Carta A Los Niños
Carta A Los Niños
Carta A Los Niños
¡Queridos niños!
Nace Jesús
Dentro de pocos días celebraremos la Navidad, fiesta vivida intensamente por todos los niños en cada
familia. Este año lo será aún más porque es el Año de la Familia. Antes de que éste termine, deseo
dirigirme a vosotros, niños del mundo entero, para compartir juntos la alegría de esta entrañable
conmemoración.
La Navidad es la fiesta de un Niño, de un recién nacido. ¡Por esto es vuestra fiesta! Vosostros la
esperáis con impaciencia y la preparáis con alegría, contando los días y casi las horas que faltan para la
Nochebuena de Belén.
Parece que os estoy viendo: preparando en casa, en la parroquia, en cada rincón del mundo el
nacimiento, reconstruyendo el clima y el ambiente en que nació el Salvador. ¡Es cierto! En el período
navideño el establo con el pesebre ocupa un lugar central en la Iglesia. Y todos se apresuran a acercarse
en peregrinación espiritual, como los pastores la noche del nacimiento de Jesús. Más tarde los Magos
vendrán desde el lejano Oriente, siguiendo la estrella, hasta el lugar donde estaba el Redentor del
universo.
También vosotros, en los días de Navidad, visitáis los nacimientos y os paráis a mirar al Niño puesto
entre pajas. Os fijáis en su Madre y en san José, el custodio del Redentor. Contemplando la Sagrada
Familia, pensáis en vuestra familia, en la que habéis venido al mundo. Pensáis en vuestra madre, que
os dio a luz, y en vuestro padre. Ellos se preocupan de mantener la familia y de vuestra educación. En
efecto, la misión de los padres no consiste sólo en tener hijos, sino también en educarlos desde su
nacimiento.
Queridos niños, os escribo acordándome de cuando, hace muchos años, yo era un niño como vosotros.
Entonces yo vivía también la atmósfera serena de la Navidad, y al ver brillar la estrella de Belén corría
al nacimiento con mis amigos para recordar lo que sucedió en Palestina hace 2000 años. Los niños
manifestábamos nuestra alegría ante todo con cantos. ¡Qué bellos y emotivos son los villancicos, que
en la tradición de cada pueblo se cantan en torno al nacimiento! ¡Qué profundos sentimientos contienen
y, sobre todo, cuánta alegría y ternura expresan hacia el divino Niño venido al mundo en la
Nochebuena! También los días que siguen al nacimiento de Jesús son días de fiesta: así, ocho días más
tarde, se recuerda que, según la tradición del Antiguo Testamento, se dio un nombre al Niño:
llamándole Jesús.
Después de cuarenta días, se conmemora su presentación en el Templo, como sucedía con todos los
hijos primogénitos de Israel. En aquella ocasión tuvo lugar un encuentro extraordinario: el viejo
Simeón se acercó a María, que había ido al Templo con el Niño, lo tomó en brazos y pronunció estas
palabras proféticas: « Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz,
porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para
iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel » (Lc 2, 29-32). Después, dirigiéndose a María, su
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Madre, añadió: « Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de
contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las
intenciones de muchos corazones » (Lc 2, 34-35). Así pues, ya en los primeros días de la vida de Jesús
resuena el anuncio de la Pasión, a la que un día se asociará también la Madre, María: el Viernes Santo
ella estará en silencio junto a la Cruz del Hijo. Por otra parte, no pasarán muchos días después del
nacimiento para que el pequeño Jesús se vea expuesto a un grave peligro: el cruel rey Herodes ordenará
matar a los niños menores de dos años, y por esto se verá obligado a huir con sus padres a Egipto.
Seguro que vosotros conocéis muy bien estos acontecimientos relacionados con el nacimiento de Jesús.
Os los cuentan vuestros padres, sacerdotes, profesores y catequistas, y cada año los revivís
espiritualmente durante las fiestas de Navidad, junto con toda la Iglesia: por eso conocéis los aspectos
trágicos de la infancia de Jesús.
