Saer La Tardecita
Saer La Tardecita
Saer La Tardecita
La historia, aunque a decir verdad los hechos escasos y simples que la constituyen, desde el punto de vista de las leyes del melodrama que imperan hoy en da en lo que podramos llamar el mercado persa del relato, no alcanzaran a formar una historia, es ms o menos la siguiente: un domingo a la maana Barco, que acababa de cumplir cincuenta y dos aos, buscando algn texto corto para leer antes del almuerzo, encontr una versin de La ascensin del monte Ventoux de Petrarca, y se instal a leer en su estudio de abogado, en un silln ubicado estratgicamente cerca de la ventana que daba al patio, para aprovechar al mximo la luz natural, de la que Barco era como se dice partidario ferviente cuando se trataba de lectura, aunque a causa de su trabajo nicamente de noche le quedaba tiempo para leer un rato antes de irse para la cama. El texto de Petrarca haca aos que no lo lea, y si lo eligi fue ms bien a causa de su extensin, para poder terminarlo antes de medioda, porque Tomatis estaba en Buenos Aires y se haba anunciado en Caballito para el almuerzo, con el fin de traerle su regalo de cumpleaos y presentarles, a Miri y a l, su nueva pareja, una chica arquitecta que, segn el sarcasmo de Miri, por suerte gracias a su profesin poda hacer cosas un poco ms constructivas que ponerse de novia con Tomatis, aunque Miri se olvidaba de que, treinta aos atrs, Tomatis haba estado enamorado de ella y ella, durante un par de semanas por lo menos, estuvo a punto de dejarse tentar por la cosa. Lo cierto es que Barco se sent esa maana de domingo a leer a Petrarca. San Agustn o, a estar con algunos, el colectivo publicitario de la iglesia primitiva que conocemos con el nombre de San Agustn pretende que fue escuchando un sermn de San Ambrosio que se convirti al cristianismo, lo que es igual que si hubiese sido leyndolo, porque hasta entonces slo se lea en voz alta, de modo que un sermn era una simple lectura comentada, semejante a lo que hoy llamaramos una conferencia, y hay que reconocer que casi todas las grandes iluminaciones, exaltaciones, conversiones o revelaciones de los tiempos modernos provienen de la lectura. Pareciera ser que, en el estado actual de nuestra especie, siempre es necesario que lo poco que nos pasa de esencial le haya pasado primero a algn otro, de manera que slo comparativamente podemos llegar a sentirnos, gracias a una lucidez pasajera, y muy de tanto en tanto, con fugacidad fragmentaria, lo que creemos ser o lo que tal vez somos. A los pocos minutos de haber empezado a leer, Barco tuvo una experiencia semejante, pero no le advino ni un xtasis ni una revelacin, sino algo ms ntimo y ms querido: un recuerdo. Petrarca, que tena desde haca cierto tiempo la intencin de escalar el Ventoux, cuenta que uno de los dilemas que se le presentaban era la eleccin de una compaa que fuese al mismo tiempo til y agradable, y que despus de haber vacilado entre varios de sus amigos, decidi llevar a su hermano menor, por el que senta mucho afecto, pensando que la subida, que no era a decir verdad ms que un paseo largo y fastidioso, y no una verdadera aventura, le dara al muchachito a la vez instruccin y placer. Y, gracias a las imgenes que, mientras avanzaba en la lectura, iban formndose en la parte ms clara de su mente, el recuerdo, desde la oscuridad sin nombre y sin extensin o forma definida en la que yaca arrumbado o en la que derivaba desde haca ms de
cuarenta aos, ntido y entero, constituido de mil detalles hormigueantes y vivaces, hizo su aparicin instantnea. Petrarca y su hermano menor escalando la ladera polvorienta y atormentada del monte se asociaron de un modo explicable pero inesperado, con un viaje que su hermano mayor y l, que tena en ese entonces alrededor de diez aos, haban hecho una tarde de otoo. Existe siempre durante el acto de leer un momento, intenso y plcido a la vez, en el que la lectura se trasciende a s misma, y en el que, por distintos caminos, el lector, descubrindose en lo que lee, abandona el libro y se queda absorto en la parte ignorada de su propio ser que la lectura le ha revelado: desde cualquier