El Libro de Rut
El Libro de Rut
El Libro de Rut
EL CONOCIMIENTO DE LA HISTORIA
Y LA CIVILIZACIÓN EN LA TRADUCCIÓN DEL
LIBRO DE RUT AL ESPAÑOL
JESÚS CANTERA ORTIZDE URBINA
Por una serie de circunstancias hemos dedicado especial atención al Libro de Rut del
Antiguo Testamento. Ya en 1965 apareció la publicación de nuestro «Estudio crítico de
la versión prejeronimiana del Libro de Rut según el manuscrito 31 de la Universidad de
Madrid». Poco después nos encargamos de su traducción del hebreo al español para la
magnífica edición de La Biblia más bella del mundo, dirigida por el P. Alejandro Diez
Macho y que tan gran difusión conoció por entonces, especialmente en Hispanoaméri-
ca. Y además, en repetidas ocasiones hemos llamado la atención sobre la influencia de
este precioso librito de Rut en el dramaturgo francés Paul Claudel.
En sus cuatro capítulos, de unos 20 versículos cada uno, el Libro de Rut nos da
cuenta de un episodio de la última época de los Jueces, narrándonos la historia de una
joven moabita que por su piedad singular se integró en el pueblo de Judá, llegando a
ser próxima antecesora del rey David, y, por consiguiente, antecesora del Mesías pro-
metido.
Empieza refiriendo cómo, en vista del hambre que azotaba al país de Judá, una fami-
lia de Belén, compuesta por Elimélek, su mujer Noemí y sus dos hijos Majlón y Qui-
lión, decide emigrar a la campiña de Moab. Elimélek muere allí al poco tiempo. Sus
dos hijos casan con dos moabitas, Orpá y Rut. Pero mueren, también ellos, poco des-
pués. Al cabo de unos diez años, y ante la noticia de que ya había pasado el hambre en
Judá, Noemí decide emprender el camino de vuelta. Pretenden acompañarla sus dos
nueras. Pero ella les ruega con insistencia que no la sigan sino que se queden en su
tierra de Moab, ya que ella es demasiado desgraciada y no constituiría sino una muy
pesada carga para ellas. Orpá le hace caso y, despidiéndose de ella, vuelve a su pueblo.
Rut, en cambio, no quiere en modo alguno abandonar a Noemí y manifiesta su firme
decisión de renunciar a todo por acompañarla siempre, aceptando su pueblo, su religión"
y sus costumbres. Se muestra Noemí de acuerdo y emprenden juntas el camino de
vuelta hacia el país de Judá, adonde llegan cuando estaba a punto de empezar la siega
de la cebada.
Con el visto bueno de su suegra sale Rut a espigar. Y lo hace en un campo de Booz,
un pariente de su difunto suegro.
Se plantean en el relato dos normas de la antigua legislación hebrea: el «levirato» y
el «goelato». Dos normas que el traductor ha de conocer con exactitud para dar una
acertada versión.
Desde el punto de vista de la lengua, el hebreo del Libro de Rut no ofrece dificultad
alguna de comprensión para quien tenga un conocimiento aceptable del hebreo bíblico.
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de admitir otros dioses junto a sí. Las religiones politeístas., en cambio, no tienen in-
conveniente en admitir uno más. Pero por la misma razón pretenden que las otras reli-
giones admitan y acepten los suyos. Es el caso de las mujeres paganas en Israel. No
tienen en principio inconveniente en admitir a Jehová como uno más entre sus dioses
nacionales, aunque considerándolo como secundario. Pero pretenden por otra parte que
sus maridos israelitas acepten también los suyos junto a Jehová. Jehová, Dios celoso,
no acepta ni puede aceptar compartir el corazón israelita con otros dioses. He aquí,
aunque no única, la razón más poderosa para la constante oposición de los círculos
yahveistas a los matrimonios mixtos. Si los matrimonios mixtos fueron numerosos du-
rante la época de los Reyes, cuánto más lo serian durante la cautividad y después de
ella. Al regreso de la cautividad, con el edicto de Ciro del año 537, parece ser que el
porcentaje de mujeres judías con respecto a los hombres era muy escaso. Podemos su-
poner el desequilibrio que esto significa en un pueblo no absolutamente monógamo.
Por otra parte, las frecuentes relaciones, sobre todo comerciales, con otros pueblos,
unido a la natural pasión y también no pocas veces a los intereses materiales, fomenta-
ron naturalmente los tratos y los matrimonios.
