lugar que antes tenía la prueba de la
• Job 1,11:2,3.
139
Iglesia visible, fraguada en los testimonios del juramento y de la
sangre. Como ya hemos dicho, en esto no podía cambiar nada la
Ilustración científico-natural, que comenzó a la vez o poco más tar-
de. Tuvo que venir otra Ilustración, distinta de la científico-natural,
para hacerle difícil la vida a esta fe. Fue la Ilustración histórica.
L a s t r e s il u s t r a c io n e s
140
Toda la discusión sobre los milagros, inacabablemente extendí-
da por un siglo entero después de Voltaire, hoy nos asombra por su
casi completa falta de radicalidad y fundamento. Los grandes hitos
de esta crítica (Voltaire mismo, Reimams y Lessing, Gibbon) siem-
pre enfocan un tramo muy determinado del acontecimiento mila-
groso. La posibilidad general del milagro queda absolutamente in-
determinada; lo que se busca probar es que la tradición carece de
credibilidad, que los fundamentos para admitir que la tiene aduci-
dos hasta entonces son insuñcientes, que cabe explicar por causas
naturales —o sea sin tener que admitir una evolución previsible y,
por tanto, prevista, providente— todo aquello que aún resistía a las
críticas. No se trata, como tenderíamos a pensar hoy, de falta cons-
cíente de radicalismo, sino de sincera incertidumbre. En la medida
en que no se prueba con seguridad que no hayan ocurrido los mi-
lagros pasados de que constan testimonios, en esa misma medida
no osa nadie negar por principio la posibilidad del milagro.
Un fenómeno transitorio que se presenta con regularidad —la
interpretación racionalista del milagro, que lo elimina— es lo que
señala el momento en el que parece que ese examen se decide esen-
cialmente por el partido opuesto a los milagros. Tal interpretación
comienza en los últimos decenios del siglo XVIII y llega al apogeo
en los primeros del XIX. Hasta entonces no se había sentido nece-
sidad alguna de ella, sino todo lo contrario: hasta entonces el mila-
gro había sido, en verdad, el hijo predilecto de la fe. Su elimina-
ción hermenéutica racionalista signiñca la confesión de que ya no
es así; de que la fe empieza a avergonzarse de su hijo. Ya no cuan-
tos más mejor, sino, justamente, querría ella ahora no tener que
mostrar sino cuantos menos milagros mejor. El apoyo de antes, es
ahora un lastre. Lo que se intenta es arrojarlo por la borda. Pero si
el antiguo apoyo cede, es hora de buscar otro nuevo. Y también
ahora ocurre lo que vimos que hasta entonces pasó: que, sin darse
cuenta, la Ilustración, al luchar contra la época que acaba de pasar,
suministra armas a la que va a empezar. Y es que en tomo a 1800
empieza una época nueva.
L a c o n c e p c ió n h is t ó r ic a d e l m u n d o
141
última. Aunque es verdad que la nueva mística pietista había ido
introduciendo, desde finales del siglo XVII, un nuevo concepto de
fe, prácticamente independiente de la objetividad histórica del mi-
lagro. A esta nueva fe le vino ahora un inesperado apoyo por par-
te, precisamente, de la Ilustración que había socavado las bases de
la antigua. Brotó de la crítica, inmediatamente, la concepción his-
tórica del mundo. Como ya no cabía la simple aceptación de la tra-
dición, había que descubrir un principio por el que pudieran volver
a componerse en un todo vivo los disjecta membra de la tradición
que habían quedado tras la crítica. Y se halló este principio en la
idea del progreso de la humanidad; una idea que apareció con el si-
glo XVIII y que se sometió el mundo del espíritu a partir de 1800,
luchando de varios modos en un gran despliegue. Gracias a él, el
pasado se abandonó al conocimiento, pero la voluntad se sintió 11-
berada de él y se volvió al presente y al futuro, ya que el progreso
es, para la voluntad, la tensión entre ambos.
Este giro hacia el presente y el futuro se encontraba también en
la nueva orientación que había adoptado la fe. Si la Ilustración vin-
culaba el presente con el futuro por la confianza en el progreso, y
cada hombre se alimentaba de la certeza de que, sencillamente, el
siglo no estaba maduro respecto de su ideal, y se sentía conciuda-
daño de los hombres del porvenir, también la fe nueva ligaba el ins-
tante presente de irrupción íntima de la gracia a la confianza de sus
futuros efectos en la vida. Una fe nueva, aunque, como de hecho
sucedió, intentaba hablar la lengua de Lutero. Pues, por una parte,
abandonó el modo como Lutero anclaba la fe viva en el suelo fir-
me del pasado, y procuró concentrar por entero la fe en el presen-
te vivencial; y, por otra, hacía desembocar este presente vivencial
en el futuro de la vida práctica, poniendo en esto un énfasis que se
oponía enteramente a la doctrina de Lutero. Llegaba, en efecto, a
pretender dar a la fe apoyo objetivo en esta esperanzada confianza
en sus efectos futuros, efectos que, para el paulinismo de Lutero, a
lo sumo habrían de ser secuelas de la fe; cuando, por otro lado, Lu-
tero había intentado dar a la fe apoyo objetivo basándola en el pa-
sado de que dan testimonio las Escrituras. Tal esperanza en el reí-
no futuro de la moralidad llegó a ser la estrella polar a la que se
orientaba el viaje de la fe por este mundo. Escúchese cómo Beet-
hoven, el gran hijo de esa época, celebra en el Credo de la M issa
solem nis, con más y más variaciones, las palabras que hablan de la
vita venturi saeculi, como si fueran la corona, el sentido y la con-
firmación de toda la fe. Y fue justamente esta esperanza de la fe
nueva la que secundó, como acompañante profano y también, por
cierto, como su antagonista, la idea del progreso de la nueva con-
cepción del mundo.
142
Schleierm acher
Teología histórica
¿En que consistía la tarea que se había propuesto la teología his-
tórica a propósito del pasado? El conocimiento, puesto que lo bus-
caban teólogos, era tan sólo medio para un fin. ¿Para qué fin? El
pasado había de carecer de importancia para la fe. Pero ya que es-
taba ahí todavía, había que interpretarlo de tal manera que, al me-
nos, no le fuera a la fe un estorbo. Y así ocurrió, y del modo más
prolífico. Una vez que se había visto el objetivo, el camino hasta él
estaba clarísimo: el pasado ha de tomar los rasgos del presente. So-
lamente así será completamente inofensivo para éste. Se conjura a
la idea de evolución como a un genio servicial, para poder ordenar
con ella los materiales jerarquizándolos respecto de cierta cumbre:
el antiguo milagro central de la fe revelada. Luego se le da pasa-
porte: ha cumplido con su obligación y puede marcharse. Esa cum-
bre sencillamente es equiparada en cuanto al contenido con el con-
tenido vivencial del presente, y se obtiene así el siguiente resulta-
do: en sus partes no esenciales, el pasado ha quedado neutralizado
por la idea de evolución; en las esenciales, las únicas que podían
elevar la pretensión de servir de criterio de la vivencia presente, se
143
lo ha igualado en cuanto al contenido con esta vivencia, hasta ser
intercambiables las unas por la otra, y, así, para la fe realmente só-
lo existen el presente y el futuro, de acuerdo exacto con la nueva
actitud fundamental. La teología histórica había abierto ancho cam-
po a la teología «kantiana» de Ritschl y su escuela, que en la pro-
longación indudable de la idea capital de Schleiermacher, sostiene
la completa independencia mutua de la fe y el saber. Pues lo que se
oculta tras el concepto de pasado es, últimamente, la objetividad
del saber. La captura del pasado, que es en parte su confinamiento
y en parte una operación de disfrazarlo, y que fue la tarea que se
propuso la teología histórica, quiere, pues, decir, yendo al fondo
del asunto, levantar una muralla china contra el saber. A éste le con-
cede la teología «liberal» ser capaz de rendir una obra que la teo-
logia ortodoxa no se había atrevido a exigirle, a saber: que, por vía
«científica», las pretensiones de la ciencia, que ya han sido recha-
zadas por principio, sean también refutadas en cada caso particular.
Y en verdad que la teología histórica rinde lo que debe rendir.
Fin de siglo
Pero tampoco es ningún milagro que hoy ya nadie se fíe de ella,
por haberse comprometido tan a tumba abierta con ese rendimien-
to científico. Y es que el procedimiento era demasiado transparen-
te. Si no inmediatamente, con el tiempo — a saber, cuando el pro-
pió presente hubiera de pagar su impuesto al tiempo y se volviera
pasado— tenía que saltar a la vista que los cambios del presente
iban siendo rápidamente acompañados por cambios en el pasado
absorbido por el «espejo» de la ciencia. En tomo al fin de siglo, en
la crítica inmanente de Schweitzer y en las arriesgadísimas hipóte-
sis de los negadores del Jesús histórico, por una parte, y los pan-
babilonistas, por la otra, se hundió el edificio de la teología histó-
rica, sin esperanzas de reconstrucción. D e lo que ahora se trata,
bien lejos de ese campo de ruinas, es de empezar a alzar un edifi-
cío enteramente nuevo. Cosa que, desde luego, no podría hacerse a
tan bajo precio cual fue el de la teología histórica. Justamente cuan-
do se quiere asegurar —porque esto también lo quiere el presen-
te— los fundamentos, el primado de la esperanza o, dicho con más
precisión, la orientación de la fe personal y momentáneamente ex-
perimentada hacia el polo de la certeza de que «al fin vendrá el rei-
no de lo noble», justamente entonces hay que dar más honda y, so-
bre todo, más inmediata satisfacción a las pretensiones del saber,
que no sencillamente maquillando el pasado. El saber acerca del
mundo en su totalidad sistemática —que no puede ser representa-
do por el saber acerca de ninguna parte aislada, por central que
144
sea—, o sea la filosofía, ha de disponerse a trabajar en colabora-
ción con la teología. Las veletas de la época marcan ya bien clara-
mente esta dirección. En toda la línea de la teología se oye el grito
que demanda filosofía. Un nuevo racionalismo teológico está em-
pezando. Mientras los epígonos y los renovadores del «idealismo
alemán» se aprestan a «producir» la fe partiendo de la razón idea-
lista, y, así, a «justificarla», en los círculos de la ortodoxia se in-
tenta, con no menor falta de pretensiones, delimitar exactamente su
lugar y asegurarlo. Y el sistemático más resuelto entre los filósofos
de la última generación alimenta con todo un sistema la llama de la
teología de su fe, igual que un loco enamorado hace estallar, para
pasatiempo de su amada, el sol, la luna y todas las estrellas.
Tarea
La separación de teología y filosofía en la que insistía la escue-
la de Ritschl, implicaba, para decirlo con los propios términos de
la teología —que esa escuela usaba, por cierto, tan tímidamente—,
implicaba, digo, el menosprecio de la Creación a fuerza de poner
énfasis unilateralmente en la Revelación. Se trata, pues, de devol-
ver a la Creación todo el peso de su objetividad, al lado de la vi-
vencía de la Revelación. Más aún. Se trata de volver a engarzar en
el concepto de Creación a la Revelación misma, en tanto que vin-
culada con y basada en la confianza en la venida del reino moral de
la Redención final —nexo este que hoy se siente como el núcleo
auténtico de la fe, y que es establecido, entre los conceptos de Re-
velación y Redención, por la esperanza—. La Revelación y la Re-
dención son también, en cierto modo que aún no es del caso discu-
tir, Creación. Este es el punto a partir del cual puede la filosofía eri-
gir de nueva planta el edificio entero de la teología. La Creación
fue lo que la teología del siglo XIX, obsesionada por la idea de la
Revelación viva y actual, no consideró suficientemente. Y ahora es
justamente la Creación el portillo por el que la filosofía penetra en
la casa de la teología.
N u e v o r a c io n a l is m o
145
frontación con la fe quedaba a cargo únicamente de un sector del
saber. Luego, además, adolecía también de errar en su modo de
preguntar, que no consentía al saber desarrollar su característica
peculiar de ser inmutable como sólo el pasado es inmutable, sino
que exigía de él que tomara en cuenta, o, más bien, que tomara pre-
cauciones en favor de la vivencia presente. Nosotros, al edificar el
saber sobre el concepto de Creación, le permitimos desarrollar esa
su peculiaridad de ir «al fondo» de las cosas. Hacemos que la fe sea
enteramente contenido del saber, pero de un saber que pone él mis-
mo en su fundamento un concepto capital de la fe. Que así lo hace,
es algo que, por cierto, sólo se hará visible en el curso de su acción,
ya que, justamente, ese concepto capital de la fe no puede ser re-
conocido como tal más que cuando el saber llegue a exponer la fe,
y no antes.
Pero ¿no vuelven a levantarse contra este nuevo racionalismo
teológico, al que nos acabamos de referir esbozándolo, todas las
objeciones que dieron el golpe de gracia a sus hermanos mayores?
¿No sucede aquí que o bien la filosofía ha de preocuparse por no
ser rebajada a criada de la teología, o bien la teología ha de hacer-
lo porque la filosofía no la vuelva superflua? ¿Cómo podremos su-
perar esta mutua desconfianza? No de otro modo, desde luego, que
mostrando cómo por ambas partes hay una necesidad que sólo pue-
de satisfacer la otra parte. Así pasa realmente. Y es que otra vez te-
nemos que recurrir al notable hecho de que en el mismo momento
histórico la filosofía se vio en un punto en el que ya no le quedaba
paso alguno adelante por dar — incluso lo que sucedía era que to-
do intento de seguir andando sólo podía resultar en caída en el abis-
mo—, y, en ese mismo momento, la teología se sintió de pronto
privada del apoyo que hasta entonces más firme le había sido: el
milagro. Si esta simultaneidad es más que un azar —y de que lo es
salen ya garantes en realidad las relaciones históricas y personales
que se entrecruzan entre los que conllevan ambas revoluciones; re-
!aciones que, en ocasiones, son tan estrechas que es que se trata de
una misma persona—, si, pues, hay en esto algo más que azar, ha
de ser posible mostrar ese mutuo necesitarse, y, por tanto, que no
hay motivos para la desconfianza recíproca.
F il o s o f ía y t e o l o g ía
Vieja filosofía
146
puesto: conocer el Todo pensándolo. Al comprenderse a sí misma
en la historia de la filosofía, ya no le quedó nada por comprender.
Superó, incluso, la oposición con el contenido de verdad de la fe
«produciendo» ese contenido y descubriendo que él era su propia
raíz metódica. Llegada así a la meta de su tarea, da fe de su haber-
la alcanzado edificando el sistema unidimensional idealista, cuyo
germen se hallaba en ella desde un comienzo, pero sólo en este mo-
mentó llega a la madurez de su realización. Este momento históri-
co final tiene en ese sistema su exposición correcta y adecuada. La
unidimensionalidad es la forma de la unidad y totalidad del saber,
que todo lo incluye y nada deja fuera. La siempre múltiple apa-
rienda del ser se halla absolutamente disuelta en esa unidad como
en lo Absoluto. Si algún contenido tiene que tener una posición es-
pecialmente destacada, al modo como la fe la reclama para su con-
tenido, ésa sólo puede ser una en este sistema: la de principio que,
como método, reúne al sistema mismo en su unidad. Esta posición,
en efecto, se le concede al contenido de la fe « 1 el sistema hege-
liano. Si desde tal cima ha de darse todavía algún paso que no con-
duzca a la caída en el abismo, las bases tienen que ser desplazadas.
Tiene que surgir un nuevo concepto de filosofía.
E l filósofo perspeclivista
147
losofía, aparece ahora otro personalísimo: el tipo del filósofo que
tiene una concepción del mundo e incluso un punto de vista o pers-
pectiva propia. Lo cual pone muy al descubierto lo más sospecho-
so de la nueva filosofía. Y la pregunta que se le hizo a Nietzsche
—¿es eso aún ciencia?— debe ser planteada a todo empeño filosó-
fico que quiere ser tenido en cuenta.
En efecto: ¿es eso aún ciencia? ¿Es aún ciencia este considerar
cada cosa por sí y cada una en innumerables respectos, ahora des-
de este punto, luego desde el otro; esta consideración cuya unidad,
a lo sumo, está en la unidad del que la lleva a cabo —y ¡qué pro-
blemática es semejante unidad!—? También nosotros nos lo pre-
guntamos, y se lo pregunta consternado todo aquel que suele ver en
las manifestaciones filosóficas de estos tiempos o que no se hace
justicia a la filosofía, o que no se le hace a la ciencia. Se deja aquí
sentir una necesidad por parte de la filosofía; una necesidad que es
evidente que ésta no puede satisfacer por sí misma. Si no ha de
abandonar su nuevo concepto —y ¿cómo iba a hacerlo, si es a él
solo a quien debe haber sobrevivido al punto crítico de la solución
de su tarea primera?—, tiene que venirle ayuda de fuera, ayuda que
apoye, precisamente, su carácter de ciencia. Tiene que mantener su
nuevo punto de arranque —el sí-mismo subjetivo, personal hasta el
extremo, más aún que eso: incomparable, sumido en sí; el sí mis-
mo y su perspectiva—; tiene que mantenerlo, pero, a la vez, tiene
que alcanzar la objetividad propia de la ciencia. ¿Dónde encontrar
el puente que una la subjetividad extrema, la mismidad diríase que
ciega y sorda, con la claridad luminosa de la objetividad infinita?
E l nuevo filósofo.
148
en interés de la subjetividad. Dependen una de la otra y, así, juntas
producen un nuevo tipo de filósofo o de teólogo, situado entre la
teología y la filosofía. Las últimas precisiones sobre él las hemos
de dejar de nuevo para más adelante. Por el momento, volvámonos,
para regresar a nuestro verdadero tema, a la necesidad que impul-
sa hacia la filosofía a la nueva teología, y que se corresponde con
la necesidad, ya considerada, que experimenta la filosofía.
T e o l o g ía y f il o s o f ía
Vieja teología
149
E l teólogo vivencial
E l nuevo teólogo
150
El milagro aparecía como un engaño que ha traído éxito. De este
modo, la Ilustración lo había privado de su auténtica esencia, que
lleva en la frente la señal de que desciende de la fe, y lo había pa-
ganizado. Era muy justo que la fe se avergonzara de la maternidad
que a ella se atribuía respecto de este engendro que habían puesto
en el lugar de su hijo más querido. Hoy, cuando la filosofía se es-
fuerza, con vistas a ella misma, por colaborar con la teología, la
cual, por su parte, después del desmoronamiento de la auctoritas
de la historia —que no era autoridad constituyente, sino apologéti-
ca y de mero reemplazo—, mira anhelante a la filosofía como la
auténtica auctoritas, la adecuada a su nueva forma; hoy, repito, el
saber pone de nuevo en brazos de la fe a su añorado hijo perdido,
al hijo predilecto: el auténtico milagro.
G r a m á t ic a y p a l a b r a
151
con los que hay que trazar la trayectoria de la ruta. En efecto, la pe-
culiaridad de estos elementos cuando brotan se dejaba ver bien
simbolizándolos matemáticamente. En el lenguaje vivo, estas pala-
bras inaudibles se hacen audibles como palabras reales: ellas mis-
mas y, a una con ellas, todas las palabras reales. En vez del len-
guaje de antes del lenguaje, se alza ante nosotros el lenguaje real.
En tanto que esas palabras elementales e inaudibles, carentes de
relaciones recíprocas, simplemente unas junto a otras, eran el len-
guaje de los elementos mudos, yacentes unos al lado de otros, ais-
lados, del Antemundo, eran el lenguaje que se entiende en el reino
silencioso de las Madres, la mera posibilidad ideal de la compren-
sión; el lenguaje real es, en cambio, el lenguaje del mundo a flor de
tierra. Aquel lenguaje de la lógica es el augurio del lenguaje real de
la gramática. El pensamiento es mudo en cada individuo aislado, y,
sin embargo, a todos es común. Gracias a esta su comunidad funda
la comunidad real del habla. Lo que en el pensar era mudo, se vuel-
ve sonoro en el hablar; pero el pensar no es hablar, no. es hablar re-
al «en voz baja», sino un hablar de antes del hablar: el fondo se-
creto del hablar. Sus «palabras originarias» no son palabras reales,
sino promesas de la palabra real. Pero, por otra parte, la palabra re-
al, la que llanta por su nombre al objeto, sólo adquiere suelo firme
bajo los pies porque la palabra originaria la ha pro-metido o pro-lia-
mado. Lo mudo se hace sonoro; el misterio, patente; lo cerrado se
abre; lo ya completo como pensamiento se trastrueca, como pala-
bra, en un nuevo comienzo. Pues la palabra es tan sólo un comien-
zo hasta que llega al oído que la capta y a la boca que le responde.
Aquí, en esta relación entre la lógica del lenguaje y su gramáti-
ca, tenemos ya, conforme a todas las apariencias, el objeto busca-
do, que une Creación y Revelación. El lenguaje que nos hizo per-
ceptibles en las palabras originarias de su lógica los elementos mu-
dos y perpetuos del Antemundo, de la Creación, nos hará compren-
sible en las formas de su gramática el curso de las esferas, siempre
renovándose estruendoso, del eterno mundo entorno. El augurio de
las palabras originarias de la lógica encuentra cumplimiento en las
leyes manifiestas de las palabras reales, en las formas de la gramá-
tica. Porque verdaderamente el lenguaje es el don auroral del Crea-
dor a la humanidad, al mismo tiempo que el bien común de los hi-
jos de los hombres, en el que todos tienen su parte especial, y es,
en fin, el sello de la humanidad en el hombre. Es cosa absoluta-
mente inicial. El hombre se hizo hombre cuando habló. Sin embar·
go, hasta el día de hoy sigue sin haber un lenguaje de la humani-
dad, que sólo habrá al final. El lenguaje real, entre el principio y el
fin, es común a todos y, no obstante, es uno especial para cada cual.
Une y separa a la vez. Así, el lenguaje real lo abarca todo: princi-
152
pío, mitad y final. Abarca el principio como su cumplimiento pre-
sente y visible, pues el lenguaje, del que decimos que hace hombre
al hombre, es hoy, en sus innumerables configuraciones, el signo
visible de éste. Y abarca el final, pues ya en tanto que lenguaje par-
ticular de hoy, e incluso como lenguaje del individuo, está domina-
do por el ideal de la comprensión perfecta, que nos representamos
como el lenguaje de la humanidad. De este modo, las formas de la
gramática se articulan ellas también en sí mismas según la figura
Creación - Revelación - Redención, una vez que se ha hecho or-
ganon de la Revelación la doctrina de las formas lingüísticas como
totalidad real confrontada con el pensamiento originario del len-
guaje, que fue para nosotros organon metódico de la Creación. La
Revelación, justamente, porque se basa en la Creación en cuanto al
saber y está dirigida a la Redención en cuanto al querer, es al mis-
mo tiempo Revelación de la Creación y de la Redención. Y el len-
guaje, como organon suyo, es simultáneamente el hilo en que se
ensarta todo lo humano que surge bajo el resplandor milagroso de
la Revelación y de su siempre renovada actualidad vivencial.
E l instante
153
LIBRO PRIMERO
CREACION
O
EL FUNDAMENTO PERPETUO
DE LAS COSAS
155
aspecto. Pues los actos en que se descompone el nacimiento desde
el fundamento, y sobre todo los dos primeros, no surgen dialécti-
camente el segundo a partir del primero. E l No no es la «antítesis»
del Sí, sino que el No está respecto de la nada en la misma inme-
diatez en que lo está el Sí, y para aparecer además del Sí no presu-
pone al propio Sí, sino únicamente que el S í haya surgido de la na-
da. Sólo en el transcurso de esta parte se aclarará qué enormemen-
te importante es esta relación igualmente inmediata de ambos ac-
tos con su origen, o sea, la oposición del método que empleamos
con el método dialéctico. Sin embargo, en esto se basa lo perfecta-
mente adecuado de la comparación con el poner las cosas en la ma-
leta y, como consecuencia, también lo idóneo de la comparación
con el deshacer el equipaje.
E l C reador
E l poder
156
mente de suyo, se resuelven todos los enigmas que ha presentado a i
cualquier tiempo el pensamiento de la creación al concernir a Dios.
Capricho y necesidad
157
ses epicúreos, que llevan en los intermundos de la existencia una
vida de olímpica serenidad, fuera del contacto con la existencia, in-
tacta? Al final, pues, el pensamiento auténtico de la Revelación, del
salir fuera de sí, del copertenecerse e incidir unos en otros los tres
elementos fe ríe o s del Todo (Dios, Mundo, Hombre), actúa eficaz-
mente en la resistencia contra la tesis del capricho del Creador. Y
así también actuó Maimónides, el gran teórico judío de la Revela-
ción, contra la escolástica árabe, en discrepancia profundísima con
ella precisamente acerca de este punto. Maimónides sostuvo tajan-
teniente que la capacidad de la Creación es propiedad esencial de
Dios, y llegó a desarrollar toda la doctrina de sus propiedades esen-
cíales ajustándola clara y metódicamente a ésta del poder creador.
Sin embargo, no era completamente infundado ese énfasis
puesto en el capricho y lo arbitrario. Que es así, se echa de ver en
los destinos posteriores del pensamiento de la acción poderosa y
esencial de Dios en la Creación. Siempre está a punto de caer en
ser transformado en divina menesterosidad. Puesto que a Dios le es
necesidad esencial crear el mundo, él, el «solitario Señor de los
mundos», semejante al artista, ha satisfecho en la creación una ne-
cesidad de su naturaleza y se ha liberado de una carga interior. Co-
sa que, no bastándoles con el concepto de necesidad, aún acentúan
mezclándole una gota de pasión y haciendo de la Creación un acto
de anhelante amor. Anhelante o añorante, y no rebosante —lo que
también sería cambiar los acentos de sitio—. Si no por Dios, des-
de luego que por el mundo habría que rechazar semejantes formu-
laciones; pues del mismo modo que Dios queda en ellas privado de
su libertad interior, así también el mundo pierde en ellas su propio
nexo interior, su autonomía, cosas que no le quita el pensamiento
de la Creación, sino que, al contrarío, precisamente debe asegurár-
selas en medio de la proliferación de las posibilidades. Vinculado
de ese modo con la menesterosidad de Dios, perdería el mundo to-
do sentido que le fuera propio, toda univocidad intema; como la
obra de un escritor de confesiones personales, pasaría a tener su
esencia menos en ser una «obra de arte independiente» que, sobre
todo, el testimonio de la vida íntima de su autor, más digna de aten-
ción que cualquier obra. No sería, así, Creación; no sería ya esa
configuración predicha en el augurio del mundo metalógico y que
crece por sí.
De este peligro salva el concepto de la divina arbitrariedad, del
capricho de Dios. Pero ¿cómo? ¿Es que vamos ahora a hacer de es-
ta piedra que hemos rechazado expresamente para edificar el con-
cepto de Creador, la piedra angular? Ni hacer ni, en absoluto, pie-
dra angular, sino reconocerla como primera piedra. Pues en la ac-
ción creadora del Creador no hay capricho. No lo hay en ella, pero
158
sí en la autoconñguración de Dios, que precede a su acción crea-
dora. El poder del Creador es propiedad esencial, pero toma su orí-
gen del capricho que, no siendo propiedad, sino acontecimiento,
arde interminablemente, con renovada llama, en el pecho de Dios
antes de la Creación. Esa secreta autorrevelación precreacional de
la libertad divina, que, procediendo del capricho incondicionado,
sólo se iluminó como poder rico en actos en el choque contra la ne-
cesidad fatal de la esencia divina, fue el augurio cerrado que llegó
a cumplimiento patente en el poder esencial del Creador. Pero en
el poder maravilloso del Creador se conserva su prefiguración en
el capricho llameante en el que se hizo viviente el propio Creador.
El capricho del Dios escondido descansa en el fundamento del po-
der creador que se revela en el Dios patente en sosegada vitalidad.
El poder de Dios se exterioriza con pura necesidad precisamente
debido a que lo íntimo suyo es puro capricho, libertad sin condi-
ciones. Como Dios creado, encerrado en sí, escondido, podría ha-
ber omitido crear, si es que — lo que no sucede— hubiera podido
como tal salir de sí y crear. Pero en tanto que Dios revelado no pue-
de sino crear. Por tanto, frente a los que sostienen la arbitrariedad
de la acción creadora de Dios, tienen razón quienes le atribuyen in-
tema y esencial necesidad; pero frente a los que encarecen esta ne-
cesidad interior, fundada en el giro de lo oculto a lo patente, hasta
hacer de ella una menesterosidad afectiva y trocar el poder en
amor, iban por el camino recto los otros, los que afirmaban el ca-
prícho arbitrario de Dios, porque señalaban en Dios el núcleo ínti-
mo de libertad sin límites, que, ciertamente, al aflorar fuera, pierde
su interior carencia de límites y se revela como calma omnipoten-
cía omnisciente que crea con necesidad.
E l I s l a m : l a r e l ig ió n d e l a r a z ó n
159
lia en que no puede haberse originado en ningún cerebro humano
un libro de tan espléndidas e incomparables sabiduría y hermosu-
ra, mientras que tanto el Talmud como el Nuevo Testamento acre-
ditan teoréticamente su procedencia divina en su conexión con el
Antiguo Testamento —el Talmud, porque sostiene que se deriva de
él de manera perfectamente lógica*; el Nuevo Testamento, porque
afirma que posee por completo el carácter de cumplimiento histó-
rico suyo**—. Así, pues, Mahoma, al tomar externamente los con-
ceptos de la Revelación, quedó necesariamente prendido al paga-
nismo en lo que concierne a los conceptos fundamentales de la
Creación. No supo reconocer, en efecto, el nexo que ata la Revela-
ción con la Creación.
Por lo mismo, no llegó a ver que los conceptos creacionales de
Dios, el Mundo y el Hombre sólo se transforman de figuras acaba-
das en fuerzas manantiales de la Revelación gracias a un giro inte-
rior. Los cogió acabados, como los encontró, o sea, no como los
conceptos de la Revelación que parten de la fe en la Revelación, si-
no como partiendo del mundo pagano. Y tal como se los encontró
los arrojó al movimiento que lleva de la Creación a la Redención
pasando por la Revelación. De augurios encubiertos, no llegaron a
ser revelaciones surgen tes; sus ojos cerrados no se abrieron lumi-
nosos, sino que conservaron su muda mirada vuelta a su interior,
aun cuando la dirigían, unos tras otros, afuera. Lo que era Sí, per-
maneció siéndolo; lo que era No, como tal quedó. Así, pues, en es-
te notable caso de plagio histórico podemos examinar con detalle
—y lo haremos— qué aspecto había de tener una fe en la Revela-
ción surgida inmediatamente del paganismo, sin que Dios lo quie-
ra, por así decir, sin el plan de su providencia, o sea, en un proce-
so causal «puramente natural». Lo esencial de semejante surgí-
miento puramente natural sería que en él falta el giro interior de los
signos precursores, el cambio del augurio en signo, de la Creación
en la Revelación, sólo gracias a 10 cual se revela aquélla como fun-
damento de la Revelación y ésta como renovación de la Creación.
No tiene, pues, el Islam ni la una ni la otra, aunque se enorgullez-
ca tanto de poseer una dignidad de la que hace alarde gracias a am-
bas, tomadas tal como se las encontró.
El Creador de Mahoma es, según recordamos arriba, «rico sin
mundo alguno». Es realmente el Creador, porque podría también
haber omitido crear. Su poder da muestras de ser como el poder de
un déspota oriental, y ello no creando lo necesario, ni porque a él
compita la promulgación de la ley, sino en la libertad de su acción
160
caprichosa. De manera muy significativa, en cambio, la teología
rabínica formula nuestro concepto del poder creador de Dios prc-
guntándose si ha creado Dios el mundo por justicia o no, más bien,
por amor*. Es produciendo y ejecutando el derecho como se acre-
dita, justamente, el poder tal como hemos reconocido que es pro-
pío del Creador: el poder que actúa por necesidad interior y que
realiza lo necesario. Es claro que el contrario de este poder es el ca-
pricho, que precisamente se acredita en la ausencia de toda interna
forzosidad, en la libertad indiferente respecto de la realización del
derecho o la injusticia, de hacer o de omitir un acto. El capricho no
conoce necesidad alguna. No saca de sí sus exteriorizaciones con
necesidad infinita y como algo que es igualmente necesario, sino
que cada acto particular se origina en el humor fugaz del momen-
to, sólo se atiene a éste; y niega los momentos inmediatamente pa-
sados tanto como se resiste a haber creado, con el acto de este ins-
tante, un precedente que de alguna manera obliga al que va a se-
guir. Su infinitud sólo da prueba de sí en el hecho de que todos los
momentos futuros poseen la misma libertad respecto de todo en ab-
soluto que tiene el momento actual. Sobre su obra, nunca trazará en
el cielo el arco iris en señal de obligarse a no dejar que se acaben
las leyes de la existencia de esta obra «mientras haya Tierra»**.
Crear y aniquilar le son lo mismo. De ambas cosas se jacta simul-
táneamente, y exige de sus fieles que le adoren por igual en las dos,
o, mejor, e incluso sólo: que le teman por igual en ambas. Mientras
que el Dios de la Revelación nunca compara inmediatemente su fu-
turo juicio del mundo con su Creación, aunque el primero ya no es
tampoco arbitrio caprichoso, sino que se encuentra, como la propia
obra de la Creación, en la interna conexión de la necesidad que la
revelación ha urdido. El acto aislado del capricho se origina, pues,
en el momento aislado en el que este capricho se niega a sí mismo
como conjunto de todos sus restantes momentos; mientras que el
acto del poder esencial sale de la esencia con ancha necesidad y se
expone en lo infinito. El acto de la Creación se atiene en el Islam,
como le ocurre a todo acto arbitrario, incondicionalmente al mo-
mentó, y tan sólo a él, y, por lo mismo, es para el Creador, en el
sentido que acabamos de explicar, su autonegación. Como toda ex-
teriorización de la esencia, íntimamente necesaria, el acto de la
creación, según la fe de la Revelación, saca de sí algo perdurable-
mente necesario y lo libera fuera, y es, pues, afirmación del mun-
do por parte del Creador. Afirmación del mundo: la Creación es
creación del mundo. ¿Qué pasa con éste?
161
L a criatura
La nada
162
otra cosa, además del ser comida; sólo ha quedado fuera de la cues-
tión la participación en ello de la cigüeña. Asimismo la proposición
«Dios creó el mundo» es verdad sin restricción únicamente acerca
de la relación entre Dios y el mundo. Sólo para ella vale la forma
de pasado de la proposición, ese «de una vez para siempre». En
cambio, a propósito del mundo solo, su ser creado no necesita ha-
ber llegado a su fin todavía con la acción creadora de Dios, que fue
hecha de una vez para siempre. Lo que para Dios es pasado, pasa-
do inmemorial, realmente «en el principio», puede ser para el mun-
do aún pleno presente, y seguirlo siendo hasta el ñn. La Creación
del mundo sólo tiene que terminar en la Redención. Unicamente
desde ella, o desde donde hubiera, si no, que poner ese ñn, miran-
do retrospectivamente, tendría la Creación que ser —y entonces sí,
por cierto, incondicionadamente— «creación de la nada». Frente a
este mundo creado hasta el final —pero realmente confrontado con
él—, tendría entonces que ser realmente «nada» el mundo confi-
guiado de la concepción metalógica. Nada, o sea algo absoluta-
mente no comparable con el mundo creado, sin vínculo con éste;
algo pasado y que pasó con su placer*.
Providencia y existencia
Pero en la aurora de la Creación divina no necesita haber llega-
do a ser el mundo algo acabadamente creado, sino, en principio,
sólo, simplemente, criatura. Lo que, visto desde Dios, es Creación,
puede querer decir, visto desde el mundo, tan sólo la irrupción de
la conciencia de su creaturalidad, de su estar siendo creado. El
mundo configurado abriría, pues, en la Creación sus ojos a la crea-
turalidad. Su estar siendo creado sería, desde su propia perspecti-
va, su revelarse como criatura. Como conciencia de criatura, o sea,
como conciencia no de haber sido creado un día, sino de ser per-
pediamente criatura, esta conciencia es algo plenamente objetivo.
No es, quizá, un proceso interior al mundo, sino Revelación autén-
tica, o sea, un proceso que irradia desde el propio mundo hasta la
conciencia del Creador y la determina completamente. La concien-
cia creatural del mundo, es decir, la conciencia de su estar siendo
creado, no de haberlo sido, se objetiva en el pensamiento de la pío-
videncia divina.
Los pasos son los siguientes. La relación que buscamos entre el
mundo y el Creador era para el mundo, como vimos, no su estar de
una vez por todas y para siempre creado, sino su reiterado revelar-
se como criatura. Para el mundo no es, por tanto, su surgir auto-
• Cf.Cf. lJn 2,17.
163
creador, sino su surgimiento autorrevelador. Luego aparecerá como
giro o invasión del primer acto de la autoconfiguración del mun-
do, no del segundo; como giro de lo que era su esencia perdurable.
La esencia perdurable del mundo configurado era lo universal, y,
más exactamente, el género, que es él mismo universal, pero que
contiene en sí al individuo y hasta lo da a luz constantemente des-
de sí. Esta esencia permanente se invierte en el mundo que se re-
vela como criatura, hasta resultar una esencia instantánea, «siem-
pre renovada» y, a pesar de ello, universal. O sea, una esencia ine-
sencial. ¿Qué designan estas palabras? La esencia del mundo que
ha entrado en la corriente de la realidad, que no es «siempre y en
todo lugar»; una esencia que nace a cada instante nueva, con el
conjunto entero de lo particular que ella abarca. Esta esencia, que
abarca todo lo particular pero es ella misma universal y se recono־
ce a sí misma como totalidad en cada instante, es la existencia. En
contraste con ser, existir significa lo universal que está pleno de
particularidad y no es siempre y en todo lugar, sino que, contagia-
do en esto por lo particular, tiene constantemente que devenir de
nuevo para mantenerse. Por contraste con el mundo tomado como
forma firme, del que surge y al que niega a cada instante con su
continua necesidad de renovación, es menesterosa; no sólo menes-
terosa de renovación de su existencia, sino, en tanto que totalidad
de la existencia, aún menesterosa de ser. Porque el ser, el ser in-
condicionado y universal, es lo que falta a la existencia y lo que és-
ta ansia, en su universalidad pletórica de los fenómenos todos del
instante, para alcanzar consistencia y verdad. Tales cosas no puede
garantizárselas su propio ser, que queda a su espalda o que ella te-
nía antes de devenir criatura; pues ese ser quedó tras ella en la apa-
rienda inesencial del Antemundo. Tiene que tratarse de un ser que
esté fuera de ella pero en el circuito de la realidad, y que, carente
él mismo de ramificadones, se haga cargo de las de ella. Bajo las
alas de este ser que le prestara consistencia y verdad acude la ere-
aturalidad de la existencia.
Así es como encontrará aquí su solución la dificultad que le ha-
llamos a las múltiples ramificaciones del sistema de las formas ló-
gicas infuso en el mundo metalógico. Más allá de aquel complica-
do ser del Logos, buscábamos «por cualquier lugar» un ser send-
lio de la verdad, pero no pudimos encontrar con cierta seguridad
ese lugar cualquiera ni en el mundo metalógico ni en ningún otro
sitio. Pero ahora, con toda naturalidad, la menesterosidad de la
criatura nos señala la dirección en que hemos de buscar esta «sen-
cilla palabra de la verdad» sobre la que descansa la existencia com-
pleja del Logos y la de la realidad vertida en él. Quedémonos, sin
embargo, por ahora en la criatura misma.
164
Esta menesterosidad la tiene en tanto que existencia en general,
y no como existencia —existencia universal— de lo particular. La
existencia como tal, con su constante instantaneidad, exige de su·
yo estar siendo constantemente creada y renovada. Y así es como
la toma en su mano el poder del Creador. La providencia de Dios
—porque es a ella a donde hemos llegado— se refiere en el mun-
do de modo inmediato sólo a lo universal, a los «conceptos», a las
«especies», y se dirige a las cosas únicamente «según sus espe-
cíes»*, o sea, se refiere a lo particular tan sólo mediante el univer-
sal correspondiente y, en última instancia, mediante la existencia
universal en general. Coincidimos con Maimónides en rechazar la
«providencia especial» para las cosas del mundo, en su diferencia
respecto del hombre. En qué medida el dominio de Dios alcanza
sin embargo también de modo inmediato a las cosas en su particu-
laridad, es algo que veremos más adelante. Al Creador las cosas se
le presentan sólo en el nexo universal de la existencia global. Es
únicamente a su través como las alcanza su Creación, «a cada una
según su especie». Pero este universal no es esencialmente univer-
sal, sino algo que irumpe momentáneamente en el No. Se ve que es
así en que este tomar Dios la existencia en su mano no sucede en
la Creación que tuvo lugar una vez para siempre, sino que es mo·
mentáneo; es, ciertamente, providencia universal, pero que se re-
nueva, respecto de toda la existencia, en cada mínimo instante par-
ticular, de modo que Dios «renueva día a día la obra del princi-
pió»**. Esta providencia de todas las auroras es, pues, a lo que pro-
píamente se alude en el pensamiento de la criatura.
165
de referida o bien, de una vez por todas, a la totalidad del mundo,
y, en tal caso, a cada ente particular sólo porque de alguna manera
está incluido en esa totalidad y está puesto a la vez que ella. Esta
es la representación del Kism et, en la forma usual en que la pensa-
mos. Pero la otra posibilidad merece aún más atención, porque es-
tá en mayor contacto con el concepto auténtico de providencia, se-
gún lo acabamos nosotros de desarrollar, y justamente por eso se
diferencia de él muy característicamente. En efecto, Allah puede
querer también coger en sus manos inmediatamente lo singular. Es-
to singular está, desde luego, puesto ya en lo universal, porque re-
cordaremos que lo universal, tal como entra en el mundo configu-
rado, no es meramente universal, sino concepto, universal de lo
particular, conjunto de todo lo universal de todos los particulares.
Ahora bien, en tal universal que es esencial —en contraste con el
de antes, cuando era instantáneo—, lo particular no puede tampo-
co ser, precisamente, instantáneo, sino únicamente esencial. Un
particular esencial, o sea, un particular que en cierto modo es un
universal en pequeño; un particular que, aun siendo particular, es,
sin embargo, en cuanto de él depende, «siempre y en todo lugar».
¿Qué quiere esto decir? Quiere decir que sólo puede nacer por afir-
mación, porque lo libere una Creación, y no por la renovación au-
tonegadora. Se atribuye, pues, a Allah, en este caso, estar creando
cada ente singular en cada instante, exactamente como si ese ente
fuera lo universal mismo. Luego la providencia consiste aquí en ac-
tos creadores dispersos, en infinita muchedumbre, que, carentes de
conexión entre sí, tienen cada uno el peso de una Creación entera.
Tal ha sido la doctrina de la filosofía ortodoxa dominante en el
Islam. En cada instante se abalanza sobre el ente singular y choca
con él toda la fuerza del poder creador de Dios. No que se renueve
a cada instante, sino que es creado igual a cada instante, con todo
su detalle. No puede salvarse de esta temible providencia de Allah,
dispersa hasta lo infinitesimal. Mientras que el pensamiento de la
renovación del mundo preserva la conexión del singular con la uní-
dad de la Creación y, así, con la de la existencia —justamente por-
que sólo lo toma a una con la totalidad—, y, así, la providencia es-
tá basada en la Creación, esta otra concepción de la providencia
como constantes intervenciones creadoras destruye toda posibili-
dad de una tal conexión. Allí la providencia, como renovación que
acontece de la acción creadora, es el cumplimiento de lo que se
hallaba ya esencialmente incoado en la Creación; aquí, en cambio,
en tanto que intervención esencial en la Creación, reiterada en ca-
da caso, la providencia, a pesar de su instantaneidad, es una con-
currencia perdurable entre los actos creadores y la unidad de la
Creación. Es, propiamente, en esta segunda concepción, magia que
166
Dios, en tanto que Dueño del mundo, ejerce contra Dios el Crea-
dor, y no signo hecho por Dios Dueño del mundo a Dios Creador.
A pesar de su vehemente y altiva promoción del pensamiento de la
unidad de Dios, el Islam se desliza, por tanto, si se me permite la
expresión, hacia un paganismo monista. En cada instante compite
Dios con Dios mismo, como si se tratara del multicolor cielo de las
disputas de los dioses del politeísmo.
Resumamos. El Islam afirma la «providencia especial» en co-
nexión inmediata con la creaturalidad del mundo. La verdadera fe
afirma, en cambio, en conexión con ésta, tan sólo la providencia
universal, y remite el pensamiento de la providencia «particular» al
rodeo por la Revelación, la cual, finalmente, como conduce a la
Redención, vuelve a terminar en la criatura. Al hacer esto, ante to-
do sucede que el hombre y la relación de Dios con él, que para el
Islam parece que queda por entero descifrada en el concepto de
creación, quedan sacados ya, en el propio concepto de Creación,
del dominio de la Creación. El concepto auténtico de Creación
vuelve a remitir aquí a su cumplimiento en el milagro de la Reve·
lación. Claro que el hombre surge como criatura entre las criaturas,
y se ve concernido creaturalmente, como existencia particular, por
la providencia que se dirige en general a toda la existencia; pero es-
ta su relación cieatural con Dios no es, asimismo, más que augu-
rio. El hombre como criatura de Dios es el signo previo del hom-
bre como hijo de Dios. El cumplimiento es más que la pre-signifi-
cación; el signo es más que el signo previo; el hijo es más que la
criatura. Pero no debemos ir demasiado aprisa. Hemos considera-
do, poniéndolos en mutua relación, los polos de la acción creado-
ra: Dios y el mundo, en su eficacia activa y pasiva. Hemos consi-
derado a Dios llamando al mundo a la existencia en la sabiduría de
su poder creador, y al mundo revelándose, por su existencia, en su
condición de criatura frente a la providencia divina. Volvamos aho-
ra nuestra atención al resultado, a la Creación misma.
G r a m á t ic a d e l l o g o s ( e l l e n g u a j e d e l c o n o c im ie n t o )
U ñates de la matemática
167
laimente el signo previo que lleva cada letra, lo que llevaría, en el
momento de la composición, a ciertas imposibilidades. Pero sobre
todo es que de las figuras elementales acabadas no surgen las for-
mas originales del Sí y el No —sus puras formas emergidas de la
nada—, que son lo único que los símbolos presentan, sino que las
que surgen son las que ya se han transformado por el camino del
No al Sí: las que ya han experimentado la recíproca influencia. Es
del todo imposible presentar en símbolos algebraicos semejante in-
fluencia, es decir, por ejemplo, que lo particular ya no es sin más y
en absoluto lo particular, sino lo singular, en tanto que represen-
tanto de su género. Sería diferente sí cupiera utilizar, en vez de los
algebraicos, símbolos geométricos. Con ellos sí podría represen-
tarse tanto la inversión, con su cambio de signos previos, como
—midiendo como corresponde las distancias— la recíproca reía-
ción de influencia de los puntos espaciales que simbolizarían a los
distintos conceptos. Pero en esta parte tenemos que renunciar a em-
plear tales símbolos. Sólo más adelante recurriremos a ellos. Lo
cual está en conexión con el carácter de la geometría, que, por cier-
to, descansa sobre los presupuestos del álgebra y, por su parte, al
acreditarse como cumplimiento de lo pre-significado en el álgebra,
llega a ser, como geometría analítica, la matemática de la naturale-
za intuitiva. Pero la serie que sigue el conocimiento no marcha aquí
al unísono con la serie que recorren las cosas mismas, sino que la
geometría presupone subjetivamente para su comprensión no sólo
los conceptos algebraicos de igualdad y desigualdad, sino, en con-
traste con la serie objetivamente vigente, también el conocimiento
de la figura natural. Aunque fundamenta la objetividad de las figu-
ras naturales, subjetivamente sólo es posible como abstracción a
partir de ellas. Por lo tanto, tendríamos que presentar nosotros aquí
previamente la figura finita del símbolo, si quisiéramos emplear su
devenir ya aquí para ilustrar cada uno de nuestros pasos. Esto más
distraería al lector que ayudaría a su concentración. La dificultad
en cuestión parece, además, elevarse también contra el modo in-
mediato de la presentación de nuestro asunto. También tendría la
ruta que ser sólo capaz de ser expuesta, desde el punto de vista
subjetivo, a aquellos que no sólo disponen ya del conocimiento de
los elementos, como el lector de este libro, sino incluso de la intuí-
ción de la figura. Aunque, de hecho, nos es lícito presuponer tran-
quilamente la presencia de esta intuición, como se mostrará más
adelante, cuando expongamos la figura.
Pero no son sólo estos motivos expositivos los que no hacen de-
seable que trabajemos aquí con los símbolos matemáticos. Hay
otra razón más honda. La importancia que concedimos a las mate-
máticas en la exposición de los elementos y de su nacimiento des-
168
de los oscuros fondos de la nada, pudimos concedérsela porque,
por su esencia, lo matemático tiene ahí su sitio. La matemática, es-
tos mudos signos de la vida en que, sin embargo, se le prefigura al
que sabe esta vida toda, la matemática es el lenguaje que con toda
razón y propiedad es el lenguaje de aquel mundo de antes del mun-
do. Por esto es por lo que tiene ahí su sitio aquello que dentro de la
matemática es su parte más esencial, la parte que llamaríamos más
específica suya, más matemática: la que tiene que ver inmediata-
mente con los conceptos fundamentales de toda ella, que son 10$ de
igual y desigual; es decir, el álgebra. Es el sitio que le corresponde
a la matemática por su esencia, y, así, dentro de la matemática lo
ocupa su más esencial disciplina. Tiene ella que compartir este pa-
peí de lenguaje del mudo antemundo con el arte como lenguaje de
lo indecible, en el que también se exponen los conceptos funda-
mentales, la esencia del antemundo. Pero el arte es aquí el lengua-
je subjetivo, en cierto modo, el hablar de ese mundo mudo. La ma-
temática, como lo anuncia ya su necesario carácter de escritura, es
el lenguaje objetivo, el sentido de aquel silencio. Así, pues, en el
mundo que se exterioriza, que se revela, esta misión de exponer el
sentido, este papel de organon suministrador de símbolos lo toma
sobre sí alguien distinto. En el lugar de una ciencia de signos mu-
dos tiene que estar ahora una ciencia de sonidos vivos; en el lugar
de una ciencia matemática, la doctrina de las formas lingüísticas, la
gramática.
Ley de la gramática
169
poniendo a la base el concepto de sustantivo. Por esto, es necesa-
rio un orden real, que no es un orden intemo, sino que le viene a la
gramática y, en cierto sentido, al lenguaje en general, de fuera, a sa-
ber: del papel del lenguaje frente a la realidad; un orden al que se
deje someter la pluralidad de las formas lingüísticas en sinopsis
una y otra vez repetidas, y gracias a la mediación de las palabras-
raíces. En vez de la forma del árbol genealógico, la única forma de
exposición que hay que tomar aquí en cuenta es la que se vale de
tablas. Las palabras-raíces, los radicales, producen divisiones que
se entrecruzan y que, por tanto, no son conformes a la imagen del
árbol genealógico. En consecuencia, cada una de estas divisiones
pide ser considerada por sí, únicamente en relación inmediata con
la palabra-raíz, tal como solamente la presenta la forma tabular.
Palabra-raíz
170
al Sí originario. ¿Qué palabra determinada va entonces a tomar so·
bre sí, como palabra-raíz, el hacer audible la palabra primigenia en
esta forma de adjetivo predicativo? ¿Qué palabra significa esta
forma una afirmación absoluta? Quedan de suyo excluidas todas
las palabras que se refieren a propiedades intuitivas, ya que todas
las propiedades intuitivas sólo se afirman mediante una simultánea
negación infinita, o sea, en el Y del Así y No de otro modo. Es dis-
tinta la situación en lo que atañe a las propiedades que expresan
una valoración. Mientras que para afirmar am arillo hay que negar,
no sólo, por ejemplo, azul, sino todos los colores del arco iris, to-
da la rica muchedumbre de los colores percibidos y la infinidad de
los perceptibles, en el caso de una propiedad valorativa, como her-
moso, habría a lo sumo que negar el opuesto contrario, que, a su
vez, sólo cabría determinar mediante una negación, a saber, la de
hermoso. Se trata de un círculo que cortamos al v a ־que la valora-
ción (sólo la valoración positiva, naturalmente —la negativa real-
mente sólo es negación de la positiva, y, así, la propia palabra «va-
!oración» únicamente quiere decir de suyo la positiva—), es cosa
que simplemente acontece. La valoración positiva no es nada más
que el Sí primigenio que se ha vuelto sonoro. Por lo demás, es al-
go que muestra el uso de muchos idiomas, que para s í dicen tam-
bién bien, bueno, etc.
Cualidad
171
Condición de cosa
Pero se añade la cosa, el portador de las cualidades. Como tal
portador es, frente a la realidad de las cualidades, pura abstracción.
En el camino que va de aquella realidad a esta abstracción se en-
cuentra la indicación, el mostrar. Así, el pronombre es, más bien,
pre-nombre que pronombre. No designa la cosa ya conocida, sino
la cosa en la medida en que no es conocida ni recibe nombre, en la
medida en que solamente está percibida en sus cualidades. Este re-
riere, sin más, a la cosa, y expresa « 1 este señalar que aquí hay al-
go que buscar. En el aquí que va dentro del éste está, por tanto,
puesto el espacio como condición universal bajo la cual hay que
buscar a la cosa —que, hasta aquí, sólo está determinada como al-
go—. Que buscar, no que haber encontrado. Aún está en cuestión
qué sea. Es el artículo indeterminado el que empieza a responder a
este qué, y lo hace diciendo que se trata de un representante de tal
y tal género; y el artículo determinado pone luego sello a todo este
gran proceso marcándolo como cumplido y acabado: designando la
cosa como conocida. En el artículo determinado —o comoquiera
que sea que se produzca la expresión de la determinación—, la co-
sa está inmediatamente aprehendida, y por esto la determinación
siempre va fundida y en máxima vecindad con el sustantivo. La co-
sa, ahora, está conocida como esta cosa singular.
Singularidad
¿Realmente como esta cosa singular? ¡Si era conocida única-
mente como un representante de un género, y, respecto de la reali-
dad de las cualidades, se trataba de una oscura abstracción! Qué
poco es en sí individuo, se nos hace claro sólo con pensar en el
nombre propio. No es individuo. A pesar de esa visita suya por el
camino al género — una visita tan altamente sospechosa y en la que
ya hemos reparado—, para llegar a ser individuo tiene que acredi-
tarse como miembro de una pluralidad. Es la pluralidad la que con-
riere a todos sus miembros el derecho a sentirse individuos, singu-
laridades. Si éstos de suyo no son como el Individuum singulare
designado por el nombre propio, sí lo son, sin embargo, frente a la
pluralidad.
Objetividad
De este modo, por fin, la cosa singular constatada por el artícu-
lo determinado puede ahora tranquilamente llamarse objeto. Se al
172
za ahora sobre sus propios pies ante (ob-jeta) un eventual creador
una determinada cosa afirmada en el espacio infinito del conocí·
miento o de la Creación. Que descansa como objeto es algo que
también se hace patente por el hecho de que, como tal, como abje-
to, obtiene su lugar en la proposición. Nada sale de él, pues, para
eso, tendría que autonegarse, y no sería entonces una cosa en cal·
ma y que está ahí plantada, libre en su condición de afirmada. Pa-
sa por los casos únicamente en tanto que objeto. En el nominativo
de una proposición pasiva es, sencillamente, un acusativo encu-
bierto o, quizá dicho con más justicia, un augurio de sujeto que aún
va envuelto en la forma del objeto. En el genitivo, el caso del te-
ner, desembocan dos ríos que provienen el uno del nominativo y el
otro del acusativo, los cuales, tras unirse, toman en el dativo nom-
bre y dirección propios. Mas el dativo, la forma de la pertenencia,
del regalo, del agradecimiento, de la entrega y de la aspiración-ha-
cía, está más allá del mero objeto y del mero punto de partida: en
él coinciden el objeto y el sujeto.
Realidad
173
del verbo, por lo cual sólo aparecen como simplificaciones en los
estadios avanzados del desarrollo lingüístico. Que siempre sean
posibles, nos hace ver la estrecha conexión que une también al ver-
bo con la palabra-raíz (el adjetivo).
Proceso
Relación
Coseidad
174
sual, así como también por su relación con el participio —el cual
ya dejó tras sí una parte del camino que va del adjetivo a la cosa:
el trozo hasta el artículo indeterminado—, también aspira de suyo
a la tercera persona, que es su persona más objetiva.
Compleción
LÓGICA DE LA CREACIÓN
175
no meramente como ser universal pero que guía a sí a todo lo sin-
guiar—, lo conocemos como la nota decisiva de la Creación en ge-
neral. Pues la criatura es sólo uno de los polos del pensamiento de
la Creación. El mundo tiene que tener creaturalidad, de la misma
manera que Dios tiene que tener poder creador, para que la Crea-
ción, como el proceso real entre ambos, pueda darse. En este con-
cepto del Estar-ahí que ahora captamos, confluyen tanto la exis-
tencia del mundo como el poder de Dios. Ambos están ya ahí. El
mundo está ya hecho, sobre el fundamento de su creaturalidad, de
su siempre nuevo poder-ser-creado; Dios, sobre el fundamento de
su eterno poder creador, ya lo ha creado. Y sólo por eso está el
mundo a hí y se hace nuevo cada mañana*.
E l mundo creado
Pues la imagen metalógica del mundo, insatisfecha consigo a
pesar de su clausura plástica, exigía un complemento. Lo que ya
176
sabíamos acerca del logos del mundo metalógico afincado por do-
quier en el mundo y, por lo tanto, demasiado naturalizado como
mundanal, esto es: que necesita algo uno y sim ple allende sí mis-
mo, e incluso allende el mundo, para poder legítima y verdadera-
mente pretender ser logos, lo habíamos encontrado plenamente vi-
gente a propósito también de la existencia de la criatura, que ha na-
cido de ese logos. Esta existencia era también, sí, en su universali-
dad un todo integral, un uno, pero no una unidad. Sólo que esta vez
el allende en el que teníamos que buscar esta unidad no fue un me-
ro en cualquier sitio, sino que nos estaba indicada claramente su
dirección: el sentido del mundo, que se había vuelto demasiado
sensible, tenía que tener su fundamento y su origen en algo supra-
sensible. Como existencia, se abría a la actuación de tal funda-
mentó suprasensible. El pensamiento de la Creación lo aportó al
plasmar sobre la existencia la forma del estar-causada y al volver-
se la existencia estar-ya-ahí. Precisamente era esto, esta temporali-
zación, o dicho más específicamente, este estar marcado con el ca-
rácter del pasado, lo que aún había faltado por completo al sentido
del mundo dentro del mundo metalógico; y era por esta razón por
la que allá sólo podía sostenerse a propósito de su unidad —a pro-
pósito de la unidad del logos del mundo— cierto por cualquier
parte: un por cualquier parte cuya localización nunca indicó reco-
nocible y unívocamente aquel mundo del todo clausurado.
La dirección la indicó la existencia de la criatura, y el estar-ahí
de la Creación ha llegado al punto buscado. Este punto asegura la
verdad del mundo en su objetividad y, al mismo tiempo, conserva
vigente la imagen elemental, metalógica, del mundo. El mundo no
es una sombra, ni un sueño, ni un cuadro. Su ser es existencia, exis-
tencia real: creación creada. El mundo es enteramente objetivo; to-
do actuar en él, todo hacer es, puesto que es en él, acontecer. El
proceso es, al menos, el fundamento de la realidad sobre el que
también se basa el hacer. Y, así, el propio acontecer es algo cósico
en el mundo: se adapta al concepto fundamental bajo el que en ge-
neral se realiza la objetividad del mundo, y que es el de cosa. El
mundo consta de cosas. A pesar de la unidad de su objetividad, no
es un objeto unido, sino una pluralidad de objetos, de cosas, preci-
sámente. La cosa no tiene consistencia alguna mientras está sola.
Sólo está cierta de su singularidad, de su individualidad, en la plu-
ralidad de las cosas. Sólo se la puede mostrar en conexión con otras
cosas. Su determinación como tal cosa es la relación espacio-tem-
pora! con otras cosas en ese contexto. Ni siquiera como cosa de-
terminada tiene la cosa una esencia propia: no es en sí, sino que só-
lo es en sus relaciones. La esencia que tiene no está en ella, sino
que es la relación que guarda con su género. Su esencialidad, su
177
universalidad, no está en su determinación, sino por detrás de ésta.
Pero antes de s a un representante, un diputado, en cierto modo, de
su género, ha de ser alguna cosa, algo cualquiera, algo que en ge-
neral quepa mostrar. Esta es su condición universal: ser, en gene-
ral, espacial; o hallarse, al menos, en relación con el espacio. A la
unidad de la objetividad, a aquella unidad que busca el mundo, no
le corresponde ningún objeto uno fuera de este uno que no es ob-
jeto: el espacio.
Pero el mundo no es originalmente espacio. El espacio no es las
primicias de la Creación. Antes de que exista el mundo como la
condición de toda determinación dada en el Aquí, tiene que existir
la condición del propio Aquí. Al Aquí lo precede el Este. Es sólo a
partir del Este y del Aquí como nace la determinación en tanto que
éste de aquí. El Este que señala precede, pues, como condición del
Aquí, al espacio. Originariamente, el mundo es la plétora del Este,
que, en su novedad constantemente rebosante, sólo se expresa me-
diante el puro adjetivo sin forma: azul,frío ... Esta plétora, este caos
es las primicias de la Creación: la renovación en todo tiempo de su
existencia, después de que un día esta misma existencia füera Ha-
mada a existir, después de que un día el mundo fuera creado. En su
universalidad y en su condición de forma que todo lo abarca, la
existencia permanece como el fundamento inmediatamente creado,
el principio del que manan los partos siempre nuevos de la Pleni-
tud. El mundo puede ser Plétora o Plenitud porque existe. La exis-
tencia es él mismo; la plenitud es su fenómeno, la primera de todas
las enunciaciones sobre la existencia. La palabra-raíz está antes in-
cluso de la plétora de los adjetivos. El caos está en la Creación, no
antes de la Creación. El principio está en el principio.
L ó g ic a i d e a l is t a
Claro está que esta imagen metalógica del mundo, que pierde
sus últimas faltas de claridad gracias al pensamiento de la Crea-
ción, no es una prueba de esta idea. La Creación hace íntegramen-
te diáfano al mundo sin desrealizarlo. También, por ejemplo, como
sueño sería íntegramente diáfano el mundo, pero al precio de su re-
alidad, de la inhabitación en él de su sentido, el cual sólo estaría,
desde luego, en el soñador. Pero la Creación misma no es probada
por el mundo. Y esto, ya sólo porque Dios es más que mero Crea-
dor. Si de la imagen del mundo tal como nosotros la ofrecemos y
de la exigencia del Creador, se quisiera concluir la Creación por
parte de Dios, se tendría razón en objetar a semejante conclusión la
cuestión de quién sea este Dios. Para responderla, tiene el Creador
178
mismo que ser de-mostrado, o sea, que ser mostrado en su integra-
lidad. El Creador es también E l que revela. La Creación es el au-
gurio que sólo se confirma por el signo milagroso de la Revelación.
No es posible creer a i la Creación porque ofrezca una explicación
suficiente del enigma del mundo. El que aún no ha sido alcanzado
por la voz de la Revelación no tiene derecho a suponer el paisa-
miento de la Creación como si se tratara de una hipótesis científi-
ca. Así que es enteramente correcto que, una vez que el pensa-
miento revelado de la Creación puso a discusión lo cuestionable de
la imagen metalógica del mundo increado, el pensamiaito que no
podía hacer suya la idea de Creación buscara algo con lo que re-
emplazarla. Ya dijimos que hay que entender la doctrina de la Erna-
nación en la Antigüedad tardía como un intento hecho en esta di-
rección. Pero, como también hemos expuesto ya, este afán se vino
a realizar cumplidamente sólo con la filosofía idealista.
Generación
179
nalidad; entre una manzana y tres manzanas tampoco hay igualdad,
pero sí proporción. E l que engendra y lo engendrado tienen que ser
iguales en cierta relación. Esto es precisamente lo que hace reco-
mendable la imagen de la generación. El Creador puede decir a sus
criaturas: «¿Con quién podéis compararme que se me iguale?»*. El
que engendra y lo engendrado no son, ciertamente, la misma per-
sona, pero sí son de la misma especie, sí son comparables. Ahora
bien, ¿dónde está ese punto fuera del mundo que pueda adoptar
respecto de éste el papel de Generador? Lo que había más a mano
era, naturalmente, recurrir a Dios. Entre Dios y el Mundo parecía
que podía estar igualmente vigente la relación de generación que la
relación de creación. Y parecía que Dios, conforme a su concepto
de incondicionalidad, era muy adecuado para representar el origen
y la condición de la existencia del mundo. Pues el Generador tenía
que ser aprehendido tan bien como el Creador, a título de condición
incondicionada, origen sin origen, pura A sólo igual a sí misma
—para volver a los símbolos matemáticos, cuya reaparición habrá
que explicar pronto—. En definitiva, como A=A.
Emanación
Si había de ser, pues, Generador, esto tenía que empezar por
producir una modificación en el símbolo matemático del mundo.
Para ser racionalmente comparable con su origen, el Mundo no po-
día captarse como B=A, sino como A=B; inversión esta que era
ajena al pensamiento de la creación, el cual, antes bien, tomaba al
mundo en su figura elemental y no le permitía sufrir más inversión
que la de la salida de su contenido fuera del reposo del acaba-
miento y al movimiento del acontecer (una inversión no del todo
integral, sino de sus trozos). Aquí, en cambio, hay que captar a la
inversa a este todo íntegro, al mundo mismo, pues sólo es posible
la intervención racionalmente inteligible de un Dios que es A si se
lleva a efecto sobre un mundo que es A también y sólo está deter-
minado como B . Proporción sólo puede haber entre A(=A) y A(=B),
o sea, entre dos A diferentes; pero no entre A(=A) y B(=A), o sea,
entre un A y un B . Sólo un mundo que sea A(=B) puede manar,
emanar del Dios que es A(=A). La emanación, la cascada del mun-
do cayendo de Dios, y en el mundo, siempre nuevos ríos manando
del que acaba de emanar: tal es la representación que trató la pri-
mera en la historia del mundo de entrar en concurrencia con el pen-
samiento de Creación propio de la Revelación. Para cada nuevo río
que mana, aquel del que mana vuelve a ser una imagen del origen
* ls 40, 25.
180
divino de todo; y él es para sí mismo una imagen de la emanación
primitiva del Mundo. Para cada uno su origen vuelve a ser A(=*á),
y cada uno es para sí otra vez A(=fi). Su existencia le es a cada cual
lo que primero y propiamente ha nacido, tal como le sucede al
Mundo creado; pero la plenitud de su particularidad es la enuncia-
ción, la universalidad en la que, como su presupuesto, aquella exis-
tencia fue creada —pues la enunciación ha de pensarse siempre an-
tes que el objeto de ella—: el camino de la Emanación es un des-
censo, es —■para recurrir a la imagen usual— el resplandor de una
luz en la oscuridad —la cual, por tanto, desde el primer origen del
emanar está ya en todas partes presupuesta y, por ello mismo, pre-
viamente puesta—. La doctrina de la Emanación no puede pasarse
sin la idea del caos originario, de la noche primitiva que es más an-
tigua que la luz: de «la tiniebla que todo era en el principio».
