Clarine
Clarine
Clarine
Además de bella, era una joven tierna que trataba a todo el mundo con amabilidad y siempre
tenía una sonrisa en los labios.
Vivía con su madrastra, una mujer déspota y mandona que tenía dos hijas tan engreídas como
insoportables. Feas y desgarbadas, despreciaban a la dulce muchachita porque no soportaban
que fuera más hermosa que ellas.
La trataban como a una criada. Mientras las señoronas dormían en cómodas camas con dosel,
ella lo hacía en una humilde buhardilla. Tampoco comía los mismos manjares y tenía que
conformarse con las sobras. Por si fuera poco, debía realizar los trabajos más duros del hogar:
lavar los platos, hacer la colada, fregar los suelos y limpiar la chimenea. La pobrecilla siempre
estaba sucia y llena de ceniza, así que todos la llamaban Cenicienta.
Un día, llegó a la casa una carta proveniente de palacio. En ella se decía que Alberto, el hijo del
rey, iba a celebrar esa noche una fiesta de gala a la que estaban invitadas todas las mujeres
casaderas del reino. El príncipe buscaba esposa y esperaba conocerla en baile.
– ¡Está claro que me elegirá a mí! Soy más esbelta e inteligente. Además… ¡Mira qué bien me
sienta este vestido! – dijo la mayor dejando ver sus dientes de conejo mientras se apretaba las
cintas del corsé tan fuerte que casi no podía respirar.
– ¡Ni lo sueñes! ¡Tú no eres tan simpática como yo! Además, sé de buena tinta que al príncipe
le gustan las mujeres de ojos grandes y mirada penetrante – contestó la menor de las
hermanas mientras se pintaba los ojos, saltones como los de un sapo.
Cenicienta las miraba medio escondida y soñaba con acudir a ese maravilloso baile. Como un
sabueso, la madrastra apareció entre las sombras y le dejó claro que sólo era para señoritas
distinguidas.
– ¡Ni se te ocurra aparecer por allí, Cenicienta! Con esos andrajos no puedes presentarte en
palacio. Tú dedícate a barrer y fregar, que es para lo que sirves.
– ¡Qué desdichada soy! ¿Por qué me tratan tan mal? – repetía sin consuelo.
De repente, la estancia se iluminó. A través de las lágrimas vio a una mujer de mediana edad y
cara de bonachona que empezó a hablarle con voz aterciopelada.
– Soy tu hada madrina y vengo a ayudarte, mi niña. Si hay alguien que tiene que asistir a ese
baile, eres tú. Ahora, confía en mí. Acompáñame al jardín.
Salieron de la casa y el hada madrina cogió una calabaza que había tirada sobre la hierba. La
tocó con su varita y por arte de magia se transformó en una lujosa carroza de ruedas doradas,
tirada por dos esbeltos caballos blancos. Después, rozó con la varita a un ratón que correteaba
entre sus pies y lo convirtió en un flaco y servicial cochero.
– ¡Oh, qué maravilla, madrina! – exclamó la joven-. Pero con estos harapos no puedo
presentarme en un lugar tan elegante.
Cenicienta estaba a punto de llorar otra vez viendo lo rotas que estaban sus zapatillas y los
trapos que tenía por vestido.
Con otro toque mágico transformó su desastrosa ropa en un precioso vestido de gala. Sus
desgastadas zapatillas se convirtieron en unos delicados y hermosos zapatitos de cristal. Su
melena quedó recogida en un lindo moño adornado con una diadema de brillantes que dejaba
al descubierto su largo cuello ¡Estaba radiante! Cenicienta se quedó maravillada y empezó a
dar vueltas de felicidad.
– ¡Oh, qué preciosidad de vestido! ¡Y el collar, los zapatos y los pendientes…! ¡Dime que esto
no es un sueño!
– Claro que no, mi niña. Hoy será tu gran noche. Ve al baile y disfruta mucho, pero recuerda
que tienes que regresar antes de que las campanadas del reloj den las doce, porque a esa hora
se romperá el hechizo y todo volverá a ser como antes. ¡Ahora date prisa que se hace tarde!
Cuando entró en el salón donde estaban los invitados, todos se apartaron para dejarla pasar,
pues nunca habían visto a una dama tan bella y refinada. El príncipe acudió a besarle la mano y
se quedó prendado inmediatamente. Desde ese momento, no tuvo ojos para ninguna otra
mujer.
