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LA RELIGIÓN DENTRO DE LOS LÍMITES DE LA MERA RAZÓN Texto Fin

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LA RELIGIÓN DENTRO DE LOS LÍMITES DE LA MERA RAZÓN

La filosofía de la religión de Kant, o su concepción de Dios, es una de las cuestiones más


sorprendentes y chocantes de su obra. Intentaré explicar por qué; quiero iniciar por constatar un
hecho.

El hecho es éste: la reflexión kantiana sobre Dios da la impresión de resultar contradictoria


e incongruente. Contradictoria en la medida en que en distintos periodos y momentos de su
vida y, por tanto, de su obra, Kant parece haber defendido posiciones distintas al respecto.
Verdad es que podría argüirse que no existe tal contradicción, y sí, sólo, una evolución,
encontrándose su pensamiento definitivo en las dos primeras Críticas: desmoronamiento de la
Ontoteología, en una, esto es, demostración de la imposibilidad de probar racionalmente la
existencia de Dios, y postulación, en la otra, de dicha existencia como una exigencia del
mundo moral; lo que obliga a negar el conocimiento para dejar paso a la fe. Volveremos sobre
esto. Pero, en cualquier caso, y vamos con la incongruencia, el postulado Dios resulta
incongruente; mas incongruente no ya con la propia vida de Kant, caracterizada por un ateísmo
práctico; si el Dios de Kant fuese el Dios del deísmo, en el que se rechaza toda forma de culto,
tal incongruencia quedaría sensiblemente mitigada: un deísta vive como un ateo, entre otras
cosas porque seguramente lo es en el fondo. Tampoco incongruente con las posiciones
defendidas en la Crítica de la razón pura, que podría ser leída en clave agnóstica: Kant habría
probado que no se puede demostrar que Dios exista, pero tampoco que no exista, y, desde esta
perspectiva, su propia vida (su ateísmo práctico) sería un ejemplo de lo insostenible de la
posición del agnóstico; insostenible no ya en términos teóricos o lógicos, sino prácticos: es
imposible vivir como un agnóstico, porque, en último término, uno va a misa o no va, o si se
quiere decir con mayor seriedad, uno cree o no cree. La incongruencia del postulado Dios tiene
lugar en el propio contexto en el cual se postula, es decir, en el contexto de la filosofía moral,
en la Crítica de la razón práctica: los fundamentos de la moral tal como ahí son expuestos no
sólo no exigen el recurso a Dios, sino que el postular su existencia, como Kant hace, es lo que,
resulta incongruente (y contradictorio) con los fundamentos mismos. Veamos todo esto con un
cierto detenimiento.

A la muerte de Kant (el 12 de febrero de 1804), eran muy pocos los que ponían en duda que
Kant no era creyente, en el sentido ortodoxo y habitual del término, o si se quiere decir en
términos positivos, que Kant era un ateo o que al menos vivía como tal. Incluso hubo quien
estimó oportuno no asistir al entierro, por temor a que sus aspiraciones políticas o académicas
se viesen truncadas si su nombre era asociado en exceso al de Kant.

Oigamos sobre lo que de este ateísmo nos dice uno de sus últimos biógrafos: «Aunque Kant
había alimentado en su filosofía la esperanza de una vida eterna y de un estadio futuro, en su
vida personal se había mostrado muy frío hacia tales ideas. La religión organizada lo sacaba de
quicio. Para todos los que lo trataron directamente, era evidente que Kant no creía en un Dios
personal. Habiendo postulado a Dios y a la inmortalidad, él mismo no creía en ninguna de estas

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cosas. Su meditada opinión es que tales creencias son exclusivamente una cuestión de
'necesidades individuales'. Y Kant no sentía tal necesidad».

La Crítica de la razón pura, por su parte, supone, como es sabido, la completa demolición
de cualquier intento de demostrar racionalmente la existencia de Dios. ¿Por qué motivo no dio
Kant el paso de asumir la que diríase ser la conclusión lógica de todo ello, a saber: negar tal
existencia lo que parecía ser conforme a sus propias convicciones personales? ¿Por qué no
complementó su ateísmo práctico con un ateísmo teórico, sino que, al contrario, parece abrir un
abismo y una contradicción entre su vida y su pensamiento? Pero, ¿existe realmente tal abismo
y tal contradicción?

