La Cenicienta PDF
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Charles Perrault
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Había una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con una
mujer, la más altanera y orgullosa que jamás se haya visto. Tenía dos hijas
por el estilo y que se le parecían en todo.
El marido, por su lado, tenía una hija, pero de una dulzura y bondad sin
par; lo había heredado de su madre que era la mejor persona del mundo.
Junto con realizarse la boda, la madrasta dio libre curso a su mal carácter;
no pudo soportar las cualidades de la joven, que hacían aparecer todavía
más odiables a sus hijas. La obligó a las más viles tareas de la casa: ella era
la que fregaba los pisos y la vajilla, la que limpiaba los cuartos de la señora
y de las señoritas sus hijas; dormía en lo más alto de la casa, en una
buhardilla, sobre una mísera pallasa, mientras sus hermanas ocupaban
habitaciones con parquet, donde tenían camas a la última moda y espejos
en que podían mirarse de cuerpo entero.
La pobre muchacha aguantaba todo con paciencia, y no se atrevía a
quejarse ante su padre, de miedo que le reprendiera pues su mujer lo
dominaba por completo. Cuando terminaba sus quehaceres, se instalaba
en el rincón de la chimenea, sentándose sobre las cenizas, lo que le había
merecido el apodo de Culocenizón. La menor, que no era tan mala como
la mayor, la llamaba Cenicienta; sin embargo Cenicienta, con sus míseras
ropas, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus hermanas que
andaban tan ricamente vestidas.
Sucedió que el hijo del rey dio un baile al que invitó a todas las personas
distinguidas; nuestras dos señoritas también fueron invitadas, pues tenían
mucho nombre en la comarca. Helas aquí muy satisfechas y preocupadas
de elegir los trajes y peinados que mejor les sentaran; nuevo trabajo para
Cenicienta pues era ella quien planchaba la ropa de sus hermanas y
plisaba los adornos de sus vestidos. No se hablaba más que de la forma en
que irían trajeadas.
—Yo —dijo la mayor—, me pondré mi vestido de terciopelo rojo y mis
adornos de Inglaterra.
—Yo —dijo la menor—, iré con mi falda sencilla; pero en cambio, me
pondré mi abrigo con flores de oro y mi prendedor de brillantes, que no
pasarán desapercibidos.
Manos expertas se encargaron de armar los peinados de dos pisos y se
compraron lunares postizos. Llamaron a Cenicienta para pedirle su
opinión, pues tenía buen gusto. Cenicienta las aconsejó lo mejor posible, y
se ofreció incluso para arreglarles el peinado, lo que aceptaron. Mientras
las peinaba, ellas le decían:
— Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?
—Ay, señoritas, os estáis burlando, eso no es cosa para mí.
—Tienes razón, se reirían bastante si vieran a un Culocenizón entrar al
baile.
Otra que Cenicienta las habría arreglado mal los cabellos, pero ella era
buena y las peinó con toda perfección.
Tan contentas estaban que pasaron cerca de dos días sin comer. Más de
doce cordones rompieron a fuerza de apretarlos para que el talle se les
viera más fino, y se lo pasaban delante del espejo.
Finalmente, llegó el día feliz; partieron y Cenicienta las siguió con los ojos
y cuando las perdió de vista se puso a llorar. Su madrina, que la vio
anegada en lágrimas, le preguntó qué le pasaba.
—Me gustaría... me gustaría...
Lloraba tanto que no pudo terminar. Su madrina, que era un hada, le dijo:
—¿Te gustaría ir al baile, no es cierto? —¡Ay, sí! —dijo Cenicienta
suspirando—. ¡Bueno, te portarás bien! —dijo su madrina—, yo te haré ir.
—La llevó a su cuarto y le dijo: —Ve al jardín y tráeme un zapallo.
Cenicienta fue en el acto a coger el mejor que encontró y lo llevó a su
madrina, sin poder adivinar cómo este zapallo podría hacerla ir al baile. Su
madrina lo vació y dejándole solamente la cáscara, lo tocó con su varita
mágica e instantáneamente el zapallo se convirtió en un bello carruaje
todo dorado.
En seguida miró dentro de la ratonera donde encontró seis ratas vivas. Le
dijo a Cenicienta que levantara un poco la puerta de la trampa, y a cada
rata que salía le daba un golpe con la varita, y la rata quedaba
automáticamente transformada en un brioso caballo; lo que hizo un tiro
de seis caballos de un hermoso color gris ratón. Como no encontraba con
qué hacer un cochero:
—Voy a ver —dijo Cenicienta—, si hay algún ratón en la trampa, para
hacer un cochero.
