Artículo definitivo-Campi-Moyano-Teruel-03-2017
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Introducción
La producción fabril de azúcar en la histórica región norte de la Argentina
(actualmente las provincias que integran el cuadrante noroeste del país), junto con la
moderna vitivinicultura cuyana, fueron consideradas por la historiografía económica
argentina como las principales manifestaciones de la industria moderna en el interior del
país, e incluso, como los primeros ensayos de sustitución de importaciones de bienes de
consumo masivo. Estas afirmaciones no carecen de sustento. En las últimas décadas del
siglo XIX, el protagonismo y la consecuente incidencia política que gozaron en el
contexto nacional las élites de las provincias norteñas les permitieron negociar una
especie de redistribución de la prosperidad pampeana. En circunstancias en que la
inserción exitosa de la pampa húmeda en la economía mundial potenciaba las
diferencias con las otras regiones del territorio nacional, el destino de éstas se dirimió en
su capacidad para integrarse en el modelo agroexportador, sólo viable mediante el
usufructo monopólico de un mercado interno en el que se multiplicaba la demanda de
productos de consumo masivo, entre ellos el azúcar.
La posibilidad de colocar la producción de esta naciente industria en las mayores
plazas de consumo del país implicó una empresa eminentemente política, en la que las
élites norteñas actuaron de manera compacta y tejieron alianzas en el seno del Partido
Autonomista Nacional. Con ello, garantizaron un progresivo esquema de protección
arancelaria que permitió a los azúcares nacionales desplazar a los extranjeros en
circunstancias de una fuerte caída de precios del producto en el mercado internacional
por exceso de oferta, prácticas de dumping, subsidios a las exportaciones, etc. No por
casualidad, la consolidación de estos acuerdos en beneficio del azúcar se materializó
durante las presidencias de los tucumanos Avellaneda y Roca entre 1874-1886 y 1902-
1904 y en la de su inmediato antecesor, el salteño Evaristo Uriburu, entre 1895-1898. A
esto se debe sumar la influencia de empresarios y políticos norteños en el Congreso de
la Nación, su relación directa –y a veces familiar– con miembros del PEN, y al hecho no
menos decisivo del ingreso de empresarios porteños, rosarinos y cordobeses al negocio
azucarero.
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Pero, naturalmente, esto fue una condición necesaria mas no suficiente. El
desarrollo de la actividad requirió de una gran movilización de capitales para la
adquisición de tierras y equipamiento industrial de última generación; la construcción
de una infraestructura ferroviaria que conectara los centros productivos con las
principales plazas de consumo de la región pampeana y que dinamizara el transporte de
la materia prima a los ingenios; el trazado de caminos, de puentes y canales de riego; la
modernización del sistema financiero y la constitución de una fuerza de trabajo
aceptablemente disciplinada y adaptada al ciclo estacional de la demanda por parte de
los ingenios, concentrada ésta durante la época de zafra, que coincidía con los meses de
seca, desde mediados de mayo hasta setiembre u octubre, según los años.
La resultante del proceso a largo plazo fue la conformación de un amplio espacio
–colindante con la región chaqueña al oriente y con las primeras estribaciones del
macizo de los Andes en el poniente– que por largas décadas tuvo en la producción de
azúcar de caña su principal actividad económica. Pese a la lejanía de los principales
centros de consumo, demostró ser apto para sostener en el tiempo el cultivo y el
procesamiento industrial del sacárido y conformarse como la región azucarera argentina
por excelencia.1 Sin embargo, y más allá de sus considerables similitudes, en dicho
espacio pueden reconocerse dos complejos diferenciados por las estructuras sociales en
las que se asentaron y/o promovieron, el tucumano y el salto-jujeño, cuyos caracteres
singulares pueden detectarse en los orígenes más remotos de la producción de azúcar y
aguardientes en el territorio hoy argentino.
Paisaje agrario y paisaje social en la etapa pre-industrial
Una consideración de gran importancia al analizar los paisajes resultantes de la
expansión del cultivo de la caña de azúcar en el norte del país es la presencia o la
ausencia de “fronteras” abiertas, en el sentido turneriano del término. Nos referimos a
tierras a conquistar –o de reciente dominio por parte del Estado–, disputadas a los
indígenas para colonizarlas. La existencia de esas grandes extensiones al oriente de
Jujuy y de Salta posibilitó la expansión del cultivo de la caña de azúcar y el gran
dominio territorial que caracterizó a los establecimientos fabriles del extremo Norte,
cuya propiedad incluía las plantaciones que le proveían de materia prima. Esto dio
origen, desde los albores de la actividad, a diferencias estructurales con el complejo
azucarero tucumano.
1
La cultura de la caña dulce también se manifestó en Santiago del Estero por un corto período y tuvo un
desarrollo más perdurable en el Chaco, Formosa, Corrientes, Santa Fe y Misiones. En la actualidad (2017)
quince ingenios azucareros están en funcionamiento en Tucumán, tres en Jujuy, dos en Salta, dos en Santa
Fe y uno en Misiones, con notables diferencias de escala, complejidad tecnológica y destino de la
producción.
2
La particularidad de Tucumán radicó en la ausencia de este tipo de frontera y,
desde tiempos coloniales, en la combinación de una alta densidad demográfica con una
pequeña extensión territorial de la jurisdicción de su campaña, a lo que debe sumarse
una importante fragmentación de la propiedad o tenencia de la tierra. Aunque había
estancias de cierta extensión en poder de familias encumbradas (varias indivisas o en
régimen de co-propiedad), predominaban las “suertes” de tierras, los “retazos” de
estancia, las “estanzuelas” y terrenos de subsistencia familiar, a los que se accedía
menos en propiedad que en arrendamiento.
La mediana y pequeña propiedad, la abundancia de explotaciones campesinas y
de medianos productores caracterizaron al paisaje agrario tucumano aún antes de la
especialización azucarera. Así, la mayoría de los rudimentarios ingenios que surgieron
en la década de 1820 no se localizaban en el seno de las haciendas ni dentro de grandes
propiedades, sino en las “quintas” que rodeaban a la ciudad de Tucumán y en Lules y
Famaillá, zona de pedemonte al sur de la capital. Este tipo de explotaciones, al igual que
las chacras, desde fines de la colonia estaban bien valuadas por su ubicación en el ejido
de la ciudad, destinadas al cultivo de cereales, con árboles frutales –en particular
naranjas– y pequeños cañaverales, algunas con trapiche de palo y galpones, podían
incluir animales de tiro y algo de ganado mayor y menor. Fue en torno a la ciudad de
Tucumán que estas quintas adquirieron un perfil netamente cañero, a tal punto que entre
1848 y 1874, en los años previos a la explosiva modernización y auge azucarero, casi
130 establecimientos productores de azúcar y/o aguardiente pagaron la “patente”,
impuesto aplicado en la época a las actividades comerciales, manufactureras y
profesionales.
Contrasta con este paisaje agrario de mosaico, de alta densidad de población y
de pequeñas y medianas propiedades, el de las jurisdicciones de Salta y de Jujuy,
producto de la disponibilidad de tierras que lindaban al oriente con la frontera chaqueña.
Desde fines del siglo XVIII, la guerra y la negociación se alternaron al compás del
avance de la conquista, la colonización del territorio indígena y la entrega de mercedes
que premiaban a los protagonistas de la empresa bélica. En la frontera del Río Negro, en
jurisdicción jujeña, se asentó desde mediados del siglo XVIII una heterogénea
población compuesta de soldados partidarios, algunos presos y condenados, tobas
reducidos en la misión de San Ignacio, matacos (wichís) asentados en las rancherías y
demás migrantes que acudían de regiones vecinas a trabajar en las haciendas ganaderas
y azucareras.
Hacia el Este de la ciudad de Salta, en Campo Santo, sucedía otro tanto. Ahí la
familia Fernández Cornejo fundó la hacienda azucarera más importante de esa porción
de la frontera en la segunda mitad del siglo XVIII. Al mismo tiempo, surgieron en la
jurisdicción jujeña otras haciendas como Ledesma, San Lorenzo, Reducción y Río
Negro, de notorio desarrollo en las dos últimas décadas del período colonial, adquiridas
3
en carácter de propiedad privada mediante distintas vías por personajes vinculados a la
administración virreinal, como los comandantes de fronteras y de los fuertes, que se
transformaron en comerciantes, ganaderos y productores de azúcares, chancacas y
aguardientes. Gran disponibilidad de tierras, pocas haciendas de extensos dominios, y
escasa y heterogénea población caracterizaron a la frontera y al naciente espacio
azucarero de esa zona. Más al Norte la avanzada colonial fue posterior. Allí se fundaron
la misión de Nuestra Señora de las Angustias de Zenta y la ciudad de San Ramón de la
Nueva Orán, en donde también la producción de azúcares y aguardientes comenzó con
primitivos trapiches de palo. Pero recién en la segunda década del siglo XX se levantó
el ingenio San Martín del Tabacal por iniciativa de los hermanos Robustiano y Juan
Patrón Costas.
Este origen de la actividad cañera en el extremo septentrional argentino definió
algunas de las características del modelo azucarero salto-jujeño, asentado en los siglos
XIX y XX en propiedades de enorme extensión territorial. En efecto, Ledesma tenía a
mediados del siglo XIX más de 72.000 has y San Lorenzo era aún mayor. Bajo el
control de sus propietarios, que residían allí de forma permanente o temporal, “la Sala”
o vivienda de los dueños, simbolizaba el poder en todas sus dimensiones. Tales
haciendas abastecían al mercado local y regional, y eran muy diversificadas: se criaba
ganado vacuno, se recibía para pastaje tropas de mulas en tránsito a Bolivia, se cultivaba
–por supuesto– caña de azúcar para consumo o elaboración, además de experimentar
con otros cultivos, como el añil.
La tecnología de estos primeros ingenios fue la introducida en América por
españoles y portugueses desde Canarias y Madeira, respectivamente. Difundida en casi
toda Iberoamérica, fueron los ingleses y franceses –primeros productores y
comercializadores mundiales del dulce– quienes la desarrollaron en gran escala en las
plantaciones esclavistas, mejorando algunas técnicas y procedimientos sin modificarla
en esencia. Más allá de las significativas diferencias de escala entre los grandes
ingenios-plantación del Caribe y los trapiches de pequeños productores del resto del
subcontinente, los artefactos y técnicas utilizadas eran, básicamente, los mismos.
La caña que producían estos establecimientos preindustriales era molida por uno
o varios “trapiches” conformados por rodillos de madera dura (en el hoy Norte
argentino eran de quebracho colorado) dispuestos verticalmente. El jugo o “caldo”
extraído era, en primer lugar, concentrado y depurado de impurezas en “fondos” o
pailas de hierro calentados a fuego directo. A continuación, también en “fondos”, se
concentraba aún más el jugo ya bastante espesado (“melado”) hasta que se formaban los
cristales de sacarosa, lo que necesitaba del acompañamiento de un enérgico batido con
grandes cucharas de madera. Todo este proceso se realizaba en un galpón especial (la
“sala de pailas”), a la que estaban adosados los “fuegos”, “hornos” u “hornillos”. La
separación del cristal de azúcar se realizaba por simple gravitación, vertiendo la “masa
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cocida” (una espesa miel que contenía azúcar cristalizado) en vasijas de barro cocido
(“hormas”), procedimiento que podía durar hasta tres meses y que tenía lugar en otro
galpón, la “sala de purgas”. Las mieles residuales (líquido viscoso con alto contenido de
azúcar no cristalizable) eran destiladas en otro ámbito del establecimiento, donde se
obtenían aguardiente o “caña” de 30 y 40 grados GL.
