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Material Comentario Aristóteles

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V

Una vida digna y satisfac­


toria: ética y política
Al comienzo del capítulo anterior contraponíamos con Aristóteles los saberes teó­
ricos a los saberes prácticos y productivos. Estos últimos, decíamos, están orientados
a la acción, mientras que aquéllos no tienen otro fin que el ejercicio del conocimien­
to mismo. Añadamos ahora que esta distinción no se basa simplemente en la actitud
subjetiva que el hombre puede adoptar ante sus concimientos (utilizarlos para actuar
o simplemente para saber), sino que tiene su fundamento último en la realidad cono­
cida en cada caso. Aristóteles señala repetidamente que la ciencia se ocupa de lo que
es necesario (necesariamente los tres ángulos de un triángulo valen dos rectos,
necesariamente los astros se mueven en movimiento continuo y circular, etc.). Los
conocimientos prácticos y productivos, por el contrario, 110 versan sobre lo que suce­
de necesariamente, sino sobre lo que puede ser de otra manera que como es
(Etica a Nicómaco VI 4).
Esta distinción entre «lo necesario» y «lo que puede ser de otra manera» es de
capital importancia. Ante lo que es o sucede necesariamente no cabe intervención
humana alguna, ante ello y en ello no cabe actuar, lo único que cabe hacer es cono­
cerlo, contemplarlo: de ahí que su conocimiento sea esencialmente teórico. Lo que
puede ser de otra manera, por el contrario, abre un espacio para la acción huma­
na, permite que el hombre intervenga y actúe sobre ello, sea transformando la
naturaleza (ámbito de la producción, del «hacer»), sea dirigiendo la propia con­
ducta de esta o la otra manera (ámbito de la conducta, del «obrar»). En uno y otro
caso el hombre puede actuar al azar o rutinariamente, pero también puede obrar
racionalmente, con conocimiento: en el caso del «hacer» se trata del conocimien­
to técnico, productivo (arte: téchne), en el caso del «obrar» se trata del conoci­
miento práctico, moral.
Ambas formas de conocimiento son importantes, pero especialmente importante
para el hombre es el conocimiento práctico (ético y político). En él, en efecto, nos va
nuestra propia vida: el tipo de vida que prefiramos y también la manera de vivirla,
el modo de actuar concretamente en cada situación y circunstancia particulares.

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Al saber práctico corresponde el estu-
T s* fp 1 1 Η Π / / í*Π1/Μ ñ ^() conducta humana a fin de esta-
LéU J t I I L I U U U L U i n U biecer criterios para su orientación. En la
j e Etica a Nicómaco (obra a la que nos refe-
f lf l U l t i m O riremos fundamentalmente en esta expo-
sición) Aristóteles comienza su estudio
de la conducta humana destacando un
rasgo esencial de la misma: su carácter intencional, teleológico. Toda conducta
verdaderamente humana, toda acción se emprende y realiza para la consecución de
algo, «todo arte y toda investigación, y lo mismo cualquier acción o elección, pare­
cen dirigirse a algún bien. Por eso se ha calificado con razón el bien como aquello a
que tienden todas las cosas» (Et.Nic. I 1, 1094al-3). Esta constatación del carácter
intencional de la acción es, sin duda, fundamental como punto de partida, pero no
parece llevarnos demasiado lejos ya que, como señala inmediatamente el propio
Aristóteles, los bienes o fines que se persiguen son múltiples y distintos en cada
caso. Es necesario preguntarse si existe una jerarquía en los fines perseguidos por
los hombres, si existe un fin superior y último al cual se orientan todos los demás,
un fin «que se busque por sí mismo y los demás por él» (ib. 1094al9). Aristóteles con­
testa afirmativamente a esa pregunta. Existe efectivamente un bien supremo al cual
se subordinan todos los bienes y fines que perseguimos. El bien supremo o fin últi­
mo es la felicidad (eudaimonía).
Esta respuesta de Aristóteles resulta excesivamente vaga e inconcreta. Dada su
vaguedad, todo el mundo estará seguramente de acuerdo con ella (¿quién no aspira
a una «vida feliz»?), pero el desacuerdo surgirá de inmediato cuando procedamos a
concretar en qué consiste la felicidad. Aristóteles es consciente de esta dificultad y de
hecho recorre y comenta los distintos bienes en que unos y otros han cifrado la feli­
cidad: el placer, las riquezas, el poder y el reconocimiento social, la virtud, el saber.
Toda una galería de tipos humanos y un muestrario de formas de vida. A pesar de
ello, cree que es posible avanzar hasta determinar razonablemente en qué consiste
una vida feliz.
El ulterior desarrollo de su indagación está orientado por una cierta «pre-com-
prensión» de la eudaimoníayde la felicidad. Una vida feliz no es, desde luego, una
vida cualquiera, es una vida que merece vivirse, una vida plena, digna y satis­
factoria. Desde este punto de vista no todas las formas de vida valen lo mismo ni
todas las opiniones poseen el mismo valor. Hay personas con criterio y hay perso­
nas sin criterio. Aunque no en este contexto en concreto, en asuntos relativos a lo
que es realmente bueno Aristóteles suele considerar como «criterio» al hombre
que él denomina spoudaíos. Spoudaíos es el hombre serio, que se toma en serio la
vida y lo que hace y, por tanto, se esfuerza en hacerlo bien. En asuntos serios (y
el de una vida digna y satisfactoria lo es) no sirven como criterio el frívolo y el hol­
gazán.
Pero no basta con afrontar la cuestión con seriedad, nobleza y altitud de miras.
Es necesario tratar de comprender cuál es la función o el quehacer (érgon) que
corresponde al hombre como tal. El quehacer propio de un citarista es tocar la
cítara, y el de un buen citarista tocarla bien. ¿Hay alguna actividad propia del hom­
bre como tal? (Et. Nie. I 7, 1097b22 ss.). Seguramente es innecesario aclarar que
preguntarse por la «actividad propia del hombre» no es otra cosa que preguntarse