—Tienes razón —dijo su madrina—, anda a ver.
Cenicienta le llevó la trampa donde había tres ratones gordos. El hada
eligió uno por su imponente barba, y habiéndolo tocado quedó
convertido en un cochero gordo con un precioso bigote. En seguida, ella le
dijo:
—Baja al jardín, encontrarás seis lagartos detrás de la regadera;
tráemelos.
Tan pronto los trajo, la madrina los trocó en seis lacayos que se subieron
en seguida a la parte posterior del carruaje, con sus trajes galoneados,
sujetándose a él como si en su vida hubieran hecho otra cosa. El hada dijo
entonces a Cenicienta:
—Bueno, aquí tienes para ir al baile, ¿no estás bien aperada?
—Es cierto, pero, ¿podré ir así, con estos vestidos tan feos?
Su madrina no hizo más que tocarla con su varita, y al momento sus ropas
se cambiaron en magníficos vestidos de paño de oro y plata, todos
recamados con pedrerías; luego le dio un par de zapatillas de cristal, las
más preciosas del mundo.
Una vez ataviada de este modo, Cenicienta subió al carruaje; pero su
madrina le recomendó sobre todo que regresara antes de la medianoche,
advirtiéndole que si se quedaba en el baile un minuto más, su carroza
volvería a convertirse en zapallo, sus caballos en ratas, sus lacayos en
lagartos, y que sus viejos vestidos recuperarían su forma primitiva. Ella
prometió a su madrina que saldría del baile antes de la medianoche.
Partió, loca de felicidad.
El hijo del rey, a quien le avisaron que acababa de llegar una gran princesa
que nadie conocía, corrió a recibirla; le dio la mano al bajar del carruaje y
la llevó al salón donde estaban los comensales. Entonces se hizo un gran
silencio: el baile cesó y los violines dejaron de tocar, tan absortos estaban
todos contemplando la gran belleza de esta desconocida. Sólo se oía un
confuso rumor:
—¡Ah, qué hermosa es!
El mismo rey, siendo viejo, no dejaba de mirarla y de decir por lo bajo a la
reina que desde hacía mucho tiempo no veía una persona tan bella y
graciosa. Todas las damas observaban con atención su peinado y sus
vestidos, para tener al día siguiente otros semejantes, siempre que
existieran telas igualmente bellas y manos tan diestras para
confeccionarlos. El hijo del rey la colocó en el sitio de honor y en seguida
la condujo al salón para bailar con ella. Bailó con tanta gracia que fue un
motivo más de admiración.
Trajeron exquisitos manjares que el príncipe no probó, ocupado como
estaba en observarla. Ella fue a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo
mil atenciones; compartió con ellas los limones y naranjas que el príncipe
le había obsequiado, lo que las sorprendió mucho, pues no la conocían.
Charlando así estaban, cuando Cenicienta oyó dar las once tres cuartos;
hizo al momento una gran reverenda a los asistentes y se fue a toda prisa.
Apenas hubo llegado, fue a buscar a su madrina y después de darle las
gracias, le dijo que desearía mucho ir al baile al día siguiente porque el
príncipe se lo había pedido. Cuando le estaba contando a su madrina todo
lo que había sucedido en el baile, las dos hermanas golpearon a su puerta;
Cenicienta fue a abrir.
—¡Cómo habéis tardado en volver! les dijo bostezando, frotándose los
ojos y estirándose como si acabara de despertar; sin embargo no había
tenido ganas de dormir desde que se separaron.
—Si hubieras ido al baile, le dijo una de las hermanas, no te habrías
aburrido; asistió la más bella princesa, la más bella que jamás se ha visto;
nos hizo mil atenciones, nos dio naranjas y limones.
Cenicienta estaba radiante de alegría. Les preguntó el nombre de esta
princesa; pero contestaron que nadie la conocía, que el hijo del rey no se
conformaba y que daría todo en el mundo por saber quién era. Cenicienta
sonrió y les dijo:
—¿Era entonces muy hermosa? Dios mío, felices vosotras, ¿no podría
verla yo? Ay, señorita Javotte, prestadme el vestido amarillo que usáis
todos los días.
—Verdaderamente, dijo la señorita Javotte, ¡no faltaba más! Prestarle mi
vestido a tan feo Culocenizón tendría que estar loca.
