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El Soldadito de Plomo Danna

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EL SOLDADITO DE PLOMO

Había una vez un niño que tenía muchísimos juguetes, pero un


buen día su abuelo le hizo un regalo muy especial. Se trataba de
una preciosa caja de madera, que contenía en su interior una serie
de soldaditos de plomo realizados a mano a base de fuego y metal.
Todos llevaban el fusil al hombro, vestían espléndidas chaquetas
rojas y pantalones azules y mantenían la mirada al frente.

– ¡Soldaditos de plomo! ¡Muchas gracias, abuelo! – dijo el niño con


alegría.

Inmediatamente el pequeño fue sacando con cuidado todos los


soldados de la caja, uno a uno, y los depositó sobre su escritorio
como si estuvieran en formación. ¡Qué elegantes lucían! Parecían
un ejército de verdad. Sin embargo, al sacar de la caja al último de
los soldaditos, el pequeño se percató de que le faltaba una pierna.
Lo que pasó fue que cuando los artesanos estaban fundiendo al
último de los soldados, se les terminó el plomo y tuvieron que
dejarlo sin una pierna.

El pequeño no se entristeció por ello, pero decidió colocarlo en el


sitio más especial en su habitación: lo situó frente a uno de sus
mejores juguetes, un hermoso castillo de papel donde vivía una
bella bailarina vestida con un delicado vestido de tul rosa. La
bailarina estaba apoyada sobre una sola pierna con sus brazos
estirados, lucía tan bella que el soldadito al verla ni siquiera reparó
en que se trataba de un pose de ballet y creyó que le faltaba una
pierna, al igual que a él.

Desde entonces cuando el pequeño se iba a dormir, el soldadito


pasaba largas horas mirando a la bailarina, ajeno al resto de los
juguetes de la habitación. De hecho, mientras los demás juguetes
saltaban y se divertían, el soldadito solo tenía ojos para su
bailarina:

– ¡Es tan bella y se parece tanto a mí! – pensaba el soldadito cada


vez que la veía.
Sin embargo, entre los juguetes había uno muy singular que no le
perdía pie ni pisada al soldadito de plomo. Se trataba de un
duende encerrado en una caja sorpresa, desde la que solía saltar
para asustar a todos los juguetes que se acercaran. Un día, el mal
humorado duende le dijo al soldadito:

– ¿Por qué me miras fijamente?

El soldadito no le contestó, prefirió desviar la mirada y mantener la


compostura.

– ¡Ah! ¿Te crees muy listo? ¡Atente a las consecuencias! – amenazó


el duende al soldadito.

Aquel incidente no habría tenido mayor trascendencia de no haber


sido porque una tarde, el niño decidió cambiar de lugar al soldadito
de plomo situándolo con el resto de sus compañeros, para que
fuesen a luchar al frente. Mientras los iba organizando, colocó al
soldadito de plomo en el borde de la ventana. Y, misteriosamente,
cuando el niño levantó la mirada, el soldadito ya no estaba. Buscó
por todos los rincones de su habitación pero no encontró al
soldado, y pensó que tal vez podría haberse caído a la calle con
una ráfaga de viento.

Sin embargo, en realidad había sido el duende de la caja sorpresa


que lo había lanzado por la ventana sin que nadie lo viera. El
pequeño no pudo bajar a buscar al soldadito porque había mal
tiempo y la lluvia azotaba con fuerza la fachada de su casa:

– Cuando cese la lluvia lo buscarás – le dijo su madre.

Pero unos niños, que estaban jugando en la calle bajo la lluvia, se


adelantaron y encontraron al soldadito bajo la ventana.
Entusiasmados, decidieron jugar con él:

– ¡Le haremos un barco de papel para que navegue! – propuso uno


de los niños.

De este modo, cogieron un periódico viejo, hicieron un barquito y,


aprovechando que la lluvia había formado pequeños riachuelos en
las aceras, colocaron al soldadito sobre el barco de papel para que
navegara por ellos. Rápidamente el soldadito terminó dentro de
una alcantarilla.

– ¡Dios mío! ¿A dónde iré a parar? ¿Qué será de mí? Nada de esto
me importaría si estuviera conmigo la hermosa bailarina – pensó
abatido el soldadito.

Mientras tanto, el barquito, que era de papel, se iba deshaciendo,


por lo que el soldadito terminó siendo arrastrado con fuerza por el
agua. Así continuó navegando sin poder detenerse, hasta que llegó
al mar. Poco antes de que el soldadito llegase al fondo, un pez muy
grande se lo tragó. Dentro del pez solo había silencio y oscuridad,
pero el soldadito era valiente y no tenía miedo.

Muy pronto se durmió en el estómago del pez. Sin embargo, poco


duró su tranquilidad porque el pez había sido pescado y ya estaba
rumbo al mercado de la ciudad.

La buena suerte quiso que la madre del niño decidiera que ese día
iba a cocinar pescado fresco, así que marchó al mercado y compró
aquel pez. Cuando llegó a casa y se puso a limpiar el pescado,
descubrió que en su interior había un soldadito de plomo muy
parecido al que había perdido su hijo. Inmediatamente llamó al
niño para darle la buena noticia.

El pequeño estaba muy contento por tener de nuevo al soldadito,


lo colocó en su escritorio, justo frente a la ventana y bajó a cenar.
Un momento después, una fuerte ráfaga de viento abrió con fuerza
la ventana y lanzó al soldadito de plomo directo a la chimenea de
la habitación que se encontraba encendida.

El pobre soldadito, comenzó a derretirse lentamente bajo el calor


de las llamas. Sentía mucho dolor pero como podía ver a su
bailarina, se sintió aliviado. De pronto, una nueva ráfaga de viento
empujó a la bailarina de papel hacia el fuego y, en un singular
revoloteo que parecía una magnífica función de ballet, la bailarina
terminó junto al soldadito en las llamas. Sin embargo, tuvieron el
tiempo suficiente para mirarse antes de que el fuego terminara de
devorarlos.
A la mañana siguiente, cuando el fuego ya se había apagado, el
niño encontró bajo las cenizas un pedazo de corazón de plomo
fundido, que parecía lanzar destellos de purpurina y telas de tul y
seda

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