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Libro Prueba 2do Progreso

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CAPITULO 10

LA RIVALIDAD DE LOS IMPERIALISMOS EUROPEOS.


LA EMERGENCIA DE LAS NUEVAS POTENCIAS COLONIALES:
ESTADOS UNIDOS Y JAPÓN, 1895-1914

por HIPÓLITO DE LA TORRE GÓMEZ


Profesor titular de Historia Contemporánea,
UNED

En los cuarenta años que anteceden al estallido de la Gran Guerra la Historia dio pasos
decisivos en el proceso de mundialización, como consecuencia de la formidable expansión de
los poderes occidentales sobre el conjunto del planeta. Se trata del conocido fenómeno
imperialista, susceptible de múltiples enfoques ideológicos e historiográficos. Uno de ellos, y
no el menos importante, debe atender a su dimensión político-internacional, tratando de
comprender el papel que desempeñó esta expansión colonialista en las tensiones entre los
Estados. Tal es el hilo conductor de este capítulo, que intenta desarrollarse en torno a tres ejes:
el poder relativo de los grandes Estados; su dinámica y sus áreas de expansión; la incidencia, en
fin, de sus rivalidades extraeuropeas en el escenario de conflictividad internacional. La novedad
y la trascendencia futura de sus apariciones históricas explica que se dedique un plus de
atención a los casos norteamericano y japonés.

1. Los fundamentos materiales de poder mundial

La segunda fase de la industrialización tuvo su punto de arranque en 1873 cuando se inicia


un período económicamente recesivo, conocido como la Gran Depresión. En los dos decenios
siguientes los precios descienden, los beneficios se reducen, las inversiones caen y la actividad
económica, tanto industrial como agrícola, se debilita. Es la primera gran crisis de readaptación
del capitalismo motivada por la incapacidad de los mercados para absorber la creciente
capacidad inversora y productiva.
Su superación desde finales de siglo vino acompañada de un nuevo y formidable impulso
que prosiguió hasta 1914. Fue la llamada segunda revolución industrial, cuyos fundamentos se
encuentran en los propios mecanismos de resolución de la crisis del 73. Sus rasgos son bien
conocidos: la automática purga en el interior del sistema ha tendido a liquidar las pequeñas
empresas, despejando el mercado a las más poderosas, que han sido capaces de sobrevivir y
verán desde entonces reducida la competencia; las estructuras empresariales del capitalismo se
refuerzan y agrandan. En efecto, la experiencia de la fragilidad de la demanda y la lucha por
asegurar en el futuro los mercados ha impulsado en todas partes la tendencia a la concentración;
ha introducido formas de racionalización de la producción; ha desarrollado como nunca la
HISTORIA DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES CONTEMPORÁNEAS 150

asociación en los procesos fabriles entre la ciencia y la tecnología; ha estrechado las relaciones
entre el capitalismo financiero e industrial, y, en fin, ha forzado la intervención proteccionista
de los Estados.
Este cambio fundamental en la estructura capitalista, en los métodos empresariales y en la
acción de los poderes públicos constituyó un poderoso resorte de expansión. El desarrollo de
nuevas fuentes energéticas y de nuevas tecnologías transformaron la industria, impulsaron la
productividad agrícola, revolucionaron las comunicaciones e intensificaron los transportes. La
producción industrial mundial, que había crecido a un ritmo medio del 2,9 % anual en la década
de 1860-1870, lo hizo a un 3,7 % entre 1870 y 1900, y a un 4,2 % de 1900 a 1913.
Las consecuencias de este segundo salto industrializador fueron enormes. Se integran los
mercados nacionales, se acentúa como nunca el fenómeno de la urbanización y se diversifica la
estructura social, con el agrandamiento de la población obrera y de las clases medias, lo que
fundamenta el surgimiento de una sociedad de masas. Las relaciones entre Estados y
continentes se tornan crecientemente estrechas por efecto de la revolución de las
comunicaciones y de la expansión capitalista, industrial y financiera. La emigración
transoceánica europea aumentó de forma constante y espectacular mientras que el flujo
internacional de mercancías y capitales alcanzó niveles desconocidos.
En este proceso de expansión mundial, el papel de las potencias europeas domina de forma
abrumadora. El promedio de la producción industrial de Gran Bretaña, Francia, Alemania y
Rusia entre 1870 y 1914 representó un 50 % de la del mundo; la participación de esos tres
primeros países en el comercio mundial fue de un 40 %, mientras que en 1914 sus inversiones
exteriores ascendían a casi las tres cuartas partes del total de capitales exportados. Si las grandes
potencias europeas imponían con claridad meridiana su hegemonía económica y financiera al
resto del planeta, su supremacía militar era más que manifiesta. El esfuerzo armamentístico
había sido muy importante. Los gastos militares por habitante entre 1875 y la Primera Guerra
Mundial habían crecido un 61 % en Alemania, un 45 % en Gran Bretaña y un 38 % en Francia,
representando en vísperas de la contienda entre un tercio y la mitad de los desembolsos de los
Estados.
Si los poderes europeos dominaban el mundo, sus posiciones relativas experimentaron
importantes cambios a lo largo del período, tanto entre si como en relación al surgimiento de
potencias rivales fuera de Europa. El vuelco afectó fundamentalmente a Gran Bretaña, que vio
cómo declinaba su hasta entonces indisputada hegemonía. Cierto que conservó, e incluso
agrandó, su dominio mundial en el terreno financiero, como demuestra el hecho de que a la
altura de 1914 acaparase cerca del 45 % de las inversiones en el exterior. También en el terreno
naval mantuvo una sobresaliente primacía con un tonelaje en buques de guerra que se había
cuadruplicado desde 1880 y alcanzaba en 1914 la cifra de 2,7 millones, el doble del alemán y
aún superior al de Francia, Rusia y Estados Unidos juntos. Pero los avances de la marina
alemana, sobre todo desde finales de siglo, fueron mucho más rápidos: su volumen se había
multiplicado por quince desde 1880, y en vísperas de la guerra ocupaba el segundo lugar con
1,3 millones de toneladas. La base económica del poder mundial británico, en gran medida sus-
tentada por su rotunda delantera en el lanzamiento y desarrollo de la primera revolución
industrial, fue reduciéndose de forma palmaria en el curso de la segunda fase de la
industrialización cuando los nuevos cambios tecnológicos y las nuevas formas organizativas del
capitalismo se extendieron a otras regiones sin la hipoteca que representaba la existencia de
estructuras en trance de superación. Si en 1870 la producción industrial inglesa representaba
una tercera parte de la mundial, en 1914 se había reducido a un 14 %, mientras que la alemana
había subido del 13 al 16 y la norteamericana del 23 al 38. Aunque menos, también se había
erosionado su participación en el comercio mundial, que había caído de un 25 % en 1860 a un
16 % en 1913. Tomando en cuenta la principal industria estratégica en las décadas que preceden
a la Primera Guerra, los resultados son aún más conclusivos: en 1871, la producción británica
de hierro y acero (11,6 millones de toneladas) era equivalente a las de Alemania (4,2 millones)
y Estados Unidos (6,7 millones) juntos. En 1910, la producción inglesa (17,8 millones) sólo
representaba el 64 % de la alemana (27,9 millones) y el 28,5 % de la estadounidense (62,6
millones).
En suma, la segunda revolución industrial había situado en el ápice de su poder mundial a
Europa, aunque la hegemonía británica estaba siendo gravemente discutida y fuera del viejo
continente hubieran hecho aparición nuevas potencias, como el Japón y, sobre todo, Estados
Unidos.
Todo ese abanico de poderes, viejos y nuevos, se sustentaban más que nunca en el fuerte
desarrollo de una civilización material capitalista donde a la supremacía militar y naval se
añadía el poder expansivo de los intereses y de las fuerzas económicas y financieras y, de forma
concomitante, el impulso de irradiación de los valores culturales e intelectuales del mundo
occidental y la arrogancia civilizadora de los nacionalismos, sobre todo de los que co-
rrespondían a las grandes potencias, generalmente identificadas con la superioridad de la cultura
de estirpe anglosajona o germánica.
Tal es el marco histórico, simultáneamente militar, político, económico y cultural, que
desde el último cuarto del siglo XIX proyecta la ola de imperialismo colonial, con las
consiguientes rivalidades internacionales, desencadenada por las grandes potencias. En una u en
otra medida, entre 1880 y 1914, ninguna parte importante del planeta se vio exenta de la
presencia impositiva, directa o indirecta, formal o informal, por parte de los grandes poderes, al
tiempo que las relaciones y las tensiones internacionales estuvieron comprensiblemente
marcadas por las rivalidades y los choques derivados de la concurrencia de los Estados en el
reparto del mundo.

2. El reparto europeo del mundo

Esta división imperialista del mundo, que comenzó a finales de la década de los años
setenta, fue inicialmente protagonizada por las potencias euroocidentales, que poseían larga
tradición colonialista y hasta los últimos años del siglo no comenzaron a experimentar la
competencia -en todo caso muy limitada- de los nuevos poderes extraeuropeos (Estados Unidos
y Japón), ni fueron seriamente entorpecidas por la rivalidad de los grandes Estados
continentales, como Rusia y Alemania, que sólo desde la década de los noventa mostraron
mayor interés por la expansión fuera de Europa.
Las principales iniciativas estuvieron protagonizadas por británicos, franceses y
portugueses, aunque naturalmente implicaron a otros Estados. Los móviles y el apoyo social
fueron sin embargo distintos. En realidad, sólo en Inglaterra -que desde principios del XIX se
había convertido en el único poder mundial- y en Portugal -con una proyección ultramarina
multisecular que la psicología colectiva identificaba con la esencia de la nación- la expansión
colonialista tuvo en esta primera fase verdadero apoyo social. No era exactamente ése el caso de
Francia, donde los argumentos colonialistas de Jules Ferry; basados en la necesidad de superar
la frustración causada por la derrota de Sedán, estaban lejos de gozar del apoyo masivo de la
opinión.
Como ya se ha explicado en anteriores capítulos, la acción expansiva europea comenzó en
el Mediterráneo africano, donde Inglaterra, fortalecida en sus posiciones egipcias, se aseguró la
estratégica vía imperial de Suez, mientras que Francia ampliaba, con el protectorado sobre
Túnez, sus posiciones magrebies establecidas tiempo atrás con la presencia en Argelia. Estas
iniciativas norteafricanas estimularon las acciones en otras partes: en el África subsahariana,
donde la Conferencia de Berlín (1884-1885) desencadena un acelerado reparto del continente
negro entre franceses, británicos, portugueses, belgas y alemanes; también en el complejo y más
resistente espacio asiático, en busca sobre todo de la dificultosa apertura del enorme mercado
chino, con Rusia expandiéndose por el Turkestán para forzar el imperio manchú por sus
provincias del noroeste, mientras que Inglaterra y Francia trataban de franquearlo por la puerta
meridional, dividiendo entre sí la península de Indochina.
En los años de cambio de siglo el impulso colonialista adquiere una fisonomía distinta. Si
en el período anterior las potencias coloniales europeas han podido acometer el reparto de los
amplios espacios vacíos, fundamentalmente africanos, sin excesivas fricciones, el agotamiento
de las regiones «sin historia» vendrá a acentuar las rivalidades y los choques entre los Estados.
Al mismo tiempo, el formidable desarrollo económico y tecnológico de la segunda fase de la
industrialización desequilibra como nunca la eficacia realizadora de los imperialismos,
agigantando las distancias entre los grandes y los poderes menores. Finalmente, la
incorporación de Estados Unidos, Japón y la Alemania guillermina al elenco de grandes
potencias imperialistas amplía el espacio mundial y las formas de intervención, añadiendo una
fuerte presión a las Relaciones Internacionales. El resultado es doble: de una parte, las
iniciativas coloniales se intensifican y adquieren nuevas formas de acción indirecta, pero no por
ello menos intensa, mediante fórmulas de expansión económica y financiera, que naturalmente
implican una estrecha mediatización política; de otro lado, el incremento de la concurrencia y
de las distancias de poder entre las naciones genera un escenario más agudo de confrontación
que se expresa sobre todo en los conflictos coloniales interseculares, acotados sobre todo entre
la crisis luso-británica de 1890 y la guerra ruso-japonesa de 1904. En todas partes los poderes
mayores imponen su ley a los más débiles.
En el continente negro, el eje longitudinal de expansión británica, desde El Cairo a Ciudad
de El Cabo, fuerza sucesivamente la claudicación de portugueses, franceses y bóers, entre 1890
y 1902. Bastará una amenaza en firme de Londres para que Lisboa, en 1890, y París, en 1898,
se vean obligadas a abandonar sus proyectos expansivos transversales, respectivamente a la
altura del sur del lago Niassa y del alto Nilo. Inglaterra precisará sin embargo una guerra para
someter a las repúblicas bóers de Transvaal y Orange, ricas en oro y diamantes, incorporándolas
a la futura Unión Sudafricana. En Extremo Oriente, la iniciativa corresponde a la nueva
potencia japonesa que, a través de sendas guerras frente a China y frente a Rusia, entre 1894 y
1905, consigue imponer sus objetivos expansionistas en las regiones continentales vecinas de
Corea y Manchuria meridional. Entretanto, esos mismos años asisten a la gran revelación
internacional del nuevo poder de Estados Unidos que, tras desalojar por la fuerza a España de
sus últimas posesiones ultramarinas (1898-99) y hacerse con el dominio indirecto del istmo
centroamericano (1903), consiguen establecer en firme la línea estratégica de comunicación
entre los escenarios atlántico y pacifico sobre los que comienza a proyectarse el imperialismo
yankee, al tiempo que la creciente intervención política y financiera de la Unión comienza a
satelizar el espacio iberoamericano.
En los años que anteceden a la Gran Guerra, la presión de los grandes poderes completa o
intensifica su dominio colonial, directo o indirecto, sobre espacios, ya escasos, amenazados de
intervención. En el norte de Africa, Marruecos acabará repartido por los Tratados de 1904 y
1912 en sendas zonas de influencia, francesa y española, mientras que, tras la victoria frente a
Turquía (1911-1912), los italianos pasarán a instalarse en Libia. Pero en otras regiones, ya
atribuidas o no susceptibles de reparto territorial, el colonialismo adopta un cariz económico-
financiero que va naturalmente unido a la mediatización política. Es lo que acontece en el
territorio turco de Asia Menor, donde a partir de 1903 tiene lugar un reparto ferroviario, de
gran importancia económica y estratégica para las potencias, que acaba por favorecer las
posiciones alemanas. Otro tanto acontece en 1906 en Etiopía, donde Francia, Gran Bretaña e
Italia dividen el territorio en zonas de influencia, lo mismo que al año siguiente vendrá a
acontecer con Persia, económicamente repartida entre rusos, al norte, e ingleses, al sudoeste. La
debilidad de los Estados pequeños, o bien enfermos, era razón más que sobrada y aceptada en la
cultura danvinista de la época para legitimar todas estas iniciativas. Aún en vísperas de la
guerra, las negociaciones anglo-alemanas habían suscitado el reparto económico -siempre
pórtico de una futura división territorial- del Congo belga y, sobre todo, de las colonias
portuguesas de Angola y Mozambique, ya objeto de un primer acuerdo no consumado entre
Berlín y Londres en 1898. Ninguna de estas iniciativas llegó sin embargo a materializarse
porque el estallido de la conflagración vino a interceptar el proceso.
En suma, entre 1875 y 1914 la expansión colonialista había dado lugar a un verdadero
reparto del mundo entre los grandes poderes: si en aquel primer año la superficie colonial
ocupada era de 40 millones de kilómetros cuadrados, con una población de 274 millones de
almas, en vísperas de la guerra las cifras eran de 65 y 524, respectivamente. El predominio
inglés era abrumador, con cerca de 400 millones de personas sometidas al poder de Londres;
seguían Francia con 55,5, Rusia con 33,2, Japón con 19,2, Alemania con 12,3 y Estados Unidos
con 9,7, mientras que los pequeños Estados, como Bélgica, Holanda o Portugal, etc., reunían
45,3 millones de personas.
La hegemonía europea resultaba indiscutible. El papel económico desempeñado por las
potencias del viejo continente en la explotación del mundo no hace sino corroborar el
predominio y la expansión de Europa. De los 45.000 millones de dólares invertidos en el
exterior en 1914, casi 35.000 -por tanto más de las tres cuartas partes- eran de procedencia
inglesa, francesa y alemana, correspondiendo sólo a Gran Bretaña el 44 % del total. Las ex-
portaciones de capital de esos tres países representaban el 70 % de todas las inversiones
exteriores realizadas en América Latina, el 78 % de las efectuadas en Asia, el 94 % de las
africanas y la totalidad de las que se dirigieron a Oceanía. Como fácilmente se deduce, la
supremacía inglesa en todos estos espacios de colonialismo formal o informal era rotunda,
acaparando el 42%, 50%, 60% y 96%, respectivamente, de las mencionadas inversiones.

3. El imperialismo colonial en las rivalidades de las potencias europeas

Si hoy ya no podría sustentarse como causa única, ni siquiera dominante, del imperialismo
colonial la concurrencia capitalista, ni podría sostenerse tampoco que haya sido esta última el
principal motivo de los choques entre los Estados conducentes a la Primera Guerra, no es
menos cierto que las rivalidades por el dominio económico y político del mundo jugaron un
papel de indiscutible importancia en el desarrollo de las tensiones y de las alianzas
internacionales entre 1870 y 1914.
El período viene marcado por el tránsito, que se acentúa en el cambio de siglo, de un
sistema internacional de hegemonía británica a otro caracterizado por la multipolaridad de
centros de poder en la medida en que el dominio del mundo y la hegemonía económica, que
hasta entonces habían sostenido la primacía mundial inglesa, pasarán a ser compartidos por
otros grandes Estados: Francia, Alemania, Rusia, Estados Unidos y Japón. La emergencia de es-
tos dos últimos anuncia por su parte la aparición de poderosas fuerzas extra-europeas que
apuntan ya a un futuro desplazamiento del centro histórico de poder fuera del viejo continente,
cuyo declive sin embargo sólo será un hecho después de 1918.
Dentro de este proceso de transición se reconocen fácilmente tres fases. La primera, que
recorre el último cuarto de siglo, confirma aún la supremacía mundial británica y el predominio
del poder continental alemán, labrado gracias al inteligente realismo de los sistemas
bismarckianos, que, sin embargo, desde principios de los años noventa comienzan a hacer agua.
La segunda, que se prolonga hasta 1907, asiste a una reordenación profunda del sistema de
alianzas, acabando por configurar la constitución de un bloque antagónico a la Triple Alianza,
formado por Inglaterra, Francia y Rusia. Amenazada principalmente por la concurrencia
-económica y naval- de la weltpolitik alemana y consciente de las dificultades en aumento para
conservar en solitario su antigua capacidad de imponerse en el mundo, la política inglesa
abandona el «espléndido aislamiento» y pacta con sus anteriores rivales a los que se vincula en
una Triple Entente. La tercera fase, que conduce directamente a la guerra, asiste a un
fortalecimiento de los bloques, lo que a su vez contribuye a agravar los riegos de confrontación
general producidos por las sucesivas crisis.
¿Qué papel desempeñaron las rivalidades colonialistas en las tensiones y en las relaciones
entre los Estados europeos? Fueron sin duda fundamentales en las dos primeras fases, esto es
entre 1875 y 1907. Tuvieron ya mucha menor influencia en el período final, puesto que las
tensiones nacionalistas específicamente continentales, ligadas al antagonismo franco-alemán y a
la recurrente crisis balcánica que enfrentaba a Rusia y Austria-Hungría, tuvieron una
responsabilidad decisiva en el desencadenamiento de la Gran Guerra. Pero así y todo, hay pocas
dudas de que esa atmósfera de tensión que había ido fraguándose a lo largo de décadas, y el
perverso mecanismo de los bloques recientemente cristalizado, eran ampliamente deudores de
antagonismos y conflictos de naturaleza colonialista.
En los últimos veinticinco años de siglo que asisten a la gran expansión colonial de las
potencias europeas, Inglaterra se impuso en todas partes a sus rivales, tanto cuando había que
proteger la ruta vital de la India, como al tratarse de sus líneas de expansión en África.
En el primer caso era importante mantener el control del Mediterráneo y del canal de Suez,
abierto en 1869, pero también defender las fronteras terrestres en Afganistán. En 1878, Londres
había conseguido abortar la expansión de la influencia rusa en el Mediterráneo forzando la
disolución de la Gran Bulgaria salida de la Paz de San Estéfano. El desplazamiento de la
influencia francesa en Egipto entre 1875 y 1882 despejó de un peligroso rival el estratégico
camino del mar Rojo. Simultáneamente, el beneplácito de Londres a la ocupación francesa de
Túnez (1881) pretendía compensar a París de los reveses en Egipto, pero obedecía sobre todo a
la misma política de evitar que cualquier potencia pudiese ejercer un control decisivo en el
Mediterráneo: en este caso, Italia, que hubiera dominado las dos orillas del estrecho de Sicilia.
En esos mismos años, Inglaterra consiguió taponar el avance ruso desde el Turquestán,
estableciendo un protectorado de hecho sobre Afganistán, que servía de barrera a la India. En
1885, la presión de las tropas del zar sobre la frontera afgana estuvo a punto de provocar una
guerra, finalmente evitada mediante la firma de un protocolo que aseguraba las fronteras de
Afganistán.
En África también los intereses británicos se abrieron paso a costa de los de sus rivales. Su
línea de expansión El Cairo-El Cabo se interceptaba con los ejes transversales de Portugal y de
Francia. El intento portugués de conexión entre Angola y Mozambique, que interfería el avance
británico sobre Zambia y Zimbawe, acabó por motivar un amenazador ultimátum (enero 1890)
del gobierno inglés, ante el que Lisboa, desasistida de los pretendidos apoyos francés y alemán,
hubo de rendirse. Ocho años más tarde el choque se produjo con Francia por el control del Alto
Nilo. Lo mismo que aconteciera con Portugal con anterioridad a la crisis del ultimátum, también
París fue seriamente advertido en años previos de que Inglaterra no estaba dispuesta a aceptar la
presencia francesa en la región. El encuentro en Fashoda de la misión de Marchand con las
tropas de Kitchener desencadenó una grave crisis resuelta por claudicación de Francia. También
en África austral los británicos lograron que Alemania desistiera de su papel de protector de los
bóers -a cambio de un reparto, nunca consumado, de influencias sobre las colonias
portuguesas-, lo que les facilitó el sometimiento de las repúblicas de Transvaal y Orange (1899-
1902). Por último, el freno de las iniciativas francesas en Indochina fue en parte debido a la
firmeza de la actitud británica (1893).
En todas partes los litigios habían tenido un escenario colonial donde Inglaterra se había
impuesto sistemáticamente porque seguía siendo el poder más fuerte. Pero esta situación de
predominio en solitario no podía mantenerse. Como hemos visto, la potencia económica
británica estaba perdiendo aceleradamente posiciones -lo que resultaba especialmente grave en
la situación de aislamiento diplomático en que Londres se mantenía- mientras el resto de los
grandes poderes habían tejido una red de compromisos diplomáticos. Aunque la alianza franco-
rusa (1892-1894) se dirigía contra la Triple Alianza, tanto París como San Petersburgo se
habían visto también perjudicados en sus intereses por la imposición de la política de Londres.
La seguridad en el continente que les proporcionaba la alianza podía darles alas para mostrarse
en adelante más firmes frente Gran Bretaña. Aún más, entre 1899 y 1901, la alianza franco-rusa
se reforzó, incluyendo ahora la posibilidad de una guerra con Inglaterra. Entretanto, Alemania,
que estaba convirtiéndose aceleradamente en una gran potencia económica, había abandonado
desde la caída de Bismarck (1890) su tradicional prudencia en los asuntos coloniales para
lanzarse a una «política mundial» (weltpolitik) que implicaba una grave amenaza para el
predominio inglés, incluyendo -lo que constituía el aspecto más inmediato y sensible- la
competencia, iniciada en 1898, en el terreno del poder naval.
En Inglaterra creció la conciencia de que los viejos buenos tiempos del librecambio y del
«espléndido aislamiento» estaban pasando a mejor vida y comenzó a considerarse la
conveniencia de buscar apoyos internacionales. Entre 1898 y 1901, Londres y Berlín, ambos
inquietos por la aproximación franco-rusa, discutieron la posibilidad de una alianza, que sin
embargo no pudo llegar a buen puerto, porque los ingleses no estaban dispuestos a ampliar el
compromiso al conjunto de la Triple Alianza, pero sobre todo porque el lanzamiento de la
política naval alemana abría entre ambas potencias una rivalidad insalvable.
Por tanto, las rivalidades en el escenario extraeuropeo fueron en gran medida el principal
factor responsable de los nuevos posicionamientos internacionales: la alianza franco-rusa y la
imposibilidad de un entendimiento anglo-alemán.
Los años Siguientes resultaron decisivos en la preparación del escenario internacional que
desemboca en la guerra. El debilitamiento de la Triple Alianza por la semidefección italiana
(1902), la constitución de la entente franco-británica (1904), su puesta a prueba y
fortalecimiento (1906), la incorporación indirecta de España a la órbita de Londres y Paris
(1907) y el entendimiento anglo-ruso (1907) que cerraba el triángulo de un bloque rival (Triple
Entente) frente a los Imperios Centrales, tuvieron como denominador común el arreglo de
cuestiones coloniales, aunque tanto en Paris como en San Petersburgo el acuerdo con Gran
Bretaña se inscribía en el objetivo de fondo europeo de conjurar la amenaza que representaba el
eje Berlín-Viena.
Fue la inteligente política del ministro francés de Exteriores, Delcassé, el motor del
acercamiento a Italia y a Gran Bretaña. El acuerdo secreto franco-italiano de julio de 1902, que
debilitaba los compromisos de Roma con la Triple Alianza, zanjaba el viejo contencioso de
Túnez y resolvía el tema de las previstas áreas de expansión en Marruecos (Francia) y
Tripolitania (Italia). Dos años más tarde (abril 1904), el acuerdo franco-británico dejaba
completa libertad al Reino Unido en Egipto, mientras que daba luz verde a las iniciativas
marroquíes de Francia, al tiempo que se reconocía a España en el imperio jerifiano una
pequeña franja septentrional, delimitada en octubre de ese mismo año mediante la firma de un
Tratado hispano-francés. La frontal impugnación alemana de esos arreglos marroquíes (crisis de
Tánger, marzo 1905) provocó la celebración al año siguiente de una Conferencia internacional
en Algeciras (enero-abril 1906), donde los propósitos alemanes de romper el reciente «cerco»
ententista fracasaron estrepitosamente: la cohesión de las potencias occidentales se mantuvo e
incluso se consolidó. Aún más, los países de la Entente, no sólo habían atraído a España
incorporándola al reparto de Marruecos, sino que en mayo de 1907 establecieron con ella un
compromiso de mantenimiento del statu quo de la zona atlántico-mediterránea articulada sobre
el eje Canarias-Estrecho-Baleares (mayo 1907), lo que garantizaba sus intereses
geoestratégicos, al tiempo que la convertía en un Estado tapón frente a las iniciativas alemanas.
En agosto de ese mismo año se cerraba el «cerco» antigermánico con el entendimiento entre
Inglaterra y Rusia a propósito de Persia. Las dificultades financieras del gobierno persa venían
animando las iniciativas de San Petersburgo para lograr una influencia dominante en la región
que incluía la posibilidad de una salida ferroviaria al golfo Pérsico, lo que representaba una
amenaza para la seguridad de la India. La guerra ruso-japonesa había enconado las relaciones
con Londres (aliado de Japón desde 1902) y debilitado la alianza con Francia, al punto de que
en julio de 1905 el zar había aceptado -aunque enseguida recularon- la invitación de una alianza
con Alemania (Tratado de Björkoe, 24-07-1905). Sin embargo, la opción occidental se impuso:
la alianza con Francia se mantuvo, mientras que tanto en Londres como en San Petersburgo se
comprendió que el mantenimiento de su respectivo entendimiento con París estaba aconsejando
la aproximación entre ambos. La resolución de la rivalidad en Persia, mediante el reparto del
país en zonas de influencia (agosto 1907), trajo finalmente la conexión política entre británicos
y rusos.
A partir de entonces el papel de las ambiciones coloniales en las tensiones internacionales
tendió a remitir de forma visible. Es cierto que aún en 1911 la crisis de Agadir fue provocada
por las pretensiones coloniales alemanas que, al cabo de tensas negociaciones con Francia,
acabó obteniendo de ésta la cesión de parte del Congo, pero de nuevo la política de Berlín
apun- taba, como en 1905, a la ruptura de la Entente. Inversamente, pudo pensarse que las
colonias de los pequeños Estados pudieran servir para neutralizar la espiral de tensiones que
crecía entre británicos y alemanes por motivo de la carrera naval. Las negociaciones
anglogermánicas de 1912-1914 para el reparto del África portuguesa estuvieron motivadas en
ese propósito de hallar un escenario secundario de entendimiento entre Londres y Berlín. En
realidad, el núcleo álgido de los choques internacionales se había desplazado hacia los Balcanes,
donde al amparo de la acción de los nacionalismos cristianos contra el periclitante imperio
turco-otomano, asomaba la confrontación de Austria y Rusia como los grandes poderes tutelares
de la inestable región. La Paz resistió a duras penas la crisis de 1908 y 1912-1913, pero ya no
pudo sobrevivir a la tercera y última producida por el asesinato del archiduque Francisco
Fernando, heredero del trono austríaco, en Sarajevo.