Consecuencia en gran parte de estos matrimonios mixtos fue una relajación progresi-
va de las costumbres en la pequeña comunidad judía que había regresado de la cautivi-
dad. No se santificaba el sábado, no se pagaban los diezmos para el culto, no se guar-
daban los ayunos. El rico abusaba del pobre, y la usura era ejercida con tiranía. El
creciente paganismo que apenaba e irritaba cada vez más a los círculos yahveitas de-
terminó la venida a Jerusalén de Esdras y Nehemías, quienes, además de atender a las
necesidades materiales del pueblo, emprendieron inmediatamente la reorganización
moral y religiosa de la comunidad. Queda proclamada solemnemente la Tora como lev
de Israel y se obliga al pago de los diezmos para el culto, al cumplimiento de los ayu-
nos, a la santificación del sábado, a la condonación de las deudas cada siete años, etc.
Las puertas de la ciudad quedarán cerradas los sábados para así impedir las transac-
ciones comerciales en ese día. Los sacerdotes indignos son expulsados. Pero, ante todo,
no se olvida que una de las causas más influyentes en el creciente paganismo habían
sido los matrimonios mixtos.
Y contra ellos arremete Nehemías con toda energía. «También por aquellos días vi a
los judíos —nos dice— que se habían casado con mujeres asdoditas, ammonitas y
moabitas. Y de sus hijos, la mitad no sabía hablar judío y hablaba en cambio asdodeo o
como una especie de lengua mixta de esos pueblos. Yo los recriminé, los maldije e hice
azotar a algunos de ellos y arrancarles el cabello y les conjuré en el nombre de Dios»
(v. Nehemías XIII, 23). Esdras, en cambio, no la emprende a patadas y puñetazos. No
los hace azotar ni arrancar los cabellos. Prefiere adoptar ante los culpables una actitud
de aflicción buscando así su arrepentimiento y dolor de contrición (v. Esdras, IX, 3 y
ss). Hubo naturalmente quienes se resistieron a dejar sus mujeres y los hijos de ellas
habidos. Pero la resistencia debió de ser más bien pasiva. Se alegaron también los
trastornos que una decisión inmediata acarrearían dado el número y habida cuenta de
que era la estación de las lluvias. El librito de Rut podría responder tímidamente a una
reacción contra el rigorismo de Esdras y Nehemías. ¿Cabe mejor prueba que recordar
cómo una moabita entró en el pueblo de Israel y no sólo se hizo digna de él, sino que
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llegó incluso a ser antecesora directa y próxima del rey David y antecesora, por consi-
guiente, del Mesías?
En el capítulo IV de nuestro Libro de Rut aparece Booz cumpliendo con dos precep-
tos de la legislación mosaica: el del «goelato» y el del «levirato»..
Un buen traductor se las debe ingeniar para ofrecer una interpretación que, sin trai-
cionar en absoluto el texto original, áea perfectamente comprensible para un lector de
otra cultura, por alejada que esté en el tiempo y en el espacio.
Traducir en II, 20: «ese hombre es pariente nuestro, uno de los que tienen que res-
ponder por nosotros» y en III, 9: «a ti te toca responder por mí», sin una sola nota, por
pequeña que sea, que explique de qué se trata, deja al lector perplejo y sin comprender
absolutamente nada.
Por nuestra parte preferimos mantenernos más cerca del texto hebreo y decir senci-
llamente —como por otra parte se ha venido diciendo en las distintas versiones— «ése
es uno de nuestros goelim» (II, 20), y «tú eres mi goel» (III, 9), indicando en nota que
goelim es el plural hebreo de goel y explicando qué es el goel. De esta suerte, al propio
tiempo que se es fiel al texto original, se mantiene su color local y se da información
cumplida para que cualquier lector de la versión española pueda comprender perfecta-
mente el texto.
Vamos a recordar en pocas palabras qué era el «levirato» y qué el «goelato».
El «levirato» regía en los antiguos pueblos de Oriente, preocupados por la continui-
dad de la familia. Según esta ley, el hermano, y por extensión el pariente más próximo
de un hombre muerto sin sucesión, quedaba obligado a casar con la viuda para asegu-
rar la continuidad del nombre del difunto (v. Deuteronomio XXV, 8-10). El «goelato»,
en cambio, se refiere al rescate de un campo o heredad. «Si tu hermano empobreciere o
vendiera de su propiedad, su pariente más próximo vendrá y retraerá la venta hecha por
un familiar» {Levítico XXV, 25).
