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Jenjo El Malo

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¿Te han contado tus padres o tus abuelos

alguna historia en la que el malo sea el


personaje más importante? Suena extra-
ño, ¿verdad? Parece que todos les restan
valor a los villanos. Parece que los malva-
dos no tienen más opción que serlo. Todo
el mundo alaba a los héroes. No dejan de
hablar de sus grandes hazañas, belleza y
todo cuanto los rodea. Además, a menudo
da la impresión de que todos los malos de
la historia son feos, viejos y que se ríen de
manera extraña.
A muchos no les importará este asunto,
y quizás ni siquiera deseen mencionarlo o
tomarse el tiempo para pensar en él. Pero a
mí sí me interesa mucho. Me desagrada
nunca encontrar en los libros la explica-ción al
porqué de la maldad del enemigo del héroe.
Quizás nadie lo entendía, o sen-cillamente
nació con una sonrisa malévo-
la dibujada en el rostro. Talvez nunca supo
que era el malo de la historia.
Ahora les explicaré por qué me molesta
tanto. Bueno, se debe a que aquí, en la sel-
va, yo soy el ruin, el villano, el malo.
No soy ningún anciano decrépito, como
describen a los malvados en los cuentos; en
realidad, soy bastante joven. Y tampo-co
tengo una risa fuera de lo común, pues no
creo que mi croar sea raro en absoluto. Así
que todo eso queda descartado. Solo me
hace falta mencionar la fealdad. Por mucho
tiempo lo creí, era lo único que ex-plicaba por
qué todos huían de mí. Pero
esa idea quedó fuera de mi mente cuan-do
dejé de ser renacuajo, el día que me vi por
primera vez re ejado en un charco. Mi piel es
de un dorado intenso y mis ojos son enormes.
No es por presumir, pero nunca he visto una
rana más apuesta que yo.
Yo nunca pedí ser el malo de la historia.
Aparentemente, nací siéndolo. En la selva,
las ranas no tenemos buena fama; y me re-
ero a las ranas venenosas. Soy consciente
de que nadie puede tocarme sin envene-narse
y que una sola gota de mi sudor po-dría
mandar al veterinario a los animales más
grandes. Pero esto no es algo sobre lo que yo
pueda ejercer control o que siquiera
me dieran a elegir. Nací venenoso.
A pesar de ello, nunca se me había cru-
zado por la cabeza ser malo. Después de
todo, mis padres me enseñaron a no decir
mentiras, a no jugar con mi baba vene-nosa y
a compartir siempre mis moscas y mis
hormigas con otras ranitas. Pero los otros
animales huían de mí cada vez que me
presentaba, y siempre decían: «No te
acerques a Jengo, es malo».
Hoy, sin embargo, será un día diferen-te.
Desde hace semanas he estado pensan-do y
organizando un plan maestro para hacer
amigos. En múltiples ocasiones, he
tratado de entablar una conversación, pero en
cuanto ven mi color dorado se alejan
corriendo y gritando por sus vidas. Esas
situaciones me enseñaron dos cosas:
1. Todos piensan que soy un malvado. 2.
Necesitaba cambiar de color.
Ahora bien, alterar mi apariencia es
más complicado de lo que suena. Es como
si le quisieras borrar las manchas a un oce-
lote o hacer que el mono colorado fuera ne-
gro. O por lo menos eso pensaba hasta el
día que vi una enorme charca lodosa cerca
de mi casa. A partir de entonces, desarrollé
un plan del cual esperaba salir victorioso:
dejaría de ser una rana venenosa.
Fui saltando hasta dar con un enorme
charco burbujeante, del más apestoso fan-
go que se puedan imaginar. Por un segun-
do dudé en saltar dentro de él, pero muy
en el fondo sabía que esa era la única op-
ción. Era mi última oportunidad para no ser
detestado, para no ser temido, para no ser
Jengo el malo. Así que salté.
No fue como nadar en las aguas crista-
linas a las cuales estoy acostumbrado. Era
pegajoso y completamente asqueroso. Aun
así tomé un poco con una de mis patas y
comencé a pintarme con lodo. Tardé unos
cuantos minutos hasta quedar completa-
mente seguro de que estaba bien emba-
durnado.
Salté fuera del charco de lodo y me di-
rigí a gran velocidad hasta mi casa para
observarme en un pedacito de espejo que
algún humano olvidadizo había dejado
tirado cuando visitó la selva. Cuando me
vi, ¡casi no me reconocí! Por supuesto, aún
mantenía mis seductores ojos enormes y
saltones. Pero el resto de mi cuerpo ya no
brillaba, ahora tenía un simple y común
