Libro Prueba 2do Progreso
Libro Prueba 2do Progreso
Libro Prueba 2do Progreso
En los cuarenta años que anteceden al estallido de la Gran Guerra la Historia dio pasos
decisivos en el proceso de mundialización, como consecuencia de la formidable expansión de
los poderes occidentales sobre el conjunto del planeta. Se trata del conocido fenómeno
imperialista, susceptible de múltiples enfoques ideológicos e historiográficos. Uno de ellos, y
no el menos importante, debe atender a su dimensión político-internacional, tratando de
comprender el papel que desempeñó esta expansión colonialista en las tensiones entre los
Estados. Tal es el hilo conductor de este capítulo, que intenta desarrollarse en torno a tres ejes:
el poder relativo de los grandes Estados; su dinámica y sus áreas de expansión; la incidencia, en
fin, de sus rivalidades extraeuropeas en el escenario de conflictividad internacional. La novedad
y la trascendencia futura de sus apariciones históricas explica que se dedique un plus de
atención a los casos norteamericano y japonés.
asociación en los procesos fabriles entre la ciencia y la tecnología; ha estrechado las relaciones
entre el capitalismo financiero e industrial, y, en fin, ha forzado la intervención proteccionista
de los Estados.
Este cambio fundamental en la estructura capitalista, en los métodos empresariales y en la
acción de los poderes públicos constituyó un poderoso resorte de expansión. El desarrollo de
nuevas fuentes energéticas y de nuevas tecnologías transformaron la industria, impulsaron la
productividad agrícola, revolucionaron las comunicaciones e intensificaron los transportes. La
producción industrial mundial, que había crecido a un ritmo medio del 2,9 % anual en la década
de 1860-1870, lo hizo a un 3,7 % entre 1870 y 1900, y a un 4,2 % de 1900 a 1913.
Las consecuencias de este segundo salto industrializador fueron enormes. Se integran los
mercados nacionales, se acentúa como nunca el fenómeno de la urbanización y se diversifica la
estructura social, con el agrandamiento de la población obrera y de las clases medias, lo que
fundamenta el surgimiento de una sociedad de masas. Las relaciones entre Estados y
continentes se tornan crecientemente estrechas por efecto de la revolución de las
comunicaciones y de la expansión capitalista, industrial y financiera. La emigración
transoceánica europea aumentó de forma constante y espectacular mientras que el flujo
internacional de mercancías y capitales alcanzó niveles desconocidos.
En este proceso de expansión mundial, el papel de las potencias europeas domina de forma
abrumadora. El promedio de la producción industrial de Gran Bretaña, Francia, Alemania y
Rusia entre 1870 y 1914 representó un 50 % de la del mundo; la participación de esos tres
primeros países en el comercio mundial fue de un 40 %, mientras que en 1914 sus inversiones
exteriores ascendían a casi las tres cuartas partes del total de capitales exportados. Si las grandes
potencias europeas imponían con claridad meridiana su hegemonía económica y financiera al
resto del planeta, su supremacía militar era más que manifiesta. El esfuerzo armamentístico
había sido muy importante. Los gastos militares por habitante entre 1875 y la Primera Guerra
Mundial habían crecido un 61 % en Alemania, un 45 % en Gran Bretaña y un 38 % en Francia,
representando en vísperas de la contienda entre un tercio y la mitad de los desembolsos de los
Estados.
Si los poderes europeos dominaban el mundo, sus posiciones relativas experimentaron
importantes cambios a lo largo del período, tanto entre si como en relación al surgimiento de
potencias rivales fuera de Europa. El vuelco afectó fundamentalmente a Gran Bretaña, que vio
cómo declinaba su hasta entonces indisputada hegemonía. Cierto que conservó, e incluso
agrandó, su dominio mundial en el terreno financiero, como demuestra el hecho de que a la
altura de 1914 acaparase cerca del 45 % de las inversiones en el exterior. También en el terreno
naval mantuvo una sobresaliente primacía con un tonelaje en buques de guerra que se había
cuadruplicado desde 1880 y alcanzaba en 1914 la cifra de 2,7 millones, el doble del alemán y
aún superior al de Francia, Rusia y Estados Unidos juntos. Pero los avances de la marina
alemana, sobre todo desde finales de siglo, fueron mucho más rápidos: su volumen se había
multiplicado por quince desde 1880, y en vísperas de la guerra ocupaba el segundo lugar con
1,3 millones de toneladas. La base económica del poder mundial británico, en gran medida sus-
tentada por su rotunda delantera en el lanzamiento y desarrollo de la primera revolución
industrial, fue reduciéndose de forma palmaria en el curso de la segunda fase de la
industrialización cuando los nuevos cambios tecnológicos y las nuevas formas organizativas del
capitalismo se extendieron a otras regiones sin la hipoteca que representaba la existencia de
estructuras en trance de superación. Si en 1870 la producción industrial inglesa representaba
una tercera parte de la mundial, en 1914 se había reducido a un 14 %, mientras que la alemana
había subido del 13 al 16 y la norteamericana del 23 al 38. Aunque menos, también se había
erosionado su participación en el comercio mundial, que había caído de un 25 % en 1860 a un
16 % en 1913. Tomando en cuenta la principal industria estratégica en las décadas que preceden
a la Primera Guerra, los resultados son aún más conclusivos: en 1871, la producción británica
de hierro y acero (11,6 millones de toneladas) era equivalente a las de Alemania (4,2 millones)
y Estados Unidos (6,7 millones) juntos. En 1910, la producción inglesa (17,8 millones) sólo
representaba el 64 % de la alemana (27,9 millones) y el 28,5 % de la estadounidense (62,6
millones).
En suma, la segunda revolución industrial había situado en el ápice de su poder mundial a
Europa, aunque la hegemonía británica estaba siendo gravemente discutida y fuera del viejo
continente hubieran hecho aparición nuevas potencias, como el Japón y, sobre todo, Estados
Unidos.
Todo ese abanico de poderes, viejos y nuevos, se sustentaban más que nunca en el fuerte
desarrollo de una civilización material capitalista donde a la supremacía militar y naval se
añadía el poder expansivo de los intereses y de las fuerzas económicas y financieras y, de forma
concomitante, el impulso de irradiación de los valores culturales e intelectuales del mundo
occidental y la arrogancia civilizadora de los nacionalismos, sobre todo de los que co-
rrespondían a las grandes potencias, generalmente identificadas con la superioridad de la cultura
de estirpe anglosajona o germánica.
Tal es el marco histórico, simultáneamente militar, político, económico y cultural, que
desde el último cuarto del siglo XIX proyecta la ola de imperialismo colonial, con las
consiguientes rivalidades internacionales, desencadenada por las grandes potencias. En una u en
otra medida, entre 1880 y 1914, ninguna parte importante del planeta se vio exenta de la
presencia impositiva, directa o indirecta, formal o informal, por parte de los grandes poderes, al
tiempo que las relaciones y las tensiones internacionales estuvieron comprensiblemente
marcadas por las rivalidades y los choques derivados de la concurrencia de los Estados en el
reparto del mundo.
Esta división imperialista del mundo, que comenzó a finales de la década de los años
setenta, fue inicialmente protagonizada por las potencias euroocidentales, que poseían larga
tradición colonialista y hasta los últimos años del siglo no comenzaron a experimentar la
competencia -en todo caso muy limitada- de los nuevos poderes extraeuropeos (Estados Unidos
y Japón), ni fueron seriamente entorpecidas por la rivalidad de los grandes Estados
continentales, como Rusia y Alemania, que sólo desde la década de los noventa mostraron
mayor interés por la expansión fuera de Europa.
Las principales iniciativas estuvieron protagonizadas por británicos, franceses y
portugueses, aunque naturalmente implicaron a otros Estados. Los móviles y el apoyo social
fueron sin embargo distintos. En realidad, sólo en Inglaterra -que desde principios del XIX se
había convertido en el único poder mundial- y en Portugal -con una proyección ultramarina
multisecular que la psicología colectiva identificaba con la esencia de la nación- la expansión
colonialista tuvo en esta primera fase verdadero apoyo social. No era exactamente ése el caso de
Francia, donde los argumentos colonialistas de Jules Ferry; basados en la necesidad de superar
la frustración causada por la derrota de Sedán, estaban lejos de gozar del apoyo masivo de la
opinión.
Como ya se ha explicado en anteriores capítulos, la acción expansiva europea comenzó en
el Mediterráneo africano, donde Inglaterra, fortalecida en sus posiciones egipcias, se aseguró la
estratégica vía imperial de Suez, mientras que Francia ampliaba, con el protectorado sobre
Túnez, sus posiciones magrebies establecidas tiempo atrás con la presencia en Argelia. Estas
iniciativas norteafricanas estimularon las acciones en otras partes: en el África subsahariana,
donde la Conferencia de Berlín (1884-1885) desencadena un acelerado reparto del continente
negro entre franceses, británicos, portugueses, belgas y alemanes; también en el complejo y más
resistente espacio asiático, en busca sobre todo de la dificultosa apertura del enorme mercado
chino, con Rusia expandiéndose por el Turkestán para forzar el imperio manchú por sus
provincias del noroeste, mientras que Inglaterra y Francia trataban de franquearlo por la puerta
meridional, dividiendo entre sí la península de Indochina.
En los años de cambio de siglo el impulso colonialista adquiere una fisonomía distinta. Si
en el período anterior las potencias coloniales europeas han podido acometer el reparto de los
amplios espacios vacíos, fundamentalmente africanos, sin excesivas fricciones, el agotamiento
de las regiones «sin historia» vendrá a acentuar las rivalidades y los choques entre los Estados.
Al mismo tiempo, el formidable desarrollo económico y tecnológico de la segunda fase de la
industrialización desequilibra como nunca la eficacia realizadora de los imperialismos,
agigantando las distancias entre los grandes y los poderes menores. Finalmente, la
incorporación de Estados Unidos, Japón y la Alemania guillermina al elenco de grandes
potencias imperialistas amplía el espacio mundial y las formas de intervención, añadiendo una
fuerte presión a las Relaciones Internacionales. El resultado es doble: de una parte, las
iniciativas coloniales se intensifican y adquieren nuevas formas de acción indirecta, pero no por
ello menos intensa, mediante fórmulas de expansión económica y financiera, que naturalmente
implican una estrecha mediatización política; de otro lado, el incremento de la concurrencia y
de las distancias de poder entre las naciones genera un escenario más agudo de confrontación
que se expresa sobre todo en los conflictos coloniales interseculares, acotados sobre todo entre
la crisis luso-británica de 1890 y la guerra ruso-japonesa de 1904. En todas partes los poderes
mayores imponen su ley a los más débiles.
En el continente negro, el eje longitudinal de expansión británica, desde El Cairo a Ciudad
de El Cabo, fuerza sucesivamente la claudicación de portugueses, franceses y bóers, entre 1890
y 1902. Bastará una amenaza en firme de Londres para que Lisboa, en 1890, y París, en 1898,
se vean obligadas a abandonar sus proyectos expansivos transversales, respectivamente a la
altura del sur del lago Niassa y del alto Nilo. Inglaterra precisará sin embargo una guerra para
someter a las repúblicas bóers de Transvaal y Orange, ricas en oro y diamantes, incorporándolas
a la futura Unión Sudafricana. En Extremo Oriente, la iniciativa corresponde a la nueva
potencia japonesa que, a través de sendas guerras frente a China y frente a Rusia, entre 1894 y
1905, consigue imponer sus objetivos expansionistas en las regiones continentales vecinas de
Corea y Manchuria meridional. Entretanto, esos mismos años asisten a la gran revelación
internacional del nuevo poder de Estados Unidos que, tras desalojar por la fuerza a España de
sus últimas posesiones ultramarinas (1898-99) y hacerse con el dominio indirecto del istmo
centroamericano (1903), consiguen establecer en firme la línea estratégica de comunicación
entre los escenarios atlántico y pacifico sobre los que comienza a proyectarse el imperialismo
yankee, al tiempo que la creciente intervención política y financiera de la Unión comienza a
satelizar el espacio iberoamericano.
En los años que anteceden a la Gran Guerra, la presión de los grandes poderes completa o
intensifica su dominio colonial, directo o indirecto, sobre espacios, ya escasos, amenazados de
intervención. En el norte de Africa, Marruecos acabará repartido por los Tratados de 1904 y
1912 en sendas zonas de influencia, francesa y española, mientras que, tras la victoria frente a
Turquía (1911-1912), los italianos pasarán a instalarse en Libia. Pero en otras regiones, ya
atribuidas o no susceptibles de reparto territorial, el colonialismo adopta un cariz económico-
financiero que va naturalmente unido a la mediatización política. Es lo que acontece en el
territorio turco de Asia Menor, donde a partir de 1903 tiene lugar un reparto ferroviario, de
gran importancia económica y estratégica para las potencias, que acaba por favorecer las
posiciones alemanas. Otro tanto acontece en 1906 en Etiopía, donde Francia, Gran Bretaña e
Italia dividen el territorio en zonas de influencia, lo mismo que al año siguiente vendrá a
acontecer con Persia, económicamente repartida entre rusos, al norte, e ingleses, al sudoeste. La
debilidad de los Estados pequeños, o bien enfermos, era razón más que sobrada y aceptada en la
cultura danvinista de la época para legitimar todas estas iniciativas. Aún en vísperas de la
guerra, las negociaciones anglo-alemanas habían suscitado el reparto económico -siempre
pórtico de una futura división territorial- del Congo belga y, sobre todo, de las colonias
portuguesas de Angola y Mozambique, ya objeto de un primer acuerdo no consumado entre
Berlín y Londres en 1898. Ninguna de estas iniciativas llegó sin embargo a materializarse
porque el estallido de la conflagración vino a interceptar el proceso.
En suma, entre 1875 y 1914 la expansión colonialista había dado lugar a un verdadero
reparto del mundo entre los grandes poderes: si en aquel primer año la superficie colonial
ocupada era de 40 millones de kilómetros cuadrados, con una población de 274 millones de
almas, en vísperas de la guerra las cifras eran de 65 y 524, respectivamente. El predominio
inglés era abrumador, con cerca de 400 millones de personas sometidas al poder de Londres;
seguían Francia con 55,5, Rusia con 33,2, Japón con 19,2, Alemania con 12,3 y Estados Unidos
con 9,7, mientras que los pequeños Estados, como Bélgica, Holanda o Portugal, etc., reunían
45,3 millones de personas.
La hegemonía europea resultaba indiscutible. El papel económico desempeñado por las
potencias del viejo continente en la explotación del mundo no hace sino corroborar el
predominio y la expansión de Europa. De los 45.000 millones de dólares invertidos en el
exterior en 1914, casi 35.000 -por tanto más de las tres cuartas partes- eran de procedencia
inglesa, francesa y alemana, correspondiendo sólo a Gran Bretaña el 44 % del total. Las ex-
portaciones de capital de esos tres países representaban el 70 % de todas las inversiones
exteriores realizadas en América Latina, el 78 % de las efectuadas en Asia, el 94 % de las
africanas y la totalidad de las que se dirigieron a Oceanía. Como fácilmente se deduce, la
supremacía inglesa en todos estos espacios de colonialismo formal o informal era rotunda,
acaparando el 42%, 50%, 60% y 96%, respectivamente, de las mencionadas inversiones.
Si hoy ya no podría sustentarse como causa única, ni siquiera dominante, del imperialismo
colonial la concurrencia capitalista, ni podría sostenerse tampoco que haya sido esta última el
principal motivo de los choques entre los Estados conducentes a la Primera Guerra, no es
menos cierto que las rivalidades por el dominio económico y político del mundo jugaron un
papel de indiscutible importancia en el desarrollo de las tensiones y de las alianzas
internacionales entre 1870 y 1914.
