Pensar Las Juventudes - Chaboux
Pensar Las Juventudes - Chaboux
Pensar Las Juventudes - Chaboux
M. Agustina Chaboux
Introducción
En este capítulo intentaremos delinear una matriz conceptual desde la cual podamos
dialogar sobre las juventudes y con ellas. Para ello, emprenderemos la tarea de
despensar (Santos, 2000)1 lo juvenil, deconstruir su significado, desandar el camino que
hasta aquí se ha recorrido en el campo de los estudios sobre juventud a fin de revisar
críticamente sus contornos analíticos. Se pretende, con ello, conocer cuál es la
perspectiva que prevalece y cuáles son sus consecuencias prácticas.
¿De quiénes hablamos cuando hablamos de jóvenes? ¿Cómo se define la categoría
juventud? ¿Acaso ser joven supone solamente pertenecer a un segmento etario
particular? ¿Siempre hubo juventud? ¿Es correcto nombrarla en singular? Las
numerosas preguntas que se plantean en torno a esta noción dan cuenta de la
complejidad del asunto. Es por ello que en este trabajo nos valdremos de distintas
herramientas conceptuales que nos permitan transitar por el laberinto de sentidos que
supone la juventud.
En la bibliografía especializada es frecuente hallar características muy diferentes,
incluso opuestas entre sí pero que a pesar de ello coexisten, para describir las actuales
realidades juveniles. Se habla de una juventud gris, dorada y hasta blanca; de una
juventud desinteresada y otra que alberga inherentemente un impulso renovador; de una
juventud peligrosa y otra que constituye un actor estratégico para el desarrollo de los
países. Lo cierto es que las realidades juveniles ponen a prueba las herramientas
conceptuales que pretenden explicarlas. Sus múltiples atravesamientos conducen
ineludiblemente a numerosos interrogantes sobre sus características, sus tramas y
contornos de significación, los sentidos y tensiones que ponen en juego, las
interpelaciones que condensan, y las problemáticas que evocan.
Con todo ello, el acontecer juvenil constituye una realidad difícil de aprehender, más
aún si se la piensa en el actual contexto histórico, signado por la precariedad, la
desigualdad, la exclusión, la desafiliación social y la incertidumbre que alberga la
denominada crisis de la modernidad en el marco del repliegue del Estado benefactor,
problemáticas que afectan de manera especial a la juventud2. Tal como lo plantea
1
De acuerdo a Boaventura de Sousa Santos, despensar constituye una terea epistemológica que
implica una desconstrucción total más no nihilista, y una reconstrucción discontinua aunque no arbitraria,
del conocimiento hegemónico. Se trata, siguiendo al autor, de un cuestionamiento radical a ortodoxias
conceptuales, enraizadas profundamente en nuestro sentido común (y político). Es, en definitiva, un
procedimiento que tiende a des-naturalizar y des-normalizar las formas de conocimiento (y de poder) que
la modernidad ha transformado en sistemas de pensamiento inexpugnables (Santos, 2000).
2
El quiebre de los espacios habituales de participación-inclusión juvenil (escuela, mundo del trabajo y
política formal), acompañado por el descrédito de las instituciones y actores tradicionales, el derrumbe de
1
Reguillo (2004), este escenario constituye un entramado sistémico y multidimensional
en el que los jóvenes3 se configuran como actores sociales y construyen su relación con
su contexto; al tiempo que son pensados, narrados e interpelados por adultos más
preocupados por definir que por entender.
Se pone de manifiesto, así, la necesidad de utilizar herramientas analíticas novedosas
que permitan “ubicar el conjunto de expresiones, procesos, acciones y prácticas
juveniles en el entramado de las gramáticas que los hacen posibles o los obstaculizan”
(Reguillo, 2008). En este sentido, se espera que el presente trabajo pueda aportar
algunas pistas conceptuales que hagan posible una lectura apropiada del heterogéneo
fenómeno juvenil.
El tema de los jóvenes ha sido abordado desde una gran diversidad de categorías,
lógicas y enfoques, tanto en Argentina como en América Latina. En los últimos años,
esta área de producción de conocimiento ha superado sus múltiples precariedades
teóricas iniciales y ha avanzado desde una posición marginal a otra central en los
debates de las Ciencias Sociales. Prueba de esta fecundidad académica es la abundante
literatura que se ha ido reuniendo en torno a la cuestión y que constituye un intento por
visibilizar su complejidad.
Sin embargo existen ciertos aspectos en los que la investigación se encuentra todavía
en una fase de incipiente desarrollo. Hay quienes hablan de una falta de sofisticación
conceptual, de una ausencia de un andamiaje teórico-metodológico que actúe como
soporte de los estudios realizados sobre esta temática. La escasa institucionalización y la
poca vinculación entre los agentes sociales involucrados (investigadores, instituciones
académicas, gobiernos y organizaciones civiles), han impedido la consolidación de un
campo de estudio propio que permita pensar a los sectores juveniles de América Lanita
desde nuevas perspectivas. En los propios estados del arte del campo de la juvenología,
se acentúa esta necesidad de generar un proceso colectivo que permita una construcción
regional y compartida de explicaciones e interpretaciones mejor articuladas, cuando
menos para que exista un corpus conceptual mínimo. En cuanto a la recopilación de
información empírica, hay que decir que si bien las encuestas nacionales de juventud
han significado un avance, si no se cuenta con sólidos dispositivos teóricos que
permitan su contextualización y revisión reflexiva, tales informes entrañan el riesgo del
los relatos que han dado cohesión y sentido al pacto social y la fuerza creciente del mercado como único
mecanismo integrador y regulador de sentidos, parecen trazar un camino ineludible hacia la desafiliación
social. El futuro se vuelve incierto, las trayectorias biográficas han dejado de ser lineales. A ello se le
añade la exclusión mayúscula de numerosos actores juveniles de los espacios definidos como claves y
sustantivos para el ámbito de la reproducción social, la precarización del mercado de trabajo y el
desempleo, la deserción escolar, el aumento de la brecha entre credenciales educativas y oportunidades
laborales, el endurecimientos de las políticas punitivas de los gobiernos, la creciente estigmatización
social de los jóvenes, la fuerza del narcotráfico y del crimen organizado, los niveles crecientes de
violencia social y el aumento exponencial de la vulnerabilidad en la vida cotidiana.