color café. Sin olvidar ese exquisito y apes-
toso aroma que ahora me rodeaba.
«Solo espero que mi plan funcione»,
pensé.
Decidí saltar hasta el abrevadero, el
punto de reunión de los tigrillos, jabalíes,
osos hormigueros, tapires y de los famo-
sos monos araña, que parecen volar entre
los árboles gracias a su enorme agilidad.
Era el lugar perfecto para hacer amigos,
especialmente ahora que llevaba puesto mi
disfraz. Nadie podría reconocerme.
Recorrí los caminos de la selva, pero con
extremo cuidado para no tocar nada y así
evitarle una visita al médico a algún
animal. Después de varios saltos, observé
frente a mí una pequeña laguna de agua
transparente. A su alrededor había ores
hermosas y plantas de hojas gigantescas.
Hacía calor, y por esa razón muchos
animales se habían reunido en el abreva-dero.
Salté con timidez, pero aun así algu-nos
volvieron a verme, pero de inmediato
regresaron a sus conversaciones. Suspiré
aliviado. Mi disfraz estaba funcionando.
Ahora comenzaba la parte difícil. Nun-ca
en mi vida había tenido un amigo, y desde
que me separé de mi familia en la corriente
del río, apenas había podido cru-
zar dos palabras con otro animal. Así que
realmente estaba nervioso, y cuando me
siento así, me dan ganas de comer. Fui sal-
tando hasta dar con un hormiguero reple-to de
hormigas. Entonces, saqué mi larga y babosa
lengua para atraparlas una por
una. No me percaté del momento en que un extraño
animal de dos colores se acer-
có. Su boca era alargada y de ella salía una
lengua muy parecida a la mía. Era color
crema, pero su lomo era negro. Me sonrió, o
al menos eso creo. Ningún animal me había
visto de una manera tan amigable.
—Hola, no te había visto por aquí —dijo el
oso hormiguero.
—Soy nuevo en la selva —mentí por temor
a ser reconocido.
—Entonces tengo el honor de darte la
bienvenida. Me llamo Chungu, ¿y tú?
—Soy…
Y en ese momento me di cuenta de que no
había pensado en un nombre. Si decía Jengo,
todo mi plan se echaría a perder porque me
reconocerían. Así que dije lo primero que se
me cruzó por la cabeza.
—Jango.
Lo sé. No es nada creativo. Pero Chungu no se dio
cuenta de esa situación, simple-mente me sonrió y dijo
que éramos «her-manos de almuerzo». «Así que esto
es lo
que se siente tener amigos», pensé. Había un
calorcito dentro de mí y estoy seguro de que
no lo causaba el sol que brillaba inten-
samente sobre nosotros. Por primera vez, mi
sonrisa recibió otra en cambio. Chungu siguió
hablándome acerca de la selva mien-tras
continuábamos almorzando nuestras
deliciosas hormigas.
Todo parecía ir de maravilla hasta que, de
repente, el rostro del oso hormigue-
ro mostró preocupación. Por un segundo temí
que mi identidad hubiese sido descu-bierta,
pero al ver mis patas noté que se-guían cafés.
—Jango, compadre, ¿todo está bien? —Sí,
¿por qué preguntas? —dije preo-
cupado.
—Pareciera que te estás quebrando. Salté
hasta el agua con cierta di cul-
tad, pues algo me impedía moverme con
agilidad, para ver de qué estaba hablan-do el
oso hormiguero. Al instante, quedé petri cado
con lo que vi re ejado. El lodo que cubría mi
cuerpo estaba completa-mente seco y
pedazos de este se estaban cayendo. A lo
lejos podía observar el in-tenso dorado de mi
verdadera identidad venenosa. Tenía que salir
de allí lo más rá-pido posible, pero el lodo
seco entorpecía mis movimientos.
Al darme la vuelta, vi que Chungu estaba cerca de mí,
demasiado cerca para su seguri-dad. Él comenzó a estirar
su pata en mi direc-ción, como si tratase de ayudarme.
Eso causó que yo saltase hacia atrás. No podía dejar que
me tocara y que terminara envenenado por in-tentar
ayudarme. Lamentablemente, al mover-me hacia atrás caí
en el agua…
Al salir del agua comencé a escuchar
gritos de pavor. Todos los animales co-rrían
como si hubiesen visto a un cazador.
—¡Jengo el malo! —gritaban todos.
Sin embargo, esto no me dolió tanto.
Lo que terminó por hacerme llorar fue el
rostro de pánico de Chungu. Sin que este
pudiese decir algo, me fui saltando hasta mi
casa. Salté con fuerza y gran velocidad, sin
volver a ver. Quizás algunos animales
simplemente no nacimos para tener ami-gos.
Probablemente yo no servía más que para
causar miedo. Talvez era en verdad un
malvado villano.