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por la naturaleza (physis) del ser humano. En los dos capítulos precedentes
hemos visto que la naturaleza es principio interno de movimiento, de actividad
(supra, p. 21), que la naturaleza del viviente es el alma, forma y acto vital que se
realiza desplegándose en múltiples operaciones (supra, p. 26), que la forma es acto
o actividad inmanente que no tiene otro fin que la plenitud de su propio ejercicio
o actividad (supra, p. 25). «Ser hombre, decíamos, es ejecutar ciertas actividades,
es alimentarse y reproducirse (viviente), ver, oir, sentir y apetecer (animal),
hablar, pensar y decidir (racional)» (supra, p. 35). Este trenzado de naturaleza,
forma, acto y fin constituye el transfondo teórico de la pregunta de Aristóteles
sobre «la función o actividad propia del hombre». Y con este transfondo teórico es
perfectamente congruente su respuesta que se desarrolla del modo siguiente. (1)
La actividad o función propia del hombre es vivir, pero no todo tipo de vida (las
vidas vegetativa y sensitiva no son exclusivas del hombre, puesto que las compar­
te con plantas y animales respectivamente), sino la vida racional: vivir como hom­
bre es vivir racionalmente. (2) En el hombre, como ser racional, cabe distinguir
dos partes, la una posee razón y su acto es razonar, la otra obedece a la razón. Vida
racional es, pues, la actividad misma de la razón, y también cualesquiera otras acti­
vidades reguladas por la razón. De ahí que Aristóteles pueda decir que la función
propia del hombre es «una actividad del alma según razón o no desprovista de
razón» (ib. 1098a7-8). (3) La función del citarista es tocar la cítara, la del buen cita­
rista tocarla bien, de modo excelente. Por lo mismo cabe decir que si la función
del hombre es vivir racionalmente, la función del hombre bueno es vivir racional­
mente con plenitud, de modo excelente, a la perfección. Las ideas de excelencia
y perfección en el ejercicio de una actividad o función se expresan en griego con
la palabra arete que suele traducirse como «virtud». Hay una virtud del citarista y
el que la posee toca la cítara de modo excelente, es un «virtuoso» de la cítara.
Estrictamente hablando, la virtud es la capacidad, no simplemente de hacer algo,
sino de hacer algo bien. En general, y en palabras de Aristóteles, cada actividad
«se cumple perfectamente según la virtud que le es propia» (ib. 1098al5-6). (4) De
todo esto concluye Aristóteles que «el bien humano viene a ser actividad del alma
conforme a virtud, y si las virtudes son varias, conforme a la mejor y más perfec­
ta, y además en una vida entera» (ib. 1098al6-8). En el ejercicio excelente de las
actividades que le son propias encuentra el hombre su propio perfeccionamiento,
y también placer y satisfacción. En él reside, pues, la felicidad. Por su parte, las
últimas palabras de la definición «y además, en una vida entera» subrayan que la
felicidad no consiste en satisfacciones momentáneas u ocasionales, sino que es un
estado prolongado y estable. Por eso venimos hablando, más que de «felicidad»,
de una «vida feliz».
La definición aristotélica del bien humano que acabamos de transcribir reconoce
en principio una pluralidad de virtudes, y puesto que la virtud es, decíamos, la capa­
cidad de realizar bien una cierta actividad, se reconocen una pluralidad de activida­
des que al hombre corresponde realizar con plenitud y de modo satisfactorio. No
obstante, Aristóteles indica que entre todas estas actividades y sus respectivas virtu­
des el bien humano ha de situarse en «la mejor y más perfecta».
En el último libro de la Etica a Nicómaco (X 7) Aristóteles retoma esta cuestión
general de la vida feliz: «si la felicidad es actividad conforme a virtud, es razonable
que sea conforme a la virtud más excelsa, y ésta será la virtud de lo mejor que hay en