3
Desde luego que la decisión de utilizar el género gramatical masculino (los jóvenes) no supone un
posicionamiento sexista ni una subordinación del género femenino, sino que es simplemente una
abreviación (de las y los jóvenes) que utilizamos a fin de hacer más fluida la lectura. No es nuestra
intención invisibilizar la dimensión de género de la cuestión juvenil (y su intrínseca y construida igualdad
diferente), por el contrario, la destacamos como una variable a la que hay que prestar sustancial atención
si lo que se intenta es deconstruir las visiones hegemónicas sobre la juventud.
2
endiosamiento del dato por el dato mismo, lo que implicaría quedar atrapados en el
nivel meramente descriptivo o enunciativo (Pérez Islas, 2006). Tal como lo advierte
Reguillo (2012), cuando la problematización de categorías y conceptos que orientan la
mirada del investigador es escasa o nula, el diálogo epistémico entre perspectivas se
torna imposible, ya que las diferencias en la apreciación se convierten con facilidad en
un forcejeo inútil entre posiciones.
Desandar el camino por el que han transitado los estudios de juventud, tal como lo
han hecho diversos autores4, permite reconocer las fortalezas y debilidades del
conocimiento producido en torno a los jóvenes, y replantear críticamente el conjunto de
conceptos y estrategias metodológicas que frecuentemente se utilizan para aproximarse
a ellos y que resultan insuficientes para pensarlos en contextos como los actuales.
Como ya lo señalamos, en la actualidad coexisten diversos paradigmas que abordan
la noción de juventud. A continuación intentaremos capitalizar las valiosas
producciones al respecto y acercarnos a ellas con una mirada atenta para poder captar la
heterogeneidad que cabe en esta categoría conceptual. De esta manera, podremos
avanzar hacia una interpretación densa de la polisémica realidad juvenil, superar la
propensión al simple “inventario” de datos sobre ella, sin caer tampoco en el rol de sus
“voceros autorizados”, como si los jóvenes necesitaran de ellos.
4
Bonvillani et. al (2010) realizan, con gran habilidad, una revisión de la bibliografía académica
indagando las modalidades de construcción de las narrativas acerca de lo juvenil en diferentes períodos de
tiempo. Asimismo, el libro “Estudios sobre juventudes en Argentina I: Hacia un estado del arte” (2007),
articulado por la Red de Investigadoras/es en Juventudes Argentina (ReIJA) surgida en 2004, constituye
una excelente sistematización del conocimiento producido sobre la condición de juvenil en nuestro país.
Además, entre los informes en torno al estado del conocimiento sobre juventud en Argentina, se destaca
el trabajo de Chaves (2009), quien desanuda el conjunto de categorías, lógicas y enfoques con que ha sido
abordado el tema de los jóvenes en las Ciencias Sociales de nuestro país. En su informe, la autora
identifica diferentes formaciones discursivas vigentes acerca de la juventud (discurso naturista,
psicologista, de la patología social, del pánico moral, culturalista, y sociologista), que remiten, a su vez, a
distintos modos de representar a la juventud (joven como ser inseguro de sí mismo, en transición, no
productivo, incompleto, desinteresado y/o sin deseo, desviado, peligroso, victimizado, rebelde y/o
revolucionario, y como ser del futuro). Para ello, Chaves revisa las producciones de Braslavsky (1986),
Macri y Van Kemenade (1993), Saltalamacchia (s. a.), Krauskopf (2000), Cajías (1999) y Reguillo
(2000). Con gran dominio bibliográfico, epistemológico y metodológico, la autora grafica esta valiosa
sistematización en una tabla en la que se pueden apreciar los puntos de contacto, semejanzas,
equivalencias y diferencias entre aquellas caracterizaciones y las representaciones y formaciones
discursivas.
3
entrarían y saldrían en el mismo momento más allá de sus condiciones objetivas de
vida, su pertenencia cultural o su historia familiar (Chaves, 2010: 36). Habida cuenta de
que se trata de una categoría históricamente construida y determinada, la condición de
edad ya no permite visualizar la complejidad de significaciones vinculadas a
“juventud”.
Constituye, entonces, una noción que se resiste a ser conceptualizada partiendo
únicamente de la edad, a ser reducida a mera categoría estadística (Margulis, 2001;
Duarte Quapper, 2001). No obstante, algunos autores han sostenido que “la juventud se
inicia con la capacidad del individuo para reproducir a la especie humana, y termina
cuando adquiere la capacidad para reproducir a la sociedad” (Brito, 1997: 29 en
Hopenhayn, 2007: 2). En este mismo sentido, otros afirman que la juventud constituye
“un período que combina una considerable madurez biológica con una relativa
inmadurez social” (Margulis y Urresti, 1996: 3). Si bien este tipo de discursos intentan
añadirle una dimensión sociológica al componente biológico, terminan por reducir a los
jóvenes a un estado pasajero de confusión, caracterizado por ausencia de neuronas y
sobreproducción de hormonas
Reflexionar sobre la juventud en términos de construcción social exige ubicar
históricamente el momento de su conformación como sector social identificable y
expandido. Tal como lo plantea Margulis, jóvenes hubo siempre, juventud no; esto
significa que el surgimiento de lo que hoy llamamos juventud no es una creación de la
naturaleza, sino el saldo de un momento histórico preciso. De hecho, la literatura
especializada coincide en que, a nivel mundial, puede hablarse de juventud a partir de
los “años dorados” de la segunda posguerra. Esas décadas de prosperidad trajeron
consigo una ampliación de las clases medias, una democratización del consumo y una
masificación de las universidades, conformando un escenario socioeconómico y cultural
que habilitó la posibilidad bastante generalizada e idealizada de que los jóvenes se
configuraran como sujetos sociales (Natanson, 2012). En la Argentina, y en toda la
región, la emergencia de la juventud está ligada a los procesos de impugnación de los
órdenes dominantes de la década del sesenta y del setenta, y de resistencia a la
implementación de políticas de represión desde el Estado. Como los jóvenes estuvieron
a la vanguardia de los movimientos sociales de liberación y de resistencia a la dictadura
militar, la irrupción de lo juvenil en ese momento se asoció con el compromiso político,
la transformación y hasta con prácticas políticas de carácter contestatario y contra-
hegemónico (Saintout, 2009: 37-38).