Al llegar a casa me eché en mi cama de


hojas y seguí llorando hasta que mis ojos
saltones no pudieron producir más lágri-mas.
Luego agarré el pétalo de una or que utilizaba
como diario y escribí mojan-do una piedra na
con mi baba:
«Jengo:
1. Horrible
2. Temido
3. Triste
4. Sin amigos
5. Malo»
II

Recuerdo que después de llorar profusa-


mente, me quedé completamente dormi-
do. Desperté varias horas más tarde cu-
bierto por un pétalo. Había olvidado lo
que escribí. Al abrir mis ojos como soles,
leí la lista que me describía. Suspiré. Esas
palabras solo decían la verdad sobre Jen-
go el malo. Después de todo, eso es lo que
todos pensaban sobre mí. Y era el momen-
to de que aceptara mi realidad.
Leí tantas veces la lista, que terminé
memorizando cada una de las palabras
que aparecían en ella. Todas me parecían
una correcta descripción; excepto una:
«horrible». Aclaro que tampoco quiere de-cir
que me sintiera cómodo con las demás.
Me levanté con pereza de mi cama y salté
hasta el pedacito de espejo que tenía.
Entonces me observé. Traté de buscar los
más pequeños detalles que me podrían
hacer ver horrible, pero no los encontraba. No
tengo pelo que se mantenga constan-temente
desaliñado o lleno de suciedad, sino una
suave y brillante piel dorada. Mi ojos son
saltones y grandes, no tan-to como los de una
mosca o como los de muchos animales
nocturnos. Siempre he pensado que tienen el
tamaño perfecto.
Con mis patas delanteras agarré mi boca y
la estiré completamente. Pude ver mi larga
lengua viscosa y nada más. No parecía algo
aterrador; claro está, olvidan-do el hecho de
que mi baba es venenosa. No tengo colmillos
gigantescos como va-
rios animales de la selva. En realidad no
tengo dientes, por eso tengo que tragar mi
comida entera.
Seguí revisando cada parte de mi cuer-po:
patas, dedos, espalda… pero simple-mente
no hallaba nada que me pareciera
horrible. Quizás los otros animales podían verlo, pero
siendo honestos, a mí me gusta
mi apariencia. No creo que parezca malo.
Talvez si cambiara mi apariencia nue-
vamente podría representar el papel que
todos me asignaron: malévolo villano. Salté
fuera de mi casa y recolecté varios objetos.
Los llevé nuevamente delante del espejo y
comencé mi trabajo.
Até unas hojas secas a mi espalda con un
tallo. Me pinté unas líneas rojas en la cara con
la tintura natural de una or. A una piedra con
forma de media luna le pinté unos enormes
colmillos con mi baba
y luego me la metí a la boca. Me paré fren-te
al espejo y me in é como un globo para
parecer más amenazador.
Allí estaba con las hojas en la espalda, la
cara pintada y una roca en la boca. In-tenté
hacer ruidos como los que hacen los
tigrillos, pero terminé croando de una ma-nera muy
rara: rooo-ac… rooo-ac… croac.
Mis mejillas se comenzaron a hinchar y
casi me atraganto con la roca al soltar una
enorme carcajada. Dejé mis «dientes» a un
lado, me quité las hojas de la espalda y me
limpié la cara sin dejar de reír. Algo estaba
claro, yo no podía ser feo. Ni el espejo ni yo
mentíamos. Así que me quedé un buen
tiempo observando mi disfraz.
«Ningún animal me ha dicho feo, cier-
tamente todos huyen de mí. Pero quizás eso
se deba a mi fama de malvado y no a mi
apariencia», pensé.
Entonces, un pequeño rayo de sol se l-tró
y me iluminó. ¡Claro! No hay ningún
reglamento para malvados. Indudable-mente,
describen a la mayoría de villanos como feos
y viejos, pero no hay nada escri-to que diga
que todos deban ser poco agra-
ciados.
Quizás yo podría ser el primer villano
atractivo.
Con esa idea corrí hasta mi cama, aga-rré
el pétalo y mi piedrita para escribir, ta-ché la
primera palabra de la lista y escribí otra en su
lugar. Al ver mi trabajo sonreí y leí en voz alta:
«Jengo:
1. Horrible Guapo
2. Temido
3. Triste
4. Sin amigos
5. Malo»
III

Después de ese día, estaba en paz con mi


situación. Mis planes de hacer amigos
y ser algo más se habían esfumado por
completo cuando el lodo se escurrió de mi
cuerpo. Si yo no podía ser lo que yo que-
ría, sería lo que todos esperaban de mí.
Yo, Jengo, sería malo.
Aunque eso es más fácil decirlo que ha-
cerlo. Realmente no estaba acostumbrado
a pensar en cosas malas, así que no se me
ocurría ninguna idea perversa. Aunque de
algo estaba seguro: no usaría mi baba ve-
nenosa. Soy un villano malvado, pero no
quiero enfermar a todos. Así que, durante
la noche, me dirigí saltando a mi lugar fa-
vorito para pensar.
Me detuve cuando llegué delante de una
enorme roca blanca junto a un ria-chuelo. Era
un lugar completamente des-protegido y se
podían observar todas las
luces nocturnas en el cielo. Ciertamente, era una zona
peligrosa para cualquier otro animal, pero ningún
depredador se atre-vería a atacarme.

La brisa nocturna era lo mejor. La po-día


sentir recorrer todo mi cuerpo mien-tras su
hermano el río cantaba. Me re-cordó mi
infancia, cuando apenas era un renacuajo y
no me tenía que preocupar por idear planes
malvados para cumplir con las expectativas
de todos los animales de la selva.
Los sonidos y el ambiente de este mun-do
verde me relajaron a tal punto, que no
pude darme cuenta de que algo se acerca-ba
a mí con enorme lentitud, de manera sigilosa.
—¿Qué hace una joven rana aquí a es-tas
horas? —dijo una voz detrás de mí.
Su manera de hablar era extremada-
mente lenta, con muchas pausas; pero aun
así, salí disparado por los aires al escuchar la
primera palabra. Me tuve que sostener
de la roca para no caer estrepitosamente al
riachuelo. Lentamente me recuperé del susto
y subí a mi lugar favorito.
Delante de mí había una enorme tor-tuga.
Tenía tantas arrugas en la cara que parecía
sonreír. Me pregunté por qué no
huía de mí. —No podía dormir —mentí.

—A mí siempre me ayuda a conciliar el


sueño una buena historia. ¿Quieres que te
cuente una? —dijo la tortuga.
—Señor…
—Kobe.
—Señor Kobe —dije—. ¿Usted no sabe
quién soy yo?
—Una pequeña rana que no puede dor-mir
—respondió con una sonrisa.
—Sí, pero soy venenoso…
—¿Qué te parece si comienzo la histo-ria?
—me interrumpió.
Yo simplemente asentí. El señor Kobe era
el primer animal que me hablaba sin temor a
pesar de mirar mi verdadera apa-riencia.
Chungu ya lo había hecho antes, pero él creía
que era una rana normal. La tortuga me
estaba hablando como si yo no
fuese venenoso… ni malo.