Pero además es que el pensamiento de la Emanación no satisfa-
ce tampoco las necesidades de la razón que lo ha invocado. Reac-
cionando de modo demasiado inmediato contra el pensamiento de
la creación —que le resultaba con toda justicia indigerible—, ha-
bía sustituido al Dios Creador por el Dios Generador, sin pregun-
tarse si la razón pura, a cuyo servicio se hallaba, iba a poder estar
de acuerdo con este modo de ocupar la plaza de Generador. ¿Acá-
so no era Dios mismo objeto del conocimiento? ¿Cómo iba enton-
ces a suponérselo racionalmente como origen, sustrayéndolo así al
conocimiento? No; también Dios tenía que ser conocido, y por
ello, debía convertirse, de Origen, en un contenido más en el con-
junto de todo lo conocido. En el lugar de Dios tenía, pues, que si-
toarse otro origen del mundo, que también incluyera el serlo de
Dios. Pero como el mundo no es su propio origen —cosa que ya no
se puede pasar por alto desde que apareció el concepto de la Crea-
ción que es propio de la Revelación—, sino que, precisamente por
su estar clausurado en sí exige el mundo un origen exterior a él
mismo, lo único que queda para ser situado en el puesto de tal orí-
gen es el Sí-mismo. Claro que no el Sí-mismo como lo hemos co-
nocido nosotros, o sea, como facticidad objetiva, si bien ciega, co-
mo B=B\ sino un Sí-mismo que sigue estando sumido únicamente
en sí, pero que es puramente subjetivo y, como tal sujeto puro, pue-
de echar sobre sí el papel de origen del conocimiento a propósito
de todo lo objetivo: el Yo del idealismo.
E l Yo y la Cosa
El yo, el sujeto, la apercepción trascendental, el espíritu, la
idea: todos, nombres que toma el Sí-mismo, este único elemento
181
que aún queda, fuera del Mundo y de Dios, una vez que se ha re-
suelto a ocupar el lugar del A=A generador. Ahora bien, no puede
realizar su tarea más que si el Mundo se somete para él a la forma
de lo comparable; es decir, que exige al Mundo la inversión desde
B=A a A=B. A este mundo sí que lo puede generar. Y lo genera de
sí mismo: el mundo es su igual, es sujeto, como lo es él (A). Pero
lo genera como No-yo. La subjetividad de las cosas se cumple en
objetividad llenándose de la particularidad B. Como conceptos, las
cosas llevan los rasgos de su generador, del yo; pero como cosas,
son algo por sí, algo que ha salido del yo que lo engendró, cosas.
Todas las cosas están respecto de su concepto en la misma relación
en que está en general con el yo el mundo de las cosas: pero es que
el yo es el que engendra su cosa. Los propios conceptos, en la me-
dida en que tienen contenido, son, a su vez, también cosas, y como
tales, tienen su concepto, en reiteración infinita. Sale, pues, del yo
un único río de la generación, que atraviesa todo el mundo de las
cosas. Todas se ordenan en una fila: un camino hacia abajo que
parte del Yo y va hacia el puro No-yo —que parte del Yo en sí y va
hacia la Cosa en sí—. Pues tal es la secuela, en el idealismo igual
que en la doctrina de la emanación, de la inversión del mundo que
ha tenido lugar: la comprensibilidad conceptual del mundo es, sí,
su existencia universal, la existencia que fue lo primero en surgir;
pero esta existencia universal se cumple en coseidad llenándose de
lo particular. Luego la plétora de lo particular vuelve a ser lo inen-
gendrado: las entrañas en las que se genera la existencia. También
para el idealismo es ella el caos presupuesto por la generación. Por
lo demás, la imagen de la generación —que se opone al manar de
la teoría de la emanación— sugiere ya fuertemente la presuposi-
ción de tal cosa pasivamente dada. Y ninguno de los grandes siste-
mas idealistas pudo evitar tal concepto. Como cosa en sí, como
m ultiplicidad de la sensibilidad, como lo dado, como resistencia y
mala infinitud, siempre reaparece de nuevo el caos previo a la crea-
ción, sin el cual no tendría el sujeto absoluto ningún fundamento
para salir de sí y de su absolutidad.
182
cepto de mundo de acuerdo con el símbolo A=B, o sea, un concep-
to de mundo en el que lo particular está puesto como lo enunciado
y lo universal está puesto como el objeto del que se enuncia. Aho-
ra bien, la proposición enunciativa sólo se entiende cuando la
enunciación se conoce ya mucho antes que su objeto; luego aquí lo
particular se convierte en pie-supuesto de la generación de la exis-
tencia universal. Y si ahora contraponemos este concepto de mun-
do al nuestro, en el que lo particular B significa el objeto del enun-
ciado y el universal A —que también se encuentra en el Creador—
significa la enunciación, salta a la vista que la plenitud caótica de
lo particular es las primicias de la Creación, mientras que lo uni-
versal es los vasos dados, puestos por el Creador, en los que se va
trasegando lo particular, que hierve y desborda libremente en la
Creación. Así, pues, el concepto de creación de la nada estaría per-
fectamente en su sitio en una auténtica confrontación entre con-
ceptos de mundo.
Pero no nos proponemos emprender tal confrontación. No va-
mos a desarrollar la Creación como el concepto científico de mun-
do. ¿Cómo íbamos a poder dejar vigente ya como tal un acontecí-
miento que tan sólo nos pone en relación dos elem entos del mun-
do, sin tocar siquiera el tercero? Si lo hiciéramos así, entonces sí
que sería necesaria la confrontación. En tal caso, además, no ha-
bríamos podido recusar la aplicación de los símbolos algebraicos a
la Creación, para volvemos a los gramaticales. El concepto de
creación se halla, para nosotros, en un contexto científico mayor.
Sólo concierne a dos elementos del mundo, e incluso a ellos no co-
mo totalidades, sino, en ambos casos, nada más que en uno de sus
trozos. Por eso, al dejar que el lenguaje simbólico de las matemá-
ticas no pasara más allá de los elementos antemundanos acabados,
tuvimos que construir el concepto de Creación sólo a base del sa-
lir de sí los elementos y disgregarse en sus trozos singulares. Dicho
de una manera menos formalista, desarrollamos el pensamiento de
la Creación a la luz de la Revelación. Así, pues, los elementos del
Todo de antes de la Revelación no pueden legítimamente reunirse
tal como están para constituir la Creación, sino que deben abrirse
de su clausura y volverse los unos hacia los otros. Pero en este gi-
rar los unos hacia los otros interviene eficazmente el hecho de que
en un concepto singular —como es por sí el concepto de Crea-
ción—·, no puede entrar a formar parte de él todo el contenido de
los elementos. Los dos elementos retienen, en este saltar fuera,
contenidos que sólo pasan a ser activos en otras direcciones. Así
sucede a Dios con su revelarse y al Mundo con su ser redimido.
Mientras que el idealismo, pues, llevado por su sentimiento de
tener que resolver aquí, por decirlo así, aquí mismo y ahora mismo,
183
el enigma del mundo, dado que no puede reconocer la vigencia de
nada exterior al mundo y al saber, tiene que poner en relación, a
cualquier precio, los elementos Mundo y Saber, Sujeto y Objeto, y
por ello mismo, está obligado a conservar los símbolos matemáti-
eos, nosotros, en cambio, nos vemos aquí libres de tales símbolos.
Nosotros podemos tranquilamente dejar valer el concepto de Crea-
ción como principio del saber, sin hacer que todo entonces tenga
que terminar en él. Nosotros lo situamos en el contexto más amplio
de la Revelación. No necesita, pues, dejarse aprehender en la ra-
cionalidad de los símbolos matemáticos, pues está por encima de
ellos. La simbólica que aclara su sentido nos la proporcionó la es-
tructura de la construcción de la lengua viva: la gramática. D e es-
te modo, como la ciencia, tal como nosotros la pensamos, posee
más contenido que el mero concepto de creación, no hay que poner
la creación junto al concepto de generación, aunque sus creadores
hayan situado a éste, precisamente, como ya antes ocurrió con el
concepto de emanación, al lado del concepto de creación. Sólo si
estuviéramos haciendo «filosofía de la religión», o sea, si estuvié-
ramos exponiendo la religión dentro del marco de la filosofía y
conforme a sus criterios, tendríamos que sacar a la Creación de su
suelo natal, que es la tierra de la Revelación, para construirla en pa-
ralelo con esos conceptos filosóficos. También tendríamos enton-
ces, por cierto, que confrontar el concepto de creación de la nada
con el concepto filosófico de caos. Y es que este concepto ha sur-
gido históricamente en la filosofía de la religión, y no en la ciencia
que estamos practicando aquí —no en la teología—.
M e t a f ís ic a i d e a l is t a
184
diante la Creación, intenta desarrollar una lógica propia, indepen-
diente de la gramática. En los rasgos singulares, la imagen del
mundo que ofrecimos simbolizada por la gramática parece que
coincidiera con la imagen idealista del mundo. Todo aquel retro-
traer la inobjetividad del hacer —por no decir su subjetividad—, en
última instancia, a la cualidad como lo puramente objetivo mismo,
pasando por el acontecer, por la cosa, parece, en efecto, que tam-
bién rige, sin más, en la exposición de la imagen idealista del mun-
do. También ella se encuentra gramaticalmente bajo las categorías
de pretérito, tercera persona, intransitividad, ambos artículos —el
determinado y el indeterminado—, los pronombres —desde el in-
definido, pasando por el interrogativo, hasta el demostrativo— y,
finalmente, el adjetivo. Nada más natural que esta apariencia. Las
dos imágenes del mundo, tanto la metalógica, fundamentada por la
Creación, como la idealista, basada en la Generación, quieren ase-
gurar la objetividad del mundo; y es precisamente la objetividad lo
que se describe en esta selección de categorías gramaticales. Así
que hay que buscar en el fundamento, y no en lo fundado, la causa
de que, sin embargo, el idealismo procure elevarse sobre el len-
guaje valiéndose de una lógica propia, enemiga del lenguaje. Lúe-
go esta causa se hará visible en el surgimiento primitivo, a partir de
lo que lo fundamenta, de lo primero que es fundado.
1SS
pensar extraño al suelo natural del lenguaje, en un pensar que píen-
sa dialécticamente opuestos, cabe captar el tránsito del Yo a la Cua-
lidad tal como el idealismo lo pone a su base. Pero dado que este
tránsito primero es decisivo para todos los tránsitos posteriores, la
desconfianza contra el lenguaje y su aparente adecuación con el
pensamiento, queda en adelante como herencia duradera del idea-
lismo, y va lanzándolo siempre cada vez más por el plano inclina-
do de su lógica pura, ajena al lenguaje y tras lo humano.
Ethos idealista
186
no hacia abajo; aquélla domina el camino que va del particular al
u n iv e rs a l, el camino hacia arriba. Las dos juntas, generación y con-
sagración, cierran en una totalidad el mundo idealista. El camino
hacia arriba comienza con la entrega primitiva de la máxima de la
voluntad propia —¿qué otra cosa es Β -Β Ί— al principio de la le-
gislación universal —¿qué otra cosa es fl=A?—. Y continúa ade-
lante al ir siendo constantemente acogido en la máxima de la vo-
luntad propia el último principio de una legislación universal al-
canzado, y tener éste que experimentar en sí mismo la fuerza de la
entrega idealista al volver a ser otra vez principio de una legisla-
ción universal. Por este camino de la entrega a algo común que va
siendo cada vez superior, a universalidades de la vida que van
siempre siendo más y más abarcantes, lo universal muestra ser
—como lo era en la generación lo particular— el presupuesto que
ya de antemano se puso. Y en los dos casos ocurre así contra la ten-
dencia primitiva, que se dirigía, tanto en la generación como en la
entrega, a la pureza: la generación no quiere estar ligada a ninguna
materia extraña, ni la entrega quiere estarlo a ninguna ley ajena.
Tanto la generación como la entrega quieren darse a sí mismas su
ley; tanto aquí como allí debe salvarse la libertad.
Religión idealista
187
sentación con plenos poderes de la grada suprema; del mismo mo-
do que cada escalón del descenso hacia el objeto puro en el instan-
te del engendrar posee para el sujeto el valor pleno de la objetivi-
dad. El hombre se siente partícipe de la altura bienaventurada de la
consagración voluntaria a lo superior, a lo más puro, a lo descono-
cido —significada en la palabra ser piadoso— ya en cada eslabón
anterior de la serie, y no sólo cuando se halla ante Dios. No: ya
cuando está ante ella‘, porque debe observarse que en las formas del
comparativo de superioridad «más alto», «más puro», se anuncia
indeterminadamente la ancha prosecución de la serie.
La meta de la serie permanece algo desconocido, como ocurría
también con la meta de la serie descendente. Algo desconocido, a
saber: algo que en cada punto singular de la serie es invisible, y cu-
ya visibilidad no se exige en absoluto, debido a la representación
plenipotenciaria que cada miembro singular rinde en su puesto pre-
ciso. Así como el conocimiento singular no tiene que preocuparse
por la objetividad m£s honda, sino sólo por la objetividad del ob-
jeto que está precisamente ante él, así también el querer singular no
tiene que preocuparse por la personalidad suprema, sino sólo por la
personalidad del hombre o de la comunidad ante los que precisa-
mente se encuentra. Pero, desde luego, la filosofía accede también
al punto extremo, tanto en lo que hace a la objetividad como en lo
que hace a la personalidad. Y de la misma manera que encontraba
en la cosa en sí su condición y, por tanto, su «hasta aquí y no más»
la inagotabilidad generadora de cosas del yo cognoscente, así tam-
bién encuentra su meta en la personalidad suprema la entrega del
yo volente, que siempre está dando a luz de nuevo su personalidad.
La voluntad no se encuentra ya a sí misma en A -A . Aquí se aban-
dona. Igual que el conocimiento se estrella contra el B=B de la co-
sa en sí. Sin perspectivas de resucitar.
188
tradicción. La fórmula de la personalidad, B=A, la caracteriza co-
mo un contenido mundano entre los demás contenidos mundanos.
Llamar a Dios personalidad absoluta sólo puede querer decir que
El es la claridad en la que palidece toda personalidad; pero que no
es sino este límite de toda personalidad humano-mundana. Lia-
marlo, tal como aquí surge, yo absoluto, no cabe, y tal cosa no ocu-
rrió en el idealismo. No yo absoluto, sino espíritu absoluto es el
nombre que creó para El el idealismo. No un Yo, pues, sino un El.
No, menos que El: un Ello. El objeto sigue siendo objeto aun des-
pués de haberse vuelto Dios. Pero en este punto suele hacer, por re-
gla general, el idealismo el descubrimiento que ante nosotros puso
ya nuestro lenguaje simbólico, de modo que sólo tenemos que su-
perarlo, a saber: que Dios como espíritu no es otro sino el sujeto
del conocimiento, el Yo. Y ahora es cuando se esclarece el sentido
último del idealismo: la razón ha vencido; el final regresa al prin-
cipio; el objeto supremo del pensamiento es el propio pensamien-
to; no hay nada que sea inaccesible a la razón; lo irracional mismo
es para ella tan sólo su límite, no un más allá.
Catástrofe
Una victoria, pues, en toda la línea; pero una victoria ¡a qué pre-
cío! El gran edificio de la realidad yace por tierra. Dios y el Hom-
bre se han desvanecido en el concepto límite de un sujeto del co-
nocimiento. El Mundo y el Hombre se han desvanecido, por su par-
te, en el concepto límite del objeto absoluto de este sujeto. Y el
Mundo, a cuyo conocimiento había partido el idealismo, se ha con-
vertido en mero puente entre esos conceptos límite. El carácter
metalógico de facticidad del Mundo, en cuya fundamentación el
idealismo había entrado en competencia con la idea de creación,
está arrasado por completo, y con ocasión de esta devastación,
también la facticidad de Dios —ajena al idealismo— y la del sí-
mismo —que le es indiferente— han caído en la vorágine univer-
sal de la aniquilación.
Un caos del que al final sólo emerge un punto fírme: la cosa en
sí, que el idealismo desplazó hasta el borde último de la objetivi-
dad y dejó sin elaborar. Al presagiar una raíz común de ella y del
carácter humano, con este presagio en el que, en un instante carga-
do de presagios, el idealismo niega su propia esencia, abre —y só-
lo abre— la perspectiva de un Todo en el que estos tres elementos,
Mundo, Hombre, Dios, viven uno junto a otro en una facticidad
que nada perturba. El propio idealismo no puede pisar esta tierra
que divisa en los límites de su existencia. Se ha vedado él mismo
189
la entrada por la confianza en sí, descreída de Dios, con la que qui-
so hacer manar de la roca de la Creación, a la fuerza y con su ca-
yado del pensar, el agua viva del Todo, en vez de contentarse con-
fiadamente con la fuente del lenguaje que Dios había prometido
que haría brotar de aquella roca. La ciega unilateralidad con la que
el idealismo comprime todo en el esquema de la Creación por ha-
ber querido competir con este concepto y haber pensado que cabía
sacarlo del círculo fluyente de la Revelación y cabía superarlo
científicamente tomándolo como un concepto aislado, esta falta de
perspectiva es el pecado por el que fue castigado.
T e o r ía d e l a r t e
E l idealista y el lenguaje
Estética idealista
Al entregarse así por completo al poder de la lógica, su propio
artefacto, el idealismo llegado a plenitud hubo de notar cómo ha
190
bía perdido el contacto con la existencia viva que se había com-
prometido a fundamentar y comprender. Hundido en el reino de
sombras de la lógica, que queda antes y por debajo del mundo, in-
tentó mantener franco un acceso al mundo superior. En el mismo
instante en que la filosofía fue expulsada del paraíso de la confían-
za en el lenguaje — el pecado fue también en este caso que confío
más en su propia sabiduría que en el poder creador de Dios, que
visiblemente la abarcaba—, en el mismo momento, pues, en que
perdió la confianza en el lenguaje que aún habían poseído en algu-
na medida incluso sus críticos predecesores procedentes de Ingla-
terra, se puso a buscar un sustituto para ella. En el lugar del jardín
del lenguaje, creado por Dios, en el que había vivido sin la des-
confianza ni los segundos pensamientos de la lógica, y que había
tenido que abandonar por su culpa, buscó un jardín humano, un pa-
raíso humano. Tenía que ser un jardín que hubiera plantado el pro-
pió hombre pero que no fuera obra consciente suya; porque, de ser-
lo, no habría podido reemplazar al jardín perdido, que el propio
Dios había plantado. Como aquel jardín perdido, tenía que ser un
jardín que rodeara al hombre sin que éste supiera de dónde proce·
día. Tendría, por cierto, que haberlo plantado él, pero no debía sa-
berlo. Tenía que ser obra suya, pero sin que fuera consciente él de
tal cosa. Tenía que llevar todos los signos del trabajo que se hace
por un fin, y, sin embargo, tendría que haber surgido sin finalidad.
Tendría que ser, en fin, una obra llevada a cabo y, sin embargo, que
hubiera crecido como crecen las plantas. Y así sucedió que el idea-
lismo, en el mismo instante en que rechazó el lenguaje, divinizó el
arte.
No había hecho esto aún nunca la filosofía. Ciertamente que ha-
bía visto la obra de Dios en la belleza viva. Así, en Platón, en Pío-
tino, en Agustín y, con menos conciencia de ello, en algunos otros.
Pero el idealismo empezó por exaltar no, en general, lo bello vivo,
sino el arte bella. El arte era, según sus enseñanzas, lo real visible
de que podían beber vida las sombras procedentes del reino de los
ideales, al entrar en el mundo inferior, y al hacerlo se cercioraban
de su resto de vida acordándose, cuando esta sangre de la realidad
corría por sus venas, de su propia vida, ya desde mucho antes hun-
dida. El idealismo no necesitaba afrontar con desconfianza la obra
de arte, porque ésta era un producto generado; y como, a pesar de
serlo, carente de conciencia respecto de su devenir y carente de
preguntas respecto de su existir, yace ahí, como un pedazo de na-
turaleza, le es lícito acercarse a ella reverenciándola como revela-
ción de la realidad. Creía, en efecto, el idealismo ver en ella, pres-
cindiendo del pensar, la forma visible de la realidad del Todo, sólo
barruntada en la raíz común. Fue así como el arte se convirtió pa
191
ra el idealismo en la gran justificación de su modo de proceder.
Cuando le asaltaban las dudas sobre la solidez de su método del re-
curso al panlogistam ente puro Engendrados sólo tenía que mirar a
la obra de arte, engendrada por el espíritu y, sin embargo, realidad
natural, para recuperar la buena conciencia. La obra de arte echaba
raíces en la noche gris y antemundana del espíritu puro, pero fio-
recía en la hermosa pradera verdeante de la existencia. Parecía,
pues, que era el arte algo último, a la vez confirmación del método
del pensar, o sea organon, y —este paso era muy natural, y lo ha-
bía ya preparado Kant al referirse a la raíz común— visible fenó-
meno de un Absoluto. La confianza que negó el idealismo a la pa-
labra del hombre, que no podía reconocer como respuesta a la pa-
labra de Dios, la puso en una obra humana. En vez de creer al ha-
bla del alma, al revelarse de la interioridad del hombre, que en-
vuelve, soporta y da cumbre a toda otra exteriorización humana,
echó todo el peso de su confianza sobre un solo miembro, arranca-
do del cuerpo completo de la humanidad.
192
miento de la Creación sólo asimos una parte de la obra de arte: su
comienzo. La vida posee más riqueza que el mundo y su devenir;
y también el lenguaje en su configuración peculiar y el arte en la
suya son demasiado ricos como para ser conocibles por entero a
partir de las ideas de la Creación. El tiempo mundial de la Creación
es también en su reflejo del dfa de la vida de la obra de arte nada
más que el principio. Eso sí, el principio perpetuo.
Sólo en un punto sigue vigente en la realidad meramente dicha
de la obra de arte el valor lingüístico autónomo que había tomado
su esencia general en el antemundo mudo. Mientras que el lengua-
je real presupone las inversiones intemas de los elementos forma-
dos en el mundo antemundo, y supone asimismo la salida a lo pa-
tente de sus fragmentos aislados, y por tanto, está respecto de la
Revelación enteramente en una relación de identidad, tal como lo
está, de acuerdo con el dogma básico del idealismo, el pensar res-
pecto del ser, el arte, en cambio, surge inmediatamente de sus ele-
mentes esenciales tal como emergieron en el alba del antemundo.
Lo m ítico, lo plástico, lo trágico; el conjunto total clausurado ha-
cía fuera, que, como un marco, hace que destaque de todo lo demás
el ser; la relación de la forma intema, que mantiene unida toda la
riqueza de los detalles de la obra de arte; la humana enjundia que
presta a lo bello fuerza lingüística: sobre estos tres pilares se ele-
van inmediatamente los arcos que, uniendo cada vez dos de ellos y
comunicándolos, constituyen la obra de arte. Sobre el surgimiento
del particular que sale de un conjunto total al aire libre, inmediata-
mente, y por tanto, inmediatamente sobre, por así decirlo, la crea-
ción de una realidad estéticamente rica partiendo de algo antece-
dente y pre-estético, descansa el principio del día de la vida de la
obra de arte: la serie creadora de los conceptos fundamentales, de
la cual vamos ahora a mirar brevemente los primeros.
El genio
193
que la cultura general de hoy pretende, no es, en absoluto, innato,
sino que sobreviene al hombre un día, ya que descansa en el sí-m is -
mo, y no meramente en la personalidad. Los niños prodigio no son
genios, y no tienen mayores perspectivas de llegar a serlo que las
que tiene cualquier otro. En cambio, un genio que un día lo es, no
deja nunca de serlo. Y la depravación y la locura no son geniales
en un genio. Ahora bien, para la teoría del arte, que nada necesita
saber de la personalidad ni del sí-mismo, el modo en que el autor
llega a serlo queda expuesto con decir que cierta totalidad humana
ya existente y como pre-genial —la personalidad, según sabe-
mos— , saca de sí el complejo de las propiedades geniales —el sí-
mismo, según sabemos— y lo libera: lo libera para hacer la obra.
E l poeta y el artista
194
La palabra de Dios
195
bre son diferentes; pero la palabra de Dios y la palabra del hombre
son la misma*. Lo que escucha el hombre en su corazón como su
propio lenguaje de hombre, es la palabra que viene de la boca de
Dios. La palabra de la Creación, que resuena en nosotros y habla
desde nosotros, partiendo de la palabra raíz, que vibra inmediata-
mente desde el silencio de la palabra originaria, hasta la forma
completamente objetivada del relato de lo pasado, todo eso es tam-
bién la palabra que Dios pronunció y que hallamos escrita en el Li-
bro del Principio.
Hay una frase que recorre todo el capítulo que narra la obra del
principio. Es una frase que se repite seis veces y no tiene más que
una palabra, introducida por dos puntos. Esta frase es ¡bueno! Era,
es y será bueno. En esta afirmación divina de la existencia de la
criatura consiste la Creación. Este bueno es el puro epílogo de ca-
da día de la Creación porque no es sino la silenciosa palabra origi-
nana de su principio.
¿Qué es buenól ¿Qué es lo que afirma este séxtuple Sí divino?
La obra de cada día de la Creación. La cosa, no simplemente como
cosa, sino como obra, como cosa obrada: la existencia como ya-
existencia. Se afirma la existencia al decir Dios buena a su propia
obra. El la ha hecho. Es buena. El creó: esta forma narrativa reco-
rre todo el capítulo: creó, dijo, separó, vio, etc. Pasado y forma
«él»: doble objetividad. No hay otro sujeto que el sujeto divino,
uno y siempre igual. Este sujeto, a diferencia de los demás, no en-
tra como particular en su predicado como universal, de modo que
el predicado quede subjetivado, personalizado y, por ello, des-ob-
jetivado; sino que este sujeto se queda en el puro más allá intoca-
ble, y despide de sí libre al predicado, que permanece en su tran-
quila objetividad. Cuando dos hacen lo mismo, no es lo mismo; pe-
ro cuando el Uno que sólo puede ser Uno hace lo mismo, es siem-
pre lo mismo. El sujeto divino es el único que no tiñe de persona-
lidad su predicado. Y para más asegurar esta pura objetividad del
creó, el Creador no debe tener nombre: es tan sólo y sin más D ios.
Dios creó. ¿Y el mundo, lo creado? El mundo fu e hecho. Tam-
bién esta palabra se repite una y otra vez. Como resume el Salmo,
habló y fu e hecho**. La Creación, que es para Dios haber-hecho,
es para el mundo ser-hecho. ¿Qué fue hecho? Lo mismo que creó
196
Dios: las cosas. Dios creó el cielo y la tierra. Los sustantivos de es-
te capítulo, ya que el lugar del sujeto activo lo ocupa sólo Dios, son
sustantivos en acusativo: objetos creados por Dios; o bien, como
seres hechos, se encuentran en el nominativo pasivo. E l cielo y la
tierra. Los demás sustantivos aparecen con el artículo indetermina-
do; pero esta primera frase, que anticipa globalmente la Creación
— en e l principio, cuando D ios creó e l cielo y la tierra, traducen
algunos antiguos intérpretes judíos—, esta primera frase, de la mis-
ma manera que ya da de antemano al crear la clara forma activa de
pasado, y con ello, da a la Creación su realidad en tanto que tiem-
po, asimismo presta a lo creado en su conjunto, de un golpe, la
forma que le es apropiada. La determinación que obtiene cada co-
sa singular tan sólo por el rodeo de su pertenencia al género —ex-
presada por el artículo indeterminado—, la posee inmediatamente
el conjunto global de las cosas —cielo y tierra—, que no se halla,
por cierto, bajo ningún género. Aquí, el artículo determinado da a
la objetividad de las cosas la forma espacial incluso antes de toda
determinación particular; del mismo modo que el creó determina-
do, personal y universal, gracias al cual se fija la forma temporal
de la objetividad del acontecer, antecede al primer fu e , mientras
que todo acontecimiento singular y personalizado, o sea, todo acto
singular, se hace posible sólo gracias a la particular determinación
temporal, la cual sólo le llega al acto por el rodeo del puro aconte-
cer, en unión con la cópula, o sea sólo como consecuencia del fu e.
E l cielo y la tierra: el conjunto total de la Creación es su único
Unico: lo único que no adquiere su individualidad rodeando por la
pluralidad. Luego, las cosas creadas aparecen en plural; incluso co-
sas que se imponen al hombre como tan únicas en su especie y que
se le ofrecen tan individualizadas como personas divinas, el Sol, la
Luna, se vuelven aquí lum inarias, y este retrotraer su individuali-
dad al género plural las expulsa sin piedad y sin consideración de
sus personas al mundo de las cosas de la Creación.
En el principio, cuando Dios creó el cielo y la tierra, estaba la
tierra desierta y vacía, y había tinieblas sobre el abismo, y el espí-
ritu de D ios incubaba sobre las aguas. Un doble estaba. Lo pri-
mero que se enuncia del mundo de las cosas es que estaba desierto
y vacío, en forma adjetival, unida a la cópula del ser y haber ya si-
do en el pasado; la cual, contra el uso lingüístico habitual, aparece
en el texto original como una pura palabra. Forma adjetival: una ti-
niebla en la que todas las propiedades sólo muetran todavía el gris
uniforme del desierto-y-vacío, hasta que Dios proclame su hágase
la luz. La luz, no una cosa —como tampoco lo era la tiniebla—, si-
no ella misma una propiedad, que es lo mismo para el conocí-
miento que el bueno para el querer: la estimación absolutamente
197
afirmativa. Y ahora separa la confusión de las propiedades, y cuan-
do la separación se lleva a cabo y el principio de la Creación se
consuma en la visibilidad de las propiedades aisladas, resuena por
vez primera como voz potente, como palabra, lo que en la luz ya se
había vuelto visible: el bueno.
Pero en la misma frase, o sea, allí donde surgen de la masa pri-
mera de las propiedades, aún desierta y vacía, las cosas creadas sin-
guiares, nace también el primer acto creador singular: la palabra-
acto procedente de la palabra-acontecimiento, en la forma adjetival
del participio. El principio de los actos creadores de Dios es que su
espíritu incubaba. No D ios, aunque esta palabra sea ya una des-
personalización, sino el aún más impersonal espíritu de D ios, que
en el texto original es una despersonalización más fuerte, ya que
Dios, como espíritu, lleva la cola de la feminidad; y está incuban-
do —la actividad más aletargada de entre las que componen la ana-
logia intrahumana de la Creación: la nueva creación de los indi-
viduos en el generar; y, además, una actividad de la parte femeni-
na—. Allí, la tiniebla de lo desierto y vacío; aquí, el letargo del in-
cubar. Tanto la cosa como el acto brotan aquí en forma de propie-
dades, y de propiedades que están en el límite inferior, en donde
cosa y acto manan de lo que aún no es ni cosa ni acto.
Este es, pues, el tesoro de las formas lingüísticas de la Creación.
Pero que las palabras no nos hagan olvidar la palabra. ¿Es que la
Creación misma no ocurre en la palabra? ¿Acaso Dios no dijo!
¿Estábamos autorizados a incluir, sin más, como lo hicimos, este su
haber hablado entre la serie de los actos creadores? No lo estába-
mos. Es verdad que la Creación, por lo menos en el principio, tie-
ne más anchura que la Revelación. Hay mucho en ella que no se ha
revelado como presagio. Nadie sabe cuánto habrá aún que esperar
hasta que todo lo creado abra su boca y se deje oír como predicción
del milagro. Sólo salta ya en el primer instante de la Creación, o al
menos, en el segundo, una primera chispa de la Revelación. Pues
el primer instante es el del intransitivo estaba de las propiedades
mudas y oscuras tanto de las cosas como del acto; pero en el ins-
tante segundo irrumpe en la Creación, tras la palabra creadora de
la Creación entera, como primera palabra-acto, el D ios dijo. Y co-
mo primera palabra visible de propiedad, aunque fuera aún silente,
aparece en la Creación la luz. Y en la frase que dice Dios aparece
por vez primera, entre todos los pasados, el presente, y entre todos
los indicativos en reposo, la perentoriedad del imperativo: hágase.
Aun cuando este presente y esta perentoriedad van aún ligados a la
forma del ello del puro acontecer. Dios habla, pero su palabra aún
es como si algo hablara en El, y no E l mismo. Su palabra es como
un augurio de su futuro decir El mismo; pero aún no habla El mis
198
mo, no habla como sí-mismo. Se desprenden esencialmente de su
esencia, un ello de un ello, las palabras de la Creación.
Hasta que para el Ultimo acto creador abre la boca y dice: H a·
gamos a un hombre. Hagamos. El encanto de la objetividad se ha
roto por primera vez; por primera vez suena en la Unica boca que
hasta ahora habla en la Creación, en vez del ello, un yo, y más que
un yo: con el yo, simultáneamente, un ftí, un tú que el yo se dice a
sí mismo: hagamos. Ha irrumpido algo nuevo. ¿Algo nuevo? ¿No
habla el mismo que hasta ahora? ¿Y no dice lo mismo que ya an-
tes se contó de él? ¿No es un hacer que surge personalmente del sí-
mismo, tal como fue afirmado en el creó y en los otros casos? Afir-
mado lo fue, en efecto; pero si, hasta aquí, hubiera querido hacer-
se expresa la afirmación, habría repercutido en un ello. Ahora, en
cambio, permanece personal: ahora la dice yo. ¿De veras y o l Con
esta pregunta tocamos al límite que nos recuerda que aún estamos
en el sexto día de la Creación, y todavía no en la Revelación.
Mientras aún está creando, Dios no dice yo, sino que dice nos-
otros: un nosotros absoluto y omniabarcante, que no significa nin-
gún yo fuera de él: el plural de la majestad absoluta. Un yo que tie-
ne inmediatamente en sí mismo al tú, como muestra bellamente la
traducción alemana lasset uns; un yo que únicamente habla consi־
go y que únicamente puede hablar consigo. Así, pues, un yo im-
personal; un yo que aún permanece en sí, que aún no ha salido en
el tú fuera de sí; que no se ha revelado, sino que, como el Dios me-
tafísico del antemundo, sólo vive en sí. El Creador se revela en el
acto creador. La palabra creadora, incluso la palabra de la última
creación, no es palabra del Revelador que lo revele a El, sino que
es exclusivamente un acto creativo del Creador.
¿Y el hombre, la última creada de las criaturas? Hagamos un
hombre. Un hombre: en el texto original suena a la vez el nombre
propio Adán, el primer nombre propio entre meras criaturas según
sus géneros, entre meros seres que fueron sólo creados «según sus
especies». Y realmente creado a imagen de D ios, y así, destacado
del resto de las criaturas y, tanto con nombre propio como sin él,
investido con lo que el Creador negó incluso a las luminarias del
cielo: ser a imagen de Dios —una personalidad que no está media-
da por la universalidad del género y no necesita de ninguna plura-
lidad: un sí-mismo—. Ha surgido algo nuevo. Pero algo más que el
sí-mismo. ¿El alma? Al hombre se le insufla el hálito de la vida.
¿Es él también capaz de expirarlo? ¿Habla? Ha sido creado mudo.
Y de nuevo tropezamos con la pared que separa el presagio del sig-
no, el augurio del milagro.
19 9
E l augurio del milagro
Pero aquí hay augurio. Dios mira por última vez lo que ha crea-
do. Y ahora resulta... muy bueno. La palabra-raíz de la Creación sa-
le de sí misma. Sigue siendo adjetivo; permanece en el marco de su
esencia; pero deja de designar la propiedad simple, singular e in-
comparada. Se supera: compara. Dentro del Sí universal de la
Creación, que porta sobre sus anchas espaldas todo lo particular, se
delimita un ámbito que se afirma diferentemente: muy, o sea, de
otra manera que todo lo demás; algo en la Creación que apunta a
más allá de la Creación. Este muy, que proclama en la Creación
misma una sobrecreación, en lo terrenal algo sobreterrenal, cosa
distinta de la vida pero que pertenece a la vida y sólo a la vida, que
fue creado con la vida como lo último suyo, y que, más allá de la
vida, deja vislumbrar su cumplimiento, es la muerte. La muerte
creada de la criatura es el presagio de la revelación de la vida so-
brecreatural. La muerte, que para cada cosa creada es la recta com-
pleción de su entera condición de cosa, desplaza insensiblemente
la Creación al pasado y la vuelve así callada predicción constante
del milagro de su renovación. Por ello no se dijo en el sexto día de
la Creación que era bueno, sino ved, muy bueno. M uy, enseñan
nuestros ancianos, es la muerte*.
20 0
LIBRO SEGUNDO
REVELACION
O
EL NACIMIENTO SIEMPRE RENOVADO
DEL ALMA
201
lo creado el sello imborrable de las criaturas, la palabra sido, le de-
clara el amor la guerra; el amor, que únicamente conoce el presen-
te, vive del presente, suspira por el presente. El remate de la oscu-
ra bóveda de la Creación se convierte en la piedra angular de la ca-
sa luminosa de la Revelación. La Revelación es para el alma la vi-
vencía de un presente que, aunque descansa sobre la existencia del
pasado, no vive en él, sino que anda a la luz del divino rostro*.
E l que revela
E l Oculto
202
mente, en un caso convergen y en el otro divergen. Ahora bien, el
resultado del encuentro de dos líneas sólo es un punto, desde lúe-
go; pero, en tanto que punto producido, es algo nombrable, algo
determinado, como lo es el punto x, y en un sistema de coordena-
das. En cambio, el punto que sólo se defíne como aquel de donde
parten ciertas direcciones, está fijado como lo está el punto o en
que se origina un sistema de coordenadas; pero no está determina-
do, sino que sólo es el origen de las determinaciones que tienen lu-
gar en ese sistema. Por esto sucede que el Dios tiene en el paga-
nismo un rostro sumamente vivo y visible, no es sentido para nada
como un Dios escondido; mientras que la fe nota con total claridad
que no sabe nada de un Dios que no se revele, sino que Dios es en
sí para ella un Dios escondido, el mismo Dios que, antes de su in-
versión de lo oculto a lo patente no le parecía a la falta de fe ocul-
to en absoluto. El lugar del paganismo se da a conocer precisa-
mente por esta su diferente relación con la Revelación, y es tal co-
mo lo definimos en la primera parte: se halla entre la nada primiti-
va, como fundamento originario del algo primitivo, y este algo pri-
mitivo —en tanto que resultado, ciertamente no patente, sino en sí
oculto, pero, con todo, visible, de aquella nada primitiva—. Visi-
ble, pero no patente; o sea visible para aquel cuyos ojos están ro-
deados de la misma oscuridad en la que se halla envuelto aquel al-
go primitivo, y están, pues, acomodados a esa oscuridad.
E l Patente
203
una que no está fundada en los elementos, sino en la ruta única de
la realidad una; una facticidad que está elevada, más allá de todo
quizá, a la altura de la seguridad absoluta.
Y así es. Del mismo modo que el Dios antemundano había sur-
gido sólo como un producto a partir de su nada, así también el Dios
oculto —que es la única manera en que puede la fe ver a este re-
sultado del antemundo— sólo es el principio de un acontecimien-
to cyo primer acto vimos ya en la Creación divina del mundo. La
Creación no es para Dios meramente creación del mundo, sino ade-
más algo que tiene lugar en El mismo como Dios oculto. En este
sentido, ya hubimos de llamar a la Creación patencia de Dios. Y es
que en ella El se revela como Creador, o sea en puros actos que ya
no crecen ni aumentan, sino que son en el principio y de una vez
para siempre, y que, por ello, en lo que hace a Dios, no son actos,
sino propiedades suyas. Si ahora lo otro que surge, Juera de la
Creación, del estar Dios oculto ha de venir a completar la infinitud
ilimitada, liberada de una vez para siempre, que es la Creación de
Dios, y ha de hacerlo en la dirección de traer a convergencia esa in-
finitud con la unidad de lo fáctico, tiene que tratarse de algo que
tenga en sí el impulso a recorrer en todos sentidos la entera ancha
infinidad del poder de Dios; tiene, pues, que ser algo que de suyo
crece, que es capaz por sí de incrementarse. Cómo y dónde se rea-
liza este impulso, es cosa que aquí podemos dejar sin responder;
pero es necesario, y esto sí ha de quedar ya aquí claro, que tiene ese
impulso.
E l amor
20 4
para poder ahora salir de la oscuridad de la divina ocultación a la
claridad. La libertad para obrar se había manifestado en el poder
creador como ser esencial y propiedad. Ahora, en una inversión co-
!respondiente a ésa, el ser ligado por el destino ha de revelarse co·
mo acontecer que surge en el instante, como suceso que sucede.
Destino que irrumpe como un acontecer, con toda la pujanza del
instante, y no dictado desde siempre, sino precisamente brotando
ahora como negación de todo lo vigente desde siempre, e incluso
como negación del instante que precede inmediatamente a este ins-
tante. Y ¿qué es, por cierto, un instante que encierra en su propio
espacio estrecho todo el peso de la fatalidad: de una fatalidad que
no es que sea fa ta l, sino que de pronto está ahí y, en este su carác-
ter repentino, es, sin embargo, ineludible, como si estuviera dicta-
da desde siempre? La mirada a la criatura que fue creada a imagen
y semejanza de Dios, nos enseña cuál es el nombre único que po-
demos y debemos dar a este destino intradivino convertido en afee-
to. Del mismo modo que el arbitrio caprichoso de Dios, nacido en
el instante, se había invertido para pasar a ser poder duradero, así
también su esencia eterna lo hace para pasar a am or que se suscita
a cada instante nuevo, amor siempre joven y siempre primero. Pues
sólo el amor es simultáneamente violencia fatal sobre el corazón en
que se suscita, y a la vez, algo que acaba de nacer, algo que em-
pieza tan sin pasado, tan totalmente surgiendo en el instante al que
llena y sólo en él. Es pura necesidad, es —según las palabras del
gran amante que llevó su amor y al que su amor llevó por el in-
fiemo, el mundo y el cielo— puro deusfo rtio r me׳, pero, al tiempo,
según las palabras que inmediatamente siguen a ésas, no se apoya
en su violencia sobre ninguna fatalidad creada en el principio, so-
bre algún permanente hace-ya-mucho-que-existía, sino sobre el
siempre nuevo ahora-mismo de su haber llegado justo en este ins-
tante: ecce deus fo rtio r me qui veniens dominabitur m ihi. No es si-
no la sentencia del destino, contra la que se rompe y en la que se
rompe el capricho arbitrario del Dios mítico; pero es también tan
diferente de ella como dista el cielo de la tierra. Pues resulta por in-
versión de tal sentencia —la cual, como un simple Sí, un simple a sí
es y a sí está dictado, surgió de la nada—; y por esa inversión es
una necesidad que, como un No, como una autonegación siempre
nueva, irrumpe en lo patente desde la noche del Dios oculto, sin
preocuparse por nada de laque lo precedió o lo seguirá: todo él na-
cimiento del instante vivido, inmediatamente presente, de la vida.
Aquí comienza ese complemento del revelarse divino que me-
ramente se incoaba en los actos de la Creación y del que ya antes
hablamos. Para recuperar la facticidad de Dios, que amenazaba con
perderse en su ocultamiento, no hay que quedarse en su primera
205
patencia en una infinidad repleta de actos creadores. Ahí amenaza-
ba Dios con perderse tras la infinidad de la Creación. Parecía vol-
verse nada más que origen de la Creación y, por tanto, volver a ser
Dios escondido, que era justamente lo que con la Creación había
dejado de ser. De la oscuridad de su ocultamiento tiene que emer-
ger algo distinto del mero poder creador; algo en que la dilatada in-
finitud de los potentes actos creadores se mantenga en lo visible,
de modo que Dios no pueda volver a retirarse, detrás de esos actos,
a lo oculto. Tal mantenimiento de esa dilatada infinitud sólo puede
lograrse recorriendo por completo su anchura; pero como es una
anchura infinita, sólo la puede recorrer una fuerza de infinito alien-
to, una fuerza que no se canse. Y es evidente que esta fuerza tiene
también que surgir inmediatamente de la profundidad del divino
ocultamiento, ya que sólo así puede proporcionar lo que está aquí
exigido, a saber: asegurar la revelación acontecida en la Creación
contra su recaída en la noche del secreto. Así, pues, la primera re-
velación en la Creación exige, precisamente por su carácter de re-
velación, que irrumpa una segunda Revelación: una Revelación
que únicamente es revelación; una Revelación en sentido estricto;
no: una Revelación en el sentido más estricto.
Debe, pues, tratarse de una revelación que no ponga nada, que
no cree de sí nada sacándolo al vacío. Porque tal hacerse patente o
revelado era, efectivamente, también revelarse, pero sólo lo era
también: esencialmente y ante todo, era Creación. El llegar a ser
patente que ahora estamos buscando tiene que ser tal que sea por
completo esencialmente Revelación y nada más. Pero esto signifi-
ca que no le es lícito ser sino el abrirse de algo cerrado; la autone-
gación por una pura palabra de una esencia meramente muda; la
autonegación por■ un instante móvil de una perpetuidad que des-
cansa en la calma. En el brillo de tal instante habita la fuerza de
transformar el ser creado al que este brillo alcanza, de manera que,
de cosa creada, pase a ser testimonio de un revelar que ha tenido
lugar; Todas las cosas son testimonios así, ya por el hecho de que
son todas cosas creadas, y la Creación misma es ya la primera Re-
velación. Pero precisamente porque se trata de cosas creadas des-
de el principio, el que son testimonios de una Revelación aconte-
cida queda a su espalda, en la oscuridad del primer principio. Sólo
al recibir alguna vez en el tiempo la irradiación del brillo de una
Revelación no acontecida de una vez para siempre, sino aconte-
ciendo en ese instante, la circunstancia de que las cosas deben su
existencia a una revelación llegará a ser más que una circun-stan-
cia: llegará a ser el núcleo íntimo de su facticidad. Y sólo así, no
ya como testimonio de una Revelación sucedida en general, sino
como exteriorización de una Revelación que sucede ahora mismo,
20 6
en el instante, sale la cosa de su pasado esencial para entrar en su
presente vivo.
Y al ir ñuyendo este brillar a lo largo del tiempo, siempre de
nuevo, de cosa en cosa, libera a las cosas de su sólo-haber-sido-
creadas, y, a la vez, libera a la Creación de la angustia —que per-
manentemente pende sobre ella— de hundirse de nuevo en su orí-
gen de la nada, por una parte, y del ocultamiento divino, por la otra.
Así, la Revelación, precisamente en su surgir incondicionadamen-
te momentáneo, es el medio por el que la Creación se consolida en
sus figuras. El Creador aún podía retirarse tras la Creación a la os-
curidad rica en figuras y justamente por eso sin figura. Siempre le
quedaba, en cierto modo, la huida al pasado del origen, en donde
«podía ocultarse modestamente tras las leyes eternas». Pero el que
revela, el Manifiesto, puede mantenerlo, en su actualidad de todos
los tiempos, a cada instante en lo claro, en lo patente, en lo descu-
bierto, en el presente; y al hacerlo deja que el ocultamiento de Dios
se hunda definitivamente en el pasado. Dios ahora está presente;
presente como el instante, como cada instante; y así empieza a ser
lo que como Creador aún no había sido verdaderamente y sólo aho-
ra empieza a serlo: fáctico, como los Dioses de los paganos en la
fortaleza murada de su mito.
El amante
207
Sólo gracias a esta integridad de cada momento puede abarcar la
totalidad de una vida creada; pero realmente lo puede gracias a
ella. Lo puede al recorrer esa totalidad con un sentido siempre nue-
vo, iluminando y animando aquella particularidad ahora y aquella
otra después, en un curso que, empezando nuevo todos los días, no
tiene por qué terminarse nunca; un curso que a cada instante, dado
que del todo está en él, cree hallarse en la cima más alta que la cual
nada hay ya, y que, sin embargo, experimenta a diario que el trozo
de vida que ama nunca lo había amado aún tanto como hoy. Dia-
riamente el amor ama un poco más a lo amado. Este incremento
constante es la forma de la constancia en el amor, precisamente
porque él es suprema inconstancia y fidelidad que sólo se vuelca « 1
el instante presente y singular. Es así y sólo así como puede con-
vertirse, de infidelidad hondísima, en fidelidad constante; pues só-
lo la inconstancia del instante lo hace capaz de volver a vivir como
nuevo cada momento y llevar así la antorcha del amor por todo el
reino de noche y crepúsculo de la vida creada. Crece porque quie-
re siempre ser nuevo; quiere siempre ser nuevo para poder ser
constante; sólo puede ser constante viviendo del todo en lo incons-
tante, en el instante; y debe ser constante para que el amante no sea
tan sólo el vano portador de una agitación, sino un alma viva. Y,
así, ama Dios también.
Presente
208
tonces, verdad, en general, que amor significa ser menesteroso?
Quizá el serlo preceda al amor. Pero ¿qué sabe el amor de lo que lo
precede? El instante que lo suscita es su primer instante; a lo me-
jor, vistas las cosas desde fuera, está a su base una carencia. Pero
¿qué quiere esto decir, sino que el punto de la existencia creada al
que el amor no ha alcanzado con su iluminación descansa en la os-
curidad, a saber: en la oscuridad de la Creación? Esta oscuridad es
la nada que se encuentra a su base como fundam ento creado. Pero
en el amor mismo, en la estrecha tabla de su momentaneidad, no
hay espacio para ninguna menesterosidad. En el instante en que
existe, está pleno. El amor del amante siempre es dichoso. ¿Quién
le dirá que necesita de algo que no sea el amar?
Así, pues, el amor no es una propiedad, sino un acontecimien-
to, y ninguna propiedad tiene lugar en él. Que D ios ama no signi-
fica que el amor le es propio como una propiedad, como, por ejem-
pío, el poder de crear. El amor no es la forma fundamental, fija e
inmutable de su rostro; no es la rígida máscara que toma del rostro
del muerto el moldeador, sino el gesto fugaz —nunca una mueca
seca—, el brillo siempre joven que ilumina 10$ eternos rasgos. El
amor huye de hacer una imagen del amante. Tal retrato congelaría
el vivo rostro en el de un muerto. D ios ama es purísimo presente.
¿Qué sabe el amor de si amará, qué sabe, incluso, de si ha amado?
Le basta con saber sólo una cosa: que está amando. No se extiende
tampoco por la anchura de la infinitud, como lo hacen las propie-
dades: sabiduría y poder son omnisciencia y omnipotencia, pero el
amor no es omniamor. La Revelación nada sabe de un Padre om-
m amante. El amor de Dios siempre está por entero en el momento
y en el punto en que ama, y es únicamente en la infinitud del tiem-
po, paso a paso, como alcanza punto a punto y anima el todo. El
amor de Dios ama a quien ama y donde ama. No hay pregunta que
tenga derecho a abordarlo, porque a todas las preguntas les llegará
la respuesta cuando Dios ame también al que las formula, al que se
cree abandonado del amor de Dios. Dios ama siempre sólo al que
ama y a aquello que ama; pero lo que separa a su amor de un om-
niam or es únicamente el aún-no. Unicamente aún no ama Dios a
todo además de aquello a lo que ya está amando. Su amor anda por
el mundo con ímpetu siempre nuevo. Está siempre en el hoy, ente-
ramen te en el hoy; pero todos los ayeres y los mañanas muertos se
sumirán un día en este hoy triunfante. Este amor es la eterna victo-
ria sobre la muerte. La Creación, coronada y clausurada por la
muerte, no puede resistirle: ha de entregársele a cada instante, y
por ello, en definitiva, ha de entregársele también en la plenitud de
todos los instantes, en la eternidad.
20 9
E l Islam: la religión de la humanidad
Esto que aparece como la angostura del concepto del amor di-
vino tal como la fe lo capta, a saber, el hecho de que este amor no
irradie en todas direcciones, como una propiedad esencial, al mo-
do de la luz, sino que tome, con un enigmático tomar, a los singu-
lares —hombres, pueblos, tiempos, cosas—, y que no quepa calcu-
lar este tomar más que por lo que se refiere a la certeza única de
que un día tomará también a lo que aún no ha tomado; esta apa-
rente estrechez es lo que realmente hace amor al amor. Sólo así,
arrojándose por entero a cada instante, aun cuando por ello olvide
a todo lo demás, puede finalmente tomarlo de veras todo. Si todo
lo tomara de un golpe, ¿qué otra cosa sería sino lo que ya fue la
Creación? Pues la Creación lo creó todo de una vez, y así fue co-
mo pasó a ser perpetuo pasado. Un amor que desde un comienzo lo
hubiera tomado todo, se quedaría, precisamente, en algo que fue
desde un comienzo, en nada más que un pasado, y no en eso que
hace amor al amor: en presente, en puro presente sin mezcla.
Ese pasado determina el concepto del Revelador en el Islam.
Igual que ocurría en el libro anterior con el concepto del Creador,
aquí también el del Revelador surge inmediatamente del Dios vivo
del mito, sin la inversión, tantas veces evocada, del Sí y el No.
Igual que antes el capricho creador no se consolidaba en sabiduría
creadora, así también ahora la Revelación queda en propiedad di-
vina, en necesidad de la esencia divina. No viene sobre ella el mo-
mentó; no se toma pasión autonegadora: tan afín es a la Creación
— no a la Creación en el concepto que el Islam tiene de ella, según
el cual es acto libre e innecesario del capricho arbitrario de Dios,
sino a la Creación según el concepto que de ella tiene la fe—. Tan
necesaria, tan esencialmente, tan al modo de una propiedad, se des-
prende de Dios en el Islam la Revelación.
La esencia de Allah es ese omniamor que no se regala a sí mis-
mo sin límites en cada instante de amor, sino que saca de sí y da a
la humanidad la Revelación, como si se tratara de un regalo que
fuera un objeto. El don no es arbitrario. Toda instantaneidad —que
eso sería el arbitrio caprichoso— le es ajena. Dios es el misericor-
dioso, como dicen todas las suras del Corán. La misericordia es su
propiedad, que irradia esencialmente sobre todos los hombres y to-
dos los pueblos. El Corán rechaza del concepto de Dios la idea de
una predilección que toma partido, por ejemplo, en favor de un
pueblo. A todos los pueblos, y no sólo al árabe, ha enviado Allah
un profeta, y cada profeta enseñó a su pueblo todas las verdades de
la fe. Que estas verdades estén hoy en la mayoría de los pueblos re-
ducidas al silencio o distorsionadas, es algo que, desde luego, ha
21 0
brá que explicar; pero la explicación es fácil: esos pueblos no han
creído a sus profetas; ellos tienen la culpa de no haber perseverado
en la Revelación. Allah se la dio tanto como ahora se la da al pue-
blo de Mahoma. Para mantener esta ficción hubo que inventar fi-
guras de profetas del pasado y sus respectivos destinos. Lo exigía
la concepción central: que Allah tiene que revelarse. Esa es su
esencia: ser m isericordioso, y así, se ha revelado. Hay que traducir
por misericordioso la palabra correspondiente del primer verso de
las suras, porque se ha forjado del cuerpo vivo de la lengua sagra-
da, en donde se la puede emplear tanto entre hombres como del
hombre a Dios y de Dios al hombre, y se la ha limitado luego a es-
te último uso, el específicamente teológico; así que ya no significa
el amor en general, sino un amor que sólo puede ir de Dios al hom-
bre, o sea, justamente, la misericordia. Y esta revelación está com-
pleta desde el principio: Dios ya mandó el Islam a Adán y, por tan-
to, también a todos los demás profetas que le siguieron. Los
Patriarcas, los Profetas, Jesús son todos creyentes en el sentido pie-
no y teológicamente oficial de la palabra. La preeminencia de Nía-
homa estriba en sus cualidades personales, pero no en que sobre él
se haya derramado una plenitud superior del amor divino. Su viaje
a través de los siete cielos no es prueba alguna divina de gracia, si-
no un milagro del propio profeta. La plenitud de este amor no an-
menta: de una vez por todas se volcó sobre el mundo, y no hay en
ella incremento. Todo lo instantáneo, todo lo obcecadamente par-
tidista le es ajeno; pero también se lo es la fuerza siempre ciega co-
mo la que anima al amor auténtico. Allah, a diferencia del Dios de
la fe, no podría decir a los suyos cara a cara que los ha escogido
entre los demás en medio de sus pecados* y para traerlos a la res-
ponsabilidad por esos pecados. Que las carencias del hombre sean
más poderosos suscitadores del amor de Dios que sus méritos, es
para el Islam una idea imposible, un pensamiento absurdo; pero es
el pensamiento que hace el corazón de la fe. Allah tiene misericor-
día de la humana debilidad; pero es ajeno al Dios de Mahoma pre-
ferirla a la fuerza. Le es ajena esta divina humildad.
Y a modo de signo de que en el Islam la Revelación no es un
acontecimiento vivo entre Dios y el hombre, un acontecimiento en
el que el propio Dios entre hasta la perfecta autonegación, un divi-
no regalarse a sí mismo, sino que es una donación libremente en-
tregada, que Dios pone en las manos del hombre, la Revelación es
en él desde un comienzo algo que en la fe no llega nunca a ser del
todo —y que incluso para la propia conciencia de ésta sólo llegó
poco a poco a serlo en algún modo—: un libro. La primera palabra
• Cf. Am3,2.
211
de la revelación a Mahoma es ¡lee! Se le muestra la página de un
libro, y un libro es lo que le trae del cielo el arcángel en la noche
de la Revelación. Para el judaismo, la doctrina oral es más antigua
y más santa que la 6801113*, y Jesús no dejó a los suyos palabra es-
crita alguna. El Islam es, en cambio, desde el primer instante, reli-
gión del libro. El libro que es enviado del cielo: ¿puede haber ma-
yor alejamiento de la representación de que Dios mismo descien-
de**, se entrega a sí mismo al hombre, se le abandona? Dios está
sentado en su trono del más alto cielo, y manda al hombre... un li-
bro.
E l ALMA
O bstinación
212
pues el obstinado es un tipo especial de hombre; sino que se mués-
tra como una propiedad que lleva en sí duraderamente el hombre,
sin que acarree peculiares manifestaciones de una fisonomía partí-
cularmente característica? Habría de ser un orgullo que no estuvie-
ra orgulloso de esto o aquello, porque en tal caso sería, sí, una pro-
piedad, pero sólo una entre tantas propiedades, y no propiedad
esencial, sobre la que el hombre entero puede descansar. Quizá la
palabra «orgullo» está demasiado sesgada hacia la otra parte: en
ella resuena demasiado la altanería; la altanería cuya auténtica ma-
nifestación sólo es, precisamente, la terquedad. Sin embargo, el or-
güilo está puramente en medio entre la terquedad u obstinación y
esa inversión de ella que estamos buscando. Puede exteriorizarse,
y entonces, se toma por entero y de suyo obstinación altanera, hy-
bris·, pero también cabe que, más allá de toda idea de exteriorizar-
se, no haga más que ser. Ahora bien, este orgullo en el que el hom-
bre está en calma y se deja llevar, es el opuesto puro de la obstina-
ción que sufre constantes arrebatos. Es la humildad.
Humildad
213
ahora de la vida que hasta aquí sólo suscitaba en el espectador, y se
hace, pues, viviente. Ahora puede abrir la boca y hablar.
Lo amado
21 4
ma; y Dios se regala al alma, no el alma a Dios —¿cómo podría ha-
cer tal cosa, por otra parte, si es en el amor de Dios cuando empie-
za a brotar de la roca del sí-mismo la flor del alma? Antes, el hom-
bre, sin sentir, estaba mudo y vuelto a sí; ahora, en cambio, es al-
ma amada.
Fidelidad
215
tinuos arrebatos el carácter, es el origen secreto del alma; ella es
quien da a ésta la fuerza de mantenerse y permanecer. Sin las tor-
mentas de la obstinación en el sí-mismo, la calma marina de la fi-
delidad en el alma no sería posible. La obstinación, este mal origi-
nario que bulle oscuramente en el hombre, es la raíz subterránea
desde la que asciende al alma amada por Dios la savia de la fideli-
dad. Sin las tinieblas de la cerrazón del sí-mismo, no cabe la clara
revelación del alma; sin obstinación no cabe fidelidad. Lo que no
quiere decir que en el alma amada siga habiendo obstinación. La
obstinación se ha convertido en ella por entero en fidelidad; pero la
fuerza de mantenerse, de la que da pruebas el alma amada contra
el amor con el que es amada, esa fuerza de la fidelidad procede en
ella de la obstinación del sí-mismo, que en ella ha desembocado.
Como el alma lo mantiene, Dios se deja mantener por ella. Y así,
la propiedad de la fidelidad le da fuerzas para vivir perdurable-
mente en el amor de Dios. Y es así como también desde lo amado
procede una fuerza —que no es una fuerza de impulsos constante-
mente nuevos, sino que es el resplandor apacible de un gran S í en
el que el amar del amante, que siempre se está autonegando, en-
cuentra lo que en sí mismo era incapaz de hallar: afirmación y du-
ración—. La fe fiel de la amada afirma el amor del amante, que va
vinculado al instante, y lo consolida en algo permanente. Esto es el
amor-respuesta: la fe de la amada en el amante. La fe del alma da
en su fidelidad testimonio del amor de Dios y proporciona a éste su
ser permanente. Si dais testimonio de mí, entonces yo soy Dios, y
si no, no1״: así hace hablar al Dios del amor el maestro de la Cába-
la. El amante, que se abandona a sí mismo en el amor, es creado
nuevo, y para siempre, en la fidelidad de la amada. El por la eter-
nidad que percibe el alma la primera vez que es sobrecogida por el
amor del amante, no es ningún autoengaño ni cosa que se quede en
el interior de ella: prueba ser una fuerza viva y creadora al arran-
car al amor mismo del amante del momento y eternizarlo de una
vez para siempre. El alma está en el amor de Dios tranquila como
un niño en los brazos de su madre. Puede atreverse más allá del
más lejano mar""״, hasta llegar a las puertas de la tumba: siempre
está junto a El.
216
tras de ser la recepción externa y carente de comprensión de estos
conceptos. Otra vez sucede que el Islam los tiene por entero, hasta
el umbral de la inversión interna, y a su vez, carece por completo
de ellos. Que «Islam» quiera decir, como pretende Goethe, estar
entregado a Dios, es ya una traducción confundente. Islam no sig-
nifica estar entregado a Dios, sino resignarse a Dios, contentarse
con El. La palabra que designa en la lengua sagrada, en su forma
radical simple, la paz tranquila y consistente de Dios, se transfor-
ma en la palabra «Islam», gracias a la sílaba preformativa que aquí
se introduce, en un causativo: en un hacer u ocasionar; en un acto.
El date por satisfecho del Islam no desemboca en un «ten paz», si-
no que permanece siempre en el darse por satisfecho que debe re-
novarse a cada instante. Y, así, la humildad del hombre al que la
Revelación se dirige, conserva en el Islam la marca de la obstina-
ción del sí-mismo: el No que en todo momento se está negando a
sí mismo. Islam no es una actitud del alma que sea para ella un es-
tado, sino que es una interminable secuencia de cumplimientos de
deberes. Y no sucede, por ejemplo, que estos cumplimientos de
deberes se entiendan, en cierto modo, sólo simbólicamente, o sea,
como signo y expresión del estado de contentamiento del alma, o
como medio para alcanzarlo, sino que se valoran por sí mismos y
son, en mayor o menor medida, hasta tal punto racionales que en
verdad puede tener lugar esta estimación inmediata de ellos. El Is-
lam llega, así, a una explícita ética del rendimiento. La medida de
la entrega a Dios se evalúa en el acto moral singular que se exige
para realizarla. Cuanto más difícil sea el acto, tanto más estimado
es, porque tanto mayor será la entrega a Dios que fue precisa para
el acto.
En cambio, para la fe el acto moral como acto singular en rea-
lidad carece de valor y a lo sumo puede ser estimado como signo
del estado global de humilde temor de Dios. Lo que en ella se so-
pesa es el alma misma, la autenticidad de su fe, la fuerza de su es-
peranza, y no el acto aislado. No hay deberes pesados y deberes li-
geros: todos son igual de pesados o igual de ligeros, porque son to-
dos tan sólo simbólicos. Al valorar como lo hace la dificultad de un
rendimiento aislado, el Islam, sin quererlo, es el heredero de la éti-
ca del paganismo final —la del estoicismo—, del mismo modo co-
mo, por otra parte, es el precursor de la ética neopagana de la vt'r-
tú, que sigue viva hasta el presente. En Algacel, el gran reformador
del Islam, encontramos un pasaje sumamente significativo, en el
que saltan inmediatamente a la vista tanto la relación intrínseca de
las cosas como los puntos históricos de comparación. Me refiero a
cuando contrapone la castidad de Jesús y la sensualidad de Maho-
ma, y hace el elogio de su profeta frente al profeta de los nazare
217
nos. Mahoma prueba ahí ser superior porque su fervor para con
Dios fue lo suficientemente fuerte como para seguir inflamado pa-
sando por encima de la satisfacción de los impulsos. El profeta de
los nazarenos tuvo que renunciar a tal satisfacción porque su pie-
dad no ardía con el fuego bastante para no apagarse en el mismo
caso. Así, en este pasaje lo más íntimo, la propia piedad, que es
aquello con lo que todo lo que un hombre rinde debería medirse, si
es que tanto pudiera el hombre, es contemplada desde el punto de
vista de los rendimientos y es medida según los obstáculos que se
han superado.
Así es el hombre que en el Islam se alza ante el amor divino. No
lo recibe en calma, en absoluto, sino que pugna por él con actos y
más actos. Pero es que tampoco el amor de Dios era aquí en abso-
luto propiamente amor, sino el derramarse dilatado y en todas di-
recciones de la Revelación. El Islam, pues, no conoce ni al Dios
amante ni al alma amada. La Revelación de Dios acontece en una
dilatación apacible, y la recepción por parte del hombre acontece
en el apremio turbulento e inquieto de los actos. Si hay aquí que
hablar de amor, tendría Dios que ser lo amado y el hombre el
amante; sólo que así destruiríamos el sentido de la Revelación, que
va de Dios al hombre. Y es que realmente en el Islam es en verdad
el hombre quien fuerza la Revelación por su menesterosidad, de la
que Dios tiene misericordia. Tener misericordia no es, justamente,
amor. Igual que confundía al Revelador con el Creador, confunde
el Islam el alma amada con la criatura menesterosa. Y es que per-
manece apegado a las figuras que no se han transformado, tal co-
mo se las mostró el mundo pagano, pero cree que, tales como es-
tán, puede ponerlas en movimiento valiéndose del concepto de Re-
velación. Mahoma estaba orgulloso de haber hecho fácil la fe a sus
seguidores. La hizo demasiado fácil. Pensó que podía ahorrarse él
mismo y ahorrar a los suyos la intema inversión. No sabía que toda
Revelación empieza con un gran No. La inversión que sufren todos
los conceptos del antemundo al entrar en la luz del mundo real, no
es otra cosa que este No. Así como la Creación está bajo el signo
del Sí, la Revelación lo está bajo el del No. No es su palabra origi-
naria. Pero su primera palabra en voz alta, su palabra-raíz, es yo.
Palabra-raíz
218
pre es un pero yo... *. Incluso cuando quiere permanecer incógnito
y se reviste con la sencilla capa de lo que es evidente de suyo; por
ejemplo, cuando Lutero confiesa ante la Dieta imperial su actitud,
su determinación y su confianza, y las tres no como suyas, el bri-
lio de la mirada traiciona al rey disfrazado, y la historia universal,
en la hora de dejar el disfraz, pone tres gruesos subrayados bajo
aquel triple yo. Pues el yo siempre es, lo quiera o no, sujeto en
cuantas frases aparece. No puede nunca ser pasivo, ni ser objeto.
Preguntémonos con sinceridad si en las frases me estás pegando, o
él me pegó —por supuesto, no cuando las leemos, sino cuando las
decimos—, son realmente tú y él los sujetos respectivos, y no más
bien yo, como ya lo delata cierto perceptible acento cuando las pro-
nunciamos y que falta en los casos de los objetos corrientes. Pero
es que también desde la palabra originaria, desde el «no de otro
modo» que ya habla también, como No originario, en todas las pa-
labras, conduce, en cuanto se pronuncia, una vía directa al yo. Y así
es como se ve ahora por qué no pudimos conformamos, siguiendo
el ejemplo de los escolásticos, con el sic e t non, sino que tuvimos
que afirmar el a sí y no de otro modo —o sea, tuvimos que afirmar,
en vez del non, la doble negación del no de otro modo.
Forma dialógica
• C f. Mt 5, 22.
219
ahora, como ocurría en la Creación, de especie de palabras en es-
pecie de palabras, sino conforme al ser hablado completamente
real del lenguaje; al ser hablado en el que aquí, en el fragmento
central de toda nuestra obra, nos mantenemos. Procederemos,
pues, de palabra real en palabra real. Sólo mediante la reflexión po-
demos —y, ciertamente, debemos— reconocer en las palabras rea-
les también a los representantes de una especie de palabras. Pero
no las hallamos como tales representantes de una especie, sino que
las encontramos inmediatemente como palabra y contra-palabra, o
sea respuesta.