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el hombre» (1177al2-3). Ahora bien, la parte mejor, la facultad más excelsa del hom­
bre es el entendimiento «que es algo divino o lo más divino que hay en nostros». Por
consiguiente, concluye Aristóteles, «la actividad de éste conforme a la virtud que le
es propia será la felicidad perfecta» (¿ft.ll77al5-7). Aristóteles propone como ideal de
felicidad perfecta una vida dedicada a la actividad intelectual teórica, a la contem­
plación permanente de la verdad. Esta propuesta aristotélica no resultará en abso­
luto sorprendente si se tiene en cuenta que Dios es el viviente perfecto y feliz y que
su ser consiste precisamente en la actividad de pensar (supra, p. 36). Aristóteles no
habla metafóricamente cuando afirma, como decíamos hace un momento, que el
entendimiento es algo divino o lo más divino que hay en nosotros y cuando añade que
una vida dedicada exclusiva y plenamente a la contemplación «sería superior a la del
hombre: en efecto, viviría así no en tanto que es hombre, sino en tanto que algo divi­
no hay en él» (ib. 1177b27-29).
La contraposición establecida en estas últimas palabras (en tanto que hombre/ en
tanto que hay en él algo divino) muestra que Aristóteles es consciente de hallarse en
una encrucijada. A la naturaleza del hombre pertenece el entendimiento, pero el hom­
bre es más -y por tanto, menos- que entendimiento: es un viviente corpóreo y esto
le impone exigencias ineludibles; vive con otros seres humanos y esto reclama de él
múltiples actividades y las correspondientes virtudes que faciliten su buena realiza­
ción. Si la posesión del entendimiento acorta la distancia entre lo humano y lo divino,
los múltiples quehaceres del hombre la alargan hasta hacerla insalvable. Puesto que
los dioses no han de realizar tales quehaceres no tienen tampoco que realizarlos bien
y, por tanto, carecen de las virtudes correspondientes. Los dioses, dice Aristóteles,
no son justos (¿cómo podrían serlo si no firman contratos ni hacen depósitos?), no
son valientes (¿podrían serlo quienes no arrostran peligros?), tampoco son generosos
(ni tienen dinero ni tendrían a quién dárselo) y tampoco, en fin, son moderados (care­
cen de deseos y pasiones que controlar) (ib. 8, 1078b 10-18). Vivir bien y ser feliz es
una tarea difícil para el hombre, no lo es para la divinidad que está exenta de tantas
y tantas actividades engorrosas.

Es importante, según creo, compren­


der que Aristóteles no renuncia a conside­
¿as excelencias rar la vida contemplativa dedicada al
conocimiento como la forma de vida
o virtudes mejor y más satisfactoria. Con realismo,
sin embargo, toma en consideración la
complejidad de la vida humana (del hom­
bre «en tanto que hombre» y no solamente en tanto que entendimiento) reconocien­
do la pluralidad de actividades a que se refería la definición del «bien humano» más
arriba citada y comentada. Digamos una vez más que tales actividades o quehaceres
han de realizarse bien. Y puesto que esto depende de que se posean las virtudes o
excelencias correspondientes, a la pluralidad de quehaceres corresponde una plura­
lidad de virtudes. Poseerlas es condición indispensable para el ejercicio de una vida
plena, digna y satisfactoria.