¡Queridos amigos! En lo sucedido al Niño de Belén podéis reconocer la suerte de los niños de todo el
mundo. Si es cierto que un niño es la alegría no sólo de sus padres, sino también de la Iglesia y de toda
la sociedad, es cierto igualmente que en nuestros días muchos niños, por desgracia, sufren o son
amenazados en varias partes del mundo: padecen hambre y miseria, mueren a causa de las
enfermedades y de la desnutrición, perecen víctimas de la guerra, son abandonados por sus padres y
condenados a vivir sin hogar, privados del calor de una familia propia, soportan muchas formas de
violencia y de abuso por parte de los adultos. ?Cómo es posible permanecer indiferente ante al
sufrimiento de tantos niños, sobre todo cuando es causado de algún modo por los adultos?
Jesús da la Verdad
El Niño, que en Navidad contemplamos en el pesebre, con el paso del tiempo fue creciendo. A los doce
años, como sabéis, subió por primera vez, junto con María y José, de Nazaret a Jerusalén con motivo
de la fiesta de la Pascua. Allí, mezclado entre la multitud de peregrinos, se separó de sus padres y, con
otros chicos, se puso a escuchar a los doctores del Templo, como en una « clase de catecismo ». En
efecto, las fiestas eran ocasiones adecuadas para transmitir la fe a los muchachos de la edad, más o
menos, de Jesús. Pero sucedió que, en esta reunión, el extraordinario Adolescente venido de Nazaret no
sólo hizo preguntas muy inteligentes, sino que él mismo comenzó a dar respuestas profundas a quienes
le estaban enseñando. Sus preguntas y sobre todo sus respuestas asombraron a los doctores del Templo.
Era la misma admiración que, en lo sucesivo, suscitaría la predicación pública de Jesús: el episodio del
Templo de Jerusalén no es otra cosa que el comienzo y casi el preanuncio de lo que sucedería algunos
años más tarde.
Queridos chicos y chicas, coetáneos del Jesús de doce años, ?no vienen a vuestra mente, en este
momento, las clases de religión que se dan en la parroquia y en la escuela, clases a las que estáis
invitados a participar? Quisiera, pues, haceros algunas preguntas: ?cuál es vuestra actitud ante las
clases de religión? ?Os sentís comprometidos como Jesús en el Templo cuando tenía doce años?
?Asistís a ellas con frecuencia en la escuela o en la parroquia? ?Os ayudan en esto vuestros padres?
Jesús a los doce años quedó tan cautivado por aquella catequesis en el Templo de Jerusalén que, en
cierto modo, se olvidó hasta de sus padres. María y José, regresando con otros peregrinos a Nazaret, se
dieron cuenta muy pronto de su ausencia. La búsqueda fue larga. Volvieron sobre sus pasos y sólo al
tercer día lograron encontrarlo en Jerusalén, en el Templo. « Hijo, ?por qué nos has hecho esto? Mira,
tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando » (Lc 2, 48). ¡Qué misteriosa es la respuesta de
Jesús y cómo hace pensar! « ?Por qué me buscabais? ?No sabíais que yo debía estar en la casa de mi
Padre? » (Lc 2, 49). Era una respuesta difícil de aceptar. El evangelista Lucas añade simplemente que
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María « conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón » (2, 51). En efecto, era una
respuesta que se comprendería sólo más tarde, cuando Jesús, ya adulto, comenzó a predicar, afirmando
que por su Padre celestial estaba dispuesto a afrontar todo sufrimiento e incluso la muerte en cruz.
Jesús volvió de Jerusalén a Nazaret con María y José, donde vivió sujeto a ellos (cf. Lc 2, 51). Sobre
este período, antes de iniciar la predicación pública, el Evangelio señala sólo que « progresaba en
sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres » (Lc 2, 52).
