Tomas Carrasquilla - A La Plata
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Tomás Carrasquilla
textos.info
Biblioteca digital abierta
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Texto núm. 3635
Título: A la Plata
Autor: Tomás Carrasquilla
Etiquetas: Cuento
Edita textos.info
Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España
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A la Plata
Aquel enjambre humano debía presentar a vuelo de pájaro el aspecto de
un basurero. Los sombreros mugrientos, los forros encarnados de las
ruanas, los pañolones oscuros y sebosos, los paraguas apabullados,
tantos pañuelos y trapajos retumbantes, eran el guardarropa de un
Arlequín. Animadísima estaba la feria: era primer domingo de mes y el
vecindario todo había acudido a renovación. Destellaba un sol de justicia;
en las tasajeras de carne, de esa carne que se acarroñaba al resistero,
buscaban las moscas donde incubar sus larvas; en los tendidos de
cachivaches se agrupaban las muchachas campesinas, sudorosas y
sofocadas, atraídas por la baratija, mientras las magnatas sudaban el
quilo, a regateo limpio, entre los puestos de granos, legumbres y panela.
Ese olor de despensa, de carnicería, de transpiración de gentes, de
guiñapos sucios mezclado al olor del polvo y al de tanta plebe y negrería,
formaban sumados, la hediondez genuina, paladinamente manifestada, de
la humanidad. Los altercados, los diálogos, las carcajadas, el chillido, la
rebatiña vertiginosa de la venduta, componían, sumados también, el
balandro de la bestia. Llenaba todo el ámbito del lugarón.
De allí sacaron unas decenas. Cayó entre los casados el Caratejo Longas.
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Lo que no lloró su mujer, la señá Rufa, llorólo a moco tendido María
Eduvigis, su hija. Fuese ésta con súplicas al alcalde. A buen puerto
arrimaba: cabalmente que al Caratejo no había riesgo de largarlo.
¡Figúrense! El mayordomo de Perucho Arcila, el rojo más recalcitrante y
más urdemales en cien lenguas a la redonda: ¡un pícaro, un bandido!
Antes no era tanto para todo lo rojo que era el tal Arcila.
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misterio, que hicieron empalidecer a más de un rostro masculino. Un toche
habría picado aquellos labios como pulpa de guayaba madura; de perro
faldero eran los dientes, por entre los cuales asomaba tal cual vez, como
para lamer tanto almíbar, una puntita roja y nerviosa. Por este asomo
lingüístico de ingénito coquetismo, la regañaba el cura a cada confesión,
pero no le valía. Así y todo, mostrábase tan brava y retrechera, que un
cierto galancete hubo de llevarse, en alguna memorable ocasión, un
sopapo que ni un trancazo; fuera de que el Caratejo la celaba a su modo.
El tenía su idea. Tanto que, apenas separado de la muchacha se dijo,
hablado y todo y con parado de dedo: "Verán cómo el patrón le quebranta
agora los agallones".
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botacrías no se la jugaba a Rufa; que ella, juzgando por el volumen y otras
apariencias, de la proximidad del asunto, ponía a la taimada, en el corral,
por la noche; y, si alguna vez se necesitaba un poco de obstetricia, allí
estaba ella para el caso. En punto a echar argollas a los cerdos más
bravíos, y de hacer de un ternero algo menos ofensivo, allá se las habría
con cualquier itagüiseño del oficio. Iniciada estaba en los misterios del
harem, y cuando al rebuzno del pachá respondían eróticos relinchos, ella
sabía si eran del caso o no eran idilios a puerta cerrada, y cuál la odalisca
que debía ir al tálamo. Porque sí o porque no, nunca dejaba de apostrofar
al progenitor aquél con algo así: "¡Ah taita, como no tenés más oficio que
jartar, siempre estás dispuesto pa la vagamundería!".