—Hace muchas, muchas lunas, cuan-do


las selvas apenas habían nacido, los monos
caminaban sobre la tierra como tú y yo.
Andaban en cuatro patas, arrastra-ban sus
largas colas y siempre mantenían la mirada ja
en el suelo. Nadie pensaba en otra manera de
vivir, todos creían que así debían de ser los
monos. Pero eso cam-bió cuando el joven
Tumbili volvió a ver al cielo y observó a las
grandes aves volar agitando sus poderosas
alas. Él dijo que esa era la vida que quería
llevar, trepó a un árbol y comenzó a volar a su
manera,
de rama en rama. Poco a poco, los otros, que
en un principio lo creyeron loco, se le unieron.
Y es así como los monos encon-traron su
hogar en las ramas.
Después de su historia me quedé en si-
lencio por largo tiempo. Ambos mirába-
mos las luces del cielo y algunas luciérna-gas enormes
volar por el río; pensaba en esa fabulosa historia.
—Señor Kobe, ¿esa historia es verda-
dera?
—He vivido durante muchos años en esta
tierra, pero nunca olvidaría la historia de mi
mejor amigo Tumbili, joven ranita.
Mi cabeza estaba a mil por hora, varias
ideas se alborotaban en ella desde que es-
cuché la historia de la anciana tortuga. Le
agradecí y comencé a saltar hacia mi ho-gar.
Sin embargo, una duda me hizo dete-nerme.
Me volví a ver a la tortuga.
—Señor Kobe, ¿por qué no huyó de mí si
sabía quién era?
—Tú no parecías temible —dijo con una
sonrisa en el rostro.
Me despedí y tuve que aguantar las
lágrimas que intentaban escapar de mis
enormes ojos saltones. Aunque estas goti-tas
no eran como las de unos días antes, estas
eran diferentes, eran de felicidad.
Salté con gran fuerza y velocidad, por lo
que llegué rápidamente a mi casa. Me senté
en la orilla de mi cama y me quedé en
silencio. En mi cabeza estaba diseñan-do el
plan maestro. Haría algo diferente, algo que
no se esperaba de una rana vene-nosa. Sería
como el mono Tumbili, logra-ría algo
maravilloso —y malévolo en este caso—, pero
maravilloso.
Pero antes debía encargarme de algo.
Tomé el pétalo y la piedrita, y agregué:
«Jengo:
1. Horrible Guapo
2. NO temido
3. Triste
4. Sin amigos
5. Malo»
IV

Finalmente, había decidido que yo sería


un villano, un malvado como todos me
llamaban; sin embargo, lo haría a mi ma-
nera. Sería el más atractivo y menos temi-
do que hubiese visto la selva. Haría algo
inesperado, como lo hizo el mono de la
historia del señor Kobe.
Después de mi encuentro con la tortu-
ga, miles de ideas acudieron a mi cabeza.
Eran tantas que parecían moscas en un
día estival. Poco a poco fui seleccionando
aquellas que más me agradaban y logré di-
señar mi plan maestro. Yo, Jengo el malo,
crearía una máquina que esparciría el po-
len de las ores por toda la selva y causa-ría
que todos los animales se la pasaran
estornudando. ¿Qué mejor que narices con
mocos para demostrar la villanía de la cual
todos me acusaban?
Tomé la hoja más grande que encontré
y con la piedrita y mi baba me puse a dise-ñar
cada uno de los elementos de mi má-quina.
Dibujé las uniones, el lugar donde guardaría el
polen y la catapulta que ser-viría para enviarlo
en todas direcciones. Mis patitas parecían
volar por su propia cuenta. Tenía el ceño
fruncido de tan-ta concentración, y hasta creo
que saqué la punta de mi lengua por un lado
de mi enorme boca, como lo hacen los
pensado-res.

Debido a mi gran empeño. Pasé minu-tos


e incluso horas dibujando. Pero cuan-do
nalmente terminé, me sentí comple-
tamente orgulloso. Había algo mágico en
diseñar e inventar, algo que en mi vida de
rana no había experimentado.
Estudié el plano de mi máquina y noté un
pequeño defecto en toda mi idea. Para llevar
a la realidad mi plan, necesitaba al-
gunas cosas que no podría encontrar con facilidad.
Ciertamente, la madera y las lia-
nas estaban a la vuelta de la esquina, pero
requería de un recipiente para el polen.
«Podría ir al viejo campamento aban-
donado. Los humanos siempre dejan co-sas
olvidadas», pensé.
Tomé una hoja gigantesca con forma de
gota, fui en busca de una piedrita pun-tiaguda
y una liana delgada. Doblé por la mitad la
enorme cosa verde con mucho cuidado para
evitar romperla. Luego, en las orillas, le abrí
varios ori cios con la roca y en estos metí la
liana. Me aseguré
de dejar un espacio abierto en la punta. Con
un poco de habilidad até otro pedazo del hilo
de la selva para formar un arnés.
Me aparté a unos cuantos saltos de dis-
tancia para observar mi creación. Real-mente
disfrutaba de inventar cosas, pero
no lo notaba sino hasta ahora. Dejé atrás mis
pensamientos, tomé mi recién elabo-rada
bolsa y me dirigí al viejo campamen-to
abandonado. La mayoría de los anima-les
evitaba ese lugar. Es normal, casi todos les
tienen miedo a los humanos.
Recuerdo que hace unas lunas pensé que
si todos les temían a esos seres extra-ños y
con poco pelo, ellos quizás me acep-tarían a
mí. Por eso seguí los rumores de los pájaros
hasta que di con un grupo de exploradores.
Salté a donde se encontra-ban ellos,
esperando que me recibieran con los brazos
abiertos, a pesar de que no
hablábamos el mismo idioma. No obstan-te, lo
que logré fue que dos de ellos cayeran de
espaldas y que el resto huyera gritando.
Desde entonces no he visto a ningún hu-mano
en la selva.
En n, mi mente regresó de inmediato
al camino que tenía delante de mí. Brin-qué sobre
piedras, lodo y varias plantas. Algunos animales me
miraban, pero de-