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Aristóteles distingue (Et.Nic. VI) dos
La S virtudes grandes grupos de virtudes o excelencias:
intelectuales. ^as virtudes intelectuales que perfeccio-
I o n fn rln un ío nan nuestra capacidad de conocer y las
J-rf d L) Γ U vi C I I L i d , i /, · r λ
r virtudes eticas que perfeccionan el carác­
ter.
Puesto que el bien del conocimiento es la verdad, las virtudes intelectuales son
disposiciones o estados (hábitos) mediante los cuales se alcanza la verdad. Aristóte­
les distingue y enumera cinco: (1) entendimiento o intuición (noús), disposición a
la cual corresponde la captación de los principios (supra, p.24); (2) ciencia (episté-
mé), disposición intelectual relativa a lo necesario y cuyo proceder es demostrar
(supra, p.22); (3) sabiduría (sophía), conocmiento que aúna la ciencia y la intuición
(es decir, la deducción a partir de los principios y el conocimiento de la verdad de los
principios) y que tiene como objeto «lo que es más excelente por naturaleza» (Et.Nic.
V I6, 1141b2-3). Posiblemente con el término ‘sabiduría’ se refiere aquí Aristóteles no
a la filosofía primera exclusivamente, sino al conjunto de las ciencias teóricas (física,
matemáticas, filosofía primera. Cf. supra, pp. 29 ss.). A ellas hay que añadir (4) el arte
o técnica (téchné), conocimiento orientado a la producción que es «una disposición
que nos facilita hacer cosas con la ayuda de una regla verdadera» o correcta (ib.
4,1140a20-l) y, en fin, (5) la prudencia (phrónesis) que se refiere al obrar y que es
«una disposición verdadera que con ayuda de una regla nos permite obrar en lo con­
cerniente a las cosas buenas y malas para el hombre» (ib. 5, 1140b4-5). La prudencia
se distingue de la ciencia porque no versa sobre lo necesario, ni tampoco se queda
en lo universal: su reino es el ámbito de la contingencia de las acciones humanas (P.
Aubenque,1963). que «pueden ser de otro modo», acciones que son siempre parti­
culares y se realizan en circunstancias particulares. Del arte se distingue la pruden­
cia, a su vez, porque «obrar y hacer son géneros distintos» (ib. 1140b3-4).
La prudencia constituye el eje de toda la ética aristotélica, y de la política como tal.
Ciertamente el contenido concreto de la prudencia no está dado -ni puede estar dado-
de antemano, sino que se ejerce y actualiza en cada caso. De ahí que Aristóteles hable
usualmente de lo que en cada caso diría o haría el hombre prudente, el hombre sen­
sato. (Más arriba nos hemos referido al hombre serio y voluntarioso, spoüdaios, como
criterio. Este es finalmente el hombre prudente, phrónimos). El prudente sabe de los
bienes y males humanos, sabe qué es lo bueno para el hombre. En este sentido su
conocimiento alcanza universalidad. Pero lo más característico del hombre prudente
es la deliberación. Prudencia es capacidad de deliberar bien, con acierto, en cada
caso y ante cada problema. De ahí que la prudencia «no versa solamente sobre lo uni­
versal, sino que ha de conocer también lo particular» (ib. 7, 1141M4-5).

La prudencia es, pues, la última instan-


Las virtudes éticas. cia directora de la conducta humana tanto
El carácter en^aesJ^era Personal como en la vida polí­
tica. Pero no basta con deliberar con pru­
dencia y concluir atinadamente que tal
acción o tal otra es la preferible. A la deliberación sigue la elección y es necesario estar
dispuestos a elegir lo correcto y a mantenerse en la elección. Con otras palabras, es

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necesario estar dispuesto a seguir el consejo de la prudencia. Esto depende ya del
carácter. «Carácter» se dice en griego ethos, palabra de la cual deriva «ética». Son,
pues, necesarias las virtudes del carácter, las virtudes éticas.