Revisemos ahora, aunque sea brevemente, algunas de las principales perspectivas
teóricas desde las que se conceptualiza a la juventud. A los fines de este trabajo,
podríamos organizarlas en dos grupos claramente diferenciados:
Juventud inadecuada
Por distintas vías, esta postura le niega existencia al joven como sujeto total (lo
considera un ser en transición5, incompleto, ni niño ni adulto) o negativiza sus prácticas
5
Jorge Benedicto (2008: 15) asegura que esta tradicional interpretación de la juventud como un
período de transición -en el que tiene lugar un complejo proceso de cambios que permiten a los jóvenes
alcanzar el estado adulto- ha conducido a que se entienda la juventud desde una perspectiva lineal y
evolutiva, con un principio definido en términos negativos (el niño o adolescente, dependiente en todos
los aspectos de su vida de su familia de origen y de las instituciones sociales) y un final definido en
términos positivos (el joven emancipado que se convierte en adulto gracias a la independencia
económica, residencial y afectiva que ha adquirido).
4
(la juventud problema o juventud gris es portadora de peligros en acto o en potencia)
(Chaves, 2010). Consecuentemente se infantiliza a los jóvenes y se los sitúa en una
condición de dependencia respecto a los adultos.
En su versión más ligera, esta visión coincide con una desdramatización del sujeto
juvenil. Se lo conceptualiza a partir del placer, la estética, la falta de obligaciones
“serias” y la despreocupación (es caracterizado como hedonista, individualista y
narcisista, carente de un sistema sólido de valores, en etapa de moratoria6). Es un joven
apático y manipulable, exclusivamente preocupado por sus necesidades e intereses
individuales, desinteresado por lo que acontece en la esfera de los asuntos colectivos y
cuya integración social se produce básicamente a través del ocio y del consumo. Este
enfoque clausura la dimensión política de las que son portadoras las culturas juveniles
(muchas veces pese a sí mismas), al asociarlas con el culto al cuerpo, el
desentendimiento de la política, y las expresiones culturales recreativas y lúdicas
(Reguillo, 2008). Al invisibilizar la inscripción sociopolítica de sus prácticas y
expresiones, esta lectura tutelar les niega a los jóvenes la capacidad de agencia y de
autonomía.
La versión más radical de esta perspectiva estigmatiza al joven, calificándolo como
sujeto peligroso y marginal (desertor escolar, drogadicto, y hasta delincuente), que debe
ser normalizado, controlado y disciplinado. Así, los jóvenes sólo se hacen visibles
socialmente bajo la etiqueta adultocéntrica (Krauskopf, 2003; Duarte Quapper, 2002)
de problema social que exige intervención. De acuerdo con Reguillo (1997, citada en
Chaves, 2010: 81), la sociedad ha encontrado en la juventud el espacio social donde
depositar al enemigo interno, al chivo expiatorio de todos los males. Así, parecieran
cobrar mayor fuerza los dispositivos de control represivos destinados a la juventud que
la generación de oportunidades para su desarrollo pleno.
Mariana Chaves (2010: 86) califica a este tipo de discursos como de clausura, ya que
quitan agencia al joven, no lo reconocen como actor social con capacidades propias sino
que sólo lo piensan en clave de incapacidades. Funcionan, de acuerdo a la autora, como
obstáculos epistemológicos para el conocimiento del otro. Este tipo de representaciones
sobre los jóvenes, y los discursos que las sostienen, legitiman prácticas de intervención
paternalistas, moralistas y de control por parte del Estado.
Juventud redentora
Frente a aquellos que presentan al joven como actor inadecuado, otros relatos de la
juventud recogen la imagen de un sujeto lleno de futuro que le imprime un impulso
renovador al actual orden de cosas. De acuerdo a esta mirada, el joven es un actor
estratégico del desarrollo, un reservorio de futuro y revolución, un sujeto esencialmente
contestatario y transgresor. Es un joven redentor que está resignificando la realidad e
interpelando críticamente a los adultos a través de sus novedosas prácticas colectivas.
Valorado por su flexibilidad y apertura a los cambios, se deposita en él la monumental
tarea de la transformación y renovación social. Esta perspectiva le otorga a las prácticas
6
De acuerdo a Margulis (2001: 43), la noción de moratoria social (estrechamente vinculada a la de
transición) alude a un plazo concedido a jóvenes de ciertas clases sociales que les permite gozar de una
menor exigencia mientras completan su instrucción y alcanzan su madurez social y económica. Es un
período de permisividad, una especie de estado de gracia o de relativa indulgencia, en que no le son
aplicadas con todo su rigor las presiones y exigencias que pesan sobre las personas adultas (Balardini,
2000b; Margulis y Urresti, 1996).
5
juveniles cualidades positivas asociadas a la solidaridad, el compromiso, la valoración
de identidades personales, el rechazo al individualismo y a la indiferencia, entre otros.
Desde esta posición, además, cualquier práctica juvenil resulta innovadora, y es digna
de admiración. Se transmite así un mensaje que glorifica a la juventud como “motor de
cambio social”, como movimiento crítico y renovador de la sociedad, en definitiva
como esperanza de la sociedad y semilla de futuro (Bendit, s. f.: 324).
Esta perspectiva narra a un joven como sujeto fundamentalmente del futuro, un ser
de un tiempo inexistente. Ni niño, ni adulto. El pasado no le pertenece porque no estaba,
el presente tampoco porque no está listo, y el futuro es un tiempo que no se vive, sólo se
sueña, es un tiempo utópico. Ahí son puestos los jóvenes y así quedan eliminados del
hoy. Si el pasado y el presente son territorios de los adultos de hoy, el futuro es el país
del nunca jamás, y la espera se convierte en infinita (Chaves, 2010: 80). En este
enfoque también está presente la caracterización del joven como ser incompleto, un
sujeto que todavía-no-es pero que está camino a ser adulto, que está atravesando por un
período preparatorio y de formación. Parecería, según esta visión, que las trayectorias
biográficas tienen un sentido predeterminado, como si se tratara de un recorrido
previamente establecido que conduce directamente a la madurez. Pero estos trayectos
han dejado de ser unívocos, ya no son secuencias lineales, ni claras o unidireccionales.
Por el contrario, el tránsito a la vida adulta asume diferentes sentidos y características de
acuerdo al universo socioeconómico al que se pertenezca. En el imperio de la
incertidumbre, el sentido tradicional de la temporalidad ha sido modificado, el futuro
dejó de ser el eje ordenador del presente. Los recorridos ahora son contingentes y hasta
reversibles.