4. Las nuevas potencias coloniales: Estados Unidos y Japón

Desde finales de siglo, Estados Unidos había pasado a integrar el grupo de las grandes
potencias, es decir: había adquirido un potencial interno de primer orden; estaba desarrollando
unos sólidos intereses exteriores; y veía crecer en los medios políticos y de opinión una
conciencia nacionalista de signo expansivo.
Después de la Guerra de Secesión (1861-65) y el posterior período de la reconstrucción, el
crecimiento económico norteamericano se disparó de forma espectacular. La Unión disponía de
inmensos recursos agrícolas, minerales y energéticos; poseía un inmenso mercado interno capaz
de absorber la producción; una demografía pujante por la intensa corriente inmigratoria, que es-
taba impulsando la colonización del Oeste y proporcionaba mano de obra abundante y barata a
la industria del Norte y del Este, sin que llegase nunca a generar presiones sociales y
geográficas de bloqueo; una gran afluencia de capitales extranjeros, y progresivamente de
origen nacional; y, en fin, estaba avanzando a pasos agigantados en el desarrollo de los
transportes, la tecnología y las formas monopolísticas de concentración capitalista, organización
empresarial y racionalización de los sistemas productivos y de distribución.
El resultado es que en 1914 Estados Unidos era el primer productor mundial de petróleo;
sus minas de carbón generaban 455 millones de toneladas, muy por encima de sus inmediatos
competidores, Inglaterra (292) y Alemania (277); su producción de hierro colado superaba a la
de Alemania, Gran Bretaña y Francia juntas, la de acero era equivalente a la del conjunto de es-
tos tres países y Rusia; y el consumo de energía de fuentes modernas excedía también con
creces al de todos ellos juntos. Era la primera potencia industrial, con un 38 % de toda la
producción del mundo, mientras que sus 377 dólares de la renta per cápita sobrepasaban con
mucho los 244 de Gran Bretaña, los 184 de Alemania y los 153 de Francia que le seguían en el
ranking.
Por grande que fuera el mercado interno, este crecimiento del potencial económico tenía
por fuerza que proyectarse hacia el exterior. De hecho, a finales del XIX la frontera estaba
llegando a su término y el formidable aumento de las actividades industriales en los primeros
años del siglo había dado origen a una esporádica pero sintomática crisis económica entre
finales de 1907 y principios de 1908, que revelaba los riesgos de una superproducción. Así, los
mercados externos jugaban cada vez un papel más importante en el desarrollo de la economía
norteamericana. Aunque en términos relativos, entre 1870 y 1914 su participación en el
comercio mundial había crecido muy poco, el volumen de sus exportaciones se había
multiplicado por siete. Tan significativo como esto fueron los cambios en la estructura del
comercio exterior: si en 1892 los productos agrícolas representaban el 75% de las
exportaciones, en 1913 el porcentaje había caído al 40%, mientras que aumentaba la venta de
combustibles y materias primas y crecía, sobre todo (del 18 al 31%), la de artículos industriales.
Al mismo tiempo, las relaciones comerciales con Iberoamérica avanzaron de forma visible,
incrementándose sobre todo las importaciones de productos tropicales del área caribeña. Por
último, el fuerte desarrollo de los beneficios empresariales convirtió a Estados Unidos en una
potencia exportadora de capitales, que, como en todos los casos, favoreció la expansión
comercial y abrió zonas de influencia política, particularmente en el área iberoamericana. En
1914, el volumen total de sus exportaciones financieras era de 3.500 millones de dólares, lo que
le situaba en un respetable cuarto lugar; inmediatamente después de Inglaterra, Francia y
Alemania. Pero sus inversiones en Iberoamérica (18% del total de las importaciones de capital
de la región), que igualaban a las francesas, sólo eran superadas por las de Gran Bretaña.
Tradicionalmente, Estados Unidos había mantenido una posición internacional
aislacionista en los asuntos extraños al continente americano. En contrapartida, la célebre
doctrina Monroe (1823) se oponía a la interferencia europea al otro lado del Atlántico, lo que
indirectamente implicaba que Washington podía considerarse legitimado a intervenir en este
espacio. De hecho, las tendencias expansivas no tardaron en aflorar; como demostraron las
incorporaciones territoriales a costa del Estado mexicano (1848), la presión para que los
franceses evacuasen México, la compra de Alaska a Rusia (1867) y el recrudecimiento de sus
designios de expulsar a España del Caribe. Sin embargo, los años de la guerra civil y de la
reconstrucción habían aflojado durante más de dos décadas estas tendencias. Pero el final de la
expansión interna (la frontera) y el gran impulso económico finisecular relanzaron el empeño
expansivo, alimentado desde los años ochenta por una nutrida publicística, creadora de doctrina
y de mística imperial, como el Manifest Destiny de John Fiske (1885), donde se reclamaba la
expansión de la influencia económica y de los valores político-culturales de la civilización
yankee por las regiones no sometidas a la presencia del Viejo Continente, o la influyente obra
del capitán Alfred Mahan, The Influence of Sea Power Upon History (1890), que demostraba la
vital importancia en la historia de los pueblos del comercio y del poderío naval para defender
las rutas comerciales.
De esta forma, a finales de siglo, la combinación del agotamiento de la frontera interna,
con la creciente presión del crecimiento económico y la difusión de una conciencia de
superioridad y «destino» nacionales, impulsaron una política exterior de claro signo
imperialista, que centró su atención en una doble e interrelacionada línea expansiva: el control
de la estratégica comunicación entre el Atlántico y el Pacífico, que bañaban las dos fachadas de
la Unión; y, en general, el desarrollo de una acción hegemónica sobre el área iberoamericana.
Entre 1898 y 1903, Estados Unidos alcanza con relativa facilidad ese primer objetivo. La
victoria sobre España permite a Washington controlar Cuba y posesionarse de Puerto Rico,
Filipinas y la isla de Guam, a lo que vino a añadirse la incorporación de Hawai. En 1901 fuerza
la renuncia inglesa a sus derechos sobre el futuro canal interoceánico y dos años más tarde
fomenta la secesión panameña de Colombia, asegurándose en exclusiva el dominio de la franja
del istmo, donde en 1914 acabará por inaugurarse el canal. De esta forma, Estados Unidos se
afirmaba como gran poder en el Atlántico y en el Pacífico.
Las sucesivas presidencias de Roosevelt (1901-1909) y Taft (1909-1913) vinieron a
ampliar y reforzar esta posición dominante en Centroamérica y, en general, sobre el conjunto
del continente, bien a través de la reunión de las Conferencias panamericanas, hegemonizadas
por Washington desde su inicio en 1889, bien mediante procedimientos más directos de
intervención político-militar (política de big stick), que convirtieron los Estados centroamerica-
nos y caribeños en verdaderos protectorados, o de mediatización económico-financiera, según
la conocida estrategia de la diplomacia del dólar. Se trataba por tanto, no de un imperialismo
territorial o de anexión -poco compatible con la tradicional defensa norteamericana de la
libertad de los pueblos frente al yugo colonialista-, sino de formas de hegemonía indirectas
-políticas y económicas-, no por ello menos eficaces.
A pesar de haberse convertido en un gran poder; advertido y admirado en todas partes, en
1914 Estados Unidos no podía considerarse miembro del círculo de las grandes potencias. Su
marina de guerra era ya la tercera del mundo, tras la británica y la alemana, pero sus fuerzas
militares eran mínimas y los gastos de defensa representaban menos del 1 % del producto inte-
rior bruto. Carecía de los objetivos externos fuertemente antagónicos que dominaban en los
Estados europeos y la arraigada tradición aislacionista le alejaba de involucrarse en los
enconados problemas del Viejo Continente, máxime cuando a partir de 1907 las Relaciones
Internacionales habían desplazado su centro de atención de los escenarios extraeuropeos al
espacio de los Balcanes.
Fuera de Europa, también en 1914, Japón había consolidado su condición de potencia. El
caso japonés resultaba especialmente llamativo porque en menos de cincuenta años el país había
pasado de una situación arcaica y encerrada sobre sí misma a convertirse en un Estado moderno
e industrial con una clara vocación expansionista y una llamativa capacidad de imponer su
poder en el Extremo Oriente. La revolución Meiji, acometida a partir de 1868 como respuesta a
la apertura económica forzada por las naciones occidentales desde los años cincuenta, había
transformado completamente las estructuras socioeconómicas y políticas del viejo Japón feudal,
equiparándolas en un tiempo récord a las de los Estados industriales que dominaban la escena
internacional. En la década de los setenta se había acabado con los privilegios de los estamentos
dominantes (daimíos y samuráis); se había realizado una importante reforma agraria, que
liquidaba el sistema feudal en el campo; se había impulsado la instrucción pública y se habían
introducido formas y hábitos propios de la cultura occidental. El sistema político había
adoptado también una estructura homologable al de los Estados europeos, con una constitución
(1889) que establecía la separación de poderes y el carácter representativo del gobierno, en el
que a partir de 1900 se consolida la alternancia de dos partidos. A pesar de las apariencias, el
nuevo Estado nipón distaba un abismo de ser verdaderamente representativo. La autoridad del
emperador había salido muy reforzada de la revolución Meiji, mientras que la política y la
administración estaban en manos de una poderosa oligarquía. El pragmatismo japonés mostraba
de esta forma su formidable capacidad para utilizar los recursos modernizadores de las
instituciones occidentales sin restarles eficacia con la dispersión del poder. Porque fue, en
efecto, el Estado el motor de la vertiginosa transformación material del país, promoviendo la
enseñanza, enviando técnicos a formarse en Europa, atrayendo a especialistas extranjeros,
construyendo un ejército y una marina modernos con métodos y material importados sobre todo
de Alemania e Inglaterra, acometiendo -con financiación de capitales extranjeros, pero también
mediante una novedosa política inflacionaria- la creación de infraestructuras de transporte y
comunicaciones, así como de un importante tejido de industrias estratégicas o de base,
tecnológicamente modernas y empresarialmente concentradas según pautas capitalistas.
No obstante estas profundas y rápidas transformaciones, en 1914 Japón estaba aún muy
lejos de disponer de un potencial que pudiera rivalizar con el de los principales Estados. Su
capacidad industrial era doce veces menor que la de Estados Unidos; más de seis veces inferior
que la de Alemania e Inglaterra y menos de la mitad de la francesa. Sus efectivos militares eran
inferiores a los de cualquiera de los poderes europeos y el tonelaje de su marina de guerra
ocupaba un quinto lugar; tras Inglaterra, Alemania, Francia y Estados Unidos. Aunque en
conjunto su progreso había sido muy notable, seguía dependiendo más de lo deseable de las
importaciones de hierro, acero, navíos de guerra y capitales.
En contrapartida, su temprana voluntad de afirmación internacional se veía favorecida por
bazas fundamentales. De una parte la existencia de una cultura social de disciplina, moral de
trabajo y obediencia al Estado. De otro lado, el fuerte crecimiento demográfico, unido a la
escasez de materias primas y la búsqueda de mercados de exportación, representaban un
MAPA 10.1 Los Estados en el mundo en 1900.

estímulo de expansionismo. Finalmente, su insularidad y la debilidad de los vecinos (China,


Manchuria, Corea) primaba las posibilidades estratégicas de Japón frente al resto de los grandes
poderes, donde su ascenso era contemplado con una mezcla de impotencia, tolerancia y hasta
simpatía.
Las realizaciones expansionistas niponas fraguaron a través de dos guerras frente a sus
poderosos vecinos, China y Rusia, que en la práctica mostraron ser gigantes con pies de barro.
En 1894, las fuerzas militares chinas fueron aplastadas en tierra y en mar por los japoneses que,
sin embargo, vieron recortadas las ventajas obtenidas en el consiguiente Tratado de Shimo-
noseki (1895) por la intervención de los rusos, apoyados por franceses y alemanes. La colisión
de intereses expansionistas en Corea y Manchuria entre Rusia y Japón resultó inevitable,
acabando por desencadenar una nueva guerra (1904-1905) donde las tropas niponas se
impusieron de forma inapelable, no sólo por su superioridad, sino por la proximidad del
escenario bélico y la abstención de las grandes potencias. La Paz de Portmouth entregó a Japón
Port Arthur; el sur de la isla Sajalín y el protectorado sobre Corea y la Manchuria meridional,
convirtiéndole en el gran poder del Extremo Oriente.
CAPITULO 11
LAS ALIANZAS EUROPEAS Y LA PAZ ARMADA, 1890-1914

por MARÍA JESÚS CAVA MESA


Catedrática de Historia Contemporánea,
Universidad de Deusto, Bilbao

El año 1890 lleva adherido, inevitablemente, un dato para el recuerdo: la dimisión de


Bismarck. Coincidente con este hecho que remata todo un largo período de eminente presencia
para la realpolitik alemana en Europa, se evidencia otro asunto, no menos importante: Rusia
cambiaba de rumbo y roturaba su aproximación a Francia. Idilio sellado con la ratificación del
Tratado de alianza franco-ruso en 1894. La política de bloques quedaba instalada, y así la paz
se mantendría por un equilibrio de poder sui generis, o de acuerdo con el vocabulario
diplomático decimonónico, gracias a un sistema «disuasorio». Por consiguiente, el modelo del
concierto europeo fenecía de manera irreversible.
Después de 1894, si bien las dudas respecto al equilibrio justo que presidió la política
europea hasta 1879 le convertían a éste en algo discutible, el sistema de estrechas alianzas a
partir de entonces solamente lograría la paz, mediante la imposición del terror, en opinión de
diversos autores. Desde 1894 y hasta 1914, las grandes potencias se cuidaron de alterar el statu
quo en Europa, que se mantenía, ante la temeridad de que fuera puesto en marcha au-
tomáticamente el sistema de alianzas, diseñado con una parafernalia de cláusulas obligatorias; y
ante la disponibilidad de ejércitos de talla considerable por un número superior de participantes
en el juego internacional.
Se creía que un disuasivo de esa magnitud funcionaria con éxito durante mucho tiempo. Lo
logró de hecho durante diez años. Pero, al quebrarse, la mayor parte del denominado mundo
civilizado se encontró de bruces inmerso en un conflicto sin precedentes y de dimensiones
espantosas. El eslogan de si vis pacem para bellum se reveló, además de innoble, inoperante,
pues quedó probado con el aprendizaje de aquellas fechas que los grandes dispositivos
disuasorios no garantizan la paz indefinidamente. Y aun cuando fueran necesarios -en tanto en
cuanto se procediese a la construcción de un sistema más firme de seguridad colectiva-, se
hacía necesaria la presencia de alguna clase de autoridad central.
El concierto europeo, aunque mal definido como autoridad internacional, había mantenido
la paz en Europa, coincidiendo con la coyuntura de la modernización económica. Más tarde, el
sistema de alianzas bismarckianas, aunque con inevitables objetivos de paz, condujo al
continente hacia un período de violencia y temor, de manera que tal como suele repetirse
parodiando la situación alcanzada, el equilibrio se tomó finalmente en «equilibrismo».
A la firma de la convención militar entre Francia y Rusia (1892) le seguiría en 1902 la
firma secreta de un acuerdo entre Francia e Italia. La atracción francesa quedaba así confirmada
y la Tríplice se hacia añicos. Autores como L. C. M. Seaman (From Viena to Versailles,
Londres, 1992) creen que, habiendo destruido el pasado, el canciller Otto von Bismarck temía
verdaderamente más al futuro que iba a construirse sobre las ruinas de su creación.
HISTORIA DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES CONTEMPORÁNEAS 162

Circunstancia que parece confirmarse en 1890, precisamente cuando el Imperio alemán que él
había consolidado se disuelve. Tanto el emperador como sus consejeros estuvieron ansiosos por
demostrar su independencia frente a las ideas del antiguo canciller y tomaron otra dirección.
Bismarck manufacturó no obstante una Alemania grande y poderosa, en toda la extensión de la
palabra. Sus acrobacias diplomáticas habían sido efectivas, definitivamente, aunque
contradictorias.

1. Alianzas y alineamiento. Definición y concepto

La política internacional implica la interacción tanto del conflicto como de la cooperación.


Pero muy frecuentemente, los estudios sobre conflictos o bien sobre temas de cooperación entre
los Estados, han olvidado un fenómeno de gran importancia en el mundo de la política
internacional: las alianzas militares. Los expertos en cooperación internacional han tendido a
focalizar su trabajo en torno a la resolución de conflictos entre adversarios, más que al análisis
de la propia acción. Paralelamente, los investigadores sobre seguridad nacional han polarizado
sus estudios en la cuestión armamentística y táctica, más que en el estudio de la consecución de
alianzas. Por consiguiente, el fenómeno híbrido de la alianza -afirma Glenn H. Snyders
(Alliance Politics, Cornell, 1997)- no ha recibido la atención que merece.
Pese a tratarse de un fenómeno central de las relaciones internacionales se ha desestimado
a menudo su estudio y ha sufrido una especie de bypass, debido a que no encaja exactamente en
algunas de las categorías teóricas al uso (teorías sobre regímenes, sobre el orden, las
organizaciones internacionales, otras formas de cooperación, etc.).
George Liska sostenía en un trabajo que lideró historiográficamente esta investigación
durante más de treinta años, que resultaba imposible hablar de las relaciones internacionales sin
referirse a las alianzas. Con él, los teóricos del tema calibraron el continuismo existente entre la
firma, la alianza formal, las buenas relaciones; y su contrario, es decir desde las relaciones
distantes o frías hasta la ruptura de relaciones y la intensa hostilidad. Además de Liska, han
existido posteriormente escasos intentos para crear algo próximo a la teorización
comprehensiva de las alianzas entre Estados. Ole Holsti, Terrence Hopman, así como John
Sullivan, publicaron en 1973 interesantes estudios. Adicionalmente, Stephen Walt publicó una
obra entroncando las alianzas con los sistemas de equilibrio internacional que, a pesar de su
empirismo, únicamente hace referencia a Oriente Medio durante el período 1955-1979. Glenn
H. Snyder lo propugna a finales de los noventa.
Se constata asimismo que a lo largo de décadas de estudio, diversas obras han planteado de
forma parcial distintas teorías. En las décadas de los setenta y ochenta, la teoría de las ventajas
colectivas (collective goods) disfrutó de un auge importante, plasmándose en la práctica en la
política estadounidense con respecto a la OTAN. Sin embargo, algunas de las mejores teorías
las encontramos en las obras de Morgenthau, Haas y Whiting, a pesar de permanecer parciales
en cuanto a la compleja teoría de los sistemas de alianzas, tras la cual subyace el estudio de las
crisis, guerras y otras manifestaciones de enfrentamiento entre adversarios.
Conviene, por tanto, definir el término de alianza entendiéndola como una asociación
formal de los Estados para la utilización -o su renuncia- de la fuerza militar en circunstancias
específicas, contra Estados que no forman parte de ella como miembros de la misma. De modo
que una alianza es el resultado únicamente de un acuerdo formal que hace explícitas las
contingencias en las que va a tener lugar la cooperación militar.
Según esto, las alianzas no deben ser confundidas ni con organismos internacionales, ni
con regímenes basados en objetivos económicos precisos o cualquier otro propósito. Las
alianzas, primero, son asociaciones de intereses con fines militares o para el logro de fines de
seguridad. Y segundo, se producen siempre entre Estados. Esto último excluye pues las
conexiones entre gobiernos y entidades no-gubernamentales. Además, las alianzas van siempre
dirigidas hacia Estados que no forman parte de ella. Insistamos en el hecho de que la principal
finalidad de las alianzas consiste en aunar esfuerzos contra un enemigo común, y en ningún
caso, en proteger a los miembros de ésta entre sí.
Desde el punto de vista de los Estados individuales, las alianzas son primordialmente
instrumentos de política de seguridad nacional. Y los principales medios para la seguridad
nacional se vinculan al armamento, alianzas, acción militar y el establecimiento de conflictos
con adversarios. Las alianzas dentro de este contexto descrito pueden considerarse sustituibles
con la preparación de otras políticas. Cada una supone sin duda costes muy concretos: el
armamento repercute tarde o temprano en los presupuestos sociales; las alianzas condicionan la
autonomía política de un Estado; las acciones militares sacrifican vidas y costes materiales, etc.
En ningún caso cabe pensar que no puedan existir otro tipo de alianzas, o que éstas sirvan
para otros propósitos, como la economía; pero el modelo prioritario que caracterizó este
período histórico de 1890 a 1914 subraya con claridad el carácter militar y los fines de
seguridad para los que fueron creadas aquellas que se pactaron en estos años.
Para depurar pues la terminología de sinónimos que tienden a ser confundidos,
nuevamente, no deben mimetizarse los términos alianza y alineamiento, en inglés alliance y
alignment. El segundo recoge una concepción mucho más amplia, en la que podrían clasificarse
no sólo las acciones, sino también las intenciones de los Estados, así como sus expectativas de
ser apoyados o enfrentados con otros Estados en el futuro. Alinearse significa hacerlo contra
alguien y con alguien. E identificar potenciales amigos y enemigos.
El patrón de alineamiento en la Europa de la década de 1870 es sin duda un buen ejemplo
de la puesta en práctica de esta política. Existían dos ejes centrales de enfrentamiento –Francia
y Alemania (debido a Alsacia y Lorena) y Austria-Hungría y Rusia (por los Balcanes)–. De otra
parte, afloraron serias enemistades entre Francia e Inglaterra, debido a mutuos intereses co-
loniales. Y luego estuvo el irredentismo italiano reclamando el sur del Tirol, en choque con
Austria-Hungría. E Inglaterra y Rusia eran rivales en las áreas de expansión comprendidas
desde Constantinopla hasta China. Paralelamente a estas enemistades, había diversas afinidades
de interés, ideológicas e incluso étnicas. Una ideología común aglutinaba a las tres monarquías
orientales, al igual que entre las democracias occidentales (Gran Bretaña y Francia) existía una
afinidad de idéntico cariz. Esta situación de intereses comunes, aun cuando producían políticas
enfrentadas, llevó a alineamientos cambiantes de forma constante, dependiendo en todo
momento de los intereses de cada Estado. En asuntos coloniales, el alineamiento principal se
concentró en Inglaterra contra Rusia y Francia. En lo concerniente a asuntos continentales,
Alemania y Austria versus Rusia y Francia.
Gran Bretaña recuperó su orientación continental cuando una vez lograda la liquidación de
sus intereses coloniales se decidió por un alineamiento con el eje franco-ruso. Otro ejemplo
sería el cambio de rumbo experimentado por Rusia hacia intereses también más continentales,
tras su derrota en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905.
Rusia había sido sostenida por Alemania contra Gran Bretaña en el Lejano Oriente, pero
cuando se centró en expectativas continentales, el conflicto seria previsible, y lo fue con Austria
y contra los intereses alemanes en los Balcanes y en el Oriente Próximo.
Así, a menudo las alianzas formales han constituido simplemente el medio a través del cual
crear alineamientos; y sin duda también para reforzarlos. A veces son un subconjunto de
alineamientos, formalizados por acuerdos explícitos, generalmente en forma de Tratados. Su
formalización les añade obligaciones legales y morales y la reciprocidad propia de las alianzas,
la cual está ausente en los alineamientos informales o tácitos. A pesar de numerosos y
frecuentes incumplimientos -de ahí la necesidad de validación constante-, el razonamiento
lógico y la observación empírica sugieren un mayor valor para las alianzas formales, frente a
los alineamientos.
2. Ententes y detentes

Una vez definidas y caracterizadas las alianzas es necesario identificar brevemente otras
variantes en el estudio del tema. La nueva categorización podrían aportarla los conceptos de
ententes y detentes, frente al modelo definido de alianza. Ésta difiere de la entente en que su
fuerza reside en el compromiso, que se impone por encima de la existencia de un conflicto,
mucho más que en la reducción del mismo. La entente implica expectativas de ayuda mutua
mediante una reducción del conflicto entre las partes. La detente, por otro lado, consiste en
lograr la disminución de la tensión, aunque los adversarios permanezcan como tales.
En ocasiones la etiqueta de la entente se ha concedido a la disposición de cooperar, basada
simplemente en intereses compartidos y no tanto en cuanto a la negociación para la reducción
de un conflicto.
Finalmente, en un campo puramente clasificatorio, las alianzas pueden tener un carácter
unilateral, bilateral y multilateral. El primer caso comporta compromisos para un solo Estado, el
multilateral crea toda una red de compromisos entre varios Estados. La relación entre los
Estados no resulta obligatoriamente en términos de igualdad, sino respondiendo a la propia
fuerza de los Estados y repercutiendo en las expectativas y los compromisos que cada uno de
ellos adquiere. Por ello existen alianzas iguales y desiguales, las primeras generan -por lógica-
recíprocas y simétricas obligaciones e idénticas expectativas.
Otra de las variaciones descansa en la finalidad de la alianza. Ésta puede ser puramente
ofensiva, o bien defensiva, buscando seguridad contra un ataque externo, la estabilidad
doméstica o incluso el control de las decisiones del aliado.
La neutralidad, es decir: no tomar partido en caso de ataque, puede ser también una de las
opciones en la firma de la alianza. Un ejemplo precedente a lo estipulado desde los 90 (de tipo
defensivo) fue el Tratado de Reaseguro germano-ruso de 1887, en el que se acordó que ambos
países permanecerían neutrales en caso de ataque de un tercero, pero no si Alemania o Rusia
-por sí mismas- tomaban la iniciativa de atacar. Por otra parte, en un Tratado de no agresión,
como su propio nombre indica, los signatarios acuerdan no atacarse mutuamente.
En otro orden de cosas, las alianzas refieren también otro tipo de cuestiones, como los
compromisos adoptados en las de tipo defensivo; esto es, lo referido al casus foederis. Las
obligaciones de los aliados varían desde la defensa del territorio nacional hasta la asistencia
inmediata en el supuesto de una movilización. Así lo previeron los miembros de la Triple
Alianza, con todas sus tropas, tal como se estipuló en la alianza franco-rusa de 1894 (inme-
diatamente y simultáneamente).
Desde la visión más común en la formación de alianzas y en las estructuras de las mismas
es prudente recalcar el hecho de que éstas se produjeron en un contexto específico del sistema
internacional. Y desde estos parámetros deben ser interpretadas. El sistema, por definición,
carecía de gobierno, es decir, de una autoridad central. Y por ello, en la teoría de las relaciones
internacionales suele emplearse el término anarquía para definir esta situación. La principal
consecuencia de este hecho es la inseguridad, lo que generaba una preocupación por la
supervivencia del Estado, y dilemas de seguridad y equilibrio de poder (v. gr., carreras de
armamentos).
Es en este juego de relaciones donde surgieron las alianzas. Pero su incumplimiento se
deriva también de este estado de anarquía, bien entendida ésta. Todo el mundo de la alianza
reside, por último, en la complejidad de un sistema. Y las características de este u otro sistema
se encuentran en la propia estructura, sus relaciones y las unidades que lo componen. Por tanto,
paralelamente a la estructura del sistema, están las relaciones entre Estados, que dependen
también de las actitudes asumidas en cada contexto o circunstancia. Más aún, los conflictos, los,
intereses compartidos, las relaciones de poder etc., conforman actitudes y valores que ejercen
igualmente un influjo. Cuestiones a considerar, sin duda, en los comportamientos desplegados
en esas relaciones políticas. Los principales componentes de las relaciones a las que nos
referimos –aunque no dispongan aún de nicho teórico adecuado, al menos en la teoría neo-
realista– son: los alineamientos y alianzas, los intereses comunes o aquellos conflictivos, las
capacidades y la interdependencia. Estas son las características de las relaciones entre Estados
particulares. Como es evidente, no son estáticas, sino que crean el contexto para la interacción,
pero no la acción en sí. Los alineamientos observan y señalan, en definitiva, las líneas de
amistad y enemistad del sistema y determinan de algún modo el tipo de relaciones.
MAPA 11.1 Equilibrio de poder en Europa, 1890-1907

3. Desestabilización de Europa

Todas las nacionalidades que proliferaron desde finales del XIX -y se evidenciaron con
mayor fuerza a comienzos del siglo XX- no respondían a idénticos caracteres en lo formal, pero
tuvieron en cambio determinados elementos comunes. Su mística se fundaba sobre principios
semejantes: como la defensa nacional, fundada más allá de la visión de partido; consolidada
gracias a un ejército y una marina que les representaban eficazmente; la nación (en otros casos,
la raza) era asimismo concebida como un bien supremo, merecedor de todo sacrificio; y por
último estaba la defensa de la integridad de los territorios atribuidos por la geografía y la
Historia a una nación o a una raza concreta, cuestión que se identificaba como objetivo
ineludible. La nación «en armas», como instrumento de la militarización, se sustentaba sobre el
rito de una vida tribal, para la que la reeducación en estos valores fue igualmente decisiva. La
visión patriótica de la unidad nacional se exaltaba, por tanto, como trascendente; acompañada
del modelo de virtudes heroicas (disciplina, solidaridad de las clases sociales, etc). Y así, el
ideal patriótico quedó finalmente transformado en defensa incondicional de la nación. De este
modo, también, la defensa de la nación se concebía como defensa del orden, erigiéndose de-
terminados grupos en esta tarea como líderes de la misma, autoconsiderándose depositarios
naturales del ideal nacional. Todo lo cual les confirmaría en su papel a la cabeza del Estado, en
razón a sus vínculos con el poder, y en tanto en cuanto parecía incuestionable su destino

FUENTE: Snyders, G. H., Allience Politics (1997).

FIG. 11.1. Relaciones austro-alemanas (1880-1914).


nacional. Obviamente, en todo este discurso se evidencian las reelaboraciones ideológicas del
imperialismo. Guillermo II (1890-1914) expresaría -clarividente- la frase: «Política mundial
como misión, potencia mundial como meta, poder naval como instrumento.» La tímida
respuesta de algunos otros países europeos, como la España de Cánovas del Castillo, se
limitaría a asumir únicamente que «la política exterior es lujo de poderosos, nocivo para los
débiles» (1890). En definitiva, estaban siendo superados los días de Mazzini (Chi vuole
humánita, vuole patria), diluyéndose al mismo tiempo la concepción aristotélica de la guerra,
según la cual, ésta era permisible sólo bajo cuatro supuestos: legitima auctoritas, iusta causa,
recta intentio, debitus modus. La Primera Guerra Mundial confirmaría que la forma decorosa de
llevar la guerra perdía progresivamente su valor, anunciando la época de la guerra total y la
destrucción en masa. Todavía más, el coronel F. Maurice en 1891 sostenía en un celebrado
ensayo (War) que dada la equidad logística de cualquiera de los atacantes, éstos no tendrían
oportunidad de éxito en un ataque frontal. Pues bien, ateniéndonos a los efectivos y recursos
que desde 1890 esta Europa aliancista dispuso, se deducen situaciones muy concretas que
explican el equilibrio de poder de las décadas previas a la Primera Guerra Mundial.
Las curvas elaboradas por G. H. Snyders destacan en concreto la dependencia, en razón a
la disponibilidad de recursos, de dos países: Alemania y Austria. Alemania era más fuerte que
su principal enemiga: Francia, en 1890. Pero era considerablemente más débil que Francia y
Rusia juntas en 1900 (en torno a un 14,6 % del total de los recursos en manos de las grandes
potencias), lo cual sugiere la dependencia alemana respecto de Austria. Sin embargo, la
dependencia de esta última también se incrementó, aunque de un 10,2% en 1890, bajó hasta un
9,4% en 1900. Rusia en cambio ascendió desde un 19,5%, hasta un 23,7%.
El aumento de la diferencia y el desequilibrio de capacidades entre Austria y Rusia llevó a
la primera a una situación igualmente de dependencia en 1900. Hubo, pues, de reforzar y
mejorar sus relaciones, comenzando por la propia Rusia (véase la fig. 11.1).

4. Negociación y regateo

Desde 1892, los sucesos en política internacional más relevantes se refieren a la


mencionada alianza franco-rusa (1892-1895). Ante esta circunstancia y dado que el Tratado de
Reaseguro con Rusia de 1887 no sería renovado, Guillermo II decidió lanzar su política
destinada a ejercer una clara influencia en los Balcanes, haciéndolo de manera abierta y sin
disimulos desde 1890. De otra parte, la pretensión de que el ferrocarril Berlín-Bagdad
discurriese vía Constantinopla, capital de Turquía, aportaría otros significados político-
económicos no menos estratégicos para Alemania. El deseo de incrementar la presencia
comercial alemana en Oriente Medio, asimismo, se expresaba con idéntica rotundidad frente a
los intereses manejados por otras potencias europeas con implantación previa en esta área.
Austria apoyaba en principio este esquema y esperaba ver cumplida la promesa de mayores
ganancias territoriales en los Balcanes, como contrapartida. Entonces Rusia comenzaría a
sentirse aislada, tal como lo había estado anteriormente Francia en 1871.
Así pues, venciendo su tradicional antagonismo, los vínculos económicos que unieron a
Francia y Rusia a partir de estas fechas (empréstitos financieros en favor del gobierno zarista)
irían acompañados de un intercambio de visitas oficiales, contactos diplomáticos y el oportuno
movimiento de prensa favorable. Todo lo cual contribuyó positivamente a afianzar aquel
acercamiento. Confirmada en 1894 esta alianza, se vería reforzada de nuevo en 1897, fecha en
la que se prometieron ayuda mutua en el supuesto de un ataque militar alemán.
Ante reacciones de este calibre, el Reino Unido mantendría -al menos durante cierto
tiempo- una actitud que perpetuaba inicialmente la tradición de la splendid isolation. Gran
Bretaña nunca había interferido en los diseños belicistas de Bismarck, aunque la cuestión de
Oriente se encontraba en su agenda, de continuo. De modo que la pérfida Albión mantuvo una
actitud vigilante respecto del avance ruso en los Balcanes y en Asia central (Afganistán) estuvo
dispuesta a lanzar una estrategia de bloqueo en caso de urgencia. No fue éste su único foco de
atención, pues el avance del colonialismo francés en Indochina supondría un encontronazo
previsible, que halló escenario sobre el que exteriorizarse, contundente, en Egipto y el Sudán. El
envío del sir Herbert Kitchener y los lanceros británicos -entre los que estuvo un jovencísimo
Winston Churchill-, con la afrenta al general Gordon aún en la memoria, para acabar con el
poder derviche y llegar hasta Jartún, concluyó exitosamente. El siguiente objetivo sería el
control de las preciadas fuentes del Nilo. Objetivo compartido con Francia que con antelación a
estos éxitos de Kitchener había enviado una expedición (comandada por el capitán Marchand)
desde el Congo francés hasta la región del alto Nilo, donde debería encontrarse con otra
expedición iniciada desde África oriental por el capitán Clochette. El primero, al llegar a
Fachoda, colocó la bandera francesa (finales de septiembre de 1898), símbolo de las
pretensiones francesas en la zona, pero a los pocos días, las columnas de Kitchener llegadas del
Norte exigieron a los franceses la evacuación de la zona, considerada dentro de la esfera de
influencia británica. Los franceses no tenían realmente otra alternativa que la rendición y así
fue interpretado pragmáticamente por el nuevo ministro de Asuntos Exteriores francés,
Delcassé, creyendo que un conflicto en aquellos días con Gran Bretaña sólo hubiera servido
para fortalecer a Alemania.
En cualquier caso, el incidente de Fachoda -algo más que una escara-muza- fue un
momento en el que tanto la pacificación británica, como la insolencia francesa quedaron puestas
en entredicho (1898). El mito de Fachoda se proyectó ante la opinión pública con el
consiguiente descrédito para los franceses; y la mutua antipatía fue alimentada por medios de
comunicación de talante ultranacionalista en cada país. El aprendizaje a partir de estos y otros
errores imperialistas se dejaría notar más tarde en la conclusión negociadora que ambos
aceptaron para el reparto del espacio centro-africano; asunto admitido por los dos imperialismos
más importantes en Europa mediante negociación. Mientras tanto, la crisis cubana agarrotaba al
gobierno español, inmerso en un conflicto calendarizado desde EE.UU., que daría lugar a una
guerra declarada en abril de 1898. Sucedería lo propio en Filipinas, Puerto Rico y en la isla de
Guam, del archipiélago de las Marianas. Estas últimas vendidas, por cierto, un año después a
Alemania junto con los restos del antiguo imperio colonial español en el Pacífico: el
archipiélago de las Carolinas y Palau.
En la experiencia acumulada en estos años noventa, la tentación neocolonial también
afectaría a Italia. Francesco Crispi fue un civil militarista italiano proclive donde los hubo a
imitar el modelo militarista alemán. El mito de una grandiosa política exterior llevó a Italia a
soportar una humillación nacional en Adowa (1896) ante la derrota sufrida a manos de los
etíopes comandados por Manelik (empleando armas francesas e italianas, por cierto). Éste fue
el Némesis del militarismo de Crispi, al que siguió luego la reflexión sobre la debilidad
económica italiana y sobre su desunión social.
Por este tiempo, la conexión negociadora entre Alemania y Gran Bretaña sería una
hipótesis fallida, tímidamente urdida por Chamberlain, secretario para asuntos coloniales en
1897. La negativa británica a unirse a la Triple Alianza, como era deseo del káiser, quebró
cualquier expectativa al respecto. Por muchas razones cabe pues afirmar que la revolución
diplomática del siglo XIX no se había hecho en Londres o en Paris, sino en Alemania. Pero la
hipotética alianza teutona y anglosajona frente a latinos y eslavos no se produjo.
Los británicos, tras el affaire de Fachoda exhibieron, como califica Gordon A. Craig, un
humor engreído y exaltado, y un año más tarde, esta actitud les llevó a dirimir serios problemas
en Sudáfrica, con un final más humillante que el padecido por los franceses en Egipto. Tras un
arreglo poco eficaz del problema del Transvaal en 1877, y el hallazgo de las minas de oro en los
ochenta, la llegada de uitlanders o extranjeros, como llamaban los bóers a los recién llegados,
se intensificó. La respuesta restrictiva del gobierno bóer (Paul Kruger) hacia éstos y las
estrategias para escapar del control de la colonia de El Cabo resultaron demasiado provocativas
para la preeminente Gran Bretaña. Tras invadir Transvaal gracias a una banda de aventureros li-
derados por Leander Starr Jameson, en 1895, el conflicto fue internacionalizándose. La guerra
saltó en octubre de 1899, con los británicos por un lado y el Transvaal y el Estado Libre de
Orange por otro. Para derrotar a los 60.000 bóers, los británicos emplearon en una guerra
prolongada en tres períodos hasta 1902, a 350.000 soldados. Tras verse obligados los bóers a
solicitar la paz, se firmó el Tratado de Vereeniging (1902), por el cual Transvaal y Orange
fueron anexionados por los británicos. En 1909 finalmente se decidió con indulgencia la
concesión de medidas de autogobierno para los derrotados bóers. Y en 1910 se creaba la Unión
de Sudáfrica, bien recibida por los líderes bóers Smuts y Botha.
Gran Bretaña hizo gala a partir de entonces de un planteamiento menos agresivo, a
diferencia de la actitud exhibida durante las guerras bóers. Es bien cierto que, pese a la nueva
actitud defensiva, se esforzó en delimitar áreas de influencia que se reservaba en Asia,
específicamente, aunque con resultados poco satisfactorios en ocasiones, ya que el quid pro quo
para sus compromisos firmados no siempre funcionó como esperaba.
Durante el tiempo de las rebeliones bóers, miles de soldados rusos fueron enviados a
Manchuria. Los gestos diplomáticos ingleses expresaron aquí con claridad que no seria tolerada
ninguna intromisión en su esfera de influencia en Extremo Oriente. La conclusión del Tratado
de 1902 con Japón fue significativa al respecto. Se insistía repetidamente, además, que Rusia
debía reconocer la integridad de China y evacuar Manchuria. Algo que los rusos rehusaron
hacer sin contemplaciones en 1903. Un torpedo japonés en febrero de 1904 afectó al escuadrón
ruso en el puerto de Port Arthur, y los japoneses invadieron Corea y la península. de Liaotung a
la mañana siguiente. El ejército ruso no estaba preparado para hacer frente a un ejército tan bien
equipado y entrenado, y a comienzos de 1905, los rusos habían sido expulsados de Manchuria,
su flota vencida y Port Arthur obligado a rendirse.