Un «buen» carácter es un carácter


El término medio noble y firme en la elección y ejecución de
lo que racionalmente se considera preferi­
ble. Aristóteles define la virtud ética, del
carácter, como «un hábito de elegir consistente en un término medio relativo a noso­
tros», término medio «definido por una regla, aquella regla con la cual lo definiría el
hombre prudente» (Et.Nic. II 6, 1106b3-6). En esta definición se hallan concisamen­
te expresados todos los rasgos pertinentes de la virtud ética. (1) Es un hábito, es
decir, una disposición firme y estable. Esto constituye el componente genérico de la
noción de virtud que es, por tanto, válido para todo tipo de virtudes: también la virtud
del citarista y las virtudes intelectuales son disposiciones permanentes, aquélla a
tocar bien la cítara y éstas a alcanzar la verdad. (2) Es una disposición relativa a la
elección. Este rasgo es ya característico de las virtudes éticas y como tal es ajeno a
las virtudes intelectuales y con ellas a la prudencia que es, como veíamos, relativa a
la deliberación, no a la elección. (3) Facilita la elección orientándola a un término
medio relativo a nosotros. La acción virtuosa se sitúa siempre en un término medio
entre dos extremos reprobables, sin caer ni en exceso ni en defecto (así, la valentía
se juega entre la acción cobarde y la conducta estúpidamente temeraria, etc.). El tér­
mino medio, sin embargo, ni es equidistancia exacta entre los extremos, ni es el
mismo siempre y universalmente. No hay un término medio absoluto, el término
medio es relativo a nosotros: lo que para uno o en una determinada circunstancia es
«excesivo», para otro o en otra circunstancia puede resultar «defectuoso», escaso. (4)
Por eso la regla que «determina» y define la acción virtuosa, la mejor y preferible, es
aquella que en cada caso fijaría el hombre prudente. El juicio correcto es, una
vez más, asunto de prudencia.
En su ética Aristóteles analiza con finura un conjunto significativo de virtudes. En
su «catálogo» de virtudes Aristóteles está, sin duda, influido por los valores de su
entorno cultural. Pero queda como aportación decisiva su concepción de la virtud
como conjunción de inteligencia y talante, de ponderación prudente y firmeza de
carácter.

Entre las virtudes éticas Aristóteles


Justicia y amistad concede una atención especial a la justi­
cia. «Justo» se dice en griego díkaion y
Aristóteles comienza (Et.Nic. V 1) distin­
guiendo los dos sentidos básicos en que se utiliza esta palabra. De una parte, se con­
sideran y denominan «justas» las conductas que son conformes con las leyes, e
«injustas» las que transgreden la ley. De otra parte, la palabra «justicia» y «justo» se
utilizan también en relación con la idea de igualdad. Aristóteles se ve llevado de este
modo a distinguir dos clases de justicia, la justicia como legalidad y la justicia como
igualdad.