De todo el equipamiento de estos establecimientos, sólo se importaban el hierro
y el cobre con los que se construían los “fondos” y los alambiques. El resto de los
utensilios y/o artefactos podían fabricarse con materiales locales. Si bien se trabajaba
con una rudimentaria división de tareas, no por ello carecía de complejidad. El “arte” de
producir un “pilón” de azúcar blanca o casi blanca con pérdidas mínimas (el “pan de
azúcar” que producían los ingenios en Brasil) requería de una figura insustituible: el
"maestro de azúcar”, quien atesoraba un refinado conocimiento sobre el proceso basado
en la experiencia.
Hasta las primeras décadas del siglo XIX ese patrón permaneció invariable. En
él, las labores agrícolas no estaban escindidas de la molienda y manufactura de la caña,
y la superficie cultivada podía ser muy reducida, a tal punto que en 1841 diez
“Establecimientos de Caña, Azúcar y Mieles” incautados en Tucumán a propietarios
involucrados en la “Coalición del Norte” contra Rosas poseían, en promedio, siete
hectáreas (3,35 cuadras cuadradas, aproximadamente) de caña cada uno (Campi, 2002).
Así como los ingenios arriba señalados elaboraban azúcar y destilaban las mieles para
producir aguardiente, otros se especializaban sólo en esta segunda operación.
Las novedades experimentadas en la emergente industria de la remolacha
azucarera en Europa continental se difundieron y adaptaron rápidamente a la producción
cañicultora del Caribe durante las primeras mitad del siglo XIX, con las que se
incrementó la eficiencia en la depuración de los caldos, la cristalización de la sacarosa,
y se lograron grandes economías en el uso del combustible que demandaba todo el
proceso. A estas mejoras se sumó el aumento de la capacidad extractiva de los trapiches
(ahora de molinos horizontales con tres o más mazas de hierro) y el ferrocarril, que
junto a la máquina a vapor, los evaporadores y tachos de cocimiento al vacío, las
centrífugas (que reducían el tiempo de separar los cristales de sacarosa de las mieles
residuales de dos o tres meses a escasos minutos) y, en una etapa posterior, el análisis
químico en laboratorios, fueron los símbolos de la revolución tecnológica del azúcar de
caña a escala planetaria.
Esta tecnología (que se difundió con extrema rapidez en Cuba, donde los
portentos de la revolución industrial coexistirían en los ingenios durante varias décadas
con la esclavitud) comenzó a introducirse en nuestra región a mediados del siglo XIX, y
se generalizó luego de la conexión ferroviaria con los puertos de Rosario y Buenos
Aires. El puntapié inicial de todo este proceso lo dio el ensayo, a la postre frustrado, de
5
Baltazar Aguirre, quien en 1859, en sociedad con el Gral. Justo José de Urquiza,
importó un ingenio “llave en mano” construido por la firma Fawcett, Preston & Co. de
Liverpool y que se instaló en “El Alto”, al Oeste de la ciudad de Tucumán. En los años
siguientes, varios propietarios de ingenios, advertidos del potencial que brindaría esta
tecnología, importaron equipos de escalas reducidas en fases puntuales del proceso
productivo: trapiches de hierro accionados hidráulicamente, evaporadores y tachos de
cocimiento al vacío y elementales centrífugas accionadas a vapor, con energía
hidráulica o con mulas. Como estas innovaciones se injertaban en ingenios que
laboraban con el patrón tecnológico tradicional, durante las décadas de 1860 y 1870
muchos de ellos funcionaron como auténticos híbridos, característica que no les impidió
aumentar su capacidad de molienda y procesamiento de la caña. De forma paralela, no
dejaron de instalarse ingenios con trapiches “de palo” y el resto del utillaje heredado de
la época colonial, aunque desaparecieron, en su mayoría, del escenario productivo en la
década de 1880, cuando se consolidó en la región el moderno ingenio azucarero.
Auge productivo, crisis y crecimiento en la inestabilidad
Hacia 1880, tras dinamizarse el flujo de mercancías y transportes desde Tucumán
hacia las principales plazas de consumo, la agroindustria aceleró el incipiente proceso de
modernización recién descripto con la incorporación intensiva de tecnología y bienes de
capital procedentes de las principales casas proveedoras de maquinaria europea, francesas
e inglesas principalmente. El incremento productivo resultante fue explosivo,
acompañado de un proceso de concentración no menos agudo. En Tucumán entre 1877 y
1881 el número de ingenios descendió de 82 a 34, a la par que la producción se multiplicó
varias veces y las hectáreas cultivadas con caña ascendieron de 5.403 en el último año
citado a 54.233 en 1895, según las estadísticas oficiales de época.
La profundidad de los cambios en el ámbito fabril de la actividad se aprecia mejor
si consideramos que, en menos de veinte años, se modernizaron en esta provincia 18
ingenios de la etapa preindustrial y se fundaron “llave en mano” otros 20. Más al Norte,
mientras la línea troncal del ferrocarril pasaba a sólo 5 km de Campo Santo y proseguía su
marcha hasta La Quiaca, algunas antiguas haciendas azucareras introdujeron nuevo
equipamiento, consolidándose finalmente un ingenio moderno en Salta y tres en la vecina
Jujuy, mientras que en Santiago del Estero tuvo lugar una singular pero efímera
experiencia azucarera con siete unidades productivas del mismo tipo.2
Pese a sus diferentes escalas de operaciones, los nuevos establecimientos
azucareros contaban con equipamiento de avanzada para el horizonte tecnológico de la
época, lo que posibilitó un extraordinario salto productivo, simplificó y redujo a pocos
2
En las década de 1880, en ambas márgenes del río Dulce, se levantaron los ingenios Contreras, Colonia
Pinto, Esperanza, Nueva Trinidad, Santo Domingo, Mac Lean y Santa María. Ya en 1895, sólo quedaban
en funciones los dos primeros y para 1910 se cerró definitivamente este proyecto industrial.
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minutos el trabajoso proceso de separación de los cristales de sacarosa de la melaza
residual y permitió obtener azúcares de diferentes tipos. Durante los primeros años de
este auge cobró notoriedad el azúcar "molido" y su variante en terrón. Si bien era un
producto de inferior calidad que el azúcar refinado –importado de Europa– fue
consolidándose paulatinamente en el mercado interno gracias al perfeccionamiento de
su elaboración, que permitió lograr un grano blanco, uniforme y seco. En 1889, con la
puesta en funcionamiento de la Refinería Argentina en Rosario (con mayoría del grupo
Tornquist en el paquete accionario y con participación minoritaria de azucareros
tucumanos e inversores rosarinos y porteños), la fabricación de azúcar se desdobló entre
productos para el consumo y los azúcares sin blanquear –denominados "crudos"– que se
enviaban a la fábrica rosarina para ser refinados. De forma paralela, los ingenios
modernizados instalaron destilerías europeas de última generación, con las que
producían alcoholes de hasta 96° grados de pureza a partir de las melazas residuales.
Así se desarrolló el principal subproducto de los ingenios azucareros, que en los inicios
del siglo XX desplazaron a las destilerías de granos de la región pampeana y se
consolidaron como principales proveedores de alcohol del país.
En este período, los ingenios de Santiago del Estero y Tucumán tuvieron amplias
ventajas para despachar su producción, en la medida que los vinculaban líneas férreas
con las mayores plazas de consumo. 3 Por el contrario, los ingenios septentrionales,
principalmente los jujeños, demoraron en colocar su producción en los mercados más
importantes debido al lento avance de la punta de rieles a las zona productivas. Esto
quizás influyó en las modestas escalas de fabricación, orientadas principalmente al sur
de Bolivia, al mercado jujeño y también al salteño, puesto que el ingenio San Isidro no
podía cubrir la demanda provincial. Sólo a partir de la primera década del siglo XX, el
tendido de un ramal del ferrocarril hacia los valles fértiles del Este jujeño, permitió el
desarrollo de este parque azucarero.
La sostenida expansión de la producción azucarera encontró un primer límite en
1894, cuando se alcanzó el tope de la demanda interna. A partir del año siguiente, con
stocks acumulados y zafras extraordinarias, se desató la primera de una serie de crisis de
sobreproducción por exceso de oferta, situación que intentó enfrentarse desde el ámbito
empresarial y desde la administración nacional y provincial con una serie de medidas
3
A partir de 1884, la capital santiagueña se conectó definitivamente con Córdoba a través de un ramal
ferroviario que atravesaba la zona productiva de la margen derecha del río Dulce. Posteriormente, el área
cañera de la otra orilla estuvo franqueada por el Ferrocarril Buenos Aires y Rosario que llegaba a Tucumán.
Por su parte, la capital del principal epicentro productivo estuvo ligada por los tendidos férreos
anteriormente mencionados, desde 1876 y 1891, respectivamente. Este último, junto con el Ferrocarril San
Cristóbal, inaugurado en 1892, surcaba el área azucarera por antonomasia (el departamento Cruz Alta),
mientras que en ese mismo año se terminó un ferrocarril provincial que se desprendía de la línea a Córdoba
en el sur de la provincia, atravesaba toda la zona azucarera del pedemonte hasta la ciudad capital.
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tendientes a facilitar la exportación de excedentes y regulando la producción, primer
ensayo de esta naturaleza en la historia económica argentina. Si bien los efectos de esta
crisis subsistieron hasta 1902-1903, período en el cual cerraron siete ingenios en
Tucumán y prácticamente decidió la suerte del parque azucarero santiagueño, las
inversiones no se retrajeron. Por el contrario, los “industriales” (así se autodenominaron
en la Argentina los propietarios de ingenios a diferencia del resto de América Latina,
donde se identificaron con los “hacendados”) buscaron aumentar la eficiencia, reducir los
costos fabriles y producir azúcares de alta calidad con novedosos métodos de elaboración
para llegar directamente al mercado consumidor. En 1896, el ingenio Concepción inició
en Tucumán la elaboración de azúcar refinada directamente en fábrica, en sólidos bloques
denominados azúcar "pilé", primer paso para romper con el monopolio del refinado que
por entonces detentaba la Refinería Argentina. Para 1914, cinco ingenios tucumanos
(Concepción, Lastenia, Esperanza, Bella Vista y Santa Ana) y un jujeño (Ledesma)
contaban con refinerías anexas a sus fábricas, elaborando un tercio del refinado nacional,
mientras que los demás ingenios norteños aumentaron sus escalas y perfeccionaron sus
métodos de fabricación, enviando una parte de su producción para refinar, mientras que el
grueso se destinó al consumo directo en los principales mercados.