Queridos chicos, en el Niño que contempláis en el nacimiento podéis ver ya al muchacho de doce años
que dialoga con los doctores en el Templo de Jerusalén. El es el mismo hombre adulto que más tarde,
con treinta años, comenzará a anunciar la palabra de Dios, llamará a los doce Apóstoles, será seguido
por multitudes sedientas de verdad. A cada paso confirmará su maravillosa enseñanza con signos de su
potencia divina: devolverá la vista a los ciegos, curará a los enfermos e incluso resucitará a los muertos.
Entre ellos estarán la joven hija de Jairo y el hijo de la viuda de Naim, devuelto vivo a su apenada
madre.
Es justamente así: este Niño, ahora recién nacido, cuando sea grande, como Maestro de la Verdad
divina, mostrará un afecto extraordinario por los niños. Dirá a los Apóstoles: « Dejad que los niños
vengan a mí, no se lo impidáis », y añadirá: « Porque de los que son como éstos es el Reino de Dios »
(Mc 10, 14). Otra vez, estando los Apóstoles discutiendo sobre quién era el más grande, pondrá en
medio de ellos a un niño y dirá: « Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino
de los cielos » (Mt 18, 3). En aquella ocasión pronunciará también palabras severísimas de advertencia:
« Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello
una de esas piedras de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar » (Mt 18, 6).
¡Qué importante es el niño para Jesús! Se podría afirmar desde luego que el Evangelio está
profundamente impregnado de la verdad sobre el niño. Incluso podría ser leído en su conjunto como el
« Evangelio del niño ».
En efecto, ?qué quiere decir: « Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de
los cielos »? ?Acaso no pone Jesús al niño como modelo incluso para los adultos? En el niño hay algo
que nunca puede faltar a quien quiere entrar en el Reino de los cielos. Al cielo van los que son sencillos
como los niños, los que como ellos están llenos de entrega confiada y son ricos de bondad y puros.
Sólo éstos pueden encontrar en Dios un Padre y llegar a ser, a su vez, gracias a Jesús, hijos de Dios.
?No es éste el mensaje principal de la Navidad? Leemos en san Juan: « Y la Palabra se hizo carne y
puso su morada entre nosotros » (1, 14); y además: « A todos los que le recibieron les dio poder de
hacerse hijos de Dios » (1, 12). ¡Hijos de Dios! Vosotros, queridos niños, sois hijos e hijas de vuestros
padres. Ahora bien, Dios quiere que todos seamos hijos adoptivos suyos mediante la gracia. Aquí está
la fuente verdadera de la alegría de la Navidad, de la que os escribo ya al término del Año de la
Familia. Alegraos por este « Evangelio de la filiación divina ». Que, en este gozo, las próximas fiestas
navideñas produzcan abundantes frutos, en el Año de la Familia.
Jesús se da a sí mismo
Queridos amigos, la Primera Comunión es sin duda alguna un encuentro inolvidable con Jesús, un día
que se recuerda siempre como uno de los más hermosos de la vida. La Eucaristía, instituida por Cristo
la víspera de su pasión durante la Ultima Cena, es un sacramento de la Nueva Alianza, más aún, el más
importante de los sacramentos. En ella el Señor se hace alimento de las almas bajo las especies del pan
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y del vino. Los niños la reciben solemnemente la primera vez -en la Primera Comunión- y se les invita
a recibirla después cuantas más veces mejor para seguir en amistad íntima con Jesús.
