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Maria en El Dogma P. - PANIZO

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María en el dogma

ST 98 (2010) 883-893

Pedro RODRÍGUEZ PANIZO*

Los dogmas son cristalizaciones del amor de la comunidad cristiana a


su Señor y a todo lo que tiene que ver con él. Las formulaciones en que
los recibimos son como puntas de iceberg; llevan latente la memoria
agradecida y la sabiduría estructural de la Tradición eclesial y apuntan,
más allá de sí, hacia el Misterio insondable del Dios Trino. María no
es un tema menor de la inteligencia de la fe que llamamos «teología»,
ni de la fe vivida y ejercida del teólogo y de los demás miembros del
pueblo de Dios. Si el sano pudor religioso no lo impidiera, el lado in-
terior de nuestra personalísima historia de fe –ese que solo Dios y el
creyente conocen–, contaría cosas hermosísimas de aquella a quien las
infinitas letanías de la Iglesia llaman «refugio de los pecadores», «con-
soladora de los afligidos»; «virgen fiel».
La que agradece al que «ha mirado la humildad de su sierva» (Lc
1,48), todo el bien de que ha sido término, recoge –para la fe cristia-
na– todas las dimensiones de la humildad, llenándolas de júbilo y es-
peranza. El creyente ve en ella la grandeza de esa humildad, la fuerza
contra la injusticia que se desprende de la capacidad para decir «sí» a
Dios, sin reservarse nada para ella, pues «la humildad engrandece el
corazón, en vez de empequeñecerlo»1. Y humildes son también todos
los misterios que la Iglesia confiesa y medita acerca de la «llena de
gracia» (Lc 1, 28), pues en todos ellos no se encuentra sino una pura

* Sacerdote. Miembro del Consejo de Redacción de Sal Terrae. Profesor de


Teología en la Universidad Pontificia Comillas. Madrid.
<panizo@teo.upcomillas.es>.
1. J.-C. CHRÉTIEN, La mirada del amor, Sígueme, Salamanca 2005, 27.
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remitencia al Hijo, de cuya humildad procede la de María. «Toda la ex-


periencia mariana está en función de la cristología y, por consiguiente,
de la eclesiología», ha podido decir Hans Urs von Balthasar en el volu-
men inicial de su monumental Estética teológica (G 1, 302; H 1, 329).
En otro lugar, al hablar del principio mariano, el teólogo suizo se
ha referido a esta humilde desapropiación de María, incluso en todo lo
que decimos en la fe acerca de ella: el título de «Madre de Dios»
(Theotókos) se refiere a la cristología; la Inmaculada apunta al miste-
rio de la gracia y la redención, al encuentro entre aquella y la libertad
de su criatura, siempre respetada; el hecho y la fe en su virginidad, pa-
ra ser madre de Cristo, expresa la teología de la Alianza y del pueblo
de Dios; y, finalmente, la Asunción remite a la escatología, pues la
Iglesia confiesa que lo que todos esperamos se le ha otorgado ya a
María2. Balthasar lamenta los excesos subjetivos a que a veces se ha
llegado en la historia de la mariología, a las «extravagancias imagina-
das por la fantasía piadosa» que « no solo llegaron a ser para los pro-
testantes un escándalo comprensible, sino que lógicamente se alejaban
también de la auténtica tradición católica» (TD 3, 291; TdK II/2)3; y
anima a volver a la mariología objetiva de la gran tradición eclesial,
desde Ireneo, Agustín, etc., hasta Anselmo y Bernardo, entre otros. En-
tremos, pues, en lo que el dogma eclesial afirma de la experiencia ma-
riana, «inefable a causa de su misma sencillez y profundidad» (G 1,
319)4, y hagámoslo con el temor reverencial de quienes, como José, re-
troceden a un segundo plano para dejar paso al Misterio insondable de
Dios, que ha tomado tan en serio a la humanidad.
En efecto, según el testimonio neotestamentario, María aparece co-
mo la creyente por antonomasia, más que cualquier otro personaje del
Primer Testamento, pues –pudiéndolo hacer– ni siquiera pide un signo,
como Gedeón en Jc 6,17, sino que vive pendiente de la Palabra de Dios