5. Pacifismo y antimilitarismo

Aunque Europa se tiñó de idearios más y más nacionalistas y militaristas, hacía el final
del siglo XIX también se sensibilizaron ideas antí-militaristas y movimientos de paz.
Florecieron los pacifistas especialmente en Gran Bretaña y los EE.UU., países
geográficamente seguros y con poderes navales muy consistentes, donde el militarismo tenía
poco que temer (B. Bond, 1984).
Una intentona computable en las experiencias que en estos años noventa fraguaron, quizás
una de las más interesantes, fue la planteada por el zar Nicolás II. Su convocatoria de 1899 para
celebrar una Conferencia pretendiendo frenar el incremento armamentístico pone de relieve lo
más contradictorio de la política del momento, tanto en su faceta exterior como en lo relativo a
los asuntos domésticos. Se trataba de la Conferencia de La Haya, a la que asistieron 26 países
en respuesta a objetivos pacíficos (solución de conflictos y humanización de la guerra). Ideas
que establecieron un importante precedente, dando lugar a la creación de una Corte
Internacional. Importante por el hecho de haberlo logrado así, aun cuando nadie estuviera
convencido -de buena fe- de que fuera a traducirse en reducción de potenciales militares y
navales de inmediato, ni siquiera entre los firmantes. Como ejemplo, Guillermo II se hallaba
precisamente en plena fase de creación de su gran marina alemana. Y exhibía sin recato su
predilección por la compañía, maneras y consejo de los militares, a cualquier otro.
No obstante, la iniciativa de Nicolás II volvería a relanzarse en 1907, tras una propuesta
estadounidense, tratando de establecer entre otros acuerdos la interesante fórmula del arbitraje
obligatorio, en caso de conflicto. Los ideales de pacificación se dejaron sentir de nuevo ante la
opinión pública internacional con renovado interés, pese a los vientos belicistas que azotarían
con mayor fuerza a partir de esta década; al igual que las propuestas de suspensión de la carrera
armamentística y la limitación de gastos militares. Éstas fueron ideas -con y sin tonalidad
política exclusivista- que también forman parte del periodo; y si bien de manera efímera, se
dejaron oír con fuerza en repetidas ocasiones. Aún más, tales ideas influyeron en la evolución
del Derecho Internacional, acentuando el empleo de mecanismos y procedimientos de paz
disponibles en aquella época. Pero desde antes del inicio del siglo XX, la guerra había salpicado
ya a muchos de los 44 gobiernos que respondieron a esta nueva convocatoria de cuño pacifista.
Y la propia Rusia zarista estuvo entonces comprometida internacionalmente (pérdida de la
guerra ruso-japonesa), inmersa de hoz y coz en la espiral de un proceso revolucionario que
esperaba su momento histórico, después del episodio revolucionario de 1905 (domingo rojo).
Hubo otros nombres representativos del talante pacifista de estos años, tan sugerentes
como los de Alfred Nobel, el fabricante sueco de dinamita; el norteamericano Andrew
Carnegie, la novelista best-seller anti-belicista Bertha von Sutter Ivan Bloch o el publicista
británico W. T. Stead, personas que defendieron la idea de paz por encima de cualquier otro
asunto.

6. La mundialización de las estrategias

Los efectos de la mundialización de las estrategias que todo gobierno de importancia en


Europa había ido construyendo demostraron que la weltpolitik alemana se había convertido en
voluntad general. Los movimientos pan-germánicos y paneslavos habían sido y seguirían siendo
referentes obligados. Para el emperador alemán, la política mundial era la respuesta ineludible a
una situación de facto, existente e imperiosa, a la que debía responderse. La mundialización de
la política exterior alemana, interpretada por los sucesores de Bismarck [el canciller Von
Caprivi (1890-1894); Holstein; Hohenlohe (1894-1906); el almirante Tirpitz; el coronel-general
Von Moltke; el canciller Von Büllow (1900-1909) y Bethmann-Hollweg, canciller desde 1909]
testimonia la vitalidad de aquel imperio. La coincidencia de objetivos en la construcción de un
imperio colonial, frente a países que ya habían iniciado esta tarea previamente, devino en
problemática. Un dato que lo corrobora. La Liga Naval alemana se fundaba en 1898 disfrutando
del respaldo de los industriales del Ruhr, y sus campañas de propaganda sobrepasaron las de la
Liga Naval británica.
Consecuencia inmediata de la nueva realidad, la especialización de posiciones de dominio
en zonas precisas. De este modo, el temor que iba extendiéndose frente a una todopoderosa
Alemania produjo una aproximación en pocos años entre Francia y Gran Bretaña, como
sabemos, después de haber superado los motivos que casi les habían llevado a protagonizar en
1898 una guerra. El ministro de Negocios Extranjeros francés, Théophile Delcassé, fue el
promotor entusiasta de la hipotética unidad franco-ruso-británica, con el fin de articular una
alianza anti-alemana y rodear a ésta (aislarla). Pero a pesar de que Gran Bretaña sabía que
necesitaba un amigo en Occidente, las visitas oficiales que se sucedieron (Eduardo VII a París y
el presidente Loubet a Londres), lo más que consiguieron fue establecer un nuevo clima de dis-
tensión y entendimiento. En otro orden de cosas, parece obligado recordar que Francia en 1898,
tras la catarsis del asunto Dreyfus, falsedad descubierta en ese año, había puesto en evidencia la
efectiva autonomía del Ejército dentro del Estado; problema también del que salió con una
imagen pública dañada y vulnerable.
En cualquier caso, la mencionada entente no fue una alianza, como sabemos, y nada se
concretó respecto a lo que podría suceder en caso de que alguno de los dos países fuera a
intervenir en una guerra. No obstante, este supuesto fue revisado con posterioridad. Concluido
con éxito el acuerdo (entente), Delcassé deseaba además que el Reino Unido se convirtiera en
un aliado amigable de la que para Francia ya lo era: Rusia. Pero los británicos estaban mucho
más atentos observando la nueva amenaza austro-alemana en los Balcanes, ante la poco
probable sospecha de que Rusia interfiriese en sus intereses, después del descalabro que había
sufrido frente a los japoneses (1904-1905). No obstante, en 1907 ambos países aceptaron,
mediante la fórmula de una nueva entente, zanjar pasadas diferencias (por el conflictivo
Afganistán y por Persia, sobre todo) y establecer conjuntamente, mediante acuerdo, las esferas
de influencia que tanto Rusia como Gran Bretaña se reservaban en estos territorios, incluidas
las
ricas reservas petrolíferas iraníes. A juicio de Deaman, la diplomacia alemana falló al no
imaginarse el acercamiento franco-ruso y al no haber intentado reavivar la Liga de los Tres Em-
peradores.
Pese a ello, la Rusia zarista hundida por las derrotas militares infligidas y atenazada
domésticamente desde la revolución fallida (1905-1906), parecía ir perdiendo el papel
tradicional que para si misma se había reservado en Europa durante años. Lo cual fue una
invitación no deseada pero efectiva para que otras potencias lanzaran una tentativa de
modificación del equilibrio existente. El arrinconamiento de ésta puso en marcha, por tanto, el
cuestionamiento de las anteriores estrategias.
Théophile Delcassé había logrado no obstante un sistema diplomático bastante aceptable,
aunque sin la notoriedad o relevancia del sistema Bismarck, que había impregnado la política
europea en años precedentes. Su eficacia, aunque por poco tiempo (hasta agosto de 1914), se
cifraba en estrechar lazos con Rusia, disociar a Italia de la Triple Entente (acuerdos comerciales
de 1898 y políticos de 1902, buscando su neutralidad) y asegurarse la amistad británica
(entente cordial de abril 1904). Todo con objeto de contrapesar la alianza germano-austro-
húngara.
Suele observarse que el afianzamiento de las posiciones francesas en Marruecos, como
propósito, resultó determinante en el período activo de construcción de este sistema, es decir
durante la gestión de este ministro francés. Pero en su conjunto, también cabe destacar la
operatividad del sistema: su cuadro diplomático fue adecuado ante la supuesta amenaza
germánica en Europa.
De otra parte, los efectos notables de la modernización económica desplegaron acciones
concluyentes entre los países más desarrollados, tendentes por la fuerza de los hechos a adquirir
posiciones en el dominio de las relaciones internacionales en este tiempo. Además de los
grandes ejércitos, era la hora nuevamente del despliegue de mecanismos financieros actuando
en el exterior. Sin embargo, a los éxitos adquiridos por unos y otros en lugares muy distintos de
la geografía europea y extra-europea les sucedieron los recelos entre competidores y una
creciente preocupación vinculada a la madurez del sistema capitalista. Buena prueba de ello está
en la firma de nuevos Tratados de comercio que regularon las relaciones mercantiles entre
distintos países europeos (Alemania, Rusia, Italia, Austria-Hungría, etc.) desde 1904.
Año en el que dio comienzo la guerra ruso-japonesa y que marcó un cambio importante en
las relaciones internacionales contemporáneas. Dos potencias enfrentadas, con economías en
expansión, y dos ejércitos, uno de ellos más modernizado que el otro, empleando modernas
técnicas de ataque. Conflicto que durante 18 meses amenazó con traer complicaciones
internacionales muy serias. Esta guerra, más allá de interpretarla como un conflicto regional,
como hoy diríamos, fue una guerra completamente nueva, propia ya del siglo XX y muy
reveladora de numerosos fenómenos que permiten comprender la aceleración con que se viviría
hasta el estallido de la Gran Guerra europea. La lucha nacional concebida por ideologías
diferentes, países y grupos bien distintos revela la complejidad del modelo, que en ningún caso
obedeció a similares y exactas características.
Los choques de intereses irían generando, por tanto, una serie de eslabones de tinte
irreversiblemente belicista. Pronto se haría patente en las sucesivas crisis planteadas. Hacia
1905, la gran era del imperialismo parecía estar acabada, según G. Craig, y el gran sistema de
seguridad europea creado por Bismarck, quebrado definitivamente. El equilibrio de poder se
había transformado en algo tan precario, que cualquier incidente diplomático sería capaz de
provocar una conflagración (véase la fig. 11.2).
FIG. 11.2. Alianza y ententes entre Francia, Gran Bretaña y Rusia.

El sistema de alianzas. Sinopsis

1882. Triple Alianza


En continuidad con el Tratado Austro-Alemán firmado en 1879, Italia se unió a la alianza germano-austríaca en
1882, formación que pasaría a ser conocida como la Triple Alianza. Fue renovada en 1907 yen 1912.

1893. Alianza franco-rusa


La entente franco-rusa de 1891 establecía para ambos signatarios la consulta mutua, en el caso de amenaza de agresión a una
de las potencias. En 1892 se llegó a la firma de una convención militar franco-rusa que precedió a la posterior alianza de
1893.

1902. Alianza anglo-japonesa


En el otoño de 1901 las negociaciones para una alianza anglo-germánica se colapsaron. Las precedentes
conversaciones franco-alemanas se rompieron asimismo. No obstante, en 1902 Gran Bretaña fortaleció sus
posiciones en Extremo Oriente firmando una alianza defensiva con Japón.

1904. Entente Cordial (Gran Bretaña y Francia)


Un acuerdo menos formal que una alianza completa, la entente alcanzada entre ambos países zanjó pasadas
diferencias coloniales (sobre Egipto y Marruecos). En este mismo año, las relaciones de Gran Bretaña y Rusia
fueron congeladas por un incidente (el Dogger Bank), el hundimiento de un arrastrero británico por la flota rusa.
Alemania intentó tomar ventaja de la situación creada, pero sus negociaciones con Rusia fracasaron.

1907. Entente anglo-rusa


El mismo año en que la Triple Alianza fue renovada para seis años, Gran Bretaña y Rusia iniciaron un nuevo
acercamiento. La entente puso fin a una serie de disputas imperiales, que concernían especialmente a territorios de Persia,
Tibet y Afganistán. Colectivamente, Francia, Gran Bretaña y Rusia integraron entonces la Triple Entente. Y Europa se
encontró desde
aquel instante dividida en dos sistemas principales de alianzas, permaneciendo de este modo hasta más allá de 1914.

Desde el punto de vista alemán, la Entente Cordial representaba ya desde 1905 una seria
pérdida de prestigio, pues los estadistas alemanes percibieron que su situación diplomática se
había deteriorado y debían implementaría nuevamente. Desde esta reflexión, la política alemana
comenzó a seguir, según P. Gilbert, dos líneas diferentes, aunque no contradictorias. Una,
humillar a Francia. Y el otro objetivo consistía en restablecer las relaciones amistosas con
Rusia, a fin de reconstruir la situación que había existido en la época de Bismarck, antes del
abandono del Tratado de Reaseguro.
Las crisis desplegadas desde estos años (1905-1914) más importantes fueron, pues, la
primera crisis marroquí (1905), la segunda crisis marroquí de 1911, y luego las crisis de los
Balcanes, especialmente desde 1912.

7. La primera y segunda crisis marroquí

De inicio habría que recordar que ambas crisis fueron desencadenadas por Berlín, con la
estrategia de romper el cerco al que se le estaba sometiendo, y para desestabilizar a la Entente
Cordial. Consideremos también que la Historia de las Relaciones Internacionales desde 1898
hasta 1907 fue la historia de un volverse en contra de lo previsto. Gran Bretaña, Francia y
Rusia resolvieron sus diferencias fuera de Europa. Y excepto en Marruecos, desde 1907 no
hubo área alguna en disputa en la esfera colonial.
El punto de partida de la primera crisis estuvo en la división anglo-francesa del norte de
África, lo que había supuesto a los ojos del káiser Guillermo II un nuevo motivo de disgusto, al
no haber sido consultada Alemania. Su traslado a Tánger en 1905 tuvo por objeto asegurar al
sultán de Marruecos una ayuda ante la hipotética intentona francesa de un control total del país
magrebí. Solicitó por ello la celebración de una Conferencia internacional que dilucidase sobre
los asuntos norteafricanos. Ante el temor de que la guerra se iniciase, la actitud del gobierno
francés fue ambigua, y el ministro Delcassé dimitió en señal de protesta, pues Francia aceptó
tomar parte en la Conferencia que tendría lugar en la ciudad española de Algeciras, durante los
días 14 de enero al 7 de abril de 1906.
Ocasión en la que Francia pudo evaluar el alcance y utilidad de sus alianzas, así como el
valor específico de su posición a nivel internacional. El soporte anglosajón (Gran Bretaña y
Estados Unidos) resultó en este sentido muy importante para ella. En Algeciras se dieron cita
once naciones europeas, además de Estados Unidos y Marruecos, y a lo largo de sus sesiones se
mostraron claramente dos tendencias opuestas. Por un lado Alemania, que reclamaba el
principio de la puerta abierta para Marruecos y la internacionalización de su apertura
económica y financiera, sin que ello comportase un reparto efectivo del territorio marroquí.
Situación que prevaleció también en el caso de China y de Turquía.
De otra parte, la postura francesa se había esforzado por hacerse reconocer, argumentando
respecto de sus derechos particulares en Marruecos, especialmente por razones financieras; con
lo que se transformaría en centinela y guardián del orden en la zona, sin hacer demostraciones
de exclusividad, pero con manos libres a fin de cuentas.
El acta final se firmó en abril, y en ella se decidió la integridad territorial de Marruecos,
quedando confirmada asimismo la autoridad del sultán. Pero también se estableció el principio
de libertad comercial y de igualdad en cuanto a la explotación del territorio en materia de
recursos, garantizándose así para todos los Estados firmantes. La diplomacia francesa logró no
obstante que se aceptara al funcionariado español y francés para actuar con competencias en
calidad de policía portuaria. Por otro lado, los grupos de intereses financieros franceses, así
como los de sus aliados, lograron tomar posiciones en relación al nuevo Banco del Estado
creado para reformar la economía marroquí, lo cual les ubicó favorablemente en la acción de
control del futuro desarrollo del país. Se consumaba, en definitiva, la internacionalización de la
puesta en valor de Marruecos, pero con prioridad francesa. Una situación asegurada en aquellos
momentos con el consenso español, que obtendría una zona reservada en la parte septentrional.
Como se deduce fácilmente de estos datos, sólo los franceses salieron de la Conferencia satisfe-
chos. Especialmente, al haber podido comprobar el respaldo que sus aliados ingleses y rusos
habían concedido a sus puntos de vista, y ante el aparente cuestionamiento de las tesis
alemanas, efectuado por sus aliados austrohúngaros. Aislada Alemania, parecía confirmarse con
éxito el diseño Delcassé, ya que el sistema de alianzas permanecía intacto. La Entente salió
fortalecida ante esta victoria diplomática, y Gran Bretaña y Alemania se mostraron mutuamente
aún más hostiles a partir de entonces.
La segunda crisis marroquí tendría lugar en 1911. A la intencionalidad alemana que
provocó la primera crisis se unieron ahora otros motivos de ambición colonialista acentuada.
Dada la inoperancia del gobierno marroquí, las protestas se sucedieron, hasta que Francia debió
responder con el envío de su ejército hasta Fez, con el fin de restaurar el orden y acallar tales
protestas. Alemania temió que esta circunstancia facilitaría al gobierno francés una anexión
completa del Estado marroquí; la decisión del káiser fue igualmente prepotente, enviando el
Panther a Agadir, enclave situado en la costa Oeste africana. Representación que confirmaba de
hecho las capacidades militares alemanas también en el mar, y con lo que se hacia un test al
futuro de la weltpolitik.
La excusa argumentada remitía a motivos de protección para con los intereses y negocios
alemanes instalados en territorio marroquí. Motivos poco creíbles que sólo lograron volver a
poner a prueba la entente anglo-francesa.
Mr. Grey, ministro de Asuntos Extranjeros del gobierno británico, ante la sospecha de que
Alemania utilizase Agadir como centro de operaciones nava-les reaccionó con rapidez y el
canciller Lloyd George definió oficialmente la postura británica como dispuesta a intervenir
también, para frenar la posible amenaza y en defensa de sus propios intereses navales y
comerciales. Ante un discurso de tono belicista como éste, la solicitud de disculpas dirigida a
Alemania -que no obtuvo respuesta- hizo que la marina británica se colocara literalmente en pie
de guerra. Pese a lo delicado del momento, al igual que en 1905, una Conferencia celebrada esta
vez en París ajustó la situación. Por ella, Francia concedía a Alemania -esencialmente- una
extensa franja territorial en el Congo francés, y ésta vería asegurada su presencia con manos
libres en Marruecos. La Entente había funcionado de nuevo y se convirtió en un acuerdo aún
más sólido. Las competencias alcanzadas sobre el papel de la marina francesa y británica,
señalando objetivos muy concretos (la vigilancia para una, del mar Mediterráneo, y para la otra,
del mar del Norte) indican que la entente se convirtió, de hecho, en una alianza casi total.

8. El polvorín de los Balcanes, 1908, 1912, 1913

En los primeros doce años del siglo XX la paz europea sobrevivió, pero comenzó a dejarse
sentir una reacción punitiva aún mayor; a partir de la frágil situación reinante. Por eso, a tenor
de lo sucedido en estos años, es posible vaticinar hoy las consecuencias generales que vendrían
a producirse en 1914. Sin embargo, nadie fue capaz de preverlas desde el contexto en que se
desencadenaron. Su prospectiva fue a todas luces inoperante.
La rivalidad entre Viena y San Petesburgo en el ejercicio de hegemonía en la zona fue el
escenario político que originó la sucesión de crisis en los Balcanes. Aquella tendencia de
constreñir en esta compleja región europea las conductas más ostensibles de política exterior de
casi todos intensificaría acuerdos y desacuerdos. Tras 1907, no se reprodujeron crisis de
importancia en Asia, pero si en esta región europea.
Y algo muy importante. La división de Europa en dos campos armados después de 1907
significaba que ningún problema internacional de envergadura podría resolverse ya sin plantear
un test de lealtad a los respectivos aliados. Lejos de encontrarse en un estado de anarquía, las
relaciones internacionales, al final, fueron predecibles casi con precisión matemática, en razón
al comportamiento de todos los participantes, condicionados por la existencia predeterminada
de dos grupos principales de grandes potencias.
La rivalidad franco-alemana, las recurrentes crisis balcánicas, los bloqueos diplomáticos,
las fricciones imperialistas y la carrera armamentística naval, en suma, todo esto combinado
entre sí, elevó la temperatura de las relaciones internacionales. La alarma sonó en Bosnia (1908)
y luego en Agadir (1911). Mientras, las grandes potencias profesaban su deseo de mantener la
paz, pero al tiempo todas estaban preparándose para la guerra.
La crisis bosnia indicó dónde se encontraría el punto crucial y conflictivo de Europa.
Austria-Hungría se anexionó las provincias turcas de Bosnia-Herzegovina en 1908 sin ninguna
justificación legal, habiendo ocupado y administrado previamente este país durante los 30 años
precedentes, según un mandato internacional. En aquellos momentos, el ministro austríaco,
conde Aehrenthal, estaba dispuesto a destruir Serbia, cercándola. El káiser Guillermo dejaría
bien claro que llegado el caso lucharía junto a Austria como «un caballero de brillante
armadura». Y los grandes poderes europeos se sintieron incapaces de responder en aquellos
instantes. La decisión austríaca aniquiló las grandes esperanzas de Belgrado sobre el proyecto
de la Gran Serbia que había acariciado previamente. Serbia ponía fin al sueño de un reino es-
lavo y se había quedado sin el ambicionado acceso al mar.
Al tiempo, Rusia experimentaba una cierta alarma, por varios motivos, su calidad de aliado
tradicional para los serbios se lo exigía; pero además, la aspiración rusa, como desde siempre, a
que pudieran ser enviados sin restricciones barcos, navíos y flota a través de los Estrechos, se
interpretaba como un derecho. Alexander Izvolsky, ministro de Asuntos Exteriores ruso que
había concluido el acuerdo anglo-ruso, deseaba lograr nuevos triunfos.
Obviamente, 1908 fue sobre todo el momento crucial del descontento en Turquía. Motivo
de revuelta para los Jóvenes Turcos que en dos años (1908-1909) acabaron con el gobierno
otomano, lanzando un programa nacionalista de modernización. Aquellos oficiales del Ejército
MAPA 11.2 Los Balcanes, 1907-1914.

-entre los que se encontraba el joven Mustafá Kemal- lograron con su pronunciamiento deponer
al sultán Abdul Hamid poco después, prometiendo la implantación de un sistema de democracia
parlamentaria. Pero el reflujo de la situación se planteó una vez alcanzado el poder, olvidando
las promesas formuladas. No fue ésta la única razón de la siguiente crisis, que llegaría en 1912.
A la vista de todas estas realidades, los Estados balcánicos se convencieron de que sus
diferencias sólo podrían resolverse entre ellos y mediante el empleo de la fuerza. Así, entre
1912 y 1913 tuvieron lugar tres guerras regionales en los Balcanes.
La contrarrevolución hacía retornar el viejo sistema represivo en Turquía, prematuramente.
En mayo de 1912, Italia atacaba al Imperio otomano, ocupando Rodas, Trípoli y Cirenaica. En
octubre de 1912, con la Sublime Puerta dividida y una insurgente Albania, la Liga Balcánica
formada por Montenegro, Bulgaria, Serbia y Grecia (bajo la inspiración del estadista Venizelos)
tomó la iniciativa de ataque contra los otomanos en Macedonia. Aunque alemanes y austríacos
creyeron que el caduco Imperio otomano les vencería fácilmente, los integrantes de la Liga
recorrieron en seis semanas la Turquía europea con facilidad. Tal éxito alarmó a los principales
poderes, ante la indeseada posibilidad de que Serbia llegase al Adriático (ocupando Albania), y
Rusia lo hiciese hasta Constantinopla, gracias a esa coyuntura. Forzaron por consiguiente a
ambas partes a que concluyesen la guerra y a que resolvieran mediante el diálogo sus
problemas, por vía de conferencia. El Tratado de Londres concedió a Turquía la conservación
de Tracia Oriental, pero no se consiguió acuerdo alguno sobre Macedonia. Lo cual convirtió al
problema macedonio en casus belli perpetuo.

9. De crisis regional a conflagración mundial

En junio de 1913, Bulgaria atacó Serbia para iniciar la guerra de partición (segunda guerra
balcánica), cuando ésta ocupó el territorio macedonio. Reclamaba la parte más importante de
este espacio balcánico. La inmediata respuesta fue que Serbia, Rumania -que no había
intervenido en la primera guerra-, Montenegro, Grecia y una Turquía en busca de revancha,
actuaron conjuntamente contra los objetivos búlgaros. Derrotada ésta con facilidad, se vio
obligada a aceptar el Tratado de Bucarest (agosto, 1913) por el que Serbia y Grecia conservaron
las zonas de Macedonia que les había concedido el Tratado de Londres con anterioridad.
En cualquier caso, Serbia seguía literalmente enclaustrada. Turquía aseguraría ligeras
ganancias (Adrianópolis), y Rumania ganó territorios en el mar Negro, obtenidos de Bulgaria.
No es extraño que ante el descontento reinante, el premier serbio dijera tras el cese de las
hostilidades en agosto de 1913: «Este es el primer round; ahora debemos prepararnos para el
segundo, contra Austria.»
La expansión serbia como gran país no tardaría en desvelarse, pese a que se le había
frenado apartándola de los puertos del Adriático, pero su objetivo seguía siendo Salónica y
territorios otorgados a Grecia en 1913. Aquel mismo año fue cuando el káiser convino con
Austria su respaldo, ante el supuesto de una entrada en guerra con Serbia. Así lo haría también
Turquía en busca de desquite, tras habérsele reducido de tamaño.
Como hemos visto, pese a la guerra, en cada oportunidad tuvieron lugar a posteriori
Conferencias internacionales, y fueron firmados Tratados ad hoc. Su balance es precario.
Albania emergió como Estado soberano, pero no así Macedonia. El juego austríaco se pagó
muy caro, la influencia alemana en Turquía se incrementó. Las ambiciones rusas siguieron
insatisfechas. Serbia reivindicaba su suelo. En definitiva, la Cuestión de Oriente seguía sin
resolverse.
De manera que las grandes excusas se irían preparando, y así se confirmaría cómo desde
1907 hasta 1914, al igual que había sido derribada la maquinaria diplomática, los cuerpos
organizados de la sociedad -iglesias, sindicatos, partidos políticos, etc.- se volvieron tan
incompetentes como la diplomacia profesional. La forma en que fueron intimidados por las
fuerzas de la violencia, se retrató admirablemente por el escritor R. Martin du Gard en su novela
Verano, 1914.
Es interesante observar asimismo, que durante estos años, con la excepción de Alemania,
todos los países vivían una caótica situación interna. Gran Bretaña y Francia sufrían un serio
desorden industrial. El gobierno británico debía hacer frente a la guerra civil en Irlanda. Rusia
vivía el colapso social y moral definitivo, y la monarquía dual mantenía un difícil diálogo con
magyares, eslavos y rumanos. La hostilidad del proletariado internacionalmente se escuchaba
insistente. El sentido de las crisis socio-económicas, las dudas y la pérdida de prestigio,
condujeron a una cierta ingeniería de la guerra, opinan algunos autores. La ocasión la facilitaría
el deseo de preservar el statu quo en los Balcanes (como en 1903); lo cual, dadas las tensas
relaciones mantenidas desde 1907, hizo muy difícil el mantenimiento de la paz.
Es bien cierto que durante estos años algunos movimientos de opinión trataron de
minimizar los conflictos internacionales, y que las voces pacifistas siguieron escuchándose
[desde el socialista francés Jean Jaurés, y el austríaco A. H. Fried, hasta el economista inglés
Norman Angell (La gran ilusión, 1910)]. Pero frente al pacifismo, dice el historiador N. Davis,
«el ethos de los incansables grandes poderes echó raíces».
El curtido Von Moltke había escrito también: «La paz perpetua es un sueño, e incluso no
siempre es un hermoso sueño.» Actitudes semejantes se dejaron sentir principalmente en
Francia y en Gran Bretaña, y no sólo en Alemania.
Y pese a que los militares sabían del poder destructivo que iba a tener una futura guerra,
esta sospecha no impidió que las potencias se embarcaran en aquel peligroso juego. Los
extremos de los dos ejes del momento, la prudencia y el militarismo, se distanciaron cada vez
más.
Curiosamente, el heredero al trono austríaco simpatizaba con la causa eslava y su
aspiración de auto-control y ampliación de competencias. Incluso se mostró predispuesto a
aceptar -a diferencia del emperador Francisco José- resoluciones a su favor; pero siempre desde
dentro del Imperio. El 28 de junio de 1914, el archiduque Francisco Fernando visitaba Sarajevo
con su esposa morganática, Sofía, duquesa de Hohenberg, coincidiendo con el Festival
Nacional Serbio de Vidovdan (el día de San Vito), aniversario de la mítica batalla de Kossovo.
Una decisión que a los ojos de Serbia era, sencillamente, un insulto calculado.
El estudiante bosnio Gavrilo Princip fue el ejecutor elegido, instrumento de la Mano Negra
y sus conexiones con la política serbia. Austria, como sabemos, enviaría el 23 de julio un
ultimátum a Belgrado en términos muy duros, y ante la insatisfactoria respuesta serbia, le
declararía la guerra el día 28 de julio, poniendo final a la última crisis y dando paso así a la
primera conflagración mundial.
CAPÍTULO 12
LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL, 1914-1918

por FEDERICO SANZ DÍAZ


Profesor titular de Historia Contemporánea,
Universidad de Burgos

Entre 1914 y 1918, la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra, como se la denominó,
produjo transformaciones decisivas en la vida y en la conciencia de los pueblos europeos, e
inició el declive de Europa. Durante años se habían ido creando las condiciones para que un
incidente menor pudiera desencadenar una guerra, que el automatismo de las alianzas se
encargaría de que fuese general. No era inevitable: determinadas circunstancias y decisiones
desempeñaron un papel decisivo. Pero lo que sorprendió no fue que estallara la guerra, sino las
proporciones destructivas que adquirió. Su inesperada duración, la dureza de la vida en el
frente, las cuantiosas bajas, el desabastecimiento de la población civil y la desmoralización
marcarían a toda una generación. Puesta en marcha la maquinaria bélica, detenerla se volvió
más difícil según se acumulaban las pérdidas y se difuminaba la consecución de los objetivos
por los que se había iniciado. Tampoco la terrible experiencia significó, como se pensaba, el fin
de todas las guerras y el comienzo de una nueva era de cooperación.