La segunda década del siglo XX comenzó con un resurgir de la agroindustria. La
producción de azúcar alcanzó niveles similares y superó los del bienio 1895-1896. Pero
pronto quedó claro que el nuevo ciclo de crecimiento estaría signado por la inestabilidad
gracias a la confluencia de factores diversos. Tucumán, luego de atravesar un período de
zafras fluctuantes en la primera década del siglo por el impacto de sequías, de heladas y
por los bajos rendimientos de la caña, enfrentó un duro trance. Entre 1915 y 1917 la plaga
del "mosaico" devastó prácticamente los cañaverales de la provincia, poniendo en jaque a
la actividad. Sólo fue superada mediante el replante íntegro de las simientes con las
denominadas “cañas de Java” en reemplazo de las “criollas”, proceso que fue impulsado
por el Estado provincial y dirigido por la Estación Experimental Agrícola de Tucumán
(EEAT), fundada un lustro antes. Las nuevas cañas, además de su resistencia al
“mosaico”, contenían mayores porcentajes de sacarosa y eran más robustas, lo que
permitía obtener más toneladas por hectárea cultivada. Empero, su dura corteza y su
rápida descomposición luego de ser cortada, obligó a agilizar su transporte a las bocas de
molienda con el incremento de ramales ferroviarios propios y locomotoras con vagones
especiales para vías portátiles (el “Sistema Decauville”, introducido ya en las décadas
previas), además de la incorporación de trapiches con mayor capacidad de molienda, entre
los que se destacaron los novedosos trapiches “Fulton”, de origen norteamericano,
capaces de triturar 2.500 toneladas de caña cada 24 horas, algo inédito para la época.
Como consecuencia, al tratarse de una industria de proceso continuo, las fases de
la elaboración fueron ampliadas y perfeccionadas, mientras se incrementó el uso de la
energía eléctrica y se añadió el petróleo como combustible para las calderas. Durante el
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breve período de retracción de la producción tucumana a causa de la plaga, se hizo
menester la importación de azúcar, ahora de nuevos proveedores puesto que la
producción europea se paralizó durante la Primera Guerra Mundial. Entre los diversos
azúcares introducidos, se destacó el “granulado”, un producto similar al refinado que
tuvo gran aceptación en el consumo por su calidad y su menor precio. Como
consecuencia, una vez recuperada la actividad, los ingenios incorporaron equipos para
fabricar este nuevo tipo de azúcar por su fácil colocación y su menor costo de
producción. Paralelamente, se amplió el número de ingenios con refinerías anexas, lo
que le permitió abastecer al mercado interno con productos de alta calidad elaborados
directamente en las fábricas norteñas.
Durante esta contingencia, el parque salto-jujeño se vio doblemente beneficiado,
pues no fue afectado por la plaga y por la incorporación de las nuevas gramíneas. Así, los
ingenios ubicados en esta región casi inmune a las heladas que cada tanto afectaban a los
cañaverales tucumanos y que tenían en propiedad la casi totalidad de los cañaverales,
pudieron incrementar su producción en las décadas siguientes con menores costos. Aquí
la mayor eficiencia económica del latifundio salto-jujeño en comparación con el
extendido minifundio y la mediana propiedad de Tucumán es muy evidente, al igual que
su resultante social: una distribución más inequitativa de la riqueza, concentrada en pocas
empresas. Estos son los rasgos distintivos más notables entre los “dos modelos” que
distinguió la historiografía, el tucumano y el salto-jujeño, y que otorga al primero una
gran singularidad en el contexto latinoamericano.
Los mayores rindes cañeros, las innovaciones tecnológicas en el campo y en la
fase industrial, y la ampliación de la capacidad productiva de los ingenios –proceso
incentivado a escala mundial por el descalabro de la producción de azúcar de remolacha
como consecuencia de la Gran Guerra– no tardó en expresarse en una nueva saturación
del mercado internacional de azúcar en la década de 1920, acentuada luego de la
recuperación de la industria del azúcar de remolacha europea. Una dramática retracción
de los precios y la conflictividad social que el fenómeno disparó en Tucumán, donde se
enfrentaron por el precio de la caña los industriales y los productores “cañeros”, derivaron
en intervenciones estatales que modificaron de manera sustancial el marco institucional
de la actividad. A pedido de los diferentes sectores enfrentados, el Estado central dictó un
fallo arbitral que significó un antes y un después para la historia económica y social de
Tucumán. Por su parte, las autoridades provinciales comenzaron a aplicar, a partir de
1928, un sistema de cuotas que ponía límites a la producción cañera con el objeto de
evitar (o moderar) caídas incontrolables de los precios.
En este inédito y singular escenario irrumpieron las dificultades económicas y
financieras de la década de 1930, que si bien no provocaron el estancamiento
generalizado de la actividad, coadyuvaron al surgimiento de una brecha entre los
ingenios en dos niveles: hacia adentro del epicentro tucumano, las regulaciones
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productivas, el aumento de los costos por el incremento del precio de la materia prima
proporcionada por los cañeros, junto a las dificultades financieras de algunas empresas,
acentuaron una progresiva diferenciación entre ingenios eficientes y otros que
paulatinamente se rezagaron. A escala intra-regional, las fábricas de Salta y Jujuy, que
no fueron inmunes a los embates de la crisis, lograron sortearla más rápidamente al estar
libres –a diferencia de las tucumanas– de limitantes para incrementar la producción.
Si bien los inconvenientes para importar maquinaria e insumos pesaron sobre la
actividad en su conjunto durante esta década y se agravaron en la siguiente como
producto de la Segunda Guerra Mundial, una porción de los ingenios tucumanos
siguieron incorporando tecnología y nuevos procedimientos para reducir costos. De
manera similar lo hicieron los ingenios salto-jujeños, además de incrementar sus escalas
productivas con el fin de ganar mayores porciones del mercado, proceso que cristalizó
en las décadas posteriores. Recién entre fines de los años ’50 e inicios de los ‘60 se
reencausó la renovación tecnológica, aunque la brecha de los ingenios tucumanos no
logró cerrarse definitivamente.
En lo que respecta al eslabón agrícola de la cadena productiva, la década de
1940 se inició con una nueva plaga que afectó principalmente a los cañaverales
tucumanos, el "Carbón". Al igual que en 1915-1917, la intervención de la EEAT fue
determinante al distribuir cañas de reemplazo para paliar la crisis, lo que benefició
nuevamente el parque salto-jujeño que también incorporó estas novedosas gramíneas
desarrolladas en el establecimiento científico tucumano. Por otra parte, durante la
segunda posguerra, las labores agrícolas ganaron eficiencia con el uso de tractores y
nuevos implementos de cultivo y también se aceitó el flujo de materia prima a las
fábricas mediante la incorporación de camiones y tractores con acoplados. Este proceso
escalonado de mecanización del agro, aunque impactó en toda la región, recién se
afianzó desde la década del ’60 en adelante con la mecanización de la cosecha, proceso
que tuvo mayor visibilidad en los ingenios septentrionales por su alta integración
campo-fábrica y por las dificultades de toda estructura de la propiedad fragmentada
(como la del campo tucumano) ofrece a los procesos de innovación y a la incorporación
de tecnología de alto costo.
Cambios poblacionales
La vertiginosa modernización de los ingenios y la expansión del parque azucarero
que tuvo en el período 1880-1895 su etapa de crecimiento más acelerado implicó, además
de la inyección de la más actualizada tecnología de época, profundas modificaciones en las
formas de organización empresarial, en la estructura de la propiedad y tenencia de la tierra
y también en la dinámica demográfica. En el período que media entre los tres primeros
censos nacionales, 1869-1914, la Argentina experimentó una verdadera explosión
demográfica a raíz –entre otros factores– de la migración ultramarina de masas. Como es
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sabido, fue la región pampeana, en la que millones de hectáreas fueron puestas en valor y
donde tuvo lugar también un gran desarrollo urbano por ser el área privilegiada en la
recepción de estos migrantes provenientes, sobre todo, de Europa meridional.
Si bien el norte azucarero, considerado globalmente, fue la región argentina que
evidenció menor crecimiento demográfico en términos relativos, en Jujuy, Salta y
Tucumán la expansión agroindustrial produjo notorios aunque dispares incrementos en el
volumen de población. A diferencia de Salta, que denotó un bajo crecimiento en términos
generales, Tucumán y Jujuy protagonizaron una explosión demográfica sostenida, desde
mediados del siglo XIX en el primer caso, y en el segundo durante en el lapso 1895-1914.
(véase cuadro 1 del Apéndice estadístico)
Ahora bien, analizando lo sucedido a nivel departamental, hacia 1895 las tasas más
altas de crecimiento (superiores al 20 por mil) correspondían a las circunscripciones
especializadas en la producción cañera y donde, además, se localizaban los ingenios. Si
graficáramos esta situación en un mapa diacrónico con la distribución de la población a
fines del siglo XVIII y a fines del XIX, en Jujuy y Salta veríamos el claro corrimiento del
peso demográfico hacia el oriente, desde las tierras de puna, quebradas y valles de altura,
hacia las tierras bajas de Yungas (departamentos de Campo Santo y Orán en Salta; de San
Pedro y Ledesma en Jujuy). Otro tanto ocurrió en Tucumán, especialmente en los
departamentos Capital y Cruz Alta, epicentros del boom azucarero. Por contraste, se
pueden identificar áreas expulsoras de población en las provincias del actual Noroeste ya
en ese mismo año 1895, que corresponden a gran parte de las provincias de Catamarca y
La Rioja, la puna salto-jujeña y amplias áreas de Santiago del Estero.
Estos datos reflejan el incremento de demanda de mano de obra que originó
movimientos migratorios, masivos y temporarios, durante la zafra azucarera,
desplazamientos que también se tradujeron en radicaciones permanentes. No se trataba
solamente de que la población nativa fuera insuficiente para satisfacer la demanda, sino de
las dificultades para movilizar a trabajadores retenidos o vinculados a otras unidades
productivas, que atendían las suyas propias o que se resistían a aceptar las nuevas
modalidades y los ritmos del trabajo en ingenios y fincas cañeras. De todos modos lo
reducido de la oferta era proporcional al relativamente pequeño volumen de la población
nativa en el momento del auge azucarero –en especial en los casos jujeño y salteño– y a la
cantidad de braceros demandados, imprescindibles para la ampliación de los plantíos
cañeros, para la construcción de acequias, caminos, puentes, galpones y edificios varios, la
infraestructura ferroviaria y las obras civiles en los centros urbanos. Hacia 1889, sólo en
las labores industriales, los 34 ingenios tucumanos en funcionamiento ocupaban 12.734
trabajadores, 74,7% de ellos peones, 9,3% mujeres y 11,5% niños. A su vez, en la década
de 1910 se desplazaban a la zafra salto-jujeña unos 6.000 indígenas de la región chaqueña,
de donde provenía no sólo el núcleo mayoritario de los braceros temporarios, sino también
un alto porcentaje de los que desempeñaban las tareas permanentes en las plantas
11
industriales, tal el caso de los Ava Guaraní (denominados “chiriguanos” en el lugar de
recepción), provenientes de las tierras bajas bolivianas.