2. Recogido por K-H. MENKE, María. En la historia de Israel y en la fe de la


Iglesia, Sígueme, Salamanca 2007, 11-12, nota 1.
3. Balthasar se apoya en la mina de datos de H. GRAEF, María. La mariología y
el culto mariano a través de la historia, Herder, Barcelona 1968, aunque toda-
vía no pudo tener en cuenta la obra de G. SÖLL, Mariologie (HDG III/4),
Herder, Freiburg 1978. Cf. también, de este último: «Maria in der Geschichte
von Theologie und Frömmigkeit», en (W. Beinert-H. Petri [eds.]) Handbuch
der Marienkunde, Friedrich Pustet, Regensburg 1984, 93-314.
4. Cf. H 1, 349: «die in ihrer Tiefe und Schlichtheit nicht auswortbar ist».

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(cf. Lc 1,38), fiándose totalmente de Él. La señal de credibilidad se le


da sin pedirla, y hace referencia a la estéril Isabel, que, sin embargo,
va a dar a luz un hijo, resonando en su persona todas las mujeres bí-
blicas que, siendo estériles como ella (recuérdese cómo llora su virgi-
nidad, durante dos meses, la hija de Jefté en Jc 11,29-40), han dado a
luz: Sara (Gn 18,9-15), Rebeca (Gn 25,21-22), Raquel (Gn 29,31;
30,22-24), o Ana (1 Sm 1,11-20), en una suerte de praeparatio del mo-
mento oportuno y central de la historia de la salvación. Las distintas
afirmaciones marianas de la Tradición eclesial no hacen sino situarse
en un marco cristológico, eclesiológico y antropológico.

1. Theotókos (Dei genitrix, Madre de Dios)

Así sucede, por ejemplo, con este título tan querido por la Iglesia Or-
todoxa y que aparece ya en la famosa antífona «Bajo tu amparo nos
acogemos, Santa Madre de Dios» (Sub tuum praesidium), del siglo III
(en Egipto), mientras que la Tradición latina occidental prefería hablar
de la «maternidad divina», con cierto riesgo de malentender las inten-
ciones de los padres de Éfeso (431); aunque una mala comprensión de
María como «madre de Dios» podría derivar en un cierto monofisismo
que acentuara en exceso la divinidad de Cristo en detrimento de su hu-
manidad. Lejos de ambos riesgos, la verdadera intención del Concilio
de Éfeso es conservar en el mismo título de la theotókos la confesión
cristológica. Como dice el primer anatematismo de Cirilo: «Si alguno
no confiesa que Dios es según verdad Emmanuel, y que por eso la san-
ta Virgen es madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de
Dios hecho carne), sea anatema» (DH 252). Lo que quiere decir es que
«María no es madre de Dios porque él comience a existir naciendo de
ella, ni porque María, en cuanto criatura, dé origen a su Creador, que
sería puro panteísmo o politeísmo, sino que el Verbo toma de las en-
trañas de María el principio de su ser encarnativo»5. María es madre de
Dios porque da a luz a un hombre que es el Logos divino «nacido se-
gún la carne», comprometiéndose «en una hora histórica y concreta a
servir en cuerpo y alma a la humanización del Logos de Dios en el

5. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, BAC, Madrid 2001, 259.

