Material Comentario Aristóteles
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Al saber práctico corresponde el estu-
T s* fp 1 1 Η Π / / í*Π1/Μ ñ ^() conducta humana a fin de esta-
LéU J t I I L I U U U L U i n U biecer criterios para su orientación. En la
j e Etica a Nicómaco (obra a la que nos refe-
f lf l U l t i m O riremos fundamentalmente en esta expo-
sición) Aristóteles comienza su estudio
de la conducta humana destacando un
rasgo esencial de la misma: su carácter intencional, teleológico. Toda conducta
verdaderamente humana, toda acción se emprende y realiza para la consecución de
algo, «todo arte y toda investigación, y lo mismo cualquier acción o elección, pare
cen dirigirse a algún bien. Por eso se ha calificado con razón el bien como aquello a
que tienden todas las cosas» (Et.Nic. I 1, 1094al-3). Esta constatación del carácter
intencional de la acción es, sin duda, fundamental como punto de partida, pero no
parece llevarnos demasiado lejos ya que, como señala inmediatamente el propio
Aristóteles, los bienes o fines que se persiguen son múltiples y distintos en cada
caso. Es necesario preguntarse si existe una jerarquía en los fines perseguidos por
los hombres, si existe un fin superior y último al cual se orientan todos los demás,
un fin «que se busque por sí mismo y los demás por él» (ib. 1094al9). Aristóteles con
testa afirmativamente a esa pregunta. Existe efectivamente un bien supremo al cual
se subordinan todos los bienes y fines que perseguimos. El bien supremo o fin últi
mo es la felicidad (eudaimonía).
Esta respuesta de Aristóteles resulta excesivamente vaga e inconcreta. Dada su
vaguedad, todo el mundo estará seguramente de acuerdo con ella (¿quién no aspira
a una «vida feliz»?), pero el desacuerdo surgirá de inmediato cuando procedamos a
concretar en qué consiste la felicidad. Aristóteles es consciente de esta dificultad y de
hecho recorre y comenta los distintos bienes en que unos y otros han cifrado la feli
cidad: el placer, las riquezas, el poder y el reconocimiento social, la virtud, el saber.
Toda una galería de tipos humanos y un muestrario de formas de vida. A pesar de
ello, cree que es posible avanzar hasta determinar razonablemente en qué consiste
una vida feliz.
El ulterior desarrollo de su indagación está orientado por una cierta «pre-com-
prensión» de la eudaimoníayde la felicidad. Una vida feliz no es, desde luego, una
vida cualquiera, es una vida que merece vivirse, una vida plena, digna y satis
factoria. Desde este punto de vista no todas las formas de vida valen lo mismo ni
todas las opiniones poseen el mismo valor. Hay personas con criterio y hay perso
nas sin criterio. Aunque no en este contexto en concreto, en asuntos relativos a lo
que es realmente bueno Aristóteles suele considerar como «criterio» al hombre
que él denomina spoudaíos. Spoudaíos es el hombre serio, que se toma en serio la
vida y lo que hace y, por tanto, se esfuerza en hacerlo bien. En asuntos serios (y
el de una vida digna y satisfactoria lo es) no sirven como criterio el frívolo y el hol
gazán.
Pero no basta con afrontar la cuestión con seriedad, nobleza y altitud de miras.