El período viene marcado por el tránsito, que se acentúa en el cambio de siglo, de un
sistema internacional de hegemonía británica a otro caracterizado por la multipolaridad de
centros de poder en la medida en que el dominio del mundo y la hegemonía económica, que
hasta entonces habían sostenido la primacía mundial inglesa, pasarán a ser compartidos por
otros grandes Estados: Francia, Alemania, Rusia, Estados Unidos y Japón. La emergencia de es-
tos dos últimos anuncia por su parte la aparición de poderosas fuerzas extra-europeas que
apuntan ya a un futuro desplazamiento del centro histórico de poder fuera del viejo continente,
cuyo declive sin embargo sólo será un hecho después de 1918.
Dentro de este proceso de transición se reconocen fácilmente tres fases. La primera, que
recorre el último cuarto de siglo, confirma aún la supremacía mundial británica y el predominio
del poder continental alemán, labrado gracias al inteligente realismo de los sistemas
bismarckianos, que, sin embargo, desde principios de los años noventa comienzan a hacer agua.
La segunda, que se prolonga hasta 1907, asiste a una reordenación profunda del sistema de
alianzas, acabando por configurar la constitución de un bloque antagónico a la Triple Alianza,
formado por Inglaterra, Francia y Rusia. Amenazada principalmente por la concurrencia
-económica y naval- de la weltpolitik alemana y consciente de las dificultades en aumento para
conservar en solitario su antigua capacidad de imponerse en el mundo, la política inglesa
abandona el «espléndido aislamiento» y pacta con sus anteriores rivales a los que se vincula en
una Triple Entente. La tercera fase, que conduce directamente a la guerra, asiste a un
fortalecimiento de los bloques, lo que a su vez contribuye a agravar los riegos de confrontación
general producidos por las sucesivas crisis.
¿Qué papel desempeñaron las rivalidades colonialistas en las tensiones y en las relaciones
entre los Estados europeos? Fueron sin duda fundamentales en las dos primeras fases, esto es
entre 1875 y 1907. Tuvieron ya mucha menor influencia en el período final, puesto que las
tensiones nacionalistas específicamente continentales, ligadas al antagonismo franco-alemán y a
la recurrente crisis balcánica que enfrentaba a Rusia y Austria-Hungría, tuvieron una
responsabilidad decisiva en el desencadenamiento de la Gran Guerra. Pero así y todo, hay pocas
dudas de que esa atmósfera de tensión que había ido fraguándose a lo largo de décadas, y el
perverso mecanismo de los bloques recientemente cristalizado, eran ampliamente deudores de
antagonismos y conflictos de naturaleza colonialista.
En los últimos veinticinco años de siglo que asisten a la gran expansión colonial de las
potencias europeas, Inglaterra se impuso en todas partes a sus rivales, tanto cuando había que
proteger la ruta vital de la India, como al tratarse de sus líneas de expansión en África.
En el primer caso era importante mantener el control del Mediterráneo y del canal de Suez,
abierto en 1869, pero también defender las fronteras terrestres en Afganistán. En 1878, Londres
había conseguido abortar la expansión de la influencia rusa en el Mediterráneo forzando la
disolución de la Gran Bulgaria salida de la Paz de San Estéfano. El desplazamiento de la
influencia francesa en Egipto entre 1875 y 1882 despejó de un peligroso rival el estratégico
camino del mar Rojo. Simultáneamente, el beneplácito de Londres a la ocupación francesa de
Túnez (1881) pretendía compensar a París de los reveses en Egipto, pero obedecía sobre todo a
la misma política de evitar que cualquier potencia pudiese ejercer un control decisivo en el
Mediterráneo: en este caso, Italia, que hubiera dominado las dos orillas del estrecho de Sicilia.
En esos mismos años, Inglaterra consiguió taponar el avance ruso desde el Turquestán,
estableciendo un protectorado de hecho sobre Afganistán, que servía de barrera a la India. En
1885, la presión de las tropas del zar sobre la frontera afgana estuvo a punto de provocar una
guerra, finalmente evitada mediante la firma de un protocolo que aseguraba las fronteras de
Afganistán.
En África también los intereses británicos se abrieron paso a costa de los de sus rivales. Su
línea de expansión El Cairo-El Cabo se interceptaba con los ejes transversales de Portugal y de
Francia. El intento portugués de conexión entre Angola y Mozambique, que interfería el avance
británico sobre Zambia y Zimbawe, acabó por motivar un amenazador ultimátum (enero 1890)
del gobierno inglés, ante el que Lisboa, desasistida de los pretendidos apoyos francés y alemán,
hubo de rendirse. Ocho años más tarde el choque se produjo con Francia por el control del Alto
Nilo. Lo mismo que aconteciera con Portugal con anterioridad a la crisis del ultimátum, también
París fue seriamente advertido en años previos de que Inglaterra no estaba dispuesta a aceptar la
presencia francesa en la región. El encuentro en Fashoda de la misión de Marchand con las
tropas de Kitchener desencadenó una grave crisis resuelta por claudicación de Francia. También
en África austral los británicos lograron que Alemania desistiera de su papel de protector de los
bóers -a cambio de un reparto, nunca consumado, de influencias sobre las colonias
portuguesas-, lo que les facilitó el sometimiento de las repúblicas de Transvaal y Orange (1899-
1902). Por último, el freno de las iniciativas francesas en Indochina fue en parte debido a la
firmeza de la actitud británica (1893).
En todas partes los litigios habían tenido un escenario colonial donde Inglaterra se había
impuesto sistemáticamente porque seguía siendo el poder más fuerte. Pero esta situación de
predominio en solitario no podía mantenerse. Como hemos visto, la potencia económica
británica estaba perdiendo aceleradamente posiciones -lo que resultaba especialmente grave en
la situación de aislamiento diplomático en que Londres se mantenía- mientras el resto de los
grandes poderes habían tejido una red de compromisos diplomáticos. Aunque la alianza franco-
rusa (1892-1894) se dirigía contra la Triple Alianza, tanto París como San Petersburgo se
habían visto también perjudicados en sus intereses por la imposición de la política de Londres.
La seguridad en el continente que les proporcionaba la alianza podía darles alas para mostrarse
en adelante más firmes frente Gran Bretaña. Aún más, entre 1899 y 1901, la alianza franco-rusa
se reforzó, incluyendo ahora la posibilidad de una guerra con Inglaterra. Entretanto, Alemania,
que estaba convirtiéndose aceleradamente en una gran potencia económica, había abandonado
desde la caída de Bismarck (1890) su tradicional prudencia en los asuntos coloniales para
lanzarse a una «política mundial» (weltpolitik) que implicaba una grave amenaza para el
predominio inglés, incluyendo -lo que constituía el aspecto más inmediato y sensible- la
competencia, iniciada en 1898, en el terreno del poder naval.
En Inglaterra creció la conciencia de que los viejos buenos tiempos del librecambio y del
«espléndido aislamiento» estaban pasando a mejor vida y comenzó a considerarse la
conveniencia de buscar apoyos internacionales. Entre 1898 y 1901, Londres y Berlín, ambos
inquietos por la aproximación franco-rusa, discutieron la posibilidad de una alianza, que sin
embargo no pudo llegar a buen puerto, porque los ingleses no estaban dispuestos a ampliar el
compromiso al conjunto de la Triple Alianza, pero sobre todo porque el lanzamiento de la
política naval alemana abría entre ambas potencias una rivalidad insalvable.
Por tanto, las rivalidades en el escenario extraeuropeo fueron en gran medida el principal
factor responsable de los nuevos posicionamientos internacionales: la alianza franco-rusa y la
imposibilidad de un entendimiento anglo-alemán.
Los años Siguientes resultaron decisivos en la preparación del escenario internacional que
desemboca en la guerra. El debilitamiento de la Triple Alianza por la semidefección italiana
(1902), la constitución de la entente franco-británica (1904), su puesta a prueba y
fortalecimiento (1906), la incorporación indirecta de España a la órbita de Londres y Paris
(1907) y el entendimiento anglo-ruso (1907) que cerraba el triángulo de un bloque rival (Triple
Entente) frente a los Imperios Centrales, tuvieron como denominador común el arreglo de
cuestiones coloniales, aunque tanto en Paris como en San Petersburgo el acuerdo con Gran
Bretaña se inscribía en el objetivo de fondo europeo de conjurar la amenaza que representaba el
eje Berlín-Viena.
Fue la inteligente política del ministro francés de Exteriores, Delcassé, el motor del
acercamiento a Italia y a Gran Bretaña. El acuerdo secreto franco-italiano de julio de 1902, que
debilitaba los compromisos de Roma con la Triple Alianza, zanjaba el viejo contencioso de
Túnez y resolvía el tema de las previstas áreas de expansión en Marruecos (Francia) y
Tripolitania (Italia). Dos años más tarde (abril 1904), el acuerdo franco-británico dejaba
completa libertad al Reino Unido en Egipto, mientras que daba luz verde a las iniciativas
marroquíes de Francia, al tiempo que se reconocía a España en el imperio jerifiano una
pequeña franja septentrional, delimitada en octubre de ese mismo año mediante la firma de un
Tratado hispano-francés. La frontal impugnación alemana de esos arreglos marroquíes (crisis de
Tánger, marzo 1905) provocó la celebración al año siguiente de una Conferencia internacional
en Algeciras (enero-abril 1906), donde los propósitos alemanes de romper el reciente «cerco»
ententista fracasaron estrepitosamente: la cohesión de las potencias occidentales se mantuvo e
incluso se consolidó. Aún más, los países de la Entente, no sólo habían atraído a España
incorporándola al reparto de Marruecos, sino que en mayo de 1907 establecieron con ella un
compromiso de mantenimiento del statu quo de la zona atlántico-mediterránea articulada sobre
el eje Canarias-Estrecho-Baleares (mayo 1907), lo que garantizaba sus intereses
geoestratégicos, al tiempo que la convertía en un Estado tapón frente a las iniciativas alemanas.
En agosto de ese mismo año se cerraba el «cerco» antigermánico con el entendimiento entre
Inglaterra y Rusia a propósito de Persia. Las dificultades financieras del gobierno persa venían
animando las iniciativas de San Petersburgo para lograr una influencia dominante en la región
que incluía la posibilidad de una salida ferroviaria al golfo Pérsico, lo que representaba una
amenaza para la seguridad de la India. La guerra ruso-japonesa había enconado las relaciones
con Londres (aliado de Japón desde 1902) y debilitado la alianza con Francia, al punto de que
en julio de 1905 el zar había aceptado -aunque enseguida recularon- la invitación de una alianza
con Alemania (Tratado de Björkoe, 24-07-1905). Sin embargo, la opción occidental se impuso:
la alianza con Francia se mantuvo, mientras que tanto en Londres como en San Petersburgo se
comprendió que el mantenimiento de su respectivo entendimiento con París estaba aconsejando
la aproximación entre ambos. La resolución de la rivalidad en Persia, mediante el reparto del
país en zonas de influencia (agosto 1907), trajo finalmente la conexión política entre británicos
y rusos.
A partir de entonces el papel de las ambiciones coloniales en las tensiones internacionales
tendió a remitir de forma visible. Es cierto que aún en 1911 la crisis de Agadir fue provocada
por las pretensiones coloniales alemanas que, al cabo de tensas negociaciones con Francia,
acabó obteniendo de ésta la cesión de parte del Congo, pero de nuevo la política de Berlín
apun- taba, como en 1905, a la ruptura de la Entente. Inversamente, pudo pensarse que las
colonias de los pequeños Estados pudieran servir para neutralizar la espiral de tensiones que
crecía entre británicos y alemanes por motivo de la carrera naval. Las negociaciones
anglogermánicas de 1912-1914 para el reparto del África portuguesa estuvieron motivadas en
ese propósito de hallar un escenario secundario de entendimiento entre Londres y Berlín. En
realidad, el núcleo álgido de los choques internacionales se había desplazado hacia los Balcanes,
donde al amparo de la acción de los nacionalismos cristianos contra el periclitante imperio
turco-otomano, asomaba la confrontación de Austria y Rusia como los grandes poderes tutelares
de la inestable región. La Paz resistió a duras penas la crisis de 1908 y 1912-1913, pero ya no
pudo sobrevivir a la tercera y última producida por el asesinato del archiduque Francisco
Fernando, heredero del trono austríaco, en Sarajevo.
Desde finales de siglo, Estados Unidos había pasado a integrar el grupo de las grandes
potencias, es decir: había adquirido un potencial interno de primer orden; estaba desarrollando
unos sólidos intereses exteriores; y veía crecer en los medios políticos y de opinión una
conciencia nacionalista de signo expansivo.
Después de la Guerra de Secesión (1861-65) y el posterior período de la reconstrucción, el
crecimiento económico norteamericano se disparó de forma espectacular. La Unión disponía de
inmensos recursos agrícolas, minerales y energéticos; poseía un inmenso mercado interno capaz
de absorber la producción; una demografía pujante por la intensa corriente inmigratoria, que es-
taba impulsando la colonización del Oeste y proporcionaba mano de obra abundante y barata a
la industria del Norte y del Este, sin que llegase nunca a generar presiones sociales y
geográficas de bloqueo; una gran afluencia de capitales extranjeros, y progresivamente de
origen nacional; y, en fin, estaba avanzando a pasos agigantados en el desarrollo de los
transportes, la tecnología y las formas monopolísticas de concentración capitalista, organización
empresarial y racionalización de los sistemas productivos y de distribución.
El resultado es que en 1914 Estados Unidos era el primer productor mundial de petróleo;
sus minas de carbón generaban 455 millones de toneladas, muy por encima de sus inmediatos
competidores, Inglaterra (292) y Alemania (277); su producción de hierro colado superaba a la
de Alemania, Gran Bretaña y Francia juntas, la de acero era equivalente a la del conjunto de es-
tos tres países y Rusia; y el consumo de energía de fuentes modernas excedía también con
creces al de todos ellos juntos. Era la primera potencia industrial, con un 38 % de toda la
producción del mundo, mientras que sus 377 dólares de la renta per cápita sobrepasaban con
mucho los 244 de Gran Bretaña, los 184 de Alemania y los 153 de Francia que le seguían en el
ranking.
Por grande que fuera el mercado interno, este crecimiento del potencial económico tenía
por fuerza que proyectarse hacia el exterior. De hecho, a finales del XIX la frontera estaba
llegando a su término y el formidable aumento de las actividades industriales en los primeros
años del siglo había dado origen a una esporádica pero sintomática crisis económica entre
finales de 1907 y principios de 1908, que revelaba los riesgos de una superproducción. Así, los
mercados externos jugaban cada vez un papel más importante en el desarrollo de la economía
norteamericana. Aunque en términos relativos, entre 1870 y 1914 su participación en el
comercio mundial había crecido muy poco, el volumen de sus exportaciones se había
multiplicado por siete. Tan significativo como esto fueron los cambios en la estructura del
comercio exterior: si en 1892 los productos agrícolas representaban el 75% de las
exportaciones, en 1913 el porcentaje había caído al 40%, mientras que aumentaba la venta de
combustibles y materias primas y crecía, sobre todo (del 18 al 31%), la de artículos industriales.
Al mismo tiempo, las relaciones comerciales con Iberoamérica avanzaron de forma visible,
incrementándose sobre todo las importaciones de productos tropicales del área caribeña. Por
último, el fuerte desarrollo de los beneficios empresariales convirtió a Estados Unidos en una
potencia exportadora de capitales, que, como en todos los casos, favoreció la expansión
comercial y abrió zonas de influencia política, particularmente en el área iberoamericana. En
1914, el volumen total de sus exportaciones financieras era de 3.500 millones de dólares, lo que
le situaba en un respetable cuarto lugar; inmediatamente después de Inglaterra, Francia y
Alemania. Pero sus inversiones en Iberoamérica (18% del total de las importaciones de capital
de la región), que igualaban a las francesas, sólo eran superadas por las de Gran Bretaña.