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La primera de estas dos clases de justicia -consistente en actuar conforme a lo
establecido por las leyes- no constituye una virtud particular, ya que no está referida
a un tipo específico de quehacer o actividad. Las leyes, en efecto, no regulan un único
tipo de conducta, sino todas las conductas que son relevantes para la convivencia. La
justicia legal comprende, por tanto, la totalidad de las virtudes en todo aquello
que afecta a la relación con los demás (ib. 1129b25-27).
En contraposición con la justicia legal que es virtud total, Aristóteles denomina
justicia particular a la que tiene que ver específicamente con la igualdad. Se trata
de la virtud que regula las relaciones interpersonales imponiendo en éstas un trato
equitativo de modo que cada cual obtenga lo que le corresponde. Ahora bien, el
trato equitativo puede alcanzarse mediante dos procedimientos distintos que Aris­
tóteles interpreta como «igualdad» aritmética y como «proporción» geométrica,
respectivamente. La igualdad aritmética se aplica en la que Aristóteles denomina
justicia correctiva o rectificadora, la justicia que rige en las relaciones contrac­
tuales y en los intercambios en general: esta justicia exige que se dé exactamente
lo mismo a cada una de las partes. La proporción geométrica, por su parte, es pro­
pia de la justicia distributiva y comporta que a los implicados se les dé, no exac­
tamente lo mismo, sino a cada cual en proporción a sus méritos. Esta forma de
justicia regula la distribución política de cargos y honores. Se trata, pues, de una
virtud fundamental en relación con la distribución del poder y con la organización
política del estado.
Junto a la justicia y en continuada referencia a ella, Aristóteles concede una
importancia extraordinaria a la amistad (philía) a la cual se dedican nada menos
que dos libros enteros de la Etica a Nicómaco (VIII, IX) y uno completo en la Etica
a Eudemo (VII). Las ideas aristotélicas acerca de la amistad nos resultan extrañas en
algunos momentos, en parte por las diferencias culturales que nos separan de él, y
también por el desajuste existente entre el significado de la palabra griega philía y
el significado de la palabra ‘amistad’ que, a falta de otra mejor, solemos utilizar para
traducir aquélla. En su uso aristotélico la palabra philía expresa los lazos afectivos
recíprocos asociados a la convivencia de quienes tienen conciencia de formar
una comunidad, sea ésta del tipo que sea. En este sentido amplio cabe hablar de
«amistad» -y Aristóteles habla de ella- en las relaciones apasionadas entre amantes,
en el cariño entre padres e hijos, entre hermanos, entre camaradas, entre miembros
de cualquier asociación y, finalmente, entre conciudadanos. Las muchas páginas
que Aristóteles dedica a la amistad se mueven a lo largo de esta gama de relaciones.
Entre las observaciones aristotélicas acerca de la amistad las más interesantes
para nosotros son quizás las que se refieren a la amistad en el sentido más próximo
a nuestra concepción de la misma y en su sentido más amplio referido a la comuni­
dad de los ciudadanos. La amistad, piensa Aristóteles, es digna de la mayor estima
porque es una virtud o va acompañada de virtud, porque es lo más necesario para la
vida («nadie querría vivir sin amigos, aun teniendo todas las demás cosas buenas»:
Et.Nic. VIII 1, 1155a5-6) y porque además de necesaria, es algo noble y hermoso.
Cabe distinguir ciertamente tres tipos de amistad según ésta se base en la utilidad,
en el placer o en el bien. En los dos primeros casos la amistad es imperfecta y pasa­
jera. La amistad perfecta es la que se basa en la bondad y excelencia, es «la amis­
tad de los hombres buenos e iguales en virtud» (ib. 3, 1156b7-8). El amor a uno
mismo (amor a lo mejor de uno mismo) que es un principio irrenunciable de la ética

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aristotélica se prolonga, mediante la amistad, hasta el amigo que es «otro yo». Por eso
«los amigos desean cada uno el bien del otro por el otro mismo» (ib. 5, 1157b30-l).
Para Aristóteles la amistad constituye el coronamiento, la perfección o excelencia de
la condición social que es propia del hombre. Sin convivencia 110 hay vida humana,
sin amistad (convivencia con amigos) no hay vida plena y satisfactoria. Por eso, sen­
tencia Aristóteles, el hombre feliz necesita amigos.
La amistad puede alcanzar, decíamos, a todo tipo de convivencia, a toda forma de
comunidad. Es, por tanto, coextensiva con la justicia a la que sirve de estímulo («si
se desea hacer que los hombres no se comporten injustamente entre sí, bastará con
hacerlos amigos, pues los verdaderos amigos no cometen injusticia unos contra
otros»: Etica a Eudemo VII 1, 1234b28-32). Aristóteles habla de amistad entre los
conciudadanos, amistad civil o política. Este tipo de amistad, fundamental para la
convivencia política, se manifiesta como concordia {homónoia). La concordia se
refiere a los asuntos prácticos de mayor envergadura. En una ciudad, en un estado
hay concordia «cuando los ciudadanos están de acuerdo sobre las cosas que les
convienen y las eligen, y llevan a la práctica las cosas que acuerdan en común»
(Et.Nie. IX 6, 1167a26-28).