Es necesario tratar de comprender cuál es la función o el quehacer (érgon) que
corresponde al hombre como tal. El quehacer propio de un citarista es tocar la
cítara, y el de un buen citarista tocarla bien. ¿Hay alguna actividad propia del hom
bre como tal? (Et. Nie. I 7, 1097b22 ss.). Seguramente es innecesario aclarar que
preguntarse por la «actividad propia del hombre» no es otra cosa que preguntarse
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por la naturaleza (physis) del ser humano. En los dos capítulos precedentes
hemos visto que la naturaleza es principio interno de movimiento, de actividad
(supra, p. 21), que la naturaleza del viviente es el alma, forma y acto vital que se
realiza desplegándose en múltiples operaciones (supra, p. 26), que la forma es acto
o actividad inmanente que no tiene otro fin que la plenitud de su propio ejercicio
o actividad (supra, p. 25). «Ser hombre, decíamos, es ejecutar ciertas actividades,
es alimentarse y reproducirse (viviente), ver, oir, sentir y apetecer (animal),
hablar, pensar y decidir (racional)» (supra, p. 35). Este trenzado de naturaleza,
forma, acto y fin constituye el transfondo teórico de la pregunta de Aristóteles
sobre «la función o actividad propia del hombre». Y con este transfondo teórico es
perfectamente congruente su respuesta que se desarrolla del modo siguiente. (1)
La actividad o función propia del hombre es vivir, pero no todo tipo de vida (las
vidas vegetativa y sensitiva no son exclusivas del hombre, puesto que las compar
te con plantas y animales respectivamente), sino la vida racional: vivir como hom
bre es vivir racionalmente. (2) En el hombre, como ser racional, cabe distinguir
dos partes, la una posee razón y su acto es razonar, la otra obedece a la razón. Vida
racional es, pues, la actividad misma de la razón, y también cualesquiera otras acti
vidades reguladas por la razón. De ahí que Aristóteles pueda decir que la función
propia del hombre es «una actividad del alma según razón o no desprovista de
razón» (ib. 1098a7-8). (3) La función del citarista es tocar la cítara, la del buen cita
rista tocarla bien, de modo excelente. Por lo mismo cabe decir que si la función
del hombre es vivir racionalmente, la función del hombre bueno es vivir racional
mente con plenitud, de modo excelente, a la perfección. Las ideas de excelencia
y perfección en el ejercicio de una actividad o función se expresan en griego con
la palabra arete que suele traducirse como «virtud». Hay una virtud del citarista y
el que la posee toca la cítara de modo excelente, es un «virtuoso» de la cítara.
Estrictamente hablando, la virtud es la capacidad, no simplemente de hacer algo,
sino de hacer algo bien. En general, y en palabras de Aristóteles, cada actividad
«se cumple perfectamente según la virtud que le es propia» (ib. 1098al5-6). (4) De
todo esto concluye Aristóteles que «el bien humano viene a ser actividad del alma
conforme a virtud, y si las virtudes son varias, conforme a la mejor y más perfec
ta, y además en una vida entera» (ib. 1098al6-8). En el ejercicio excelente de las
actividades que le son propias encuentra el hombre su propio perfeccionamiento,
y también placer y satisfacción. En él reside, pues, la felicidad. Por su parte, las
últimas palabras de la definición «y además, en una vida entera» subrayan que la
felicidad no consiste en satisfacciones momentáneas u ocasionales, sino que es un
estado prolongado y estable. Por eso venimos hablando, más que de «felicidad»,
de una «vida feliz».
La definición aristotélica del bien humano que acabamos de transcribir reconoce
en principio una pluralidad de virtudes, y puesto que la virtud es, decíamos, la capa
cidad de realizar bien una cierta actividad, se reconocen una pluralidad de activida
des que al hombre corresponde realizar con plenitud y de modo satisfactorio. No
obstante, Aristóteles indica que entre todas estas actividades y sus respectivas virtu
des el bien humano ha de situarse en «la mejor y más perfecta».
En el último libro de la Etica a Nicómaco (X 7) Aristóteles retoma esta cuestión
general de la vida feliz: «si la felicidad es actividad conforme a virtud, es razonable
que sea conforme a la virtud más excelsa, y ésta será la virtud de lo mejor que hay en
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el hombre» (1177al2-3). Ahora bien, la parte mejor, la facultad más excelsa del hom
bre es el entendimiento «que es algo divino o lo más divino que hay en nostros». Por
consiguiente, concluye Aristóteles, «la actividad de éste conforme a la virtud que le
es propia será la felicidad perfecta» (¿ft.ll77al5-7). Aristóteles propone como ideal de
felicidad perfecta una vida dedicada a la actividad intelectual teórica, a la contem
plación permanente de la verdad. Esta propuesta aristotélica no resultará en abso
luto sorprendente si se tiene en cuenta que Dios es el viviente perfecto y feliz y que
su ser consiste precisamente en la actividad de pensar (supra, p. 36). Aristóteles no
habla metafóricamente cuando afirma, como decíamos hace un momento, que el
entendimiento es algo divino o lo más divino que hay en nosotros y cuando añade que
una vida dedicada exclusiva y plenamente a la contemplación «sería superior a la del
hombre: en efecto, viviría así no en tanto que es hombre, sino en tanto que algo divi
no hay en él» (ib. 1177b27-29).