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Dios-hombre Jesucristo»; y por eso estamos ante «una confesión de fe


cristológica en una forma de expresión mariana»6.
Como es bien sabido, Nestorio negaba que María pudiese llevar el
título de theotókos, pues, como buen seguidor de la Escuela Antioque-
na, ponía tanto el acento en la humanidad de Cristo y en la separación
de las naturalezas que tendía a separar un ser divino y otro humano. A
lo sumo, podría llamársele «madre de Cristo» (christotókos), «madre
del hombre (anthropotókos) o «receptora de Dios» (theodóchos). El es-
cándalo que sufrió Nestorio ante el misterio de la Encarnación del Hijo
de Dios lo formula bellamente Olegario González de Cardenal en es-
tos términos: «¿Era posible reconocer a Dios gestándose en las entra-
ñas de una mujer, naciendo en la debilidad absoluta, estando a merced
de una situación humana que puede hacer todo con él, hacerle perecer
o deshacerse de él?»7; con lo que se rechazaba, de paso, la doctrina de
la comunicación de idiomas (communicatio idiomatum), es decir, de
los rasgos particulares o característicos (ídia, idiômata) de cada natu-
raleza, de modo que –según la afirmación de Leoncio de Bizancio– les
son comunes, mientras que permanecen inalteradas ambas naturalezas
en sus rasgos propios8. No tener esto en cuenta supondría dejar sin fun-
damento teológico último la doctrina de la analogía. Si Cristo es ver-
dadero Dios y verdadero hombre, entonces su madre (María) puede ser
verdadera «madre de Dios».
Finalmente, cabe decir que la maternidad de María tiene, en la
mentalidad tipológica de los Padres de la Iglesia antigua, un gran pa-
pel como modelo de la maternidad de la Iglesia. A Justino y a Ireneo
de Lyon debemos el famoso paralelismo Eva-María. El campeón de la
lucha contra el gnosticismo contrapone la desobediencia de la primera
a la obediencia de la segunda, siendo por ello causa de salvación para
sí y para el género humano9. Como una madre dona al hijo la vida que
ha recibido de Dios, así la Iglesia incorpora a los creyentes, por el bau-
tismo (morir y resucitar con Cristo), a la vida infinita del Dios Trino,

6. A. MÜLLER – D. SATTLER, «Mariología», en (Th. Schneider [dir.]) Manual de


teología dogmática, Herder, Barcelona 1996, 797.
7. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Cristología, 255. Cf., también H. GRAEF, María,
105-114. G. SÖLL, Mariologie, 73-99.
8. Cf. B.E. DALEY, «Idiomas (comunicación de los)», en (J-Y. Lacoste [ed.])
Diccionario crítico de teología, Akal, Tres Cantos 2007, 578-579.
9. Cf. IRENEO DE LYON, Adversus Haereses, III, 22, 4; V, 19, 1.
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haciéndose el espacio donde es posible vivir con alegría y esperanza,


en el «ya sí, pero todavía no» de una existencia liberada, salvada, redi-
mida. La Iglesia es un gran seno virginal y materno que recoge a los
hijos que la sociedad expulsa y abandona en las cunetas de la historia.

2. Aeiparthenos (Siempre Virgen)

El Evangelio de Mateo, interesado en la mesianidad de Jesús y, por


tanto, en mostrar su conexión con Abrahán y David, presenta un matiz
sutil y profundo al final de la genealogía de Jesucristo: una única ex-
cepción rompe la fórmula repetida «engendró a», cuando se llega al ca-
so único en Mt 1,16: «Y Jacob engendró a José, el esposo de María, de
la cual nació Jesús, llamado Mesías (Cristo)», dando a entender que el
niño que nace, aunque no proceda biológicamente de José, es sin em-
bargo el Mesías anunciado por los profetas.
Debemos a Karl-Heinz Menke una traducción algo diversa del co-
nocido texto de Mt 1,18-2310. Inspirada en la exégesis francófona, no
fuerza los datos filológicos y posee una mayor coherencia en la lógica
religiosa de un pasaje que muchas veces se lee como si hubiera en él
una sospecha de José con respecto a María. La versión que este autor
ofrece de los versículos 18 y 19 deja ver mejor el profundo misterio an-
te el que se ve confrontado el patriarca y, con él, el lector del Evange-
lio: «El nacimiento de Jesucristo fue así: su Madre María estaba pro-
metida a José y, antes de vivir juntos, fue manifiesto [para ambos] que
ella, por la acción del Espíritu Santo, esperaba un niño. José, su espo-
so, que era justo ante Dios [fiel a Dios] y no quería vulnerar [profanar]
el misterio de María, decidió corresponder a la acción de Dios retirán-
dose en secreto de la convivencia con María».
Con toda razón señala este teólogo que no se debe interpretar el
atributo de «justo», como frecuentemente se hace, en el sentido de
«obediente a la ley», pues, sí así fuera, José tendría no solo que haber
acusado a María, sino incluso haber hecho que la apedreasen. No se
piensa en tal justicia, sino en la de Moisés antes de la teofanía del
Sinaí, o la de Isaías en su visión tremenda y fascinante en el templo: el