El gran desplazamiento de población tanto permanente como temporaria,
especialmente hacia Tucumán, se produjo desde las provincias vecinas de Santiago del
Estero, Catamarca y La Rioja, en orden de importancia, e incluso desde Salta y de Jujuy,
cuyos campesinos recurrían ocasionalmente a la venta de su fuerza de trabajo como una
alternativa para afrontar el deterioro de su economía o complementarla con un salario.
Como se dijo, la atracción operó también para quienes llegaban a trabajar en
otros establecimientos y en las actividades terciarias que crecían a la par de los pueblos
en formación. Una heterogénea población de los más diversos orígenes nacionales,
étnicos y sociales se agrupó allí: sirio-libaneses, españoles, italianos, franceses, ingleses,
hindúes, entre los inmigrantes transoceánicos; criollos de distintas provincias, indígenas
chaqueños, campesinos e indígenas de tierras altas (coyas) bolivianos y argentinos
convivían no sin conflictos.
En síntesis, el crecimiento demográfico de esta región estuvo impulsado por la
expansión de la economía azucarera, que entre los dos primeros censos nacionales
interrumpió la emigración de población hacia la región pampeana y luego la moderó.
Dicho crecimiento se debió fundamentalmente a la inmigración, tanto interna como
limítrofe y ultramarina, aunque en el norte azucarero el porcentaje de residentes
extranjeros fue siempre mucho más bajo que en la Argentina en su conjunto. En ambos
casos el pico máximo de población de origen extranjero, en términos porcentuales, fue
registrado por el censo de 1914: el 29% para la Argentina y el 7,9% para el Norte (a partir
de entonces este porcentaje descendió abruptamente en el total país y con menos
intensidad en las provincias azucareras).
Por otra parte, en estas últimas la representación de los migrantes limítrofes sobre
el total de extranjeros fue siempre mucho mayor que en el conjunto argentino, aunque con
especificidades: Jujuy, y en menor medida Salta, siempre tuvieron un neto predominio de
bolivianos entre su población extranjera, limitando a un papel casi insignificante los
aportes de otras nacionalidades. En el primer caso los migrantes bolivianos superaban el
22% en 1914. Tucumán, en cambio, recibió más inmigrantes de ultramar que de países
limítrofes. En consecuencia, los ritmos del crecimiento de los migrantes extranjeros fueron
también diferentes: mientras que en Jujuy y Salta la cifra absoluta de población no nativa
siguió aumentando, en Tucumán se reprodujo en este ítem el patrón demográfico nacional.
El pico del porcentaje de extranjeros se produjo en 1914, para decaer luego en
concordancia con la tendencia general del país.
Las estructuras agrarias
En Tucumán, los propietarios de ingenios concentraron sus inversiones en el
sector industrial con el objeto de producir azúcares y alcoholes de alta calidad a bajos
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costos productivos. Aunque también realizaron importantes adquisiciones de tierras, el
cultivo de la caña quedó, en parte, en manos de un campesinado que en buena medida se
reorientó desde la siembra de cereales hacia la nueva y rentable actividad cañera.
Mientras en 1874 estaban registrados 233 “cultivadores” de caña (175 en 1876) que
aportaban un 10% de la materia prima, en 1895 su número se había disparado a 2.630,
proporcionando el 38% de la caña que elaboraban los ingenios. Los cultivos, que se
concentraban alrededor de la ciudad capital en la fase preindustrial de la actividad, se
expandieron hacia el Este, Oeste y Sur, llegando a cubrir con el tiempo más del 60% de
la superficie sembrada en la provincia. Hacia 1929 ya había 6.072 plantadores de caña
que cultivaban 52.484 hectáreas de la gramínea, casi tres veces más que en 1895.
La situación de las fábricas con relación a la provisión de materia prima era muy
heterogénea. Había ingenios que casi se autoabastecían, mientras otros carecían
totalmente de cañaverales propios. Pero la circunstancia típica era la de establecimientos
que combinaban la producción propia con la compra de caña a productores
independientes. Así, a finales de la década de 1930 los ingenios tucumanos cultivaban el
47% de los surcos de caña de la provincia, mientras que los cañeros independientes
trabajaban el resto, con una media de 5 has de caña por explotación. Aunque la
evolución en el tiempo de este proceso excede los objetivos de nuestro trabajo, no es
ocioso puntualizar que esta tendencia se profundizó durante el primer peronismo, a
punto tal que a comienzos de la década de 1960 el 82% de los surcos de caña cultivada
estaban en manos de los plantadores independientes.
Esta característica del complejo azucarero tucumano no dejó de generar
opiniones críticas por la dependencia de los industriales respecto a los cultivadores
independientes, por las dificultades para planificar adecuadamente la cosecha y por los
mayores costos que implicaba la participación del sector campesino y de agricultores
capitalistas en el negocio. Sin embargo, también se levantaban voces que encontraban
en ello facetas positivas. Según Rodríguez Marquina, director durante dos décadas de la
Oficina de Estadística de Tucumán, la existencia de los cañeros independientes
contribuía en cierta forma a salvar las dificultades que tenían los ingenios para
solucionar por sí solos la escasez crónica de mano de obra. Los cultivadores, ahora
reconvertidos en cañeros independientes, se ocupaban de “conchabar” a los zafreros, a
la vez que asumían los riesgos y los costos del “disciplinamiento” de los trabajadores.
El otro modelo fue el de la gran hacienda azucarera de Salta y Jujuy, convertida
en el complejo ingenio-plantación. En contraste con el cuadro tucumano, en el que
coexistían un alto número de fábricas de diferentes escalas productivas, solamente tres
de esas haciendas sortearon con éxito el momento de reconversión tecnológica de fines
de la década de 1870: en Jujuy, Ledesma y San Pedro (rebautizada La Esperanza), y en
Salta la antigua hacienda de Campo Santo convertida en ingenio San Isidro. A ellos se
le sumó en 1892 El Porvenir (luego denominado La Mendieta y finalmente Río
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Grande), en Jujuy, y en 1918 el San Martín del Tabacal, en Salta, cuya primera zafra la
realizó en 1920. Estos ingenios constituían complejos industriales de gran integración
vertical, conformando economías de escala con alta capacidad productiva. Utilizaban
caña de su propiedad, contaban con condiciones climáticas más propicias, obtenían en
sus vastas plantaciones rendimientos sacarinos superiores a los de Tucumán y se
beneficiaban, por añadidura, con el bajo costo de la mano de obra chaqueña y boliviana.
Esta característica conformación de la agroindustria en el extremo norte del país
tenía, como ya se dijo, sus raíces en la historia agraria de la región de los valles
orientales salto-jujeños, tempranamente controlados por extensas haciendas en manos
de unos pocos propietarios. A fines del siglo XIX, la modernización tecnológica
incrementó la concentración de la propiedad en torno a los ingenios, al extremo de casi
monopolizarla. Como en 1908 observaba un inspector del Banco Hipotecario Nacional:
“En los departamentos de San Pedro y Ledesma es muy difícil adquirir en compra tierra
apta para la agricultura debido a que los dueños de los ingenios La Esperanza y
Ledesma pagan por fracciones cultivables y con riego, para plantarla con caña, mejores
precios que cualquier oferente. Puede decirse que no existen otros propietarios que los
nombrados” (Rodríguez, 1908: 222).
En efecto, el seguimiento de las propiedades a través de los catastros
provinciales evidencia que, en unos cincuenta años se produjo una alta concentración de
valor en pocas manos. Efectivamente, en sus inicios estas fincas, base de las
plantaciones y la planta fabril, poseían amplias superficies. A comienzos del siglo XX
se aceleró el proceso de adquisición de tierras por parte de las empresas propietarias de
los ingenios, no sólo en los departamentos azucareros –San Pedro y Ledesma– sino
también en los vecinos de la Capital, El Carmen y San Antonio. De ese modo, en 1904
más de las tres cuartas partes del valor de la propiedad territorial de los distritos
azucareros estaba en poder de estas firmas. Aunque sin la intensidad del caso tucumano,
el carácter azucarero de la agricultura jujeña se fue acentuando paulatinamente. En 1872
Jujuy destinaba 338 has al cultivo cañero; en 1906, luego de la llegada del ferrocarril,
los cañaverales ascendían a 2.868 has; y en 1914 a 11.371 has, mayormente
concentrados en San Pedro y Ledesma. Según el Censo Agropecuario Nacional de 1908
la caña de azúcar ocupaba ese año un 13,5% de la superficie total sembrada en la
provincia, porcentaje superado sólo por el maíz (27.5%) y la alfalfa (15.3%), mientras
en Tucumán el cultivo de la caña superaba el 50%.
La conformación de los latifundios cañeros salto-jujeños creó zonas en las que el
dominio de las empresas fue total. Adoptaron así características de unidades
autosuficientes, monopolizando todas las actividades (cultivo de alimentos, cría de
ganado, proveeduría, manufacturas varias, etc.) que se desarrollaban en amplios
territorios. Testimonios de la época los presentan como “Estados dentro de otro Estado”,
con tranqueras que impedían el ingreso y la circulación de personas no autorizadas,
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control de las vías de circulación, etc. No debe resultar extraño entonces que para los
coetáneos que denunciaban esta situación los ingenios constituían verdaderos “señoríos
feudales”, máxime cuando los pueblos cabecera de sus respectivos departamentos se
encontraban dentro de los predios privados. Esa fue la situación del pueblo de San Pedro
hasta 1884, cuando se expropiaron sus tierras parar darle autonomía. En Ledesma el
proceso fue similar, pero más tardío: la fundación de Pueblo Nuevo pudo concretarse
recién en 1901 (rebautizado en 1950 como Libertador General San Martín).
En Salta, el ingenio San Isidro –ubicado en el departamento de Campo Santo,
hoy General Güemes– no poseía la escala y el poder de sus homólogos jujeños, por ende
la producción azucarera no tuvo demasiada incidencia en la economía provincial hasta
que se instaló San Martín del Tabacal, en 1918. Su principal accionista, Robustiano
Patrón Costas, desplegó en las décadas de 1930 y 1940 una estrategia destinada a captar
mano de obra de los campesinos residentes en las fincas que adquirió en propiedad y en
arriendo en las tierras altas de Jujuy y de Salta, obligándolos a pagar el canon bajando a
trabajar en sus cañaverales durante la zafra. De esta forma llegó a controlar, entre
propias y arrendadas, 930.236 has incluyendo cultivos, pastizales y bosques autóctonos.