Se advierte, entonces, que allí donde unos ven anomia y desviaciones, fácilmente
otros encuentran propuestas transformadoras. Lo cierto es que, pese a sus diferencias,
ambas posturas comportan el riesgo de convertirse en meramente descriptivas, en
enfoques más entusiasmados por calificar que por arribar a algún tipo de entendimiento.
Resulta muy difícil que este tipo de figuraciones de la juventud -que no contemplan las
auto-percepciones de los mismos jóvenes, sino que son hetero-representaciones, es
decir, nociones elaboradas por agentes o instituciones sociales externos a los jóvenes y a
sus experiencias- logre acercarse a los sentidos que condensa el devenir juvenil y a los
modos que tienen los jóvenes de habitar y significar su propia juventud.
Queda claro que la aproximación a las realidades juveniles no puede hacerse ni desde
un enfoque romántico o celebratorio (que sólo vea sus potencialidades creativas y
transformadoras) ni desde un ensañamiento demonizador y nostálgico (que,
anclándonos en lo que fue y hoy no es, los condene a un discurso de la carencia, de lo
que se ha perdido en relación al pasado). Acabar con un estigma no es lo mismo que
invertirlo; la juvenofobia no se resuelve con juvenomanía. Ninguna de las dos miradas
nos permitirá analizar qué pasa ni pensar lo que vendrá. Sin embargo, constituyen
puntos de vista seductores para los investigadores, ya que ambas permiten adecuar, de
manera fácil y autocomplaciente, el dato sin problematización al marco conceptual que
se privilegie. Sólo la necesaria vigilancia epistemológica del analista sobre su propia
labor permitirá trazar un mapa que hable de las complejidades del universo juvenil
(Saintout, 2006).
En cada uno de estos discursos prevalece un sesgo adultocéntrico (y masculino)
propio del pensamiento occidental moderno. Si, tal como lo afirma Núñez (2008: 162),
las maneras de pensar a la juventud -y con ellas las tareas que se le asignan y las
esperanzas que en ella se depositan- trazan una forma adecuada, un modelo ideal de ser
6
joven para cada momento histórico, parecería ser que en la monocultura del adultismo,
el sujeto ideal es el adulto; éste es el sujeto completo, los demás serán comparados
valorativamente con él: al joven le falta, el viejo va perdiendo. Es esta visión
adultocéntrica la que impregna no sólo los análisis respecto de la juventud sino también
la mayoría de las intervenciones sobre este sector: los jóvenes deben ser guiados,
preparados, corregidos, enderezados y, sobre todo, controlados (Chávez, 2010: 36).
7
implica contemplar el contexto específico en el que esta construcción se enmarca y
resemantiza. Dado que se trata de un actor posicionado socioculturalmente, el joven no
puede ser pensado en abstracto, sin considerar su contexto.
Basta contemplar las disputas sociales en torno a la conceptualización misma de las
juventudes para reconocer a lo juvenil como producto de una tensión que pone en juego
tanto las formas de autodefinición como las resistencias a las formas en que son
definidos por otros actores sociales (adultos, instituciones, otros jóvenes). Definir la
juventud implica trazar fronteras entre lo que es y no es, y esto comporta el riesgo de
reificar a los jóvenes. Para no caer en dicho error, los límites simbólicos entre lo que la
juventud incluye y lo que excluye deben ser siempre provisorios y permeables. Tan
contingentes y dinámicos como la propia realidad. El sujeto joven va construyéndose en
su devenir, es precisamente por ello que no admite conceptualizaciones estáticas ni
atemporales.
La búsqueda de claves epistemológicas que permitan aproximarnos a las juventudes
desde una mirada atenta a su dimensión subjetiva, nos conduce a reflexionar sobre ellas
teniendo en cuenta las problemáticas que la atraviesan, las reflexiones que comparten en
la búsqueda para solucionarlas o superarlas, las experiencias compartidas en las que se
reconocen cotidianamente e imaginan colectivamente como jóvenes, sus prácticas
instituyentes, alterativas y alternativas, y, fundamentalmente, las relaciones de poder
que la afectan.
Entendemos que definir la categoría de juventud también esconde el riesgo de tomar
como homogéneo un colectivo tan diverso como es el de los jóvenes. Natanson (2012)
muestra cómo en Argentina, bajo el mismo concepto de juventud, conviven realidades
completamente diferentes: los jóvenes de clase media, que retrasan cada vez más el
salto a la adultez y los jóvenes de los sectores populares, con un ciclo de vida acelerado,
de paternidad temprana, menos años de escolaridad e ingreso prematuro al primer
empleo (estos jóvenes no pueden darse el “lujo” de disfrutar de su moratoria). A los que
se le añaden los (mal)llamados jóvenes “ni-ni” 7, que no estudian ni trabajan; a quienes
se les han agotado las oportunidades, y la única forma que encuentran de gestionar su
vida es arriesgándola. En términos sociológicos están desafiliados de las dos
instituciones claves de la socialización moderna: la escuela8 y el trabajo9. Privados de
7
De acuerdo a la información arrojada por la Encuesta Permanente de Hogares (INDEC) realizada a
fines del 2010, 1 de cada 4 argentinos entre 18 y 24 años no estudia ni trabaja, el 51% de estos jóvenes
“ni-ni” provienen del quintil más bajo de la distribución de ingresos (este porcentaje sube al 77% si se
incluye el quintil siguiente). El fenómeno de los denominados jóvenes “ni-ni” es sólo parte del problema
de exclusión social que experimentan los jóvenes en la Argentina actual. La gran mayoría de los jóvenes
que encuentra empleo sólo tiene trabajos ocasionales y no registrados, con salarios bajos y pocas
posibilidades de progreso y capacitación. Hay una evidente falta de trabajo “decente” para ellos, lo que
constituye un fenómeno crucial de la exclusión social de los jóvenes en un mercado laboral de naturaleza
segmentada (Smitmans, 2012).