Tradicionalmente, Estados Unidos había mantenido una posición internacional
aislacionista en los asuntos extraños al continente americano. En contrapartida, la célebre
doctrina Monroe (1823) se oponía a la interferencia europea al otro lado del Atlántico, lo que
indirectamente implicaba que Washington podía considerarse legitimado a intervenir en este
espacio. De hecho, las tendencias expansivas no tardaron en aflorar; como demostraron las
incorporaciones territoriales a costa del Estado mexicano (1848), la presión para que los
franceses evacuasen México, la compra de Alaska a Rusia (1867) y el recrudecimiento de sus
designios de expulsar a España del Caribe. Sin embargo, los años de la guerra civil y de la
reconstrucción habían aflojado durante más de dos décadas estas tendencias. Pero el final de la
expansión interna (la frontera) y el gran impulso económico finisecular relanzaron el empeño
expansivo, alimentado desde los años ochenta por una nutrida publicística, creadora de doctrina
y de mística imperial, como el Manifest Destiny de John Fiske (1885), donde se reclamaba la
expansión de la influencia económica y de los valores político-culturales de la civilización
yankee por las regiones no sometidas a la presencia del Viejo Continente, o la influyente obra
del capitán Alfred Mahan, The Influence of Sea Power Upon History (1890), que demostraba la
vital importancia en la historia de los pueblos del comercio y del poderío naval para defender
las rutas comerciales.
De esta forma, a finales de siglo, la combinación del agotamiento de la frontera interna,
con la creciente presión del crecimiento económico y la difusión de una conciencia de
superioridad y «destino» nacionales, impulsaron una política exterior de claro signo
imperialista, que centró su atención en una doble e interrelacionada línea expansiva: el control
de la estratégica comunicación entre el Atlántico y el Pacífico, que bañaban las dos fachadas de
la Unión; y, en general, el desarrollo de una acción hegemónica sobre el área iberoamericana.
Entre 1898 y 1903, Estados Unidos alcanza con relativa facilidad ese primer objetivo. La
victoria sobre España permite a Washington controlar Cuba y posesionarse de Puerto Rico,
Filipinas y la isla de Guam, a lo que vino a añadirse la incorporación de Hawai. En 1901 fuerza
la renuncia inglesa a sus derechos sobre el futuro canal interoceánico y dos años más tarde
fomenta la secesión panameña de Colombia, asegurándose en exclusiva el dominio de la franja
del istmo, donde en 1914 acabará por inaugurarse el canal. De esta forma, Estados Unidos se
afirmaba como gran poder en el Atlántico y en el Pacífico.
Las sucesivas presidencias de Roosevelt (1901-1909) y Taft (1909-1913) vinieron a
ampliar y reforzar esta posición dominante en Centroamérica y, en general, sobre el conjunto
del continente, bien a través de la reunión de las Conferencias panamericanas, hegemonizadas
por Washington desde su inicio en 1889, bien mediante procedimientos más directos de
intervención político-militar (política de big stick), que convirtieron los Estados centroamerica-
nos y caribeños en verdaderos protectorados, o de mediatización económico-financiera, según
la conocida estrategia de la diplomacia del dólar. Se trataba por tanto, no de un imperialismo
territorial o de anexión -poco compatible con la tradicional defensa norteamericana de la
libertad de los pueblos frente al yugo colonialista-, sino de formas de hegemonía indirectas
-políticas y económicas-, no por ello menos eficaces.
A pesar de haberse convertido en un gran poder; advertido y admirado en todas partes, en
1914 Estados Unidos no podía considerarse miembro del círculo de las grandes potencias. Su
marina de guerra era ya la tercera del mundo, tras la británica y la alemana, pero sus fuerzas
militares eran mínimas y los gastos de defensa representaban menos del 1 % del producto inte-
rior bruto. Carecía de los objetivos externos fuertemente antagónicos que dominaban en los
Estados europeos y la arraigada tradición aislacionista le alejaba de involucrarse en los
enconados problemas del Viejo Continente, máxime cuando a partir de 1907 las Relaciones
Internacionales habían desplazado su centro de atención de los escenarios extraeuropeos al
espacio de los Balcanes.
Fuera de Europa, también en 1914, Japón había consolidado su condición de potencia. El
caso japonés resultaba especialmente llamativo porque en menos de cincuenta años el país había
pasado de una situación arcaica y encerrada sobre sí misma a convertirse en un Estado moderno
e industrial con una clara vocación expansionista y una llamativa capacidad de imponer su
poder en el Extremo Oriente. La revolución Meiji, acometida a partir de 1868 como respuesta a
la apertura económica forzada por las naciones occidentales desde los años cincuenta, había
transformado completamente las estructuras socioeconómicas y políticas del viejo Japón feudal,
equiparándolas en un tiempo récord a las de los Estados industriales que dominaban la escena
internacional. En la década de los setenta se había acabado con los privilegios de los estamentos
dominantes (daimíos y samuráis); se había realizado una importante reforma agraria, que
liquidaba el sistema feudal en el campo; se había impulsado la instrucción pública y se habían
introducido formas y hábitos propios de la cultura occidental. El sistema político había
adoptado también una estructura homologable al de los Estados europeos, con una constitución
(1889) que establecía la separación de poderes y el carácter representativo del gobierno, en el
que a partir de 1900 se consolida la alternancia de dos partidos. A pesar de las apariencias, el
nuevo Estado nipón distaba un abismo de ser verdaderamente representativo. La autoridad del
emperador había salido muy reforzada de la revolución Meiji, mientras que la política y la
administración estaban en manos de una poderosa oligarquía. El pragmatismo japonés mostraba
de esta forma su formidable capacidad para utilizar los recursos modernizadores de las
instituciones occidentales sin restarles eficacia con la dispersión del poder. Porque fue, en
efecto, el Estado el motor de la vertiginosa transformación material del país, promoviendo la
enseñanza, enviando técnicos a formarse en Europa, atrayendo a especialistas extranjeros,
construyendo un ejército y una marina modernos con métodos y material importados sobre todo
de Alemania e Inglaterra, acometiendo -con financiación de capitales extranjeros, pero también
mediante una novedosa política inflacionaria- la creación de infraestructuras de transporte y
comunicaciones, así como de un importante tejido de industrias estratégicas o de base,
tecnológicamente modernas y empresarialmente concentradas según pautas capitalistas.
No obstante estas profundas y rápidas transformaciones, en 1914 Japón estaba aún muy
lejos de disponer de un potencial que pudiera rivalizar con el de los principales Estados. Su
capacidad industrial era doce veces menor que la de Estados Unidos; más de seis veces inferior
que la de Alemania e Inglaterra y menos de la mitad de la francesa. Sus efectivos militares eran
inferiores a los de cualquiera de los poderes europeos y el tonelaje de su marina de guerra
ocupaba un quinto lugar; tras Inglaterra, Alemania, Francia y Estados Unidos. Aunque en
conjunto su progreso había sido muy notable, seguía dependiendo más de lo deseable de las
importaciones de hierro, acero, navíos de guerra y capitales.
En contrapartida, su temprana voluntad de afirmación internacional se veía favorecida por
bazas fundamentales. De una parte la existencia de una cultura social de disciplina, moral de
trabajo y obediencia al Estado. De otro lado, el fuerte crecimiento demográfico, unido a la
escasez de materias primas y la búsqueda de mercados de exportación, representaban un
MAPA 10.1 Los Estados en el mundo en 1900.
Circunstancia que parece confirmarse en 1890, precisamente cuando el Imperio alemán que él
había consolidado se disuelve. Tanto el emperador como sus consejeros estuvieron ansiosos por
demostrar su independencia frente a las ideas del antiguo canciller y tomaron otra dirección.
Bismarck manufacturó no obstante una Alemania grande y poderosa, en toda la extensión de la
palabra. Sus acrobacias diplomáticas habían sido efectivas, definitivamente, aunque
contradictorias.
Una vez definidas y caracterizadas las alianzas es necesario identificar brevemente otras
variantes en el estudio del tema. La nueva categorización podrían aportarla los conceptos de
ententes y detentes, frente al modelo definido de alianza. Ésta difiere de la entente en que su
fuerza reside en el compromiso, que se impone por encima de la existencia de un conflicto,
mucho más que en la reducción del mismo. La entente implica expectativas de ayuda mutua
mediante una reducción del conflicto entre las partes. La detente, por otro lado, consiste en
lograr la disminución de la tensión, aunque los adversarios permanezcan como tales.
En ocasiones la etiqueta de la entente se ha concedido a la disposición de cooperar, basada
simplemente en intereses compartidos y no tanto en cuanto a la negociación para la reducción
de un conflicto.
Finalmente, en un campo puramente clasificatorio, las alianzas pueden tener un carácter
unilateral, bilateral y multilateral. El primer caso comporta compromisos para un solo Estado, el
multilateral crea toda una red de compromisos entre varios Estados. La relación entre los
Estados no resulta obligatoriamente en términos de igualdad, sino respondiendo a la propia
fuerza de los Estados y repercutiendo en las expectativas y los compromisos que cada uno de
ellos adquiere. Por ello existen alianzas iguales y desiguales, las primeras generan -por lógica-
recíprocas y simétricas obligaciones e idénticas expectativas.
Otra de las variaciones descansa en la finalidad de la alianza. Ésta puede ser puramente
ofensiva, o bien defensiva, buscando seguridad contra un ataque externo, la estabilidad
doméstica o incluso el control de las decisiones del aliado.
La neutralidad, es decir: no tomar partido en caso de ataque, puede ser también una de las
opciones en la firma de la alianza. Un ejemplo precedente a lo estipulado desde los 90 (de tipo
defensivo) fue el Tratado de Reaseguro germano-ruso de 1887, en el que se acordó que ambos
países permanecerían neutrales en caso de ataque de un tercero, pero no si Alemania o Rusia
-por sí mismas- tomaban la iniciativa de atacar. Por otra parte, en un Tratado de no agresión,
como su propio nombre indica, los signatarios acuerdan no atacarse mutuamente.
En otro orden de cosas, las alianzas refieren también otro tipo de cuestiones, como los
compromisos adoptados en las de tipo defensivo; esto es, lo referido al casus foederis. Las
obligaciones de los aliados varían desde la defensa del territorio nacional hasta la asistencia
inmediata en el supuesto de una movilización. Así lo previeron los miembros de la Triple
Alianza, con todas sus tropas, tal como se estipuló en la alianza franco-rusa de 1894 (inme-
diatamente y simultáneamente).
Desde la visión más común en la formación de alianzas y en las estructuras de las mismas
es prudente recalcar el hecho de que éstas se produjeron en un contexto específico del sistema
internacional. Y desde estos parámetros deben ser interpretadas. El sistema, por definición,
carecía de gobierno, es decir, de una autoridad central. Y por ello, en la teoría de las relaciones
internacionales suele emplearse el término anarquía para definir esta situación. La principal
consecuencia de este hecho es la inseguridad, lo que generaba una preocupación por la
supervivencia del Estado, y dilemas de seguridad y equilibrio de poder (v. gr., carreras de
armamentos).
Es en este juego de relaciones donde surgieron las alianzas. Pero su incumplimiento se
deriva también de este estado de anarquía, bien entendida ésta. Todo el mundo de la alianza
reside, por último, en la complejidad de un sistema. Y las características de este u otro sistema
se encuentran en la propia estructura, sus relaciones y las unidades que lo componen. Por tanto,
paralelamente a la estructura del sistema, están las relaciones entre Estados, que dependen
también de las actitudes asumidas en cada contexto o circunstancia. Más aún, los conflictos, los,
intereses compartidos, las relaciones de poder etc., conforman actitudes y valores que ejercen
igualmente un influjo. Cuestiones a considerar, sin duda, en los comportamientos desplegados
en esas relaciones políticas. Los principales componentes de las relaciones a las que nos
referimos –aunque no dispongan aún de nicho teórico adecuado, al menos en la teoría neo-
realista– son: los alineamientos y alianzas, los intereses comunes o aquellos conflictivos, las
capacidades y la interdependencia. Estas son las características de las relaciones entre Estados
particulares. Como es evidente, no son estáticas, sino que crean el contexto para la interacción,
pero no la acción en sí. Los alineamientos observan y señalan, en definitiva, las líneas de
amistad y enemistad del sistema y determinan de algún modo el tipo de relaciones.
MAPA 11.1 Equilibrio de poder en Europa, 1890-1907
3. Desestabilización de Europa
Todas las nacionalidades que proliferaron desde finales del XIX -y se evidenciaron con
mayor fuerza a comienzos del siglo XX- no respondían a idénticos caracteres en lo formal, pero
tuvieron en cambio determinados elementos comunes. Su mística se fundaba sobre principios
semejantes: como la defensa nacional, fundada más allá de la visión de partido; consolidada
gracias a un ejército y una marina que les representaban eficazmente; la nación (en otros casos,
la raza) era asimismo concebida como un bien supremo, merecedor de todo sacrificio; y por
último estaba la defensa de la integridad de los territorios atribuidos por la geografía y la
Historia a una nación o a una raza concreta, cuestión que se identificaba como objetivo
ineludible. La nación «en armas», como instrumento de la militarización, se sustentaba sobre el
rito de una vida tribal, para la que la reeducación en estos valores fue igualmente decisiva. La
visión patriótica de la unidad nacional se exaltaba, por tanto, como trascendente; acompañada
del modelo de virtudes heroicas (disciplina, solidaridad de las clases sociales, etc). Y así, el
ideal patriótico quedó finalmente transformado en defensa incondicional de la nación. De este
modo, también, la defensa de la nación se concebía como defensa del orden, erigiéndose de-
terminados grupos en esta tarea como líderes de la misma, autoconsiderándose depositarios
naturales del ideal nacional. Todo lo cual les confirmaría en su papel a la cabeza del Estado, en
razón a sus vínculos con el poder, y en tanto en cuanto parecía incuestionable su destino
4. Negociación y regateo
5. Pacifismo y antimilitarismo
Aunque Europa se tiñó de idearios más y más nacionalistas y militaristas, hacía el final
del siglo XIX también se sensibilizaron ideas antí-militaristas y movimientos de paz.
Florecieron los pacifistas especialmente en Gran Bretaña y los EE.UU., países
geográficamente seguros y con poderes navales muy consistentes, donde el militarismo tenía
poco que temer (B. Bond, 1984).
Una intentona computable en las experiencias que en estos años noventa fraguaron, quizás
una de las más interesantes, fue la planteada por el zar Nicolás II. Su convocatoria de 1899 para
celebrar una Conferencia pretendiendo frenar el incremento armamentístico pone de relieve lo
más contradictorio de la política del momento, tanto en su faceta exterior como en lo relativo a
los asuntos domésticos. Se trataba de la Conferencia de La Haya, a la que asistieron 26 países
en respuesta a objetivos pacíficos (solución de conflictos y humanización de la guerra). Ideas
que establecieron un importante precedente, dando lugar a la creación de una Corte
Internacional. Importante por el hecho de haberlo logrado así, aun cuando nadie estuviera
convencido -de buena fe- de que fuera a traducirse en reducción de potenciales militares y
navales de inmediato, ni siquiera entre los firmantes. Como ejemplo, Guillermo II se hallaba
precisamente en plena fase de creación de su gran marina alemana. Y exhibía sin recato su
predilección por la compañía, maneras y consejo de los militares, a cualquier otro.
No obstante, la iniciativa de Nicolás II volvería a relanzarse en 1907, tras una propuesta
estadounidense, tratando de establecer entre otros acuerdos la interesante fórmula del arbitraje
obligatorio, en caso de conflicto. Los ideales de pacificación se dejaron sentir de nuevo ante la
opinión pública internacional con renovado interés, pese a los vientos belicistas que azotarían
con mayor fuerza a partir de esta década; al igual que las propuestas de suspensión de la carrera
armamentística y la limitación de gastos militares. Éstas fueron ideas -con y sin tonalidad
política exclusivista- que también forman parte del periodo; y si bien de manera efímera, se
dejaron oír con fuerza en repetidas ocasiones. Aún más, tales ideas influyeron en la evolución
del Derecho Internacional, acentuando el empleo de mecanismos y procedimientos de paz
disponibles en aquella época. Pero desde antes del inicio del siglo XX, la guerra había salpicado
ya a muchos de los 44 gobiernos que respondieron a esta nueva convocatoria de cuño pacifista.