Empresarios y trabajadores
Con la concreción del corpus legal de medidas favorables a la agroindustria,
empresarios y miembros de las élites norteñas decidieron invertir gran parte de sus
capitales (acumulados en el comercio, las manufacturas, y/o la agro-ganadería) en su
modernización. Las promisorias expectativas del rubro también estimularon el arribo de
nuevos inversores (financistas, empresarios asociados a la importación/exportación y
comerciantes de mediana envergadura dedicados a la distribución de diferentes bienes
en mercados regionales), aunque no faltaron capitalistas extranjeros que tempranamente
adquirieron o construyeron ingenios en Tucumán y Santiago del Estero. Esta ligazón de
intereses entre empresarios de la región pampeana y de las provincias productoras, junto a
su capacidad de lobby ante los poderes públicos, favoreció el sostenimiento del esquema
proteccionista a lo largo del tiempo y abrió paso, según algunos historiadores, a la
"nacionalización" de la actividad, en tanto se conformó un nuevo bloque empresarial que
se organizó en defensa de sus intereses.
De todos modos, durante el período de expansión y consolidación de la actividad
la burguesía tucumana del azúcar conservó el control de la mayoría de los ingenios de la
provincia, mientras que los propietarios salteños hicieron lo mismo con el único ingenio
que se había modernizado en ese territorio, a la vez que desarrollaban la agroindustria
en Jujuy a partir de tres establecimientos azucareros totalmente renovados.
Esta situación se modificó durante la primera década del siglo XX y los parques
azucareros corrieron por carriles diferentes en lo que respecta a las características de sus
empresas. En Tucumán, cuando estabilizó su situación tras la primera crisis de
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sobreproducción, se habían producido cierres de ingenios, reconversiones societarias,
ingreso de nuevos inversores y la consolidación de otros. Para 1914, el complejo de 30
ingenios estaba integrado por una diversidad de empresas que iban desde grandes firmas
de capital mixto (local y foráneo) que manejaban varias fábricas –por caso, la Compañía
Azucarera Tucumana, la mayor empresa azucarera del país comandada por el grupo
Tornquist–, pasando por empresas de inversores extra-regionales y extranjeros, hasta
empresarios locales que mediante diferentes formas societarias conservaron la propiedad
de sus ingenios dentro del ámbito familiar, demostrando una destacada capacidad de
adaptación y permanencia dentro del sector hasta la segunda mitad del siglo XX.
Ejemplos de éstos fueron Avellaneda y Terán (Los Ralos y Santa Lucía), Terán (Santa
Bárbara), Rougés (Santa Rosa), Frías y Silva (San José y Santa Lucía), Paz y Posse (San
Juan), Griet (Amalia), García Fernández (Bella Vista), Padilla (Mercedes), Nougués
(San Pablo), Simón Padrós (Aguilares), entre otros.
Este último rasgo también es aplicable al complejo salteño: el ingenio San Isidro
se mantuvo bajo el control de la familia Cornejo –con un impasse entre 1923 y 1944,
cuando fue arrendado– mientras que más al norte la llegada de la punta de rieles a San
Ramón de la Nueva Orán, en 1916, generó las condiciones propicias para que los
hermanos Patrón Costas junto con dos socios de Buenos Aires (uno de ellos propietario de
la afamada empresa Bagley) levantaran el ingenio San Martín de Tabacal. La sociedad
colectiva operó hasta los años ‘40, cuando se decidió la reconversión en S.A. y el ingreso
de nuevos capitales, aunque los socios salteños retuvieron la mayoría de las acciones.
Por el contrario, el complejo jujeño sufrió una transformación radical, con el
reemplazo de las firmas de origen salteño por grandes sociedades anónimas de capitales
extrarregionales. En el caso del ingenio La Mendieta, estuvo controlado desde 1909
hasta 1933 por una S.A. integrada por capitalistas porteños, alemanes, suizos y, en
menor medida, ingleses, cuando fue vendida a otra de similares características, que lo
renombró Río Grande. El ingenio La Esperanza, luego de su adquisición y explotación
por parte de la familia Leach (inglesa de origen pero con una previa trayectoria de
algunos de sus miembros en la región) conformaron en 1912 una S.A. con sede en
Londres, aunque mantuvo una fuerte impronta familiar. Las diferentes sociedades
anónimas que operaron desde 1908 el ingenio Ledesma tuvieron a Enrique Wollmann y
Carlos Delcasse como los socios más importantes. Al igual que la firma liderada por los
Leach, cotizaba en Bolsa y contaba con el aporte de capitales de diversa procedencia.
Empero, el control y la mayoría del paquete accionario se mantuvo en manos de
Wollmann y su línea sucesoria.
No faltaron casos en que se constituyeron empresas para construir nuevos
ingenios. En Tucumán, la familia cordobesa Minetti fundó La Fronterita en 1923; los
ingenios cooperativos Ñuñorco y Marapa iniciaron sus actividades en 1927 y 1929,
respectivamente; el ingenio Leales, erigido en 1935, pertenecía a una sociedad de cañeros
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y comerciantes. Otros no corrieron con la misma suerte: en Tucumán, el San Luis, operó
sólo durante las zafras de 1922 y 1923, y el Juan Fara, puesto en funcionamiento en 1925,
quebró cuatro años después como producto de los problemas por los que atravesó el
mercado azucarero en esos años. Finalmente en Jujuy se fundó en 1940 el San Andrés –
último establecimiento azucarero erigido durante el período estudiado– como
consecuencia de la migración de capitales de la actividad minera que buscaron nuevas
alternativas de inversión, proyecto que resultó efímero. De ese modo el parque azucarero
norteño se estabilizó con 27 ingenios en Tucumán, dos en Salta y tres en Jujuy. En el
primero, a pesar de la diversidad de empresas y la impronta de los capitales extra-
regionales, las familias tucumanas sostuvieron su posición con cerca de la mitad de la
producción azucarera. En Salta, capitales locales tuvieron una fuerte presencia en el
control de la actividad, mientras que en Jujuy, los capitales de la región pampeana y del
exterior comandaron su crecimiento desde la década de 1910 en adelante.
En el mundo de las clases subalternas no encontramos menos diversidad. En
nuestra región, al igual que en grandes áreas de América Latina, pervivían importantes
sectores de economías de producción familiar de autosubsistencia con distintos grados
de articulación a los mercados locales y regionales. En las zonas de puna y valles de
altura, por ejemplo, un campesinado que conservaba rasgos de las comunidades
indígenas, en su mayoría ya desestructuradas, basaba su economía en actividades
múltiples. Subsistía con el pastoreo (principalmente de ovejas y cabras), el cultivo
donde las condiciones ecológicas lo hacían posible, el tejido y el hilado, la extracción de
minerales y de sal, productos éstos que intercambiaban con los valles bajos para obtener
maíz, coca y azúcar o para ser vendidos en el mercado y obtener metálico para el pago
del arriendo o de las obligaciones fiscales. El “conchabo” temporario desempeñaba
históricamente ese mismo rol: servía para complementar ingresos y obtener dinero
efectivo y otros bienes.
El notorio crecimiento de los ingenios azucareros y el consiguiente aumento de
la demanda de braceros ocasionaron que esta oferta espontánea de trabajadores no fuese
suficiente, además de presentar el problema de su irregularidad pues sus ritmos
dependían estrictamente de la economía campesina. Por esa razón, para asegurarse un
volumen suficiente de mano de obra durante la zafra –que podía durar seis meses– los
ingenios recurrieron a métodos coactivos. La figura del “conchabador” (actor que en la
sierra peruana se conoció como “enganchador”) fue pieza clave en la captación de esta
fuerza de trabajo, extorsionando a los campesinos con deudas contraídas por la
adquisición de diversos efectos. Por tal razón, a menudo los almaceneros o propietarios
de tiendas de ramos generales fungían como “conchabadores” o se asociaban
estrechamente con ellos. Por lo demás, uno de los factores que posibilitaba el éxito de la
coacción era la situación de precariedad de gran parte de los campesinos en relación a la
17
tenencia de la tierra: se trataba de arrendatarios que podían ser desahuciados si el
administrador del terrateniente era a la vez contratista de algún ingenio.
Los estudios sobre la cuestión han hecho hincapié en los mecanismos que se
ponían en juego para captar y retener a los pobladores de estas áreas, descuidando los
factores internos que coadyuvaron a su expulsión y proletarización. Creemos que debe
insistirse en esta línea de reflexión, que implica considerar la problemática en torno a la
propiedad de la tierra y las formas de tenencia, junto con los altibajos que las crisis, las
epidemias y los bruscos cambios climáticos producían en estas economías cada vez más
marginales.
La otra región con presencia indígena era el oriente de Salta y Jujuy. Había
constituido la línea de avanzada de la frontera con los aborígenes chaqueños hasta
aproximadamente la década de 1830, y estaba habitada, según un padrón de 1839, por
un poco más de un millar de personas, básicamente en haciendas azucareras y
ganaderas. Si bien en la década analizada aún no había asentadas en estas tierras
tolderías indígenas, algunos wichís (matacos), tobas y otras parcialidades estaban
afincados en las haciendas y muchos más concurrían desde el interior del Gran Chaco a
trabajar en ellas temporariamente.
Los pobladores del Curato de Río Negro habitaban y trabajaban en las
haciendas. Entre las ocupaciones, la categoría “labrador” era la dominante, aunque en
las más grandes se identificaron también carpinteros, albañiles, herreros, zapateros,
sastres, artesanos, costureras, lavanderas, teleras y chicheras. Dadas las características
de la estructura de la propiedad de la tierra en la zona, es posible que se tratara de
arrendatarios de las haciendas con “obligación de servicio personal”. Los seguían en
número de importancia los peones y puesteros, mientras que en Ledesma la mayoría de
las personas declaraba simplemente estar al servicio de la hacienda. Si bien esto no
permite distinguir el tipo de trabajo (salvo en los casos que se mencionan tareas
asociadas a la producción de azúcar o aguardiente, como “alambiquero”, destilador u
“hormero”), sí evidencia una directa relación de dependencia.
Como se venía haciendo desde fines del siglo XVIII, se recurría a los aborígenes
chaqueños para la cosecha de la caña, a los que se sumaron los chiriguanos del sureste
boliviano y campesinos de origen andino (de las tierras altas de Salta y Jujuy, Bolivia y
Catamarca). Fue la región chaqueña la preponderante como proveedora de mano de
obra desde la reconversión de las haciendas azucareras en modernos ingenios hasta su
inserción con mayor peso en el mercado nacional en la década de 1920. De allí provenía
no sólo el núcleo mayoritario de los braceros temporarios, sino también un alto
porcentaje de los que desempeñaban tareas permanentes de planta, a las que se
adaptaron rápidamente los chiriguanos, cuya dedicación al trabajo se equiparaba a la de
los peones criollos.
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Una abundante literatura se ocupó de describir y analizar las condiciones de
migración, de contratación, de trabajo y de vida de estos indígenas trabajadores de la
caña de azúcar que recorrían cientos de kilómetros desde sus hábitats ancestrales a los
ingenios, enfatizando los rasgos coactivos y más brutales de su relación con los
empleadores blancos. No obstante, ese vínculo también era voluntario, en tanto –como
afirmaba el célebre etnólogo sueco Erland Nordenskiöld– “La imposibilidad de obtener
en su propio país todas las maravillas del blanco, como cuchillos, hachas y ropa, motiva
las migraciones de estos indios. Cuando pueden obtener algún trabajo en su lugar de ori-
gen está, por lo general, mal pagado, además de que a lo largo de grandes extensiones
no tienen posibilidad de conseguir ningún trabajo. Varios indios me han dicho que si
pudieran trabajar en su tierra no emprenderían estas marchas. Sin embargo, algo es
seguro: estos viajes a un maravilloso país extranjero son sumamente atractivos para
ellos”. (Nordenskiöld, [1910] 2002:5).