Monólogo
La pregunta
220
co que ya se conoce de él. Pero ella le basta al Yo para descubrirse
a sí mismo. No necesita ver al Tú. Al preguntar por él, con el dón-
de que figura en la pregunta da testimonio de que cree en la exis-
tencia del Tú aun cuando no se haya éste presentado ante sus ojos,
y así se expresa como Yo y se dirige a sí mismo la palabra como
Yo. Se descubre el Yo en el momento en que afirma la existencia
del Tú preguntando por el dónde del TÚ.
La llamada
* Gén 2 2 ,1.
221
E l oír
E l mandamiento
• D t 6 ,5 .
222
su pureza en la forma del pretérito, el imperativo es presente abso-
lutamente puro y sin preparativos. No sólo sin preparativos, sino
incluso sin premeditación. El imperativo del mandamiento no hace
previsiones para el futuro: lo único que se puede representar es la
instantaneidad de la obediencia. Si estuviera pensando en el futuro
o en siempre, no sería mandamiento ni orden, sino ley. La ley cuen-
ta con tiempos: con futuro, con duración. El mandamiento sólo sa-
be del instante; espera su buen éxito en el instante mismo de ex-
presarse, y cuando tiene la magia del tono auténtico de las órdenes,
nunca se verá defraudado en esta expectativa.
Presente
La revelación
* Di 6,6.
** Sal 95,7.
223
también el sello que, impreso sobre todas las palabras, marca al
mandamiento único como mandamiento del amor. El Yo el Eter-
no*, este Yo —el gran No del Dios escondido que niega su propio
ocultamiento— con el que empieza la Revelación, la acompaña
mandamiento a mandamiento. Este Yo el Eterno crea en el profeta
el instrumento propio y el estilo propio para la Revelación. El pro-
feta no es mediador entre Dios y los hombres; no es que él reciba
la Revelación y la transmita; sino que desde él resuena inmediata-
mente la voz de Dios. Dios habla desde él inmediatamente como
Yo. El auténtico profeta no es el gran maestro del plagio de la Re-
velación, que deja hablar a Dios y traslada la Revelación, a él con-
cedida en lo secreto, a los circunstantes pasmados. No es, en abso-
luto, que él deje hablar a Dios, sino que en cuanto abre la boca, ya
está Dios hablando. Apenas el profeta dice su A sí habla el Eter-
no**, o incluso el más breve y apresurado Palabra del Eterno***,
que se ahorra el verbo, toma ya Dios posesión de sus labios. El Yo
de Dios es la palabra-raíz que atraviesa, como un calderón, toda la
Revelación, y se rebela ante cualquier traducción en El: es Yo y ha
de seguir siendo Yo. Solamente el Yo, y no El alguno, puede pro-
nunciar el imperativo del amor; que siempre dice tan sólo ámame.
E l recibir
La vergüenza
Ex 20,2.
Ex 11,4, por ejemplo
Cuantiosísimos ejemplos en los textos profétícos.
224
es algo conocido, de modo que va al pasado y ya no es lo presente
que se pretendía decir en la confesión. De aquí que la confesión del
amante se tome de inmediato mentira, y que esté muy bien —y sea
un signo de la profundidad formidable a la que todo esto está an-
ciado en lo inconsciente— que se rehúse creer la mera confesión
de amor y vuelva a cerrarse el alma de la amada, que estaba ya
abierta. El amante sólo habla con verdad en la forma de la exigen-
cia de amor, pero no en la de la confesión amorosa. Otra cosa le su-
cede a la amada. La confesión del amor no es en ella mentira. Una
vez que ha nacido, su amor es algo permanente y perdurable; lúe-
go le es lícito estar por él, confesarlo. También es cosa presente su
amor, pero de otra manera que lo es el amor del amante: es presente
sólo porque dura, sólo porque es ñel. Al confesarlo es reconocido
como, justamente, algo presente que posee duración y que quiere
tenerla. Por lo que hace al futuro, a la confesión de amor todo le
parece claro y luminoso: la amada es consciente de que en el futu-
ro quiere seguir siendo lo que es, la amada. Pero atrás, en el pasa-
do, hay un tiempo en que aún ella no lo era, y este tiempo del no
ser amada, del no amor, se le aparece cubierto de espesa oscuridad.
Como para ella el amor se hace perdurable únicamente como fide-
lidad y, por tanto, mirando tan sólo al futuro, esa oscuridad llena
todo el pasado hasta tocar con el instante de la confesión amorosa.
Es ésta la que arrebata al alma hasta la dicha del ser amada, y has-
ta ahí todo es no amor, e incluso la disposición al amor en la que el
sí-mismo llamado por su nombre se ¿?rió a ser alma, yace en las
sombras. Por ello no le es fácil al alma la confesión de amor. Al ha-
cerla, se desnuda. Es dulce confesar que se responde con amor al
amor y que en el futuro no se quiere otra cosa que ser amado; pe-
ro es duro confesar que en el pasado se estuvo sin amor. Pero no
sería el amor lo que conmueve, prende y arrebata, si el alma con-
movida, prendida y arrebatada no fuera consciente de que hasta ese
instante ha estado sin conmoción ni arrebato. Luego se precisa una
conmoción para que el sí-mismo pueda llegar a ser alma amada. Y
el alma se avergüenza de su sí-mismo pasado y de no haber roto
con sus propias fuerzas la proscripción en que estaba. Tal es la ver-
güenza que se impone a la boca amada que quiere confesar: ha de
confesar su pasada y aún presente debilidad, cuando lo que querría
es confesar su dicha futura y ya presente. Y así se avergüenza de
confesarle su amor el alma a la que Dios dirige su mandamiento de
amor; pues sólo puede confesar su amor confesando al mismo
tiempo su debilidad, y al debes amar de Dios contesta he pecado*.
225
La reconciliación
22 6
ta la confesión del amor del amante, por la que suspiraba antes de
confesarle su amor. En el mismo instante en que ella se atreve a
confesar, está tan cierta del amor de El, como si El estuviera susu-
rrándole su propia confesión de amor. La confesión de la culpabi-
lidad aún presente, en aras de la cual se confiesa la culpa pasada,
ya no es confesión de los pecados —tal cosa, como el propio pe-
cado confesado, está en el pasado— , n i confiesa tampoco el vacío
de amor del pasado, sino que lo que el alma dice es: También yo
ahora amo, en este mismísimo instante presente, aunque, desde
luego, no como me sé amada. Mas tal confesión le es ya su dicha
suprema, porque abarca la certeza de que Dios la ama. Y esta cer-
teza no le viene de la boca de Dios, sino de su propia boca.
La confesión
22 7
na de dicha, no puede por más que creer que el amado es un hom-
bre bueno, y no puede conformarse con que sea el que la ama, asi-
mismo el alma adquiere en ser amada la certeza de que el Dios que
la ama es verdaderamente Dios, el Dios verdadero.
E igual que en la fe de la amada en el amante llega éste real-
mente a convertirse en hombre —pues amando es como se des-
pieria el alma y empieza a hablar, pero ser, ser que sea visible pa-
ra sí mismo, sólo lo adquiere al ser amada—, así también, por su
parte, Dios adquiere sólo aquí, en el testimonio del alma creyente,
la realidad gustable y visible, más acá de su ocultamiento, que an-
tes, más alia de su ocultamiento, había un día poseído, de otra ma-
ñera, en el paganismo. Al confesar el alma ante el rostro de Dios y
confesar, así, el ser de Dios y dar de él testimonio, es como Dios,
el Dios revelado, adquiere ser: si me confesáis, soy. Y ¿qué res-
ponde Dios a este soy tuya* con que lo confiesa el alma amada?
E l conocimiento
228
vido de la Revelación se hace visible un pasado que prepara y pre-
vé providente ese milagro. La Creación que en la Revelación se ha-
ce visible, es Creación de la Revelación. Sólo aquí, una vez que
queda establecido irrevocablemente el carácter vivencial y presen-
te de la Revelación, es cuando le es lícito recibir un pasado; pero
ahora no sólo le es lícito, sino que le es también forzoso. A1 soy tu-
ya con que el alma lo confiesa, no responde Dios con un igual de
simple eres m ía, sino que echa mano de lo pasado y se muestra co-
mo el autor y el primer interlocutor de todo este diálogo a dos en-
tre El y el alma; Te he llamado por tu nombre. Eres mía*.
Elfundam ento
El soy tuya del alma amada puede decirse sin fundamento; in-
cluso sucede que sólo así puede decirse. El alma lo dice puramen-
te por la sobreabundancia viva de su instante de dicha. En cambio,
la respuesta, el eres mía del amante, como proposición que no tie-
ne por sujeto al yo, es más que mera palabra del propio corazón:
aunque sólo sea en el círculo más estrecho e íntimo, establece re-
lación con el mundo de las cosas. Luego tales palabras sólo pueden
ser dichas si se adecúan a la forma del mundo. Debe antecederlas
un fundamento, un pasado en que se base su presente, ya que este
presente no quiere ser sólo ya el inmediato presente íntimo, sino
que se afirma como presente en el mundo. El amante que dice a la
amada eres m ía, tiene conciencia de que ha engendrado en su amor
a la amada** y la ha parido con dolores. Se sabe creador de la
amada. Y ahora, con tal conciencia, la abraza y la envuelve con su
amor en el amor: eres mía.
Pero al hacer esto Dios, su revelación al alma ha aparecido en
el mundo y se ha hecho un trozo de mundo. No es que con ella pe-
netie en el mundo algo ajeno; sino que la Revelación, aun perma-
neciendo por entero presente, se acuerda retrospectivamente de su
pasado y lo conoce como un trozo de mundo pasado. Con lo que,
además, le da a su presencia el puesto de algo real en el mundo,
pues lo que está fundado en un pasado, no es, en su presente, cosa
meramente interior, sino algo visiblemente real. La historicidad del
milagro de la Revelación no es su contenido —que es y continúa
siendo su carácter de presente—, sino su fundamento y su garantía.
Es en esta historicidad suya, en esta «positividad», donde encuen-
tra la fe vivida la suprema certeza que le es posible, tras haber
* Is 43,1.
*· Cf. la página 12a del tratado talmúdico S o fá .
229
experimentado ya, desde sí misma, la más alta dicha que le cabe.
La certeza en cuestión no precede a aquella dicha, sino que ha de
seguirla. Y es en la certeza de la antiquísima llamada a la fe por el
nombre propio en donde halla reposo la fe vivida. Es verdad que
ya antes nada podía separarla de Dios, pero sólo porque, al estar
hundida en lo presente, no veía nada fuera de sí. Ahora sí puede
tranquilamente abrir los ojos y mirar en tomo el mundo de las co-
sas. No hay cosa que pueda separarla de Dios, porque al mirar el
mundo de las cosas está viendo en la facticidad irrevocable de un
acontecimiento histórico el fundamento histórico de su fe. El alma
puede dedicarse al mundo con los ojos abiertos y sin andar soñan-
do, que siempre permanecerá en la cercanía de Dios. El eres mía
que se le ha dicho traza en torno a sus pasos un círculo protector.
Sabe ahora que tan sólo necesita extender la diestra para sentir que
la diestra de Dios viene a su encuentro. Sólo puede decir: D ios mío,
D ios mío*; sólo puede orar.
La súplica
23 0
vivir de tal fe. El milagro fundamental de la Revelación, que ocu-
rrió una vez en el pasado, exige completarse con otro milagro ulte-
rior, que aún no ha sucedido. El Dios que llamó por su nombre un
día al alma —cosa que, como todo lo pasado, «consta», pero no ha
llegado a conocimiento de ningún tercero—, tiene que «volver a
hacerlo», pero ahora ante los ojos de todo lo que vive*.
El grito
El alma, pues, tiene que rezar por que venga el Reino. Dios des-
cendió una vez y fundó su Reino. El alma reza por la repetición fu-
tura de este milagro, por la plenitud del edificio que en otro tiem-
po se fundó —y por nada más—. El alma grita: Ojalá rasgaras el
cielo y bajaras. El uso lingüístico del lenguaje original de la Reve-
!ación expresa con gran hondura este ojalá mediante la forma
interrogativa ¿quién nos diera que tú... ?** Da cima la Revelación
en deseo incumplido, en el grito de una pregunta que queda abier-
ta. Que el alma traiga el valor de desear así, de preguntar así, de gri-
tar así, tal perfección de la confianza amparada en Dios es la obra
de la Revelación. Pero ya no está en su poder cumplir el deseo, res-
ponder a la pregunta, acallar el grito. Lo que le es propio, es lo pre-
sente; hacia el futuro tan sólo puede lanzar el deseo, la pregunta y
el grito. Pues el futuro no aparece en el presente más que bajo es-
tas tres figuras, que sólo son una. Y por esto es por lo que esta co-
sa última, la oración, aunque es la cima de ella, sólo a medias le
pertenece: sólo como poder y deber orar, pero no como oración
real. La oración por la venida del Reino siempre queda siendo un
grito y un gemido: una jaculatoria. Pero hay una oración diferente.
De este modo, lo último que aún pertenece por completo al reino
de la Revelación es la fe enteramente en calma: el descanso del al-
ma en el eres m ía de Dios; la paz que ha encontrado a sus ojos. El
diálogo del amor termina ahí. Pues el grito que lanza el alma en el
instante del supremo cumplimiento inmediato traspasa los límites
de ese diálogo: ya no procede de la calma feliz de ser amado, sino
que asciende, con una intranquilidad que es nueva, de una profun-
didad del alma nueva y que aún nos es desconocida. Y su gemido
va, por encima de la cercanía del amante, que no se ve, pero es sen-
tida, hacia el alba de la infinitud.
231
LÓGICA DE LA REVELACIÓN
Búsquedas gramaticales
El nombre propio
232
dad. No es ninguno de los dos el... por el hecho de ser un..., sino
que se trata de un singular sin género. En el lugar del artículo, lo
que hay es la determinación inmediata del nombre propio. Lia-
mando por el nombre propio fue como entró la palabra de la Reve-
Iación en el diálogo real. Con el nombre propio se abre brecha en
la muralla formidable de las cosas. Lo que tiene un nombre propio
ya no puede ser cosa, ya no puede ser la cosa de cualquiera: es in-
capaz de desaparecer en el género sin dejar rastros, pues no hay gé-
neto al que pertenezca, sino que él es su propio género. Tampoco
tiene ya un lugar suyo en el mundo, un instante suyo en el aconte-
cer; sino que porta consigo su aquí y su ahora. AHÍ donde está, es-
tá un centro; y allí donde abre la boca, hay un principio.
En el abigarrado mundo de las cosas no había centro ni prínci-
pió; pero el Yo, con su nombre propio, al ser en sí mismo centro y
principio según su creación como hombre y, a la vez, como Adán,
trae ahora al mundo estos conceptos de centro y de principio; pues
para su centro vivencial exige en el mundo un centro, y para su
principio vivencial, un principio. Exige orientación: reclama un
mundo que no se encuentre en el indiferente estar cualquier cosa
junto a cualquier otra y que no fluya en una sucesión igualmente in-
diferente; un mundo, pues, que apuntale el fírme fundamento de un
orden externo para su orden interno, que a él siempre le acompaña
en su vivencia. El nombre propio exige nombres fuera de sí. El pri-
mer acto de Adán es dar nombre a los seres del mundo. Lo cual es,
otra vez, una palabra premonitoria, pues Adán nombra a los seres
tal como le salen al paso en la Creación, como géneros, y no como
seres singulares; y los nombra él mismo, expresando así, sencilla-
mente, su exigencia de nombres. Pero esta exigencia permanece in-
cumplida, pues los nombres que él reclama no son nombres que él
mismo dé, sino nombres que se le ieyelen, como el suyo propio;
nombres en los que adquiera fundamento y base la propiedad de su
nombre. Para esto no se precisa que el mundo entero esté lleno de
nombres; pero sí que al menos debe haber en él nombres bastantes
como para darle al suyo propio fundamento. La propia vivencia
que va junto con el nombre propio necesita, pues, fundamentación
en la Creación: en la Creación que ya antes llamamos Creación de
la Revelación, Revelación histórica. Y tal fundamentación, ya que
se halla en el mundo, tiene que ser tempoespacial, precisamente pa-
ra así poder dar fundamento a la certeza absoluta que tiene la vi-
vencía de poseer sus propios espacio y tiempo. De modo que la
fundamentación en cuestión debe crearle en el mundo a la vivencia
tanto un centro como un principio: centro en el espacio y principio
en el tiempo. Al menos ambos tienen que haber recibido sus nom-
bres, aun cuando el resto del mundo siga todavía en la oscuridad de
233
lo anónimo. Hene que haber en el mundo un Dónde, un lugar aún
visible, desde el que la Revelación irradie; y también un Cuándo,
un instante en que abrió la boca y que todavía resuena. Ambos tie-
nen no que haber sido hoy, pero sí que haber sido una vez, que ha-
ber sido únicos, tan únicos en sí como hoy lo es mi vivencia, por-
que tienen que dar fundamento a mi vivencia. Aunque hoy, en sus
consecuencias ulteriores, el haber tenido lugar espacial y el haber
ocurrido temporal de la Revelación sigan viviendo en portadores
separados, el uno en la comunidad de Dios y el otro en la palabra
de Dios, ha tenido que haber una vez en que fueron fundados de un
solo golpe. Fundamento de la Revelación, y, simultáneamente, cen-
tro y principio, es la revelación del nombre de Dios. Por el nombre
de Dios revelado es por lo que viven su vida hasta el día de hoy,
hasta el presente instante y hasta la propia vivencia, tanto la comu-
nidad que se constituyó como la palabra que se redactó. Porque en
verdad el nombre no es, como lo ha querido siempre la increencia
con su vaciedad orgullosa y obstinada, ruido y humo, sino palabra
y fuego. Hay que nombrar y que confesar el Nombre: yo lo creo.
234
tasmales. Pero tienen prohibida la entrada en el reino de los nom-
bres revelados, cuyas puertas no las pasan los en general, los si en-
tonces, los por una parte pero por otra parte, los en cualquier si-
tío y en algún momento. El objeto ve que su lugar está en el inte-
rior ya ocupado por el nombre; la ley, que está ocupado por el
mandamiento. Y vacilan desconcertados en el umbral, porque aquí
su fuerza da fin. Justamente donde comienza la fuerza de la Reve-
lación, que si bien ya era eficaz en el concepto de la Creación, es
ahora y aquí cuando está en todo lo suyo.
Muestran, pues, las categorías de la teología que exceden de las
de la filosofía idealista. Las categorías idealistas a lo sumo pueden
intentar cubrir el ámbito de la primera categoría teológica: la de
Creación. Si intentan extender más allá su reino, fracasan antes de
dar principio a su empresa. La categoricidad de la serie Creación —
Revelación - Redención se muestra justamente en el fracaso de tal
intento. Pues, por debajo de los conceptos, la lucha por la existen-
cia es el poder, y sólo el poder, quien la decide. Cuando ciertos
conceptos muestran que son impotentes ante ciertos otros, es que
pierden en estos últimos su carácter de categorías. Para un concep-
to, efectivamente, tener carácter de categoría sólo significa que, co-
mo tal concepto, se halla inmediatamente referido a la existencia,
y no indirectamente y gracias a la mediación de cualesquiera cir-
cunstancias concomitantes, como, por ejemplo, la experiencia. Ca-
tegoría es acusación: afirma algo que ya existe, que ya está ahí, y
no algo que tiene que entrar para estar ahí y existir.
Es verdad que cuando atribuimos carácter categorial a la serie
Creación - Revelación - Redención y lo negamos a los conceptos
del idealismo, estamos ya hablando en la lengua de éste. En reali-
dad, Creación, Revelación y Redención no son categorías. Las ca-
tegorías jamás constituyen una serie: a lo sumo, pueden poner las
bases sobre las que cabe que se forme en la realidad una serie. En
cambio, la Creación, la Revelación y la Redención son ellas mis-
mas, como serie Creación - Revelación - Redención, una realidad,
y hacemos una concesión al modo de pensar idealista cuando, en
vez de poner entre ellas unos guiones, ponemos unas comas. ¿Por
qué hacer semejante concesión? Si todo lo real está ya, como sos-
tenemos nosotros, contenido en las tres como en la realidad, como
en el transcurso real del Día del Mundo, ¿por qué achacar alguna
importancia a que lo real les está también sometido como si ellas
fueran meros conceptos? Participar es, en efecto, infinitamente
más que estar sometido; tanto más cuanto la libertad es más que la
esclavitud. Entrando a participar de la realidad de la Revelación,
todo adquiere la libertad que, en su sometimiento a la esclavitud de
los conceptos, había perdido. ¿Por qué, entonces, esa concesión?
235
A rte y artista
236
medias o en su cuarta parte —es decir, para lo empírico, para lo que
siempre está aislado—. Sólo que el carácter categorial de los «con-
ceptos» Creación, Revelación y Redención se muestra sin resqui-
cios ni lagunas únicamente en el arte, dado que el arte es, entre to-
do lo empírico, entre todo lo que sólo es real como lo es el miem-
bro de algo, lo único necesario. Si no hubiera zapateros, los hom-
bres andarían descalzos, pero andarían. En cambio, si no hubiera
artistas, la humanidad sería un inválido, pues le faltaría el lengua·
je de antes de la Revelación, a cuya existencia debe exclusivamen-
te la Revelación la posibilidad de llegar a entrar, como Revelación
histórica, en el tiempo, y mostrarse luego en él como algo que ya
existe desde la antigüedad remota. Si realmente el hombre sólo
aprendiera a hablar el instante que hubimos de reconocer como
principio histórico de la Revelación, sería ésta lo que no debe sen
un milagro sin sentido signitivo. Pero como en realidad el hombre
posee el lenguaje en el arte ya en un tiempo en el que su intimidad
le es aún inexpresable —entonces es el arte, precisamente, el len-
guaje de eso que de otro modo es inexpresable—·, siempre, desde
la Creación, ha existido el lenguaje, y así, el milagro lingüístico de
la Revelación se convierte en signo de la Creación divina y, por lo
mismo, en milagro auténtico. Verdaderamente, pues, los artistas se
sacrifican por la humanidad del resto de los hombres. El arte no pa-
sa de fragmento para que la vida sea y pueda llegar a ser un todo.
Por ello, a diferencia de lo que nos ocurre en los libros de las otras
partes, en todos los de ésta el arte es para nosotros tan sólo un epi-
sodio, aunque un episodio necesario. Si en el libro anterior dijimos
que el arte es algo dicho, y no un decir, aquí hemos de agregar que,
entre todo lo dicho, es aquello que no sería lícito que quedara sin
decir. Y ahora continuamos exponiendo los conceptos funda-
mentales del arte —en el libro anterior empezábamos a hacerlo—
valiéndonos de la nueva «categoría» que « 1 este libro se nos ha
añadido: la de Revelación.
237
que se comporta respecto a él como el creador respecto de la cria-
tura: liberándola de sí sacándola a lo libre, al aire libre. Así tam-
bién, los conceptos estéticos relacionados con la Revelación surgen
al ejercer lo m ítico su influjo sobre lo trágico, el todo sobre la en-
jundia del alma que ha de ser elaborada por el arte. Este influjo es,
por cierto, de índole muy distinta que aquél. No se crea lo anima-
do ni se lo libera, sino que ello mismo irrumpe luchando desde la
totalidad: el todo preestético tiene que rendirse en aras de lo ani-
mado estético. Tampoco pasa que los conceptos relacionados con
la Revelación surjan de los que están relacionados con la Creación:
los unos son tan originarios como los otros, pues aquellos proceden
inmediatamente del todo conjunto que, por respecto a ellos, llama-
mos preestético.
La obra
238
nido, no parte del hombre como autor, sino del hombre entero, en
el que podía, eso sí, surgir el propio autor. El autor, decidida y ta-
jantemente, no se pierde en su obra. En cambio, el hombre, consi-
derado un todo múltiple, sí pierde su carácter de todo clausurado,
y se sumerge, olvidado de sí, en la materia dormida, hasta que el
mármol despierta a la vida. El genio es, con mucho, demasiado po-
ca cosa para poder amar como lo exige este proceso de animación.
La obra despierta a la vida en el amor del hombre mismo. La ani-
mación de la obra proviene de la misma profundidad de donde pro-
cede la genialidad del autor, aunque ésta suige en un acón-
tecimiento que sucede de una vez para siempre, inconcebible y po-
derosísimo, y aquélla abre siempre de nuevo el pecho del hombre
y abandona su secreto.
El artista
239
feccionamiento de una aplicación que se olvida de sí misma. En el
sentido inverso, la cosa singular que así se ha hecho viva recom-
pensa al autor su trabajo y su aplicación absortos en ella y siempre
frescos —como si ella fuera constantemente lo único que existe—
trayéndolo a la conciencia de sí mismo. En tanto que creador, el ge-
nio ignora tanto lo que hace como lo que es; en tanto que artista, se
despierta a conciencia en el trabajo no genial y, en cierto modo, ar-
tesanal. No es la copia formidable de sus criaturas, sino la figura
singular amorosamente animada la que le da a él fe de su propia
existencia. Su creatividad es su autocreación: ya en ella es genio,
pero lo ignora. En cambio, en su arte acontece para él la revelación
de sí mismo.
Lo épico
24 0
tanto que ejecutado en la dimensión de lo amplio o prolijo —no en
vano se habla de am plitud épica—. No del «contenido» entendido
como un contenido que hay ya antes de la obra, sino, al contrario,
como algo que, precisamente, se contiene todo tan sólo en la obra
misma. La cuestión del contenido de la obra, en el sentido que da-
mos aquí a esta palabra, es, por ejemplo, la de si tal o cual giro, tal
o cual verso, o cualquier otro aspecto que se me pase por la cabe-
za, «aparece» o no, «está» o no en tal o cual obra.
Lo lírico
241
las tienen en combinaciones diversas. Las diversas artes se dife-
rendan según el distinto modo en que aparecen en ellas estas pro-
piedades básicas. Las artes plásticas son predominantemente épi-
cas, ya por la sencilla razón de que ponen sus obras en el espacio.
El espacio es la forma de la yuxtaposición y, por tanto, es ya, sin
más, la forma en la que la copia de los aspectos singulares se deja
abarcar panorámicamente de un solo golpe y de inmediato. Por una
razón homóloga, la música es predominantemente Urica, ya que
pone sus obras en la corriente del tiempo, y el tiempo es aquella
forma que sólo va dejando entrar en la conciencia, a cada vez, un
instante singular. La obra de arte se ve, pues, obligada aquí a ser
acogida nada más que en partículas mínimas. Por esto es por lo que
la hermosura del detalle no desempeña en ninguna otra parte el
gran papel que tiene en la música. Se experimenta así la recepción
de la música mucho más propiamente como placer, y lleva a un 01־
vido de sí mucho más vehemente, por no decir ardiente, que cuan-
do se trata de la acogida de obras de las artes plásticas. En estas
otras no sólo es posible, sino que está justificado un cierto grado de
objetividad en el placer, que también se explica por el carácter de
las propias artes en cuestión, que no es otro que el de ser su obra
un todo estético que se deja abarcar de una sola ojeada y que, por
lo mismo, es realmente «objetivo». Como en la música lo está el
degustador, aquí es el conocedor el que se halla en su elemento.
Naturalmente que todas estas distinciones no son rígidas, sino que
dejan espacio a las transiciones.
24 2
presiones. En realidad, lo mira así para poder dejar de verlo. En el
instante en que ya no lo ve, sino que en su lugar ve un todo de vec-
tores, relaciones, intensidades, «formas» y «valores» —para decir-
lo como se dice en el estudio del artista—, un todo que se ha des-
prendido de toda naturaleza, en ese preciso instante existe ya la
imagen en el artista. Existe entera. Vistas las cosas desde fuera, la
naturaleza ya no agrega nada más. Toda la ejecución está anticipa-
da en esta concepción del instante primero: sin naturaleza, pura-
mente ornamental, si se nos permite decirlo. O, mejor que antici-
pada, está augurada. Porque la ejecución no es, en absoluto, la
simple ejecución mecánica de la imagen creada en la visión, sino
un proceso tan original como lo es la propia visión creadora.
243
y, por la virtud de esta inmersión, de forma natural que en sí era
difusa, sólo se dejaba ver en cierta ambigua confusión y era, pues,
estéticamente invisible y, por así decirlo, muda, la transforma en
forma artística determinada, clara y unívoca, o sea, estéticamente
visible y, por así decirlo, elocuente. He aquí, entonces, el segundo
acto del nacimiento de la obra plástica de arte. A la visión estética-
mente creadora y carente de naturaleza, se agrega ahora la anima-
ción amorosa del tema natural gracias a la forma artística.
Ritmo
244
también en este caso la creación, aunque lo ha anticipado todo con
su en el principio..., no es, sin embargo, más que el presagio siten·
cioso del milagro que se revela en 10$ sonidos.
Armonía
L a p a l a b r a d e D io s
245
por tanto, más que parábola e imagen—, ha de estar escrito tam-
bién en el gran testimonio histórico de la Revelación lo que perci-
bimos en nuestro yo como palabra viva y lo que nos viene vivo a
los oídos procedente de nuestro tú, ya que conocimos la necesidad
de aquel testimonio precisamente partiendo del carácter de presen-
tes de nuestras vivencias. Volvemos a buscar la palabra del hombre
en la palabra de Dios.
246
los Cantares una colección de canciones mundanas de amor, lo que
expresaba este adjetivo de mundanas era, ni más ni menos, que
Dios no ama. Realmente era esto lo que se quería decir. Aunque el
hombre ame quizá a Dios como símbolo de lo perfecto, jamás pue-
de exigir que Dios corresponda a su amor. La negación espinosis-
ta del amor divino al alma singular fue muy bien acogida por los
espinosistas alemanes. Si Dios había de amar, cabe, a lo sumo, que
sea el padre que ama a todos. La relación auténtica de amor de
Dios por el alma singular se negó, con lo que se hizo del Cantar de
los Cantares una canción de amor puramente humana. Pues autén-
tico amor, que, precisamente, no es amor a todos, omniamor, sólo
lo había entre hombres. Dios había dejado de hablar el lenguaje del
hombre. Y volvía a retirarse a su neopagano ocultamiento espino-
sista de allende la bóveda celeste de los atributos, cubierta por el
nublado de los modos.
El significado que tenía declarar «puramente humano» el len-
guaje del alma, fue algo que sólo se puso en claro al correr del
tiempo. Sin querer, Herder y Goethe habían seguido conservando
tanto de la concepción tradicional, que sólo consideraban al Cantar
de los Cantares una colección de canciones de amor; es decir, le de-
jaban su carácter subjetivo, lírico, revelador del alma. Pero después
de ellos se avanzó otro trecho por el mismo camino. Una vez que
había que entender de manera «puramente humana» el Cantar de
los Cantares, podía darse el paso desde puramente humano a pura-
mente mundano. Se le desposeyó de lírica, pues, en la medida en
que cupo hacerlo. Hubo toda clase de intentos para introducir in-
terpretativamente en él una acción dramática y un contenido épico.
La peculiar ambigüedad con la que manifiestamente, junto al pas-
tor, tiene también un papel un segundo enamorado, el «rey», pare-
cía estimular esas interpretaciones, y les dio, en todo caso, ancho
campo. El siglo XIX está plagado de ellas, y ninguna se parece a la
de al lado. Con ningún otro libro de la Biblia ha procedido la críti-
ca a tan grandes reordenaciones, o más bien, a tales trastornos del
texto tradicional, como con éste. El objetivo siempre era transfor-
mar lo Unco, el Yo-Tú del poema, en un épico e intuible El-Ella. El
lenguaje de la revelación del alma tenía, justamente, algo inquie-
tan te para el espíritu del siglo, que todo lo cambiaba, a su imagen
y semejanza, en cosa objetiva, en algo mundano. La negación de la
palabra de Dios, que en un principio se hacía con una alegría exal-
tada por la palabra del hombre, que ahora se habría vuelto «pura»,
pronto se vengó con la palabra del hombre. Esta, desligada de su
ser una misma cosa inmediato, vivo y pleno de confianza con aque-
lia otra palabra, se congeló en la objetividad muerta de la tercera
persona.
247
El contraataque procedió esta vez de la misma ciencia. La incu-
rabie arbitrariedad, el aventurerismo de la crítica textual presente
en todas las interpretaciones objetivantes del Cantar convertido en
una especie de opereta, dispuso los ánimos de los entendidos de
modo favorable a una nueva visión del asunto. La verdadera crux
de todos esos intérpretes habían sido las enigmáticas relaciones del
Pastor con el Rey y de la Sulamita con ambos. ¿Era ella fiel? ¿Era
infiel? ¿Lo era con uno? ¿Lo era con los dos? Y así sucesivamente,
según las infinitas combinaciones en que la sagacidad erótico-eru-
dita ha solido destacar en todo tiempo. Por supuesto, la sencilla so-
lución de la antigua concepción «mística», según la cual el Pastor
y el Rey eran una y la misma persona, a saben Dios, había queda-
do hacía mucho superada. Ahora, de pronto, se descubrió que entre
los campesinos de Siria todavía en el día de hoy se celebran las bo-
das bajo la imagen de una boda real: el novio es el rey y la novia es
la escogida por el rey. De repente quedaba aclarado el juego de iri-
saciones de la confusión entre los dos personajes. Realmente sólo
se trataba de uno: del pastor, al que le es dado sentirse en la sema-
na de sus bodas como el rey Salomón en toda su gloria. Quedaban
así cerrados los resquicios que pudieran dar lugar a una interpreta-
ción dramática. Todo vuelve a quedar encerrado en la lírica soledad
a dos del amante y la amada. Y, sobre todo, la imagen se retrotrae,
según esto, hasta el sentido más originario de las canciones. Ya allí,
en él sentido prístino de ellas, un significado suprasensible se so-
brepone sobre el sentido sensible: éste es el pastor, que es el novio,
y aquél, el rey que él se siente. Pero éste es precisamente el punto
al que queríamos llegar. El amor no puede en absoluto ser «pura-
mente humano». Al hablar —y tiene que hablar, porque no hay más
romper a hablar por sí que el lenguaje del amor—, al hablar, digo,
ya se vuelve algo suprahumano; pues lo sensible de la palabra va
lleno hasta el borde de suprasentido divino. El amor, como el pro-
pió lenguaje, es sensible-suprasensible. Dicho con otras palabras:
la imagen no es un implemento decorativo, sino la esencia. Todo lo
perecedero podría no ser más que una imagen; pero el amor no es
tan sólo, sino absolutamente y esencialmente imagen. Pues sólo en
apariencia es perecedero; en verdad es eterno. Esa apariencia es tan
necesaria como esta verdad. El amor no podría ser eterno como tal
amor si no pareciera perecedero; pero en el espejo de esta aparien-
cía se refleja inmediatamente la verdad.
248
de la flecha», en la palabra-raíz Yo, el soporte visible o invisible de
todas las frases del Cantar de los Cantares. En ningún otro libro de
la Biblia aparece proporcionalmente tantas veces como en éste la
palabra «yo». Y no meramente el yo sin énfasis, sino, desde luego,
el enfático, que es la auténtica palabra-raíz, el No en voz alta. Só-
lo el Eclesiastés, que está tan corroído por el espíritu que siempre
niega, está próximo a mostrar casos tan frecuentes del yo enfático.
La fuerza de esta negación fundamental se exterioriza también en
que el Cantar de los Cantares es el único de todos tos libros bíbli-
eos que empieza con un comparativo: «mejor que el vino»*. Aquí
la propiedad resulta comparada, o sea, vista en perspectiva desde
un punto que niega todos los demás, y no propiedad puramente
existente en su objetividad, que está allá donde está. Este «mejor»
empalma inmediatamente con el hilo donde lo había dejado caer el
«muy bien» con el que se cierra la Creación. La palabra «yo» es,
pues, la nota básica que, unas veces en una voz y otras, pasando
por el «tú», en la otra, se sostiene como un calderón por bajo de to-
do el tejido melódico-armónico de las voces medias y altas. En to-
do el libro hay un único breve pasaje en que calla; y precisamente
al faltar por un momento el bajo continuo, que, a consecuencia de
su sonar ininterrumpidamente, casi era ya pasado por alto por el oí-
do, resalta entonces enormemente —de la misma manera que sólo
tomamos conciencia del tictac del reloj cuando de repente se de-
tiene**—. Son las palabras sobre el amor que es tan fuerte como
la muerte. No fue arbitrariamente como caracterizamos antes con
ellas el tránsito de la Creación a la Revelación. En este libro nu-
clear de la Revelación — como tal hemos reconocido al Cantar de
los Cantares— es el único pasaje que no está hablado, sino que me-
ramente se dice. Es el único instante objetivo; es la única funda-
mentación. En esas palabras se hace visible cómo la Creación se
eleva hasta la Revelación y, también de modo visible, es sobrepa-
sada por ésta. La muerte es lo último, lo que redondea y cierra la
Creación; y el amor es tan fuerte como ella. Y esto es lo único que
acerca del amor puede decirse, enunciarse, narrarse: lo demás no
puede ser dicho acerca de él, sino que únicamente debe decirlo él
mismo. Pues el amor es lenguaje enteramente activo, enteramente
personal, enteramente vivo, enteramente elocuente. Todas las ira-
ses verdaderas sobre el amor tienen que ser palabras salidas de su
propia boca, pronunciadas en primera persona singular. La única
excepción la ofrece esta proposición: que es tan fuerte como la
muerte. No es el amor mismo el que en ella habla, sino que el mun
249
do entero de la Creación, sometido al amor, se pone a sus pies. La
muerte que todo lo vence y el Orco que retiene celoso a todo lo que
ha muerto, sucumben ante su poder y ante la fuerza de su celo. El
frío de muerte de lo pasado que ha quedado fijado en objetos, se
calienta con su incandescencia*, con las llamas de Dios. Con esta
victoria sobre lo mortal del alma viva y amada por Dios está dicho
todo lo que puede decirse objetivamente de ella, a saber: nada so-
bre ella misma, sino sólo sobre su relación con el mundo de la
Creación. Acerca de ella, prescindiendo ya del mundo de lo crea-
do, sólo ella misma puede hablar. El fundamento yace bajo ella: no
hundido, sino sometido. Y ella se cierne sobre él.
Se cierne sobre él en las alas de las voces efímeras del yo. Ape-
ñas brotar, ya está el sonido silenciado por el siguiente, que vibra,
a su vez, inesperado, enigmático, sin fundamento, para extinguirse
al punto. El lenguaje del amor es puro presente; sueño y realidad,
sopor del cuerpo y vigilia del corazón se tejen, indiferenciables; to-
do es igual de presente, igual de fugaz, igual de vivo; como el cor-
zo en los montes**, o como la gacela joven. Sobre este prado siem-
pre verde del presente cae una lluvia vivificante de imperativos; de
imperativos que suenan de manera diferente pero que siempre
mientan lo mismo: llévame contigo, ábreme, ven, ponte en camino,
date prisa***. Siempre es el mismo imperativo único del amor. El
amante y la amada parecen por momentos intercambiar sus pape-
les, y al instante siguiente vuelven a estar claramente diferencia-
dos. En tanto él se abisma en la figura de ella con miradas siempre
nuevas, ella lo abarca a él entero con la mirada única de la fe en su
elección entre m illares. Con ternura infinita, el amante, al reiterar
suavemente la llamada «mi novia, hermana mía»****, da a enten-
der que el fundamento de su amor se encuentra en un antemundo
de la Creación, que antecedió al amor mismo, y eleva así su amor
por encima de la fugacidad del instante. La amada fue para él, «en
tiempos que ya pasaron, mi hermana o mi esposa». Y, sin embargo,
es la amada la que ante él se empequeñece, y no él quien ante ella
se hace de menos. Ella confiesa avergonzada que el sol ha puesto
morena su piel: no me miréis, que los hijos de mi madre están eno-
jados conmigo; pero casi en la misma frase, sin transición, se glo-
ría de esa misma morenez que es su hermosura: soy negra, pero tan
llena de encanto como las tiendas de Quedar, como los tapices de
Salomón*****. Se ha olvidado de su vergüenza, pues ha encontra
* Ibid.
** Cant 2,17.
*** Cf. Cant 1,4; 5,2; 2.10.
**** Cant 5,10.
·*#** Cant 4,9, por ejemplo.
250
do en los ojos de él la paz*. Es suya, y, así, sabe de él: «es mío».
En este «mío» lleno de dicha, en este singular absoluto, se le cum-
pie aquello por lo que tantas veces y con tanta ansiedad suplicó a
sus compañeras de juegos que no suscitaran el amor en ella antes
de que él por sí mismo se despertara41*; porque su amor no ha de
ser un caso de amor, un caso en el plural de los casos, que también
otros puedan conocerlo y definirlo. Ha de ser su propio amor, no
suscitado desde fuera, sino despertado tan sólo en su interior. Y así
ha sido. Ahora ella es suya.
¿Lo es? ¿No los separa aún, en la cumbre del amor, una última
cosa? Algo que queda más allá del «eres mía» del amante, y más
allá de la paz que la amada ha hallado en sus ojos —esa última pa-
labra del corazón de ella, que rebosa—. ¿No sigue habiendo toda-
vía una separación última? En el afectuoso nombre con que la ha
nombrado, el amante le ha dado a entender su amor refiriéndose a
un secreto subsuelo de sentimiento fraternal. Pero ¿es que basta
con dar a entender? ¿Es que la vida no ha de ser realidad, o sea,
más que un dar a entender, más que nombrar con un nombre? Y del
corazón de la amada, que rebosa dicha, asciende un sollozo que to-
ma la forma de unas palabras: unas palabras que se refieren balbu-
cientes a algo que no se ha cumplido y que no puede cumplirse en
la misma revelación inmediata del amor: «¡Ah, si fueras para mí
como un hermano!»***. No basta con que el amado llame a la no-
vía con el nombre de hermana a la dudosa medialuz de la alusión:
este nombre tendría que ser verdad, tendría que pronunciarse a la
plena luz de las calles****; no debe susurrarse al oído amado en la
penumbra de la soledad a dos del cariño, no, sino que debe hacer-
se valer en plenitud ante los ojos de las muchedumbres. ¡Quién nos
lo dieral
En efecto, ¿quién nos lo diera? El amor ya no lo da. Ya no es al
amado a quien en verdad se dirige este «¡quién nos lo diera!». El
amor queda siempre siendo entre dos; sólo sabe de yo y tú, y no de
las calles. Ese anhelo, pues, ha de quedar sin cumplir en el amor
que se revela inmediatamente presente en la vivencia y sólo en ella.
Él suspiro de la amada suspira por un más allá del amor, por un fu-
turo de la revelación presente; ansia que se eternice el amor, que es
algo que jamás ha de surgir del sentimiento, que es siempre pre-
sente. Ansia una eternización que ya no crece en el yo-tú, sino que
exige fundarse a la vista del mundo entero. La amada suplica que
el amante rasgue el cielo de su presencia en todo tiempo, que es el
* Cant 8,10.
· · Cant 2,7.
*** Cant 8,1.
**** IbuL
251
obstáculo de su anhelo de amor eterno, y que descienda a ella para
que pueda ella ponerlo, como sello eterno*, sobre su corazón pal-
pitante, o como bien fírme aro en tomo de su brazo que no des-
cansa. El matrimonio no es el amor. El matrimonio es infinita-
mente más que el amor; el matrimonio es el cumplimiento en lo ex-
terior hacia el que, en insaciable impotente anhelo, alarga la mano,
desde la plenitud de su íntima dicha, el amor: ¡ojalá fueras m i her-
mano!
* Cant 8,6.
·« Cf. los tratados talmúdicos Shabbat 133b y Sotá 14a.
252
LIBRO TERCERO
REDENCION
O
EL FUTURO ETERNO DEL REINO
E l acto d e am or
* Lev 19,18.
·· Mt 22, 36ss. Cf. Midrás Génesis Rabbá 24,7.
253
cerrazón en el sí-mismo. No es que negara el sí-mismo, no; en rea-
lidad, sólo había salido de él; había salido desde su encierro al ai-
re libre. Y ahora estaba expandida y abierta. Abierta, entregada,
confiada; pero abierta en una sola dirección; entregada tan sólo a
alguien único; y sólo confiada en El. El alma ha abierto ojos y oí-
dos, pero ante sus ojos sólo hay Una Figura, y en sus oídos sólo en-
tra Una Voz. Ha abierto la boca, pero sus palabras sólo son para
Uno. Ya no duerme el rígido sueño del sí-mismo, pero sólo se ha
despertado por Uno y para Uno. Así que, en realidad, sigue ahora
estando ciega y sorda, como lo estaba el sí-mismo; ciega y sorda
para todo lo que no es el Uno. Y aún hay más. Pues del mismo mo-
do que Dios, mientras sólo parecía Creador, se había en realidad
quedado con menos figura de la que antes había tenido en el paga-
nismo, y corría siempre el riesgo de hundirse en la noche del Dios
oculto, así también ahora el alma, mientras no es más que alma
amada, sigue siendo invisible y careciendo de figura: tiene menos
figura que la que antes tenía el sí-mismo. En efecto, es verdad que
el sí-mismo no tenía ni vía ni afán hacia fuera; su único deseo, co-
mo el de la estatua de mármol de Miguel Angel, era «no ver, no
oír». Pero al menos en tanto que héroe trágico era visible y se de-
jaba oír cuando se escuchaba su silencio. En cambio, el alma está
ahora abierta a la mirada y la palabra, sí; pero sólo lo está hacia
Dios. Hacia todos los demás lados está igual de cerrada que antes
lo estaba el sí-mismo, y encima, ha perdido la visibilidad y la au-
dibilidad, la vivacidad dotada de figura, si bien trágicamente rígi-
da, que poseía el sí-mismo. El sí-mismo meramente entregado y
abandonado, en la dicha de su ser amado por Dios está muerto pa-
ra el mundo; mejor dicho: está muerto para todo menos para Dios.
Del mismo modo que el mero Creador siempre está en peligro de
volver a hundirse en lo oculto, así también lo está de hundirse en
lo cerrado la mera dicha del alma abismada en la mirada amorosa
de Dios. El hombre encerrado sobre sí es el que, igual que el Dios
oculto, está en el límite de la Revelación y la separa del Antemun-
do.
La tragedia antigua
254
la muda ñgura de mármol. Y esto tenía que representarse en la es-
cena. No bastaba con dejarlo al buen sentir del espectador, porque
sería naturalísimo, desde luego, que el contemplador enmudeciera
ante el héroe mudo y que se sintiera enceguecido ante el ciego.
Cuando eso es lo que no debe ocurrir. El héroe ha de ser figura que
se pueda ver; ha de alzarse en el mundo, aunque él mismo ni lo se-
pa ni quiera reconocerlo. Y es precisamente este sentimiento de
que así es el que le impone al espectador el coro que mira al héroe,
lo escucha y le habla. De modo que el sí-mismo estaba, ciertamen-
te, cerrado sobre sí, pero no estaba encerrado por lo que se refiere
a las miradas del mundo. A pesar de su mudez, el héroe mudo es-
taba en el mundo. Y sólo porque así lo hacía, cabía en general en
el paganismo un mundo, aunque el héroe estuviera en él. Ya que es-
taba en él como un bloque macizo, pero no se hallaba del todo sus-
traído a sus efectos. La capa que hace invisible y el anillo de Giges
son tan inquietantes y, en última instancia, tan funestos, precisa-
mente porque rompen toda conexión con el mundo.
E l m ístico
255
ción de Dios y no se lo hubiera puesto delante el mismo Dios cuyo
amor reclama para sí. No es que le sea lícito, sino que tiene que tra-
tarlo como si lo hubiera creado el Diablo; o, ya que el concepto de
crear parece que no se puede aplicar a la acción del Diablo, habría
que decir que el místico ha de tratar al mundo como si no hubiera
sido creado, sino como si le fuera presentado ya dispuesto para
usarlo, momento a momento y precisamente conforme a las nece-
sidades casuales del momento en que él le concede una mirada. Es-
ta relación fundamentalmente inmoral del místico puro con el
mundo le es, pues, absolutamente necesaria, si es que quiere acre-
ditar y conservar su puro misticismo. Ante el orgulloso encierro del
hombre, el mundo tiene que cerrarse. Y el hombre al que vimos ya
abrirse, en vez de empezar a vivir como una figura elocuente, vuel-
ve a ser tragado por el encierro.
A brir el encierro
256
do. La figura que adquiere el hombre encerrado cuando en la espe-
ra y la marcha, en la vivencia de su alma y en el acto lleno de alma
hace de sí un hombre plenamente abierto es, anticipémoslo ya, la
del santo. El santo está tanto más acá del humano encierro cuanto
más allá lo está el héroe. La relación es la misma que hay entre el
Dios revelado del amor y el Dios del mito, que sólo vive en sí; en·
tre ellos está, separándolos, la noche del divino ocultamiento.
La tragedia moderna
257
de la voluntad concentrada sobre sí y absorta en sí: pleno sí-mis-
mo. Los monólogos son para el héroe moderno tan sólo momentos
de reposo, instantes que, por decirlo así, sale a la orilla de su vi-
da propiamente dicha, tan llena de movimiento como de actividad,
y que él vive en los diálogos; y se convierte por un rato en con-
templador. Contemplación de sí, localización del lugar que corres-
ponde dentro del mundo a la propia existencia, esclarecimiento de
una decisión, solución de una duda: el nuevo monólogo siempre
significa un margen de conciencia en la existencia trágica, que, por
lo demás, transcurre, en actos y padecimientos, carente de con-
ciencia. Una conciencia, por cierto, que, aunque es de una lucidez
extraña, que en la realidad apenas es posible, siempre sigue siendo
limitada. Es siempre visión del mundo y del propio puesto en él
desde una perspectiva determinada: la del yo singular y propio.
Y hay tantas de estas perspectivas como yoes hay. En efecto,
una diferencia esencialfsima entre la nueva y la vieja tragedia, por
referencia a la cual se las ha contrapuesto como siendo la nueva la
tragedia de los caracteres, y la antigua, la tragedia de las acciones,
es que las figuras, en la primera, son todas distintas: tan distintas
como lo son las personalidades todas, ya que cada personalidad tie-
ne a su base una individualidad diferente, una diferente impartible
parte del mundo, que ya por sí sola significa, pues, un lugar propio
desde el que contemplar el mundo. Todo esto era distinto en la tra-
gediá antigua. En ella sólo las acciones eran diferentes, mientras
que, en cambio, el héroe, como tal héroe trágico, era siempre el
mismo: siempre el sí-mismo obstinadamente sepultado en sí. Por
tanto, a la conciencia, necesariamente limitada, del héroe moderno
se opone la exigencia de que ha de ser esencialmente consciente
cuando está a solas consigo. La conciencia siempre quiere ser cía-
ra y lúcida: una conciencia limitada es imperfecta conciencia. Así
que, propiamente, debería tener de sí y del mundo una conciencia
perfecta. Con lo que la tragedia moderna se afana por alcanzar una
meta que le es del todo ajena a la antigua: la tragedia del hombre
absoluto en su relación con el objeto absoluto. Las tragedias filo-
sóficas, las tragedias en las que el héroe es un filósofo —pensa-
miento este que hubiera resultado de lo más extravagante en la An-
tigüedad—, estamos todos de acuerdo en considerarlas las cimas
de la tragedia moderna: Hamlet, Wallenstein, Fausto.
Pero incluso en ellas sentimos que lo más propio aún no se ha
alcanzado. Nos perturba que el héroe meramente sea filósofo, o sea
un hombre que, ciertamente, se halla ante lo Absoluto, pero, pro-
píamente, sólo aún ante él. El hombre absoluto, en cambio, tendría
que vivir en lo absoluto. Luego sobre el monte Osa que es Fausto
se echa nuevos montes Pelión, en otros tantos siempre renovados
258
titánicos proyectos de alcanzar la cima de la tragedia verdadera-
mente absoluta. Cada trágico intenta escribir su Fausto. En el fon-
do, todos procuran lo que procuró uno de los primeros: completar
a Fausto con Don Juan, elevar la tragedia de las concepciones del
mundo a la tragedia de la vida. Este es el fin que se persigue sin
apenas conciencia: poner en el lugar de la multitud incontable de
los caracteres el único carácter absoluto, un héroe moderno que sea
tan uno y siempre el mismo como lo era el antiguo. Este punto de
convergencia en que se cortarían las líneas de todos los caracteres
trágicos; este hombre absoluto que no se halle simplemente con
conciencia ante lo absoluto, sino que lo tenga vivido y que siga vi-
viendo en él a partir de tal experiencia; este carácter por el que se
afanan las tragedias fáusticás sin darle alcance, porque siempre se
quedan aún en la vida limitada, no es sino el santo.
La tragedia del santo es el secreto anhelo del trágico. Quizá, un
anhelo que no se podrá calmar, porque bien podría ser que tal me-
ta se encontrara a una distancia que la tragedia no pueda recorrer,
y que tal unidad del carácter trágico haga imposible la tragedia que,
por su esencia, es tragedia de caracteres; o sea, que el santo sólo
pudiera llegar a ser héroe de una tragedia gracias al resto terrenal
de no-santidad que lleva incorporado. Pero da lo mismo que el ob-
jetivo sea o no una meta alcanzable para el poeta trágico: en cual-
quier caso, aun siendo inaccesible para la tragedia como obra de ar-
te, para la conciencia moderna es el exacto contrapolo del héroe de
la conciencia antigua. El santo es el hombre perfecto, el que vive
absolutamente en lo absoluto y, por ello, el que está abierto a lo su-
premo y se ha resuelto a lo supremo, por contraste con el héroe en-
cerrado en las tinieblas sempiternamente iguales del sí-mismo. En
el lugar que en el antemundo ocupaba el señor de su sí-mismo, apa-
rece, en el mundo renovado y en continua renovación, el siervo de
su Dios.
El siervo de D ios
Este adquirir figura del alma amada que se disipa sin figura en
el amor de Dios, presupone, sin embargo, que a su mero extender-
se ante Dios a riesgo de expirar, se agregue algo más, que la vuel-
ve a componer. Y ha de ser una fuerza capaz de apoderarse por en-
tero a cada instante de toda el alma que se ha entregado y abando-
nado. En cada instante, de modo que ya no le quede espacio al al-
ma para pasar y disiparse, ni tiempo para «inflamarse de devo-
ción». Debe, pues, brotar de la hondura de la propia alma una fuer-
za nueva, que le dé firmeza y figura en el ardor del santo —la fi
259
gura que estaba a punto de perder en el fuego místico—. Este ma-
nar acontece únicamente cuando la aguja del reloj del mundo avan-
za, en la configuración del alma, desde la Revelación a la Reden-
ción, del mismo modo que antes, en la configuración de Dios,
avanzó desde la Creación a la Revelación.
¿Cómo se rompen, pues, las puertas que aún mantienen ence-
rrado al hombre respecto del mundo, incluso después de que ha oí-
do la llamada de Dios y se ha hecho dichoso en su amor? Recor־
demos que en el sí-mismo no desembocaba tan sólo la obstinación,
que luego surgía a la luz del mundo, saliendo de la oscuridad ante-
mundana, en la forma de fidelidad del alma amada. Había algo más
que también iba a parar al sí-mismo. Y esto otro, por contraste con
la obstinación hirviente, era una vasija apacible: el carácter exis-
tente, la índole propia del hombre. AI afirmar siempre de nuevo la
obstinación esta índole propia, nacía el sí-mismo rígido y clausu-
rado. Era el carácter lo que, conforme a su disposición y a la mez-
cía que en él tenían los elementos, convertía al héroe, por lo que
respecta al sentimiento antiguo, en héroe trágico. Porque la con-
ciencia antigua no consideraba que fuera culpa el hecho de que el
héroe entrara en efervescencia porque en él hirviera la obstinación,
y así delimitara su carácter estrictamente; sino el hecho de que el
carácter al que se atenía se hallara mezclado desigualmente y no
diera un sonido acorde, de modo que alguno de los elementos pre-
valeciera y perturbara la bella medida. Era este error en la disposi-
ción lo que constituía el αμάρτημα que hacía necesario que su-
cumbiera trágicamente el héroe. Ser sí-mismo es de suyo, precisa-
mente, deber y derecho de todo hombre, y llegar a ser un héroe trá-
gico más es desgracia condicionada por la disposición que se ha
apoderado del hombre, que culpa moral; y por esto el espectador se
siente llevado a la compasión trágica. Así, pues, el carácter, el de-
mon por el que está poseído el hombre, busca su camino hacia lo
libre. Pero de nuevo ha de invertirse íntimamente y pasar de algo
afirmado de una vez para siempre, a algo que se conquista luchan-
do a cada momento por negar el propio origen — o sea, el sí-mis-
mo encerrado—. Pero ¿qué carácter es este que a cada momento se
apaga y a cada momento vuelve a brotar renovado y fresco? En el
libro anterior vimos ya algo enteramente análogo, a propósito del
Dios que se revela. Allí se trataba de la esencia, que habiendo sido
destino intradivino, adquiría en el revelarse la figura de una pasión
a cada instante renovada y, sin embargo, siempre violenta o pode-
rosa como un destino. ¿Acaso hemos encontrado ahora la humana
contrapartida del amor divino?
Sí y no. Porque no se trata de una contrapartida. Contrapartida,
y más que contrapartida, imagen inmediata del amar de Dios, era
260
el amor del amante humano y terrenal. Pero lo que allí hallamos só-
lo se asemeja al amar de Dios en su momentaneidad, en su carác-
ter de presente siempre nuevo; o sea, en realidad, únicamente en lo
que está ya condicionado por el hecho de que brota bajo el signo
del No. Mas lo que hacía inmediatamente añnes al amar divino y
al humano, la violencia de un destino con la que ambos irrumpen,
es algo que no interviene en absoluto en el acto de brotar que esta-
mos ahora considerando. No es un destino lo que está tras él, sino
un carácter. O sea, no una necesidad esencial, sino algo demónico,
igualmente esencial. ¿Qué era, entonces, el demon, el carácter, a
diferencia de la personalidad? La personalidad era disposición in-
nata; el carácter, algo que caía repentinamente sobre el hombre, es
decir, no una disposición, sino, frente a la amplia multiplicidad de
las disposiciones, un corte, o mejor, una dirección. El hombre que
pasa un día a estar poseído por su demon, obtiene una dirección pa-
ra toda su vida. Su voluntad queda determinada a recorrer esta di-
rección que lo orienta de una vez por todas. Al recibir dirección, se
halla en verdad orientado, dirigido y juzgado. Pues aquello que en
el hombre está sometido ajuicio —la voluntad esencial— queda de
una vez para siempre ya fijada en una dirección suya.
A saber, fijada si es que no sucede lo único que puede volver a
interrumpir este de una vez por todas y, con ello, puede dejar sin
fuerza ni vigencia al juicio y, al mismo tiempo, a la dirección y la
orientación. Me refiero a la inversión íntima. Pero ella es, justa-
mente, lo que acontece en el hombre —como les acontece a Dios y
al mundo—, cuando asciende desde el encierro antemundano y
submundano hasta la luz de la Revelación. La orientación de la vo-
luntad permanece siendo orientación de la voluntad; pero ya no es-
tá fijada de una vez por todas, sino que a cada instante muere y se
renueva. Esta voluntad siempre capaz de renovación y realmente
en perpetua renovación, pero que no tiene nada de capricho pasa-
jero, sino que emplea en cada uno de sus actos toda la fuerza del
carácter que en ella desembocó ya firmemente orientado, ¿qué
nombre debe recibir? Con el divino amor de rasgos de destino; con
el hecho de que Dios no puede hacer otra cosa que amar, si bien
con un amor que, como auténtico amor que es, está enteramente su-
mido en el instante y nada sabe de manera inmediata acerca del pa-
sado ni del futuro; con este amor divino no se corresponde en ab-
soluto la fuerza que hemos visto brotar del hombre. Esta, en efec-
to, no sobreviene sobre el hombre con el poder incoercible del des-
tino, sino que parece que mana nueva a cada instante y a cada ins-
tante por entero de su propio interior, con toda la pujanza de la vo-
luntad orientada, dirigida y juzgada. Entonces, ¿cómo debemos lia-
mar a esta fuerza que está siempre irrumpiendo al exterior desde
261
las profundidades de la propia alma, pero que no es un destino, si-
no una fuerza que va portada por la voluntad?
E l am or al prójim o
Mandamiento y libertad
262
posición con la ley moral que por necesidad es puramente formal y
que, por ello, en lo que hace a su contenido, no es meramente fluc-
tuante entre dos sentidos, sino ilimitadamente ambigua, el manda-
miento del amor al prójimo, claro y unívoco en su contenido, y que
surge de la libertad del carácter dirigida y juzgada, precisa de un
supuesto más allá de la libertad: fa c quod iubes et iube quod vis. A
que Dios manda lo que quiere tiene que precederle, puesto que el
contenido del mandato es aquí amar, el divino estar ya hecho de lo
que El ordena. Unicamente el alma amada por Dios puede recibir
el mandamiento del amor al prójimo con el fin de cumplirlo. Tiene
Dios primero que haberse vuelto al hombre, antes de que el hom-
bre pueda convertirse a la voluntad de Dios.
E l am or en el mundo
263
más estricto, andar por la vía de Allah significa extender el Islam
mediante la guerra de fe. La piedad del musulmán encuentra su ca-
mino hacia el mundo recorriendo con obediencia esa vía, tomando
sobre sí los peligros que comporta, siguiendo las leyes que están
prescritas para todo ello. El camino de Allah no se eleva por enci-
ma del camino del hombre como el cielo está por encima de la tie-
rra*, sino que el camino de Allah quiere inmediatemente decir: el
camino de sus creyentes.
Se trata de una vía de obediencia. Y esto, más que su contení-
do, es lo que lo distingue del amor al prójimo. La guerra de la fe
puede y debe hacerse de modo enteramente humano. A este res-
pecto, los preceptos de Mahoma, así como cuanto sobre la base de
tales preceptos se ha levantado en lo que se refiere al derecho de
guerra y de conquista, supera con mucho los usos bélicos contem-
poráneos, incluidos los cristianos. En cierto sentido, el Islam ha
exigido y practicado la tolerancia mucho tiempo antes de que la
Europa cristiana descubriera este concepto. Y, por otra parte, el
amor al prójimo, no en su degeneración, sino en su legítimo desa-
rrollo, ha podido llevar a secuelas que de ninguna manera son
compatibles con la concepción superficial de él, tales como la gue-
rra religiosa y la Inquisición. La diferencia, pues, no está en el con-
tenido. Está, exclusivamente, en la forma íntima, la cual es, en la
vía de Allah, la obediencia que la voluntad presta al precepto —que
fue instituido y fundado de una vez para siempre—; mientras que
en el amor al prójimo esa forma es la ruptura, siempre renovada, de
la forma perdurable del carácter por el brotar, sorprendente siem-
pre, del acto de amor. En qué consista en particular este acto, es al-
go que, precisamente por eso, no se puede decir con anticipación.
Tiene que ser sorprendente. Si pudiera ser anticipado, no sería un
acto de amor.
El Islam, pues, tiene ante los ojos un cuadro hasta tal punto
exacto y positivo de cómo debe ser transformado el mundo por el
hecho de que se recorra la vía de Allah. Y es precisamente en esto
en lo que se echa de ver que su acto mundanal es pura obediencia
a la ley que de una vez para siempre le ha sido impuesta a la vo-
!untad. Los mandamientos de Dios, los que pertenecen a la según-
da Tabla, que especifica el amor al prójimo, están todos en la for-
ma no debes. Pueden vestirse de leyes tan sólo en tanto que prohi-
biciones, tan sólo al fijar los límites de lo que no es en ningún ca-
so compatible con el amor al prójimo. Su positividad, su debes, ca-
be exclusivamente en la forma del mandamiento uno y universal
del amor. Los mandamientos revestidos con el ropaje de leyes po
* Is 5 5 ,9 .
264
sitivas son sobre todo leyes del culto, del lenguaje gestual del amor
a Dios, es decir, realizaciones que conciernen a la prim era Tabla.
El acto mundanal es, pues, y lo es ante todo el acto supremo, amor
enteramente libre e imposible de calcular; en cambio, en el Islam
es obediencia a la ley que un día fue promulgada. Y, en efecto, el
derecho islámico siempre procura retrotraerse a sentencias directas
del fundador, por lo que desarrolla, justamente, un método estríe-
tamente histórico; mientras que tanto el derecho talmúdico como el
derecho canónico procuran llegar a sus tesis no por la vía de la ave-
riguación histórica, sino por la de la derivación lógica. La deriva-
ción hace que predomine lo presente sobre lo pasado, porque está
inconscientemente determinada por el punto en dirección al cual
tiene lugar la derivación, el cual es el presente; mientras que la
constatación histórica, a la inversa, hace al presente dependiente
del pasado. De modo que incluso en el mundo aparentemente puro
del derecho se deja reconocer la diferencia entre mandamiento de
amor y obediencia legal.
Ahora bien, es al ser en el Islam el acto mundanal ejercicio de
la obediencia, cuando su concepto del hombre se pone enteramen-
te de manifiesto. El supuesto del acto mundanal de obediencia es
aquí el Islam: la entrega siempre nueva, y siempre dura y difícil,
del alma a la voluntad de Dios. Pero en esta entrega, que es el ac-
to uno e incluso único de la libertad que el Islam conoce —y, así,
es de este acto del que, con razón, toma su nombre—, no se halla
el origen del acto mundanal. También aquí está en el carácter: en el
carácter resuelto a obedecer. Allí no está el origen del acto munda-
nal, sino su presupuesto. Con lo que las relaciones con Dios y con
el mundo, de las que resulta la imagen global del hombre, llevan en
el Islam exactamente el signo inverso que en la verdadera fe, y por
tanto, el resultado es también el opuesto. A la entrega libre del alma
a Dios, por la que hay siempre que luchar de nuevo, sigue en el Is-
lam la sencilla obediencia del acto en el mundo. En el ámbito de la
Revelación, a la entrada del alma en la paz del amor divino —en־
trada humilde-orgullosa, que ha tenido lugar de una vez para siem-
pre—, le sigue el libre acto de amor, siempre repentino, siempre
sorprendente. Y así, en lugar del santo y de la forma paradójica de
su piedad, que engaña y sobrepasa a todas las expectativas y se ríe
de todas las imitaciones, en el Islam hay la vida sencillamente
ejemplar del piadoso. Cada figura de santo tiene sus rasgos abso-
lutamente propios: a la figura del santo le pertenece la leyenda ha-
giográfica. En el Islam, del santo no se cuenta nada: se venera su
memoria, pero esta memoria carece de contenido, y es tan sólo la
memoria de una piedad en general. Y es muy notable que esta pie-
dad sencillamente obediente a base de la libre negación de sí mis
265
mo que trabajosamente se conquista una y otra vez, halla su exac-
to correlato en la piedad mundanal del libre acomodarse a la ley
universal, tal como la época moderna, por ejemplo en la ética de
Kant y de sus seguidores, pero también, en general, en la concien-
cia universal, la ha intentado construir para sí confrontándola con
el entusiasmo inquietante e imposible de calcular del santo.
E l R e in o
E l prójim o
E l mundo inacabado
266
en el tiempo del mundo al surgimiento del No —Dios, en efecto,
prim ero creo y luego se reveló; el hombre recibió prim ero la Re-
velación y luego se puso a actuar en el mundo—, asi que siempre
lo ocurrido de una vez por todas precedía a lo que está acontecien-
do en el instante, esta relación temporal se invierte en el caso del
mundo. El mundo empieza —en la Creación— por ser lo entera-
mente renovado a cada instante: se hace criatura, y hace del Crea-
dor providencia. Le queda, pues, sólo, para la Redención —ya que
la Revelación no le sucede inmediatamente, sino que es un aconte-
cimiento entre Dios y el hombre—, el Sí. Para el mundo debe ser
posterior lo que para Dios y para el hombre fue anterior: el amplio
producirse del propio ser, que luego, mediante el acto propio, sola-
mente se recoge interiormente y se unifica como figura. Para el
mundo, lo primero es el acto autonegador, en el que se revela su
momentaneidad, su ser todo él en cada instante; en cambio, el to-
do conjunto de su ser extendiéndose todo a lo largo del tiempo pie-
nificado, es cosa que habrá todavía, luego, de surgir. Dicho para-
dójicamente, a su revelarse él mismo como criatura, que ha acón-
tecido en la Creación, sólo en la Redención se le puede poner co-
mo cimiento su ser creado. O quizá más claramente expresado:
mientras que para Dios y para el hombre la esencia es más antigua
que la apariencia, el mundo está creado como fenómeno mucho an-
tes de ser redimido para su esencia.