La contraposición establecida en estas últimas palabras (en tanto que hombre/ en
tanto que hay en él algo divino) muestra que Aristóteles es consciente de hallarse en
una encrucijada. A la naturaleza del hombre pertenece el entendimiento, pero el hom
bre es más -y por tanto, menos- que entendimiento: es un viviente corpóreo y esto
le impone exigencias ineludibles; vive con otros seres humanos y esto reclama de él
múltiples actividades y las correspondientes virtudes que faciliten su buena realiza
ción. Si la posesión del entendimiento acorta la distancia entre lo humano y lo divino,
los múltiples quehaceres del hombre la alargan hasta hacerla insalvable. Puesto que
los dioses no han de realizar tales quehaceres no tienen tampoco que realizarlos bien
y, por tanto, carecen de las virtudes correspondientes. Los dioses, dice Aristóteles,
no son justos (¿cómo podrían serlo si no firman contratos ni hacen depósitos?), no
son valientes (¿podrían serlo quienes no arrostran peligros?), tampoco son generosos
(ni tienen dinero ni tendrían a quién dárselo) y tampoco, en fin, son moderados (care
cen de deseos y pasiones que controlar) (ib. 8, 1078b 10-18). Vivir bien y ser feliz es
una tarea difícil para el hombre, no lo es para la divinidad que está exenta de tantas
y tantas actividades engorrosas.
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Aristóteles distingue (Et.Nic. VI) dos
La S virtudes grandes grupos de virtudes o excelencias:
intelectuales. ^as virtudes intelectuales que perfeccio-
I o n fn rln un ío nan nuestra capacidad de conocer y las
J-rf d L) Γ U vi C I I L i d , i /, · r λ
r virtudes eticas que perfeccionan el carác
ter.
Puesto que el bien del conocimiento es la verdad, las virtudes intelectuales son
disposiciones o estados (hábitos) mediante los cuales se alcanza la verdad. Aristóte
les distingue y enumera cinco: (1) entendimiento o intuición (noús), disposición a
la cual corresponde la captación de los principios (supra, p.24); (2) ciencia (episté-
mé), disposición intelectual relativa a lo necesario y cuyo proceder es demostrar
(supra, p.22); (3) sabiduría (sophía), conocmiento que aúna la ciencia y la intuición
(es decir, la deducción a partir de los principios y el conocimiento de la verdad de los
principios) y que tiene como objeto «lo que es más excelente por naturaleza» (Et.Nic.
V I6, 1141b2-3). Posiblemente con el término ‘sabiduría’ se refiere aquí Aristóteles no
a la filosofía primera exclusivamente, sino al conjunto de las ciencias teóricas (física,
matemáticas, filosofía primera. Cf. supra, pp. 29 ss.). A ellas hay que añadir (4) el arte
o técnica (téchné), conocimiento orientado a la producción que es «una disposición
que nos facilita hacer cosas con la ayuda de una regla verdadera» o correcta (ib.
4,1140a20-l) y, en fin, (5) la prudencia (phrónesis) que se refiere al obrar y que es
«una disposición verdadera que con ayuda de una regla nos permite obrar en lo con
cerniente a las cosas buenas y malas para el hombre» (ib. 5, 1140b4-5). La prudencia
se distingue de la ciencia porque no versa sobre lo necesario, ni tampoco se queda
en lo universal: su reino es el ámbito de la contingencia de las acciones humanas (P.
Aubenque,1963). que «pueden ser de otro modo», acciones que son siempre parti
culares y se realizan en circunstancias particulares. Del arte se distingue la pruden
cia, a su vez, porque «obrar y hacer son géneros distintos» (ib. 1140b3-4).
La prudencia constituye el eje de toda la ética aristotélica, y de la política como tal.