En la historia de Rut entran en juego los dos preceptos. Por una parte Booz anuncia
que Noemí piensa vender el campo de Elimélek, y el pariente más próximo acepta
comprarlo ejerciendo su derecho de goel. Pero, acto seguido, Booz le plantea el matri-
monio por «levirato» con Rut, a lo cual se resiste el pariente. El planteamiento no podía
ser más claro ni más lógico. Si Fulano tiene derecho a comprar el campo de Elimélek
por ser el pariente más próximo, por la misma razón está obligado a casar con Rut para
confirmar el nombre del difunto. Si acepta lo primero, debe también aceptar la segun-
do. Si renuncia a esto, renuncie también a lo otro en favor de Booz que sí está dis-
puesto, por piedad para con el difunto Elimélek y por benevolencia para con Rut, a
cumplir con lo uno y con lo otro.
No sólo como testigos de excepción, sino más bien, al parecer, como arbitros o jueces
requiere Booz la presencia de diez ancianos, de acuerdo con una norma generalmente
aceptada.
«Diez» solía ser en el antiguo pueblo de Israel el número escogido o establecido para
la toma de decisiones importantes, como podemos ver una y otra vez en los libros de
Samuel y de los Reyes: I Samuel XXV, 5; II Samuel XVIII, 15; II Reyes XXV, 25.
«Anciano» (zakén) dice el texto hebreo masorético. Y «anciano» lo interpretan así
Septuaginta como la Vulgata: npec$'ú%r\c, y sénior respectivamente. El título de
«ancianos», de origen muy probablemente patriarcal, era dado a los responsables de la
tribu, del pueblo o de la ciudad. Y, en efecto, —aunque no necesariamente— solían ser
las personas de mayor edad del lugar, o al menos los más importantes (v. Éxodo III, 16;
Éxodo XVIII, 13-26; Números XI, 16; Números XXII, 4-7; Jueces XI, 5; I Samuel IV,
3; I SamuelXXX, 26).
No encuentro justificación válida para interpretarlo en español por «concejales»,
como hace un conocido traductor así en el versículo 2 como en el 4 del capítulo IV.
— A la puerta de la ciudad.
Empieza el capítulo IV diciéndonos que «fue Booz a la puerta de la ciudad y se sentó
allí».
«A la puerta» dice, en efecto, el texto hebreo: hashshahar. Y así lo interpretan lo
mismo Septuaginta que la Vulgata: nvíkr\ y porta respectivamente. Ninguna razón
seria justifica la traducción según la cual «Booz fue a la plaza del pueblo y se sentó
allí».
En otras civilizaciones y en otras épocas era la plaza —como lo es también hoy en
algunos casos— el lugar de reunión de los responsables locales de la administración de
justicia y de deliberaciones políticas. Pero en el antiguo Israel, para tratar de asuntos
políticos, judiciales y comerciales, los responsables solían reunirse en el espacio que
quedaba entre la parte interior y la parte exterior de la puerta que, no pocas veces, era el
único espacio libre en el pueblo (v. Génesis XXIII, 18 y Salmos CXXVI y CXXVII, 5).
— El descalzarse en señal de rechazo y de desprecio en unos casos, o como símbolo
de toma de posesión en otros.
El descalzarse el pariente en el Libro de Rut y entregar el calzado a Booz tiene un
significado muy diferente al de Deuteronomio XXV, 9. Allí se trata de un acto injurio-
so contra el pariente que se niega a casar con la mujer del difunto. Es ella quien se
acerca a él en presencia de los ancianos y le quita el calzado, escupiéndole luego a la
cara. En el Libro de Rut, en cambio, parece tener otro carácter muy distinto: el de rati-
ficar o rubricar un pacto. El pariente Fulano es quien se quita él mismo su calzado y lo
entrega a Booz para confirmar que cede en favor suyo los derechos y deberes que a él
incumben como pariente más próximo de Elimélek.
Poner el calzado en un campo indicaba una toma de posesión. En los Salmos pode-
mos leer por dos veces: «Dios habló por su santuario: alegraréme; volveré a Siquén y
mediré el valle de Sucot; mío es Galaad, mío es Manases; y Efraim es la fortaleza de
mi cabeza; Judá es mi legislador; Moab, la vasija de mi lavatorio; sobre Edom echaré
mi calzado; me regocijaré sobre Palestina» (Salmos 59/60, 8-10 y 107/108, 8-10). El
calzado llega a constituir un símbolo de propiedad, o más exactamente un símbolo del
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No hace aún muchos años era frecuente ver cómo, después de segar y recoger la
mies, iban mujeres y algunos niños a recoger las espigas que habían quedado en el
campo. Esa faena de recoger las espigas que quedaban en el campo era conocida con el
nombre de «espigueo», en relación con el verbo «espigar». Y a las mujeres que reali-
zaban esa faena se les daba el nombre de «espigadoras» o también el de «espigaderas».