– ¡He de irme! – susurró al príncipe mientras echaba a correr hacia la carroza que le esperaba
en la puerta.
Pero Cenicienta ya se había alejado cuando sonó la última campanada. En su escapada, perdió
uno de los zapatitos de cristal y el príncipe lo recogió con cuidado. Después regresó al salón,
dio por finalizado el baile y se pasó toda la noche suspirando de amor.
El hombre obedeció sin rechistar y fue casa por casa buscando a la dueña del delicado zapatito
de cristal. Muchas jóvenes que pretendían al príncipe intentaron que su pie se ajustara a él,
pero no hubo manera ¡A ninguna le servía!
Por fin, se presentó en el hogar de Cenicienta. Las dos hermanastras bajaron cacareando como
gallinas y le invitaron a pasar. Evidentemente, pusieron todo su empeño en calzarse el zapato,
pero sus enormes y gordos pies no entraron en él ni de lejos. Cuando el sirviente ya se iba,
Cenicienta apareció en el recibidor.
Las hermanaras, al verla, soltaron unas risotadas que más bien parecían rebuznos.
Pero el lacayo tenía la orden de probárselo a todas, absolutamente todas, las mujeres del
reino. Se arrodilló frente a Cenicienta y con una sonrisa, comprobó cómo el fino pie de la
muchacha se deslizaba dentro de él con suavidad y encajaba como un guante.
¡La cara de la madre y las hijas era un poema! Se quedaron patidifusas y con una expresión
tan bobalicona en la cara que parecían a punto de desmayarse. No podían creer que
Cenicienta fuera la preciosa mujer que había enamorado al príncipe heredero.
– Señora – dijo el sirviente mirando a Cenicienta con alegría – el príncipe Alberto la espera.
Venga conmigo, si es tan amable.
Con humildad, como siempre, Cenicienta se puso un sencillo abrigo de lana y partió hacia el
palacio para reunirse con su amado.
En Mundo Primaria hemos preparado este especial sobre el cuento de La Cenicienta, para que
además de disfrutarlo de diferentes formas (texto, vídeo o audiocuento) puedas conocer un
poco más sobre esta fascinante historia que ha cautivado a generación tras generación, los
autores que la han adaptado y cómo se ha ido moldeando desde sus primeras versiones a la
narración que conocemos a día de hoy.
Parece ser que La Cenicienta original se remonta a la cuna de las civilizaciones ya que vemos
cierta similutd en algunas historias que se han conservado a lo largo de los siglos y que datan
de la Grecia clásica o el Antiguo Egipto.
Principalmente llama la atención la historia de Ródope, una muchacha blanca, secuestrada por
piratas y vendida a una familia como sirvienta, es rechazada por todos los que la rodean, por
ser de raza diferente. De pronto su vida da un giro, gracias a un halcón que roba su sandalia y
la deja caer en el palacio del faraón Amosis I, quien lo interpreta como una señal divina y
ordena la búsqueda de la propietaria para casarse con ella.
Por su parte, China también tiene su propia versión, que guarda muchos más paralelismos con
la actual. Yeh Shen, una bella joven de pies pequeños (en la cultura china este atributo es
símbolo de belleza) vive con su malvada madrastra, quien la hace trabajar como sirvienta. Un
día se anuncia un baile en la región, al que la malvada mujer le prohíbe asistir. La chica,
denostada por la familia, tiene como único amigo a un pez de colores (en Oriente, estos
animales poseen enorme simbología), al que la madrastra, conocedora de los poderes del
animal, cocina y sirve como cena. Pero Yeh Shen guarda la espina, y la magia del pez le otorga
un vestido y unos preciosos zapatos para poder asistir a la fiesta. Al verla aparecer, el
emperador se enamora al instante, pero la joven huye en seguida antes de que la magia se
desvanezca. Este manda buscar por toda la región a su enamorada de diminuto pie. Para
engañarle, la madrastra corta a una de sus hijas los dedos de los pies y a la otra los talones.
Finalmente la mentira es descubierta. La madrastra es lanzada a un pozo y las hermanastras
apedreadas.
Del mismo modo, con una adaptación más cruenta, aunque cabe decir que más fiel a la
clásica, los hermanos Grimm (Alemania) la publican en el año 1812, dentro de la
colección “Cuentos de la infancia y del hogar.
Los cuentos populares infantiles van siendo adaptados a cada contexto social, pero sus valores
resultan universales y permanecen intactos al paso del tiempo.