Ciertamente, Kant nunca dio ese paso a un ateísmo teórico plenamente asumido y
representado, sino que en la segunda de sus Críticas se decanta por postular la existencia de
Dios como una exigencia de la moralidad. La Crítica de la razón práctica defenderá como
principio insoslayable de la racionalidad moral el que, la mayor moralidad se vea siempre
acompañada de la mayor felicidad, esto es, que la máxima fidelidad a la ley moral se
corresponde, al mismo tiempo, con la máxima felicidad. Ahora bien, resulta extremadamente
discutible e ingenuo que ello pueda ser así en este mundo, en el que no siempre vemos que el
más virtuoso sea también el más feliz. Sin embargo, ese supremo bien (la unión de moralidad y
felicidad) es, en opinión de Kant, un principio irrenunciable de la razón práctica: la alternativa
a él es la desesperación (¿es ésta una de las fuentes del existencialismo?). Y si es ilusorio
esperar que la línea de la moralidad y la de la felicidad lleguen a confluir en este mundo,
entonces no cabe sino postular que habrán de juntarse en el más allá. Mas tal confluencia
presenta dos exigencias inmediatas, aunque indemostrables, y que, por lo mismo, únicamente
podrán presentarse como postulados de la razón práctica, a saber: la existencia de Dios y la
existencia de un alma inmortal.

Seguramente no pueda decirse que las obras anteriores a 1786 contradigan completamente
las conclusiones alcanzadas en la KPV, pero uno tiene la sensación de que Kant no es tan
riguroso respecto a la necesidad de acudir a Dios para fundamentar la moral. Incluso cuando el
año 1766, en Los sueños de un visionario explicados por los sueños de la Metafísica, da por
zanjada su preocupación por los espíritus («En adelante dejaré de lado como concluido y
resuelto todo el tema de los espíritus, un extenso apartado de la metafísica. Es algo que ya no
me interesa»), se podría acaso esperar que entre tales espíritus incluyese al propio Dios. Sin
embargo, es obvio que tampoco son exactamente lo mismo las historias de fantasmas que
Dios. Y del mismo modo, cuando Kant, en esa misma obra afirma que parece más adecuado a
la naturaleza humana y a la pureza de las costumbres fundar la espera del mundo futuro en los
sentimientos de un alma de buena índole que, por el contrario, fundar su buena conducta en la
esperanza del otro mundo, resultaría probablemente precipitado afirmar que dichas palabras
contradicen las posiciones de la KPV, pues lo que Kant está afirmando es que no puede
establecerse la moral sobre la religión, sino sólo en sí misma, pero no declara absurda la
esperanza de que exista otro mundo en el que sea recompensada la acción moral. O si se quiere
decir de otro modo: la religión no puede ser el principio de la moral, pero sí su conclusión.

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En las Lecciones de Ética se afirma que la religión no es el punto de partida de la moral,
sino que, por el contrario, las leyes morales están orientadas al conocimiento de Dios. Situando
la religión antes que la moralidad, ésta habría de guardar alguna relación con Dios y ello daría
lugar a tomar a Dios como un poderoso señor al que se ha de halagar. Toda religión presupone
una moral; luego esa moralidad no puede ser derivada a partir de la religión. La ley moral es
así un ideal dentro de mí; debo seguir la idea de la moralidad sin albergar al mismo tiempo la
esperanza de ser feliz, y esto es algo sencillamente imposible. Por consiguiente, la moral sería
un ideal de no haber un Ser que ejecutara tal ideal, por lo que ha de existir un ser que dote a la
ley moral de fuerza y realidad. Ser que, por descontado, habrá de ser santo, bondadoso y justo.
La religión proporciona a la moralidad un peso específico y debe ser el móvil de la moral. En
este punto se ha de reconocer que, quien se haya comportado de modo tal que sea digno de la
felicidad, también puede esperar alcanzar dicha felicidad, puesto que hay un Ser que puede
hacerle dichoso. Hay un paso natural de la moral a la religión. De nada de esto se podría
afirmar rotundamente que atenta contra las posiciones que Kant mantiene en su segunda
Crítica; y sin, embargo, en esas mismas Lecciones de Ética, Kant afirmará también que la
moralidad no ha de rebajarse, tiene que ser recomendada únicamente por sí misma; el resto –
incluida la recompensa del cielo– nada tiene que ver con ella, pues por su mediación sólo me
hago digno de la felicidad.