1. Los riesgos

Los nacionalismos minaban la estabilidad, especialmente en el Imperio Austro-Húngaro,


aquejado de graves problemas de cohesión por el espíritu independentista de las minorías
nacionales. Serbia era el foco de atracción del nacionalismo yugoslavo y contaba con el apoyo
diplomático de Rusia, deseosa de expandir su influencia aprovechando los lazos étnicos y
culturales. El nacionalismo de las minorías afectaba también a los territorios bálticos en Rusia y
a los polacos repartidos entre tres Estados. Paralelamente, existía también el nacionalismo
expansionista de las grandes potencias. Francia mantenía el contencioso de Alsacia-Lorena con
Alemania y rechazaba sus iniciativas coloniales. Esta se sentía a su vez postergada al haber
llegado tarde al reparto, mientras su potente marina de guerra suscitaba el recelo de Gran
Bretaña, con la que además rivalizaba en el continente por la calidad de sus productos. En
Turquía los intereses alemanes chocaban con los rusos.
Las rivalidades económicas fueron decisivas para crear antagonismos, pues el desarrollo
capitalista implicaba pugna de intereses. No obstante, en los territorios coloniales la tónica fue
llegar a acuerdos, y los ambientes de negocios eran favorables a la paz, pues permitían que
banqueros, comerciantes e industriales llevasen a cabo sus actividades con normalidad. Sólo los
fabricantes de armamento, que presionaban a militares y políticos para nuevas adquisiciones
estimulaban el belicismo. En cuanto a los gobiernos, tampoco querían una guerra general y ni
siquiera un conflicto localizado en Europa en que se viera implicada alguna gran potencia. El
HISTORIA DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES CONTEMPORÁNEAS 180

problema estuvo en que la situación internacional se les fue escapando de las manos por el
automatismo de las alianzas. Los sistemas de la Triple Alianza y la Triple Entente eran de-
masiado rígidos y todo el dispositivo bélico estaba concebido para actuar conjuntamente contra
la coalición adversaria, lo que podía convertir cualquier conflicto local en una guerra general.
A ello contribuyó la carrera de armamentos, pues el clima de inestabilidad empujaba a
incrementar los arsenales y aumentar la disponibilidad de tropas, en la idea de que antes o
después la guerra era inevitable. Una guerra que todo el mundo pensaba que sería corta. Se
consideraba que la rapidez de la movilización era la clave de la superioridad, de modo que
quien asestase el primer golpe contaría con una considerable ventaja. Sería el mecanismo de la
movilización lo que terminaría haciendo irreversible la guerra: planteada la crisis, los gobiernos
debían tomar cuanto antes la decisión de movilizar, y una vez ésta en marcha, la entrada en
acción era inevitable, con lo que no habría tiempo ni margen de maniobra para la negociación o
para limitar el alcance de la contienda. No se previó que los avances técnicos y las nuevas
armas harían inviables las operaciones de maniobra y las ofensivas clásicas, obligando a fijar a
los combatientes sobre el terreno en una guerra de posiciones. En cuanto a la fuerza naval, ya
no podría actuar en combates resolutivos, sino mediante estrategias de bloqueo con resultados
sólo a largo plazo.
También las mentalidades colectivas estaban predispuestas, pues los gobiernos,
presionados para incrementar los presupuestos militares, transmitían la sensación de
inseguridad y recurrían a la fibra nacionalista para predisponer favorablemente a los
Parlamentos y la opinión pública. Ello caía en un campo abonado por muchos años de
autoafirmación nacional excluyente. Las posturas pacifistas apenas encontraban eco. La
Internacional Socialista, desde su internacionalismo proletario, se declaraba en Contra de una
guerra imperialista promovida por los intereses capitalistas y venia debatiendo sobre las
medidas a tomar si se presentaba el caso, como la negativa a la incorporación a filas o la huelga
general simultánea en los países enfrentados. Pero cuando se decretó la movilización, estos
propósitos se diluyeron. Primó la solidaridad nacional, tanto en los partidos y organizaciones
obreras como en el conjunto de la población, y el patriotismo y la colaboración con los gobier-
nos se impusieron en todas partes.

2. La crisis de julio

El asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero de Austria-Hungría, y su


esposa durante su visita a Sarajevo por un estudiante nacionalista bosnio, el 28 de junio de
1914, fue la chispa que encendió el conflicto. Austria acusó de implicación a los servicios
secretos de Serbia y vio la ocasión de darle un castigo ejemplar, eliminándola como foco de
agitación en los Balcanes. Pero sus actuaciones fueron lentas y lo que en los primeros
momentos se hubiera asumido como una reacción comprensible, un mes después aparecía como
un mero pretexto. El propio traslado de los cadáveres se hizo con gran lentitud y no hubo
funerales de Estado. Esto hizo que no acudieran monarcas extranjeros, los cuales, de haber
coincidido, hubieran podido intercambiar opiniones y hacerse una idea más realista de la
situación.
En Alemania se temía la intervención de Rusia. El canciller Bethmann Hollweg no era
partidario de una guerra contra ella, aunque la mayoría de los militares la consideraban
inevitable en dos o tres años, una vez que los rusos hubieran completado su armamento y las
comunicaciones ferroviarias. Esta falta de preparación rusa hacía pensar al gobierno austríaco
que si contaba con el respaldo de Alemania, Rusia no se decidiría a intervenir. El gobierno
alemán le sugirió moderación, si bien no estaba dispuesto a debilitar la alianza, aun a riesgo de
una extensión del conflicto, ya que ésta era la garantía frente a Rusia y Francia, sus auténticos
adversarios.
El 5 de julio, Guillermo II dio su decidido apoyo a Austria, incluso para el caso de que las
acciones contra Serbia dieran lugar a otras reacciones. Era un compromiso imprudente que
dejaba la decisión en manos de Austria, con el riesgo de provocar no sólo la intervención de
Rusia, sino la de Francia y eventualmente de Inglaterra, aunque se prefería pensar que estas
últimas no llegarían a implicarse, dado lo alejados que estaban sus intereses de las cuestiones
balcánicas.
El gobierno ruso, por su parte, recomendó a Serbia no proporcionar nuevos pretextos, pero
estaba decidido a impedir que fuese invadida. Francia no deseaba la guerra, pero el presidente
Poincaré, de visita oficial en Rusia a mediados de julio, animó a la firmeza y ratificó su
compromiso: tampoco Francia estaba dispuesta a poner en riesgo una alianza que la había
sacado de su aislamiento. En cuanto a Inglaterra, se encontraba inmersa en sus problemas
internos, especialmente el del independentismo irlandés, y nada interesada en la cuestión serbia.
No obstante, en caso de conflicto general, estaría del lado de la Entente para evitar la derrota
francesa y la preponderancia de una Alemania triunfadora. No se sabía el apoyo que esta
posición encontraría en el Parlamento y en la opinión pública, por lo que el Gobierno no la hizo
explícita e intentó la mediación con Austria.
Los planes de los Estados Mayores iban a tener una influencia decisiva en el desarrollo de
los acontecimientos. En Alemania, el Plan Schlieffen preveía una guerra en dos frentes,
concentrando inicialmente el grueso de la fuerza en el Oeste. Proyectaba atravesar Bélgica y
realizar una acción envolvente sobre el ejército francés hacia el Este. Para llevar la iniciativa era
imprescindible una movilización rápida. En cambio, frente a Rusia, que se estimaba tardaría
mes y medio en completarla, bastaba con unas pocas unidades, acudiendo después con el grueso
de la fuerza una vez dominada la situación en Francia. La opción por una guerra en dos frentes
era deliberada, pues de actuar sólo contra Rusia se dejaría a Francia la iniciativa para intervenir
en el momento que más le conviniera sobre una frontera desguarnecida. Lo que no se preveía
era la eventualidad de la intervención inglesa, ni una resistencia que inmovilizase al ejército en
sus posiciones. Tampoco había un plan alternativo y por tanto debía aplicarse mecánicamente,
sin margen alguno para la diplomacia.
Sobre estos presupuestos, la puesta en marcha de la movilización se convertía en el eje de
la toma de decisiones, lo mismo que en Francia, cuyo Plan XVII, en combinación con Rusia,
preveía el ataque simultáneo por Alsacia-Lorena y la apertura del frente del Este. El resultado
fue que las directrices militares terminarían predominando sobre las opciones políticas.
Paradójicamente, Austria-Hungría llevó a cabo su movilización con lentitud, de modo que
cuando inició el ataque contra Serbia la guerra ya estaba en pleno auge en los dos frentes
principales.
¿Cómo se llegó a las declaraciones de guerra? El 23 de julio, Austria-Hungría dio un
ultimátum a Serbia exigiendo satisfacciones por el atentado, la persecución de los movimientos
extremistas y una investigación con participación austríaca. Serbia respondió con la aceptación
de las exigencias, salvo reservas en aspectos menores. Esto permitía reconducir el contencioso
por la vía pacífica, lo que causó un impacto favorable en la cancillerías europeas; el propio
Guillermo II comentó que con esta respuesta desaparecía el motivo de guerra. Pero Austria-
Hungría no estaba dispuesta a dar marcha atrás y el día 28 declaró la guerra a Serbia.
Fue la señal para las movilizaciones: el día 30, el zar decreta la movilización general, ante
la imposibilidad, planteada por sus generales, de hacerla con carácter meramente parcial; el día
31 lo hace Austria-Hungría. Ese día Alemania está ya decidida a la guerra para poner en
marcha cuanto antes el Plan Schlieffen: proclama el estado de alerta, dirige a Rusia un
ultimátum para que desmovilice y otro a Francia para que se declare neutral, exigiéndole como
garantía las plazas de Toul y Verdún. El 1 de agosto declara la guerra a Rusia y decreta la
movilización general, lo que también hace Francia. El día 3 declara la guerra a Francia e invade
Bélgica, que se había opuesto a dejar paso libre por su territorio.
Ante la violación de la neutralidad belga, pieza clave en la política exterior británica desde
1831, Inglaterra declara la guerra a Alemania. En los días siguientes se completan las
Fuente: M. García y C. Gatell, Actual. Historia del Mundo Contemporáneo, Barcelona, Vicens Vives, 1999.

Mapa 12.1 Los países beligerantes en Europa

declaraciones de guerra: de Serbia a Alemania, de Austria-Hungría a Rusia y de Francia e


Inglaterra a Austria-Hungría. En septiembre, Francia, Rusia y Gran Bretaña se comprometían a
no firmar una Paz por separado.
La actitud de las poblaciones se expresó en manifestaciones en las grandes ciudades y
despedidas entusiastas a los combatientes, que pensaban regresar victoriosos por Navidad. La
oposición de la Internacional Socialista se esfumó. Esta exaltación belicista llamó la atención de
los contemporáneos. Por un lado, todos los beligerantes atribuían al contrario la responsabilidad
en el desencadenamiento de la guerra, con la consiguiente reacción popular frente al agresor y
la solidaridad en la defensa nacional. Esta fuente de legitimidad fue cuidada por la propaganda,
incluso en el caso de Alemania, donde se ocultó a la población que la declaración de guerra
había partido de su propio Gobierno. Por otro lado, los testimonios subrayan la sensación de
«comunidad recobrada» en torno a una causa, en contraste con la fragmentación y atomización
social característica de la sociedad de masas. En todo caso, la respuesta al reclutamiento fue
positiva en todos los países.
Sin embargo, estudios más detallados han puesto de manifiesto que las cosas no fueron tan
simples. Es cierto que los movimientos nacionalistas promovieron manifestaciones, de las que
se hacía amplio eco la prensa, y que una vez comenzada la contienda la propaganda pretendió
hacer llevaderas las privaciones y amortiguar el impacto de las bajas. Pero el entusiasmo no fue
generalizado. Hubo más bien incredulidad inicial sobre la inminencia de la guerra, estupor
cuando se decretó la movilización, resignación y sentimiento patriótico cuando finalmente
estallaron las hostilidades. No hubo al comienzo de la crisis una verdadera preocupación, pues
las anteriores habían terminado resolviéndose y tampoco se tenían referencias para imaginar las
dimensiones destructivas de una guerra a gran escala; lo que se palpaba era incertidumbre. Y
cuando se llamó a la incorporación a filas predominó el sentimiento patriótico, que estaba muy
extendido, salvo en Rusia.
3. La guerra de movimientos (1914)

El choque inicial se produjo en Francia, donde Joffre ataca Alsacia-Lorena, pero tiene que
replegarse para hacerse fuerte en Verdún, Nancy y Belfort. Por parte alemana, Moltke, que ha
desplegado siete ejércitos a lo largo de su frontera occidental, emprende la maniobra envolvente
del plan Schlieffen: invade Bélgica y Luxemburgo y gira hacia el Este para arrinconar a las
fuerzas francesas, belgas e inglesas hacia los Vosgos y el Jura. Aunque el mando francés
contaba con la posible violación de la neutralidad belga, había subestimado los efectivos
alemanes, pues esperaba una ofensiva simultánea contra Rusia, que no se produjo, y no
imaginaba que las divisiones de reserva alemanas se incorporasen al combate desde el primer
momento. Todo el frente aliado emprendió la retirada y el Gobierno abandonó París, cuya
defensa hubo de organizarse apresuradamente ante la proximidad, a sólo 25 km, de la
vanguardia alemana. Pero en lugar de continuar hacia la capital, Moltke ordenó perseguir al
ejército francés hacia el Sureste para alejarlo de Paris.
La reacción francesa fue plantar cara en la batalla del Marne (6 de septiembre). Mientras
Gallieni envía fuerzas importantes de la región parisina para atacar el flanco alemán en su
avance hacia el Este, el grueso del ejército francés resiste sus embates. El Estado Mayor
alemán, inquieto al habérsele abierto una brecha de 40 km que amenazaba con dejar aislada

Fuente: J. Gil Pecharromán y otros: La Gran Guerra, vol 5 de Siglo XX. Historia Universal, Madrid, Historia 16 /
Termas de Hoy, 1997.

Mapa 12.2. Las operaciones de 1914 en el frente occidental.


entre dos fuegos a una parte de sus tropas, ordena el repliegue hasta una línea entre el Aisne y
Argonne. El ejército francés se ha salvado.
Por su parte, los rusos habían atacado sobre el conjunto del frente oriental, pero son
aplastados en Tannenberg y los lagos Mazurianos en la Prusia oriental (fines de agosto y
principios de septiembre), gracias a la habilidad táctica de Ludendorff, adjunto de Hindemburg.
Por el contrario, los austro-húngaros se ven obligados a evacuar Galitzia y los serbios recuperan
Belgrado, que había sido ocupada. La ofensiva rusa había tenido el efecto de aliviar la presión
sobre el frente occidental, al decidir a Moltke a trasladar de éste tropas que le faltarían en la
batalla del Marne. Ante el fracaso del plan Schheifen, Moltke es sustituido por Falkenhayn.
En el noroeste francés, la línea de contacto era imprecisa. Se inicia entonces la «carrera
hacia el mar», en la que las fuerzas franco-británicas intentan una maniobra envolvente desde el
Oeste, frente a los alemanes que pretenden llegar hasta Caíais y Dunquerque para aislar de sus
bases al contingente inglés, cosa que no logran. Son las encarnizadas batallas de Flandes (15 de
octubre a 15 de noviembre). Finalmente el frente queda estabilizado a lo largo de 800 km, desde
el canal de la Mancha a la frontera suiza, y la guerra de movimientos dejará paso a una guerra
de posiciones.
Entretanto, dos nuevos beligerantes se habían incorporado: Japón, que declara la guerra a
Alemania (agosto) y ocupa sus posesiones en China y el Pacífico; y Turquía, a favor de
Alemania (noviembre), con lo que corta el aprovisionamiento ruso por los Estrechos. Sin
embargo, la entrada de ambos no fue relevante para el desarrollo de la guerra; como no lo sería
en 1915 la de Bulgaria a favor de los imperios centrales, ni las de Rumania e Italia a favor de
los Aliados. Hasta 1917, las potencias decisivas serán Francia, Inglaterra y Rusia, por un lado, y
Alemania por el otro.

4. La guerra de posiciones (1915-1916)

En diciembre de 1914 los planes para una guerra rápida habían fracasado y la situación se
hallaba estancada. Se inician entonces nuevos métodos de guerra. Lo primero será establecer un
frente defensivo continuo: es la guerra de trincheras. Se excavan varias líneas escalonadas en
profundidad, normalmente dos, a una distancia de 3 o 4 km, unidas por pasadizos sinuosos y
protegidas por alambradas; en los laterales se colocan casetas de cemento para interferir el
avance enemigo. En retaguardia se sitúan la artillería, servicios auxiliares, hospitales de
campaña y centros de descanso.
La vida en primera línea se caracteriza por la tensión permanente, problemas de
abastecimiento e higiene, el barro y el frío, la dureza de los asaltos. Los ataques se preparan con
intenso fuego artillero para debilitar las defensas enemigas; a continuación la infantería avanza
frente a los disparos de fusiles y ametralladoras y en la lucha cuerpo a cuerpo se usan granadas
y bayonetas. En medio de la calma de horas o de días, las trincheras se ven sometidas a
bombardeos y asaltos inesperados. Las ofensivas tropiezan con grandes dificultades y ocasionan
numerosas bajas, pues hay que abrir brecha entre las alambradas, neutralizar el fuego enemigo y
avanzar rápidamente hasta la primera línea de trincheras. Si se logra, aún se corre el riesgo de
ser barrido por las ametralladoras de las casamatas laterales; y alcanzar la segunda línea o
resistir el contraataque es muy costoso y depende en última instancia de la capacidad de
resistencia de pequeños grupos que han perdido contacto con sus bases. Sólo en 1915 los
franceses tuvieron un millón y medio de bajas (entre muertos y heridos), 300.000 los ingleses y
875.000 los alemanes.
Las nuevas tácticas exigen nuevo armamento: aumenta el calibre de las piezas de artillería
y se incorpora el mortero, que sustituye el tiro rasante por el curvo, machacando las posiciones
enemigas. En 1915 los alemanes introducen el lanzallamas y los gases asfixiantes, a lo que los
Aliados responden produciendo máscaras antigás en grandes cantidades. Nada de esto será
determinante, pero da al campo de batalla ese aspecto fantasmal que ha quedado en las
ilustraciones y relatos de la época. En 1916 aparecen los primeros tanques, con un empleo
limitado. La aviación se incorpora para operaciones de observación, y desde 1917 aviones más
pesados y zepelines alemanes se utilizan en misiones de persecución y bombardeo sobre
ciudades de retaguardia (Paris y Londres) con el fin de minar la moral del adversario.
La entrada en una guerra larga rompe todas las previsiones de los beligerantes,
obligándoles a esfuerzos cada vez mayores para atender las demandas del frente y de la
población civil. Se echa mano de todos los reservistas y desde 1916 se llama a los reclutas con
antelación; para los servicios auxiliares se utiliza a los adultos. La Entente recluta tropas en las
colonias y los británicos se ven obligados a introducir el servicio militar obligatorio. A
principios de 1916 hay concentrados en el frente occidental casi seis millones de hombres:
3.470.000 de la Entente y 2.350.000 alemanes. Las reservas de armamento y municiones se
agotan enseguida y es preciso multiplicar la producción, lo que obliga al intervencionismo
estatal en la industria y la incorporación a las fábricas de mano de obra femenina. Si en 1914 el
porcentaje de la renta nacional destinado a gastos militares era del 4 %, durante el conflicto se
situará entre el 25 y el 33 %.
A ello se añaden los efectos del bloqueo naval. Los imperios centrales contaban con
núcleos industriales en Alemania, Bohemia y las zonas ocupadas de Francia; pero el
abastecimiento de alimentos y materias primas se convierte a la larga en un serio problema. Los
Aliados resisten mejor gracias a las importaciones de las colonias, pero el bloqueo también les
afecta, especialmente a Inglaterra. Desde 1915 el Reino Unido establece la inspección sobre los
buques civiles del Mar del Norte, lo que provoca reacciones negativas de los neutrales. Más
grave será la guerra submarina de Alemania contra los buques comerciales. En conjunto, las
más perjudicadas por el desabastecimiento van a ser Alemania y Rusia.
En 1915 se estabilizan los frentes, una vez que se revelan inútiles los intentos de abrir
brecha en ellos. Inicialmente los alemanes despliegan una amplia ofensiva en el Este que obliga
a retirarse a los rusos hasta el Beresina, con unas pérdidas de 150.000 muertos, 683.000 heridos
y casi 900.000 prisioneros, la mitad de su ejército. Pero no pueden seguir avanzando indefini-
damente por las estepas, heladas en invierno, por lo que se consolida un frente continuo desde
el Báltico al Dniéper.
En el frente occidental los alemanes optan por la estrategia defensiva, siendo el mando
francés el que impulsa varias ofensivas, que se saldan con escasos resultados o, como en la de
Champaña, con un fracaso total. La entrada en guerra de Italia (abril), tentada por las
compensaciones territoriales que acuerda con la Entente, no aportará un refuerzo significativo y,
de hecho, el frente italiano será secundario. Tampoco resultarán decisivas las operaciones en el
Mediterráneo oriental: el bombardeo de los Dardanelos y el desembarco franco-británico en
Gallípoli termina en retirada, si bien los franceses establecen una cabeza de puente en Salónica.
La entrada en guerra de Bulgaria al lado de Alemania por intereses territoriales (septiembre)
provocará el derrumbamiento de Serbia, atacada en dos frentes.
Ante la imposibilidad de romper el frente occidental, en 1916 se plantea la guerra de
desgaste. Los contendientes ponen en práctica la estrategia del «punto débil», concentrando sus
esfuerzos en un determinado lugar en el que cuentan con buenas posiciones y atacándolo con
intensidad persistente para diezmar las fuerzas del adversario. Así se desarrollarán
sucesivamente las batallas de Verdún y del Somme.
Verdún constituía un saliente en la línea del frente francés y las tropas alemanas se
encontraban en las elevaciones próximas. Los ataques de éstos tenían como objetivo principal
obligar a los franceses a desgastar sus fuerzas en la defensa de sus posiciones hasta rendirías,
contando con que éstos perderían una media de cinco soldados por cada dos alemanes. La
batalla se desarrolla inicialmente con éxito para los alemanes (febrero-marzo), pero durante los
dos meses y medio siguientes los ataques y contraataques no mueven el frente, a pesar de las
enormes pérdidas. Los franceses resisten gracias a las comunicaciones ferroviarias, que
permiten la afluencia continua de material y combatientes. Cuando en junio los alemanes
inician la segunda fase de la batalla y amenazan directamente a Verdún, el mando francés
(Joffre) decide dar la réplica en el Somme, viéndose Falkenhayn obligado a detraer parte de sus
efectivos, con lo que el frente queda estabilizado. La estrategia de desgaste ha fracasado, las
cuantiosas pérdidas han sido casi parejas (380.000 franceses, 340.000 alemanes) y constituye un
triunfo moral para Francia.
La batalla del Somme (julio-septiembre), a iniciativa francesa, tiene características
similares, salvo que se desarrolla en un frente mucho más amplio, de 70 km. Tampoco aquí se
logra romper el frente, pero las tropas alemanas sufren tales pérdidas y quedan tan diezmadas de
mandos que su infantería ya no volverá a tener la misma capacidad combativa. Los 12 km (por
5 de ancho) que recupera la Entente carecen de valor estratégico, pero han costado 194.000
muertos y heridos franceses y 419.000 ingleses; los alemanes han perdido en torno a 500.000.
Mientras tanto, en el frente del Este las fuerzas austro-alemanas se encuentran ante la única
gran ofensiva rusa, la de Brusilov (junio-agosto), quien lanza el ataque en un frente de 150 km,
forzándoles a un amplio repliegue. Pero falto de medios y con un ejército que da las primeras
muestras de desmoralización, se ve obligado a detenerse. Las operaciones han sido importantes,
pero no decisivas y su efecto será más bien político, al decidir a Rumania a entrar en guerra al
lado de Rusia (agosto). Pero en diciembre es ocupada por los alemanes.
Finalmente, para acabar con el bloqueo en el Mar del Norte, Alemania se decide a sacar su
armada con la intención de entrar en combate sólo si se encuentra con una parte de la muy
superior armada británica. Pero tropieza con el grueso de la misma en la batalla de Jutlandia
(mayo) y, pese a infligirle pérdidas importantes, debe regresar rápidamente a puerto, de donde
no volverá a salir.
Las dificultades para una solución militar derivaban de las propias características del
conflicto. En una guerra larga la balanza debería inclinarse por la parte que contase con
mayores recursos industriales y financieros para sostener el esfuerzo, en lo que la Entente
contaba con ventaja. ¿Por qué entonces las posiciones permanecieron equilibradas durante tres
años y medio e incluso la Entente corrió el riesgo de ser derrotada en 1917?
En primer lugar, los sectores en que los Aliados eran fuertes no bastaban para una victoria
decisiva. La disponibilidad de amplios territorios coloniales no era suficiente ante la capacidad
de producción de alimentos de los imperios centrales y el aprovechamiento de sus conquistas
militares, como los minerales de Luxemburgo o el trigo y petróleo de Rumania, aparte de las
importaciones desde los países neutrales. Sólo el bloqueo marítimo y la presión sobre éstos
terminó dañando su economía. Tampoco la neta superioridad naval británica podía aplicarse en
combates de superficie, pues ante la guerra submarina practicada por Alemania, las minas y una
cierta cobertura aérea, las flotas procuraron permanecer en puerto. Si desempeñaría un papel
importante desde 1917 en la protección del comercio con los Aliados, formando convoyes para
acompañar a los mercantes. En todo caso, el mutuo bloqueo marítimo sólo podía producir
resultados a largo plazo.
En segundo lugar, la propia naturaleza de la guerra de posiciones hacia muy arriesgado el
ataque, pues implicaba pérdidas enormes y difícilmente se podía romper el frente. Para avanzar
un centenar de metros los contendientes se veían sometidos a una terrible sangría. En este
escenario los alemanes contaban con dos ventajas: la ocupación de las tierras altas en el frente
occidental desde el principio, por lo que les bastaba con mantenerse a la defensiva, dejando el
desgaste del ataque para los franco-británicos; y la maniobrabilidad de sus unidades gracias a la
continuidad territorial y las buenas comunicaciones, pudiendo transportarlas con rapidez y
seguridad entre el frente Este y el Oeste según las necesidades.
En tercer lugar la Entente tenía dificultades en la puesta a punto de sus tropas: la ingente
disponibilidad rusa de hombres chocaba con su falta de cuadros y de armamento; el ejército de
tierra británico era muy limitado y pasó tiempo hasta que pudo poner en Francia un millón de
hombres; y con los italianos apenas se podía contar. Fueron, pues, Francia y Rusia las que
llevaron el peso decisivo durante los dos primeros años.
FUENTE: M. García y C. Gatell, Actual. Historia del Mundo Contemporáneo, Barcelona, Vicens Vives, 1999.

MAPA 12.3. Los frentes de batalla


Aunque la moral de los combatientes se mantenía gracias a la camaradería en el frente y el
sentido del deber, a fines de 1916 se extendió un profundo malestar entre la población por la
prolongación de la guerra y la inutilidad de las batallas. Esto obligó a los gobiernos a
incrementar la propaganda y realizar cambios en los Estados Mayores. La retaguardia vivía en
una angustia permanente por los desastres militares, los muertos y heridos y las noticias sobre
las condiciones del frente. La opinión pública, al menos la que se manifestó, se dividió en dos
corrientes: la que exigía de los gobiernos iniciativas más decididas, reflejo de la decepción por
no salir del punto muerto, y el pacifismo minoritario que propugnaba una «Paz blanca» sin
anexiones ni indemnizaciones.
La Conferencia de Zimmerwald (Suiza, septiembre de 1915) había reunido a sectores
socialistas minoritarios de diversos países. El manifiesto elaborado condenaba la guerra
imperialista y denunciaba sus efectos de depresión económica y retroceso político; proponía
recuperar el internacionalismo proletario y la lucha de clases, vinculada al activismo por la paz.
Pese a su gran difusión, apenas caló en la opinión pública, influida por una prensa sometida a
censura. En la Conferencia de Kiental (Suiza, abril 1916) se avanzaron propuestas concretas,
como la de rechazar la participación en los gobiernos, votar en contra de los créditos militares,
reclamar el armisticio inmediato para una Paz sin anexiones ni indemnizaciones y preparar la
insurrección para poner fin a la guerra y emprender la revolución proletaria. El eco fue desigual,
pero en general también minoritario.
No obstante, a fines de 1916 los gobiernos sondean las posibilidades de paz. La iniciativa,
surgida de las potencias centrales, es asumida por el presidente norteamericano Wilson, quien
pide a los beligerantes que concreten sus propuestas. Pero éstas sólo sirven para constatar que
las posiciones son irreconciliables y que mantienen objetivos anexionistas. Nada, por tanto, que
permitiera entrever una salida pactada. En realidad, tanto en los Estados autoritarios como en
los democráticos era muy difícil presentar a las poblaciones que dos años y medio de
sacrificios, con cientos de miles de muertos y heridos (varios millones entre todos los
contendientes), no habían servido para nada.