En el Museo del Louvre de París se puede contemplar un bello cuadro de Millet que
lleva por título Les Glaneuses, es decir Las Espigadoras.
Por otra parte —como muy bien se dice en la introducción del Libro de Rut en la
Biblia de Bover-Cantera— «la viveza dramática del libro ha atraído a nuestros autores
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de comedias bíblicas y ha dado origen a piezas tan hermosas como La mejor espigade-
ra de Tirso de Molina».
Para un provenzalista no cabe hablar de las espigadoras en un comentario al Libro de
Rut sin por lo menos evocar la figura de la madre de Federico Mistral, pues según él
mismo nos cuenta, evocando en cierto modo este librito de Rut, su padre la conoció y se
enamoró de ella cuando ésta, hija de una familia numerosa del lugar, estaba espigando
en uno de sus campos.
Hoy apenas se practica ya el espigueo entre nosotros. Como tampoco se va ya a
«racimar», es decir a recoger los racimos de uva que han podido quedar en las viñas
después de la vendimia. Y muy poco, asimismo, se va ya a la rebusca de las olivas que
han quedado sin recoger después de varear los olivos. Pero eran práctica corriente y
normal no hace aún muchos años.
Con la desaparición de esas prácticas, los verbos y los sustantivos que a ellas se re-
fieren van cayendo en desuso y en el olvido. Y hoy son ya muchas las personas, sobre
todo niños y aun jóvenes, que no conocen el verbo «espigar», ni el verbo «racimar». Ni
saben tampoco qué es una «espigadora».
Lo mismo se podría decir de las palabras francesas correspondientes. Y lo mismo
respecto a las de otros idiomas en los que antes eran de uso normal y corriente.
Según el Diccionario de la Real Academia en su edición de 1992 «espigar», en su
primera acepción, consiste en «coger las espigas que han quedado en el rastrojo». Es
una pena que en esta última edición se haya reducido la anterior definición que con
mayor exactitud decía: «coger las espigas que los segadores han dejado de segar o las
que han quedado en el rastrojo».
Naturalmente, también son bastantes los que ignoran que el «rastrojo» es el «residuo
de las cañas de la mies que queda en la tierra después de segar».
«Racimar», por su parte, (verbo que ni siquiera figura en buen número de dicciona-
rios) consiste —según el Diccionario de la Real Academia— en «rebuscar los redrojos
de la viña y los racimos caídos en la vendimia». En esta definición aparece la palabra
«redrojo» que muy pocos conocen y que muchos diccionarios ignoran. Es el sustantivo
indicado para significar «cada uno de los racimos pequeños que van dejando los ven-
dimiadores».
La necesidad, pues, de notas por parte del traductor se impone en estos casos para
que el lector de la traducción pueda captar el significado del texto sin necesidad de
recurrir a un buen diccionario de la lengua.
Aunque en el texto hebreo (II, 17), y lo mismo en Septuaginta, sólo se dice que Rut
«majó lo que había espigado», la Vulgata, con muy buen sentido, añade «y lo beldó»
(excuüens, en participio de presente). Y es natural que así lo hiciera para quedarse con
el grano ya separado de la paja. Pero además, en III, 2, dice Noemí a Rut, su nuera, que
Booz piensa ir a «beldar en la era de la cebada».
Así el español «beldar» como su correspondiente francés vanner —y lo mismo los
correspondientes en las distintas lenguas de nuestro contorno cultural— son hoy muy
poco conocidos. Se trata de verbos en vía de desaparición. De ahí la dificultad de em-
plearlos en la traducción.
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pasar una y otra vez los bueyes por encima de las espigas esparcidas por el suelo de la
era. Incluso aquellos trillos (consistentes en un tablón de madera con pedazos de pe-
dernal o con cuchillas de acero encajados en una de sus caras) se están convirtiendo en
piezas de museo.
Así leemos en el versículo 14 del capítulo II. Tema digno de atención es el del vina-
gre en los textos bíblicos así en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
En el relato de la pasión y muerte de Nuestro Señor del evangelista San Marcos po-
demos leer cómo, cuando en la cruz estaba el Señor a punto de expirar, «se acercó uno
corriendo y, empapando en vinagre una esponja, introduciéndola en una caña, se la dio
a beber» (15, 36).