Da la impresión de que lo que el Kant anterior a 1786 quiere decir es que el comportamiento
auténticamente moral es aquél que se fundamenta y se basa en sí mismo, y no en interés alguno
(incluida la recompensa celestial); pero, al mismo tiempo, que la vida moral nos hace dignos de
la felicidad, que no es el fundamento, el principio de la moralidad, pero sí un corolario
necesario de la misma. La diferencia estriba acaso en que en la Crítica de la razón práctica el
postulado de la existencia de Dios (como el de la inmortalidad del alma) implicaría que sólo
Dios puede proporcionar sentido al mundo de la moralidad, en tanto que hasta ese momento
Kant parece pensar que la moral tiene pleno sentido en sí misma, sin que ello implique declarar
absurda o irracional la esperanza de una felicidad ultra terrena.

En la KPV se diría, en cambio, que únicamente la esperanza de esa felicidad ultra terrena,
recompensa a la acción moral (el bien supremo) dota de fundamento a la moralidad, al punto
de que Kant podría dar por bueno aquello que Si no hay Dios, todo está permitido. Por el
contrario, la postura de Kant hasta 1786 parece ser que si no hay Dios, eso no me exime de
obligaciones morales, pero si lo hay, mejor. De hecho, el propio Kant así lo afirma
expresamente tampoco la razón humana está suficientemente dotada de alas como para
atravesar nubes tan altas como las que nos ocultan los secretos del otro mundo; y a los curiosos
que tan solícitamente piden noticias sobre ellos, se les puede dar una respuesta sencilla, pero
muy natural: que lo más aconsejable sería que se dignaran tener paciencia hasta haber llegado
allí.

Sin duda, resulta sorprendente que Kant no sólo no terminase prescindiendo por completo
de la hipótesis Dios, sino que acabe por concederle el lugar tan preeminente que ocupa en la
Crítica de la razón práctica, cuando lo cierto es que el postulado Dios entra en contradicción
con la propia doctrina ética defendida en tal obra. Al menos, a mí no me resulta fácil entender

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cómo tras haber recusado Kant las éticas de la felicidad, se decante, finalmente, por considerar
ésta una exigencia ineludible para dotar de sentido al ámbito de la moralidad. Cierto que se
podría argüir que el rechazo de Kant de las éticas materiales se basa en el carácter relativo de
su contenido, y, en concreto, lo relativo de la felicidad misma (lo que imposibilita el proyecto
de construir una ética establecida sobre principios morales absolutos y con valor a priori).
Frente al relativismo de esta felicidad inmanente, la felicidad trascendente, otorgada por un
Dios dispensador de premios y castigos, como justo colofón al comportamiento moral, tendría
carácter absoluto y concluso. Ahora bien, al margen de que resulta muy discutible que una
argumentación tal sea sostenible, lo cierto es que aunque la felicidad ultra terrena pudiera
considerarse en algún sentido menos relativa, lo que resulta indudable es que ha de ser vista, en
todo caso, como más metafísica (mejor aún: como puramente metafísica).

Pero es que, además, ¿hasta qué punto la esperanza en una felicidad en el más allá no
compromete el carácter desinteresado de la genuina acción moral? Si el auténtico
comportamiento moral consiste en actuar por estricto respeto al deber, y no por ningún otro
móvil egoísta o interesado, ¿la postulación de una tal felicidad no supone, justamente,
introducir en el juego de la moralidad un móvil de tales características? Y, en último término,
¿qué lugar queda en ese contexto para la autonomía moral? Desde el momento en que se
postula la existencia de Dios y de una alma inmortalidad, receptora de premios o castigos, ¿no
cabe siempre la posibilidad de que se actúe para alcanzar unos y evitar los otros? Porque, de
ser así, la ética kantiana se hallaría expuesta al mismo peligro de deslizamiento hacia la
heteronomía moral que cualquier otra ética religiosa.