Ciertamente el contenido concreto de la prudencia no está dado -ni puede estar dado-
de antemano, sino que se ejerce y actualiza en cada caso. De ahí que Aristóteles hable
usualmente de lo que en cada caso diría o haría el hombre prudente, el hombre sen
sato. (Más arriba nos hemos referido al hombre serio y voluntarioso, spoüdaios, como
criterio. Este es finalmente el hombre prudente, phrónimos). El prudente sabe de los
bienes y males humanos, sabe qué es lo bueno para el hombre. En este sentido su
conocimiento alcanza universalidad. Pero lo más característico del hombre prudente
es la deliberación. Prudencia es capacidad de deliberar bien, con acierto, en cada
caso y ante cada problema. De ahí que la prudencia «no versa solamente sobre lo uni
versal, sino que ha de conocer también lo particular» (ib. 7, 1141M4-5).
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necesario estar dispuesto a seguir el consejo de la prudencia. Esto depende ya del
carácter. «Carácter» se dice en griego ethos, palabra de la cual deriva «ética». Son,
pues, necesarias las virtudes del carácter, las virtudes éticas.
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La primera de estas dos clases de justicia -consistente en actuar conforme a lo
establecido por las leyes- no constituye una virtud particular, ya que no está referida
a un tipo específico de quehacer o actividad. Las leyes, en efecto, no regulan un único
tipo de conducta, sino todas las conductas que son relevantes para la convivencia. La
justicia legal comprende, por tanto, la totalidad de las virtudes en todo aquello
que afecta a la relación con los demás (ib. 1129b25-27).
En contraposición con la justicia legal que es virtud total, Aristóteles denomina
justicia particular a la que tiene que ver específicamente con la igualdad. Se trata
de la virtud que regula las relaciones interpersonales imponiendo en éstas un trato
equitativo de modo que cada cual obtenga lo que le corresponde. Ahora bien, el
trato equitativo puede alcanzarse mediante dos procedimientos distintos que Aris
tóteles interpreta como «igualdad» aritmética y como «proporción» geométrica,
respectivamente. La igualdad aritmética se aplica en la que Aristóteles denomina
justicia correctiva o rectificadora, la justicia que rige en las relaciones contrac
tuales y en los intercambios en general: esta justicia exige que se dé exactamente
lo mismo a cada una de las partes. La proporción geométrica, por su parte, es pro
pia de la justicia distributiva y comporta que a los implicados se les dé, no exac
tamente lo mismo, sino a cada cual en proporción a sus méritos. Esta forma de
justicia regula la distribución política de cargos y honores. Se trata, pues, de una
virtud fundamental en relación con la distribución del poder y con la organización
política del estado.
Junto a la justicia y en continuada referencia a ella, Aristóteles concede una
importancia extraordinaria a la amistad (philía) a la cual se dedican nada menos
que dos libros enteros de la Etica a Nicómaco (VIII, IX) y uno completo en la Etica
a Eudemo (VII). Las ideas aristotélicas acerca de la amistad nos resultan extrañas en
algunos momentos, en parte por las diferencias culturales que nos separan de él, y
también por el desajuste existente entre el significado de la palabra griega philía y
el significado de la palabra ‘amistad’ que, a falta de otra mejor, solemos utilizar para
traducir aquélla. En su uso aristotélico la palabra philía expresa los lazos afectivos
recíprocos asociados a la convivencia de quienes tienen conciencia de formar
una comunidad, sea ésta del tipo que sea. En este sentido amplio cabe hablar de
«amistad» -y Aristóteles habla de ella- en las relaciones apasionadas entre amantes,
en el cariño entre padres e hijos, entre hermanos, entre camaradas, entre miembros
de cualquier asociación y, finalmente, entre conciudadanos. Las muchas páginas
que Aristóteles dedica a la amistad se mueven a lo largo de esta gama de relaciones.
Entre las observaciones aristotélicas acerca de la amistad las más interesantes
para nosotros son quizás las que se refieren a la amistad en el sentido más próximo
a nuestra concepción de la misma y en su sentido más amplio referido a la comuni
dad de los ciudadanos. La amistad, piensa Aristóteles, es digna de la mayor estima
porque es una virtud o va acompañada de virtud, porque es lo más necesario para la
vida («nadie querría vivir sin amigos, aun teniendo todas las demás cosas buenas»:
Et.Nic. VIII 1, 1155a5-6) y porque además de necesaria, es algo noble y hermoso.
