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El Objetivo de Reducir La Desigualdad

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El objetivo de reducir la desigualdad,

indispensable para otros.

La nueva Agenda 2030 cuyo propósito global es lograr los Objetivos de


Desarrollo Sostenible (ODS) supone avances notables respecto a su
predecesora, los Objetivos del Milenio (ODM), rectores hasta el año
pasado.

El principal es su universalidad, que requiere a su vez de una ambición


de cambio estructural. Los ODM se centraron en las consecuencias de
la injusticia y en dirigir una financiación suficiente a revertirlas, sea en
educación, salud o alimentación, entre otros derechos. La
responsabilidad de los países desarrollados se limitaba a la provisión
de ayuda eficaz y ciertas medidas relacionadas con el comercio y el
medio ambiente. El sistema no era cuestionado.

Los nuevos ODS incorporan aspectos estructurales, centrales para


lograr la erradicación de la pobreza en un mundo sostenible y justo. El
empleo de calidad, cambios en el modelo productivo o la lucha contra
el cambio climático, son ámbitos necesarios y pertinentes para
cualquier país, sea cual sea su nivel de desarrollo.

El ejemplo más claro de este carácter sistémico de los ODS es el 10,


referido a la desigualdad y su incremento imparable, hoy en boca de
todos. Y no solo en las de economistas transformadores como Piketty
o de movimientos sociales. También sospechosos poco habituales de
ser “anti sistema” como Christine Lagarde o billonarios americanos, se
han referido a la desigualdad extrema como uno de los riesgos de
nuestro tiempo. El Papa ha sido, como en otros temas, más profético y
contundente que nadie y ha calificado la desigualdad como “la raíz de
los males sociales”, desarrollando su argumento en múltiples
intervenciones.
Hay un acuerdo notable, basado en múltiples investigaciones, en que la
desigualdad no solo es injusta. Cuando crece y perdura, como es el
caso en la mayoría de los países, frena el crecimiento, lo hace menos
inclusivo y sostenible, rompe la cohesión y estabilidad sociales e impide
acabar con la pobreza. La teoría del rebalse por la cual basta con crear
riqueza para acabar con la pobreza, está muerta. Hoy, la riqueza creada
es acaparada de forma obscena por unos pocos, por ese 1 % que,
cooptando leyes y políticas, ya posee la misma riqueza que el resto de
la humanidad. Un reciente informe de Oxfam demuestra que solo 62
billonarios tienen la misma riqueza que 3600 millones de personas.

Donde hay menos consenso es en las soluciones. O digamos que hay


más miedo. Ese temor reverencial que tenemos los que nos sentimos
“seguros”, a perturbar el orden establecido y entrar en terrenos inciertos,
de cambio transformador. A las personas vulnerables no les queda otra,
ya perdieron ese miedo.

Una consecuencia de ese temor es la dificultad de enfrentar la


desigualdad con objetivos ambiciosos, políticas transformadoras e
indicadores claros. Buen ejemplo de ello es el ODS 10. Su primera meta
está centrada en elevar el ingreso del 40 % más pobre de cada país por
encima de la media nacional. Al no referirse al ingreso del 1 % o del 10
% más rico, la meta se queda corta. No tiene en cuenta la finitud de los
recursos y la necesidad de asegurar la sostenibilidad planetaria, ni
asegurar que no es la clase media la que se pauperiza donde aun es
fuerte o apenas sale de la pobreza donde está emergiendo. La
redistribución de recursos y riqueza es imprescindible.

El resto de los contenidos del ODS 10 tiene las referencias adecuadas,


a la inclusión económica y políticas fiscales, salariales y de protección
social que avancen en la igualdad. Bien, aunque sabemos que estas
aspiraciones no se conseguirán con enunciados retóricos sino con
medidas de política duras y valientes, que reduzcan las brechas
salariales, acaben con la evasión y elusión fiscal y aseguren una renta
básica a la población más vulnerable. Una fiscalidad justa debe
asegurar políticas sociales fuertes que garanticen, entre otros derechos,
una educación universal de calidad, catalizadora de otros derechos y
de una mayor equidad.

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