bido a mi color se retiraban rápidamente. En


ese momento no me importó. Yo era una rana
con una misión. Además, la idea de construir
mi máquina hacía que mi co-razón de an bio
latiese con más fuerza.
A decir verdad, tardé mucho en llegar al
sitio que alguna vez había sido de los
humanos. Había olvidado por completo lo
lejos que estaba. O quizás mis patas ya no
eran tan ágiles como antes. Pero lo impor-
tante es que había llegado.
Había menos cosas de las que esperaba
encontrar, pero mis patitas comenzaron a
tomar todo lo que podían y a meterlo en mi
bolsa. Metí un objeto con forma de gota hecho
de un material duro, unas co-sas que se
estiraban mucho y unos cuan-
tos trozos de algo parecido a mi espejo.
También guardé otras cosas que no sabía
muy bien qué eran ni cómo funcionaban o
para qué servían, pero que creí que me po-
drían ser útiles. Después de eso, agarré mi
enorme bolsa repleta y me dirigí a casa.
Salté, salté y volví a saltar. Pero mis
patitas parecían no dar más. A mitad del
camino tuve que sentarme para recobrar el
aliento. Me apoyé contra un árbol y vi que las
luces estaban de nuevo en el cie-lo. Cuando
era niño, mis hermanos y yo creíamos que
eran bichos, así que tratába-mos de
alcanzarlas con nuestras lenguas.
Por estar recordando los últimos días con
mi familia, no caí en la cuenta de que una
enorme criatura se arrastraba cerca de mí,
demasiado cerca para su bienestar.
Cuando nalmente decidí retornar a mi
camino, me vi rodeado por un cuerpo
escamoso amarillento. Mis ojos recorrie-ron cada una
de sus escamas hasta llegar

a su cabeza triangular. Su miraba ham-brienta


estaba coronada por unas escamas en forma
de ecos que parecían pestañas.
Suspiré aliviado cuando me di cuenta de
que no era una serpiente de vientre de fuego,
la única capaz de soportar mi vene-no sin
enfermar. Ciertamente era un de-predador,
pero no podía tocarme.
—Croac —dije, para romper el silencio. Fue
entonces cuando la serpiente abrió sus ojos
como soles. Retiró su cuerpo, que estaba
peligrosamente cerca de mí, y
comenzó a trepar a un árbol cercano. En
cuestión de segundos solo podía observar su
cabeza triangular.
—Lo lamento —dijo lentamente—. No
sabía quién eras. Desde mi árbol no pude ver
tu color, porque esa cosa extraña que
llevas te cubría.
—No te preocupes —respondí. —
¿Gracias? ¿Por qué? —Generalmente, los
animales, incluso
los depredadores, huyen al verme. Tú por lo
menos me hablaste.
—Los venenosos debemos apoyarnos. Me
llamo Nyoka; si necesitas algo puedes
buscarme.
Era la primera vez que conocía a otro
animal venenoso. Claro está, sin contar a mi
familia. Seguramente, ella entende-ría cómo
me sentía debido al trato que me daban los
otros animales. Quizás com-
prendería lo solitario que puede llegar a
sentirse uno. Sin embargo, esa noche no dije
nada. Nos despedimos, pero antes de
reemprender mi camino vi que en el sue-lo
había una losa escama de Nyoka. La tomé
entre mis patas y la guardé en mi
bolsa. Luego seguí saltando camino a casa. Cuando
nalmente llegué, dejé a un
lado la bolsa y me arrojé sobre mi cama.
Nunca había dormido tan bien como aque-lla
noche. Mi cuerpo estaba muy adolorido de
tanto saltar. Sin embargo, mi corazón no
paraba de dar brincos de emoción.
Desperté casi de inmediato con el cla-rear
del día. Salté con tanta fuerza que terminé
dándome en la cabeza contra el techo de mi
casa y luego caí de cara en el suelo. Al
levantarme, me di cuenta de que había dejado
la cara impresa con mi baba sobre el suelo.
Tomé la bolsa y salí de casa mientras se-
guía riendo. Fui a buscar palitos y lianas, y
regresé lo más rápido que pude. Apro-veché
para comer unas cuantas hormigas mientras
colocaba todos los materiales en una pequeña
la fuera de mi hogar. Ex-
tendí el plano de la máquina y comencé a
separar los materiales que usaría para cada
parte. Después de unos cuantos mi-nutos,
comencé a construir. Mi mente es-taba
completamente absorta en trabajar. Colocaba
palos, lianas y hojas. Usaba una piedra para
clavar otras más pequeñas en las uniones, y
la escama de la serpiente terminó por
servirme para cortar los di-seños de las hojas
y las lianas. Trabajé por horas, sin importar
que mis tripas hicie-sen ruido o que mis
patitas me dolieran.
Finalmente, decidí descansar para al-
morzar unas deliciosas cucarachas. Mien-
tras comía, observé cómo iba mi máquina.
Ciertamente hacía falta mucho trabajo y
empeño, pero la estructura por n estaba lista.
Al ver mi trabajo, sentí calor dentro de mí,
como si el sol solo entibiara mi cora-
zón. Mi trabajo me hacía feliz. La idea de causar
estornudos y un mal rato a los ani-males no me
agradaba, pero el hecho de inventar algo me hacía
sonreír. El crear y construir parecía extraño para una
rana, especialmente para una venenosa, pero por
alguna razón sentí que eso era lo mío.