La mirada amigable hacia el indígena por parte del etnólogo no omitía señalar
las consecuencias más negativas del vínculo con el mundo de los blancos, en cuyos
ingenios los trabajadores indios caían en “una grave degeneración moral” por la ingesta
de aguardiente y el “mal ejemplo” de los obreros blancos que los incitaban a sangrientas
peleas, a lo que agregaba la difusión de enfermedades venéreas adquiridas en burdeles y
la degradación de la cultura propia y su reemplazo por “una especie de cultura de las
latas de conserva”. (Nordenskiöld, [1910] 2002:8).
Sin embargo, como ya se anticipó, los norteños valles subtropicales no sólo
atraían inmigrantes temporarios, sino también a trabajadores que se ocupaban de manera
permanente en las fábricas azucareras o en labores conexas en los pueblos en formación.
Así, una heterogénea población de los más diversos orígenes nacionales, étnicos y
sociales, se agrupó en los epicentros productivos: junto a las diferentes etnias chaqueñas
y andinas, sirio-libaneses, hindúes, españoles e ingleses, entre los inmigrantes
transoceánicos, además de criollos de diferentes provincias argentinas.
En Tucumán, los trabajadores del azúcar también tuvieron orígenes diversos,
aunque en los brazos ocupados en el cultivo y cosecha de la caña y en los ingenios –a
diferencia de lo que ocurría en Salta y Jujuy– predominaron los trabajadores criollos,
tucumanos, santiagueños y catamarqueños. Entre estos podemos identificar situaciones
y experiencias diferentes en la producción y en su relación con las relaciones salariales.
Por un lado, de los contingentes con los que se constituyó la masa laboral que se
“conchabaron” en ingenios y fincas cañeras durante el auge azucarero formaron parte
trabajadores con una larga trayectoria como asalariados, de importante presencia en
algunos padrones ya en la década de 1830 en el departamento Capital, punto neurálgico
de la implantación de la actividad azucarera en su etapa preindustrial.
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Campesinos del valle de Tafí, del extenso valle Calchaquí, de la alta montaña
tucumana y del oeste catamarqueño también se integraron a esa masa laboral como
peones “zafreros”, del mismo modo que los santiagueños (un porcentaje de ellos
quechuaparlantes), cuya economía combinaba también la agricultura de subsistencia, la
ganadería en pequeña escala (cabras y ovejas), la pesca y la recolección (algarroba y
miel). Todos ellos eran parte de los contingentes que tomaban rumbo a las verdes
llanuras tucumanas cuando comenzaba la estación seca y llegaban los primeros fríos,
acompañados de mujeres, hijos, animales domésticos y sus bártulos, para regresar a los
lugares de origen luego de la cosecha, habiendo hecho alguna “diferencia”,
aprovisionados con bolsas de azúcar, yerba mate, ropas, herramientas y utensilios
varios. De este movimiento migratorio resultaron interesantes intercambios culturales
(desde el lenguaje a la dimensión de lo mitológico) y la incorporación como
acontecimiento trascendente y festivo de la vida cotidiana de quienes habitaban los
improvisados caseríos que se conformaron (y que con el tiempo derivaron en
consolidados pueblos) en torno a los ingenios: el arribo de los migrantes y sus familias,
quienes se hospedaban en “pabellones” o “conventillos”, construidos a tal efecto por los
ingenios, o en los todavía más precarios ranchos de “maloja”.
También se incorporaron como trabajadores a la actividad cañera tucumana
contingentes menores de indígenas chaqueños y tribus sometidas durante la “Campaña
del Desierto”. No abundan datos sobre las parcialidades chaqueñas, pero podemos citar
una referencia de Sarmiento, a quien le llamaron la atención en 1886 dos centenares de
tobas trabajando en el ingenio San Pablo, y unas pocas menciones de la prensa local y
algún parte de policía sobre peones chiriguanos. Por el contrario, el arribo de los indios
“pampas” y sus avatares en los ingenios tucumanos dio origen a informes oficiales, a la
intervención de la Defensoría de Pobres y sustanciosas notas de prensa. Estas últimas
destacaron desde las expectativas de los industriales frente a la inminencia de la llegada
en ferrocarril de los grupos indígenas en 1879, hasta los dramáticos resultados de la
experiencia por la elevada mortandad que los afectó (por contagio de enfermedades),
por fugas y hasta sublevaciones, todo concentrado en muy pocos años, de lo que resultó
su rápida invisibilización en las fuentes.
Como en los ingenios más septentrionales de Salta y Jujuy, las funciones que
requerían del conocimiento de algún oficio, de cierta formación técnica o
administrativa-contable, fueron desempeñadas –aunque no excluyentemente– por
inmigrantes europeos, quienes compartían antes el universo cultural de la élite que el de
las peonadas. En este plano no debemos obviar que entre los propios trabajadores
criollos se establecían diferentes jerarquías por la condición de “permanente” o
“temporario”, por el origen étnico y por niveles de calificación que implicaban, como es
natural, diferencias de remuneración y en la consideración que merecían de patronales,
administradores, capataces o empleados superiores.
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La historiografía ha remarcado tradicionalmente las altas dosis de coacción que
imperó desde mediados del siglo XIX con la revitalización de las antiguas disposiciones
contra la vagancia, transmutadas en “leyes de conchabo”, las que reconocían existencia
legítima a quienes no poseían “oficio, profesión, renta, sueldo, ocupación o medio lícito
con que vivir” sólo bajo la condición de “conchabados”. Como era la policía quien
debía garantizar que los pobres no eludieran esta obligación legal, en los hechos la
institución se transformó en una especie de agencia de conchabos que perseguía peones
“prófugos” e indóciles, los capturaba y los devolvía a los patrones que acreditaban
“derechos” sobre los mismos. En la misma dirección y poniendo énfasis en las prácticas
sociales, otros estudios han llamado la atención sobre las fisuras del sistema,
remarcando los conflictos entre quienes se disputaban los trabajadores y destacando la
tenacidad y la astucia con las que los peones defendían el derecho de vender su fuerza
de trabajo al mejor precio posible o, simplemente, la libertad de hacer con su tiempo lo
que les viniera en gana. Así, la crisis del sistema del conchabo forzoso (cuyo último
episodio, la derogación en 1896 de la “Ley de Conchabos” N° 502, aprobada sólo ocho
años antes), habría sido la resultante, entre otros factores, de los altos costos –estatales y
privados– que deparaba su funcionamiento en un contexto en el que los niveles de
adaptación de los trabajadores a las nuevas exigencias del trabajo en el moderno ingenio
(y en el campo, que debía alimentarlo durante las 24 horas con dosis cada vez más altas
de caña) era suficientemente aceptable.
Políticas azucareras
Como se desprende de las páginas precedentes, la lucha por la distribución del
ingreso azucarero se dio con mayor intensidad en Tucumán, donde se planteó desde un
primer momento una cuestión objeto de agudas controversias que en Jujuy y Salta fue
irrelevante: el precio de la materia prima. Por otro lado, las diferencias que el peso
específico de la actividad tenía en estas sociedades no podían ser más disímiles. Muy
elevado en Tucumán y casi mínimo en Salta, donde la puesta en funcionamiento del
ingenio San Martín de Tabacal no acortó sustancialmente las diferencias. En número de
ingenios y trabajadores las magnitudes fueron del mismo orden que las señaladas. Pero
lo que marcó una diferencia casi decisiva entre los complejos, a la vez cuantitativa y
cualitativa, fue la presencia en Tucumán de un actor inexistente en la parte norte de la
región azucarera, los cañeros, cuyas demandas tuvieron siempre buen eco en la prensa
local y que mantuvieron fluidos vasos comunicantes con el sistema político.
Por tales razones, la exigencia de intervención de los poderes públicos para
enmendar injusticias, corregir y/o prevenir los desajustes entre la oferta y una demanda
inelástica –cuyos resultados se expresaban en fuertes caídas de precios– fueron
recurrentes en Tucumán y tuvieron como protagonistas a cañeros e industriales,
enfrentados por el precio de la caña, pero unidos frente a las amenazas al
proteccionismo azucarero que resurgían periódicamente.
21
En la puja distributiva del sector cañero frente a los industriales que tuvo lugar en
ese escenario no puede negarse el éxito que a largo plazo obtuvo el primero, en defensa
de sus posiciones frente al avance de los ingenios. Y ello fue resultado, en gran medida,
de las transformaciones del marco institucional que reglaban las relaciones entre ambas
partes y que, por añadidura, implicaban una transferencia de ingresos de los industriales a
los plantadores. Aunque resulte paradójico, mientras estos desarrollos daban lugar a la
consolidación de una clase media rural (el mediano cañero) con ciertas posibilidades de
acumulación y otorgaba un carácter socialmente más democrático al agro tucumano, lo
hacía menos competitivo en términos económicos (por los bajos rindes de la pequeña
propiedad) en relación al complejo salto-jujeño, donde la concentración de la riqueza en
manos de un puñado de empresas azucareras fue mucho más aguda.
Creemos que este cuadro es suficiente para explicar por qué la sociedad
tucumana fue más sensible a la necesidad de definir políticas no sólo en resguardo del
usufructo del mercado doméstico para el azúcar argentino, sino para moderar con
mecanismos regulatorios los conflictos intersectoriales y prevenir las crisis de
sobreproducción. Y por qué, por el contrario, al complejo salto-jujeño sólo le bastaba la
barrera defensiva de los aranceles frente a los azúcares extranjeros. Para sus ingenios,
cuanto menos regulada estuviera la actividad, más aprovecharían sus ventajas
comparativas para la producción del dulce, que como se vio, también se derivaban de
las diferencia de las respectivas estructuras sociales.
Ya en su etapa preindustrial el desarrollo de la agroindustria estuvo relacionado
en Tucumán con medidas de fomento y protección. En efecto, los gobernadores
Alejandro Heredia y Celedonio Gutiérrez, en las década de 1830 y 1840, promovieron
gravámenes específicos a la introducción a la provincia de azúcares y aguardientes, que
sin duda afianzaron a los productos tucumanos en los mercados local y regional.
A escala nacional, en 1876 se comenzaron a aplicar aranceles aduaneros del 25%
ad valorem a todas las importaciones como medida defensiva frente al estrangulamiento
del sector externo, efecto de la primera crisis de la economía capitalista, lo que generó
el mismo resultado pero en un ámbito más amplio. Aunque fortuita, la coincidencia de
este giro en la política comercial argentina con la conexión ferroviaria con los centros
de consumo de la región pampeana potenció los beneficios que brindaba a la producción
norteña de azúcar.