Para acercarse a la Sagrada Comunión, como sabéis, se debe haber recibido el Bautismo: este es el
primer sacramento y el más necesario para la salvación. ¡Es un gran acontecimiento el Bautismo! En
los primeros siglos de la Iglesia, cuando los que recibían el Bautismo eran sobre todo los adultos, el rito
se concluía con la participación en la Eucaristía, y tenía la misma solemnidad que hoy acompaña a la
Primera Comunión. Más adelante, al empezar a administrar el Bautismo principalmente a los recién
nacidos -es también el caso de muchos de vosotros, queridos niños, que por tanto no podéis recordar el
día de vuestro Bautismo- la fiesta más solemne se trasladó al momento de la Primera Comunión. Cada
muchacho y cada muchacha de familia católica conoce bien esta costumbre: la Primera Comunión se
vive como una gran fiesta familiar. En este día se acercan generalmente a la Eucaristía, junto con el
festejado, los padres, los hermanos y hermanas, los demás familiares, los padrinos y, a veces también,
los profesores y educadores.
El día de la Primera Comunión es además una gran fiesta en la parroquia. Recuerdo como si fuese hoy
mismo cuando, junto con otros muchachos de mi edad, recibí por primera vez la Eucaristía en la Iglesia
parroquial de mi pueblo. Es costumbre hacer fotos familiares de este acontecimiento para así no
olvidarlo. Por lo general, las personas conservan estas fotografías durante toda su vida. Con el paso de
los años, al hojearlas, se revive la atmósfera de aquellos momentos; se vuelve a la pureza y a la alegría
experimentadas en el encuentro con Jesús, que se hizo por amor Redentor del hombre.
¡Cuántos niños en la historia de la Iglesia han encontrado en la Eucaristía una fuente de fuerza
espiritual, a veces incluso heroica! ?Cómo no recordar, por ejemplo, los niños y niñas santos, que
vivieron en los primeros siglos y que aún hoy son conocidos y venerados en toda la Iglesia? Santa Inés,
que vivió en Roma; santa Agueda, martirizada en Sicilia; san Tarsicio, un muchacho llamado con razón
el mártir de la Eucaristía, porque prefirió morir antes que entregar a Jesús sacramentado, a quien
llevaba consigo.
Y así, a lo largo de los siglos hasta nuestros días, no han faltado niños y muchachos entre los santos y
beatos de la Iglesia. Al igual que Jesús muestra en el Evangelio una confianza particular en los niños,
así María, la Madre de Jesús, ha dirigido siempre, en el curso de la historia, su atención maternal a los
pequeños. Pensad en santa Bernardita de Lourdes, en los niños de La Salette y, ya en este siglo, en
Lucía, Francisco y Jacinta de Fátima.
Os hablaba antes del « Evangelio del niño », ?acaso no ha encontrado éste en nuestra época una
expresión particular en la espiritualidad de santa Teresa del Niño Jesús? Es propiamente así: Jesús y su
Madre eligen con frecuencia a los niños para confiarles tareas de gran importancia para la vida de la
Iglesia y de la humanidad. He citado sólo a algunos universalmente conocidos, pero ¡cuántos otros hay
menos célebres! Parece que el Redentor de la humanidad comparte con ellos la solicitud por los
demás: por los padres, por los compañeros y compañeras. El siempre atiende su oración. ¡Qué enorme
fuerza tiene la oración de un niño! Llega a ser un modelo para los mismos adultos: rezar con confianza
sencilla y total quiere decir rezar como los niños saben hacerlo.
Llego ahora a un punto importante de esta Carta: al terminar el Año de la Familia, queridos amigos
pequeños, deseo encomendar a vuestra oración los problemas de vuestra familia y de todas las familias
del mundo. Y no sólo esto, tengo también otras intenciones que confiaros. El Papa espera mucho de
vuestras oraciones. Debemos rezar juntos y mucho para que la humanidad, formada por varios miles de
millones de seres humanos, sea cada vez más la familia de Dios, y pueda vivir en paz. He recordado al
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principio los terribles sufrimientos que tantos niños han padecido en este siglo, y los que continúan
sufriendo muchos de ellos también en este momento. Cuántos mueren en estos días víctimas del odio
que se extiende por varias partes de la tierra: por ejemplo en los Balcanes y en diversos países de
Africa. Meditando precisamente sobre estos hechos, que llenan de dolor nuestros corazones, he
decidido pediros a vosotros, queridos niños y muchachos, que os encarguéis de la oración por la paz.