Todo lo que hemos venido diciendo, a saber: desde el ateísmo práctico de Kant, hasta sus
titubeos respecto a Dios y su relación con la moralidad, y finalmente las dificultades, más que
soluciones, que el postulado Dios viene a introducir en los principios mismos del formalismo
moral, hace que resulte sorprendente (tal vez esto no sea más que la mera opinión de un mal
lector) que Kant no optase, de una manera definitiva, por desprenderse del todo de Dios y dar
el paso a un ateísmo plenamente representado en el aspecto teórico. ¿Por qué?

Seguramente el escrito kantiano que más apoya para defender la tesis de su relación con el
deísmo es La religión dentro de los límites de la mera razón, publicado el año 1793. Las
primeras palabras de ésta obra son para reafirmarse en que la moral puede fundarse en la razón
misma, sin necesidad de apelar a ninguna instancia externa a ella: la moral en cuanto que está
fundada sobre el concepto del hombre como un ser libre que por el mismo hecho de ser libre se
liga él mismo por su razón a leyes incondicionadas, no necesita ni de la idea de otro ser por
encima del hombre para conocer el deber propio, ni de otro motivo impulsor que la ley misma
para observarlo. Sin embargo, inmediatamente aclarará Kant que, si bien la moral no necesita
de un fin que preceda a la determinación de la voluntad, es decir, no necesita de la
representación de un fin como fundamento, sí se puede pensar que tenga relación con un fin
tal, más en tanto que consecuencia de la propia ley moral: Así, para la moral, en orden a obrar
bien, no es necesario ningún fin; la ley, que contiene la condición formal del uso de la libertad
en general, le es bastante. De la moral, sin embargo, resulta un fin; pues a la razón no puede
serle indiferente de qué modo cabe responder a la cuestión de qué saldrá de este nuestro obrar

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bien, y hacia qué –incluso si es algo que no está plenamente en nuestro poder– podríamos
dirigir nuestro hacer y dejar para al menos concordar con ello. En consecuencia: la moral
conduce ineludiblemente a la religión, por lo cual se amplia, fuera del hombre, a la idea de un
legislador moral poderoso en cuya voluntad es fin último (de la creación del mundo) aquello
que al mismo tiempo puede y debe ser el fin último del hombre.

La inclinación al mal no es un principio en el hombre. El hombre no es ni bestia ni demonio,


sino que el hombre además de sentir la fuerza de la moral, siente también la fuerza de su
sensibilidad, como algo natural en él, que no tiene carácter moral, pero que lo jalona al mal.
Cuando se deja llevar por muchos movimientos, para buscar su bien propio, falta a la ley,
constituyendo así una tendencia natural al mal; desde luego que ésta es culpable, podemos
llamarla un mal radical, innato en la naturaleza humana del que el hombre es su causa. Éste
mal no puede ser eliminado, en cuanto hace parte de la estructura humana frágil a la cual le
falta fortaleza para practicar la ley moral; de la impureza al mezclar otros motivos inferiores a
la ley y de la corrupción por la cual el hombre se somete a tales máximas inferiores. El hombre
aparece entonces como un ser frágil, que cae en el mal, porque se deja seducir, pero no está en
el fondo pervertido, sino que tiene la capacidad de reconocer su error, mejorar y volver al bien.