A lo largo de las páginas anteriores ha


Ltt V Íd (l 6 fl C O W lU fl resonad° insistentemente la política como
marco de las reflexiones éticas de Aristó-
j 1 '± · teles. Ha resonado al hablar de la pruden-
L tC l p o l í t i c a como principio directivo último del
comportamiento humano: la prudencia en
los asuntos públicos y en la vida particular
son, en realidad, el mismo hábito. Y ha resonado muy especialmente al referirnos a la
justicia y a la amistad. La concepción aristotélica de la justicia legal (comportamiento
acorde con las leyes) como virtud total es sumamente significativa ya que se asienta
en el supuesto de que las leyes definen los comportamientos virtuosos. La ética no es,
pues, ni separable ni sustancialmente distinta de la política. Y si la idea de justicia
«legal» subraya la dimensión política de la ética, la idea de justicia «distributiva» subra­
ya la dimensión ética de la política al exigir que cargos y honores se repartan propor­
cionalmente a los méritos de los ciudadanos. La política ha aparecido, en fin a través
de la «amistad civil» como excelencia o virtud superior de la convivencia ciudadana.
Etica y política son, pues, inseparables. Ambas pertenecen al mismo tipo de saber
(el saber acerca del bien humano) y si Aristóteles las distingue, no es sino como dos
ramas o vertientes (hacia la polis, hacia el individuo) de un saber único que, en últi­
ma instancia, recibe genéricamente el nombre de «política».

La pertenencia de la ética a la política


El hombre animal tiene su razón de ser en la condición
político. El estado f oci¡d del ser humano. Vivir para el hom-
r bre es convivir con otros hombres. Y sola­
mente en el marco de esta convivencia es
posible alcanzar una vida digna y satisfactoria, es decir, la felicidad.

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Es mérito de Aristóteles haber insistido en la condición social del ser humano.
Hemos visto cómo recurría, en su ética, a su concepción teleológica de la naturaleza
humana para determinar el bien del hombre. También en su pensamiento político
recurre a la idea de naturaleza (physis) del hombre para rechazar aquellas teorías (de
origen sofístico) que consideraban a la sociedad como resultado de un mero acuerdo
o convención. Frente a estas teorías Aristóteles insiste en que la sociabilidad es un
rasgo esencial de la naturaleza humana. La vida humana solamente es posible en
convivencia cooperativa con otros hombres: «el estado (polis) es algo natural y el
hombre es por naturaleza un animal político» (Política I 2, 1253a2-3). La sociabilidad
marca el nivel que corresponde al hombre en la escala de los vivientes: por debajo de
él están las bestias que no pueden vivir en sociedad al carecer de las dotes necesa­
rias para ello, por encima está la divinidad que no necesita vivir en sociedad porque
es autosuficiente. Los hombres necesitan vivir en sociedad cooperativa y pueden
hacerlo, al contrario que las bestias, porque están dotados de lenguaje mediante el
cual les es posible comunicarse y compartir proyectos prácticos y valores morales:
«el lenguaje es para manifestar lo que es conveniente y perjudicial y por tanto, tam­
bién lo que es justo e injusto. Y frente a los demás animales es exclusivo del hombre
el tener, solamente él, la percepción del bien y del mal, de lo justo y lo injusto y de
los demás valores. Y la participación compartida de todas estas cosas es lo que cons­
tituye la familia y el estado» (ib. 1253al8-20).
La sociabilidad humana se actualiza en tres formas naturales de comunidad: fami­
lia, aldea y estado (polis). En éste último, sociedad perfecta y autosuficiente, culmina
la sociabilidad del ser humano. La identificación de forma y fin en los seres naturales
0supra, p. 25) lleva a Aristóteles a una concepción teleológica del estado. Preguntar­
se qué es el estaco comporta preguntarse cuál es su función propia, su fin. Al igual
que la familia y la aldea, el estado surge con el fin de asegurar la vida de los ciuda­
danos, para que éstos puedan vivir. Su función, sin embargo, va más allá de este míni­
mo, no se limita a que los ciudadanos puedan vivir, sino que procura que puedan vivir
bien, digna y satisfactoriamente.