E l mundo en devenir
* Cf. ls 25, 8.
26 7
que aún está en devenir—·, hay que in v ertir la serie natural de la au-
toconfiguración, el camino de dentro a fu e ra , de la esencia al fenó-
meno, de la Creación a la Revelación. La. configuración tiene que
empezar aquí por el fenómeno que se n ie g a a sí mismo, y tiene que
terminar por la esencia sencilla y plenam ente afirmada. El devenir
del mundo no es, como el devenir de D io s y del alma, un devenir
de dentro a fuera; sino que el mundo es d e s d e un principio entera-
mente autorrevelación y, sin embargo, ca re c e aún por completo de
esencia. Como sus andamiajes —la naturaleza —, está todo él a
plena luz del día y, a pesar de ello, está to d o él enigmáticamente a
plena luz del día. Enigmáticamente, ya q u e se revela antes de que
exista su esencia. Es, pues, pulgada a pulgada, algo que viene; no:
un venir. Es lo que debe venir. Es el R eino.
Sólo en el Reino sería el mundo, fig u ra tan visible como lo fue
el mundo plástico, el Cosmos del paganism o. Se trata de la misma
oposición que en Dios hemos reconocido entre el Dios mítico y el
revelado, y en el hombre, entre el héroe y el santo. Pues tampoco
ocurre, de ningún modo, que la criatura s e a ya figura que pueda ha-
cerle oposición al cosmos. A la mera criatu ra le pasa algo afín, aun-
que no enteramente igual, que lo que les pasab a al alma amada por
Dios y al Dios dotado de poder creador: q u e está en peligro de ex-
pirar, de pasar. Eso sí, de acuerdo con el especial signo no que He-
va, le podría ocurrir en otra dirección que a Dios y al hombre. Por-
que mientras que el poder creador am enazaba, según las palabras
del gran librepensador de Schiller, con volverse a ocultar «modes-
tamente» tras la Creación, y mientras que el fervor del alma ama-
da por Dios siempre estaba tentado de encerrarse otra vez altiva-
mente en sí mismo, la criatura no está, p o r ejemplo, amenazada de
hundirse hacia atrás en aquel mundo anternundanal que abandonó.
En visión retrospectiva desde la dependencia de la criatura toda
concentrada en el instante de su existencia, aquel cosmos plástico
aparece como algo monstruosamente rígido, que reposa sobre sí y
de nada necesita. Tal cosmos no es ni a lg o oculto, como Dios vis-
to retrospectivamente desde la Creación, n i algo encerrado, como
el hombre lo es, visto retrospectivamente desde la Revelación.
Aquel cosmos no es ni invisible, como el D ios oculto, ni inaccesi-
ble, como el hombre encerrado, sino que e s inasible. Es un mundo
encantado.
M undo encantado
268
da en él. Pero ahora ha empezado una vida nueva. Aquel mundo se
retiró a las sombras antemundanas y submundanas, y con todo lo
comprensible que antes fue, ahora parece hurtarse a todo concepto
y a toda presa que partan de la vida nueva. La propia imagen anti-
gua del mundo no había sido de ninguna manera mágica, sino com-
pletamente autocomprensible; porque en aquel mundo, y sólo en
él, se estaba como en un hogar y se sentía uno, pues, por entero en
la intimidad. Pero una vez que se entró en el mundo de la Revela-
ción, esta misma imagen, antes íntima, del mundo antiguo, este
cosmos platónico-aristotélico, se convirtió de pronto en un mundo
sin intimidad, no hogareño, sino inquietante. El cosmos plástico se
les aparecía ahora a quienes ya no vivían en él como un mundo má-
gico, un mundo encantado; del mismo modo que el Dios mítico,
visto ahora desde el concepto de Creación de la Revelación, se ha-
bía vuelto un Dios escondido, y el hombre trágico, visto desde la
Revelación, el hombre encerrado. Fue en este mundo encantado, y
no antes, cuando aún era cosmos autocomprensible, donde la ma-
gia realmente pasó a ser embrujo.
Desencantamiento
269
encantado; pero, por otra parte, distó mucho de darle al mundo el
sostén, la firme estabilidad que poseía el cosmos antiguo. Hasta tal
punto estaba desencantada la existencia, que amenazaba de conti-
nuo con disiparse en mera representación, con pasar a no ser más
que eso. El desencantamiento fue un peligro análogo al que para
Dios era el volver a ocultarse, y para el hombre, el volver a ence-
rrarse. El hecho de que se tratara de desencantamiento, y no de en-
cantamiento, va a una con el hecho de que la criatura se revele ba-
jo el signo del No, cuando tanto el Creador como el alma amada se
revelan bajo el signo del Sí. Sólo la criatura es, pues, verdadera-
mente, la «pobre criatura»: aquello que, al arriesgarse a salir de la
fuerte protección de la providencia divina —como lo hace en tan-
to que naturaleza y, en general, en el concepto de mundo que tiene
la ciencia moderna— está constantemente hundiéndose en la nada,
ya que es en sí mismo carente de esencia y, por lo mismo, de con-
sistencia. Para llegar a ser figura, Reino, y no mera existencia fe-
noménica ligada al instante, tiene que tomar esencia; y respecto de
su momentaneidad, tiene que tomar perdurabilidad; y respecto de
su existencia... Respecto de ésta, ¿qué tiene exactamente que to-
mar?
Esencialización
270
vidualidad y ya a causa de ello, por principio, siendo cosa que pa-
sa, ya que no tiene en sí el fundamento de su figura, sino que lo po-
see fuera de sí —o, con otras palabras: porque no se limita a sí mis-
ma—? ¿Es que hay alguna individualidad que se limite a sí misma,
que determine desde sí misma su magnitud y su figura y que pue-
da ser por las otras individualidades únicamente obstaculizada, pe-
ro no determinada? Sí que hay en medio del mundo una individua-
lidad así, sólo que dispersa y no susceptible de ser aislada estricta-
mente y en todas partes; pero la hay, y sus primeros inicios son tan
viejos como la propia Creación. Su nombre es Vida.
Lo vivo
271
tos candentes de vida en un mundo que, por lo demás, no vive; si-
no tras la perdurabilidad del mundo mismo: tras una duración
inñnita, que pudiera prestar sostén a la existencia, siempre instan-
tánea, que pudiera estar en su fundamento. Ibamos, pues, tras una
sustancia del mundo, por debajo de los fenómenos de su existen-
cía; tras algo infinito que se alzara libremente como tal. Y hemos
encontrado finitud de todas suertes, indeterminadamente múltiple.
Hemos encontrado algo finito que lo es, precisamente, por su esen-
cia, ya que conserva su duración resistiendo contra lo otro.
¿Cómo resolver esta contradicción? De nuevo, como todo lo
demás que hasta aquí nos ha parecido que se apartaba de lo que ya
habíamos considerado: con la sencilla idea de que lo que estamos
buscando no es ya algo que hay ahí, sino algo que viene. Buscamos
una vida infinita, y encontramos una finita. Luego esta vida finita
que encontramos no es más que la que todavía no es infinita. El
mundo tiene que llegar a ser todo él viviente. En vez de que se tra-
te de meros puntos candentes aislados de vida, como las pasas en
un pastel, el mundo tiene que llegar a ser todo él viviente. La exis-
tencia ha de ser viva punto por punto. El hecho de que aún no lo
sea sólo significa que el mundo aún no está acabado. Y, a su vez,
que este su no acabamiento sea cosa que sólo ahora nos llama la
atención, y no ya a propósito del concepto de la existencia, estriba
en que la existencia siempre es momentánea, y queda, por tanto,
más allá de la cuestión del acabamiento o el inacabamiento, pues
el momento sólo se conoce a sí mismo. Mas en cuanto se inicia la
búsqueda de lo permanente, de lo que es de una vez por todas y da
a la existencia fundamento y sostén, se echa de ver que lo que se
busca aún no existe, o dicho con más precisión, que existe como al-
go que aún no existe. La vida y la existencia no se recubren aún en-
teramente.
La plétora o copia de los fenómenos, introducida crepitante en
el cosmos, la inefable riqueza de la individualidad, es lo que se ha-
ce en lo viviente algo que dura, que tiene figura, que es sólido.
Mientras que aquella muchedumbre surgió bajo el signo del No, o
sea, era en sí misma pasajera, lo vivo, como emerge bajo el signo
de la afirmación, exige eternidad. Quiere permanecer en su figura.
Sin la copia desconcertante del cosmos, no cabe la hondura de la
riqueza de la vida, que sí tiene fundamento y suelo. Si aquella co-
pía no fuera más que dato fijo, como quiere el idealismo, no sería
el suelo antemundano en el que puede crecer la vitalidad del Rei-
no; pues todo emerger a lo revelado ha de ser interna conversión,
de modo que de lo fijo sólo podría crecer lo móvil, lo que estuvie-
ra en sempiterna mutación. Sólo a partir de la plétora siempre re-
novada crece la vitalidad tranquilamente permanente, que va trans
272
mitiendo su figura del pasado al futuro. No se puede trastrocar e in-
vertir en Reino la generación de un ser muerto a partir de una ley
universal e intelectual, sino sólo el cosmos plástico en su variopin-
ta facticidad. De la misma manera que la obstinación llena de ca-
rácter del héroe era la raíz única de que podía brotar la fidelidad del
santo entregado a Dios y vuelto al mundo, y del mismo modo que
el Dios vivo del mito era el único suelo apropiado para el Dios
amante de la Revelación, así también fue sólo en el imperio del Cé-
sar Augusto —aquella realización política de la imagen plástica del
mundo propia del paganismo— cuando pudo empezar a emerger el
Reino de Dios en el mundo.
27 3
inm ortalidad
274
cer visible a los ojos de los hombres en el crecimiento del Reino de
Dios que El gobierna la historia determinaba la exposición que de
ésta se hacía; y la sigue determinando, y la determinará siempre, a
pesar de cualquier decepción que provenga de la marcha de los
acontecimientos, que siempre está enseñando que los caminos de
Dios no son ¡nvestigables. A este crecimiento del Reino, que suce-
de con necesidad interior, le opone el Islam una doctrina de lo más
significativo: la doctrina de los Imanes. Cada época, cada «siglo»,
desde Mahoma, tiene su Imán, o sea su líder espiritual, que guiará
por el camino recto la fe de su tiempo. Las épocas, pues, no se po-
nen en ninguna relación entre ellas. No hay crecimiento de una a
otra; no hay espíritu que las atraviese todas y las reúna en unidad.
Y cuando las necesidades de los tiempos ponen en aporía a la doc-
trina tradicional proveniente del mismo Profeta y ya no cabe re-
curso a ella, entonces sólo queda acogerse al consenso del conjun-
to vivo de los creyentes, la Ishmá. Mahoma habría prometido que
«mi comunidad nunca estará de acuerdo en un error». Así que este
consenso es, otra vez, algo enteramente presente, incomparable o,
mejor dicho, exactamente opuesto a la idea de la Iglesia infalible,
que sólo es infalible como guardiana viva de la doctrina tradicio-
nal; y es también cosa opuesta al concepto rabínico de la doctrina
oral, que atribuye a la decisión presente, obtenida por medios pu-
ramente lógicos, inmediato origen en la misma revelación del Si-
naí*. Lo que se ve bien, tanto ahí como en la doctrina de los Ima-
nes, es la notable analogía con la concepción, específicamente mo-
derna, del progreso de la historia y del puesto que en él ocupa el
gran hombre.
Ahora bien, lo esencial de la analogía es que, frente al crecí-
miento del Reino, necesario y, sin embargo, no calculable, gracias
a la influencia de lo otro que hemos mencionado, aquí, en la ana-
logia en cuestión, la idea del futuro está radicalmente emponzoña-
da. Al futuro le pertenece, en efecto, sobre todo, el anticipar: el he-
cho de que el final deba ser esperado a cada instante. Es sólo gra-
cías a esto como llega a ser el tiempo de la eternidad. Pues como
los tiempos se distinguen, en general, por su relación con el pre-
sente, así también el instante presente, que había recibido del pa-
sado el regalo de la permanencia, de la perpetuidad, y que del pro-
pió presente había recibido el ser en todos los tiempos, recibe aho-
ra el don de la eternidad. Que todo instante pueda ser el último, es
lo que lo hace eterno. Y precisamente que todo instante pueda ser
el último lo hace origen del futuro como una serie cada uno de cu-
yos miembros es anticipado por el primero.
275
Pero esta idea del futuro —que el Reino está «en medio de vos-
otros»*, que viene «hoy»**— , esta eternización del momento se
desvanece tanto en el concepto islámico como en el moderno de las
épocas del mundo. En ellos es verdad que los tiempos forman una
serie infinita; pero infinita no es eterna: infinita es, tan sólo, siem -
pre. En el concepto islámico del tiempo, tal como se lo halla ocul-
to en la doctrina de los Imanes y en el concepto de Ishmá, la se-
cuencia de los tiempos se disuelve hasta quedar reducida a la infi-
nita indiferencia del hecho de que unos siguen a los otros, de tal
modo que, aunque cada miembro aislado es por entero instantáneo,
la suma de ellos, cuando uno la hace, más se parece a un pasado que
a un futuro. Que todas las épocas sean para Dios igual de inmedia-
tas es, por cierto, la auténtica idea del historiador puro, que se bo-
rra para ser mero instrumento del conocimiento de lo pasado. Y en
un principio parece que en la idea del progreso está viva, al menos,
la relación, el crecer, la necesidad, igual que lo está en la idea del
Reino de Dios. Pero en seguida traiciona lo que realmente lleva
dentro con el concepto de la infinitud: cuando se habla de eterno
progreso, lo que de verdad se quiere decir siempre es, tan sólo, pro-
greso infinito·, progreso que sigue progresando y en el que cada mo-
mentó tiene la certeza garantizada de que ya le llegará su tumo
—o sea, que puede estar tan seguro de que llegará a existir como
puede estarlo un momento pasado de su haber ya existido—. Así
que esta idea auténtica del progreso contra nada se rebela más ta-
jantemente que contra la posibilidad de que la meta ideal pudiera y
debiera ser alcanzada quizá ya en el instante próximo, ahora mismo
incluso. Es precisamente el, digámoslo así, pequeño detalle por el
que cabe diferenciar al creyente en el Reino —que sólo para hablar
el lenguaje de su época emplea la palabra «progreso», cuando en
verdad quiere decir el Reino—, del auténtico adorador del progre-
so: me refiero al hecho dé que el primero no se pone en guardia
contra la perspectiva y el deber de la anticipación de la meta en el
instante próximo. Sin esta anticipación y sin la interna premura por
ella; sin que se quiera traer al M esías antes de tiempo***, y sin la
tentación de forzar el Reino de los cielos***, el futuro no es el fu-
turo, sino un pasado estirado en una longitud infinita y proyectado
hacia delante. Porque sin esa anticipación el instante no es eterno,
sino que es algo que se va perpetuamente arrastrando por la larga
carretera general del tiempo.
• Le 17,21.
** Tratado Sanedrín 98a, comentando Sal 95,7.
*** Cf. Talmud: Baba M eziá 85b.
**« Cf. M tll, 12
27 6
G r a m á t ic a d e l p a t h o s ( e l l e n g u a j e d e l a c t o )
Así que es desde dos lados como se llama a la puerta cerrada del
futuro. En oscuro crecimiento que se sustrae a todo cálculo, pugna
la vida del mundo por emerger. En el cálido desbordamiento del
corazón busca el camino hacia el prójimo el alma que se está san-
tiñcando. Ambos —el mundo y el alma— llaman a la puerta ce-
riada; aquél, creciendo; ésta, actuando eficazmente. Porque toda
acción eficaz se dirige, por cierto, al futuro, y el prójimo que el al-
ma busca le está siempre inminente y va por delante de ella, y so-
lamente es anticipado en el que se encuentra en este instante preci-
so ante ella. Tanto el crecer como el actuar se vuelven eternos gra-
cías a tal anticipar. Pero ¿qué es lo que anticipan? No otra cosa si-
no el uno al otro. El actuar del alma, vuelto por completo al próji-
mo del momento tanto por lo que hace al obrar como por lo que ha-
ce a la conciencia, está anticipando desiderativamente en esta su
actuación el mundo entero. Y el crecimiento del Reino en el mun-
do, cuando anticipa esperanzadamente el final ya para el próximo
momento, ¿qué es lo que está esperando para tal instante próximo,
sino el acto del amor? La espera del mundo es, en efecto, ella mis-
ma un forzar ese acto. Si el Reino sólo creciera a impulsos mudos,
romos y afanosos, y fuera así siempre progresando en la infinidad
del tiempo, no teniendo ante sí más final que la infinitud, el acto se
vería paralizado; y como lo más lejano se encontraría, para él, in-
finitamente lejos, también lo más cercano y el prójimo le serían
inalcanzables. Pero, en cambio, allí donde el Reino avanza en el
mundo a pasos no calculables y cada instante ha de estar prepara-
do para acoger la plenitud de la eternidad, lo más lejano es lo que
se espera a cada próximo momento; con lo que lo más próximo,
que no es sino el representante de lo más lejano, de lo más alto, del
todo, se pone a cada instante al alcance.
Así actúan aquí eficazmente el uno sobre el otro hombre y mun-
do, en una acción recíproca indisoluble. Y lo que no se puede di-
solver en ninguna acción es que la libertad se halla vinculada al ob-
jeto de su acto; que lo bueno sólo es posible en un mundo que ya
es bueno; que el singular no puede ser bueno sin que todos lo se-
an; y, por otra parte, sin embargo, que en el mundo, como dijo sa-
biamente la reina de Prusia*, sólo se puede llegar a ser bueno gra-
cias a los buenos. Se trata de una unión indisoluble: el hombre y el
mundo no se pueden separar uno del otro. El actuar desata del
277
hombre el acto, pero vuelve a atar lo desatado: lo ata al mundo. Y
la espera desata del mundo el Reino, porque si el mundo no espe-
rara, «progresaría» infinitamente, y el Reino jamás llegaría; paro
esta espera, a su vez, vuelve a atar lo desatado: lo ata al actuar del
hombre. De esta atadura, pues, no se pueden liberar ellos mismos
mundo y hombre. En cuanto se desligan, lo único que hacen es
atarse uno a otro aún más fuertemente. Por ellos mismos no se pue-
den librar uno de otro. Lo único que pueden es ser liberados, redi-
midos uno con otro: redimidos por un tercero que redima al uno del
otro, al uno por el otro. Además de mundo y hombre, sólo hay un
tercero: sólo Uno puede llegar a ser Redentor para ellos.
Sobre el método
* Cf. 1s43,1.
278
servar mejor que en cualquier otro lado en Kant, o sea, en su orí-
gen histórico, tal síntesis, que opera sobre un «material» muerto,
meramente «dado», es realmente creadora. Y por esto, en el curso
del movimiento idealista, termina por convertirse en quien de nue-
vo produce la tesis, es decir: en el principio propiamente creativo
de la dialéctica. La antítesis se vuelve mera mediadora entre la pro-
ducción primera y la segunda producción de la tesis, y en este
constante reencuentro de la tesis tiene lugar el avance del saber en
la dirección del conocimiento que progresa en profundidad: reali-
zación infinita y, al mismo tiempo, giro absolutamente idealista
que se da al pensamiento capital de Platón sobre el conocimiento
como reconocimiento —que su autor concebía en sentido total-
mente no idealista: como una recreación intelectual del ser increa-
do—. Así, pues, semejante concepción de la síntesis implica de
modo esencialísimo la mediatización de la antítesis. La antítesis
queda convertida en puro tránsito de la tesis a la síntesis: no es ella
misma originaría. La relación se hace intuitiva en seguida si pen-
samos, por ejemplo, en cómo concibe Hegel el dogma trinitario. Lo
esencial para él es conocer a Dios como Espíritu, y el Hombre-
Dios no significa más que el cómo de esta ecuación entre Dios y
Espíritu. O pensemos, si no, en el supremo compás temario de la
Enciclopedia, en el que la naturaleza es tan sólo el puente entre la
lógica y el espíritu, y todo el énfasis está puesto en cómo éstos se
vinculan copulativamente.
Ahora bien, como para lo más fundamental de nuestra concep-
ción es la oríginariedad por lo menos equivalente del No respecto
de la que posee el Sí, o Xa.fadicidad de la Revelación, del mismo
valor como tal que la de la Creación, la consecuencia ha de ser que
nuestra síntesis, el Y, recibirá un significado completamente distín-
to. Precisamente porque la tesis y la antítesis tienen que ser ambas
creadoras de suyo, la síntesis misma no cabe que sea creadora. Só-
lo le cabe extraer el resultado. Es realmente nada más que el Y, na-
da más que la clave de la bóveda —levantada, por lo demás, sobre
pilares propios—. Así que tampoco puede volver a convertirse en
tesis. La clave de bóveda no puede transformarse, a su vez, como
tiene que hacer en Hegel, en piedra angular. No se pasa a proceso
dialéctico alguno; sino que, en la medida en que la serie de 10$
tiempos del Día del mundo —serie que sólo ocurre una vez— re-
cibe significación categorial, tales categorías tienen vigencia sólo
como categorías en el antiguo sentido, o sea, como criterios con los
que se mide y articula una realidad, y no como la fuerza interior
con la que esa realidad se mueve a sí misma. En sentido estricto e
inmediato, sólo hay la serie Creación - Revelación - Redención,
que no es de ninguna manera conceptual y universal, sino entera
279
mente concreta y que sólo tiene lugar una vez. El final es realmen-
te final, y, como tal, no tiene relación especial con ninguno de los
dos procesos que emergieron en el principio, sino, a lo sumo, con
el principio mismo. La Redención no está con la Creación en más
íntima relación que con la Revelación, ni está con la Revelación en
más íntima relación que con la Creación. Sólo tiene una relación
estrechísima con aquel de quien parten tanto la Creación como la
Revelación: Dios. Dios es el Redentor en un sentido mucho más
fuerte que es Creador y Revelador. En efecto, en la Creación se ha-
ce creador, pero crea la criatura; y en la Revelación se hace revela-
dor y patente, pero se revela al alma. En cambio, en la Redención
no es meramente redentor, sino que, al quedar tras El, en cierto mo-
do, la obra de la Creación y el acto de la Revelación, y actuar aho-
ra autónoma y recíprocamente, como si El no existiera, El, en últi-
ma instancia, como después veremos, se redime a sí mismo*.
Frase-raíz
Forma coral
280
este caso, el más grotesco de los casos posibles en que puede ser
pronunciada, porque también al papagayo lo ha creado Dios, y
también a él se dirige, a ñn de cuentas, su amor. Todas las demás
formas lingüísticas deben poder ser vinculadas con esta frase. Y, en
efecto, mientras que a la palabra-raíz de la Creación le siguen las
formas en la serie de un desarrollo de las cosas, como las frases ais-
ladas de una historia se van siguiendo, y mientras que la palabra-
raíz de la Revelación inaugura un diálogo, aquí todas las formas
lingüísticas tienen que ser portadoras y esclarecedoras del sentido
de esta sola frase. Tienen que ser meras formas que explican y aun
consolidan con mayor fuerza la relación entre ambas partes de la
frase. El bajo continuo de la frase ha de resonar todo a lo largo de
cada forma, y las formas mismas tienen que ir elevando la frase, en
un crescendo continuo, al nivel, siempre mayor, del himno. En vez
de relato que se afana hacia la cosa desde el que lo relata, en vez
de diálogo que va y viene entre dos, la gramática aparece aquí co-
mo canto estrófico que va in crescendo. Y como canto primigenio,
que es siempre canto de muchos. El individuo no canta. Sólo una
vez que la canción ha nacido como canción de muchos, puede lúe-
go llenar también las formas, ya no propias del canto auténtico, del
relato y del recitativo a dúo, y se vuelve balada del cantor en la cor-
te de los reyes, y canción de amor. Pero en su origen el canto es a
muchas voces que dan la misma nota y van al unísono, y sobre to-
dos los contenidos del canto se halla la forma de esta comunidad.
Incluso es que el contenido tan sólo sirve de fundamento para esta
su forma. No se canta en común por mor de determinado contení-
do, sino que se busca un contenido común para poder cantar en co-
mún. La frase-raíz, si debe ser contenido del canto común, sólo
puede aparecer a título de fundamentación de esta comunidad. El
es bueno debe aparecer como pues El es bueno.
Invitación
281
d ar gracias y confesar, porque El es bueno. Invitación que, por su
parte, no cabe que sea un imperativo, una invitación del que invita
dirigida a un invitado que tenga que aceptarla. La propia invitación
debe ya estar bajo el signo de la comunidad. El que invita tiene al
mismo tiempo que ser uno de los invitados, tiene que estar también
invitándose a sí mismo. La invitación tiene que estar en el modo
cohortativo o exhortativo, tanto si la diferencia respecto del modo
imperativo se deja reconocer externamente, como si no. La apa-
rente invitación dad gracias tiene ella misma que tener tan sólo el
sentido de demos gracias. El que invita y exhorta da él mismo gra-
cías también, e incluso invita a fin de poder él también dar gracias.
Cuando exhorta a su alma y a cuanto en él hay a alabar, el que in-
vita está inmediatamente invitando a la vez al mundo entero, a los
mares y los ríos, a todos los paganos y a quienes temen a Dios*:
/ Alabad a l Señor־/**. Cuanto hay en él es para él, ya que es, algo
exterior a lo que debe exhortar; y lo más alejado, el mundo entero,
n o es, por otra parte, nada exterior para él, sino algo que con él se
hermana cantando al unísono el canto de alabanza y de acción de
gracias.
Reunión
282
donante individual, puede ser el punto en que consigan reunirse to-
dos los que dan. El dativo, a título de esto que verdaderamente li-
ga, puede ser lo que verdaderamente desata y libera para todo lo
que está atado sin verdad e inesencialmente. Puede ser lo que redi-
me, gracias sean dadas a Dios.
Reconocimiento
28 3
Pero, desde luego, este cumplimiento tan sólo precede, tan sólo
es anticipado. Si fuera posible no rezar más que por la venida del
Reino, sólo por esto, este cumplimiento anticipado en la acción de
gracias no estaría anticipado: la alabanza y la acción de gracias no
serían entonces tan sólo el primer sentimiento, sino el único. Por-
que en tal caso el Reino ya estaría aquí. La petición de que llegue
no necesitaría ser pronunciada: la oración terminaría con la palabra
con la que empieza, con la alabanza. Pero no es así. Todavía no es
posible, no le es posible a la comunidad ni le es posible al hombre
en la comunidad, rezar únicamente por la venida del Reino. Esta
oración se halla todavía oscurecida y perturbada por muchas otras
peticiones: el perdón de los pecados, la maduración de los fmtos de
la tierra; en suma, por todo cuanto los rabinos llaman, muy pro-
fundamente, las necesidades del hombre solo*. Verdaderamente se
trata de las necesidades del hombre solo. Si el individuo estuviera
ya realmente unido con el mundo entero, tal como él anticipa es-
tarlo en la alabanza y la acción de gracias, todas estas necesidades
suyas desaparecerían. Ellas son la señal de que él tan sólo anticipa
el estar redimido de los lazos de la necesidad en la unión universal
de su alma con el mundo entero en la alabanza y la acción de gra-
cías; y son, pues, también la señal de que la Redención es absolu-
tarnente algo que aún ha de venir, porvenir y futuro.
Anticipación
28 4
El prójim o
Ahora bien, si sobre toda unión redentora hay escrito un aún no,
ello no puede llevar más que a que, ante todo, el instante justa-
mente actual represente al fin, y a lo universal y supremo los re-
presente, ante todo, lo más próximo. El lazo de la unión consuma-
da y redentora de hombre y mundo es, ante todo, el prójimo. Siem-
pre lo es el prójimo: lo más próximo de lo próximo. Así, pues, en
el canto de todos se inserta una estrofa que sólo la cantan dos vo-
ces singulares: yo y mi prójimo. De modo que, en vez del plural,
que contiene a las cosas a título de representantes singulares de su
especie, y en vez del singular, en el que el alma vive su nacimien-
to, aquí quien domina es el dual, esa forma que no perdura en las
lenguas, sino que, en el curso de su evolución, termina absorbida
por el plural. Y la verdad es que no se sostiene con firmeza más
que, a lo sumo, sobre las pocas cosas que se presentan en pares;
pues, en los demás casos, va deslizándose de un portador a otro, y
de éste al siguiente, de un próximo al siguiente próximo, y no des-
cansa hasta no haber recorrido el círculo entero de la Creación.
Aunque es sólo apariencia que ceda al plural su dominio. En reali-
dad, a lo largo de su peregrinación va dejando huellas de sí por to-
das partes, al poner en todas al plural de las cosas la señal de la sin-
gularidad. Donde alguna vez estuvo el dual, allí donde alguien o al-
go se hizo prójimo de un alma, en ese lugar cierto fragmento del
mundo se ha convertido en lo que no era antes: en alma.
E l acto
285
contenido, sigue dirigiéndose siempre, sin hacer la menor elección,
desde el sujeto hacia cualquier objeto que se le presente. Ahora
bien, en este su no elegir redime al objeto sacándolo de su pasiva
rigidez y poniéndolo en movimiento, y redime al sujeto sacándolo
de su encierro sobre sí mismo y poniéndolo a realizar actos.
La realización
La meta
286
uno; y sé eso mismo también, aunque esté a oscuras, cuando oigo
a una voz decir «yo» o «tú». Pero si uno dice «nosotros», aunque
yo lo esté viendo no sé a quiénes está mentando: si a él y a mí; o a
él, a mí y a cualesquiera otros; o a él y a cualesquiera otros sin mí,
y, en fin, a qué otros. De suyo, el «nosotros» se refiere siempre al
ámbito máximo que quepa pensar, y sólo el gesto de la locución o
una palabra que se le agrega —nosotros, los alemanes; nosotros,
los filólogos— limita, en cada caso, ese círculo máximo, hasta res-
tringirlo a un sector menor. «Nosotros» no es un plural. El plural
surge en la tercera persona del singular, que no por casualidad tie-
ne los dos géneros; pues, en la simplificación del mito, el sexo in-
traduce el primer orden conceptual en el mundo de las cosas, y es
gracias a él como se hace visible en cuanto tal la pluralidad. En
cambio, el nosotros es la totalidad que procede evolutivamente del
dual, y que, a diferencia de la singularidad del yo y de su compa-
ñero, el tú —que es una singularidad únicamente ampliable—, no
puede ser ni ampliada ni restringida. En el nosotros, pues, da co-
mienzo la estrofa final del canto de la Redención. Este canto había
empezado con el cohortativo: con la llamada de invitación de los
individuos salidos del coro y con las réplicas que el coro les da.
Con el dual pasó a un fugato a dos voces, en el que iban partid-
pando cada vez más instrumentos. Finalmente, con el nosotros se
aúna todo en el compás igual del coral del canto final polifónico.
En él, todas las voces se han hecho voces independientes; cada una
canta la letra al modo propio de su alma. Pero todas estas maneras
se adecúan al mismo ritmo y se unen en armonía.
E l lím ite
287
La decisión
E lfin
• Alusión a Sal 139,21. Cf. para lo que sigue cómo continúa el texto bíblico.
*· Zac 14. 1.
288
L ó g i c a d e l a r e d e n c ió n
E l Uno y e l Todo
289
con el dad gracias y con el nosotros, él ve que algo está sucedien-
do, no ve qué es. Sólo ve anarquía, desorden, trastorno de su vida
que iba creciendo tranquila. Y es que, para poder ver el qué, ten-
dría también que poder ver el punto del que arranca el acontecí-
miento de la animación: el alma del hombre. Y no puede. Porque
el hombre, en quien despierta el alma, no le pertenece hasta que no
se vuelve él mismo mundo animado —en la Redención—.
Alma y mundo
290
no es visible desde el hombre. Para él, todo próximo que se le pre-
senta ha de ser cualquiera, el representante de todo otro, de todos
los otros. No le es lícito preguntar, distinguir: es para él su próxi-
mo. Pero vistas las cosas desde el mundo, el acto de amor del hom-
bre es, a la inversa, lo insospechado, lo inesperado, la gran sorpre-
sa. En sí mismo lleva el mundo la ley de su vida que crece. Pero
cómo haya realmente de llegar a perdurar esta vida que en él crece
y que aspira en cada nuevo miembro que se le va agregando a per-
durar —por ejemplo, si es que quizá le será concedida la inmorta·
lidad—, es cosa oscura, vista desde el mundo. El mundo tan sólo
sabe —o cree saber— que todo lo vivo tiene que morir. Y si aspi-
ra el mundo a la eternidad, lo hace en la expectativa de una acción
que obre sobre él desde fuera y preste a la vida inmortalidad. El
mundo mismo hace brotar, en un crecimiento conforme a ley, de su
tronco añosísimo —cuyas raíces diariamente se riegan en el ma-
nantial siempre fresco de la existencia— sus ramas, sus hojas, sus
flores y sus ñutos. Sólo cuando y donde los miembros de este ser
vivo que va creciendo se ven insuflados del hálito animante del
amor al prójimo, ganan para su vida lo que la vida misma no ha po-
dido darles: animación, eternidad.
Así, pues, sólo en apariencia se ejerce el acto de amor sobre el
caos de un cualquiera. En verdad supone, sin saberlo, que el mun-
do, el mundo entero con el que tiene algo que ver, es vida que ere·
ce. D e ninguna manera le basta que posea existencia creatural. Le
exige más: duración conforme a ley, nexo de relaciones, articula·
ción de miembros, crecimiento; en suma, cuanto él mismo parece
que niega en la libertad anárquica, en la inmediatez y la instanta·
neidad de su acto. Pide el alma como objeto de su acción anima-
dora una vida articulada en miembros. Sobre ella es sobre quien
ejerce su libertad, y la anima en todos sus miembros particulares, y
siembra por doquier, en este suelo de la figura viviente, semillas de
nombres, de ser-propio dotado de alma, de inmortalidad.
Institución y revolución
291
la Creación. Y, animadas en la Redención, se afanan todas en ase-
mejarse a la gran imagen del matrimonio, que es entre ellas lo más
próximo a la Redención: secreto del alma que se ha hecho ñgura
existente completamente visible de todos lados; vida articulada
enteramente llena de alma. Era por esto por lo que el alma, llegada
a la cumbre del amor, aún anhelaba alcanzar la comunidad de san-
gre creada. Sólo encuentra redención en la unión, don del destino
—no: don de Dios— de una con otra —alma y comunidad de san-
gre—: en el matrimonio. Y pasando más allá de las relaciones en la
simultaneidad que los hombres traban entre sí —el Reino del Mun-
do, que está interiormente articulado y va creciendo según una ley
propia; el curso de la historia universal, que continúa su marcha; la
vida de los pueblos y la dura coraza del derecho y el orden del es-
tado que rodea a esta vida—, todo eso es fundamento creado que
la Redención emplea con vistas al Reino de Dios. En esta articula־
da construcción se ingiere el amor, aparentemente para perturbar-
la, y en seguida suelta acá y allá algunos de los miembros de ese
edificio dotándolos de vida propia, que amenaza con hacer estallar
la cohesión del todo conjunto. Pero la verdad es que no queda me-
ramente a su capricho de qué miembro se apoderará y a cuál redi-
mirá del nexo de la vida para eternizarlo. Es la ley de su crecí-
miento, impuesta al mundo por su Creador, como el Revelador im-
puso al mundo el desbordante ímpetu del amor; es esa ley la que
determina al amor, ignorándolo el hombre, su camino y su objeto.
El árbol en flor de la vida extiende siempre hacia el amor animan-
te tan sólo las yemas que ya han brotado. Es, pues, de Dios de
quien toma su origen la Redención, y el hombre no conoce ni el día
ni la hora. Sólo sabe que debe amar, y que debe siempre amar a lo
próximo y al prójimo. Y en cuanto al mundo, va creciendo de su-
yo, conforme a una ley aparentemente propia. Y si han de encon-
trarse el mundo y el hombre hoy, o mañana, o cuándo hayan de ha-
cerlo, los tiempos no se pueden calcular, y no los conocen ni el
hombre ni el mundo. La hora sólo la conoce El: el que redime el
hoy a cada instante para la eternidad.
Fin y principio
La Redención es, pues, fin ante el que todo lo que empezó vuel-
ve a hundirse en su principio. Sólo así es la Redención perfección
y acabamiento. Cuanto aún pende inmediatamente de su principio,
no es todavía fáctico en el pleno sentido; ya que el principio del
que surgió puede siempre volver a absorberlo en sí. Así es tanto a
propósito de la cosa, surgida como Sí del No-nada, como a propó
292
sito del acto, surgido como No de la Nada. La verdadera perdura-
bilidad siempre es durar hacia el futuro y por el futuro. No es per-
durable lo que fue siempre. El mundo fue siempre. Tampoco es
perdurable lo que constantemente se renueva. La vivencia se re-
nueva constantemente. Unicamente es perdurable lo que eterna-
mente viene: el Reino. No la cosa, no el acto, sino el hecho —la
cosa-acto— está a salvo de recaer en la nada.
293
E l público en el arte
294
ta que en una obra nueva se muestra que todavía sigue existiendo.
En los artistas, en los barrios de bohemia de las grandes ciudades,
en las colonias rurales de artistas se manifiesta, pues, tan poco el
arte como en las colecciones y las exposiciones de obras. Sólo se
hace realidad efectiva educando a los hombres haciéndolos espec-
tadores, y creándose así un público duradero. No es Bayreuth lo
que testimonia la vitalidad de Wagner y de su obra, sino el hecho
de que los nombres de Elsa y Eva* se hayan puesto de moda y que
la idea de la mujer como redentora haya influido profundamente
durante decenios en el matiz de la forma de la erótica masculina en
Alemania. Sólo una vez que se ha vuelto público, es cuando ya no
cabe eliminar del mundo al arte. Pero mientras que no es más que
obra y no es más que artista, únicamente va viviendo una vida de
lo más precaria, puramente al día.
E l hombre en el artista
295
Lo «dramático» en la obra
29 6
fecho en sus figuras. No hay tal desconfianza para con la poesía:
practicándola se encuentran el poeta del salmo 90 y el del epigra-
ma dedicado a Aster. Pues la poesía da figura y discurso porque da
algo más que estas dos cosas: el pensamiento representativo, en el
que las dos viven aunadas. Y como es el arte más viva, es también
la poesía el arte más imprescindible. Mientras que no es preciso
que todos los hombres tengan sentido musical o sentido para la pin-
tura y puedan ser diletantes productivos o reproductivos de ambas,
todo hombre pleno ha de tener sentido poético. Incluso en realidad
es necesario que sea diletante poético. Lo mínimo es que alguna
vez haya hecho una poesía; porque si bien es cierto que uno puede
ser hombre sin hacer poesía, solamente puede llegar a ser hombre
si hubo una vez en que se dedicó a hacerla.
E l melos en la música
297
gios inadmisibles, sino, sencillamente, como afinidad, mientras
que tendemos a estigmatizar de inmediato como verdaderos robos
el más mínimo tomar prestadas melodías.
29 8
La idea en la poesía
Este giro hacia la vida que percibimos por todas partes en la te-
oría del arte bajo la categoría de la Redención, y cuyo sentido pie-
no sólo se nos descubrirá más adelante, tenía lugar, para el arte en
general, en el público, en el contemplador. Una vez más, en él se
suscita y excita todo cuanto se hallaba hundido e ingerido en la
obra de arte, y al ser excitado en él, rebosa y fluye a la vida. La ba-
se del alma del contemplador se llena en toda su capacidad con la
suma de las representaciones que en él suscita el arte. El, como lo
creativo en el autor, está «por dentro lleno de figuras». Cuando se
vuelve ahora hacia el rasgo particular aislado, se convierte en co-
nocedor, toma conciencia. Esta evolución del contemplador se co-
rresponde con la conciencia, en el autor, de su arte. Y del mismo
modo que en éste el creador y el artista no podían subsistir por sí
solos, tampoco aquí la fantasía y la conciencia. La amplitud desor-
denada de las representaciones artísticas que se posee tiene que ser
enteramente recorrida por la conciencia, a fin de que el arte no sea
299
para el contemplador un oneroso o indiferente acervo de represen-
taciones que ha adquirido casualmente, sino el preciado tesoro ín-
timo del alma, reunido en una larga vida y ordenado con todo amor.
Así es como se abre la puerta del reino particular del arte y queda
expedito el camino hacia la vida.
Resumen
30 0
que redondean y acaban su plena visibilidad: en el mismo momen-
to en que auténticamente se perfeccionan y terminan.
Perspectiva
L a p a l a b r a d e D io s
301
Redención se limita a elevar a la vista de todo lo que vive cuanto
en la Revelación propiamente dicha había sucedido previamente en
el modo de vivencia invisible de la propia alma.
• Sal 73.
** Cf. Sal 22.21.
**# Oén 12,1.
302
yo propio —ya no como su patria, sus amigos y su parentela—, si-
no como lo propio de la nueva comunidad que Dios le muestra, y
cuyas necesidades serán sus necesidades, la voluntad, la suya, su
Nosotros, el Yo de él; y cuyo aún no será su sin embargo.
Y, así, en el Libro de los Salmos, el grupo de los salmos pura*
mente en nosotros es aquel en que se hace del todo claro y patente
el sentido más hondo del salmo. Es el grupo que va del 111 al 118
—ese gran cántico de alabanza, en cuyo estribillo reconocimos ya
la frase-raíz de la Redención—. La misma palabra «salmo» quiere
decir en la lengua sagrada justamente canto de alabanza, y es una
palabra de la misma raíz que aquella de «cántico de alabanza». Y
dentro de este grupo importa, sobre todo, su fragmento central, o
sea, el Salmo 115.
303
tivo que aún domina al principio en la contraposición de los muer-
tos ídolos de un mundo igualmente muerto, frente al Creador vi-
viente del cielo y de la tierra, se apaga, junto con el sarcasmo, y se
desvanece en potente triunfo de la confianza. Confianza esperan-
zada es la palabra fundamental en que sucede la anticipación del
futuro hacia la eternidad del instante. Frente a la confianza defrau-
dada de los vosotros se alza en tres grados la confianza de los no-
sotros en Dios, que es en cada uno de esos tres grados «auxilio y
escudo». Israel, la comunidad de los Nosotros, confía, de la misma
manera que, como hijo primogénito de Dios*, descansó bajo el co-
razón de su amor; la casa de Aarón, la comunidad tal como se con-
cibe sacerdotalmente para el camino por el mundo y el tiempo de
los Vosotros, confía; y también confían —éste es el nombre cons-
tante de los prosélitos— los que temen al Eterno, la que un día se-
rá comunidad mesiánica de la humanidad, de los nosotros todos.
Del triunfo de la confianza que anticipa el futuro cumplimiento, as-
ciende ahora, formando una estructura exactamente correspondien-
te, la oración que rezan —otra vez— Israel, la casa de Aarón, to-
dos los temerosos del Eterno, «pequeños y grandes».
Y canta ahora el coro el nosotros de este cumplimiento: cómo
crece la bendición paso a paso, «siempre más y más», de uno a su
más próximo, de una generación a la inmediata. Que El aumente
—añádase: os, a vosotros y a vuestros hijos—. Pues este crecí-
miento vivo de la bendición está bien fundado desde la más remo-
ta antigüedad en el secreto de la Creación: «Benditos seáis para el
Señor, que hizo el cielo y la tierra». Pero ante este crecimiento de
la Creación, sosegado y que actúa de suyo, permanece libre la obra
de amor del hombre sobre la tierra. El la hace como si no hubiera
un Creador, como si ninguna Creación creciera ante él. Los cielos
son los cielos del Eterno; pero la tierra la entregó a los hijos de los
hombres. A los hijos de los hombres, no a la comunidad de Israel,
que se sabe sola en la confianza y el ser amada, pero que en el ac-
to del amor se sabe tan sólo como hijos de los hombres sencilla-
mente: sólo conoce al cualquiera, al que simplemente es otro, al
prójimo.
Y así viene el acto de amor, libre respecto del mundo, sobre el
mundo de la Creación, que crece y vive. Pero desde la Creación es-
ta vida ha quedado a la merced de la muerte, su acabadora. ¿Có-
mo? {La vida que ha muerto jamás vuelve a acordarse con las otras
voces en el canto de alabanza de la Redención! La que ha muerto,
jamás. Pero... Y en este pero sube el coro hasta el inmenso uníso-
no del nosotros a todas voces, del nosotros que atrae exhortati
• Ex 4, 22.
304
vamente toda la futura eternidad al ahora pósente del instante. No
los muertos, verdaderamente no; «pero nosotros, nosotros alaba-
mos a Dios desde ahora por toda la eternidad». Este victorioso pe-
ro — «pero nosotros somos eternos»— lo proclamó nuestro gran
maestro como conclusión última de su sabiduría cuando habló por
última vez ante el gentío acerca de la relación de su nosotros con
su mundo*. Los nosotros som os eternos: ante este grito de triunfo
de la eternidad, la muerte cae en la nada. La vida se hace inmortal
en el eterno canto de alabanza de la Redención.
30 5
UM BRAL
R e t r o s p e c t iv a : e l o r d e n d e l a r u t a
La nueva unidad
307
de que no es el mediodía de la vida el tiempo más solemne, sino
que lo es el tiempo último, el tiempo supremo —como también su-
cede que la medianoche del principio es oscura, pero la mediano-
che del final es luz—.
La nueva totalidad
El mundo, pues, tal como crece ante nosotros en su ascenso, no
se cierra en círculo sobre sí mismo, sino que irrumpe desde lo in-
ñnito y vuelve luego a sumergirse en lo infinito. En ambos casos
se trata de un infinito exterior al mundo y frente al cual éste es al-
go finito; mientras que la circunferencia o la esfera tenían en sí
mismas lo infinito, eran ellas mismas lo infinito, y por tanto, todo
lo aparentemente finito emergía en ellas partiendo de la infinitud
que les es propia, para luego ir de nuevo a parar a ella. A fin de ha-
cer visible aquella infinitud que no está curvada sobre sí misma y
que, por consiguiente, desde el punto de vista de la filosofía, es una
m ala infinitud, tuvimos que destrozar la infinitud, ésta sí curvada
sobre ella misma, del idealismo. Al poner, en el lugar de la circun-
ferenda —que se halla completamente determinada por la relación
de uno de sus puntos con un punto de referencia—, los puntos ais-
lados unos respecto a los otros, y tales que ninguno de ellos podía
servir unívocamente como punto de referencia para los demás,
obligamos a construir la línea con estos tres puntos y nada más que
con ellos, sin que ley constructiva alguna estableciera una relación
intelectiva y absolutamente válida entre cualquier punto de la línea
y un punto de referencia común a todos esos puntos cualesquiera.
Y es que gracias a una relación así —a saber, en la fórmula que ella
hace posible— la misma infinitud de suyo mala —la que no se cié-
rra; por ejemplo, la de la hipérbola— se vuelve buena, o sea, se
vuelve clausuradamente formulable.
La nueva relación
308
primera, no han sido líneas en el sentido de la geometría, no han si-
do las distancias más cortas entre dos puntos; sino que se han orí-
ginado de ellos en un acto de inversión fundado en la historia del
surgimiento de los puntos en cuestión, pero que en sí mismo care-
cía de fundamento. Han sido, pues, líneas reales, y no matemáticas.
¿Cómo habría que caracterizar a esta realidad, a esta facticidad de
las líneas de unión?
E l nuevo nexo
Sin duda, ya que precisamente se trata de líneas rectas, no ca-
be hacerlo de otra manera que trastornando expresa e intuitiva-
mente el concepto de recta matemática, conforme al cual es ella la
distancia más corta entre dos puntos. Si había de hacerse con una
intuitividad que fuera ella misma, hasta cierto punto, de carácter
matemático, no podía ser de otra manera que haciendo que la línea,
aunque como recta matemática está ya suficientemente determi-
nada por los dos, puntos, fuera designada todavía por uno de sus
propios puntos. Tales tres nuevos puntos, referentes a las partes de
la trayectoria que son la Creación, la Revelación y la Redención
—siendo los tres puntos primeros los que corresponden a los ele-
mentos Dios, Mundo y Hombre—, tienen que disponerse de tal
modo que el triángulo que formen no venga a hallarse dentro del
primer triángulo. En caso contrario, parecerían adquirir una exis-
tencia de por sí mismos y una falta de referencia recíproca que pre-
cisamente no poseen. Más bien, la unión de un punto con los otros
dos tiene que volver a recorrer la línea del triángulo primitivo, de
manera que los dos triángilos se corten mutuamente. Surge así,
efectivamente, una figura construida geométricamente pero ella
misma ajena a la geometría: no una figura geom étrica, sino una f i ־
gura. La diferencia entre una cosa y la otra está en que la figura
puede formarse a base de figuras matemáticas, pero en verdad su
composición no ocurre según una regla matemática, sino según un
fundamento supramatemático. Este fundamento lo ha dado aquí la
idea de caracterizar las uniones de los puntos elementales como
símbolos de un acontecer real, en vez de como meras realizaciones
de una idea matemática.
E l nuevo orden
309
como los puntos y las líneas, sólo pueden adquirir figura si se los
saca del elemento vital que es para ellos la matemática. Este ele-
mentó vital es la relatividad universal. La matemática no reconoce
magnitudes absolutas fuera de sus conceptos límites. Por ejemplo,
a qué realidad le sea aplicable un número determinado, es algo que
depende por completo de la magnitud que sea establecida para la
unidad a la que va a referirse el número en cuestión. Qué dirección
tenga una línea, qué posición tenga un punto, son cosas que de-
penden de la dirección de una línea de referencia que originaria-
mente se haya tomado de manera arbitraria y de un punto que en
un principio se haya fijado de manera arbitraria como origen de co-
ordenadas. Si los puntos y las líneas de los dos triángulos a los que
nos estamos refiriendo han de ser figuras des-matematizadas, tie-
nen que adquirir posición absoluta, dirección absoluta. Que es pre-
cisamente lo que no pudimos darles en el tránsito de la primera a
la segunda parte.
Que es precisamente lo que ahora sí podemos darles, o mejor
dicho, ya les hemos dado en realidad. En efecto, al haber recono-
cido en Dios al Creador y al Revelador, y en el mundo, ante todo,
a la criatura, y en el hombre, ante todo, al alma amada, por encima
de todo quizá consta ahora que Dios está arriba. Y como Dios es
ambas cosas, Creador y Revelador, de manera igualmente origina-
ría, consta también que los dos puntos que designan al Mundo y al
Hombre han de ser accesibles desde el punto que representa a Dios
en la misma manera, aunque en dirección distinta. Además, como
Hombre y Mundo no están entre sí más lejos de lo que cada uno
por sí está de Dios, sino que, al contrario, el acto del Hombre en el
Mundo es respecto de su recepción de la Revelación tan sólo la otra
cara de su salir de sí, y el crecimiento de la vida del mundo es res-
pecto de su ser criatura exactamente lo mismo también, para núes-
tros tres puntos sólo nos queda una forma de triángulo: la del trián-
guio equilátero. Pero con ser equilátero el primer triángulo, el an-
temundano, queda ya dado que también lo es el segundo, el mun-
daño; ya que los puntos del segundo no son sino símbolos de las lí-
neas del primero. Y con la misma necesidad con la que en el trián-
guio antemundano está Dios arriba, tiene, en el triángulo del mun-
do, que estar la Redención abajo, y confluyendo en ella las líneas
que parten de la Creación y de la Revelación. En efecto, ya por su
puesto fijo en el espacio, ya gracias a estos conceptos de arriba y
abajo, que carecen matemáticamente de sentido y que, justamente
por ello, fundan figura, tanto cada uno de los elementos del ante-
mundo cuanto cada fragmento de la trayectoria queda fijado en su
relación a los otros dos. Si está arriba, es origen; si está abajo, es
resultado.
310
Relación con e l antemundo
P e r s p e c t iv a : e l d í a i » D i o s d e l a e t e r n id a d
La eternidad una
El D ios eterno
311
ta el final. Cuanto acontece es en El devenir. Y como todo lo que
acontece, acontece simultáneamente, y en verdad la Revelación no
es más joven que la Creación y ya por ello tampoco la Redención
es más joven que las otras dos, ese devenir de Dios no es para El
un cambiar, un crecer, un aumentar; sino que desde el principio y
en cada instante y siempre está El viniendo. Y es sólo por esta si-
multaneidad de su ser perpetuo, en todo tiempo y eterno, por lo que
a todo ello debe llamárselo devenir. Así, pues, lo único que deci-
mos cuando decimos que Dios deviene eternamente es que Dios no
meramente fue un día y ahora está oculto, modestamente, tras le-
yes eternas; o que Dios no está únicamente en los instantes en que
uno es plenamente dichoso por el fuego divino del sentimiento.
Unicamente esto, y no, por ejemplo, que Dios aún haya de deve-
nir. La eternidad es precisamente lo que convierte al instante en al-
go perpetuo. La eternidad es la eternización. «Dios es eterno» sig-
nifica, entonces: para El la eternidad es su perfección y acaba-
miento. Pero repitámoslo: ¿es esto también la eternidad para el
Mundo y para el Hombre?
En absoluto. Para obtener la vida eterna, tienen ambos, por cier-
to, que entrar en el Día del Mundo del Señor. La eternidad llega pa-
ra ellos a ser sólo en Dios; pero el fundamento de su perfección
acabada no está puesto para ellos en la eternidad de la Redención:
allá florece la planta de la vida eterna, pero está plantada en otro
suelo.
Y es que la planta de la eternidad está plantada allá donde se en-
cuentra el suelo común, cuya firmeza es lo único que permite que
las expresiones del Sí y el No se exterioricen por separado y suce-
diéndose en el tiempo. Si a pesar de esta entrada de los elementos
en la forma de la temporalidad, la entrada misma significa para
ellos el camino a la eternidad, entonces es que la posibilidad de la
separación tiene que estar apoyada sobre la certeza de la unión, y
el Día del Mundo del Señor tiene que portar ya en sí la disposición
para el Día de Dios de la eternidad. Esta garantía de la eternidad
pese a la temporalidad del revelarse se encuentra para Dios en la
Redención; la cual une Creación y Revelación, y como no es me-
ramente la garantía de la eternidad, sino su misma realización que
se cumple, para Dios su Día del Mundo se convierte sin más en su
propio Día. El hecho de que esta unidad plena de aval y cumplí-
miento de la eternidad no se dé a propósito de los otros dos ele-
m entos, es lo que los hace otros —y lo que hace a Dios Uno—. Así
que es el auténtico fundamento de que Dios esté para nosotros arri-
ba, sentado gobernando, y el Mundo y el Hombre le estén sometí-
dos según un orden eterno.
312
Lo eterno en el hombre
313
de Dios al Hombre es, pues, la garantía que se ha dado al Mundo
de su Redención: el fundamento en que descansa para el Mundo la
certeza de que la duda será un día resuelta —y toda duda es duda
entre la confianza en la Creación y la espera del acto, y del dilema
de esta duda vive el mundo—. La Revelación es para el Mundo el
aval de que entrará en la eternidad.
314
tiempo; y el originario ser-creado del mundo sólo será plenamente
recibido por él en la Redención perfecta y acabada, o sea, en la ex·
trema frontera del tiempo. Pero el originario ser-creado de Dios es-
taba ya antes de que se resolviera al acto creador. De este origina-
rio ser-creados de los tres elem entos tratamos en la parte primera.
La paite segunda trató luego de su autorrevelarse. Esta es la razón
de que en el libro sobre la Creación se hablara más del mundo am-
parado en la providencia y en ella cada mañana renovado, que del
Creador; y de que en el libro sobre la Revelación se hablara más
del amor de Dios que del ser-amado del hombre; y de que en el li-
bro sobre la Redención se haya hablado más del acto de amor del
hombre para con su prójimo que de la vida creciente del mundo. Y
ahora, cuando tras aquel descenso al antemundo originariamente
creado y tras el ascenso por el mundo patente y revelado, buscamos
una perspectiva que dé sobre el supramundo redimido, sabemos
qué panorama nos espera. Al hombre parido de mujer lo veremos
allá plenamente redimido de todo lo que le es propiedad suya y sí-
mismo, y vuelto imagen creada de Dios; al mundo, al mundo de
carne y sangre, de piedra y madera, lo veremos plenamente redi-
mido de toda condición de cosa y vuelto pura alma; y a Dios, redi-
mido de todo el trabajo de la obra de los seis días y de toda pena
de amor por nuestra pobre alma, lo veremos como Señor.
Pero tal visión sería más que milagro. Ya no precisaría de
más augurios, y cuando nos sea dada, andaremos en la
luz misma. Los secretos del Antemundo se hunden,
atrás, en la noche; 10$ signos del Mundo en tor-
no pierden su brillo; el resplandor del Su-
pramundo absorbe en sí tanto las som-
bras oscuras del secreto como las
luces de colores del signo.
Traspasamos el umbral del
Supramundo, el umbral
que lleva del mila-
gro a la ilumi-
nación.
315
PARTE TERCERA
LA FIGURA
O
EL SUPRAMUNDO ETERNO
INTRODUCCION
Sobre la posibilidad de alcanzar el Reino orando
in tyrarmos!
D e l a t e n t a c ió n
319
quien se piensa aquí que se permite con su criatura, con su hijo, el
sacrilego juego de «tentarlo». Si la oración ñiera realmente la oca-
sión de tentar a Dios, tal ocasión le estaría al orante muy restríngi-
da por la inacallable angustia de que quizá está ya él siendo tenta-
do cuando cree estar tentando. La posibilidad de tentar a Dios, ¿no
estribaría en el hecho de que Dios tienta al hombre? Y si, en cam-
bio, se anuncia en esa posibilidad —nótese bien: posibilidad— la
libertad que tiene el hombre, al menos frente al Dios Redentor, aun
cuando no la tenga frente al Creador y al Revelador —porque es
creado sin su voluntad*, y la revelación acontece sin mérito por su
parte, pero Dios no quiere redimirlo «sin él»**— ; si, en efecto, tal
libertad de la oración se anuncia en la posibilidad de tentar a Dios,
¿sería entonces la tentación del hombre por parte de Dios el nece-
sario presupuesto de esta libertad suya?
Así ocurre. Una leyenda rábínica cuenta de un río, en un país le-
jano, que era tan piadoso que detenía su corriente en sábado***. Si
en vez del Main fuera éste el río que pasara por Frankfurt, sin du-
da que todos los judíos de la ciudad observarían estrictamente el
sábado. Pero Dios no hace tales signos. Está claro que le horroriza
tener inevitablemente buen éxito: que los menos libres, los angus·
tiados y los preocupados vayan a ser, justamente, «los más piado-
sos». Es evidente que Dios quiere entre los suyos sólo a los libres.
Y para separar a los libres de las almas serviles apenas basta la me-
ra invisibilidad de su poder, ya que los acongojados tienen tanta
congoja como para, en la duda, ponerse, mejor, del lado atenién-
dose al cual «en cualquier caso» no hay peijuicios, y aún es posi-
ble —probabilidad de un cincuenta por ciento— que incluso se de-
riven beneficios. Para separar los espíritus, por tanto, Dios no sólo
no tiene que beneficiar, sino que tiene, precisamente, que dañar. No
le queda, pues, otra: ha de tentar al hombre. No sólo ha de ocultar-
le que El domina, no; tiene que engañarle a este respecto. Tiene que
hacerle al hombre difícil, imposible incluso, ver ese su predominio,
de modo que tenga así ocasión de creer y confiar en El verdadera-
mente, o sea libremente.Y, a la inversa, el hombre tiene siempre
que contar con esta posibilidad de que Dios le esté sencillamente
«tentando», para sacar de ello estímulo que le permita mantener su
confianza contra todas las impugnaciones, y no prestar oídos a la
voz inmortal de la mujer de Job, que exclama: ¡Maldice a Dios y
muere!****.
320
De modo que el hombre tiene que saber que es a veces tentado
en aras de su libertad. ,Rene que aprender a creer en su libertad.
Tiene que creer que, respecto de Dios, esta libertad carece de lími-
tes, aunque pueda tenerlos, en cambio, en todos los demás respec-
tos. El propio mandamiento de Dios, grabado en tablas de piedra,
tiene que ser para él, de acuerdo con un juego de palabras intradu-
cible que usaban los antiguos, «libertad en tablas»*. Allí mismo se
dice que todo, absolutamente todo está en manos de Dios, excepto
una cosa: el temor de Dios. Y ¿dónde se echará de ver más atreví·
demente esta libertad que en la certeza de poder tentar a Dios? Así,
pues, realmente vienen a coincidir en la oración las posibilidades
de tentar desde ambas partes, tanto desde la de Dios, como desde
la del hombre. La oración está en tensión entre estas dos posibili-
dades. A la vez que teme la tentación divina, sabe que posee la
fuerza de tentar al propio Dios.
H a c e r fu e r z a a l R e in o
Acción y oración
321
tentar a Dios. Ahora bien, esta relación la produce la oración: ya la
oración del corazón solitario, surgida de la necesidad del solitario
instante. Pues el acto de amor aún es ciego, no sabe lo que hace, y
no debe saberlo. Es más veloz que el saber. Hace lo más inmedia-
to, y eso que hace piensa que es lo más inmediato. La oración, en
cambio, no es ciega: ella pone a la luz del rostro de Dios el instan-
te, y en él, la acción que acaba de realizarse y la opción que se aca-
ba de decidir, o sea, lo inmediatamente pasado y lo inmediatamen-
te futuro respecto de este instante único y solitario. Ella es súplica
de iluminación. Ilumina mis ojos*, que están ciegos mientras las
manos hacen. Al prójimo y a lo más próximo no se los encuentra
el ojo que busca, sino que los descubre, tales como ante ella se al-
zan, la mano que toca. El amor actúa, en efecto, como si en el fon-
do no sólo no hubiera Dios, sino, incluso, como si no hubiera mun-
do. Para el amor el prójimo representa el mundo entero y cierra,
así, la perspectiva a la mirada. Pero la oración, al pedir ilu m in a -
ción, ve. Y al ver no es que pase por alto al prójimo, pero sí suce-
de que su vista lo sobrepasa y, en la medida en que está iluminada,
ve el mundo entero. De esta manera, libera al amor de su atadura
con el tacto de las manos y le enseña a buscar su próximo con los
ojos. Lo que hasta entonces era inevitable que le pareciera lo más
próximo, ahora quizá se le aleja, y de repente se le muestra cerca-
no lo totalmente desconocido. La oración funda el orden humano
del mundo.
* Sal 13,4.
322
mo no puede desligarse del aislamiento de su punto de vista, y por
ello, tampoco puede su oración librarse de verse forzada a fundar
un orden propio del mundo.
¿Qué peligro hay en esto? Si es verdad que la oración, al abrir
al orante la mirada para que vea el mundo, se lo muestra en un or-
den particular, ¿es que tal cosa ha de tener consecuencias para el
propio orden divino del mundo? ¿Acaso hay en la oración una fuer-
za que pueda intervenir tiránica sobre el curso del mundo desde la
Creación, teniendo éste en Dios su origen? Si la oración no es esen-
cialmente otra cosa que oración por la iluminación y, por tanto, la
iluminación es también lo más alto que puede alcanzar el orante con
la fuerza de su oración, ¿cómo va a poder ésta intervenir en el cur-
so de los acontecimientos? La iluminación parece ser algo que só-
lo afecta al orante: sus ojos se iluminan. ¿Qué le importa al mundo?
323
brá alcanzado su objetivo sin haber desencadenado por el camino
efecto indeseado alguno.
La acción del amor es enteramente distinta. Es muy improbable
que realmente alcance el objeto en pos del cual corre. Era, efecti-
vamente, ciega: del objeto sólo le daba noticia el sentido que toca-
ba lo más próximo. No sabe por dónde acceder mejor a su objeto.
No conoce el camino. Como lo busca tan a ciegas, va sin protec-
ción ni prevención. ¿Qué hay más probable que que yerre su cami-
no? ¿Qué hay más probable que el hecho de que llegue a cualquier
sitio, e incluso, dada la anchura de su curso, que llegue a más de un
único sitio cualquiera, pero que nunca llegue a ver su primitivo ob-
jeto, aquel al que iba destinada?
Quizá no sea decir demasiado afirmar que los verdaderos efec-
tos del amor son todos efectos concomitantes. Completamente sin
ellos, nunca está, desde luego; mientras que, en cambio, en la ac-
ción con vistas a un fin sí que puede darse la libertad de tales efec-
tos concomitantes, que, en todo caso, es siempre lo que se preten-
de en ella. Y es que cada objeto está enlazado tan sin resquicios con
otros y, en definitiva, con la infinitud de los objetos, que a un acto
le es por completo imposible dejar de obrar efectos sobre otros ob-
jetos, siquiera cuando va de camino a su objeto propio. Tendría, si
no, que impedirlo, justamente, tomando, como lo hace la acción
con vistas a un fin, el camino más corto y secreto. Y aun cuando,
entre esos objetos que han recibido su influencia efectiva, alguno,
e incluso la mayoría, tienen que pagar un día el tributo de la mor-
talidad, porque todavía no estaban maduros para la acción vitaliza-
dora y animadora del amor, de algún modo esta acción, debido al
nexo sin resquicios de todos los objetos, toca eficazmente al obje-
to que es realmente en el instante el próxim o, tanto si realmente lo
es aquel que por tal hubo de tener el sentido que palpa a ciegas, co-
mo si lo es otro. Y él, entonces, como el verdaderamente próximo,
está maduro para recibir el alma. Este objeto verdaderamente pró-
ximo, para quien todo depende de que el amor realmente lo en-
cuentre, ya que ha llegado a tal punto en la vida creciente del mun-
do que para él ha llegado el tiempo, su tiempo; este objeto, digo,
siempre será realmente hallado. Sólo en un caso podría no ser en-
contrado: cuando el amor, en vez de manar del hombre como amor
ciego, al que guía en todos sus pasos el sentir, intentara alcanzar de
un salto un objeto que se le muestre en una iluminación repentina.
Porque el salto salta por encima. Y si entre eso que es saltado estu-
viera aquello cuyo tiempo precisamente ha llegado, entonces un ac-
to del amor fluiría en el vacío. Porque el camino de vuelta es aquel
que, carente de circunspección como es la acción del amor, nunca
puede éste recorrerlo. Este es el riesgo que se corre en la oración.
324
El prójimo y el más lejano
En efecto, la oración, cuando ilumina, les muestra a los ojos la
meta más lejana. Pero como el orante está en el punto preciso de su
personalidad, esta meta lejanísima y común a todos se le aparece
tras un primer plano de perspectiva completamente personal: la
perspectiva, precisamente, propia del punto en que él está. Ahora
bien, la inmediatez con la que se está experimentando entonces, en
vez de la cercanía sentida de lo más cercano, la lejanía a la vista de
lo más lejano —pues ésta no le aparece al ojo excitado por el an-
sía de la voluntad dirigida a fines, sino al que está iluminado en la
receptividad de la oración—, esta inmediatez posibilita, ciertamen-
te, que el amor se dirija de modo inmediato a aquel objeto. Para el
ojo iluminado, está tan cerca como lo está su objeto más cercano
para el corazón que siente. Pero como en la iluminación se ilumi-
na al amor al mismo tiempo el camino —su camino personal, en
contraste con la universalidad de la meta—, él se dirige, en primer
lugar, a cada estación de este camino. Echa a correr todo lo veloz
que puede hacia estas estaciones que ve, y teme toda demora, e in-
cluso imagina que en la demora está todo el peligro. Se salta aho-
ra por encima de lo más cercano del sentimiento. La estación reco-
nocida en la iluminación como la primera del camino a lo más le-
jano, sustituye ahora a aquello más cercano. Y el amor quem a pa-
sarla de un salto. En el lugar de lo más cercano está para el amor
lo segundo en cercanía, que suplanta a lo primero. El amor sobre-
vé y sobreoye al uno, a fin de alcanzar al otro con su poderoso y
violento sobresalto. Y como es amor, y es siempre, pues, eficaz, ha
de conseguirlo.
M agia de la oración
325
es pre-ferencia: es pre-ferir o sacar el futuro que viene pero que va·
cila en llegar; es hacer eso antes de que el futuro sea el instante que
inmediatamente va a ser presente y esté, como tal, maduro para la
eternización. Así, pues, la oración del individuo, precisamente
cuando se ve cumplida e ilumina al orante, corre siempre el peligro
de tentar a Dios.
