LaHechizada - Manuel Mujica Lainez
LaHechizada - Manuel Mujica Lainez
LaHechizada - Manuel Mujica Lainez
M
i i madre murió cuando éramos muy niños. Desde
entonces el carácter de mi padre se ensombreció.
Su viudez, al coincidir con los acontecimientos
revolucionarios de 1810, produjo trastornos
considerables en su casa y en su vida. Era mi padre
un hombre aferrado a la añeja tradición: bajo el régimen español
había desempeñado la auditoría de guerra de varios virreyes, y
su fortuna, sumada a la que le aportó la herencia de su suegro,
prosperó hasta destacarle entre los vecinos más acaudalados de
Buenos Aires. He conservado su testamento, en el cual detalla con
orgullo melancólico la lista de las propiedades perdidas: porque las
perdió, embargadas por el gobierno patrio, que sospechaba de su
contribución a los levantamientos para abolirlo.
Admiraba a M. Proust, H.
James y V. Woolf. Obtuvo, entre
otros, el Premio Nacional de
Literatura (1963) y recibió la
Legión de Honor del Gobierno
de Francia (1982). En 1931
comenzó a colaborar en La
Nación como crítico de arte y
en 1936 reunió bajo el título de
Glosas castellanas sus artículos
periodísticos; dos años después
publicó la novela Don Galaz de
Buenos Aires. En 1981 se estrenó
la película De la misteriosa,
basada en la novela de igual
nombre.
127
Para que no le importunáramos y dejáramos de vagar por las galerías, se le ocurrió
enviarnos diariamente después del almuerzo, a jugar en casa de su prima Paula
Mendoza. Así lo hicimos durante mucho tiempo. Tía Paula era una de las señoras
principales de la ciudad. Creía mi padre que, sola y sin hijos, nos dedicaría su
tarde, pero tía Paula apenas disponía de unos minutos para nosotros. Siempre
la rodeaban las visitas. Y en la huerta, más allá de los patios, nos refugiamos
Asunción y yo, entre los criados de la casa de tía Paula.
Asunción dejaba ya de ser una niña. Cuando sucedió lo que voy a contar (acerca
de lo cual pueden ustedes ser escépticos sin incomodarme, pues su extravagancia
justifica no sólo el recelo, sino también la incredulidad), mi hermana tenía trece
años. Yo andaba por los doce y la adoraba.
Las tardes de Bernarda Velazco se enhebraban sobre una alfombra que había sido
azul y que la pátina del tiempo había desvaído hasta lavarla con tonos misteriosos,
como de cielos muy pálidos, muy delicados, muy leves. Alrededor, como en una
estampa de mercado asiático, esparcíanse los nobles objetos de metal de aquella
casa rica. Bernarda Velazco cuidaba de ellos; los frotaba todas las semanas
con ceniza; los pulía con retazos de terciopelo; los hacía brillar hasta que los
candelabros de plata parecían de oro, y las salvillas de oro parecían de fuego y
arrojaban llamas cuando las alzaba.
De vez en vez, caía por la huerta algún enamorado suyo. Era en ciertos casos el
encendedor de forales Sansón, a quien apodaban así por su extraordinaria estatura.
En otras ocasiones se deslizaba a través de los patios Martín, el aguatero, que había
dejado a la puerta su carro arrastrado por una yunta de bueyes. Pero la charla de
los galanes no la entretenía. Bernarda se encastillaba, distante, altanera. Levantaba
una jícara entre los dedos finos y la limpiaba suavemente, mientras los muchachos
128
la rondaban, erguidos para que volara el garbo de sus figuras, o aparentaban no
percatarse de su desdén y estiraban los perfiles mitad indios y mitad gitanos, una
flor en la oreja, en la mano un junco.
Mi angustia no se nutría tanto, con ser yo un niño impresionable, del terror de los
monstruos evocados por ella, como de la atmósfera siniestra y simultáneamente
cautivante que envolvía a Bernarda Velazco.