E inmediatamente lo supe.
Salté hasta la casa, tomé el pétalo y la
piedra. Taché la palabra triste y a su lado
escribí otra. Lo leí nuevamente:
«Jengo:
1. Horrible Guapo
2. NO temido
3. Triste Feliz
4. Sin amigos
5. Malo»
V

Habían pasado varios días desde el inicio


de la construcción de mi máquina. Solo
faltaban algunos detalles, pero eran los de
más di cultosa preparación. Até una pe-
queña roca a un palito y lo estuve usando
para arreglar las uniones más pequeñas,
pero resultaba un proceso muy lento. «Si
tuviese patas más pequeñas podría alcan-
zar las uniones», pensé.
Después de arreglar parte de la cata-
pulta y romper por quinta vez un palito,
decidí ir a buscar algunas moscas para al-
morzar y quizás alguna piedra pequeña
para mi máquina.
De repente, escuché un zumbido extra-ño
y preparé mi lengua. Justo en el mo-mento en
que estaba listo para atrapar mi comida, me di
cuenta de que era una abeja y desvié mi
lengua para evitarla. Sin em-bargo, esta
impactó contra una roca y no
pude hacer nada para impedir que la pie-dra
me diera en la cara. El golpe fue tan fuerte
que terminé patas arriba viendo lu-ciérnagas.
—¿Estás bien? —dijo una diminuta voz.
Cuando abrí los ojos noté que tenía de-
lante de mí a una abeja que revoloteaba y
zumbaba de un lado a otro. Al observarla
detenidamente pude ver que mostraba ge-
nuina preocupación.
—Sí, no te preocupes. No te lastimé,
¿verdad? —añadí, al recordar que estuve a
punto de comérmela.
—No, todo en orden y mis alas están
completas.
Ambos nos quedamos en silencio por un
brevísimo instante mientras yo me aseguraba
de que mi cara estuviese com-pleta.
Realmente fue un golpe fuerte, pero
no pude dejar de reírme de la impresión que
seguramente había causado. Cuando
mi risa se extinguió, me di cuenta de que la
abeja seguía volando delante de mí.
—¿Qué haces por aquí? —pregunté cu-
rioso, pues no había visto ningún panal cerca.
—Siendo honestos, muy honestos, es-
capé de mi colonia.
—¡Qué! —dije asombrado.
La abeja parecía algo apenada, segura-
mente la incomodé con mi expresión de
asombro. Pero me parecía completamen-te
disparatada la idea de dejar atrás a los
animales, o los bichos en su caso, que te
conocían y eran parecidos a ti.
—Mi panal era de abejas africanizadas, y
ya sabes lo que dicen de ellas… No es que
seamos agresivas, simplemente nos gusta
cuidar nuestra colonia. No obstante, nues-
tra reina y los zánganos querían picar a todos
aquellos que se acercaran.
—Y tú no quisiste hacerlo… y por eso
huiste —concluí.
—¡Exacto! Por cierto, mi nombre es Asali
Ya Nyuki, pero puedes decirme Asali.
—Yo soy Jengo —respondí. —¿Y qué
hacías por aquí, Jengo? —Pues, estaba
buscando mi almuerzo
y algunas piedras pequeñas.
—¡Oh! Entonces debo darte las gracias por
no comerme —añadió, por lo que me sentí un
poco avergonzado—. ¿Para qué necesita
piedras una rana?
Le expliqué a Asali que estaba constru-
yendo una máquina para esparcir polen,
aunque, por supuesto, no le expliqué con qué
propósito. Ella se emocionó tanto con la idea,
que se ofreció a ayudarme a arre-glar las
partes más pequeñas. Me acompa-
ñó hasta mi casa y sentí que mi cuerpo se hinchaba de
orgullo al ver cómo la abeja se maravillaba de mi
trabajo.
Después de charlar por unos cuantos
minutos, nos pusimos a trabajar. Resultó que
Asali era del tamaño perfecto para trabajar en
las uniones más pequeñas de mi máquina.
Mientras ella se dedicaba a estas, yo
perfeccionaba el sistema de im-pulso de la
catapulta. Así seguimos sin detenernos.
Cuando Asali tenía una duda sobre el
funcionamiento, yo la aclaraba. Mientras
trabajábamos, también hablá-bamos de otras
cosas, como de nuestro lu-
gar favorito en la selva, de qué animales
habíamos visto y muchas cosas más. Cla-ro
está, evité el tema de mi alimentación, para no
herir susceptibilidades.
Ciertamente había descubierto que in-
ventar y crear me hacían feliz, pero me
sentía mucho más dichoso ahora que com-
partía mi trabajo con alguien. Creí que era
imposible, pero mi corazón daba brincos más
fuertes cada vez que compartía algo o reía
con Asali. Cuando la noche cayó, temí que la
abeja se fuera y nunca más regre-sase. Sin
embargo, me preguntó si podía pasar la
noche en mi casa.
Al entrar en mi hogar le arreglé una
montañita de hojas a manera de cama y le
conseguí agua endulzada y un poco de po-
len. Creo que ni en sus más extraños sue-ños,
un animal se podría imaginar a una rana y a
una abeja hablando toda la noche
hasta quedarse dormidas. Ni siquiera yo
podría haberlo imaginado.
Así transcurrieron cinco días, hasta que
nalmente terminamos la máquina y de
recolectar el polen su ciente para esta. Era de
noche para entonces, pero no nos
importó. Asali la abeja y yo contemplamos nuestra
creación. Todo nuestro esfuerzo estaba puesto en una
invención que era
tres veces más grande que yo. No podía dejar
de sonreír, y, para ser honestos, no recordaba
cuándo había sido la última vez que había
sonreído tanto en mi vida; son-reí tanto que se
me acalambró el rostro.
—Oye, Jengo. Te tengo una sorpresa. —
¿Qué es, Asali? —pregunté curioso. —Yo
también he estado trabajando en
un proyecto personal y secreto. Me tardé más
de lo que esperaba, pero nalmente lo
completé.
No pude decir nada más. La abeja salió
volando de casa. Pasaron varios minutos y no
regresaba. Estuve a punto de ir a inves-tigar
qué sucedía, cuando vi que se aproxi-maba
volando a mí una gran bola verde, la que
chocó contra mi pecho. Por un segundo
quedé en completo estupor, entonces pude
sentir las patitas de Asali sobre mi piel.
—No… —dije, con una voz que apenas
era audible.
Salté hacia atrás y vi horrorizado a Asali.
Estaba esperando el momento en que esta
cayese enferma al suelo, pero ella seguía
volando frente a mí como si nada.
Simplemente sonreía. Tardé varios segun-dos
en notar que su cuerpo estaba recu-bierto por
un material verde, llevaba so-bre la cabeza un
casco fabricado con una nuez, y sus alas
estaban cubiertas por algo que seguramente
era de origen humano.
—Asali… ¿Estás bien? ¿No te sientes
enferma?
—Claro que no, bobo. Construí este traje
con algunos objetos humanos y otras cosas
que encontré en los alrededores. Es un traje
protector. Tu veneno no puede
dañarme mientras lo esté usando. Después de decir
eso, voló hacia a mí
y me abrazó con todas sus patitas. Yo me
quedé helado, pero poco a poco mi cora-zón
comenzó a brincar en mi interior. Es-tiré mis
patas y la abracé. No pude dejar de llorar
mientras, por primera vez en mi vida, alguien
me abrazaba. No sé cuánto tiempo estuvimos
así, pero a Asali no le importó.
—Jengo, tengo otra sorpresa —dijo
mientras nos separábamos y yo intentaba
secarme las lágrimas que no cesaban de
brotar de mis ojos saltones.
La abeja me tomó de una pata y me guio
hacia el interior de mi casa. Me obligó a
sentarme en la orilla de la cama mientras ella
buscaba algo entre mis cosas. Luego sostuvo
entre sus patitas el infame péta-lo. Sentí que
mi cara se pintaba de rojo al
darme cuenta de que Asali lo había leído.
Seguidamente, me lo entregó.
—Asali, sé muy bien lo que dice ese pé-
talo —dije, su mirada seria me indicó que lo
leyera.
Acomodé el pétalo entre mis patas y mis
ojos se enfocaron en este. Mi voz tem-bló
mientras leía:
«Jengo:
1. Horrible Guapo
2. NO temido
3. Triste Feliz
4. CON Sin amigos
5. Malo»
VI