5. El nuevo escenario de 1917

Las estrategias diseñadas por los Estados Mayores para 1917 eran divergentes: mientras el
nuevo jefe del francés, Nivelle, se plantea la reanudación sistemática de la ofensiva,
Hindemburg, a la cabeza del alemán, secundado por Ludendorff, opta por la estrategia
defensiva y el recrudecimiento de la guerra submarina. Ambas conducirán al fracaso. Sin
embargo, en el plazo de 15 días se va a producir un vuelco en la situación internacional, con
implicaciones decisivas para el curso de la guerra: la caída del zar en Rusia (16 de marzo) y la
entrada en guerra de los Estados Unidos (2 de abril).
Tras la revolución rusa, el Gobierno Provisional está decidido a continuar la guerra, pero
sólo controla parcialmente la situación interna, mientras el ejército se va disgregando y crecen
las expectativas revolucionarias. Conscientes de estas dificultades, los Aliados incrementan su
ayuda militar y financiera, pero desde el verano está claro que el frente ruso no va a resistir. La
prolongación de la guerra deslegitima al Gobierno y el fallido golpe de Estado derechista de
Kornílov le priva del apoyo militar, decidiendo a los bolcheviques a la toma del poder en la
Revolución de Octubre (noviembre). Éstos pretenden inicialmente una Paz general sin
anexiones ni indemnizaciones, que se revela inviable. Obligados a elegir entre continuar la
guerra, arriesgando la revolución o salvarla a cambio de una Paz con condiciones muy duras,
Lenin opta por esto último y en diciembre se firma el armisticio con Alemania. Pero ante el
alargamiento de las conversaciones de Paz, los alemanes ayudan a la secesión de Ucrania e
inician una ofensiva hacia Petrogrado, que precipita el Tratado de Brest-Litovsk (marzo de
1918), por el que Rusia pierde los países bálticos (Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania),
Bielorrusia y otros territorios.
La entrada de Estados Unidos en la guerra dio un giro decisivo a las expectativas de la
Entente. Hasta entonces las fuertes corrientes aislacionistas, la diversidad de origen de los
norteamericanos y el pacifismo del presidente Wilson habían evitado la intervención, pese a que
las simpatías generales se decantaban por la Entente, y la Banca Morgan y los comerciantes
proporcionaban recursos a Gran Bretaña. La decisión alemana del bloqueo total fue una
imposición del Estado Mayor de la Marina, basada en el convencimiento de que en seis meses
era posible paralizar el abastecimiento del Reino Unido, hundiendo la tercera parte de su flota
mercante y disuadiendo a los neutrales. La población padecería hambre y los obreros quedarían
en paro al faltar las materias primas, especialmente el algodón americano, lo que conduciría a la
capitulación. Por ello se decidió que a partir del 1 de febrero todo buque comercial de país
enemigo o neutral seria hundido por los submarinos alemanes. El día 3, Estados Unidos rompía
relaciones con Alemania.
No obstante, su entrada en la guerra se demoraría aún dos meses, porque Wilson deseaba
que la decisión contara con un amplio respaldo. Una imprudencia de la diplomacia alemana
vino a caldear el ambiente, al dirigir un mensaje cifrado al Gobierno mexicano (telegrama
Zimmerman) prometiéndole ayuda para recuperar los territorios perdidos en la guerra con
Estados Unidos; el mensaje fue interceptado y publicado. Pero lo determinante fue salvaguardar
las exportaciones, que estaban cayendo en picado como consecuencia de la guerra submarina.
Sólo faltaba el casus belli que justificase la decisión y éste fue el hundimiento del Vigilentia
por un submarino alemán (19 marzo). El 2 de abril, con pleno apoyo del Congreso y de la
opinión pública, Wilson declaraba la guerra.
Esto reforzó a Gran Bretaña con la marina norteamericana y la de varios países
iberoamericanos, que pusieron su flota y los buques alemanes refugiados en sus puertos a
disposición de los Aliados. El Gobierno norteamericano presionó a los neutrales para que
siguieran abasteciendo a la Entente y abrió líneas de financiación directa. Pero además la
incorporación de Estados Unidos proporcionó una ventaja moral, que daría una nueva
dimensión a la guerra: su intervención no obedecía a reivindicaciones territoriales, sino que se
hacía para defender el derecho a la libre circulación marítima y combatir el expansionismo
alemán. De hecho, no entró como «aliado», sino como «asociado» de la Entente, pues no
compartía sus objetivos de guerra, como se pondrá de manifiesto más tarde en los 14 puntos de
Wilson. Ello iba a condicionar posteriormente las pretensiones territoriales de la Entente, pero a
cambio veía reforzado el perfil moral de su causa, liberada también, desde la caída del zar, de la
sombra de su régimen autocrático.
En tanto se materializaban los efectos del nuevo escenario internacional, los contendientes
seguían sin desbloquear la situación y la Entente se enfrenta a una difícil situación militar. Ésta
había preparado ofensivas simultáneas en el frente ruso y el francés para la primavera de 1917.
La debilidad de Gobierno Provisional en Rusia no desanima a Nivelle, pese a la escasa confian-
za de otros mandos y del comandante británico, y en abril inicia una amplia ofensiva en la zona
de Reims, que concluye en un fracaso total. Su efecto de desmoralización será demoledor: en
numerosos regimientos se registran negativas a ir a primera línea y la indisciplina hace temer la
disgregación del ejército, alentada por las proclamas en favor de la Paz que promueven tanto
pacifistas sinceros como agentes al servicio de Alemania; los socialistas rompen la «unión
sagrada» y abandonan el Gobierno. La situación es muy grave y Nivelle es sustituido por
Pétain, que restablece la disciplina.
Se producen entonces algunas tentativas de Paz. En Austria-Hungría, el nuevo emperador
Carlos I (desde 1916) inicia contactos secretos con Francia, pero no está dispuesto a renunciar a
los territorios exigidos por Italia. Alemania propone conversaciones con Francia, que no son
aceptadas. Finalmente, el papa Benedicto XV lanza una propuesta general, que tampoco tiene
acogida. Las reivindicaciones territoriales seguían siendo la pieza clave. Fracasadas estas
iniciativas, la alianza de los imperios centrales se refuerza, y los austríacos emprenden una
ofensiva victoriosa sobre Italia, cuyo ejército sufre una aplastante derrota en Caporetto
(octubre), estando a punto de hundirse el frente italiano.
En todos los países asistimos a una crisis moral. Para contener el clima de descontento los
gobiernos se vuelven más autoritarios, en perjuicio de los parlamentos, crece la influencia de
los militares, los pacifistas son combatidos judicialmente y se amordaza a la prensa opositora.
Clemenceau, Lloyd George y Wilson protagonizan el espíritu de resistencia y concentran las
decisiones, mientras en Alemania el Estado Mayor ejerce una verdadera dictadura política.
En efecto, la movilización de recursos que exigía una guerra total tuvo importantes
repercusiones en el funcionamiento interno de los Estados. La primera fue el debilitamiento de
la democracia liberal, pues la separación de poderes y la transparencia eran difícilmente
conciliables con la centralización de las decisiones y el secreto militar. Según se alarga la
guerra, los parlamentos ceden autonomía a los gobiernos, en particular a sus presidentes,
ampliamente respaldados por la opinión pública. Los jefes militares adquieren un gran
ascendiente en la toma de las decisiones, lo que llega al extremo en Alemania.
La economía liberal deja paso al progresivo intervencionismo estatal en las industrias de
guerra y después en otros muchos sectores para asegurar el abastecimiento, como el comercio
exterior las empresas estratégicas y la fijación de las condiciones de trabajo y los salarios. Pero
mientras en los Estados democráticos, como Francia y el Reino Unido, esto se hace de acuerdo
con empresarios y sindicatos, lo que fortalece la cohesión nacional e incluso produce una
mejora relativa en las condiciones de vida de las capas modestas, en los de carácter autoritario
se actúa por imposición, sin tener en cuenta las necesidades y el concurso de la población.
Es el caso de Alemania, cuyo potencial militar e industrial encubría graves problemas de
recursos. Hindemburg estableció un programa que subordinaba todo a la producción de material
bélico en grandes cantidades, con fuertes controles sobre la economía y la sociedad y basado en
el autoritarismo y la inflación, lo que debilitó la moral popular. Entretanto se dejaba hundir la
agricultura, originando elevaciones de precios y una creciente falta de alimentos. Se estaban
creando las condiciones para una situación revolucionaria en caso de fracasar las grandes
ofensivas que se preparaban para la primavera de 1918.

6. Las grandes ofensivas de 1918

Entre marzo y octubre de 1918 tienen lugar las pruebas de fuerza finales con la vuelta a las
grandes ofensivas. Desaparecida la presión del frente ruso, la ventaja inicial será para las
ofensivas alemanas. Pero cuentan sólo con cuatro meses, pues para julio está prevista la llegada
de las primeras tropas americanas. A la espera de éstos, Pétain opta por la estrategia defensiva.
Pero falta coordinación con el mando británico, lo que aprovecha Ludendorff para lanzar la
ofensiva de Picardía (marzo), abriendo una brecha de 80 km entre ambos ejércitos. Los ingleses
se ven forzados a replegarse hacia los puertos del Noroeste y los franceses hacia el Este para
cubrir París. Esto decide a los gobiernos a la unificación del mando: Foch es nombrado coman-
dante en jefe de los Ejércitos Aliados y forma una barrera común que detiene a los alemanes.
Éstos lanzan una nueva ofensiva en Champagne, con fuerzas muy superiores, que inicialmente
tuvo éxito; pero la resistencia francesa y la falta de tropas de reserva obliga a los alemanes a
detener su ofensiva.
Durante dos meses y medio, el Estado Mayor alemán ha lanzado ofensivas logrando
romper el frente aliado, pero sin dar un vuelco a la situación. El ataque definitivo estaba
previsto en el frente flamenco contra los ingleses. Pero Ludendorff necesita más hombres y
dispone apenas de mes y medio antes de que lleguen los americanos. Surgen entonces
discrepancias internas entre quienes están convencidos de que la victoria ya no es posible y
pretenden la Paz aprovechando su ventajosa posición militar, y los que creen todavía en la
victoria (Hindemburg y Ludendorff), contrarios a cualquier concesión. El káiser se inclina por
éstos y destituye al ministro de Exteriores.
El fracaso de una nueva ofensiva de los alemanes en Champagne (julio) permite al ejército
francés pasar al contraataque, obligándoles a una amplia retirada que les hace perder toda
esperanza de victoria, cuando empiezan a llegar las primeras tropas norteamericanas. Se
desencadenan entonces las ofensivas aliadas. En agosto, el mariscal Foch ve llegado el
momento, obteniendo un inesperado éxito inicial (Montdidier) que pone de manifiesto la nueva
relación de fuerzas. En septiembre, la conjunción de las tropas francesas, inglesas y belgas
inicia la ofensiva general con una neta superioridad, recuperando de manera sistemática el norte
de Francia y el oeste de Bélgica. Se establece además un plan a escala europea e incluso más
amplio: reactivación del frente de Siberia para impedir el trasvase de tropas alemanas; ofensiva
italiana; operación británica en Palestina, que derrota al ejército turco y asienta las bases de su
dominio en la zona; reapertura del frente balcánico a partir de Salónica, facilitado por la
adhesión de Grecia a los Aliados. Las ofensivas van a obtener en muy poco tiempo éxitos
decisivos. El ejército franco-serbio derrota a los búlgaros, que firman el armisticio. Otro tanto
ocurre en Turquía, que ve amenazada la ruta hacia Constantinopla y los Dardanelos y firma el
armisticio, poniendo en manos británicas los puntos estratégicos del Imperio otomano y la zona
de los Estrechos.
El Imperio Austro-Húngaro está militarmente amenazado y en proceso de disolución
interna. Las tropas de las nacionalidades no ven sentido a participar en la defensa de un Estado
del que pretenden separarse, y la concesión de autonomías que ofrece el emperador Carlos llega
tarde: checos, eslavos del Sur, rumanos de Transilvania y magiares ponen en marcha procesos
independentistas. Se produce entonces el éxito italiano de Vittorio-Véneto ante un ejército
austro-húngaro en completo desorden. Con un imperio en plena descomposición, el emperador
Carlos firma el armisticio (3 de noviembre), quedando disuelto su ejército y autorizados los
Aliados a atravesar su territorio para llegar a Alemania, mientras se proclama la República
Checoslovaca, se constituye un Consejo Nacional Yugoslavo, Hungría se separa de Viena y la
propia Austria se separa del Imperio. Carlos I se retira, certificando así la disolución del
Imperio y el fin de los Habsburgo.
Alemania sólo puede resistir unos meses si traslada al frente a los obreros de las fábricas
hasta que se acabe el material bélico almacenado. Ludendorff y Hindemburg ven perdida la
guerra y se solicita el armisticio. Pero Wilson exige unas condiciones que impidan a Alemania
reemprender las hostilidades en el futuro y sólo admite negociar con «representantes del pueblo
alemán» y no con los que hasta entonces lo han dirigido. Es decir; exige la capitulación militar
pura y simple y la transformación completa de las instituciones políticas. En la duda se reavivan
las disensiones internas; pero Guillermo II no cede, mientras se producen motines en la marina
(Kiel) y huelgas y revueltas en los centros industriales, se constituyen consejos de obreros y
soldados al modo de los soviets. Finalmente el káiser abdica y huye a Holanda, mientras en
Berlín se proclama la República. El 11 de noviembre en Rethondes el nuevo Gobierno firma el
armisticio.
CAPÍTULO 14

LA ARTICULACIÓN DEL SISTEMA INTERNACIONAL


DE VERSALLES. LA SOCIEDAD DE NACIONES, 1919-1923

por JOSÉ LUIS NEILA HERNÁNDEZ


Profesor asociado de Historia Contemporánea,
Universidad Autónoma de Madrid

La fallait de la paix, del historiador francés Maurice Baumont, The Twenty Year's Crisis,
1919-1939, del diplomático e historiador británico Edward Hallet Carr; The Origins of the
Second World War, de su compatriota A. J. P. Taybr o The Illusion of Peace, de la historiadora
anglosajona Sally Marks, figuran entre los títulos clásicos e ineludibles para el estudio de las
Relaciones Internacionales de aquel período y, a su vez, son un fiel testimonio del impacto
social que el ciclo de guerras mundiales tuvo en la conciencia y en la mentalidad colectiva, no
sólo de las generaciones coetáneas sino también de sus herederas. La Gran Guerra y la
fragilidad de la paz han determinado una parte sustancial del quehacer historiográfico sobre un
periodo crítico en la configuración de la sociedad internacional actual. El «retorno de la
Historia» en el mundo de la posguerra fría y en la tesitura de la construcción y la transición
hacia un nuevo sistema internacional ha estimulado la mirada hacia un pasado no muy remoto,
desde una sensibilidad nueva y desde una perspectiva más sosegada por el bálsamo del tiempo.
La articulación del nuevo sistema internacional, como expresión arquitectónica de la paz,
es, sin duda, el proceso más determinante de la posguerra. La difusa coyuntura de la posguerra,
en sí misma considerada, es el hábitat en que afloran las ilusiones y las incertidumbres de la paz
y en el que se transita, á menudo con pereza, del estruendo de los cañones al suave susurro de
las plumas en las mesas de negociación.
La Guerra del Catorce tendría decisivos efectos en las Relaciones Internacionales y la
fisonomía de la sociedad internacional contemporánea, acelerando ciertos procesos y síntomas,
ya perceptibles en la centuria precedente, en cohabitación con la tradición y la herencia de un
mundo decimonónico que se resiste a desaparecer.
La Guerra del Catorce y la edificación de la paz fueron episodios decisivos en la
emergencia de la sociedad internacional contemporánea, pero indisociables en términos
históricos del ciclo de guerras mundiales que culmina en 1945. Aquella «nueva guerra de los
treinta años» sepultaba definitivamente el sistema de equilibrio de poder emanado de la Paz de
Westfalia, un sistema interestatal de matriz europea, para dejar paso a una realidad internacional
que había dejado de ser eurocéntrica y eurodeterminada y en tránsito hacia una plena
mundialización. Cambios acompañados de profundas transformaciones en los cimientos socio-
económicos del sistema internacional y un sentimiento generalizado de crisis y decadencia en
las sociedades europeas.
Con el ánimo de aproximarnos a la configuración del sistema internacional emanado de la
Conferencia de Paz de París a principios de 1919, no sólo desde sus claves coyunturales sino
HISTORIA DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES CONTEMPORÁNEAS 207

también desde el horizonte temporal del siglo, la síntesis que transitará a lo largo de estas
páginas abrazará el problema de la construcción de la paz, el nuevo orden internacional
legitimado por los Tratados y los flecos de la paz en la posguerra.

1. La construcción de la paz y la Conferencia de París

En las delegaciones que acudieron a la crucial cita de París predominaba, en opinión del
historiador norteamericano R. O. Paxton, el ánimo de que aquella paz no fuese unilateral y
fuera, en consecuencia, el cauce para establecer un sistema internacional que conjurase el riesgo
de una nueva confrontación. En una atmósfera internacional de hastío contra la guerra, aquellos
esfuerzos por traducir esa voluntad política y moral fluyeron, sin embargo, entre corrientes de
distinta intensidad y orientación que condicionarían decisivamente la suerte de la Conferencia y
los trabajos para restablecer la paz.
El cese de las hostilidades en el otoño de 1918 había estado precedido por declaraciones y
trabajos que apuntaban al mundo que habría de forjarse en la paz, atendiendo a las futuras
fronteras, la suerte de las colonias de las potencias vencidas e incluso la refundación de las
Relaciones Internacionales sobre nuevas bases. Sin embargo, sería un grave error de
apreciación, como bien apunta Rosario de la Torre, ignorar que la «energía de los aliados se ha-
bía concentrado en ganar la guerra, no en preparar la paz». La diplomacia de guerra fue, por
tanto, un factor condicionante de primer orden para percibir los límites a la libertad de acción
de las delegaciones en la Conferencia de Paz. A diferencia de la clara conciencia que el II
Reich tuvo de sus objetivos de guerra, los Estados de la Entente -afirma Ricardo Miralles-
llegaron a «construir sus proyectos, de manera desordenada, sobre la base de un regateo general
entre las potencias». Hasta la incorporación de Estados Unidos al esfuerzo bélico los objetivos
de guerra comunes de los aliados no habían pasado de ciertas obligaciones muy genéricas:
evitar la conclusión de una paz por separado, y procurar un consenso y un entendimiento
previos entre los aliados a la hora de hacer cualquier proposición de paz.
La diplomacia de guerra emprendida por la Entente, a caballo entre las exigencias bélicas y
sus ambiciones imperialistas, generó una serie de compromisos secretos puntuales y divergentes
respecto al futuro de Europa central y oriental y el Próximo Oriente principalmente,
mediatizando el rumbo de las conversaciones de paz en 1919. En Europa, el principal
beneficiario de las iniciativas franco-británicas fue Italia, que a raíz de los Tratados de Londres,
de 26 de abril de 1915, y de Saint-Jean-de-Maurianne, de 19 de abril de 1917, decidió su
concurso en la guerra a cambio de compensaciones territoriales en el Trentino, sur del Tirol,
península de Istria, Albania, parte de Dalmacia e islas del Dodecaneso, además de otros
derechos en el Imperio otomano y las posesiones ultramarinas de Alemania. Por su lado,
Rumania se sumaría a los esfuerzos de guerra a raíz del Tratado de 17 de agosto de 1916, con el
compromiso de anexionarse Transilvania y el Banato de Temesvar. El futuro del Oriente
Próximo quedaría difusamente comprometido a tenor de acuerdos a diferentes bandas: en
primer término, las conversaciones franco-británicas con el Imperio ruso, entre marzo y abril de
1915, para evitar la firma de una paz por separado previendo compensaciones en los Estrechos
y en Armenia; en segundo lugar; el secreto reparto de Oriente Próximo entre Londres y París,
mediante los acuerdos Sykes-Picot de 4 de marzo y 16 de mayo de 1916, vulnerando las
promesas británicas para la creación de un Estado nacional árabe; y el compromiso de Londres
hacia la causa sionista y el establecimiento de un hogar judío en Palestina, asumida en la
Declaración Balfour el 2 de noviembre de 1917.
Las discrepancias entre los aliados y asociados en sus objetivos y motivaciones de guerra
no fueron menores que las que aflorarían al emprender el camino de la paz y modelar el nuevo
sistema internacional. Divergencias que atenderían a los planteamientos e intereses de los
componentes de la coalición vencedora y a sensibilidades de diferente signo en el seno de los
propios Estados. La suerte del nuevo statu quo dependería, en buena medida, de la capacidad de
entendimiento entre las grandes potencias aliadas para respetar y, en última instancia, garantizar
la eficacia del nuevo orden.
Síntoma inequívoco de la mundialización de las Relaciones Internacionales, estimulada por
la propia contienda, las grandes potencias extraeuropeas desempeñarían un papel inédito en una
Conferencia de Paz junto a los europeos. En un plano más discreto y con unas ambiciones
localizadas en términos geográficos en el futuro statu quo del Lejano Oriente, pero con un
indiscutible contenido simbólico, la presencia de la delegación japonesa en París ilustraba una
emergente sociedad internacional que ya no podía definirse en exclusividad por su matriz
occidental. En su discurso nacionalista y al amparo de su empuje económico y demográfico,
Tokio pretendía desplazar a las potencias europeas de los mercados del Extremo Oriente y
acceder desde una posición privilegiada a las posesiones alemanas en el Pacífico.
La incorporación de Estados Unidos a los esfuerzos de guerra aliados tendría, en cambio,
decisivas consecuencias, no sólo en el transcurso de la guerra, sino también en la propia
concepción del nuevo sistema internacional. Portadores de una noción renovadora y
revolucionaria de las Relaciones Internacionales, fundada en el liberalismo, la democracia y el
capitalismo, su propuesta, a diferencia de los postulados tradicionales de la diplomacia europea,
planteaba una global e inédita refundación de los cimientos de la vida internacional. El
idealismo y la escrupulosa moralidad de aquel proyecto, personificado en el presidente
Woodrow Wilson, no pretendía, en opinión de Henry Kissinger, poner tan solo fin a la guerra y
restaurar el orden internacional, sino «reformar todo el sistema de Relaciones Internacionales
que se había practicado durante casi los últimos tres siglos».
Amparado en la experiencia histórica y los valores e instituciones de la sociedad
norteamericana, la extraversión de aquel modelo de relaciones sociales internacionales y la
implicación de los Estados Unidos en las mismas sólo sería posible en un mundo donde reinase
la paz. Un nuevo orden al que habría de llegarse mediante un Covenant, un pacto solemne y
casi religioso, por el cual los Estados se comprometiesen a respetar y asumir aquellas premisas.
En mayo de 1916, el presidente Wilson propondría por primera vez un plan para crear una
organización mundial amparada en dichos principios y, por propia iniciativa, el 8 de enero de
1918 Wilson presentaría ante una sesión conjunta del Congreso los objetivos de guerra
norteamericanos. En los famosos Catorce Puntos, uno de los documentos más determinantes en
el diseño de la paz, se evocaban una serie de principios elementales para la convivencia
internacional: la supresión de las barreras comerciales, la libertad de los mares, la reducción de
armamentos, las virtudes de la diplomacia abierta y, por supuesto, el principio de
autodeterminación de los pueblos. Fundamentos en los que había de ampararse el
comportamiento de los actores del medio internacional, básicamente la Sociedad de Naciones,
como entidad supranacional, y los Estados.
La creación de la organización internacional, la más novedosa de las propuestas, fue una
iniciativa de inequívoca impronta anglosajona. La idea, ya acariciada en medios académicos y
políticos y enraizada en la tradición del liberalismo pacifista, cristalizó en 1916 en la creación
de la League to Enforce Peace, asociación fundada por el antiguo presidente W. H. Taft y que
contaría con el entusiasta apoyo de Wilson y su amigo y consejero el coronel House. A lo largo
del año 1918 las discusiones de Wilson y House, enriquecidas con el conocimiento de las
propuestas británicas y francesas, se plasmarían en proyectos sobre los que luego formularían
sus estrategias y argumentaciones en las negociaciones de paz en París. Aquel proyecto liberal
de organización de la vida internacional se cimentó, asimismo, en un marco académico-
intelectual, ya mencionado en los capítulos introductorios, al hilo del cual se renovaría el
estudio de las Relaciones Internacionales y la propia visión del mundo.
El principio de autodeterminación de los pueblos, que debía ser consagrado y garantizado
por la Sociedad de Naciones, era una de las nociones prioritarias sobre la que debía organizarse
la nueva vida internacional. La aversión hacia el colonialismo y la reconstrucción del mapa
europeo atendiendo al problema de las nacionalidades quedaba explicitado en numerosos
puntos del mensaje presidencial. La preocupación por las aspiraciones de las minorías en
Europa central y oriental y en la península balcánica, junto a otras prioridades como la
independencia de Bélgica, se trasladó de los medios políticos a los académicos. Semejante
reestructuración cartográfica del viejo continente incitó a la Administración norteamericana a
recabar el concurso de los expertos, entre ellos el eminente geógrafo Isaiah Bowman, para
documentar tan ambiciosa tarea.
Intramuros de la Europa aliada, la convicción del cambio para edificar la paz transpiraba
aún las formas y los fundamentos de la diplomacia decimonónica y una concepción del nuevo
orden a menudo cautiva del legado del pasado. Inmersos en la lógica y la práctica del equilibrio
de poder, el realismo político y el influyente discurso de la geopolítica al servicio del interés na-
cional, Gran Bretaña fue, entre las grandes potencias europeas vencedoras, la que mostró un
mayor grado de afinidad y sintonía con las renovadoras tesis norteamericanas. Heredera de una
secular visión del equilibrio mundial, tras un siglo de inequívoca hegemonía, el pragmatismo de
la diplomacia británica se había acomodado a las exigencias de su activa política ultramarina y
la prevención hacia cualquier alteración del Concierto Europeo. Gran Bretaña llegaría a la mesa
de negociaciones con la pretensión de preservar un cierto equilibrio de poder continental y
defender sus aspiraciones ultramarinas. El Foreign Office y el Almirantazgo estaban
convencidos de que Francia deseaba renovar su histórica hegemonía sobre el continente.
Durante las negociaciones de paz las posiciones de la delegación británica abundarían, final-
mente, en una sensibilidad más dialogante y flexible respecto a las reivindicaciones alemanas.
Las ambiciones territoriales británicas, localizadas en el mundo de ultramar, estuvieron
depositadas en el futuro de las posesiones africanas de Alemania y los despojos del Imperio
otomano, de acuerdo con los objetivos y los compromisos internacionales asumidos durante la
guerra.
En esa línea progresarían los argumentos geopolíticos de sus más carismáticos geógrafos.
Entre ellos, Halford J. Mackinder y James Fairgrieve, quienes interpretaban, en términos
realistas, los beneficios que podrían derivarse de la creación de una organización mundial, que
bajo la influencia de las potencias occidentales pudiera preservar la paz internacional a través
del equilibrio.
Esa sensibilidad realista presidiría las iniciativas británicas en la formulación y creación de
la futura organización internacional y esa lógica orientaría su estrategia de aproximación a las
tesis norteamericanas. El primer ministro británico, David Lloyd George se erigió en el primer
padrino oficial de la Sociedad de Naciones. Tres días antes de la intervención de Wilson ante el
Congreso, el 5 de enero de 1918, exponía ante los delegados de los sindicatos los objetivos de
guerra británicos, entre los cuales se explicitaba la creación de alguna organización mundial que
promoviese la limitación de armamentos y atenuase el peligro de guerra. Sensible a la opinión
pública y al asociacionismo que en Gran Bretaña había concitado la idea a través de la creación
de la League of Nations Union, transfirió el protagonismo en la elaboración de un proyecto de
organización internacional a dos miembros de su Gabinete de Guerra: lord Robert Cecil y el
general Smuts. El primero de ellos, miembro de la citada asociación, elaboró un esbozo de
constitución internacional que serviría de documento de trabajo en un comité gubernamental
creado en febrero de 1918. El proyecto resultante, muy ortodoxo y conservador, preveía un
organismo que, sin interferir apenas en la soberanía de los Estados, atenuase el conflicto y
reforzara la diplomacia tradicional del equilibrio de poder. Más estructurado, ambicioso e
influyente fue el proyecto del general Smuts, publicado a finales de 1918 bajo el titulo The
League of Nations. A practical Suggestion. El proyecto, de algún modo, culminaba la
publicística precedente sobre la Sociedad de Naciones y conceptualizaba unas premisas
capitales para las discusiones posteriores, entre ellas la convicción de que la nueva organización
no debiera ser una mera agencia para resolver disputas, sino un gran órgano de la vida pacífica
de la civilización, coordinando todo tipo de actividades internacionales.
El realismo que impregnó las tesis francesas sobre el orden de posguerra se encontraba no
sólo en las antípodas del idealismo wilsoniano sino también a una notable distancia del
pragmatismo y la noción de equilibrio de poder de Londres. Francia había sido el país que
había hecho un mayor esfuerzo bélico y había sufrido de forma más devastadora sobre su suelo
la guerra. Un pueblo cuya memoria colectiva apenas había comenzado a digerir las dos
agresiones que su poderoso vecino le había inferido en el transcurso de medio siglo.
Conscientes los medios oficiales franceses de su desgaste y su debilidad, sus objetivos de guerra
y la concepción del sistema internacional de posguerra girarían en torno a la obsesión por su
seguridad y su determinación en evitar por todos los medios el revanchismo alemán. Sin
descuidar sus ambiciones ultramarinas, la seguridad fue el punto de destino de su noción del
orden de posguerra, ya fuera en el perfil de la nueva organización internacional o ya fuera en sus
planteamientos geopolíticos y geoeconómicos respecto a Europa.
La influencia de la opinión y las tesis francesas en los preliminares de la nueva
organización internacional no fue comparable al protagonismo anglosajón, todo ello a pesar del
interés demostrado desde medios gubernamentales y la actividad de organizaciones como la
Association française pour la Société des Nations, fundada por Léon Bourgeois en el verano de
1918. El Gobierno francés creó una comisión encargada de elaborar un proyecto de pacto para
una futura Sociedad de Naciones, que sirviera, efectivamente, para defender los objetivos de
guerra franceses. El proyecto emanado de la comisión asimiló buena parte de las convicciones
de Léon Bourgeois, como ya había puesto de manifiesto en algunas de sus publicaciones, como
Solidarité y Pour la Société des Nations. El proyecto, aprobado por el gobierno de Clemenceau
el 8 de junio de 1918 y enviado al presidente Wilson, era más rígido que los propuestos por los
anglosajones. Bajo el imperativo de la seguridad, la nueva organización internacional debía
estar dotada de una autoridad práctica, vigorosa y armada, como premisa a la eficaz prevención
de las guerras y la preservación de la paz.
En los medios geográficos franceses se tenía plena conciencia de las exigencias de la
seguridad para un país fuertemente debilitado por la guerra. Frente a la tradición geopolítica
británica y alemana, en Francia el pensamiento geográfico, como bien apunta Geoffrey Parker,
se movía mayoritariamente en la dirección de las enseñanzas vidalianas, es decir; estimulando
una visión humanista frente al determinismo geográfico y el imperativo de los limites naturales.
En este marco, se fue fraguando en la posguerra una geopolítica de la paz identificada y
comprometida con la causa de la Sociedad de Naciones, estimando que garantizaría la paz y
apuntalaría el nuevo statu quo de posguerra y la seguridad francesa. Pero, indudablemente, la
seguridad francesa estaba ligada a la futura reconfiguración del mapa de Europa. Desde el
propio gobierno francés, Clemenceau era consciente en 1918 de que la seguridad era
inseparable de las realidades de la geografía europea. En esta tarea contó con la erudición del
geógrafo Emmanuel de Martonne, su consejero durante la Conferencia de Paz. Hacia este
propósito se orientarían los planteamientos estratégicos, cartográficos y económicos de la
delegación francesa. En este sentido fue paradigmático el llamado proyecto siderúrgico francés
auspiciado desde el Ouai d'Orsay, que preveía sustraer la mitad del potencial energético de
Alemania mediante la cesión a Francia y Polonia de las minas del Sarre y Alta Silesia y
debilitar su potencial siderúrgico, lo que habría alterado sustancialmente el mapa económico de
Europa.
Por último, Italia, la más débil de las grandes potencias aliadas, afrontó las conversaciones
de paz con el ánimo de coronar sus ambiciones territoriales en el Mediterráneo oriental y
África, amparándose en la legitimidad de las promesas asumidas por franceses y británicos en
los Tratados. La determinación de los italianos, los «mendigos de Europa», como en una
ocasión los calificó el subsecretario permanente del Foreign Oflice -sir Charles Hardinge-, les
llevó a navegar a contracorriente del espíritu y el contenido de los Catorce Puntos de Wilson.
No menos decisivo, entre los condicionantes de la paz, fue la convulsión provocada por la
revolución bolchevique de 1917 y la marea roja que prendió en otros focos de la geografía
europea, como los capítulos de la revolución espartaquista en Alemania y la república de
Radomir en Bulgaria en 1918 y el episodio revolucionario de Bela Kun en Hungría en 1919.
Inseparable del marco de la guerra, la amenaza revolucionaria, analizada en sus múltiples
detalles en el capítulo precedente, al cual remitimos, generaría una gran desconfianza en el
mundo capitalista. La revolución bolchevique planteaba, y no sólo desde la teoría, un modelo de
sociedad alternativa al capitalismo desde una lógica internacionalista. Un modelo alternativo
cuyas premisas alentaban cambios sustanciales en las Relaciones Internacionales, en un sentido
revolucionario, aunque las delicadas circunstancias, como bien ha analizado Henry Kissinger;
les condujera al recurso a fórmulas diplomáticas tradicionales y a la búsqueda de una
coexistencia pacífica, más próximas sin duda a la lógica del interés nacional. Asimismo, el
epilogo a la Gran Guerra en el frente oriental mediante la paz impuesta y firmada
unilateralmente con Alemania y sus aliados, el Tratado de Brest-Litovsk de 3 de marzo de 1918,
no dejaría de tener importantes consecuencias en las Relaciones Internacionales de la posguerra.
El problema de las nacionalidades y las minorías nacionales seria, en última instancia,
otro de los condicionantes esenciales de la paz. La evocación, desde distintas premisas
ideológicas, del principio de autodeterminación y los propios cálculos e intereses de las grandes
potencias generaron durante la guerra una atmósfera proclive a las aspiraciones de las minorías
nacionales en el mundo balcánico y en Europa central y oriental y el despertar de la conciencia
de los pueblos en el ámbito de ultramar.
El principio de las nacionalidades había sido utilizado como un arma propagandística por
ambos bandos, dispensando un trato diferenciado a estas minorías en función de su mayor
entidad y de su utilidad político-estratégica, como puede desprenderse del trato recibido por
polacos, checos y serbios desde la coalición aliada. En el caso polaco el anhelo independentista,
encarnado en la figura de Pilsudski y la actividad de los exiliados en París -donde se estableció
un Consejo Nacional polaco- y en Estados Unidos, osciló circunstancialmente entre las
expectativas y promesas de ambos bandos, para inclinarse decisivamente del lado aliado a partir
los cambios revolucionarios en Rusia y el hundimiento de los imperios centrales. En el caso de
checos y serbios, sus tesis en pro de la disolución del viejo Imperio austro-húngaro acabaron
por ser asumidas por las potencias occidentales. La actividad de los emigrados checos Edvard
Benes y Tomas Masaryk en Francia y en el mundo anglosajón, respectivamente, fue capital en
medios políticos, diplomáticos y universitarios para divulgar y atraer su apoyo a la causa
nacional. Igualmente eficaz fue la labor de los diplomáticos serbios en Paris y, en especial, el
Comité Nacional constituido en Londres por políticos serbios, croatas y eslovenos, que en 1917
pactarían con el Gobierno serbio la constitución de una monarquía constitucional y
parlamentaria, muy lejana ciertamente de los propósitos finales de Belgrado.
El apoyo de las potencias occidentales explicitado en los Catorce Puntos de Wilson o en la
reafirmación del derecho de los pueblos a disponer de sí mismos en el Congreso de las
Nacionalidades Oprimidas reunido en Roma en abril de 1918 bajo los auspicios franco-
británicos entraría en una fase decisiva en la Conferencia de París, donde se debía discutir el
trazado fronterizo y legitimar a Estados cuya proclamación había tenido lugar en el tramo final
de la guerra. La tarea fue de una extraordinaria complejidad y trascendencia ante la difícil
resolución de la ecuación del Estado-nación en un universo social heterogéneo y disperso en su
configuración étnica, cultural, lingüística y religiosa.
Este complejo elenco de circunstancias erosionó el amplio margen de libertad del que
parecía disponer la coalición vencedora para definir las bases de la paz, a juzgar por el
hundimiento de los imperios centrales y sus aliados y la inmersión revolucionaria de Rusia. La
emergencia de un nuevo sistema internacional, amparado en los Tratados de Paz, no fue la
consecuencia de un proceso enteramente uniforme y planificado, a pesar de que el nuevo orden
descansó esencialmente en los trabajos de la Conferencia de París, ni el resultado de un
esfuerzo puntual en el tiempo, sino que se dilató a tenor de múltiples condicionantes entre 1918
y 1923.
Los preparativos y las discusiones para establecer la paz se embarcaron en una fase
determinante en el otoño de 1918, a tenor del cese de las hostilidades. A la firma del armisticio
de Mudros el 31 de octubre por el Imperio otomano y el de Villa Giusti el 3 de noviembre por
el moribundo Imperio otomano, siguió la claudicación del II Reich. Firmado el armisticio en
Rethondes el 11 de noviembre, sus condiciones se atuvieron a las directrices explicitadas por la
Administración norteamericana en los Catorce Puntos, las cuales fueron aceptadas no sin
reticencias por los gobiernos aliados ante la eventualidad de que Washington firmase una paz
por separado con Alemania.
La Conferencia de Paz sería el foro en el que se habilitaría un complejo mecanismo para
diseñar el nuevo sistema internacional, sancionando el nuevo equilibrio resultante de la Guerra
del Catorce. La Conferencia habría de resolver; a su vez, las necesidades inmediatas de Europa
para su reconstrucción, establecer el nuevo mapa político de Europa en lo que sería la mayor
revisión de fronteras desde 1815 y decidir el futuro de las posesiones territoriales e intereses
alemanes en ultramar y el de los territorios del Imperio otomano.
La elección de Paris como sede de la Conferencia de Paz fue problemática, no sólo por las
agitadas y vivas pasiones que la guerra concitaba en la capital francesa, sino también por sus
carencias logísticas tras los años de guerra para hacer frente al amplio elenco de servicios
inherentes a la Conferencia. La confusión que reinó en París antes y durante las deliberaciones
contribuyó al curso improvisado y errático de los trabajos de la Conferencia.
Con la participación final de 32 Estados y unos mil delegados, la sesión inaugural se abría
el 18 de enero con un discurso de Raymond Poincaré dirigido a las representaciones de las
naciones aliadas y asociadas. La actividad de la Conferencia se desenvolvió a través de dos
fases: la primera, entre los meses de enero y marzo, transitó al abrigo del órgano supremo de la
Conferencia, el Consejo de los Diez, constituido por los jefes de gobierno y los ministros de
Asuntos Exteriores de las grandes potencias vencedoras (Estados Unidos, Francia, Gran
Bretaña, Italia y Japón), y al que se encomendó la discusión de las bases de la paz y la
coordinación de la actividad de las múltiples comisiones especializadas; y la segunda, desde
marzo hasta junio, orquestada por el Consejo de los Cuatro, compuesto por los dirigentes de las
cuatro potencias occidentales, con el cometido de plantear en exclusiva la elaboración del
Tratado de Paz con Alemania.
A lo largo de la Conferencia se constataron las dificultades para armonizar el diseño de un
nuevo sistema basado en el respeto de los principios liberales y democráticos y el derecho de
autodeterminación de los pueblos, así como la vertebración de los asuntos mundiales a partir de
una organización internacional, con los objetivos e intereses nacionales de las potencias vence-
doras. Todo ello personalizado en la labor de los jefes y demás miembros de las delegaciones:
entre los anfitriones, George Clemenceau, André Tardieu, Raymond Poincaré y el mariscal
Foch; en el seno de la representación norteamericana, el presidente Wilson y su intimo
colaborador el coronel House; por Gran Bretaña, el liderazgo de Lloyd George estuvo
acompañado de destacados colaboradores como Arthur James Balfour; el general Smuts, Harold
Nicolson o Arnold J. Toynbee; y por último, el discreto protagonismo de la representación
italiana, por mediación del primer ministro Vittorio Orlando y, en especial, del ministro de
Asuntos Exteriores, Sidney Sonnino.
El precario consenso en los términos de la paz y el sistema internacional sobre el que
había de sustentarse expresaba el compromiso básico al que llegaron las delegaciones de las
grandes potencias: en primer término, la connivencia que se alcanzó entre la concepción
británica del equilibrio de poder y la seguridad colectiva y el idealismo de las tesis wilsonianas,
posiciones que pese a sus divergencias navegaron a corriente de una sintonía anglosajona que se
haría sentir antes y durante la Conferencia, donde imperaron sus concepciones, sus métodos y
aun su lengua como vehículo de expresión; en segundo lugar; un compromiso de mínimos en la
tensión entre la intransigencia francesa y la benevolencia y la flexibilidad británica respecto del
futuro de Alemania; y, por último, el punto de encuentro entre el anhelo francés por garantizar
su seguridad y la aspiración wilsoniana de establecer una Sociedad de Naciones.
De la Conferencia emanaría el primero de los Tratados de Paz, el Tratado de Versalles.
Una «paz impuesta» -el diktat desde la percepción alemana-, en su contenido y en su protocolo
como se escenificó en su firma en la Galería de los Espejos, lugar de la capitulación francesa de
1871, que serviría de modelo a los demás Tratados firmados por separado con las restantes po-
tencias vencidas. Todos ellos, exceptuando el de Lausana, llevarían el nombre del palacio donde
fueron rubricados.
La Conferencia de París y los Tratados de Paz definieron y explicitaron los principios y
mecanismos sobre los cuales habría de edificarse el nuevo sistema internacional, garante de la
paz y del nuevo orden de cosas de posguerra. Un sistema inédito concebido a la medida de dos
actores internacionales privilegiados, pero no exclusivos: la organización internacional y los
Estados.