Lo sabéis bien: el amor y la concordia construyen la paz, el odio y la violencia la destruyen. Vosotros
detestáis instintivamente el odio y tendéis hacia el amor: por esto el Papa está seguro de que no
rechazaréis su petición, sino que os uniréis a su oración por la paz en el mundo con la misma fuerza
con que rezáis por la paz y la concordia en vuestras familias.
Permitidme, queridos chicos y chicas, que al final de esta Carta recuerde unas palabras de un salmo que
siempre me han emocionado: ¡Laudate pueri Dominum! ¡Alabad niños al Señor, alabad el nombre del
Señor. Bendito sea el nombre del Señor, ahora y por siempre. De la salida del sol hasta su ocaso, sea
loado el nombre del Señor! (cf. Sal 113112, 1-3). Mientras medito las palabras de este salmo, pasan
delante de mi vista los rostros de los niños de todo el mundo: de oriente a occidente, de norte a sur. A
vosotros, mis pequeños amigos, sin distinción de lengua, raza o nacionalidad, os digo: ¡Alabad el
nombre del Señor!
Puesto que el hombre debe alabar a Dios ante todo con su vida, no olvidéis lo que Jesús muchacho dijo
a su Madre y a José en el Templo de Jerusalén: « ?No sabíais que yo debía estar en la casa de mi
Padre? » (Lc 2, 49). El hombre alaba al Señor siguiendo la llamada de su propia vocación. Dios llama
a cada hombre, y su voz se deja sentir ya en el alma del niño: llama a vivir en el matrimonio o a ser
sacerdote; llama a la vida consagrada o tal vez al trabajo en las misiones... ?Quién sabe? Rezad,
queridos muchachos y muchachas, para descubrir cuál es vuestra vocación, para después seguirla
generosamente.
¡Alabad el nombre del Señor! Los niños de todos los continentes, en la noche de Belén, miran con fe al
Niño recién nacido y viven la gran alegría de la Navidad. Cantando en sus lenguas, alaban el nombre
del Señor. De este modo se difunde por toda la tierra la sugestiva melodía de la Navidad. Son palabras
tiernas y conmovedoras que resuenan en todas las lenguas humanas; es como un canto festivo que se
eleva por toda la tierra y se une al de los Angeles, mensajeros de la gloria de Dios, sobre el portal de
Belén: « Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes El se complace » (Lc 2,
14). El Hijo predilecto de Dios se presenta entre nosotros como un recién nacido; en torno a El los
niños de todas las Naciones de la tierra sienten sobre sí mismos la mirada amorosa del Padre celestial y
se alegran porque Dios los ama. El hombre no puede vivir sin amor. Está llamado a amar a Dios y al
prójimo, pero para amar verdaderamente debe tener la certeza de que Dios lo quiere.
¡Dios os ama, queridos muchachos! Quiero deciros esto al terminar el Año de la Familia y con ocasión
de estas fiestas navideñas que son particularmente vuestras.
Os deseo unas fiestas gozosas y serenas; espero que en ellas viváis una experiencia más intensa del
amor de vuestros padres, de los hermanos y hermanas, y de los demás miembros de vuestra familia.
Que este amor se extienda después a toda vuestra comunidad, mejor aún, a todo el mundo, gracias a
vosotros, queridos muchachos y niños. Así el amor llegará a quienes más lo necesitan, en especial a los
que sufren y a los abandonados. ?Qué alegría es mayor que el amor? ?Qué alegría es más grande que la
que tú, Jesús, pones en el corazón de los hombres, y particularmente de los niños, en Navidad?
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¡Levanta tu mano, divino Niño,
y bendice a estos pequeños amigos tuyos,
bendice a los niños de toda la tierra!