Y la propia Rusia zarista estuvo entonces comprometida internacionalmente (pérdida de la
guerra ruso-japonesa), inmersa de hoz y coz en la espiral de un proceso revolucionario que
esperaba su momento histórico, después del episodio revolucionario de 1905 (domingo rojo).
Hubo otros nombres representativos del talante pacifista de estos años, tan sugerentes
como los de Alfred Nobel, el fabricante sueco de dinamita; el norteamericano Andrew
Carnegie, la novelista best-seller anti-belicista Bertha von Sutter Ivan Bloch o el publicista
británico W. T. Stead, personas que defendieron la idea de paz por encima de cualquier otro
asunto.
Desde el punto de vista alemán, la Entente Cordial representaba ya desde 1905 una seria
pérdida de prestigio, pues los estadistas alemanes percibieron que su situación diplomática se
había deteriorado y debían implementaría nuevamente. Desde esta reflexión, la política alemana
comenzó a seguir, según P. Gilbert, dos líneas diferentes, aunque no contradictorias. Una,
humillar a Francia. Y el otro objetivo consistía en restablecer las relaciones amistosas con
Rusia, a fin de reconstruir la situación que había existido en la época de Bismarck, antes del
abandono del Tratado de Reaseguro.
Las crisis desplegadas desde estos años (1905-1914) más importantes fueron, pues, la
primera crisis marroquí (1905), la segunda crisis marroquí de 1911, y luego las crisis de los
Balcanes, especialmente desde 1912.
De inicio habría que recordar que ambas crisis fueron desencadenadas por Berlín, con la
estrategia de romper el cerco al que se le estaba sometiendo, y para desestabilizar a la Entente
Cordial. Consideremos también que la Historia de las Relaciones Internacionales desde 1898
hasta 1907 fue la historia de un volverse en contra de lo previsto. Gran Bretaña, Francia y
Rusia resolvieron sus diferencias fuera de Europa. Y excepto en Marruecos, desde 1907 no
hubo área alguna en disputa en la esfera colonial.
El punto de partida de la primera crisis estuvo en la división anglo-francesa del norte de
África, lo que había supuesto a los ojos del káiser Guillermo II un nuevo motivo de disgusto, al
no haber sido consultada Alemania. Su traslado a Tánger en 1905 tuvo por objeto asegurar al
sultán de Marruecos una ayuda ante la hipotética intentona francesa de un control total del país
magrebí. Solicitó por ello la celebración de una Conferencia internacional que dilucidase sobre
los asuntos norteafricanos. Ante el temor de que la guerra se iniciase, la actitud del gobierno
francés fue ambigua, y el ministro Delcassé dimitió en señal de protesta, pues Francia aceptó
tomar parte en la Conferencia que tendría lugar en la ciudad española de Algeciras, durante los
días 14 de enero al 7 de abril de 1906.
Ocasión en la que Francia pudo evaluar el alcance y utilidad de sus alianzas, así como el
valor específico de su posición a nivel internacional. El soporte anglosajón (Gran Bretaña y
Estados Unidos) resultó en este sentido muy importante para ella. En Algeciras se dieron cita
once naciones europeas, además de Estados Unidos y Marruecos, y a lo largo de sus sesiones se
mostraron claramente dos tendencias opuestas. Por un lado Alemania, que reclamaba el
principio de la puerta abierta para Marruecos y la internacionalización de su apertura
económica y financiera, sin que ello comportase un reparto efectivo del territorio marroquí.
Situación que prevaleció también en el caso de China y de Turquía.
De otra parte, la postura francesa se había esforzado por hacerse reconocer, argumentando
respecto de sus derechos particulares en Marruecos, especialmente por razones financieras; con
lo que se transformaría en centinela y guardián del orden en la zona, sin hacer demostraciones
de exclusividad, pero con manos libres a fin de cuentas.
El acta final se firmó en abril, y en ella se decidió la integridad territorial de Marruecos,
quedando confirmada asimismo la autoridad del sultán. Pero también se estableció el principio
de libertad comercial y de igualdad en cuanto a la explotación del territorio en materia de
recursos, garantizándose así para todos los Estados firmantes. La diplomacia francesa logró no
obstante que se aceptara al funcionariado español y francés para actuar con competencias en
calidad de policía portuaria. Por otro lado, los grupos de intereses financieros franceses, así
como los de sus aliados, lograron tomar posiciones en relación al nuevo Banco del Estado
creado para reformar la economía marroquí, lo cual les ubicó favorablemente en la acción de
control del futuro desarrollo del país. Se consumaba, en definitiva, la internacionalización de la
puesta en valor de Marruecos, pero con prioridad francesa. Una situación asegurada en aquellos
momentos con el consenso español, que obtendría una zona reservada en la parte septentrional.
Como se deduce fácilmente de estos datos, sólo los franceses salieron de la Conferencia satisfe-
chos. Especialmente, al haber podido comprobar el respaldo que sus aliados ingleses y rusos
habían concedido a sus puntos de vista, y ante el aparente cuestionamiento de las tesis
alemanas, efectuado por sus aliados austrohúngaros. Aislada Alemania, parecía confirmarse con
éxito el diseño Delcassé, ya que el sistema de alianzas permanecía intacto. La Entente salió
fortalecida ante esta victoria diplomática, y Gran Bretaña y Alemania se mostraron mutuamente
aún más hostiles a partir de entonces.
La segunda crisis marroquí tendría lugar en 1911. A la intencionalidad alemana que
provocó la primera crisis se unieron ahora otros motivos de ambición colonialista acentuada.
Dada la inoperancia del gobierno marroquí, las protestas se sucedieron, hasta que Francia debió
responder con el envío de su ejército hasta Fez, con el fin de restaurar el orden y acallar tales
protestas. Alemania temió que esta circunstancia facilitaría al gobierno francés una anexión
completa del Estado marroquí; la decisión del káiser fue igualmente prepotente, enviando el
Panther a Agadir, enclave situado en la costa Oeste africana. Representación que confirmaba de
hecho las capacidades militares alemanas también en el mar, y con lo que se hacia un test al
futuro de la weltpolitik.
La excusa argumentada remitía a motivos de protección para con los intereses y negocios
alemanes instalados en territorio marroquí. Motivos poco creíbles que sólo lograron volver a
poner a prueba la entente anglo-francesa.
Mr. Grey, ministro de Asuntos Extranjeros del gobierno británico, ante la sospecha de que
Alemania utilizase Agadir como centro de operaciones nava-les reaccionó con rapidez y el
canciller Lloyd George definió oficialmente la postura británica como dispuesta a intervenir
también, para frenar la posible amenaza y en defensa de sus propios intereses navales y
comerciales. Ante un discurso de tono belicista como éste, la solicitud de disculpas dirigida a
Alemania -que no obtuvo respuesta- hizo que la marina británica se colocara literalmente en pie
de guerra. Pese a lo delicado del momento, al igual que en 1905, una Conferencia celebrada esta
vez en París ajustó la situación. Por ella, Francia concedía a Alemania -esencialmente- una
extensa franja territorial en el Congo francés, y ésta vería asegurada su presencia con manos
libres en Marruecos. La Entente había funcionado de nuevo y se convirtió en un acuerdo aún
más sólido. Las competencias alcanzadas sobre el papel de la marina francesa y británica,
señalando objetivos muy concretos (la vigilancia para una, del mar Mediterráneo, y para la otra,
del mar del Norte) indican que la entente se convirtió, de hecho, en una alianza casi total.
En los primeros doce años del siglo XX la paz europea sobrevivió, pero comenzó a dejarse
sentir una reacción punitiva aún mayor; a partir de la frágil situación reinante. Por eso, a tenor
de lo sucedido en estos años, es posible vaticinar hoy las consecuencias generales que vendrían
a producirse en 1914. Sin embargo, nadie fue capaz de preverlas desde el contexto en que se
desencadenaron. Su prospectiva fue a todas luces inoperante.
La rivalidad entre Viena y San Petesburgo en el ejercicio de hegemonía en la zona fue el
escenario político que originó la sucesión de crisis en los Balcanes. Aquella tendencia de
constreñir en esta compleja región europea las conductas más ostensibles de política exterior de
casi todos intensificaría acuerdos y desacuerdos. Tras 1907, no se reprodujeron crisis de
importancia en Asia, pero si en esta región europea.
Y algo muy importante. La división de Europa en dos campos armados después de 1907
significaba que ningún problema internacional de envergadura podría resolverse ya sin plantear
un test de lealtad a los respectivos aliados. Lejos de encontrarse en un estado de anarquía, las
relaciones internacionales, al final, fueron predecibles casi con precisión matemática, en razón
al comportamiento de todos los participantes, condicionados por la existencia predeterminada
de dos grupos principales de grandes potencias.
La rivalidad franco-alemana, las recurrentes crisis balcánicas, los bloqueos diplomáticos,
las fricciones imperialistas y la carrera armamentística naval, en suma, todo esto combinado
entre sí, elevó la temperatura de las relaciones internacionales. La alarma sonó en Bosnia (1908)
y luego en Agadir (1911). Mientras, las grandes potencias profesaban su deseo de mantener la
paz, pero al tiempo todas estaban preparándose para la guerra.
La crisis bosnia indicó dónde se encontraría el punto crucial y conflictivo de Europa.
Austria-Hungría se anexionó las provincias turcas de Bosnia-Herzegovina en 1908 sin ninguna
justificación legal, habiendo ocupado y administrado previamente este país durante los 30 años
precedentes, según un mandato internacional. En aquellos momentos, el ministro austríaco,
conde Aehrenthal, estaba dispuesto a destruir Serbia, cercándola. El káiser Guillermo dejaría
bien claro que llegado el caso lucharía junto a Austria como «un caballero de brillante
armadura». Y los grandes poderes europeos se sintieron incapaces de responder en aquellos
instantes. La decisión austríaca aniquiló las grandes esperanzas de Belgrado sobre el proyecto
de la Gran Serbia que había acariciado previamente. Serbia ponía fin al sueño de un reino es-
lavo y se había quedado sin el ambicionado acceso al mar.
Al tiempo, Rusia experimentaba una cierta alarma, por varios motivos, su calidad de aliado
tradicional para los serbios se lo exigía; pero además, la aspiración rusa, como desde siempre, a
que pudieran ser enviados sin restricciones barcos, navíos y flota a través de los Estrechos, se
interpretaba como un derecho. Alexander Izvolsky, ministro de Asuntos Exteriores ruso que
había concluido el acuerdo anglo-ruso, deseaba lograr nuevos triunfos.
Obviamente, 1908 fue sobre todo el momento crucial del descontento en Turquía. Motivo
de revuelta para los Jóvenes Turcos que en dos años (1908-1909) acabaron con el gobierno
otomano, lanzando un programa nacionalista de modernización. Aquellos oficiales del Ejército
MAPA 11.2 Los Balcanes, 1907-1914.
-entre los que se encontraba el joven Mustafá Kemal- lograron con su pronunciamiento deponer
al sultán Abdul Hamid poco después, prometiendo la implantación de un sistema de democracia
parlamentaria. Pero el reflujo de la situación se planteó una vez alcanzado el poder, olvidando
las promesas formuladas. No fue ésta la única razón de la siguiente crisis, que llegaría en 1912.
A la vista de todas estas realidades, los Estados balcánicos se convencieron de que sus
diferencias sólo podrían resolverse entre ellos y mediante el empleo de la fuerza. Así, entre
1912 y 1913 tuvieron lugar tres guerras regionales en los Balcanes.
La contrarrevolución hacía retornar el viejo sistema represivo en Turquía, prematuramente.
En mayo de 1912, Italia atacaba al Imperio otomano, ocupando Rodas, Trípoli y Cirenaica. En
octubre de 1912, con la Sublime Puerta dividida y una insurgente Albania, la Liga Balcánica
formada por Montenegro, Bulgaria, Serbia y Grecia (bajo la inspiración del estadista Venizelos)
tomó la iniciativa de ataque contra los otomanos en Macedonia. Aunque alemanes y austríacos
creyeron que el caduco Imperio otomano les vencería fácilmente, los integrantes de la Liga
recorrieron en seis semanas la Turquía europea con facilidad. Tal éxito alarmó a los principales
poderes, ante la indeseada posibilidad de que Serbia llegase al Adriático (ocupando Albania), y
Rusia lo hiciese hasta Constantinopla, gracias a esa coyuntura. Forzaron por consiguiente a
ambas partes a que concluyesen la guerra y a que resolvieran mediante el diálogo sus
problemas, por vía de conferencia. El Tratado de Londres concedió a Turquía la conservación
de Tracia Oriental, pero no se consiguió acuerdo alguno sobre Macedonia. Lo cual convirtió al
problema macedonio en casus belli perpetuo.
En junio de 1913, Bulgaria atacó Serbia para iniciar la guerra de partición (segunda guerra
balcánica), cuando ésta ocupó el territorio macedonio. Reclamaba la parte más importante de
este espacio balcánico. La inmediata respuesta fue que Serbia, Rumania -que no había
intervenido en la primera guerra-, Montenegro, Grecia y una Turquía en busca de revancha,
actuaron conjuntamente contra los objetivos búlgaros. Derrotada ésta con facilidad, se vio
obligada a aceptar el Tratado de Bucarest (agosto, 1913) por el que Serbia y Grecia conservaron
las zonas de Macedonia que les había concedido el Tratado de Londres con anterioridad.
En cualquier caso, Serbia seguía literalmente enclaustrada. Turquía aseguraría ligeras
ganancias (Adrianópolis), y Rumania ganó territorios en el mar Negro, obtenidos de Bulgaria.
No es extraño que ante el descontento reinante, el premier serbio dijera tras el cese de las
hostilidades en agosto de 1913: «Este es el primer round; ahora debemos prepararnos para el
segundo, contra Austria.»
La expansión serbia como gran país no tardaría en desvelarse, pese a que se le había
frenado apartándola de los puertos del Adriático, pero su objetivo seguía siendo Salónica y
territorios otorgados a Grecia en 1913. Aquel mismo año fue cuando el káiser convino con
Austria su respaldo, ante el supuesto de una entrada en guerra con Serbia. Así lo haría también
Turquía en busca de desquite, tras habérsele reducido de tamaño.
Como hemos visto, pese a la guerra, en cada oportunidad tuvieron lugar a posteriori
Conferencias internacionales, y fueron firmados Tratados ad hoc. Su balance es precario.
Albania emergió como Estado soberano, pero no así Macedonia. El juego austríaco se pagó
muy caro, la influencia alemana en Turquía se incrementó. Las ambiciones rusas siguieron
insatisfechas. Serbia reivindicaba su suelo. En definitiva, la Cuestión de Oriente seguía sin
resolverse.
De manera que las grandes excusas se irían preparando, y así se confirmaría cómo desde
1907 hasta 1914, al igual que había sido derribada la maquinaria diplomática, los cuerpos
organizados de la sociedad -iglesias, sindicatos, partidos políticos, etc.- se volvieron tan
incompetentes como la diplomacia profesional. La forma en que fueron intimidados por las
fuerzas de la violencia, se retrató admirablemente por el escritor R. Martin du Gard en su novela
Verano, 1914.
Es interesante observar asimismo, que durante estos años, con la excepción de Alemania,
todos los países vivían una caótica situación interna. Gran Bretaña y Francia sufrían un serio
desorden industrial. El gobierno británico debía hacer frente a la guerra civil en Irlanda. Rusia
vivía el colapso social y moral definitivo, y la monarquía dual mantenía un difícil diálogo con
magyares, eslavos y rumanos. La hostilidad del proletariado internacionalmente se escuchaba
insistente. El sentido de las crisis socio-económicas, las dudas y la pérdida de prestigio,
condujeron a una cierta ingeniería de la guerra, opinan algunos autores. La ocasión la facilitaría
el deseo de preservar el statu quo en los Balcanes (como en 1903); lo cual, dadas las tensas
relaciones mantenidas desde 1907, hizo muy difícil el mantenimiento de la paz.