punto, prximo o remoto, del tiempo o del espacio, lo escrito llega para avivar la llamita oculta de algo que, sin l saberlo tal vez, arda ya en el lector. De modo que despus de atravesar en un estado ms bien neutro las informaciones del prlogo escrito por el traductor que haba vertido el texto del latn al castellano, a los pocos minutos de empezar el relato propiamente dicho, Barco alz la vista del libro y, con los ojos bien abiertos que no vean sin embargo nada del exteriorior, la fij en algn punto impreciso de la habitacin y se qued completamente inmvil, lleno hasta rebalsar del recuerdo que la lectura haba suscitado: Un atardecer de Semana Santa, un mircoles al final de la tarde para ser ms exactos porque, para aprovechar al mximo las vacaciones haban decidido lanzarse a la aventura el mismo mircoles al salir de la escuela, sin esperar hasta el da siguiente, con el fin de ganar la noche del mircoles y la maana del Jueves Santo en el pueblo en el que pasaban todas sus vacaciones, de verano, de otoo, de invierno o de primavera. Casi todos sus tos, tas, primas y primos vivan en el pueblo o en los pueblos vecinos y para Barco, hasta los diecisis o diecisiete aos por lo menos, el pueblo ese tirado en medio de la llanura, el puado de manzanas geomtricas dividido en dos por las vas del ferrocarril, haba sido una especie de paraso: ninguna otra felicidad poda igualarse a la que lo asaltaba ante la perspectiva de ir a pasar en l unos das. Y era justamente a causa de la impaciencia que se apoderaba de l que se haban encontrado, l y su hermano mayor, que le llevaba cuatro aos, en esa situacin, o sea caminando los dos al atardecer en medio de la llanura vaca, por el camino de tierra de unos quince kilmetros que una el pueblo con la ruta de asfalto donde los haba dejado el colectivo de Rosario. Al bajar del colectivo, haban esperado en el cruce una media hora sin que pasase un solo auto, y como se acercaba la noche, haban decidido empezar a caminar por el borde del camino de tierra, y a medida que se alejaban del asfalto la llanura se iba volviendo ms desierta y ms silenciosa. Como avanzaban hacia el oeste, en el fondo del camino recto y grisceo, el disco rojo del sol, enorme y llameante, flotando no lejos del horizonte, pareca estar esperndolos con la intencin de impedirles seguir adelante. Haba llovido mucho la vspera, y el camino era un magma barroso en muchos trechos, donde algn vehculo, tirado a motor o a sangre, se haba atrevido a pasar, formando huellas profundas de las que nicamente los bordes rugosos se haban resecado un poco. El estado en que haba quedado el camino despus de la lluvia explicaba la ausencia inusual de coches, aunque en aquella poca los autos y los camiones no eran demasiado frecuentes en el campo, y de todas maneras la situacin en la que se encontraban haba sido prevista por sus padres, ya que la madre haba querido oponerse a que viajaran esa tarde, argumentando justamente que haba llovido y que la noche poda sorprenderlos en el camino, pero el padre, que tena cierta predileccin por su hermano mayor (o por lo menos Barco as se lo imaginaba en aquel entonces y segua imaginndoselo en la actualidad, aunque su padre haba muerto haca treinta aos y su hermano el ao anterior), haba dicho que gracias a la prudencia y al sentido de responsabilidad de su hermano no iba a sucederles nada malo (de todos modos, en ese punto o en cualquier otro, bastaba que su madre tuviese una opinin para que su padre formulase exactamente la contraria, y lo mismo suceda, pero al revs, cuando era su padre el que