A la mañana siguiente, desperté y descu-


brí que Asali no estaba. Por un segundo
creí que todo lo que había vivido el día an-
terior era un cruel sueño y que nada era
real. Sin embargo, me tranquilicé al ver
que ella había dejado una nota al lado de
mi cama. Esta decía que pronto regresa-
ría, pues solo había salido a conseguir un
poco de comida.
Salí a comer unas cuantas hormigas y
al regresar me puse a revisar el plano de
mi máquina. Por momentos me costaba
creer que ya estuviese completa. A la hoja
donde estaba el diseño agregué: «Mi pri-
mera invención malvada». Al leerlo, me
agradó la primera parte; sin embargo, no
estaba muy convencido de la parte de mal-
vada. Mi máquina esparciría el polen… Pero
no quería que, a pesar de su propósi-to,
también la consideraran mala.
En n… pensé que en otro momento me
dedicaría a buscarle un mejor nombre.

Mis pensamientos se vieron interrum-pidos


cuando Asali entró zumbando. To-davía
usaba su traje, pero su vuelo era di-ferente,
más lento, diríase triste. No supe qué decir
cuando ella se sentó a mi lado viendo los
planos. De repente, se levantó volando y me
vio jamente.
—Jengo, ¿tú eres un villano malvado? —
preguntó agitada.
—Eso es lo que dicen —respondí tan
agitado como ella—. No tenía idea de por qué
me interrogaba de esa manera.
—Eso escuché en la selva… ¿Y la má-
quina? En verdad planeas usarla para las-
timar a los animales.
—Sí… Pero solo para hacerlos que es-
tornu…
—Me dejaste ayudarte a construir algo
así —dijo interrumpiéndome. No pude decir nada más
porque Asali

salió volando de mi casa. Traté de seguir-la,


pero debido a su diminuto tamaño la perdí de
vista. Regresé y me recosté en la cama. Ella
había huido del panal porque no quería dañar
a los animales y ahora ella creía que había
ayudado a hacer exac-tamente eso. Podía
comprender que se sintiera traicionada… Y
eso me dolía. Mi corazón dolía porque
nalmente había sentido lo que era la amistad
y en cuestión de segundos la había perdido.
Una confu-sión enorme me inundó.
Por un segundo pensé que hubiese pre-
ferido no conocer a Asali, para no sentir-me
de esa manera. Sin embargo, pensán-dolo
bien, agradezco que ella llegara a mi vida
aunque fuese por el más pequeño de los
instantes.
Ya estaba harto, aburrido de que todos me
llamaran villano, ruin, malvado y to-das esas
palabras, y de perder lo que amo porque nací
siendo venenoso. ¡Yo no lo elegí! Es parte de
lo que soy, pero no quién soy. Desde ese
momento me rehusé a se-guir siendo algo que
no era. Yo, Jengo, no soy malo.
Salí de mi casa, tomé una de las piedras
que me servían como herramienta y co-mencé
a desarmar mi máquina. Seguí gol-peándola
hasta que una piedrita me cayó en la cabeza y
me hizo detenerme. Asali estaba delante de
mí, molesta. No pude
reaccionar porque mi máquina comenzó a
hacer unos ruidos extraños, las unio-nes
comenzaron a moverse y el recipiente que
contenía el polen explotó liberándolo y
dispersándolo por los aires. Mis ojos se
enfocaron en una enorme roca que se diri-
gía volando hacia la abeja. Era tan grande que
terminaría aplastándola por comple-to; me preocupé
sobremanera.
Salté con toda la fuerza de mis patas y
empujé a la abeja fuera del peligro. La roca
terminó golpeándome, y entonces lancé un
quejido. Me quedé viendo hacia al cielo,
mientras diminutos puntitos do-rados
danzaban en el aire. Por un momen-to hubo
silencio y mi preocupación fue en aumento
mientras esperaba que los estor-nudos
comenzaran. Quizás las alergias no sean tan
malvadas, pero realmente no quería dañar a
nadie.
Sin embargo, en toda la selva no se
escuchó nada. Ni un solo estornudo o la-
mento.
—Jengo, ¡me salvaste!
—Yo te puse en peligro —respondí
avergonzado—. Sigo siendo malo.
—Alguien que es completamente malo no
se hubiese arriesgado por un amigo.
Volví a verla. Asali sonreía. Y después del
caos, yo también lo hice.
Epílogo