Es bien cierto que durante estos años algunos movimientos de opinión trataron de
minimizar los conflictos internacionales, y que las voces pacifistas siguieron escuchándose
[desde el socialista francés Jean Jaurés, y el austríaco A. H. Fried, hasta el economista inglés
Norman Angell (La gran ilusión, 1910)]. Pero frente al pacifismo, dice el historiador N. Davis,
«el ethos de los incansables grandes poderes echó raíces».
El curtido Von Moltke había escrito también: «La paz perpetua es un sueño, e incluso no
siempre es un hermoso sueño.» Actitudes semejantes se dejaron sentir principalmente en
Francia y en Gran Bretaña, y no sólo en Alemania.
Y pese a que los militares sabían del poder destructivo que iba a tener una futura guerra,
esta sospecha no impidió que las potencias se embarcaran en aquel peligroso juego. Los
extremos de los dos ejes del momento, la prudencia y el militarismo, se distanciaron cada vez
más.
Curiosamente, el heredero al trono austríaco simpatizaba con la causa eslava y su
aspiración de auto-control y ampliación de competencias. Incluso se mostró predispuesto a
aceptar -a diferencia del emperador Francisco José- resoluciones a su favor; pero siempre desde
dentro del Imperio. El 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando visitaba Sarajevo
con su esposa morganática, Sofía, duquesa de Hohenberg, coincidiendo con el Festival
Nacional Serbio de Vidovdan (el día de San Vito), aniversario de la mítica batalla de Kossovo.
Una decisión que a los ojos de Serbia era, sencillamente, un insulto calculado.
El estudiante bosnio Gavrilo Princip fue el ejecutor elegido, instrumento de la Mano Negra
y sus conexiones con la política serbia. Austria, como sabemos, enviaría el 23 de julio un
ultimátum a Belgrado en términos muy duros, y ante la insatisfactoria respuesta serbia, le
declararía la guerra el día 28 de julio, poniendo final a la última crisis y dando paso así a la
primera conflagración mundial.
CAPÍTULO 12
LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL, 1914-1918
Entre 1914 y 1918, la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra, como se la denominó,
produjo transformaciones decisivas en la vida y en la conciencia de los pueblos europeos, e
inició el declive de Europa. Durante años se habían ido creando las condiciones para que un
incidente menor pudiera desencadenar una guerra, que el automatismo de las alianzas se
encargaría de que fuese general. No era inevitable: determinadas circunstancias y decisiones
desempeñaron un papel decisivo. Pero lo que sorprendió no fue que estallara la guerra, sino las
proporciones destructivas que adquirió. Su inesperada duración, la dureza de la vida en el
frente, las cuantiosas bajas, el desabastecimiento de la población civil y la desmoralización
marcarían a toda una generación. Puesta en marcha la maquinaria bélica, detenerla se volvió
más difícil según se acumulaban las pérdidas y se difuminaba la consecución de los objetivos
por los que se había iniciado. Tampoco la terrible experiencia significó, como se pensaba, el fin
de todas las guerras y el comienzo de una nueva era de cooperación.
1. Los riesgos
problema estuvo en que la situación internacional se les fue escapando de las manos por el
automatismo de las alianzas. Los sistemas de la Triple Alianza y la Triple Entente eran de-
masiado rígidos y todo el dispositivo bélico estaba concebido para actuar conjuntamente contra
la coalición adversaria, lo que podía convertir cualquier conflicto local en una guerra general.
A ello contribuyó la carrera de armamentos, pues el clima de inestabilidad empujaba a
incrementar los arsenales y aumentar la disponibilidad de tropas, en la idea de que antes o
después la guerra era inevitable. Una guerra que todo el mundo pensaba que sería corta. Se
consideraba que la rapidez de la movilización era la clave de la superioridad, de modo que
quien asestase el primer golpe contaría con una considerable ventaja. Sería el mecanismo de la
movilización lo que terminaría haciendo irreversible la guerra: planteada la crisis, los gobiernos
debían tomar cuanto antes la decisión de movilizar, y una vez ésta en marcha, la entrada en
acción era inevitable, con lo que no habría tiempo ni margen de maniobra para la negociación o
para limitar el alcance de la contienda. No se previó que los avances técnicos y las nuevas
armas harían inviables las operaciones de maniobra y las ofensivas clásicas, obligando a fijar a
los combatientes sobre el terreno en una guerra de posiciones. En cuanto a la fuerza naval, ya
no podría actuar en combates resolutivos, sino mediante estrategias de bloqueo con resultados
sólo a largo plazo.
También las mentalidades colectivas estaban predispuestas, pues los gobiernos,
presionados para incrementar los presupuestos militares, transmitían la sensación de
inseguridad y recurrían a la fibra nacionalista para predisponer favorablemente a los
Parlamentos y la opinión pública. Ello caía en un campo abonado por muchos años de
autoafirmación nacional excluyente. Las posturas pacifistas apenas encontraban eco. La
Internacional Socialista, desde su internacionalismo proletario, se declaraba en Contra de una
guerra imperialista promovida por los intereses capitalistas y venia debatiendo sobre las
medidas a tomar si se presentaba el caso, como la negativa a la incorporación a filas o la huelga
general simultánea en los países enfrentados. Pero cuando se decretó la movilización, estos
propósitos se diluyeron. Primó la solidaridad nacional, tanto en los partidos y organizaciones
obreras como en el conjunto de la población, y el patriotismo y la colaboración con los gobier-
nos se impusieron en todas partes.
2. La crisis de julio
El choque inicial se produjo en Francia, donde Joffre ataca Alsacia-Lorena, pero tiene que
replegarse para hacerse fuerte en Verdún, Nancy y Belfort. Por parte alemana, Moltke, que ha
desplegado siete ejércitos a lo largo de su frontera occidental, emprende la maniobra envolvente
del plan Schlieffen: invade Bélgica y Luxemburgo y gira hacia el Este para arrinconar a las
fuerzas francesas, belgas e inglesas hacia los Vosgos y el Jura. Aunque el mando francés
contaba con la posible violación de la neutralidad belga, había subestimado los efectivos
alemanes, pues esperaba una ofensiva simultánea contra Rusia, que no se produjo, y no
imaginaba que las divisiones de reserva alemanas se incorporasen al combate desde el primer
momento. Todo el frente aliado emprendió la retirada y el Gobierno abandonó París, cuya
defensa hubo de organizarse apresuradamente ante la proximidad, a sólo 25 km, de la
vanguardia alemana. Pero en lugar de continuar hacia la capital, Moltke ordenó perseguir al
ejército francés hacia el Sureste para alejarlo de Paris.
La reacción francesa fue plantar cara en la batalla del Marne (6 de septiembre). Mientras
Gallieni envía fuerzas importantes de la región parisina para atacar el flanco alemán en su
avance hacia el Este, el grueso del ejército francés resiste sus embates. El Estado Mayor
alemán, inquieto al habérsele abierto una brecha de 40 km que amenazaba con dejar aislada
Fuente: J. Gil Pecharromán y otros: La Gran Guerra, vol 5 de Siglo XX. Historia Universal, Madrid, Historia 16 /
Termas de Hoy, 1997.
En diciembre de 1914 los planes para una guerra rápida habían fracasado y la situación se
hallaba estancada. Se inician entonces nuevos métodos de guerra. Lo primero será establecer un
frente defensivo continuo: es la guerra de trincheras. Se excavan varias líneas escalonadas en
profundidad, normalmente dos, a una distancia de 3 o 4 km, unidas por pasadizos sinuosos y
protegidas por alambradas; en los laterales se colocan casetas de cemento para interferir el
avance enemigo. En retaguardia se sitúan la artillería, servicios auxiliares, hospitales de
campaña y centros de descanso.
La vida en primera línea se caracteriza por la tensión permanente, problemas de
abastecimiento e higiene, el barro y el frío, la dureza de los asaltos. Los ataques se preparan con
intenso fuego artillero para debilitar las defensas enemigas; a continuación la infantería avanza
frente a los disparos de fusiles y ametralladoras y en la lucha cuerpo a cuerpo se usan granadas
y bayonetas. En medio de la calma de horas o de días, las trincheras se ven sometidas a
bombardeos y asaltos inesperados. Las ofensivas tropiezan con grandes dificultades y ocasionan
numerosas bajas, pues hay que abrir brecha entre las alambradas, neutralizar el fuego enemigo y
avanzar rápidamente hasta la primera línea de trincheras. Si se logra, aún se corre el riesgo de
ser barrido por las ametralladoras de las casamatas laterales; y alcanzar la segunda línea o
resistir el contraataque es muy costoso y depende en última instancia de la capacidad de
resistencia de pequeños grupos que han perdido contacto con sus bases. Sólo en 1915 los
franceses tuvieron un millón y medio de bajas (entre muertos y heridos), 300.000 los ingleses y
875.000 los alemanes.
Las nuevas tácticas exigen nuevo armamento: aumenta el calibre de las piezas de artillería
y se incorpora el mortero, que sustituye el tiro rasante por el curvo, machacando las posiciones
enemigas. En 1915 los alemanes introducen el lanzallamas y los gases asfixiantes, a lo que los
Aliados responden produciendo máscaras antigás en grandes cantidades. Nada de esto será
determinante, pero da al campo de batalla ese aspecto fantasmal que ha quedado en las
ilustraciones y relatos de la época. En 1916 aparecen los primeros tanques, con un empleo
limitado. La aviación se incorpora para operaciones de observación, y desde 1917 aviones más
pesados y zepelines alemanes se utilizan en misiones de persecución y bombardeo sobre
ciudades de retaguardia (Paris y Londres) con el fin de minar la moral del adversario.
La entrada en una guerra larga rompe todas las previsiones de los beligerantes,
obligándoles a esfuerzos cada vez mayores para atender las demandas del frente y de la
población civil. Se echa mano de todos los reservistas y desde 1916 se llama a los reclutas con
antelación; para los servicios auxiliares se utiliza a los adultos. La Entente recluta tropas en las
colonias y los británicos se ven obligados a introducir el servicio militar obligatorio. A
principios de 1916 hay concentrados en el frente occidental casi seis millones de hombres:
3.470.000 de la Entente y 2.350.000 alemanes. Las reservas de armamento y municiones se
agotan enseguida y es preciso multiplicar la producción, lo que obliga al intervencionismo
estatal en la industria y la incorporación a las fábricas de mano de obra femenina. Si en 1914 el
porcentaje de la renta nacional destinado a gastos militares era del 4 %, durante el conflicto se
situará entre el 25 y el 33 %.
A ello se añaden los efectos del bloqueo naval. Los imperios centrales contaban con
núcleos industriales en Alemania, Bohemia y las zonas ocupadas de Francia; pero el
abastecimiento de alimentos y materias primas se convierte a la larga en un serio problema. Los
Aliados resisten mejor gracias a las importaciones de las colonias, pero el bloqueo también les
afecta, especialmente a Inglaterra. Desde 1915 el Reino Unido establece la inspección sobre los
buques civiles del Mar del Norte, lo que provoca reacciones negativas de los neutrales. Más
grave será la guerra submarina de Alemania contra los buques comerciales. En conjunto, las
más perjudicadas por el desabastecimiento van a ser Alemania y Rusia.
En 1915 se estabilizan los frentes, una vez que se revelan inútiles los intentos de abrir
brecha en ellos. Inicialmente los alemanes despliegan una amplia ofensiva en el Este que obliga
a retirarse a los rusos hasta el Beresina, con unas pérdidas de 150.000 muertos, 683.000 heridos
y casi 900.000 prisioneros, la mitad de su ejército. Pero no pueden seguir avanzando indefini-
damente por las estepas, heladas en invierno, por lo que se consolida un frente continuo desde
el Báltico al Dniéper.
En el frente occidental los alemanes optan por la estrategia defensiva, siendo el mando
francés el que impulsa varias ofensivas, que se saldan con escasos resultados o, como en la de
Champaña, con un fracaso total. La entrada en guerra de Italia (abril), tentada por las
compensaciones territoriales que acuerda con la Entente, no aportará un refuerzo significativo y,
de hecho, el frente italiano será secundario. Tampoco resultarán decisivas las operaciones en el
Mediterráneo oriental: el bombardeo de los Dardanelos y el desembarco franco-británico en
Gallípoli termina en retirada, si bien los franceses establecen una cabeza de puente en Salónica.
La entrada en guerra de Bulgaria al lado de Alemania por intereses territoriales (septiembre)
provocará el derrumbamiento de Serbia, atacada en dos frentes.
Ante la imposibilidad de romper el frente occidental, en 1916 se plantea la guerra de
desgaste. Los contendientes ponen en práctica la estrategia del «punto débil», concentrando sus
esfuerzos en un determinado lugar en el que cuentan con buenas posiciones y atacándolo con
intensidad persistente para diezmar las fuerzas del adversario. Así se desarrollarán
sucesivamente las batallas de Verdún y del Somme.
Verdún constituía un saliente en la línea del frente francés y las tropas alemanas se
encontraban en las elevaciones próximas. Los ataques de éstos tenían como objetivo principal
obligar a los franceses a desgastar sus fuerzas en la defensa de sus posiciones hasta rendirías,
contando con que éstos perderían una media de cinco soldados por cada dos alemanes. La
batalla se desarrolla inicialmente con éxito para los alemanes (febrero-marzo), pero durante los
dos meses y medio siguientes los ataques y contraataques no mueven el frente, a pesar de las
enormes pérdidas. Los franceses resisten gracias a las comunicaciones ferroviarias, que
permiten la afluencia continua de material y combatientes. Cuando en junio los alemanes
inician la segunda fase de la batalla y amenazan directamente a Verdún, el mando francés
(Joffre) decide dar la réplica en el Somme, viéndose Falkenhayn obligado a detraer parte de sus
efectivos, con lo que el frente queda estabilizado. La estrategia de desgaste ha fracasado, las
cuantiosas pérdidas han sido casi parejas (380.000 franceses, 340.000 alemanes) y constituye un
triunfo moral para Francia.
La batalla del Somme (julio-septiembre), a iniciativa francesa, tiene características
similares, salvo que se desarrolla en un frente mucho más amplio, de 70 km. Tampoco aquí se
logra romper el frente, pero las tropas alemanas sufren tales pérdidas y quedan tan diezmadas de
mandos que su infantería ya no volverá a tener la misma capacidad combativa. Los 12 km (por
5 de ancho) que recupera la Entente carecen de valor estratégico, pero han costado 194.000
muertos y heridos franceses y 419.000 ingleses; los alemanes han perdido en torno a 500.000.
Mientras tanto, en el frente del Este las fuerzas austro-alemanas se encuentran ante la única
gran ofensiva rusa, la de Brusilov (junio-agosto), quien lanza el ataque en un frente de 150 km,
forzándoles a un amplio repliegue. Pero falto de medios y con un ejército que da las primeras
muestras de desmoralización, se ve obligado a detenerse. Las operaciones han sido importantes,
pero no decisivas y su efecto será más bien político, al decidir a Rumania a entrar en guerra al
lado de Rusia (agosto). Pero en diciembre es ocupada por los alemanes.
Finalmente, para acabar con el bloqueo en el Mar del Norte, Alemania se decide a sacar su
armada con la intención de entrar en combate sólo si se encuentra con una parte de la muy
superior armada británica. Pero tropieza con el grueso de la misma en la batalla de Jutlandia
(mayo) y, pese a infligirle pérdidas importantes, debe regresar rápidamente a puerto, de donde
no volverá a salir.
Las dificultades para una solución militar derivaban de las propias características del
conflicto. En una guerra larga la balanza debería inclinarse por la parte que contase con
mayores recursos industriales y financieros para sostener el esfuerzo, en lo que la Entente
contaba con ventaja. ¿Por qué entonces las posiciones permanecieron equilibradas durante tres
años y medio e incluso la Entente corrió el riesgo de ser derrotada en 1917?