10. Cf., para lo que sigue, K-J. MENKE, María, 55-59.


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justo ante Dios, el totalmente obediente a su voluntad. Desde esta pers-


pectiva, el verbo deigmatizein cobra todo su sentido al traducirlo por
«vulnerar» (profanar). José, el justo y obediente ante Dios, cree en su
mujer y quiere honrar a Dios, dejándole pasar a un primer plano, para
quedar él en el fondo de la escena y no profanar (vulnerar) el misterio.
Y del mismo modo hace con los versículos 20 y 21, traduciendo la par-
tícula gár (del versículo 20) por «desde luego» («ciertamente»), lo que
da esta versión: «El hijo que ella espera viene, desde luego, del Espí-
ritu Santo. Pero tú, al hijo que ella va a dar a luz, le pondrás por nom-
bre Jesús, que significa: Él redimirá a su pueblo de los pecados». Fi-
nalmente, como es de sobra conocido, los versículos 22 y 23 recogen
la cita de cumplimiento de Is 7,14, cuyo texto hebreo habla de una
«mujer joven» (almá), pero que los LXX (la versión que usa el Nuevo
Testamento) traducen por parthenos (virgen).
También aquí estamos en un contexto cristológico y soteriológico.
Lo que acaece, el nacimiento de este niño, es un nuevo comienzo por
pura gracia; algo que no puede derivarse de las propias posibilidades
de la historia humana, sino que es iniciativa libre, amorosa y origina-
ria de Dios, que siempre da infinitamente más de lo que el corazón hu-
mano es capaz de anhelar. Irrumpe aquí la humanidad nueva, abierta
totalmente al Espíritu de Dios, frente a la cual todo es vejez –la vejez
del pecado, del que Cristo viene a redimirnos11. El Catecismo de la
Iglesia Católica, en su número 505, recoge la conocida cita de Agustín,
según la cual, «más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la
fe que al concebir en su seno la carne de Cristo»12. Del Sermón 215, 4
(PL 38, 1.074) es también la afirmación agustiniana de que «la biena-
venturada Virgen María concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz cre-
yendo», pues «ella, llena de fe», concibió «a Cristo en su mente antes
que en su seno»13. Finalmente, el citado Catecismo, en los números
496-497, afirma que la confesión eclesial de que Jesús fue concebido
en el seno virginal de María únicamente por el Espíritu Santo implica
también «el aspecto corporal de este suceso» y no tiene «su origen en
la mitología pagana ni en una adaptación de las ideas de su tiempo. El
sentido de este misterio no es accesible más que a la fe, que lo ve en

11. Cf. A. MÜLLER – D.SATTLER, «Mariología», 799. 801.


12. SAN AGUSTÍN, De sancta virginitate, 3, 3 (CSEL 41, 237; PL 40, 398).
13. Textos recogidos por PABLO VI en el número 17 de la Marialis cultus.

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MARÍA EN EL DOGMA 889

ese “nexo que reúne entre sí los misterios” (DH 3016), dentro del con-
junto de los Misterios de Cristo, desde la Encarnación hasta su
Pascua».