Pues resultó que todo estuvo a pique de perderse. Del huracán que ahora
corre, llegaron ráfagas hasta la montañesa. Supo que unas amigas y
comadres mazamorreaban orillas de La Cristalina, riachuelo que corre
obra de dos millas de la casa de Arcila. Lo mismo fué saber que
embelecarse. So pretexto de buscar un cerdo que dizque se le había
remontado, fuése a las lavadoras de oro, y con la labia y el disimulo del
mundo, les sonsacó todas las mañas y particularidades del oficio. Ese
mismo día se hizo a batea, y viérais a la rolliza campesina, con las sayas
anudadas a guisa de bragas, zambullida hasta el muslo, garridamente
repechada, haciéndole bailar a la batea la danza del oro con la siniestra
mano, mientras que con la diestra iba chorreando el agua sobre la fina
arena, donde asomaban los ruedos oscuros de la jagua. Al domingo
siguiente cambió el oro, y cuál se le ensancharía el cuajo cuando tuvo
amarrados, a pico de pañuelo, treinta y seis reales de un boleo.
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las noticias sobre la guerra, que oía en el pueblo los domingos y los dos
días de semana en que iba a sus ventas. Lo que fué del Caratejo, no llegó
a preocuparse hasta el grado de indagar por el lugar de su paradero. Bien
confirmaba esta esposa que las ternuras y blandicies de alma son
necesidades de los blancos de la ciudad, y un lujo superfluo para el pobre
campesino.
—Y, ¿qué es lo que hay pal viejo? —dice Longas por toda efusión.
—Pues que anoche llegamos al sitio, y que el fefe me dio licencia pa venir
a velas, porque mañana go esta tarde seguimos pa la Villa.
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Facha peregrina la de este hijo de Marte. El sombrero hiperbólico de caña
abigarrada, el vestido mugriento de coleta, los golpes rojos y desteñidos
del cuello y de los puños, los pantalones holgados y caídos por las posas y
que más parecían de seminarista, dignos eran de cubrir aquel cuerpo largo
y desgavilado. Ni las escaseces, ni las intemperies, ni las fatigas de
campaña, habían alterado en lo mínimo al mayordomo de Arcila. Tan feo
volvía y tan Caratejo como se fue. Por morral llevaba una jícara algo más
que preñada; por faja una chuspa oculta y no vacía.
Y aquí siguió un relato bélico autobiográfico, con algo más de largas que
de cortas, como es usanzas en tales casos. Rufa parecía un tanto cohibida
y preocupada.
—Pes ella… pes ella… puai cogió chamba abajo, izque porque la vas a
matar.
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ver aquella cara tan fea y tan extraña, puso el grito en el cielo. Era José
Dolores Longas un rollete de manteca, mofletudo y cariacontecido; las
manos unas manoplas; las muñecas, como estranguladas con cuerda, a
modo de morcilla; las piernas, tronchas y exuberantes, más huevos de
arracacha que carne humana: una figura eclesiástica, casi episcopal. Iba a
quebrarse con los berríos que lanzaba: ¡cuidado si había pulmones! El
soldado lo cogió en los brazos, haciéndole zarandeos, por vía de arrullo.
Abrazaba su fortuna: en aquel vástago veía el Caratejo horizontes azules y
rosados, de dicha y prosperidad: el predio cercano, su sueño dorado, era
suyo; suyas unas decenas de vacas; suyo el par de muletos y los aparejos
de la arriería: y ¿quién sabe si la casa, esa casa tan amplia y espaciosa,
no sería suya pasado corto tiempo? ¡El patrón era tan abierto!… Calmóse
un tanto el monigote. Escrutólo el Caratejo de una ojeada, y se dijo:
"¡Igualito al taita!".
Entre tanto Rufa gritaba desde la manga: "¡Que vengás a tu taita que no
está nada bravo! ¡Que no sias caraja! ¡Subí, Eduvigis, que siempre lo
habís de ver!".
—¡Eh! —replica Rufa—. ¿Usté por qué ha determinao que fué don
Perucho?
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—¡Si fue Simplicio, el hijo de la dijunta Jerónima!…
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Tomás Carrasquilla
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Andrés, cerca de los municipios de Argelia y Sonsón. Finalmente vivió en
Bogotá donde trabajó como funcionario del ministerio de Obras Públicas y
regresó de Medellín donde escribió sus dos obras "La marquesa de
Yolombó" y "Hace tiempos".
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