Si bien la construcción del ferrocarril Central Norte debe asociarse también al
propósito de cohesionar el territorio nacional y fortalecer el poder central, sus positivos
efectos para la economía azucarera fueron indudables. La reducción del orden del 80%
del costo del transporte de mercancías y bienes de capital para la modernización del
parque azucarero (exentos, a su vez, de impuestos a la importación) facilitaron el acceso
22
a mercados distantes y la adquisición y transporte desde los puertos de equipos
industriales de gran porte.
La protección aduanera nacional a la industria de la caña de azúcar se inauguró
en 1882 y se incrementó en 1885 y 1888. En este último año se incluyeron tarifas
especiales para los azúcares refinados, medida que debe vincularse con la puesta en
producción de la Refinería Argentina de Rosario.
Como se apuntó páginas arriba, el relevante protagonismo político de las élites
del Norte en esta etapa de consolidación y modernización del Estado central argentino
explica el amparo de que gozó el surgimiento de un polo agroindustrial extrapampeano.
Y también que todos los esfuerzos de los adherentes al librecambio por interés o
convicción hayan naufragado frente al sólido y efectivo bloque en defensa de esas
políticas que se conformó con los representantes de las provincias del interior y el
sistema de alianzas que garantizaba la gobernabilidad bajo la hegemonía del Partido
Autonomista Nacional.
No carece de interés traer a colación las ideas-fuerza que confrontaron –a veces
con inusitada virulencia– en la prensa y en los debates parlamentarios, como los
célebres de 1894. Para los defensores de la protección el asunto no admitía secretos: se
trataba de la defensa de “la industria y el trabajo nacional”. Para quienes impugnaban el
experimento proteccionista, era ésta una práctica nociva pues se encarecía un producto
de consumo masivo en beneficio de una industria “artificial” propiedad de unas pocas
familias, abriendo, por añadidura, la posibilidad de represalias que afectarían las
exportaciones tradicionales argentinas, postura que se corporizó en la consigna de
“defensa del consumidor”.
Ambas opiniones encontraron un punto de equilibrio en una tercera, la del
“proteccionismo racional”, con la cual se fundamentó una salida de compromiso que
aceptaba los aranceles de importación al azúcar mientras no implicaran un exagerado
encarecimiento del producto en el mercado interno. De ese modo, a partir de 1905 se
delegó al Poder Ejecutivo Nacional la potestad de autorizar por medio de una “cláusula
gatillo” la importación de azúcar cuando su precio al consumidor superara cierto límite
y en 1912 la “Ley Saavedra Lamas” establecía derechos decrecientes de importación y
autorizaba al gobierno a reducir los aranceles –y aún a suprimirlos– frente a aumentos
exagerados del precio del azúcar en el mercado interno, mecanismo que fue usado en
varias ocasiones por la administración central, en particular por el presidente Yrigoyen.
El Estado había promovido también otras medidas para favorecer la producción
azucarera nacional, como las “primas” a las exportaciones aprobadas en 1897, de corta
vida gracias a las penalidades que en el mercado internacional se aplicaron a los países
que subsidiaban sus exportaciones, como lo determinaron las conferencias azucareras de
23
Bruselas de 1902 y 1903, donde se reunieron los principales países productores,
comercializadores e importadores de azúcar.
Los años mencionados fueron también los de un novedoso e interesante ensayo
de regulación de la producción, aunque restringido a los límites tucumanos. Fueron las
llamadas “Leyes Machete” (o “Leyes Guadaña”) que ordenaba limitar la producción
erradicando cañaverales. Esta legislación, impulsadas por el gobernador Lucas Córdoba
con la anuencia del presidente Roca, y que despertaron fuerte resistencia en parte del
sector industrial y en el ámbito cañero, pronto fueron declaradas inconstitucionales por
la Corte Suprema de Justicia de la Nación a instancia de un recurso presentado por
varias firmas azucareras.
Las grandes zafras de 1925, 1926 y 1927, que aumentaron de manera
extraordinaria los stocks, al conjugarse con el mantenimiento de bajos aranceles a la
importación, tuvieron efectos adversos sobre el precio del azúcar y de la materia prima,
desatando en Tucumán un abierto enfrentamiento entre industriales y plantadores.
Como se apuntó más arriba, en la solución intervino el Estado nacional a través del
“Laudo Alvear” –implementado a partir de 1928– que estableció una fórmula para
definir el precio de la caña, que quedaba atado a su riqueza sacarina y al precio del
producto final, con lo que se ponía límites a las ventajas que los ingenios obtenían en
una negociación a todas luces desigual con los cañeros medianos y los minifundistas. Se
daba inicio, de ese modo, a una nueva etapa en la historia del azúcar en la Argentina,
cuyos efectos se hicieron sentir con mayor fuerza en el complejo agroindustrial
tucumano. Con el Laudo se hacía valer un argumento central planteado en sus
considerandos: la protección arancelaria al azúcar sólo se justificaba si hacía partícipe
de sus beneficios a los otros actores sociales involucrados en la actividad, productores
cañeros y trabajadores asalariados.
El gobierno tucumano, que estuvo en manos de la Unión Cívica Radical desde
1917 a 1930, impulsó por su parte una medida que satisfizo un viejo reclamo de los
plantadores independientes. Con apoyo crediticio de una institución oficial, la “Caja
Popular de Ahorros”, promovió la construcción de dos ingenios bajo la figura de
cooperativas cañeras, el "Marapa" y el "Ñuñorco", en 1927 y 1929, respectivamente.
Así, la aspiración de liberarse de una tutela, a veces tiránica y extorsiva, por parte del
sector industrial, se hizo realidad para un limitado grupo de cañeros.
Tucumán adoptó también bajo el impacto de los acontecimientos de 1927 un
régimen de regulación productiva que fue preservado con algunas variantes por los
gobiernos de la década de 1930. Ya se advirtió cómo este esquema favoreció a los
ingenios más septentrionales de Salta y Jujuy, que lo aprovecharon para ganar cuotas del
mercado nacional. Pero sin duda, uno de los efectos más perdurables –en tanto no
establecía rígidos límites a la entrada al mercado de productores minifundistas– fueron los
24
incentivos para dividir, de manera real o ficticia, las propiedades y para la incorporación a
la producción cañera de pequeños agricultores. Lógico resultado de este fenómeno fue el
incremento de la participación relativa de los plantadores independientes en la producción
de la materia prima (el número de explotaciones cañeras aumentó de 6.116 en 1929 a
14.618 en 1937, un 139%, mientras los surcos de caña se incrementaban sólo en un
17,72%), proceso que se agudizó en la década de 1950 y se retrajo moderadamente luego
de la gran crisis que desencadenó en los años ’60 el “Plan Salimei” de la dictadura de
Onganía (cierre y desmantelamiento compulsivo de 11 ingenios).
Desarrollo azucarero, ciencia y tecnología
En las páginas precedentes se pusieron de relieve las facetas económicas,
sociales y políticas de la formidable reconversión productiva que en una amplia
geografía argentina acompañó la explotación comercial en gran escala de la caña de
azúcar. Pero el fenómeno no sólo implicó la movilización de capitales, el desmonte y
puesta en valor de miles de hectáreas de tierras vírgenes, la construcción de una
formidable infraestructura de vías férreas y caminos o la movilización y
disciplinamiento de grandes contingentes de trabajadores. Fue también, en cierto
sentido, “una aventura del conocimiento” (la expresión corresponde al gran historiador
cubano Manuel Moreno Fraginals), en tanto implicó la difusión en gran escala de
novedosos saberes científicos y tecnológicos, proceso que comprendió la formación de
un elenco de investigadores y tecnólogos especializados en la producción y
procesamiento industrial de la caña –agrónomos, químicos, ingenieros mecánicos, etc.–,
los que interactuaron en una red transnacional de circulación de saberes. Fueron estos
últimos, en buen porcentaje europeos, quienes desde organismos estatales nacionales o
provinciales, desde la prensa corporativa o como representantes de fábricas europeas, se
aunaron en el esfuerzo de mejorar la eficiencia y los rindes agrícolas y fabriles que
garantizaron la competitividad la agroindustria.
Desde los años del boom azucarero, el desenvolvimiento de la agricultura cañera
tuvo el apoyo del Departamento Nacional de Agricultura (elevado a la categoría de
Ministerio en 1898) y de funcionarios de otros organismos públicos en el marco de un
Estado que –en sus distintos niveles– crecía, ganaba en complejidad y competencias.
Empero, al principio los resultados fueron limitados, ya sea por el raquitismo inicial de esta
repartición, o bien por la formación no especializada en el rubro azucarero de sus agentes.
La acción de estas agencias estatales se dirigía al conjunto de las actividades
agrícolas y apelaba, por un lado, al concurso de la ciencia para desarrollar mejores
cultivos, escoger los abonos más apropiados y seleccionar las especies de mayor
productividad. Por otra parte, se buscaba modificar prácticas tradicionales de los
agricultores, consideradas sin fundamentos racionales e improductivas, para desarrollar
una agricultura sustentada en modernos principios técnicos. Este programa contra los
25
viejos usos y su reemplazo por una moderna concepción de las labores agrícolas (que
compartieron en general durante el período muchos países latinoamericanos), tuvo su
manifestación en el terreno azucarero y también involucró al Estado provincial
tucumano. De este modo, durante la primera y segunda década del siglo XX, se
impulsaron con éxito tres procesos paralelos que apuntalaron la actividad agroindustrial.
Por un lado, la creación de la Escuela de Arboricultura y Sacarotecnia en
Tucumán, dependiente del Estado Nacional, que estuvo orientada principalmente a la
formación de “peritos sacarotécnicos” y se ocupó, en menor medida, de la agricultura
cañera. Quienes se beneficiaron con los recursos humanos formados por esta institución
y con sus recomendaciones técnicas no fueron sólo los ingenios y cañeros de Tucumán.
También los centros productores de Jujuy, Salta, Santiago del Estero y la región del noreste
argentino recibieron gratuitamente variedades del sacárido con mayores rindes y más
resistentes a las enfermedades, y el asesoramiento para aplicar los principios de la
explotación racional de la tierra.
Una segunda y quizás más trascendente iniciativa fue la promovida por un grupo
de industriales que gozaban de gran influencia política. Tomando como modelo otros
centros cañicultores que contaban con instituciones experimentales dedicadas
específicamente a la actividad azucarera (como las de Lousiana, Hawai y Java),
propusieron la creación de la Estación Experimental Agrícola de Tucumán, lo que se
concretó mediante una ley provincial. Solventada con un impuesto abonado por cañeros e
ingenios, se fundamentó la existencia de este centro científico con el argumento de que
sólo este tipo de establecimiento podría generar los conocimientos adecuados a las
condiciones agroecológicas peculiares de la región. En efecto, la EEAT cobró un rol clave
en coyunturas adversas como las plagas del “mosaico” y el “carbón”, además de diseñar
planes para la diversificación agrícola de Tucumán cuando la provincia fue seriamente
afectada por la crisis de sobreproducción de la década de 1920. Y no menos importante,
conectó a la agroindustria azucarera norteña a una suerte de red transnacional de
expertos que favoreció el intercambio de saberes científicos-tecnológicos con los más
importantes centros de producción azucarera del mundo.