3. Inmaculada (Inmaculata conceptio)

En el conocido y profundo pasaje de Lc 1,28, el ángel del Señor la lla-


ma «agraciada», «llena de gracia», con el perfecto kejaritomene, que
indica una acción cuyos efectos duran en el presente. Es llamativo, co-
mo ha señalado K. Stock, que falte el nombre propio (vendrá después
en el versículo 30) y, en su lugar, se encuentre un término calificativo,
único de estos relatos14. Para ser Madre del Salvador, afirma el núme-
ro 55 de la Lumen Gentium, María «fue dotada por Dios con dones a
la medida de una misión tan importante». A lo largo de la Tradición
eclesial se ha ido tomando conciencia de que la «llena de gracia» ha-
bía sido preservada del pecado original. El 8 de diciembre de 1854, el
papa Pío IX, en la bula Ineffabilis Deus (DH 2.800-2.804), definió so-
lemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción en estos términos:
«la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de
la culpa original en el primer instante de su concepción por singular
gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de
Cristo Jesús, Salvador del género humano» (DH 2.803).
La referencia de la bula, en su contenido teológico, «a los méritos
de Cristo» remite a la argumentación del teólogo franciscano Juan
Duns Escoto, el gran adalid de la tesis inmaculista. El escollo que en-
contraba la doctrina era que parecía poner en peligro la necesidad que
todos los seres humanos tienen de la redención, lo que cuestionaría el
punto central de la cristología y de la soteriología. El mismísimo To-
más de Aquino fue un decidido adversario de la doctrina de la In-
maculada, como puede verse en la questión 27, articulo 2, de la Tertia
pars de la Suma Teológica. La solución de Escoto fue sutil. Consistió
en mostrar cómo la concepción inmaculada de María no pone en peli-
gro la mediación única y universal de Cristo, ni su gloria como Reden-
tor de todo el género humano; antes bien, ella tuvo más necesidad del

14. Cf. K-H. MENKE, María, 40, nota 1.


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890 PEDRO RODRÍGUEZ PANIZO

Hijo de Dios, pues la prerredención (praeredemptio) –o redención pre-


ventiva–, al preservarla del pecado original (la praeservatio), incre-
mentó la gloria de Cristo, en vez de disminuirla: «María necesitó al
máximo de Cristo redentor»15. Con ello demuestra Cristo que es un me-
diador perfecto, al liberar a su madre del pecado original16: «El media-
dor perfectísimo ha de tener el acto de mediar más perfecto posible a
favor de aquella persona por la que media. Por tanto, Cristo hubo de
poner el acto de mediación más perfecto posible respecto de una per-
sona a favor de la cual es mediador. Pero por nadie tuvo una mediación
más perfecta que por María»17, pues «es mayor beneficio preservar del
mal que permitir caer en el mal y luego librar de él»18.
La teología contemporánea ha intentado una profundización en el
dogma de la Inmaculada. Tanto Karl Rahner como Karl-Heinz Menke,
han llevado a cabo una inteligencia creyente del mismo. Para el pri-
mero, este dogma se comprende cuando se enmarca en el misterio de
la gracia y de la libertad de la criatura. La autodonación gratuita e in-
dulgente que el Dios Trino hace de sí mismo (como gracia increada) a
la criatura finita no supone la anulación de esta, sino, por el contrario,
la potenciación máxima de su libertad en todos los órdenes, al haberla
hecho la gramática de su posible autocomunicación. Cuando Dios se
acerca a la criatura, la potencia, la engrandece; saca lo mejor de ella,
la salva: «Dios reina, la tierra goza», proclama el Sal 97,1; y el Sal 4,2
dice: «Tú, que en el aprieto me diste anchura».
En Rahner, pues, encontramos indisolublemente unidas la mario-
logía y la doctrina de la gracia. A diferencia del nuestro, inconstante y
débil, el «sí» de María fue «inmaculado», puro. Dijo «sí» a Dios ple-
namente, con todas las consecuencias, sin ser primero sí y luego no (o
un «depende», cambiante con las circunstancias). Un fiat que se pro-
longa fielmente hasta el stabat al pie de la Cruz y hasta su propia muer-
te (Asunción). Aquí radica para Rahner el sentido más hondo del mis-
terio de la Inmaculada: en que su «sí» es, a la vez, un don gratuito de
Dios y un acto personalísimo de libertad desde lo más hondo de su ser.