Cabe distinguir ciertamente tres tipos de amistad según ésta se base en la utilidad,
en el placer o en el bien. En los dos primeros casos la amistad es imperfecta y pasa
jera. La amistad perfecta es la que se basa en la bondad y excelencia, es «la amis
tad de los hombres buenos e iguales en virtud» (ib. 3, 1156b7-8). El amor a uno
mismo (amor a lo mejor de uno mismo) que es un principio irrenunciable de la ética
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aristotélica se prolonga, mediante la amistad, hasta el amigo que es «otro yo». Por eso
«los amigos desean cada uno el bien del otro por el otro mismo» (ib. 5, 1157b30-l).
Para Aristóteles la amistad constituye el coronamiento, la perfección o excelencia de
la condición social que es propia del hombre. Sin convivencia 110 hay vida humana,
sin amistad (convivencia con amigos) no hay vida plena y satisfactoria. Por eso, sen
tencia Aristóteles, el hombre feliz necesita amigos.
La amistad puede alcanzar, decíamos, a todo tipo de convivencia, a toda forma de
comunidad. Es, por tanto, coextensiva con la justicia a la que sirve de estímulo («si
se desea hacer que los hombres no se comporten injustamente entre sí, bastará con
hacerlos amigos, pues los verdaderos amigos no cometen injusticia unos contra
otros»: Etica a Eudemo VII 1, 1234b28-32). Aristóteles habla de amistad entre los
conciudadanos, amistad civil o política. Este tipo de amistad, fundamental para la
convivencia política, se manifiesta como concordia {homónoia). La concordia se
refiere a los asuntos prácticos de mayor envergadura. En una ciudad, en un estado
hay concordia «cuando los ciudadanos están de acuerdo sobre las cosas que les
convienen y las eligen, y llevan a la práctica las cosas que acuerdan en común»
(Et.Nie. IX 6, 1167a26-28).
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Es mérito de Aristóteles haber insistido en la condición social del ser humano.
Hemos visto cómo recurría, en su ética, a su concepción teleológica de la naturaleza
humana para determinar el bien del hombre. También en su pensamiento político
recurre a la idea de naturaleza (physis) del hombre para rechazar aquellas teorías (de
origen sofístico) que consideraban a la sociedad como resultado de un mero acuerdo
o convención. Frente a estas teorías Aristóteles insiste en que la sociabilidad es un
rasgo esencial de la naturaleza humana. La vida humana solamente es posible en
convivencia cooperativa con otros hombres: «el estado (polis) es algo natural y el
hombre es por naturaleza un animal político» (Política I 2, 1253a2-3). La sociabilidad
marca el nivel que corresponde al hombre en la escala de los vivientes: por debajo de
él están las bestias que no pueden vivir en sociedad al carecer de las dotes necesa
rias para ello, por encima está la divinidad que no necesita vivir en sociedad porque
es autosuficiente. Los hombres necesitan vivir en sociedad cooperativa y pueden
hacerlo, al contrario que las bestias, porque están dotados de lenguaje mediante el
cual les es posible comunicarse y compartir proyectos prácticos y valores morales:
«el lenguaje es para manifestar lo que es conveniente y perjudicial y por tanto, tam
bién lo que es justo e injusto. Y frente a los demás animales es exclusivo del hombre
el tener, solamente él, la percepción del bien y del mal, de lo justo y lo injusto y de
los demás valores. Y la participación compartida de todas estas cosas es lo que cons
tituye la familia y el estado» (ib. 1253al8-20).
La sociabilidad humana se actualiza en tres formas naturales de comunidad: fami
lia, aldea y estado (polis). En éste último, sociedad perfecta y autosuficiente, culmina
la sociabilidad del ser humano. La identificación de forma y fin en los seres naturales
0supra, p. 25) lleva a Aristóteles a una concepción teleológica del estado. Preguntar
se qué es el estaco comporta preguntarse cuál es su función propia, su fin. Al igual
que la familia y la aldea, el estado surge con el fin de asegurar la vida de los ciuda
danos, para que éstos puedan vivir. Su función, sin embargo, va más allá de este míni
mo, no se limita a que los ciudadanos puedan vivir, sino que procura que puedan vivir
bien, digna y satisfactoriamente.