8
Aunque la tasa neta de matrícula en la educación primaria en Argentina es del 99%, en la educación
secundaria ella sólo alcanza al 79% (UNESCO, 2010). Esto quiere decir que de cada 5 chicos en edad de
cursar el secundario hay uno que por diversos motivos está fuera de la escuela. La matrícula en el último
año de la secundaria es sólo un 48% de la matricula en el sexto grado de la escuela primaria y la tasa de
graduación -que mide cuántos jóvenes se gradúan a la edad normal requerida- es de sólo un 43%. Los
datos indican claramente que una cantidad importante de jóvenes que entra a la escuela secundaria en la
Argentina abandona antes de culminar sus estudios (Smitmans, 2012).
9
Los jóvenes de edades inmediatamente posteriores a la edad teórica de finalización de la secundaria
muestran indicadores laborales muy deficientes. Según los datos de la Encuestar Permanente de Hogares
del 2010, del total de jóvenes urbanos entre 18 y 24 años, sólo el 55% participa del mercado laboral,
trabajando o buscando un trabajo. De estos jóvenes, el 18,5% no encuentra trabajo y está desempleado,
8
estas vías de integración comunitaria, viven en una situación de indefinición cercana a
la inexistencia social. Dejaron de ser excluidos sociales para ser, lisa y llanamente,
expulsados sociales (Duschatzky y Corea, 2013).
Es necesario, entonces, acompañar la referencia a la juventud con la alusión a la
multiplicidad de situaciones sociales en las que esta etapa de la vida se desenvuelve,
presentar los marcos sociales históricamente desarrollados que condicionan las distintas
maneras de ser joven (Margulis y Urresti, 1996: 3). Por esta razón, diversos autores
sostienen que es conveniente hablar de juventudes (en plural), o de grupos juveniles
antes que de juventud. Desde luego que esta pluralidad no está referida a una cuestión
gramatical de número y cantidad, sino que hace mención a una cierta epistemología de
lo juvenil que exige mirar a este mundo social desde la diversidad (Duarte Quapper,
2001: 58).
En este trabajo no evaluamos al joven a partir del ideal adulto, sino que lo
comprendemos como un individuo pleno, sujeto de derechos. Ya a finales de los ’90,
Krauskopf explicaba que, desde el enfoque de derechos, la juventud es un actor con
capacidades y derechos para intervenir protagónicamente en su presente, construir
democrática y participativamente su calidad de vida y aportar al desarrollo colectivo.
La trama de los registros narrativos sobre los jóvenes adquiere otro espesor si se
tiene en cuenta la palabra oficial. En nuestro país, durante la gestión de Cristina
Fernández cobra densidad lo que se había iniciado en el anterior gobierno de Néstor
Kirchner, quien ya en 2007 había habilitado un espacio para los jóvenes advirtiendo que
“cuando la juventud se pone en marcha, el cambio es inevitable”. La construcción de la
juventud como causa militante (Vázquez, 2012) aparece con fuerza ahora en el discurso
de la presidenta, quien comienza a convocarla y a promover no sólo su adhesión al
gobierno sino también su movilización política. Desde un primer momento, el
Kirchnerismo promueve la ampliación de su arco de adhesiones más allá de la
estructura formal del Partido Justicialista. Prueba de ello fue la estrategia de
transversalidad que inició Néstor en su momento, a partir de la cual fue capaz de
interpelar a un amplio abanico partidario y de construir un vínculo con las expresiones
políticas, sociales y sindicales que se forjaron en la resistencia al saqueo neoliberal. La
apelación de Cristina a la construcción de nuevas expresiones movimientistas
fuertemente ancladas en la militancia juvenil10 también da cuenta de aquello.
cifra que es casi 4 veces superior al desempleo que experimentan los adultos (Smitmans, 2012). Por otro
lado, un informe sobre Juventud, salarios, empleo y educación realizado por la Fundación de
Investigaciones Sociales y Políticas (FISYP) revela que en nuestro país los sueldos de los jóvenes de
hasta 30 años son siempre más bajos que el promedio y que la mitad de ellos trabajan en empleos no
registrados. Los que poseen un empleo formal ganan un 21% menos que el promedio de asalariados en
general, mientras que aquellos que trabajan “en negro” ganan un 10% menos que los trabajadores no
registrados en general (Gambina, et ál., 2012).
10
Con el primer gobierno de Cristina Fernández se observa una modificación en el tipo de grupos que
pasan a ser base de sustentación y legitimación del gobierno; concretamente, se registra la creación y
revitalización de grupos que, entre otros rasgos distintivos, se autodefinen como juveniles y se reconocen
oficialistas (Vázquez, 2012). Realizando un balance de su gestión, en uno de sus discursos de febrero del
2011, la presidente Cristina Fernández de Kirchner calificaba, como uno “de los logros más importantes”
el de “volver a insertar en la política a miles y miles de jóvenes como no se veía desde hace décadas”.
Un mes más tarde, dirigiéndose a la juventud que había asistido al acto por el 38° aniversario del triunfo
9
Una nueva generación de organizaciones surge en estrecha relación con el
Kirchnerismo y con líneas político-ideológicas afines y se constituyen en su base de
apoyo y de “aguante”. Acompañadas por un repertorio de acciones y sentidos oficiales11
que evocan a la militancia de los setenta en un marco semiótico atravesado por la
mística y la nostalgia, aparecen y se consolidan en el campo Nacional y Popular
numerosas agrupaciones de jóvenes. La Cámpora, Kolina, La Jauretche, JP
Descamisados, JP Evita, La Simón Bolívar, Juventud Sindical Peronista, La Scalabrini,
Juventud Universitaria Peronista, La Güemes… y la lista continúa. Muchos de estos
grupos están nucleados en el espacio “Unidos y Organizados”, movimiento conformado
en el 2012 después de que la propia presidenta así lo convocara.
La juventud es presentada por la gestión kirchnerista como un valor político por
medio del cual se simboliza una tensión con las formas de hacer política o gestionar el
Estado consideradas viejas (Vázquez y Vommaro, 2012: 15). Esta matriz de
significaciones identifica a la juventud con lo nuevo, con aquello que se distancia de la
tan repelida política tradicional. Además, en la narrativa oficial el papel de los jóvenes
aparece como clave para darle continuidad y profundidad al proceso que el
Kirchnerismo ha puesto en marcha. Los “jóvenes del Bicentenario”, “hijos del
neoliberalismo” -como los ha llamado Cristina Fernández de Kirchner- son pensados
como los garantes de la democracia y de la transformación. Son llamados a
comprometerse, a militar, a “hacer la historia”, a “construir con amor” el futuro de la
patria (Saintout, 2013: 82).