15. J. DUNS ESCOTO, Ord. III, d. 3, n 42 (BAC 674, 85).


16. Hay que recordar, además, que para Escoto el pecado original es más una cues-
tión moral –ausencia de justicia original– que física.
17. J. DUNS ESCOTO, Ord. III, d. 3, n 17 (BAC 674, 79).
18. Ibid., n. 24 (BAC 674, 81).
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MARÍA EN EL DOGMA 891

La «Virgen fiel» lo fue hasta la muerte, y por ello –este es el sentido


de la Asunción– también aquí encontramos la integridad inmaculada.
Rahner opina que con este dogma la Iglesia no hace sino aplicar a
María la doctrina general de la gracia, donde encuentra un caso modé-
lico y bellísimo. Dios no fuerza a su criatura cuando sale a su encuen-
tro –¡hasta tal punto respeta su libertad, que él mismo ha hecho posi-
ble!–, ni instrumentaliza para sus fines, por santísimos que sean, al ser
humano agraciado. Ni siquiera en el éxtasis, como sabían tan bien los
Padres de la Iglesia antigua. Piénsese en la diferencia que hay entre el
Ión de Platón y la sobria ebriedad de los primeros. Homero canta y
poetiza porque está «entusiasmado»; es decir, habitado por un dios que
suplanta su ser y lo hace «instrumento» musical para la lírica, hacién-
dole salir de sí y perder su individualidad. No ocurre lo mismo con el
realismo creyente de la sobriedad del éxtasis del cristiano, que sigue
manteniendo su personalidad y no es utilizado por Dios; antes bien, se
le regala, como gustaba de decir el poeta Rilke, «espacio, anchura y li-
bertad». La maternidad de María es, a un tiempo, gracia de Dios y acto
libérrimo de su fe, pues se le regala el don de darse como un acto libre.
Según Rahner, el pecado empequeñece el «sí» que alguien da a
Dios, pervirtiéndolo de alguna manera: «sí y no», «unas veces sí, a me-
dias, y otras no, total». El pecado original sería la imposibilidad de dar-
le a Dios un «sí» pleno, la escisión entre lo que somos y lo que debe-
ríamos ser; la incapacidad del pecador para integrar armónicamente
ambos aspectos19. El «sí» de María carece de esa ruptura, es un «sí» sin
restricciones, a la vez don de Dios: «La palabra («Wort») de María es
una mera respuesta («Antwort») cuya fuerza radica en la Palabra
(«Worth» = Verbo) a ella dirigida. Nada más. Pero esto plenamente. La
aceptación del mundo cuando recibe la gracia es ella misma gracia.
La concepción del Verbo, sin dejar de ser acto personal de María, es
pura gracia, [...] la palabra libre de su fe»20.
Para Menke, María representa al «resto santo» de Israel, siendo el
prototipo de los creyentes21. La santidad de ese resto ha sido hecha po-