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ciudadanos. Esta pregunta (al igual que otras que podríamos hacernos y que Aristó
teles no se hace) solamente surgirá y adquirirá relevancia a partir de la concepción
moderna del estado. Las preguntas que interesan a Aristóteles son, más bien, cómo
se distribuye el poder político y para qué ha de utilizarse.
La idea de «justicia distributiva» marca la orientación de la respuesta a la pri
mera de estas preguntas, cómo ha de distribuirse el poder político. La regla justa
es aquélla que establece una asignación proporcional a los méritos de los ciudada
nos. Tal regla, sin embargo, no es susceptible de aplicación unívoca y automática,
ya que los «méritos» pueden interpretarse de distinto modo: si se pone el mérito en
la excelencia, el gobierno corresponderá a los mejores ciudadanos (aristocracia); si
se pone en el dinero, los ricos reclamarán el poder (oligarquía); si se pone en la
libertad, el gobierno recaerá en la totalidad de los ciudadanos (democracia), etc.
(Et.Nic. V 3, 1131a25-29; Política III 9). Cuando Aristóteles procede de un modo sis
temático distingue tres regímenes políticos ordenados al bien de todos los ciu
dadanos, al llamado «bien común»: monarquía (gobierno de uno, el mejor de los
ciudadanos), aristocracia (gobierno de los mejores) y «politeia» (gobierno de
amplia base social). Estas tres formas de gobierno pueden degenerar y degeneran
cuando los gobernantes persiguen su propio provecho y no el del conjunto
de los ciudadanos. En tal caso la monarquía deviene tiranía, la aristocracia toma la
forma de oligarquía (que es gobierno de los ricos en su propio provecho) y la «poli
teia» se transforma en democracia (gobierno de los pobres en su propio y exclusi
vo interés) (Pol. III 7).
Esta clasificación reclama algunas consideraciones. En primer lugar, ha de notar
se que el criterio clasificatorio no es meramente el número de los que gobiernan (uno
sólo, varios, muchos), sino que se entrecruzan también criterios cualitativos como la
excelencia o el nivel de riqueza. Esta circunstancia permite, a su vez y en segundo
lugar, entender la utilización aristotélica de los términos ‘democracia’ y ‘politeia’. No
debe sorprender que Aristóteles recurra a la palabra ‘democracia’ para designar una
forma popular degenerada de gobierno. Aristóteles (conservador, al fin y al cabo)
rechaza la democracia radical, que interpreta como gobierno de los pobres en su
propio interés contra los ricos, gobierno que de este modo hace imposible la con
cordia civil. El término ‘politeia’, por su parte, significa «constitución» en general y
como tal es aplicable a cualquiera de los sistemas citados. No obstante, una vez con
sumado el uso peyorativo de la palabra ‘democracia’, Aristóteles recurre a ‘politeia’
para designar específicamente un régimen político en particular, de amplia base
social, «democrático», orientado al bien del conjunto de los ciudadanos.
Con su clasificación de las formas de gobierno Aristóteles responde no solamente
al cómo de la distribución del poder, sino también al para qué del ejercicio del mismo:
el fin es el bien de todos los ciudadanos. Un régimen político se justifica en la
medida en que se orienta al bien de todos, y de ahí que Aristóteles considere legíti
mas, en principio, las tres formas de gobierno no degeneradas. Desde el punto de vista
ético el para qué interesa más a Aristóteles que el cómo. Lo cual no significa que no
tenga sus propias preferencias. Estas se orientan hacia un sistema democrático mode
rado en el cual (1) se concede cierta preponderancia a la clase media Qos «ni muy
ricos ni muy pobres» constituyen el grupo socialmente más estable: una vez más la
conveniencia del «término medio») y (2) se toma en consideración la arete, la exce
lencia, lo cual conlleva la incorporación de ciertos elementos de carácter aristocrático.
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