argumentaba en primer trmino). La cuestin es que avanzaban, ansiosos por llegar pero lentos a causa del barro, por el camino solitario, hacia el gran disco rojo que, como se dice, ensangrentaba el cielo en el oeste. Las nubes que se arremolinaban en la altura no interceptaban el disco rojo vivo, como si, inmviles y asumiendo las formas ms diversas, se hubiesen apartado igual que cortesanos respetuosos para no ocultar, con sus masas fofas y toscas, la perfeccin circular y ardiente de su presencia misteriosa. A cambio de esa discrecin reverente, el sol las tea de sus tonos innumerables, encendidos, claros y brillantes en las inmediaciones del disco, y que iban hacindose cada vez ms oscuros y ms fros naranja, rojo, rota, violeta, azul cuando iluminaban los copos algodonosos suspendidos hacia el este, en la porcin opuesta del cielo. En el otoo ya avanzado, los campos de maz parecan ruinas, con los tallos quebrados y grisceos y las hojas color beige desgreadas, resecas y colgantes, sugiriendo un ejrcito innumerable y fijo, aniquilado en una batalla reciente y del que hubiese vuelto a este mundo la muchedumbre de espectros, retomando el hbito de alinearse en orden para formar una teora de almas en pena muda y amenazante. En un campo cercano, un rebao de vacas negras haba dejado de pastar, y los animales, orientados todos en sentido opuesto a la cada del sol, la cabeza un poco levantada como si estuviesen tratando de captar una seal remota, completamente inmviles, todos en la misma actitud como si se tratase de la misma imagen plana reproducida cuarenta o cincuenta veces, le sugeran a Barco, en el momento en que estaba recordndolas, esas manadas que aparecen en las pinturas rupestres, ms misteriosas por la extraa vida interior que emana de los animales que por las intenciones de los hombres fugitivos que los dibujaron en la piedra. Durante unos minutos de marcha nicamente oyeron el ruido de sus propios pasos, vacilantes y demorados, buscando suelo firme entre los trechos removidos de barro blando y los charcos de agua lisa que enrojecan el anochecer, hasta que, de algn punto lejano de la llanura un ganado invisible empez a mugir, sacando al que tenan a la vista del sopor en el que pareca haber cado e incitndolo a seguir tascando en silencio. La inminencia de la noche cuya llegada, para precipitar al mundo en la negrura, pareca ir acelerndose, oprima el pecho de Barco y le anudaba el vientre, de modo que para que no se pusiese a temblar, hundi la mano libre en la otra llevaba una valijita en el bolsillo del pantaln. A1 cabo de un rato de marcha, a la izquierda del camino, a unos cien metros adelante, divisaron el cementerio. Por temor de percibir en l el mismo terror apagado que empezaba a invadirlo, Barco no se animaba a mirar a su hermano, ni siquiera de reojo, y fue en ese momento en que se dio cuenta de que la llanura, en ese lugar que haba atravesado decenas de veces, idntico por otra parte a muchos otros en sesenta o setenta kilmetros a la redonda camino de tierra, alambrados, maizales, campitos de pastoreo, redondel rojo enorme al atardecer, cuadrado de muros blancos del cementerio y cipreses negros sobrepasndolos, de habitual que haba sido hasta ese momento, se estaba volviendo irreconocible y extrao. Era incapaz de formularlo as en ese entonces, pero una luz cintilante, ultraterrena, transfiguraba el espacio y las formas que lo poblaban, poniendo a la vista, del paisaje familiar, su pertenencia a un lugar desconocido en el que, hasta ese momento, ignoraba que haba estado viviendo. Durante aos sentira el malestar de esa revelacin hasta que, gradualmente, capas y capas de experiencia, como sucesivas manos de pintura sobre una imagen odiosa, terminaran por hacrsela olvidar, hasta que esa maana la lectura de Petrarca la trajo de nuevo a la luz viva del recuerdo. El chasquido de los pasos en el barro estallaba apagadamente y se dispersaba en el aire que ya empezaba a volverse azul, mientras que del disco enorme que interceptaba el camino en el horizonte ya no era visible ms que el semicrculo superior, y desde haca unos minutos las nubes multicolores de un rato antes ya se estaban poniendo negras. El muro blanco del cementerio, por