En primer lugar, los sectores en que los Aliados eran fuertes no bastaban para una victoria
decisiva. La disponibilidad de amplios territorios coloniales no era suficiente ante la capacidad
de producción de alimentos de los imperios centrales y el aprovechamiento de sus conquistas
militares, como los minerales de Luxemburgo o el trigo y petróleo de Rumania, aparte de las
importaciones desde los países neutrales. Sólo el bloqueo marítimo y la presión sobre éstos
terminó dañando su economía. Tampoco la neta superioridad naval británica podía aplicarse en
combates de superficie, pues ante la guerra submarina practicada por Alemania, las minas y una
cierta cobertura aérea, las flotas procuraron permanecer en puerto. Si desempeñaría un papel
importante desde 1917 en la protección del comercio con los Aliados, formando convoyes para
acompañar a los mercantes. En todo caso, el mutuo bloqueo marítimo sólo podía producir
resultados a largo plazo.
En segundo lugar, la propia naturaleza de la guerra de posiciones hacia muy arriesgado el
ataque, pues implicaba pérdidas enormes y difícilmente se podía romper el frente. Para avanzar
un centenar de metros los contendientes se veían sometidos a una terrible sangría. En este
escenario los alemanes contaban con dos ventajas: la ocupación de las tierras altas en el frente
occidental desde el principio, por lo que les bastaba con mantenerse a la defensiva, dejando el
desgaste del ataque para los franco-británicos; y la maniobrabilidad de sus unidades gracias a la
continuidad territorial y las buenas comunicaciones, pudiendo transportarlas con rapidez y
seguridad entre el frente Este y el Oeste según las necesidades.
En tercer lugar la Entente tenía dificultades en la puesta a punto de sus tropas: la ingente
disponibilidad rusa de hombres chocaba con su falta de cuadros y de armamento; el ejército de
tierra británico era muy limitado y pasó tiempo hasta que pudo poner en Francia un millón de
hombres; y con los italianos apenas se podía contar. Fueron, pues, Francia y Rusia las que
llevaron el peso decisivo durante los dos primeros años.
FUENTE: M. García y C. Gatell, Actual. Historia del Mundo Contemporáneo, Barcelona, Vicens Vives, 1999.
Las estrategias diseñadas por los Estados Mayores para 1917 eran divergentes: mientras el
nuevo jefe del francés, Nivelle, se plantea la reanudación sistemática de la ofensiva,
Hindemburg, a la cabeza del alemán, secundado por Ludendorff, opta por la estrategia
defensiva y el recrudecimiento de la guerra submarina. Ambas conducirán al fracaso. Sin
embargo, en el plazo de 15 días se va a producir un vuelco en la situación internacional, con
implicaciones decisivas para el curso de la guerra: la caída del zar en Rusia (16 de marzo) y la
entrada en guerra de los Estados Unidos (2 de abril).
Tras la revolución rusa, el Gobierno Provisional está decidido a continuar la guerra, pero
sólo controla parcialmente la situación interna, mientras el ejército se va disgregando y crecen
las expectativas revolucionarias. Conscientes de estas dificultades, los Aliados incrementan su
ayuda militar y financiera, pero desde el verano está claro que el frente ruso no va a resistir. La
prolongación de la guerra deslegitima al Gobierno y el fallido golpe de Estado derechista de
Kornílov le priva del apoyo militar, decidiendo a los bolcheviques a la toma del poder en la
Revolución de Octubre (noviembre). Éstos pretenden inicialmente una Paz general sin
anexiones ni indemnizaciones, que se revela inviable. Obligados a elegir entre continuar la
guerra, arriesgando la revolución o salvarla a cambio de una Paz con condiciones muy duras,
Lenin opta por esto último y en diciembre se firma el armisticio con Alemania. Pero ante el
alargamiento de las conversaciones de Paz, los alemanes ayudan a la secesión de Ucrania e
inician una ofensiva hacia Petrogrado, que precipita el Tratado de Brest-Litovsk (marzo de
1918), por el que Rusia pierde los países bálticos (Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania),
Bielorrusia y otros territorios.
La entrada de Estados Unidos en la guerra dio un giro decisivo a las expectativas de la
Entente. Hasta entonces las fuertes corrientes aislacionistas, la diversidad de origen de los
norteamericanos y el pacifismo del presidente Wilson habían evitado la intervención, pese a que
las simpatías generales se decantaban por la Entente, y la Banca Morgan y los comerciantes
proporcionaban recursos a Gran Bretaña. La decisión alemana del bloqueo total fue una
imposición del Estado Mayor de la Marina, basada en el convencimiento de que en seis meses
era posible paralizar el abastecimiento del Reino Unido, hundiendo la tercera parte de su flota
mercante y disuadiendo a los neutrales. La población padecería hambre y los obreros quedarían
en paro al faltar las materias primas, especialmente el algodón americano, lo que conduciría a la
capitulación. Por ello se decidió que a partir del 1 de febrero todo buque comercial de país
enemigo o neutral seria hundido por los submarinos alemanes. El día 3, Estados Unidos rompía
relaciones con Alemania.
No obstante, su entrada en la guerra se demoraría aún dos meses, porque Wilson deseaba
que la decisión contara con un amplio respaldo. Una imprudencia de la diplomacia alemana
vino a caldear el ambiente, al dirigir un mensaje cifrado al Gobierno mexicano (telegrama
Zimmerman) prometiéndole ayuda para recuperar los territorios perdidos en la guerra con
Estados Unidos; el mensaje fue interceptado y publicado. Pero lo determinante fue salvaguardar
las exportaciones, que estaban cayendo en picado como consecuencia de la guerra submarina.
Sólo faltaba el casus belli que justificase la decisión y éste fue el hundimiento del Vigilentia
por un submarino alemán (19 marzo). El 2 de abril, con pleno apoyo del Congreso y de la
opinión pública, Wilson declaraba la guerra.
Esto reforzó a Gran Bretaña con la marina norteamericana y la de varios países
iberoamericanos, que pusieron su flota y los buques alemanes refugiados en sus puertos a
disposición de los Aliados. El Gobierno norteamericano presionó a los neutrales para que
siguieran abasteciendo a la Entente y abrió líneas de financiación directa. Pero además la
incorporación de Estados Unidos proporcionó una ventaja moral, que daría una nueva
dimensión a la guerra: su intervención no obedecía a reivindicaciones territoriales, sino que se
hacía para defender el derecho a la libre circulación marítima y combatir el expansionismo
alemán. De hecho, no entró como «aliado», sino como «asociado» de la Entente, pues no
compartía sus objetivos de guerra, como se pondrá de manifiesto más tarde en los 14 puntos de
Wilson. Ello iba a condicionar posteriormente las pretensiones territoriales de la Entente, pero a
cambio veía reforzado el perfil moral de su causa, liberada también, desde la caída del zar, de la
sombra de su régimen autocrático.
En tanto se materializaban los efectos del nuevo escenario internacional, los contendientes
seguían sin desbloquear la situación y la Entente se enfrenta a una difícil situación militar. Ésta
había preparado ofensivas simultáneas en el frente ruso y el francés para la primavera de 1917.
La debilidad de Gobierno Provisional en Rusia no desanima a Nivelle, pese a la escasa confian-
za de otros mandos y del comandante británico, y en abril inicia una amplia ofensiva en la zona
de Reims, que concluye en un fracaso total. Su efecto de desmoralización será demoledor: en
numerosos regimientos se registran negativas a ir a primera línea y la indisciplina hace temer la
disgregación del ejército, alentada por las proclamas en favor de la Paz que promueven tanto
pacifistas sinceros como agentes al servicio de Alemania; los socialistas rompen la «unión
sagrada» y abandonan el Gobierno. La situación es muy grave y Nivelle es sustituido por
Pétain, que restablece la disciplina.
Se producen entonces algunas tentativas de Paz. En Austria-Hungría, el nuevo emperador
Carlos I (desde 1916) inicia contactos secretos con Francia, pero no está dispuesto a renunciar a
los territorios exigidos por Italia. Alemania propone conversaciones con Francia, que no son
aceptadas. Finalmente, el papa Benedicto XV lanza una propuesta general, que tampoco tiene
acogida. Las reivindicaciones territoriales seguían siendo la pieza clave. Fracasadas estas
iniciativas, la alianza de los imperios centrales se refuerza, y los austríacos emprenden una
ofensiva victoriosa sobre Italia, cuyo ejército sufre una aplastante derrota en Caporetto
(octubre), estando a punto de hundirse el frente italiano.
En todos los países asistimos a una crisis moral. Para contener el clima de descontento los
gobiernos se vuelven más autoritarios, en perjuicio de los parlamentos, crece la influencia de
los militares, los pacifistas son combatidos judicialmente y se amordaza a la prensa opositora.
Clemenceau, Lloyd George y Wilson protagonizan el espíritu de resistencia y concentran las
decisiones, mientras en Alemania el Estado Mayor ejerce una verdadera dictadura política.
En efecto, la movilización de recursos que exigía una guerra total tuvo importantes
repercusiones en el funcionamiento interno de los Estados. La primera fue el debilitamiento de
la democracia liberal, pues la separación de poderes y la transparencia eran difícilmente
conciliables con la centralización de las decisiones y el secreto militar. Según se alarga la
guerra, los parlamentos ceden autonomía a los gobiernos, en particular a sus presidentes,
ampliamente respaldados por la opinión pública. Los jefes militares adquieren un gran
ascendiente en la toma de las decisiones, lo que llega al extremo en Alemania.
La economía liberal deja paso al progresivo intervencionismo estatal en las industrias de
guerra y después en otros muchos sectores para asegurar el abastecimiento, como el comercio
exterior las empresas estratégicas y la fijación de las condiciones de trabajo y los salarios. Pero
mientras en los Estados democráticos, como Francia y el Reino Unido, esto se hace de acuerdo
con empresarios y sindicatos, lo que fortalece la cohesión nacional e incluso produce una
mejora relativa en las condiciones de vida de las capas modestas, en los de carácter autoritario
se actúa por imposición, sin tener en cuenta las necesidades y el concurso de la población.
Es el caso de Alemania, cuyo potencial militar e industrial encubría graves problemas de
recursos. Hindemburg estableció un programa que subordinaba todo a la producción de material
bélico en grandes cantidades, con fuertes controles sobre la economía y la sociedad y basado en
el autoritarismo y la inflación, lo que debilitó la moral popular. Entretanto se dejaba hundir la
agricultura, originando elevaciones de precios y una creciente falta de alimentos. Se estaban
creando las condiciones para una situación revolucionaria en caso de fracasar las grandes
ofensivas que se preparaban para la primavera de 1918.
Entre marzo y octubre de 1918 tienen lugar las pruebas de fuerza finales con la vuelta a las
grandes ofensivas. Desaparecida la presión del frente ruso, la ventaja inicial será para las
ofensivas alemanas. Pero cuentan sólo con cuatro meses, pues para julio está prevista la llegada
de las primeras tropas americanas. A la espera de éstos, Pétain opta por la estrategia defensiva.
Pero falta coordinación con el mando británico, lo que aprovecha Ludendorff para lanzar la
ofensiva de Picardía (marzo), abriendo una brecha de 80 km entre ambos ejércitos. Los ingleses
se ven forzados a replegarse hacia los puertos del Noroeste y los franceses hacia el Este para
cubrir París. Esto decide a los gobiernos a la unificación del mando: Foch es nombrado coman-
dante en jefe de los Ejércitos Aliados y forma una barrera común que detiene a los alemanes.
Éstos lanzan una nueva ofensiva en Champagne, con fuerzas muy superiores, que inicialmente
tuvo éxito; pero la resistencia francesa y la falta de tropas de reserva obliga a los alemanes a
detener su ofensiva.
Durante dos meses y medio, el Estado Mayor alemán ha lanzado ofensivas logrando
romper el frente aliado, pero sin dar un vuelco a la situación. El ataque definitivo estaba
previsto en el frente flamenco contra los ingleses. Pero Ludendorff necesita más hombres y
dispone apenas de mes y medio antes de que lleguen los americanos. Surgen entonces
discrepancias internas entre quienes están convencidos de que la victoria ya no es posible y
pretenden la Paz aprovechando su ventajosa posición militar, y los que creen todavía en la
victoria (Hindemburg y Ludendorff), contrarios a cualquier concesión. El káiser se inclina por
éstos y destituye al ministro de Exteriores.
El fracaso de una nueva ofensiva de los alemanes en Champagne (julio) permite al ejército
francés pasar al contraataque, obligándoles a una amplia retirada que les hace perder toda
esperanza de victoria, cuando empiezan a llegar las primeras tropas norteamericanas. Se
desencadenan entonces las ofensivas aliadas. En agosto, el mariscal Foch ve llegado el
momento, obteniendo un inesperado éxito inicial (Montdidier) que pone de manifiesto la nueva
relación de fuerzas. En septiembre, la conjunción de las tropas francesas, inglesas y belgas
inicia la ofensiva general con una neta superioridad, recuperando de manera sistemática el norte
de Francia y el oeste de Bélgica. Se establece además un plan a escala europea e incluso más
amplio: reactivación del frente de Siberia para impedir el trasvase de tropas alemanas; ofensiva
italiana; operación británica en Palestina, que derrota al ejército turco y asienta las bases de su
dominio en la zona; reapertura del frente balcánico a partir de Salónica, facilitado por la
adhesión de Grecia a los Aliados. Las ofensivas van a obtener en muy poco tiempo éxitos
decisivos. El ejército franco-serbio derrota a los búlgaros, que firman el armisticio. Otro tanto
ocurre en Turquía, que ve amenazada la ruta hacia Constantinopla y los Dardanelos y firma el
armisticio, poniendo en manos británicas los puntos estratégicos del Imperio otomano y la zona
de los Estrechos.
El Imperio Austro-Húngaro está militarmente amenazado y en proceso de disolución
interna. Las tropas de las nacionalidades no ven sentido a participar en la defensa de un Estado
del que pretenden separarse, y la concesión de autonomías que ofrece el emperador Carlos llega
tarde: checos, eslavos del Sur, rumanos de Transilvania y magiares ponen en marcha procesos
independentistas. Se produce entonces el éxito italiano de Vittorio-Véneto ante un ejército
austro-húngaro en completo desorden. Con un imperio en plena descomposición, el emperador
Carlos firma el armisticio (3 de noviembre), quedando disuelto su ejército y autorizados los
Aliados a atravesar su territorio para llegar a Alemania, mientras se proclama la República
Checoslovaca, se constituye un Consejo Nacional Yugoslavo, Hungría se separa de Viena y la
propia Austria se separa del Imperio. Carlos I se retira, certificando así la disolución del
Imperio y el fin de los Habsburgo.
Alemania sólo puede resistir unos meses si traslada al frente a los obreros de las fábricas
hasta que se acabe el material bélico almacenado. Ludendorff y Hindemburg ven perdida la
guerra y se solicita el armisticio. Pero Wilson exige unas condiciones que impidan a Alemania
reemprender las hostilidades en el futuro y sólo admite negociar con «representantes del pueblo
alemán» y no con los que hasta entonces lo han dirigido. Es decir; exige la capitulación militar
pura y simple y la transformación completa de las instituciones políticas. En la duda se reavivan
las disensiones internas; pero Guillermo II no cede, mientras se producen motines en la marina
(Kiel) y huelgas y revueltas en los centros industriales, se constituyen consejos de obreros y
soldados al modo de los soviets. Finalmente el káiser abdica y huye a Holanda, mientras en
Berlín se proclama la República. El 11 de noviembre en Rethondes el nuevo Gobierno firma el
armisticio.