Un tercer emprendimiento en la misma dirección fue la fundación de la
Universidad de Tucumán, creada por ley provincial en 1912 y que dio inicio a sus
actividades académicas en 1914. En contraposición a la tradición universitaria argentina
encarnada por las universidades de Córdoba y Buenos Aires y más cercana en su
concepción a la novísima Universidad Nacional de la Plata, fue concebida como una
institución de enseñanza e investigación de carácter “técnico y regional”, que se
abocaría al “estudio experimental propio, de su clima, de su suelo, de su meteorología,
de su problema complejo concreto”, incluyendo la problemática del cuestionado
proteccionismo azucarero, según los considerandos del proyecto presentado en 1909 por
quien sería su primer rector, Juan B. Terán, empresario azucarero y destacado
26
intelectual. Partiendo de la premisa de que la producción de azúcar era una actividad
esencialmente química y agrícola, promovió la educación superior en diversas ramas de
la ingeniería, a la vez que dio un fuerte impulso –como actividad de extensión– a la
difusión de conocimientos agrícolas en el ámbito rural. La idea se complementó a fines
de la década de 1920 con la incorporación a la universidad (nacionalizada en 1921 bajo
el influjo de los vientos de la Reforma de 1918) de la Escuela de Agricultura y
Sacarotecnia, cuyos graduados bajo esta nueva orientación –peritos sacarotécnicos y
peritos agrónomos– desempeñaron por décadas un rol insustituible como laboratoristas
y personal técnico superior en todos los ingenios argentinos y aún en el exterior.
Reflexiones finales
La República Argentina estructuró su economía nacional a fines del siglo XIX y
comienzos del XX especializando a sus diferentes regiones en la producción de ciertos
bienes primarios, destinados a la exportación o al consumo interno, algunos de ellos con
cierto nivel de elaboración, de los que son buenos ejemplos el vino y el azúcar.
La pampa húmeda, con grandes condiciones para la producción de cereales y
carnes, se consolidó como región central en el marco de la articulación del país a la
economía capitalista bajo una nueva división internacional del trabajo. Allí estaban
localizados los principales puertos, se desarrollaron grandes centros urbanos y se radicó
la mayor parte de la migración de masas.
Imposibilitadas de reeditar las condiciones que le permitían a la pampa argentina
articularse tan exitosamente al mercado mundial, algunas regiones encontraron en la
especialización en determinados productos de consumo masivo la vía de articulación
con el “progreso” agroexportador. Fue la opción que a través del azúcar tuvieron las
burguesías de las norteñas provincias de Tucumán, Jujuy, Salta y –en un corto período–
Santiago del Estero, que mediante un diseño de un esquema de protección, pudieron
movilizar capitales acumulados, atraer inversiones y expandirse hacia nuevos mercados,
con el incremento de las escalas productivas y el consecuente empleo de miles y miles
de hombres y mujeres de una amplia geografía, que se proyectaba de los epicentros
productivos a los espacios andino y chaqueño.
Aunque los niveles de especialización en torno de la producción del dulce fueron
disímiles por provincia, la cultura de la caña de azúcar fue la actividad económica más
dinámica por décadas en la región, la que utilizó la más moderna tecnología de la época
en el rubro, la que atrajo y organizó el tendido de líneas férreas, modificó el paisaje
agrario, generó un activo mercado de trabajo e introdujo una gran dinámica en la
población al generar migraciones –estacionales y permanentes– desde provincias,
regiones y país vecinos, incluso desde ultramar.
Las estructuras de tenencia de la tierra (asociadas a la existencia de una frontera
que en un caso daba lugar a una ilimitada expansión de los plantíos cañeros y a la
27
ausencia en el otro de toda posibilidad de expansión horizontal en un territorio de
antigua colonización) fueron decisivas para la conformación de dos complejos
diferentes en Tucumán y Salta-Jujuy, estructuras que el desarrollo azucarero potenció.
En Tucumán, persistió un paisaje agrario en el que la pequeña y la mediana propiedad
demostraron estar sólidamente implantadas y que dio origen a un actor –inexistente, por
lo menos en esa magnitud, en la zona norte del área azucarera–, el plantador o cañero
“independiente”, de gran presencia social y política, que representó un escollo
insalvable para que las empresas azucareras integraran verticalmente las fases agrícola e
industrial de la actividad. Más al norte ocurrió lo contrario, ya que las antiguas
haciendas en los que se montaron modernos ingenios desde fines de la década de 1870
monopolizaron, prácticamente, las tierras más aptas para el cultivo cañero, dando lugar
a una relación diferente con el sector campesino: en lugar de un socio imprescindible
(aunque sin dudas incómodo) para la provisión de materia prima, apelaron a los
pequeños productores de las tierras altas, especialmente a los “arrenderos” de pequeños
retazos de tierras para el cultivo y de pastizales, para la provisión de mano de obra. La
circunstancia de concentrar en una sola mano la producción de caña y su procesamiento
industrial dio notorias ventajas al complejo salto-jujeño en su aspiración por ganar
posiciones en el mercado nacional, a las que deben sumarse las que otorgaba un clima
menos expuesto a las heladas que periódicamente afectaban los cañaverales tucumanos.
En el mismo sentido incidieron las limitaciones que los marcos regulatorios locales
impedían a las empresas tucumanas ampliar, desde fines de la década de 1920, sus
escalas de operaciones e incrementar la producción.
Pero las diferencias no quedaron reducidas a lo descrito, manifestándose también
en la estructura del empresariado. Mientras en Tucumán y Salta tuvieron importante
participación en la actividad empresarios e inversores extra-regionales aunque con
predominancia de clanes azucareros locales, en Jujuy los tres ingenios cuya
modernización había sido emprendida por capitales salteños y jujeños, a inicios del
siglo XX quedaron bajo el control de empresarios porteños asociados a inversores
extranjeros.
La historiografía ha puesto énfasis, como rasgo arcaico de la actividad, en los
mecanismos e instituciones coactivas que se reactivaron o pusieron en funcionamiento
bajo el imperio de la industria cañera. En ambos complejos el peonaje por deudas,
asociado a las figuras del “conchabador” o contratista, cumplió un rol innegable en la
captación y retención de los trabajadores. Pero no impidió, por lo menos en el caso
tucumano, el incremento de los salarios, ni dejó de incentivar las fugas de los peones,
que encontraron en esta alternativa un expeditivo medio de liberarse de agobiantes
deudas por adelantos de salarios o de mercaderías diversas. Con todo, fue a través de
esta combinación de coacción e incentivos monetarios que hombres, mujeres y niños de
los más disimiles orígenes étnicos se incorporaron masivamente al trabajo asalariado,
28
convirtiéndose en proletarios en forma parcial o definitiva, aunque en una magnitud que no
podemos determinar con precisión.
Al respecto, es muy difícil determinar el número de brazos y su evolución en el
tiempo al compás del desarrollo azucarero, con sus etapas de crecimiento acelerado, sus
depresiones y crisis. Lo que es innegable es que el cultivo y procesamiento de la caña
dulce (a lo que debe sumarse las producciones y los servicios que promovía), fue la
actividad más demandante de mano de obra en las provincias norteñas argentinas desde la
segunda mitad del siglo XIX. Una cifra de 1897 podría servirnos, sin embargo, como una
aproximación fiable para los años de su irrupción como actividad económica dominante:
según un informe parlamentario de ese año “280.000 personas viven de esta industria en
las provincias de Tucumán, Salta, Santiago y Catamarca, a las que agregaremos las de
Jujui, suceptible también de prestarle algún contingente”, magnitud que resultaba de
multiplicar por cuatro a los 70.000 “gefes de familia” efectivamente ocupados en las cuatro
provincias citadas, 62.000 de los cuales trabajaban en Tucumán (Lahitte y Correa,
1897:156)
Fue la producción que, por otra parte, más incidió –hasta nuestros días– en la
configuración del paisaje en la región, en los epicentros cañeros, en las sierras y valles
subandinos y andinos y en las extensas planicies del Gran Chaco. Junto a las profundas
transformaciones que promovió en la dinámica demográfica y en todos los ámbitos de la
economía y la sociedad, sus impactos en los territorios de la política, la cultura, la
sociabilidad, etc., también calaron profundo, aunque todavía no han sido suficientemente
indagados por investigadores e investigadoras. El cultivo y procesamiento industrial de la
caña sigue siendo central para la existencia de numerosos pueblos y ciudades, y es un
puntal de las economías de tres provincias norteñas. En permanente transformación, esta
apretada síntesis de su evolución histórica a lo largo de casi un siglo quizás sirva para la
mejor comprensión de los procesos de cambio que la afectan, de los presentes y de los que
vendrán.
Apéndice estadístico
Cuadro Nº 1: Volumen y crecimiento de la población de Tucumán, Salta y Jujuy, años 1869, 1895 y
1914 (tasas de crecimiento por mil)
Censos Tasa de crecimiento
Provincia
1869 1895 1914 1869-1895 1895-1914
Tucumán 108.953 215.742 332.933 27 23
Salta 88.933 118.015 142.156 11 10
Jujuy 40.379 49.713 77.511 8 24
Total país 1.830.000 4.044.911 7.903.662 31 36
Fuente: Elaborado a partir de PUCCI, Roberto (1997) “El crecimiento de la población. Un análisis
departamental, 1895-1991”, en BOLSI, Alfredo (Dir.), Problemas poblacionales del Noroeste Argentino
(contribuciones para su inventario), San Miguel de Tucumán, UNT.
29
Cuadro Nº 2: Superficie cultivada, producción azucarera, caña molida y rendimientos industriales en
diferentes provincias (varios años)
Años Tucumán Jujuy Salta Resto del país Total
Superficie cultivada (hectáreas)
1872 1.687 338 251 177 2.453
1888 12.768 974 302 9.192 23.236
1895 40.724 2.148 645 16.699 60.216
1913 90.277 9.800 750 5.873 106.700
1934 117.707 12.390 6.699 8.001 144.797
1942 150.000 17.000 12.000 19.000 198.000
Producción azúcar (toneladas)
1872 1.200 s/d s/d s/d 1.400
1894 59.903 4.390 458 4.241 68.992
1913 230.100 37.394 1.560 8.765 277.819
1934 245.178 53.002 28.162 15.814 342.156
1942 242.706 45.822 46.195 27.161 361.884
Caña molida (toneladas)
1894 970.509 62.800 6.890 74.363 1.114.562
1913 2.606.434 399.266 18.985 113.609 3.138.294
1934 2.765.084 522.372 270.189 219.001 3.776.646
1942 3.744.927 533.033 483.608 366.233 5.127.801
Rendimientos (%)
1894 6,2 7,0 6,6 … 6,2
1913 8,8 9,4 8,2 … 8,9
1934 8,9 10,1 10,4 … 9,1
1942 6,5 8,6 9,6 … 7,1
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