19. Cf. K. RAHNER, «Sobre el concepto teológico de concupiscencia»: Escritos de


Teología 1 (20005) 349-383.
20. K. RAHNER, «La Inmaculada concepción»: Escritos de Teología 1 (20005) 212.
21. Cf. K-H. MENKE, María, 192-193. Cf. Is 4,3: «Al resto de Sión, a los que que-
dan en Jerusalén, a los destinados a vivir en ella, los llamarán consagrados»;
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892 PEDRO RODRÍGUEZ PANIZO

sible por Dios mismo y tiene su expresión explícita en el «sí» de María,


que queda integrado, por tanto, en la historia de la salvación. María no
se encuentra al margen de Israel, sino que ella misma es ese «resto san-
to» en el que llega a su meta la Alianza. Por gracia, como en Rahner,
pronuncia su «sí» inmaculado y pleno, perfecto, a la voluntad de Dios
sobre ella, cuya santidad se expresa por su fidelidad a la Alianza, pues
Dios no salva a su pueblo suprimiendo su compromiso fiel con él
(Alianza), cuya iniciativa lleva siempre, sino que su amor, que no tie-
ne envidia, quiere el «sí» libre de la criatura por medio de la cual lle-
ga a hacerse hombre.

4. Asumpta (Asunción)

En 1950, el papa Pío XII publicó la Constitución Apostólica Munifi-


centissimus Deus (1 de noviembre: DH 3.900-3.904), donde se definía
el dogma de la Asunción de María al Cielo. Con él se afirma que, «al
igual que los comienzos de la existencia humana de María estuvieron
santificados por un acto de Dios, también lo estuvo su final temporal
sobre la tierra»22, cuya muerte no se vio afectada por el pecado y sus
consecuencias. El mismo Rahner llegó a este dogma desde la escato-
logía y, por ello, logró fundamentarlo en la historia de la salvación.
La lengua latina es muy precisa a la hora de distinguir la ascensio
(ascensión), referida a Cristo, de la asumptio (asunción o acogida) de
María por Dios, pues él es el Cielo, como afirma bellamente Hans
Kessler: «Dios no está donde está el Cielo, sino que donde está Dios es
el Cielo»23. Este dogma es un signo de esperanza para el cristiano, por-
que en María se ha cumplido ejemplarmente lo que nos espera a todos:
el hecho y la fe de que Dios actuará de igual modo con todos los que
no se cierran a la infinitud de su amor. Dios como la consumación de
nuestra existencia, de nuestro cuerpo; esto es, no solo de la corporali-

62,12: «Se les llamará “pueblo santo” y “rescatados del Señor”, y a ti te lla-
marán “Buscada”, “Ciudad no abandonada”».
22. A. MÜLLER – D. SATTLER, «Mariología», 804.
23. H. KESSLER, Sucht den Lebenden nicht bei den Toten. Die Auferstehung Jesu
Christi, Echter Verlag, Würzburg 2002, 359: «Nicht wo der Himmel ist, ist
Gott, sondern wo Gott ist, ist der Himmel».
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MARÍA EN EL DOGMA 893

dad, sino también de la red enorme de relaciones vividas (o no vivi-


das), de proyectos, siempre infinitamente más que las realizaciones
concretas; trayectorias que prometían y se abandonaron por otras
igualmente interesantes; sueños, anhelos, esperanzas. Como ha dicho
Menke con razón24, María no estuvo marcada por la disociación que
apuntamos más arriba entre lo que somos y lo que deberíamos ser, en-
tre naturaleza y persona, efecto del pecado, y por ello es tan pura «que
su cuerpo no expresaba otra cosa que su propia persona, [...] su cuerpo
o su naturaleza fue expresión, incluso en el morir, de la autotrascen-
dencia. En la muerte de María no había nada que se opusiera a la uni-
versal [...] capacidad de relación. [...] El cuerpo de María, en la muer-
te, se convirtió inmediatamente en aquel cuerpo glorificado del que la
Sagrada Escritura habla en relación con el Cristo pascual»25. Y así, ella
es también proexistente, advocata nostra, auxiliadora de los hombres,
quienes siguen dirigiéndole aquella antigua oración del siglo III: «Bajo
tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios, no desoigas la oración
de tus hijos necesitados, líbranos de todo peligro, Oh siempre Virgen,
gloriosa y bendita».

24. Cf. K-H. MENKE, María, 204-208.


25. Ibid., 206-207.
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