CAPÍTULO 14
La fallait de la paix, del historiador francés Maurice Baumont, The Twenty Year's Crisis,
1919-1939, del diplomático e historiador británico Edward Hallet Carr; The Origins of the
Second World War, de su compatriota A. J. P. Taybr o The Illusion of Peace, de la historiadora
anglosajona Sally Marks, figuran entre los títulos clásicos e ineludibles para el estudio de las
Relaciones Internacionales de aquel período y, a su vez, son un fiel testimonio del impacto
social que el ciclo de guerras mundiales tuvo en la conciencia y en la mentalidad colectiva, no
sólo de las generaciones coetáneas sino también de sus herederas. La Gran Guerra y la
fragilidad de la paz han determinado una parte sustancial del quehacer historiográfico sobre un
periodo crítico en la configuración de la sociedad internacional actual. El «retorno de la
Historia» en el mundo de la posguerra fría y en la tesitura de la construcción y la transición
hacia un nuevo sistema internacional ha estimulado la mirada hacia un pasado no muy remoto,
desde una sensibilidad nueva y desde una perspectiva más sosegada por el bálsamo del tiempo.
La articulación del nuevo sistema internacional, como expresión arquitectónica de la paz,
es, sin duda, el proceso más determinante de la posguerra. La difusa coyuntura de la posguerra,
en sí misma considerada, es el hábitat en que afloran las ilusiones y las incertidumbres de la paz
y en el que se transita, á menudo con pereza, del estruendo de los cañones al suave susurro de
las plumas en las mesas de negociación.
La Guerra del Catorce tendría decisivos efectos en las Relaciones Internacionales y la
fisonomía de la sociedad internacional contemporánea, acelerando ciertos procesos y síntomas,
ya perceptibles en la centuria precedente, en cohabitación con la tradición y la herencia de un
mundo decimonónico que se resiste a desaparecer.
La Guerra del Catorce y la edificación de la paz fueron episodios decisivos en la
emergencia de la sociedad internacional contemporánea, pero indisociables en términos
históricos del ciclo de guerras mundiales que culmina en 1945. Aquella «nueva guerra de los
treinta años» sepultaba definitivamente el sistema de equilibrio de poder emanado de la Paz de
Westfalia, un sistema interestatal de matriz europea, para dejar paso a una realidad internacional
que había dejado de ser eurocéntrica y eurodeterminada y en tránsito hacia una plena
mundialización. Cambios acompañados de profundas transformaciones en los cimientos socio-
económicos del sistema internacional y un sentimiento generalizado de crisis y decadencia en
las sociedades europeas.
Con el ánimo de aproximarnos a la configuración del sistema internacional emanado de la
Conferencia de Paz de París a principios de 1919, no sólo desde sus claves coyunturales sino
HISTORIA DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES CONTEMPORÁNEAS 207
también desde el horizonte temporal del siglo, la síntesis que transitará a lo largo de estas
páginas abrazará el problema de la construcción de la paz, el nuevo orden internacional
legitimado por los Tratados y los flecos de la paz en la posguerra.
En las delegaciones que acudieron a la crucial cita de París predominaba, en opinión del
historiador norteamericano R. O. Paxton, el ánimo de que aquella paz no fuese unilateral y
fuera, en consecuencia, el cauce para establecer un sistema internacional que conjurase el riesgo
de una nueva confrontación. En una atmósfera internacional de hastío contra la guerra, aquellos
esfuerzos por traducir esa voluntad política y moral fluyeron, sin embargo, entre corrientes de
distinta intensidad y orientación que condicionarían decisivamente la suerte de la Conferencia y
los trabajos para restablecer la paz.
El cese de las hostilidades en el otoño de 1918 había estado precedido por declaraciones y
trabajos que apuntaban al mundo que habría de forjarse en la paz, atendiendo a las futuras
fronteras, la suerte de las colonias de las potencias vencidas e incluso la refundación de las
Relaciones Internacionales sobre nuevas bases. Sin embargo, sería un grave error de
apreciación, como bien apunta Rosario de la Torre, ignorar que la «energía de los aliados se ha-
bía concentrado en ganar la guerra, no en preparar la paz». La diplomacia de guerra fue, por
tanto, un factor condicionante de primer orden para percibir los límites a la libertad de acción
de las delegaciones en la Conferencia de Paz. A diferencia de la clara conciencia que el II
Reich tuvo de sus objetivos de guerra, los Estados de la Entente -afirma Ricardo Miralles-
llegaron a «construir sus proyectos, de manera desordenada, sobre la base de un regateo general
entre las potencias». Hasta la incorporación de Estados Unidos al esfuerzo bélico los objetivos
de guerra comunes de los aliados no habían pasado de ciertas obligaciones muy genéricas:
evitar la conclusión de una paz por separado, y procurar un consenso y un entendimiento
previos entre los aliados a la hora de hacer cualquier proposición de paz.
La diplomacia de guerra emprendida por la Entente, a caballo entre las exigencias bélicas y
sus ambiciones imperialistas, generó una serie de compromisos secretos puntuales y divergentes
respecto al futuro de Europa central y oriental y el Próximo Oriente principalmente,
mediatizando el rumbo de las conversaciones de paz en 1919. En Europa, el principal
beneficiario de las iniciativas franco-británicas fue Italia, que a raíz de los Tratados de Londres,
de 26 de abril de 1915, y de Saint-Jean-de-Maurianne, de 19 de abril de 1917, decidió su
concurso en la guerra a cambio de compensaciones territoriales en el Trentino, sur del Tirol,
península de Istria, Albania, parte de Dalmacia e islas del Dodecaneso, además de otros
derechos en el Imperio otomano y las posesiones ultramarinas de Alemania. Por su lado,
Rumania se sumaría a los esfuerzos de guerra a raíz del Tratado de 17 de agosto de 1916, con el
compromiso de anexionarse Transilvania y el Banato de Temesvar. El futuro del Oriente
Próximo quedaría difusamente comprometido a tenor de acuerdos a diferentes bandas: en
primer término, las conversaciones franco-británicas con el Imperio ruso, entre marzo y abril de
1915, para evitar la firma de una paz por separado previendo compensaciones en los Estrechos
y en Armenia; en segundo lugar; el secreto reparto de Oriente Próximo entre Londres y París,
mediante los acuerdos Sykes-Picot de 4 de marzo y 16 de mayo de 1916, vulnerando las
promesas británicas para la creación de un Estado nacional árabe; y el compromiso de Londres
hacia la causa sionista y el establecimiento de un hogar judío en Palestina, asumida en la
Declaración Balfour el 2 de noviembre de 1917.
Las discrepancias entre los aliados y asociados en sus objetivos y motivaciones de guerra
no fueron menores que las que aflorarían al emprender el camino de la paz y modelar el nuevo
sistema internacional. Divergencias que atenderían a los planteamientos e intereses de los
componentes de la coalición vencedora y a sensibilidades de diferente signo en el seno de los
propios Estados. La suerte del nuevo statu quo dependería, en buena medida, de la capacidad de
entendimiento entre las grandes potencias aliadas para respetar y, en última instancia, garantizar
la eficacia del nuevo orden.
Síntoma inequívoco de la mundialización de las Relaciones Internacionales, estimulada por
la propia contienda, las grandes potencias extraeuropeas desempeñarían un papel inédito en una
Conferencia de Paz junto a los europeos. En un plano más discreto y con unas ambiciones
localizadas en términos geográficos en el futuro statu quo del Lejano Oriente, pero con un
indiscutible contenido simbólico, la presencia de la delegación japonesa en París ilustraba una
emergente sociedad internacional que ya no podía definirse en exclusividad por su matriz
occidental. En su discurso nacionalista y al amparo de su empuje económico y demográfico,
Tokio pretendía desplazar a las potencias europeas de los mercados del Extremo Oriente y
acceder desde una posición privilegiada a las posesiones alemanas en el Pacífico.
La incorporación de Estados Unidos a los esfuerzos de guerra aliados tendría, en cambio,
decisivas consecuencias, no sólo en el transcurso de la guerra, sino también en la propia
concepción del nuevo sistema internacional. Portadores de una noción renovadora y
revolucionaria de las Relaciones Internacionales, fundada en el liberalismo, la democracia y el
capitalismo, su propuesta, a diferencia de los postulados tradicionales de la diplomacia europea,
planteaba una global e inédita refundación de los cimientos de la vida internacional. El
idealismo y la escrupulosa moralidad de aquel proyecto, personificado en el presidente
Woodrow Wilson, no pretendía, en opinión de Henry Kissinger, poner tan solo fin a la guerra y
restaurar el orden internacional, sino «reformar todo el sistema de Relaciones Internacionales
que se había practicado durante casi los últimos tres siglos».
Amparado en la experiencia histórica y los valores e instituciones de la sociedad
norteamericana, la extraversión de aquel modelo de relaciones sociales internacionales y la
implicación de los Estados Unidos en las mismas sólo sería posible en un mundo donde reinase
la paz. Un nuevo orden al que habría de llegarse mediante un Covenant, un pacto solemne y
casi religioso, por el cual los Estados se comprometiesen a respetar y asumir aquellas premisas.
En mayo de 1916, el presidente Wilson propondría por primera vez un plan para crear una
organización mundial amparada en dichos principios y, por propia iniciativa, el 8 de enero de
1918 Wilson presentaría ante una sesión conjunta del Congreso los objetivos de guerra
norteamericanos. En los famosos Catorce Puntos, uno de los documentos más determinantes en
el diseño de la paz, se evocaban una serie de principios elementales para la convivencia
internacional: la supresión de las barreras comerciales, la libertad de los mares, la reducción de
armamentos, las virtudes de la diplomacia abierta y, por supuesto, el principio de
autodeterminación de los pueblos. Fundamentos en los que había de ampararse el
comportamiento de los actores del medio internacional, básicamente la Sociedad de Naciones,
como entidad supranacional, y los Estados.
La creación de la organización internacional, la más novedosa de las propuestas, fue una
iniciativa de inequívoca impronta anglosajona. La idea, ya acariciada en medios académicos y
políticos y enraizada en la tradición del liberalismo pacifista, cristalizó en 1916 en la creación
de la League to Enforce Peace, asociación fundada por el antiguo presidente W. H. Taft y que
contaría con el entusiasta apoyo de Wilson y su amigo y consejero el coronel House. A lo largo
del año 1918 las discusiones de Wilson y House, enriquecidas con el conocimiento de las
propuestas británicas y francesas, se plasmarían en proyectos sobre los que luego formularían
sus estrategias y argumentaciones en las negociaciones de paz en París. Aquel proyecto liberal
de organización de la vida internacional se cimentó, asimismo, en un marco académico-
intelectual, ya mencionado en los capítulos introductorios, al hilo del cual se renovaría el
estudio de las Relaciones Internacionales y la propia visión del mundo.
El principio de autodeterminación de los pueblos, que debía ser consagrado y garantizado
por la Sociedad de Naciones, era una de las nociones prioritarias sobre la que debía organizarse
la nueva vida internacional. La aversión hacia el colonialismo y la reconstrucción del mapa
europeo atendiendo al problema de las nacionalidades quedaba explicitado en numerosos
puntos del mensaje presidencial. La preocupación por las aspiraciones de las minorías en
Europa central y oriental y en la península balcánica, junto a otras prioridades como la
independencia de Bélgica, se trasladó de los medios políticos a los académicos. Semejante
reestructuración cartográfica del viejo continente incitó a la Administración norteamericana a
recabar el concurso de los expertos, entre ellos el eminente geógrafo Isaiah Bowman, para
documentar tan ambiciosa tarea.
Intramuros de la Europa aliada, la convicción del cambio para edificar la paz transpiraba
aún las formas y los fundamentos de la diplomacia decimonónica y una concepción del nuevo
orden a menudo cautiva del legado del pasado. Inmersos en la lógica y la práctica del equilibrio
de poder, el realismo político y el influyente discurso de la geopolítica al servicio del interés na-
cional, Gran Bretaña fue, entre las grandes potencias europeas vencedoras, la que mostró un
mayor grado de afinidad y sintonía con las renovadoras tesis norteamericanas. Heredera de una
secular visión del equilibrio mundial, tras un siglo de inequívoca hegemonía, el pragmatismo de
la diplomacia británica se había acomodado a las exigencias de su activa política ultramarina y
la prevención hacia cualquier alteración del Concierto Europeo. Gran Bretaña llegaría a la mesa
de negociaciones con la pretensión de preservar un cierto equilibrio de poder continental y
defender sus aspiraciones ultramarinas. El Foreign Office y el Almirantazgo estaban
convencidos de que Francia deseaba renovar su histórica hegemonía sobre el continente.
Durante las negociaciones de paz las posiciones de la delegación británica abundarían, final-
mente, en una sensibilidad más dialogante y flexible respecto a las reivindicaciones alemanas.
Las ambiciones territoriales británicas, localizadas en el mundo de ultramar, estuvieron
depositadas en el futuro de las posesiones africanas de Alemania y los despojos del Imperio
otomano, de acuerdo con los objetivos y los compromisos internacionales asumidos durante la
guerra.
En esa línea progresarían los argumentos geopolíticos de sus más carismáticos geógrafos.
Entre ellos, Halford J. Mackinder y James Fairgrieve, quienes interpretaban, en términos
realistas, los beneficios que podrían derivarse de la creación de una organización mundial, que
bajo la influencia de las potencias occidentales pudiera preservar la paz internacional a través
del equilibrio.
Esa sensibilidad realista presidiría las iniciativas británicas en la formulación y creación de
la futura organización internacional y esa lógica orientaría su estrategia de aproximación a las
tesis norteamericanas. El primer ministro británico, David Lloyd George se erigió en el primer
padrino oficial de la Sociedad de Naciones. Tres días antes de la intervención de Wilson ante el
Congreso, el 5 de enero de 1918, exponía ante los delegados de los sindicatos los objetivos de
guerra británicos, entre los cuales se explicitaba la creación de alguna organización mundial que
promoviese la limitación de armamentos y atenuase el peligro de guerra. Sensible a la opinión
pública y al asociacionismo que en Gran Bretaña había concitado la idea a través de la creación
de la League of Nations Union, transfirió el protagonismo en la elaboración de un proyecto de
organización internacional a dos miembros de su Gabinete de Guerra: lord Robert Cecil y el
general Smuts. El primero de ellos, miembro de la citada asociación, elaboró un esbozo de
constitución internacional que serviría de documento de trabajo en un comité gubernamental
creado en febrero de 1918. El proyecto resultante, muy ortodoxo y conservador, preveía un
organismo que, sin interferir apenas en la soberanía de los Estados, atenuase el conflicto y
reforzara la diplomacia tradicional del equilibrio de poder. Más estructurado, ambicioso e
influyente fue el proyecto del general Smuts, publicado a finales de 1918 bajo el titulo The
League of Nations. A practical Suggestion. El proyecto, de algún modo, culminaba la
publicística precedente sobre la Sociedad de Naciones y conceptualizaba unas premisas
capitales para las discusiones posteriores, entre ellas la convicción de que la nueva organización
no debiera ser una mera agencia para resolver disputas, sino un gran órgano de la vida pacífica
de la civilización, coordinando todo tipo de actividades internacionales.
El realismo que impregnó las tesis francesas sobre el orden de posguerra se encontraba no
sólo en las antípodas del idealismo wilsoniano sino también a una notable distancia del
pragmatismo y la noción de equilibrio de poder de Londres. Francia había sido el país que
había hecho un mayor esfuerzo bélico y había sufrido de forma más devastadora sobre su suelo
la guerra. Un pueblo cuya memoria colectiva apenas había comenzado a digerir las dos
agresiones que su poderoso vecino le había inferido en el transcurso de medio siglo.
Conscientes los medios oficiales franceses de su desgaste y su debilidad, sus objetivos de guerra
y la concepción del sistema internacional de posguerra girarían en torno a la obsesión por su
seguridad y su determinación en evitar por todos los medios el revanchismo alemán. Sin
descuidar sus ambiciones ultramarinas, la seguridad fue el punto de destino de su noción del
orden de posguerra, ya fuera en el perfil de la nueva organización internacional o ya fuera en sus
planteamientos geopolíticos y geoeconómicos respecto a Europa.