En el lenguaje K, los jóvenes son los protagonistas del presente, del aquí y del ahora,
pero también lo serán del futuro. Esto último se pone de manifiesto en los mandatos y
expectativas que recaen sobre ellos. Se espera que de entre los grupos juveniles del
presente surjan los futuros cuadros políticos del Kirchnerismo, ellos no sólo son los
defensores del Proyecto Nacional y Popular sino que son los que relevarán a sus
actuales dirigentes. Esta idea de sucesión y recambio generacional entraña, en algún
sentido, la noción adultocéntrica de moratoria, de joven como ser incompleto que se
está preparando para el mundo adulto (Vázquez y Vommaro, 2012).
Además, junto a la noción de juventud como potencia transformadora, como
portadora de cambio y de empuje (en el sentido de Castoriadis12), convive una
concepción tutelar, que se vislumbra cada vez que el Kirchnerismo se congratula de
haber incorporado e insertado a los jóvenes a la política, como si se tratara de un
proceso deliberada y unilateralmente provocado. A esto se le añade un enfoque de
derechos, que se pone de manifiesto, por ejemplo, en políticas públicas tales como el
electoral de H. Cámpora, la presidente de la Nación declaró que “por primera vez ustedes -generación del
Bicentenario- se están incorporando a la política no contra alguien, sino por alguien, por una historia,
por la Argentina, por seguir mejorando las cosas”.
11
La narrativa del regreso a la política y de la juventud como capital convive con la elaboración de
dispositivos estatales que buscan incentivar la participación y la organización de los jóvenes. (Vázquez,
2012; Vázquez y Núñez, 2013).
12
En su obra “Un mundo fragmentado”, Castoriadis sostiene que “gracias al empuje en el
pasado/presente de la sociedad habita un porvenir que está siempre por hacer. Este empuje es el que da
sentido al enigma más grande de todos: eso que todavía no es pero será; otorgando a los vivos el medio de
participar en la constitución o la preservación de un mundo que prolongará el sentido establecido” ([1997]
2008). Puede decirse que la trama y los contornos del orden semiótico kirchnerista están fuertemente
arraigados en la idea del empuje; prueba de ello son algunos de sus slogans: vamos por más, elegir seguir
haciendo, profundizar el modelo, con la fuerza de los jóvenes, ni un paso atrás…
10
plan PROG.R.ES.AR13 o en medidas como las de habilitar el voto optativo para
aquellos que tienen entre 16 y 18 años14. Al mismo tiempo, se lee en la gramática oficial
y en la de las agrupaciones políticas juveniles una constante referencia a la juventud de
los ’70, a su ingeniería simbólica y a su lucha. La comparación con ellos está siempre en
el aire. Según la propia titular del poder ejecutivo, los jóvenes de hoy gozan de mejores
condiciones para militar que aquellas a las que se enfrentaban quienes fueron jóvenes en
los ’70. La juventud se hace visible como ahora sujeto de acción y organización
política; son militantes desde el Estado (ya no contra él) capaces de comprometerse con
la patria.
Ya sea a partir de las discusiones por el nuevo esquema de retenciones a las
exportaciones agrarias propuesto por la polémica Resolución 125, o desde el debate
suscitado en torno a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual desde el 2009 15;
o desde las tomas de colegios y facultades del 201016, o a partir del multitudinario
funeral del ex presidente Néstor Kirchner, o formando parte de la (re)construcción de
una memoria histórica de la dictadura; los jóvenes entran en contacto con la política,
comienzan a participar y a cobrar protagonismo. Desde el inicio, entonces, el
Kirchnerismo construye una discurso eficaz que articula, a veces de manera
contradictoria, la idea de una juventud redentora con otra que precisa la tutela del
Estado; que presenta al activismo juvenil como una novedad y un triunfo de su
proyecto, como el motor de la transformación social histórica que comenzó con Néstor
allá por el 2003. Con todo esto se hace evidente que la juventud ha cobrado centralidad
en la agenda del gobierno. Sin embargo, en las prácticas y discursos estatales subyacen
múltiples sentidos en torno a la juventud, sentidos fragmentados y hasta divergentes
13
En el sitio Web oficial de la Administración Nacional de Seguridad Social (ANSES) -ente público
que regula las prestaciones de este tipo- se define al Programa de Respaldo a Estudiante de Argentina
(PROG.R.ES.AR) como “un nuevo derecho que tienen los jóvenes entre los 18 y 24 años que no trabajan,
trabajan informalmente o tienen un salario menor al mínimo vital y móvil y su grupo familiar posee
iguales condiciones, para iniciar o completar sus estudios en cualquier nivel educativo”.
14
La Ley N° 26.774 de Ciudadanía Argentina, promulgada en octubre del 2012, establece, entre otras
cosas, el derecho de votar a los que hayan cumplido dieciséis (16) años, quienes gozarán de todos los
derechos políticos conforme a la Constitución y a las leyes de la República. El llamado “voto joven” ha
sido objeto de fuertes debates
15
En ambos tópicos se delinea una frontera discursiva que marca diferencias con un otro antagónico:
las entidades rurales representadas por la Mesa de Enlace durante el conflicto con el sector agropecuario
en el 2008 en un caso, y las corporaciones mediáticas en el otro. Frente a estos actores e intereses en
pugna, el lenguaje presidencial instala la certeza de que desde lo político es posible enfrentar y
transformar estas correlaciones de fuerza a favor de una comunidad política imaginada (Anderson, 1983).
16
Entre agosto y septiembre de ese año, en la ciudad de Buenos Aires, fueron tomados un total de 30
colegios secundarios, tres sedes del Instituto Universitario Nacional del Arte y cuatro Facultades de la
UBA (Sociales, Filosofía y Letras, Arquitectura e Ingeniería). Los alumnos ocupaban sus colegios y
facultades y se movilizaban reclamando fundamentalmente mejoras presupuestarias y edilicias. Los
universitarios, en particular, manifestaban además su solidaridad con los estudiantes secundarios. En una
bandera de una de las numerosas marchas estudiantiles se leía “Macri: vos me tomás el pelo, yo te tomo
el colegio”. En Córdoba Capital, los establecimientos ocupados llegaron a ser 33 (entre primarios,
secundarios, de adultos, terciarios y sedes de la UNC), al reclamo edilicio de los estudiantes se le sumaba
su oposición a la nueva Ley de Educación Provincial. Esta ola de protestas estudiantiles, denominada por
Miriam Kriger como el estudiantazo, es interpretada por esta misma autora como la expresión de un logro
importantísimo: nada menos que el intenso encuentro con la política de una nueva generación de muy
jóvenes ciudadanos. Por supuesto que la irrupción en la política de estos nuevos jóvenes se caracteriza por
estar mediada por reclamos de una naturaleza diferente respecto a las demandas de otras juventudes: no se
trata ya de asegurar la existencia de la educación pública, transformada en derecho instituido, sino de
asegurar las condiciones dignas en que dicha experiencia transcurre (Kriger, 2013).