129
Oculto por el naranjal, las espiaba. Quedaba la una sentada frente a la otra
larguísimo rato. Bernarda hablaba despacio, con la mirada en la vinajera o
en el mate o en el tejido que proseguía con habilidad, y de repente levantaba
los párpados y fijaba en Asunción sus ojos gatunos. Cuando llegaban los
cortejantes, apenas correspondía a su saludo, así que un día, acaso de común
acuerdo, no regresaron. Yo armaba trampas para cazar pájaros y cavaba en
el jardín, pero más a menudo los celos me mantenían quieto entre la fronda,
atisbando.
Hasta que una tarde Bernarda dejó de hablar. Desde entonces, protegidos
por el tapiz que las separaba de todo, y mi hermana no hiciera más que
mirarse, las horas se desgranaban con perezoso ritmo. El pecho de Asunción
pujaba bajo el vestido tenso. A partir de ese instante comenzó a producirse la
inexplicable transformación. Tan sutil fue el desarrollo del proceso que jamás,
aunque varié el escondite y me arrimé cuanto pude, me fue dado a captar
un signo de la mudanza en el segundo mismo en que ella ocurría. Pero lo
cierto es que esa mudanza tenía lugar. Insensiblemente, las cejas de Asunción
se curvaron en la copia del trazo de las de Bernarda, en tanto que las de
ésta se alisaban y extendían como las de mi hermana. Fue luego o antes,
porque esto, la exactitud de cada evolución de la embrujada metamorfosis
no lo sabría precisar, la boca de la mulata pareció sumirse hasta trocarse en
delgada línea, mientras que la de Asunción se redondeaba y enriquecía con el
voluptuoso dibujo de los labios de Bernarda Velazco. Y luego fueron los ojos.
Yo estudiaba a mi hermana en casa cuando pedíamos a mi padre la bendición
y la luz de los candelabros le daba de lleno. Una noche discerní en el fondo
de sus ojos algo nuevo, como si otros ojos fueran surgiendo, aflorando, de la
profundidad de los suyos, y entintándolos con reflejos verdes.
Por fin no pude más y, angustiado interrogué a Asunción, pero se hecho a reír
de lo que le dije, con una risa ronca, extranjera, y por otra parte lo dije mal, a
tropezones, pues era imposible que expresara cabalmente la idea que tenía, o
sea que Bernarda la iba devorando. O no, no es eso, tampoco es eso, pues se
devoraban la una a la otra, se trasladaban una a la otra si tal descripción tiene
sentido en viaje de etapas inubicables. Y lo peor es que nadie se daba cuenta.
Traté de hacerlo comprender a mi padre quien, con un corto ademán, como
se ahuyentara un moscardón, me mandó a que jugara en el patio. —¡Qué
disparate! —comentó— Asunción crece; ya es una señorita. Eso es lo único
que sucede.
130
Mi entrometimiento me privó el resto de confianza que mi hermana depositaba
en mí. Ya no me dirigió la palabra y vivimos el uno junto al otro como extraños.
Entre tanto, en la huerta de la casa de tía Paula, que el verano poblaba de
abejas y de cigarras, el maleficio proseguía. Asunción empezó a dorarse, como
si el reflejo del oro acumulado alrededor se transmitiera a su piel y la mulata
palidecía, como si se estuviera desangrando.
Fue Bernarda Velazco quien me dio respuesta, Bernarda, que había terminado
de apoderarse de mi hermana, de trasvasarla toda a ella: —¿Qué quieres? —me
interrogó ásperamente. —No, tú no, tú no, mi hermana… —Yo soy tu hermana,
Beltrán.
132
La hechizad
Yo era un niño, un niño de doce años. No se me ocurría qué hacer, a quién
recurrir. Las pesadillas me torturaban de noche. —¿No vendrá Asunción?
—gemía mi hermana recostándose entre la orfebrería olvidada. —Asunción
eres tú…
Manuel Mujica Laínez, “La hechizada” (adaptación), en Misteriosa Buenos Aires, 13ª ed. Argentina: Sudamericana, 1980,
pp. 227-239. (Piragua)
133