2. Los Tratados de Paz y el nuevo sistema internacional (I):


el nacimiento de la organización internacional

El sistema internacional de Versalles supuso un salto cualitativo en la configuración de la


sociedad internacional contemporánea. El inicio del siglo XX, en el plano de las Relaciones
Internacionales, devenía de la introducción de elementos indiscutiblemente inéditos como la
vocacional globalidad y mundialización del nuevo sistema. Aquel nuevo orden, desde luego, no
acababa con la naturaleza interestatal que había imperado en las Relaciones Internacionales,
pero sí introducía una novedad fundamental, la vertebración orgánica de la sociedad
internacional a partir de una organización universal.
La creación de la Sociedad de Naciones, de algún modo, culminaba los esfuerzos que por
diferentes caminos habían influido en el decurso y la organización de las Relaciones
Internacionales a lo largo del siglo anterior. Había, por tanto, una deuda histórica contraída con
ideas seculares en torno a la noción de una paz perpetua y la prevención de la guerra, la misma
idea del Concierto Europeo, así como otras experiencias internacionalistas, como la
configuración del Derecho Internacional o las organizaciones de cooperación económica,
técnica y humanitaria. La Sociedad de Naciones fue, a juicio de Frank P. Walters, una
experiencia revolucionaria. Supuso «el primer movimiento eficaz hacia la organización de un
orden político y social mundial, en el que los intereses comunes de la humanidad pedían ser
observados y servidos por encima de las barreras de la tradición nacional, diferencia racial o
distancia geográfica». Todo ello, en suma, «implicó un salto adelante en extensión y velocidad
sin precedentes, acompañado por cambios extraordinarios en la conducta de las Relaciones
Internacionales: variaciones de principios, cambios de métodos e incluso en las convicciones
generales, que forman la base de la opinión pública». Más atemperado al interpretar la
capacidad de cambio, el jurista Juan Antonio Carrillo Salcedo no interpreta la Sociedad de Na-
ciones en términos de ruptura sino de reforma. Esta representó el «momento del nacimiento de
la organización internacional», y aunque «introdujo importantes innovaciones en el
funcionamiento del sistema internacional, no alteró la estructura interestatal de este último, ya
que no fue concebida como una instancia de autoridad política superior y por encima de los
Estados soberanos».
En la Conferencia de Paz, el presidente Wilson asumió como un compromiso personal y
prioritario impulsar y tutelar los trabajos para crear la futura Sociedad de Naciones. Pese a la
insistencia de Wilson para que las discusiones se desenvolviesen en el Consejo de los Diez,
finalmente se acabaría creando una comisión ad hoc promovida por el resto de las delegaciones,
más preocupadas por la resolución de cuestiones militares, económicas y fronterizas derivadas
de sus compromisos y de sus intereses nacionales. Aquella comisión, presidida por el propio
Wilson, trabajó sobre un texto elaborado a partir de las tesis de Robert Cecil, el general Smuts y
Wilson. El texto final fue presentado por el presidente norteamericano el 28 de abril ante la
quinta sesión plenaria de la Conferencia.
El Pacto -Covenant-, una vez aprobado por la Conferencia, constituiría la Parte I de cada
uno de los Tratados de Paz. El texto, junto a otros indicios como la elección de sir Eric
Drummond, un diplomático británico, para desempeñar el cargo de secretario general o la
elección de la sede en la cuna del calvinismo, Ginebra, eran una elocuente expresión de la
impronta anglosajona sobre el nuevo sistema internacional.
Constituido por un preámbulo y 26 artículos, el Pacto era un instrumento de gran
versatilidad, en la medida en que era a la vez la ley que regía su actividad y la fuente misma de
su existencia. El Pacto, como ingeniería político-jurídica al servicio de la paz, se convertiría en
adelante en el fundamento institucional sobre el que descansaría la multilateralización de las
Relaciones Internacionales de posguerra.
Los signatarios del Pacto, los Estados, se comprometían en su preámbulo a aceptar el
compromiso de no recurrir a la guerra, mantener a la luz del día Relaciones Internacionales
fundadas en la justicia y el honor; la rigurosa observancia del Derecho Internacional y el
escrupuloso respeto a las obligaciones contraídas en los Tratados. Todo ello iba dirigido a
«fomentar la cooperación entre las naciones y para garantizarles la paz y la seguridad». Desde
el privilegiado lugar de los Estados, la Sociedad de Naciones afrontaría su tarea en una doble
dimensión, inseparable la una de la otra: la garantía de la paz mediante la seguridad colectiva y
la construcción de la paz a través de la cooperación.
La nueva organización internacional fue en esencia una asociación de y entre Estados,
cuyo objetivo central fue garantizar y crear las condiciones para la paz entre las naciones.
Integrada en un principio por los Estados miembros originarios y los miembros admitidos, tal
como se especificaba en el articulo 1, la vía para la admisión de nuevos miembros quedaba
regulada para todo «Estado, dominio o colonia -otra concesión a las tesis anglosajonas- que se
gobierne libremente» a condición de aceptar los términos del Pacto. En la Conferencia de Paz se
aprobó, asimismo, una lista de trece Estados neutrales, entre ellos España, que también formaría
parte del Consejo, invitado a adherirse al Pacto como miembros fundadores de la Sociedad.
Para España, la incorporación a aquel nuevo foro, seguido de cerca por los círculos políticos e
intelectuales más progresistas, se convertiría, conjuntamente con su proyección y su empresa
colonial africano-mediterránea, en uno de los canales de acceso al sistema internacional de
posguerra.
Inhabilitados ciertos pueblos y territorios de su acceso inmediato al derecho de
autodeterminación, la Sociedad sancionó un nuevo capitulo de la redistribución colonial,
aunque introducía importantes novedades en aras al reconocimiento explícito de las
aspiraciones de aquellas comunidades y a la fiscalización internacional de la actividad de las
potencias coloniales mediante el sistema de mandatos, regulado en el artículo 22.
El sistema de seguridad colectiva, que expresaba la dimensión esencialmente política de la
Sociedad en la preservación de la paz, quedaba regulada en los artículos 8 a 17, aunque se
preveía su posterior perfeccionamiento al hilo de la propia experiencia de la organización
internacional. Dicho sistema, a diferencia de las alianzas tradicionales, no atiende, en opinión
de Henry Kissinger; a una «amenaza en particular; no garantiza a las naciones individualmente
y tampoco discrimina a ninguna». Concebida para «resistir a cualquier amenaza contra la paz»,
la seguridad colectiva defiende el «Derecho Internacional en abstracto». En definitiva, el
sistema de seguridad colectiva articulado en el Pacto habilitaba un sistema jurídico de
prevención de la guerra en el que convergían diferentes elementos: la garantía a la integridad
territorial y la independencia de los Estados, la asistencia colectiva, el arbitraje, la limitación
del derecho a la guerra y un sistema punitivo de sanciones. La concepción colectiva de la
seguridad se erigía sobre tres pilares: el arbitraje o solución pacífica de las disputas
internacionales; el desarme, una aspiración evocada en los Catorce Puntos y plasmada
puntualmente en los Tratados de Paz, como paso previo a su posterior generalización; y la
seguridad, un pilar esencialmente político y basado en la noción de solidaridad internacional o
la responsabilidad colectiva, explicitada en el artículo 10 y a tenor del cual los Estados
miembros se comprometían a «respetar y a mantener contra toda agresión exterior la integridad
territorial y la independencia
FUENTE: P. Gerbert, V.-Y. Ghebali y M.-R. Mouton, 1973, Société des Nations et Organisation des Nation
Unites, París, Éditions Richelieu, p. 386.

FIG. 14.1 Organigrama de la Sociedad de Naciones.

política presente de todos los miembros de la Sociedad».


La prevención de la guerra mediante el respeto a los Tratados de Paz y las garantías
definidas en el Pacto se complementaban con un principio constructivo en el fomento de la paz,
la cooperación internacional. La paz universal no podía edificarse sobre otra base que no fuera
la justicia social, a la cual habría de llegarse mediante la promoción de la cooperación
económica, técnica, cultural y humanitaria. El Pacto asumía aquella fórmula en los artículos 23
a 25, en los que acogía la fructífera herencia de cooperación técnica internacional del siglo
anterior; pero con la pretensión de dotarlos de una estructura organizativa centralizada.
Al servicio de estos principios y objetivos se consagró una estructura institucional que, con
sede en Ginebra, se convertiría en el tejido orgánico de la nueva organización internacional
(véase la fig. 14.1). La nueva administración internacional constaba de una serie de órganos
centrales, dos de ellos de eminente naturaleza política: el Consejo y la Asamblea (artículos 3 a
5), con unas competencias idénticas, ya que entenderían de «todas las cuestiones que entren
dentro de la esfera de actividad de la Sociedad o que afectan a la paz del mundo». El Consejo,
que acabaría por convertirse en una especie de comité ejecutivo, acabaría encarnando desde la
percepción de las pequeñas potencias el elitismo de la Santa Alianza. En contraposición, la
Asamblea devendría en el órgano democrático por antonomasia de la Sociedad. Las tareas
técnico-administrativas recaerían en la Secretaria General (artículo 2), el órgano más innovador
y que se erigiría en el eje de la nueva administración internacional. El tejido institucional se
nutría, asimismo, de una constelación de órganos subsidiarios técnicos y políticos y de órganos
autónomos vinculados a la Sociedad, entre los que figuraban el Tribunal Permanente de Justicia
Internacional, cuya sede se fijaría en La Haya, y la prestigiosa Organización Internacional del
Trabajo, cuya constitución seria incluida en la parte XIII del Tratado de Versalles y de los
demás Tratados de Paz.

Todo un entramado en el que todavía el Estado ocupaba un lugar central, como se


desprendía del artículo 10, y consagrado a preservar una paz y un statu quo a la medida de los
vencedores, pero también mediatizado por sus propias contradicciones y su fragilidad.

3. Los Tratados de Paz y el nuevo sistema internacional (II): la realidad estatal

La proyección cartográfica resultante de los Tratados de Paz ilustra la consolidación de los


Estados-nación, más allá del eje atlántico en torno al cual se habían ido fraguando a lo largo del
siglo XIX. Si bien es cierto que no pocas modificaciones fronterizas obedecieron aún a la lógica
de la redistribución colonial, la gran mayoría respondió a la voluntad y al principio de au-
todeterminación, evocado por los vencedores y por la revolución marxista-leninista. Los
grandes imperios multinacionales del siglo XIX dejarían paso a los nuevos Estados-nación,
dentro de cuyos limites seguirían aflorando graves problemas de convivencia entre las minorías.
El lugar central que ocuparía el Estado-nación en el sistema internacional de posguerra, como
bien se puede deducir de los trabajos de la Conferencia y de los Tratados de Paz, conviene
comprenderlo y reconstruirlo desde la complejidad del contexto y la percepción de sus
contemporáneos, ya sea, por citar dos ejemplos, desde la cosmovisión de Wilson o desde la
sensibilidad de los nuevos Estados. En esta última dirección, el padre de la República
checoslovaca -Tomas Masaryk- hacía la siguiente observación en 1919: «pienso que es justo
considerar la nación y la nacionalidad como el objetivo de las tendencias de la sociedad, el
Estado como un medio; en realidad, toda nación consciente tiende a obtener su propio Estado».
La labor de políticos y geógrafos se extendería a los confines ultramarinos de los imperios
vencidos, a la desintegración de la periferia del imperio de los Romanov y, por supuesto, al
continente europeo (véase el mapa 14.1). En el viejo continente los Tratados de Paz legitimarían
lo que, en opinión de D. Thompson, fue la mayor remodelación de la geografía política europea
de su historia. Toda Europa, salvo España, Holanda, Luxemburgo, Noruega, Suecia y Suiza se
vería afectada por un reajuste fronterizo caracterizado por la balcanización del continente. Un
proceso en el curso del cual el hundimiento de los viejos imperios multinacionales, incluida la
convulsión revolucionaria de la Rusia zarista, se resolvió en favor de las potencias vencedoras y
la restitución y creación de nuevos Estados: Polonia, en el primer supuesto, y Estonia, Letonia,
Lituania, Checoslovaquia, el reino serbio-croata-esloveno, así como Austria y Hungría como
nuevas entidades independientes, en el segundo.
De las fronteras emanadas de la Conferencia de París, Ricardo Miralles concluye -con gran
acierto en nuestra opinión- que «a falta de fronteras justas, el esfuerzo se dirigió a realizar
fronteras justificadas». Y lo eran así en la medida en que aquellos nuevos trazados,
especialmente en la Europa centro-oriental y danubiana, obedecían a las precauciones asumidas
respecto a las grandes amenazas potenciales al emergente statu quo: el temor al revanchismo
alemán y la desconfianza y hostilidad hacia la Rusia bolchevique. En un segundo plano
quedaban consideraciones de carácter local, como los nuevo problemas de minorías
engendrados por los nuevos Estados.
De las paces impuestas y firmadas por las potencias aliadas y asociadas con cada uno de
los vencidos, el Tratado de Versalles rubricado el 28 de junio de 1919 fue el más trascendente,
no sólo por establecer la paz con la principal potencia de los imperios centrales -Alemania-,
sino también porque definiría la pauta de los demás Tratados de Paz en cuanto a la naturaleza
de las cláusulas. Compuesto de 440 artículos y dispuesto en 15 partes, entre sus cláusulas
figuraban disposiciones de orden territorial, garantías de seguridad y las controvertidas
compensaciones financieras.
El II Reich dejaría paso a la Alemania de Weimar. Un nuevo Estado al que el diktat de la
paz le supuso la pérdida de 80.000 km2, lo que afectaba a ocho millones de habitantes. En otros
términos, la séptima parte de su territorio y la décima parte de su población. Los reajustes
territoriales se convertirían en uno de los argumentos más emblemáticos y contundentes de la
política revisionista de Berlín.
Como un reflejo de la lectura de la guerra y la paz por parte de Alemania, las fronteras
orientales se fijaron con mayor dilación y resistencia que las occidentales. En el norte y oeste se
sancionaba la restitución, ya hecha efectiva con el armisticio, de Alsacia y Lorena a Francia; se
cedía Eupen y Malmedy a Bélgica tras los plebiscitos celebrados en 1920; y en el norte de
Schleswig el plebiscito celebrado en aquel mismo año se resolvía en favor de la incorporación a
Dinamarca. En las controvertidas fronteras orientales, Alemania cedió Posnania y el oeste de
Prusia, así como el sur de la Alta Silesia tras la celebración del plebiscito y la partición resuelta
por la Sociedad de Naciones en octubre de 1921 en favor de Polonia. Por último, la estrecha
franja de Memel, al este de Prusia Oriental y poblada por lituanos y alemanes, acabaría en
manos de Lituania, sin llegar a celebrarse plebiscito alguno.
No menos problemática fue la resolución del futuro de El Sarre y la ciudad de Dantzig, las
cuales quedarían bajo los auspicios de la nueva Organización Internacional. La región industrial
de El Sarre, que en los planes franceses en la Conferencia de Paz se había orientado hacia la
anexión de la zona sur; la propiedad de todas las minas y el establecimiento de un régimen
especial en el norte, acabaría bajo la tutela de la Sociedad de Naciones por un periodo de quince
años, aunque quedaría vinculado económicamente a Francia. En el Este, la ciudad de Dantzig,
salida natural al mar del valle del Vístula y en la que residía un alto porcentaje de población
alemana, se constituiría como una ciudad libre bajo el control de la Sociedad, previéndose la
conclusión de una convención con Polonia para garantizar su inclusión en las fronteras
aduaneras polacas y asegurar a los polacos el libre acceso al puerto.
Las posesiones ultramarinas del Reich se transformarían, a su vez, en mandatos y fueron
asignados, bajo la tutela de la Sociedad de Naciones, a Gran Bretaña, que asumiría bajo su
responsabilidad Tanganika; a Francia que, previo reparto con Gran Bretaña, se haría cargo de
Togo y Camerún; a Bélgica, que administraría Ruanda-Burundi; a la Unión Sudafricana, que
tomaría posesión del África del Suroeste; y a Japón, Australia y Nueva Zelanda, que se
repartirían las posesiones alemanas en el Pacífico: Marianas, Marshall, Carolinas y Palaos, para
el primero, y la parte alemana de Nueva Guinea, sus islas al sur del Ecuador y las islas Samoa
Occidentales, para los dominios.
FUENTE: Pertierra de Rojas, F. Las relaciones internacionales durante el período de entreguerras, Madrid, Akal, nº
23 colección «Akal historia del mundo contemporáneo», 1990, p. 12.

MAPA 14.1 Mapa de Europa en 1919.

Las garantías de seguridad para debilitar y evitar la revancha alemana se concretaban en


una serie de cláusulas militares y políticas. Las primeras se materializarían en tres tipos de
restricciones: la limitación de armamentos, la desmilitarización de Renania y la ocupación
militar de aquella región. Expresión fiel de los propósitos de desarme del mensaje wilsoniano y
de los cálculos franceses y belgas para neutralizar una eventual resurrección del poder militar
alemán, su ejército quedó reducido a una fuerza de 100.000 hombres, de los cuales 4.000 serían
oficiales. Éste sería profesional, quedando abolido, en consecuencia, el servicio militar
obligatorio, a la vez que carecería de Estado Mayor Central y se prohibía la artillería pesada,
los carros de combate y la aviación. Asimismo, la flota que debía ser entregada a los aliados
fue
barrenada en Scapa Flow el 21 de junio. En segundo término, la desmilitarización de la orilla
izquierda del Rhin y de un margen de 50 km en la orilla derecha fue el punto de consenso al
que llegaron los aliados una vez que naufragaron los intentos franceses de convencer a sus
socios de las virtudes del plan del mariscal Foch, cuya finalidad era desmembrar los territorios
de la orilla derecha del Rhin. Y finalmente, a modo de compensación, Wilson y Lloyd George
aceptaron la ocupación militar temporal durante 15 años de los territorios de la orilla izquierda
y de Colonia, Koblenz y Mainz como cabezas de puente en la orilla derecha. Este corolario de
medidas cul- minaba con una garantía política, constituida por un acuerdo franco-británico y
otro franco- americano que figurarían como anexos al Tratado, en los que se preveía la ayuda de
ambos garantes en caso de agresión no provocada de Alemania contra Francia o Bélgica.
Estrechamente vinculado al problema de las garantías aparecían en el Tratado la cuestión
de las reparaciones. Las cláusulas financieras, reguladas por el articulo 231, contemplaban a
Alemania como responsable moral de la guerra, en razón de lo cual debía hacer frente a los
daños causados a la población civil de las naciones aliadas y a sus propiedades. El texto del
Tratado se limitaba a recoger aquel principio, sin avanzar ningún reglamento ni el montante de
las compensaciones. Tan sólo se preveía el pago de 20.000 millones de marcos antes del 1 de
enero de 1920 y la creación de una Comisión de Reparaciones, como órgano competente para
discutir y regular la cuestión.
La dislocación del Imperio austro-húngaro completaría el nuevo trazado de Europa central
y oriental. Iniciado el proceso en la antecámara de la Conferencia de París desde octubre y
noviembre de 1918, en el marco del armisticio y la emergencia de los nuevos Estados, éste no
se consumaría hasta el año 1921. La desmembración del imperio transitaría por dos cauces: por
un lado, el destino de los territorios que hasta ese momento habían pertenecido a la Monarquía
dual; y por otro, el establecimiento de los limites de los nuevos Estados –Polonia,
Checoslovaquia y el reino serbio-croata-esloveno– edificados sobre los territorios de los
antiguos imperios alemán, austro-húngaro y ruso.
La eclosión de las tendencias centrifugas dentro del imperio encontraron un terreno
abonado en las tesis de las grandes potencias vencedoras, especialmente Francia. En ellas
encontraron un buen acomodo las críticas palabras del ministro de Asuntos Exteriores y
delegado checoslovaco en la Conferencia de Paz, Edward Benes, contra la existencia del
Imperio austrohúngaro: «Era la existencia de Austria-Hungría la que permitía a Alemania
proyectar sus objetivos pangermanistas; era necesario, por tanto, reducir Alemania a sus propias
fuerzas a través del fraccionamiento de Austria y la constitución de nuevos Estados
independientes, los cuales, por el solo hecho de su existencia serian los auxiliares naturales de
Francia contra el expansionismo alemán hacia oriente.» Se aceptó la idea de que el mejor
sistema para contener el renacimiento del pangermanismo era la emergencia, sobre los
escombros de la monarquía de los Habsburgo, de «repúblicas fuertes, homogéneas y
democráticas», cuenta tenida de la excepcional situación de Rusia.
En el verano de 1919 se iniciaron los trabajos para ajustar las nuevas fronteras del antiguo
imperio de los Habsburgo. Los limites del corazón de la monarquía, Austria, uno de los Estados
residuales de la antigua unidad imperial, serían definidos por el Tratado de Saint-Germain,
firmado el 10 de septiembre de 1919. El Estado austríaco quedaría circunscrito a la región al-
pina y una modesta extensión en la llanura danubiana, que en su conjunto suponían 84.000 km2
y albergaba una población de 6,5 millones de habitantes. El artículo 88 del Tratado, en análogos
términos al artículo 80 del de Versalles, prohibían tanto a Austria como a Alemania proceder a
la unificación -Aunchluss-, a menos que fuera autorizada por la Sociedad de Naciones.
En las cláusulas territoriales, los reajustes en la frontera austro-italiana se plasmarían en la
cesión a Italia del Trentino y el Alto Adigio hasta el paso estratégico del Brenero, pero Roma
no vería colmadas sus aspiraciones irredentistas en la península de Istria, Carniola occidental,
parte de Corintia y la cuestión dálmata. En el norte, el viejo reino de Bohemia -incluida la
estratégica región de los Sudetes en la que. habitaban tres millones de alemanes-, Moravia y la
Silesia
austriaca, pasarían a formar parte de la nueva República checoslovaca, aunque este último
territorio sería dividido con Polonia. En el este, Austria cedería a Rumania, Bukovina -«País de
las hayas» en lenguas eslavas-, mientras que Polonia se acabaría anexionando en julio de 1923
la Galitzia oriental. Por último, en el sudeste los territorios de Dalmacia, Bosnia y Herzegovina
serian incorporados al reino serbio-croata-esloveno. Por último, los enclaves de Klagenfurt y
Burgeland decidirían mediante plebiscito en 1921 permanecer bajo la soberanía austríaca.
Por último, las cláusulas militares, a tenor de las cuales el ejército austríaco quedaría
reducido a un contingente de 30.000 hombres, se complementaban con las compensaciones
económicas, en concepto de reparaciones como parte responsable del conflicto.
La firma de la paz con Hungría, la cual se había desmembrado de Austria por libre
determinación dos meses antes de la Conferencia de Paz, se retrasaría como consecuencia de los
acontecimientos revolucionarios de la inmediata posguerra. El Tratado de Trianon, firmado el 4
de junio de 1920, reducía la extensión del nuevo Estado a 92.000 km2, en cuyos limites habi-
taban ocho millones de personas. A la luz del modelo de Versalles, las nuevas autoridades
aceptaban la imposición de reparaciones por daños de guerra y unas cláusulas militares que
limitaban su ejército a un contingente de 35.000 hombres. La configuración de las nuevas
fronteras meridionales se resolvió con la cesión de Fiume, Eslovenia, el reino de Croacia, el
Banato occidental y Batchka -entre los ríos Danubio y Tisza- al nuevo Estado de los eslavos del
sur. En el Norte, cedería Eslovaquia y la Rutenia subcarpática a Checoslovaquia. En el Este,
Rumania, el Estado más beneficiado junto a la futura Yugoslavia por la Paz de Paris,
incorporaría el Banato oriental y la mayor parte de Transilvania, donde residía un alto
porcentaje de población magiar. Rumania, asimismo, había ampliado su perímetro a expensas
de Rusia al extender su soberanía sobre Besarabia.
La nueva geografía política de los Balcanes devendría del nuevo statu quo impuesto a
Bulgaria y al extinto Imperio otomano, luego rectificado en este último caso por el nuevo
Estado turco. La paz con Bulgaria, la «Prusia de los Balcanes» en expresión del primer ministro
griego Venizelos, se alcanzaría con el Tratado de Neuilly el 27 de noviembre de 1919. Sus
pérdidas territoriales en beneficio de Grecia, Rumania y el reino serbio-croata-esloveno se
localizarían respectivamente en la cesión de la Tracia Oriental, en detrimento de su acceso al
mar Egeo, de Dobrudja, donde los rumanos eran una minúscula minoría, y de Macedonia, esta
última ya objeto de frustración entre los búlgaros al haber sido incorporada a Serbia en 1913.
El desmembramiento del Imperio otomano, por último, se dilucidaría en dos capítulos. El
primero de ellos, en el Tratado de Sèvres, firmado el 10 de agosto de 1920, bajo la agitación de
las expectativas suscitadas en los acuerdos secretos entre las potencias aliadas durante la guerra.
El reparto que se cernía sobre los territorios del Imperio a manos de franceses, británicos, ita-
lianos y griegos, mayoritariamente, y la atención a las aspiraciones de armenios y kurdos,
reglamentadas en el Tratado, nunca serian ratificadas por los vencidos. Las draconianas
condiciones de paz incidieron, sin duda, en la revolución nacionalista liderada por Mustafa
Kemal en aquel mismo mes de agosto, logrando derrotar al Sultanato y proclamando la
República. La nueva paz con Turquía, la única fruto de una negociación real con la potencia
vencida, cristalizó en el Tratado de Lausana, rubricado el 23 de julio de 1923.
Turquía quedaba reducida a Asia Menor y una pequeña porción territorial en Europa en
torno a Estambul. La revisión de los términos de la paz culminó en la reintegración de la Tracia
oriental, Esmirna, Armenia y el Kurdistán; la desmilitarización de los Estrechos, pero bajo
control turco; y la desaparición de cualquier restricción de sus fuerzas militares y de cualquier
pago en concepto de reparaciones. No habría, en cambio, modificaciones en el statu quo
decidido en Sèvres respecto a los territorios árabes, de modo que Siria y Líbano se convertirían
en mandatos bajo administración francesa, mientras que Irak, Transjordania y Palestina
quedarían, en adelante, bajo jurisdicción británica.
MAPA 14.2 Los Balcanes después de 1918.

En los Tratados de Paz, los negociadores, conscientes de la complejidad política y de la


dificultad para el consenso, habían dejado múltiples cuestiones sin resolver; que en su gran
mayoría habrían de ser tratadas en Ginebra, el «taller de la paz», pero que en no pocos casos
transitaron por itinerarios más tradicionales y marginales al nuevo orden de cosas. El sistema
internacional, en suma, emergía con numerosos puntos de fuga y fisuras, que ya desde la
inmediata posguerra fueron evidenciando sus virtudes e insuficiencias.