11
entre sí17, lo que dificulta la tarea de responder a la pregunta sobre el significado de la
categoría juventud.
El proceso de acercamiento de los jóvenes a temas y procesos políticos -una suerte
de juvenilización de la política-, no es exclusivo de nuestro país, sino que es un
fenómeno global. Pensar situadamente a las juventudes conduce, inevitablemente, a
considerar las diversas protestas juveniles que estallaron en distintos lugares del planeta
durante los últimos años, como la denominada “Primavera árabe”, la “rebelión de los
pingüinos”, los “indignados” de Europa, el movimiento “Yo soy el #132” de México, y
el fenómeno denominado “Occupy Wall Street” (en esta incompleta lista también se
pueden anotar a las maras centroamericanas y los movimientos indígenas y campesinos
de los países andinos). Con diferentes matices y especificidades, estas rebeliones
comparten una serie de características: Son protagonizadas por enormes segmentos
juveniles que perciben su futuro y su presente en riesgo, en virtud de los complejos
contextos socio-económicos en los que les toca vivir y que los afectan de manera
especial. Han advertido que lo que frecuentemente se nombra como “falta de futuro” en
realidad es una característica de su presente. En mayor o menor medida, se trata de
movimientos espontáneos, que irrumpen en la escena pública de manera tan intensa que
logran imponer nuevos temas en las agendas de sus países. Carecen de liderazgos claros
y de aliados organizados; sus mecanismos intentan ser asamblearios y horizontales. Se
valen de la infinita capacidad de convocatoria y difusión -masiva, en tiempo real y a
salvo de la censura- de las redes sociales, las que se constituyen en sus principales
plataformas organizativas. Si bien algún tema puntual opera como disparador de las
protestas, se extienden luego a un planteo más general de desafío de un orden
considerado injusto, al que se orientan a cambiar por vías que desbordan las
instituciones clásicas: el recurso más novedoso es la ocupación durante un tiempo
considerable del espacio público, fundamentalmente de lugares emblemáticos,
desafiando órdenes judiciales y hasta resistiendo la represión policial. En el camino, van
sumando a actores políticos previamente constituidos pero sin subordinarse a ellos.
Combinan, además, una participación virtual permanente con otra personal más
circunstancial (Natanson, 2012).
Justamente a muy poco tiempo de que estos jóvenes “apáticos” y desmotivados
fueran estigmatizados por la sociedad adultocéntrica como “zombis, anómicos,
interesados en la nada”; esos mismos jóvenes aparecieron como saliendo con
vehemencia de su letargo. Los sucesos, sin embargo obligan a poner en sospecha tal
impresión y, en todo caso, reconsiderar quiénes eran los durmientes y quiénes los
despiertos (Kriger, 2013).
Se distinguen, entonces, dos procesos conectados y simultáneos. Por un lado, el
joven está siendo disputado por el discurso oficial, por aquellos que antes lo
invisibilizaban o criminalizaban; por el otro -y al mismo tiempo- aparece en escena
disputando el espacio público. Como resultado, la juventud cobra centralidad en la
gestión política como tema de agenda. A pesar de ello, la pregunta por las conexiones
entre la agencia política de las juventudes y las redes discursivas que intentan narrar sus
experiencias continúa vigente. El interrogante que ahora se plantea cala más hondo aún:
¿es posible pensar a los jóvenes desvinculados de la política? En definitiva, la textura
17
Dado que el Estado no puede pensarse como un bloque monolítico y sin fisuras, en ocasiones el
decir y el hacer estatal, en tanto correlato de su carácter de relación social y de correlación de fuerzas,
puede aparecer como caótico y contradictorio (Jessop, 2007).
12
que los jóvenes le están imprimiendo a sus modos de habitar la realidad obscurece
todavía más la tarea de definir el contenido de la palabra juventud.
A modo de conclusión
En este trabajo hemos advertido que los jóvenes -como categoría socialmente
construida, situada, histórica y relacional- son los principales afectados por la crisis
estructural y simbólica de la sociedad, mientras que los dispositivos cohesionadores de
la vida social han sido (y están siendo) dislocados y las trayectorias vitales se ven
constantemente transformadas y resignificadas. A este panorama se le añaden los
cambios en el mundo del trabajo, ahora signado por la precariedad. Éste ha perdido su
rol de nexo entre el ámbito personal y el colectivo; entre la vida privada y la pública, al
tiempo que ha abandonado su antiguo papel de articulador de la actividad económica
con el compromiso político a través de los sindicatos. Mientras tanto, la brecha entre las
posibilidades virtuales habilitadas por la educación (para aquellos que han podido
recibirla) y las oportunidades reales que ofrece el mercado laboral se hace cada vez más
difícil de franquear. La precariedad en lo incierto (Reguillo, 2012) compone formas
diferentes de ser y estar en el mundo, complejiza aún más los procesos a partir de los
cuales los jóvenes articulan sus expresiones, prácticas y sentidos y configuran su
subjetividad.
Hemos reconocido, además, que las realidades juveniles y los sentidos que en torno a
ella se construyen y disputan, no admiten criterios simplistas ni unidimensionales para
su aprehensión, sino que precisan de perspectivas analíticas capaces de superar
cualquier aproximación dicotómica al fenómeno. El recorrido presentado no sólo
constituye una plataforma sobre la cual comenzar a edificar nuestra investigación, sino
que también permite delinear una matriz de lectura que oriente nuestras decisiones
teóricas y epistemológicas a la hora de dar cuenta de la lucha por los sentidos existentes
en torno a las nociones de juventud.