326
E l tiempo justo
El tiempo de D ios
El tiempo y la hora sólo son impotentes ante Dios. Pues para El,
ciertamente, la Redención es tan antigua como la Creación y la Re-
velación, y justamente en tanto que El no es únicamente redentor,
sino también redimido —luego la Redención le es autorreden־
ción—, la idea de un devenir temporal, como en El imaginan cier-
ta mística desvergonzada y cierta altisonante inocencia, sale des־
pedida, como rebotada, de su eternidad. El no necesita por sí tiem-
po, sino como redentor de Mundo y Hombre, y esto, no porque El
lo necesite, sino porque Hombre y Mundo lo necesitan. Pues para
Dios el futuro no es una anticipación. El es eterno, el único eterno,
el Eterno. «Yo soy» es en su boca lo que «yo seré»*, y se explica
por esta segunda frase.
E l tiempo terrenal
* & 3,14.
*· ls 4 9,8; 2 C or 6 ,2 .
327
mos empezando a comprender, la fe da vida al pensamiento que
poseía ya, pero como un conocimiento muerto, la piedad pagana:
que sólo se debe pedir a 10$ dioses lo que están inclinados a con-
ceder, y que, por tanto, en el caso de que se les pida lo que «no es
justo», hay que pedir, de antemano, que la oración no se cumpla.
328
da haciéndola solitaria cosa aislada, singular. La muerte le presta la
soledad suprema de que es capaz como cosa entre las cosas. Así,
pues, la oración por la muerte del otro ansia que el otro quede por
la eternidad siendo lo que ya es en la perspectiva del mundo: cosa
creada, otro. En tanto, uno mismo querría ser sí-mismo despertado
a vida propia, y por lo tanto, el Sobreviviente, sobreviviente de to-
do lo eternamente otro; que permanezca alzada una pared eterna
para separar el Yo de todo lo otro. El puente que lleva del Yo al El,
de la Revelación a la Creación, y sobre el que está escrito: Ama a
tu Otro, que no es Otro, que no es El, sino un Yo como Tú: «El es
como Tú*—·, este puente es el que rehúsa cruzar el Yo que pide por
la muerte del otro. Como el místico, cuyo secreto pecado lo decía-
ra abiertamente el pecador sincero, el criminal, el Yo quiere per-
manecer absolutamente en la Revelación y dejar la Creación a los
otros. El pecador, pues, tanto el criminal manifiesto como el místi-
co que se oculta, niega la Redención. Pues ¿qué otra cosa es la re-
dención, sino que el Yo aprenda a decir Tú al El?
De modo que la oración para que el otro muera está ya cumplí-
da antes de ser rezada, pues ya en la perspectiva del mundo el hom-
bre está en lo propio de él. No es, pues, pecaminoso el contenido
de esa súplica; como muestra la Creación, no va en modo alguno
contra la voluntad de Dios; sino que el hombre, en vez de tratar a
tal contenido en su oración como cosa ya cumplida y, por tanto,
darle gracias a Dios por su ser propio, que está condicionado por
su ser otro que todos los otros, como criatura humana, pide justa-
mente por aquello y lo trata, por tanto, como algo aún no cumplí-
do. Reza así cuando no es el tiempo. Habría tenido que hacer esta
oración antes de su creación. Una vez que está creado, sólo puede
agradecer lo propio, y si, con todo, ora por ello, pierde el tiempo de
gracia para orar por aquello por lo que necesita actualmente rezar.
Y al orar por lo propio que le ha sido concedido en la Creación y
en la Revelación, deja pasar el instante en que tenía que haber ora-
do por su próximo. El rayo del faro da en su objeto demasiado cer-
ca: todavía dentro del círculo de lo propio, en vez de en lo que ya
no es propio del sí-mismo, sino es tan sólo como lo propio suyo,
como él mismo: lo más próximo.
329
tanto del tiempo grato. Lo opuesto es lo que vemos que sucede en
la oración del exaltado, que por ansia de acelerar la venida del Reí-
no, el futuro del Reino, por ansia de que venga antes de tiempo, in-
tonta tomarlo por la violencia en aquel punto que el faro de su ora-
ción le muestra como el más próximo, y que siempre es sólo un
punto sobre-próximo. Su oración y su amor lo resecan y agostan, y
así, a fin de cuentas, también él se sustrae a sí mismo del instante
pleno de gracia, que estaba esperando su acción y la de todos los
otros; y retrasa la venida del Reino, que quería acelerar. Así, pues,
la única oración que no retrasa la venida del Reino de los cielos es
la que se hace en el tiempo justo. Pero ¿cómo se hace esta oración?
¿Hay sólo un no retrasar esa venida? ¿Carece del todo de razón el
exaltado? ¿No habría realmente alguna posibilidad, no meramente
de no retrasar la llegada del Reino, sino de acelerarla? ¿Acaso su
oración es tan sólo tentar —hablando en términos de la Cábala—
la impaciencia de Dios, del mismo modo que la oración del peca-
dor tienta la paciencia de Dios? Cuando nuestra boca reza, ¿acaso
no hay en nuestro corazón nadie más que el pecador y el exaltado?
¿No rezan aún otras voces en nosotros?
L a vida de G oethe
E l orante
* Son los dos primeros versos del famoso breve poema Esperanza.
** Cf. Sal 90.
330
El propio destino
Sería cambiar la expresión ilícitamente de sentido si se ínter-
pretara «destino» queriendo ver en esta palabra, por ejemplo, tan
sólo una expresión de perplejidad para referirse al divino oyente de
la oración, al que toda carne va. No, a este destino no viene toda
carne a presentarle la obra de sus manos, sino que sólo se presenta
ante él un individuo solitario, y él, a su vez, es oyente de su ora-
ción únicamente para un individuo solitario; sólo oye la suya, y no
la de ningún otro. Es un destino tan personal como el propio oran-
te; y es que, justamente, es el destino personal del orante. ¿Debe-
ría cumplirse esta oración? ¿Podría ser dicha en el tiempo grato?
¿No es pariente cercana de la oración que reza por lo propio y que
siempre llega demasiado tarde; aquella cuyo tiempo de gracia está
en el instante en que el mundo llegó a ser; aquella que nunca será
satisfecha, porque ya fue cumplida antes de toda súplica? No. ¿Es
que acaso está rezando por lo propio? ¿No está haciéndolo, más
bien, en lo propio? A este orante poco le preocupa que sea propio
o ajeno lo que se haga contenido de su vida y de su amor. Sólo le
importa que, sea lo que sea lo que venga, desemboque en su vida;
que todo, propio y ajeno, ajeno y propio, todo le sea concedido
ofrecerlo en el santuario de su propio destino. Por esto reza. No an-
sía en absoluto conservar lo propio suyo; está dispuesto, desde lúe-
go, a verterse fuera, a ensanchar hasta la eternidad su estrecha exis-
tencia, y lo hace. Pero, en medio de este anhelo, se siente servidor
de su propio destino, y a la vez que está dispuesto a derribar los
muros de la propia persona, cree que no puede abandonar el recin-
to sagrado del destino propio y que no le es lícita tal cosa. ¿Qué
hay, pues, volvemos a preguntar, del destino propio?
Microcosmos
El hombre es una parte indivisible del mundo rico en partes. El
mundo crece a través de sus edades. Tiene su propio destino. El
destino del hombre es una parte de este destino. Pero no se diluye
en él, no desaparece en él. Es una parte, sí, pero no partible. El
hombre es microcosmos. Así, su destino es, en el destino del mun-
do, que va madurando en las edades del crecimiento de éste, seme-
jante a un instante determinado en la corriente del tiempo. No se lo
puede reemplazar, no se lo puede desplazar, ni tampoco disolver en
la totalidad de la corriente. Es una parte de esa totalidad, pero una
parte insoluble, impartible. Un instante en las edades del mundo.
Quizá, dicho con más claridad: una hora. Pues este destino está lie-
no de un contenido múltiple, y la hora, la hora que ha sonado, es el
331
tiempo que el mismo hombre pone como un hito en el curso de los
signos de los cielos, para vasija del propio coherente vivir, cuyo
elemento mínimo —no todavía propio, sino por apropiar— es me-
ramente, y nada más, el instante. Esta hora propia en las edades del
mundo que crecen, la hora que ha sonado para él, es, pues, la que
aprehende el hombre que le reza a su propio destino. Y como es así,
esta oración siempre se cumple. Al ser rezada se lanza a enroscar-
se en el destino del mundo, y nunca queda falta de sitio, nunca se
pasa de madura, nunca está inmadura. Como acontece en la hora
propia y no puede en modo alguno acontecer en una hora ajena, ya
que es precisamente oración al propio destino, y no a un destino
ajeno, siempre está en el tiempo grato, en el tiempo de la gracia, y
se cumple tal como es rezada. Su cumplimiento proviene del mun-
do. Al entrar por ella el hombre en el propio destino, es, a un tiem-
po, la entrada conñada del hombre en lo que procede del mundo:
en la Creación
E l único cristiano
Es un gran momento en la historia del hombre este en que por
primera vez eleva el hombre así sus brazos en oración hada el des-
tino propio. El hombre Goethe, en el que este momento grande
irrumpió, no permaneció insensible ante él. Lo conoció, y anciano,
lo expresó en unas palabras extremadamente osadas, pero que sa-
ben ver hasta el fondo: él, decía, quizá era en su época el único
cristiano conforme a como Cristo había querido. ¿Cuál es el sentí-
do de estas palabras que rozan la locura blasfema? Pues al llamar-
se a sí mismo «quizá» el único de su época, se otorga—«aun cuan-
do me tenéis por un pagano»— un puesto excepcional en la histo-
ría del cristianismo, más allá de toda posibilidad cognoscitiva y
comprensiva. Ser cristiano no quiere decir, por cierto, haber acep-
tado unos dogmas cualesquiera, sino poner la vida bajo el dominio
de otra vida, de la vida de Cristo, y una vez que se ha hecho esto,
vivir en adelante la propia vida sólo poniendo por obra la fuerza
que de ahí deriva. Cuando Goethe se llama a sí mismo el único
cristiano de su tiempo, esto, entonces, sólo puede querer decir que
toda la fuerza que fluye de Cristo se ha concentrado en este día en
él y que de alguna manera queda ligada en su seguir manando vi-
va a él y su aparente paganismo. Porque lo único por lo que, con
todo, obliga en cierta manera a consecuencias dogmáticas ese po-
nerse bajo la vida de Cristo, es la presuposición de que esta vida
está únicamente en el mundo, y de que sus efectos sólo pueden par-
tir de ella y, por tanto, prescindiendo, como de cosa que realmente
carece de importancia, dé que los individuos se cercioren cons-
332
cientemente de ello, sólo puede manar, con su vitalidad incons-
cíente, en una única corriente ininterrumpida, que parte de ella
misma. Y, en este sentido, la vida de Cristo sería, desde luego, un
dogma, o, más bien, el único dogma de la cristiandad. En efecto,
en la forma clásica del dogma —la doctrina de la Trinidad—, la vi-
da de Cristo constituye realmente su único contenido, representa-
da, hacia atrás, en su carácter de única en el mundo creado, y ha-
cia delante, en su fuerza que actúa sin interrupción sobre la huma-
nidad por redimir. Frente a todo esto, ¿qué quiere, entonces, decir
aquella frase de Goethe, que enlaza tan notablemente el «paganis-
mo» goethiano con el seguimiento de Cristo?
E l seguimiento d e C risto
E l mundo antiguo
333
sin más reparos a sí mismo con el mundo, este Imperio mediterrá-
neo aseguraba su existencia contra el resto de la tierra por medio
de muros y fosos que dividían continentes, y renunciaba a la con-
quista de aquel resto.
Y así como el todo del Imperio se sacudía de los hombros la
suerte del mundo, así también hacia dentro el destino del individuo
se vinculaba sólo muy por encima al destino de ese todo. De la
misma manera que la historia de la capital no es de ninguna mane-
ra la historia de las provincias, la vida del hombre particular ape-
ñas se ve auténticamente afectada por la vida del conjunto. No es
casual que, al final, como resultado de aquella historia imperial de
varios siglos, lo que quedara fuera la compilación del derecho pri-
vado. El ciudadano romano padecía de su estado tan poco como ac-
tuaba eficazmente sobre él. Lo único que le venía de la totalidad
era la delimitación y protección de la esfera de sus derechos priva·
dos: por así decir, una valla que dejaba a cada cual cercado y ce-
rrado respecto de todos los demás, igual que la Gran Muralla ce-
traba al Imperio contra el mundo. A este simulacro o contrafigura
de reino mundial impusieron los cristianos su absoluto opuesto, el
cual, exteriormente apoyado en la articulación del Imperio, sobre-
vivió a su caída, provocada por la afluencia del mundo de los pue-
blos en vano excluidos con muros y fosos. Y sobrevive hasta el día
de hoy: la Iglesia romana.
La Iglesia petrina
334
ras exteriores, la ampliación del edificio exterior y visible; en el sa-
orificio visible de la obra piadosa, en la dádiva visible del bien cor-
poral y del espiritual, se halla, a su vez, en el interior de la Iglesia
el amor que une a 10$ hombres con ella y, a su través, con el todo.
Crea así la Iglesia petrina un cuerpo visible, ante todo para ella
misma y para los hombres que son miembros suyos —y en la me-
dida en que lo son—; pero también, luego, para el mundo de fue-
ra, que va ella transformando y dominando paulatinamente en la
unidad del Imperio sobre los reinos nacionales. Al levantar sobre el
particular los estamentos y los oficios, se agrega, por fin, al hom-
bre en la medida en que éste aún está y ha de seguir estando fuera
de ella, pero también con esto se lo incorpora. ¿Acaso no parece
que ya queda así cumplida la condición de la posibilidad de la vi-
da cristiana? ¿Qué más necesita? En cuanto puede desear, el hom-
bre se encuentra inserto en la totalidad del mundo; el destino de su
acción se halla atado insolublemente con el destino del mundo en-
tero. El destino de su acción, sí; pero no el destino de su pensa-
miento.
335
za del amor, no basta para vencerlo. ¿Cómo puede convertirse por
amor a un cuadro, si carece de vida? Si hay que convertirlo, antes
lo tiene que acoger una mirada absolutamente prendada de él, lo
tiene que captar un alma del todo sin segundas. Sólo el alma que se
ha hecho tan hereje puede luego convertirse a la fe. La Escolástica
medieval montó ante el cuadro de la pared una cortina que podía
correrse y descorrerse; que no fue otra cosa aquel problemático
pensamiento —extraordinariamente problemático, justamente, en
sentido cristiano, porque paraliza la misión— de la doble verdad:
una verdad de la razón frente a la verdad de la fe. Sólo una vez que
las figuras pintadas bajaron de la pared y se mezclaron con el pue-
blo cristiano como recuerdos vivos del paganismo, volvieron a ere-
cerle a la Iglesia las fuerzas del amor contra ellas.
E l hombre moderno
336
tu pagano, que nunca había muerto del todo y ahora despertó otra
vez. Cuando aquel tiempo pasó, no quedó doble verdad. La fe ha-
bía tenido éxito allí donde el amor hubo de fracasar: en el bautis-
mo del alma amundana, invisible, re־cordadora. Ahora trajo ante
Dios como sacrificio invisible el alma todo su recuerdo, todo su
con-tenido, del mismo modo que en la iglesia petrina había lleva-
do ante Dios toda su actualidad, todo el mundo entorno de su &c-
ción. Y lo recibió en cambio de Dios en el don invisible de la fe.
Así, ahora quedó también el alma liberada de todas las cercas y to-
dos los muros, y vivió en lo incondicionado.
Pero era la «sola fe» quien la había llevado a esta vida. Era úni-
camente el alma la que vivía. De la misma manera que la iglesia
petrina había dejado ver el flanco débil de su demasiado corporal
esencia en el mal pensamiento de la doble verdad, del mismo mo-
do, al final de esos tres siglos, el movimiento idealista alemán pu-
.so de manifiesto la debilidad de la esencia demasiado meramente
anímica, o mejor, meramente espiritual de la fe. El espíritu creía es-
tar solo hasta el punto de poder producir realmente de sí solo todo;
todo, de veras, de sí solo. Y es que la fe había olvidado por el es-
píritu al cuerpo. El mundo se le había escapado. Cierto que había
vencido a la doctrina de la doble verdad, pero para conseguirlo ac-
biaba en una doble realidad, a saber: la realidad puramente interior
de la fe y la puramente exterior de un mundo cada vez más mun-
danizado, secularizado. Cuanto mayor era la tensión entre ambas,
tanto mejor se sentía aquel protestantismo que terminó por erigir
en parte capital suya la mutua protesta de la fe contra el mundo y
del mundo contra la fe. En otras palabras: la nueva Iglesia renun-
ciaba a la acción que había sido, verdaderamente, la acción supre-
ma de la iglesia antigua y que ahora, en oposición a la iglesia nue-
va, volvía a serlo: la misión. Cuando por vez primera se tomó en-
tre manos la obra de la conversión de los paganos en un moví-
miento surgido en el Iuteranismo, fue la señal de que en él —en el
pietismo—, surgía algo nuevo. Había sonado la hora de la muerte
del viejo protestantismo.
E l cristianism o delfuturo
337
dad de ésta; el alma era respecto del cuerpo deudora de la realidad
de éste. El hombre completo era ambas cosas y más que ambas co-
sas. Y mientras no estaba convertido el hombre entero, sino sólo
una parte suya, la cristiandad seguía encontrándose en los prepara-
tivos, y no en el trabajo mismo. El hombre es microcosmos: lo que
está dentro, está fuera. Sobre el cuerpo y el alma, más alta que los
dos, soportada por ambos, se cierne la vida. La vida no como vida
del cuerpo o del alma, sino como algo de por sí, que arrastra con
ella en su suerte a cuerpo y alma. La vida es el curso de la vida. La
esencia auténtica del hombre no está ni en su ser corporal ni en su
ser espiritual, sino que se integra perfecta tan sólo en el curso ente-
ro de su vida. No es, en absoluto, sino que deviene. Y es que lo más
propio del hombre es su destino. De alguna manera, cuerpo y alma
sigue teniéndolos en común con otros; pero su destino lo tiene pa-
ra sí mismo. El propio destino es a un tiempo cuerpo y alma; es lo
que uno «experimenta en carne propia». A la vez que unifica en sí
mismo al hombre, lo hace también uno con el mundo. No lo com-
parte con el mundo; mientras que, en cambio, su cuerpo es parte del
mundo creado y su alma es coheredera de la revelación divina. Pe-
ro lo posee por entero en el mundo; al poseerlo, está en el mundo.
Crece el hombre en el mundo al crecer en sí. Cada día particular de
la vida adquiere sentido al insertarse en el curso todo de la propia
vida. El hoy se completa perfecto en un mañana y en un pasado-
mañana que, sin embargo, igualmente podrían ser hoy. Claro que la
vida puede terminar a cada instante, pero, como destino propio, se
completa perfecta en el instante del fin, que visto de por fuera, es
casual; y entonces se realiza plenamente. Si esta relación de la par-
te con el todo sólo se diera dentro de la vida, entre la hora aislada
y el curso de la vida, ésta, entonces, no sería sino el sí-mismo del
hombre pagano. Pero esta vinculación intema es la misma que une
también la vida humana como un todo y el todo de la vida del mun-
do: es, justamente, destino. Y al ser sentido como destino, al reco-
nocerse en el propio destino algo que no sólo se experimenta, sino
a lo que se puede rezar, aparece ya lo nuevo que sobrepasa la deu-
da recíproca del solo-cuerpo y la sola-alma. Con ello ha empezado
una nueva época del cristianismo: la época de su plenitud final.
G oethe y el futuro
La oración de la increencia
338
el pagano corporal, exterior, y luego, el recordado e interior. Aho-
ra, el que convierte y el convertido son uno y el mismo hombre.
Goethe es en uno, real y simultáneamente, el gran pagano y el gran
cristiano. Es lo uno al ser lo otro. En la oración al propio destino
vive el hombre por entero en su sí-mismo y, justamente por ello,
también habita el mundo. Esta oración de la increencia, que sin em-
bargo, es, a la vez, una oración completamente creyente, creatural-
mente creyente, la siguen rezando todos los cristianos, si bien, a di-
ferencia de Goethe, no como única oración. Y también la siguen re-
zando los pueblos y todos los órdenes mundanos de la cristiandad.
Ahora todos saben que su vida ha de ser vida propia, y que es pre-
cisamente como tal como se inserta en el curso del mundo. Todos
hallan la justificación de su existencia en la vitalidad de su destino.
Ahora es cuando hay pueblos cristianos, mientras que en la época
paulina había autoridades cristianas y en la petrina naciones some-
tidas al sacro imperio uno. Estados y estirpes necesitaban un com-
plemento de su vida: los unos, mediante la fe del individuo y la
administración de la Palabra; los otros, en el imperio y la iglesia vi-
sible. Sólo así habían podido ser suelo fértil para la semilla del cris-
tianismo. Pero ahora los pueblos tienen en ellos mismos toda la vi-
talidad que se lleva a cumplimiento perfecto. Sucede así desde que
cada pueblo sabe y cree que «tiene su día en la historia». Y si aún
necesitan, además, un cumplimiento perfecto terrenal, se lo pro-
porciona el concepto, asimismo puramente mundanal, e incluso de-
masiado mundanal, de la sociedad.
La esperanza
* Mt 18,3.
339
como un niño». Confía en su destino. Espera en su propio futuro.
No puede pensar que «los dioses» no vayan a concederle comple-
tar la obra de sus manos. Espera, como ama Agustín, como cree Lu-
tero. Y todo el mundo se pone bajo este nuevo signo. La esperanza
se convierte en la mayor de los tres, mayor que la fe y el amor. Es-
tas dos antiguas fuerzas se le suman a la esperanza. Y toman nueva
fuerza* de la infancia de la esperanza, para rejuvenecerse otra vez,
como las águilas. Es como una nueva mañana del mundo, como un
gran comienzo; como si aún no hubiera habido nada antes. La fe,
que se acredita en el amor, el amor, que lleva en su seno a la fe, a
ambos los llevan de vuelo las alas de la esperanza. La fe espera
ahora haberse acreditado en el amor mil y mil años; el amor espe-
ra haber traído a la luz una y universal del mundo a la fe verdade-
ra por mil y mil años. El hombre habla y dice: Espero creer.
* Cf. Is 40,31.
340
mundo cristiano, tampoco ha repercutido en la formación de una
iglesia nueva, sino en la revitalización de las viejas iglesias; si bien
aquí fluye inmediatamente en los pueblos cristianos —más ejercí-
tados en el amor y en la fe que en la esperanza—, desde el pueblo
eterno de la esperanza, de ese pueblo que es de nacimiento hijo de
Dios, la fuerza capital del nuevo mundo cumplido y perfecto: la es-
peranza. Y como ahora, en vez de que el cristiano tenga que con-
vertir a un pagano, es el cristiano mismo el que, de manera inme-
diata, tiene que convertir al pagano en él, es, en este cumplimiento
de los tiempos que está iniciándose, el judío acogido en el mundo
cristiano el que ha de convertir al pagano en el cristiano. Porque
sólo en la sangre judía vive la esperanza como sangre, de la que el
amor suele olvidarse y la fe cree que puede prescindir. Mas esta
conversión sucede dentro de las viejas iglesias. La iglesia joánica
no se apropia ninguna figura visible. No es construida: sólo puede
crecer. Allí donde, sin embargo, se la intenta construir, como en la
masonería y cuanto con ella se emparenta, se impide la entrada a
las fuerzas, que en ella continúan viviendo, de la fe y del amor, que
sólo encuentran su pan cotidiano de la vida ante los altares y los
púlpitos de las viejas iglesias. En la casa nueva de la masonería,
que no está dedicada, por un trueque bien significativo, al apóstol
Juan, sino a su tocayo precristiano, sólo le está permitida la entra-
da a la esperanza, que se puede alimentar de sí misma. Pero, sin
otro contenido que ella misma, se va desvaneciendo en el vacío e
ilimitado mirarse a sí misma en el espejo de un yermo e ineficaz
«espero seguir siempre esperando», y, aunque sabe que la verdad
está en la diestra de Dios, cae sumisamente en su izquierda.
Goethe es el primero de los padres de esta iglesia sin figura, ne-
cesariamente carente de constitución y, por ello, necesitada cons-
tantemente de las iglesias constituidas, que es la iglesia joánica.
Aunque Goethe tenía que pasar por un pagano, y lo era. En su ora-
ción al destino propio, que el mundo entero reza tras él, se cumple
perfectamente la vitalización de lo muerto, que es la indispensable
condición previa a su eternización. En las oraciones del cuerpo que
pide amor —que Dios sea clemente conmigo, pecador*— y del al-
ma que pide fe —¿cómo podré tener un Dios clemente?—, las par-
tes de la parte, que hacen a ésta impartible cuando se reúnen, se vi-
vifican cada una para sí. En la oración del hombre que ha llegado
así a ser individuo, o sea, la totalidad formada por el cuerpo y el al-
ma, en esta oración que pide lo que él ya posee: el destino propio,
lo que se vivifica es todo este individuo como tal. Se incrusta en la
totalidad, pero no por ello deja de ser individuo. A llí donde se pro-
* Le 18,13.
341
nuncia esta oración, despunta la vitalidad de la vida de la criatura
que hace a esta vida inmediatamente madura para la irrupción de la
eterna vida divina.
Goethe y Nietzsche
Revolución
342
época: en el demasiado tarde del pecador y en el demasiado pron-
to del exaltado. Cierto que aprehende el instante preciso del tiem-
po justo, del tiempo grato, del tiempo de la gracia. Y sólo cuando
ha sido rezada, empieza el tiempo a cumplirse realmente. Sólo a
partir de ese momento llega realmente a él el reino de Dios. No es
un azar que sea ahora por primera vez cuando se ha empezado se-
riamente a convertir las exigencias del reino de Dios en exigencias
de la época. Sólo a partir de aquel momento se emprendieron todas
esas grandes obras de liberación que, aunque constituyen en tan es-
casa medida ya en ellas mismas el reino de Dios, son, con todo, las
condiciones previas necesarias para su venida. Libertad, igualdad,
fraternidad se convirtieron en palabras corazón de la fe y en pala-
bras consigna de la época, y han sido introducidas en el mundo
inerte a fuerza de combates sin fin, con sangre y lágrimas, con odio
y pasión llena de celo.
M isión
Mientras estuvo sola la antigua iglesia de Pedro, sólo creció el
espacio, «hasta extenderse por todo el mundo»*. El indicador de la
hora de los tiempos sólo podía leerse en el crecimiento del espacio.
Así como Dante cuando vio en el Paraíso, en la asamblea de los
santos, que sólo quedaban unos pocos sitios vacíos, creyó poder sa-
car la conclusión de que estaba cercano el fin del mundo, y no pen-
só que a lo mejor ocuparlos podía durar más que la ocupación de
tantos hasta el momento, así también la iglesia estaba acostumbra-
da a leer, hasta cierto punto, el crecimiento del Reino en el mapa
de las misiones. Frente a esta expansión del tiempo en lo espacial,
la época paulina vino a representar la inmersión del tiempo en sí
mismo. En cierto modo, el tiempo se detuvo en cada hombre que
creía. De manera que, realmente, la iglesia de Pablo olvidó, sin
más, la extensión espacial de la fe, cuando era lo único en que po-
día leerse la hora de los tiempos —pues sin esfera o cuadrante no
hay reloj— . Sólo el mundo joánico creó en la oración al destino re-
almente un tiempo vivo, una corriente que en sí misma fluía y que,
en vez de quedar absorbida en él, más bien lleva a su espalda, en
dirección al océano, el instante singular; y que en vez de disgregar
y embeber en ella la anchura del espacio, más bien la impregna y
la irriga con sus mil ramificaciones.
343
Los lim ites de Goethe
Hoy
344
del Reino, y no sólo como lo hace la impotente oración del exalta-
do, que, con su violencia tiránica, únicamente tiene por efecto lo
contrario de su deseo? ¿Cómo, dónde y cuándo se reza la oración
de aquel a quien, aunque a ella permanezcan mudos los dioses, ha
de dar respuesta Dios: la oración de aquel que completa en súplica
por la vida eterna la devoción del incrédulo a la vida pura? ¿Cómo,
dónde y cuándo se reza la oración del creyente?
L a oración justa
E l tiempo justo
E l instante eterno
Pero hay que exigirle más: que alcance realmente lo que la ora-
ción del incrédulo no quiere y la oración del exaltado no puede al-
canzar, o sea, acelerar el futuro, hacer de la eternidad lo más pró-
ximo, el hoy. Esa anticipación del futuro hacia el instante tendría
que ser una verdadera transformación de la eternidad en un hoy.
¿Qué aspecto habría de tener este hoy? Sobre todo, no podría pa-
sar; porque, aunque de la eternidad no sepamos ninguna otra cosa
fuera de ésta, es seguro que ella es lo im-pasable, lo imperecedero.
345
A sí que la eternidad transformada en ahora tiene que ser lo prime-
ro que le corresponda a este estar determinado por un ahora sin fin.
Un hoy imperecedero... ¿No es, como cada instante, tan fugaz co-
mo una flecha que vuela? ¿Va eso a ser imperecedero? Sólo queda
una salida: el instante que buscamos, al pasar volando, tiene, en el
mismo instante, que empezar ya de nuevo; al hundirse ha de estar
ya levantándose otra vez. Su pasar tiene simultáneamente que ser
un renacer.
La hora
No basta para esto con que vuelva siempre nuevo. No debe vol-
ver nuevo, sino que tiene que regresar. Tiene realmente que ser el
mismo instante. La mera inagotabilidad del parir no cambia en na-
da lo pasajero del mundo, sino que lo aumenta todavía. Tiene, pues,
ese instante que contener más que el mero instante. El instante le
muestra al ojo, como sugiere la expresión alemana para él, Augen-
blick, ojeada, siempre algo nuevo, tantas veces como el ojo se abra
y lance su ojeada. Lo nuevo que nosotros buscamos ha de ser un
nunc stans, o sea, no un instante que va de vuelo, sino uno que «es-
tá». Tal ahora estante (stehend) se llama, a diferencia del instante-
ojeada, hora, Stunde. Como la hora está, puede contener en sí la
multiplicidad de lo viejo y de lo nuevo, la riqueza de los instantes.
Su fin puede desembocar de nuevo en su principio, gracias a que
tiene medio; no: gracias a que tiene muchos instantes en el medio
entre el principio y el final. Con principio, medio y fin, puede He-
gar a ser lo que nunca podrá la mera sucesión de instantes particu-
lares, siempre nuevos: un círculo que vuelve y gira sobre sí. Puede
ser en sí misma rica en instantes y, sin embargo, volver siempre a
ser igual a sí misma. Cuando pasa una hora, no empieza meramen-
te una nueva hora, del modo como un instante nuevo releva al vie-
jo , sino que empieza otra vez una hora. Este recomenzar no le se-
ría, sin embargo, posible a la hora si nada más fuera una serie de
instantes —como lo es realmente en su medio—. Lo es porque la
hora tiene principio y final. No funda la hora el tictac del péndulo,
sino el golpe de campana. La hora, en efecto, es institución «itera-
mente humana. La Creación nada sabe de ella. Sólo en el mundo
de la Redención empiezan las campanas a darla. Y allí es también
donde la palabra para «hora» va desligándose de las palabras que
designan el tiempo y los períodos en él, con las que antes era una.
346
El ciclo de los tiempos
La semana
347
do de la Creación, como sí la tenían previamente el día, en el tur-
narse de la vigilia y el sueño, y el año, en el turnarse de la siembra
y la cosecha. Por esto la Escritura la explica tan sólo como imagen
de la obra de la Creación misma*. En efecto, es puramente huma-
no el cambio que vuelve para el hombre la semana en nunc stans,
establecido como el turnarse del día de labor y el día de descanso,
el trabajo y la contemplación. Así, la semana, con su día de repo-
so, es el verdadero signo de la libertad humana, y por tal lo decía-
ra la Escritura, donde explica no su base, sino su finalidad**. Ella
es la verdadera hora entre los tiempos de la vida humana comuni-
taria, establecida sólo para el hombre, desligada y liberada del cur-
so mundanal de la tierra y, sin embargo, al mismo tiempo, plena-
mente ley para la tierra y para los tiempos alternantes de su serví-
cío. El servicio de la tierra, el trabajo de la cultura, debe regularlo
rítmicamente ella, la semana, y de este modo, debe reproducir en
lo pequeño, en el presente siempre repetido, lo eterno, en lo que
principio y fin coinciden; debe reflejar en el hoy lo que no pasa. Lo
eterno sólo está en ella figurado —meramente como eternidad te-
rrenal—; en ella en cuanto la ley de la cultura de la tierra, puesta
libremente por el hombre y para el hombre. P a o no en vano es en
el lenguaje sagrado la misma la palabra para cultura y culto, para
servicio de la tierra y servicio de Dios, para el trabajo del campo y
el trabajo en el Reino. La semana es más de lo que es en cuanto ley
de la cultura impuesta por el hombre (imagen terrenal de lo eter-
no): como ley del culto puesta por Dios, no se limita a introducir
en el hoy lo eterno de manera meramente figurativa, sino en reali-
dad. Puede ser célula germinal del culto porque es el primer fruto
maduro de la cultura. De ella mana toda la eternización divina y su-
praterrenal del instante, a causa de que ella es la consolidación (fes-
ta) puramente humana y terrenal del instante fugaz. Es a partir de
ella como llegan a ser también el día y el año horas del hombre,
moradas temporales que convidan a lo eterno. En la repetición co-
tidiana, semanal y anual de los círculos de la oración cultual, la fe
hace del instante hora, hace que el tiempo se vuelva acogedor pa-
ra la eternidad. Y ésta, al hallar acogida en el tiempo, se vuelve ella
misma como el tiempo.
E l culto
348
que preparar manjares y bebidas, poner la mesa, enviar al mensa-
jero a que invite al huésped? Comprendemos que la eternidad pue-
da hacerse tiempo en el culto; pero que tenga que hacerse tal, que
se vea forzada con mágica violencia, ¿cómo hemos de entenderlo?
Por otra parte, el culto parece que se limita a construir la casa en la
que Dios puede hacer su vivienda; peto ¿realmente puede obligar
a su alto huésped a mudarse? Sí, puede. Pues el tiempo que él pie-
para para la visita de la eternidad no es el tiempo del individuo, no
es mi tiempo escondido, el tuyo, el suyo; es el tiempo de todos.
Día, semana, año nos pertenecen a todos en común: están fundados
en el curso mundanal de la tierra, que a todos nos soporta pacien-
te, y en la ley del trabajo sobre ella, común a todos. La campanada
de las horas llega a todos los oídos. Los tiempos que el culto pre-
para no son propios de ninguno, excluyendo a todos los demás. La
oración del creyente tiene lugar en medio de la comunidad creyen-
te. El creyente alaba al Señor en asamblea*. La iluminación que se
le hace al individuo no puede aquí ser otra que la que también pue-
de suceder a todos los demás. En la iluminación, pues, como debe
ser común a todos, ha de ser a todos lo mismo lo que se ilumine.
Esto común a todos, que sobrepasa todos los puntos de vista de los
particulares y la misma diferencia de perspectivas determinada por
la diferencia de esos puntos de vista, sólo puede ser el fin de todas
las cosas: las cosas últimas. Cuanto está por el camino se presenta-
rá a cada uno distinto, según el sitio en que él está; todos los días
tienen para cada cual diferente contenido, según el día que cada
uno vive. Sólo el fin de los días es común a todos. El faro de la ora-
ción le ilumina a cada uno lo que a todos ilumina: únicamente lo
más lejano, el Reino.
349
y desencadenar así sobre él la fuerza incoercible del amor de lo
más próximo. Dios no puede hacer otra cosa que aceptar la invita-
ción. La oración del creyente, como acontece en la asamblea de los
creyentes, completa la oración del incrédulo, que siempre ha de ser
oración del individuo.
La oración en común
L iturgia y gesto
* Sal 90,17.
350
que el signo milagroso media entre la Creación y la Revelación. Y
así como esta relación dentro del mundo de la Revelación también
circunscribía, a la vez, la relación del antemundo primigeniamente
creado con el mundo patente, ahora hace la misma función entre,
por una parte, este mundo patente, que incluye el antemundo —el
cual, efectivamente, fue en él introducido por el milagro— y, por
otra, el supramundo redimido. La oración es la fuerza que traslada
más allá del umbral: del secreto del propio crecimiento de la vida,
que fue creado sin voz, y del milagro, dotado de palabra, del amor,
hacia la iluminación silente del final que todo lo pleniñca y cum-
pie. Así, pues, en esta parte tercera ocupará la liturgia la misma po-
sición de organon que tuvieron en la primera la matemática y en la
segunda la gramática. Sin embargo, la relación entre el organon y
el ser que por su virtud se va a conocer, tendrá aquí que ser dife-
rente de la que fue en los casos de la matemática y la gramática, de
la misma manera que estas dos ya se encontraron cada una, res-
pecto de lo que había que conocer valiéndose de ellas, en una reía-
ción asimismo diferente.
Los símbolos matemáticos habían sido realmente sólo símbo-
los. Fueron el secreto en el secreto, claves mudas que se guardaban
en un cajón secreto en el interior del propio armario del antemun-
do. Se ocultaban en y tras las cosas, y eran para el mismo mundo
primigeniamente creado algo pasado, herencia «apriórica» de una
antecreación. Las formas de la gramática expresan, en cambio, el
milagro de manera inmediata. No se ocultan ya en ningún trasfon-
do del mundo al que pertenecen, sino que son unas con él. Son,
dentro del milagro mismo, el milagro, signos patentes de un mun-
do patente. Son exactamente contemporáneas con su mundo. Allí
donde éste está, allí también está el lenguaje. El mundo nunca está
sin la palabra. Sólo es en la palabra, y sin la palabra él tampoco se-
ría. Las figuras de la liturgia, sin embargo, no poseen esta contení-
poraneidad o simultaneidad con lo que se da a conocer en ellas.
Anticipan: lo que convierten en hoy, es un porvenir. No son, pues,
ni claves ni boca de su mundo, sino representantes de éL Repre-
sentan ante el conocimiento al supramundo redimido. El conocí-
miento sólo las conoce a ellas. No ve más allá. Lo eterno se oculta
detrás. Son la luz en las que vemos la luz*: silenciosa anticipación
de un mundo que luce en el silencio del futuro.
El antemundo contenía tan sólo los Elementos mudos con los
que se construía la ruta de la Estrella. La ruta misma era una reali-
dad, pero que no podía ser vista con los ojos en ningún instante;
pues la Estrella que recorre la ruta no permanece quieta la duración
• a . Sal 36.10.
351
de ningún instante. E l ojo sólo puede ver lo que dura más de un ins-
tante: sólo el instante que se detiene eternizado permite al ojo que
vea en él la figura. La figura es, pues, lo más que elemental, lo más
que real, lo inmediatamente visible. Mientras no conocemos más
que elementos de la ruta de una estrella y la ley de ella, nuestros
ojos aún no la han visto. Tan sólo es un punto material que se mué-
ve en el espacio. Cuando el telescopio y el espectroscopio nos la
acercan, pasamos a conocerla como conocemos un utensilio que
usamos, un cuadro que hay en nuestro cuarto: es una visión fami-
liar. Es sólo en esta visibilidad en la que se cumple hasta el fin la
facticidad: en ella ya no se oye nada ni de cosas ni de hechos.
Lo que se puede ver, está por encima del lenguaje, queda a más
altura que él. La luz no habla: luce. No se cierra en absoluto sobre
sí misma: no brilla hacia dentro, sino hacia fuera. Pero su irradia-
ción no es tampoco un abandonarse a sí misma, como sí lo es el
lenguaje. La luz no se da ni enajena a sí misma, como el lenguaje,
cuando se exterioriza, sino que es visible permaneciendo por com-
pleto en sí misma. Propiamente no irradia, sino que sólo luce. No
irradia como mana una fuente, sino como un rostro: como irradia
un ojo, que es elocuente sin necesidad de que los labios se abran.
Se trata de un silencio que no es que carezca todavía de palabras,
como la mudez del antemundo, sino que ya no precisa de la pala-
bra. Es el silencio de la comprensión perfecta. Una mirada lo dice
todo aquí. Nada enseña tan claramente que el mundo no está redi-
mido como la pluralidad de las lenguas. Entre hombres que hablan
un lenguaje común, basta una mirada para entenderse. Precisa-
mente porque poseen un lenguaje común, están por encima del len-
guaje. Pero entre lenguas diferentes media la palabra balbuciente;
y el gesto deja de ser comprensión inmediata, como era en la mi-
rada muda del ojo, y queda demolido en balbuceo del lenguaje ges-
tual, ese penoso puente provisional de la comprensión. De ello pro-
cede el hecho de que lo supremo en la liturgia no sea la palabra co-
mún, sino el gesto común. La liturgia redime al gesto de los grílle-
tes que lo tienen sometido a ser el criado torpe del lenguaje, y lo
convierte en algo que es más que el lenguaje. Unicamente en el
gesto litúrgico se anticipan los «labios purificados» que están pro-
metidos en «aquel día» a los pueblos*, sempiternamente separados
por la lengua. En el gesto se vuelve elocuente la mezquina mudez
de los miembros incrédulos, y la elocuencia torrencial del corazón
creyente se vuelve silenciosa. La increencia y la fe unen su oración.
352
La verdad
• Son palabras que figuran en la bendición con que se invita a la lectura de la To-
rá. Cf. Talmud: B erqjot 58a.
353
LIBRO PRIMERO
ELFUEGO
O
LA VIDA ETERNA
L a promesa d e la eternidad
* Se está citando la misma bendición a la que se refiere la nota anterior. Cf. Mis-
ná: S o frim 13, 8.
** Gén 15,5.
355
E l pueblo eterno : e l destino judío
Sangre y espíritu
Sólo hay una comunidad en la que este nexo de vida eterna va-
ya de abuelos a nietos; sólo una que no puede pronunciar el nos-
otros de su unidad sin percibir al mismo tiempo en su interior las
palabras que lo completan: «somos eternos», ,ñeñe que ser una co-
munidad de sangre, porque sólo la sangre da a la esperanza en el
futuro aval en el presente. Cualquier otra comunidad, cualquier
otra comunidad que no se propague por la sangre, si quiere afirmar
su Nosotros por la eternidad, sólo puede hacerlo asegurándole un
lugar en el futuro. Toda eternidad que no tiene que ver con la san-
gre se basa en la voluntad y en la esperanza. Sólo la comunidad de
sangre nota cómo corre por sus venas, ya hoy, cálidamente, la ga-
rantía de su eternidad. Unicamente para ella no es el tiempo un
enemigo que haya que aplacar y sobre el que quizá —eso espera;
pero quizá no...— llegue a vencer; sino que para ella es hijo e hijo
de hijos. Lo que para otras comunidades es futuro y, por tanto, en
todo caso, algo que aún está más allá del presente, para ella, y só-
lo para ella, es ya presente. Sólo para ella no es lo futuro algo aje-
no, sino propio, algo que lleva ella en su seno y que puede parir ca-
da día. Mientras que cualquier otra comunidad que aspira a la eter-
nidad tiene que tomar ciertas disposiciones —crear ciertas institu-
ciones— para transmitir al futuro la antorcha del presente, sólo la
comunidad de la sangre no precisa de tales instituciones de la tra-
dición. No tiene que andar importunando al espíritu: en la propa-
gación natural del cuerpo tiene la garantía de su eternidad.
356
sus hijos, pues no confían éstos en la comunidad viva de la sangre
que no esté anclada en el fírme fondo de la tierra. Sólo nosotros
confiamos en la sangre y dejamos la tierra; economizamos, pues, el
precioso jugo de la vida, que nos ofrecía la garantía de la propia
eternidad, y fuimos los únicos entre todos los pueblos de la tierra
que separamos lo que estaba vivo en nosotros de toda comunidad
con lo muerto. Pues la tierra nutre, pero también ata; y cuando un
pueblo ama el suelo de la patria más que la propia vida, se cierne
de continuo sobre él —y se cierne sobre todos los pueblos del mun-
do— el peligro de que, aunque por nueve veces haya salvado del
enemigo tal amor al suelo de la patria, una décima vez quede el
suelo, lo más amado, y la propia vida del pueblo sea derramada so·
bre su superficie. Al que conquista el país terminan por pertene-
cerle sus gentes; y no puede ser de otro modo, si éstas están más
apegadas al país que a su vida propia como pueblo. La tierra, así,
traiciona al pueblo que confió su duración a la de ella. Continúa
durando, pero el pueblo que hubo sobre ella pasó.
La tierra santa
« Gén 12, 1.
357
ga la plena propiedad de la patria. Es sólo un extranjero que se ha
asentado en su país*. Dios le dice: «Mía es la tien־a»**. La santi-
dad de la tierra la preserva de que él se apodere sin más de ella
cuando podía haberlo hecho. Y aumenta su nostalgia por el país
perdido hasta lo infinito, y hace que, en adelante, ya no se sienta
plenamente en casa en ninguna otra tim a. Le obliga a concentrar
todo el brío de la voluntad de ser pueblo en un único punto, que pa-
ra los pueblos del mundo no pasa de ser un punto entre tantos: en
el puro y auténtico punto de la vida, en la comunidad de sangre. La
voluntad de pueblo no debe apegarse a ningún medio muerto. Só-
lo le es lícito realizarse a través del pueblo misino. El pueblo es
pueblo únicamente por el pueblo.
358
La lengua sagrada
359
rada le hace entenderse con él mejor que la palabra. Y nada hay
más hondamente judío que una última desconñanza frente al poder
de la palabra, junto a la íntima confianza en el poder del silencio.
La santidad de la lengua sagrada, en la que tan sólo puede rezar, no
,deja a su vida echar raíces en el suelo de una lengua propia. Y es
señal de que su vida lingüística se siente siempre en el extranjero y
de que sabe que su patria lingüística propia está en otra parte —en
el ámbito de la lengua sagrada, inaccesible al habla cotidiana—, la
notable circunstancia de que la lengua de todos los días procura
conservar, siquiera en los signos mudos de la escritura, el vínculo
con la vieja lengua sagrada, que, por lo demás, hace muchísimo
que se perdió para la vida diaria. Es al revés entre los pueblos del
mundo, en los que más bien sobrevive la lengua a una escritura que
se pierde, que no, a la inversa, sobrevive la escritura a una lengua
desaparecida de la vida cotidiana. Es en el silencio y en los signos
silenciosos del habla en donde precisamente siente el judío que
también su cotidianidad lingüística sigue estando en la casa del len-
guaje sagrado de las horas festivas.
Y así el lenguaje, que suele ser para los pueblos siempre porta-
dor y mensajero de la vida temporal, mutable y alternante y, tam-
bién, por ello, claro, pasajera, al pueblo eterno lo retrotrae a su vida
más propia, que está más allá de la vida exterior —la que sólo co-
rre por las venas de su vida corporal y es, por ello, perdurable—.
Si el suelo propio y la lengua propia le están vedados, cuánto más
se lo estará la vida visible que viven los pueblos del mundo en las
costumbres propias y la ley propia. Porque un pueblo vive sus días
en ambas, la costumbre y la ley: en lo recibido de ayer por el po-
der del hábito y en lo establecido para mañana. El día está entre el
día de ayer y el día de mañana; y toda vida da prueba de su vitali-
dad en que no se queda parada en el día, sino en que diariamente
lo echa al ayer y hace que venga en su lugar el día de mañana, y así
sucesivamente siempre. También los pueblos están vivos cuando
constantemente están transformando su hoy en una nueva costum-
bre, en algo nuevo eternamente de ayer, y, simultáneamente, van
sacando de su hoy nueva ley para el mañana. Y así el hoy se vuel-
ve en la vida de los pueblos un instante que vuela como la flecha.
Y en tanto la flecha vuela, en tanto nuevas costumbres se añaden
constantemente a las viejas y una ley nueva deroga la vieja, sigue
fluyendo vivo en el pueblo el río de la vida; y el instante no puede
paralizarse en cosa fija, sino que permanece siendo tan sólo la ñon-
360
tera, continuamente desplazada, entre el pasado que aumenta sin
cesar y el futuro que va siendo atraído y va derogando sin cesar. Y
viven los pueblos en el tiempo. Y el tiempo les es su heredad y su
tierra de labor. Ganan para sí, en la costumbre que aumenta y la ley
que se renueva, la última y más poderosa garantía de la vida pro-
pia que añadir al suelo propio y a la lengua propia: el tiempo pro-
pío. En tanto un pueblo cuenta su tiempo propio —y lo calcula por
la edad de su vivo tesoro de costumbres y recuerdos y por la cons-
tante renovación de los poderes que en él legislan: sus dirigentes y
sus reyes—, en tanto que tiene poder sobre el tiempo, no está muer-
to.
La ley santa
361
sente. Cada uno en particular debe ver la salida de Egipto como si
él mismo hubiera participado en ella*. Y aquí no hay legisladores
que hayan renovado la ley en el curso vivo del tiempo. Incluso lo
que quizá objetivamente sea una renovación tiene siempre que dar-
se como si ya se encontrara en la ley eterna y hubiera sido también
revelado en la revelación de ella. El cálculo del tiempo que lleva el
pueblo no puede, pues, ser aquí la cuenta del tiempo propio, por-
que él es atemporal: no tiene tiempo. Tiene que contar los años por
los años del mundo. Y por tercera vez, igual que antes a propósito
de la relación con la lengua y con el pueblo, vemos en su relación
con la historia propia cómo al pueblo le está vedada la vida tem-
poral por causa de la vida eterna. No puede él también vivir plena
y creativamente la vida histórica de los pueblos del mundo. Siem-
pre está, en cierto modo, entre algo mundanal y algo sagrado, se-
parado de los dos, en cada caso, por el otro; y, por tanto, en última
instancia, no vive, como los pueblos del mundo, en una vida visi-
ble en el mundo y dispuesta como lo está la vida de un pueblo: en
un lenguaje popular y nacional que expresa en alto su alma; en un
territorio firmemente delimitado y fundado sobre la tierra y propio
del pueblo. Sino que vive única y exclusivamente en aquello que
asegura la subsistencia del pueblo más allá del tiempo, la perdura-
bilidad de su vida: sacando la propia eternidad de los manantiales
oscuros de la sangre.
D estino y eternidad
36 2
costumbres y ley marcharon para nosotros ya hace mucho del cír-
culo de lo vivo y se elevaron de lo vivo a lo sagrado. Nosotros, sin
embargo, seguimos viviendo, y vivimos eternamente. Nuestra vida
ya no está enlazada con nada externo. Echamos en nosotros mis-
mos raíces, y carecemos de ellas en la tierra; somos, pues, eternos
caminantes, hondamente arraigados en nosotros mismos, en núes-
tros propios cuerpo y sangre. Y este enraizamiento en nosotros y
nada más que en nosotros garantiza nuestra eternidad.
Peculiaridad y universalidad
363
te pueblo uno ha de ser un pueblo único. Tienen que acoger en sí
mismos opuestos polarmente distantes, para poder ser particular y
determinadamente algo especial, un Dios, un Hombre, un Mundo,
y, sin embargo, al mismo tiempo, Todo, Dios, el Hombre, todo el
Mundo.
Polaridad
E l D ios judío
364
sencía; pero a renglón seguido casi desprecia todo eso y sólo quie-
re que se le honre con las obras anónimas del amor al prójimo y la
justicia, a las que nadie les mira que se hayan hecho por El, y con
el ardimiento secreto del corazón. Ha elegido a su pueblo*, pero
para castigar en él todos sus pecados. Quiere que ante El se doble
toda rodilla**, y, sin embargo, pone su trono sobre los cantos de
alabanza de Israel***. Israel intercede ante E l por el pecado de los
pueblos, y recibe el azote de la enfermedad para que ellos encuen-
tren la curación****. Ante Dios se hallan ambos, Israel su siervo y
los reyes de los pueblos, y va anudándose el nudo de dolor y cul-
pa, amor y juicio, pecado y reconciliación, que es inextricable pa-
ra las manos humanas.
El hombre judío
El hombre, el hombre creado a imagen de Dios, es también, en
tanto que judío que se presenta ante su Dios, un nido de contradic-
ciones. Como favorito de Dios, como Israel, se sabe elegido por
Dios, y casi olvida que él no está solo con Dios, que Dios conoce
adftinás a otros, tanto si él los conoce como si no, y que Dios tam-
bién dice a Egipto y a Asiría «pueblo mío»*****. Se sabe amado:
¿qué le importa el mundo? En. dichosa soledad compartida con
Dios, casi se equipara al hombre en general, y mira a su alrededor
con asombro cuando el mundo procura recordarle que no vive en
todos como vive en él el mismo sentimiento de ser inmediatamen-
te hijo de Dios. Y, sin embargo, nadie sabe mejor que él que ser el
. favorito de Dios sólo significa un principio, y que el hombre sigue
estando irredento mientras que este principio es lo único realizado.
Frente a Israel el amado por Dios eternamente, el eternamente fiel,
el eternamente cumplido y perfecto, se alza el que eternamente vie-
ne y eternamente aguarda, el que eternamente camina y eterna-
mente crece: se alza el Mesías. Frente al hombre del principio, el
hijo del hombre Adán, se alza el hombre del final, el hijo de David
el rey; frente al creado de la materia de la tierra y del aliento de la
divina boca, el vástago de la estirpe real ungida******; frente al
patriarca, el retoño más tardío; frente al primero, que se envuelve
en la capa del amor de Dios*******, el último, de quien parte la
* Ara 3, 2.
*· Is 42,23.
*** Sal 22,4.
..** Cf. Is 53.
***** Is 19,25.
* ***** Is 11,1.
******* Cf. Gén 3,21.
365
salvación hasta los confines de la tierra41; fíente a los milagros pri-
meros, los últimos, de los que está dicho que habrán de ser mayo-
res que aquéllos***.
E l mundo judío
3‘66
do las contradicciones, o sea, que no puede ser propiamente con-
testada. Pero la vida viviente no pregunta por la esencia. Vive. Y al
vivir se responde todas las preguntas antes incluso de podérselas
plantear. Lo que a la intuición de esencias le parece una confusión
de contradicciones, se ordena en el anillo anual de la vida hasta for-
mar un coro diáfano. El círculo de la vida humana, que gira sobre
sí mismo, se vuelve a la mirada una imagen plástica de lo que en
el cielo del Todo claman las voces, entrando sucesivamente, al oí-
do que escucha la gran armonía de las esferas en el trascurso sin
vez segunda, irrepetible, más allá de toda medida discemible, del
Día de Dios.
Nada parece más fácil. Pero el oír que aquí se precisa es distin-
to del que se da en el intercambio de palabras. En éste habla el mis-
mo que por el momento está oyendo; y no habla únicamente — ni
siquiera sobre todo— cuando dice algo, sino, en la misma medida,
cuando con su escucha viva, con la mirada de asentimiento o duda
de sus ojos, está quitándole de los labios la palabra al que habla.
Aquí no me refiero a este oír de los ojos, sino realmente al oír del
oído. Lo que hay que aprender aquí es un oír que no incita a hablar
al hablante: un oír sin réplica. Son muchos los que deben oír. Y el
único que habla no debe decir sus propias palabras, pues ¿de dón-
de tomaría sus «propias» palabras, sino de la mirada hablante de
sus oyentes? Incluso el orador que pronuncia su discurso ante mu-
chos, en la medida en que es realmente un orador vivo, sólo es un
interlocutor: el pueblo que lo escucha —ese monstruo de muchas
cabezas—, le da al orador popular en cada instante la frase con su
367
asentimiento o su desagrado, interrumpiéndole y alborotando y
aportando su conflicto de emociones, con todo lo cual le obliga a
tomar partido. Si ese orador quiere independizarse de sus oyentes,
en vez de hablarles en libre discurso, tendrá que «pronunciar», a
riesgo de que se le duerman, el que ha aprendido de memoria.
Cuanto más libre es el discurso libre, más seguro es que suscitará
dos partidos entre los oyentes, esto es: lo contrario del oír común a
todos los presentes. La esencia del «discurso programático» es que
se «pronuncia», en vez de ser hablado o dicho. En su caso, cueste
lo que cueste, de lo que se trata es de llevar la asamblea a concluir
un acuerdo. Es necesario que el orador se vuelva conferenciante,
puro expositor de un programa cerrado y acabado. El oír común
que no sea más que oír, el oír en el que una multitud se hace «toda
oídos», no surge por obra del hablante, sino porque se retire el
hombre que habla en vivo detrás del mero lector; e incluso ni si-
quiera detrás del hombre lector, sino tras la palabra leída. En ello
se basa que el sermón tenga que ser sobre un «texto». Es la cone-
xión con el texto lo que le asegura la «recogida» escucha de todos.
La palabra libre del predicador no podría proponerse la meta de tal
recogimiento, sino que habría de partir hacia los oyentes como una
fuerza de escisión. Pero el texto que la comunidad reunida en
asamblea tiene por palabra de su Dios aporta al que lo lee la escu-
cha común de todos los miembros de esa asamblea. Al presentar
cuanto tiene que decir como explicación de aquel texto, mantiene
viva esta escucha común a todo lo largo de su sermón. Un sermón
que suscite interrupciones de réplica, o en el que a los oyentes les
cueste trabajo abstenerse de hacerlas; un sermón en el que el silen-
ció de los oyentes se descargue de otro modo que no sea el canto
común, sería un sermón deficiente, aunque, quizá, una buena aren-
ga política. Y, por su parte, sería malo un discurso político que que-
dara sin réplicas interrumpiéndolo, sin gritos en el auditorio recia-
mando silencio, sin aplausos, sin risas ni alboroto. El sermón, co-
mo el propio texto leído, existe para crear el silencio común de la
comunidad en asamblea. Luego su esencia no es ser un discurso, si-
no ser exégesis. La lectura de la palabra escrita es ahí lo más im-
portante, porque es en ella únicamente en donde se constituye la
comunidad de escucha y, con ella, el firme fundamento de toda co-
munidad entre los que forman la asamblea.
E l sábado
368
la fiesta en que se asienta el año litúrgico, el foco del retorno en su
retornar, el foco del sábado. En el ciclo de las secciones semanales
que recorre anualmente la Torá entera se anda a grandes pasos el
año litúrgico, y los pasos de esta carrera son los sábados. Global-
mente, cada sábado se parece a cualquier otro, pero los diferencia
el cambio de la sección de la Escritura; y en esto que los distingue
dan a conocer que no son algo último, sino tan sólo los eslabones
de un orden superior: el año. Porque sólo en el año se cierra como
todo conjunto eso mismo que diferencia a sus miembros. Ή sába-
do presta existencia al año. Esta existencia tiene que ser recreada
nueva cada semana. El año litúrgico está siempre todo él implica-
do en la sección semanal de la semana que está en curso. Por así
decirlo, sólo sabe lo que «está pasando» en esta sección semanal;
pero, al tiempo, sólo llega a ser año gracias a que cada semana es
únicamente un pasajero instante. Es en el decurso de la serie de los
sábados donde el año se cierra formando una corona. Y es la regu-
laridad en la serie de los sábados, es precisamente el hecho de que
cada uno se parezca esencialmente al otro menos en la sección se-
manal correspondiente, lo que hace de ellos las piedras angulares
del año. Son ellos los que crean el año como año litúrgico. Ellos
preceden a todo lo demás que luego se añade, y junto a todo esto
otro, bajo la riqueza entera de las fiestas, ellos continúan impertur-
bables marchando con su paso igual. Bajo el fuego de alegría y do-
lor, de pena y dicha que va y viene con las fiestas, corre el río igual
de los sábados, cuya fluencia mesurada hace posibles aquellos tor-
bel linos del alma. En el sábado tiene lugar la creación del año, y
así, él es ya en sí mismo, en su posición dentro de la liturgia, lo que
sobre todo se le atribuye como significado suyo: la fiesta conme-
morativa de la Creación.
369
que ya existe el mundo, y ya existe entero, antes de que suija en él
ningún acontecimiento, así también precede el orden de los sába-
dos a todas las fiestas que hacen presentes cualesquiera acontecí-
mientos, y marcha su camino sin que éstas le estorben. Y así como
la Creación no se agota en que el mundo fuera un día creado, sino
que sólo se cumple enteramente en la renovación diaria del mun-
do*, así también el sábado, como fiesta de la Creación, no cabe que
sea una fiesta que sólo suceda una vez en el año: siendo el mismo
todas las semanas y, sin embargo, uno diferente cada semana gra-
cías a la sección de la Escritura que le corresponde, tiene que re-
novarse a todo lo largo del ciclo del año. E igual que la Creación
está ya completada, de modo que la Revelación no le aporta nada
que no se halle oculto ya en ella como augurio, la fiesta de la Crea-
ción, por su parte, tiene ya que llevar en sí todo el contenido de las
fiestas de la Revelación. Tiene que ser toda ella augurio en su pro-
pió transcurrir interior de una tarde a la tarde siguiente.
La gran oración que se repite tres veces a diario contiene los sá-
bados, a diferencia de los días laborables, ciertos aditamentos poé-
ticos que hacen de la simple repetición un decurso coherente y ce-
rrado. La oración de la víspera se refiere, gracias a esa adición, a la
institución del sábado cuando la creación del mundo. Se pronuncia
en ella las palabras con las que termina el relato de la Creación: «y
estaban terminados». Y se repiten, de regreso del servicio divino al
santo ámbito luminoso de la casa, antes de que la bendición sobre
el pan y el vino como dones divinos de la tierra dé testimonio, a la
luz de las velas del sábado, de que Dios creó lo terrenal, y se con-
sagre así como fiesta de la Creación todo el día que comienza. Y es
que el pan y el vino son productos sumamente perfectos, ya insu-
perables, del hombre, y sin embargo, incomparables con sus demás
producciones, en las que su espíritu de invención compone artifi-
ciosamente unos con otros los dones de la naturaleza y, en esta
composición, se va continuamente superando a sí mismo en la di-
rección de una artificiosidad siempre mayor. El pan y el vino, en
cambio, no son más que dones de la tierra ennoblecidos. El uno es
la base creada de toda la energía vital, el otro, la de toda la alegría
de la vida. Ambos están dados por el mundo y por el hombre que
sobre él está, y ninguno de los dos envejece jamás. Cada bocado de
pan y cada trago de vino nos saben tan estupendamente como nos
370
supieron los primeros, y con seguridad, no menos maravillosa-
mente de como supieron, en tiempos inmemoriales, a los hombres
que por primera vez cosecharon el pan de la tierra y recogieron el
fruto de la vid.
* Ex 33,11.
** Dt 34,10.
*** Cf. Talmud: B erajot 11b.
·* ** Se menciona la segunda bendición que se pronuncia en la exhortación a la lee-
tura de la Torá.
371
se proclama en las palabras de la confesión la «unidad» de Dios co-
mo su nombre eterno allende todo nombre, allende toda presen-
cía*. Y sabemos que esta proclamación es más que una palabra fu-
gaz; sabemos que en ella, al «tomar sobre sí el yugo del Reino de
los cielos»** el individuo, acontece, la eterna unión de Dios con su
pueblo y de su pueblo con la humanidad. Todo lo cual resuena aún
en la oración de la tarde del sábado, en el himno al pueblo uno del
Uno. Y los cantos de la «tercera comida», en la que se reúnen a la
gran mesa ya puesta los viejos y los niños en el crepúsculo del día
que muere, están enteramente embebidos en la embriaguez del fu-
turo del Mesías, que es seguro que se acerca.
Pero toda esta ruta del día de Dios que se ha recorrido está en-
cerrada en el ciclo diurno de un solo sábado como una mirada que
anticipa y sólo puede cumplirse luego en las fiestas particulares. En
el propio sábado aún no tiene lugar el cumplimiento. El es fiesta de
descanso y contemplación. El es el quieto fundamento sobre el que
reposa el año, en quien, si dejamos a un lado la sucesión de las sec-
ciones semanales, introduce movimiento únicamente el ciclo de las
fiestas. En su marco, es nada más a título de ornamentos que se han
grabado en él como aparecen las alusiones a los contenidos de la
Revelación que están destinados a ir siendo puestos en él, como en
un bastidor, a modo de sucesivas imágenes. El sábado no es exclu-
sivamente fiesta, sino también, en la misma medida al menos, un
mero día de la semana. No resalta del año, como las fiestas pro-
píamente dichas —más bien sucede que el año se edifica partiendo
de él—, sino de la semana. Y por eso vuelve a hundirse en la se-
mana. Como la comunidad lo saludó jubilosa (el novio y la no-
vía)*** cuando entró en la casa de Dios, así desaparece en la cotí-
dianidad como un sueño. Recomienza el círculo mínimo imposi-
ción del hombre: la semana laboral. Un niño sostiene el tizón que
enciende un viejo que despierta, en el último vaso que apura con
los ojos cerrados, del sueño del cumplimiento final que ha urdido
la fiesta del día séptimo. Hay que volver a encontrar fuera del san-
tuario el camino a lo cotidiano. Sobre la alternancia de sagrado y
profano, de séptimo día y día primero, de cumplimiento final y
principio, de viejo y niño, se levanta el edificio del año, el edificio
* Cf. Dt 6,4.
*י Misná: Berajot 2,2,
*** Se trata, efectivamente, de expresiones que pertenecen al canto de recepción
del sábado.
372
de la vida. El sábado es el sueño del cumplimiento final; pero es
sólo un sueño. Y siendo las dos cosas es como realmente se cons-
tituye en la piedra angular de la vida y, en tanto precisamente que
fiesta del cumplimiento final, se vuelve la creación, siempre reno-
vada, de la vida.
Descanso
Cumplimiento final
* Is 58,13.
373
la Creación y la Revelación. En la gran oración sabática no figuran
todas esas peticiones intermedias por las «necesidades de cada
uno»; no sólo no están las peticiones de la criatura, como las que
se refieren a que el año sea bueno, a que prosperen los frutos de los
campos, a la salud, el conocimiento propio y el buen gobierno, si-
no que tampoco están las del hijo de Dios que pide por el perdón
de sus pecados y la redención final. Aparte de la petición por la ve-
nida del Reino y por la paz, que son tanto peticiones del individuo
como de la comunidad, sólo hay alabanza y acción de gracias. Por-
que el sábado la comunidad se siente, en la medida en que tal cosa
es posible en esta anticipación, redimida ya hoy. El sábado es la
fiesta de la Creación; pero de una Creación que tuvo lugar con vis-
tas a la Redención. El sábado está revelado al final de la Creación
como sentido y meta de la Creación. Por ello celebramos la fiesta
de la obra primigenia no en el primer día de la Creación, sino en el
último: en el séptimo día.
374
bargo, unido a todos los otros. No es el diálogo en la mesa el que
funda esta unidad —recuérdese que en el campo no suele ser eos-
tumbre e incluso se lo tiene por inconveniente—; en cualquier ca-
so, él no funda esta unidad, sino que, a lo sumo, la exterioriza. Ha-
blar es cosa que se puede hacer en las calles y plazas, tan pronto
como las gentes casualmente se encuentran; en cambio, comer en
común siempre significa una comunidad real, causada y causado-
ra. En este compartir la comida común, que es en sí sin palabras,
se expone la comunidad como real y viva en medio de la vida.