Han pasado varios días desde aquel epi-


sodio. Mi plan de causar estornudos no
funcionó muy bien. En realidad, fracasó
estrepitosamente. La máquina estaba ubi-
cada muy lejos de los animales como para
causarles alergia. El resultado, en cambio,
fue mejor de lo esperado. Alrededor de mi
casa orecieron cientos y cientos de ores
de todos los tamaños y colores. Cada vez
que salgo de casa, me sumerjo ahora en
un mar de aromas deliciosos. Asali lo dis-
fruta como nadie.
A propósito de ella, después de la ex-
plosión de mi máquina conversamos. Yo
me disculpé y, para mi sorpresa, ella tam-bién
lo hizo. Al parecer, una discusión o un
malentendido no es el n de una amis-tad.
Creo que todavía tengo mucho por aprender,
pero considero que podré hacer-lo con la
ayuda de Asali.
Cambié los vendajes de mi patita las-
timada. Tuve suerte de que esa roca solo
rompiera una de cuatro. Duele, pero estoy
seguro de que no tardaré en sanar.
—Jengo, tenemos visitas —dijo Asali. —
Ya voy —respondí sonriendo.
Al salir me encontré con Chungu, el oso
hormiguero, y otros animales que yo no
conocía. Desde aquel día, algunos se han
acercado para observar las ores. A veces
intentan huir al verme, pero Asali los de-tiene
y les cuenta que es mi amiga. Ade-más, sé
que en secreto les ha dicho cómo la salvé.
Claro está, pasando por alto el
propósito original de mi máquina. Si ellos
supieran eso me temerían aún más.
Esto ha causado que su opinión sobre mí
cambie y que me vean con otros ojos.
Ciertamente no todos en la selva piensan de
la misma manera y hay algunos que to-
davía me temen. Pero poco a poco dejo de ser
conocido como un villano malévolo.
Un día, Chungu me sonrió y me mostró
sus patas delanteras. Estaba usando unas
bolsas creadas con un material humano. Salté
hacia él y le di la pata.
—¡Hermano de almuerzos! —gritó
contento.
Él y otros animales, como Asali, me mi-ran
y son capaces de ver más allá de mi co-lor y
mi veneno. Y así, nalmente, vivo lo que solo
había soñado: tengo amigos.
Cuando cae la noche y las luces del cielo
han salido, los animales que nos visitan se
retiran. Asali duerme en su lecho y yo sigo
leyendo una y otra vez aquella infame lis-ta
que una vez escribí.
La palabra malo ya no me describe; y, para
ser honestos, nunca lo hizo. Sin em-bargo,
tampoco quiero que me llamen hé-
roe. En realidad, ya no quiero que otros
animales sean quienes decidan quién soy. Así
que tomé por última vez mi piedrita, la mojé
en mi baba y escribí:
«Jengo:
1. Horrible Guapo
2. NO temido
3. Triste Feliz
4. CON Sin amigos
5. Malo Inventor»

FIN
Alejandra Osorio
Autora

Nacida en Guatemala, Guatemala, en 1993,


es escritora y educadora. Se graduó de
maestra en educación primaria urbana en el
Instituto Belga Guatemalteco. Luego obtuvo el
título de Licen-ciada en Comunicación y
Letras en la Universi-dad del Valle de
Guatemala en 2015
Herber Crispin
Ilustrador

Herber Crispin. 1981. Guatemalteco.


Graduado de la Universidad de San Carlos de
Guatemala en 2009 como diseñador grá co.
Ocho años de ex-periencia en ilustración
digital profesional. Pin-ta en óleo y
experimenta con la tinta china. Ga-nador del
primer lugar con la ilustración de ¨El principito¨
Concurso realizado por Alianza Fran-cesa
2015. Catedrático universitario de técnicas
digitales y creatividad.
Aquí acaba este libro
escrito, ilustrado, diseñado,
editado, impreso por personas que
aman los libros. Aquí acaba este
libro que tú has leído,
el libro que ya eres.
f
Jengo el malo r
+1 a
0 Alejandra Osorio
c
Ilustración: Herber Crispin
a
Casi todo el mundo se deja s
llevar por las apariencias. a
Para algunos, el aspecto d
físico es lo más importante. o
Jengo es una rana .
venenosa que ha sido
tildada por muchos como P
un villano. Ha intentado o
hacer amigos de muchas r
maneras, pero siempre ha
e de que no le queda más

9
l remedio que ser el malo de

789929
l la historia, como los demás
o piensan. Sin embargo, de
, manera inesperada, la
aventura que emprende lo
J lleva a darse cuenta de que
e en verdad tiene un buen
n corazón, y que lo demás es
g mera apariencia.
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a www.loqueleo.com

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