Las condiciones en que se desarrollará


Los regímenes la vida de los ciudadanos se especifican en
las leyes y muy particularmente, en el
políticos régimen establecido a través de la consti­
tución.
Aristóteles se interesó vivamente por lo que denominaríamos «derecho constitu­
cional comparado». En el capítulo primero señalábamos que uno de los proyectos
enciclopédicos del Liceo fue reunir una vasta colección de constituciones, uno de
cuyo volúmenes era la Constitución de los atenienses, obra del propio Aristóteles afor­
tunadamente conservada (supra, pp. 11 y 12). En la Política estudia distintas formas
de gobierno analizando los objetivos y funcionamiento característicos de cada una
de ellas.
En lo referente a las formas de gobierno las ideas aristotélicas nos resultan, sin
duda, insuficientes. No deben desvincularse, en todo caso, del contexto político e his­
tórico en que fueron formuladas. Aristóteles no se pregunta, por ejemplo, por los lími­
tes del poder político, hasta dónde el estado puede entremeterse en la vida de los

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ciudadanos. Esta pregunta (al igual que otras que podríamos hacernos y que Aristó­
teles no se hace) solamente surgirá y adquirirá relevancia a partir de la concepción
moderna del estado. Las preguntas que interesan a Aristóteles son, más bien, cómo
se distribuye el poder político y para qué ha de utilizarse.
La idea de «justicia distributiva» marca la orientación de la respuesta a la pri­
mera de estas preguntas, cómo ha de distribuirse el poder político. La regla justa
es aquélla que establece una asignación proporcional a los méritos de los ciudada­
nos. Tal regla, sin embargo, no es susceptible de aplicación unívoca y automática,
ya que los «méritos» pueden interpretarse de distinto modo: si se pone el mérito en
la excelencia, el gobierno corresponderá a los mejores ciudadanos (aristocracia); si
se pone en el dinero, los ricos reclamarán el poder (oligarquía); si se pone en la
libertad, el gobierno recaerá en la totalidad de los ciudadanos (democracia), etc.
(Et.Nic. V 3, 1131a25-29; Política III 9). Cuando Aristóteles procede de un modo sis­
temático distingue tres regímenes políticos ordenados al bien de todos los ciu­
dadanos, al llamado «bien común»: monarquía (gobierno de uno, el mejor de los
ciudadanos), aristocracia (gobierno de los mejores) y «politeia» (gobierno de
amplia base social). Estas tres formas de gobierno pueden degenerar y degeneran
cuando los gobernantes persiguen su propio provecho y no el del conjunto
de los ciudadanos. En tal caso la monarquía deviene tiranía, la aristocracia toma la
forma de oligarquía (que es gobierno de los ricos en su propio provecho) y la «poli­
teia» se transforma en democracia (gobierno de los pobres en su propio y exclusi­
vo interés) (Pol. III 7).
Esta clasificación reclama algunas consideraciones. En primer lugar, ha de notar­
se que el criterio clasificatorio no es meramente el número de los que gobiernan (uno
sólo, varios, muchos), sino que se entrecruzan también criterios cualitativos como la
excelencia o el nivel de riqueza. Esta circunstancia permite, a su vez y en segundo
lugar, entender la utilización aristotélica de los términos ‘democracia’ y ‘politeia’. No
debe sorprender que Aristóteles recurra a la palabra ‘democracia’ para designar una
forma popular degenerada de gobierno. Aristóteles (conservador, al fin y al cabo)
rechaza la democracia radical, que interpreta como gobierno de los pobres en su
propio interés contra los ricos, gobierno que de este modo hace imposible la con­
cordia civil. El término ‘politeia’, por su parte, significa «constitución» en general y
como tal es aplicable a cualquiera de los sistemas citados. No obstante, una vez con­
sumado el uso peyorativo de la palabra ‘democracia’, Aristóteles recurre a ‘politeia’
para designar específicamente un régimen político en particular, de amplia base
social, «democrático», orientado al bien del conjunto de los ciudadanos.
Con su clasificación de las formas de gobierno Aristóteles responde no solamente
al cómo de la distribución del poder, sino también al para qué del ejercicio del mismo:
el fin es el bien de todos los ciudadanos. Un régimen político se justifica en la
medida en que se orienta al bien de todos, y de ahí que Aristóteles considere legíti­
mas, en principio, las tres formas de gobierno no degeneradas. Desde el punto de vista
ético el para qué interesa más a Aristóteles que el cómo. Lo cual no significa que no
tenga sus propias preferencias. Estas se orientan hacia un sistema democrático mode­
rado en el cual (1) se concede cierta preponderancia a la clase media Qos «ni muy
ricos ni muy pobres» constituyen el grupo socialmente más estable: una vez más la
conveniencia del «término medio») y (2) se toma en consideración la arete, la exce­
lencia, lo cual conlleva la incorporación de ciertos elementos de carácter aristocrático.

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