Allí donde hay comida en común, allí hay tal comunidad. Así
sucede en la casa, pero también en los conventos, en las logias, en
los casinos, en las asociaciones. Y allí donde falta, como es el ca-
so en las aulas de la escuela o en las de la universidad —aunque se
trate de reuniones de seminario—·, está ausente, aunque esté pre-
sente la base de la comunidad: la escucha común. En estos casos,
sobre esta base se construye la verdadera vida comunitaria sólo
cuando se organizan cosas tales como excursiones o veladas al fi-
nal de un seminario. Tanto la vergüenza que en los pueblos primi-
tivos se opone a la idea de comer en común, cuanto la atrocidad de
querer comer solo —como suele manifestarse en los restaurantes,
sobre todo en el hombre que durante la comida lee «su periódi-
co»— , son signos la una de una humanidad todavía inmadura y sin
cuajar, la otra, de una humanidad ya pasada de madura y echada a
perder. El dulce fruto perfectamente maduro de la humanidad an-
sía, precisamente en la renovación de la vida corporal, el estar jun-
tos hombre con hombre. Si no, puede haber aún la disciplina de la
obediencia en común —con su desconfiado comer a solas, el sal-
vaje no pretende apartarse de las leyes de su tribu más que quiere
escapar el soltero empedernido en su restaurante a la puntualidad
profesional—; pero lo que no hay es el sentimiento de libertad que
suscita como por ensalmo la vida en común partiendo del fondo
—que nunca desaparece— de la disciplina en común. Tal vida en
común, al modo como se expone en la comida común, no es, des-
de luego, aún lo último, como no lo era la escucha común. Pero, así
como ésta era la primera, aquélla es la segunda estación en la ca-
mino de la educación para lo último: para el silencio común. En el
mismo sábado, como en todas las fiestas, va incluida como parte
esencial suya la comida común; pero en el puesto de auténtica ba-
se de la fiesta sólo nos la encontramos en la primera de las que
muestran con su sucesión dentro del marco fijo del año la imagen
viajera de la peregrinación eterna del pueblo por el mundo.
375
Las fiesta s de la Revelación
La fiesta de la liberación
Que un pueblo sea creado como tal pueblo, es algo que aconte-
ce en su liberación. La fiesta del comienzo de la historia nacional
es, así, una fiesta de liberación. Y por esto podía ya el Sábado pie-
sentarse, con toda razón, como memento del éxodo de Egipto. En
efecto, la libertad del esclavo y de la criada dentro del pueblo, esa
libertad que el Sábado proclama, estaba condicionada por la libe-
ración del pueblo como tal pueblo de la Casa de la Servidumbre
que era Egipto; y la ley de Dios, en cada uno de los preceptos acer-
376
ca de que se respete en el pueblo la libertad incluso del siervo y del
extranjero*, renueva la conciencia de este nexo entre la libertad
dentro del pueblo, querida por Dios, y la liberación del pueblo de
la servidumbre de Egipto, traída por Dios. Así, pues, la creación
del pueblo, como la Creación en general, porta ya en sí la meta úl-
tima, el último fin con vistas al cual sucedió. Y por ello esta fiesta,
de las tres, es la que para el sentir popular ha quedado siendo la
más viva. Lleva en sí el sentido de las otras dos.
La cena en la que el dueño de casa, el padre, reúne junto a sí a
los suyos, es, verdaderamente, entre tantas comidas como figuran
en el año santo, la comida por excelencia. Es la única que, desde el
principio hasta el final, presenta una acción de servicio divino, y
así, está del principio al fin litúrgicamente regulada: es un orden**,
como la llamamos nosotros. La palabra libertad brilla desde el co-
mienzo sobre ella. La libertad de la comida, en la que todos son li-
bres por igual, se muestra en lo que, junto a otras cosas, «diferen-
cía esta noche de todas las noches»***: el sentarse reclinándose; y
con más viveza aún que en este recuerdo de cómo antiguamente se
tendían a la mesa los huéspedes en los symposia, se muestra en que
toma la palabra precisamente el niño más pequeño, y las palabras
que pronuncia a la mesa el padre de casa se atienen a él, a su con-
dición y madurez. Este es el signo de la auténtica sociabilidad li-
bre, en contraste con la enseñanza, que siempre se concibe desde
una posición de dominio, y nunca como relación entre compañe-
ros: que justo el que relativamente está más cerca del límite exte־
rior de todo el círculo dicte la ley que sitúa la altura a la que debe
transcurrir la conversación. Esta tiene que integrarlo también a él,
pues ninguno de los que físicamente están presentes debe perma-
necer espiritualmente excluido. La libertad de la cooperación entre
compañeros siempre es la libertad de todos los que a ella pertene-
cen. Esta comida se vuelve, pues, un signo de que el pueblo está
llamado a la libertad. Pero, a su vez, el hecho de que esta vocación
es sólo el principio, es sólo la creación del pueblo, se muestra en la
otra cara de la intervención del hijo más joven: en que el conjunto,
debido a que sólo el más joven adquiera voz propia, toma, con to-
do, la forma de la enseñanza. El padre habla y su casa escucha, y
sólo a medida que avanza la velada va ganando progresiva autono-
mía, hasta que en los cantos de alabanza y en las canciones de so־
bremesa de la segunda parte de la celebración —que se mueven en
el espacio que media entre el misterio divino y la broma alentada
Cf. Dt 10,19.
Séder.
Misná: P esajim 10,4.
377
por la felicidad que trae el vino—, todo el orden que aún predomi-
naba originalmente en la convivialidad se diluye por completo en
lo comunitario.
Partiendo de la instauración fundacional del pueblo, se abre la
perspectiva que mira a sus lejanos destinos, si bien sólo como pers-
pectiva. Todos ellos parecen prefigurados en el origen. No ha sido
sólo hoy cuando se ha venido contra nosotros para exterminamos.
No; en cada generación, remontándonos hasta la primera, la que sa-
lió de Egipto, en cada generación Dios nos ha salvado. Y lo que hi-
zo entonces con nosotros en Egipto, liberamos de la Casa de la Ser-
vidumbre, nos habría bastado; pero a El, que sólo consigo mismo
se basta, no le fue suficiente. Nos guió hasta el Sinaí, y luego nos
llevó al lugar de descanso en su santuario*. Los últimos días de la
fiesta son los que abren la perspectiva, en los textos de la Escritu-
ra que entonces se leen, desde el origen en la dirección de lo que el
origen, la creación del pueblo, ya entrañaba: la Revelación y la Re-
dención final. A la Revelación se refiere la lectura del Cantar de los
Cantares. La perspectiva de la Redención la abre la profecía isaia-
na acerca del retoño que brota de la raíz de Jesé** y que golpeará
la tierra con la vara de su boca el día en que el lobo y el cordero
habiten juntos y la tierra se llene de conocimiento del Señor como
las aguas cubren el lecho del mar; pero la raíz se alzará como es-
tandarte para los pueblos, y los paganos marcharán tras él. Tal es el
sentido más profundo de la despedida con que se saludan los que
han participado en la cena de los liberados: el año próximo en Je-
rusalén. Y en todas las casas en que se celebra esta comida hay pre-
parado un vaso lleno para el profeta Elias, el precursor del retoño
de la raíz de Jesé, que siempre vuelve el corazón de los padres ha-
cia los hijos y el de los hijos hacia los padres***, para que el río de
la sangre coira sin desfallecer, por la larga noche de los tiempos, al
encuentro de la mañana futura.
La fiesta de la Revelación
378
nexión con la Creación, hasta hallarse por entero contenida en ella,
cuando ésta, por su parte, señala a aquélla como un augurio señala
a su cumplimiento, asf también la fiesta de la Revelación en el pue-
blo sigue inmediatamente a la de la institución del pueblo. El se-
gundo día de la fiesta de la Liberación empieza, tanto en el templo
como en el hogar, a hacerse el cuento de los días que faltan para la
fiesta de la Revelación. La fiesta misma se absorbe con perfecta
exclusividad en el instante único del doble milagro del Sinai: el
descenso de Dios a su pueblo y la proclamación del Decálogo. En
contraste con lo que ocurre a la fiesta del surgimiento de la nación,
que ya lo lleva todo en su seno, ésta, en cambio, apenas sabe nada
de lo que queda fuera de ella: el antes y el después de la Revela-
ción quedan ambos en penumbra. El pueblo está absorto por com-
pleto en su soledad a dos Con su Dios. Las secciones de los profe-
tas que se leen no abren tampoco perspectivas ni retrospectivas, si-
no que aún guían más a lo interior a la mirada que ya está vuelta
hacia dentro. Se trata de la enigmática visión, rica en figuras, que
trae Ezequiel sobre el carro de Dios*; y del encendido canto de Ha-
bacuc sobre la formidable llegada de Dios al mundo en el estruen-
do**. En la primera se indica en la dirección de los secretos ínter-
nos de la esencia; en la segunda se pinta la manifestación en poder;
las dos veces es permanecer por completo en el círculo del grande
y único instante de la Revelación. También por esta razón, las ora-
ciones de la fiesta que proceden de tiempos posteriores no dan
abasto a describir en más y más giros poéticos el gran contenido
único de la Revelación: el Decálogo.
י Cf. Ez 1.
** Hab 3.
*** Núm 32, 13.
379
la casa para un banquete festivo no en las habituales habitaciones
de la casa, sino bajo un techo liviano y construido a toda prisa, por
el que puede verse el cielo. Puede así recordar el pueblo que tam-
bién las casas del día de hoy, por más que den la engañosa sensa-
ción del descanso y la segura morada, sólo son tiendas de campa-
ña que permiten un descanso pasajero en mitad de la larga marcha
por el desierto de los siglos. Sólo al final de esta marcha espera el
reposo del que una vez dijo el constructor del primer Templo, co-
mo se lee, precisamente, en esta fiesta: «Alabado sea el que dio re-
poso a su pueblo»*.
Que tal doble sentido es el sentido de esta fiesta; que es una
fiesta de la Redención, pero sólo dentro de las tres fiestas de la Re-
velación, y que, por tanto, en ella se celebra la Redención nada más
que como esperanza y certeza de la Redención porvenir, mientras
que se encuentra en la vecindad —en el mismo mes— de las fies-
tas de la Redención presente en real eternidad, pero sin coincidir
con ellas; todo esto es la enseñanza —como si aún hiciera falta de·
mostrarlo— de las secciones de los profetas que se leen en esta
fiesta. El primer día se trata del imponente capítulo final de Zaca-
rías acerca del día del Señor, con el augurio que cierra el servicio
divino cotidiano: «Y Dios será rey de toda la tierra. Aquel día Dios
será Uno, y su nombre será Uno»**. De la misma manera que es-
tas supremas palabras de esperanza son todos 10$ días las palabras
últimas de la comunidad reunida en asamblea, así también están en
el final del año litúrgico. A ellas se asocian, en 10$ otros días de la
fiesta, las palabras de Salomón en la dedicación del Templo, cuan-
do el santuario ambulante de la Tienda de la Alianza llega por fin
al descanso al que el pueblo ya había llegado bajo la guía de Josué.
La última de esas palabras reúne maravillosamente la esperanza de
que un día conocerán «todos los pueblos de la tierra que el Eterno
es el Señor, y que no hay otro Señor»***, con la exhortación al
pueblo: que vuestro corazón esté «por entero» con el Eterno****.
Y es precisamente este entrelazarse portado por actos de la unidad
cordial, la unidad divina y la unidad popular, tal como constituye
el fundamento más íntimo del judaismo en el concepto de la santi-
ficación del Nombre divino por el pueblo para los pueblos, eso es,
justamente, lo que encontró su expresión clásica en varios lugares
de la sección de Ezequiel que se lee en esta fiesta*****. También
en ella tiene su fuente bíblica el Kaddish, la oración que sobre to
* Cf. 1 Re 8, 54ss.
** Zac 14,9.
*** 1 Re 8,60s.
**** Son palabras de la oración Alenu.
***** Ez 38,18-39,16.
380
do es la oración de esta triple santificación: «Y yo me elevo y me
santifico y me maniñesto a muchos pueblos, para que conozcan
que yo soy el Eterno».
Así, pues, la ñesta de las Cabañas, ñesta del descanso del pue-
blo, llega al mismo tiempo a ser la fiesta de la esperanza suprema.
Pero es precisamente la fiesta del descanso mismo únicamente en
tanto que esperanza. La Redención, en esta fiesta de la Redención,
no está presente: tan sólo es objeto de la esperanza; se la espera en
mitad de la peregrinación. Por ello es por lo que esta fiesta, como
divisa la Redención únicamente desde el monte de la Revelación,
y no, todavía, en su reino propio —y sólo la deja divisar así—, no
puede aún ser la última palabra. Como el Sábado refluía en el día
de labor, asimismo este final del año litúrgico, sin que siquiera se
le permita terminar de vivírselo como tal Anal, viene a parar de in-
mediato, otra vez, en el principio. De la última palabra de la Torá
vuelve a partir, inmediatamente, en la fiesta de la Alegría de la To-
rá, la primera; y el anciano que, en nombre de la comunidad, pre-
side este tránsito, no se llama «esposo», sino tan sólo, por toda la
eternidad, «novio de la Torá». No en vano se ha adjudicado a la
fiesta de las Cabañas justamente el libro de la duda disolvente: Qo-
hélet. El despejarse de la embriaguez que sigue al Sábado en el mo-
mentó en que se respira su perfume por última vez, cuando ya se
anuncia el día de la semana con su antiguo poder no quebrantado,
es lo que, 0 a cierto modo, se acoge, con la lectura del libro de Qo·
hélet, en la propia fiesta. Y es que la fiesta de las Cabañas, aunque
celebre la Redención que trae el descanso, sigue siendo la fiesta de
la marcha por el desierto. Ni en las fiestas de la comunidad del pue-
blo que celebra el banquete común, ni en las de la escucha común,
ha entrado ya el hombre en la comunidad del silencio último. Aún
ha de haber algo más alto, por encima de la mera fundación de la
comunidad en la palabra en común, y por encima también de la me-
ra realización de la comunidad en la vida común; aunque eso más
alto haya de estar en la última frontera de la comunidad y sea una
comunidad allende la vida en común.
381
Puede seguir la palabra sólo aquel que la escucha. A comer no pue-
de venir más que el que está invitado: precisamente el que ha oído
la palabra. Antes de venir a comer, no conoce a los demás huéspe-
des. Es verdad que él ha oído la invitación; pero es que cada uno la
ha oído para sí. Sólo en el banquete conoce a los otros. El silencio
común de los oyentes de la palabra es aún el silencio de cada cual.
Es a la mesa, en las conversaciones que prosperan sobre la base del
común estar sentados a la mesa, cuando se traba conocimiento mu-
tuo. Cuando los comensales se separan, ya no son entre ellos des-
conocidos. Se saludan unos a otros cuando se encuentran luego. El
saludo es esta suprema señal de silencio: callan los que se saludan,
porque ya se conocen. Para que todos los hombres —todos los con-
temporáneos, todos los que ya han muerto, todos los que aún no
han nacido— se saludaran entre ellos, sería necesario que, como se
dice muy felizmente, hubieran compartido mucha sal. Pero esta
condición previa no puede, precisamente, cumplirse. Y, sin embar-
go, este saludo de todos a todos es la comunidad suprema: el silen-
ció que ya no puede ser perturbado. En el recogimiento de la escu-
cha cae desde fuera la voz de todos los que no han oído la llamada.
El reposo de la mesa en casa no lo respeta el ruido de los que no es-
tán invitados y pasan por la calle, bajo la ventana iluminada, ajenos
a lo que sucede en el interior. Sólo si todo se callara sería perfecto
el silencio y la comunidad sería omnicomún, universal. El saludo
de todos a todos, en el que se manifestaría este silencio omnico-
mún, tendría como presupuestos la común escucha y la comida en
común, de la misma manera que todo saludo presupone, al menos,
el conocimiento mutuo y el intercambio de algunas palabras. ¿Có-
mo podrá tener lugar tal saludo de todos a todos?
¿Cómo puede suceder? ¿Cómo sucede allí donde sucede; por
ejemplo, en un ejército? No, desde luego, en el saludo de dos sol-
dados que se encuentran. Si es el saludo que se hace al superior, tan
sólo es señal de común — y ojalá no sea unilateral— escucha; si es
el que se hace al camarada, evoca la comunidad de actos y sufrí-
míenlos: el hambre común, la guardia en común, la marcha común
y el peligro pasado en común. El saludo en posición de firmes, pa-
ra la disciplina que todo lo rige y que rige a cada instante todo uni-
formemente, es la base en que se apoya el todo; el saludo entre ca-
matadas es la base de la vida en común, que no es, en modo algu-
no, algo de todos los sitios y todos los tiempos, sino que tiene sus
momentos de existencia y otros en los que se retira por completo.
Es en ambas cosas conjuntamente, en la disciplina ininterrumpida
y en el sentimiento de camaradería fácilmente suscitable, en las
que se conserva y renueva el buen espíritu de un ejército. Son las
dos fuentes de que se alimenta. Pero el todo de ese espíritu aún no
382
se hace visible ea estas dos formas del saludo: sigue siendo siem-
pre mero elemento del todo global.
Este todo y el hecho de pertenecer a él sólo se viven en la re-
vista de las tropas, en el saludo a la bandera, desfilando ante el ge·
neral en jefe. En estos casos en que se saluda a alguien que ya no
tiene a su vez a nadie a quien encarar, o que, como sucede con la
bandera, no es en absoluto susceptible de tal cosa, ya no se expre-
sa la mera obediencia común de subordinado y superior jerárquico,
sino la comunidad de cuantos pertenecen a ese ejército a través de
todos los tiempos. El soldado siente que la bandera y la dinastía son
más viejas que los vivos y que les sobrevivirán. Y tampoco lo que
aquí está mentado es la comunidad de vida, pues la bandera y el rey
no mueren, sino que sólo muere la comunidad de destino de los que
los están saludando —pero, eso sí, la comunidad de ellos a lo lar-
go de todos los tiempos, enteramente omnicomún—. Así llegamos
al conocimiento de cómo puede tener lugar el saludo de todos a to-
dos, independientemente de cuántos —contando sólo a los vivos—
están preparados, por la previa comunidad de palabra y mesa, para
tal saludo, e independientemente de que la comunidad de todos a
lo largo de todos los tiempos no pueda, como es evidente, realizar-
se efectivamente jamás: el saludo tiene lugar cuando los que para
él están preparados por aquella doble comunidad, se postran en co-
mún ante el Señor de todos los tiempos. Arrodillarse juntos ante el
Señor de las cosas en el mundo entero y de los espíritus en toda car-
ne*, le abre a la comunidad —sólo a ella, desde luego, y al indivi-
dúo sólo en ella— la salida hacia la omnicomunidad en la que ca-
da uno conoce a todos y los saluda sin palabras: cara a cara.
* A lusión a N úm 1 6 ,2 2 .
·« Los judíos españoles emplean esta expresión y también la de Días Terribles.
383
fiesta; lo hace sólo al contemplar la inmediata cercanía a Dios, o
sea, en un estado que está elevado por encima de la terrenal me-
nesterosidad del hoy. Pasa aquí lo mismo que en la oración princi-
pal de un Sábado corriente: se omite pedir por el perdón de los pe-
cados. Con todo derecho lleva el gran día de la reconciliación en el
que culminan los diez días de la fiesta de la Redención, el nombre
de Sábado de los Sábados*. La comunidad alcanza rememorativa-
mente el sentimiento de la cercanía de Dios describiendo el antiguo
servicio del Templo y, sobre todo, el instante en que los sacerdotes
pronunciaban, sólo esta vez en todo el año, y sin rodeos, el Nom-
bre nunca pronunciado de Dios, que siempre se cita en una trans-
cripción; y en tal momento el pueblo, congregado en el Templo,
caía de rodillas**. Pero de manera inmediata queda inmersa la co-
munidad en ese sentimiento cuando la oración. Ya en las demás
ocasiones la oración se pierde enteramente en la promesa del ins-
tante porvenir en que ante Dios se inclinará toda rodilla, la idola-
tría habrá desaparecido por completo de la tierra, el mundo será
consolidado en el Reino de Dios y todos los hijos de la carne in-
vocarán Su Nombre, todos los malhechores de la tierra se volverán
hacia El y todo tomará sobre sí el yugo de Su Reino***. La oración
de los días tremendos sube más allá de esta plástica representación
con la que termina cotidianamente el servicio divino. Las preces
por que venga ya el futuro se incorporan a la oración principal, que
en estos días reclama con palabras tremendas el día en que todo lo
creado hincará la rodilla y constituirá una única alianza para cum-
plir la voluntad de Dios con todo el corazón —un corazón único—.
Pero la oración final, que lanza todos los días este grito, calla su
grito en estos grandes días y, con conciencia plena deque la propia
comunidad no es aún la alianza una y única de todo lo creado, apre-
sa en el presente el instante de la Redención eterna; y lo que la co-
munidad no hace el resto del año, sino sólo lo dice, lo lleva ahora
a cabo: cae sobre su rostro ante el rey de todos los reyes****.
Elju icio
Así, pues, los días tremendos —el día de Año Nuevo y el Día
de la Reconciliación*****— sitúan la Redención eterna en mitad
• Cf. Lev 23, 32.
** Cf. Lev 16, 30 y Misná Yoma 6,2.
**» Nueva mención de la oración A lenu.
·*** En el A le n u de la oración principal de R o sh ha-Shand.
***** Yom K ip p u r es entre nosotros más conocido como Día de la Expiación o Día
del Gran Perdón. En seguida se verá la necesidad de traducir literalmente la expresión
alemana Tag d e r V ersöhnung
384
del tiempo. La trompeta que suena el día de Año Nuevo en el mo-
mentó culminante de la ñesta, lo convierte en el D ía tleí Juicio. El
juicio, por lo común emplazado en el tiempo ñnal, se pone aquí in-
mediatamente en el instante presente. Por esto, no puede ser el
mundo lo que aquí se juzga —él no es aún en este presente— . El
juicio juzga al individuo. A cada individuo se le determina su des-
tino según sus obras. El día de Año Nuevo se escribe su sentencia
concerniente al año pasado y al año venidero*, y el Día de la Re-
conciliación, cuando expira el último plazo de estos «diez días de
penitencia»**, la sentencia es sellada. El año se convierte de un ca-
bo al otro, en representante, dotado de plenos poderes, de la eter-
nidad. Al retomar anualmente este juicio —el juicio fin a l o m ás re-
cíente—, la eternidad queda libre de toda su lejanía y su más allá:
está realmente aquí, apresable, captable por el individuo y apre-
sando y captando al individuo con mano poderosa. Este ya no está
en la historia eterna del pueblo eterno; ya no está, tampoco, en la
historia del mundo, en eterna mutación. Ya no hay espera tras la
historia que valga, ni cabe en modo alguno esconderse tras ella. El
individuo, inmediatamente él, es juzgado. El está en la comunidad.
El dice «nosotros». Pero los nosotros no son en estos días los nos-
otros del pueblo histórico. El pecado por cuyo perdón imploran en
altas voces los nosotros no es la transgresión de las leyes que se-
paran a este pueblo de los pueblos de la esfera terrestre; sino que
en estos días el individuo está inmediatamente él, en su desnuda in-
dividualidad, en su humano pecado, en pie ante Dios. Es sólo este
humano pecado el que se nombra en el estremecedor recuento de
los pecados «que hemos pecado». Recuento este que significa más
que un recuento. Es una instancia —que ilumina cada escondrijo
del pecho— a confesar el pecado —uno y único— del corazón hu-
mano —siempre igual a sí mismo— .
El pecado
385
humanidad. Israel tiene conciencia de estar orando «con los peca-
dores»*. Lo que quiere decir,- por cierto, sea el que sea el origen de
esta oscura fórmula, que tiene conciencia de orar, como conjunto
total de la humanidad, «con» cada uno. Pues cada uno es un peca-
dor. Aunque el alma le haya sido dada pura por Dios al hombre**,
ahora se halla inmersa en el combate de los dos impulsos de su co-
razón dividido. Y por más que el hombre, volviendo a reunir siem-
pie otra vez su voluntad, se proponga con juramento recomenzar la
obra de la unificación y la purificación del corazón dividido, en la
divisoria de los dos años que significa la eternidad, todos sus pro-
pósitos quedan reducidos a la nada y todos sus votos quedan abo-
¡idos. Todos los juramentos hechos a Dios se rompen, y cuanto Su
hijo, tan sabio, empezó, se le perdona a este hijo ignorante y lo-
co***.
M uerte y vida
386
la, es la base, con la que siempre se cuenta, de la vida judía. Con el
matrimonio empieza la plena realización de esta vida: « 1 él se ha-
cen propiamente posibles las «buenas obras». Pues de la Torá co-
mo base consciente sólo precisa el varón. En el nacimiento de la hi-
ja, el padre rezó sólo poderla llevar al dosel nupcial y a las buenas
obras; porque la mujer posee aquella base de la vida judía sin ne-
cesidad de la renovación consciente del aprendizaje, que sí la tiene
el varón, más someramente arraigado en la tierra de lo natural
—por esto, según el antiguo precepto legal, es por la mujer por
quien se transmite la sangre judía: es judío por su nacimiento no el
hijo de dos padres judíos, sino ya el hijo de madre judía—*.
Así, pues, dentro de la vida del individuo, es en el matrimonio
donde la mera existencia judía se llena de alma. La habitación del
corazón judío es la casa. Y como la Revelación, suscitando algo a i
la Creación que es fuerte como la muerte, le contrapone a ésta y,
junto con ella, a la Creación entera su nueva creación —el alma: lo
supraterrenal en la vida misma—, así también el novio lleva bajo
el dosel nupcial, como traje de bodas, su traje mortuorio, y en el
mismo momento en que entra plenamente en el pueblo eterno, le
declara a la muerte —fuerte como ella— la guerra. Lo que de esta
manera es en la vida del individuo un instante, es ahora, en el año
litúrgico, un instante eterno. También ahora lleva el padre de casa
su mortaja no como traje mortuorio, sino como traje nupcial: en la
primera de las fiestas de la Revelación, en la cena de la llamada del
pueblo a la libertad. El traje mortuorio significa aquí también el
tránsito de la mera Creación a la Revelación. Se viste en la prime-
ra de las tres fiestas para beber y comer, para bromear distendida-
mente con los niños y para cantar alegremente en la ronda. Es tam-
bién aquí un pese a la m uerte.
La reconciliación
387
la vista del juez completamente solo, un muerto en medio de la vi-
da, miembro de una humanidad congregada que toda ella, como él,
se ha situado, en mitad de la vida, ya más allá de la tumba. Todo ha
quedado tras él. Ya al empezar el último día —los nueve preceden-
tes sólo eran preparación para éste—, en la oración por la anula-
ción de todo juramento, todo voto y todo buen propósito, había
conquistado para sí la pura humildad de presentarse no como su sa-
píente hijo, no, sino tan sólo como su hijo tonto y loco ante quien
puede perdonarlo como El perdonó «a toda la comunidad de Israel
y al extranjero que habita entre ellos, porque todo el pueblo lo hi-
zo en la estupidez y la locura»*. Ahora es cuando está maduro y
preparado para confesar, en repeticiones siempre renovadas, la pro-
pia culpa ante Dios. Ya, en efecto, no hay culpa para con los hom-
bres. Si esa culpa le oprimía, hubo de descargarse de ella ya antes,
reconociéndola abiertamente de hombre a hombre**. El Día de la
Reconciliación no expía esos pecados. No sabe nada de ellos. Para
él, todo pecado, hasta el expiado y perdonado ante los hombres, es
culpa ante Dios, pecado del hombre solo, pecado del alma; pues el
alma es quien peca***. Y a esta imprecación solitaria y común de
una humanidad que viste sus mortajas, de una humanidad allende
la tumba, de una humanidad de almas, inclina su rostro el Dios que
ama al hombre antes de su pecado y después de él; el Dios al que
el hombre, en su aprieto, puede interpelar preguntándole por qué lo
ha abandonado****, El que es gracioso y misericordioso, pacien-
te, lleno de clemencia inmerecida y de fidelidad, que conserva su
amor por dos mil generaciones y perdona la maldad, la obstinación
y la culpa, y concede gracia al que se convierte*****. De modo
que el hombre al que se ha inclinado el rostro de Dios confiesa ju-
biloso: «El, el Dios del amor, y solo El, es Dios»******.
Regreso al año
388
gico que las fiestas de la Redención inmediata no concluyan el mes
de las fiestas de la Redención con que termina el ciclo anual de los
Sábados. Antes bien, todavía les sigue la fiesta de las Cabañas, a tí-
tulo de fiesta de la Redención sobre el suelo del tiempo irredento y
del pueblo histórico. En la omnicomunidad de la humanidad una,
el alma había estado a solas con Dios. Frente a este gozar anticipa-
damente la eternidad se restablece ahora en sus derechos, en esta
otra fiesta, a la realidad del año. Puede así recomenzar el curso cir-
cu lar del año, que es donde únicamente nos está permitido conju-
rar en el tiempo a la eternidad.
389
ne que ser a sus ojos un mundo acabado. Sólo el alma puede aún
estar de camino; pero también ella alcanza lo extremo de un salto.
Y si no lo alcanza, tiene, justamente, que esperar y seguir andando:
«paciencia y barajar», como dice, tan profundamente, Don Quijo-
te. Esperar y andar son asuntos del alma; sólo crecer es cosa que
cae del lado del mundo. Y a este crecimiento se niega, precisa-
mente, el Pueblo Eterno. Su pueblo ya está allí donde aspiran a lie-
gar los pueblos del mundo. Su mundo ha llegado a la meta. El ju-
dio encuentra en su pueblo la más perfecta entrada a un mundo que
le es propio; y para encontrar esta entrada no necesita perder una
pizca siquiera de su índole propia. Entre los pueblos del mundo se
ha producido una discordia desde que ha venido a ellos la potencia
supranacional del cristianismo. Desde entonces hay en todas partes
un Sigfrido que lucha con esta extraña figura, que ya le es sospe-
chosa por su aspecto, del hombre crucificado; un hombre rubio y
de ojos azules, o negro y de ágiles miembros, o moreno y de ojos
oscuros, como nosotros mismos, que combate contra este extranje-
ro que se resiste a todos los intentos siempre repetidos por ade-
cuarse a la imagen deseada de sí mismo. Sólo para el judío no hay
disensión entre la más alta imagen puesta ante su alma y el pueblo
al que su vida le lleva. Sólo él posee la unidad del mito que por el
cristianismo perdieron y tenían que perder los pueblos del mundo.
Tenían que perderla, porque el mito que ellos poseían era un mito
pagano, que los apartaba de Dios y del prójimo mientras los sumía
en sí mismos. Al llevarlo a su pueblo, su mito lleva al judío, al mis-
mo tiempo, bajo el rostro de su Dios, que es también el Dios de los
pueblos. Para el pueblo judío no hay escisión entre lo más propio
y lo supremo: para él, el amor a sí mismo se hace inmediatamente
amor al prójimo.
390
legales de guerra que hay para el gran rétor romano — salus y fi-
des: autoconservación y cumplimiento de la palabra de fidelidad
que se ha empeñado—, en ciertas circunstancias el segundo esté en
contradicción con el primero. A fin de cuentas, no cabe aducir nin-
guna razón por la que Sagunto y su pueblo no deban desaparecer
de la tierra. Pero su significado se hace claro cuando Agustín, del
que procede esta ingeniosa refutación de Cicerón, declara que pa-
ra la iglesia no puede surgir semejante escisión entre la salvación
propia y la fe que se debe al único que es superior; para ella, salus
y fides son la misma cosa. Pues lo que aquí dice Agustín acerca de
la iglesia, vale también, en cierto ámbito, acerca de la comunidad
mundana, acerca del pueblo y el estado, cuando éstos han empeza-
do ya a ver su ser propio bajo una perspectiva suprema.
Pueblos elegidos
391
altares domésticos, pero no era ella misma un sacrificio; no era ella
de suyo una acción de culto ni un altar. La guerra de religión, la
guerra como acción religiosa, le estaba reservada a la época cris-
tiana, una vez que el pueblo judío la había descubierto.
Guerra de religión
Paz mundial
• Dt 20, lOss.
*· Midrás Sifré a D t 20,17.
392
la antigüedad, tomarse en serio estas guerras políticas. El judío, en
efecto, es el único hombre en el mundo cristiano que no puede to-
marse la guerra en serio, de modo que es el único pacifista autén-
tico. Pero también de esta manera se aparta, precisamente debido a
que vive en su año litúrgico la comunidad perfecta, de la cronolo-
gía del mundo, incluso una vez que ésta ha cesado de ser una pe-
culiar para cada pueblo y, como cronología cristiana, se ha hecho
fundamentalmente común al mundo entero. Y es que lo que él ya
posee como un acontecimiento en el ciclo anual — la inmediatez de
todos los individuos a Dios en la comunidad perfecta de todos con
Dios—, no necesita conquistarlo en el largo curso de la historia del
mundo.
Pueblo y estado
* E x 19,6.
393
dad en el tiempo. Ya veremos cómo lo procura. Pero el hecho de
que lo procura —y debe procurarlo— lo convierte en imitador y ri-
val del pueblo que en sí mismo es eterno y que ya no tendría dere-
cho alguno a su propia eternidad si pudiera el estado alcanzar lo
que anhela.
E l derecho en el estado
La violencia en e l estado
394
no, al contrario, su fundamentación. Pero a i la idea de un derecho
nuevo se oculta una contradicción. El derecho es por su esencia de-
recho viejo. Y así se manifiesta lo que es la violencia: la renova-
dora del viejo derecho. En el acto de violencia el derecho se va
constantemente convirtiendo en nuevo derecho. Luego el estado es
tanto de derecho como violento: baluarte del antiguo derecho y
fuente del nuevo. Y es con esta doble ñgura de baluarte del dere־
cho y fuente del derecho, como se impone el estado sobre el mero
ñuir de la vida del pueblo, en el que sin cesar y sin violencia las
costumbres crecen y la ley cambia. A este natural dejarse llevar el
instante vivo que vemos en la acumulación de las costumbres y la
modificación del derecho en el pueblo vivo, contrapone el estado
su violenta afirmación del instante. Pero no lo hace como sucede
esto en el pueblo eterno: no es que eternice el instante en costum-
bre fijada de una vez por todas y ley inmutable. Sino que lo hace
apoderándose, dominador, del instante —y volviendo a hacerlo así
a cada momento ulterior—, y conformándolo a su voluntad y según
sus potencias. A cada instante solventa con violencia el estado la
contradicción entre conservación y renovación, viejo y nuevo de-
recho. Tal es esa constante solución de la contradicción que va
posponiendo siempre el curso de la vida del pueblo dejando que el
tiempo corra. El estado va directamente a por ella: no es él sino la
resolución de la contradicción que a cada instante emprende.
Guerra y revolución
395
ese instante, con lo viejo, al consolidarse osadamente en un «nue-
vo derecho». El instante permanece absolutamente siendo un ins-
tan te: pasa. Pero mientras no ha pasado, es en sí una pequeña eter-
nidad; pues, mientras tanto, no tiene en sí nada que aspire a más
allá de él, ya que lo nuevo, que va siempre, si no, sobreviniendo so-
bre lo viejo, se halla sujeto a su ámbito por este instante. Sólo el
nuevo instante rompe la violencia del viejo y amenaza con volver
a dejar fluir libremente la corriente de la vida. Pero inmediatamen-
te levanta el estado otra vez su espada y reprime la corriente vol-
viendo a hacer de ella algo quieto: retiene el movimiento que se es-
capa conviniéndolo en un círculo. Estos momentos que el estado
retiene son así verdaderas horas de la vida del pueblo, que de suyo
no conoce horas. Es el estado el que apona en el tiempo al flujo in-
terminable de esta vida detenciones, paradas, épocas (έποχαί). Las
épocas son las horas de la historia del mundo, y sólo el estado las
introduce con su bando de guerra, que hace detenerse al sol del
tiempo hasta que, por ese día, «el pueblo se adueñe de sus enemi-
gos»*. Sin estado no hay, pues, historia del mundo, historia uní-
versal. Unicamente el estado deja caer en el río del tiempo esas
imágenes especulares de la verdadera eternidad que constituyen
—épocas— los sillares con los que se construye la historia univer-
sal.
L a eternidad de la promesa
396
del último nieto con el primer abuelo. Y la verdadera eternidad de
la vida, la conversión del corazón de los padres hacia los hijos, se-
guirá siempre nuestra existencia poniéndola ante los ojos de los
pueblos del mundo, para mostrar calladamente que miente esa
pseudoetemidad mundana, demasiado mundana, de sus momentos
en la historia universal, constituidos en estados. Mientras el Reino
de Dios sigue aún viniendo, el curso de la historia universal sólo
reconcilia en sí mismo a la Creación: sólo reconcilia su momento
anterior con el momento que inmediatamente le sigue. Pero míen-
tras la Redención sigue viniendo, la Creación misma, como un to-
do, se mantiene en todo tiempo unida con la Redención sólo gra-
cías al Pueblo Eterno, que ha sido colocado fuera de toda la histo-
ría del mundo. Sólo en su vida arde el fuego que se alimenta de sf
mismo y no necesita, por ello, de la espada que aporte a sus llamas
sustento sacado de los bosques del mundo. Este fuego arde en sí
mismo. Sus llamas, que irradian en dirección al mundo, iluminan
el mundo. A él no necesian iluminarlo. El nada sabe de ellas. Arde
en silencio, eterno. La simiente de la vida eterna ha sido sembrada:
puede esperar a que brote. La semilla no sabe nada del árbol que
de ella crece, así este árbol dé sombra al mundo entero. Un día pro·
ducirán los frutos de este árbol una semilla que iguale a aquélla.
Bendito sea el que plantó en medio de nosotros vida eterna.
397
T
LIBRO SEGUNDO
LOS RAYOS
O
EL CAMINO ETERNO
L a e t e r n id a d d e l a r e a l iz a c ió n
399
y estará en lo alto y será ensalzado—, todos regresarán a sus hoga-
res y conocerán que aquello era insensatez y locura.
E l c a m i n o p o r e l t i e m p o : l a h is t o r ia c r is t ia n a
Epoca
400
note. Sino que significa algo. Algo; luego tiene consistencia de co-
sa, es como una cosa. El curso del mundo se configura en el pasa-
do como cosas inamovibles, edades y épocas, grandes momentos.
Y sólo puede hacerlo debido a que, en el pasado, los instantes vo-
tanderos son retenidos como puntos de parada: son tenidos entre un
antes y un después. Como entre ya no resbalan y se deslizan más;
como entre tienen consistencia: se alzan a modo de horas. Sobre el
pasado, que no consiste más que de puros entres, ha perdido el
tiempo su poder. Lo único que puede hacerle al pasado, es aumen*
tarlo; pero no puede cambiarle nada, sino, a lo sumo, por medio de
lo que le ha añadido. Ya no puede intervenir en su nexo íntimo, que
es algo fijo: puntos entre otros puntos. La igualdad acompasada de
la crónica de los años, que parece dominar el presente de tal modo
que la impaciencia del que quiere mejorar el mundo y el grito de
auxilio de los infelices para los que gira la rueda del destino se re-
betan en vano contra ella, pierde en el pasado su poder. En él, los
acontecimientos dominan al tiempo, y no a la inversa. Epoca es lo
que está entre su antes y su después. Le importa a ella poco cuán-
tos años le atribuya la crónica: todas tas épocas pesan lo mismo,
hayan durado siglos, decenios o nada más que años. Los acontecí-
mientas dominan en ellas al tiempo grabándole sus muescas. Pero
un acontecimiento sólo existe dentro de una época: un acontecí-
miento está entre un antes y un después. Y un entre estable lo hay
sólo en el pasado. Así, si el presente tuviera que elevarse al puesto
de señor del tiempo, tendría él también que ser un entre. El pie-
sente, cada presente, tendría que llegar a hacer época. Y el tiempo
como todo tendría que volverse hora —esa temporalidad—; y, co-
mo tal, quedaría uncido a la eternidad. La eternidad sería su prin-
cipio, la eternidad sería su fin, y el tiempo todo sólo sería el entre
entre aquel principio y este final.
La cronología cristiana
El cristianismo es quien ha convertido así al presente en época.
El pasado es ahora, para él, tan sólo el tiempo de antes del nací-
miento de Cristo. Todo el tiempo siguiente, desde el paso de Cris-
to por la tierra hasta su retomo, es ese único gran presente, esa épo-
ca, esa detención, ese volverse horas los tiempos, ese entre ante el
que el tiempo ha perdido su poder. El tiempo es ahora mera tem-
poralidad. Y, como tal, desde cualquiera de sus puntos cabe vérse-
la entera, panorámicamente, pues cada uno de estos sus puntos es-
tá igual de cerca del principio y del fin. El tiempo se ha convertido
en un camino único; pero en un camino cuyos principio y final se
hallan más allá del tiempo: en un camino, pues, eterno. En cambio,
401
en los caminos que llevan del tiempo al tiempo lo único que puede
avistarse es siempre el trozo más próximo. En el camino eterno, co-
mo el principio y el final están igual de cerca por más tiempo que
pase, todo punto es punto medio. No lo es, de ninguna manera, por-
que sea, precisamente en este instante, el punto presente. En tal ca-
so, no sería punto medio más que por un momento: ya no lo sería
en el instante inmediato. Semejante vitalidad sería el pago que el
tiempo da a una vida que se le ha sometido, a saber: una vitalidad
puramente temporal. Tal es la vitalidad de una vida en el instante:
ser vida en el tiempo, dejarse portar por el pasado y convocar al fu-
turo. Así es como viven los hombres y los pueblos. D e esta vida
sustrajo Dios al judío al tender, altísimo sobre el río del tiempo, en
los cielos, el puente de su ley, bajo cuyos ojos corre él privado por
toda la eternidad de poder.
El cristiano, en cambio, acepta el reto de ese río. Traza junto a
él la vía de su camino eterno. El que viaja por esta vía mide el lu-
gar del río que está viendo tan sólo según lo lejos que está de la es-
tación de salida y de la de llegada. El mismo siempre está de ca-
mino, y lo que auténticamente le interesa es sólo que está siempre
en camino, que está siempre entre la salida y la meta. Que lo está
— sólo esto— se lo dice, tantas veces como mira por la ventana, el
río del tiempo, que siempre está pasando ahí fuera. El que viaja por
el propio río siempre alcanza a ver nada más que el trecho que va
de un recodo al siguiente. Para el que viaja por el ferrocarril, el río
todo sólo es señal de que sigue de camino: sólo es señal del entre.
La visión del río no puede hacerle olvidar nunca que tanto el lugar
del que viene como el lugar al que va se encuentran más allá de la
cuenca de ese río. Si se pregunta dónde está ahora, en este mo-
mentó, el río no le da respuesta alguna; pero la respuesta que él se
da a sí mismo siempre es, tan sólo: estoy de camino. Mientras que
sigue fluyendo el río de esta temporalidad, él, en cada momento,
está entre el principio y el final de su viaje. Los dos, principio y fi-
nal, le están igual de cerca todos los momentos, porque ambos es-
tán en lo eterno. Y es sólo gracias a ello por lo que él, en cada mo-
mentó, se sabe punto central. Y no punto medio de un horizonte que
avista panorámicamente, sino punto medio de un trecho que sólo
consta de puros puntos medios, que es todo él medio, todo él entre,
todo él camino. Sólo porque su camino es todo él medió, en este
sentido, y él lo sabe, puede y debe sentir cada punto de este cami-
no como punto medio. Todo el trecho, como sólo consta de puros
puntos medios, es, precisamente, nada más que un único punto me-
dio. Aquellas palabras del Peregrino querubínico*: «Si Cristo hu-
402
biera nacido mil veces en Belén, pero no también en ti, estás per-
dido» sólo son paradójicas para el cristiano por lo pregnante y osa-
do de la expresión, pero no por la idea expresada. Así, pues, el ins-
tante no se le vuelve al cristiano representante de la eternidad, sino
punto medio de la edad cristiana. Y esta edad, como no pasa, sino
que está, consta de puros puntos m edios afínes a éste. Todo acón-
tecimiento está entremedias del principio y el final del camino eter-
no, y es, a su vez, eterno él mismo gracias a esta posición central
que ocupa en el interregno o entre-reino temporal de la eternidad.
Y así el cristianismo, al convertir al instante en época que hace
época, adquiere poder sobre el tiempo. A partir del nacimiento de
Cristo sólo hay ya presente. El tiempo no rebota contra la Cristian-
dad, como lo hace contra el pueblo judío; pero queda sujeto el
tiempo que vuela, y como un siervo capturado, tiene que servir. El
pasado, el presente y el futuro, que andan siempre empujándose
unos a otros y variando, se han convertido ahora en figuras apaci-
bles, en cuadros en las paredes y las bóvedas de la capilla. El pa-
sado, fijo de una vez por todas, es todo lo que hay antes del nací-
miento de Cristo: Sibilas y Profetas. Y el futuro, que va viniendo
tardo pero inexorable, es el Juicio Final. En medio, como una óni-
ca hora, un día único, está la era cristiana, en la que todo es centro
y todo es por igual claro como el día. Los tres tiempos del tiempo
se han escindido, pues, en principio eterno, centro eterno y final
eterno del eterno camino a través de esta temporalidad. La propia
temporalidad desaprende a confiar en sí misma y se deja imponer
esta figura en la era cristiana. Deja de creer que es más vieja que la
cristiandad y cuenta sus años a partir del día del nacimiento de la
cristiandad. Consiente que todo lo que hay antes aparezca como
tiempo negado y, en cierto modo, como tiempo irreal. El cuento de
los años con el que hasta entonces había ella contado el pasado, se
hace ahora privilegio del presente, privilegio del camino eterna-
mente presente. Y recorre la cristiandad este camino por el que el
tiempo le sigue como un obediente cuentapasos; lo recorre apaci-
blemente, segura de su eterno presente, siempre en mitad del suce-
so, siempre en el acontecimiento, siempre al corriente, siempre con
la mirada dominante de quien tiene conciencia de que el camino
que anda es el camino eterno.
La cristiandad
403
mente uno en cada momento? ¿Estarán reunidos en un único pun-
to medio, y será a su vez este punto medio el punto medio de todos
los demás puntos medios de este único gran centro? Estas cuestio-
nes preguntan por aquello que constituye la comunidad en la co-
munidad que es la cristiandad. Con la respuesta dogmática: Cristo,
no vamos muy lejos, de la misma manera que en el libro anterior
no pudimos contentamos con la respuesta: la Torá, que, por cierto,
nos habría podido dar cierta dogmática judía a la pregunta por
aquello que en el judaismo constituye la comunidad. Lo que que-
remos saber es, precisamente, cómo se da realidad efectiva a sí
misma la comunidad basada sobre el suelo del dogma. Dicho toda-
vía con más rigor: sabemos que tiene que ser una comunidad eter-
na, y entonces, preguntamos lo que ya preguntábamos en el libro
anterior: ¿cómo puede fundarse una comunidad por la eternidad?
Ya hemos conocido cómo, a propósito de la comunidad de la vida
eterna. Ahora formulamos la pregunta a propósito de la comunidad
del camino eterno.
La diferencia no puede estar en que todos los puntos del cami-
nos son puntos medios. También en cada momento de la vida del
pueblo estaba la vida entera. A cada individuo lo ha sacado Dios de
Egipto: «Esta alianza no la pacto sólo con vosotros, sino tanto con
el que está aquí hoy con nosotros, como con el que no está hoy aquí
con nosotros»*. Es común a ambos, a la vida eterna y al camino
eterno, que son eternos. Que todo esté en cada punto y en cada mo-
mentó es, justamente, lo que quiere decir eternidad. No está, pues,
ahí la diferencia. Tiene que estar ya en lo que es eterno, y no en que
los dos son eternos. Y así sucede. Vida eterna y Camino eterno: son
cosas distintas, como lo son la infinitud de un punto y la infinitud
de una línea. La infinitud de un punto sólo puede consistir en que
jamás se borra: se conserva en la eterna autoconservación de la
sangre que se propaga. En cambio, la infinitud de una línea termi-
na si es que ya no es posible prolongarla. Consiste en la posibili-
dad de la prolongación sin trabas. El cristianismo, en tanto que ca-
mino eterno, tiene que extenderse siempre. Conservar meramente
el acervo que ya posee sería para él tanto como renunciar a su eter-
nidad, o sea: la muerte. La cristiandad debe enviar misioneros. Le
es tan necesario como se lo es al pueblo eterno autoconservarse ce-
rrando la fuente pura de la sangre a ingerencias extrañas. La misión
es para la cristiandad la forma misma de su autoconservación. La
cristiandad se reproduce extendiéndose. La eternidad se vuelve
eternidad del camino haciendo paulatinamente a todos los puntos
del camino puntos medios. El testimonio de eternidad que da en el
* Dt 29,13s.
404
pueblo eterno la generación, debe darse realmente como testímo-
nio en el camino eterno. Cada punto del camino tiene que testímo-
niar alguna vez que se sabe punto medio del camino eterno. En vez
de la propagación camal de la sangre una, que da testimonio del
abuelo en el nieto engendrado, aquí tiene que fundar la comunidad
del testimonio la efusión del Espíritu en la corriente ininterrumpi-
da del bautismo, que va fluyendo de uno a otro. Desde cada punto
al que alcanza la efusión del Espíritu tiene que poderse ver paño-
rámicamente el camino entero como una eterna comunidad de tes-
timonio. Y se le puede ver panorámicamente sólo si el contenido
del testimonio es el propio camino. Al dar testimonio de la comu-
nidad ha de darse simultáneamente testimonio del camino. La co-
munidad se hace una gracias a la fe testimoniada. La fe es la fe en
el camino. Cada uno de los que están en la comunidad sabe que no
hay otro camino eterno que el camino por el que él anda. Pertene-
ce a la cristiandad el que sabe que su propia vida está en el cami-
no que lleva del Cristo que vino al Cristo que vuelve.
La fe
405
en el camino lo traza por el mundo. Así, pues, la fe cristiana que da
testimonio es quien engendra el camino eterno en el mundo, míen-
tras que la fe judía va tras la vida eterna como producto suyo.
La Iglesia
Cristo
406
el alma— de sus miembros. La imagen paulina de la comunidad
como cuerpo de Cristo* no significa en absoluto la obra hecha se-
gún el principio de la división del trabajo, como es el caso, en cam-
bio, a propósito de la célebre imagen del estómago y los miembros,
acuñada por Menenio Agrippa; sino que Pablo se refiere con ella a
esa libertad perfecta de cada individuo en la Iglesia, y resulta ilus-
trada con aquellas grandes palabras: «Todo es vuestro; pero voso-
tros sois de Cristo»**. En tanto que la cristiandad —y cada cristia-
no individual en ella— viene por el camino que trae desde el Cru-
cificado, todo le está sometido. Cada cristiano puede saberse no
meramente en algún lugar de este camino, sino absolutamente en
su mitad; y el camino mismo en cuyo medio él está, es, a su vez,
todo él medio, todo él entre. Pero en tanto que la cristiandad y el
individuo esperan aún la segunda venida, se saben, ellos que aca-
ban de ser proclamados precisamente señores de todas las cosas, si-
multáneamente servidores de todos; pues lo que hacen al menor de
sus hermanos, lo hacen al que regresará como juez del mundo***.
¿Cómo, entonces, ha de constituirse la Έκκλεσία sobre la base
de esa libertad e integridad dé los individuos, que debe ser conser-
vada? ¿Qué aspecto puede tener el lazo que vinculará en ella a un
hombre con otro? Tendrá que dejar, a la vez que los ata entre ellos,
libres a los individuos; más aún, tendrá que ser lo que 10$ libere, en
verdad. Deberá dejar a cada uno tal como lo encontró: al hombre,
hombre; a la mujer, mujer; viejo, al viejo; joven, al joven; señor, al
señor; siervo, al siervo; rico, al rico; pobre, al pobre; sabio, al sa-
bio y necio al necio; al romano, romano, y al bárbaro, bárbaro****.
No le será lícito poner a ninguno en el puesto del otro, y sin em-
bargo, tiene que cubrir el abismo entre varón y mujer, padres e hi-
jos, señor y siervo, rico y pobre, sabio y necio, romano y bárbaro,
de modo que a cada cual lo haga libre en aquello que él es, en to-
dos sus vasallajes naturales y dados por Dios, con los que el indi-
viduo se halla en el mundo de la Creación; y lo pondrá en el medio
del camino que lleva de la eternidad a la eternidad.
Este lazo que toma a los hombres tales como los encuentra y
que, sin embargo, los vincula pasando por alto sus diferencias de
sexo, edad, clase y raza, es el lazo de la fraternidad. Sean cuales
sean las relaciones dadas —que siguen estándolo tranquilamente—,
la fraternidad vincula a los hombres entre sí con independencia de
esas relaciones, como iguales, como hermanos, «en el Señor»*****.
* E f 1,22$.
** 1 Cor 3 ,22s.
*** M t 25,40.
**** Cf. 1 Cor 7, 18ss.
***** Cf. 2 Tes 2, 13.
407
La fe común en el camino común es el contenido con vistas al cual
se convierten de hombres en hermanos. En esta alianza fraterna de
la cristiandad, Cristo es tanto el principio como el final del camino,
y por ello mismo, es contenido y meta, instaurador y señor de la
alianza, así como también centro del camino y, en consecuencia, es-
tá presente en todas partes en que dos están juntos en su nombre’1‘.
Allí donde dos están juntos en su nombre, está la mitad del camino,
y puede abarcarse con la vista el camino entero —principio y final
están igual de cerca—, porque el que es principio y final está aquí,
en medio de los que se hallan reunidos en asamblea. Así, pues, en
medio del camino Cristo no es ni fundador ni señor de su iglesia, si-
no miembro de ella, hermano de su alianza él mismo. Y, como tal,
puede estar también junto al individuo. En la hermandad con Cris-
to hasta el individuo —no ya dos que se junten— se sabe ya cris-
tiano y, aunque aparentemente esté solo consigo mismo, se sabe, sin
embargo, miembro de la iglesia, ya que ese estar solo es estar jun-
to a Cristo.
Cristo está cerca del individuo en la figura hacia la que pueden
orientarse más fácilmente los sentimientos de fraternidad, pues el
individuo debe permanecer siendo lo que es: el varón, varón; la
mujer, mujer; el niño, niño. Y, así, Cristo es para el varón amigo,
para la mujer, el novio de su alma***, y para el niño, el niño Jesús.
Y allí donde Cristo, debido a su unión con la persona histórica de
Jesús, se niega a entrar en la figura familiar del más cercano, del
que hay que amar fraternalmente, surgen, al menos en la iglesia
que más íntimamente sostiene a sus creyentes en el camino y me-
nos les deja pensar en el principio y en el fínal —en la iglesia pe-
trina del amor—, representando a Cristo mismo, sus santos; y al
varón se le concede amar en María a la doncella pura, a la mujer,
amar en ella a la hermana divina; y a todos, según su estado y su
pueblo, se les da amar al santo de su estado y de su pueblo; e in-
cluso a cada uno le es concedido amar fraternalmente a su santo pa-
trón desde el yo más apretadamente cerrado en el nombre propio.
E incluso, en esta iglesia del amor, que es, aún más auténticamen-
te que las demás, iglesia del camino, al Dios muerto en la cruz,
principio del camino, lo desplaza un tanto la figura del que anduvo
vivo por la tierra, que aquí, más que en las iglesias hermanas, se
convierte en ejemplo que es imitado, como lo es el hermano ejem-
piar. Así también, por otra parte, al juez del juicio final —término
del camino— lo desplaza aquí un tanto toda la multitud de los san-
tos que interceden por sus hermanos y hermanas que están presos
de su debilidad.
* Mt 18,20.
·· Cf. 2 Cor 11,2.
40 8
E l acto cristiano
E l acto judío
409
Se trata de la alianza entre el nieto y el abuelo. Por esta alianza el
pueblo se hace pueblo eterno; pues al mirarse el nieto y el abuelo,
en el mismo momento ven, el uno en el otro, al último nieto y al
primero de los abuelos. Son, pues, nieto y abuelo, uno para el otro
y ambos juntos para el que está entre ellos, la verdadera encama-
ción del pueblo eterno, del mismo modo que el hombre que se ha
convertido en hermano encama a la iglesia para el cristiano. Vivi-
mop inmediatamente nuestro judaismo en los ancianos y en los ni-
ños. El cristiano vive su cristianismo en el sentimiento del instan-
te que le trae delante al hermano, en medio de la altura del camino
eterno. Ante él se congrega ahí la cristiandad entera. Ella está don-
de él está, y él, donde ella: en mitad del tiempo entre eternidad y
eternidad. A nosotros el instante nos muestra de otro modo la eter-
nidad: no en el hermano que está junto a nosotros, sino en aquellos
que más lejos de nosotros están en el tiempo: en el más viejo y en
el más joven; en el anciano que amonesta, en el chico que pregun-
ta, en el abuelo que bendice y en el nieto que recibe la bendición.
Y así el puente de la eternidad se tiende para nosotros desde el cié-
lo estrellado de la promesa* —que forma la bóveda del monte de
la Revelación, en donde nace el río de nuestra vida eterna— hasta
la arena incontable de la promesa**, que baña el mar al que aquel
río va a parar. El mar del que un día surgirá la Estrella de la Re-
dención, cuando, semejante a sus olas, rebose la tierra conocimien-
to del Señor***.
Cruz y estrella
410
quieta en él. Por más que el cristiano vea a Cristo en el hermano*,
al final termina por tender, pasando sobre el hermano, otra vez, in-
mediatamente, a Cristo mismo. Aunque el medio no es más que
medio entre el principio y el final, su peso se va desplazando hacia
el principio. El hombre se coloca inmediatamente debajo de la
Cruz. No puede bastarle ver desde la mitad del camino la Cruz y el
juicio en eterna cercanía. No descansa hasta que la imagen del Cru-
cificado cubre, a sus ojos, todo el mundo. Al volverse así exclusi-
vamente hacia la cruz, quizá se olvide del juicio; pero, desde lúe·
go, sigue estando en el camino. Pues, ciertamente, la cruz, aunque
pertenezca al principio eterno del camino, ya no es su principio pri-
mero, sino que está ella misma en el camino; y, así, el que se pone
bajo ella, está a la vez en el medio y en el principio. La conciencia
cristiana, inmersa por completo en la fe, tiende entonces al princi-
pío del camino, al primer cristiano, al Crucificado; así como la
conciencia judía, concentrada enteramente en la esperanza, tiende
hacia el hombre del tiempo final, hacia el vástago real de David. La
fe puede renovarse eternamente en su principio, igual que los bra-
zos de la Cruz se dejan prolongar al infinito. Partiendo de toda la
pluralidad del tiempo, la esperanza se reúne eternamente en el pun-
to momentáneo único, lejano y próximo, del final, como la Estre-
lia del escudo de David reúne todos los rayos en su núcleo de fue-
go. Arraigo en el más profundo sí-mismo era el secreto de la eter-
nidad del Pueblo. Expansión por todo lo exterior es el secreto de la
eternidad del Camino.
L a s d o s v ía s : l a e s e n c i a d e l c r is t ia n is m o
411
en cambio, las tenga el fuera por el que tiene lugar la expansión, y
serán, entonces, las fronteras del Todo. Pero a estas fronteras no se
llegará en el presente, ni se las alcanzará tampoco en ningún futu-
ro presente; pues la eternidad puede irrumpir hoy o mañana, pero
no pasadomañana, y el futuro siempre es mero pasadomañana.
Luego el modo como los opuestos están aquí vivos, tiene que ser
distinto que en el caso del abismarse en sí mismo. En éste entraban
rápidamente en tensión gracias a las figuras interiores de Dios,
Mundo y Hombre: los tres estaban vivos y como en una corriente
continua establecida entre tales polos. Aquí, en cambio, los opues-
tos tienen ya que encontrarse en la índole de la expansión, porque
sólo así actúan con plena eficacia en cada instante. La expansión
tiene que tener lugar siempre según dos caminos separados e inclu-
so opuestos. Bajo los pasos de la cristiandad tienen siempre que
abrirse en los países Dios, Hombre y Mundo dos órdenes distintos
de flores. Incluso ocurrirá que esos mismos pasos tendrán que irse
separando en el tiempo, y dos figuras de cristianismo tendrán siem-
pre que recorrer cada una su propio camino a través de esos tres
países, a la espera de que volverán alguna vez a reunirse, aunque no
en el tiempo. En el tiempo avanzan por separado, y sólo cuando
avanzan por separado están ciertas de recorrer entero el Todo y, sin
embargo, no perderse, en él. El judaismo pudo sólo ser el pueblo
uno y el pueblo eterno gracias a que llevó en sí mismo todos los
grandes opuestos; mientras que a los pueblos del mundo esos
opuestos sólo se les presentan cuando se separan entre sí. Exacta-
mente así debe también la cristiandad, si realmente quiere abarcar-
lo todo, encerrar en sí los opuestos por los que ciertas otras asocia-
ciones se separan y delimitan su nombre y su finalidad respecto de
los de todas las demás. Sólo obrando así manifiesta la cristiandad
ser la asociación que lo abarca todo y que, sin embargo, posee una
índole propia. Dios, Mundo y Hombre sólo pueden llegar a ser el
Dios cristiano, el Mundo cristiano y el Hombre cristiano si hilan de
sí mismos los opuestos entre los que se mueve la vida y si pasan a
través de ellos. Si no lo hace, la cristiandad sólo sería una asocia-
ción que estaría justificada para su finalidad especial y dentro de su
especial ámbito, pero que no podría pretender extenderse hasta los
confínes del mundo. Y también sucede que si intentara extenderse
a más allá de esos opuestos, ciertamente su camino no tendría que
dividirse, pero tampoco sería entonces el camino por el mundo, el
camino a lo largo del río del tiempo; sino un camino en el mar sin
sendas del aire, donde el Todo no tiene, desde luego, fronteras ni
opuestos, pero tampoco contenido. Y no es por ahí, sino por el To-
do vivo que nos rodea, el Todo de la vida, el Todo de Dios, Hom-
bre, Mundo, por donde debe ir el camino de la cristiandad.
412
H ijo y padre
El camino de la cristiandad por el país de Dios se divide, pues,
en dos caminos: una duplicidad que al judío le es absolutamente in·
comprensible, pero sobre la que se apoya, sin embargo, la vida
cristiana. Nos es incomprensible porque para nosotros la oposición
que también nosotros reconocemos en Dios consiste en que están
en El juntos el derecho y el amor*, la creación y la revelación, y
que están, precisamente, en una relación interminable entre ellos.
Entre las propiedades de Dios corre una corriente recíproca. No se
puede decir que El sea ni una ni otra. Es Uno justamente en el equi-
librio constante de los atributos aparentemente opuestos. Para el
cristiano, en cambio, la separación de Padre e H ijo significa mu-
cho más que la mera distinción entre el rigor divino y el divino
amor. El Hijo, en efecto, es también el juez del mundo; el Padre
«ha amado hasta tal punto» al mundo, que le ha entregado incluso
a su Hijo**. Así, el rigor y el amor no están propiamente separados
en las dos personas de la divinidad. Y tampoco se las puede sepa-
rar a propósito de la Creación y la Revelación, pues ni el Hijo de-
jó de tomar parte en la Creación, ni el Padre en la Revelación. Si-
no que lo que sucede es que la piedad cristiana anda caminos se-
parados cuando está con el Padre y cuando está con el Hijo. Sólo
al Hijo se acerca el cristiano con la confianza que para nosotros es
tan natural respecto de Dios que casi se nos vuelve inimaginable
que pueda haber hombres que no se atreven a tenerla. Sólo de la
mano del Hijo se atreve el cristiano a venir ante el Padre: sólo por
medio del Hijo cree que puede llegar hasta el Padre. Si el Hijo no
fuera hombre, de nada le serviría al cristiano. No puede pensar que
Dios mismo, el Dios santo, pueda rebajarse tanto hasta él como él
lo exige, más que haciéndose El mismo hombre. Ahí surge la par-
te de paganismo que hay, inextirpable, en lo más íntimo de todo
cristiano. El pagano quiere estar rodeado de dioses humanos; no le
basta con ser él mismo hombre: también Dios tiene que ser hom-
bre. La vitalidad que tiene en común el Dios verdadero con los dio-
ses de los paganos sólo se le hace creíble al cristiano si se hace car-
ne*** en una persona humanodivina propia. Pero de la mano de es-
te Dios hecho hombre sí avanza confiado, como nosotros, por la vi-
da; y avanza, no como nosotros, lleno de empuje conquistador.
Pues la sangre y la carne sólo se dejan someter por sus iguales: por
la sangre y la carne; y precisamente ese «paganismo» del cristiano
lo hace capaz de convertir paganos.
• Cf M idrás G énesis R abbá 33.3.
*· Jn 3,16.
**# Jn 1,14.
413
Pero a la vez recorre otro camino distinto: el camino que anda,
ya inmediatamente, con el Padre. Así como en el Hijo ha traído a
Dios, de manera inmediata, a la cercanía fraternal de su propio yo,
así también se desembaraza ahora de todo lo propio ante el Padre.
En su cercanía, deja de ser yo. Se sabe en el ámbito de una verdad
que se burla de todo yo. Su necesidad de cercanía de Dios está sa-
tisfecha en el Hijo; lo que en el Padre tiene es la verdad divina.
Aquí conquista la pura distancia, la pura objetividad del conocí-
,miento y de la acción, que es lo característico, en aparente contra-
dicción con la intimidad del amor, del otro camino del cristianismo
a través del mundo. Bajo el signo de Dios Padre, la vida se ordena,
tanto al saber como al obrar, en ordenamientos fijos. El cristiano
también siente yendo por este camino la mirada de Dios puesta so-
bre él: la del Padre, no la del Hijo. No es cristiano confundir estos
dos caminos hacia Dios. Es cuestión de «tacto» mantenerlos sepa-
rados y saber cuándo hay que andar por uno y cuándo hay que ir
por el otro. El cristiano no conoce esos cambios bruscos, inespera-
dos, rápidos como el rayo, en los que se pasa de la conciencia del
amor de Dios a la conciencia de la justicia de Dios, y a la inversa,
que son esenciales en la vida judía. El camino del cristiano hacia
Dios permanece siendo doble, y si es que la presión que sobre él
ejerce esta duplicidad de caminos llega a destrozarlo, antes le está
permitido decidirse claramente por uno y dedicarse por entero a él,
que andar oscilando, a media luz, de uno a otro. Ya se ocuparán el
mundo o los otros cristianos de restablecer el equilibrio. Pues a lo
que en Dios se muestra como separación de las personas divinas,
corresponden una duplicidad de ordenamientos en el mundo cris-
tiano y una dualidad de formas de vida en el hombre cristiano.
Sacerdote y santo
414
vitalidad en la cristiandad en las dos figuras del sacerdote y del
santo. Y de nuevo sucede que no es, sencillamente, que, por ejem-
pío, el sacerdote sea sólo el hombre que se vuelve vasija de la Re-
velación, y ־el santo nada más sea, por su parte, aquel por el calor
de cuyo amor madura el fruto de la Redención. El sacerdote no es
tampoco, sin más, el hombre en el que la palabra de la boca divina
da el beso de despertar ál alma׳dormida, sino que es el hombre re-
dimido a su ser a imagen y semejanza de Dios y ·que se ha dis-
puesto para llegar a ser vaso de la Revelación. Y en cuanto al san-
to, puede redimir amorosamente el mundo tan ־sólo sobre la base de
la Revelación que acaba de recibir —siempre está acabándola de
recibir—; tan sólo en la cercanía de su Señor, que siempre está ha-
ciéndosele de nuevo visible y saboreable. De ninguna manera pue-
de obrar como si no hubiera un Dios que le pone inmediatamente
en el corazón qué debe hacer. Y, asimismo, al sacerdote le sería im-
posible llevar su ropa de sacerdote si no le fuera lícito apropiarse
ya, en la forma visible de la iglesia, de la Redención, y por tanto,
de la imagen y la semejanza de Dios, justamente mientras desem-
peña sus funciones. Hay algo de la arbitrariedad del hereje en la
conciencia de estar inspirado por Dios que abriga el santo; y hay
algo de autoapoteosis de Gran Inquisidor en la apropiación de la
imagen y la semejanza divinas que supone el traje sacerdotal. Au-
toendiosamiento solemnemente suprapersonal, arbitrariedad perso-
nal e instantánea: el emperador de Bizancio, al que la monstruosa
pompa del protocolo más estricto eleva muy por encima de todo lo
terrenal y casual; el revolucionario que lanza la tea de sus exigen-
cías para el instante mismo a edificios que llevan milenios en pie.
Son los límites extremos de la formalidad y la libertad, entre los
que se extiende el vasto país del alma. El camino de la cristiandad,
escindido en dos, lo atraviesa de punta a punta.