La influencia de la opinión y las tesis francesas en los preliminares de la nueva
organización internacional no fue comparable al protagonismo anglosajón, todo ello a pesar del
interés demostrado desde medios gubernamentales y la actividad de organizaciones como la
Association française pour la Société des Nations, fundada por Léon Bourgeois en el verano de
1918. El Gobierno francés creó una comisión encargada de elaborar un proyecto de pacto para
una futura Sociedad de Naciones, que sirviera, efectivamente, para defender los objetivos de
guerra franceses. El proyecto emanado de la comisión asimiló buena parte de las convicciones
de Léon Bourgeois, como ya había puesto de manifiesto en algunas de sus publicaciones, como
Solidarité y Pour la Société des Nations. El proyecto, aprobado por el gobierno de Clemenceau
el 8 de junio de 1918 y enviado al presidente Wilson, era más rígido que los propuestos por los
anglosajones. Bajo el imperativo de la seguridad, la nueva organización internacional debía
estar dotada de una autoridad práctica, vigorosa y armada, como premisa a la eficaz prevención
de las guerras y la preservación de la paz.
En los medios geográficos franceses se tenía plena conciencia de las exigencias de la
seguridad para un país fuertemente debilitado por la guerra. Frente a la tradición geopolítica
británica y alemana, en Francia el pensamiento geográfico, como bien apunta Geoffrey Parker,
se movía mayoritariamente en la dirección de las enseñanzas vidalianas, es decir; estimulando
una visión humanista frente al determinismo geográfico y el imperativo de los limites naturales.
En este marco, se fue fraguando en la posguerra una geopolítica de la paz identificada y
comprometida con la causa de la Sociedad de Naciones, estimando que garantizaría la paz y
apuntalaría el nuevo statu quo de posguerra y la seguridad francesa. Pero, indudablemente, la
seguridad francesa estaba ligada a la futura reconfiguración del mapa de Europa. Desde el
propio gobierno francés, Clemenceau era consciente en 1918 de que la seguridad era
inseparable de las realidades de la geografía europea. En esta tarea contó con la erudición del
geógrafo Emmanuel de Martonne, su consejero durante la Conferencia de Paz. Hacia este
propósito se orientarían los planteamientos estratégicos, cartográficos y económicos de la
delegación francesa. En este sentido fue paradigmático el llamado proyecto siderúrgico francés
auspiciado desde el Ouai d'Orsay, que preveía sustraer la mitad del potencial energético de
Alemania mediante la cesión a Francia y Polonia de las minas del Sarre y Alta Silesia y
debilitar su potencial siderúrgico, lo que habría alterado sustancialmente el mapa económico de
Europa.
Por último, Italia, la más débil de las grandes potencias aliadas, afrontó las conversaciones
de paz con el ánimo de coronar sus ambiciones territoriales en el Mediterráneo oriental y
África, amparándose en la legitimidad de las promesas asumidas por franceses y británicos en
los Tratados. La determinación de los italianos, los «mendigos de Europa», como en una
ocasión los calificó el subsecretario permanente del Foreign Oflice -sir Charles Hardinge-, les
llevó a navegar a contracorriente del espíritu y el contenido de los Catorce Puntos de Wilson.
No menos decisivo, entre los condicionantes de la paz, fue la convulsión provocada por la
revolución bolchevique de 1917 y la marea roja que prendió en otros focos de la geografía
europea, como los capítulos de la revolución espartaquista en Alemania y la república de
Radomir en Bulgaria en 1918 y el episodio revolucionario de Bela Kun en Hungría en 1919.
Inseparable del marco de la guerra, la amenaza revolucionaria, analizada en sus múltiples
detalles en el capítulo precedente, al cual remitimos, generaría una gran desconfianza en el
mundo capitalista. La revolución bolchevique planteaba, y no sólo desde la teoría, un modelo de
sociedad alternativa al capitalismo desde una lógica internacionalista. Un modelo alternativo
cuyas premisas alentaban cambios sustanciales en las Relaciones Internacionales, en un sentido
revolucionario, aunque las delicadas circunstancias, como bien ha analizado Henry Kissinger;
les condujera al recurso a fórmulas diplomáticas tradicionales y a la búsqueda de una
coexistencia pacífica, más próximas sin duda a la lógica del interés nacional. Asimismo, el
epilogo a la Gran Guerra en el frente oriental mediante la paz impuesta y firmada
unilateralmente con Alemania y sus aliados, el Tratado de Brest-Litovsk de 3 de marzo de 1918,
no dejaría de tener importantes consecuencias en las Relaciones Internacionales de la posguerra.
El problema de las nacionalidades y las minorías nacionales seria, en última instancia,
otro de los condicionantes esenciales de la paz. La evocación, desde distintas premisas
ideológicas, del principio de autodeterminación y los propios cálculos e intereses de las grandes
potencias generaron durante la guerra una atmósfera proclive a las aspiraciones de las minorías
nacionales en el mundo balcánico y en Europa central y oriental y el despertar de la conciencia
de los pueblos en el ámbito de ultramar.
El principio de las nacionalidades había sido utilizado como un arma propagandística por
ambos bandos, dispensando un trato diferenciado a estas minorías en función de su mayor
entidad y de su utilidad político-estratégica, como puede desprenderse del trato recibido por
polacos, checos y serbios desde la coalición aliada. En el caso polaco el anhelo independentista,
encarnado en la figura de Pilsudski y la actividad de los exiliados en París -donde se estableció
un Consejo Nacional polaco- y en Estados Unidos, osciló circunstancialmente entre las
expectativas y promesas de ambos bandos, para inclinarse decisivamente del lado aliado a partir
los cambios revolucionarios en Rusia y el hundimiento de los imperios centrales. En el caso de
checos y serbios, sus tesis en pro de la disolución del viejo Imperio austro-húngaro acabaron
por ser asumidas por las potencias occidentales. La actividad de los emigrados checos Edvard
Benes y Tomas Masaryk en Francia y en el mundo anglosajón, respectivamente, fue capital en
medios políticos, diplomáticos y universitarios para divulgar y atraer su apoyo a la causa
nacional. Igualmente eficaz fue la labor de los diplomáticos serbios en Paris y, en especial, el
Comité Nacional constituido en Londres por políticos serbios, croatas y eslovenos, que en 1917
pactarían con el Gobierno serbio la constitución de una monarquía constitucional y
parlamentaria, muy lejana ciertamente de los propósitos finales de Belgrado.
El apoyo de las potencias occidentales explicitado en los Catorce Puntos de Wilson o en la
reafirmación del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos en el Congreso de las
Nacionalidades Oprimidas reunido en Roma en abril de 1918 bajo los auspicios franco-
británicos entraría en una fase decisiva en la Conferencia de París, donde se debía discutir el
trazado fronterizo y legitimar a Estados cuya proclamación había tenido lugar en el tramo final
de la guerra. La tarea fue de una extraordinaria complejidad y trascendencia ante la difícil
resolución de la ecuación del Estado-nación en un universo social heterogéneo y disperso en su
configuración étnica, cultural, lingüística y religiosa.
Este complejo elenco de circunstancias erosionó el amplio margen de libertad del que
parecía disponer la coalición vencedora para definir las bases de la paz, a juzgar por el
hundimiento de los imperios centrales y sus aliados y la inmersión revolucionaria de Rusia. La
emergencia de un nuevo sistema internacional, amparado en los Tratados de Paz, no fue la
consecuencia de un proceso enteramente uniforme y planificado, a pesar de que el nuevo orden
descansó esencialmente en los trabajos de la Conferencia de París, ni el resultado de un
esfuerzo puntual en el tiempo, sino que se dilató a tenor de múltiples condicionantes entre 1918
y 1923.
Los preparativos y las discusiones para establecer la paz se embarcaron en una fase
determinante en el otoño de 1918, a tenor del cese de las hostilidades. A la firma del armisticio
de Mudros el 31 de octubre por el Imperio otomano y el de Villa Giusti el 3 de noviembre por
el moribundo Imperio otomano, siguió la claudicación del II Reich. Firmado el armisticio en
Rethondes el 11 de noviembre, sus condiciones se atuvieron a las directrices explicitadas por la
Administración norteamericana en los Catorce Puntos, las cuales fueron aceptadas no sin
reticencias por los gobiernos aliados ante la eventualidad de que Washington firmase una paz
por separado con Alemania.
La Conferencia de Paz sería el foro en el que se habilitaría un complejo mecanismo para
diseñar el nuevo sistema internacional, sancionando el nuevo equilibrio resultante de la Guerra
del Catorce. La Conferencia habría de resolver; a su vez, las necesidades inmediatas de Europa
para su reconstrucción, establecer el nuevo mapa político de Europa en lo que sería la mayor
revisión de fronteras desde 1815 y decidir el futuro de las posesiones territoriales e intereses
alemanes en ultramar y el de los territorios del Imperio otomano.
La elección de Paris como sede de la Conferencia de Paz fue problemática, no sólo por las
agitadas y vivas pasiones que la guerra concitaba en la capital francesa, sino también por sus
carencias logísticas tras los años de guerra para hacer frente al amplio elenco de servicios
inherentes a la Conferencia. La confusión que reinó en París antes y durante las deliberaciones
contribuyó al curso improvisado y errático de los trabajos de la Conferencia.
Con la participación final de 32 Estados y unos mil delegados, la sesión inaugural se abría
el 18 de enero con un discurso de Raymond Poincaré dirigido a las representaciones de las
naciones aliadas y asociadas. La actividad de la Conferencia se desenvolvió a través de dos
fases: la primera, entre los meses de enero y marzo, transitó al abrigo del órgano supremo de la
Conferencia, el Consejo de los Diez, constituido por los jefes de gobierno y los ministros de
Asuntos Exteriores de las grandes potencias vencedoras (Estados Unidos, Francia, Gran
Bretaña, Italia y Japón), y al que se encomendó la discusión de las bases de la paz y la
coordinación de la actividad de las múltiples comisiones especializadas; y la segunda, desde
marzo hasta junio, orquestada por el Consejo de los Cuatro, compuesto por los dirigentes de las
cuatro potencias occidentales, con el cometido de plantear en exclusiva la elaboración del
Tratado de Paz con Alemania.
A lo largo de la Conferencia se constataron las dificultades para armonizar el diseño de un
nuevo sistema basado en el respeto de los principios liberales y democráticos y el derecho de
autodeterminación de los pueblos, así como la vertebración de los asuntos mundiales a partir de
una organización internacional, con los objetivos e intereses nacionales de las potencias vence-
doras. Todo ello personalizado en la labor de los jefes y demás miembros de las delegaciones:
entre los anfitriones, George Clemenceau, André Tardieu, Raymond Poincaré y el mariscal
Foch; en el seno de la representación norteamericana, el presidente Wilson y su intimo
colaborador el coronel House; por Gran Bretaña, el liderazgo de Lloyd George estuvo
acompañado de destacados colaboradores como Arthur James Balfour; el general Smuts, Harold
Nicolson o Arnold J. Toynbee; y por último, el discreto protagonismo de la representación
italiana, por mediación del primer ministro Vittorio Orlando y, en especial, del ministro de
Asuntos Exteriores, Sidney Sonnino.
El precario consenso en los términos de la paz y el sistema internacional sobre el que
había de sustentarse expresaba el compromiso básico al que llegaron las delegaciones de las
grandes potencias: en primer término, la connivencia que se alcanzó entre la concepción
británica del equilibrio de poder y la seguridad colectiva y el idealismo de las tesis wilsonianas,
posiciones que pese a sus divergencias navegaron a corriente de una sintonía anglosajona que se
haría sentir antes y durante la Conferencia, donde imperaron sus concepciones, sus métodos y
aun su lengua como vehículo de expresión; en segundo lugar; un compromiso de mínimos en la
tensión entre la intransigencia francesa y la benevolencia y la flexibilidad británica respecto del
futuro de Alemania; y, por último, el punto de encuentro entre el anhelo francés por garantizar
su seguridad y la aspiración wilsoniana de establecer una Sociedad de Naciones.
De la Conferencia emanaría el primero de los Tratados de Paz, el Tratado de Versalles.
Una «paz impuesta» -el diktat desde la percepción alemana-, en su contenido y en su protocolo
como se escenificó en su firma en la Galería de los Espejos, lugar de la capitulación francesa de
1871, que serviría de modelo a los demás Tratados firmados por separado con las restantes po-
tencias vencidas. Todos ellos, exceptuando el de Lausana, llevarían el nombre del palacio donde
fueron rubricados.
La Conferencia de París y los Tratados de Paz definieron y explicitaron los principios y
mecanismos sobre los cuales habría de edificarse el nuevo sistema internacional, garante de la
paz y del nuevo orden de cosas de posguerra. Un sistema inédito concebido a la medida de dos
actores internacionales privilegiados, pero no exclusivos: la organización internacional y los
Estados.
El orden internacional configurado con los Tratados de Paz y garantizado por la Sociedad
de Naciones no aportaba la estabilidad necesaria a la Europa de posguerra. Las potencias
derrotadas -en especial, Alemania- manifestaban una clara voluntad revisionista, contrarias a
reconocer un statu quo que, fijado por la fuerza, expresaba la ley dura de los triunfadores. Las
exigencias territoriales, económicas, políticas y militares resultaban humillantes y
condicionaban su futuro. Por otro lado, la desunión y desconfianza caracterizaba a los
vencedores, que discrepaban en su apreciación sobre la realidad internacional y las soluciones a
aportar. Frente al maximalismo de Francia, dispuesta a convertirse en el gendarme del orden de
Versalles, las potencias anglosajonas buscaban flexibilizar las bases establecidas en la Confe-
rencia de Paz de París.
En Francia, los gobiernos del Bloque nacional diseñan, entre 1919 y 1924, una política
exterior centrada en la ejecución íntegra de las cláusulas del Tratado de Versalles, con el
objetivo de garantizar los imperativos de su seguridad frente al Reich, consolidarse como
potencia económica y asentar su preponderancia en el continente mediante instrumentos
HISTORIA DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES CONTEMPORÁNEAS 227
La construcción internacional edificada sobre Europa descansaba, con todo, sobre bases
frágiles. Sus límites e insuficiencias lo convertían -según Girault y Frank- en un orden precario
y a la paz, en una ilusión.
El empuje de la Sociedad de Naciones seguía dependiendo de la actitud de las grandes
potencias y de la coyuntura económica. Los primeros indicios de la recesión alientan la
agitación ultranacionalista en Alemania y las formulaciones agresivas del nacional-socialismo.
Los sentimientos revisionistas, además, seguían presentes, y no solamente en el Reich. En Italia,
la política exterior de Mussolini, cuyo régimen entra en un proceso de fascistización
irreversible, intenta liderar a los Estados descontentos de la Europa central y oriental,
bloqueando la proyección francesa en la región y, sobre todo, aislando a Yugoslavia. Sobre
estas consideraciones, Roma firmará acuerdos con Rumania y Hungría, suscribiendo en
noviembre de 1926 el Tratado de Tirana que convertía a Albania en protectorado italiano.
Tampoco la inserción soviética en la arena internacional resulta completa. Tanto Londres como
París permanecen recelosos hacia la URSS. Desconfianzas que acentúan en Stalin la visión de
un mundo exterior hostil y la necesidad de organizarse internamente, por encima de cualquier
otra consideración. Su doctrina del socialismo en un solo país triunfa, permitiéndole liquidar la
oposición de Trostki y Zinoviev, y acentuar su poder personal. Esta estrategia impone el
repliegue de Moscú y una ortodoxia comunista. En 1928, el Komintern, durante su VI
Congreso, preconiza la política de clase contra clase, declarando enemigas del proletariado
todas las fuerzas políticas no comunistas. Y por último, el triángulo financiero de la paz que ha
introducido a Washington en el continente y establecido un sistema de relaciones atlánticas
Estados Unidos-Europa occidental, encuentra su debilidad en descansar únicamente sobre la
prosperidad norteamericana. La crisis económica provocará, como efecto dominó, la retirada
del capital norteamericano, restringiendo la recuperación material alemana, y con ella la
moderación del Reich, alterando los fundamentos de la distensión que así acentúa la inseguridad
de Francia, privada de reparaciones, y, ante ese fenómeno, el arbitraje británico carece de
sentido.