encima del cual, aparte de los cipreses, emergan las cpulas y las cruces de cemento de algunos panteones, fulguraba a causa de esa luz que no era de este mundo, y del semicrculo rojo incrustado al final del camino, una turbulencia gnea, de un rojo en fusin, barnizaba todo lo visible con una substancia fluorescente en la que el rojo y el negro parecan neutralizarse mutuamente produciendo una luminiscencia inslita y glacial, una harina estelar, a la vez impalpable y magntica, de la que tambin ellos, su ropa, sus cuerpos, sus rganos internos, y hasta sus deseos y sus pensamientos hubiesen sido espolvoreados. Aunque nicamente esa maana, cuarenta aos ms tarde, era capaz de formularlo de esa manera, Barco tena la impresin de estar en el lugar remoto de un mundo cuyo centro poda estar en un punto cualquiera del espacio, y que si en ese punto se encontrara el sentido de la totalidad, aun cuando fuese contiguo al que estaban atravesando, e incluso el mismo por el que en ese momento caminaban, piara ellos sera siempre inaccesible y remoto. Por primera vez senta, sin saber que lo senta, experimentando el terror de sentirlo sin gozar de la clarividencia resignada de cuarenta aos ms tarde, que el mundo no estaba fuera de ellos, sino que eran ellos los que le eran exteriores, y que el paisaje familiar en el que haba nacido y que consideraba semejante al paraso, era una lisura sin accidentes que toleraba un momento que la atravesaran hasta que, de golpe, se los tragaba sin dejar de ellos en la exterioridad neutra y distante la menor huella de su paso. El terror que se apoder de l ignoraba esa evidencia; el carecer de nombre lo multiplicaba, y ya estaba a punto de aullar y de salir corriendo cuando, con suavidad, la mano tibia y un poco hmeda de su hermano se apoy en su cabeza, en un gesto cuya intencin se le escapaba un poco, en razn de esa relacin peculiar que suele existir entre hermanos, ntima y distante a la vez. Me parece que oigo un motor le dijo. Y era verdad: rateando, dando bandazos, el camioncito de la Liebre, el quiosquero, que haba ido hasta el asfalto a buscar los diarios de la tarde y las revistas semanales que le llegaban por el colectivo de Rosario, fren al cabo de unos minutos junto a ellos, y la cara rojiza de la Liebre apareci por la ventanilla, ostentando una sonrisa vagamente burlona en los labiecitos fruncidos que le haban valido el sobrenombre, y sin decir palabra, con un movimiento jovial de la cabeza, los invit a subir. Apenas oscureci, el camino se volvi todava ms dificultoso. La Liebre conduca concentrado y tenso, y esa noche, su hermano contara, durante la cena, en medio de la risa general, cmo la Liebre, agarrndose firme del volante, inclinado hacia el parabrisas para auscultar mejor el camino e ir previendo los peligros, frenando y acelerando todo el tiempo, mientras ellos no se atrevan a desviar la vista de la luz de los faros que iluminaban el camino barroso, se hablaba a s mismo en tercera persona, lanzndose advertencias, insultos o amenazas a cada resbaln o bandazo demasiado violento que desviaba al coche de la direccin que llevaba y daba la impresin de que iba a mandarlo a la cuneta o a volcarlo: "Ten cuidado, Liebre. No boludis. Afloj con el acelerador, Liebre. Ojo que hay un pozo adelante. Y as durante la hora que le pusieron para recorrer diez o doce kilmetros. Pero Barco no le prestaba atencin: se iba calmando de a poco, como cuando, al despertar de una pesadilla, cuesta un buen rato todava convencerse de que se ha vuelto a la vigilia y que la substancia opresiva del sueo se ha disipado. En la entrada del pueblo, por fin, lo familiar se restableci: era otra vez l, l, Horacio Barco y estaba llegando al pueblo con su hermano para pasar las vacaciones de Semana Santa. Pero esa vez no era felicidad lo que senta, sino nicamente alivio. Cuando empezaron a rodar por la arboleda exterior que una el camino con el pueblo, ya era noche cerrada desde haca un buen rato. De las casitas Pobres de las afueras, salan gritos, risas, ladridos de perros alertados por el motor del camioncito, msica y voces que mandaba la radio, y por las ventanas, proyectndose sobre los patios, las paredes, las veredas de tierra o de ladrillos, las copas de los rboles, colgando en los cruces d las primeras calles, luces dbiles pero clidas, insignificantes en relacin con la negrura sin fin de la llanura, pero amistosas, prximas, fragilsimas, y nacidas,
como l, que las estaba viendo pasar, en ese mundo y en ningn otro, aunque a partir de ese da le quedara por averiguar, y seguira intentndolo, sin conseguirlo, hasta el momento de su muerte, qu clase de mundo era.