La juventud entraña el paso de una vida en el espacio privado a una vida más
pública. Los jóvenes viven la ciudad, producen el espacio público. Los expertos nos
hablan de “la calle como lugar practicado, con potencia para sacar del secuestro tutelar,
mediático, adultocéntrico, institucional a los jóvenes que se cansan ya de ser víctimas o
victimarios, buenos o malos, y asumir su lugar como actores políticos” (Reguillo, 2010
en Chaves, 2010: 14). Con sus prácticas, los jóvenes se apropian de la ciudad, le
imprimen un sentido singular, la resemantizan. La Marcha de la Gorra es un claro
ejemplo de ello. Los chicos salen a la calle, se adueñan del centro, ese espacio de la
ciudad que habitualmente se les niega, para expresar su postura respecto a lo que
acontece a su alrededor, para visibilizar su lucha política, para corporizar el reclamo y el
deseo de todos los pibes de los barrios, el de formar parte de la ciudad sin ser
discriminado, ni muchos menos criminalizado.
Es tiempo de distanciarnos de nuestras propias teorías para poder pensar con los
jóvenes, desde ellos. De liberarnos del afán por responder de antemano a la pregunta por
la definición de la juventud. De entender que este interrogante debe estar siempre
presente en nuestras experiencias investigativa, tensionándolas con lo que piensan y
sienten los propios jóvenes; considerando siempre las coordenadas materiales y
simbólicas en las que transcurren sus devenires. No hay una única definición para el
significante juventud. Es una categoría de contornos imprecisos y provisorios. La
13
respuesta correcta es la que dé cada joven, desde sus matrices de pensamientos, desde su
contexto de significación, desde sus formas de relacionarse con los otros, desde su
propia juventud.
Despojarnos de la mirada adultocéntrica. Escuchar a las jóvenes, mirarlos,
conocerlos. Preguntarles respetuosamente qué piensan, qué sienten, cuál es su historia,
cómo perciben su propia juventud, cómo entienden al mundo, cómo se piensan en
relación a los demás jóvenes y a los no-jóvenes. Y en el camino recoger las pistas de lo
que las juventudes van siendo. Éstas ya no puede pensarse por fuera de los registros
cotidianos de los propios jóvenes, ni de sus constantes interacciones con lo que sucede a
su alrededor, marcadas, a su vez (y como ya vimos), por múltiples condicionamientos,
como los de clase por ejemplo.
El abordaje localmente situado de las juventudes por el que aquí optamos implica no
sólo el ejercicio constante de una reflexividad y problematización en torno a los
operadores analíticos que hasta ahora se han utilizado para narrarlas; sino también se
constituye en un posicionamiento que tramita la posibilidad de desencializar a la
juventud y a sus marcos conceptuales, siempre tensionados, siempre desbordados por el
propio acontecer juvenil.
Mientras escribo estas líneas, una noticia circula por los principales medios del país.
En Rosario (Santa Fe) David Moreyra, un joven de 18 años, recibió una feroz paliza de
parte de un grupo numeroso de “vecinos justicieros”, después de haberle arrebatado la
cartera a otra joven. Luego de dos días de agonía, David murió en un hospital, su
familia donó sus órganos… Si éste o cualquier David Moreyra fuera efectivamente un
ladrón, ¿merece morir en manos de una enfurecida y nutrida “patrulla urbana” que
funda su accionar en la falta de justicia y de seguridad?... Noticias como estas, de
jóvenes que mueren y de jóvenes que matan, llegan, dolorosamente, todos los días a
nuestros oídos.
En la última semana, la metodología del multitudinario “linchamiento” (así llaman
los medios a esta forma de dirimir conflictos quitándole sus connotaciones criminales)
de algún supuesto o no delincuente se ha repetido en distintos puntos del país. Algunos
casos resultan más confusos que otros, pero lo que se repite en todos ellos es la
intención de sus perpetradores de hacer “justicia por mano propia”, un oxímoron que se
ha apropiado de las redes sociales, convertidas ahora en plataformas de una polémica
que incluye argumentos defensores y celebratorios de la violencia como única respuesta
eficiente frente a la violencia de los demás. El discurso autoritario y del miedo se
apodera de ese debate. Lastimosamente, muchos presentan a los jóvenes agredidos
como no-personas peligrosas y, por ende, “matables”. No es un dato menor que todo
esto ocurra mientras se discute la reforma del código penal argentino.
Duele.
Pibes chorros, los llaman. Jóvenes que salen a robar porque la escuela no pudo
entenderlos, porque no hay trabajo para sus cuerpos sospechosos llenos de marcas,
porque no hubo moratoria para sus vidas fugaces. Porque muy pocos pueden querer a un
chico de la villa, muy pocos los miran a los ojos y los entienden; porque nadie les
pregunta quiénes son, cuál es su historia, por qué hacen lo que hacen, cuáles son sus
oportunidades. Jóvenes que pueden transformarnos, enseñarnos, humanizarnos… ¿Qué
nos hace pensar que nosotros, los no-pibes-chorros, no podemos aprender nada de
ellos? ¿Quiénes son los incompletos?
14
Nos odiamos entre nosotros, nos matamos entre nosotros. Mataron a David por ser
un delincuente (o al menos por aparentar serlo ante los ojos de sus vecinos). ¿Quiénes
son los peligrosos? ¿Acaso hay vidas que valgan más o menos que otras? ¿Qué hacemos
por ellos, por los David Moreyras que habitan el presente? ¿Qué hacemos por trascender
el “matar o morir” que parece apropiarse de nuestros corazones, en el marco de un
canibalismo capitalista que antepone de manera salvaje la propiedad a la vida de los
demás? Son pibes marginados, excluidos, pero no nos preguntamos quiénes los
expulsan de la sociedad, de esta sociedad consumidora de odios. ¿Quiénes son los
otros? ¿Por qué si los matamos a patadas es justicia pero si nos matan a nosotros es
delincuencia? ¿Por qué miramos para otro lado? ¿Qué hace que nosotros seamos
nosotros y no todos?, ¿nuestras prácticas de vestir?, ¿nuestra posición social?...
Es hora de que empecemos a reflexionar sobre lo que somos y hacemos (y omitimos)
como sociedad, sobre nuestras responsabilidades colectivas, sobre el amor que nos falta
y el odio que nos sobra. Este tipo de acontecimientos son los que nos interpelan como
investigadores sociales, los que nos exigen correr las fronteras del conocimiento, salir
de nuestra burbuja de eufemismos y abstracciones para empezar a escuchar lo que los
jóvenes tienen para decir.
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