En Oriente, los días de mucho calor, era frecuente —y sigue siéndolo— que los sol-
dados y los trabajadores del campo mojasen el pan en vinagre para apagar o calmar la
sed. A veces se le añadían trocitos de ajo picado.
La palabra hebrea jomets de este pasaje del Libro de Rut fue traducida por otpc, en
Septuaginta y por acetum en la Vulgata. Para nosotros, se trata de un vinagre de vino.
Aunque justo es reconocer que podría ser —como sostienen algunos autores— un agua
acidulada, o una leche cuajada (leben), o tal vez una especie de leche acida o yogur,
como interpretó la Peshitta o versión siríaca.
En modo alguno, en cambio, nos parece lícito traducir «moja la rebanada en la sal-
sa». Cabe muy bien «rebanada» para traducir el hebreo pat (sobras de comida, mi-
gas..., o simplemente «pan»: pal lejem en hebreo). Pero ninguna razón justifica decir
«salsa» en lugar de «vinagre», cuando el vinagre en la Biblia, así en el Antiguo Teta-
mento como en el Nuevo, tiene unas connotaciones tan claras como las que acabamos
de exponer.
Uno de los mayores encantos que nos puede proporcionar un texto literario es el de su
color local. Y el traductor debe procurar conservar, en la medida de lo posible, toda su
gracia y todo su sabor.
La dificultad puede estar en acertar a compaginar esta conservación del sabor local
con la adaptación del texto para una fácil comprensión por parte del lector de la versión
que le vamos a ofrecer, sobre todo cuando se trata de civilizaciones alejadas o bien
geográficamente o bien en el tiempo o en ambas cosas a la vez.
En el caso concreto de la versión del Libro de Rut del hebreo al español cabe y hasta
conviene, por ejemplo, conservar el término hebreo goel (e incluso su plural goelim)
cuya equivalencia en español resulta por otra parte un tanto difícil.
Lo mismo cabría decir de la medida de capacidad efá. En Septuaginta: oicpt y ephi en
la Vulgata, que trata de aclarar su valor añadiendo id est, tres modios, que algunos han
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Si bien es cierto que la relativa pobreza léxica del hebreo bíblico constituye una au-
téntica ventaja para su más fácil dominio, no es menos cierto que, en alguna medida,
esa misma relativa pobreza léxica puede suponer una dificultad más o menos seria para
la traducción. Sobre todo cuando se traduce a una lengua tan rica como el español.
Nos limitaremos a sólo dos ejemplos: la forma verbal vayómer («y dijo») y la expre-
sión «su nombre» (shemó) o simplemente «el nombre de» (shem).
— La expresión «y dijo».
En los textos históricos del Antiguo Testamento en hebreo es muy frecuente la expre-
sión vayómer (y su correspondiente femenina vatómer) con valor de «y dijo» («él» en
el primer caso; y «ella» en el segundo).
Sin contar otras formas, hasta 40 veces aparece esta expresión en los sólo 85 versí-
culos de nuestro Libro de Rut. Por reiterativa, la traducción literal «y dijo» resultaría
evidentemente en extremo monótona. Nada más fácil, sin embargo, para un buen tra-
ductor al español que jugar con las muchas posibilidades que nuestra lengua le ofrece y
pone a su disposición. En lugar de «dijo», podrá emplear unas veces «añadió»; y otras
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La habilidad del traductor ha de entrar en juego también aquí para lograr una versión
que, sin perder un ápice del sabor local, resulte no sólo asequible sino también familiar
para quien la lea.
Cabría naturalmente seguir haciendo consideraciones respecto a la problemática de la
traducción al español del Libro de Rut en lengua hebrea.
Concretamente cabría hablar de los nombres propios así de lugar como, sobre todo,
de persona. Nos limitaremos al topónimo «Belén», Belén de Judá, cuya forma tradicio-
nal española «Belén» creemos conveniente conservar sin necesidad de recurrir a la
transcripción «Bethlehem», a pesar de podernos hacer pensar ésta en el significado de
su etimología «casa del pan».
Como conclusión de cuanto hemos venido exponiendo, podríamos decir que, para
conseguir una buena traducción no sólo del hebreo bíblico al español sino de cualquier
lengua a otra cualquiera, se requiere no sólo el dominio de las dos lenguas, sino tam-
bién un buen conocimiento de la civilización en la que está situado el texto objeto de la
traducción y una sensibilidad y un arte especiales para lograr mantener la gracia y el
sabor del color local sin caer por otra parte en barbarismos que puedan afear o hacer
poco comprensible la traducción.