Hasta aquí nos estamos moviendo en un paraje ya conocido: el mismo, seguramente, que se
dibuja en la Crítica de la razón práctica. La novedad es que en La religión dentro de los
límites de la mera razón se comienza a ver claro, de qué religión se está hablando, cuál es esa
religión a la que, en palabras del propio Kant, conduce ineludiblemente la moral. Se trata de un
religión en la que el Hijo de Dios no es más que un ideal: el ideal del ser humano perfecto; una
religión en la que, el predicador, esto es Jesucristo, ha de ser distinguido drásticamente del
propio Dios; mas también una religión en la que la adulación a tal predicador, lo mismo que la
plegaria o la devoción resultan irrelevantes, las historias milagrosas superfluas, y la oración es
considerada mera práctica fetichista y supersticiosa. Una religión, en suma, que no parece ser
otra que la religión natural del deísmo.
El deber de todo hombre es elevarse hacia el bien, ideal de perfección moral, idea que ha
bajado del cielo, que revestida de humanidad se inserta en ella, cuya unidad es considerada
rebajamiento del Hijo de Dios. La pasión es el ideal de santidad perfecta, acepta el mal por el
bien del mundo, la práctica de la fe en el Hijo de Dios, que adopta la naturaleza humana nos
hace agradables a Dios, conciencia de una intención moral, tal que sometidos a toda prueba y
sufrimiento, nos mantendríamos fieles a la idea.
La tercera parte de su obra trata sobre la victoria del principio bueno sobre el malo por la
fundación del reino de Dios en la tierra, ocupa igualmente parte de la dialéctica kantiana, y
expone en ella su posición frente a la iglesia. Debido a que el hombre sufre el ataque del mal
diariamente, debe protegerse contra dichos ataques y favorecer el triunfo del bien, hecho
posible en una sociedad regida por la virtud, es decir una sociedad ético-civil, una república
moral, un pueblo de Dios gobernado por leyes morales que no se ocupan de la legalidad del
actuar, sino de la legalidad interna, de los deberes morales, como mandamiento de Dios, jefe
moral del mundo. Ésta república de Dios, regida por leyes morales como mandamientos
divinos, y en cuanto no es objeto de la experiencia sensible, es una iglesia invisible universal
que comprende a todo hombre justo, fundada en una fe de la razón, donde el actuar moral es la

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voluntad de Dios. Es una iglesia de la libertad, inmutable, no monárquica ni aristocrática, no
democrática, sino comunión de fieles dirigidos por pastores y servidores del pueblo,
encargados por el jefe invisible, y transmitida en la tradición, pero que en la razón no tiene
fundamento, y a la cual se le atribuye la voluntad divina. Ésta religión cultual, revelada, solo es
contenida en una creencia, fe eclesiástica como base de la revelación

A través de este proceso, Kant va delineando su argumento. En la cuarta parte, verdadero y


falso culto o religión y sacerdocio, el filósofo de Konisberg, se ubica en la religión en cuanto
religión moral, única verdad universal, con su fe racional, como la sola fe libremente acogida
por todos, contraria a la creencia histórica, que impone la religión, condicionando al hombre a
las leyes imperativas de Dios. La religión verdadera contiene leyes o principios prácticos de
necesidad absoluta, cuyo único culto es cumplir el deber moral, como mandamiento de Dios,
llegando al acuerdo entre la voluntad de Dios y nuestra moralidad.

Es probable que para entender adecuadamente a alguien, más que en lo que dice, hay que
fijarse en lo que no dice porque considera innecesario hacerlo, ya que lo da por supuesto. Y es
casi seguro que Kant da por supuesto el Dios del deísmo, hasta el punto de que tal vez se
hubiese sorprendido de haber podido saber que poco después de su muerte irrumpiría, con toda
su fuerza, la negación explícita de Dios, es decir, el ateísmo contemporáneo. Pero tal escenario
intelectual ya no es el de Kant; en el suyo, Dios, más que una idea que se tiene, parece ser una
creencia en la que se está, y acaso por eso, Kant no fue capaz de dar el paso a la negación
directa de Dios, manteniéndose en esa suerte de ateísmo cortés que es el deísmo. En este
contexto parecen cobrar pleno sentido las palabras de Bonald, un deísta es un hombre que aún
no ha tenido tiempo de hacerse ateo. Según esto, Kant no lo tuvo nunca.

Más habría que añadir que tampoco lo tuvo muy fácil, para hacerse ateo. Llegamos así a la
segunda hipótesis, capaz de ofrecer alguna explicación de por qué no dio Kant el paso a un
ateísmo plenamente asumido desde el punto de vista teórico.

La Prusia de Federico Guillermo II no era el lugar más adecuado para declararse ateo. Al
igual que la acusación de asebeia en la Grecia que conocieron Protágoras o Sócrates, ser
sospechoso de falta de piedad, era en la Prusia de Kant algo que convenía evitar si uno no
deseaba hacerse acreedor de medidas desagradables1.

1
Cf. KANT, I. La religión dentro de los límites de la mera razón, Editorial Herder, Madrid 19812.
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