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Fogwill Gamerro

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Rodolfo Fogwill:

Los pichiciegos o la guerra de las ficciones


Carlos Gamerro

El sentido común indica que la guerra tiene lugar en el


frente y que los combatientes después, si sobreviven, vuelven y, si
pueden, cuentan sus historias; luego, a partir de sus testimonios y
del aporte de los historiadores, los autores de ficcion escriben
cuentos y novelas.
El orden ideal es, entonces, primero el evento, después la
historia y por último la ficción. Pero la experiencia no siempre
viene a confirmar las reglas del sentido común. Menos en la
guerra moderna. La guerra de Malvinas por ejemplo, fue ficción
antes de ser historia. Una ficción diseñada por la junta militar y
por el periodismo cómplice, y enérgicamente consumida y creída,
con relativa complicidad por todos nosotros. Ésa es la primera
versión de la guerra, la que todos conocemos, admirablemente
resumidas en las tapas de la revista Gente, según las cuales
estábamos ganando y seguíamos ganando hasta que, de pronto
perdimos. Quisiera en este sentido destacar dos cosas. Primero,
que la prensa no se limitaba a reproducir los partes de la Junta,
sino que elaboraba versiones delirante, ficciones plenas antes
que exagerar u ocultar; por ejemplo, el cuento publicado en
revista Gente del 27 de mayo, del piloto de Pucará que
actuando por cuenta propia dejó fuera de combate, él solito,
nada menos que al portaaviones Hermes, un relato completo
con los diálogos de cabina: “¡Huy… Huy…Huy…, que
grandote que es este barco! ¡No se imaginan que desparramo
armé acá abajo! No se dan una idea… Todos están
corriendo… Allá voy otra vez. ¡A temblar, ingleses, que el
Pucará les va a hacer otra visita!”, y reportajes al hermano del
piloto desaparecido: “Lo de Daniel fue un acto heroico. Fue
por propia decisión. Su acción tiene que servir como incentivo
para sus compañeros” (El teniente Jukic murió en efecto, el 1º
de mayo en su avión, pero en la pista de Goose Green, sin
llegar a despegar.) Segundo, que esto lo hacían sin que nadie
les pusiera una pistola en la cabeza para obligarlos.
Esta fue la primera guerra, setenta y cuatro días de
ficción periodística, y era la única guerra que Rodolfo Fogwill conocía cuando escribió Los
pichiciegos. En sus propias palabras:
En esa época yo vivía en el piso décimo, y mi mamá vivía en el quinto. Yo bajaba, al
medio día, y a la tardecita, a morfar algo, y estaba el televisor prendido todo el tiempo. Ésta fue
mi única relación con Malvinas.
Dentro de este marco se da la escena inicial de escritura, el momento en que empieza la
novela:
Llego a lo de mi vieja, a las seis de la tarde –venia de mi oficina- y mi vieja estaba
enferma, tenía cáncer, y me dice: “¡Hundimos un barco!”. Y entonces escribí en esa novela
“Mamá hundió un barco”. Y ahí arranco Los pichiciegos.
Los pichiciegos.
Esta novela la escribe Fogwill como respuesta a las ficciones del poder, tanto quienes las
hacían como aquellos que, como su mamá las repetíamos.
La leyenda sobre la escritura de Los pichiciegos gira alrededor de la cantidad de días que le
llevó a Fogwill escribirla y lo que consumía mientras lo hacía. Hay versiones donde se habla de siete
días, otras tres, otras dividen el tiempo en tres días para escribirla y cinco para corregirla. Fogwill no
solía jactarse de escribir rápido y mucho menos de escribir sin corregir. ¿Por qué, entonces, esta
insistencia en la velocidad de escritura, en el caso particular de esta novela?
A Los pichiciegos la escribió rápido porque tenía que terminarla antes de que terminara la
guerra, y alguien con la inteligencia como la suya sabía que ésta duraría lo que un suspiro. Fogwill, en
estos días de mediado de junio, se da cuenta de que debe llegar a la meta antes que los ingleses. Y no
solo tiene que terminar la novela antes, debe darla a leer, debe tener testigos de su hazaña.