Cenicienta esperaba esta negativa, y se alegró, pues se habría sentido
bastante confundida si su hermana hubiese querido prestarle el vestido.
Al día siguiente, las dos hermanas fueron al baile, y Cenicienta también,
pero aún más ricamente ataviada que la primera vez. El hijo del rey estuvo
constantemente a su lado y diciéndole cosas agradables; nada aburrida
estaba la joven damisela y olvidó la recomendación de su madrina; de
modo que oyó tocar la primera campanada de medianoche cuando creía
que no eran ni las once. Se levantó y salió corriendo, ligera como una
gacela. El príncipe la siguió, pero no pudo alcanzarla; ella había dejado
caer una de sus zapatillas de cristal que el príncipe recogió con todo
cuidado.
Cenicienta llegó a casa sofocada, sin carroza, sin lacayos, con sus viejos
vestidos, pues no le había quedado de toda su magnificencia sino una de
sus zapatillas, igual a la que se le había caído.
Preguntaron a los porteros del palacio si habían visto salir a una princesa;
dijeron que no habían visto salir a nadie, salvo una muchacha muy mal
vestida que tenía más aspecto de aldeana que de señorita.
Cuando sus dos hermanas regresaron del baile, Cenicienta les preguntó si
esta vez también se habían divertido y si había ido la hermosa dama.
Dijeron que si, pero que había salido escapada al dar las doce, y tan
rápidamente que había dejado caer una de sus zapatillas de cristal, la más
bonita del mundo; que el hijo del rey la había recogido dedicándose a
contemplarla durante todo el resto del baile, y que sin duda estaba muy
enamorado de la bella personita dueña de la zapatilla. Y era verdad, pues
a los pocos días el hijo del rey hizo proclamar al son de trompetas que se
casaría con la persona cuyo pie se ajustara a la zapatilla.
Empezaron probándola a las princesas, en seguida a las duquesas, y a toda
la corte, pero inútilmente. La llevaron donde las dos hermanas, las que
hicieron todo lo posible para que su pie cupiera en la zapatilla, pero no
pudieron. Cenicienta, que las estaba mirando, y que reconoció su zapatilla,
dijo riendo:
—¿Puedo probar si a mí me calza?
Sus hermanas se pusieron a reír y a burlarse de ella. El gentilhombre que
probaba la zapatilla, habiendo mirado atentamente a Cenicienta y
encontrándola muy linda, dijo que era lo justo, y que él tenía orden de
probarla a todas las jóvenes. Hizo sentarse a Cenicienta y acercando la
zapatilla a su piececito, vio que encajaba sin esfuerzo y que era hecha a su
medida.
Grande fue el asombro de las dos hermanas, pero más grande aún cuando
Cenicienta sacó de su bolsillo la otra zapatilla y se la puso. En esto llegó la
madrina que, habiendo tocado con su varita los vestidos de Cenicienta, los
volvió más deslumbrantes aún que los anteriores.
Entonces las dos hermanas la reconocieron como la persona que habían
visto en el baile. Se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por todos los
malos tratos que le habían infligido. Cenicienta las hizo levantarse y les
dijo, abrazándolas, que las perdonaba de todo corazón y les rogó que
siempre la quisieran.
Fue conducida ante el joven príncipe, vestida como estaba. Él la encontró
más bella que nunca, y pocos días después se casaron. Cenicienta, que era
tan buena como hermosa, hizo llevar a sus hermanas a morar en el palacio
y las casó en seguida con dos grandes señores de la corte.
FIN
MORALEJA
En la mujer rico tesoro es la belleza,
el placer de admirarla no se acaba jamás;
pero la bondad, la gentileza
la superan y valen mucho más.
Es lo que a Cenicienta el hada concedió
a través de enseñanzas y lecciones
tanto que al final a ser reina llegó
(Según dice este cuento con sus moralizaciones).
Bellas, ya lo sabéis: más que andar bien peinadas
os vale, en el afán de ganar corazones
que como virtudes os concedan las hadas
bondad y gentileza, los más preciados dones.
OTRA MORALEJA
Sin duda es de gran conveniencia
nacer con mucha inteligencia,
coraje, alcurnia, buen sentido
y otros talentos parecidos,
Que el cielo da con indulgencia;
pero con ellos nada ha de sacar
en su avance por las rutas del destino
quien, para hacerlos destacar,
no tenga una madrina o un padrino.