4. Los flecos de la paz en la posguerra

El nuevo sistema internacional comenzó su andadura en una situación precaria. La


precariedad de la paz sería de inmediato denunciada tanto por observadores privilegiados del
proceso, como John M. Keynes en su obra Las consecuencias económicas de la paz, publicada
en Londres en 1919, o por testigos y protagonistas directos de aquellos acontecimientos, como
el mariscal Foch, quien se refería al Tratado de Versalles en los siguientes términos: «Esto no es
una paz; es un armisticio de veinte años»; o por Harold Nicolson, retratando con agudeza el
sentimiento de pesar por el resultado de la Conferencia al estimar que «vinimos a Paris
confiados en que estaba a punto de establecerse el nuevo orden; salimos de allí convencidos de
que el nuevo orden simplemente había estropeado el antiguo».
La consigna de la normalización como vía para restablecer la paz condensa muchas de las
contradicciones entre la mirada al pasado y al mundo de preguerra y la edificación de un inédito
orden mundial. La construcción efectiva del nuevo sistema internacional estaría sometida a
fuertes tensiones, tanto en su centro como su periferia, generadas por las consecuencias de la
guerra y la propia naturaleza de la paz.
Las fisuras y lagunas en el centro del sistema se manifestaron a tenor de una serie de
líneas de tensión que a lo largo del periodo de entreguerras bien podrían ilustrar la capacidad, la
solvencia y en un sentido temporal el grado de madurez en la organización de la vida
internacional. Una de las líneas de tensión que revelaba la fragilidad del sistema internacional
derivaba de una realidad ya constatada en la propia Conferencia de Paz, las divergencias y el
corto vuelo del consenso alcanzado en París entre las grandes potencias de la coalición
vencedora. El sistema de Versalles fue progresivamente erosionado desde 1921, cuando los
Estados vencedores, empezando por Gran Bretaña y siguiendo por Francia, se alejaron de las
abstracciones wilsonianas y reeditaron el concierto europeo, incorporando al mismo a Alemania
e Italia.
De principio la negativa norteamericana a asumir sus compromisos y su liderazgo en el
sistema causó una profunda frustración y tuvo consecuencias irreversibles en la viabilidad del
mismo. Tras el rechazo del Senado, en aquel mismo mes y en marzo de 1920, a ratificar el
Tratado de Versalles se sancionaba el retorno al aislamiento y el rechazo del internacionalismo
wilsoniano, aunque en el plano económico y financiero nunca habían estado los Estados Unidos
tan ligados al Viejo Continente como lo estaban en 1920.
Neutralizada la amenaza continental alemana al finalizar la guerra, la actitud de Gran
Bretaña fue haciéndose gradualmente flexible a la hora de interpretar el nuevo statu quo. La
normalización de la política exterior británica retornó a los cauces de preguerra, es decir; a la
pauta política que había imperado desde principios de siglo, la preeminencia de la doctrina
imperial y sus vínculos con su mundo de ultramar. En un mismo sentido tradicional se
orientaría su política continental, mostrando una escrupulosa asepsia hacia el incremento de sus
compromisos en el sistema internacional y abogando por la restitución de un equilibrio de poder
en el continente.
La evaporación de la garantía política anglo-norteamericana a la seguridad francesa
agudizó la percepción de la fragilidad del nuevo sistema para preservar un statu quo que desde
la óptica de Paris debía ser un eficaz antídoto a la amenaza revanchista alemana. A la
marginación norteamericana y la flexibilidad británica, Francia opuso una línea política de
defensa a ultranza del statu quo promoviendo vías para perfeccionar el «sistema de Versalles»,
ya fuera desde las instancias de la organización internacional o ya fuera desde los recursos de la
diplomacia tradicional en los márgenes del Pacto.
La asociación genética de la Sociedad de Naciones a los Tratados de Paz la situó en el
epicentro de otra de las líneas de tensión fundamentales, la dialéctica entre los defensores del
statu quo y los Estados revisionistas, inconformes con el diktat de la paz, caso de alemanes,
austríacos, húngaros y búlgaros, o insatisfechos con el botín de la victoria, como a corto y
medio plazo pondrían de manifiesto Italia y Japón. Fundados en distintas motivaciones, los
revisionismos alemán e italiano son paradigmáticos. Desde la firma del Tratado de Versalles, la
política exterior alemana, la de la joven República de Weimar; estaría polarizada por el anhelo
revisionista y la restitución del mundo alemán tal como era en 1914. En la posguerra, la política
revisionista alemana transitó entre dos estrategias: una política de resistencia
-Widerstandspolitik- opuesta a cualquier compromiso y una política más flexible de ejecución
-Erfüllungspolitik-, convencida de que el cumplimiento de lo estipulado facilitaría la revisión de
las cláusulas más duras. La amplitud de los frentes de la política revisionista, en la lectura de las
nuevas fronteras, especialmente las orientales a tenor la propia lectura alemana del final de la
guerra en el frente oriental, el problema de las minorías alemanas fuera de sus fronteras o las
humillantes condiciones militares y políticas impuestas por los aliados, cedieron su prota-
gonismo en la inmediata posguerra a la cuestión de las reparaciones.
Por su lado, la frustración italiana al no ver satisfechas sus aspiraciones irredentistas en el
Adriático en las negociaciones de paz acabaría fomentando una política revisionista que, a
menudo, se forjó al margen de los cauces de Ginebra. En este sentido se orientaron los capítulos
de la política exterior italiana hacia Albania para someterla a su área de influencia, y las tensas
relaciones con el nuevo reino serbo-croata-esloveno, agudizadas por el contencioso de Fiume,
cuya ocupación sería finalmente consumada por Mussolini.
Las confrontaciones de orden ideológico, en tercer término, ya comenzarían a estar
presentes desde el momento mismo de la construcción de la paz. El triunfo de la revolución
marxista-leninista y su vocación universalista forjaba unas nuevas coordenadas en la
confrontación contra el mundo capitalista, que a la postre determinarían el propio decurso del
siglo. La revolución marxista-leninista como alternativa a la crisis del liberalismo, en aquel
período estaría estrechamente vinculada a un juego de tensiones ideológicas que mediatizaría
las Relaciones Internacionales de la posguerra, la dialéctica liberalismo-
autoritarismo/totalitarismo. Tendencias desestabilizadoras, en su conjunto, para un sistema
internacional concebido y edificado sobre cimientos teóricos liberales.
En cuarto lugar; la fragilidad del sistema se manifestaría, asimismo, a través de la tensión y
la difícil cohabitación entre las nuevas fórmulas y valores introducidos en la vida
internacional de la mano de la concepción idealista y la inercia de los comportamientos
realistas inherentes a la tradición internacional, lo que incidiría no sólo en la propia filosofía y
las formas de la diplomacia, sino también en los planteamientos geopolíticos.
En el epicentro del nuevo sistema internacional, la Sociedad de Naciones, que iniciaría su
andadura en 1920, estaba llamada, en principio, a constituirse en el foro esencial de la vida
internacional y en el principal valuarte para la salvaguardia de la paz. Sin embargo, los valores
y procedimientos de la Sociedad tuvieron que competir con la ambigüedad de sus miembros, es-
pecialmente las grandes potencias, que jugando la carta de Ginebra no tuvieron escrúpulos en
recurrir de forma permanente a las prácticas diplomáticas tradicionales, condicionando la
actividad y la credibilidad de la Sociedad.
El trasfondo de los intereses nacionales de las grandes potencias estaría, asimismo,
presente en los esfuerzos por perfeccionar los mecanismos y procedimientos del sistema de
seguridad colectiva -las lagunas del Pacto-. La desconfianza de las grandes potencias hacia la
organización internacional alimentó el recurso a las fórmulas de la diplomacia tradicional, que a
pesar de sus credenciales formales compatibles con el Pacto minaban su credibilidad. En este
sentido, resultan sumamente reveladoras las maniobras de la diplomacia francesa ante la
disolución de la garantía anglo-norteamericana. Francia, además de establecer una alianza con
Bélgica, procedió a tejer en el este de Europa una red de alianzas con los nuevos Estados:
Polonia y los países de la Pequeña Entente: Checoslovaquia, Rumania y el reino serbio-croata-
esloveno.
Estas disfuncionalidades en el sistema no eran sino el síntoma de otra tensión manifiesta en
el seno de la Sociedad, la dialéctica entre la realidad supranacional y el marco estatal. Una
cuestión presente en las reflexiones de los internacionalistas de la época. Salvador de Madariaga
recurriría en su teorización sobre las Relaciones Internacionales a la metáfora «viejo vino en
nuevos odres» -old wine in new bottles- para representar las dificultades en la construcción de
un gobierno mundial frente a la inercia de las soberanías nacionales. Una cuestión que se
diseminaba, no sólo en la práctica de la diplomacia multilateral, sino también en el terreno de la
teoría y la práctica del Derecho Internacional y el derecho interno de los Estados.
La Sociedad de Naciones, en sexto lugar; nunca superó la frustración de su vocación
universalista. Víctima de la tensión universalismo-particularismo, la Sociedad fue en su génesis
un club de vencedores, vinculado a los Tratados de Paz y fue, en este sentido, un instrumento
para preservar el statu quo. El ostracismo de los vencidos, al que habría que añadir el de la
Rusia bolchevique inmersa en plena guerra civil y la voluntaria ausencia norteamericana de la
Sociedad, cuestionaba sus aspiraciones universalistas.
La sociedad internacional y, en un plano estructural, la Sociedad de Naciones adoleció
del necesario equilibrio entre la realidad geopolítica de la seguridad colectiva y la
geoeconómica, que, grosso modo, podríamos identificar con la vertiente de la cooperación
-técnica, económica y humanitaria- imprescindible para preservar una paz basada en la justicia
social.
Entre esas dos vertientes fundamentales para construir y garantizar la paz, la seguridad
colectiva, y por tanto la vía política, acapararon la mayor parte de los esfuerzos y la ilusión de
los trabajos de la organización institucional y de sus miembros. La tarea desarrollada en pro de
la cooperación internacional en Ginebra fue uno de los capítulos más innovadores de la
organización y fue una experiencia crucial en la configuración de la sociedad internacional
contemporánea, aunque ocuparía, a pesar de su reconocida importancia, un lugar secundario en
la agenda ginebrina. Lo cierto es que la construcción de la paz no estuvo acompañada de una
estructura y una vertebración de la actividad económica en el plano internacional. No hubo ins-
tancias reguladoras económicas y financieras que canalizasen la transición hacia la economía de
paz, ni hubo unos criterios económicos consensuados para afrontar la reconstrucción y la
normalización.
Por último, la Sociedad de Naciones sería parte activa, mediante el sistema mandatario, y
foro de discusión de la tensión entre el imperialismo y el despertar de la conciencia de los
pueblos de extraeuropeos. La Gran Guerra y la construcción del nuevo orden ejercería un efecto
acelerador de una conciencia identitaria ya puesta de manifiesto, especialmente en el mundo
árabe-islámico, bajo las formas del panarabismo y el panislamismo, y en el subcontinente indio.
Las diferentes orientaciones ideológicas del principio de autodeterminación no pasarían
inadvertidas en las comunidades sometidas al imperialismo europeo.
En la periferia del sistema los puntos de fuga ilustraban aún con mayor nitidez la
pervivencia de las viejas formas del equilibrio de poder y de la diplomacia tradicional.
Considerando la peculiaridad de la descomposición de la periferia de la Rusia zarista en sus
fronteras europeas y asiáticas en el contexto de la revolución y la guerra civil, y la
recomposición posterior que culminaría con la constitución de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas, el escenario del Extremo Oriente ponía de manifiesto la reconstitución de
un equilibrio de poder regional al margen de la Sociedad de Naciones.
La privilegiada posición de Japón en el Lejano Oriente tras la Guerra del Catorce la había
convertido en la única gran potencia frente a China. Tras el eclipse de la flota rusa y alemana,
la flota japonesa se había convertido en la mayor potencia naval del Lejano Oriente y en la
tercera del mundo. En este contexto, Estados Unidos, ya diluidos los vínculos políticos con el
sistema de Versalles, se embarcó a partir de 1921 en la reconstrucción del equilibrio regional,
atendiendo únicamente a las potencias interesadas y al margen de la Sociedad de Naciones. Los
esfuerzos de la Administración norteamericana culminaron en la Conferencia de Washington,
celebrada entre noviembre de 1921 y febrero de 1922, a tenor de cuyos Tratados se precisó el
nuevo orden de posguerra en el Lejano Oriente.
La puesta en escena del nuevo orden se hizo, a la luz de estas consideraciones, en un
marco extraordinariamente adverso y mediatizado por una inestabilidad manifiesta en los flecos
y fisuras del emergente sistema internacional. La experiencia, inédita en sus fundamentos y sus
formas pero aún inmersa en las inercias de un pasado aún demasiado reciente, estuvo mediati-
zada en su génesis por las perturbadoras circunstancias de la posguerra. Sin embargo, la
consideración rigurosa de estas circunstancias no han de prejuzgar la valoración en torno a la
naturaleza, la viabilidad y la suerte del «sistema de Versalles». Las luces y sombras arrojadas
por los propios coetáneos y la historiografía no deben ocultarnos la propia capacidad del
sistema y sus actores para construir la paz. ¿No sucedió acaso a este perturbador período un
tiempo de «ilusión por la paz», como recuerda Sally Marks, y de una ilusión cristalizada en el
«espíritu de Ginebra», tal como lo bautizara Robert de Traz?
CAPÍTULO 15
LA PAZ ILUSORIA: LA SEGURIDAD COLECTIVA
EN LOS AÑOS VEINTE, 1923-1933

por PEDRO ANTONIO MARTÍNEZ LILLO


Profesor titular de Historia Contemporánea,
Universidad Autónoma de Madrid

La vida internacional en el decenio posterior a la Primera Guerra Mundial atravesó


diferentes momentos, combinando crisis y estabilidad. Los problemas financieros y de
seguridad continuaron determinando la evolución europea de la inmediata posguerra, donde la
permanencia del antagonismo franco-alemán se revelaba como una de las claves del deterioro
internacional.
La prosperidad económica, posibilitada por la intervención del dólar norteamericano y la
convicción por parte de los Estados de que las fórmulas de cooperación y la seguridad colectiva,
frente a la fuerza, permitían alcanzar la estabilidad, abrió una etapa en la que la paz fue el
centro de la atención mundial.
Sin embargo, la paz resultaba efímera, casi una ilusión, al descansar sobre un orden
internacional de bases frágiles. La crisis económica mundial y la falta de colaboración entre los
actores del sistema instauró una fractura en las relaciones internacionales que desgarró a la
Sociedad de Naciones, incapaz de hacer frente a las nuevas amenazas a la seguridad colectiva e
institucionalización de la paz.

1. La crisis europea de posguerra

1.1. LAS TENSIONES FRANCO-ALEMANAS Y EL DETERIORO INTERNACIONAL DE LA PAZ

El orden internacional configurado con los Tratados de Paz y garantizado por la Sociedad
de Naciones no aportaba la estabilidad necesaria a la Europa de posguerra. Las potencias
derrotadas -en especial, Alemania- manifestaban una clara voluntad revisionista, contrarias a
reconocer un statu quo que, fijado por la fuerza, expresaba la ley dura de los triunfadores. Las
exigencias territoriales, económicas, políticas y militares resultaban humillantes y
condicionaban su futuro. Por otro lado, la desunión y desconfianza caracterizaba a los
vencedores, que discrepaban en su apreciación sobre la realidad internacional y las soluciones a
aportar. Frente al maximalismo de Francia, dispuesta a convertirse en el gendarme del orden de
Versalles, las potencias anglosajonas buscaban flexibilizar las bases establecidas en la Confe-
rencia de Paz de París.
En Francia, los gobiernos del Bloque nacional diseñan, entre 1919 y 1924, una política
exterior centrada en la ejecución íntegra de las cláusulas del Tratado de Versalles, con el
objetivo de garantizar los imperativos de su seguridad frente al Reich, consolidarse como
potencia económica y asentar su preponderancia en el continente mediante instrumentos
HISTORIA DE LAS RELACIONES INTERNACIONALES CONTEMPORÁNEAS 227

diplomáticos, políticos y militares.


En 1920 sus tropas ocuparán las ciudades de Frankfurt y Darmstadt como respuesta a la
penetración de un cuerpo militar alemán sobre la zona desmilitarizada de la Renania. París,
además, venía exigiendo el cumplimiento íntegro de las reparaciones de guerra debidas por
Alemania. En julio de 1920, los Aliados habían fijado el porcentaje que cada país recibiría bajo
ese concepto (52 % para Francia, 22 % para el Reino Unido, 10 % para Italia, 8 % para Bélgica
y el resto distribuido entre el resto de aliados), mientras que en la primavera de 1921, la
Comisión de Reparaciones lograba establecer su montante global, cifrado definitivamente en
132.000 millones de marcos-oro, pagados a razón de 2.000 millones por año, más el 26 % del
valor anual de las exportaciones. Justificaciones de derecho y de hecho, se combinaban en el
planteamiento francés. Por un lado resultaba imprescindible dar cumplimiento al artículo 231
del Tratado de Versalles. De otro, el antiguo Reich conservaba prácticamente intacto su
potencial industrial y sus infraestructuras económicas, en tanto que Francia terminaba el
conflicto con sus fuerzas materiales considerablemente disminuidas. En este sentido, las
reparaciones debían actuar tanto para debilitar el potencial germano como mecanismo de
financiación de la reconstrucción nacional francesa, alimentar su presupuesto de defensa,
proceder al pago de las deudas de guerra y, en definitiva, lograr el equilibrio de las finanzas
públicas. Francia no estaba dispuesta a solucionar los daños y la destrucción de la guerra a
través de nuevos impuestos o préstamos internacionales, sino mediante los pagos alemanes. Su
diplomacia, como remate de esta política, inspiraba la formación de la Pequeña Entente
(Checoslovaquia, Yugoslavia y Rumania), destinada a frenar el revisionismo y garantizar el
statu quo sobre la Europa central y balcánica, al tiempo que firmaba acuerdos con ella y Polonia
-alianzas de revés- para aislar a Alemania y actuar de barrera frente a la amenaza soviética.
Este maximalismo francés partía de la convicción de que su posición se había ido
degradando peligrosamente desde 1919. El final de la Primera Guerra Mundial había alterado
las bases del antagonismo franco-alemán, pero no estaba liquidado. Alemania, derrotada pero
no destruida, continuaba siendo una gran potencia europea. Si la capacidad política y militar
estaba al lado de Francia, las fuerzas del poder internacional, demográficas e industriales,
pertenecían a Berlín. La superioridad económica que París podía imponer sobre Alemania se
basaba en la aplicación estricta, íntegra y prolongada de los compromisos de Versalles cuyos
artículos facilitaban una intervención capaz de regular el crecimiento alemán. Desde 1922,
Berlín ha conseguido restablecer su capacidad productiva industrial anterior a 1914,
permitiendo a la siderurgia igualar y sobrepasar las cifras de 1913, conservar el monopolio
sobre su propio mercado y recuperar posiciones sobre Europa. Además, sus gobiernos
manifestaban desde el principio una voluntad de resistir al Tratado de Versalles, determinación
e intransigencia que no era patrimonio sólo de los dirigentes de Weimar, sino que se extendía a
una opinión pública traumatizada por la derrota y permeable a la propaganda ultra-nacionalista
y de extrema-derecha.
A estos síntomas se añadía el distanciamiento con las potencias anglosajonas. La política
francesa encontraba el rechazo común de Londres y Washington. Ambas deseaban una rápida
recuperación de la economía alemana por la importancia tradicional de su mercado, así como
para impedir crisis sociales en la República de Weimar que derivaran en experiencias revolucio-
narias bolcheviques. Pero también se inquietaban ante los riesgos de una hegemonía francesa.
Británicos y norteamericanos temían que, aplicando las condiciones de los Tratados de Paz,
Francia acabase dominando económica, política y militarmente Europa.
Una de las principales discrepancias se manifestaba ante la grave situación financiera
internacional donde se confundían, de un lado, las deudas interaliadas que los países europeos
debían a los bancos y al Tesoro de Estados Unidos -y en menor medida a Gran Bretaña- y, de
otro, las reparaciones de guerra alemanas. Desde 1921, Washington exigía el reembolso
inmediato de las primeras, se mostraba flexible en cuanto a las segundas y rechazaba de plano
la intención francesa de vincular el pago de ambas. Francia, por su parte, no estaba dispuesta a
liquidar su débito con los norteamericanos mientras Alemania no hiciera frente a las
reparaciones. Y Berlín, aduciendo a su incapacidad económica, venía solicitando moratorias y
aplazamientos que, progresivamente, encontraban el apoyo británico. Para complicar aún más el
panorama, desde 1922 Londres comenzó a exigir a sus socios el reembolso de las deudas
contraídas durante la guerra. Como un auténtico círculo vicioso, los problemas financieros
incrementaban la desconfianza entre los actores internacionales e impedían la recuperación
europea.
Tampoco las iniciativas políticas solucionaban el deterioro de posguerra. Desde finales de
1921, el primer ministro británico Lloyd George esbozaba un amplio plan de estabilización
política y reconstrucción económica de Europa que -desde consideraciones diferentes a las del
orden de Versalles- pretendía integrar a Alemania y a la Rusia bolchevique en el sistema
europeo y en la red de intercambios comerciales, a cambio de garantizar a Francia todos los
extremos de su seguridad. La Conferencia económica internacional convocada en Ginebra, con
participación rusa y alemana, para su estudio quedó sin efecto. Simultáneamente, un
acontecimiento diplomático sacudió por esos días a Europa. El 16 de abril de 1922, Alemania y
Rusia firmaban el Tratado de Rapallo por el cual restablecían relaciones diplomáticas y renun-
ciaban recíprocamente a sus reclamaciones financieras, reparaciones o deudas. Los acuerdos
presentaban importantes ventajas para Alemania. Desde una perspectiva económica-comercial,
el mercado ruso quedaba abierto a sus productos agrícolas e industriales. Militarmente, permitía
al resto del ejército alemán la posibilidad de desarrollar y perfeccionar -en territorio ruso- los
armamentos que el Tratado de Versalles le impedía poseer abriendo la puerta a su rearme
clandestino. También desde un punto de vista diplomático, Berlín lograba salir del aislamiento
diplomático vivido desde el final de la guerra, presionando sobre los vencedores. En definitiva,
Rapallo -aunque no constituía una alianza política y militar- demostraba el margen de
maniobra de la diplomacia alemana y soviética.
La orientación internacional, tras el entendimiento germano-ruso, las iniciativas británicas
y la actitud norteamericana, marcaban una fuerte tendencia revisionista. El triunfo militar
-fundamental- no resultaba, visto desde París, suficiente para garantizar su seguridad. Francia
debía ganar la paz. Distanciada de los anglosajones, acabó persuadida de que el único medio
para evitar lo peor era la estricta aplicación de los acuerdos de 1919.

1.2. LA FUERZA EN LA VIDA INTERNACIONAL: LA OCUPACIÓN DEL RUHR

En el verano de 1922, Berlín anunciaba su incapacidad para proceder al pago de las


reparaciones, solicitando una moratoria de seis meses. En Francia, el gobierno presidido por
Raymond Poincaré rechazó la petición y -con el respaldo de los sectores militares agrupados en
torno al mariscal Foch- aprovechó la crisis para defender las disposiciones de Versalles a través
del empleo de la fuerza. El 11 de enero de 1923 las tropas franco-belgas penetraban en el Ruhr
-el corazón de la potencia industrial alemana-, ocupaban militarmente el territorio y procedían a
controlar sus minas y fábricas.
La ocupación del Ruhr respondía a un esquema de poder internacional que reflejaba
nítidamente las ambiciones económicas y de preponderancia político-diplomática francesa.
Poincaré -a través de esta garantía- pretendía distintos objetivos. Por un lado, garantizar el
pago de las reparaciones, abastecerse de carbón y seguir interviniendo sobre la economía
germana. Sus ingenieros, técnicos y militares -en el marco de la Misión Interaliada del Control
de Fábricas y Minas- implantaron un sistema económico-administrativo destinado a procurarse
directamente del patrimonio industrial del Ruhr la parte correspondiente a las reparaciones,
mientras se creaba una nueva frontera comercial con impuestos y derechos sobre las mercancías
que circulaban entre la República de Weimar y el Ruhr ocupado. Sus ingresos pasaban
-también- a la caja de reparaciones. Por otro lado, Poincaré intentaba colocar a Francia en una
posición de fuerza ante posibles negociaciones internacionales de naturaleza revisionista sobre
la cuestión alemana. Y, finalmente, deseaba vincular las deudas interaliadas y reparaciones.
En Alemania, la población se movilizaba inmediatamente contra la ocupación. Desde
Berlín, el canciller Cuno reclamó a los trabajadores -muchos de ellos en huelga desde el primer
día- responder con una resistencia pasiva, incumpliendo pacíficamente las órdenes de los
ocupantes, mientras se financiaba el movimiento con ayudas y subsidios gubernamentales.
Consideraba que Francia, sin respaldo internacional -Londres y Washington condenaban la
operación-, e incapaz de poner en marcha la impresionante infraestructura del Ruhr, no tardaría
en dar marcha atrás.
La realidad fue diferente. Cinco meses después, la resistencia pasiva daba signos de
agotamiento. Los huelguistas derivaron poco a poco hacia acciones directas, sabotajes y
enfrentamientos que provocaban, como reacción francesa, expulsiones y fusilamientos.
Conforme la espiral de violencia creció, muchos trabajadores optaron por reemprender sus
actividades. Paralelamente, los ocupantes lograban implantar un sistema ferroviario que,
empleando a 32.000 franceses, 6.000 belgas y 7.000 alemanes, permitía enviar el carbón y el
coke del Ruhr a las industrias siderúrgicas de Francia y Bélgica. Mientras tanto, la República de
Weimar se resquebrajaba en medio del marasmo económico, político y social. La masiva
emisión de papel moneda destinada al sostenimiento de la resistencia desencadenó una
inflación descontrolada que hundió el marco (un marco-oro llegaría a cambiarse por tres
millones de mar- cos papel) y empobreció a las clases medias y asalariadas. El descontento
social favorece las actuaciones desestabilizadoras tanto de la extrema izquierda comunistas
(levantamientos en Turingia y Hamburgo), extrema derecha (putsch de Munich, con Hitler y
Lüdendorf) como de los grupos separatistas renanos que, alentados por las autoridades
francesas, parecen dispuestos a crear sus propios Estados soberanos, amenazando la unidad de la
República: el 29 de octubre de 1923, Dorten proclama la República Renana. Alemania -al borde
del hundimiento- está a punto de explotar en pedazos. Sin salida, Cuno dimite, permitiendo la
formación de un gobierno de coalición presidido por Gustav Stresemann, quien ordena el final
de la resistencia pasiva.
Francia -explican Girault y Frank-, que había ganado en el Ruhr, iba a perder la batalla
diplomática. El triunfo se iba a tornar pronto en una derrota política. Stresemann, apoyándose
en la brillante gestión de su ministro de Finanzas y colaboradores económicos, va a operar una
rápida estabilidad monetaria que conducirá a la normalización política interna. Desde principios
de 1924 -con el respaldo de las instituciones financieras londinenses- crea una nueva moneda,
saneando el sistema financiero alemán. Sus propuestas a Poincaré para buscar una salida
negociada a la crisis son rechazadas desde Francia que, de esta forma, acentúa ante los ojos de
la comunidad internacional la imagen de actor imperialista. Sin embargo, la firmeza de París no
resultaba tan clara: el despliegue militar alteraba sus finanzas y debilitaba al franco, obligando
al gobierno a solicitar un préstamo a la banca Morgan norteamericana.
La intervención decisiva para la solución de la crisis del Ruhr vendría de las potencias
anglosajonas. Gran Bretaña y Estados Unidos -temiendo un hundimiento de la República de
Weimar e inquietos ante el militarismo francés- convocaron una comisión de expertos
financieros para analizar las posibilidades de la recuperación económica alemana y las
implicaciones de las reparaciones, presidida por el banquero y general americano Dawes. Wash-
ington, por primera vez desde 1919, se iba a implicar en la estabilidad política de Europa a
través, no de un instrumento político, sino del mecanismo financiero de su moneda nacional.
Para Estados Unidos, no se trataba únicamente de los casi 12.000 millones de dólares
pendientes en concepto de deudas, sino también de un mercado, el continental, que representaba
el 50 por 100 de sus exportaciones y de un ámbito geopolítico cuyas crisis -como demostró la
Primera Guerra Mundial- acababan amenazando su propia seguridad. El Plan Dawes
-presentado el 9 de abril de 1924- era una solución a los problemas financieros mediante la
presencia del dólar: establecía, en primer término, un nuevo escalonamiento del montante de las
reparaciones; en segundo, condiciones para facilitar los pagos alemanes por medio del lan-
zamiento de un préstamo internacional que -cubierto principalmente en Estados Unidos-
dinamizaría la economía de Alemania y, finalmente, mecanismos destinados a garantizar los
pagos en los cinco años siguientes. Londres y Washington, no obstante, condicionaban su
ejecución a la retirada francesa del Ruhr: sin evacuación no habría capital norteamericano para
permitir las entregas alemanas. Estos extremos quedaron patentes en la Conferencia de Londres,
entre el 16 de julio y el 16 de agosto, con la presencia de las delegaciones británica, francesa,
alemana y norteamericana.
Aislada diplomáticamente, con problemas financieros internos y criticada por las potencias
anglosajonas, Francia debió aceptar la nueva lógica internacional y dar marcha atrás. Un cambio
facilitado con el triunfo electoral del Cartel de izquierdas en las elecciones legislativas del 11 de
mayo de 1924 y la llegada a la presidencia del gobierno de Edoaurd Herriot, sustituyendo a
Poincaré. Herriot comprendía que el pago de las reparaciones, tan necesario a la economía
nacional, dependía del éxito del Plan Dawes y, en definitiva, de una nueva dimensión exterior
francesa caracterizada por la cooperación con Londres, el final de su política de ejecución del
Tratado de Versalles y acabar con la tensión franco-alemana, esa guerra fría arrastrada desde
1919. En la Conferencia de Londres, Herriot aceptará la evacuación del territorio y el
desmantelamiento de todo su dispositivo administrativo y económico. Su decisión abría un
tiempo diferente en la política internacional

2. La era de la seguridad colectiva (1924-1929)

2.1. LA DISTENSIÓN INTERNACIONAL. EL TRIÁNGULO FINANCIERO DE LA PAZ

El año 1924 marca un giro en la vida internacional de entreguerras. Coincidiendo con la


Conferencia de Londres se inaugura una etapa breve y efímera, caracterizada por la estabilidad,
el impulso pacifista y la prosperidad económica. El fracaso de las políticas de fuerza, la llegada
de nuevos equipos dirigentes en Francia (Edouard Herriot) y Gran Bretaña (Mac Donald,
primero y Austen Chamberlain, después, más partidario a Francia que Lloyd George), la
posición conciliadora de los gobiernos en la República de Weimar, la evolución pacifista de las
opiniones públicas y el protagonismo de Estados Unidos en Europa facilitan una distensión
política que, a su vez, alienta la defensa de los principios de la seguridad colectiva y el apogeo
de la Sociedad de Naciones. Las ilusiones de 1919 parecen encontrar ahora un marco adecuado.
La Unión Soviética, además, conoce su inserción en el concierto de naciones, dotando de mayor
estabilidad al sistema internacional. Las principales capitales europeas van reconociendo
diplomáticamente al nuevo Estado soviético, que ve de esta forma coronado su esfuerzo de
apertura y coexistencia pacífica emprendido desde 1921.
Esta favorable coyuntura internacional se explica y encuentra su fundamento en los
procesos económicos y, más concretamente, en la solución de los problemas financieros y
monetarios encauzados a través del dólar. El método Dawes, no sólo desbloquea la situación de
tensión en Europa, sino que garantiza un importante impulso económico. Su puesta en marcha
es el inicio de la llegada de un torrente de capitales americanos hacia Alemania que, entre 1924
y 1929, recibirá en torno a 2.500 millones de dólares, a los que se añadirán una suma similar
procedente de los Países Bajos y Gran Bretaña. Gracias a esos capitales, el Reich reinicia el
pago de las reparaciones, creando, así, las bases de la distensión con Paris mientras lograba
encauzar su recuperación económica con una nueva moneda fortalecida. Francia -tras recibir
más de mil millones de dólares- puede, como hacen también Bélgica, Italia y Gran Bretaña,
proceder a solucionar sus deudas con los Estados Unidos, que, sin rebajar su monto, amplía los
plazos para su liquidación. Entre 1924 y 1929, 2.600 millones de dólares toman el rumbo del
Tesoro de Estados Unidos. Un flujo permanente de capitales engrasa la economía mundial, crea
un clima de confianza y permite la reconstrucción del sistema monetario internacional:
partiendo de Washington, el dinero llega a Berlín, saliendo, después, hacia París-Londres-
Bruselas-Roma, para llegar, finalmente de nuevo, a Estados Unidos. La distensión reposa -como
demuestran Girault y Frank- sobre un triángulo financiero de la paz.
El acercamiento franco-alemán –posibilitado por la normalización financiera– encontró un
cauce de expresión en el protagonismo de dos personajes cuya concepción del orden europeo
convertía a la paz en un activo fundamental: el ministro de Asuntos Exteriores de Francia,
Aristide Briand y Gustav Stresemann. Ambos -explica Milza- combinaban en sus posiciones
una dosis de idealismo -de pacifismo militante-, con una apreciación realista de las necesidades
de sus países. Briand, consciente de la debilidad demográfica y económica francesa, entendía
que la conciliación y la defensa de los principios de la seguridad colectiva en el marco de la
Sociedad de Naciones -donde París goza de gran autoridad- resultaba preferible a las políticas
de fuerza, frente a una Alemania de gran capacidad económica, respaldada por los anglosajones
y reconciliada con la URSS. Por su parte, Gustav Stresemann, lejos de sus posturas
imperialistas de 1914 y distanciado de los sectores de extrema-derecha de entreguerra,
consideraba que Alemania no podía hacer frente por sí sola al antagonismo con Francia, ni
imponer una revisión unilateral del Tratado de Versalles. Sus grandes objetivos exteriores, re-
tirada de las fuerzas aliadas de Renania, rectificación de las fronteras orientales e incorporación
de las minorías germanas dispersas en Checoslovaquia y Polonia -elementos claves del orden de
Versalles- tenían como preámbulo necesario la estabilización interna de Alemania, el
relanzamiento de su economía, su incorporación al sistema de poder europeo y el respaldo de
los anglosajones. Stresemann -sostiene Bariéty- entendía que unas relaciones privilegiadas con
Londres y Washington servirían para presionar a Francia sobre la reducción de sus exigencias e
incluso aceptar facilidades sobre el cumplimiento de Versalles. Frente al modelo de la extrema-
derecha de resistencia y rechazo frontal a los acuerdos de 1919 -política para la cual Berlín no
tenía los instrumentos coercitivos imprescindibles-, Stresemann defendía una actuación
diplomática inteligente. La distensión para Briand y Stresemann -cncluye Milza- constituía una
elección táctica dentro de estrategias diferentes. Estos apóstoles de la paz -como fueron
calificados tras ser galardonados con el Premio Nobel de la Paz en 1926- crearon una nueva di-
námica en las relaciones París-Berlín, fundada en el diálogo permanente y no en el rígido corsé
de los Tratados de Paz.