La novela tuvo al principio unos catorce ejemplares, y después fotocopias, que se


editaron en Brasil. Ponele que esos catorce ejemplares los hayan leído tres personas cada uno.
Hay setenta y dos lectores del libro antes de que termine la guerra, antes de que el Papa llegue a la
Argentina. Muchos de ellos eran periodistas de diarios y todo lo demás. Ése es mi crédito

Fogwill, la termina antes de que vuelvan los soldados y empiecen a hablar, antes de que
comenzara el tiempo de los testimonios.
Sabemos que el fin de la guerra permitió romper ese hechizo de silencio que había impuesto
la dictadura, y que entre aquél y el final formal de ésta, en diciembre de 1983, se desencadenó una
catarata de revelaciones, muchas desordenadas y confusas, que continuarían y continúan durante los
gobiernos democráticos que se sucedieron. En Los pichiciegos,
esto ya ha sucedido: la dictadura ya ha terminado, o al menos se
ha quebrado. Es una novela que en junio de 1982 se atreve a
hablar de las monjas francesas –que pasan de desaparecidas a
aparecidas-, de Firmenich que asaltó el penal de Rawson y
liberó a mil guerrilleros, de los quince mil “fusilados” de
Videla, de un Santucho peronista que desfila en Tucumán todos
los 17 de octubre “con trescientos Peugeot 504 negros, cada
uno con cinco monos adentro”. Todo más o menos errado, más
o menos distorsionado, hecho de rumores y retazos de rumores,
según la lógica del teléfono descompuesto.
Los pichiciegos no es una ficción que anticipa los
hechos, sino algo mucho más raro, es una ficción simultánea a
la ficción informativa de la dictadura.
Así lo explica el autor:

Fue un experimento mental. Me dije “se de…”


Yo sabía mucho del Mar del Sur y del frío (…) Sabía de
pibes, porque veía a los pibes. Sabía del Ejército
Argentino, porque eso lo sabe todo tipo que vivió la colimba. Cruzando esa información, construí
un experimento ficcional que está mucho más cerca de la realidad que si me hubiera mandado a
las islas con un grabador y una cámara de fotos en medio de la guerra. Con la inmediatez de los
hechos te perdés.

La de Fogwill es una novela de desertores, de desertores que se organizan para sacarle el


cuerpo a la guerra con el único irrenunciable objetivo de sobrevivir el mayor tiempo posible. La
deserción es el sueño o la fantasía de todo soldado, sobre todo del que no ha elegido ir a la guerra,
pero también del voluntario arrepentido; aunque la mayoría nunca lo intente, la mera posibilidad de
imaginarla ayuda a soportar el día a día de la guerra.
Al escribir Los pichiciegos, Fogwill no procedió como historiador o periodista sino, de modo
ejemplar, como autor de ficciones: no fue en busca de la verdad para oponerla a las mentiras de la
dictadura. Con los mismos materiales de la ficción periodística que él, su mamá y todos nosotros
consumíamos, elaboró una contradicción: si la televisión y la prensa gráfica mostraban barcos y
aviones, su novela nos hundía bajo la tierra, más hondo que cualquier trinchera; si los soldados de la
tele y las revistas se mostraban se mostraban sonrientes y contentos ante la oportunidad que se les
brindaba de morir por la patria, los suyos puteaban y desertaban; si el enemigo era Inglaterra, en ella
los ingleses resultaban aliados ocasionales y el verdadero enemigo era la oficialidad argentina, Con
esto le respondió por anticipado a todos los que por aquel entonces –y todavía hoy- se justifican con
algún ‘no sabíamos nada, nos mentían’. No hace falta saber, propone Fogwill: basta con pensar, basta
con sentir, basta con imaginar.

Rodolfo Enrique Fogwill nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, en 1941, y murió en
la ciudad de Buenos Aires en 2010. Estudió sociología y se dedicó al marketing y a la publicidad.
Publicó, entre otros, los libros Muchacha punk (cuentos, 1992), Restos diurnos (cuentos, 1993), En
otro orden de cosas (novela, 2002) y Runa (novela, 2003). En 2003 ganó la beca Guggenheim. La
novela seleccionada por Martín Kohan, Los pichiciegos, fue editada originalmente por sudamericana
en 1983 y reeditada por Interzona en 2006 y El ateneo en 2010.

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