Estado e iglesia
415
sea. El «dad al César lo que es del César»* no pesó menos, en el
curso de los siglos, que la segunda parte de la frase. Pues del Cé-
sar procedía el derecho al que los pueblos se doblegan. Y cuando
todas las cosas en la tierra están jurídicamente organizadas, culmi-
na la obra de la divina omnipotencia: la Creación. Ya el César al
que había que dar lo que era suyo había gobernado sobre un mun-
do jurídicamente unificado. La propia iglesia transmitió a las eda-
des posteriores el recuerdo de ello y la nostalgia de la restauración
de tal situación. Fue el papa quien impuso a Carlos el franco la dia-
dema de los Césares, que reposó luego durante mil años sobre las
cabezas de sus sucesores —en dura lucha con la propia iglesia, que
contra esa pretensión universal del derecho imperial (pretensión
que ella había alimentado), proclamó y defendió su propia preemi-
nencia y su propio derecho—. En la lucha por el mundo de estos
dos derechos igualmente universales crecieron y maduraron nue-
vas estructuras: los estados, que, en contraste con el imperio, ima-
ginaban que luchaban no por su derecho al mundo, sino por su pro-
pió derecho. Surgieron, pues, estos estados como rebeldes que se
levantaban contra la unidad jurídica, entregada a la tutela del em-
perador, del mundo creado por el poder creador uno. Y en el mo-
mentó en que pudieron creer que habían encontrado suelo firme en
la Creación; en el momento en que el estado hubo hecho su nido en
la nación natural, fue definitivamente retirada la corona de la ca-
beza del emperador romano, y el emperador nacional neofranco se
la impuso a sí mismo. Otros, representando a sus naciones, le si-
guieron; pero pareció que, junto con el nombre del emperador,
también la voluntad de imperio había ahora pasado a los pueblos.
Los propios pueblos, en efecto, se convirtieron entonces en los por-
tadores de la voluntad suprapopular y orientada al mundo. Y cuan-
do se haya desgastado por el mutuo roce esta voluntad de imperio
en los pueblos, tomará una figura nueva. Pues en su doble anclaje,
por una parte en el creador divino del mundo, cuyo poder refleja, y
por la otra, en el ansia de redención que el mundo experimenta, y
al que esa voluntad sirve, abre el camino necesario y único de la
cristiandad por esta parte del Todo que es el mundo.
El otro camino lleva por la iglesia. También ella, desde luego,
está en el mundo. Tiene, pues, que entrar en discordia con el esta-
do. No puede renunciar a concebirse en términos jurídicos. Ella es
precisamente un orden visible, y no uno que el estado —por ejem-
pío, porque se limite nada más que a un ámbito determinado—
pueda soportar; sino que es un orden que no quiere ser menos uni-
versal que el propio estado.También su derecho, y no sólo el del
* Mt 22,21.
416
emperador, afecta alguna vez a cada cual. Ella va a buscar al hom-
bre para que colabore en la obra de la Redención, y le señala a es·
ta obra un sitio en el mundo creado. Hay que traer piedras del mon·
te y que cortar troncos en el bosque, para que se levante la casa en
que el hombre sirve a Dios. Así que, como está en el mundo, como
es visible y tiene su propio derecho universal, no es por ello mismo
—como tampoco lo era el imperio— ya ella el Reino de Dios. Va
creciendo en su dirección, a través de los siglos, con su historia se-
cular y mundana. Ella es también un trozo de mundo y vida que só-
lo se eterniza al ser animado por el acto de amor del hombre. La his-
toria de la iglesia es en tan escasa medida historia del Reino de Dios
como lo es, por su parte, la historia del imperio. Y es que no hay,
en sentido estricto, historia alguna del Reino de Dios. Lo eterno no
tiene ninguna historia, sino, a lo sumo, tiene prehistoria. Los siglos
y los milenios de la historia de la iglesia no son más que la figura
terrena, que va variando en el tiempo, y en tomo a la cual —y só-
lo ahí— teje el año litúrgico el halo de santidad de la eternidad.
L a s a n t if ic a c ió n d e l a l m a : e l a ñ o l it ú r g ic o
417
se el alma que, en la camarilla silenciosa de su soledad, y sin que
ella se diera cuenta de lo que le pasa, le prestara la forma en la que
viniera a coincidir con otras? Verdaderamente ¿en dónde se afina-
rá el alma individual conforme a la nota que haga que se acuerde
con las demás en armónico acorde? Este templarse, que es incons-
cíente pero que va guiando al alma por el camino de la más alta
conciencia: el acuerdo silencioso con otras, le viene al alma de una
única fuerza: el arte. Y no del arte que preferiría sobre todo apar-
tarse, junto con su creador y con quien de él goza, del mundo en-
tero, para recluirse con ellos en un último retiro; sino exclusiva-
mente del arte que ha hallado el camino de retomo a la vida desde
aquel ámbito aislado. Que realmente ha hallado el camino que ya
aquel arte, expulsado a su reino particular, había buscado por todas
partes como redención suya. Sólo las artes a las que se llama apli-
cadas, con un nombre que se pretende que las rebaje, pero que en
realidad las ennoblece, sólo ellas llevan al hombre, sin perder ni
una chispa siquiera de su gloria, del todo de regreso a la vida de la
que se había alejado mientras se entregó al «puro» disfrute del ar-
te. Ellas son las únicas, verdaderamente, que pueden curarlo de la
enfermedad del alejamiento del mundo, que iba adormeciendo al
amigo de las artes con la engañosa ilusión de la salud más robusta,
justamente cuando él se estaba entregando a la enfermedad sin re-
sistencia. El arte, pues, es la triaca de su propio veneno. El arte se
purifica a sí misma y purifica al hombre de su propia pureza. De
ser una querida exigente, pasa a convertirse en buena esposa que le
da fuerzas, mediante los mil pequeños servicios que le presta en la
vida cotidiana y cuidando la casa, para el ágora y las grandes ho-
ras de la vida pública; y además, en su dignidad de ama de la casa,
es cuando florece la plena madurez de su belleza.
Entre las artes, eran las plásticas, como artes del espacio, las
que venían como a imitar la Creación. Pero sus obras están ence-
nadas en galerías, museos y gabinetes, en espacios artificiales, en
basas especiales, dentro de carpetas; cada una está separada de las
demás, aunque no tan del todo separada que no se estorben unas a
otras estas obras, en sus verdaderas cámaras sepulcrales del arte.
Pero llega la arquitectura y redime a estos presos y los lleva, en
procesión solemne, al majestuoso espacio de la iglesia. Y el pintor
se pone a decorar techos y paredes y el rico sagrario del altar; y el
escultor, las columnas y la fachada, los pilares y las molduras; y el
ilustrador, el libro sagrado. Pero no se trata de mera decoración. No
418
es que las artes se hayan hecho criadas y se hayan puesto al serví-
cío de los fines, ajenos a ellas, de su señor; sino que ahora es cuan-
do despiertan de la muerte aparente de esas cámaras mortuorias, a
su vida verdadera. Pues si bien eran artes del espacio, y cada obra
se creaba su propio espacio, era éste, precisamente, nada más que
el suyo propio, lo que quiere decir: un espacio ideal, que chocaba
y se hería contra el espacio real, de modo que exigía, como barre-
ras protectoras contra el contacto del espacio real, todos esos tabi-
ques de separación artificiales que hemos mencionado: marcos, ba-
sas, cartapacios. Y así parecía que la obra de arte estaba condena-
da a la soledad incluso por lo que hace a sus semejantes; ya que la
idealidad de su espacio consistía en que era nada más que el espa-
ció propio de la obra de arte en cuestión, del mismo modo que to-
do idealism o, con su pretendido favorecer a la realidad, en verdad
no suele ser sino una huida de la realidad demasiado común para
refugiarse en el país soñado del egoísmo. Por ello es por lo que los
espacios ideales de una pluralidad de obras de arte no se aúnan de
por sí.
Sólo si las obras son sacadas del círculo mágico de su espacio
ideal y trasladadas a un espacio real, se vuelven de suyo plena-
mente reales y dejan de ser mero arte. Ahora bien, no hay más que
una clase de espacio plenamente real en el mundo, pues el espacio
en el que habita el mundo mismo es ideal, si bien no en sentido es-
tético, sí en sentido trascendental: su realidad es real nada más que
en relación con su ser pensado, pero no en relación con ser creado.
Sólo el mundo está creado, y el espacio, como todo lo lógico, sólo
está creado en tanto que parte del mundo. El espacio en que esta-
ría el mundo, o sea, el espacio de los matemáticos, no es creado.
De aquí resulta que cuando, como hacen la matemática y la física,
se considera el mundo creado bajo las formas del espacio, se lo
despoja necesariamente de su facticidad absoluta, que está por en-
cima de todas las posibilidades: de la facticidad que posee como
creación; y se lo relativiza hasta volverlo pelota con la que juegan
las posibilidades. Plenamente real sólo lo es el espacio que, sobre
la base de las direcciones espaciales y las relaciones espaciales re-
veladas entre el cielo y la tierra, Sion y el resto del mundo, Belén
de Efrata y los mil lugares de Judá, crea la arquitectura. Sólo des-
de él, desde los puntos que fija el arquitecto sobre la superficie de
la tierra, y desde los volúmenes y las direcciones que determina
dentro del edificio, se expande irradiando un espacio fijo, inmuta-
ble, creado, en el que rigen pequeño y grande, mitad y extremos,
arriba y abajo, este y oeste; y rigen también, en esa irradiación, so-
bre el mundo que hasta entonces era espacioso, sí, pero había sido
creado inespacial. Y lo espacializa.
419
A su vez, entre los edificios, sólo hay una clase de ellos que sea
espacio absolutamente, o sea, que no se descomponga en espacios
que sirven a fines diferentes, como sucede con todas las casas des-
tinadas a vivienda, con los edificios comerciales y las oficinas, pe-
ro también con los destinados a acoger asambleas, los hoteles y los
edificios que son mero adomo. En todos ellos, el hombre se queda
por un tiempo debido a un fin especial, que es, pues, uno especial
para cada cual y que, por tanto, exige la descomposición del espa-
ció en espacios. Hasta los edificios destinados a congresos sólo fie-
nen un espacio, a lo sumo, por casualidad; porque de suyo nada se
opone a que se «acojan» en un mismo edificio varías salas de con-
ferencias o de conciertos, y la mayor parte de las veces es lo que
sucede. Como los hombres no han de juntarse allí más que para un
fin determinado, no se ve por qué no podrían reunirse bajo el mis-
mo techo, a la vez, otros grupos de hombres para otros fines. En
ninguno de estos sitios, en efecto, pasa un tiempo el hombre mera-
mente por estar en un espacio en comunidad con otros hombres.
Para él, aquel espacio absolutamente tal sólo lo es la casa de Dios:
el único de todos los espacios que siempre tiene la misma orienta-
ción fija y siempre, necesariamente, sólo consta de un espacio.
Pues en ella sería una idea ofensiva y absolutamente imposible de
pensar que bajo un mismo techo se reunieran, espacialmente sepa-
radas, varias iglesias de la misma comunidad. Donde, sin embargo,
así ocurre —y precisamente pasa entre nosotros—, la arquitectura
no tiene nada que hacer, como sucede, en general, en la ecclesia
pressa. La arquitectura necesita libertad y espaciosidad en que po-
der crear su espacio. Señal de ese necesario constar de un solo es-
pació es que la iglesia es el único edificio cuyo plano es conocido
y sentido al pronto y a cada momento por todos los que la visitan;
y no como en los demás casos, a título de plano de la parte del es-
pació en la que uno se encuentra en el instante determinado, sino,
justamente, como plano general de todo el edificio. Las iglesias
son los únicos edificios que pueden y hasta deben realmente ser
construidos como pide la más alta exigencia: de dentro a fuera en
el espíritu del arquitecto.
Al crear, pues, aquí la arquitectura un único espacio, un espacio
bellamente configurado y que sirve, sin embargo, a un fin: a un fin
necesario y que es, desde luego, el más universal de la vida huma-
na —y por eso bien propiamente es arte aplicada—, todas las obras
de las artes «puras» pasan también a participar de la realidad del
espacio arquitectónico, que articula ahora en su gran realidad es-
pacial y una todos aquellos espacios ideales, y con su poderoso la-
tido tiñe de rojo la enfermiza palidez de los pseudoespacios. Y a es-
te espacio y su necesidad es ahora atraído todo lo corporal que en
420
él se demora. Es sólo en él donde las cosas ganan, como cosas, ne-
cesidad. Por lo menos, la necesidad que rodea a las cosas también
en los demás casos, aquí se origina en su mayor parte. Sólo los ob-
jetos del culto, una vez configurados, se resisten a toda modifica-
ción de su forma. Y es que ya no son cosas como las otras cosas.
Por atrevida que suene esta expresión, se han vuelto cosas vivas. La
Torá y el Rollo de Ester son los únicos libros antiguos que se han
conservado hasta la actualidad en la forma antigua; pero gracias a
esta forma tan estrictamente conservada, un rollo de la Torá ya no
es una cosa corriente y habitual. Podría decirse que a ese rollo de
pergamino se vinculan sentimientos más personales y por lo menos
igual de vivos que los que van vinculados a lo que en él se confie-
ne. Y tampoco hay ropas que se conserven tan estrictamente como
las del culto. Recordemos otra vez cómo se conserva el ropaje an-
tiguo en el servicio divino judío. Las cosas son semejantes en lo
que hace a las ropas sacerdotales de la iglesia romana y de la igle-
sia oriental. Incluso es que el vestido en general tiene que tener aquí
su origen. Uno se quita la armadura cuando ya no la necesita, y ca-
da pieza del vestido es también, en principio, sólo un objeto de uso,
y por tanto, no es lo que hoy es la ropa. Pues hoy, realmente, las ro-
pas hacen a las gentes. La ropa pertenece al hombre. No está éste
completo si no va vestido como las circunstancias lo requieren. La
ropa le da su lugar en la comunidad humana. Pero este dotar de al-
ma al vestido, este llegar a ser él necesario, es lo que le sucede pri-
meramente al sacerdote, y además, bajo la presión creadora de es-
pació y articuladora de todo en el espacio que sobre él ejerce la ca-
sa de Dios. La actividad sacerdotal es la primera que debe realizar
el hombre sólo si va vestido de determinada manera. En un espacio
real, pues, las olas de la realidad sumergen cuanto en él se introdu-
ce. Todo lo corpóreo se hace vivo: su forma adquiere consistencia
y capacidad para reproducirse por el tiempo. Y el hombre abando-
na la libertad de mostrarse como el azar lo haga, y se adecúa al lu-
gar. Su cuerpo renuncia a exhibir su personalidad, y se viste con-
forme a la ley del espacio que lo reúne con otros cuerpos. La cor-
poralidad del hombre aprende a callar acerca de su índole propia;
lo que sólo es un primer comienzo para lo que queda por llegar.
E l sacramento de la palabra
421
de la palabra común. En ella ya existe. En un espacio unitario po-
dría estar congregada una muchedumbre sin sentimiento alguno de
copertenencia; pero, con todo, el espacio común suscita en cada
uno al menos el deseo o, mejor, el presentimiento de la comunidad.
El obliga al alma de cada individuo a ir por el camino que lleva a
la entrada en el común callar de los oyentes de la palabra. El pone
a tono el alma. Más allá no acompaña la Musa al hombre, ni si-
quiera aquí, donde no es ella la Musa carente de finalidad del arte
pura, sino la del arte aplicada, que se ha introducido en el ámbito
de deberes de la vida. La guía tiene que tomarla a su cargo otro po-
der: la palabra.
En el servicio divino judío, la palabra ya significaba más la
bandera común que el poder que funda la comunidad. La llamativa
falta de atención por parte de los que no están inmediatamente im-
pilcados con que suele transcurrir la lectura pública de la Escritura,
así como el secular retroceso de las predicaciones, muestran que la
comunidad no se produce en la escucha, sino que la lectura públi-
ca, que sigue conservando un puesto absolutamente central en el
servicio divino, es más mero símbolo de la comunidad ya fundada,
de la vida eterna que ya ha germinado. En el cristianismo las cosas
son de otra manera. En él la palabra toma al individuo realmente de
la mano y lo guía por el camino que le lleva a la comunidad. La pre-
paración que fue comenzada por el edificio de la iglesia, es cuími-
nada por la palabra. Luego Agustín tenía mucha razón al conceder
a la palabra la importancia de base de los sacramentos, y también
la tuvo, más adelante, la iglesia de Lutero otorgándole el puesto del
sacramento más importante: del que hace sacramentos a los demás.
Pues los sacramentos sirven «para la perfección del individuo en
cuanto corresponde al servicio divino»; y la palabra es la prepara-
ción a esta preparación del individuo. También, entonces, con toda
razón, por otra paite, no la contó la iglesia romana entre el número
de siete de sus sacramentos: precisamente porque sólo es prepara-
ción. Ni quiere ni puede, por cierto, prescindir de ella, y hace que
actúe en todos los sacramentos. En cambio, el sermón protestante
se ha desarrollado hasta ser la parte capital del servicio divino, en
conformidad con esa orientación del protestantismo a hacer fuerte
apelación al individuo que, con toda naturalidad, hubo de atribuir
—y sigue necesariamente haciéndolo así— el más alto valor al me-
dio que hizo en general que el individuo se aproximara a él un día.
422
bo un acto de más honda significación de lo que ella misma creía
al trasladar la fiesta, para separarse tajantemente de la sinagoga,
del séptimo al primer día de la semana. La atmósfera que en el sá-
bado a lo sumo impregna las oraciones del final de la fiesta —la
perspectiva de los seis días de labor que llegan—, aquí predomina
absolutamente. £1 domingo el cristiano atesora el vigor espiritual
que va gastando en el curso de la semana. El sábado es fiesta de la
Redención; y lo es, incluso, de doble modo, en sus dos fundamen-
tos, o sea, tanto como memoria de la obra del principio —pues ce-
lebra el divino descanso del séptimo día—, cuanto como día del re-
cuerdo de la liberación de Egipto, la casa de la esclavitud; pues su
fin es que el criado y la sirvienta descansen como descansa su se-
ñor*. La Creación y la Revelación confluyen el sábado « 1 el des-
canso de la Redención. El domingo, que pocas veces, ni aun en
épocas de orientación legalista, se ha tomado muy estrictamente el
precepto del descanso, se ha convertido por completo en la fiesta
del principio. Bajo la imagen plástica del principio del mundo, ce-
lebra sobre todo el principio de la semana. Ya reconocimos con
cuánta fuerza insta la conciencia cristiana en dirección al principio,
a partir de la mitad del camino, que es donde está situada. La Cruz
es siempre principio: es siempre el origen de las coordenadas del
mundo. Del mismo modo que la cronología cristiana empieza por
ella, también la fe recibe siempre de ella nuevos impulsos. El cris-
tiano es un eterno principiante. Dar cima no es su asunto: si el prin-
cipio va bien, todo va bien. Esta es la eterna juventud del cristiano.
Cada cristiano vive propiamente su cristianismo todavía en el día
de hoy como si fuera él el día primero.
Y así es como el domingo, con su fuerza que irradia bendición
sobre la obra cotidiana de la semana, es la imagen adecuada de es-
ta fuerza del cristianismo que está siempre llenando de nuevo con
su luz el mundo, siempre joven, siempre dispuesta a volver a em-
pezar. Y de la misma manera que a nuestro año litúrgico lo carac-
teriza el hecho de que su principio empalma inmediatamente con el
final de las fiestas de la Redención eterna, como si creciera de él al
modo de un nuevo comienzo —a pesar de que aún no haya llega-
do el tiempo para tal eternidad—, así también empieza el año de la
iglesia, bien significativamente, con el primer domingo de Advien-
to como con el preludio de la fiesta en la que se inicia la Revela-
ción cristiana. Algo así como si el ciclo de los sábados comenzara
antes de la fiesta de la liberación nacional. Igual que para nosotros
la suprema fiesta entre las fiestas de la Redención, el Día de la Re-
conciliación, aunque no caiga regularmente en sábado, posee un
* Dt 5.14.
423
marcado carácter sabático*, así también hay para el cristiano un
resplandor marcadamente dominical que briÚa sobre la fiesta de la
Revelación que se inicia; la cual, en notable contraste con sus fies-
tas hermanas de Pascua y Pentecostés, tampoco, desde el punto de
vista extemo, cae fijamente en domingo.
424
posibilidad de retomar a la vida. El amante de la música puede sus-
citar en sí a voluntad cualquier sentimiento, y lo que aún es peor,
puede descargar en sí mismo el sentimiento que hay en él. La obra
musical, al engendrar su propio tiempo ideal, niega el tiempo real.
Hace que su oyente olvide el año en que vive. Hace que se olvide
de su edad. Estando bien despierto, se lo lleva con los soñadores de
quienes se dice que tiene cada uno de ellos su mundo propio. Por
más que si lo despiertan rudamente exclame: «Nunca he tenido me-
jores sueños», en la primera oportunidad vuelve a agarrar la bote-
lia y se bebe su licor del Leteo. Vive, así, la vida de otro; no, ni si-
quiera la de otro. Vive cien vidas, que van cambiando de pieza en
pieza, y ninguna de esas vidas es la suya. En verdad, el perro que
sufre los tormentos del infiemo porque su dueña se pone al piano,
vive más auténticamente, y si es lícito decirlo así, más humana-
mente, que el amante de la música.
El delito de la música son los tiempos ideales con los que des-
compone el tiempo real. Para purificarse de este delito de querer
ser pura, tendría que dejarse sacar de su más allá y traer al más acá
del tiempo, y que su tiempo ideal se incluyera en el real. Pero esto
significaría para ella pasar de la sala de conciertos a la iglesia. En
efecto, el tiempo en el que transcurren los acontecimientos del
mundo es, igual que el tiempo en el que está creado el mundo, tam-
bién meramente ideal, también nada más que «para el conocimien·
to», o sea: sin principio, medio y fin; pues el hito del presente co-
mo punto en que se halla el conocimiento, va desplazándose ínter·
minablemente. Sólo la Revelación fija su hito en medio del tiem-
po, y entonces ya sí hay, indesplazables, un antes y un después: hay
para todos los lugares del mundo una cronología que no depende
ni del que cuenta los años ni del sitio en que los cuenta. Este tiem-
po real del mundo, que va, pues, paulatinamente echando mano de
todos los acontecimientos e impregnándolos, se refleja con la má-
xima nitidez y de manera que pueda captarlo el hombre efímero, en
el año litúrgico. Y en él, sobre todo en las fiestas que, como fiestas
de la Revelación, señalan retrospectivamente a la Creación de la
Revelación y anticipativamente a la Redención revelada, y acogen
en el ciclo anual del año de la iglesia la eternidad inmensa del Día
de Dios. Al integrarse la música en estas fiestas y, en general, en el
año de la iglesia, la obra musical particular emerge del marco arti-
ficial de su tiempo ideal y se hace toda ella viva, porque se injerta
en el tronco jugoso del tiempo real. El que canta un coral, el que
oye la misa, el oratorio de Navidad o la Pasión, sabe con toda pre-
cisión en qué tiempo está. No se olvida de sí, ni quiere olvidarse.
No quiere huir del tiempo, sino, al contrario, quiere que su alma
quede plantada sobre sus dos piernas en medio del tiempo: del
425
tiempo realísimo; del tiempo uno del día del mundo, también uno,
del que todos los días singulares del mundo no son más que partes.
Y en esto debe acompañarle la música. Aunque, de nuevo, nada
más que hasta la puerta. Vuelve a suceder que también aquí es el
sacramento el que debe encargarse y llevar al hombre a donde de-
be ir. Pero la preparación de esta preparación del individuo que em-
prende el camino eterno, estaba con ella en buenas manos.
En efecto, la música es la que eleva a consciente y activa co-
pertenencia de todos los reunidos en asamblea aquella primera co-
pertenencia fundada en el espacio común y la común escucha de la
palabra. El espacio que la arquitectura creó, se llena ahora real-
mente con los sonidos de la música. El coral que llena el espacio,
cantado en común por todos con poderoso unísono, es la auténtica
base del empleo de la música en la iglesia. Todavía está vivo en las
Pasiones de Bach, y la propia iglesia romana, aunque la misa mu-
sical se aparta de él, lo ha seguido cultivando. El lenguaje, que en
los demás casos tiene que decir su palabra propia y específica des-
de la boca de cada uno, ha sido silenciado en el coral. No se trata
del silencio que, simplemente, escucha mudo la palabra que se lee;
sino que es que lo propio calla en la unanimidad del coro. En la co-
mida que se toma en común se da testimonio de la comunidad de
vida y se la hace consciente: todos hacen, en una comunidad cons-
cíente, lo mismo, o sea, comer, y cada cual, sin embargo, lo hace,
en el sentido más literal, «para sí».
La música es quien de antemano pone a tono a las almas para
esta comunidad de la vida que luego se realiza en el sacramento.
Las almas, que cuando entran en el espacio común sólo vienen ya
acordadas para la comunidad en general, para la posibilidad de la
comunidad, al cantar en común el coral se ponen a tono de la co-
munidad real. La misa musical, aunque sólo se oye, sin participar
en el canto, es, a pesar de eso, también, fundamentalmente, como
lo es el coral, una puesta a tono de todos los individuos orientada
a la comunidad. Y es que oír música es un oír muy distinto del oír
un texto que alguien lee o del oír un sermón. No funda comunidad
alguna, pero sí suscita en los reunidos en asamblea —en cada uno
de ellos para sí— los mismos sentimientos. En cada uno de ellos
para sí, como lo pone inmediatamente de manifiesto la visión del
público de un concierto. A este respecto, oír la misa musical tiene
enteramente el mismo valor que el canto del coral. El individuo,
una vez que el espacio común lo ha acogido físicamente, es ahora
tomado en su alma como individuo que habla, y cuando este su ha-
blar entra en la disciplina del ritmo y la melodía, lo propio de la pa-
labra propia del individuo aprende a callar. El habla, pero lo que di-
ce no son sus palabras, sino la letra, a todos común, de la música.
426
Las palabras y los sentimientos, en resumen: lo íntimo del hom-
bre, asciende así al estado de la necesidad en que entraron las co-
sas cuando penetraron en el espacio de la iglesia. La palabra que se
ha vuelto texto del canto deja de ser una palabra cualquiera. Las
palabras se conservan con los modos del canto. Todas las tradicio-
nes de las palabras tuvieron lugar, en las épocas antiguas, confor-
me a un tono cantado fijo, como sigue sucediendo hoy allí donde
la palabra se sigue transmitiendo como palabra hablada. Y toda tra-
dición es originariamente cúltica. El culto da necesidad aun a la pa-
labra meramente pensada. La lectura del breviario que hace el cié-
rigo católico, la oración callada entre nosotros, son cosas comple-
tamente diferentes de cualquier otro leer o meditar. El pensamien-
to se reviste de un traje de fiesta en el que quizá se mueva menos
cómodo y libre que de costumbre; pero las palabras que así piensa
el hombre poseen una necesidad y una validez completamente li-
bres de finalidad y hasta de pensamientos. Y de la misma manera
que el vestido es lo que confiere pleno valor al hombre en la so-
ciedad, precisamente porque, a diferencia del cuerpo desnudo, no
es personal, sino conforme a cierta costumbre, así también el hom-
bre no está del todo en su casa cuando está en casa mientras no ha-
ce sino pensar y decir libremente lo que quiere y mienta, sino
cuando, sin preocupación alguna, tararea o silba una canción, o se
aplica un refrán. Lo mismo pasa con el breviario y la oración si-
lenciosa. Podrá parecer incluso que el hombre, cuando lee y píen-
sa libremente, está más en la cosa misma; pero lo está más aquí.
Pues aquí las palabras están elevadas a una altura sentimental de
valor general que nunca alcanzan en lo exterior, donde quedan
siendo siempre palabras propias del individuo. Las palabras, al en-
trar en la iglesia, no necesitan ya hacerse vivas, como las cosas. Ya
están vivas. Sólo que su vitalidad es pasajera. Al acogerlas la mú-
sica, se hacen duraderas. Y cuando la música es música eclesiásti-
ca, entran con ella en el ciclo del año y se vuelven, al insertarse en
el día eterno del Señor, ellas mismas eternas.
El sacramento de la comida
427
ñor, sino que cada uno se adelanta solo, cada uno anda solo, y lo
común solamente es la comunidad del cáliz y la igualdad de comí-
da, palabras de consagración y fe. Lo que sólo a medias podía en-
trar con la música en la conciencia del hombre, a saber: la comu-
nidad del sentimiento que se hace vivo al callar el yo propio, se le
vuelve plenamente consciente ahora, cuando gusta el sacramento.
Y, así, el sacramento de la comida es muy verdaderamente signo y
portador de la Revelación, y al hacerse en la misa paite central de
todo servicio divino, incluso el cotidiano, pone la Revelación en el
centro del servicio divino en general. Realmente, la presencia de
Cristo vivida y gustada en el sacramento significa para el cristiano,
a consecuencia de su fe orientada hacia el medio y el principio del
camino, cosa afín a lo que para nosotros quiere decir la confianza
cierta de la venida inminente —pese a todos los retrasos— del Me-
sías y su Reino. Y del mismo modo que todo nuestro servicio divi־
no, incluso cuando está consagrado a la memoria de la Creación y
de la Revelación, sigue todo él, sin embargo, impregnado por la es-
pera tenaz de la Redención, así también lo está el servicio divino
cristiano por la idea y el sentimiento actual de la Revelación.
428
en esta fiesta, la Navidad muestra ser, pues, la fiesta recurrente,
dentro de las fiestas de la Revelación, de la escucha en común, de
la escucha de la buena noticia.
Pero, al mismo tiempo, el rostro de la fiesta adquiere ya también
los puros rasgos de actualidad de la Revelación al convertirse en el
centro de un tiempo festivo que dura varias semanas. Antes, el Ad-
viento renueva la memoria de la profecía de la «antigua» alianza, y
pone con ello un fundamento propio en la Creación al milagro de
la Navidad. Pero en la fiesta del Año Nuevo y en la de los Tres Re-
yes resuena anticipativamente, dentro del tiempo de fiesta de la Na-
vidad, la Redención, la convergencia de fe y vida. El Año Nuevo es
la fiesta de la circuncisión del Niño, con la que, conforme a la con-
cepción judía, cumpliendo por primera vez una ley se da pública
noticia de que se pertenece al pueblo —pertenencia que de modo
inmediato, en última instancia, estriba exclusivamente en el miste-
rio del nacimiento— . Correlativamente, esta fiesta conduce el cur-
so del año de la iglesia, desde su propio elevado principio, hasta in-
troducirlo en el círculo del año civil. Y la adoración de los Reyes
de Oriente preludia la futura adoración de los reyes y los pueblos
de todos los países. Así, pues, las dos fiestas juntas preludian el do-
ble acontecimiento que tuvo lugar bajo Constantino: la integración
del cristianismo en el estado y la conversión del estado al cristia-
nismo. Y, de este modo, situado entre su propio fundamento en la
Creación y su propia anticipación de la Redención, el milagro de
Navidad se convierte él mismo en la Revelación entera.
Pero la auténtica festividad de la Revelación dentro de las tres
fiestas de la Revelación, es, con todo, la Pascua. Sólo el Gólgota y
el sepulcro vacío, y no ya el establo de Belén, constituyen para la
cristiandad el principio de su camino. La cruz, en cualquier caso, y
nada anterior que forme parte de la vida de Jesús, es lo que para la
cristiandad permanece a la vista, siempre igual de cerca desde cual-
quiera de los innumerables puntos medios de su camino eterno.
Igual que para nosotros es el milagro del Sinai, la entrega de la To-
rá, y no ya la salida de Egipto, lo que significa la Revelación que
constantemente nos acompaña como algo presente. Del éxodo te-
nemos que hacer memoria, así sea una memoria tan vivida como si
nosotros mismos hubiéramos estado allí presentes; pero de la Torá
no necesitamos acordamos: está presente. Así también, para el cris-
tiano no es el pesebre lo que siempre está presente, sino la cruz. Es
ésta, y no aquél, lo que tiene siempre ante los ojos. Lo que a nos-
otros se nos dice de la Torá, podría a él decírsele de la Cruz: que
tiene que «estar en su corazón, para que sus pasos no resbalen»4'.
* Sal 37,31.
429
Esta presencia actual es también lo que hace de la fiesta de la
Pascua la verdadera fiesta del sacramento. Como la comida euca-
rística está instituida en el contexto de los acontecimientos de Pas-
cu a, es ahora cuando sobre todo se recibe.Y la iglesia, pasando más
allá de esta presencia actual, procura ahora, bien con la misa musí-
cal, bien con el oratorio de la Pasión, poner al hombre, sensible-
mente y de la manera más inmediata, bajo la cruz. Tiene el hombre
que reverenciar, cara a cara, en la inmediatez, la cabeza llena de
sangre y heridas. Todo este tiempo festivo, desde la Cuaresma has-
ta el día de la Resurrección, pasando por el Viernes Santo, es, pues,
una única actualización del gran acontecimiento central de la vida
cristiana. Cuaresma es una larga preparación; el Viernes de silen-
cío, que la iglesia romana deja en penumbra y la protestante, en la
que falta la Cuaresma, celebra tanto, es el acontecimiento mismo;
por fin, Pascua es el poderoso colofón, es, dentro de esta fiesta de
la Revelación, el día de la Redención.
A la Redención misma le está dedicado, de los tres tiempos de
fiesta, el tercero: Pentecostés. Naturalmente, sólo puede anticipar-
la, precisamente porque sigue estando dentro de la Revelación.
Tiene que hacer intuitiva la Redención como el último acto del pa-
so de Cristo por la tierra, del mismo modo que la fiesta de las Ca-
bañas sólo podía conmemorar el descanso final en el descanso pro-
visional mientras se peregrina. Así, el tiempo de Pentecostés sólo
puede, necesariamente, recordar el principio de la Redención, y no
su transcurso, ni, mucho menos, su final. Tiene que señalar al pun-
to en que el camino de la cristiandad pasa, de ser la estrecha senda
del Señor y sus discípulos, a convertirse en la ancha vía general de
la iglesia. Como la Redención final no se celebra aún, al menos
aquí, sino que sólo se conmemora su preludio en la Revelación, la
fiesta no puede presentar la suprema comunidad de la humanidad
en la adoración silenciosa misma; sino que ha de contentarse con
exhortar a ella mediante una arenga universal, comprensible a la
humanidad entera. Esta universal comprensibilidad no se puede al-
canzar silenciosamente, sino que precisa aún el medio de la pala-
bra, que sólo salta sobre el obstáculo del hoy de otro tiempo, sepa-
rado por las lenguas, y que sigue siendo el hoy de hoy, gracias al
milagro del lenguaje*. Este es el efecto primero del Espíritu: la tra-
ducción, el tender puentes de hombre a hombre, de lengua a len-
gua. La Biblia file el primer libro que se tradujo y que recibió en su
traducción la misma consideración que en su texto primitivo. Dios
habla por doquier con las palabras del hombre. Y el Espíritu es que
el traductor, el que oye y transmite, se sabe igual del primero que
430
dijo la palabra y que la recibió. El Espíritu guía, así, al hombre, y
le da conñanza para plantarse sobre sus propios pies. Justamente
como espíritu de la tradición y la traducción, es el Espíritu el espí-
ritu propio del hombre. He aquí la historia de Pentecostés: el Señor
abandona a los suyos: él marcha al cielo y ellos se quedan en la tie-
rra. Los abandona, pero les deja el Espíritu. Tienen ahora que
aprender a creer sin verlo con los ojos; tienen que aprender a ac-
tuar como si no tuvieran Señor. Pero pueden hacerlo, porque tienen
el Espíritu. En el milagro de Pentecostés empieza la iglesia, que
domina todas las lenguas, su carrera por el mundo. En el símbolo
de la Trinidad, cuya fiesta sigue al día de Pentecostés, iza para sí
misma el estandarte que mantiene unidos a sus mensajeros que
avanzan desplegándose.
431
Pero, más allá de todo esto, se ha ido formando una correspon-
dencia con la fiesta propia de la Redención, a la que ya hicimos una
vez referencia. El día de Navidad está entre los domingos como el
día de la Reconciliación está entre los sábados: sin caer necesaria-
mente en domingo, es, en realidad, el domingo absolutamente tal;
es, como día en que nace el año de la iglesia, lo que el domingo es
a la semana: un nuevo comienzo. Exactamente lo mismo que el día
de la Reconciliación, como día de la entrada en la eternidad, es pa-
ra nuestro año lo que es el sábado para la semana: cumplimiento fi-
nal. Y, así, en ambos días ha tenido lugar algo extraordinario: la
víspera ha adquirido la misma importancia que el propio día de la
fiesta. La víspera del día de la Reconciliación es la única que mués-
tra a la comunidad vestida con el traje de fiesta que sólo se lleva,
en el resto del tiempo, en el principal servicio divino de la maña-
na. Y como gracias a esta víspera el día de la Reconciliación se
convierte en el día largo, así también sucede a la fiesta de Cristo
gracias a la víspera santa y su larga noche. Sólo es un día comple-
to el que se compone de noche y día, hasta que vuelve a irrumpir
en plenitud la noche siguiente; pues el día está entre dos mediano-
ches. Sólo la primera de ellas es verdaderamente noche; la otra es
luz. Y, así, vivir uno de estos largos días con Dios, quiere decir vi-
vir enteramente con Dios la nada situada antes de la vida, y la vi-
da misma, y la estrella que asciende, más allá de la vida, sobre la
negrura de la noche. Este largo día entero lo vive el cristiano el día
del principio, y nosotros lo vivimos el día del final. De modo que
ambas fiestas han sobrepasado el significado que tuvieron en su
origen. El día de la Reconciliación se convirtió, contra lo que ca-
bía pronosticar desde su instauración, en el día de fiesta supremo,
en el que ya en la época de Filón de Alejandría, igual que sigue hoy
sucediendo, las gentes que de costumbre son tibios y no solían de-
jarse ver allá, fluían en muchedumbre hacia la casa de Dios y se re-
encontraban con El orando y ayunando. La Navidad, por su parte,
pasó, a la inversa, de ser una fiesta de la iglesia, a ser una fiesta po-
pular que subyuga con su fascinación incluso a los miembros des-
cristianizados del pueblo y a los no cristianos. Aquel día, que anti-
cipa el final, se ha vuelto, pues, señal de la fuerza interior de auto-
conservación de nuestro pueblo en la fe; este día, que renueva el
principio, se ha convertido en signo de la capacidad exterior de ex-
pansión sobre la vida que tiene el cristianismo.
La fiesta del principio de la Revelación es, entonces, la única
que en cierto modo es correlativa en el cristianismo de nuestra fies-
ta de la Redención. Falta una fiesta propia de la Redención. En la
conciencia cristiana, en la que todo se concentra en el principio y
en el empezar, se borra la clara diferencia que hay para nosotros
432
entre Revelación y Redención. En la vida terrenal de Cristo, cuan-
do menos en su muerte en la cruz, pero ya, propiamente, en su na-
cimiento, ha acontecido la Redención. Cristo, y no el Cristo que
volverá, no, sino el nacido de la Virgen, recibe los nombres de Sal-
vador y Redentor*. Del mismo modo que, entre nosotros, en las
ideas de Creación y Revelación hay un impulso hacia desembocar
en la idea de la Redención por la que, a fin de cuentas, sucedió ab-
solutamente todo lo que la precedió, así en el cristianismo la idea
de la Redención es absorbida en la Creación, en la Revelación. Es
verdad que una y otra vez irrumpe como algo independiente; pero
también lo es que siempre vuelve a perder esa independencia. La
mirada retrospectiva hacia la cruz y el pesebre, la apropiación de
los acontecimientos de Belén y del Gólgota por el propio corazón,
llega a tener más importancia que la perspectiva del futuro del Se-
ñor. La venida del Reino se vuelve un asunto de la historia del
mundo y de la iglesia. Pero en el corazón de la cristiandad, que im-
pulsa el río de la vida a lo largo de la ruta circular del año de la
iglesia, no hay lugar para ella.
• C f . L c 2 . ll.
433
fiestas. Aunque son fiestas históricas, han quedado tan fijas como
la historia del pueblo. No así los días conmemorativos de la histo-
ría de 10$ pueblos. Las celebraciones de las guerras y las victorias
apenas perduran medio siglo, cuando ya otras las desplazan; las
fiestas por el nacimiento de los príncipes cambian con los prínci-
pes mismos; las fiestas dedicadas a la constitución y a la liberación
duran mientras dura la forma del estado o, quizá, el estado mismo.
A pesar de todo, al pueblo le bastan como signos de su perdurabi-
lidad a través del tiempo, justamente en medio del cambio y la tem-
poralidad de éste.
434
Pero ¿cómo son celebradas estas ñestas de la Redención (pie a
la vez son eclesiales e infraeclesiales, o mundanas y supramunda-
ñas? Ya nos han salido al paso las fiestas de la escucha en común
y de la comida común. Ahora bien, estas fiestas de la Redención no
pueden ser fiestas del caer de rodillas en común. La cristiandad se
arrodilló ante el pesebre con María y José, con los pastores noctur-
nos y con los reyes de Oriente*; y en el silencio, conteniendo el
aliento ante la elevación, cuando sólo suena tenuemente la campa-
na, se arrodilla ante el sacrificio de la cruz que de nuevo se hace
presente en el sacrificio de la misa. Ha acogido, pues, el último si-
lencio de los redimidos en el interior de la celebración del primer
origen y de la presencia siempre renovada del Señor. Por la Crea-
ción y la Revelación, vuelve a olvidarse de la Redención que eter-
namente viene. Y las fiestas con las que introduce a la misma Re-
dención en el año litúrgico, no dejan sitio alguno para aquella ado-
ración última.
Entonces ¿cómo han de celebrarse tales fiestas? Que ante Dios
se doble toda rodilla sigue siendo la verdadera forma en que se ce-
lebra la Redención; pero sólo entre nosotros es celebrada en esta
forma verdadera en fiestas que le son propias; porque sólo entre
nosotros puede cerrarse el año litúrgico, en las fiestas propias de la
Redención, hasta constituir un anillo completo; porque sólo nos-
otros vivimos una vida en la eternidad de la Redención y podemos,
pues, celebrarla. La cristiandad está sólo de camino, y únicamente
celebra la Redención eterna en fiestas del tiempo y, por tanto, no lo
hace en la forma que le es propia: arrodillarse en común. ¿Qué es
lo que debe corresponder, entonces, aquí, como forma temporal, a
esa forma eterna de las fiestas de la Redención? ¿Cómo prepara el
arte al hombre a la celebración de estas fiestas?
La poesía era el arte que se creó su esfera más allá del espacio
puro y el tiempo puro. El hombre es más que la espacialidad del
cuerpo y más que la temporalidad del alma: es el hombre comple-
to. Por eso, más allá de las artes plásticas y de las musicales, tu-
vieron que aparecer las poéticas como artes del hombre entero. La
idea, que, como representación, une en sí la espacialidad de lo in-
tuitivo y la temporalidad del sentimiento, y las hace un todo, es el
elemento en que se mueve la poesía. E l mundo como todo conjun-
to y su pequeño dios, el microcosmos hombre, es su contenido.
435
Tendría, pues, que venirle al hombre de la poesía el tono y el tem-
pie en los que encuentre el camino del último silencio redentor; el
cual tendría que mostrársele, al menos como perspectiva y pro me-
sa, en las fiestas mundanas de la Redención.
Ahora bien, este camino a la vida de la comunidad parece más
largo desde la poesía que desde las artes plásticas y la música. Es-
tas, al menos, se guardaban y se ejecutaban en salas públicas, en
casas propias. En cambio, el hogar de la poesía, donde cumple su
condena, es la estantería. El espacio entre las cubiertas de un libro
es el único sitio donde la poesía verdaderamente es arte «pura».
Allí está en su puro mundo de ideas. Cada obra poética, en el su-
yo. Como el cuadro se crea en su marco su espacio «puro» y la obra
musical su tiempo puro, así cada poesía se crea su propio mundo
«ideal». Ya al ser leída en voz alta abandona ese mundo puro de su
representación y se hace, de alguna manera, algo común y comen-
te. Cuando, por ejemplo, como poesía dramática, llega al teatro,
pasa esto a costa de su «idealidad» estética. El verdadero drama es
el drama en el libro. Que sea teatral es cosa que, en boca del este-
ta, suena a delito que se se le perdona a Shakespeare por falta de
coherencia, pero que se imputa duramente a Schiller y a Wagner;
aunque es seguro que vendrán tiempos —ya han venido para Schi-
Her— en que se dejará de reprochar a Wagner que haya escrito tea-
tralmente para el teatro. Aun así, el teatro, incluso el teatral, per-
manece siendo pura arte, a pesar de que no puede sustraerse del to-
do a la influencia de la muchedumbre congregada. El efecto ambi-
valente del teatro procede, precisamente, del combate en que nece-
sanamente entran uno contra otro el mundo ideal de la obra con el
real de un público congregado. Es evidente que también tendría la
poesía que ser redimida de las cubiertas de los libros de su mundo
ideal, para ser introducida en el mundo real, antes de que pueda
convertirse en la guía que conduzca a una multitud humana hacia
el país del silencio común y mutuo. En él ya no estarían meramen-
te los cuerpos juntos en el mismo espacio, como ocurre bajo la fas-
cinación de la arquitectura que reúne los cuerpos; ni estarían me-
ramente unidas las lenguas en el coro homorrítmico que canta la
misma letra, como ocurre bajo la varita mágica de la música con-
ductora de las almas; sino que los hombres completos estarían cer-
ca 10$ unos de los otros y unificados en acto y palabra y más allá
del acto y la palabra.
Pero para admitir tal uso tendría el arte poética primero que
aprender a callar; pues en la palabra sigue estando unida al alma.
Tendría que aprender a liberarse de la representación de la figura
que ya existe en el mundo, para alzar eUa misma una figura. Ten-
dría que llegar a ser gesto. Sólo el gesto está más allá del acto y la
436
palabra. No, desde luego, el gesto que quiere decir algo. Ese sólo
sería un penoso sustituto de la palabra, un mero balbuceo. Y tam-
poco el gesto que quiere suscitar con su halago el acto del otro. Ese
sólo sería un penoso sustituto del propio acto. Sino el gesto que se
ha vuelto enteramente libre, enteramente creador y ya no va diri-
gido a esto o a aquello, ni a éste o a aquél. El gesto que completa
enteramente el ser del hombre, su humanidad, y que lo completa
para la humanidad. Allí donde un hombre se expresa plenamente
en su gesto, cae, con un toque «maravillosamente suave», el espa-
cío que separa al hombre del hombre; la palabra que se había lan-
zado de cabeza al espacio que media y separa, con ánimo de lie-
narlo con su propio cuerpo, y volverse con su heroico sacrificio de
sí puente entre el hombre y el hombre, se volatiliza ahora. El ges-
to que completa al hombre en su plena humanidad, debe, pues, ha-
cer estallar el espacio en que la arquitectura había puesto a su euer-
po entre tantos otros y cuyos intersticios había rellenado y salvado
la música. Eso hace en nuestras fiestas de la Redención aquel últi-
mo gesto enteramente omnihumano del caer de rodillas: hace esta-
llar todo espacio, igual que cancela todo tiempo. Entre los milagros
del santuario de Jerusalén, enumera el Talmud el hecho de que la
multitud congregada en el patio cerrado se apretaba hasta el punto
de que no quedaba el menor sitio libre; pero en el instante en que
los que estaban de pie caían sobre su rostro, quedaba mucho, infi-
nito sitio*.
La forma artística en la que la poesía sale de las cubiertas de los
libros y parte del mundo ideal de la representación, para instalarse
en el mundo real de la exposición, es el baile y cuanto a partir de
él se desarrolla: todas esas exhibiciones de uno mismo en las que
no hay espectadores o no debería realmente haberlos, sino sólo
gentes que participan y que, a lo sumo, descansan alguna vez y van
turnándose. En las procesiones y los desfiles, en las competiciones
deportivas y las representaciones teatrales, se da un pueblo a cono-
cer. También sucede esto con el arte cuando sale al aire libre en los
monumentos, o cuando acompaña al Calvario al contemplador ca-
minante; y cuando saluda, en forma de discurso, a una asamblea, o
reúne a los hombres como canción de sobremesa o de camino. Co-
lonia el lunes de Carnaval, el campo de Tempelhof, Olimpia y Obe-
rammergau son ejemplos de lugares donde bailan en corro multi-
tud de danzantes. Pero lo primero sigue siendo la danza del indivi-
dúo, y lo primero en la danza misma es el gesto más sencillo: la mi-
rada. Ya en ella se encuentra el poder que disuelve todo lo rígido,
inaccesible al acto, y por el que la palabra se ofreció a sí misma en
« Pirké Avot 5, 8-
437
sacrificio a fin de conquistarlo, incluso a tal precio, aunque sólo
fuera por el breve tiempo que transcurre hasta la respuesta. Pero el
poder de la mirada no pasa con el instante. Una palabra se olvida,
y debe ser olvidada: quiere pasar en la respuesta que halla. Una mi-
rada, sin embargo, no se apaga. El ojo que nos ha mirado una vez¿
nos sigue mirando mientras vivimos. Cuando Afrodita danzó ante
los dioses bienaventurados en las bodas de Amor y Psyche, en rea-
lidad sólo bailó con los ojos*.
438
pació y de su tiempo; sino que al marchar a todos los pueblos, re-
cibe fuera su ley propia: la recibe del trabajo bajo la ley del mun-
do. En sus muros no tiene ella el final. Siempre está tan sólo en el
principio, y va recorriendo el camino.
Por ello, la forma sacramental con la que completa la prepara-
ción que le proporcionan los descendientes del baile —esas exhi-
biciones de sí mismos que hacen los pueblos—, sólo puede ser una
consagración del principio. Le es ajeno el caer de rodillas que
mienta —y es— la Redención final; pero sí que consagra al indi-
viduo cuando entra en el mundo, camino de la Redención. Tal es el
extraordinario doble sentido del bautismo: se le practica al indivi-
dúo, al recién nacido, en el principio de la vida, y le garantiza, a es-
te menor de edad de la vida, el cumplimiento final de ella: la Re-
dención. Al cristianismo lo circunscribe definitivamente al camino
el hecho de que realiza la Redención en el bautismo: el hecho de
que toma la falta de resistencia del niño que no tiene conciencia de
sí mismo y necesita tutores, por la falta de resistencia de la supre-
ma conciencia que tiene lugar en la adoración silenciosa. Pero es-
to mismo lo hace también señor del camino. Nadie puede disputar-
le este rango. Pues no hay ya manera de que olvide esta última cer-
teza en la victoria, que le hace considerar plenamente que cada pa-
so singular que da, que siempre es un primer paso, es ya el último.
Así, pues, realmente, el bautismo, de todos los sacramentos —pues
los siete, con la excepción del eucarístico, en tanto que sacramen-
to de la Revelación, van en busca del hombre en horas y situacio-
nes muy determinadas del camino natural, moral y social de su vi-
da—·, puede reemplazar a los otros cinco sacramentos del camino
de la Redención. En este sentido, el protestantismo ha llevado a ca-
bo en el lugar apropiado una simplificación, que era necesaria. Por-
que al quedar consagrado desde un principio el comienzo del ca-
mino con la consagración de la Redención, toda la vida subsi-
guíente queda puesta bajo ella, y cada hora que luego el cristiano
sigue siendo en la vida cristiano, tan sólo significa una renovación
de la alianza bautismal que lo acogió entre los definitivamente re-
dimidos en el momento de su entrada primera en el mundo. El bau-
tismo nos hace comprender plenamente lo que ya empezamos a en-
tender a propósito de la Navidad: que el principio representa para
el cristianismo la Redención, y el camino recorrido, la vida definí-
tivamente cumplida. En el bautismo se renueva la adoración del
Niño divino. El cristianismo es jovencísimo; pues en cada indivi-
dúo, en cada alma, vuelve a empezar desde el principio.
439
E l c i e l o e n e l á n i m o : e s t é t i c a c r is t ia n a
M undo y alma
El cristianismo es joven, pero no así el mundo cristiano. El bau-
tismo consagraba al individuo para el mundo cristiano; pero este
mundo mismo está sin consagrar. El círculo de la vida, que para
nosotros se cerraba en el pueblo, se le cierra al cristiano tan sólo en
el alma propia. Unicamente a ella se le garantiza en el bautismo vi-
da eterna. Sólo en ella se alternan eternamente conservación y re-
novación. Al mundo no se le ha dado vida eterna; contra él se quie-
bra el círculo de la vida individual y pasa a la espiral de una histo-
ria en que el progreso secular del mundo constantemente gana po-
der sobre la conservación y la renovación eternas del alma. El año
de la iglesia cierra su círculo sólo para el individuo. Para éste sí que
hay un hogar; pero para el mundo, sus años y sus aniversarios el
año litúrgico no es más que una posada que está abierta para todos
estos huéspedes, pero que todos ellos van abandonando. El pueblo
eterno descansa ya en la casa de la vida; los pueblos del mundo si-
guen de camino. Sólo el alma ha hallado la ruta del hogar. Ella sa-
be que su Redentor vive*, y no está de ello menos cierta que como
lo sabe en el pueblo eterno. Para ella se cierra el círculo del año.
440
Edades de la vida
441
crucijada o via crucis del cristiano entra en el alma en concurren-
cia un poder distinto: el único que no supera tampoco la oposición
negándola, sino configurándola: el arte. El arte ya había interveni-
do preparando al alma para andar el camino. Podía desempeñar es-
te ministerio porque también ella sabía en su propio reino del via
crucis del alma, pues Prometeo llevaba suspendido de la pared de
roca medio milenio antes de que la cruz se elevara en el Gólgota.
También el arte sólo supera configurando el sufrimiento, no ne-
gándolo. El artista sabe que él es aquel a quien le ha sido dado de-
cir lo que sufre. La mudez del primer hombre también está en él.
No intenta ni «silenciar» el sufrimiento ni «gritarlo»: lo expone. En
esta exposición reconcilia la contradicción entre el hecho de que él
exista y también exista, sin embargo, el sufrimiento. La reconcilia
sin menoscabarla en absoluto. Por su contenido, toda arte es trági·
ca: es exposición del sufrimiento. Incluso la comedia vive a base
de ir también sintiendo, lateralmente, la pobreza y la menesterosi-
dad, siempre existentes, de la existencia. El arte es trágica en su
contenido, igual que, en su forma, toda arte es cómica: hasta lo más
cruel, en efecto, simplemente lo expone, con cierta ligereza iróni-
co-romántica. El arte como exposición o exhibición es aquello que
al mismo tiempo es trágico y cómico. Y el gran expositor es real-
mente a la vez cómico y trágico, como se decía al amanecer en el
banquete por la victoria de Agatón*. Este rostro de Jano del arte, a
saber, que simultáneamente agrava el sufrimiento de la vida y ayu-
da al hombre a soportarlo, es lo que le hace convertirse en la com-
pañía del hombre por la vida. Le enseña a superar sin olvidar. Pues
el hombre no debe olvidar: debe recordarlo todo en su corazón. De-
be conllevar el sufrimiento y debe ser consolado**. Dios lo con-
suela, junto con todos los que precisan consuelo. Las lágrimas del
que hace luto se enjugan de su rostro, como de todos los rostros***.
Y lucra en los ojos hasta la gran renovación de todas las cosas.
Hasta que llega, el desconsuelo es su consuelo. Hasta que ésta lie-
ga, el alma se refresca en la prolongación del sufrimiento. Hasta
que llega, su renovación acontece para ella en su conservación.
Hasta que llega, saca nuevas fuerzas de la memoria de los días an-
tiguos. No la felicidad pasada, sino sólo los dolores pasados son en
cada presente la dicha del alma. Se renueva ella en sí misma. Y el
arte foija para ella este anillo de la vida.
442
A rte y cruz
Alma y mundo
443
el anillo del año de la iglesia, lle n e que haber un círculo en el que
los pueblos todos reconozcan un destino eterno en su propia vo-
luntad de conservación y renovación de ellos mismos. De otro mo-
do, no podrán aprender que en su propio destino actúa una volun-
tad eterna. El gran círculo de la Redención se cierra en el año del
Pueblo Eterno. En él, en el portador —■jamás reconocido por los
pueblos— de aquella profecía que hubieron de creer cumplida ya
en el sufrimiento vicario del individuo por los individuos, viven la
eternidad cerrada a la que aspiran ellos impotentes. Pues todos sus
arroyos corren al mar, y el ciclo eterno de las aguas bajo el cielo no
se lleva a cabo tan sólo en el lecho de los ríos. Una única corrien-
te de agua gira en la tierra eternamente en círculo, sin que parezca
recibir aportaciones ni perder sus aguas: un milagro y una incita-
ción para cuantos la ven; pues se sustrae de la tarea de todas las
aguas, que es correr al mar. Los arroyos no sospechan que en su
eterna corriente circular les está ofrecida una imagen del futuro de
todos ellos; pero se apresuran, tanto más veloces, por sus caminos
propios, que los llevan al encuentro de ese porvenir. Porque eso
que los lanza adelante por este su eterno camino, ¿qué es sino el
afán de vida eterna? ¿Es que sabe el árbol que no quiere más que
producir el fruto que lleve la imagen y la semejanza de su simien-
te, que pasó hace ya tanto?
L a r e a l iz a c ió n d e l a e t e r n id a d
444
remos a ser su ñuto y lo confesaremos, y el árbol se hará uno. En-
tonces, como dice Isaías, alabarán y honrarán a la raíz que antes
despreciaban*.
Esta es la imagen del libro El Cuzarí. Retrotrayéndose al capí-
tulo de Isaías acerca del sufrimiento vicario del siervo de Dios des-
conocido, en favor de los pueblos del mundo que andan a la clara
luz de la historia, pinta el más alto retomo: el reconocimiento de la
semilla en el ñuto. Es la vuelta a casa de la ex-periencia; la verifi-
cación de la verdad. La verdad está tras el camino. El camino ter-
mina cuando alcanza la patria. Pues es eterno, ya que su fin está en
la eternidad; pero es también, sin embargo, finito, porque la etemi-
dad es su final. Allá donde todo arde, ya no hay rayos que irradien.
Todo allá es una luz. Y la tierra estará llena del conocimiento del
Eterno, de la misma manera que las aguas cubren el mar. En el mar
de la luz, todos los caminos se hunden como ilusiones. Pero Tú,
Dios, eres Verdad**.
• Cf. oirá vez el capitulo 53 de le, al que también se refiere el párrafo siguiente.
·* Cf. la parte central de la oración principal tanto en Rosh ha-Shanú como en Yom
Kippur, basada en Jer 10.10.
445
i
LIBRO TERCERO
LA ESTRELLA
O
LA VERDAD ETERNA
L a e t e r n id a d d e l a v e r d a d
447
Sólo el ni - ni de m uerto y vivo, sólo ese punto tenue en que vida
y muerte se tocan y se funden en uno, no rehúsa la palabra que lo
designe. Dios ni vive ni está muerto, sino que infunde vida a lo
muerto* y ama. Es el Dios tanto de vivos como de muertos** pre-
ci sámente porque El ni vive ni está muerto. Experimentamos su
existencia de manera inmediata únicamente en que nos ama y des-
pierta nuestro muerto sí-mismo haciendo de él alma amada y que
responde al amor con amor. La revelación del amor divino es el co-
razón del Todo.
Dios ( t e o l ó g ic a )
E l Revelado
E l Oculto
448
libera de sí y redime a lo vivo que ha oído de El la llamada de la
vida. Luego sólo lo conocemos como Creador y Redentor según la
relación que el Creador y el Redentor tienen entre sí en la Revela-
ción. Sólo partiendo del Dios del amor vislumbramos al Creador y
al Redentor. Sólo en la medida en que brilla el resplandor del ins-
tante del amor divino, vislumbramos lo que hay antes y lo que hay
después. El antes puro, el antemundo originariamente creado, es
demasiado oscuro para que podamos reconocer ya en él la mano
del Creador. Y el después puro, el supramundo redimido, es dema-
siado claro como para que podamos avistar aún en él el rostro del
Redentor. El se sienta en su trono, por encima de los cantos de ala-
banza*, que retoman anualmente, de los redimidos. Unicamente en
el entorno inmediato del corazón del Todo —la Revelación del
amor divino—, se revela del Creador y del Redentor tanto cuanto
a nosotros se nos puede revelar. La Revelación nos enseña a con-
fiar en el Creador y a esperar firmemente al Redentor. Nos da,
pues, a conocer al Creador y al Redentor tan sólo como el Amante.
E l Primero
* Sal 22,4.
449
es Señor de lo muerto y, por cierto, nada más que de lo muerto, na-
da más que de la nada. Sólo en el reino de los muertos ejerce aque-
lia sociedad de dioses su autoridad. En otro sitio no gobiernan, si-
no que viven. Ahora bien, como señores nada más que de la nada,
ellos mismos se vuelven nadas. Los dioses de los paganos son na-
da, exclama el salmista*. No están muertos, claro que no, como
testimonia la fe de quienes los adoran. Unos dioses en los que cree
un mundo que vive, no pueden estar menos vivos que ese mundo.
Pero en su vitalidad son tan lábiles, tan fantasmales, tan sometidos
al quizá todopoderoso como lo son ese mundo y esos adoradores.
Les falta el esqueleto de la realidad, la orientación inequívoca, el
sitio fijo, el saber qué es derecha, qué izquierda, qué arriba y qué
abajo, que sólo llega al mundo con la Revelación. Y así, con toda
su vitalidad, son nadas, pues «como ellos son los que los hicieron,
todos los que esperan en ellos»**; y a su haber sido creados, a su
vida oculta en la amparadora fortaleza de los cielos, opone de ma-
ñera inmediata el salmista lo que distingue a su Dios respecto de
esas nadas: que El hizo el cielo***.
E l Ultimo
450
de la Creación; el día en que, redimido de todo lo exterior a El, que
siempre se está comparando con El, el Incomparable, será Uno, y
su nombre será Uno. La Redención redime a Dios liberándolo de
su nombre revelado. En el nombre y su revelación culmina el par-
to de la Revelación, que empezó en la Creación. En el Nombre su-
cede, en adelante, cuanto sucede. Santificación o profanación del
Nombre: no hay, desde la Revelación, acto que no comporte la una
o la otra. El paso de la Redención por el mundo sucede en el Nom-
bre y por el Nombre. Pero el fínal carece de nombre, está por en·
cima de todos los nombres. La propia santificación del Nombre
acontece a fin de que el Nombre pueda un día ser silenciado. Más
allá de la palabra —y ¿qué es el nombre, sino la palabra absoluta·
mente concentrada?—·, más allá de la palabra luce el silencio. Allí
donde al Nombre uno no se le enfrentan más nombres diferentes,
allí donde el Nombre uno es solo, omni-uno, y todo lo creado lo co-
noce, y sólo a él conoce, y lo confiesa, allí el acto de la santifica־
ción llega a su descanso. Sólo hay santidad mientras hay lo profa-
no. Donde todo es santo, lo santo mismo ya no es santo, sino que,
sencillamente, es. Esta simple existencia de lo supremo, esta reali-
dad a la que nada ofende, que reina por doquier en solitario, más
allá de todas las penas y los gozos de la realización, es la verdad.
Porque, contra lo que dicen los maestros de la Escuela, la verdad
no se reconoce en el error. La verdad da testimonio de s i misma: es
una con todo lo real y no traza divisiones en él.
E l Uno
451
mismo calla en nuestra boca y hasta bajo los ojos que lo leen en si-
lencio, tal y como un día callará por todo el mundo, cuando esté so-
lo, omni-uno: Uno.
E l Señor
* Sal 115,8.
452
señalando a un más allá de las palabras, como la muerte. Designa
lo redimido, como la muerte designa lo increado. Y de esta esencia
sería Dios, como Señor de la vida, igual en esencia. Sería el Señor
del Todo y Uno. Mas esto, esta gloria, esta autoridad sobre el Todo
y Uno, es lo que quiere decir la frase: Dios es la verdad.
L a verdad (cosmológica )
D ios y la verdad
Realidad y verdad
453
alidad, y el supramundo y el mundo serían lo mismo, y todo se des-
yanecería en la niebla. Dios tiene, pues, que ser m ás que la verdad,
igual que todo sujeto es más que su predicado y toda cosa más que
su concepto. Y aun cuando la verdad realmente es lo último y lo
único que pueda predicarse de Dios como esencia suya, queda, sin
embargo, aún en Dios un exceso respecto de su esencia. Pero, en
tal caso, ¿cómo se comporta Dios a propósito de su esencia? La
frase «Dios es la verdad» se diferencia, ciertamente, de otras frases
de la misma índole, incluida la frase que dice que «la realidad es la
verdad», al no ser en ella el predicado un concepto universal bajo
el que cae el sujeto. Pero ¿qué será entonces la verdad? ¿Qué es la
verdad?
E l hecho de la verdad
454
La confianza en la verdad
¿Cabría, en realidad, esperar otra cosa? ¿Es que algo puede es-
tar en pie sin tener qué lo sostenga? Y si se sostuviera sobre sí mis-
mo, ¿no sería entonces él mismo el suelo sobre el que se sosten-
dría? Porque no se estaría sosteniendo entonces sobre su propio
sostenerse, sino sobre s í mismo. Sólo si se sostuviera sobre su pro-
pío sostenerse carecería, ciertamente, de un sobre qué estar. Ahora
bien, un tal sostenerse sobre su propio sostenerse no es, precisa-
mente, el hecho de la validez innegable de la verdad. Pues en este
hecho de la innegabilidad no se confía como en un hecho en gene-
ral. Si así fuera, desde luego que el hecho de la verdad se sosten-
dría en su propio sostenerse. Pero no es así. Pues ¿por qué se ha-
bría, en tal caso, de confiar justamente en este hecho? ¿Por qué jus-
lamente en él? ¿Por qué en ningún otro? No se niega que hay error.
El error es exactamente tan innegable como la verdad. Al conce־
derse el hecho de que la existencia de la verdad no se puede negar,
se concede el hecho de que también hay lo no verdadero. La inne-
gabilidad de la verdad y la innegabilidad de la no verdad son, co-
mo hechos, inseparables. ¿Por qué se confía precisamente en aque-
Ha innegabilidad y se rebaja la innegabilidad de la no verdad a he-
cho de segundo rango? Porque la innegabilidad de la verdad nos
parece... un hecho verdadero, y la innegabilidad del error nos pa-
rece... un hecho no-verdadero. La nota de la verdad va inmediata-
mente unida a aquel hecho. Tan inmediatamente, que ella misma
nos aparece como hecho. La innegabilidad de la verdad es un he-
cho verdadero, pero es un hecho.
No confiamos, pues, en absoluto, en el hecho, sino en que es
digno de confianza. El hecho en sí, el que la verdad se sostenga por
sí misma nos diría poco si no fuera más que un sostenerse sobre su
propio sostenerse. Pero en realidad es un sostenerse sobre ella mis-
ma: la innegabilidad de la verdad es ella misma verdadera. No es
ya el hecho de la innegabilidad lo que reclama fe, sino la verdad de
este hecho.
Luego toda la confianza en la verdad descansa en una última
confianza en que el suelo sobre el que la verdad está plantada so-
bre sus propios pies, es capaz de soportarla. La verdad es ella mis-
ma el último presupuesto de la verdad, y no lo es como verdad que
se sostiene sobre sus propios pies, sino como hecho en que se con-
fía. La verdad misma es hecho aun antes del hecho de su innegabi-
lidad. E l hecho de su innegabilidad sería él solo por sí nada más
que mero hecho. Pero es que el hecho de la innegabilidad de la ver-
dad realmente consta gracias a la facticidad de la verdad, que lo
precede y que va sellada por el amén confiado de la fe. La con-
455
fianza de la razón en sí misma, fomentada por los maestros de la
Escuela, está plenamente justificada. Pero sólo está justificada por-
que descansa sobre cierta confianza del hombre entero, del cual la
razón es únicamente una parte. Y esta confianza no es autocon-
fianza.