2.2. EL ESPÍRITU DE LOCARNO: SÍMBOLO DE LA NUEVA ETAPA

El nuevo clima internacional multiplicó las iniciativas político-territoriales tendentes a


consolidar la dinámica pacifista y garantizar; desde otros enfoques, la seguridad de los Estados.
La Sociedad de Naciones constituyó un primer punto de atención. La diplomacia francesa
-tras su evacuación del Ruhr- alentó un proyecto de reforma interna, el Protocolo de Ginebra
destinado a superar las lagunas e insuficiencias del Pacto y hacer más eficaz la organización. La
propuesta consistía en vincular indisolublemente el trípode de la seguridad colectiva: arbitraje,
seguridad y desarme. El Protocolo establecía el arbitraje obligatorio, consideraba agresor a todo
Estado que lo rechazara -o se opusiera a la decisión decretada por la autoridad arbitral- y
contemplaba la adopción de sanciones militares aprobadas por mayoría, no por unanimidad,
contra los miembros designados como agresores. Así, el arbitraje crearía seguridad y la
seguridad permitiría el desarme. Tras semanas de discusión, la Asamblea recomendó
unánimemente su adopción. Diversos factores impidieron que la mayoría de los Estados
aceptaran la reforma del Protocolo de Ginebra. No obstante, y a pesar del fracaso, los actores
elaboraron otras vías de estabilidad internacional. El Pacto de Locarno seria, indudablemente, la
más significativa.
Gran Bretaña, aprovechando la distensión europea, tomó la iniciativa de buscar a través de
un acto diplomático el reconocimiento y garantía de las fronteras fijadas en 1919. Entre el 5 y
16 de octubre se reunían en la ciudad suiza de Locarno, Austen Chamberlain (Gran Bretaña),
Briand (Francia), Stresemann (Alemania), Mussolini (Italia) y Vandervelde (Bélgica), acompa-
ñados de representantes polacos y checoslovacos. El encuentro finalizó con la firma de diversos
acuerdos. Mediante el Pacto renano, el principal, el Reich reconocía sus fronteras con Francia y
Bélgica y la desmilitarización de la Renania. Los tres países, además, rubricaban su
compromiso de no recurrir a la fuerza para revisar el statu quo, mientras Londres y Roma
aceptaban actuar como garantes del respeto a los límites territoriales. A cambio, se aceptaba la
inclusión de Alemania en la Sociedad de Naciones, ostentando un puesto de miembro
permanente en el Consejo Político, y la evacuación de las tropas aliadas de la zona de
ocupación de Colonia, objetivo prioritario de Stresemann. Aunque el Tratado de Versalles
fijaba que ésta debería desocuparse en 1925, seguía sometida a control militar como sanción de
los vencedores ante el retraso en el desarme alemán. Junto a estas disposiciones centrales, Lo-
carno incluyó varias convenciones de arbitraje -vagas y complejas- entre Alemania, Bélgica,
Francia, Checoslovaquia y Polonia.
La euforia recorrió las cancillerías occidentales. Alemania renunciaba voluntaria,
libremente, no a través del diktat de 1919, a Alsacia y Lorena y los cantones de Eupen y
Málmedy, y se integraba en el sistema internacional, aceptando los principios de la seguridad
colectiva. Francia, a su vez, obtenía una de las reclamaciones permanentes: la garantía británica
sobre sus fronteras. Mussolini -que hacía su debut en estas reuniones- ganaba en consideración
internacional, incorporándose en el concierto de hombres europeos. La expectativa era tal que
Washington continuaba implicándose en la estabilidad europea: el presidente Coolidge había
condicionado la continuidad del flujo de dólares norteamericanos a la firma del Pacto.
En la Europa del Este, la lectura de los acuerdos de Locarno resulta diferente. Stresemann
-al negarse a reconocer las fronteras orientales como hizo con las franco-belgas- manifestaba
una clara voluntad revisionista. Briand, conocedor de la estrategia a largo plazo de su homólogo
alemán -revisión en las fronteras orientales, aislamiento de Polonia y Checoslovaquia y
solución del problema de las minorías germanas- intentará neutralizaría por procedimientos
político-diplomáticos. De un lado, Francia firmará alianzas con Praga y Varsovia, para
tranquilizar a sus gobiernos. De otro, la entrada de Alemania en la Sociedad de Naciones ataría
a la República de Weimar en una red de lazos y compromisos que impedirían una política de
revisionismo unilateral, violento y agresivo. El 10 de septiembre de 1926, Alemania entraba en
la Sociedad de Naciones. Berlín se encontraba en pie de igualdad con las cuatro potencias de la
organización: Paris, Londres, Roma y Tokio. En un célebre discurso, Aristide Briand saludaría
el acontecimiento reclamando abajo los fusiles y cañones y paso a la conciliación, el arbitraje
y la paz. Un acuerdo comercial franco-alemán, de agosto de 1927, junto a otras medidas indus-
triales favorecedoras del desarme económico, aduanero e industrial, introducían a los dos
Estados en el marco de la cooperación económica. La era Briand-Stresemann comenzaba. Las
potencias anglosajonas, habiendo impuesto su arbitraje, una por el dólar, la otra por la garantía
militar multilateral, les dejan hacer en la escena europea.

2.3. EL APOGEO DE LA SEGURIDAD COLECTIVA

El espíritu de Locarno provocó una verdadera mística pacifista. En agosto de 1928,


Francia y Estados Unidos firmaban el Pacto Briand-Kellog, una condena solemne del recurso a
la fuerza y el compromiso de buscar por instrumentos esencialmente pacíficos la solución de
eventuales conflictos. De naturaleza bilateral, la presión del secretario de Estado Kellog permitió
trans- formarlo en un acto multilateral con la firma de quince Estados europeos, incluida
Alemania. Aunque de carácter simbólico, sin alcance práctico o real alguno, el acuerdo permitió
afianzar el diálogo franco-alemán. Stresemann, aprovechando su rúbrica, propondrá a Francia
que, al no ser la guerra ya un instrumento de las relaciones internacionales, carecía de sentido la
ocupa- ción de Renania. París aceptaba a cambio de un acuerdo definitivo sobre las
reparaciones cuando estaba a punto de expirar el Plan Dawes.
Desde febrero de 1929, un comité de expertos, presidido por el banquero norteamericano
Owen Young, trabajaba para dar continuidad a la solución de los asuntos financieros de
entreguerras. El Plan Young, aprobado en la Conferencia de La Haya en agosto, reemplazaba al
Plan Dawes, reducía la deuda alemana y determinaba nuevos plazos (59 anualidades) para su
solución definitiva: en 1989 se pondría punto y final al contencioso. A cambio los aliados se
comprometieron a evacuar la zona de Coblenza en los tres meses siguientes y la de Maguncia
antes de junio de 1930, cinco años antes de lo fijado en Versalles. El Plan incluía otro punto
importante. Parte del montante alemán debería ser entregado incondicionalmente, pero otra sólo
sería exigida si Washington continuaba reclamando a los europeos sus deudas de guerra. Si el
Tesoro norteamericano detenía su reembolso, el pago de las reparaciones podía liquidarse.
Francia obtenía uno de sus objetivos desde 1921: la vinculación de reparaciones y deudas
interaliadas. La vía de una pacificación duradera del viejo continente parecía abierta.
En este contexto, la Sociedad de Naciones adquiere la autoridad y prestigio carente en sus
inicios. Su sede -el Palacio de la Paz de Ginebra- se convierte en el punto de reunión
privilegiado de líderes políticos, ministros de asuntos exteriores y responsables estatales cuyos
encuentros se desarrollan en un ambiente donde la diplomacia secreta parece dejar paso a la di-
plomacia abierta, al ideal de paz la fe en la cooperación internacional.
La organización -afirma José Luis Neila- conoce su edad de oro protagonizando éxitos
político-económicos y alentando proyectos que pretenden estructurar el sistema mundial con
mayores garantías de paz, seguridad y estabilidad. En 1925, la Sociedad de Naciones -con una
intervención directa de Aristide Briand- logra solucionar el conflicto greco-búlgaro, evitando la
guerra entre dos de sus miembros. Ese mismo año se creaba la comisión preparatoria del
Desarme -a la cual son invitados Estados Unidos y la URSS- para redactar un proyecto de
convención debiendo servir de documento de trabajo para la futura Conferencia de Desarme
Internacional. Dos años después, la Sociedad de Naciones organizaba (mayo de 1927) la
Conferencia Económica de Ginebra respaldando los criterios de quienes defendían la
liberalización económica mundial como clave de la prosperidad mundial y ésta la garantía de la
paz y estabilidad, rechazando las prácticas obstruccionistas al comercio, generadoras de tensión.
En sus resoluciones, la Conferencia condenará el proteccionismo, abogará por el descenso
generalizado de las tarifas aduaneras y el libre acceso en condiciones de igual de todos los
Estados a los mercados. Por último, en septiembre de 1929, el ministro francés de Asuntos
Exteriores, Briand, preconizaba ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones un proyecto de
unión federal europea, presentado formalmente al año siguiente, mediante el cual las naciones
del continente quedarían vinculadas a través de lazos federales, básicamente en el terreno
económico, que les permitiría afrontar con mayores resultados los problemas internacionales.
Briand buscaba consolidar el sistema de seguridad colectiva iniciado en Locarno. Su iniciativa
fracasó. Por un lado, las naciones europeas no estaban aún maduras para afrontar un debate tan
profundo como el del europeísmo. Por otra, el clima internacional iniciado en 1924 estaba
cambiando. Las consecuencias de la crisis económica mundial comenzaban a entreverse.
En relación a España, desde su ingreso en la Sociedad de Naciones, Ginebra se convirtió en
un eje de su acción exterior tanto en la fase final de la Restauración como durante la dictadura
de Primo de Rivera. La actividad española se orientó sobre varios puntos: en primer lugar,
ocupar un puesto permanente en el Consejo, lo que llegó a provocar el abandono temporal espa-
ñol de la organización entre 1926-1928; por otro, una participación activa en los debates e
iniciativas societarias; en tercero, un compromiso firme con la política de la seguridad colectiva
y la solución pacífica de los conflictos y, en cuarto término, aprovechar el foro de Ginebra para
revalorizar el papel de España ante Iberoamérica. Desde una óptica bilateral, Francia y Gran
Bretaña continuaron siendo los principales objetivos exteriores de España. Si bien en un
principio se trató de mantener un tradicional equilibrio entre París y Londres, las dificultades
surgidas con Francia en relación al norte de África, junto a otras realidades económico-
comerciales, fueron derivando a una mayor cooperación con los británicos. Aun así, también
fue necesario el entendimiento con París para los asuntos de Marruecos: en 1925, tras el
desastre de Annual y la derrota de Xauen, Madrid buscó la colaboración francesa para lograr
una victoria conseguida en 1927. Desde ese año se iniciará sobre Marruecos la etapa de
colonización intentando consolidar el poder político y militar sobre el protectorado.

2.4. LA FRAGILIDAD DE LA DISTENSIÓN: LA PAZ ILUSORIA

La construcción internacional edificada sobre Europa descansaba, con todo, sobre bases
frágiles. Sus límites e insuficiencias lo convertían -según Girault y Frank- en un orden precario
y a la paz, en una ilusión.
El empuje de la Sociedad de Naciones seguía dependiendo de la actitud de las grandes
potencias y de la coyuntura económica. Los primeros indicios de la recesión alientan la
agitación ultranacionalista en Alemania y las formulaciones agresivas del nacional-socialismo.
Los sentimientos revisionistas, además, seguían presentes, y no solamente en el Reich. En Italia,
la política exterior de Mussolini, cuyo régimen entra en un proceso de fascistización
irreversible, intenta liderar a los Estados descontentos de la Europa central y oriental,
bloqueando la proyección francesa en la región y, sobre todo, aislando a Yugoslavia. Sobre
estas consideraciones, Roma firmará acuerdos con Rumania y Hungría, suscribiendo en
noviembre de 1926 el Tratado de Tirana que convertía a Albania en protectorado italiano.
Tampoco la inserción soviética en la arena internacional resulta completa. Tanto Londres como
París permanecen recelosos hacia la URSS. Desconfianzas que acentúan en Stalin la visión de
un mundo exterior hostil y la necesidad de organizarse internamente, por encima de cualquier
otra consideración. Su doctrina del socialismo en un solo país triunfa, permitiéndole liquidar la
oposición de Trostki y Zinoviev, y acentuar su poder personal. Esta estrategia impone el
repliegue de Moscú y una ortodoxia comunista. En 1928, el Komintern, durante su VI
Congreso, preconiza la política de clase contra clase, declarando enemigas del proletariado
todas las fuerzas políticas no comunistas. Y por último, el triángulo financiero de la paz que ha
introducido a Washington en el continente y establecido un sistema de relaciones atlánticas
Estados Unidos-Europa occidental, encuentra su debilidad en descansar únicamente sobre la
prosperidad norteamericana. La crisis económica provocará, como efecto dominó, la retirada
del capital norteamericano, restringiendo la recuperación material alemana, y con ella la
moderación del Reich, alterando los fundamentos de la distensión que así acentúa la inseguridad
de Francia, privada de reparaciones, y, ante ese fenómeno, el arbitraje británico carece de
sentido.

3. El hundimiento de la seguridad colectiva (1929-1933)

3.1. LA CRISIS ECONÓMICA Y LA IMPOSIBLE CONCERTACIÓN INTERNACIONAL

La vinculación entre prosperidad económica y estabilidad política volvió a quedar


manifestada -pero en sentido contrario- poco después. El sistema construido bajo los principios
de la seguridad colectiva se hundió estrepitosamente a principios de la década de los treinta en
un período de crisis económica que, por sus implicaciones y extraordinaria gravedad, afectó a
los equilibrios sociales y políticos de los Estados y a la propia vida internacional. A los efectos
ordinarios de la recesión se unieron otros ilustrativos de una depresión profunda de la
mentalidad colectiva: las prácticas y principios sobre los cuales reposaba la civilización
industrial, la economía liberal y las instituciones democráticas aparecieron cuestionados por
fórmulas favorables a la instauración de sistemas autoritarios y totalitarios.
El origen de la crisis económica se sitúa tradicionalmente por la historiografía en 1929,
tras el hundimiento de la bolsa de Nueva York el jueves negro, 29 de octubre. Sin ignorar la
importancia de ese hecho puntual, lo cierto es que la dimensión mundial de la crisis y sus
dramáticas consecuencias internacionales deben situarse en otras coordenadas temporales y
teniendo presentes diversos factores. En primer término, los problemas económicos -más que en
1929- presentaron sus perfiles más dramáticos entre 1931-1933, momento en el cual los datos e
índices productivos y de crecimiento de todos los sectores resultaron negativos, adquiriendo
entonces la crisis una naturaleza auténticamente mundial. Y en segundo, la depresión se vio
agravada cuando, ante esas dimensiones, los Estados fracasaron en su intento de darle una
solución global bajo los principios de la cooperación y la solidaridad internacionales,
prevaleciendo los enfoques nacionales que a través de la autarquía, las preferencias aduaneras,
las devaluaciones monetarias y el cierre de los mercados, buscaban su propia salvación, a costa
de incrementar el antagonismo entre los países. La confusión de consideraciones políticas y
económicas impidió soluciones beneficiosas.
Las primeras iniciativas partieron de los norteamericanos. A fin de salvar la producción,
Estados Unidos -a pesar de que la Conferencia Económica Mundial de Lausana de 1927 había
recomendado un descreste aduanero generalizado- aplicaba en junio de 1930 una tarifa ultra-
proteccionista -tarifa Smoot-Hawley-, que elevaba en un 40 % las tasas medias de los derechos
aduaneros. Washington, líder económico internacional, se replegaba sobre sí mismo,
rechazando su papel de animador mundial, obstaculizando el comercio internacional y
obligando al resto de países a medidas similares. Francia incrementaría sus derechos aduaneros
en tres ocasiones entre 1931-1933, Gran Bretaña abandonaba el librecambio en 1931 y en 1932
adoptaba una disposición que le permitía modular sus barreras aduaneras según países y
productos.
La imbricación de las economías norteamericana y europea quedó plasmada,
especialmente, en el terreno financiero. La restricción del crédito internacional –cuyo volumen
disminuyó a la mitad a lo largo de 1930-1931– y la retirada masiva de capitales americanos
invertidos en Europa aceleraron el proceso de propagación de la crisis. Los países germánicos,
los más beneficiados con los créditos americanos desde 1924, resultaron los principales
afectados: en mayo de 1931 se hundirá el Kredit Anstalt, el principal banco vienés, arrastrando
en su caída a todo el sistema bancario de Austria. En Alemania, el cierre de las instituciones de
crédito ordenada por el canciller Bruning hunde a la industria alemana conduciendo al país a la
cifra de 6 millones de parados, favoreciendo el éxito del nacional-socialismo.
La incapacidad de una concertación mundial quedó patente en tres procesos: el problema
de las deudas, la crisis de los Estados danubianos y el fracaso de la Conferencia económica
internacional de Londres.
Las graves circunstancias por las que atravesaba Alemania empujaron a su gobierno, en el
verano de 1931, a solicitar del presidente norteamericano Hoover una moratoria temporal (julio
de 1931 y junio de 1932) sobre todas las deudas intergubernamentales (reparaciones y deudas
interaliadas). Aceptada por todos, la moratoria Hoover entrará en vigor de forma inmediata sin
que, en realidad, la solución provisional permita a Alemania salir de la debacle financiera. La
gravedad de la situación empuja a pensar en una salida global que termine definitivamente con
estos problemas: suspensión de las reparaciones alemanas y renuncia norteamericana a seguir
cobrando las deudas interaliadas. Con tal finalidad se convocó la Conferencia de Lausana (16
de junio-9 de julio de 1932). Los participantes decidieron que Berlín efectuara un último pago
en concepto de reparaciones de 3 mil millones de marcos a partir de 1935, con el cual quedaría
liquidado el problema, dando carpetazo al Plan Young. El acuerdo, además, debería servir para
concluir un arreglo similar sobre las deudas interaliadas. Sin embargo, ni Hoover ni su sucesor
Roosevelt, elegido en noviembre de 1932, estaban dispuestos a su anulación. Aunque muchos
Estados intentaron pagarlas de forma simbólica, el rechazo de Francia fue determinando que las
deudas interaliadas dejasen de abonarse en la práctica. Pero tampoco Alemania ejecutó las
decisiones de Lausana. Hitler, en el poder desde febrero de 1933, rechazó el compromiso
alcanzado sobre los 3.000 millones. En un mundo sometido al marasmo económico, ningún
Estado cumplía sus compromisos financieros acentuando la desconfianza y el distanciamiento.
De un total de 132.000 millones de marcos oro, cantidad inicialmente fijada, Alemania, a lo
largo de los años de entreguerras, había abonado menos de 23.000 millones, 9,5 de los cuales a
Francia.
El segundo capítulo del fracaso se vivió en el ámbito danubiano. La crisis económica
golpeó especialmente a los países agrícolas de la Europa central y oriental que -ante el
hundimiento de los precios y el cierre de sus tradicionales mercados de exportación- eran
incapaces de garantizar el servicio de su deuda exterior. Para evitar su bancarrota y la crisis
social de la región, sólo la cooperación multilateral de los Estados acreedores (Francia, Gran
Bretaña, Italia y Estados Unidos) podía dar una solución que salvara sus monedas y finanzas.
Sin embargo, los intentos planteados a lo largo de 1932 carecieron de resultados. Las propuestas
-con evidentes trasfondos económicos y políticos- encontraban el rechazo, por desconfianza, del
resto de socios: el proyecto francés de establecer una suerte de mercado común regional fue
bloqueado por alemanes e italianos, temerosos de ver en esa zona extenderse la influencia de
París. Una misma suerte aconteció con otros planes respecto a una unión comercial paneuropea
o el establecimiento de un sistema generalizado de acuerdos preferenciales que dinamizaran el
comercio danubiano. A comienzos de 1933 resultaba evidente que la concertación multilateral
no funcionaba a la hora de salvar financieramente a los Estados danubianos.
Si la concertación multilateral fue incapaz de encontrar una solución regional para salvar
financieramente a los Estados danubianos, el fracaso de la Conferencia económica internacional
de Londres representó la imposibilidad de una salida negociada, global a escala mundial, de la
crisis. La Conferencia económica internacional (12 de junio-27 de julio de 1933) había
convocado, en un clima de divergencias y pesimismo, a 66 Estados con el propósito de analizar
las posibilidades de una estabilización de las grandes monedas a través de un acuerdo
internacional. Franceses y británicos -recuerda Pierre Milza-, menos afectados por la crisis que
los Estados Unidos, y disponiendo aún de una moneda relativamente fuerte esperaban que
Washington aceptara mantener una relación estable entre la libra esterlina, el franco y el dólar e
impedir la competencia desleal de éste en los cambios internacionales. Roosevelt -para quien el
éxito del New Deal depende de la devaluación táctica del dólar- se opuso a tales formulaciones,
defendiendo una política de nacionalismo económico y monetario. El 27 de julio, las
delegaciones se separaban en un completo desacuerdo.

3.2. LA CRISIS DE MANCHURIA

La crisis -recuerdan Girault y Frank- alimentó otras crisis. En un sistema incapaz de


encontrar soluciones bajo la cooperación, los actores no tardaron en recurrir a la fuerza, la
guerra, como instrumento para alcanzar sus metas nacionales. La iniciativa partió de Japón.
Japón, a lo largo de los años veinte, se había ido configurando como un Estado moderno,
demográficamente potente y con importante desarrollo económico. Su política exterior,
respetuosa con los principios de la Sociedad de Naciones, optó por una vía conciliadora
aceptando, en el sensible tema del desarme, los cupos navales decididos en 1930. Sin embargo,
el impacto de la crisis económica, corta, pero muy intensa, alteró radicalmente estos presu-
puestos. Los sectores ultra-nacionalistas y el Ejército fueron progresivamente controlando los
resortes del poder y, empujados por los grupos económicos dominantes, diseñaron una acción
exterior agresiva y expansionista a través de la cual buscaban recuperar su equilibrio
económico-social y solucionar los problemas derivados de la depresión mundial. La crisis
económica, aunque poco a poco superada, servirá de justificación a una expansión militar
destinada a controlar nuevos mercados, adquirir territorios para su creciente población y
prestigio internacional. La Manchuria china sería el centro de sus actuaciones.
En 1922, Tokio había suscrito, junto a otras ocho potencias, un Tratado reconociendo la
plena soberanía de China sobre Manchuria, aunque mantenía en el sur del territorio un
destacamento militar para proteger sus intereses en torno al ferrocarril y los de una importante
colonia nipona que controlaba en la zona sus principales recursos mineros (carbón y hierro) y
económicos. En septiembre de 1931, las tropas japonesas, pretextando ataques chinos contra el
ferrocarril, ocuparon primero la ciudad de Moukden, y poco después, toda la región de
Manchuria. La agresión coincidirá con un cambio político en Tokio, en el que la caída del
gabinete liberal de Wakatsuki da paso al general Araki, paladín del militarismo. Dos
acontecimientos agravaron la crisis. En primer término, una asamblea de representantes
manchukos vinculados a los intereses de los ocupantes proclamaba la independencia del país (1
de marzo de 1932), bautizado como Manchukuo. Japón reconocerá de inmediato al nuevo
Estado, convertido en su protectorado al asumir su defensa y la política exterior. En segundo, en
enero de 1932, Tokio provocará una nueva acción militar contra China al atacar el puerto de
Shanghai.
El gobierno de Chiang Kai-shek, consciente de su inferioridad, rechazó una respuesta
militar y optó por someter la cuestión a la Sociedad de Naciones, denunciando la violación que
del Pacto cometía un Estado miembro contra otro. La organización de Ginebra se veía
confrontada a un reto fundamental: por primera vez debía actuar contra la política de fuerza de
una gran potencia que, caso de Japón, había sido clave en su puesta en marcha y
funcionamiento. Su prestigio y los principios de la seguridad colectiva se jugaban en
Manchuria. Tras diversas resoluciones reclamando a Japón la retirada de sus tropas, desoídas
por Tokio, el Consejo Político de la Sociedad de Naciones aprobó en diciembre de 1931 crear
una comisión investigadora que presidida por el británico lord Lytton, debía elaborar un
informe de la situación creada. Un año más tarde, diciembre de 1932, la Asamblea hacía suyas
las conclusiones de la comisión Lytton, rechazando reconocer el Estado Manchukuo, ordenando
a Tokio retirar sus tropas y exigiendo el regreso al statu quo. Condenado unánimemente por la
Sociedad de Naciones, Japón abandonará la organización en marzo de 1933.
Sin embargo, ninguna de las grandes potencias deseaba intervenir contundentemente
contra el gobierno japonés, sacrificando la seguridad colectiva -clave del sistema internacional-
en beneficio de sus intereses nacionales y el realismo político. La resolución de la Asamblea,
que debía ser hecha efectiva por el Consejo Político, no fue acompañada de las medidas
coercitivas. Nadie quiso adoptar las sanciones contra el Imperio nipón previstas en el artículo 16
del Pacto de Ginebra, ni declarar que Manchuria y China habían sido víctimas de agresión.
Washington, tras una condena moral para no alterar sus relaciones comerciales con Japón, se
limitó a manifestar que no reconocería ninguna situación de hecho que atentara contra la
integridad china y el régimen de puertas abiertas. Tampoco Londres o París desean correr
riesgos. Gran Bretaña consideraba ineficaces y peligrosas las sanciones económicas y peor aún,
las militares: una demostración naval podría volverse contra su colonia en Hong Kong y la
concesión internacional de Shanghai. En definitiva, Londres acabará acomodándose a la
pasividad de Norteamérica. Por su parte, Francia -campeona de la seguridad colectiva- duda en
condenar a un país que, como Japón, ha sido un socio clave en las negociaciones dentro de la
Sociedad de Naciones.
La impotencia de la Sociedad de Naciones, fruto de la inercia de las grandes potencias,
alentaron a Japón en su política expansionista. Además de guardar Manchuria, desde principios
de 1933, el ejército nipón invadía el Jehol, la región montañosa entre Manchuria y Mongolia
Interior, amenazaba Pekín y obligaba a su gobierno a firmar un armisticio. Jehol quedó anexio-
nado al Manchukuo. En el plazo de dos años, los acontecimientos de Extremo Oriente habían
dado un golpe mortal a la Sociedad de Naciones: la agresión, al triunfar; constituía un ejemplo
para los actores del sistema contrarios a los procesos de institucionalización de la paz y volvía a
situar a la guerra en el primer plano de las relaciones internacionales, evidenciando que frente a
aquélla, la seguridad colectiva no funcionaba.

3.3. EL FRACASO DEL DESARME

Tras el final de la Primera Guerra Mundial, el nuevo orden internacional encontraba en el


desarme uno de sus factores constitutivos. La paz y la seguridad de los Estados suponía
una disminución generalizada de las fuerzas armadas en un marco de negociación
multilateral bajo los auspicios de la Sociedad de Naciones cuyo articulo 8 preveía una
reducción controlada y planificada de los armamentos hasta un mínimo compatible con
la seguridad interna de los países.
Los avances, a pesar de estas formulaciones, resultaban mínimos. En realidad, sólo
los Estados derrotados habían sido obligados a reducir fuertemente sus fuerzas armadas
mientras los vencedores, inquietos ante las permanentes reclamaciones revisionistas,
seguían persuadidos en que únicamente sus armas constituían la garantía de su seguridad
y el instrumento para conservar los frutos de la victoria. Bajo estas premisas, un
auténtico diálogo de sordos. Por un lado, los vencidos en 1918 exigían a los vencedores
su desarme para poder llegar a una igualdad de derechos. Por otra, los vencedores
querían obtener un reconocimiento formal de su seguridad antes de proceder al descenso
de su nivel armamentístico.
Tras los acuerdos de Locarno y la constitución de una comisión preparatoria para
una Conferencia sobre desarme, pareció concretarse el camino para una verdadera
negociación. Las dificultades nacidas de la crisis económica volvieron a generar un clima
de desconfianza y sospecha. Los interminables debates de las comisiones acentuaban la
sensación de escepticismo. En febrero de 1932 se inauguraba en Ginebra la Conferencia
General sobre Desarme que bajo los auspicios de la Sociedad de Naciones, convocaba a
62 países, incluidos Estados Unidos y la Unión Soviética. Los distintos planes propuestos
no obtienen el mínimo respaldo y consenso, al seguir intentando los países sacar adelante
sus propios intereses: británicos y franceses -para el caso de los armamentos navales los
primeros y terrestres los segundos-, propugnan soluciones que les permitan conservar
intacta su supremacía militar, mientras Alemania continúa reclamando la paridad con sus
adversarios, algo que no encuentra el respaldo francés.
Francia en esta cuestión va ir quedándose aislada. Frente a una Alemania que se
rearma más o menos clandestinamente, pero cuya fuerza militar permanece aún muy
retrasada, Paris aparece a los ojos de los otros Estados como la potencia militarista.
Consciente de este aislamiento, Francia acabará aceptando en diciembre de 1932, en el
marco de la Conferencia de Ginebra, la igualdad de derechos reclamada por Alemania en
el marco de un sistema que garantizará la seguridad de todas las naciones y evitar así
que Alemania reemprendiera su libertad y organizara a su deseo su ejército.
Estos avances no tuvieron alcance alguno. En enero, la llegada de Hitler al poder
desbarataría cualquier compromiso. El 14 de octubre, Alemania abandonaba la
Conferencia de Desarme y cinco días después anunciaba su retirada de la Sociedad de
Naciones demostrando su decisión de no someter a ningún arbitraje la cuestión del
rearme del Reich. El 12 de noviembre, un referéndum aprueba la política del canciller
por un 95 % de votos.
La Conferencia sobre el Desarme continuará hasta 1935 sin acuerdos concretos toda
vez que su objetivo, disminuir el riesgo de guerra a través de una reducción concertada de
las fuerzas militares, resulta caduco ante el rearme iniciado por el III Reich y el rechazo
más brutal al statu quo de 1919.
El panorama de las relaciones internacionales en 1933, tras cuatro años de crisis
económica, presentaba perfiles preocupantes. Los principios de la seguridad colectiva
naufragaban en medio de la impotencia de la Sociedad de Naciones: el respeto a la
soberanía e integridad de los Estados desaparecía con la agresión japonesa en Manchuria
y el recurso a la fuerza, mientras el desarme constituía una utopía. La Sociedad de
Naciones, en pleno desgarro, contemplaba cómo de las siete grandes potencias de la
época, cuatro estaban ausentes: Estados Unidos, la URSS, Japón y Alemania. La
desestructuración del orden internacional propiciaba un mundo incierto, sin
compromisos, sometido al dictado de aquellos actores dispuestos al empleo de la fuerza
para alcanzar sus objetivos nacionales.

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