La verdad y D ios
456
A las puertas de la verdad
Cuando reconocemos ahora que el último saber acerca de la
esencia de Dios, tal como lo captamos en la luz del supramundo, es
la misma experiencia que pudimos ya hacer cotidianamente en el
mundo como criaturas suyas e hijos suyos, quedamos autorizados
a volver a atrevemos, armados con este conocimiento último de su
esencia, a penetrar en aquel primer no-conocimiento —en el cono-
cimiento de su nada— del que partimos. El paganismo había en-
contrado en esta nada, de manera inmediata, un Todo: el Todo de
sus dioses, la ciudadela en la que ocultaban su vida a las miradas
del mundo. Se había dado por contento con estos dioses y no había
pedido nada más. Pero la Revelación nos enseñó a nosotros a re-
conocer en esos dioses al Dios escondido: al Dios escondido, que
no es sino el aún no revelado y patente. El paganismo realmente
encontró en aquella nada un todo. A nosotros, al reconocerla como
nada, sólo nos fue lícito esperar encontrar en ella el Todo. El mun-
do pagano se convirtió para nosotros en el antemundo, y la vida de
los dioses paganos, en la antevida oculta de Dios. De este modo, la
nada de nuestro saber de El se nos volvió una nada rica en conte-
nido: secreto augurio de lo que hemos experimentado en lo revela-
do y patente. La oscuridad de la nada pierde el poder autónomo que
pudo antes tener. Que Dios es la nada se convierte en una proposi-
ción exactamente tan impropia como la que dice que El es la ver-
dad. Así como la verdad ha manifestado ser el mero cumplimiento
acabado de lo que experimentamos en el amor de Dios con presen-
cía y actualidad que pueden gustarse y verse —su Revelación—,
así también la nada no puede querer ser sino el presagio de tal Re-
velación. Que Dios es nada, igual que le sucede a la proposición
que dice que Dios es verdad, no resiste en pie ante la pregunta por
la esencia: ante la pregunta ¿qué es?
La experiencia de la verdad
457
sente Schopenhauer: la idea budista, que se podría formular como
«la nada es Dios». Esta proposición es en tan escasa medida un ab-
surdo como la proposición del idealismo que dice que la verdad es
Dios. Sólo que, como esta segunda tesis, es una proposición falsa.
Efectivamente, la nada, exactamente igual que la verdad, no es en
último caso ningún sujeto autónomo: es un mero hecho, la expec-
tativa de algo, un aún no. Un hecho, pues, que está a la busca del
suelo en que se apoya. D e la misma manera que la verdad sólo es
verdad porque es de D ios, así también la nada sólo es nada porque
es a D ios. Sólo de Dios puede decirse que El es la nada. Este sería
un primer conocimiento, o mejor, el primer conocimiento de su
esencia. Pues la nada puede en él ser predicado precisamente debí-
do a que a Dios no se le conoce en su esencia. La pregunta «¿qué
es Dios?» es imposible. Y es la imposibilidad de esta pregunta la
que queda espléndidamente señalada en la proposición verdadera
«Dios es la nada». Junto a aquella otra proposición —«Dios es la
verdad»—, es ésta la única respuesta susceptible de darse a la pre-
gunta formulada. Y así como la respuesta «Dios es la verdad» re-
trotrae la pregunta mística por su esencia supramundana —esa úl-
tima pregunta— a la experiencia viva de sus obras, así, por su par-
te, la respuesta «es nada» retrotrae la pregunta abstrayente por su
esencia antemundana —esa primera pregunta— a la misma expe-
riencia. En este experiencia se reúne, pues, por ambos lados, cuan-
to podamos preguntar. El principio y el final ascienden aquí a lo
patente y revelado desde su ocultamiento. En este centro nos en-
contramos nosotros y El, «el Primero y el Ultimo»*, tan al lado los
unos del otro como un hombre y su amigo. Lo oculto se revela. Y
la facticidad, la cercanía, lo inmediato, vistos desde aquí, llenan los
confines todos del mundo, duermen en todas las hendiduras del an-
temundo, viven en todas las estrellas del supramundo. La esencia
de Dios, Verdad o Nada, se ha desleído en su acto del todo carente
de esencia, del todo real, del todo cercano: en su amor. Y este su
amar plenamente revelado, plenamente patente, recorre ahora los
espacios redimidos de la rigidez de la esencia, y llena todas las le-
janías. Lo patente y revelado se vuelve lo oculto.
* ls 44, 6.
458
mo la mitad: entonces es que el Todo que en otro tiempo estalló, se
ha reintegrado. En su inmediatez, la Revelación ha proporcionado
el cemento que remedia la antiquísima grieta. El pensamiento pu-
ro del idealismo se jactó de hacer rimar el verso sin posible rima
«que empieza así: Dios, el hombre y los astros» con aquel otro que
dice: «en el instrumento de igualar, en el cerebro». Pero no cabe
hacer rimar la tríada Dios Mundo Hombre. Al contrario, lo prime·
ro que exigimos es que se la tome, sencillamente, en su facticidad
sin rima. También aquí, como en la historia del mundo, el auténti-
co paganismo metafísico-metalógico-metaético tuvo que venir an-
tes de que la Revelación pudiera abrir su boca. La equiparación y
asimilación, la rima de lo sin rima emprendidas por el idealismo,
tan sólo perturban la pura facticidad en que están, cada uno de su-
yo, originariamente, los tres. Las robustas figuras Hombre, Mundo,
Dios se desvanecen en las imágenes nebulosas Sujeto, Objeto,
Ideal, o Yo, Objeto, Ley, o cualesquiera otros tres nombres que
quiera dárseles. Si, en cambio, los elementos se toman simplemen-
te, se acogen, pueden reunirse, no para rim ar unos con otros, sino
para generar, actuando los unos sobre los otros, una ruta. No es
Dios, ni es el Hombre, ni es el Mundo lo que se hace inmediata-
mente visible en la Revelación. Al contrario, Dios, Hombre, Mun-
do, que eran en el paganismo figuras visibles, pierden ahora su vi-
sibilidad. Dios parece escondido; el hombre, encerrado; el mundo,
encantado. Lo que se hace visible, sin embargo, es la recíproca in-
fluencia que entre ellos se ejercen. Lo inmediato que aquí se vive
no es Dios, Hombre, Mundo, sino Creación, Revelación, Reden-
ción. En ellas vivimos que somos criaturas e hijos y portadores ere-
yentes-increyentes del Nombre a lo largo y ancho del mundo. Aho-
ra bien, esta inmediatez de la vivencia nos conduce a una relación
inmediata con el Todo en la misma nula medida en que lo hacía
aquella primera inmediatez del conocimiento. El conocimiento lo
tenía en verdad Todo, pero sólo en forma de elementos, sólo en sus
trozos. La vivencia remonta sobre tal paisaje de trozos: está entera
en cada momento. Pero como siempre está sólo en el momento,
aunque está entera, no lo tiene Todo en ninguno de sus momentos.
El Todo, que ha de ser tanto todo como entero, no puede ni cono*
cerse sinceramente, ni vivirse claramente. Sólo el conocer insince-
ro del idealismo, sólo el vivir no claro de la mística pueden llegar
a persuadirse de que lo captan. El Todo tiene que ser captado más
allá del conocimiento y la vivencia, si es que ha de poderse captar
inmediatamente. Tal captación precisamente acontece en la ilumi-
nación de la oración. Ya vimos cómo en ella la ruta se cierra for-
mando el círculo del año y entonces el Todo, al pedirse en la ora-
ción justamente ese cierre, se ofrece inmediatamente a la vista. En
459
esta inmediación última, en la que el Todo realmente llega cerquí-
sima de nosotros, nos está permitido renovar el nombre con cuya
recusación empezamos nuestro camino: el nombre de la verdad.
Tuvimos que rechazar a la verdad que se nos ofrecía, al principio
de la sabiduría, como la guía encargada de conducimos en nuestra
peregrinación por el Todo. Negamos la filosofía, que se apoyaba en
esa fe en la inmediatez del conocimiento respecto del Todo y del
Todo respecto del conocimiento. Ahora, una vez que hemos llega-
do, siguiendo nuestro camino, que nos ha conducido de algo inme-
diato en algo inmediato, hasta la visión inmediata de la Figura, en
nuestra meta encontramos a la verdad como verdad última, que
quiso imponérsenos como verdad primera. En la visión captamos
la verdad eterna. Pero no la vemos, como pretende la filosofía, al
modo del fundamento —que más bien es para nosotros, y sigue
siéndolo, la nada—, sino al modo de última meta. Y al verla allá en
la meta, se nos descubre simultáneamente que ella no es sino la Re-
velación divina que también aconteció para nosotros, los que esta-
mos suspendidos en la mitad, entre el fundamento y el porvenir.
Nuestro en verdad, nuestro sí, nuestro amén, que fue nuestra res-
puesta a la Revelación de Dios, manifiesta ser, en la meta, también
el corazón latiente de la verdad eterna. Volvemos a encontramos
con nosotros: nosotros mismos estamos en mitad de las llamas de
la estrella más lejana de la verdad eterna. No es que encontremos
la verdad en nosotros —rechacemos por última vez la blasfemia fi-
losófica—, no; sino que nos encontramos a nosotros en la verdad.
E l E spíritu (psicológica )
En la verdad
460
talógico del paganismo, sino creación. El renacimiento al sí-mismo
cuando el demon sobreviene sobre el carácter, no es azar, como ha
de parecer desde el punto de vista metaético del paganismo, sino
revelación. El hombre se halla consigo como nacido y renacido. No
debe atreverse a negar ni una cosa ni la otra. *llene que vivir allí
donde está puesto, porque ha sido puesto allá por la mano del Crea-
dor, y no es que haya caído del seno del azar. Tiene que ir a donde
le han enviado; porque esa dirección la ha recibido de la palabra de
la Revelación, y no es una oscura misión que provenga de un cié-
go traspiés del destino. Sitio y dirección, puesto y misión: a ambos,
para que se le vuelvan verdad, tiene que decirles su amén tal y co-
mo los ha recibido, a título de su aquí y su ahora personales, en el
lugar de su vida en que se halla y en el instante decisivo.
La posesión de la verdad
La verificación de la verdad
* Sal 16, 5.
** Se cita el canto inicial de la oración matutina, basado en el salmo 16.
461
reconociendo, sin embargo, por la verdad eterna la porción a la que
uno se atiene. Así tiene que ocurrir, porque de lo que aquí se trata
es de lo eterno. En lo eterno se celebra el triunfo sobre la muerte,
que es devorada por él. En la procesión triunfal se exhiben las ar-
mas rotas de la muerte. La muerte había querido segar toda vida,
de modo que no viviera hasta el final eterno. Había hecho alarde de
que el final sólo puede siempre morirse. En el pueblo eterno se le
opuso victoriosamente que el final puede también vivirse. Al sega-
dor se le rompe la guadaña. La muerte había cabalgado todos los
caminos y había hecho alarde de que ir por ellos sólo puede ser pa-
sar. El camino eterno se empieza y no pasa, pues cada paso vuelve
siempre a acontecer desde su principio. Al caballero se le rompen
los flancos de su jamelgo. La muerte había hecho mofa de la ver-
dad por estar ligada a un miserable trozo de realidad, lo que ya la
recusa como tal verdad. Luego todo tiene que sometérsele. Pero he
aquí que ahora ondea ante ella la bandera de una verdad que es co-
nocida y confesada por eterna al ser verificada como propia, reci-
bida, concedida; al ser, pues, parte y porción que, en vez de recu-
sar a la verdad toda y entera, la verifica. La mera parte se ha vuel-
to «mi porción eterna». Al esqueleto se le quiebra en el rostro la
mueca de sarcasmo, tan segura de su victoria, y se inclina ante la
sentencia eterna*.
# Apenas cabe dudar de que se alude al grabado de Durero Ritter, Tod und Teufel.
462
to el ahora pueden ambos habitar tanto en el suelo común como en
la vida singular. Es su inseparabilidad la que garantiza a la planta
individual que de veras está hondamente arraigada en el terreno.
Luego es doble la posibilidad de verificar la verdad. Y en esta do·
ble posibilidad volvemos a encontramos con la oposición, que ya
expusimos en los dos libios precedentes, entre el fuego del núcleo
y los rayos que irradian; sólo que esta vez no la encontramos como
si los que se oponen estuvieran uno junto al otro, sino que aquí se
entrelazan uno en otro en un enredo que, ciertamente, no se vive,
pero sí puede verse. No se vive, pues hemos reconocido que lo su-
premo sólo se le concede al hombre volviéndose parte. Pero se ve.
La vivencia de la verdad
463
que verdad. Para Dios es vivencia. «Dios es la verdad» significa
que El la porta en sí, que ella es su parte. El amén del hombre, con
el que éste verifica su participar de la verdad —la cual, como toda
la verdad entera, sólo es la parte de Dios—, es exactamente el re-
frendo por el que confirma como su parte y su oficio, a título de
servidor fiel, el documento que ha escrito el Señor de la verdad. A
la verdad, que es el sello de Dios, le corresponde, como sello del
hombre, el en verdad, el am én. El puede y debe decir en verdad, sí,
amén. Le está prohibido poner peros y condiciones. El si condicio-
nal es en su boca una palabra perversa, de modo que está en su de-
recho a rehusar responder a interrupciones y preguntas morales
sesgadas del estilo de las que comienzan por «¿qué harías tú si...?».
Con saber lo que tiene que hacer cuando alguno de esos síes se le
vuelva a sí entonces, debe bastarle. El si, como palabra de la verdad
toda y entera, es privilegio de Aquel ante quien eternamente se
transforma en a sí entonces. Sólo en Dios, sólo en esta su constan-
te transmutación en a sí entonces, le es lícito al hombre osar poner
sus ojos en el si. Y aun en este caso, con la conciencia de que no es
asunto suyo preocuparse por el si. Su ámbito sigue siendo el a sí en-
tonces, y su palabra, el amén.
464
trañas de Abraham, escucharon la llamada de Dios y respondieron
con su A quí estoy*. El individuo nace desde entonces como judío,
y no necesita llegar a serlo en cierto momento decisivo de su vida
de individuo. El instante de la decisión, el gran ahora, el milagro
del renacer están antes de la vida individual. En la vida individual
sólo están el gran aquí, el punto donde se está, la perspectiva, el
puesto, la casa y el círculo, en suma: todo cuanto se le da al hom-
bre en el secreto y el misterio del primer nacimiento.
* Gén 22,1.
465
de que nacieran, por el nacimiento de Cristo; del mismo modo que,
a la inversa, el judío posee y lleva consigo su ser judío ya desde su
propio nacimiento, ya que el hacerse judío se le quitó en tiempos
pasados, en la historia de Revelación del Pueblo.
466
diéndoseen lo exterior, dispersándose, andando caminos separados
que sólo se reúnen más allá del espacio exterior, ya enteramente re-
corrido, del antemundo; el fuego, en cambio, concentrando y con-
densando en sí mismo, en el juego estremecido de su llama, la rica
variedad de la existencia, formando de esta manera los contrastes
de la vida interior. Contrastes que también se resuelven sólo allí
donde la llama se apaga porque el mundo, abrasado, ya no le ofre-
ce más materia combustible. La vida de las lenguas del fuego mué-
re en lo que es ya más que vida humana y mundana: la vida divina
de la verdad. Porque es de ésta, de la verdad, de lo que para nos-
otros se trata, y ya no de la escisión del camino en el mundo visi-
ble, ni de los contrastes y las oposiciones interiores de la vida.
Ahora bien, la verdad siempre aparece sólo al final. El final es su
lugar. No vale la verdad para nosotros como cosa dada, sino como
resultado. Pues para nosotros ella es una totalidad integral. Sólo
para Dios es parte. Para El no es la verdad resultado, sino que está
dada; a saben dada por El. Es don. En cambio, nosotros siempre la
vemos nada más que al final. Por esto ahora tenemos que acompa-
ñar hasta el final tanto aquella escisión como estos contrastes y
oposiciones, y no nos es lícito ya damos por contentos con lo que
antes, mientras viajábamos por la experiencia, nos encontrábamos:
la vida y el camino.
E l camino cristiano
El camino se dividía triplemente, conforme a las tres figuras
que tomaba el Todo que se nos rompió en pedazos. Dios, Mundo,
Hombre, estos tres elementos que la razón no puede rimar entre
ellos, los abarcaba el camino de rayos irradiando de la cristiandad,
y al ir siendo clavados a la cruz los viejos dioses, el viejo mundo,
el viejo Adán por doquiera que los apóstoles del cristianismo in-
traducían en la cristiandad un pedazo del Todo, los que habían na-
cido en el paganismo volvieron a nacer en el cristianismo a un nue-
vo Dios, un nuevo Mundo, un nuevo Hombre. Sólo como carteles
en lo alto de las tres cruces seguían estando las oscuras designa-
ciones escritas por manos paganas, y en ellas la cristiandad leía el
sentido revelado que le era propio: el Dios oculto, el Hombre en-
cerrado, el Mundo encantado.
E l D ios espiritualizado
El Todo del Dios oculto lo manifestaron los caminos del Padre
y del Hijo. Eran rayos que salían de la Estrella de la Redención, pe
467
ro irradiaban divergiendo y parecían querer constituirse en la opo-
sición de dos personas. Ante ella sucumbió una y otra vez el paga-
nismo con su fundamental indeterminación; pues cada nueva inde·
terminación quedaba siempre enredada en la alternativa, en el o
bien esto, o bien lo otro permanentemente abierto: los fundamen-
tos objetivos y mundanos que podían llevar a la creación de nue-
vos dioses, eran absorbidos por la fe en el Padre, y los fundamen-
tos humanos y personales lo eran por la fe en el Hijo. Realmente,
pues, el paganismo llegaba al final de su sabiduría; pero pareció
que el cristianismo sólo alcanzaba la victoria sobre él adecuando a
él su concepto de Dios, de modo que compró el final de la sabidu-
ría pagana sólo al precio de la maldición de tener que permanecer
perdurablemente en el principio del camino. En el concepto del Es-
pfritu, que procede de ambos, del Padre y del Hijo, significó el
punto en que ambos, Padre e Hijo, vuelven a encontrarse, más allá
del camino, cuando el mundo se haya reunido bajo esa cruz. La
adoración de Dios en espíritu y verdad, la promesa de que el Espí-
ritu guiará a la cristiandad: en ellas se apaga el impulso pagano al
que hubo de acomodarse el credo cristiano para ganar a los paga-
nos. Se apaga, pero para dejar sitio, por cierto, a un nuevo peligro:
a una divinización del espíritu o, mejor, a una espiritualización de
Dios que, por el espíritu, se olvidara del propio Dios, y en cuya vi-
sión de esperanza se perdiera la fuerza viva de Dios, que crea y
suscita vida sin someterse a cálculos; una espiritualización de Dios
que, borracha de esperanza de verlo y de plenitud del espíritu, per-
diera el contacto con el mundo que crece en constante crecida y
con el alma que se renueva en la fe. La Iglesia oriental, que, fiel a
su origen en Juan y en los Padres griegos, tomó sobre sí el trabajo
de convertir a la sabiduría, muestra en adelante la gran imagen de
este peligro de la espiritualización de Dios: la huida de un mundo
anárquico y un alma caótica, para refugiarse en la esperanza y la
visión.
E l hombre divinizado
468
rango, o según la pasajera emoción del momento —amor, odio—.
Pero todas las notas duraderas eran aniquiladas por el indestructi-
ble carácter del sacerdote —que lo separaba del laico—, y las tor-
mentas emocionales del instante se quebraban en el santo: en su
grande y siempre nueva pasión del amor. Ante el peso de aquella
forma, la plétora de las formas paganas perdió su peso y su impor-
tanda; ante la magnitud de esta pasión desaparecía y se hacía nada
el capricho de las pasiones paganas. Pero permanecía la oposición
que había calmado, apoderándose de él, el vértigo pagano de lo hu-
mano. Los que habían sido reducidos al silencio continuaban en
pugna mutua. Entre la forma y la libertad, entre el sacerdote y el
santo quedó, por lo que hace al todo de la humanidad, tan sin fir-
marse la paz como entre la unidad de la forma y la muchedumbre
de las figuras, y entre la unidad de la libertad y las pasiones. Tam-
bién en este caso la unión sólo se insinúa allí donde los dos cami-
nos se vuelvan a encontrar, más allá de todo camino, para congre-
gar bajo esa cruz a la humanidad. Desde allá se insinuaba la ima-
gen del que había dicho a la cristiandad: Yo soy la verdad*. El Hi-
.jo del Hombre era el único cuyo sumo sacerdocio no había padecí-
do bajo la figura del siervo, y cuya humanidad, por otra parte, no
había sido menoscabada por su divinidad. Y así, con la vista pues-
ta en esta imagen de alguien que es verdadero hombre y verdadero
Dios, siguiendo tras él, marcharon juntas en campaña de conquista
por el país del alma las figuras, siempre separadas, del sacerdote y
el santo. Entonces el hombre, que seguía estando paganamente di-
vidido en esa doble figura y en todas las escisiones que ella rein-
trodujo en el alma, pudo, siquiera en el seguimiento y la esperan-
za, conformarse según la imagen anhelada de la unidad del cora-
zón. Pero cuando parece que ante la imagen del Hijo del Hombre
se concilia la última disputa pagana del alma —al menos, en el an-
helo y la esperanza de la unidad del corazón—, vuelve a amenazar
un nuevo peligro: el de una divinización del hombre y una huma-
nización de Dios que se olvide, por el hombre, de Dios mismo y se
arriesgue a perder la fe sencilla en el Dios suprahumano y el amor
—que se goza en sus obras— al mundo necesitado de configura-
ción; que amenace con perderlos por el anhelo creyente de volver
a sumergirse en el tranquilo pozo donde tienen su fuente las múlti-
pies corrientes del alma. La Iglesia del Norte, que, fiel a su origen
en Pablo y los Padres alemanes, tomó sobre sí el trabajo de la con-
versión de lo anímico, del poeta en el hombre, muestra en adelan-
te la gran imagen de este peligro de la humanización de Dios que
diviniza al hombre: la huida de un mundo dejado sin alma y del Se-
* Jn 14,6.
469
ñor de los espíritus* en toda carne, para refugiarse en el tranquilo
rincón del anhelo y en el propio corazón.
E l mundo divinizado
470
confianza desaparezca por la reunión, amorosamente activa, de lo
que está separado en el mundo, hasta formar el edificio uno y uni-
versal del Reino. La Iglesia del Sur, que, fiel a su origen en Pedro
y los Padres latinos, tomó sobre sí el trabajo de la conversión del
orden legal visible del mundo, muestra en adelante la imagen de
este peligro de una mundanización de Dios que diviniza al mundo:
la huida de la libertad del alma, en la que no se confía, y del Dios
que reina sin que se pueda investigar sus caminos, para refugiarse
en la acción del amor, que conserva el mundo, y en la alegría por
la obra real que se ha llevado a cabo.
471
sólo ofrece incompletamente— una fluida conexión que vuelva a
elevar a unidad a estas tres cosas separadas. Antes de fijarnos en
este último saber acerca de los rayos que irradian afuera, regrese-
mos a la perspectiva de la incandescencia con que arde en sí mis-
ma la llama del fuego.
La vida judía
472
miento sólo puede alcanzar como cosa, justamente, extrema; sino
algo íntimo: una sencilla unidad íntima. En absoluto algo supremo,
sino la conciencia de Dios de la cotidianidad judía. Tan no es algo
supremo y último, que, por el contrario, se trata de algo muy es-
trecho. Toda la angostura de la conciencia judía inmediata e inge-
nua está en este poder olvidar que aún hay algo más en el mundo,
e incluso que hay, en general, un mundo, además del mundo judío
y de los judíos. Dios nuestro y Dios de nuestros padres... En el ins-
tante en que así invoca a Dios, ¿qué se le da al judío de que este
Dios, como él mismo sabe bien y está diciendo a cada paso, sea el
«rey del mundo», el Dios uno del porvenir? En esta invocación se
siente del todo a solas con El, en el más estrecho círculo, y ha per-
dido la conciencia de todos los demás círculos más amplios. Y no
es porque lo tenga tal como El se le reveló, y por ello, haya dejado
fuera su ser el Creador. No: el poder creador está plenamente pre-
sente, sólo que el Creador se ha estrechado hasta convertirse en el
Creador del mundo judío, y la Revelación sólo ha ocurrido para el
corazón judío. El paganismo abarcado por los caminos irradiantes
de la cristiandad, que divergen para luego convergir en uno, ha
quedado ahora a la espalda, se ha dejado enteramente fuera. El ar-
dor ardiendo hacia dentro nada sabe de la oscuridad que rodea por
de fuera a la Estrella. El sentimiento judío ha concentrado aquí, en
el espacio familiarísimo entre Dios y su Pueblo, la Creación y la
Revelación.
E l hombre de la elección
473
constatamos en la originaria e íntima invasión del hombre pagano
encerrado en sí hasta el hombre abierto y resuelto de la Revelación
—el polo de la experiencia absolutamente propia del amor divino
y el polo de la realización entregada del amor en la santidad de la
transformación—, el resto presenta simultáneamente los dos: la
aceptación del yugo del mandamiento* y la aceptación del yugo
del Reino de los cielos. Si el Mesías viene hoy, el resto está prepa-
rado para recibirlo. Pese a la historia entera del mundo, la historia
judía es la historia de este resto, respecto del cual vale siempre la
palabra del profeta: «él permanecerá»**. La historia del mundo
trata toda ella de la expansión. El poder es el concepto fundamen-
tal de la historia, debido a que en el cristianismo la Revelación em-
pezó a extenderse por el mundo; de modo que toda voluntad de ex-
pansión, incluso la que tiene conciencia de no ser más puramente
mundana, se ha vuelto, inconscientemente, servidora de este gran
movimiento expansivo. El judaismo es lo único en el mundo que se
conserva a sí mismo por resta, por estrechamiento, por la forma-
ción de restos siempre renovados. Esto es ya verdad, en lo extemo,
a propósito del constante declive exterior. Pero también es verdad
dentro del propio judaismo. Constantemente está separando de sí lo
no judío, quitándoselo, para crear restos siempre nuevos de lo orí-
ginariamente judío. Se adapta siempre en lo exterior, para poder
siempre volverse a cribar hacia dentro de sí. No hay grupo, ni di-
rección, ni apenas individuo en el judaismo que no considere que
su modo de prescindir de lo secundario para conservar el resto es
el único verdadero, y que no se tenga a sí mismo, en consecuencia,
por el verdadero resto de Israel. Y lo es. En el judaismo el hombre
siempre es, en cierta manera, resto. Siempre, en cierta manera, es
el que queda, algo interior cuyo exterior lo toma y lo lleva el río del
mundo, mientras que él mismo, lo que queda en él, permanece en
pie en la orilla. Algo en él espera. Y él tiene en sí algo. A qué es-
pera y qué tiene, cabe que lo llame con nombres distintos, y que
muchas veces apenas pueda ni nombrarlo. Pero en él hay el sentí-
miento de que ambas cosas, ese tener y ese esperar, están reunidas
del modo más íntimo. Este es, precisamente, el sentimiento del res-
to que tiene la Revelación y espera la Salvación. Las extrañas pre-
guntas que, conforme a la tradición, le hará un día al judío el divi-
no Juez, señalan las dos caras de este sentimiento. La primera,
«¿has concluido una proposición de otra?», quiere decir: ¿ha esta-
do viva en ti la conciencia de que todo cuanto te podía ocurrir es-
taba ya dado de alguna manera, antes de que tú nacieras, en el don
* Misná: B erajot 2 ,2 .
** Is ü , 11.
474
de la Revelación? Y la segunda, «¿has esperado la salvación?»,
quiere significar la orientación a la venida porvenir del Reino que
desde el nacimiento va en nuestra sangre*. En este sentimiento do-
ble y uno es, pues, en donde el hombre se ha estrechado en hom-
bre judío. El paganismo abarcado por los caminos de la Cristian-
dad, que parten divergiendo para al final confluir, vuelve a quedar
fuera, en la oscuridad. El judío está solo consigo. El porvenir, que
tan fuertemente suele gravar su alma, ha quedado aquí en paz. En
el sentimiento de ser el resto, su corazón está perfectamente unifí-
cado en sí mismo. El judío, ahora, es solo-judío. La Revelación que
le acaeció y la Redención a la que está vocado, han venido ambas
a verter sus aguas en el estrecho espacio entre él y su pueblo.
E l mundo de la Ley
475
sente, modernísima, vestida de alguna utopía adecuada a los tiem-
pos, se encuentra en hondo contraste con la cristiana anarquía del
poder y querer dejarse sorprender, que distingue al cristiano con-
vertido en político del judío convertido en utopista, y que da a és-
te su mayor energía subversiva, y a aquél, su mayor aptitud para el
buen éxito. El judío piensa siempre que lo que hay que hacer es dar
más y más vueltas a su doctrina de la Ley, porque terminará por ha-
liarse que todo está ya en ella*. Al paganismo, abarcado por los ca-
minos de la cristiandad, la Ley le vuelve la espalda: ni sabe, ni
quiere saber nada de él. Se atrinchera en la idea del tránsito de es-
te mundo al mundo futuro, en la idea del tiempo mesiánico, que
pende sobre la vida como un hoy que eternamente se espera; y los
hace cosa cotidiana y trivial en la Ley. Cuanto más perfecto es el
cumplimiento de la Ley, más decrece la seriedad de ese tránsito,
pues su cómo ya consta. Y cabe ahora que la vida del piadoso, co-
mo la de Dios, según la leyenda, se consuma en el aprendizaje, ca-
da vez más perfecto, de la Ley. Su sentimiento toma en uno al mun-
do entero, tanto al creado para que exista, como al que hay que do-
tar de alma —el que crece hacia la Redención—, y lo vuelca en el
espacio hogareño y familiar que hay entre la Ley y su pueblo —el
Pueblo de la Ley— .
476
mo Revelador, vuelve su rostro, en definitiva, al hombre puramen-
te en tanto que tal. Había desprecio del mundo en que el judío se
sintiera resto y, por tanto, el hombre verdaderamente creado en los
orígenes a imagen y semejanza de Dios y que ha persistido espe-
rando el fin en la pureza primitiva; y que, además, se retrae del
hombre al que aconteció, precisamente en su dureza olvidada de
Dios, la Revelación del amor divino, y que es el hombre que tiene
ahora que poner en práctica ese amor trabajando en la obra ilimi-
tada de la Redención. Y se daba muerte al mundo, en fin, cuando
el judío, en posesión de la Ley que le ha sido revelada y que en su
espíritu se ha hecho carne y sangre, osaba dar reglas —y aun ya so-
lamente creer que estaba autorizado a juzgar— a la existencia que
se renueva a cada instante y al crecimiento silencioso de las cosas.
Estos peligros, los tres, son las necesarias secuelas de la interiori-
dad que da la espalda al mundo, del mismo modo que los peligros
del cristianismo son los del autoextrañamiento vuelto hacia el
mundo. Al judío le es necesario este acorazarse. Acorazarse es el
último paso de la re-cordación, del enraizamiento en el propio sí-
mismo del que extrae la fuerza de la vida eterna; así como aquella
volatilización es para el cristiano la consecuencia necesaria de su
salida, de su viaje sin trabas por el camino eterno.
477
Nace, ciertamente, judío, pero la «judaidad» es algo que ha de ga-
narse en la vida, que ha de vivirse. Plenamente patente a la vista en
todos sus rasgos sólo llega a ser lo judío en el judío anciano. Para
nosotros, su tipo es tan característico como lo es para los pueblos
cristianos el tipo del joven. Pues al cristiano la vida cristiana lo
desnacionaliza, mientras que al judío la vida judía lo va introdu-
ciendo cada vez más profundamente en su índole de judío.
478
su patente sentido literal se oculta un sentido secreto, que no ex-
presa sino la esencia del mundo; de tal modo que para el judío el
libro de la Ley puede en cierta manera reemplazar al libro de la Na-
turaleza, o quizá, al cielo estrellado que los hombres creían en
otro tiempo que podían leer lo terrenal en signos comprensibles.
Esta es la idea básica de innumerables leyendas con las que el ju-
daísmo amplía al mundo entero el mundo aparentemente estrecho
de su Ley, y por otra parte, vislumbra en este mundo ya el mundo
futuro, toda vez que lo encuentra prefigurado en su Ley. Se echa
mano de todos los medios de interpretación, y naturalmente, sobre
todo de los que se pueden aplicar sin límites: los juegos numéricos
y la lectura de las letras según su valor numeral. ¿Por dónde po-
dríamos empezar, si se nos pide ejemplos? Las setenta víctimas sa-
crifíciales de la fiesta de las Cabañas* representan a los setenta
«pueblos del mundo» que enumera la leyenda** siguiendo la tabla
de las genealogías del Génesis***. El número de los huesos del
cuerpo humano***** se asocia al valor numérico de un pasaje del
libro de oraciones, de manera que se cumplan las palabras del sal-
mo y todos los huesos alaben al Eterno. En las palabras con las que
se narra el final de la Creación****** se oculta el Nombre revela-
do de Dios. Si continuamos, no terminaríamos jamás. Pero el sen-
tido de esta interpretación de la Escritura que le parecerá extraña y
hasta ridicula a quien la contemple sin estar habituado a ella, no es
sino que toda la Creación se intercala entre el Dios judío y la Ley
judía, con lo que ambos, tanto Dios como su Ley, prueban ser tan
omni abarcantes como la Creación.
E l exilio de la Shejiná
479
do creada antes del mundo* y el mundo, por su parte, ha sido ere-
ado por mor de la Torá**, se había vuelto la Ley, para el sentí-
miento judío, más que la mera Ley judía, y se la podía sentir como
el pilar en que se apoya el mundo, de modo que la representación
de que el propio Dios aprende su Ley alcanzaba entonces un sentí-
do suprajudío y universal; así también adquiere ahora el orgullo del
resto de Israel una significación universal con la representación de
la Shejiná. En efecto, los sufrimientos de este resto, su separarse
constante, su constante tener que segregarse, ahora se toman sufrí-
miento por Dios, y el resto es el portador de este sufrimiento. La
idea del exilio de la Shejiná, de la dispersión por el mundo de las
chispas de la luz divina originaria***, proyecta entre el Dios judío
y el hombre judío toda la Revelación y, con ello, ancla a ambos, a
Dios y al Resto, en toda la profundidad de la Revelación. Lo que
tenía lugar en la mística de la Creación por medio de la múltiple
importancia y los múltiples sentidos de la Ley —la ampliación del
judaismo a la universalidad—, tiene ahora lugar, en esta mística de
la Revelación, por medio de la honda comprensión de que en la en-
trega de Dios a Israel se vislumbra un sufrimiento divino que pro-
píamente no debería ocurrir; mientras que en la autosegregación de
Israel como Resto se vislumbra, a su vez, un volverse Israel mora-
da del Dios exiliado. Este divino sufrimiento es justamente lo que
caracteriza la relación de Dios e Israel como una relación estrecha,
y hasta como algo demasiado estrecho: Dios mismo, al venderse a
Israel y sufrir con él su destino —y ¿qué sería más natural que hi-
ciera el «Dios de nuestros padres»?—, se hace a sí mismo necesi-
tado de redención. Así, la relación entre Dios y el Resto señala, en
este sufrimiento, a más allá de sí misma.
La unificación de D ios
Ahora bien, entonces la Redención tendría que acontecer en la
relación entre Resto y Ley. ¿Cómo se piensa esta relación? ¿Qué
significa para el judío el cumplimiento de la Ley? ¿Qué es lo que
piensa a propósito de ello? ¿Por qué la cumple? ¿La cumple por la
recompensa en los cielos? No seáis como siervos, que sirven a su
señor por la paga****. ¿Por el contento terrenal? No digas «no me
gusta la carne de cerdo», sino di: «me gusta, pero mi Padre de los
cielos me la ha prohibido»*****. No, el judío cumple los infinitos
* Talmud: Pesajim 54a.
** Talmud: Shabbat 88a, en referencia a Gén 1,31.
··* S e trata de ideas esenciales de la Cábala.
*»** Misná: PirkéAvot 1, 3.
***** Mickás Sifrá a Lev 20 ,2 6 .
usos y preceptos «por la reunión del Dios santo y su Shejiná». Con
esta fórmula dispone su corazón «en la veneración y el amor», él,
el individuo, el resto, para cumplir «en nombre de todo Israel» el
mandamiento que le obliga1״. La Gloria de Dios, dispersa por el
mundo entero en chispas innumerables, va él a reuniría de su dis-
persión y a reconducirla un día a la casa del que se despojó de su
gloria. Cada uno de sus actos, cada cumplimiento de una ley, rea-
liza un pedazo de esta unificación. A la confesión de la unidad de
Dios la llama el judío unir a D ios. Porque esta unidad la hay en su
devenir: es devenir unidad. Y tal devenir le adviene al alma y está
en manos del hombre. El hombre judío y la Ley judía: lo que entre
ellos pasa no es sino el paso de la Redención, que implica a Dios,
al Hombre y al Mundo. En la fórmula con que se abre el cumplí-
miento del mandamiento y queda sellado como un acto de traer la
Redención, resuenan de nuevo por separado los elementos singula-
res, tal como han entrado en este Uno final: el D ios santo, que dio
la Ley; la Shejiná que El*separó de sí para entregarla al resto de Is-
rael; la veneración con que este resto se hizo a sí mismo morada de
Dios; el amor con que luego se dispuso a cumplir la Ley él, el in-
dividuo, el yo que cumple la Ley, pero «en nombre de todo Israel»
—que fue a quien se dio la Ley y que fue creado por la Ley—. To-
do lo más estrecho se ha ampliado al conjunto entero, al todo; no,
mejor es decir que se ha redimido para la unión del Uno. El des-
censo a lo más interior manifestó ser ascenso al Altísimo. Lo sólo-
judío del sentimiento se esclarece como verdad que redime el mun-
do. En la angostura más última del corazón judío resplandece la
Estrella de la Redención.
481
dad. Pero esos rayos se unen en tres puntos separados: en verdade-
ros puntos finales que son, asimismo, metas del sentimiento. Tales
puntos ya no se pueden unir entre ellos. La mística ya no tiende
puentes entre estas perspectivas extremas, máximamente exterio-
res, del sentimiento. Que Dios es Espíritu está, sin vínculos con
ello, al lado de que Dios es todo en todo, y también al lado, sin vín-
culos, junto a que el Hijo, que es el camino, también es la verdad.
La idea de creación no media en la primera de estas desconexiones,
ni la de revelación media en la segunda. En todo caso, una cierta
relación, que, sin embargo, se queda en imagen y no viene a parar
a la unidad del sentimiento, se establece en imágenes mitológicas
como la del Espíritu que se cierne sobre las aguas y la efusión del
Espíritu en el bautismo de Juan*. Sólo hay un puente tendido entre
los dos últimos pensamientos, o sea, entre la divinidad del Hijo y
la promesa de que Dios será todo en todo. El Hijo —enseña el pri-
mer teólogo de la nueva fe— entregará un día al Padre su autori-
dad, cuando todo se le haya sometido, y entonces Dios será todo en
todo. Pero inmediatamente se ve que se trata de un teologúmeno.
Para la piedad cristiana carece de significado, porque esboza un fu-
turo lejano, lejanísimo: trata de las ultimidades, de las últimas co-
sas, y expresamente les quita toda influencia sobre el tiempo, pues
todavía ahora, y en todo tiempo, la autoridad corresponde al Hijo,
y Dios no es aún todo en todo. Esboza una eternidad en el absolu-
to allende. Por ello mismo, esta proposición no ha tenido en la his-
tona de la cristiandad jamás otra importancia que la de, precisa■·
mente, un teologúmeno, un pensamiento. No ha sido, ni podía ser-
lo, un puente por el que el sentimiento pudiera moverse y pasara de
una orilla a la otra. Las orillas estaban para ello demasiado desi-
gualmente configuradas: una era demasiado exclusivamente tem-
poral, y la otra, demasiado exclusivamente eterna. Había, cierta-
mente, la idea dé que el Hijo del Hombre abdicaría un día de su au-
toridad; pero eso no cambia nada en el hecho de que sea diviniza-
do en el tiempo. Había, ciertamente, la idea de que un día Dios se-
rá todo en todo; pero eso no cambia nada en el hecho de que se le
conceda muy poca influencia en el día a día de esta temporalidad
en que es señor El que está por El. El sentimiento no cruza por los
arcos de este puente. Aquí y por doquier se mantiene en los puntos
aislados hacia los que concentró su último impulso desbordante. El
impulso no pudo pasar más allá de estos puntos de concentración y
de llegada. El cristianismo ha producido mística espiritualista, in-
dividualista y panteísta. No ha habido relación entre ellas. El sen-
timiento se puede satisfacer en cada una de las tres. Y cada una de
482
ellas se corresponde, efectivamente, con una figura propia de la
iglesia, y ninguna de estas figuras es hecha superflua por las otras
dos. En todas ellas el sentimiento llega hasta su meta. Y le es líci-
to hacerlo. Pues allá donde él llega a su meta, un trozo del ante-
mundo se renueva muriendo y resucitando. Muere el mito, y resu-
cita en la adoración en el Espíritu; muere el héroe, y resucita en la
palabra de la Cruz; muere el cosmos, y resucita en el todo uno y
universal del Reino. Que cada una de estas tres cosas significa en
sí una volatilización de la verdad, o, dicho con más precisión, que
Dios es Señor de los espíritus, pero no Espíritu; que es dispensador
de los dolores*, pero no Crucificado; que es Uno, pero no Todo en
todo: ¿quién querrá objetar así a una fe que emprende victoriosa su
camino por el mundo y ante la que no resisten los dioses de los
pueblos —el mito nacional, el héroe nacional, el cosmos nació-
nal—? ¿Quién será el que así le objete?
E l sentido de la desavenencia
483
no, o en el Mundo divino. Entre estos sentimientos ya no circula el
río circular de los actos. Están ya más allá de todo acto. Desde lúe-
go, tal volatilización del sentimiento es necesaria: tan necesaria co-
mo su angostura lo era en el judío. Sólo que ésta se resuelve final-
mente en la propia vida judía, en el sentido, redentor del mundo, de
una vida en la Ley. Pero aquélla, la volatilización, ya no se resuel-
ve en vida alguna, porque ella misma es ya un extremo de la vi-
vencía y el vivir.
484
cristianismo meramente el Libro; o mejor dicho, se lo presta mera-
mente el Libro porque no es meramente un libro, sino porque su ser
más que eso está vitalmente testimoniado por nuestra vida. El Je-
sus histórico ha de quitar siempre de debajo de los pies del Cristo
ideal el pedestal en que querrían ponerlo sus adoradores filosóficos
o nacionalistas; ya que una idea termina por aliarse con cualquier
sabiduría y cualquier oscuridad particular, para prestarles su propio
halo de santidad. En cambio, el Cristo histórico, Jesús el Cristo, en
el sentido del dogma, no está en un pedestal, sino que va realmen-
te caminando por el mercado de la vida y fuerza a la vida a sere-
narse bajo su mirada. Lo mismo sucede con el Dios «espiritual» en
quien creerían muy a gusto y muy fácilmente todos los que se asus-
tan de creer en el Dios «que ha creado el mundo para regirlo». Ese
Dios espiritual es, en su espiritualidad, un interlocutor muy agra-
dable, que nos ha dejado el mundo —que, desde luego, no es «pu-
ramente espiritual», y por lo tanto, no es suyo, sino del diablo—
para que dispongamos de él Ubérrimamente. Y en cuanto al mun-
do, con cuánto gusto se querría considerarlo el Todo, para poder
sentirse entonces uno mismo, en lugar de su centro responsable en
tomo al cual todo gira y el pilar sobre cuya firmeza se apoya el
mundo, soberanamente irresponsable, «una mota de polvo en el
Todo».
485
nos. Nuestra existencia les garantiza su verdad. Por ello, desde el
punto de vista cristiano hace perfecta consecuencia que Pablo deje
estar a los judíos hasta el final, hasta que «la muchedumbre de los
pueblos haya entrado»*; o sea, hasta el instante en que el Hijo de-
vuelva al Padre la autoridad. Este teologúmeno proveniente de los
mismos comienzos de la teología cristiana expresa lo que estába-
mos explicando: que el judaismo, con su eterna supervivencia a
través de todos los tiempos, el judaismo del que se da testimonio
en el «antiguo» Testamento y que engendra vitalmente a éste, es el
núcleo uno de cuyo fuego se alimentan invisiblemente los rayos
que en el cristianismo irrumpen, visibles y escindidos en muchos,
en la noche del antemundo y el inframundo paganos.
E l sentido de la verificación
* Rom 11,25. *
486
visión inmediata de la verdad entera sólo se le da al que la ve en
Dios. Pero esta visión es de más allá de la vida. La visión viva de
la verdad, una visión que es a la vez vida, sólo se nos va abriendo
a medida que nos hundimos en nuestro propio corazón judío; e in-
cluso en él, sólo en imagen y reflejo. A ellos les está vedada la vi-
sión viva por mor de la ejecución viva de la verdad. Y, así, los dos,
ellos y nosotros, nosotros y ellos, somos criaturas, justamente por-
que no vemos la verdad entera. Precisamente por eso permanece-
mos en los límites de la mortalidad. Precisamente por eso perma-
necemos. Y queremos permanecer. Queremos vivir. Dios hace pa-
ra nosotros lo que queremos, mientras lo queremos. Mientras nos
aferramos a la vida, nos da la vida. D e la verdad nos da tanta cuan-
ta podemos llevar como criaturas vivas: nuestra porción*. Si nos
diera más, si nos diera su parte, la verdad entera, nos sacaría de las
fronteras de la humanidad. Pero mientras no lo hace, tampoco no-
sotros lo ansiamos. Nos aferramos a nuestra condición de criaturas.
No la abandonamos gustosos. Y nuestra condición de criaturas es-
tá condicionada por el hecho de que sólo tenemos parte, de que só-
lo somos parte. La vida celebraba el último triunfo sobre la muer-
te en el verdaderamente, amén con el que la vida verifica que la
verdad propia, que se le ha concedido y ella ha recibido, es su por-
ción en la verdad eterna. En este en verdad la criatura se aferra a la
porción que le fue concedida. En este en verdad, es criatura. Este
amén pasa como un secreto silencioso por toda la cadena de los se-
res. En el hombre adquiere lenguaje. Y en la Estrella arde con exis-
tencia visible y que a sí misma se ilumina. Pero permanece siem-
pie en los límites del ser criatura. Ahora bien la verdad misma es
quien dice en verdad, amén, cuando entra a la presencia de Dios.
Dios mismo, en cambio, no dice ya en verdad. El está más allá de
cuanto puede llegar a ser parte; está, incluso, por encima del todo
entero, que, ante El, sólo es parte. Por encima del todo entero, El
es el Uno.
La verdad de la eternidad
487
principio. Que Dios creó, esta palabra primera de la Escritura, gra-
ve de presagios, no pierde su fuerza hasta que todo está cumplido.
Antes, no vuelve Dios a llamar a su seno a esta primera palabra que
partió de Él. Vimos ya a la verdad eterna hundirse en la revelación
del amor divino: la Redención no era en todo sino la eterna ejecu-
ción del principio, siempre puesto de nuevo por el amor que reve-
la. En el amor lo oculto se volvió revelado. Ahora, este principio
renovado siempre se hunde en el principio, perpetuamente secreto,
de la Creación. Lo revelado se vuelve oculto. Y juntamente con la
Revelación, también la Redención viene a parar ahora a la Crea-
ción. La última verdad es ella misma, tan sólo, verdad creada. Dios
es verdaderamente el Señor. Como tal se reveló en el poder de su
capacidad de crear. Cuando lo invocamos en la luz de la verdad
eterna, es al Creador del principio, al que pronunció el primer «há-
gase la luz», al que invocamos. La medianoche que tras la existen-
cía de la Creación empieza a brillar en eterna claridad de estrellas
ante nuestros ojos cegados, es la misma que pernoctaba, antes de
toda existencia, en el pecho de Dios. Él es verdaderamente el Pri-
mero y el Último. Antes de que nacieran los montes y la tierra se
retorciera en dolores de parto, tú, Dios, eras, de eternidad en eter-
nidad*. Y eras desde la eternidad lo que será por la eternidad: ver-
dad.
* Sal 90,2.
488
PUERTA
El rostro de D ios
489
dención, tal como finalmente se nos manifestó como figura, la re-
conoceremos en la cara divina. En este reconocerla culminará su
conocimiento.
E l Día de Dios
490
segundo Adán, ya llega a ser heredero de la Redención: de una Re-
dención que es suya propia desde lo más antiguo, desde la Crea-
ción, y sólo espera esa apropiación. Es, pues, verdad que, vista des-
de el hombre, la Creación es ya, propiamente, la Redención.
E l tiempo de D ios
Y así se ensamblan con toda precisión las relaciones entre los
tiempos. Pues el hombre fue creado hombre en la Revelación y
quiso y hubo de revelarse en la Redención. Y esta sencilla y natu-
ral relación temporal, en la que el ser creado antecede al revelarse,
funda ahora todo el transcurso del camino eterno por el mundo: la
cronología propia, la conciencia de encontrarse en cada presente
entre el pasado y el futuro y de camino desde aquél a éste. En cam-
bio, la peculiar inversión de la serie del tiempo por lo que hace al
mundo, en la que ya habíamos reparado más de una vez, recibe
ahora confirmación intuitiva. En su creación le acontece al mundo
la vivencia de despertar a la conciencia propia y patente de sí mis-
mo, o sea, a la conciencia de criatura; y es en la Redención cuan-
do propiamente es creado: sólo entonces adquiere firme perdurabi-
lidad, vida consistente, en vez de una existencia siempre nueva, na-
cida con el instante. Esta inversión de la serie del tiempo, donde
para el mundo el despertar precede al ser, funda la vida del pueblo
eterno. En efecto, la vida eterna de éste está constantemente anti-
cipando el final y haciéndolo, así, principio. Con esta inversión
niega el tiempo lo más tajantemente que cabe y se sitúa fuera de él.
Vivir en el tiempo quiere decir vivir entre el principio y el final.
Quien quiera vivir fuera del tiempo —cosa que ha de querer el que
no quiera vivir en el tiempo lo temporal, sino una vida eterna—, el
que quiera tal cosa, tiene que negar aquel entre. Ahora bien, la ne-
gación ha de ser activa para que de ella no resulte meramente un
no-vivir-en-el-tiempo, sino un positivo vivir-eternamente. Esta ne-
gación activa únicamente acontece en la inversión. Invertir un En-
tre quiere decir volver antes su después y después su antes: hacer
principio al final y final al principio. Esto hace el pueblo eterno.
Vive para sí como si ya todo el mundo, como si el Mundo estuvie-
ra acabado y dispuesto. Celebra en sus sábados el cumplimiento sa-
bático final del mundo, y hace de éste la base y el punto de partida
de su existencia. Mas lo que temporalmente sólo sería punto de
partida —la Ley—, la pone como meta suya. No vive, pues, el En-
tre, aunque viva en él naturalmente, realmente de manera natural.
Vive, justo, la inversión del Entre; luego niega la omnipotencia del
Entre y, así, niega el tiempo: el mismo tiempo que es vivido en el
camino eterno.
491
Los dioses eternos
Así, pues, bajo los signos de la vida eterna y del camino eterno
se consolidan las dos perspectivas, desde el punto de vista del
mundo o del hombre, hasta convertirse en figuras ellas mismas vi-
sibles, y entran bajo el signo unitario de la verdad eterna. Con es-
to se simplifica la cuestión de qué orden de las tres horas se exige
para la verdad eterna. Pues como la verdad eterna se ha reconocí-
do como la verdad que estará al final y que se origina al principio
de Dios, se muestra, entonces, que solamente es apropiado para la
verdad última el orden que se expone desde Dios, en el que la Re-
dención es realmente lo último.Y justamente en este orden que par-
te de Dios hallan su morada también los órdenes que parten del
mundo o del hombre, y que parecía que eran asimismo posibles. En
esta morada habitan seguros, como figuras necesarias y visibles,
bajo la autoridad de la verdad eterna, y están autorizados a decirle
su amén. Los dioses eternos del paganismo, en los que éste seguí-
rá viviendo hasta el final eterno; el estado y el arte —el primero, la
imagen idolátrica de los dioses cósicos; el segundo, la de los per-
sonales— quedan encadenados allí por el Dios verdadero. Por mu-
cho que el estado reclame para el mundo el lugar más alto en el To-
do, y el arte haga lo propio en favor del hombre, y por más que
aquél haga que se estanque el río del tiempo en las épocas de la his-
tona del mundo, y éste intente hacerlo derivar al sistema infinito de
canales que son las vivencias; por mucho que hagan todo esto, el
que está sentado en el cielo se burla de ellos*. A sus empeños, que,
por cierto, están en pugna, les opone la tranquila acción de la na-
turaleza creada, en cuya verdad el mundo divinizado queda limita-
do y configurado para la vida eterna, y el hombre deificado se plie-
ga y es enviado al camino eterno; y los dos, pues, el mundo y el
hombre, se hallan en común sometidos a la autoridad de Dios. La
misma lucha por el tiempo, en la que el estado y el arte tendrían
que consumirse mutuamente, porque el estado desea retener su
fluir, pero el arte quiere moverse en él, esta misma lucha se zanja
en la naturaleza que está bajo la autoridad de Dios. En la eternidad
de la vida y en la eternidad del camino tienen el mundo y el hom-
bre sitio, y se hallan divinizados sin estar endiosados.
492
mismo y a nada más que a sí mismo —cuyo paroxismo es la lucha
eterna entre el estado y el arte—, viene el tranquilo poder majes-
tuoso de la verdad divina. Esta, como todo se ha puesto a sus pies
en forma de una única y grande naturaleza, puede muy bien ahora
dar a cada uno su parte, y, así, ordenar el Todo. Mientras el estado
y el arte se pueden considerar cada uno a sí mismo algo omnipo-
tente, tienen razón en reclamar para sí todo: la naturaleza entera.
En la naturaleza ninguno de los dos reconoce más que su m ateria.
Sólo la verdad, limitando tanto al estado como al arte — a aquél,
con la vida eterna; a éste, con el camino eterno—, podía liberar a
la naturaleza de esa doble esclavitud y volver a hacerla una: una
naturaleza reunificada, en la que el estado y el arte pueden tener su
parte, pero no más. Y en cuanto a la verdad, ¿de dónde iba a sacar
la fuerza de ser el pilar que soporta el todo de la naturaleza, sino
del Dios que se da a sí mismo en ella, y sólo en ella, figura? En de-
finitiva, ante la mirada de la verdad no valen ya los Quizá —que,
además, habían desaparecido hace mucho—, pero tampoco los Po-
siblemente. La Estrella de la Redención, en la que la verdad ad-
quiere figura, no gira. Lo que está arriba, está arriba y permanece
estando arriba. Los puntos de vista, las concepciones del mundo y
las visiones vitales, los Ismos de todas las clases, ya no se atreven
a presentarse ante esta última y simple mirada de la verdad. Los
puntos de vista naufragan ante la visión permanente y una; las con-
cepciones del mundo y las intuiciones de la vida pasan en la intuí-
ción una de Dios. Los Ismos cesan ante el oriente del astro de la
Redención, la cual, tanto si se cree en ella como si no, está, en cual-
quier caso, pensada como un hecho, y no como un Ismo. Hay, pues,
un arriba y un abajo no intercambiables y que no se dejan dar un
giro. Y al que conoce no le es lícito decir el Si condicional. Tam-
bién a él lo domina el Así, el Así-y-no-de-otra-manera. Y justa-
mente porque en la verdad hay arriba y abajo, no sólo podemos, si-
no que debemos llamarla el rostro de Dios. Hablamos en imágenes.
Pero las imágenes no son caprichosas. Hay imágenes necesarias e
imágenes contingentes. El hecho de que la verdad no se deja in-
vertir sólo cabe expresarlo en la imagen de un viviente. Pues sólo
en el viviente están ya marcados por la naturaleza, antes de toda
posición y toda reglamentación, un arriba y un abajo. Y, dentro de
los vivientes, allí donde hay autoconciencia despierta de esta mar-
ca: en el hombre. El hombre tiene en su propia corporalidad un
arriba y un abajo. Y como la verdad que se da a sí misma figura en
la Estrella, está a su vez, como la verdad toda y entera, subordina-
da, dentro de la Estrella, a Dios, y no al mundo o al hombre, la Es-
trella tiene que reflejarse en lo que dentro de la corporalidad es
también lo superior el rostro. Luego no es ilusión y locura huma
493
na que la Escritura hable del rostro de Dios y refiera incluso sus
partes una a una*. Es que la verdad no se puede expresar de ningún
otro modo. Sólo al mirar la Estrella como Rostro estamos perfec-
tamente a salvo y por encima de toda posibilidad de posibilidades
y estamos sencillamente viendo.
494
zado en vida a ver el país del anhelo, pero no a pisarlo*, El le se-
lió su vida que terminaba con un beso de su boca**. Tal es el sello
de Dios, y tal es también el sello del hombre.
Lo últim o
Lo primero
* DI 32,52.
** MidráS D euteronom io R ab b á 11, 10.
·· * Ex 33,20.
**·* Sal 89,16.
··*·« Miq 6,8.
495
ciendo metas. La voluntad puede aún sostener, ante cada meta, que
tiene que tomar un poco de respiro. Pero andar con tu Dios en la
sencillez no es ya una meta: es algo tan incondicional, tan libre de
toda condición, de todo Todavía y todo Pasadomañana, es tan en-
teramente Hoy y, por ello, enteramente eterno, como la vida y el
camino; así que participa de la verdad eterna de manera tan inme-
diata como lo hacen la Vida y el Camino. Andar con tu Dios en la
sencillez: lo que aquí se exige es, tan sólo, una confianza plena-
mente actual, presente. Confianza es una gran palabra. Es la si-
miente de la que crecen la fe, la esperanza y el amor*, y es el fru-
to que de ellas madura. Es lo más sencillo y, justamente por
eso, lo más difícil. A cada instante se atreve a decirle a la
verdad amén y en verdad. Andar con tu Dios en la
sencillez: estas palabras están sobre la puerta;
sobre la puerta que lleva fuera del resplan־
dor milagroso y lleno de misterio del
santuario divino, en el que ningún
hombre puede permanecer
con vida. ¿Hacia dónde se
abren las hojas de es-
ta puerta? ¿No lo
sabes? A la
vida.
496
INDICE GENERAL
Introducción................................... .......................................................... 11
1. Noticia de la vida de Franz Rosenzweig........................... 11
2. El judaismo metódico...................................................... 14
3. La cura del sentido común................................................ 18
4. Los elementos................................................................. 24
5. La vía............................................................................. 28
6. Bibliografía esencial........................................................ 34
497
Naturaleza d iv in a........................................................................ 66
Palabra originaria.............................. 67
S ig n o ....................................................................................... 67
Libertad divina............................................................................. 68
S ig n o ....................................................................................... ?0
Vitalidad del D io s ....................................................................... 70
Pal abras originan a s .............................................................. 71
S ig n o ....................................................................................... 73
El olimpo m ític o ......................................................................... 73
Asia: el Dios a-m ítico ................................................................ 75
(.'hiña....................................................................................... 76
Ateísm o prim itivo................................................................ 77
C repúsculo de los dioses............................................................ 78
498
El ethos heroico........................................................................... JJ2
Lincas de la v id a .................................................................. {*־
Leyes del m undo..................................................................... ¡י י
El "hombre antiguo................................................................ J'״
India............................................................................... י
China................................................................. S
Idealismo p n n u tjv o .............................................................. ' 1'
El héroe trágico............................................................................... JJ®
Guilgamesh................................................................................. [*״
La tragedi a áti .................................................................... J *׳
P sy ch é..................................................................................... j2 1
Conceptos estéticos fundamentales: enjundia........................ 122
H1 hombre solitario...................................................................... 24ז
Π
LA RUTA O EL M UNDO SIEM PRE RENOVADO
Introducción............................................................................... ^
D e l a t e ....................................................................................................... ; ’j
La teología del m ilagro................................................................... f”
El m ilagro objeto de fe...................................................... 1■לי
El milagro objeto de la prueba.............................................. ■י ״י
Las tres ilustraciones....................................................................... 14״
L a concepción histórica del m u ndo.......................................... 14 י
Schieierm acher.......................................................................... *34 ^
Teología histórica..................................................................... ,4 ^
Fin de siglo................................................................................. J44
T a re a ..................................................................................................... יי
Nuevo racionalism o........................................................................ ' 4^
Filosofía y teo lo g ía......................................................................... ]4”
Vieja filosofía........................................................................
El filósofo pcrspcciivista......................................................... ' 4ל
El nuevo filósofo................................................................. 14°
499
Teología y filosofía......................................................... 149
Vieja teología............................................................ 149
El teólogo vivencial................................................... 150
El nuevo teólogo....................................................... 150
Gramática y palabra........................................................ 151
El instante.................................................................. 153
500
Hl arte com o lenguaje.............................................................. 192
El gen io ...................................................................................... 193
El poeta y el artista................................................................... 194
I λ palabra de D io s................................................................... 195
Análisis gramatical de Génesis 1 ...................................... 196
El augurio del m ilagro..................... ................................ — 200
501
Lo épico.................................................................... 240
Lo lírico..................................................................... 241
Artes plásticas y artes musicales................................. 241
Artes plásticas: la visión creadora............................... 242
Artes plásticas: el problema de la forma...................... 243
Ritmo........................................................................ 244
Armonía..................................................................... 245
La palabra de Dios.......................................................... 245
El Cantar de los Cantares........................................... 246
Análisis gramatical del Cantar de los Cantares............ 248
La promulgación del milagro...................................... 252
50 2
La m eta................................................................................... 286
El lím ite.................................................................................. 287
In d e c is ió n ............................................................................. 288
El fin........................................................................................ 288
Lógica de la redención............................................................... 289
El Uno y el T odo................................................................... 289
El Reino de Dios y el Reino del M undo.......................... 289
El prójimo y el sí m ism o..................................................... 290
Alma y m undo....................................................................... 290
Institución y revolución...................................................... 291
Fin y principio....................................................................... 292
Teoría del arte (conclusión)...................................................... 293
La Redención com o categoría estética............................. 293
El público en el a rte ............................................................. 294
Ei hombre en el artista......................................................... 295
Lo «dramático en la ob ra » .................................................. 296
La poesía entre las artes....................................................... 296
La figura en las artes gráficas............................................ 297
El melos en la m úsica........................................................... 297
El tono del p o em a................................................................ 298
El lenguaje del poeta............................................................ 298
La idea en la poesía.............................................................. 299
La enjundia artística de la v id a.......................................... 299
Resum en.................................................................................. 300
P erspectiva............................................................................. 301
La palabra de D io s ...................................................................... 301
El lenguaje de los S alm os................................................... 302
Análisis gramatical del Salm o 115.................................... 303
L a eternización del m ilagro................................................. 305
U m b ra l........................................................................................................ 307
Retrospectiva: el orden de la ru ta ............................................. 307
I a nueva unidad.................................................................... 307
La nueva totalidad................................................................. 308
1-a nueva relación.................................................................. 308
El nuevo nexo......................................................................... 309
El nuevo ord e n ....................................................................... 309
Relación con el antem undo................................................. 311
Perspectiva: el día de Dios en la eternidad............................ 311
La eternidad una.................................................................... 311
El Dios eterno......................................................................... 311
I .o eterno en el hom bre........................................................ 313
La eternización del m undo.................................................. 313
Los tiempos en la eternidad................................................ 314
503
ש
LA FIGURA O E L SUPRAM UNDO ETERNO
Introducción............................................................................................... 319
D e la tentación............................................................................. 319
Hacer fuerza al R eino................................................................. 321
Acción y oración................................................................... 321
Orden hum ano y orden divino en el m u ndo.................... 322
A cto d e am or y acto para cierto fi n .................................. 323
El prójim o y el m ás lejano.................................................. 325
M agia de la oración.............................................................. 325
Tiranos del R eino de los cic lo s.......................................... 326
El tiem po ju s to ............................................................................. 327
El tiem po de Dios.................................................................. 327
El tiem po terrenal.................................................................. 327
La oración del pecador......................................................... 328
La oración del exaltado........................................................ 329
L a vida de G oethe........................................................................ 330
El ora n te.................................................................................. 330
El propio destino................................................................... 331
M icrocosm os.......................................................................... 331
El inicio cristiano.................................................................. 332
El seguimiento de C risto............................................................ 333
El m undo antiguo.................................................................. 333
La Iglesia petrina................................................................... 334
El m undo m edieval de la doble verdad............................. 335
El hom bre m oderno............................................................... 336
Los siglos paulinos............................................................... 336
L a vida m oderna en la realidad escindida........................ 337
El cristianism o del futuro.................................................... 337
Goethe y el futuro........................................................................ 338
La oración de la increencia................................................. 338
La esperanza........................................................................... 339
El cum plim iento final joánico............................................ 340
Goethe y N ietzsche.............................................................. 342
R evolución.............................................................................. 342
M isión..................................................................................... 343
Los límites de G o e th e.......................................................... 344
H oy........................................................................................... 344
L a oración ju s ta ............................................................................ 345
El tiem po ju s to ...................................................................... 345
El instante eterno................................................................... 345
La h o ra .................................................................................... 346
El ciclo de los tiem pos......................................................... 347
L a sem ana............................................................................... 347
El cu jto .................................................................................... 348
504
La cercanía del Reino................................................. 349
La oración en común.................................................. 350
Liturgia y gesto............................................................... 350
La verdad................................................................... 353
1. El fuego o la vida eterna........................................................ 355
La promesa de la eternidad.............................................. 355
El pueblo eterno: el destino judío..................................... 356
Sangre y espíritu............................... 356
Los pueblos y la tierra que es su patria........................ 356
La tierra santa............................................................ 357
Los pueblos y la lengua de su espíritu......................... 358
La lengua sagrada....................................................... 359
Los pueblos y la ley de su vida................................... 360
La ley santa............................................................... 361
Destino y eternidad.................................................... 362
El pueblo único: la esencia judía...................................... 363
Peculiaridad y universalidad....................................... 363
Polaridad................................................................... 364
El Dios judío............................................................. 364
El hombre judío.......................................................... 365
El mundo judío........................................................... 366
La pregunta por la esencia.......................................... 366
El pueblo santo: el año judío........................................... 367
Sociología de la multitud: el oír.................................. 367
El sábado................................................................... 368
La fiesta de la creación.............................................. 369
La tarde del viernes.................................................... 370
La mañana del sábado................................................ 371
El mediodía del sábado.............................................. 371
La partida del sábado......................... 372
Descanso................................................................... 373
Cumplimiento final.................................................... 374
Sociología de la comunidad: la comida....................... 373
Las fiestas de la Revelación........................................ 376
La fiesta de la Liberación........................................... 376
La fiesta de la Revelación............................. 378
1.a fiesta de las Cabañas............................................. 379
Sociología del todo el conjunto: el saludo................... 381
Las fiestas de la Redención......................................... 383
El juicio..................................................................... 384
El pecado................................................................... 385
Muerte y vida............................................................ 386
La reconciliación....................................................... 387
Regreso al año............................................................ 388
Los pueblos del mundo: política mesiánica............. ......... 389
El pueblo llegado a la meta......................................... 389
Los pueblos y el mundo............................................. 389
505
Los pueblos y la guerra.............................................. 390
Pueblos elegidos........................................................ 391
Guerra de religión.............................................. 392
Paz mundial............................................................... 392
Pueblo y estado......................................................... 393
El derecho en el estado.............................................. 394
La violencia en el estado............................................ 394
Guerra y revolución................................................... 395
La eternidad de la promesa.............................................. 396
50 6
3. L a Estrella o la verdad ete rn a .......................................................... 447
50 7
La ley de la verificación: teleología.................................. 483
El sentido de la desavenencia..................................... 483
La eterna protesta del judío contra Cristo.................... 484
Los dos Testamentos.................................................. 484
El eterno odio del cristiano al judío............................ 485
El sentido de la verificación........................................ 486
La verdad de la identidad........................................... 487
Puerta........................................................................................ 489
Restrospectiva: la cara de la figura................................... 489
El rostro de Dios....................................................... 489
El Día de Dios........................................................... 490
El tiempo de Dios....................................................... 491
Los dioses eternos..................................................... 492
El Dios de los dioses.................................................. 492
La cara de los hombres.............................................. 494
Perspectiva: la cotidianidad de la vida.............................. 495
Lo último................................................................... 495
Lo primero................................................................. 495
Indice general............................ 497
508
EMMANUEL LEVINAS
TOTALIDAD E INFINITO
Ensayo sobre la exterioridad
I. EL MISMO Y EL OTRO
1. Metafísica y trascendencia
2. Separación y discurso
3. Verdad y justicia
4. Separación y absoluto
* E l«cara a cara» aparece como una relación ética que rompe el en·
globamiento clausurante —totalizante y totalitario — de la mirada
teorética y, abriéndose como responsabilidad sobre el otro hombre
—sobre el inenglobable—, conduce al exterior en una aventura que
no es puramente especulativa.